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El Labrador de aguas-LIBRO

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Al

igual que su padre y su abuelo, Nicolás es un comerciante acomodado del centro


de Beirut, donde regenta una reputada tienda de telas. Durante la guerra civil, pierde a
sus padres y a su amante, Shamsa, la joven y atractiva sirvienta de origen kurdo. Poco
después, el fuego arrasa el comercio familiar dejando intacto el sótano que sirve de
almacén para las telas. Es allí donde Nicolás se refugia un día y donde decidirá vivir,
rodeado de suntuosos brocados y terciopelos, cuya historia y variedades conoce como
nadie. Esas telas le servirán para rememorar a las dos mujeres de su vida: su madre,
fantástica e infiel, y Shamsa, digna descendiente de un pueblo insumiso con la que
habría podido escapar a su siniestro destino…
Los personajes de Huda Barakat evolucionan, en una ciudad que se descompone,
arrastrándolos con ella hacia su extinción. Ellos deben desaparecer como la misma
ciudad de Beirut, siete veces aniquilada a lo largo de su historia; desaparecer sin dejar
huella para poder reescribir su propia vida, sus valores. Los suyos, caídos
trágicamente en desuso, ya solo les traen desgracias.
Labradores de aguas, según la imagen fenicia, no surcan la tierra: solo alcanzan a
construir ruinas.

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Huda Barakat

El labrador de aguas
ePub r1.0
Titivillus 02.04.2019

ebookelo.com - Página 3
Título original: Harit al-miyah
Huda Barakat, 1998
Traducción: Anna Gil Bardají

Editor digital: Titivillus
ePub base r2.0

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Índice de contenido

Cubierta

El labrador de aguas

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Sobre la autora

Notas

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Agradecimientos

Mi más sincero agradecimiento al Centro Nacional del


Libro de París, cuya beca para escritores me ha
permitido terminar esta novela.

H. B., abril de 1998

También quiero agradecer a todos mis amigos, en


Beirut y en París, su inestimable ayuda a la hora de
rememorar aquellos lugares que ya no existen,
especialmente a Adnán, Zeinab, Ibrahim, Joséphine,
Roula, Arlette, Joseph, Hassan…

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Entrañable compañía, la de algunos escritos y voces:

Los hombres fabrican objetos y construyen casas, pero


solo el vacío les da sentido. La ausencia es lo que da
sentido a la existencia.

LAO-TSÊ

La noción de posteridad es indistinta al ensañamiento


de una vendetta… Esas regiones diversas del tiempo
que uno ha vivido están curiosamente más dedicadas a
letras de nombres que a partes del cuerpo…

PASCAL QUIGNARD

El filósofo chino Chuang Tse cuenta que vio en sueños


una mariposilla que le miraba. Cuando se despertó, se
preguntó: ¿Soy ahora un filósofo que mira a una
mariposa en el sueño de esta?

El profeta Mahoma dijo: El hombre está dormido y


cuando muere, se despierta.

En un desierto lugar de Irán hay una no muy alta torre


de piedra, sin puerta ni ventana. En la única
habitación (cuyo piso es de tierra y que tiene la forma
de círculo) hay una mesa de madera y un banco. En
esa celda circular, un hombre que se parece a mí
escribe en caracteres que no comprendo un largo
poema sobre un hombre que en otra celda circular… El
proceso no tiene fin y nadie podrá leer lo que los
prisioneros escriben.

JORGE LUIS BORGES

Canté la púrpura de Tiro, que es nuestra madre. Canté


los trabajos de quienes descubrieron el alfabeto y

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labraron los mares. Canté la pira de la clara reina.
Canté los remos y los mástiles y las arduas tormentas…

También BORGES.
Fragmentos de una tablilla de barro,
Anónimo

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1

Es una ilusión. Lo que estás viendo es una ilusión, le dijo mi padre a mi madre,
mientras ella levantaba la palma de la mano por encima de los ojos para protegerse
del sol y oteaba el horizonte. Desde esta distancia no se puede ver lo que pretendes
estar viendo. El mar es como el desierto: también tiene sus espejismos. Todavía
estamos muy lejos de la costa.
Pero yo le contesté a tu padre que por supuesto aquello era Beirut, que el barco
que nos llevaba de Alejandría a Grecia y que bordeaba el litoral huyendo de las olas
agitadas de alta mar se encontraba, justo en aquel momento, paralelo al cabo de
Beirut, que veía sin el menor asomo de duda. De lejos, parecía una tierra muy
hermosa, como de ensueño. En ese momento mis antojos de embarazada
desaparecieron, se me fue el mareo producido por el oleaje de aquel mar rebelde y
por primera vez desde hacía meses volví a sentir deseos de cantar. Le dije a tu padre
mientras me apoyaba en la barandilla de cubierta y señalaba tendiendo el brazo
blanco y delicado hacia aquella dirección: Quiero que bajemos aquí, no quiero ir a
Grecia. Y eso fue lo que hicimos.
En mis cincuenta años de vida, sin embargo, no he creído ni una sola vez en la
versión de mi madre. Mi padre, que solía permanecer en silencio, la miraba y sonreía.
El amor que le profesaba era tal que no osaba poner en duda nada de lo que ella
dijera, como si fuera una flor delicada que se marchitara cuando alguien la hacía
enfadar. Pero las historias de mi madre, que eran muchas y se repetían sin cesar,
aunque variaban ligeramente cada vez que las contaba, me permitían imaginarme la
realidad que se escondía tras sus palabras.
Nunca le pregunté, cuando interpretaba su papel de embarazada en el barco que la
llevaba a Tesalónica junto con mi padre y su socio griego, cómo era posible que la luz
del sol fuera tan deslumbrante si la mala mar había obligado al barco a navegar cerca
de la costa. Me dije para mis adentros que quizá el temporal solo había azotado el
interior marítimo mientras que el sol relucía en sus márgenes. Tampoco le pregunté si
la tierra cuya visión le deleitó no sería acaso Chipre o Creta, y no la de sus
antepasados. Ni cómo había conseguido timonear aquel barco, con solo la ayuda de
su vehemente y caprichoso deseo, hasta el puerto de Beirut, donde supuestamente
descendió con mi padre mientras el socio de este continuaba su viaje hacia Grecia.
Volví a decirme que lo más probable era que los tres hubieran desembarcado en
Tesalónica y que luego, por insistencia de mi madre, mi padre hubiera dividido la
empresa, cobrando la parte que le correspondía y se hubiera embarcado de nuevo con
mi madre hacia Beirut, donde nací yo.
Crecí en el barrio de Abu Yumail, donde vivimos hasta que la guerra cumplió tres
años. Allí mi padre vio florecer su negocio de venta de telas hasta que murió,

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dejándome su amplia y prestigiosa tienda situada en pleno Suq at-Tawile, lugar en el
que resido ahora.
La convivencia con mi madre siempre fue difícil, y no solo después de fallecer mi
padre. Las frustraciones que le provoqué fueron numerosas; y la primera de ellas se
remonta ya a mi nacimiento, pues mi madre no deseaba tener un hijo, sino una hija
que heredara toda su belleza y fuera capaz de perpetuarla. Hasta la adolescencia, se
empeñó en enseñarme el canto lírico, arte al que ella misma se había entregado a lo
largo de toda su vida y de cuya pretérita carrera nunca dejaba de hablarnos. Supongo
que debió de disimular su decepción al descubrir que en Beirut no había un Teatro de
la Ópera como probablemente había imaginado cuando aún estaba en El Cairo. Cada
vez que asistía a las clases de canto de un profesor armenio que había fundado una
escuela cerca del convento lazarista, volvía a casa rebosante de alegría para
informarnos que el concierto se celebraría muy pronto y que el profesor Kevork le
había prometido el papel principal. Mi padre no se oponía a nada de lo que ella hacía.
Incluso añadía la sal a escondidas en su plato cuando mi madre insistía en que la
comida estaba deliciosa y que no le faltaba de nada, aunque ella jamás puso un pie en
la cocina para preparar algo con sus propias manos. Asimismo, mi padre añadía sal a
su plato cuando ella, entre quejas y miradas de reproche, así lo hacía. A hurtadillas,
mi padre me decía entonces, con un aire algo apenado en los ojos: Hay mujeres de
seda… Tu madre es de seda. Lo entenderás cuando seas mayor.
Mi padre no se había opuesto a la decisión de mi madre de instalarse en Beirut a
pesar de todo lo que había oído contar a su propio padre, también beirutí, quien le
había hablado mucho de esta ciudad y le había leído numerosos libros que la
describían. Mi abuelo solía terminar sus charlas aconsejando a su hijo que no
sucumbiera a sus encantos y precaviéndole de no volver a ella un día simplemente
porque había sido la tierra de sus ancestros. Mi padre nunca se opuso a mi madre en
nada, incluso cuando ella me vestía con ropa de niña contra mi voluntad y me
enseñaba canto lírico en casa o me obligaba a acompañarla a la escuela del profesor
Kevork, que tenía un bigote fino como el de Douglas Fairbanks. Allí me instaba,
antes de abandonarme en un rincón oscuro y de plantarse junto al piano del profesor
Kevork, a escuchar atentamente abriendo bien los oídos. Antes de adormecerme,
mecido por aquella sucesión ininterrumpida de frases musicales de agudas
resonancias, me ponía a dibujar con la mente la parte superior del cuerpo de mi
madre hundido en la oscuridad y su hermosa boca abierta, pues la lámpara solo
iluminaba la parte inferior de su cuerpo y el bigote del profesor Kevork entregado a la
interpretación.
Defraudé también a mi madre porque ya de pequeño no se me daba bien cantar.
Es más, antes de cumplir los doce años mi voz se fue volviendo cada vez más áspera
y ronca hasta hacerme perder mi timbre de soprano. También en aquella misma
época, mi madre se dio plena cuenta de que yo no servía para estudiar y de que mi
futuro no sería mejor que el de mi padre, un simple vendedor de telas. Luego pareció

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resignarse cuando este empezó a llevarme con él a la tienda, donde yo pasaba todos y
cada uno de los días en que no había colegio. Mi madre apartaba la mirada en un
ademán desesperanzado cada vez que mi padre le prometía encargarse él mismo de
que hiciera mis deberes y cumpliera con algunas tareas de la tienda los días que solo
tenía clase por la mañana, como los miércoles y los viernes. Me llevaba después de
almorzar, se ponía mi cartera de piel bajo el brazo y le hacía un signo a mi madre
como indicándole que ya podía seguir con sus lecciones de canto, y que mi presencia
en casa ya no la incomodaría. Cuando por la tarde nos demorábamos en la tienda más
de lo debido, antes de encomendar al mozo de más edad cerrar la puerta, y de
despedirse del resto de encargados, mi padre me susurraba al oído: ¡Maldita sea! Tu
madre debe de estar muerta de hambre. Se nos ha ido el santo al cielo… Entonces yo
ya sabía que tendría que llevarle un pesado ramo de rosas, cuyas espinas me
pincharían las manos o cuyas grandes hojas me privarían del placer de contemplar las
luces de la ciudad mientras volvíamos para casa. Después, mi padre se desviaría hacia
el zoco de los francos para comprar algo de fruta y se detendría un momento, en Bab
Idrís, delante de la tienda de su amigo Rifai, el vendedor de frutos secos recién
tostados. Más tarde, bajaríamos a toda prisa por Ahmad Dauq hasta nuestra calle. Si
desde lo alto de la escalera no oíamos el gemido del gramófono de mi madre, mi
padre se empezaba a preparar una retahíla de excusas o bien daba unos golpecitos a la
puerta de la charlatana de Sara, nuestra vecina, y le pedía —si estaba sola en casa—
que subiera a cenar con nosotros. Sara captaba enseguida el motivo de la invitación y
movía la cabeza con un aire compinchado. Su insaciable verborrea hacía olvidar a mi
madre su disgusto y la velada transcurría sin incidentes. Pero nada de esto servía
cuando la conversación entre mi padre y sus amigos comerciantes se adentraba en
temas de política o penetraba en el universo de las telas. Entonces, no nos quedaba
otro remedio que desviarnos a la izquierda cuando salíamos de la calle Suq at-Tawile,
recorrer un tramo de la calle Weygand y detenernos en los almacenes La Damascena,
donde mi padre se preguntaba qué frutas de fuera de temporada podía comprar a mi
madre. Por ellas pagaba un precio desorbitado, como si fuera uno más de aquellos
hombres que un tanto avergonzados acudían allí de vez en cuando para comprar a sus
mujeres encintas caprichos tales como uvas o sandía en pleno mes de febrero.
Por eso, tras morir mi padre, la tarea de satisfacer a mi madre me resultaba
especialmente ardua. No solo porque no hubiera terminado mis estudios como a ella
le habría gustado y porque no me hubiera convertido en médico, profesor de música
ni nada por el estilo, sino porque incluso como vendedor de telas nunca estaría a la
altura de mi padre. Yo no poseía ninguna de sus muchas cualidades, en eso ella tenía
bastante razón. Cuando empecé a trabajar junto a él en la tienda no imaginaba que un
día me encontraría solo delante del mostrador. Nos imaginaba a los dos formando un
solo y único patrón. Mi madre, en cambio, me veía como el futuro heredero del
negocio, cuyo escaso talento apenas si llegaba al de un simple aprendiz de su marido,
el cual no iba a estar siempre a mi lado.

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Desde pequeño, intentaba esforzarme en comprender cómo mi padre entendía a
mi madre. Esto se volvió algo aún más complicado al morir él, porque yo perdí mi
modelo y ella las pocas ganas que le quedaban de expresar su voluntad, de decir a
todo el mundo lo que debía hacer.
Pese a todo, mi madre repetía a menudo, refiriéndose a mí: Solo quiere ver lo que
le interesa. Decía esto como si se dirigiera a su hermana ausente, como si esta
siguiera en casa con nosotros y no la hubiera abandonado hacía tiempo. Mi madre
siempre hablaba en voz baja y uniforme, en un tono monótono que no casaba con sus
emociones. No alzaba la voz cuando se enfadaba ni esta descendía cuando hacía
alguna confidencia a alguien. Su voz no rebasó una sola vez el espacio de su rostro
para cruzar las ventanas, como las voces de otras madres que llegaban hasta mis
oídos. Uno no podía oír hablar a mi madre si no la miraba directamente a la cara, o si
la oía no entendía lo que decía, a menos que la escrutara con detenimiento.
Debía de tener razón. Solo quería ver lo que me interesaba. De pequeño me
llamaba y, aunque yo la oía, no la miraba directamente a la cara, sino que me giraba
en su dirección y clavaba los ojos en otro punto mientras prestaba atención a su voz.
Su hermana le había dicho en repetidas ocasiones que no mirar a los ojos de la
persona con la que se está hablando es una costumbre de tímidos. No, es una
costumbre de ciegos, respondía mi madre.
El tono de su voz era siempre bajo, calmado, regular. Tras la muerte de mi padre
yo cambié de actitud. Intentaba imitar su forma de hablar y escudriñaba el rostro de
mi madre durante mucho rato mientras trataba de entender qué quería ahora que,
anciana, solo me tenía a mí. Ante su obstinada persistencia en racionar la voz,
terminé por convencerme de que el motivo de ello era el deseo de guardarla
celosamente y no una especie de mala fe destinada a impedir que su interlocutor la
escuchara o a hacer todavía más difícil que este entendiera lo que quería. Hasta sus
últimos años de vida, mi madre no cesó de repetir que su voz era la más bella que una
mujer hubiera tenido. Siguió formándose en el canto y preparándose para su primer
estreno. Cuando empezó a excederse en todos estos preparativos, a contar historias de
lo más variopinto mientras se empolvaba la cara una y otra vez, me sentí
profundamente angustiado y me dije que empezaba a perder la cabeza. Pronto me
puse a escuchar sus historias de forma distinta, a preguntarme cosas, a vacilar. De
todos modos, ¿cuánto tiempo hacía que mi madre no vivía en este mundo? ¿Quién
podría asegurar que de joven decía la verdad? ¿Quién podía dar fe, ahora que se había
hecho mayor, de que sus disparatados relatos eran casi todos inventados, de que
nunca existieron? Cuando el paso del tiempo empezó a borrar sus facciones, algo que
no soportaba, se puso a empolvarse el rostro, a maquillarse y a utilizar todo tipo de
productos de belleza. Volvía de la tienda por la tarde y me la encontraba sentada en el
sofá contando, desde antes que llegara yo, alguna de sus viejas historias. Me lavaba
las manos, le llevaba a su habitación la bandeja con la comida que Shamsa había

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dejado preparada y me sentaba frente a ella. Recorría con la mirada su pelo rojizo, sus
finas cejas trazadas con lápiz negro como dos arcos y la escuchaba.
Canté para el rey el día de su cumpleaños después de que Nazli me lo hubiera
suplicado durante mucho tiempo, relataba mi madre. Allí me vio tu abuelo por
primera vez y se enamoró de mí. Tu abuelo a quien, a despecho de él y de sus telas,
arrebaté el hijo para traerlo hasta Beirut. Estaba enamorado de mí y me odiaba al
mismo tiempo. Nos temía a mí y a mi voz. Tenía miedo de que me convirtiera en una
artista famosa de lo guapa que era y de lo bella que era mi voz. Hizo todo lo que pudo
para que no volviera a cantar delante del rey, le advirtió a su hijo que, si yo volvía a
palacio, Faruq me encerraría en su harén y entonces la deshonra caería sobre él si más
tarde se casaba conmigo. A toda prisa arregló con mi padre la boda después de
haberse opuesto a ella durante mucho tiempo. Mientras iba contando todo esto, mi
madre recuperaba por completo su acento egipcio.
Traje a tu padre hasta aquí contra la voluntad de tu abuelo, pues este odiaba
Beirut. Lo que no logré fue alejarlo de sus telas como siempre había soñado. Incluso
unos días antes de partir, tu abuelo no cesaba de repetir que Grecia era un país
extraordinario y seguía desaconsejando a tu padre instalarse en Beirut, a pesar de que
sabía cuánto deseaba yo venir aquí. Esta ciudad está a punto de sufrir un terremoto,
repetía. Me lo dijo una vez aquel profesor inglés de la Universidad de Leeds. Tu
abuelo, fingiendo una objetividad científica, afirmaba que Beirut se encontraba
encima de una falla que se desplaza cinco milímetros por año, un promedio que en
geología se considera muy importante. Los terremotos han hecho estragos en ella,
decía, la han borrado dos veces del mapa y ten por seguro que la tercera está al caer.
Ha llegado la hora de la tercera hecatombe, vaticinaba, eso sin contar la destrucción
que pueden engendrar las guerras…
Esta ciudad no es el país de nadie, exclamaba mi padre repitiendo las palabras de
mi abuelo cuando estaba enfadado, algo que solía suceder con frecuencia en sus
últimos años de vida. Estaba profundamente afligido por culpa de lo que él llamaba
«la era del diolen», que había reducido las ventas hasta el punto de quedarnos con un
solo mozo en la tienda. Al menos, decía mi padre, gracias a la era del diolen ahora
tenemos mucho más tiempo para charlar.
Me miraba con una sombra de tristeza en los ojos, o tal vez fuera de lástima.
Luego decía que quizá su padre tenía razón.
En sus últimos años de vida, evocaba las palabras de mi abuelo durante horas.
Como si quisiera hacer participar a su padre de nuestra conversación, hacer que este
se mostrara ante su nieto en una época tan avara que uno estaba obligado a revivir las
riquezas del pasado. Como si mi padre quisiera incitarme a olvidar la miseria en la
que vivía ahora el sector textil para devolverme a las riquezas de su padre ausente: las
riquezas materiales que lo rodeaban y las riquezas contenidas en el oropel de sus
palabras, como le gustaba decir a mi padre cuando le invadía la nostalgia.

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Pero ahora vivo envuelto en una felicidad, en un bienestar que ni mi madre ni mi
padre habrían podido imaginar. ¿Cómo podrían haber sospechado lo que iba a
suceder en mi vida, en la ciudad? Ningún ser humano habría podido imaginar algo
así. Ahora vivo como siempre he deseado, nada viene a perturbar mi felicidad. Es
como si todos nuestros deseos, los de mi abuelo, los de mi padre, los míos y puede
que también los de mi madre, se encarnaran en mi vida actual. Solo siente nostalgia
del pasado aquel a quien el presente ha abandonado, como mi padre. Aunque a veces
yo también me dejo arrastrar por su nostalgia, pues siempre lo consideré más un
hermano gemelo que un padre. Como mi madre, encontraba en él muchas cualidades
que yo no poseía, especialmente después de su muerte, cuando perdí toda esperanza
de aprender de él, de cubrirme con las virtudes que me hubiera transmitido en
persona. Ahora que en mi nueva vida gozo del tiempo y de la tranquilidad necesarios,
me dedico a repasar las lecciones que me transmitió y que ocupan en mi mente el
lugar de las lecciones aprendidas en la escuela, de las que ya no queda apenas nada.

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Ahora veo lo que de verdad quiero ver. La ciudad no me ha traicionado como temía
mi abuelo, cuyo nombre me puso mi padre a pesar de que mi madre no dejó nunca de
llamarme David en alusión a mi testarudez, nombre que resumía en una sola palabra
el dicho popular que a ella tanto le gustaba repetir: ¿A quién lees tus salmos, David?
Date prisa, Nicolás, me dijo un día Abdelkarim, el hijo de Abu Abdelkarim, cuya
tienda apenas distaba unos metros de la nuestra. Me senté junto a él en su Honda
mientras que detrás de nosotros venía el Six Wheel que habíamos alquilado a medias.
El camión no podía entrar en el mercado por el lado de la calle Weygand, no solo
porque la calle era demasiado estrecha para permitir el paso de un vehículo de tales
dimensiones, sino sobre todo porque estaba abarrotada de coches de comerciantes,
furgonetas y decenas de personas correteando en todas direcciones, profiriendo gritos
y armando alboroto, lo que hacía que fuera imposible oír a nadie. Abdelkarim hizo un
signo al conductor del camión indicándole que se metiera por la calle Houaik hasta la
calle Trípoli e hiciera todo lo posible para entrar al mercado por allí, pues nuestras
tiendas se hallaban, de todos modos, en la parte del mercado más próxima al mar.
Antes de llegar a nuestras respectivas tiendas le dije a Abdelkarim que la gente
estaba chiflada. ¿A qué venía tanta histeria con el buen tiempo que hacía? Calla,
hombre, me respondió Abdelkarim. Ojalá demos con algo que cubra los gastos del
alquiler del camión.
La circulación era tan densa que Abdelkarim tuvo que aparcar el coche en la
esquina de la calle Jan-Fajri-Bek. Nos dijo a mí y a los mozos del camión que nos
seguían a pie: Primero terminaremos con nuestra tienda porque es la que está más
cerca del camión. De acuerdo, le respondí mientras apretaba el paso detrás de él.
Nos encontrábamos a pocos metros de la tienda de Abdelkarim cuando
empezamos a oír un estruendo de explosiones. Abdelkarim siguió caminando como si
nada hasta que, al llegar a su tienda, se quedó clavado delante de ella. La persiana
metálica estaba abollada como una pelota, completamente reventada. Gracias a Dios,
exclamó Abdelkarim, lo peor habría sido que se hubiera incendiado. Entró en la
tienda sin hacer el menor caso a las mercancías dañadas, las telas hechas jirones en
sus rodillos y desparramadas por el suelo y sobre el mostrador de madera. Salió de la
tienda en busca de los mozos de carga pero no encontró a nadie.
De nuevo en su coche y circulando a toda pastilla, Abdelkarim no dejó ni un
segundo de maldecir a los kurdos y a toda su estirpe, entre los que incluía a los
cargadores y al conductor del camión, los cuales se habían esfumado en un abrir y
cerrar de ojos y sin avisar. Habían desaparecido justo después de que los bombardeos
se intensificaran, con la paga cobrada por anticipado en el bolsillo. Siempre podrían
alegar que se vieron forzados por las circunstancias, fijando así sus propias cláusulas

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del contrato. Mientras tomábamos un café en casa, Abdelkarim me aseguró que las
mercancías robadas en el mercado estaban en aquellos instantes siendo descargadas
en camiones en algún lugar de Yumeize o de Ashrafiyye. Nos saquean y luego nos
bombardean para que no podamos vender las mercancías que nos quedan. Todo esto
está calculado, esta es una guerra de pillaje, y no una guerra de hombres, decía
Abdelkarim echando humo. Es una conspiración, un plan diabólico… Todas sus
tiendas están vacías y las nuestras quemadas y saqueadas. Tú me conoces bien,
Nicolás, tu padre conocía al mío. ¿Acaso somos unos fanáticos? ¿Acaso habéis
percibido en nosotros el más mínimo indicio de un fanatismo como el de esa
gentuza?
Abdelkarim no se mordía la lengua a la hora de hablar así de los maronitas porque
sabía que nosotros —los cristianos ortodoxos— tampoco los apreciábamos mucho y
que además nosotros no teníamos nada que ver con los acontecimientos
protagonizados por los que él llamaba «beirutíes de importación».
Abdelkarim pensaba que hubo una época en que a mí se me había pasado por la
cabeza pedirle la mano de su prima, la hija de Muhiddín, de tanto que balbuceé
cuando pasó por nuestra tienda con una amiga. La había visto antes, un día en que
vino acompañada por Abdelkarim para ver si nos quedaba satén para cubrecamas de
color rosa como el que ella estaba buscando. Era una tela que mi padre había vacilado
mucho en colocar a la entrada del negocio y a la que él calificaba de tela de tapicero.
Ni tan siquiera se apresuraba a llevarla al interior de la tienda cuando se ponía a
llover. Esto es satén, Nicolás, no raso, ten cuidado, me solía decir.
Abdelkarim no dudó ni un instante en que el motivo de mi turbación cuando vi a
la chica por segunda vez había sido la cara de pocos amigos del padre de ella, así
como el tono seco y tajante que adoptó al hablarme, como queriéndome dejar bien
claro que me sería más fácil cazar una estrella del cielo que casarme con su hija.
¿Qué le diré a mi anciano padre ahora?, repetía Abdelkarim con un aire apenado
mientras me estrechaba la mano y se despedía en la puerta de casa. Volveremos
pronto, Abdelkarim, cuando la situación se haya calmado un poco. Además, yo ni tan
siquiera he alcanzado a ver de lejos nuestra tienda, le dije.
Era cierto: yo no había visto nuestra tienda ni de lejos. Sin embargo, no me sentía
tenso ni afligido como Abdelkarim, lo que me hacía tener mala conciencia. Lo mismo
me sucedió después de intensificarse los combates en el centro de la ciudad y tras
reunirme con los principales comerciantes del mercado en casa de uno de ellos, en el
barrio de Msaitbe. Allí todo el mundo aseguraba que lo que no había ardido en
llamas, había sido saqueado y robado. La reunión terminó con la creación de una
comisión de comerciantes con la que nunca llegué a reunirme. Ya entonces me
preguntaba por qué tendría yo el corazón tan frío. Era consciente de que, de uno u
otro modo —pues no lo había visto con mis propios ojos—, esperaba que la tienda
estuviera aún intacta. Pero la verdad no era esa. La verdad se hallaba en mi extraña

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naturaleza, en aquellas cosas de mí que me sorprendían a mí mismo y que no
descubriría hasta después de morir mi padre.
Cuando el médico me anunció, después de cerrar la puerta detrás de él, que mi
padre había fallecido, no se me desgarró el corazón como tantas veces había
imaginado mientras estaba junto a su cama de convaleciente o cuando en mi
habitación estallaba en un llanto lleno de dolor al sentir la inminencia de su muerte.
Hasta estuve tentado de preguntar al doctor si Yiryis Mitri había muerto de verdad.
Era como si de repente me hubiera desdoblado. Un yo incitaba al otro a mostrar su
dolor —aunque este fuera fingido— delante de la gente y de mi madre, mientras que
el otro permanecía vacío, inerte, insensible. También mi padre se había desdoblado:
uno era mi padre y el otro Yiryis Mitri, el hombre que acababa de morir. Se le han
secado las lágrimas, decían algunos tratando de explicar el que no hubiera llorado en
ningún momento.
La muerte de mi madre fue distinta. Fui yo mismo quien la llevé, solo y en el
coche de la parroquia, al cementerio de Mar Mitr. Allí no estaban más que el cura, el
sacristán y algunos miembros de la parroquia que no conocía. No me sentía
incómodo al no dar muestras de dolor. Cuando rechacé la invitación de quedarme a
pasar la noche allí, en casa de uno de ellos, el cura me persuadió para que volviera a
mi casa lo antes posible con el chófer del coche fúnebre, pues a este le dejaban pasar
en los puestos de control que se extendían a lo largo de las distintas vías que unían
Ashrafiyye con el edificio de la Starco.
A veces me sucede eso, me da por caminar paralelamente a mí mismo, como si
me estuviera contemplando, sin sentir que lo que estoy viviendo es real hasta mucho
tiempo después.
La primera vez que se me ocurrió ir a inspeccionar el estado de la tienda fue
durante una estancia de más de dos meses en Talaat Graham, en casa de Hanún, el
cual insistió tanto en que me quedara con él en su casa que no pude escapar. Esto
sucedió más de dos años después de aquel día en que fui al mercado con Abdelkarim.
Hanún vino un domingo a primera hora de la tarde como solía hacer siempre. Se
tomó un café, sacó de su bolsa unas largas agujas y se puso a tejer lana, hablando por
los codos como si el país no estuviera en guerra, como si jamás hubiera dejado de
visitarnos y como si mi padre jamás le hubiera dejado claro que en nuestra casa no
era bien recibido. El motivo de ello no fue su charlatanería, ni el hecho de que se
pasara el rato tejiendo lana con sus dedos largos y cargados de anillos de oro, ni la
repugnancia que sentía mi padre cuando lo veía pegado a mi madre, en quien se
refugiaba a menudo, ni tan siquiera los gestos amanerados de actriz de cine. El
verdadero motivo fue que las dos hermanas de Hanún trabajaban en varios cabarés,
con nombres falsos y pelucas rubias. Cuando un día mi padre le espetó que él no era
un hombre, Hanún le respondió fuera de sí: Tú tienes una mentalidad chapada a la
antigua, eres de los que aún considera que ser artista es un pecado. Menudo artista
estás hecho tú, le contestó mi padre. ¿Acaso te crees que la gente no sabe que Flor y

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Mimosa son tus hermanas Afifa y Latifa? Todo el mundo sabe que trabajan como
bailarinas en un cabaré de Zeitune. Como cantantes, replicaba Hanún mientras cogía
al vuelo la cestita de castañas tostadas que le había lanzado mi padre. Te juro por
Dios que son cantantes, repetía Hanún en tono lloroso. Pregúntale a la tía, añadía
señalando a mi madre, ella ha oído la hermosa voz de Flor, ¡Dios me la guarde!
El resto de lamentaciones de Hanún ya solo las escuchaban las escaleras que él
descendía como alma que lleva el diablo mientras perjuraba en voz alta que no
volvería a aquella casa, a pesar de todo el amor que sentía por mí y por mi madre,
hasta que mi padre se diera cuenta por sí mismo del gran error y la gran injusticia que
estaba cometiendo.
Hasta después de la muerte de mi padre, Hanún no volvió a visitamos. Por eso me
quedé tan sorprendido cuando llamó a la puerta de casa aquel domingo por la tarde
diciendo que venía empujado por la preocupación de no saber nada de nosotros y de
ignorar si estábamos bien. Lloró cuando le dije que mamá había muerto y luego me
contó que sus dos hermanas se marcharon a Alejandría poco después del inicio de la
guerra, que él se había quedado solo para vigilar la casa pero que pronto se reuniría
con ellas. A continuación se puso a recorrer toda la casa, yendo de una habitación a
otra y repitiendo que era demasiado alta y estaba demasiado expuesta a los
bombardeos y combates que tenían lugar cerca de allí, en pleno centro de la ciudad.
Después de buscar por todas partes el lugar donde solíamos guardar las maletas,
cogió una y me exhortó a poner todas mis cosas dentro, porque lo que estaba claro es
que no me iba a dejar solo en aquella casa mientras él estaba solo en la suya, más
segura, pues se encontraba en Talaat Graham. Cargó con mi maleta y me instó a
cerrar la bombona de gas mientras me adelantaba y empezaba a bajar la escalera a
toda prisa.
Fue en su casa cuando, sentado delante de mí y hablándome de política, me di
cuenta de hasta qué punto había envejecido Hanún y de cuán delgado estaba ahora.
Antes nunca solía hablar de política, pero seguía moviendo las manos de la misma
forma en que lo hacía cuando charlaba con mi madre de cosas de mujeres —como
solía decir mi padre—, dándose una palmadita en el muslo cada vez que algo le
sorprendía o girando la cabeza hacia el lado derecho mientras entornaba los ojos.
Durante todo el tiempo que permanecí en su casa no dejó de hablarme de cómo y por
qué había decidido hacerse comunista, siguiendo al fin, aunque con un poco de
retraso, a sus dos hermanas, quienes habían comprendido desde hacía tiempo que
todos los cristianos ortodoxos debían hacerse comunistas porque la madre Rusia era
comunista. ¿Te acuerdas de aquellas dos chicas de cuyo «arte» tanto se burló tu
padre? Ya entonces eran comunistas puras y duras, no como yo, que te estoy
hablando sentado confortablemente en el sofá. No se lo dije a tu padre porque sabía
que odiaba a los comunistas más aún que al arte y a los artistas. Le pregunté a Hanún
por qué no iba a la sede general de los comunistas para defender junto a ellos sus
convicciones y luchar a su lado. Me respondió que se había hecho mayor, que ya no

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servía para nada y que prefería guardar sus ideas para él mientras esperaba poder
reunirse con sus hermanas en Alejandría. Me exasperaba cada vez que repetía: La
madre Rusia con su comunismo es la única que nos puede salvar de las luchas
confesionales entre cristianos y musulmanes. El peor error lo cometieron los
franceses cuando decidieron que el presidente de este país debía ser maronita. Un
error fatal… Si hubieran dejado la presidencia en manos de los ortodoxos, nada de
esto hubiera sucedido. Los cristianos de la Iglesia romana no entienden a este pueblo.
Ese fue el peor error de todos.
Un buen día, recogí mis cosas y con la maleta en la mano me detuve en la puerta
de la cocina para despedirme de él. En sus ojos percibí un verdadero terror. ¿Por
qué?, me preguntó mientras alejaba del fuego el cazo para el café. Con su jersey de
franela blanca y su pelo enmarañado tenía un aspecto patético. Voy a asomarme por
mi casa, le respondí. De acuerdo, dijo, entonces deja tus cosas aquí. Ve y vuelve
cuando quieras. Pero mi corazón no cedió. Dejé la maleta en la entrada y antes de
cerrar la puerta detrás de mí oí cómo decía en un tono alegre: Voy a preparar calabaza
y calabacines rellenos para esta noche…
Un taxi colectivo me dejó en la Starco. Compré queso fresco y queso ash’awan,
pepinos, tomates, huevos y algo de pan. Mientras subía escaleras arriba iba pensando
en Hanún y me preguntaba si volvería a visitarme a casa o me dejaría en paz. Me
imaginé cómo con la excusa de devolverme la maleta me preguntaría por qué había
desaparecido de aquella forma tan inesperada y volvería a pegarse a mí para huir de
su soledad y de su temor a quedarse solo en su casa.
No me di cuenta del estado de la puerta de la mía hasta que fui a meter la llave en
el cerrojo y me encontré con un agujero en su lugar. Retrocedí un poco y entonces vi
que uno de los dos batientes de la puerta estaba completamente desencajado y el otro
oscilaba sin cerrojo.
La empujé y entré en el salón vacío. Por un momento creí haberme equivocado de
piso. Salí disparado hacia el rellano y allí me encontré de frente con una mujer que
llevaba un bebé en los brazos, luego noté la mano de nuestro vecino Abu Adnán
cogiéndome por el brazo y tirando de mí sin decir palabra hacia su piso, en la tercera
planta.
Con la espalda apoyada en la pared de la Escuela de la Alianza, me puse a
recordar lo que Abu Adnán me dijo aquel día acerca de mi casa, y que en resumidas
cuentas venía a ser que ahora esta ya no me pertenecía, que los que ahora la ocupaban
no eran los mismos que la habían saqueado y se habían llevado todas mis cosas, que
no debería haberla abandonado de aquel modo sin nadie que la custodiara y que ahora
lo único que podía hacer era ir a ver a los milicianos del puesto de control de la calle
de Francia, dirección a la iglesia de los Capuchinos, a ver qué podían hacer ellos.
Una vez más, me sorprendió el vacío que se creó en mi interior, mi incapacidad
para reaccionar. Me dije que, como siempre, necesitaba un poco más de tiempo para
asimilar todo aquello.

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Pasé horas en este estado, de pie en medio de la calle, la espalda apoyada contra
el muro de la Escuela de la Alianza. Al final decidí ponerme en marcha. Vacilé en
tirar la bolsa con la compra pero al cabo de un rato y sin saber cómo me encontré
abriéndola para sacar un pepino y empezar a mordisquearlo. Luego me puse a
caminar balanceando la bolsa como quien camina por el paseo marítimo un radiante
día de fiesta.
Recordé entonces que había dejado dinero en mi casa. Habría volado, estaba
claro. Me dije que podía volver con Hanún, pero la idea no me gustó nada. Como
hacía buen día, pensé en ir andando hasta Wardiyye y una vez allí acercarme al banco
para sacar algo de dinero. En el banco la espera fue larga, pues los empleados de
aquella sucursal no me conocían como los de la sucursal que antes había al lado de
mi casa, en Bab Idrís, y que tuvo que cerrar a raíz de los acontecimientos. El
empleado que me atendió me aconsejó volver al día siguiente a primera hora para
poder estudiar mejor mi caso y para que cambiara mi cuenta en libras libanesas por
una cuenta en dólares, pues de otro modo todo lo que poseía no me llegaría, dentro de
poco tiempo, ni para comprarme un traje curioso, según la expresión exacta del
empleado. Le di las gracias y me metí las libras en el bolsillo. Al salir, me puse a
escrutar mi traje a la luz del día, al tiempo que me preguntaba qué pretendía decir el
empleado con aquello de «un traje curioso». Tal vez se refería a que el mío ya no
estaba de moda. Es cierto que era ya un poco viejo, pero el sueldo de un mes entero
de aquel empleado no habría bastado para comprar el tejido con el que estaba hecho,
y eso sin contar el trabajo de confección. He aquí la generación de Théophile Juri:
¡Compre un traje a cuatro duros y llévese otro!
En la ciudad reinaba la calma y hacía bueno, así que sin darme apenas cuenta me
puse a caminar en dirección a Wadi Abu Yumeil. No, me dije, ¿qué es lo que me trae
a esta calle? Di la vuelta en dirección a la calle de Francia y me metí por unas
callejuelas estrechas y serpenteantes como las de un verdadero laberinto y cuyos
habitantes se iban volviendo, a medida que me adentraba en ellas, más y más pobres.
Supe que me había perdido cuando los callejones empezaron a aparecer desiertos y
sus edificios quemados. Sin embargo estaba convencido de que no debía de estar muy
lejos de la Starco y de que la calle Wadi Abu Yumeil quedaba justo detrás de mí.
Luego me encontré delante de un muro de bidones amontonados unos sobre otros y
de cuya superficie brotaban algunas hierbas.
En lugar de dar media vuelta y volver sobre mis pasos, me escabullí en la última
hilera de bidones, pasando por debajo de estos, y allí tomé la dirección contraria hasta
llegar a un montículo de tierra bastante alto. Oí gritos y disparos detrás de mí, así que
no me moví de mi sitio. Al cabo de un momento me giré y me metí por entre medio
de unas hierbas altas y de unos arbustos, bordeando el montón de tierra y andando
durante un rato entre piedras. De repente, me encontré en medio de un extenso
descampado en el que reinaba el más absoluto silencio. Entonces supe que me hallaba
en el centro de la ciudad. Ignoro lo que me había empujado hasta allí. Quizá no había

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oído las explosiones, el silbido de los morteros, los disparos de bala. Anduve durante
mucho rato tratando de reconocer los lugares que me rodeaban, hasta que me perdí.
Así es como, al cabo de casi una hora de búsqueda, fui a parar frente a nuestra
tienda. El sol empezaba a ponerse.

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3

Ahora vivo como siempre he querido, rodeado de todo aquello que llevo deseando
desde mi infancia. Veo lo que quiero ver y toco lo que siempre he soñado tocar, oigo
el murmullo que siempre he soñado oír; oler su perfume, sus perfumes, llenarme los
ojos de luces y sombras.
El día que llegué a nuestra tienda, hace algunos meses, me encontré con que todo
lo que ella contenía se limitaba ahora a un montón de cenizas que no lograba
distinguir demasiado bien, pues la noche ya había empezado a desplegar su manto de
oscuridad y las paredes de la tienda habían quedado negras por efecto del fuego, lo
que hacía aún más difícil atisbar algo en su interior.
Salí de nuevo a la calle y me senté delante de la tienda, sobre una gran piedra que
hice rodar con el pie desde el medio de la calle hasta el muro opuesto. Moví la cabeza
en un gesto de lástima por las mercancías perdidas al tiempo que volvía a
interrogarme acerca de lo que me había empujado a ir hasta allí y acerca del estado en
el que esperaba encontrar la tienda antes de llegar. No sentí urgencia de saber lo que
iba a hacer antes de que anocheciera por completo. Ya veremos, pensé, por ahora
todo va bien. Hacía una noche de primavera estupenda y la temperatura era
agradable. Incluso podía quedarme a dormir allí, pues no había en todo el mercado ni
un solo ser humano al que temer ni el menor indicio de un arma. Abrí mi bolsa, saqué
una hogaza de pan fino, separé sus dos mitades y las coloqué una encima de la otra
sobre mi brazo. Luego extendí un trozo de queso en cada una de ellas, las enrollé
sobre la bolsa de plástico y me puse a comer, alternando los bocados de pan con los
de un tomate, y dando gracias a Dios por haberme hecho conservar la bolsa durante
todo el día y no haberla tirado a la basura después de que Abu Adnán me anunciara
que ahora mi casa ya no me pertenecía. Me tendí en el suelo apoyando la cabeza en la
piedra sobre la que había estado sentado y cubriéndome con mi chaqueta de pana.
A la mañana siguiente me despertó un trinar de pájaros. ¡Pájaros! Debo de estar
soñando, me dije, hacía una eternidad, desde el inicio de la guerra, que no había visto
una sola de estas extraordinarias criaturas en el cielo de la ciudad. Me levanté de
buen humor y di una larga ojeada a mi alrededor, plantado en medio de aquella
extraña quietud, y luego entré en la tienda. Del lado de las cenizas blanquecinas y
negras vi un montón de guijarros de distintos tamaños, de colores y curvaturas de lo
más sorprendente. Pronto me di cuenta de que se trataba de una aglomeración de
trozos de nailon fundido tras la combustión de un número considerable de telas de
poca calidad, aquellas con las que mi padre había accedido a comerciar después de
haberse negado a ello durante mucho tiempo, dedicándoles toda la planta baja del
negocio. Las telas de verdad, como él solía llamarlas, solo las sacaba para clientes
con una cierta clase, aquellos que se merecían bajar al sótano.

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El sótano. El sótano.
Me dirigí hacia el interior de la tienda, que había perdido una de sus paredes, y
arranqué un arbusto que había crecido allí en medio. Con la ayuda de una barra de
hierro medio rota empecé a despegar a golpes los guijarros de nailon fundidos sobre
la trampilla de metal que permitía el acceso al sótano. Estuve golpeando la puerta
hasta hacer saltar las bisagras y arrancarla por completo, a fin de permitir que la luz
del día penetrara mejor. Me tendí boca abajo en el suelo y metí la cabeza por el
amplio orificio. Un soplo de aire frío me abofeteó el rostro. Increíble, me dije
mientras me ponía de pie y me apresuraba a bajar las escaleras.
Todo estaba en su lugar. Igual que cada noche después de dar el último vistazo
antes de apagar las luces y cerrar la puerta. Igual que el último día que había ido a
trabajar al mercado.
Todo estaba en su lugar. Ni siquiera había huellas de polvo. Lo supe sin necesidad
de tocar una sola bobina de tela, simplemente viendo el brillo propio de cada tejido,
de cada género, la luz proyectada libremente sin que una sola mota de polvo viniera a
mancillarla. Una luz especial que yo conocía muy bien y que las pupilas de mis ojos
eran capaces de identificar y clasificar sin la menor dificultad desde hacía décadas.
Fue quizá el momento más feliz de mi vida. Bajé a toda prisa por las escaleras
hasta la planta baja. El corazón me latía con fuerza en el pecho. Salí de la tienda y me
puse a pensar. Luego me lancé a la búsqueda de un alma con vida por todo el Suq
at-Tawile, recorriéndolo en vano de un lado a otro. Me arrepentí de haber arrancado
la trampilla del sótano y decidí volver a colocar las bisagras en su sitio porque uno
nunca sabe lo que puede pasar. Apreté el paso en dirección a la tienda, entré de
nuevo, volví a salir y me senté en la piedra colocada enfrente de la puerta abierta de
par en par que daba a la calle. De hecho, no había puerta alguna. De la antigua puerta
con sus batientes de madera ya no quedaba ni rastro. Sin duda se habían quemado
completamente y los cristales habían volado hechos añicos antes de ser reducidos a
polvo. La persiana metálica había sido deformada por el fuego y quién sabe si
también por el bombardeo que había destrozado todo el barrio, y había quedado
levantada, paralela al asfalto, formando casi un ángulo recto con la pared del edificio.
Permanecí hasta el anochecer sentado sobre aquella piedra, pensando. Las telas
que se habían salvado en el sótano de la tienda bastarían, si las vendiera, para poder
vivir el resto de mi vida. También podía alquilar un nuevo local en Mar Elias o en
Ashrafiyye y vivir tranquilamente, como antes, en una casa pequeña cerca del trabajo.
Un dormitorio, un salón y una cocina, con un alquiler no demasiado alto.
Me entró sueño antes de que cayera la noche. Tuve miedo y no me atreví a bajar
al sótano para dormir allí. Era como si todavía no estuviera preparado. Volví a
colocar la trampilla metálica en el agujero del suelo y regresé a mi piedra, al aire
libre. Antes de quedarme dormido se me ocurrió que tal vez habían entrado ratones o
ratas en el sótano y las habían roído. No, pensé, esto no tiene ningún sentido. Lo
habría presentido, lo habría visto. Y me quedé dormido.

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Pasé muchos días, tal vez semanas, sin atreverme a salir de Suq at-Tawile. No salí
a pasear por el centro de la ciudad, como hicieron muchos cuando cesaron los
combates, después de la llamada «guerra de los dos años». No lo hice y me
maravillaba ante esas gentes que vestían a sus hijos de domingo, cogían bocadillos,
refrescos y pipas, y se ponían a pasear por entre los escombros de lo que poco tiempo
atrás había sido el escenario de una actividad incesante y de un caos circulatorio
insoportable. Por lo que parece, ahora preferían deleitar sus oídos con el silencio
provocado por la ausencia de bullicio, de cláxones, del rumor de motos y coches, del
silbido del guardia de tráfico o de los gritos de los vendedores ambulantes. Estos
últimos, además, habían empezado a utilizar megáfonos a pilas como si lanzaran
consignas a un ejército.
No salí a pasear como los demás. Asimismo, fui posponiendo la inspección de los
bajos de la tienda hasta que la guerra volvió a estallar. Pensaba que no había ninguna
necesidad de ello. ¿De qué servía inspeccionar la devastación y sus consecuencias,
aparte de para hacer sufrir al corazón?
No, no salí a pasear. Sin embargo, permanecí muchos días, tal vez semanas,
deteniéndome delante de las brechas abiertas por los obuses en las fachadas de
determinados comercios de Suq at-Tawile, tratando de recordar en vano sus nombres
y el de sus propietarios, yo que me había criado en el barrio. Las paredes que seguían
en pie estaban ahora cubiertas de hierbas y plantas, por no hablar de los lugares que
se hallaban al descubierto, a pleno sol, donde habían crecido árboles, sobre todo
ricinos. ¿Cómo era posible todo aquello?, me preguntaba. ¿De dónde había sacado la
tierra toda aquella fertilidad? ¿Qué había sido del asfalto de las calles? ¿Había sido
arrancado por los obuses o acaso fueron las piedras caídas de los edificios y luego
arrastradas por las lluvias las que crearon un nuevo suelo? ¿O quizá había estado yo
ausente del tiempo, insensible al curso de los acontecimientos que terminaron
convirtiéndose en guerra?
Yo, que me había criado en aquellas callejuelas estrechas, ya no sabía si el níspero
de cuyos frutos me alimenté durante tanto tiempo seguía estando allí, junto a la fuente
de Antabli, presente desde que el mercado era mercado, si había crecido y dado frutos
durante mi ausencia en medio de aquel inusitado paraíso de verdor que Dios había
iluminado para acabar con la devastación y vencerla. Para que la tierra recobrara su
soberanía. Para que la cara oculta de esta ciudad volviera a surgir de nuevo, para que
sus habitantes se fueran y en su lugar vinieran otros nuevos.

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4

Mastico piñones mezclados con trocitos de hielo y luego vuelvo a dar un pequeño
sorbo de aquella bebida helada mientras me pregunto cómo el maestro Antabli
consigue combinar el sabor dulce con el aroma de incienso, cómo hace para obtener
aquel color rojo vino, un rojo puro y luminoso como ningún otro maestro heladero de
renombre ha logrado nunca obtener. Incluso el maestro artesano damasceno que abrió
una tiendecita en la esquina del mercado de los Francos y que se puso a mandarle
cartas amenazantes a Antabli y a añadir más piñones y pasas a los clientes que se
mostraban abiertos a nuevas experiencias, no logró nunca imitarlo.
Después de cada pequeño sorbo, compruebo el nivel de líquido que queda en el
vaso, sintiendo una especie de deleite y frustración al mismo tiempo hasta que me
absorben las palabras de mi padre. Cada vez que mi padre me hablaba de mi abuelo,
al cual yo no llegué a conocer, sus ojos se cubrían con aquel fino velo que suele
cubrir los ojos de ciertas personas cuando miran a lo lejos, olvidándose de quién está
a su lado, mientras tratan de recordar algo. Yo también lo he olvidado todo, pero de
vez en cuando se me aparece el rostro de mi abuelo, un rostro que yo he inventado,
tomando algunos rasgos de mi padre y añadiéndoles unos cuantos años más y quizá
algo de severidad.
Mi abuelo solía decir que una ciudad construida bajo la influencia de Saturno,
como explican los antiguos, no puede ser próspera durante mucho tiempo. La
abundancia solo dura hasta que el desbarajuste y el caos vuelven a ponerlo todo patas
arriba. Por eso los griegos escribieron en el umbral de Bab ad-Darake, que en
realidad era el umbral de otra puerta que había desaparecido: Tú que cruzas esta
puerta, ten presente la misericordia. La ciudad fue destruida en tiempos de los asirios,
de los persas y de los aliados de Alejandro Magno, y permaneció en ruinas durante
setenta y cinco años hasta que Pompeyo la reconstruyó y la llamó Felicia, «la feliz»,
en honor a su hija Julia Félix. En esa misma época se construyó la gran escuela
jurídica, cuya fama todavía creció más en tiempos de Alejandro Severo, al
fortalecerse gracias al reconocimiento y anexión de cientos de pequeñas escuelas.
Pero cuando la estrella de esta gran escuela brillaba en lo más alto y ya empezaban a
conocerla con el nombre de «nodriza de las leyes», un terremoto la sacudió,
removiendo sus entrañas y hundiéndola de nuevo en el caos. Justo después de las
guerras de Marada y los asesinatos de Muawiyya Ibn Abi Sufián y luego de su hijo
Yazid, hubo un período de calma que duró hasta finales del siglo IX, después de que el
príncipe Noamán Ibn Amer al-Arsalani asumiera el gobierno de la ciudad e hiciera
construir su muralla y su fortaleza. Beirut recibió entonces una gran afluencia de
jueces, imanes y comerciantes hasta que otro gran terremoto volvió a azotarla de
nuevo. Las guerras sucesivas la fueron hostigando sin llegar nunca a destruirla del

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todo, pero impidiendo que la ciudad prosperara y que el comercio recuperara el vigor
de antaño. Posteriormente el rey franco Balduino IV la asedió durante el gobierno de
Saad ad-Dawla at-Tawashi, conocido por hacer arrancar todo el empedrado de la
ciudad por temor a que se cumpliera el presagio de los astrólogos, quienes
vaticinaron que su caballo resbalaría provocándole la muerte. Pero quien al final
murió en Beirut fue el propio Balduino, justo antes de que Saladino levantara un
nuevo sitio sobre la ciudad y saqueara todo lo que en ella quedaba después de los
asedios anteriores, protagonizados por Balduino y por la flota egipcia. Saladino
arrancó sus viñas, sus olivos y echó abajo sus edificaciones.
No tengas miedo, me decía mi padre, no me mires con esos ojos. Lo que me
contaba tu abuelo sucedió hace mucho tiempo…
Mi abuelo decía que los francos seguían aferrados al sueño de que un día se
apoderarían de Beirut, que envidiaban a sus gentes con todas sus fuerzas y les hacían
la vida imposible. En tiempos del lugarteniente de los príncipes francos, el sacerdote
germánico conocido con el nombre de Kanzler, los francos se fueron haciendo cada
vez más fuertes, hasta que el rey Adel decidió acabar con esta buena racha. La batalla
tuvo como resultado la destrucción de la muralla, de la fortaleza y de infinidad de
casas de la ciudad, pero los francos salieron vencedores hasta que llegó Sunqur el
valiente, caudillo del ejército del rey Ashraf Jalil Ibn Qalawún, y volvió a devastarla,
es decir, destruyó lo poco que todavía debía de quedar en pie para arrojar sobre ella
cal viva.
¿Y eso por qué, padre?, le preguntaba yo. Según tu abuelo, respondía, este es el
destino de toda ciudad creada bajo la influencia de Saturno, el astro cruel.
Mi abuelo añadía que la ciudad volvió a florecer durante unos veinte años, antes
de verse afectada por la peste negra que terminó con la vida de buena parte de los
habitantes que no lograron huir. Cuando la epidemia desapareció por completo, los
que habían abandonado la ciudad regresaron, la reconstruyeron y de nuevo volvió a
recuperar su antiguo esplendor, hasta el punto que el hijo del dogo de Venecia venía a
pasearse por sus calles acompañado de su séquito y de un grupo de amigos. Pero a los
habitantes de Beirut les indignó la soberbia del chico y le tendieron, a él y a sus
acompañantes, una emboscada que terminó con el asesinato del hijo del dogo a
manos de un sheij ciego. Cuando la noticia llegó a oídos del dogo, dispuso para su
venganza una gran flota de buques de guerra y la envió a sus costas. Los barcos
atacaron el puerto, los soldados entraron en Beirut, la quemaron y la arrasaron por
completo, matando a todo aquel que intentara huir. La ciudad permaneció destruida
durante mucho tiempo.
Luego vinieron, según mi abuelo, las guerras entre el clan de los Tanuj y los
príncipes de Kesrouán, después las guerras que enfrentaban a los beduinos yemeníes
y los qaisíes. En la época del emir de Alepo, Bashir Ibn Husein, Beirut era casi como
un pueblo deshabitado, si bien los hermanos del emir, sus hijos y sus nietos volvieron
a construirla, devolviéndole toda su belleza. Pero la peste volvió a surgir y a arrasarla

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por completo. Después de que al-Yazzar se exiliara en la ciudad huyendo del valí de
Egipto, la flota moscovita le impuso un bloqueo ordenado por Dáhir al-Omar, el cual
hizo quemar sus edificios y saquear sus bienes. Pero cuando al-Yazzar contradijo las
órdenes del emir y no cumplió la promesa que le había hecho de devolverle la ciudad,
los barcos moscovitas regresaron a Beirut, por petición expresa de Dáhir al-Omar,
con todos sus soldados a bordo y la asediaron de nuevo por tierra y mar,
bombardeándola día y noche durante cuatro largos meses.
Luego, continuaba mi abuelo, hubo las guerras entre musulmanes y bizantinos,
antes de que la arrasaran las tropas egipcias de Ibrahim Pacha, a las cuales solo
consiguieron derrotar los cañones de los buques de una flota formada por distintos
estados europeos y por el ejército del sultán Abdelmeyid Khan. Más tarde, cuando el
imperio otomano trasladó la sede de su gobierno de Sidón a Beirut, y Selim Pacha fue
puesto al mando de ella, las cosas mejoraron y la ciudad volvió a recuperar toda su
vitalidad. Beirut acogió a los cónsules extranjeros, a comerciantes europeos y a todo
tipo de gente que iba y venía. Después de haber echado a las tropas egipcias de Siria,
los soldados ingleses permanecieron todavía mucho tiempo en Beirut. En ese
momento, se decidió construir nuevas viviendas debido al aumento de los alquileres,
lo que hizo que muy pronto la ciudad empezara a extenderse extramuros hasta tal
punto que los que conocieron aquella época aseguraban que el desarrollo de Beirut
fue tan rápido que ningún otro lugar, incluso de Europa, podía comparársele. También
en aquella época la ciudad vio aumentar su número de habitantes, al huir hacia ella
los aldeanos en cuyos pueblos había estallado la guerra civil. Beirut siguió creciendo
y enriqueciéndose, beneficiándose incluso de los combates en la montaña entre
drusos y cristianos. Hasta que en el año 1860 las incursiones contra Damasco, Wadi
Taym y sus alrededores empezaron a debilitar la economía y a paralizar el comercio
mientras que el número de habitantes de la ciudad, entre los que venían y los que
vivían en ella, no cesaba de crecer. Después llegaron los soldados franceses y las
concesiones extranjeras, las cuales hicieron de Líbano una provincia otomana
independiente del resto de Siria y bajo control directo de la Sublime Puerta. Beirut
conoció entonces un florecimiento sin precedentes que coincidió con la construcción
de una vía segura entre la ciudad y Damasco, proyecto tutelado por una compañía
francesa, convirtiéndola en un centro de comunicación entre Europa y Siria, situación
que fue todavía más favorable gracias a las facilidades procuradas por el banco
otomano. La prosperidad siguió extendiéndose todavía más a partir de la obtención
del estatuto de provincia autónoma. Las escuelas empezaron entonces a crecer como
setas: la escuela griega ortodoxa, la griega católica, el colegio sirio, el colegio
evangélico americano, los jesuitas, la Sagesse para los maronitas, las monjas
lazaristas, las monjas prusianas, la escuela inglesa de Mrs. Thomson, las monjas
nazarenas, el colegio militar del sultanato, etc. Todo esto acompañado de un
formidable crecimiento y expansión de la imprenta y de la prensa escrita.

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Fue en aquella época, decía mi abuelo según había oído de su padre, cuando la
familia decidió marcharse a Egipto llevándose consigo grandes cantidades de uno de
los productos más preciados del país: la seda. A ella se le debe añadir la experiencia
—adquirida por los beirutíes desde la época del emir Mansur al-Shihabi— que mi
familia poseía en todo lo referente al pasado de la seda y a su elaboración.
Mi abuelo contaba que su padre no solo fue a Egipto por motivos comerciales;
llevaba la cuenta del tiempo en que la bonanza reinaba sobre Beirut y afirmaba que el
siguiente infortunio estaba al caer, que un período de prosperidad como aquel
acabaría, a la fuerza, por llegar a su fin.
Mi abuelo era del mismo parecer que su padre.
¿Pero por qué, le pregunté a mi padre, si Beirut es una ciudad exultante y
próspera?
Porque tu abuelo creía que la vida de esta ciudad estaba gobernada por ciclos con
un ritmo identificable: la vida solo es capaz de renovarse después de un largo período
de muerte y destrucción.
Su tierra está formada por la acumulación sucesiva de hombres y animales que
pasaron por ella. No es como la tierra de las ciudades que viven movidas por el viento
de los tiempos, el cual acaricia la superficie de sus casas sin penetrar jamás en ellas.
Pero estas creencias de tu abuelo nacían también de una envidia callada hacia
todas aquellas personas que seguían viviendo en Beirut… Era la espina que le había
dejado la obcecación de su padre, que siempre le impidió volver a ella, la nostalgia y
el amor que tu abuelo sentía por esta ciudad tan lejana y prohibida. Yo lo comprendí
todo, y he aquí que ahora vivimos felices, seguros. No tienes nada que temer.

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5

Todo lo que producía tristeza en mi padre en los últimos tiempos, todo lo que lo
llevaba a evocar los desventurados pronósticos de su padre y de su abuelo, todo
aquello desapareció.
La planta baja había sido reducida a cenizas y con ella todo lo que, en sucesivas
oleadas, había ido invadiéndola a despecho de mi padre, causándole un sentimiento
parecido a la vergüenza de sí mismo y un distanciamiento, en los últimos tiempos, de
aquel oficio al que había dedicado toda su vida, su amor, su ciencia y su tiempo,
aquel oficio cuyos avatares e historias nunca había dejado de seguir. Sentado a mi
lado cerca de la estufa eléctrica, me miraba y movía la cabeza con un aire apenado, y
cuando le preguntaba qué pasaba me decía, después de vacilar un poco y tratando de
quitar hierro a sus palabras: No, son los tiempos que cambian… Me he hecho mayor,
me he vuelto uno de esos viejos que solo admiran el pasado y ven el presente como
algo malogrado e imperfecto. Pero el caso es que ahora uno es solo un simple
comerciante de telas, nada más. Vendes en tu tienda una mercancía sin oficio ni
historia. No sabes ni de qué está hecha ni de dónde procede. Un simple vendedor que
lleva las cuentas de su capital y de sus beneficios. Compra y vende. Eso es todo. Tú
conociste a Akbar Maktabi, sabes que cuando ese anciano se ponía a hablar de
alfombras uno creía estar viendo con sus propios ojos a sus ancestros persas volcados
en la escritura de manuscritos en los que vertían su ciencia, sus aventuras, sus viajes,
las costumbres de pueblos lejanos que describían desde cómo hacían un nudo con un
hilo de lana hasta cómo lo teñían o cómo calculaban el número de tramas de un tejido
según sus creencias religiosas. Compara a Akbar Maktabi con uno de esos
vendedores ambulantes de alfombras fabricadas en Alemania que van dando vueltas
por la plaza de al-Burch. En una mano llevan las alfombras y en la otra un puñado de
globos de colores o tal vez una cesta con higos secos, qué más da.
Mi padre volvía a mover la cabeza en un ademán de tristeza y seguía comiendo
castañas o bebiendo té. Cuando entraba una clienta ni tan siquiera se levantaba para
saludarla. Yo vacilaba un segundo y luego me acercaba a ella para atenderla. La
clienta daba un vistazo general a las estanterías y a veces salía sin mediar palabra.
Entonces yo volvía a sentarme en silencio junto a mi padre y me calentaba las manos
con la estufa.
Mi padre no vivió lo suficiente como para verme barrer las cenizas de la planta
baja: el nailon, el poliéster, el diolen, el acetato. Fibras mercerizadas sin seda, lana
artificial que se estropea si se la deja al sol, satén que echa chispas al contacto con la
luz eléctrica, visos que se vuelven amarillentos con determinados olores y que se
arrugan con un simple soplo de aire. Viscosa, rhovyl, crylor… Imitaciones que
empezaron con el tergal y terminaron su declive con el diolen.

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Ahora la planta baja es una hermosa terraza. Corto los tallos de acedera sobre
unas hojas de acelga y de achicoria silvestre y miro a mi alrededor mientras sonrío
complacido. He arrancado todas las plantas y hierbas salvajes salvo unos cuantos
helechos. He trasplantado las hiedras, con sus pequeñas raíces, de las paredes de los
vecinos a los hoyos excavados bajo las mías. Lo mismo hice con el pequeño arbusto
de zumaque que planté al lado de la entrada, cerca de la maceta de menta y el laurel,
de perfume tan delicioso. Después de almorzar, iré andando hasta la calle Foch una
vez haya comprobado que no hay nadie en toda esta zona. En la calle Allenby atajaré
por la calle Abdalá Bayhom y no por la avenida del Ayuntamiento, como hice la
última vez, el día que recogí un cuenco entero de moras bien grandes, prometiéndome
que volvería al cabo de unos días cuando una segunda hornada de estos sabrosos
frutos hubiera madurado.
Esta tarde, atajaré por delante del restaurante Ayami y continuaré por la calle Jan
Fajri Bey hasta la mezquita Mayidiyye o hacia el sur, hasta el cementerio de
Samatiyye. Desde hace un tiempo una idea diabólica me ronda por la cabeza: tengo
cada vez más ganas de ver el mar y de comer pescado. A Dios me encomiendo y al
anzuelo que yo mismo me fabriqué hace unos días para lograr este cometido.
Pero de momento sigo prefiriendo, cuando el estruendo de las explosiones se hace
insoportable y los disparos de bala cubren el cielo, pasando de un lado al otro sobre
mi cabeza y a mi alrededor, volver a casa antes de que caiga la noche. Todos estos
ruidos todavía me molestan, aunque ya no me dan ningún miedo. Digo «mi casa» y
debería decir «mi palacio», pues de un lugar como en el que yo vivo no dispuso ni el
mismísimo Harún al-Rashid, a juzgar por lo que he oído y leído.
En el sótano, una vez hube deshecho los fardos y desplegado las telas de sus
carretes, invertí toda mi imaginación, todos mis deseos, en arreglar y amueblar mi
nuevo hogar, movido por una felicidad infinita. Cada vez que bajaba una tela, una de
aquellas prendas sublimes y únicas, la extendía sobre el suelo y me ponía a
contemplarla a una cierta distancia, desde todos los ángulos en los que le llegaba la
luz. Casi lloraba de alegría y de estupefacción antes de avanzar para tocarla… Luego
me desnudaba completamente y me envolvía en su interior durante toda la noche. Me
deleitaba oliéndola, escuchando su murmullo desde el interior, pegándola contra toda
mi piel para recuperar aquellos detalles de mi memoria que la concernían, para releer
como si de un libro se tratara el recuerdo que conservaba de sus características, de sus
componentes, página a página, palabra a palabra, letra a letra. Al alba me despertaba
aún dentro de ella, luego salía y la volvía a contemplar bajo la luz del nuevo día que
luego iría cambiando sobre ella hasta primera hora de la tarde y el anochecer.
Entonces, la plegaba de nuevo o la enrollaba en su carrete y la dejaba a un lado
para pasar a otra tela.
Así fue hasta que terminé con todos los brocados y telas del sótano. Luego las
subí a la planta baja y me puse a admirarlas a la luz del día. Las dejé airearse un día
entero y después las volví a bajar una a una al sótano, con la determinación de cubrir

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con ellas el techo, las paredes y el suelo. Aproveché las tablas de unas cuantas
estanterías para construirme una cama ancha, unas sillas y una mesa baja para poner
en medio. Según las telas fueran de color vivo u oscuro, dirigía la luz que llegaba del
techo hacia el interior, haciendo que se reflejara sobre una de ellas para conseguir un
determinado efecto, brillante o mate, que absorbiera la luz o la refractara. Según el
frío o calor que hiciera, movía las telas de un lugar a otro para que la temperatura
dentro de casa fuera siempre templada y agradable por mucho que cambiara el tiempo
o por muy húmedo que fuera el aire en la calle.
Con algunos carretes, sobre todo con aquellos más antiguos hechos de hueso, me
fabriqué una especie de tuberías, mediante las cuales fui canalizando el agua que salía
de unos pequeños manantiales situados junto al banco de piedra adosado a la fachada
de la casa. Sin embargo, mi intención era traer el agua de lugares más lejanos, así
como cavar la tierra tan pronto como mi jardín estuviera listo.

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6

A mi madre le gustaban los vestidos, no las telas. Le gustaba disponer la mesa, no


cocinar. Su voz de cantante de ópera, no el canto. No mentía, solo disfrutaba
inventando y reinventando su vida.
La modista de la alta sociedad, Madame Rahme, venía a casa con la tela que mi
padre había previamente escogido para los vestidos que mi madre se ponía en
ocasiones especiales. De una gran maleta de piel parecida a la que suelen llevar los
médicos, Madame Rahme empezaba a sacar revistas de moda. Acercaba su silla a la
de mi madre, apartaban sendas tazas de café de la mesa y se enzarzaban en una larga
conversación de la que con frecuencia Madame Rahme salía furiosa, a pesar de su
extremada cortesía. Se ponía entonces a llenar sus frases de palabras francesas, como
si quisiera mitigar el efecto que estas pudieran tener sobre mi madre, a quien nunca le
gustaba un solo vestido tal y como aparecía en la revista, sino que quería el escote de
este con las mangas de aquel, hasta terminar inventando un vestido que Madame
Rahme solo consentía en confeccionar después de muchas negociaciones. Entonces
volvían a sentarse de nuevo, papel y lápiz en mano, dejándome que me extasiara
hojeando las revistas y contemplando todas aquellas mujeres que, de tan delgadas,
resultaba difícil imaginarlas caminando por la calle sin que se les quebraran las
caderas. Mujeres esbeltas y sonrientes que parecía que estuvieran señalando algo con
sus manos, como si trataran de explicar una idea compleja pero a la vez agradable a
un público muy numeroso. Pero mi goce no culminaba hasta que Madame Rahme se
iba hacia las telas, les daba una y otra vuelta, y las arrojaba sobre el cuerpo de mi
madre o lo envolvía con ellas. Luego retrocedía un poco para examinar su talle desde
distintos ángulos mientras movía la cabeza encanecida de un lado al otro, antes de
empezar a marcar y cortar echando mano de su pequeño jabón amarillo, de una cajita
de alfileres y de un metro que se colgaba alrededor del cuello, midiéndolo todo con la
precisión del mejor arquitecto. Antes de terminar, me lanzaba los pedazos de tela que
habían sobrado para que me los llevara, adelantándose a mi madre, que seguro los iría
tirando uno tras otro a la basura, pues no había nada que la molestara más que reinara
el desorden en el salón siempre impecable de nuestra casa el día que venía la modista.
Yo sostenía los retales en mis manos, los apretaba con fuerza, los acercaba a mis
oídos y luego abría los puños para escuchar su murmullo misterioso. Los olía
cerrando los ojos antes de que su perfume original desapareciera y pasara a parecerse
al olor de las hojas o al de la ropa ya usada: olor de jabón, de perfume o de cuerpo
humano. Me escondía detrás del sofá antes de que mi madre me los quitara de las
manos encolerizada y contemplaba su brillo, alejándolos poco a poco de la fuente de
luz. Cerraba los ojos y luego los abría de pronto para que aquel hermoso reflejo se
quedara grabado en mi mente y pudiera recuperarlo para mí solo por la noche, antes

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de quedarme dormido y después de que mi madre hubiera borrado el rastro de
Madame Rahme de todos y cada uno de los rincones de la casa.
A mi madre no le gustaban las telas. Una vez escogido el corte del vestido, apenas
se fijaba en el peso, el espesor o la caída de la tela con la que estaba confeccionado,
ni en si este tejido iba bien con este otro. A Madame Rahme le enfurecía que mi
madre solo se preocupara de los colores, es más, encontraba que en ello había una
suerte de injusticia humana, lo cual hacía que mi madre casi no fuera digna de ser la
mujer de mi padre, aquel hombre que tanto sabía de telas y que las comprendía como
nadie.
El desacuerdo de Madame Rahme casi la lleva un día a hacer las maletas e irse
por donde había venido, después de que mi madre le pidiera meter en el forro de un
cuello un relleno de viscosa en lugar del tul habitual para que el piqué blanco fuera
más fácil de planchar. Madame Rahme clavó los ojos en mi madre, se apretó la trenza
blanca con las dos manos y se puso a recoger sus cosas mientras le decía a mi madre:
Lo siento mucho, Madame. El señor Mitri se lo explicará. Cuando lo haya entendido,
ya sabe dónde encontrarme. Bonsoir.
Me pasé toda la tarde con el corazón encogido, mientras que mi madre parecía
serena, incluso de buen humor, hasta que mi padre volvió del trabajo. Al verla fruncir
el ceño y apretar los labios, mi padre le preguntó qué le pasaba y ella le respondió: Tú
escoges la tela y Madame Rahme escoge el modelo y el tipo de corte. ¿Y yo, qué
tengo que decir en esto? Cada vez que le propongo que haga un pequeño arreglo me
echa la caballería encima… Es una modista, ¿sí o no? No, dijo mi padre, es mucho
más que una modista.
Y cuando mi madre le explicó el motivo de la discusión, insistiendo en que
Madame Rahme ya no estaba a la moda y que no sabía nada de lo que se llevaba
ahora, el rostro de mi padre adquirió un aire tan severo que a mi madre no le quedó
otro remedio que escucharle.
Escúchame bien, Atena, le dijo mi padre. ¿Sabías que existen ciertas mezclas que
estaban —y siguen estando— prohibidas por los libros sagrados judíos? ¿Sabías que
en estos libros, por ejemplo, se prohíbe que un hombre labre sus campos con un buey
y un asno atados por el mismo yugo del arado? ¿Y que se prohíbe a la gente vestir
una tela tejida con dos tipos distintos de hilo? Esto no es solo para no unir lo que
Dios ha separado, sino porque la mezcla entraña siempre un riesgo, una aventura, un
resultado imprevisible. Si fracasa, hará que te lamentes y arrepientas. Si funciona,
hará que te sientas feliz. Pero este éxito puede resultar igual de peligroso, pues hace
crecer la arrogancia de los hombres, su insolencia, haciéndoles creer que tienen
poderes sobrenaturales, poderes capaces de destruir la esencia de las cosas y de las
materias que se encuentran al alcance de sus manos.
Mi madre soltó un resuello de fastidio. Escúchame bien, Atena. Lo que más
distingue a Madame Rahme es precisamente que no sigue la moda. El gusto, el buen
gusto, no están sometidos a los dictados de lo que tú llamas moda. ¿Sabías que el

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origen de la palabra «moda» se encuentra en las cortes de los príncipes italianos y
franceses de los siglos XIII y XIV, y sirvió para popularizar las telas más caras,
aquellas que antes se reservaban para las ceremonias religiosas en las que
participaban los obispos y los reyes, con el fin de conferirles un prestigio del que
hasta entonces solo gozaban las grandes personalidades y los hombres más
acaudalados? Pero la moda no se convirtió en una pérdida repetitiva de la memoria
hasta mitad del siglo pasado, cuando empezaron a realizarse todas estas mezclas
horrorosas, todas estas hibridaciones ilegítimas, y cuando comenzaron a proliferar las
tiendas de nouveautés, donde se generalizó la herejía de vender telas junto a prendas
de tallas estandarizadas y donde los pequeños comerciantes se lanzaron a vender lo
que fuera a quien fuera. Pero antes de la llegada de la industria de la confección, con
sus tallas estándares que no conocen ningún cuerpo, que no reconocen la
individualidad de cada silueta, y antes de que la moda se impusiera a la fabricación
de telas, dando un giro al curso natural de las cosas, estábamos nosotros en Oriente.
Nosotros, los fabricantes de telas y tejidos, avanzamos en nuestra búsqueda de un
producto todavía más perfecto, todavía más bello. Y a su vez avanzan los modistos
que tratan de dominar cada vez mejor la relación única que se establece entre la tela y
el cuerpo, para dar a este su forma ideal.
Mi madre volvió a resollar, harta de oír hablar a mi padre. Si todavía fuéramos
ricos, suspiró, me escogería vestidos de prêt-à-porter, como las mujeres de clase alta.
Pero ya no somos ricos, respondió mi padre. Por eso estamos obligados a satisfacer a
Madame Rahme. La viscosa no puede sustituir al tul en el forro de un cuello. Todavía
no. Todavía no, Atena.
No éramos ricos en vida de mi padre, pero este no fue el motivo por el que se
negara una y otra vez a que en casa viviera una criada. Mi madre abandonó
rápidamente la idea cuando Umm Tony, aquella mujer del norte de Líbano, empezó a
venir a casa dos veces por semana, una para limpiar y la otra para cocinar los platos
que requerían una mayor elaboración. Esos dos días, mi madre se iba de casa con la
excusa de que las ventanas abiertas y el agua esparcida por todas partes le
provocaban dolor de garganta, lo mismo que el olor a frito o a asado. Cuando
envejeció y ya no pude dejarla en casa sola durante todo el día, y cuando Shamsa, la
sirvienta kurda, empezó a trabajar para nosotros, mi madre se pasaba el rato
quejándose de las ventanas abiertas y del olor a comida. Seguía durante todo el día a
Shamsa de una habitación a otra, asegurándose de que había cerrado las ventanas y
controlándola hasta que terminaba su trabajo. Luego la arrastraba hasta su dormitorio,
del cual no consentía que Shamsa tocara nada salvo en contadas ocasiones en las que
yo intervenía con una cierta firmeza. Una vez allí, mi madre se ponía a contarle
alguna de sus tan repetidas y variopintas historias, mezcla siempre de ficción y
realidad. La chica no tardaba en adormecerse, sentada en el suelo con las piernas
cruzadas. Por la noche, al entrar en la habitación de mi madre, me la encontraba de
pie repitiendo sus ejercicios de canto. Entonces sacudía levemente el hombro de

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Shamsa quien, de un salto, salía hacia el salón para encender la televisión y sentarse
en el suelo frente a ella. Mientras tanto, yo llevaba a mi madre al cuarto de baño para
lavarle la cara con agua tibia y quitarle aquel maquillaje que me entristecía. Luego le
ponía un camisón, le daba de comer y le humedecía el rostro con agua de rosas antes
de trenzar su pelo, atarlo con un lazo de satén blanco, meterla en la cama y desearle
buenas noches. Cerraba la puerta de su cuarto y me iba directo a la cocina, adonde me
seguía Shamsa para ayudarme a preparar la cena, excepto cuando daban Abu Salim
at-Tabl en la tele. Entonces yo sabía que tendría que prepararme la cena solo y comer
en el salón en una bandeja pequeña y disfrutando intensamente de las carcajadas de
Shamsa, que me iluminaban la vida, una vida con muy pocas ventanas y todas ellas
cerradas.

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7

Hoy, después de beber decenas de huevos de pájaros y de comer una deliciosa rúcula,
he sentido cómo una especie de fuerza interior me impulsaba a caminar hasta los
límites de la plaza de los Mártires, allá donde se encuentra la Parisiana, justo enfrente
de la tienda de Qáisar Ámer, el rey de los fuegos artificiales, que seguramente hizo
del cielo una fiesta durante toda la noche cuando sus explosivos fueron alcanzados
por los proyectiles. Una vez allí, he torcido a la altura de la tienda de zumos Zein,
donde en otra ocasión encontré dos bandejas de metal que me llevé a casa, y por
delante del café Laronda, luego junto al teatro Chouchou hasta llegar al Gaumont
Palace, el famoso cine en el que no había entrado todavía, a diferencia del cine
Biblos, en el cual estuve hace unos días y en el que recogí dos láminas de plástico
que coloqué encima de las plantas de mi jardín para reforzar la luz y el calor del sol
en los fríos días de invierno. También hoy pospuse la entrada al edificio de los
lazaristas, limitándome a recoger algunas malvas que habían crecido a sus lados,
quizá un tanto prematuramente, para secarlas sobre el banco de piedra, junto a la
puerta de la casa, y luego beberías en infusión cuando esté resfriado.
Por un momento, pensé en continuar hasta el garaje de Bint Yubeil y la tienda de
Abu Said «el regalicero», que era como solíamos llamar de niños a aquel afable
vendedor de regalices secas, pero al final decidí volver y detenerme un momento en
la iglesia de San Jorge antes de entrar al zoco pequeño por las escaleras de Jan
al-Bayd, como había pensado hacer tantas veces, aunque siempre acababa
abandonando la idea y dejándola madurar en mi cabeza, entre otros motivos porque
secretamente anhelaba encontrar allí alguna maravilla, algún tesoro escondido o
algún hallazgo insospechado. Además, debía esperar que el verano secara las plantas
y malas hierbas que cubrían sus paredes para poder arrancarlas mejor, pues algunas
de las ventanas e incluso de las callejuelas que lo rodeaban estaban completamente
obstruidas.
Cuando entré en la iglesia de San Jorge me asaltó el mismo frescor vivificante
que solía sentir cada vez que de pequeño entraba en aquel lugar, con mi padre
cogiéndome de una mano y secándose la frente de sudor con la otra. Entrábamos más
para huir del calor del verano que para rezar o encontrar reposo espiritual. Pese a
todo, una vez dentro nos sentábamos en alguno de los bancos de madera y nos
hundíamos en un profundo silencio. Envueltos de aquel aroma de incienso,
contemplábamos las imágenes de los santos y los hermosos iconos. Antes de salir,
encendíamos un cirio y mi padre echaba una moneda en la caja de metal adyacente,
mientras buscaba con la mirada al archimandrita que tenía aquella voz tan bella, sin
llegar a localizarle.

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La iglesia estaba completamente vacía. Había ardido entera al igual que el Gran
Teatro, no muy lejos de allí. Con toda probabilidad habría sido limpiada y vaciada
durante algún período de calma, pues ni tan siquiera se veía un solo montón de ceniza
o de escombros. Para ser exactos, aquel vacío no inspiraba temor alguno. Recordaba
a un estadio cubierto o a un hangar vacío del puerto. Avancé hacia el ábside,
iluminado gracias a la luz que se filtraba por las ventanas que habían perdido sus
antiguos vitrales de colores. Bajo mis pies, el suelo era blando, el barro aún húmedo
en sus esquinas. El gran muro cóncavo del ábside parecía un jardín suspendido
rebosante de flores y plantas repartidas aquí y allá entre matojos de chicoria salvaje,
menta y laurel. Me sorprendió no encontrar helechos, zarzamoras o algún que otro
pequeño arbusto de ricino que tantas veces solían impedirme el acceso a aquellos
alimentos que me hacían la boca agua. Deshice el fardo que llevaba —un pedazo
rectangular de lino que yo me ataba por dos de sus extremidades al cuello y por las
otras dos a la cintura— para llevarme a casa todo lo que pudiera cazar, recolectar o
encontrar por el camino. Lo deshice, lo extendí sobre el suelo y empecé a llenarlo de
chicoria y de menta salvaje.
No sé cómo me encontré de repente en el fondo de un agujero oscuro bajo tierra.
El pequeño orificio por el que había caído se elevaba a más de dos metros por encima
de mi cabeza. Me puse a mirar a mi alrededor en busca de algo en lo que pudiera
asirme para salir de allí. Al no ver nada me asusté. Empecé a saltar en el aire tratando
inútilmente de alcanzar con la mano el borde del agujero. Me dije que aquello no
servía de nada, que me tenía que tranquilizar para poder pensar en una solución.
Volví a mirar con calma a mi alrededor y entonces distinguí una escalera de piedra de
doble dirección no muy lejos de donde yo estaba. Me dije que si lograba perforar el
suelo sobre ella, estaría salvado. Pero no lo logré. Me deshice el pañuelo de velarte
que solía llevar enrollado en el cuello. Un sudor frío me corría por todo el cuerpo.
Tiritando, me senté en el suelo y esperé a que mis ojos se acostumbraran a la
oscuridad. Al cabo de un rato, me puse de pie y volví a mirar a mi alrededor para ver
si encontraba algo sobre lo que me pudiera subir para salir de aquel lugar. Solo estaba
aquella escalera de piedra. Me puse a bajarla peldaño a peldaño, sobrecogido por el
miedo. Pensé que lo más seguro es que aquello fuera la cripta en la que estaban
enterrados patriarcas, clérigos y hombres santos cuyos milagros saldrían algún día a
la luz. Continué bajando hasta que la oscuridad se hizo completa. Me detuve. Pensé
que volver a subir sería fácil pero que no me serviría de nada. Fui tanteando las
paredes arenosas hasta que mis pies dejaron de pisar los peldaños y empezaron a
caminar sobre un suelo llano. Estaba convencido de que allí encontraría algún objeto,
algo que pudiera llevarme hacia arriba y poder utilizar para salir del agujero, aunque
fuese la lápida, la osamenta o el cráneo de un patriarca o de un santo. De repente, una
luz muy débil iluminó el lugar en el que me encontraba y entonces vi que mis pies
estaban encima de un banco de piedra. Buscando el origen de ese destello me puse a
mirar a mi alrededor, después hacia arriba, y entonces percibí una tenue luz que

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llegaba desde el techo de lo que parecía una pequeña galería situada a mi derecha. Al
principio imaginé que debía de encontrarse a mucha altura y que por lo tanto no
serviría de nada tomar aquella dirección para encontrar la salida. A lo sumo, podría
dar con algo para llevar al lugar donde había caído, bajo el altar de la iglesia de San
Jorge, del que ya me había alejado mucho, o eso me pareció.
Debía entonces caminar en dirección a la luz, procedente de un lugar que de
ningún modo podía estar demasiado lejos. Antes de emprender la marcha, sin
embargo, mis manos apoyadas en la pared palparon una superficie abombada y lisa
cuyo tacto era completamente distinto al de la pared arcillosa. Pronto apareció ante
mis ojos la forma de una gran tinaja de barro sostenida a ambos lados por dos
columnas bajas o dos piedras casi esféricas. Perplejo, me quedé plantado un momento
mirando y luego decidí cavar la tierra alrededor de aquellos objetos para arrancarlos y
llevármelos a casa. Incluso si su peso fuera muy superior al que yo podía cargar, los
rompería y los arrastraría.
Golpeé con el brazo la superficie de la tinaja o su vientre ovalado y esta se
rompió. Unos cuantos fragmentos rotos cayeron entre mis pies. Al arrodillarme para
examinarlos, mi cabeza se echó bruscamente hacia atrás y a punto estuve de
desmayarme al contemplar lo que apareció delante de mí: una forma humana, sentada
con las piernas cruzadas, completamente apoyada contra la parte intacta de la gran
jarra, empotrada en la arcilla de la pared.
Era una niña. Vi su pelo, el reflejo de su vestido a contraluz. Me quedé clavado en
mi lugar, sin atreverme a moverme, como si temiera que al agitar el aire todo aquello
se volviera polvo y arena. Su piel, muy fina, hacía que se pareciera más a un
esqueleto, pero su pelo y aquel vestido hacían pensar en el cuerpo de una niña
muerta.
Permanecí arrodillado delante de ella, incapaz de moverme. Sentía que los ojos
me escocían de tanto mirarla fijamente. Los cerré y los abrí de nuevo, luego respiré
contenidamente para no mancillar aquel aire estanco. No sé por qué aquella niña me
recordó a Shamsa. Mi querida Shamsa, a la que no había visto desde hacía tanto
tiempo y de la que nada sabía ya. No sé por qué me recordó a ella, pues no se
parecían en lo más mínimo, ni en la talla, ni en el pelo, ni en… Quizá porque estaba
sentada con las piernas cruzadas, como ella, con el torso recto y mirándome
directamente a los ojos. O tal vez fueran sus párpados cerrados, tal vez fueran ellos
los que me recordaran a Shamsa.
Debí de quedarme arrodillado delante de ella durante mucho rato, pues sentí el
frío entumecerme los miembros y los ojos cerrarse de cansancio. Me di cuenta de ello
como de repente. Entonces recordé la difícil situación en la que me encontraba y me
apresuré a pensar en cómo salir de allí antes de que la oscuridad se apoderara
completamente de aquel lugar. No tenía alternativa: debía dirigirme hacia aquel leve
foco de luz, pues no había encontrado nada con que salir del hoyo hacia la iglesia de
San Jorge.

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Caminé entonces en dirección a la claridad, avanzando tan rápido como podía,
cayendo unas veces y tropezando otras muchas. Por el camino me pareció distinguir
piedras con formas extrañas, desiguales, pero no me paré a mirarlas, tanto era el
miedo y la angustia que me provocaba la idea de tener que permanecer bajo tierra.
Pronto llegué al origen de aquella luz, una brecha cubierta por un montón de
hierbajos. Con asombrosa facilidad, conseguí trepar hasta la abertura, apartar las
hierbas y salir.
Todavía no había anochecido. Me puse a andar sacudiéndome el polvo del cuerpo
y mirando por todas partes para saber dónde me encontraba. No estaba ni en una
plaza ni en un descampado que me permitieran controlar mi posición. Me hallaba en
una especie de laberinto de callejuelas estrechas y entrecortadas. Seguí caminando,
aunque con mucha dificultad a causa de la vegetación que lo había invadido todo y de
las piedras que, incluso siendo a veces pequeñas, se amontonaban formando como
barreras erigidas tras el paso de las lluvias torrenciales. Desde lo alto de una de ellas
cogí unos cuantos tomates salvajes que comí con gran apetito. Luego seguí andando,
hasta que descubrí que me encontraba en el mercado de an-Nuriyye, después de
reconocer la pequeña plazoleta que había delante de la iglesia que llevaba el mismo
nombre. Suspiré aliviado. Olvidé el asunto de la niña metida en la gran tinaja y me
dije que allí estaba, que por fin había llegado a los límites del zoco pequeño, aquel
lugar que tanto anhelaba y que tantas veces me había prometido a mí mismo visitar y
descubrir, y al que volvería sin duda muy pronto. Continué por el mercado de Sursuq
y luego giré en dirección a la mezquita de Mansur Assaf. Si no recuerdo mal, pensé,
ahora tengo que cruzar la calle Husein al-Ahdab, que lleva hasta la plaza de la
Estrella, cruzarla a lo ancho para llegar a la mezquita de al-Omari, y luego la calle
Weygand hasta casa.
Pero me perdí.
Me perdí, vencido por el cansancio. En lugar de la plaza de la mezquita de
al-Omari me encontré de nuevo cerca de las escaleras de Jan al-Bayd y del mercado
de Abu Nasr. Me senté para retomar aliento en el borde de un muro derrumbado. Me
dije que la tensión y el miedo me impedían pensar con claridad. ¿De qué puedo tener
miedo ahora? ¿Qué es lo que me hace sentir este temor? ¿Qué es? La plaza de los
pescaderos queda sin duda detrás de mí, luego llego al mercado de los orfebres y de
allí salgo a la pastelería Hallab o a la tienda de cafés Azar. Después bajo por la plaza
de los Mártires en dirección al cine Rívoli y en pocos minutos estoy en casa… ¿De
qué tengo miedo si ni tan siquiera ha anochecido?
Quizá fuera una intuición lo que me hacía sentir miedo. Quizá sentía miedo antes
incluso de conocer su origen. Quizá había oído la causa de mi miedo antes de que
pudieran captarla mis oídos.
No podía ser que lo que hubiera oído, como surgido de repente de la nada, fueran
aullidos de perros. No podía ser eso, pues jamás en mi vida había visto un solo perro
en aquel lugar.

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Los aullidos se hicieron más agudos y estridentes, llenándome la cabeza de terror
en menos de un segundo. No son aullidos de perro, me repetía a mí mismo mientras
buscaba un lugar para esconderme, con el pelo de punta como el lomo de un erizo
tirándome de la raíz.
No son aullidos de perro. Me chupé el dedo para saber en qué dirección soplaba
el viento y evitar así situarme en su camino y que les llegara mi olor. Aquella tarea no
era nada fácil teniendo en cuenta que me encontraba en un lugar de salidas cerradas
como las de un laberinto. No serviría de nada frotarme el cuerpo con hierbas para
camuflar mi olor. Tenía que encontrar una azotea bien alta, un árbol, o encerrarme en
algún lugar seguro.
De repente me puse a saltar más rápido que el viento por encima de las piedras,
agarrándome de los hilos de alambre, de los bordes de las ventanas reventadas para
alejarme lo máximo posible de la tierra y trepar hasta la copa de una pequeña
palmera. Desde allí, brinqué hasta un edificio próximo y me tendí en el suelo de lo
que quedaba de uno de sus balcones, que daba a un cruce de calles que imaginé
correspondería a la plaza del mercado de los pescaderos. Metí la cabeza entre unos
helechos y entonces vi a la manada.
No fui capaz de determinar el número de perros que corrían, apareciendo y
desapareciendo entre las callejuelas. Pero no tardaron en reunirse en la pequeña plaza
en torno a una batalla feroz que terminó con dos víctimas abatidas e inmóviles.
Después de que los aullidos se transformaran en una especie de mugido parecido al
de los toros, vi al más grande y temible de ellos llevar algo en el hocico y empezar a
roerlo, antes de que el resto de la manada se uniera a él. No eran más de diez, según
lo que veía desde mi escondrijo.
Son lobos, me dije mientras especulaba que lo que debían de estar devorando era
el cadáver de uno de los suyos caídos en la batalla. Pero la cabeza que había rodado a
lo lejos, en mi dirección, no era una cabeza de perro. Era la de un ser humano.
Una cabeza humana. Es una cabeza humana, me repetía con una voz casi
inaudible. Dios mío… ¿De dónde han sacado un cadáver humano?
Llovía a cántaros cuando me arrastré por el suelo hasta el interior del edificio y
me quedé tumbado. No sé durante cuánto tiempo permanecí inmóvil, como si
estuviera inconsciente. Pasaré la noche aquí mismo, me dije. Seguro que mañana
estaré muerto. Perros u hombres. O quizá me quede aquí hasta morir de hambre.
Pasé la noche en vela, pensando. No dormí ni un solo momento. Estaba
empapado hasta la médula y la cabeza me ardía. Pensé en partir al alba hasta las
barricadas más cercanas levantadas en los límites del centro de la ciudad y gritar con
todas mis fuerzas a los hombres atrincherados detrás. Sacadme de aquí, les diría
avanzando hacia ellos. Entonces me abrirían un paso o bien me dispararían apenas
me vieran aparecer, acaso antes de que les llegara mi voz. Por lo que he oído decir,
utilizan a los perros como portadores de bombas: los sueltan en los límites de su zona
para que cuando el francotirador del otro lado los alcance, exploten en su campo.

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Pero estas técnicas son viejas, pensé, seguro que ya las han abandonado; últimamente
no he oído ni una sola explosión por los alrededores. Lo que está claro es que mañana
no podré dirigirme hacia los límites del centro de la ciudad porque vuelven a estar
enfrascados en una de sus encarnizadas batallas, cuyos ecos violentos me van
llegando desde hace varios días.
Todo esto es palabrería. Nada más que palabrería. No me atreveré a nada y me
quedaré en mis alturas hasta el día en que me muera. Nunca más volveré a gozar de
mi apacible vida, de mi hermoso jardín. Mi huerto morirá sin que me haya despedido
de mis telas, de mi casa…
Con la aparición de los primeros albores, regresé al balcón para dar un vistazo a
los alrededores. Reinaba la calma más absoluta. Oí con toda claridad el gorjeo de los
pájaros. A pesar del cielo nublado, me pareció que la plaza y las callejuelas de debajo
estaban vacías de perros y de cualquier rastro de las peleas de la noche anterior.
Tampoco vi los cadáveres de los dos perros ni la cabeza humana.
Llegué incluso a preguntarme si todo lo que había visto el día anterior no sería
fruto de mis sueños o de la fiebre que me hacía arder la cabeza. Me dije que seguro
que estaba enfermo y que en mi delirio imaginé cosas de lo más improbables. Lo que
no estaba claro era por qué había trepado entonces por este edificio en ruinas. Pensé
que la fiebre debió de atacarme antes del anochecer, asaltando mi mente y mi cuerpo,
y trayéndome con sus alucinaciones hasta aquí.
Mientras bajaba desde mi refugio de las alturas hasta el suelo, sentía en la
garganta un gusto de óxido. Me acordé entonces de los tomates salvajes que había
comido el día anterior y me dije que quizá estaban envenenados. Pero ¿de dónde
habrían sacado el veneno si solo los había tocado el agua de la lluvia?
Me puse a caminar en dirección a mi casa sin fijar ningún itinerario preciso hasta
que llegué sin dificultad a la calle de la mezquita de al-Omari. Me senté allí un rato
para relajar un poco mis músculos, convencido de que estaba enfermo y de que el
motivo de mi cansancio era la fiebre, la cual no tardaría en volver a subir. Sentí de
nuevo cómo los escalofríos me recorrían el cuerpo. Tengo que comer, me dije, y acto
seguido me puse a recoger caracoles que más tarde limpiaría con agua del mar para
comérmelos. Después me tomaría una infusión de malvas. Entonces me acordé de mi
fardo y de todo lo que había dejado dentro de él en la iglesia de San Jorge. Y me
acordé de la niña en la tinaja.
Estando en la esquina de la mezquita de Uzai, apreté el paso antes que la lluvia
empezara a descargar y me puse a pensar en el lino. Pensé con fuerza en el lino que
me estaba esperando en casa y en el que me envolvería yo solo; me envolvería en él y
me curaría, me calentaría y me pondría bien.
Y me acordaría del lino de Shamsa.

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8

¿Fue el lino lo que hizo que me enamorara de Shamsa?


Tras abandonar el algodón de su tierna infancia, de su suave, cálida y
reconfortante niñez, Shamsa se cubrió de lino. Se cubrió de lino y le añadió la
seducción del terciopelo, intruso, como un preludio de lo que estaba por venir.
Una noche me dijo: Mañana iré a casa de mi madre a pasar el Noruz, el año
nuevo kurdo, con ella y con el resto de mi familia. No volveré hasta pasado mañana.
Al darse cuenta del asombro que había provocado en mí el que decidiera irse con su
familia un día de entre semana y no un domingo, a sabiendas de que en ese caso yo
me vería obligado a dejar la tienda y quedarme en casa con mi madre, soltó una
pequeña carcajada y me dijo: He crecido, ¿sabes?, y mi familia ya no me deja
quedarme a dormir aquí. Tengo que volver a casa con ellos cada noche.
Comprendí que Shamsa había entrado en el ciclo lunar y que se había unido a la
caravana de las mujeres. ¿Cómo no me había dado cuenta de la eclosión de su cuerpo
bajo su holgado vestido de algodón, de su nueva fragancia? Solo la veía volverse más
carnosa, más desbordante, su cuerpo cada vez más rollizo y pulposo. Algunas veces
había observado la oscilación de sus nalgas bajo sus dos largas y espesas trenzas
cuando se levantaba del suelo de repente y se ponía a caminar apresuradamente hacia
algún lado con los pies descalzos. Mientras la observaba sonreía, y luego me olvidaba
del tema.
Mañana mi madre me dará mi yayís, mi ajuar. ¿Te vas a casar, Shamsa?, le
pregunté. No, todavía no, me respondió riéndose. Pero a partir de ahora voy a vestir
ropa bonita, distinta a la que he llevado hasta el día de hoy. La más bonita, sin
embargo, la esconde mi madre en el baúl del ajuar para el día de mi boda. Pasaré
mañana para enseñaros cosas a ti y a tu madre, si la mía me deja.
Por la tarde del día siguiente abrí la puerta y entró Shamsa. El corazón me dio un
vuelco al verla. Incluso mi madre se puso a farfullar mientras la sopa le caía por la
barbilla. Todo nuestro piso, en el que el ambiente era siempre tan sombrío, se llenó de
sus colores, como si de repente se hubiera quitado el techo como un sombrero y lo
hubiera arrojado muy lejos.
Eres shams, Shamsa: un sol.
Sí, respondió entre risas. En mi casa me llaman Hatawi, que significa «sol», igual
que shams en árabe. Y este era el vestido de mi abuela. Mi madre lo trajo con ella
desde muy joven.
Shamsa empezó a enseñarnos toda su ropa, sus numerosos vestidos y prendas.
Este es mi chal púrpura, y este tyikit está hecho con lino rojo y forrado con fieltro de
lana. Este bachtamal estampado con flores amarillas me lo ato a la cintura como un
delantal debajo del futeh, la gruesa faja que me protege los riñones, la zona lumbar y

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la columna vertebral cuando debo cargar pesos. Y este vestido es un tiri, color verde
encendido, abierto por delante y por ambos lados para poder andar dando zancadas
por la llanura. Debajo del yalik color de rosa que me calienta las costillas, fíjate, va el
ishlig de lino blanco que cae encima de un shilwar o calzas lilas y del gurik, la ropa
interior, que es del mismo color. Y ¿has visto el teshrek que llevo en los pies? Es de
piel curtida y cosida por nosotros mismos.
Mira qué me pongo en la cabeza: es un fez o tarbush rojo.
Y este velo plateado y decorado con monedas es un bachlak. Encima de todo esto,
extiendo estos pañuelos cuadrados, los bouchi, cada uno de un color distinto, me los
ato alrededor de las sienes y dejo caer uno como si fuera una mantilla o un velo, pero
sin cubrirme nunca el rostro o las trenzas.
La princesa Hatawi se marchó con todos sus atuendos y sin dejar nada en mis
manos. Todas aquellas telas que se había puesto y que luego había extendido,
enrollado y atado en fardos antes de salir, todos aquellos colores sobre los que había
echado su chal púrpura y su mantilla blanca, todo aquel lino con algo de terciopelo…
Se fue sin dejarme nada. Fue tanta mi sorpresa, tanta mi excitación, que apenas si
llegué a tocar nada. Me quedé con las palmas de las manos abiertas durante todo el
día, los ojos llorosos. Por la noche no dejé de dar vueltas en la cama, sin pegar ojo y
esperando que Shamsa volviera a la mañana siguiente, jurándome a mí mismo que
inventaría cualquier excusa, cualquier pretexto para que no se fuera de casa y poder
estar próximo a ella, oler sus ropas a mi guisa e intentar tocarlas. Tocarlas. Me pasé
toda aquella noche dando vueltas en la cama, la garganta seca. No quería acatar la
voluntad de su familia de que volviera con ellos cada noche. Encontraría algo, un
motivo para retenerla en casa, para que no se fuera. ¿Cómo podría soportar una noche
vacía de Shamsa, y una mañana? ¿Cómo no había podido dar importancia a su grácil
presencia en casa cada tarde, cada noche, cada mañana? ¿Cómo no había sentido la
dulzura de su aliento mientras dormía a mi lado, exhalando un perfume de pan recién
hecho sobre mi sueño ignorante e ingrato? No dormí en toda la noche.
Mi madre se levantó de la cama y me encontró listo al amanecer. Le lavé la cara y
la dentadura postiza lentamente. La peiné y le trencé el pelo. Le preparé el desayuno:
galletas y leche. La llevé al salón y ventilé su habitación. Lavé los platos y saqué el
polvo. Limpié con jabón el lavamanos del baño y me eché colonia en la cara. Tomé
café y luego fregué las tazas. Volví a meter a mi madre en la cama y puse en el
fonógrafo un disco que le gustaba. Luego me até una gran venda alrededor del tobillo
izquierdo, me senté en el sofá mirando al vacío y me puse a esperar.
Shamsa entró. Casi me mareé al levantarme para ir, sonriendo, a su encuentro. El
pie izquierdo me duele, le dije, así que hoy no iré a la tienda. Como tenía tiempo, he
limpiado la casa y he preparado el desayuno de mamá. ¿Cómo estás tú, Shamsa?
¿Qué llevas puesto hoy? ¿Has teñido las trenzas con gena? ¿Qué vestidos traes hoy?
¿Todo este lino es para mí? Solo para mí… Todas estas capas, las que veo y las
que imagino, capas de gasa y de lino natural para vendar las heridas de mi corazón.

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El lino de los pañuelos de despedida, de los pañuelos que secan las lágrimas de los
enamorados. El algodón de la cuna y el lino de tu ajuar. Déjame tocar un poco tu lino,
envuélvete en él, siéntelo en cada parte de tu piel. No me rehuyas así. Déjame
sentarme a tu lado en el sofá para hablarte del lino como nunca nadie te volverá a
hablar. Hablarte y curar la herida de mi corazón enamorado. ¿Me lo vendarás?
Escucha:
Los primeros hombres en vestirse con lino le atribuyeron unas propiedades
curativas extraordinarias pues observaron, Shamsa, que ayudaba a cicatrizar las
heridas, por lo que lo utilizaron como remedio para la lepra. Se convirtió en símbolo
de la pureza y su blancura se hizo todavía más intensa. Incluso si no puede curar
todas las enfermedades de la piel, sigue siendo el tejido más cercano a la naturaleza
de esta y que mejor se adapta a su temperatura. El lino es todo ternura, Shamsa.
Acarícialo y acaricia mi mano; verás cómo sientes en ambos una ternura parecida.
¿Por qué sino lo escoge la gente para su ropa de cama? ¿Por qué sino lo escogen para
envolver sus cuerpos tensos, para que estos se relajen al dormirse, como si estuvieran
en brazos de sus lejanas madres? Acércate un poco más a mí. Acércate, déjame
acariciar la punta de tu vestido y escucha.
El lino es hijo de los cuatro elementos y también de los cuatro puntos cardinales.
Desde el mar Báltico hasta el Mediterráneo, es el más antiguo y noble de los tejidos.
De la tierra, su semilla extrae la fuerza. Brota en mayo y su planta se cosecha en
julio. Su flor, efímera, es azul, aunque pocas horas después de florecer, los campos
tienen un reflejo como dorado. Pasadas cinco semanas desde la floración, la planta es
cortada por el tallo, como el trigo. Los granos se utilizan como pienso para los
animales y para obtener aceites y grasas vegetales. ¿Has visto? Todo son cualidades.
Después de la tierra viene el agua, en la que se dejan en remojo los tallos hasta
que, al hincharse, se convierten en un entramado de fibras que, al cabo de siete
semanas, dejan en el agua una tintura parecida a la del sol poniente. Luego se dejan
secar al sol para poder separar el líber de las fibras de yute y de la corteza. Después
de secarse y de adoptar un tono que oscila entre el rojizo y el gris azulado, se bate y
se trilla hasta extraer el hilo de fibra.
Quien hace sufrir, Shamsa, acaba sufriendo, así que no me tortures más. Trátame
con la misma dulzura que a un hilo a punto de romperse, un hilo tan delicado que el
simple contacto con la luz del sol mancilla su blancura. Por eso, para que siempre
permanezca puro y no amarillee, el lino se hilaba en lugares húmedos, como sótanos
o bodegas, transmitiendo su palidez a los dedos finos de las hilanderas, en una
penumbra u oscuridad permanentes. La blancura de las hilanderas solo se podía
igualar a la de los hombros de la emperatriz española Eugenia de Montijo, que fue la
primera en utilizar la mantilla calada de chantillí en lino negro en lugar del lino
blanco habitual. Aquella astuta mujer prefirió que no se comparara la blancura de sus
hombros con la blancura de aquel lino trabajado en los sótanos húmedos y macerado
primero en potasa en Rusia y Polonia, luego en las aguas depuradas de Haarlem, en

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Holanda. Para que no ganara el blanco del lino, lo volvió negro. Así consiguió que
sus hombros parecieran de un blanco todavía más intenso, más luminoso, hasta el
punto de convertirse en toda una leyenda. Otras anécdotas refieren que la envidiosa
reina Maria de Médicis, quien nunca quiso someterse a la blancura del lino, durmió
hasta el último día de su vida envuelta en un camisón de lino blanco, asegurando al
rey que su piel era más blanca y haciendo de los camisones de lino un lujo que
ninguna fibra había conocido.
El lino es noble y humilde al mismo tiempo, Shamsa. Se parece mucho a ti. Deja
tu ishlig en torno a tu cuerpo, no te lo quites. Solo quiero mirarte y hablar. ¿Sabías
que los kurdos fueron los primeros de toda la región en tejer el yute? Sí, tu pueblo.
Plinio el Viejo ya decía que el acto de tejer el lino era un honor incluso para los
hombres, pues este había superado a la lana. Los beréberes se convirtieron en los
únicos nómadas de la tierra, mientras que en todas partes los agricultores iban
fundando ciudades. Allí el lino fue utilizado también como mortaja, envolviendo
eternamente los cuerpos de los muertos acostados en sus tumbas, cuando hasta
entonces estos siempre habían sido amortajados con pieles curtidas y enterrados en
posición fetal. Así es, aunque luego siguierais siendo pastores a quienes se prohibía la
entrada a las ciudades.
Vuestro lino provenía originariamente de Persia, según me contó mi padre.
Primero entró en Egipto y de allí Pitágoras lo llevó a Grecia. El sabio Confucio, que
se deleitaba leyendo los poemas de su libro preferido, el Shi King o libro de las odas,
cantaba, al igual que los versos de esta obra, los elogios del ramio, que es el largo
yute de Siam.
No te avergüences de la desnudez que se adivina detrás del lino, pues este te
recubre y te protege. Pero no escuches el deseo en mis palabras, escucha solo mis
historias. Así tu piel podrá oír el lino del que hablo, y tu silenciosa boca y tus
magníficos ojos podrán venir a mi encuentro.
Hace cinco mil años los faraones —a quienes Isis había enseñado el arte de tejer
el lino, razón por la que en las ofrendas siempre le entregaban unas figuritas que
representaban a la diosa Hathor, cuyo pelo estaba hecho con fibra de yute— tejían el
lino para hacer las velas de las barcas que surcaban el Nilo. Las velas de la vida. En
Egipto, los tejedores son coptos, según contó mi abuelo a mi padre, y su patrón era
san Marcos, quien evangelizó al pueblo de Egipto. Los coptos tenían miedo de que
Alejandría estallara y fueran convertidos en esclavos para la industria imperial. Como
no seguían a la Iglesia ortodoxa ni querían someterse a ella, se instalaron en los
confines olvidados de la tierra egipcia, y allí encontraron en el arte de tejer —hilado,
trenzado y pulido— su independencia y una forma de resistencia pacífica que se
reforzó cuando escalaron las montañas del alto Egipto, como antaño hicieron sus
patrones san Antonio y san Bakhum. Era tanto su empeño y maestría, que el lino que
producían era extremadamente fino y sus hilos incomparablemente flexibles. A veces,

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podían incluso bordearlo con lana para hacerlo más pesado y para decorarlo al mismo
tiempo.
¿No fue Ezequiel quien dijo: Que sea el fino y trabajado lino de Egipto quien te
cubra y te vista?
Los árabes llegaron a los talleres de los coptos, de Damieta hasta el delta del Nilo,
y de allí sacaron el lino de excelente calidad tejido por aquellos y conocido con el
nombre de pokalemon. Este lino se estampaba con colores de una extraordinaria
belleza que podían variar de tono según la temperatura que hiciera o la hora del día
en que se llevaran, y que a menudo estaban destinados a los califas fatimíes. Fue
también con lino con lo que los mismos coptos fabricaron, casi por obligación, lo que
más tarde vino a llamarse camisa, y que era lo que los soldados franceses llevaban
bajo sus armaduras de metal mientras se asaban al sol del delta del Nilo. ¿Acaso los
expertos no han encontrado hasta ciento ocho hilos mixtos en un solo centímetro de
lino de la época de los faraones? ¿Acaso los coptos no copiaron de ellos la técnica de
empolvar los hilos con una harina obtenida con determinados granos, para
almidonarlo y hacer resaltar su trama?
Como tú, Shamsa, el lino es noble, altivo y arrogante al mismo tiempo. Como tu
cuerpo, entregado sin reservas pero inalcanzable en su magnificencia.
¿No fue el mismísimo rey de Francia quien, a finales del siglo XIV, liberó a uno de
sus aliados francos hecho prisionero por el ejército de un sultán turco al regalar a este
último un paño de lino de la célebre ciudad francesa de Reims? ¿Acaso no fue ese
mismo rey el que dijo que no temía por la gente de Flandes mientras poseyeran
campos en los que cultivar el lino, dedos con los que hilvanarlo y brazos con los que
tejerlo, y mientras no fueran amputados los pulgares de las hilanderas? Hasta finales
del siglo pasado el lino seguiría siendo la tentación de las reinas y el pan de las
hilanderas. Luego llegó el algodón, traído por las revoluciones de finales de siglo, un
algodón cuyo precio había rebajado el comercio de esclavos negros. Los intercambios
internacionales, especialmente con América, llevarían a refortalecer la planta de
algodón con abonos e insecticidas que destruyen la tierra.
Calados y canalés, tules y guipur… Y sin embargo el encaje hecho con hilo de
lino siguió protagonizando los sueños de Eugenia de Montijo hasta principios de
nuestro siglo. Solo que las máquinas de ahora son demasiado rápidas y violentas para
el alma frágil del lino, que no lo ha resistido.
Tu camisón de lino es muy caro, Shamsa; conviene perfectamente a tus hombros.
Pero estos encajes, ¿sabías que llegaron a ti desde lo más profundo de las tumbas
del Antiguo Egipto? El primer jeroglífico representaba un hilo sobre otro, la primera
tablilla con caracteres escritos habla de las mangas de un vestido, y la cuestión del
efecto del aire sobre el lino solo se resolvería definitivamente en Venecia. Entonces
nacería el encaje. Pero esto ya te lo contaré otro día, cuando llegue su hora y la tuya.
¿Te ha gustado la historia del lino, Shamsa? Ahora ya sabes lo que vistes, tu
cuerpo lo sabe y avanza con él. Avanza en el conocimiento que hemos iniciado juntos

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y que podemos continuar juntos siempre que tú lo desees. Este será nuestro secreto,
nuestro y de nadie más, y caminaremos por él mientras tú quieras.
Es caro, hermoso y te sienta muy bien este camisón de lino, Shamsa. ¿Por qué no
le desatas el lazo del cuello y apartas las cintas de satén de tu cuello de alabastro?
¿Quién ha teñido tu largo pelo rubio para darle ese color de fuego?
No, no me ofrezcas tus pechos enteros de una sola vez.

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¿Toda esta extensión es mía? ¿Toda esta ciudad de corazón fortificado es mía?
Yo soy… su único rey. Soberano de todo lo que está encima de la tierra y debajo
de ella. Inexpugnable como ningún otro monarca se ha sentido jamás. Hago realidad
todos mis deseos: construyo, destruyo, erijo y abato, y cuando quiero vuelvo a mi
palacio para escoger entre todas mis telas a la amante que más me apetezca, cándida
y generosa, lasciva o depravada, soñadora y holgazana, rica e ignorante, amable y
justa, distraída e indiferente…
Todo este universo es mío, padre, digo en voz alta antes de ponerme a cantar y
dejando que mis pies corran en la dirección que más les guste.
Con mi fardo y mi pesado bastón soy consciente de que me he vuelto algo así
como un profeta que camina a su guisa en busca del amor, de los descubrimientos, de
la sabiduría de los días y de las noches, una sabiduría que obtengo sin miedo después
de establecer mi reino sobre estas tierras… durante mucho tiempo.
Después de haber pasado días enteros enrollado en una crisálida de lino, bebiendo
infusiones de malva y savia, me repuse de la fiebre que me afectaba y aquella misma
mañana decidí volver a los pequeños callejones del zoco paralelos a la plaza de los
Mártires. Me prometí que esta vez no me perdería: iría dejando señales a mi paso y
pondría nuevos nombres a las calles y a las distintas partes del mercado que no
reconociera. Me recrearía un nuevo mapa mental de los lugares que habían cambiado
mucho o que habían perdido sus antiguas señas de identidad.
Entré por el lado del zoco de los orfebres, donde en otra ocasión había recogido
algunas piedras con las que había construido un muro bajo alrededor de mi jardín
para protegerlo de las aguas torrenciales, que ya lo habían arrasado una vez en
invierno. Pronto reconocí lo que quedaba de la perfumería Dabbús. Allí encontré una
verdadera fortuna. Me dije que no lo dejaría para la vuelta porque quizá al volver
tomaría otro camino. Deshice el nudo de mi fardo y lo puse en el suelo mientras me
reía a grandes carcajadas y aplaudía.
Algunas semillas de plantas y flores habían conseguido perforar sus pequeñas
vainas y habían brotado en las piedras pómez formando parterres de incomparable
belleza. Me puse a arrancar las raíces y a ordenarlas sobre mi fardo abierto,
jurándome que aquel hermoso verano haría de mi jardín y del banco situado a la
entrada de mi casa un verdadero paraíso. Después de levantar algunos escombros,
encontré una garrafa de cristal llena de aceite de oliva. La abrí a toda prisa y me puse
a beber de ella, relamiéndome los labios y haciendo chasquear la lengua contra el
paladar. Me dije que a partir de ese momento ya podría tener luz por la noche, pero
luego pensé apenado que me sería imposible encontrar cerillas para encender la
mecha del quinqué. Mi decepción desapareció, sin embargo, muy rápidamente al

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encontrar en la espaciosa entrada de la tienda pequeños rebrotes de maíz que habían
germinado en unas cañerías rotas y que seguramente ya habían florecido durante la
temporada anterior. Cuando me puse a arrancar los pequeños retoños me di cuenta de
que había muchos y enseguida pensé que bastarían para construir una franja delante
del jardín y del banco de piedra, e incluso para trazar los dos lados de un camino que
uniera mi casa con el mar, desviándolo ligeramente al pasar por delante de la
mezquita de Mayidiyye.
Me prometí volver a la perfumería Dabbús.
Me cargué el fardo a la espalda y me puse a azotar con mi bastón las hierbas
amarillentas para dejar señales visibles de los lugares por los que había pasado.
Llegué a la plaza en la que me había protegido de los perros —o lo que en mi delirio
me parecieron perros— y la llamé la «plaza de los perros», y luego continué hasta el
mercado de los Alfayates. Lo reconocí al llegar a la iglesia de los griegos católicos y
supuse que entonces me encontraba delante de la plaza de la Estrella. Al levantar la
cabeza atisbé la parte superior del reloj de la plaza del Parlamento, cuyo interior
mostraba, sobre la columna de piedra, sus entrañas oxidadas. Salí a la calle de
Maarad con la idea de bajar hasta la calle Weygand, y de allí volver a casa para
plantar los rebrotes de maíz antes de que estos se marchitaran. Sin embargo, al final
cambié de opinión y me dirigí hacia la mezquita del emir al-Mundhir, diciéndome
que seguramente de allí iría a parar a la esquina de la mezquita de Uzai, lo cual me
permitiría tomar un nuevo camino que me llevara hacia nuevos hallazgos.
Detrás del Congreso de Diputados, y antes del cruce con la calle Riad Solh,
distinguí un matorral de cañas. Me fui hacia él y me encontré con un estanque de
agua limpia al que alimentaba una pequeña fuente, de la cual bebí hasta saciarme. Me
descargué el fardo de la espalda y lo rocié con agua para que las raíces de los rebrotes
y acodos que llevaba se mantuvieran frescas y vivas. En el borde del estanque me
puse a lavarme las manos y la cara con «hierba de la botellita», que era como llamaba
mi tía al berro de agua, hierba que primero metía en un pequeño frasco y luego
agitaba hasta que, según ella, brillaba, a pesar de los comentarios sarcásticos de mi
madre. Entonces se me ocurrió bañarme entero dentro del estanque antes de que se
me enfriara el cuerpo, pues ya llevaba un rato sentado descansando. Estaba a punto
de meterme en el agua cuando de pronto vi un hueso blanco y largo. Me acerqué a él
y me puse a darle vueltas con el pie, presintiendo lo peor. No tardé mucho en darme
cuenta de que se trataba de un fémur humano.
No cabe ninguna duda, me repetía mientras me ataba el fardo a la cintura. No
cabe ninguna duda, me decía mientras apretaba el paso y luego me ponía a correr en
dirección al mercado de Sursuq. Una vez allí me arrepentí profundamente y me
maldije a mí mismo y a ese funesto día por no haber corrido hacia Uzai y luego hasta
mi casa como había previsto. ¿Qué es lo que me había hecho huir en sentido contrario
de la zona que mejor conocía y en la que sabía que iba a estar a salvo? ¿Fue el miedo

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de desconocer el tramo de camino que me quedaba por recorrer desde el lugar en el
que me encontraba?
Ya no podía volver sobre mis pasos en dirección a la plaza de los perros: aquel
hueso humano era una prueba concluyente de que lo que vi aquella noche no fue fruto
de la imaginación o del delirio.
Entonces oí un ladrido lejano. Corrí hasta la brecha del suelo por la que salí tras
caer en el agujero de la iglesia de San Jorge. Me apoyé en mi bastón y salté.
Esta vez no me dejaré el fardo, me dije aliviado, pues estaba convencido de que
los perros no podrían alcanzarme hasta allí. Pensé que solo tenía que volver por los
corredores hasta las escaleras de piedra para llegar a la niña de la tinaja. Desde allí
caminaría a tientas hasta la cripta de la iglesia, de la que esta vez podría salir
apoyándome en el bastón. Luego iría a parar al descampado que conocía bien y en el
que nunca había visto un solo perro, bajaría por delante de la tienda de cafés Azar,
bordearía la plaza de los Mártires hasta el Rívoli, tomaría la calle Foch y luego el
mar, el mar hasta llegar a casa.
Me puse a cavilar cómo era posible que no hubiera prestado atención a sus
ladridos en todo aquel tiempo. ¿Cómo había podido no oírlos? ¿Cómo no me habían
olido antes, yo que siempre estaba yendo y viniendo de un lugar a otro? Quizá pensé
que aquellos ladridos procedían del otro lado de las barricadas, fuera de los límites
del centro de la ciudad. Quizá solo se mueven en un espacio concreto, en una zona
delimitada de la que no salen nunca. Pero entonces, ¿de dónde había salido aquel
hueso humano? ¿Era el mismo hombre que devoraron aquella fatídica noche o era
otro? ¿Fueron ellos quienes lo mataron para comérselo o habían arrastrado su cadáver
desde algún punto impreciso de la franja de delimitación?
Dios mío, Dios mío, repetía en voz alta. El eco de mis palabras resonaba en el aire
frío y seco de la cripta. Dios mío, san Jorge, madre, iba repitiendo mientras avanzaba
a tientas, tanteando con mi bastón las paredes y el suelo.
Caminé una distancia más larga de lo que suponía que me separaba de la niña de
la tinaja. De repente me di cuenta de que el lugar por el que iba tanteando ahora no
era la misma galería. Entonces choqué con una pared de tierra arenosa y me puse a
buscar una salida antes de dar marcha atrás. Había un hueco de aproximadamente la
talla de mi cuerpo o un poco mayor. Vacilé unos instantes antes de tenderme en el
suelo para escurrirme por él, luego decidí avanzar muy despacio para evitar caer en
un gran agujero del que no pudiera salir. La inclinación de aquel estrecho corredor era
descendente. No importa, me dije, tengo el control de la situación y puedo volver por
donde he venido cuando quiera. Al cabo de unos minutos, me encontré en lo que
parecía una pequeña cámara. No estaba totalmente a oscuras o quizá era que mis ojos
ya se habían acostumbrado a la oscuridad, como los topos. No, no del todo. Lo supe
por la densidad del aire y por el eco de los sonidos que yo mismo producía. Y
también porque, como el cerebro no soporta acostumbrarse a una oscuridad total, o
permanecer en ella durante mucho rato, inventa y percibe todo tipo de imágenes.

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Así es como la vi. Era una cámara, rodeada por lo que se diría que era un muro de
mármol blanco, decorada con sarcófagos de distintas tallas. Tanteé el muro y caminé
a su lado apoyándome en él hasta llegar a otra sala muy parecida, aunque a un nivel
más bajo. Los sonidos que iba produciendo, o acaso fuera mi intuición, me llevaron a
interpretar que allí no había sarcófagos, sino una especie de formas erigidas, tal vez
estatuas u obeliscos plantados en la dura tierra.
Me puse a caminar, guiado por la magia de aquella oscuridad absoluta, por
aquello que veía sin ver, lo que veía con la luz de las fantasías de mi cerebro o con
una luz real procedente del otro mundo, del mundo de más arriba, de alguna forma
que yo ignoraba. Fui avanzando hechizado por el recuerdo de lo que mi abuelo había
dicho a mi padre. Una ciudad que no avanza en el tiempo sino que crece y se acumula
en el espacio, y que se hunde en las profundidades de la tierra a medida que se erigen
sus edificios.
¿Cuántas ciudades hay bajo la ciudad? Padre, abuelo, ¿cuántas ciudades quedan
para el olvido?
¿Estoy bajando por sus estratos inferiores, o me estoy adentrando, sumergiendo
en los estratos de mi delirio? Abuelo, de quien heredé la inutilidad de la sabiduría, ¿te
enamoraste de las telas porque ya no estarán aquí cuando los arqueólogos busquen las
huellas de nuestro pasado extinguido? ¿Será porque el tejido no es ni cerámica ni
hueso ni metal ni piedra, sino simplemente un poco de carbono y polvo, un polvo
parecido al que dejarán nuestros corazones? ¿O acaso porque su trama acaba siendo
tan fina como la vida de las ciudades tan parecidas a esta, aunque no deje, como
aquellas, ninguna huella en los sedimentos de la tierra y en la acumulación de estratos
para cuando traten de encontrarlas los arqueólogos? Pero da lo mismo, abuelo. Dios
nos ha dotado de una visión limitada de las cosas, a veces incluso de una obcecación
total.
Estaba maravillado de que el terror no hubiera vuelto a hostigarme. No tenía
miedo de continuar avanzando, de adentrarme en aquel lugar. Me desaté el fardo de la
espalda, que la humedad de la tela mojada había dejado helada, y me lo colgué al
hombro. Recordé los perros pero me olvidé de que huía de ellos. Ya no me
preocupaban.
Me senté allí mismo para descansar de aquella penosa marcha a través de la
espesa oscuridad del túnel. Cerré los ojos y sentí subirme a la cabeza un
entumecimiento intenso. Me recosté, me puse un brazo bajo la cabeza y me abandoné
a un sueño profundo.
Al despertar, el hambre me roía el estómago. Bebí un trago de aceite de oliva y
luego cerré la garrafa con sumo cuidado, decidido a no deshacerme del botín
conseguido aquel día pasara lo que pasara. Introduje una de las puntas del fardo por
el asa de la garrafa para poder transportarla mejor, luego me lo até con fuerza
alrededor del cuerpo, como una faja, y me puse de pie. Debo salir de aquí ahora

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mismo, me dije. Tengo que volver a casa antes de que anochezca, pues no sé durante
cuánto tiempo he estado dormido.
Empecé a andar con cautela, tendiendo los dos brazos a ambos lados para tantear
la pared. Caminé en sentido circular durante unos cuantos pasos antes de darme
cuenta de que mis pies volvían a descender. ¡Oh, no!, me dije, sigo bajando hacia las
profundidades de la tierra. Tengo que cambiar de dirección, encontrar un camino que
suba hasta la salida. Di media vuelta para avanzar en sentido opuesto, pero la pared
parecía bloqueada. No es posible, me dije, tengo que encontrar la brecha por la que
entré. Me pregunté si al quedarme dormido no habría olvidado o confundido el
sentido de la marcha. Decidí dejar de dar vueltas en redondo inútilmente y utilizar el
sentido común. De repente, oí unas voces a lo lejos. Voces humanas. ¿O acaso no lo
eran?
De todos modos yo debía continuar andando, dirigiéndome a mi pesar hacia el
origen de aquella agitación, atraído por unas voces humanas que ya no parecían tan
lejanas y que me infundían un intenso terror. Debo dirigirme a ellas para encontrar la
salida, pensé, pero no saldré enseguida. Me quedaré escondido cerca de la superficie
y una vez allí ya decidiré qué debo hacer.
El camino hasta el lugar de donde provenían las voces resultó bastante fácil. O
quizá esto fuera gracias al estado de acecho en el que se encontraba mi sistema
nervioso y a la atención que prestaban mis oídos.
Supe que me estaba acercando porque la temperatura del aire había aumentado y
este circulaba mejor allá por donde pasaba. Mis ojos no tardaron en percibir una débil
fuente de luz que se reflejaba en la parte inferior de las paredes situadas un poco más
lejos, enfrente de mí. Me puse a andar deprisa abriendo la boca para que mi acelerada
respiración nasal no me provocara dolor en los oídos.
Me detuve para poder escuchar. Clavado en el suelo, inmóvil como una piedra,
oía perfectamente el murmullo de las olas al romper en la arena. ¿Estaba cerca de la
playa? No, me dije luego, debe de ser el viento, que arrastra hasta aquí el estallido
violento de las olas. Eso no significa que esté cerca del mar, pero sí es indicio de que
hoy el mar está agitado y que el viento sopla con fuerza, aunque todavía estamos en
verano.
Luego oí un zumbido muy fuerte que sacudió la tierra encima de mí e hizo caer
arena sobre mi cabeza. No me moví. Me quedé paralizado, quieto en mi sitio, de
nuevo como una piedra. Nunca había oído un zumbido como aquel. Nunca había oído
un zumbido tan extraño como aquel. ¿Acaso había caminado bajo tierra hasta más
allá de las líneas fronterizas? ¿Me había adentrado sin saberlo en la zona de
combates?
El lugar de donde provenían la luz y las voces se hallaba ahora en algún punto no
muy lejano encima de mí. Las vibraciones de la tierra se desplazaban siguiendo la
dirección del zumbido. Aquello debía de ser un tanque o un carro blindado, lo que
significaba que me hallaba fuera de mi zona. Tenía que dar media vuelta y volver

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sobre mis pasos sin perder un segundo, un solo segundo, antes de que los humanos de
ahí arriba descubrieran la brecha que se abría no muy lejos de mí y el espacio que se
extendía bajo el suelo.
Inmóvil, quieto como una piedra. Bajo la cercana brecha, un gran obús.
Durmiendo de lado, como un delfín muerto. Entero, liso e hinchado. Con un poco de
tierra encima. Con tierra encima y con aquel zumbido retumbando en la superficie.
¿Cuánto tiempo había pasado? El sol todavía no se había puesto. El zumbido cesó
tras alejarse. Ningún derribo podrá caer ahora sobre el obús y este no explotará.
Luego oí las voces. Alboroto. Voces humanas y alboroto entrecortado de las
máquinas. Voces humanas metálicas. Segmentadas por vibraciones e interferencias.
Palabras ininteligibles.
Laazazel. Lehesha er. Lehesha er. Kes ejta.
¿Era de nuevo la fiebre? ¿Era la fiebre la que aporreaba mi cabeza cada vez que el
miedo me corría por el cuerpo?
Zeberot. Zeherot. Lolazoz. Lolazoz. Mokshim. Ben Zena Lehesha er.
¿Qué era lo que estaba oyendo? ¿Qué lengua era aquella? ¿Quiénes eran los que
hablaban allí arriba? ¿Qué clase de demonios eran? ¿Qué distancia había recorrido
bajo tierra para llegar a otro país? ¿Qué pueblo habitaba ahora el país que se extendía
al otro lado de las fronteras del centro de la ciudad, haciendo circular por él aquellos
ensordecedores carros blindados?
Inmóvil, quieto como una piedra hasta que se alejaron definitivamente y
desaparecieron sus voces, su zumbido y su alboroto metálico.
No saldré de aquí. No me tientan ni la luz ni el silencio absoluto que me devuelve
el murmullo monótono de las olas al romperse.
Cerré los ojos con fuerza. Permanecí así durante muchos minutos hasta que pude
retomar la marcha en medio de la oscuridad. Volvía sobre mis pasos tanteando las
paredes y pensando en las extrañas voces humanas que había oído cuando de repente
me di cuenta de que había tomado un camino que no era el que poco antes me había
conducido hasta las proximidades de una playa cuyas olas al romperse producían un
rumor distinto al que yo oía desde mi casa cuando amainaban las guerras de la tierra
de las guerras.
Mientras me agachaba para meterme por debajo de una de las brechas de la pared
me dije que tal vez no estaba perdido del todo. Entonces me llegó un débil reflejo de
luz que me condujo hasta la galería en la que se encontraba la niña de la tinaja. Bien,
me dije, saldré por la iglesia de San Jorge cuando haya descansado un poco.
Me descargué el fardo de la espalda y me tranquilicé al comprobar que la tela
seguía húmeda. Me senté delante de la niña respirando profundamente.
¿Por qué, cuando observaba la cara de aquella niña, me sentía tan reconfortado y
desaparecían todas mis angustias, todos mis miedos? Mi respiración fue volviéndose
más regular, mis músculos se relajaron y empecé a sentir un leve y agradable sopor.

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Al mirarla esta vez, me pareció haber calculado mal su edad. No era una niña. Era
una mujer joven. Una mujer que hubiera crecido en mi ausencia. Como si en mi
ausencia se hubiera replegado en su pequeño cuerpo para que mis ojos pudieran verla
de una sola vez, con las piernas cruzadas delante de mí. Para mí. Como si hubiera
caminado, en la oscuridad de su tierna edad, hacia la luz de la edad adulta para
redescubrirse, arrebatando al tiempo su brevedad, su concisión en las tallas y en los
cuerpos.
También el tiempo. En el corto lapso que separaba mi primera visita de esta, la
savia del tiempo, su esencia, habían corrido por ella para luego recobrar, como a
través de mis ojos, su piel fresca.
La miro. Respiro profundamente, pero el deseo me golpea el corazón como un
gran tambor, la sangre bombea en mis sienes, haciéndome escuchar su violento latir
en medio de este profundo silencio.
Veo a Shamsa. Veo a Shamsa convertida en mujer madura. Shamsa, la mujer que
al madurar abandona el lino.

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10

Has crecido, Shamsa. Creces más rápido de lo que mis manos pueden abarcar, de lo
que mis dedos pueden acariciar. Deja el lino, Shamsa, y ven ahora al terciopelo.
Shamsa se ríe mientras deshace sus trenzas rojizas, sin avergonzarse ahora del
cuerpo exuberante que antes la intimidaba.
Su carne blanca rebosaba en mis manos, en mis brazos. Crecía y tomaba cuerpo
como la masa del pan, sus muslos exhalaban un olor a vainilla, sus nalgas, un sabor a
galleta crujiente, haciendo correr mi saliva como un destilado de agua de rosas.
Estoy gorda.
No, tú no estás gorda. Tú eres todo opulencia y exuberancia. Generosa como la
gracia divina cuando el cielo así lo quiere.
Shamsa se ríe haciendo tintinear sus pulseras de oro y mi corazón tintinea con
ellas. Llueven tintineos y harina blanca sobre las llanuras de su vientre níveo.
Tu piel, Shamsa, es ceniza blanca sobre brasas rosas. Bien tersa para que vea,
para que entrevea, para que mi aliento no perturbe el terciopelo de ceniza ni apague la
brasa latente que espera ansiosa el contacto de mi piel. De mi mano siempre fría. De
mi boca ávida, sedienta, jadeante. Siempre.
Estoy gorda, dice Shamsa, porque no tengo país. Es como si mi cuerpo creciera
para quedar firmemente anclado al suelo, con todo su peso. Así puedo sentir mejor la
tierra bajo mis pies. Anduvimos tanto cuando dejamos nuestra tierra natal que al final
parecía que más que andar volara. Engordo para asentarme, para sentir que tengo una
patria. Para tener más volumen, para ocupar más espacio. Para establecerme en una
pequeña espesura y tener mi propio hogar.
Shamsa abandonó su lino cuando abandonó el pudor de su cuerpo desnudo, de la
desnudez de sus gestos bajo la luz de mis ojos. Shamsa abandonó su pudor cuando
empezó a aprender qué era el terciopelo. Le contaba historias en nuestra casa durante
todo el día, hasta que anochecía y ella debía volver con su familia para dormir, con
ellos. Pero también aprendió muchas cosas en medio de las luces y sombras de la
noche, cuando los enfrentamientos se intensificaban y se hacía más fácil justificar
ante sus padres el que pudiera quedarse a dormir en casa, a pesar de la escasa
distancia que nos separaba de ellos.
Pero yo empecé a hablar a Shamsa del terciopelo antes de que estallara la guerra.
Le traje de la tienda las telas de terciopelo más hermosas que teníamos. Grandes
trozos de tela aterciopelada que no le mostraba de una sola vez. Con cada historia,
con cada lección, le enseñaba una, para que alcanzara conmigo el éxtasis, igual que el
discípulo de un maestro sufí, ejercitando su placer mediante el conocimiento, la
revelación, el descubrimiento. Poco a poco fue ascendiendo en la educación de sus
sentidos, también en el aprendizaje de las palabras. Aprendió a expresar sus deseos en

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voz alta, a exigir obediencia y sumisión. Me enseñó cómo ponerme al servicio de sus
sentidos y a seguir el camino adecuado en su cuerpo. Así es como ella también fue
abriendo las puertas de su memoria y contándome quién era, cómo eran su pueblo, su
familia y la tierra que había dejado atrás.
Mi padre era un hombre entrado en años cuando cruzó el río, me dijo Shamsa.
A lomos de una mula exhausta que pateaba las rocas de aquel camino escarpado,
le dijo a mi madre que no. Lo que estás viendo es una ilusión. Una ilusión causada
por la neblina de invierno y las nubes bajas. La tierra a la que nos dirigimos siempre
está verde. Todavía estamos fuera de sus clementes fronteras.
Mi padre había dejado con gran resentimiento los altos de Jarbut y su tribu, los
hakkari, la cual había perdido toda protección desde la época de mi abuelo y había
terminado pareciéndose a los gamiri —los habitantes de las llanuras—, a los que
nosotros llamábamos los huérfanos o las vacas muertas, y que eran nuestros siervos,
nuestros it, no pastores libres como nosotros.
Mi padre se negó a que los turcos lo nombraran jefe de la tribu y a pagar el yark
por el Kabshur, es decir, los impuestos sobre el ganado, y rechazó la oferta de
trabajar como ulam o como bigar para el Estado. También se negó a realizar la sujra,
o trabajo no retribuido, y el dis kirazi. No, dijo, nosotros no daremos cobijo ni
alimentaremos por obligación a los soldados que están de paso ni tampoco
obedeceremos a sus caudillos.
Mi abuelo, que quería a mi padre más que a ningún otro de sus muchos hijos, le
contaba a menudo cómo el emir Amin Badirján, Sherif Pacha, Abdulkader
Shamdinán y él mismo fueron los primeros en fundar un periódico, al que llamaron
Kurdistán, y una escuela. El periódico cambió muchas veces de nombre después de
pasar a la clandestinidad, hasta que terminó por llamarse Hatawi Kurd, es decir, «el
sol kurdo». Eso es lo que me contó mi madre, que a su vez lo escuchó de mi padre y
de mi abuelo el maestro sufí, y que fue ratificado por mi primo el estudiante. Luego
estalló la guerra y cuando los turcos entraron en combate, mi abuelo y sus camaradas
reivindicaron la independencia. En respuesta, los turcos los exterminaron a todos. Los
que sobrevivieron, huyeron lejos cuando Mustafa Kemal Ataturk ocupó
Constantinopla. Entonces empezaron a organizar reuniones clandestinas para hacer
pública su exigencia de independencia, y recibieron las promesas de un coronel de los
servicios secretos británicos. Se llamaba coronel Bill. Pero era un mentiroso. Desde el
tratado de París con los armenios hasta el de Lausana, los turcos y los ingleses se han
estado riendo de nosotros hasta acabar aquí donde nos ves. He memorizado todo esto
y muchas otras cosas.
Nosotros no somos siervos de nadie, decía Hatawi. Entonces yo le besaba los
dedos de los pies. Pero a mi abuelo no le gustaban las guerras, ni las matanzas.
Cuando el honorable revolucionario Said al-Birani vino a verlo a su rimal —su gran
tienda— para proponerle a él y a toda su tribu que se unieran a la causa, mi abuelo se
negó. No le gustaron las condiciones. Dijo que el sheij al-Birani era un atolondrado,

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que tenía sed de venganza y de muerte, y que en sus ojos había una oscura crueldad.
En otra ocasión, cuando al-Agri Day vino a ver a mi abuelo en el mismo rimal, cinco
años después del ofrecimiento de al-Birani, para hacerle una propuesta similar, mi
abuelo se tomó el tiempo de responder. Todas las grandes tribus estaban reunidas en
el consejo. Hablaron mucho y bebieron té. Salieron, orinaron en un matorral cercano,
volvieron a hablar. Cenaron cabizbajos y luego pusieron delante de mi abuelo, como
mandaba la costumbre, un par de zapatos para pedirle que diera una respuesta
definitiva. Se los puso y abandonó el consejo en dirección a la tienda de su bir, la
rama de la tribu a la que pertenecía. Les dijo pocas palabras y los hombres asintieron
con la cabeza. A ellos no les gustaban las guerras sucias, aquellas en las que se intuía
el katchi, la venganza. Aquella noche, mi abuelo se durmió, apenado, sobre el regazo
de su mujer.
Todo esto fue antes de la revuelta de Darsim, cuando los turcos ahorcaron a todos
los jefes de las tribus kurdas. Pero para entonces nosotros ya estábamos lejos, en otras
llanuras y en otros cerros por los que caminaba mi padre y los que le habían seguido,
hombres, mujeres y niños, antes de que terminara el período de sin, de luto por su
padre. Lo había enterrado en el Goristán y sobre su lápida había esculpido un
pequeño agujero para que bebieran en él los pájaros y velaran por el alma del difunto.
Sobre la estela funeraria, trazó también algunos signos que conocía, porque él no
sabía escribir tan bien como para grabar unos versículos del Corán. Mi padre no sabía
leer ni escribir correctamente, a pesar de que mi abuelo había sido alumno de Abu
Muhammad Shanbaki, y uno de los discípulos de Abu Wafa al-Halawani, el primer
hombre que obtuvo el título de «corona de los maestros sufíes». Después de estudiar
en la escuela coránica de Kamirán Badirján para aprender el Corán en kurdo,
aprendió también algo de árabe. Pero su hijo —mi padre— nunca llegó a su nivel de
conocimientos por culpa de las guerras y de las revueltas.
Mi padre enterró a mi abuelo y antes de que los días de sin acabaran, nos fuimos a
otra tierra. Las mujeres llevaban a los niños y unos fardeles ligeros que contenían sus
joyas, bermirats y malwankats para proteger del mal de ojo. Nos fuimos siguiendo el
diri, nuestro destino escondido en el lejano cielo, coreando en nuestros corazones los
tristes cantos de nuestros trovadores, al ritmo lento y cadencioso de los cascos de las
mulas.
Tu padre estaba muy triste, me cuenta mi madre. Yo iba delante de todas las
mujeres y espoleé mi mula para llegar a la cabeza del grupo, cerca de su caballo. Al
ver que me aproximaba, miró a otro lado y no me dirigió la palabra. Con el corazón
encogido, no sabía qué hacer para aliviar su pena, para transmitirle mi amor. Sabía
que, cuando no me miraba, me estaba prohibido hablar, hacer el más mínimo
comentario. Así que solo me quedaba una opción. Entonces me puse a cantar para él,
a su lado, detrás de él, en voz baja:
Con mis pendientes, haré herraduras para su caballo;
Romperé mis ricas pulseras para que él las clave

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En los bellos cascos de sus bestias;
Con mis largas trenzas, le haré llevarlas riendas más bellas
Ah, corazón mío… Diles a él y a su jamelgo lo que no puedo desvelar
Tal vez se conmueva, tal vez se apiade y mire hacia aquí.

Pasamos días siguiendo el diri, cuenta mi madre, hasta que llegamos a un paraje
que nos pareció propicio para nosotros y para nuestras bestias. Vivimos allí unos años
muy felices que nos dieron más de lo que puede esperar y merece ningún pobre
siervo del Señor. En aquella tierra había agua y bienes, hierbas que nadie en nuestro
pueblo conocía y de las que ni siquiera nuestras expertas y sabias abuelas sabían el
nombre o las propiedades. Ellas nos aconsejaron prudencia y sensatez ante
determinadas especies que aquella tierra hacía crecer. Hasta que llegó el sheij Poldo.
Mi madre lo llamaba sheij Poldo y mi primo Fajro, que había estudiado en las
escuelas de Beirut, la corregía: Se llama Leopoldo Soldini, tía, lo he leído en un libro
sobre nuestro pueblo escrito por un cura francés. Mi madre sonreía entonces con aire
socarrón y le decía: ¿Y ese cura sabía su nombre mejor que él mismo? Anda ya.
Nosotros lo llamábamos sheij Poldo y él nos respondía de buena gana. Dile eso a tu
cura francés, Fajro sabelotodo, que se cree quién sabe qué porque ha estudiado en
Beirut, Fajro el chico guapo que ostenta una gran parada en el mercado de verdura y
que todavía no se ha casado…
A lo que íbamos, decía mi madre. Vino el sheij Poldo y se quedó entre nosotros
hasta hablar nuestra lengua. Nos dijo que las plantas que no conocían nuestras sabias
abuelas no las hacían crecer los duendes sino Dios Todopoderoso. El sheij Poldo nos
enseñó cómo curarnos con aquellas plantas y nosotros conservamos todo su saber
antes de que dejara nuestra tierra para morir en Zaju, lugar al que llegó cuando se
dirigía de regreso a su lejano país, en tierra de francos. En Zaju tiene hasta hoy
mismo un mausoleo que visitan enfermos llegados de todas partes y de todas las
religiones. Y muchos de ellos han sido curados gracias a la compasión de su alma
pura.
Shamsa me dijo que lo que sabía y me había transmitido a mí acerca de todas
aquellas plantas que me traía cada vez que estaba un poco enfermo, y que ella
consideraba que podían hacerme bien, lo había aprendido del sheij Poldo.
Shamsa me dijo también que era una mujer con muchos conocimientos. No soy
una ignorante, aunque no haya ido a las escuelas de Beirut. Sé cosas que tú no sabes
sobre muchos temas. Además, sigo aprendiendo y sorprendiéndote, ¿verdad?
Mi madre cuenta, decía Shamsa, que vivimos en aquel lugar durante muchos y
muchos años, más felices de lo que puede esperar o merece ningún pobre siervo del
Señor. Pero a pesar del vigor de mi padre y de la juventud de mi madre, y a pesar de
las infusiones de mandrágora de las que ya te hablaré más adelante, no conseguían
tener ningún hijo. Sin embargo mi padre no se casó con ninguna otra mujer ni le
apenaba especialmente el no poder procrear. Se sentía inmensamente feliz en aquella

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lejana tierra de cerros y altiplanos, hasta que un día vino a visitarle un sufí de la orden
Naqshabandi, que volvía de ver a su familia en las cumbres del Kurdistán turco. Y
como todos los viajeros, al caer la noche se puso a hablar mientras tomaba una taza
de té bajo la luna llena de verano.
El mollah Jáled, contó el naqshabandi, que era un humilde ermitaño de Karadag,
de la tribu de los Djaff, soñó que en un camino se encontró a un derviche con la barba
llena de piojos y cuya jornada transcurría en arrancárselos y rezar. El derviche le dijo
al mollah Jáled: Ve enseguida a una gran ciudad de la India que se llama Delhi. Tu
salvación se encuentra allí y en ninguna otra parte. El mollah Jáled se calzó sus
sandalias y se puso en marcha. En Delhi, encontró sin dificultad la escuela del sheij
Abdalá, a pesar de la extensión de la ciudad y de su gran número de habitantes. Fue
como si un ángel lo hubiera cogido por la mano y lo hubiera conducido hasta la
cofradía del sheij Abdalá, quien le transmitió las enseñanzas de la hermandad de
Naqshabandi. Le dijo: Ahora vuelve a tu país, establécete en Sulaymaniyya y enseña
a tu pueblo lo que has aprendido aquí.
El viajero naqshabandi no se fue al día siguiente ni cogió el fardo que le habían
preparado las mujeres al alba. Mi padre lo retuvo para que no partiera tan pronto y se
quedó con nosotros muchos días, durante los cuales se retiraba con mi padre a un
erial próximo al pueblo.
Cuando el naqshabandi se fue, mi padre permaneció silencioso y pensativo
durante horas, según cuenta mi madre, llevando bajo el brazo un libro que le había
dejado el sufí y que se titulaba La iluminación de los corazones. Mi padre, que no
sabía leer demasiado bien, lo abría y lo acariciaba con las manos, como un ciego,
luego lo cerraba y lo ponía debajo de su almohada.
Una tarde mi padre le dijo a mi madre que no tendrían ningún hijo si no se
marchaban de aquella tierra fértil, a pesar de todos los bienes que les había
propiciado. Pero antes de esto, él debía partir de viaje hacia Arbil para visitar la
tumba del sheij Amín el Kurdo, último sufí naqshabandi de rito shafií y autor de La
iluminación de los corazones. Este le iluminaría el corazón y podría leer el libro al
instante, sin necesidad de aprender a leer, y luego lo guiaría hacia la tierra en la que
debería instalarse para estar a salvo de las matanzas perpetradas por los soldados y
para que Dios le diera una sana progenie.
Mi padre estuvo ayunando, rezando y evitando acercarse a mi madre por la noche
hasta que partió solo a Arbil. Mi madre le cantó entre lágrimas su triste balada
mientras él ataba la silla del caballo y una pequeña alforja con víveres para el viaje.
Siguió llorando todas las noches por él en los brazos de su suegra, una andana de más
de cien años que había perdido la vista. Se me lo ha llevado el biri, madre, me lo han
robado las duendecillas de la fuente y ya no volverá más… La anciana acariciaba el
pelo de mi madre y le contaba historias fabulosas de enamorados eternamente fieles
hasta que mi madre se dormía como un niño en su regazo.

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En la temporada en que las ovejas empiezan a dar a luz a sus crías, mi padre
regresó. La única que lo reconoció a lo lejos fue mi madre. Sí, gritó, ese es su caballo,
mirad, es él, mi hombre. Se quitó los zapatos, se ató el pañuelo a la cabeza, cogió un
cazo con agua y corrió hacia él. Luego agarró las riendas del caballo, lo condujo hasta
el abrevadero situado delante de su tienda y ayudó al jinete exhausto por el largo
viaje a bajar con sumo cuidado de su montura, como si se tratara de un enfermo. Le
cogió por la cintura y luego pasó el brazo de él por encima de sus hombros para que
su cuerpo pudiera apoyarse en ella, pues parecía no poder sostenerse solo. Los
hombres se quedaron fuera, cabizbajos, mientras que las mujeres no se dieron cuenta
de la magnitud de la situación ni se precipitaron a calentar agua hasta que oyeron a
mi madre gritar desde dentro de la tienda.
Nadie preguntó a mi madre al día siguiente por qué no le había cortado el pelo a
mi padre ni le había afeitado la larga barba antes de bañarlo y ponerle ropa limpia. Lo
iban a visitar cada día pero ni tan siquiera el más anciano se atrevía al principio a
preguntarle nada. Un día, después de carraspear durante un buen rato, dijo: El
hombre, oh, sheij de nuestra tribu, no es un mara azam, no es una serpiente del cielo
que cambia, como aquel, de color y de forma. El hombre, sheij de la tribu, no es un
camaleón, pues posee la sabiduría que Dios nuestro señor le ha dado, algo que
aquellas criaturas no poseen. Su voluntad es la que decreta lo que no debemos saber,
ni tan siquiera suponer.
Tras un largo silencio, mi padre carraspeó y dijo: La voluntad de Dios es que lo
entendamos todo, que lo juzguemos todo. Si queremos, podemos abrir los ojos y ver.
Verlo todo y verle a Él a nuestro alrededor, dentro de su propia creación.
Reinó de nuevo el silencio. Los hombres oyeron el balido de las ovejas en los
pastos lejanos. Mi padre continuó: Sabed que el mundo entero no es para mí sino un
espejo. En cada átomo brillan mil soles. Si perforáis el corazón de una sola gota de
agua, veréis brotar centenares de océanos. Examinad cada grano de arena y
encontraréis cientos de seres humanos. Un pequeño insecto posee tantas patas como
un elefante y una gota de lluvia encierra todas las propiedades del pródigo Nilo. El
corazón de un grano de trigo equivale a cien cosechas y en el de un grano de maíz se
esconde todo un mundo. Cada cosa, cada objeto se encuentra integrada en el
punto-círculo del presente. Y de cada punto de ese círculo salen miles de formas.
Cada punto, en su movimiento circular, es a veces un círculo y a veces una esfera que
gira sobre sí misma. El mundo es un espejo del mundo.
El balido de las ovejas volvió a resonar en el aire de la tienda. El hombre más
anciano tosió y dijo con voz temblorosa: Nuestra ciencia es parca, sheij de la tribu, y
la tuya demasiado vasta para nuestros pobres y viejos turbantes.
Esta no es mi ciencia, respondió mi padre. Mis palabras son un reflejo de las del
bienaventurado sheij iraní Mahmud Shabastari.
Enséñanos algunas cosas más de las que aprendiste en la tierra de los sabios
sufíes, en Arbil. Quizá así Dios —ensalzado sea— se compadezca de nosotros y nos

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ampare, dijo el más anciano de la tribu. Nosotros no somos más que unos pastores y
pocos de nosotros saben leer…
Lo que he aprendido en Arbil no es a leer correctamente o a descifrar las letras.
Pero vosotros estáis aquí ante mí y no escucháis lo que os digo, a pesar de que no
estoy escribiendo nada ni os obligo a descifrar ninguna letra.
Quizá sea que solo sabemos escuchar historias y anécdotas pasadas, dijo el
hombre más anciano de la tribu. Que nuestros hijos no nos menosprecien por nuestra
cerrazón intelectual…
Escuchad entonces, dijo mi padre, algunas de las cosas que me enseñaron
aquellos sabios hombres durante mi ausencia.
Las ovejas y los carneros habían dejado de balar, dormidos en sus guaridas. Nada,
salvo el crepitar del fuego bajo la marmita de sopa, perturbaba el pesado silencio de
los hombres. Nadie oyó, en la gran tienda, el sollozo ahogado de mi madre en el
regazo de su suegra. Fue el naqshabandi, madre, quien me robó a mi hombre cuando
cruzó nuestra tierra el verano pasado. Fue ese maldito naqshabandi…
Ahora ya sabes que debemos partir, le dijo mi padre a mi madre al cabo de unos
meses. No por lo que van contando de mí los hombres de la tribu: no son más que
unos ignorantes con el corazón cerrado a los que de nada sirve mi saber. Es para ir a
aquella tierra prometida, aquella tierra bendita, donde la hierba era siempre verde,
junto al mar. Tuve la certeza, estando cerca del alma del bienaventurado sheij shafií
que iluminó mi corazón, que esta tierra nos guardaba muchas desgracias y que en ella
nunca podremos tener una sana y dichosa descendencia. También supe que aquella
tierra prometida no era un sueño o una ilusión. Solo unos pocos hombres viajarán con
nosotros a la luz de la luna llena. Cargaremos nuestros fardos y a la anciana madre
sobre una mula y arrastraremos a la mitad de nuestras cabezas de ganado. La otra
mitad la dejaremos aquí como compensación por nuestra ausencia.
Mi madre no osó contradecirle ni oponerse a él. Sabía que mi padre no soportaría
durante mucho tiempo más los comentarios que hacía de él la gente del pueblo, no
soportaría oírles decir que, con su nueva ciencia, se había vuelto un yazdi, un infiel,
un adorador del fuego y del demonio o, en el mejor de los casos, que era uno de esos
chiíes que elevaban a Alí al rango de profeta y se autoproclamaban «gentes de la
Verdad». Ellos habían seguido a su líder, Mubárak Shah Baba Jushin en su locura,
que se había extendido hasta llegar a Irak. Vivía en el pecado con una mujer con la
que no se había casado y que les acompañaba, a él y a sus seis discípulos, allá donde
iban, viviendo entre ellos y, se decía, entregándose a cada uno de ellos. Ella se
llamaba Fatma «Rama de sauce» o Bibi Fatma. Parece que era la hermana del famoso
poeta Baba Táhir al-Hamdan, quien no había logrado llevarla por el buen camino o
matarla.
Mi madre escuchaba a las mujeres chismorrear sobre todas estas cosas sin
atreverse a abrir la boca ni interrumpir el curso de las ilusiones proféticas de mi
padre. También sabía que una mujer no debía contradecir a su marido cuando este se

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encontraba en una posición de debilidad ante su tribu. ¿Cómo iba a hacerlo pues
ahora, que la propia tribu se debilitaba y dividía?
Mi madre lavó a su suegra, la cubrió como si fuera un recién nacido y dejó de
llorar. Durmió la última noche antes del viaje sobre el regazo de mi padre, contándole
historias divertidas, aquellas que sabía que le hacían reír mucho. Le cantó y le besó
las manos y la piedra incrustada en su anillo de plata hasta que mi padre se durmió,
con una sonrisa en los labios. Al amanecer, mi padre besó la mano del hombre más
anciano del pueblo y los hombros de todos los hombres y espoleó su caballo,
encabezando la pequeña caravana. No se giró ni una sola vez hacia atrás, como
tampoco mi madre, y no la miró a la cara hasta que llegaron a la tierra llana, tras la
cual cruzaron el río en dirección a la tierra prometida, aquella tierra en la que la
hierba era siempre verde, junto al mar.

Qué triste es tu historia, hermosa Hatawi. No, replicó Shamsa. Mi historia no es


triste porque yo no estoy presente en ella. Esta es la historia de mis padres. Ahora sé
que estoy en otro lugar, en una historia distinta, posterior a aquella de la que te he
hablado y cuyo final te parece tan triste. Una vez me hayas enseñado el terciopelo y
me hayas contado su historia, en la que yo soy tal y como me vieron los viajeros
francos —una esclava ignorante que se pavonea en el esplendor de terciopelo, en el
esplendor de mi piel luminosa de un deseo feroz, como la piel de los felinos salvajes
—, entonces te revelaré dónde se esconde la fuerza de mi delicadeza, la delicadeza de
mi fuerza. Cuando digo «mi terciopelo» me refiero a mi mano, al guante que esconde
una mano de hierro y que tanto se parece a mí.
Habla, hermosa Hatawi, le dije a Shamsa.
Ese no es mi nombre. Yo no soy ni Hatawi ni Shamsa. Yo soy Suriash, que
significa «el sol» en la lengua de mis ancestros, los kassitas, descendientes de los
yins, los duendes del desierto.
Yo soy Suriash, la duendecilla del desierto. Soy la nieta de una de aquellas
hermosas mujeres que el rey Salomón mandó a buscar a Occidente. Las cuatrocientas
muchachas más bellas que Dios había creado, escogidas para satisfacer la
concupiscencia real de Salomón, su soberano tedio, pues había acabado aborreciendo
su harén hasta el punto de que el simple hecho de pasar entre sus mujeres le
repugnaba. Y es que Dios lo había dotado de una sabiduría y un conocimiento que
hacían que, con una sola mirada, el rey se introducía en la mujer que tenía delante,
por lo que el deseo lo abandonaba incluso antes de que esta se desnudara en su
alcoba. De modo que estas se marchitaban y envejecían cuando en realidad todavía
estaban en plena flor de la juventud. Se encerraban en sus perfumes, que perdían su
aroma debido a la indiferencia del rey y a su obsesión por las mujeres lejanas que
llegaban a él, empaquetadas en sus sueños como ricos regalos que nunca llegan y que
nunca se desfloran.

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Cuatrocientas vírgenes, las más bellas que jamás Dios ha creado. Eran tan
hermosas que terminaron por despertar a los yins que vivían en las entrañas de la
tierra al pasar en sus caravanas por encima de ellos. Así es como se despertaron
cuatrocientos yins machos que estaban a las órdenes del demonio Dyazad, a quien
pidieron permiso para perseguir a las vírgenes que se dirigían al harén del rey
Salomón. Pero Dyazad les permitió mucho más que eso, empujado por su envidia
hacia la posición privilegiada de la que gozaba el sabio rey en la estima del Creador.
Los yins adoptaron la apariencia de unos príncipes gallardos, vestidos con las más
hermosas ropas y recitando los versos más delicados. Así hechizaron los corazones de
las vírgenes, las cuales bajaron de sus monturas y pasaron la noche entera amando a
aquellos muchachos hasta que, antes del alba, se encontraron desnudas y
abandonadas en medio del desierto.
Cuando llegaron al palacio, se presentaron ante Salomón. El sabio rey vio
entonces en su interior que no eran vírgenes. Como ya no le servían, las desterró, a
ellas y al fruto de sus entrañas, a las desiertas planicies, donde sus vientres crecieron
y dieron luz a los kurdos, los «desterrados».
Pero los kurdos no se llaman así porque el rey Salomón desterrara a sus madres,
sino porque kurd significa en persa «héroe valiente». Se dice que el origen de la
palabra, antes de su evolución a través de los años, era karg, que quiere decir «lobo»,
o quizá también una fiera salvaje, aquella cuya piel es de terciopelo… como la mía.
También te digo que fueron las mujeres kurdas las que dirigieron el ataque contra
Sargón el Acadio, que temblaba de miedo cada vez que oía la palabra «kurdo». Eso
era porque Sargón el Acadio sabía, por lo que contaban sus ancestros, que nosotros
éramos hijos de los príncipes yin. A ellos los habían criado las bravas mujeres que
permanecieron solas en la estepa antes de subir a las montañas escarpadas y de vivir
también allí cerca de los yins, de Urama hasta el monte Yudi. Allí se detuvo el arca de
Noé al final de su periplo, y cerca de ese lugar atracó, en la cima del monte Nizir, el
barco de Gilgamesh, como un sombrero de papel.
Yins o lobos o fieras salvajes: el caso es que somos impetuosos, fuertes, valerosos.
Sembramos el terror cuando alguien nos hace temer por nuestra libertad. Pero a
nosotros no nos gustan las guerras ni las matanzas. Después de que mis antepasados
kassitas atacaran a los hijos de Hammurabi, entraron pacíficamente en Babilonia y la
gobernaron durante diez siglos. Poco a poco fueron abandonando su dominio de la
ciudad y vivieron en ella como peones, como adiestradores de caballos y como
artesanos, enseñando a los obreros de los faraones muchas cosas. Vivieron
pacíficamente hasta que se olvidaron de lo que significaba luchar. Fue entonces
cuando los atacaron los asirios. Estos los destruyeron, conquistaron todas sus tierras,
saquearon todos sus bienes, los esclavizaron y raptaron a sus mujeres, hasta que entre
los kassitas surgió Sargón II, el fundador de Jorsabad. Él los salvó y caminó con ellos
hasta el Jabur, uno de los afluentes del Eúfrates. Allí, sentados en las riberas del río,
se acordaron de quiénes eran y recuperaron su fuerza y su sed de libertad. Se hicieron

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pastores, se convirtieron en grandes expertos en el uso de las armas y en el arte de la
guerra y fueron los primeros en utilizar flechas encendidas para sembrar el miedo en
los corazones de todo aquel que se acercara demasiado a ellos.
Tras la destrucción de Nínive, unos seiscientos años antes del nacimiento de
Cristo, nosotros adorábamos a los caballos, a Suriash, al profeta Mahoma y a nuestra
libertad, fuera cual fuera la tierra en la cual nos encontráramos o incluso cuando no
teníamos tierra alguna. Desde que los yins conocieron a nuestras madres cuando estas
se dirigían a la corte del rey Salomón, hasta hoy, es decir, este año 2587 del
calendario kurdo, vivimos en nuestra valentía y nuestra libertad, en nuestra soledad,
en nuestro vuelo libre por encima de las tierras que otros poseen, de las fronteras
cerradas por documentos de identidad y soldados. ¿Cómo podríamos nosotros ser
vuestros siervos, dueño y señor mío, cómo podríamos ser vuestros siervos?, preguntó
Suriash Hatawi Shamsa, iluminada por su estallido en sonoras carcajadas.
Vuélveme a contar otra vez la historia del terciopelo. Me encantaría escucharla
antes de que me lleves, o te lleve yo, a otra lección…

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11

¿Cómo describir lo que sucedió aquel día?


Mi tranquilidad se vio perturbada cuando el portaaviones que fondeaba en el sur
se puso a lanzar durante semanas sus bolas de fuego contra las montañas de enfrente.
Veloces bandadas de aviones se abalanzaban sobre ellas y luego volvían con
movimientos nerviosos. Sobre mi cabeza el cielo era como un escenario en el que se
sucedían explosiones ensordecedoras. Hasta la lluvia que caía era de color grisáceo y
ya no podía recogerla y guardarla. Más tarde, me vi incluso obligado a limpiar los
grandes recipientes, cuyo fondo había quedado completamente negro.
Aquel día era divino, sorprendentemente hermoso. ¿Sería porque llevaba mucho
tiempo encerrado en casa, sin salir más que para sentarme en el banco de piedra de la
entrada, que aquella explosión de primavera me hizo sentir una alegría incontenible?
Caminé entre las cañas y las plantas de maíz que había plantado entre mí casa y el
mar, convencido de que el portaaviones ya no estaría allí a pesar de que seguían
sucediéndose las explosiones, que se habían alejado relativamente. El mar, en toda su
extensión, estaba tranquilo, tan radiante que su azul parecía de oro. Una vasta llanura
dorada. Una llanura en la que todos los colores ardían al mismo tiempo.
Mis ojos estaban tan deslumbrados que apenas si alcanzaba a distinguir la línea
del horizonte y la franja donde comenzaba la tierra firme. Por eso, cuando vi fuego al
principio de la avenida de los Franceses, pensé que era debido a mi deslumbramiento.
Cerré los ojos y me enrollé en la cabeza la tela de mi fardo vacío. Miré de nuevo y
entonces pude comprobar que lo que estaba viendo era fuego de verdad. Volví
corriendo hasta casa, gritando de alegría como un poseso, pensando que por fin
podría encender la mecha del quinqué que había preparado desde hacía tiempo a la
espera de una casualidad que me colmaría de felicidad al ofrecerme fuego y luz.
Antes de entrar en mi calle lo vi. Allí, delante de mí, mirándome, las patas
clavadas en el suelo, inmóvil. Tieso, al acecho, el pelo blanco y corto brillando bajo
los rayos de un sol vertical e implacable. Estaba solo. No oí ningún ladrido. No vi al
resto de la manada. No había cerca de mí ningún árbol sólido y alto al que pudiera
trepar. No me puse a correr para que no me persiguiera, como me sucedió una vez
cuando era niño. También me acordé de que la visión de un hombre de pie infunde
terror en los animales salvajes y despierta su agresividad. Me agaché, me puse de
cuatro patas y empecé a retroceder poco a poco. Gateé hasta desaparecer de su campo
de visión y luego me puse a escuchar atentamente para ver si me seguía, pero no oí
nada sospechoso.
De todos modos, no me quedaba otra solución que llegar hasta donde estaba el
fuego, situado en algún lugar cercano a la avenida de los Franceses. Vacilé entre
dirigirme allí atravesando los escombros de los edificios en ruinas, de forma que

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pudiera trepar por ellos en caso de que me persiguiera, y correr paralelo al mar para
poder verlo en el descampado y evitar así que me pillara por sorpresa, aunque en este
caso estaría a la merced de sus veloces patas y de su hambrienta boca.
Al final decidí correr paralelo al mar por numerosas razones, la primera de ellas
era que necesitaba saber con precisión dónele se encontraba el fuego para poder
llegar allí lo antes posible. La segunda, que siempre podía, en el peor de los casos,
lanzarme al mar y quedarme dentro hasta que el animal se aburriera, se desesperara o
se olvidara de que yo era una criatura terrestre a la que podía devorar.
Así lo hice. Ni me siguió ni vi rastro de él. El fuego, todavía vivo, procedía del
tejado de una casa antigua del que solo quedaban ya algunos maderos transversales.
Seguramente en pocas horas se apagaría por completo, reduciéndolo todo a cenizas.
No fue fácil acceder a aquellas vigas encendidas. Me alejé un poco de la casa del
tejado en llamas y entonces encontré un trozo de madera que tal vez había volado de
la misma casa antes de arder, en el momento de la explosión. Lo acerqué a las brasas
más próximas hasta que prendió, lo cogí e inicié el camino a casa, desbordante de
felicidad, sin importarme los perros salvajes, ni siquiera los lobos, pues ahora tenía
con qué protegerme y con qué hacer frente a cualquier peligro.
Llegué al banco de piedra de mi casa profiriendo unos gritos que quien los oyera
pensaría que estaba loco de remate. Allané la mecha del quinqué, apretando la parte
trenzada, la empapé bien con el aceite y la encendí. Me puse a dar brincos como un
chimpancé. ¿Qué puede preocuparme de ahora en adelante?, me preguntaba. Incluso
si se me acaba el aceite de oliva, cualquier grasa, animal o vegetal, podría hacer las
veces de aquel. Sin hablar del ricino o de los dátiles, cuyo jugo me proporcionaría
todo el aceite que quisiera, que después de aflorar en la superficie del líquido se filtra
con un trozo de tela fina y se guarda en varios recipientes. ¿Quién se atreverá en
adelante a acercarse a mi casa, a acercarse a mí, ahora que soy el amo y señor del
fuego?
Me pasé horas sentado viendo arder la mecha. Por la noche, saqué mi manta de
lana al banco de fuera y tras recubrir el quinqué con una lata cilíndrica para
protegerlo de los embates del viento y evitar que se apagara, me tendí entre mis flores
y mis rosas, y me comí una lechuga de un sabor tan dulce, que parecía que le
hubieran echado azúcar blanco. Entonces me puse a pensar en el olor a asado con el
que dentro de poco me deleitaría, me imaginé la piel del pescado asado pegándose a
la fina plancha de hojalata, la grasa de las gruesas pechugas de palomo derretirse
lentamente, el delicioso sebo fundido de las ancas de rana, que cazaría en la alberca
próxima a la plaza del Parlamento, luego el leve crujido del aceite de oliva al freír los
suculentos champiñones que seguro habrían crecido en las esquinas del mercado de
los orfebres después de las últimas lluvias.
Todos estos deleites me los enseñó Shamsa. Ella es la que educó el gusto de mis
papilas. Me solía decir que la grasa es una bendición ofrecida por las criaturas que el
Señor nos permite comer y no un desecho de la naturaleza, como decía mi madre. La

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grasa es un regulador de la temperatura del cuerpo y un protector contra los ataques
exteriores. Son las reservas que la mujer encinta atesora para acoger al feto en la cuna
blanca y carnosa de su pelvis. También la encuentras en el líquido de los testículos
que fabrican los hombres fértiles. ¿Acaso no era el olor y el humo de animales y
grasas quemadas los que se elevaban al cielo para complacer a los dioses desde
tiempos antiguos?
Esto era en otros tiempos, Shamsa. La grasa es perjudicial para el corazón, le
decía yo. No, me respondía Shamsa riéndose y agitando sus benditas carnes rosadas
delante de mis narices. ¿Por qué cada sábado tu madre quema aceite debajo de la
imagen de la Virgen María? ¿Acaso no es una forma de ofrecer grasa quemada a su
intercesora para que tenga piedad de ella? Además, la grasa no es perjudicial para el
corazón, salvo si se mezcla con el azúcar. Come todas las grasas que quieras, pero no
las acompañes de dulces. Espera dos o tres horas y luego cómete los pasteles o la
fruta. La grasa es una bendición.
Ahora abre la boca. No mastiques rápido. Cierra los ojos. Deja que la grasa se
funda y llene tu boca antes de enviarla hacia tu vientre y de que la menosprecie tu
ignorancia. Dame con tu lengua, de la boca a la mía, un poco de lo que ya hayas
masticado y se haya vuelto líquido. Comeremos juntos como si fuéramos una sola
boca. Quita las manos de mis muslos y concentra todo tu deleite en la boca. Apaga la
luz y ven a comer conmigo. Comámonos mutuamente. Cómeme.
El corazón me duele en el pecho cuando te añoro tanto, Shamsa. Cuando tu
cuerpo se manifiesta en cada uno de mis miembros, insistentemente, hasta hacerme
sufrir.
Abrí los ojos para ahuyentar el recuerdo de Shamsa de mi mente y entonces lo vi.
En la misma posición, a unos diez metros de distancia. Las cuatro patas clavadas en
el suelo, inmóvil, mirándome.
Dios mío…
En dos saltos, me planté en la entrada del sótano. Me escurrí por la pequeña
puerta de metal y la cerré de golpe sobre mi cabeza.
Un burro, soy un burro con unas orejas más grandes que dos palmeras.
Protegerme del fuego… ¿Cómo se me pudo ocurrir algo así? ¿Es que mi pequeña e
inepta cabecita pensaba que el perro se quedaría de brazos cruzados, esperando a que
cogiera un trozo de madera, lo pusiera encima de la mecha del quinqué y dejara pasar
las horas para que este prendiera bien antes de ir a su encuentro, agitándolo de un
lado al otro para que se asustara y se fuera?
Qué burro, Dios mío. Qué imbécil. Mira que seré lerdo, me repetía dando vueltas
sobre mí mismo. Estuvo ladrando fuera durante más de una hora, luego se puso a
emitir largos aullidos. Mi cuerpo temblaba de miedo. Me levanté varias veces para ir
a mirar a través de las pequeñas rendijas que había abierto en el suelo del banco de
piedra —o el techo del sótano— y que luego había cubierto con unos trozos de cristal
grueso que había traído de la mezquita de Mansur Assaf y de una de las pastelerías

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Hallab para que entrara la luz del día. Pero claro, no veía nada. Luego pensé en el
quinqué que había dejado arriba, pero me tranquilicé diciéndome que no había oído
ningún mido de cristales rotos ni nada por el estilo.
Allí estuvo aullando. Paraba durante un rato, se paseaba por delante del banco de
piedra y por el lado del jardín que daba a la calle y luego volvía a sus largos aullidos
como yo volvía a mis insultos y a tomar decisiones irrevocables que llevaría a cabo
cuando amaneciera. La primera de ellas sería reforzar la reja del jardín con gruesos
hilos de alambres y la segunda encender una hoguera permanente en un hoyo o algo
parecido cerca del banco de piedra. Pero la reja no sería nunca suficientemente alta
como para impedirle saltar por encima de ella, a menos que no volviera a fabricar
una, y entonces quién me aseguraba que la terminaría antes de que volviera aquella
fiera. Tampoco mantener una hoguera permanente era una solución tan fácil como
parecía, pues debería salir y andar hasta muy lejos para encontrar leña.
Dios mío, Dios mío… No saldré nunca de aquí. No, permaneceré escondido una
semana o más hasta que se olvide de mí. Hasta que se canse de esperar, hasta que
desespere de verme salir. Sabe que soy mucho más listo que él y que no podrá
conmigo.
Me puse entonces a revivir la belleza excepcional de aquel día. Pensé que había
sido más radiante y luminoso de lo que era conveniente, y que procuraba un placer
mayor del que Dios suele otorgar a sus siervos. Ese placer que, cuando excede el
límite legal, obliga al siervo a pagar un precio por él. Cuando mi madre se reía
mucho, le pedía perdón a Dios diciéndole: Perdóname, Señor… Perdona que me ría
tanto. Pero si aquel día resultaba ser un viernes —el día de la crucifixión de Cristo, de
su Pasión—, se prohibía expresamente a sí misma reír, reprochándose en tono airado:
No, esto no está bien. Hoy es viernes. Señor, no me lo tengas en cuenta…
Me puse a revivir la belleza excepcional de aquel día del que no pude gozar
plenamente, en el talión que Dios me había impuesto a cambio de todo aquello. El
talión que aullaba sobre mi cabeza.
Un día que sin duda debía parecerse a aquel otro en el que —según contaba mi
padre a Abu Abdelkarim, nuestro vecino, con aire socarrón— se ordenó a los dos
pilotos americanos que no lanzaran Little Boy, la bomba atómica, a menos que
hiciera buen día y el cielo estuviera azul, sin una sola nube.
¿Y eso por qué, compadre?, le preguntaba Abu Abdelkarim a mi sabio padre, con
un placer que compensaba lo mal que estaba el mercado.
Porque lo que querían los americanos, respondía mi padre, orgulloso de su
inteligencia, era probar la capacidad de destrucción de aquella bomba, muy moderna
para aquel entonces, no ganar la guerra, como dijeron ellos. Japón no poseía una
aviación tan moderna ni capaz de volar a tanta altura. Japón quería rendirse, pero los
americanos pospusieron la aceptación de su rendición hasta después de probar la
bomba, y también para fastidiar a sus aliados, especialmente a Stalin.

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¿Para fastidiar a sus aliados?, preguntaba entonces Abu Abdelkarim. ¿Cómo
puede ser eso, compadre?
Pues claro, decía mi padre, aún más henchido de orgullo por todo lo que sabía.
Claro que era para fastidiar a sus aliados. Ya había empezado la etapa del reparto de
ganancias, el período de posguerra. Todos querían demostrar a sus vecinos que eran
los más fuertes y que por lo tanto se merecían la parte más grande del botín, y
también todo el poder de decisión. Y sobre todo para fastidiar a Stalin, el cual se
acariciaba los bigotes soñando que extendía su ejército rojo hasta aquí…
Malditos sean Stalin, los rojos y los comunistas…, mascullaba Abu Abdelkarim
entre dientes.
Un día que sin duda debía parecerse a aquel otro, Shamsa. Luego se le añadieron
miles de soles que lo iluminaron en un solo instante. Un inmenso arco iris
transformado por millones de colores. Debió de ser como el momento en el que Dios
creó la tierra y el cielo. Luego la lluvia negra sobre los cadáveres volatilizados.
Después se hundió el Titanic. El barco más grande y seguro del mundo.
Simplemente porque hacía un tiempo magnífico, la noche colmada de estrellas, el
mar tranquilo como una balsa de aceite, el aire como dormido en su caja negra. Y así
el hombre se muestra despreocupado, tranquilo, convencido de que todo va viento en
popa, de que todo está controlado. Es entonces cuando Dios asesta el golpe fatal.
Primero lo eleva a los cielos y luego hace caer al hombre al suelo para darle el peor
de los palos.
¿Qué debo hacer ahora, Shamsa, con la ira del Señor, que me atenaza cuando me
hundo en ti?
Vuelve a mí, me dijo Shamsa. Desnúdate y tiéndete en el terciopelo. Para que nos
envolvamos con él por todas partes, para que me lleves contigo y me devuelvas a ti.
Pega la piel a la mía, a sus poros, trama a trama, para que la pelusa se levante entre la
urdimbre y la trama, como cuando, al tocarme por primera vez, mi piel se estremece.
Vuelve a mí y háblame del terciopelo, cuéntame cómo me volví aterciopelada.
El terciopelo, Shamsa, es la tercera dimensión del tejido, o el tejido en tres
dimensiones. Hasta hace pocos siglos el hombre permaneció maravillado, sin saber
cómo llegar a él. ¿Cómo imitar un pétalo? ¿Cómo imitar el interior de una rosa?
¿Cómo reproducir la última fracción de la belleza de las cosas? Y cuando supo cómo
hacerlo, el terciopelo se consideró el tejido más hermoso que jamás el hombre había
creado. La fascinación era tan grande como simple su fabricación. Bastaba con
utilizar dos urdimbres e introducir una varilla con la que se levantaba, encima de la
urdimbre de fondo —que era la que garantizaba la solidez del tejido en su trama—, la
segunda urdimbre, que después de ser cortada —o afeitada— daba lugar a la felpa del
terciopelo.
Así nació también la alfombra del kilim de lana…
Y así es como se abrió el apetito lúdico y creativo de los artesanos tejedores,
siguió Shamsa. En lugar de una sola varilla se utilizaron dos para introducir formas,

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dibujos, rayas del mismo color o de colores distintos y con una complicación mayor
en la trama, que adoptaba formas de lo más diverso y variado. Y el terciopelo
afelpado, de cuya belleza te enorgulleces al ponerlo sobre tu yalik, no es más que la
introducción del terciopelo en el brocado de seda, que es el rey de la luz y las
tinieblas en un mismo color, para dar más juego a la imaginación y más luces y
tinieblas. En el más osado de estos intentos, los tejedores llegaron a utilizar tres mil
doscientas bobinas que sobrecargaban con unas bolas de plomo —en lugar de las
varillas, por supuesto— y con las cuales no obtenían más de cuatro pequeños
centímetros al día.
El brocado proviene de la tierra, Shamsa, al igual que las primeras muestras de
terciopelo. Desde las alfombras persas —como tú misma has dicho— hasta la
Anatolia otomana y hasta la invasión de los mongoles bajo las órdenes de su caudillo
Tamerlán, las telas más hermosas se fabricaban en Siria y en Anatolia, y de allí
volaron hacia la nobleza del mundo entero, sin que esta llegara a desvelar nunca su
secreto.
Y es que, cientos de años antes del nacimiento de Cristo, desde la Persia sasánida
hasta la Siria bizantina y luego musulmana, el maestro mayor del gremio de los
tejedores y artesanos de la tela era el único que poseía los esbozos, los cálculos
relativos a los colores y los distintos tipos de trama, y conducía a sus obreros como el
jefe de los remeros conducía su galera. Solo él sabía su rumbo y dirección. Solo él
había memorizado, por ejemplo, el secreto del manto del rey de los reyes persas, y el
cómo y el cuándo el sol o el toro alado se lo arrebatarían. Debía asimismo tener
buenos conocimientos de matemáticas para poder hacer cálculos, preparar el urdido y
dominar la infinidad de líneas e hilos.
Los tejedores sirios eran a menudo controlados por espías, que los rodeaban como
si fueran fabricantes de la Moneda, hasta el punto que sus telas más preciadas fueron
nacionalizadas durante largos períodos de la historia y en más de una ocasión hasta el
siglo IX. La inspección bizantina fue tan asfixiante que los artesanos empezaron a huir
hacia Persia o vendieron su ciencia a los hombres poderosos —cuando no caían
prisioneros de estos—. Ello sucedió después de que Zenobia perdiera la guerra y de
que el sasánida Ardashir I ocupara Antioquía.
Pero volveré a la historia de los tejedores más tarde.
Lo importante es que Mehmet II el Conquistador, séptimo gobernador del imperio
otomano, fue quien abrió los ojos de Occidente y alimentó su apetito al conquistar
Constantinopla a mediados del siglo XV. Los nobles de toda Europa se quedaron
boquiabiertos cuando descubrieron su refinado gusto y la suntuosidad de sus ropas.
Tal fue su admiración, que incluso uno de sus más destacados pintores vistió a san
Jorge —o Jidr, el hombre vestido de verde, que es como se lo conoce en la tradición
musulmana— a la manera otomana, como si fuera uno de los guardianes de la
Sublime Puerta. En cuanto al terciopelo de los hábitos oficiales de Solimán el
Magnífico, hizo que las gentes de Viena sufrieran, a causa de la envidia, más de lo

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que sufrieron durante el largo y triste asedio de la ciudad bajo la lluvia del cielo
austríaco. El conquistador era tan hermoso, tan deslumbrante y tan asfixiante como el
propio terciopelo que vestía. Solimán dejó en el corazón de la gente una congoja y
una codicia tales, que cuando se alejó de sus frías murallas al llegar el invierno todo
el mundo sintió algo parecido al despecho. Como el que deja en el corazón de la
mujer vanidosa la rendición del enamorado que, harto de negativas, acaba
abandonándola. Por eso, después de que la semilla del deseo descendiera hasta las
profundidades de sus entrañas, los pintores no pararon de practicar y de llenar de
esbozos las hojas de sus cuadernos, desafiando los reflejos y ondulaciones de la
superficie aterciopelada y tratando de captarlos, de dominarlos. Solimán el Magnífico
entró por la puerta más bella de toda la muralla. Y allí permaneció, en un delirio de la
imaginación, en las páginas de las primeras traducciones de Las mil y una noches, en
las que un terciopelo pintado con colores intensos, vivos y variados es bordado con
efluvios de tabaco de narguile, con el aroma de cardamomo que exhalan los pechos
de las mujeres jóvenes cuando se entregan a los vapores lascivos; y también en los
libros de los filósofos de la Ilustración, en honor a la libertad, incluso en una música
inspirada en los palacios y en el murmullo de sus telas, una música que por ella sola
revela cómo el oído puede ser atraído por el roce del terciopelo. Y cuando el
terciopelo musulmán ya no fue objeto de terror, los viajeros más devotos se fueron a
aquellas tierras en las que el hilo de oro se mezclaba con el terciopelo para encender
la imaginación como las puestas de sol sobre aquellos parajes. Incluso Napoleón se
vestirá con su terciopelo imperial el día de su coronación y los poetas de todo el
mundo recibirán a su público en sillones que se diría se hallan sobre las orillas del
Bósforo.
Tú estás detrás de todo este terciopelo, Shamsa. Tu imagen. La imagen de la
mujer rolliza, colmada de gracia en su cuerpo desbordante. Sabia y seductora, lasciva
y peligrosa, sometida, prohibida, imaginada entre brumas de vapor, en la convulsión
de los deseos custodiados por ejércitos de eunucos, reprimidos como las voces de
mujeres haraganas, lánguidas, chismosas y secretas…
Vaya por Dios… ¿Todo esto?, dijo Shamsa. Y más aún, Shamsa. Porque cada vez
que me acerco a ti siento la amenaza de los eunucos. Porque yo personifico las
fantasías de mis propios deseos y mi imaginación debe jugar como el viento en las
plazas vacías para salvar a mis débiles miembros de su debilidad. Porque la piel
aterciopelada del melocotón puede dejar en mí agujas, espinas que me escuezan la
piel hasta ulcerármela. Estas cosas suceden a menudo entre las criaturas de Dios, ¿no
es así? Así es, dice Shamsa echándose a reír. Termina tu historia. Esta historia no
tiene fin, Shamsa, pero puede interrumpirse de forma muy triste…
El dogo de Venecia —ciudad que heredó de Constantinopla el terciopelo y el
bordado del oro— salió a su balcón sobre la plaza de San Marcos vestido con sus
ropas de terciopelo, signo de su nombramiento oficial a la cabeza del gobierno de la
ciudad. Miró las oriflamas de las principales familias ondeando sobre los palacios y

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en las ventanas, fabricadas y decoradas con este tejido, símbolo de su esplendor y
superioridad ante el resto de los reinos: el terciopelo. Salió al balcón anunciando el
inicio de un período de seis meses en el que los habitantes de la ciudad llevarían
máscaras para participar activamente en su política, aquella política llena de
secretismos, intrigas y maquinaciones. Entonces los notables de la ciudad salieron a
la calle recubiertos de terciopelo, para que todo aquel que los viera supiera que
formaban parte de la flor y nata de la sociedad y que se les debía todo el respeto y
consideración dignos de su posición.
Pero antes de que la rebeldía y superioridad del terciopelo se desvanecieran por
completo y este Riera desdeñado durante aquel período de decadencia de los tejidos
con el que se anunciaba el inicio de la democracia y el fin de una época de privilegios
en pro de una nueva era —la de los esclavos trabajando en siniestras fábricas, como
solía decir mi padre—, antes de todo esto, el terciopelo fue capaz de conservar el
honor a las tradiciones. Esto sucedió cuando las zonas rurales empezaron a
enriquecerse y a ser conscientes de su riqueza e importancia para enfrentarse a las
sociedades urbanas y a su propia represión. Antes de la fatídica caída del imperio
otomano, un pedazo de terciopelo en la ropa era un signo de entrada a la edad adulta.
El yalik de tu abuela, es decir, el abrigo bordado con hilos de plata y decorado con
botones, formaba parte indisociable del ajuar de la novia, símbolo de la fuerza y
superioridad del hombre y de la obediencia y madurez sexual de la mujer.
¿Cómo pueden converger la madurez sexual y la obediencia?, pregunta Shamsa.
¿Es eso a lo que te refieres cuando dices que me he vuelto aterciopelada? ¿Qué hay
de aquella mujer sabia, seductora, lasciva, imaginada entre brumas de vapor?
Es la misma, Shamsa. La obediencia está al servicio de sus propios deseos y
apetito sexual, los cuales fortalecen el cuerpo del hombre para que este se domine a sí
mismo, no para que domine a la mujer. Para elevarla hasta lo más alto, para que su
deseo alcance la cúpula celeste que su compañera desee y lo lleve con ella.
Nunca debes, hija del terciopelo, detenerte en el caparazón de las palabras, en su
apariencia primera.
Ahora ya lo sabes todo, pétalo de corola, acerca de tu cuerpo y de tu feminidad.
Pero tras el conocimiento solo hay sufrimiento y tormentos. La confusa oscilación
entre presencia y ausencia. Los encajes… y el dolor de mi corazón.

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Solo el hambre me hizo salir de mi madriguera.


Me dije que no iba a morirme allí. Cuanto más retrasaba mi salida, más se
debilitaba mi cuerpo y más fuerte se volvía aquella bestia.
Decidí no alejarme mucho, solo lo justo para poder fabricarme una lanza o algo
parecido, un arma con la que repelerlo en caso de que me atacara. Si por el contrario
se encontraba con su manada, todo acabaría en poco rato. Unos instantes y luego ya
no sentiría nada.
Salí al banco de la entrada. El quinqué seguía encendido y me apresuré a llenarlo
de aceite. Antes de avanzar hacia el jardín me puse a gritar para ver si el perro estaba
cerca. No oí sus ladridos ni los de los demás. No percibí ningún movimiento
sospechoso, pero me quedé un buen rato quieto por si me había tendido una trampa
para hacerme salir con toda confianza de mi escondite y después cazarme dentro de
su territorio, que seguramente habría demarcado con orina mientras husmeaba en el
aire con su infalible olfato.
Me puse a andar a cuatro patas intentando, con toda la precaución necesaria,
identificar el olor dejado por su orina. Con ello trataba de averiguar si el perro
consideraba su paseo por mis propiedades como una incursión en su propio territorio
o en un territorio ajeno. En cualquier caso, todo fue en vano.
Volví rápidamente al jardín. Tenía tanto miedo que no conseguí tragar el único
tomate rojo que encontré entre los tallos marchitos. Pasé entre las matas y las regué, a
pesar de que no era la mejor hora, pues hacía aún mucho calor.
Luego se me ocurrió una idea que me maravilló: me llené la barriga de agua y me
senté a esperar que fuera acumulándose en mi vejiga. Agarré el bastón y me ceñí el
fardo a la espalda. Salí por el mercado de Ayas a la calle Allenby, luego a la calle
Weygand y desde allí a la parte de arriba de la calle Foch. Pasé por delante de las
tiendecillas de shawarmas que había cerca de los almacenes Théophile Juri, pero
pronto abandoné la idea de buscar en ellos un cuchillo u otro objeto punzante que
poner en la punta de mi bastón, pues los restaurantes estaban completamente vacíos,
con sus salas visiblemente abiertas a la calle. Apreté el paso en dirección al cine
Rívoli siguiendo con lo que había empezado a hacer desde el banco de mi casa, es
decir, orinar unas pocas gotas cada veinte o treinta metros. Esto no resultaba nada
fácil, por lo que, en lugar de ir subiendo en dirección al parking de al-Ahdab hasta el
café Parisiana y luego el Metropole, y calculando lo que quedaba en mi vejiga, decidí
volver rápidamente por la calle Biblos hasta la calle Samadi, luego la calle Abdalá
Bayhom, la calle Jan Fajri Bey, la calle Trípoli hasta llegar a casa. Así por lo menos
habría intentado, de forma experimental, trazar un círculo que delimitara mi propio
territorio para ver si el perro entraba en él y para ver si seríamos capaces de llegar a

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un acuerdo mutuo, de encontrar un código de conducta con el que iniciar una
convivencia pacífica en esta ancha tierra de Dios.
Pero antes de girar en dirección al cine Biblos, los vi. Él iba a la cabeza de la
manada, unos cuantos metros por delante de los demás. Cruzaban la plaza de los
Mártires a lo ancho. Se pararon delante de la comisaría de policía, donde
permanecieron agrupados, mirando hacia todas las direcciones. Me escondí detrás de
unas planchas de contrachapado que se habían desprendido del cartel de la película
Las amantes, suspendido parcialmente sobre mi cabeza, y me puse a espiarlos. Me
dije que si venían hacia mí, arrancaría a correr como alma que lleva el diablo.
Giraban la cabeza hacia todas las direcciones, husmeando el aire. Deben de estar
oliendo mi orina, pensé. Seguro que les habrá llegado arrastrada por el viento que hoy
sopla desde el este, desde el mar, detrás de mí. Eso quiere decir que decidirán no
avanzar hacia esta parte, pues habrán entendido que este pedazo de tierra ya tiene
amo.
Eran más numerosos de lo que me pareció distinguir la noche en que, atacado por
la fiebre, los vi devorar aquel cuerpo humano en una de las callejuelas del mercado,
del lado de la calle de Maarad. Todos tenían más o menos la misma talla. La de un
lobo adulto, según lo que había visto en la televisión o según lo que había oído alguna
vez. Reunidos de aquel modo, sin apenas moverse, parados delante de la comisaría de
policía, parecían perros normales y corrientes. Aquel tipo de perros errabundos que se
suelen ver en las calles de los barrios populares, revoloteando alrededor de las
carnicerías y huyendo de la crueldad de los niños, que no dejan de perseguirlos y
martirizarlos.
Mientras los observaba, me pareció que ya no les tenía miedo, incluso se me
ocurrió salir de mi escondite detrás de aquellas finas planchas de madera y armar
alboroto para ver cómo reaccionaban. Verlos apiñados de aquel modo, a una cierta
distancia de donde yo me encontraba, hacía crecer en mí una sensación de valentía,
de poder, a pesar de ganarme ellos en número. Esta sensación me llevó incluso a
encontrar plausible la posibilidad de salir de pie, sin agacharme, y de caminar hacia
ellos con paso seguro, como los héroes del cine. Quién sabe, me dije. A lo mejor
huyen de mí si aún conservan, en algún recodo de su memoria, una huella de la
superioridad del hombre, una imagen de su sumisión y obediencia. Además, ¿quién
dijo que la visión de un humano en posición erguida suscitaba la animadversión de
los animales salvajes? Quizá esto fuera cierto para los animales de gran tamaño. Pero
yo era mucho más grande que un perro.
De repente se pusieron en movimiento, todos a una, como hacen los bancos de
peces. Parecía como si algo, una descarga eléctrica, hubiera cruzado el aire,
agitándolos al unísono. Permanecí agazapado intentando recuperar el ritmo de mi
respiración. Entonces se pusieron a correr detrás de su cabecilla en dirección a la
Parisiana, luego dieron media vuelta como si al mismo tiempo quisieran correr hacia
mí, en dirección al parking de al-Ahdab.

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Antes de echarme yo también a correr, los vi entrar por el lado del edificio
Mutanabbi y del mercado de los Herradores. Desaparecieron completamente de mi
campo de visión, pero yo seguí sin moverme de mi escondite, paralizado. Me felicité
por haber salvado el pellejo, riéndome de la escasa inteligencia que ya mi madre,
descanse en paz, me solía atribuir. ¿Cómo se me había ocurrido pensar que podía
asustarlos? Más grande que un perro… ¿Y qué hay de la superioridad numérica? Dos
leones son capaces de devorar a un toro del tamaño de un camión. Una huella de la
superioridad del hombre en su memoria… ¿La memoria de los perros? ¡Venga ya! La
mayoría de estos perros han nacido aquí y no han visto un humano, una sombra de
humano en toda su vida. ¿Y el cadáver que se zamparon delante de mis narices en las
callejuelas del mercado pequeño, cerca de Maarad? Ay, Señor… Bendita sea mi santa
madre.
Mi madre solía decir que Nasser no era muy inteligente. Mi padre movía entonces
la cabeza en un gesto de lamentado desacuerdo y no hacía ningún comentario. Mi
madre aprovechaba su silencio para continuar: los israelíes le hicieron entender que
vendrían por el este y él les esperó por el oeste, o al revés, ya no me acuerdo. De
todos modos, qué importancia tiene. Nasser se dijo para sus adentros: si han filtrado
informaciones de que van a llegar por el este, es que en realidad vendrán por el oeste.
No debemos esperarles por el este, porque entonces descargaran por el oeste…
Mi padre sonreía disimulando la vergüenza que le producían las palabras de mi
madre, que continuaba: pero llegaron por el este como habían anunciado y ganaron la
guerra. ¿Quién fue más inteligente, eh? ¿Acaso me he inventado yo todo esto? Él
mismo nos lo explicó al disculparse por su derrota. Mi padre le decía entonces a mi
madre que el profesor Kevork, fuente de todas sus informaciones y análisis, no
entendía nada de política y que más valía que se dedicara a sus coplas. ¿A sus
coplas?, exclamaba mi madre a punto de echarse a llorar. A su música, se corregía mi
padre. Dile al profesor Kevork que la inteligencia no entra ni sale en este tema. Dile
que Yiryis Mitri le saluda y le dice que este asunto podría muy bien compararse a la
situación del guardameta un segundo antes de recibir un gol de penalti. Este u oeste.
Derecha o izquierda. El pie golpeará el balón. ¿Dónde está la inteligencia? ¡Venga
ya!, le respondía mi madre. La guerra no es un partido de fútbol, y además, claro que
la inteligencia tiene un papel en todo esto. Con una sola mirada a los ojos del jugador
delante de él, el portero debe saber, debe poder condicionar con su comportamiento el
comportamiento del jugador, el pie del jugador. Esto es inteligencia. ¿Por qué los
israelíes siempre lo saben todo? Porque nos miran a los ojos, respondía mi padre, esta
vez en un tono de amarga ironía. Si hubieran mirado a los ojos del profesor Kevork,
habríamos ganado la guerra de los Seis Días… Tu ironía es la de los débiles, le dijo
cierta vez mi madre con voz temblorosa. No, le respondió mi padre, solo que después
de que nos hayan marcado el gol no sé qué hacer con la pelota en las manos… Pero
tienes razón, mi ironía es la de los débiles.

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La superioridad numérica, me iba repitiendo mientras me ataba el fardo alrededor
de la cintura. De todos modos, tengo que aprender a ser más valiente, un poco más
valiente y no mearme en los pantalones o estar a punto de hacerlo cada vez que veo
brillar los colmillos de un perro. De nuevo intenté convencerme a mí mismo de la
necesidad de alcanzar una convivencia razonable, sin derramamiento de sangre.
Quizá, pensé, lo que he hecho hoy, ir orinando en los lugares por los que pasaba, es
un buen comienzo. Me puse a pensar otra vez en cómo volver a casa por el camino
que había trazado en mi cabeza y con el que cerraba aquel supuesto círculo. También
reflexioné sobre la seriedad de mi invención, la cual al menos no parecía haber
fracasado, pues no se podía negar que —hubieran o no olido mi orina— los perros no
se habían dirigido hacia mí.
Me puse a caminar en dirección al Biblos mientras le daba vueltas a la paradoja
del penalti, la cual —en mi opinión— no tenía solución. Ambos, mi madre y mi
padre, tenían razón, aunque a decir verdad yo me inclinaba más por lo que decía mi
padre cuando aseguraba que es muy difícil influir en el comportamiento del jugador
desde una distancia tan grande. Ni te mira ni te oye. Solo mira a la portería y al balón.
Solo oye el clamor del público, sus gritos y los latidos de su corazón golpeándole el
pecho como un tambor. En fin, tal vez esta solo fuera una excusa más para ponerme
del lado de mi padre, como siempre.
No, no. La paradoja del penalti era una paradoja real, independientemente de su
paralelismo con las guerras o con Abdel Nasser.
Antes de torcer por detrás del cine Biblos en dirección a Suq al-Hesbe, lo vi
cruzar la calle de un lado al otro justo delante de mí, sin mirarme y seguido de dos
más de la manada.
¿Cómo no me había dado cuenta de que me habían rodeado? Por lo visto habían
pasado por la calle Cadmus, así que ahora no podía avanzar en dirección a mi casa.
Iban cruzando la calle, yendo y viniendo de un lado al otro, sin girarse hacia mí,
cortándome todo acceso a mi casa o al mar, acercándose cada vez más. Así que aquel
era su plan para devorarme, para cazarme en manada en el erial de la plaza de los
Mártires: él me seguía los pasos mientras sus compañeros me iban bloqueando las
salidas para cernirse luego sobre mí.
Esta vez no estaba muy asustado. Quizá fuera la certitud de la muerte próxima, o
quizá la necesidad de actuar, de moverme para que el terror no me paralizara el
cuerpo.
Arranqué a correr en línea recta, subí por la plaza de los Mártires hasta llegar a la
calle Beshara al-Juri y luego me escabullí por la entrada del teatro Chouchou. Me dije
que la manada al completo debía de estar por allí cerca, pero no oí un solo murmullo
de movimientos ni un solo ladrido. Salí a la calle y me lo encontré a unos pocos
metros. Supuse que sus acompañantes no estarían lejos. Permaneció clavado en su
sitio, esta vez mirándome fijamente a los ojos. Ahora atacara, me dije, pero no lo
hizo. La entrada del teatro Chouchou resultó no servir como refugio, pues la puerta

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estaba completamente bloqueada por los escombros. Tenía que cruzar la calle para
entrar en el edificio del Samadi. Una vez allí, podría esconderme en el laberinto del
City Center, y quizá desde allí escabullirme, si me seguía solo y sin la ayuda de los
otros dos perros, por el colegio lazarista. Pero él era mucho más rápido que yo y me
alcanzaría antes de que llegase allí.
La pregunta era por qué él no lo había hecho antes, mientras corría a lo largo de
todo el camino hasta aquí. ¿Por qué se quedaba quieto de aquella forma, abriéndome
paso, dándome la oportunidad de escapar de nuevo? ¿Por qué me perseguía y no me
atacaba?
Lo miré y me puse a ladrar tan fuerte como pude, pero no se inmutó ni respondió
a mis ladridos.
Entonces, y en un solo instante, lo entendí todo. No se comía a los seres vivos.
Era un perro que se había vuelto salvaje, pero no era un lobo. Se alimentaba de
carroñas y quería conducirme hasta la muerte. Esperaba mi muerte para poder
comerme. Solo era un maldito perro. ¿De dónde habría sacado el porte de los lobos
de los bosques?
Así que es eso, hijo de perra, grité en medio de la calle.
Pero cuando vi a sus dos amigos acercarse por detrás de él, salí disparado como
una bala. Sin embargo, en lugar de entrar al edificio de Samadi me encontré sin saber
cómo corriendo en dirección a la plaza de Dabbás, cruzando la calle de Umm Yilás.
Una vez allí, subí de cuatro en cuatro las escaleras de la iglesia, o lo que quedaba de
sus blancos peldaños de piedra, retomé aliento y miré a mi alrededor. Ni rastro de los
perros. Pero esto no significa nada, me dije a mí mismo.
Ahora tenía que decidir rápidamente si tomaba la carretera de Damasco hacia las
barricadas o si volvía sobre mis pasos, me escondía bajo tierra por el agujero de la
iglesia de San Jorge y recorría los pasillos subterráneos como en las ocasiones
anteriores para salir finalmente por la grieta más cercana a mi casa, después de haber
recobrado fuerzas y de que los perros volvieran a perder la esperanza de encontrarme
o se olvidaran de mí.
No vacilé durante mucho rato. Oí los ladridos surgir desde numerosos lugares no
demasiado alejados. Tuve la sensación de que se había hecho de noche de repente,
como aquella vez en la que, de niño, estuve a punto de ahogarme.
Me puse a caminar por la carretera de Damasco. No corría ni me giraba para
mirar atrás. Andaba como si estuviera paseando. Me acordé de que no había comido
nada desde hacía días y sentí un hambre y una sed atroces. Me dije que quizá moriría
de inanición antes que de cualquier otra cosa. Pensé que Plinio el Viejo —el sabio,
como lo solía llamar mi padre— murió de apoplejía al oír a lo lejos una de las
explosiones posteriores del volcán después de que un feliz azar lo salvara de una
muerte segura bajo los escombros de Pompeya. Y que el padre de la tragedia griega,
el gran Esquilo —como lo llamo yo— murió con la cabeza partida porque un halcón,
que había capturado a una tortuga cuyo caparazón quería romper contra una roca,

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confundió la calva de aquel sabio hombre, padre de la tragedia, con la superficie de
una piedra. Por lo demás, es muy posible que hubiera perdido el pelo de tanto pensar
en las tragedias humanas… y en sus grandezas.
Arrojé mi bastón a lo lejos, desaté el fardo vacío y me puse a andar en línea recta,
sin mirar atrás. Sabía que me encontraba a menos de un tiro de piedra de las
barricadas y de los humanos que había detrás de ellas… en el país de las guerras.
¿Qué estás haciendo conmigo, Shamsa?
¿Por qué aprendo de ti la delicadeza de las cosas, mientras que tú aprendes de mí
la inexactitud de tal delicadeza, el sufrimiento de su excelsitud?
¿Es acaso porque tú eres más sabia que yo? ¿Más modesta, más auténtica en tu
centellear, menos recelosa del riesgo y de la amenaza de la pérdida?

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¿Qué estás haciendo conmigo, Shamsa, cuando me atormentas? Desapareces sin más
y luego vuelves pronunciando palabras vanas, plenamente consciente de que han sido
escogidas por su frivolidad, a sabiendas de que estas no llenarán tu vacío ni aliviarán
su pesadez. Historias sobre tu ausencia que cuentas con despreocupación, que cuentas
solo para afianzar en mi corazón el peso de esta ausencia durante tu presencia. Para
borrar todas mis quejas mediante la legitimidad de las excusas que yo he inventado
para ti y que me he ejercitado para creerlas hasta casi conseguirlo. Apareces para
decirme que estabas en otro lugar, no para decirme por qué no estabas aquí.
Es como si quisieras que creciera, que madurara y que fuera más modesto. Como
si quisieras que fuera consciente de que las personas son menos que sus cuerpos,
menos que su empeño en permanecer en el crescendo del goce hasta el infinito.
Porque cuando el crescendo sobrepasa el momento que le es propio, ya solo quedan
notas desperdigadas, falsas y ajadas. En cambio, abandonar el goce en su justo
momento significa salvarlo de la perdición, de una grotesca disonancia.
Desapareces para volver, por compasión. Pero yo no aprendo, no escarmiento.
Sufro cada vez que me cuentas despreocupadamente las fútiles causas de tu ausencia,
las cuales van construyendo un sólido cerco alrededor de ella, protegiéndola durante
tu presencia, una presencia que no encuentra el modo de excusarse. También sé que
he empezado a perder esta presencia, cada vez un poco más, pues solo soy capaz de
verla asediada por aquella ausencia, reiterada por ella. Sufro en mi deleite por tu
presencia y cuando veo mi sufrimiento, tan nocivo como inútil, aún sufro más.
Cuanto más vienes a mi casa, más siento tu ausencia fuera de ella, agriándome a mí
mismo tu presencia mientras trato de llenar el vacío que has dejado. Como si en tu
presencia vaciara el agua de hoy en los botijos rotos de ayer. Por estupidez. Me abres
los brazos y en lugar de cardamomo, lo que huelo es azufre. En lugar del perfume de
tu cuello, el olor a quemado de mi corazón. Como si estuviera enamorado de mí
mismo, no de ti. Sin saber cómo detener la rueda de mi perdición.
Cuando intento hablar, o disculparme, Shamsa se ríe. Me dice: es la rueda sacra
del tiempo, no la rueda de tu perdición. ¿Acaso no te he enseñado la mandrágora? He
aprendido todo lo que me has enseñado, Shamsa, y he sacado un gran provecho de tu
ciencia: la soja para hacer sudar, el ricino para los resfriados fuertes, la galanga para
las encías, la manzanilla para calmar los párpados… No, dijo Shamsa, te he hablado
de la mandrágora porque el saber no solo se encuentra en lo visible de sus
propiedades, sino también en el secreto de lo que estas encierran. ¿Te acuerdas de
cómo la mandrágora fortificante huye bajo el suelo, de cómo se esconde y deja de
crecer para luego adoptar, en las entrañas de la tierra, la forma de un sexo de mujer, o
de hombre? ¿Te acuerdas de cómo desvela su secreto a quien ella quiere, y mata a

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quien la arranca involuntariamente? ¿De cómo oscila entre el veneno y el elixir, entre
la muerte y el placer extático, entre la ostentación y la reserva?
Puedes escoger. Y puedes también contentarte con la manzanilla y sus numerosas
propiedades, claro. Puedes escoger qué mujer quieres, qué tipo de placer. Y puedes
también vacilar tanto como quieras… y perder. Ahora ya sabes que la mandrágora
baja hacia el fondo de la tierra y se esconde completamente, adoptando formas tan
extrañas que se hace muy difícil reconocerla. Aunque quizá esto sea, para quien la
quiera coger, mejor que cuando su savia se vuelve veneno mortal.
Mi sufrimiento me impide, Shamsa, aprender y escarmentar. Solo un sabio de
cabeza fría puede comprender la mandrágora y su secreto. Mi cabeza, en cambio,
hierve cada vez que me paro delante de la ventana, haciendo conjeturas sobre lo que
puede haber impedido que aparezcas ante mis ojos, al principio de la calle. No
escarmienta el que está detenido en el filo de tu ausencia, bajo la amenaza de caer del
lado de tu ausencia perpetua o del lado de una presencia que entierra tu vacío en lo
más profundo de la tierra y lo condena a no volver.
Yo no he sabido entender la mandrágora, pero tú has aprendido los secretos del
encaje. Quizá porque yo sabía hacia qué lección nos dirigíamos juntos, guiado por mi
depravado conocimiento. Quizá porque gracias a tu inocencia pudiste aprender, sin
miedo a la siguiente lección.
Yo sabía que habíamos empezado a caminar por la maldición de la seda. Por eso,
cuando Shamsa se interrumpió para preguntarme por el samit, no le desvelé nada.
Tuve miedo y solo le respondí con aquello que pudiera devolverla a la senda del
encaje.
¿Qué es lo que te interesa del samit? Es un tipo de tela que por la forma de su
trama se asemeja al damasco, pero el color o los diversos colores que intervienen en
su ornamentación producen un juego de luces y sombras que cambian cada vez que la
tela se mueve o se agita. El damasco damasceno que enseñamos a los persas y que
luego exportamos por el mundo entero es el primer ejercicio de encaje con la técnica
de contraluz, del negativo y el positivo. Pero este no deja de ser un simple juego
visual, un placer para los sentidos, y no se eleva de su rango de superficie llana para
que el aire se mezcle con él, para que se abra el apetito de la imaginación a la
concupiscencia de la sugestión, a la tentación de un contacto vicioso producido al
desnudar lo que antes estaba cubierto.
Para llegar al calado, tuvo que pasar primero por Venecia, donde la mezcla de
esos dos elementos que son la tierra y el agua lo dotó de una belleza excepcional,
semejante a una casualidad que uno no acierta a entender, por mucho que lo intente.
El agua mezclada con la tierra y la luz reflejada en su propia luz. Algo parecido a un
milagro o a un error, algo que ha huido del tiempo ineludiblemente. Tuvo que pasar
por Venecia para que el calado se convirtiera en la última extravagancia del hilo,
juego de hilvanadas apariciones y desapariciones, consistencia de mercurio y aspecto
huidizo. Todo esto no habría podido suceder en ningún sitio salvo en un reino que

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conociera suficientemente la opulencia y el lujo para que la incitación a tocar sus
telas fuera un vicio legal, más aún, un acto pío.
Hizo falta que los aristócratas de Spina, de Aquilea, de Adria, de Altino y de
Padua huyeran de las invasiones de los bárbaros hacia donde no llegaban los cascos
de los caballos ni las lanzas de los caballeros para que los arquitectos se pusieran a
construir sus deseos en una superficie de solo siete kilómetros cuadrados: la futura
Venecia. El corazón de esta nueva y singular ciudad vino a superar cualquier sueño o
imaginación, sorprendente hasta el punto que los urbanistas se equivocaron en la
numeración de las calles y los edificios. Al volverlos a numerar en rojo en lugar de
negro se equivocaron de nuevo, dejando que fuera el agua quien a su antojo abriera
las calles o las cerrara a los peatones, estableciendo su propia numeración y su propio
peritaje basado en los flujos y reflujos de la marea.
Cuanto más exacta es la geometría del calado, cuanto más calculada parece su
trama a los ojos, más quiere destruirla la imaginación y más se olvida el deseo de la
utilidad de la numeración. El cálculo de la trama del encaje exige el rigor necesario
para destruirla, para que los ojos la destruyan. Como la red trenzada con esmero es
capaz de atrapar a los peces. Como la trampa bien ideada es capaz de ser mortal.
Punto in aria, llamaron los venecianos al encaje. Un punto en el aire que ellos
introdujeron a la pesantez del brocado y del terciopelo, para elevarlo a la insólita
complejidad de la paradoja. Pero ellos escogieron los bordes del paño, aquellos que
rozan los puntos del deseo… Justo en aquellos lugares en los que la piel se vuelve
transparente y late el pulso, en aquellos lugares sobre los que dejamos caer unas gotas
de perfume: la nuca, el borde de los hombros en su arqueo, el cuello, la pendiente que
se desliza entre los pechos cuando estos se estremecen, las muñecas y la línea por la
que resbala el beso hasta la palma de la mano invertida ante los labios. Es aquí
cuando interviene el encaje. Entonces la visión de lo real se entremezcla con la
leyenda, la piel con el deseo, el párpado con el agua de los labios.
Shamsa se rio mientras me miraba a través de los calados del encaje negro que la
cubrían hasta las nalgas y me preguntó por qué habían tardado tanto en ver lo que
estaba delante de sus ojos desde el principio de la creación. Luego Shamsa paseó la
mano hasta la parte inferior de su vientre y dijo: ¿Por qué entonces nos ha puesto
Dios este vello en este preciso lugar, justo en la pendiente que conduce hasta lo que
tú llamas el final del deseo? ¿No es este el principio del encaje, poder ver lo que no
puedes ver y no verlo al mismo tiempo? ¿Por qué tardaron tanto?
Quizá no se atrevieron, Shamsa, le dije. Quizá no se atrevieron, no poseían la
suficiente arrogancia humana, la opulencia y fortuna necesarias, la ciudad-estado
cuya belleza superó todo lo soñado por sus arquitectos, erigida por decisión de sus
fundadores en la superficie del agua, en un desafío casi herético, blasfemo.
El encaje era lujo sobre lujo, siguiendo el dicho según el cual no se debe prestar
sino a los ricos. Es como si los océanos no fueran sino canales para transportar todo
el oro y toda la plata del mundo hasta Venecia a cambio de su punto de aire. Los

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grandes señores vendían sus palacios y sus tierras, sus campesinos y sus molinos,
para comprar un codo de encaje fabricado por seis millones cuatrocientas mil pasadas
de la lanzadera del tejedor. Provincias enteras se arruinaron, se hundieron principados
y algunos tronos temblaron —entre ellos el poderoso trono de Francia— hasta que el
astuto Colbert decidió cortar la hemorragia. ¿Quién mejor que Jean-Baptiste Colbert,
ese hijo de un comerciante de telas, podría entender los peligrosos laberintos del hilo?
Colbert no vaciló mucho, pues sabía que ese zorro de Louvois y toda la falsa
nobleza no le quitaban el ojo de encima. También sabía que el humor del Rey Sol no
estaría mucho más tiempo templado por las cuentas del tesoro público y las arcas del
Estado, y que no siempre se dejaría guiar por los consejos de aquel ministro suyo, el
cual, a pesar de los elogios de Mazarino, no era más que el hijo de un simple
comerciante de telas.
Colbert reunió su peso en oro y plata, escogió a las cortesanas más bellas y se
dirigió en secreto a Venecia. Bajo el manto protector de la noche, se encontró con el
maestro artesano del taller de confección particular del gran dogo. Colbert le dio todo
lo que este le pidió sin regateos ni engaños. Luego el maestro se persignó mientras
pedía rápidamente perdón a san Marcos, los pies hundidos en el agua de la lúgubre
plaza. Entre el Palacio Ducal, ahora dormido, y la Torre del Reloj de los dos esclavos,
la Luna proyectaba su luz pálida sobre las cúpulas de la catedral, como si estas, con
toda su solemnidad, no quisieran que sintiera miedo, humildad o arrepentimiento.
Colbert esbozó una amplia sonrisa desde la barca en la que había subido, miró
hacia la bola dorada del edificio de la aduana y se dijo para sus adentros que ahora el
secreto del punto en el aire ya era suyo, que lo llevaría a Alençon antes de que el sol
llegara a su cénit y que la estatua del portador de la bola de oro de la punta de la
aduana del puerto de Venecia no debería mostrarse tan arrogante.
Pero lo que el feliz de Colbert no sabía, sonriente en medio de la oscuridad
mientras su barca se alejaba del puerto de Venecia, era que la seductora y ambiciosa
Catalina de Médicis y todas las otras mujeres que, después de ella, pasarían por las
camas de los reyes de Francia, incluso la codiciosa María Antonieta, provocarían la
subida del precio de la bobina de hilo de encaje a más de ciento cuarenta monedas de
oro, haciendo la boca agua a los acaparadores y oportunistas, quienes apretaron tanto
los sueldos de las pobres costureras que estas terminaron por quitarse los pantalones y
unirse a los sans-culottes en la fiebre revolucionaria que se extendió por las calles
como la lava rojiza de un volcán. Así es como, por ejemplo, las pobres costureras de
Brujas, en Bélgica, continuaron viviendo de sus agujas y ganchillos lejos de la
devastación producida por las revoluciones, convencidas de que fue la Virgen María
en persona quien enseñó a las jóvenes virtuosas a tejer el encaje para que pudieran
vivir de ello, y porque los monopolistas de Brujas, y de toda la Bélgica de entonces,
no tuvieron el coraje de los franceses y de sus mujeres. Lo más importante de todo
esto, en cualquier caso, es que Brujas, cuyos edificios y calles también se alzaban y
se alzan sobre las aguas, es conocida desde entonces como la pequeña Venecia debido

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a su gran parecido con la república de San Marcos, protegida por sus dos temibles
leones.

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¿Qué estás haciendo conmigo, Shamsa?


No conocía la miseria de la sabiduría. Nadie me había dicho, nadie me había
enseñado que todo lo que uno da, lo pierde. Lo pierde y paga por ello un precio muy
alto.
Quizá fuera porque te di lo que no me pertenecía. Quizá porque te enseñé sin
tener la aptitud de un maestro. Te di de comer de la alforja de otro, henchido de la
arrogancia de los bondadosos, de los caritativos, de los generosos. Caí en la trampa,
víctima de mis exiguos y pobres conocimientos. Las lecciones que recibí en mi
primera educación resultaron ser falsas, o yo no supe entenderlas como era debido.
Había creído a quienes me dijeron que cuanto más damos más nos enriquecemos,
que cuanto más hospitalarios nos mostramos, más grande se vuelve nuestra casa, que
cuanto más comida damos, más se llena nuestra cazuela.
Nadie me había advertido que llevara bien la cuenta de mis posesiones. Nadie me
había aconsejado ser más humilde a la hora de medir la amplitud de mi casa. Nadie
apartó mi mano del cucharón de la cazuela antes de que fuera a servir lo poco que
esta contenía.
O tal vez fuera que no entendí bien la lección. Mi ignorancia me llevó hasta el
talión de tu ausencia, hasta el fondo del pozo de paredes lisas que es tu pérdida, sin
tan siquiera poderme aferrar a un odio hacia ti, a una acusación de traición, de
engaño, de hurto, de puñalada por la espalda… Porque volvías.
¿Había aprendido yo mismo lo que te enseñé? ¿Lo había entendido? ¿O es que
había sido hechizado por mi propia magia, sin llegar a vislumbrar lo que tú veías en
el cielo de mis palabras, tras las nubes de mis deplorables pretensiones? Ahora me
duele el cuerpo, me duelen los miembros de tanto sufrimiento que me produce
desearte. Ahora me duelen los miembros, iluminados ante mis ojos de tanto
extrañarte, aunque no quiera. Iluminados ante mis ojos en mi impotencia y mi
debilidad, lejos de cualquiera de mis facultades, a mi pesar.
Mis miembros se iluminan por el sufrimiento de mi deseo hacia ti, como las
luciérnagas que me hacen compañía de noche, en mi negra noche, después de cubrir
el quinqué de aceite, cuando mi ausencia en casa se prolonga más de lo habitual.
De pequeños, las llamábamos linternas voladoras. No sabíamos que su hermosa
luz azul fosforescente no era más que un órgano sexual encendido por el deseo de la
hembra. No sabíamos que la luz no era más que un lamento quejumbroso producido
por la soledad de volar solo con dos alas, un grito de auxilio desde el ardor del deseo
custodiado de noche por el dolor de los miembros.
Me inclino un poco sobre mi banco de piedra para seguir de cerca el vuelo de la
luciérnaga hasta el algarrobo, ahora enfrente de mí, y de cuyas ramas más altas

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apenas alcanzo a distinguir los encajes sobre el cielo azul violeta.
Poco a poco, aumenta el número de luciérnagas y sus reflejos intermitentes
perfilan la silueta del algarrobo, envuelto por el cantar caótico e irregular de los
machos. Las veo desde donde estoy: rebosantes de una electricidad lasciva, de fibras
sueltas, de descargas pestañeantes, como en un delirio.
Luego, poco a poco, el centelleo se organiza, adquiere un cierto ritmo y se va
regulando rigurosamente. Las pequeñas luces se reúnen en una sola partitura,
encendiéndose y apagándose sin el más mínimo error de cálculo, sin un solo
aspaviento.
¿Quién puso la clave a la partitura sino la inteligencia desbordante del instinto?
Es como si las luciérnagas supieran que, separadas, solo conseguirán fracasar y
quemarse los miembros, y que su única oportunidad de atraer hacia sí a las hembras
es formando una orquesta arbórea, perfeccionando su compás hasta que el árbol
entero y la noche se fundan formando un solo macho, un solo deseo. Alto, sonoro,
compacto.
Y yo, solo y solitario, encendiéndome y extinguiéndome en vano, en una noche
que no brilla conmigo, que me abandona a mi instinto fallido, maltrecho, abandonado
a mi propio caos, a mi soledad, a mi inopia, me paro junto a mi árbol, detrás de la
ventana. Trepo hasta mi árbol, detrás de la ventana: vendrás, no vendrás, vendrás, no
vendrás, vendrás, no vendrás… Solo en mi árbol.
Me puse a acariciar el cuello de Zalch, tendido a mi lado. ¿Y tú, cómo lo haces,
Zalch? ¿Te basta con soltar uno de tus aullidos graves para que venga tu hembra?
Enséñame, Zalch…
Lo llamé Zalch, «nieve», no solo por su pelo blanco, sino porque cuando abrí los
ojos al sentir la saliva de su lengua contra mi cara me deslumbró la luz del día e
imaginé, seguramente debido a mi largo y profundo sueño, que una luminiscente y
fina capa de nieve blanca cubría todo lo que estaba a mi alrededor.
Me di cuenta de que habían fallado el tiro y de que todavía estaba en vida cuando
vi los cadáveres destripados a mi alrededor y me llegó su olor putrefacto. También
me di cuenta, por los fragmentos de imágenes que fulguraban en mi cabeza, que me
había despertado varias veces bajo el peso de los muertos que tenía encima: los había
ido apartando en medio de voces que barbotaban de unas gargantas abiertas,
buscando aire, pronto calladas y extinguidas, anegadas por el agua de la lluvia que
caía a cántaros. La lluvia era tan intensa, que me taponó los oídos y me devolvió a mi
antiguo sueño.
En ese momento, no sentí miedo del perro que, encima de mí, me lamía la cara.
Aunque fueron él y su manada quienes, queriendo o sin querer, me empujaron hasta
el lugar donde fui capturado por los hombres armados del puesto de control situado
en uno de los extremos de la barricada de arena, supe enseguida que no quería
devorarme. Luego me acordé de que ya había pensado, mientras huía de él y antes de
llegar al puesto de control, en la posibilidad de que no se comiera a los seres vivos.

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Me levanté mirando a mi alrededor, mirando a aquel perro. Me dije que no, que
me había encaminado hacia la barricada por mi propia voluntad, empujado por mi
ineptitud, como siempre.
Me puse a caminar, sumido en mis pensamientos, mientras el perro me seguía de
cerca. Fue entonces cuando comprendí que lo único que quería de mí desde el
principio era mi compañía. No me quería hacer daño ni comerme. Solo quería un ser
humano que le hiciera de amo, de maestro, un amigo parecido a aquel que un día
desapareció detrás de las barricadas. Puede que la nostalgia hacia su antiguo amo, el
cual lo abandonó un día, o murió dejándolo solo, fuera la que le hiciera ver en mí una
criatura que le recordara a aquel que se fue sin despedirse.
Empecé a bajar por la plaza de los Mártires, con el perro siguiéndome a pocos
pasos. Había perdido el miedo a todo después de que las metralletas no dieran en el
blanco de mi cuerpo. Nos habían hecho poner en fila pegados a un muro y luego
habían lanzado nuestros cadáveres detrás de la barricada, convencidos de que nos
habían matado a todos o que no tardaríamos en morir desangrados por los agujeros
que las balas habían dejado en nuestros cuerpos. Yo debí de desvanecerme de miedo
antes de que me alcanzaran las balas y luego me cubrieron los cadáveres de los
demás, o por lo menos el cadáver del que estaba a mi lado, a mi izquierda, que era
por donde había empezado la ráfaga de tiros propinada por la metralleta del hombre a
quien se había encomendado la misión de «limpiarnos», como le dijo su superior
mientras continuaba hablando por su walkie-talkie con otros mandos.
Pensé en volver allí para enterrar los cadáveres, pero pronto desestimé la idea al
recordar el hedor a carroña que desprendían. Me dije que toda persona acaba por
encontrar el destino que Dios ha escrito para ella, y que quizá los perros fueran parte
de mi destino.
Me senté delante del café Laronda, al lado de la tienda de Zein, el vendedor de
zumos, para retomar aliento. Vi a los perros ir y venir precipitadamente delante de la
tienda de café Azar, sin acercarse a nosotros. Zalch, sentado junto a mí, levantó una
oreja, luego se puso en pie y se quedó inmóvil, con los ojos clavados en sus
compañeros. Sonreí maravillado por la blancura de su pelo, mientras lo veía correr en
dirección a los otros, antes de desaparecer por los callejones del zoco, detrás de la
tienda de Azar. Luego me dije que era su color, y no su fuerza, lo que lo convertía en
líder de la manada, la cual dejaba y retomaba a su antojo, igual que los líderes de los
hombres, mientras que el resto permanecen siempre juntos y rara vez se separan de su
grupo.
Caminé tranquilamente hasta el lugar en el que se encontraba el pequeño estanque
rodeado de cañas, en las proximidades del Parlamento. Aunque el aire era frío, el sol
quemaba y sus ardientes rayos me envolvieron en un calor agradable después de
quitarme los harapos andrajosos y sucios que llevaba. Arranqué un buen manojo de
«hierbas de la botellita» que habían crecido alrededor del estanque, y me metí en el
agua para bañarme y disfrutar de aquella espuma espesa, del olor del agua. Sentí pena

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de mí mismo y me entristecí un poco cuando vi reflejada la delgadez de mis brazos
en el agua. Parecían muy largos, como si se alejaran más de lo normal del resto del
cuerpo.
Salí del agua y me senté en una piedra limpia para terminar de quitar la mugre y
la tierra que quedaba debajo de mis largas uñas. Sentí el hambre retorcerme el
estómago, como de pequeño cuando salía del baño, pero me quedé en mi sitio
esperando a secarme del todo, revolviéndome el pelo con los dedos para que se secara
más rápido y para que el sol volviera a calentarme todo el cuerpo. Con asco, constaté
que mi cabeza había sido invadida por los piojos. Me pregunté cómo iba a bajar al
sótano de casa y dormir entre mis telas en un estado como aquel. Entonces se me
ocurrió arrancar unas cuantas matas de ortigas procurando no picarme las manos. Las
trencé y me empecé a frotar el pelo con ellas, esperando así acabar con los piojos.
Luego examiné el vello de mis axilas y de mi pubis: afortunadamente estaba limpio,
libre de parásitos. Negro, brillaba sobre mi piel blanca.
Empecé a bajar, ligero y desnudo, por la cuesta de la mezquita de al-Omari. Antes
de llegar a la calle Weygand me encontré con lo que estaba deseando. La pequeña
palmera seguía en su lugar, cargada de dátiles maduros y deliciosos. Trepé
rápidamente y sin mucha dificultad por el tronco y me puse a recoger su delicioso
fruto, comiéndomelo hasta llenarme la tripa. Cogí algunos racimos bien cargados y
me dirigí feliz hacia mi casa, preguntándome en qué estado se encontrarían ahora el
jardín y el banco de piedra, pero sin que ello me provocara ya ninguna angustia.

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15

Mi padre no era un simple vendedor de telas, como a mi madre le gustaba decir. No la


creas, no escuches demasiado rato sus fabulaciones, le dije a Shamsa, quien una
noche llamó a mi puerta después de cansarme de estar de pie tras la ventana,
esperando verla aparecer por un lado de la calle.
¿Por qué has venido esta noche, Shamsa? ¿Por qué vienes en mi ausencia? ¿Qué
quieres de mi anciana madre, de sus desvaríos y de sus fantasiosas anécdotas? ¿No
confías en mí? ¿No te crees lo que te cuento?
Claro que sí, respondía Shamsa, pero tú no me cuentas toda la historia. ¿Por qué
no me hablas de la seda?
Porque todavía no ha llegado el momento, respondía yo.
Me dijiste que la seda tiene muchas historias. Cuéntame la primera y esperaré,
seguía ella.
Lo haré muy pronto.
Me estás mintiendo. Nunca hasta ahora me has traído seda. Me prometes que me
contarás su historia, pero nunca lo haces. Me lo prometes para que vuelva, deseosa de
escuchar una continuación que nunca llega, una historia que nunca empieza.
Shamsa hablaba de pie frente a mí, como si me amenazara con irse de casa o
marcharse muy lejos, con la ausencia que me ataba como a un perro rabioso al cristal
de la ventana.
Me senté en el suelo, sobre una alfombra, con las piernas cruzadas, reprimiendo
unas ganas terribles de ponerme a llorar como un niño. Pero sonreí y carraspeé como
solía hacer antes de empezar a contar una historia. Shamsa no se dejó seducir y
permaneció de pie. La miré a la cara con unos ojos llenos de ternura y de reproche.
Sonrió. Alargué la mano hasta el hueco de la pierna, a la altura de la pantorrilla, y lo
cerqué para que no se escapara. Me incliné y le abracé la pierna, dejando la cabeza a
la altura del muslo. Luego empecé a recorrer con la palma de la mano toda su pierna
por detrás hasta el hueco de la rodilla, donde se escondían aquellos dos pequeños
hoyos que hacían arder mi imaginación cuando no estaba conmigo y cuando
recordaba aquel nervio tenso que latía agitado en uno de ellos. Fui subiendo hasta
tocar sus caderas y empujarla suavemente para que se girara, lo cual hizo. Luego puse
mis labios sobre los dos hoyos, desplazándolos con mis rápidos y ardientes besos del
hueco de la rodilla hasta los muslos, muerto de miedo solo de pensar que pudiera
escapárseme.
Entonces sentí sus dedos hundirse en mi cabello antes de aferrarse a él, girarse
hacia mí y ponerse de rodillas.
Mientras me miraba con los ojos entrecerrados me dije que si me besaba en la
boca ya tendría ganada la mitad del camino, no habría perdido la esperanza. Si me

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besaba en la boca, ella tendría menos poder sobre mí de lo que yo imaginaba cuando
sufría en su ausencia.
No acercaré mi cara a la suya. No dejaré lugar, me dije, a una ambigüedad que
más tarde pueda reavivar mis dudas. No reduciré la distancia, no recorreré la mitad
del trecho que me separa de su boca. Tengo que aferrarme al máximo a la certitud que
ahora me ata a sus ojos entrecerrados, a sus labios entreabiertos relucientes de saliva
roja. Tengo que agarrarme al frágil hilo de mi fuerza el cual, si se rompiera, haría
venirse abajo toda la tensión de mi deseo y dejaría que mi cuerpo se desplomara
como un muñeco de trapo, en medio de mi más absoluto dolor e impotencia. Y de mi
arrepentimiento.
No acercaré mi rostro al suyo. Resistiré, la boca seca, la respiración acelerada, los
miembros adormecidos. Si no me mantengo firme me devorará el deseo, me devorará
su fuerza. Y mi arrepentimiento.
Si no acerca su boca para besarme, me aferraré a mi última oportunidad y no me
acostaré con ella. Si no acerca su boca para besarme, y pese a ello hacemos el amor,
se irá y no volverá nunca más. Finalmente, si por uno de esos milagros consigo hacer
el amor con ella a pesar de estar convencido y de haber sido testigo de cómo he
perdido mi última oportunidad al no poder evitar besarla, ella no volverá.
Su boca. Su boca. Su boca. No tengo que mover la cabeza. Debo mantener mi
cabeza ocupada calculando la distancia, para no avanzarla sin darme cuenta, para que
no se incline ella sola sin que yo lo desee. Para que no me traicionen las vértebras del
cuello.
No cierro los ojos para que no lo interprete como una invitación a acercar su
boca. Ahora me juego mi última carta con los ojos abiertos y la mirada fija. La miro a
los ojos, no a la boca. Hago que mi cabeza, en su convulsión secreta, no se altere al
imaginarme que la distancia se acorta y que ella se acerca con su boca roja que no
veo. Mis ojos abiertos se cubren de un ligero escozor, pero no parpadeo. Mis ojos
abiertos se cubren de un negro opaco, y entonces sé que su boca está en la mía.
Cierro los ojos. Cierro los ojos sobre las lágrimas que ahora ella no verá. Dejo
correr toda mi sangre hacia mi boca hasta el punto de que casi puedo saborear su
gusto caliente. No tengo miedo de que mi miembro se quede repentinamente sin
sangre, de que se vacíe por completo, porque sé cómo debe circular, ahora que ha
empezado a hacerlo como yo quería. Como debía hacerlo. No tengo miedo de que mi
cuerpo se quede sin sangre, porque este latir ardiente se volverá ahora tan
incontenible que destrozara las células de la piel al chocar con su barrera, antes de
exhalar su vapor, ahora reluciente de un sudor que se extiende por todo su rostro,
humedeciendo el mío con su sal.
El sabor de sus labios se ha vuelto ahora un sabor de carne, o un sabor que
recuerda a ella, pero que no puedo comer. Me alejo de sus labios y los lamo con mi
lengua intentando contener mi deseo real de comérmelos. Me alejo de su cuello,
mordisqueo su cuello y luego separo su busto de mí para verlo. Para comprobar que

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puedo separarme de ella y que no estoy hundido en su carne. Se despoja de la ropa
que aún llevaba puesta y se tiende sobre su espalda, después de apagar con un gesto
rápido la lámpara del rincón. Entonces me doy cuenta de que ahora estamos en el otro
lado del salón, y que la noche ha oscurecido todos y cada uno de los rincones de la
casa.
Shamsa vuelve del baño con el largo pelo rojizo chorreando. Veo cómo se
envuelve en una gran toalla y no se pone su ropa. Le pregunto si va a pasar la noche
conmigo. Todo depende de la historia que me cuentes, me responde. Si me gusta, o
aprendo con ella, me quedaré.
Esta noche te contaré la historia que nos conducirá hasta la seda. Pero para entrar
en este último capítulo, debemos armarnos de un conocimiento muy especial, muy
vasto, que fortalezca nuestro poder de recibirlo y que nos eleve al nivel de leyenda,
para no convertirnos en víctimas de su magia. El conocimiento es un peligro para el
ignorante poco predispuesto a recibirlo. No todo se reduce a lo que escapa a nuestra
comprensión o a la pérdida del placer. El conocimiento, tal y como tú misma me
enseñaste al hablarme de la mandrágora, puede pasar de ser un elixir a ser un veneno
mortal.
Mi padre, que me enseñó todo esto y me adiestró como a un fiel discípulo, no era
un simple vendedor de telas. Era un sabio conocedor de lo ignoto. Por eso, esperó
todo el tiempo que hizo falta para que yo me hiciera mayor, para que pudiera ver la
mujer que había en mi madre y el hombre que había en él, para que al hacer las
cuentas fuéramos tres, no menos. Para que al hacer el recuento de las generaciones
desde mi abuelo, el que emigró, hasta mí, fuéramos tres generaciones y no menos.
Mi padre me confesó que a él le hubiera gustado dejar pasar aún más tiempo antes
de transmitirme su ciencia, esperar a que madurara para caminar en esta historia junto
a él, hasta que ella se nos desvelara a los dos, sin que él me la inculcara. Pero la
decadencia —o la era del diolen, como la llamaba él— nos acechaba, lo mismo que
su enfermedad y el presentimiento de su cercana muerte. Y he aquí que ahora yo me
aventuro a contarte todo esto, a pesar de que eres todavía muy joven, asediado por tu
insistencia y tu premura, y por el uso de armas prohibidas cuando me amenazas con
desaparecer. Así que escúchame bien, porque ahora vamos a embarcarnos juntos, tú y
yo, en la misma aventura.
Empecemos por el principio, como solía decir mi padre, por el lugar en el que se
inició nuestra migración por todo el mundo: la costa occidental del continente
africano. Allí, los sabios de las tribus dogon cuentan que el Señor, el verbo creador,
fue al principio de la creación del mundo un hálito que hizo nacer a las plantas,
abastecedoras de fibras, y los animales, abastecedores de piel y de plumas, con los
que antiguamente nos cubríamos el cuerpo. Pero la palabra «Señor», compuesta por
letras que se ligan entre ellas y que se pronuncia con toda la boca, se remonta a Ogo,
el cuarto genio, que se reveló contra el Señor con el apoyo de la araña que lo había
seducido en el árbol. La astuta araña era una criatura maldita, pero el árbol era

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sagrado y creyente. Por eso, el árbol empezó a crecer y a extenderse por los cuatro
rincones del universo, para volver y enrollarse alrededor de la araña, limitando su
arrogancia y maldad, y luego ahogarla para que no pudiera continuar con su
malicioso proyecto de tejer una tela que cubriera toda la superficie de la Tierra. La
palabra «Señor» no volvió a utilizarse entre los humanos hasta después de una larga
reflexión que se prolongó hasta el nacimiento del séptimo genio, antepasado del
nuevo género humano, al cual el Señor dio la forma de un telar que llevaba la palabra
del Señor a toda la Humanidad y que se encarnaba en ochenta hilos de algodón,
cuarenta verticales que formaban una urdimbre en doble cara, y cuarenta hilos
horizontales para la trama, que son simples y bien alineados, como los dientes en la
boca. La urdimbre y la trama van y vienen en un movimiento que se asemeja al de las
mandíbulas al masticar, mientras que el carrete de hilo sería la garganta, y la
lanzadera la lengua.
En la lengua de los dogon, la palabra sawah hace referencia al tejido y a la
palabra, y al mismo tiempo a la acción verbal que representa. Así, por ejemplo, una
mujer desnuda se dice que es sorda. También en árabe, si te fijas bien, encontrarás
una cierta correspondencia gráfica entre haki, «palabra», y haik, «tejedor».
El tejedor es aquel que fabrica las palabras, y el hombre se viste con ellas.
Después de que el tejedor hubiera escuchado a su abuelo, el tercer nomo, de cuya
faringe emanaba la palabra sagrada y que tensaba y ataba los hilos de la vida,
transmitió la palabra a los hombres a través de las telas y de sus códigos secretos.
Pero él, como el hechicero, no desveló el secreto del proceso creador de tejidos a
cualquiera: solo lo heredaban aquellos que alcanzaban el conocimiento, aquellos que
lo merecían por su sabiduría y ciencia, y que gozaban de la bendición de los
ancestros.
También el cultivo y labrado de la tierra no son más que el tejido de la vida, el ir
y venir de la lanzadera. Como el perpetuo sucederse del día y de la noche, como el
vínculo que une a la tierra con el cielo, a la vida con la muerte. Incluso Marco Polo,
aquel valiente y aventurado viajero, empleó el verbo labrar para describir la técnica
persa usada para tejer la seda.
Al igual que nosotros los cristianos, Shamsa, el hombre dogon nace pecador, pero
se purifica de su pecado original, de su infracción de las reglas, a través del tejido e
hilvanado que dicta la tradición sagrada y ascendiendo en los distintos grados del
conocimiento. Ellos entierran la lanzadera y el carrete de hilo con el muerto después
de amortajarlo con telas cuadradas decoradas en blanco y negro, y tejidas con un solo
hilo, que no se corta ni se mancilla con ningún nudo. Cortar el hilo significaría la
pérdida, exactamente como sucediera con Ariadna, hija de Minos y hermana de
Fedra, cuyo hilo salvó a Teseo de morir en el laberinto. Y cortar el hilo, tintado
alternativamente en blanco y negro, significaría también romper la sucesión del día y
de la noche, y caer en el abismo, en el vacío, en el olvido.

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Y porque somos olvidadizos, Shamsa, porque no aceptamos nuestra ignorancia,
no pensamos que el tejedor, allí donde se encuentre a lo largo y ancho de esta tierra,
es el encargado de guardar el secreto de la vida y de la paz, siempre amenazadas por
el triunfo de la muerte y la guerra. Quitarse la ropa, desnudarse, ¿no está acaso
relacionado con el pecado original, con el talión, con una carrera sin tregua hacia el
arrepentimiento? Fíjate en las representaciones de la diosa Atenea: en una mano lleva
un huso y en la otra una lanza, en una la sabiduría del hilvanado y en la otra las
desgracias y los desastres de la guerra. El sabio Gandhi se puso a tejer delante de los
ingleses pues, según el mito indio adoptado por los jazaritas, la diosa Hunglaj les
pidió que dejaran de ser guerreros para ser tejedores, a fin de que ella pudiera seguir
otorgándoles una existencia libre y la bendición de un nuevo día tras las tinieblas
nocturnas.
Y si el tejedor encargado de guardar el secreto era siempre un hombre, la diosa
que lo enseñaba e inspiraba era siempre una mujer, querida Shamsa. Una mujer que
sabía cómo extraer la luz de la oscuridad y el blanco del negro. Estas diosas, llamadas
«diosas lunares» porque hilaban con la luz de la luna la luz del día siguiente, eran
Atenea, Perséfone e Istar de Babilonia. Y cuando terminen de hilvanar, el mundo
habrá llegado a su fin, al eterno abismo y a la oscuridad infinita. Tagtog, la diosa
sumeria del tejido, nos enseñó que cada vuelta de la lanzadera en el telar es una
palabra de los ancestros que enriquece nuestra memoria y que se añade a la herencia
que nosotros dejaremos a nuestros descendientes. Cuando se olvidan las palabras de
los antepasados, se deshacen todos los nudos e hilos de esta gran urdimbre y el
mundo se descompone, se desfigura y se vuelve polvo en la nebulosa.
Al igual que tú me escuchas, hermosa Shamsa, nosotros escuchamos las palabras
que nos llegan del cielo lejano, allá donde estemos. En China, la tejedora del mundo
y emisora de la palabra celestial, se encuentra la milésima estrella de la constelación
de la Lira. Ella representa un telar con su tejedora, que urde y teje durante todo el año
a orillas de la Vía Láctea. En otra constelación se encuentra el arado, que simboliza el
urdido de la tierra con su ir y venir formando surcos, y que es arrastrado por el carro
de la Osa Mayor. Finalmente, el equinoccio de primavera es justamente el momento
en el que se encuentran la tejedora con el arado, el equilibro de los dos elementos del
mundo, el yin y el yang.
¿Has visto cómo se parecen todas las historias y cómo se entremezclan, sean
cuales sean sus orígenes? Los fenicios también creían que el Señor tejió la tierra y el
cielo con los hilos de su infinita sabiduría, alrededor de un árbol universal de cuyas
ramas ignoramos la extensión. Es el Árbol de la Vida, adorado por todo Oriente,
desde Bizancio, pasando por la Persia sasánida, hasta la India, y por Occidente. Al
morir, se creía que caíamos de él como un fruto maduro para volver a girar en los
campos de sus astros y de sus interminables ramas. Las hijas de Zeus, el dios de todos
los dioses griegos, eran tres. La mayor era la hiladora que tiraba del hilo de nuestra
vida desde la luz del cielo; la segunda era la tejedora que dotaba a nuestra existencia

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de matices y urdía los destinos humanos; y la tercera era la que cortaba el hilo y
detenía el último hálito. Asimismo, los pueblos del Mediterráneo creían que las nubes
no eran sino telas que se desprendían de sus telares para deshacerse, cuando llovía, en
sus hilos iniciales y regar con su agua bendita el rostro de la tierra.
¿Tienes sueño, Shamsa?
Sí, un poco. Pero eso no significa que tenga ganas de dormir. Es la forma de
abrirme al placer de las palabras, al desarrollo de la historia, lo que me adormece el
cuerpo. Olvido mis miembros para que se despierten mis oídos, mi imaginación y mi
intelecto, para poder seguir el hilo de tu larga y bella historia, que por tu boca nos trae
a tu padre y evoca la sabiduría de mi antepasado naqshabandi, ese enamorado de los
astros, compañero de pastores, tejedor de lino y de tiendas hechas con pelo de cabra,
hombre que camina sobre el hilo de la misericordia divina hacia la luminiscencia de
la unión perfecta, vestido con la convicción de la Verdad que le tejía el Señor del
Universo.
¿Así puedo continuar para que pases la noche conmigo, Shamsa?
Hasta el alba, cuando aparezca el primer hilo del carrete del día o cuando el hilo
pase de ser negro a ser blanco.
Está bien, Shamsa. Mi padre, que no era un simple vendedor de telas, decía que el
hilado, el urdido y el tejido de telas no eran solo un medio para conocer el reflejo de
la creación, de su pasado y de su génesis. No se limitaban, como decía Platón, a una
representación del cosmos según la cual este tiene como eje un huso de hilar hecho
con diamantes cuyo movimiento giratorio daba impulso a estrellas y planetas, que
giraban movidos por su campo gravitatorio y por su ritmo inherente. Decía que
también el político era un hilador el tejido social. También Virgilio dijo algo parecido
a lo que dijo Platón cuando llamó al dios de la ciudad de Delos «el tejedor».
Asimismo, la arquitectura tiene sus orígenes en la técnica del tejido. Primero el
hombre juntó ramas de árbol para delimitar la superficie de sus dominios de la de las
tierras colindantes, luego las entramó para construir un techo para su casa y aún
después las trenzó para fabricar cestos en los que conservar los frutos de la tierra,
como preserva la ropa los frutos del cuerpo antes de cubrirlo por completo. Más
tarde, el hombre tejió alambradas para proteger a los animales que había domesticado
y sometido, para introducirlos en su esfera de dominio. Así es como nació la casa y se
multiplicó, como en la leyenda de Alisar de Tiro, de quien se dice que cosió la
primera correa de cuero. Luego las casas se fueron amontonando y sus límites se
fueron extendiendo, como el hilo alrededor del huso, una vuelta tras otra. Alrededor
de los pilares que sostenían la memoria de aquel ancestro, se desplegaban los círculos
de las casas de los hijos y los nietos, atrapadas en el campo de atracción de la estirpe
y las herencias. Luego los colores adoptaron sus propios lemas, sus propios signos
diferenciales según el rango tribal. ¿No era el color de las tiendas lo que distinguía,
en las sierras argelinas, a las distintas tribus, separando sus límites de los de las tierras
vecinas? Acaso el jefe de la tribu no ha bendecido hasta nuestros días la casa que

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acaba de construirse diciendo: «Has sido erigido, oh, tejido, para ser morada bajo la
sombra de la misericordia del profeta Mahoma —Dios lo bendiga y salve—. ¡Protege
a los tuyos y bendita seas!». ¿No fue la casa de los judíos, quienes caminaron
cuarenta días y cuarenta noches por el desierto árido y plagado de peligros detrás de
su profeta Moisés, el Arca de la Alianza, la que contenía diez alfombras de lino? ¿No
se extienden las alfombras de todos los fieles musulmanes hacia la alquibla para
bastir la ascensión de la plegaria hacia la más noble de las direcciones? Y en la
política urbana y de masas, ¿no se suele hablar en árabe del «hilo de la autoridad»,
que solo puede «atarlo» aquel que ha entendido la esencia del tejido social, su
entramado? Tal arquitectura solo puede ser destruida por dos tipos de hombre: el
llegado de extramuros, el extranjero envalentonado, portador de nuevos mapas
trazados con un deseo de expropiación, de mezcla o de continuación; o el caudillo
ignorante que saca su poder de la debilidad de los hilos, del desgaste y deterioro del
tejido. Este es el enemigo de su ciudad, de su pueblo, y la principal causa de su
destrucción y de su muerte.
Ignorante es también aquel que no se da cuenta de los embrujos del hilo, de las
maldiciones del tejido, aquel que no ve, en su exiguo saber, en la ilusión de su
suficiencia, que el oficio de tejedor entraña peligros, negros y funestos reveses. Abre
pues los oídos, Shamsa, y escucha bien lo que te voy a contar.
Los primeros tejidos de hilos son las redes, las trampas, los engaños y las
traiciones, la seducción de falsas promesas, la inducción al asesinato, a la anulación.
El nudo del hilo, que es el principio de cualquier tejido, está formado por dos
cabos que acabarán siendo un solo hilo, un cabo en la mano del Bien y el otro en la
mano del Mal, uno en el cordón umbilical y el otro en el nudo de la horca. Del mismo
modo que atamos una tira de tela alrededor del miembro enfermo con la esperanza de
devolver el cuerpo al estado en el que se encontraba en el momento de cortar el
cordón umbilical, es decir, el nacimiento, para hacer desaparecer la enfermedad,
también atamos, según los escritos maléficos y la magia negra, el hilo de todos los
destinos posibles para acabar con la enfermedad, la desgracia, la locura y la muerte.
¿No dijo Ezequiel: «¡Así habló Jehová: la maldición caerá sobre aquellos que tejan
vestidos, por diferencias de medidas o de personas, para que las almas caigan en sus
trampas!»? ¿No escribimos, desde tiempos de los asirios, nuestros celos y nuestra
pasión sobre un hilo del vestido de nuestra amada y luego lo atamos a nuestras
súplicas pecaminosas para que no la consiga otro enamorado y para que se marchite
sola en las noches de separación, quebrándose en la misma soledad en la que nos ha
dejado?
¿No terminó Aracnea, al proclamarse mejor tejedora que la propia Atenea,
convertida en araña, el animal más horrible que Dios haya creado, y condenada a
tejer una tela interminable que jamás podría vestir?
¿Y cómo asesinaría la desgraciada Medea a su joven y bella rival Creúsa sino con
un vestido envenenado, empapado con los líquidos y ácidos de su odio, un odio que

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no quería saciar simplemente con la muerte de Creúsa, pues la muerte es el destino de
todos los humanos? El objetivo del vestido de Medea era procurar una larga e
insufrible agonía, luego despedazar el cadáver y arrojarlo a la tierra para que se
deshiciera su tejido o, con esa misma intención, hervirlo y comérselo para
fortalecerse con sus primeras fibras.
El verdadero conocimiento, Shamsa, es aquel que se detiene en su cúspide. El
conocimiento es solo aquello que te permite ver las dos caras de una moneda, el
blanco y el negro al mismo tiempo. Quien nos oculta que en el asesinato existe un
placer perverso nos engaña y nos tiende una trampa diabólica en la que caemos como
presas fáciles, cegados por la falsa visión del ángel. Quien no nos enseña el placer de
matar nos mata con su compasión y su menosprecio hacia todo nuestro ser.
Pero detenerse en la cúspide y ver al mismo tiempo las dos caras de una moneda,
¿no es acaso un ejercicio imposible? ¿No será la compasión, incluso el menosprecio,
un cerco con el que protegemos a aquellos que queremos?
Detenerse en la cúspide del tejido es detenerse en la seda. En el ojo de la aguja.
Por eso, mi abuelo le dijo a mi padre: no te cases con esa mujer, y no vuelvas a
aquella ciudad.
El hilo del amanecer iluminó el rostro de Shamsa dormida entre mis brazos,
cuando mi madre se despertó y me llamó desde su habitación.

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16

Me desperté con un intenso olor a sofrito llenándome la nariz. Un sofrito de ajo y


cilantro, no de cebolla. Uno de aquellos que hacen la boca agua y abren de par en par
las puertas del esófago.
Salí al banco de piedra preguntándome por las causas de mi permanente
sensación de hambre en los últimos tiempos. Casi no dejaba de comer, y me pasaba el
día entero buscando comida o curándome de una indigestión o de un dolor de
estómago. No había escarmentado del estreñimiento que había sufrido y que me había
hinchado la tripa como un tambor después de devorar la mitad del campo de higos
chumbos que había delante del restaurante Ayami. Para colmo, luego me había
zampado varias decenas de pequeñas mazorcas de maíz cuyos granos sabían a azúcar
y leche. De no haber sido por el albaricoquero del mercado de Bazarkan y del
endrino, cuyo fruto había alcanzado el tamaño de las moras de delante de la mezquita
de al-Amín, el estreñimiento habría terminado por envenenarme la sangre y matarme.
Esta voracidad me asaltaba como una ola incontrolable contra la que no podía
lidiar; igual que cuando me sobrecogía el deseo sexual y me sacudía todo el cuerpo
de un solo arrebato, como si de repente se levantara del suelo para desplazarse en otra
gravedad, una gravedad desprendida, como arrastrado por el soplar caótico del viento
que a veces llega impregnado de aroma de mujer, un aroma que mi nariz percibe allá
donde vaya. Un olor penetrante y especial que me golpea la cabeza.
En momentos así, me suelo poner de pie en un extremo del banco de piedra, me
meto los dedos en la boca y silbo bien fuerte unas cuantas veces para llamar a Zalch,
hasta que este aparece. Después de dirigirle unas cuantas palabras, que supongo que
comprende perfectamente, nos ponemos a correr juntos. Corro todo cuanto pueden
mis piernas y resiste mi corazón, en todas las direcciones a las que me conduce Zalch,
que me adelanta y vuelve hacia mí cientos de veces, incitándome a correr más
deprisa, a saltar más alto. A veces siento, cuando el sudor reluce como el aceite sobre
su pelo y sobre mi piel, que me arrastra, que me tiene atado a una fuerte cuerda, que
me hace volar por los aires a varios metros del suelo. Corremos juntos como dos
enfurecidos, profiriendo juntos ladridos febriles que excitan aún más nuestro
entusiasmo, alentándonos a seguir corriendo pese al dolor en los miembros, el
escozor en las rodillas y los silbidos en la cabeza. Corremos y saltamos por encima de
las piedras, de los troncos de árboles caídos, de los escombros de muros, de los
montones de plantas, de las fuentes naturales que brotan del suelo, de las puertas
destrozadas de las tiendas, de las escaleras de los pisos más bajos… Al final de la
carrera, nos metemos los dos en la alberca de detrás del Parlamento, donde no
dejamos de jugar y beber de aquel agua tan dulce hasta que se nos enfría el cuerpo y
vuelve a recuperar la quietud de su pulso habitual, sosegado y regular.

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Pero Zalch, que ha percibido mi deterioro físico en los últimos tiempos, y mi
evidente rezago al querer alcanzarlo como hacía antes, da muestras de una creciente
agresividad hacia mí. Una vez, cuando dejé de correr y me senté para retomar aliento
en una piedra delante de los almacenes Bata, se puso a ladrar mientras se acercaba a
mí, enseñándome los colmillos mientras me miraba fijamente a los ojos y rugiendo
como una fiera. No vacilé. Me puse de pie, me fui hacia él con paso tranquilo y con
toda la fuerza que pude le golpeé en el morro. El animal se sentó sobre las patas
traseras mientras yo rugía y ladraba sobre su cabeza. Cuando regresé a mi piedra, lo
vi alejarse en dirección a la plaza de Riad Solh con la cola entre las patas y el vientre
encogido.
Mientras caminaba por la calle de Maarad, de vuelta a casa y con el sudor
corriendo por todo mi cuerpo, me puse a pensar en mi repentino aumento de peso.
Esta es la causa, me dije.
Era cierto que ya no era ningún chico, pero tampoco había podido envejecer en
tan solo unas semanas. Eran sin duda mi apetito y mi constante aumento de peso los
que me hacían sentir tan cansado y volvían lentos mis movimientos, yo que toda mi
vida había sido delgado, por no decir verdaderamente flaco.
El anciano Abu Abdelkarim solía decir a mi padre: Cuida bien al chico, es tu
único hijo… ¿no ves lo flaco que está? ¿Y sabes por qué está así? ¿Es que no te
acuerdas de cuando tú tenías su edad? Cuídalo bien, amigo, no solo es una cuestión
de alimentación… Tiene apetito de otras cosas, y va a terminar por ponerse enfermo,
o por volverse un obseso. ¿Sabes que hay muchachos de su misma edad que han
enloquecido por culpa de lo que estás pensando? Si no quieres casarlo aún, ayúdalo a
descubrir otras soluciones. Enséñale las cosas de la vida, tú que eres un hombre cabal
e instruido. Por mi parte, yo puedo hablar por ti a ciertas personas que le podrían
llevar allá donde uno aprende estas cosas. No hay por qué avergonzarse. Es la
voluntad de Dios y una bendición. Imagina cuál sería tu angustia si Dios no le
hubiera dado esta gracia. Explícame esto, Abu Nicolás, tú que tienes respuestas para
todo: ¿A quién debemos confiar la responsabilidad de nuestros hijos? ¿En nombre de
quién debemos abandonarlos a sus angustias? ¿Quién debe cogerles por la mano
antes de que se los coma la obsesión? ¿Pero no ves, hombre, qué pálido está?
Luego Abu Abdelkarim se puso a reír, sorprendido de ver que mi padre se
ruborizaba y yo no. Pensaba que yo no entendería a qué se refería con sus palabras
alusivas, pero sobre todo le incomodó que él enrojeciera de aquel modo. Yo no
entendí la vergüenza de mi padre y lo achaqué a mi escualidez, aún más evidente ante
el cuerpo rollizo y la tez siempre rosada de Abu Abdelkarim, o al compararme con el
hijo de este, Abdelkarim, un muchacho de cuerpo atlético que frecuentaba un club de
halterofilia y levantaba pesos en el barrio de Basta. Pensé que el motivo de su rubor
era que se avergonzaba de mí, de su hijo delgaducho y desgarbado, y que sentía celos
de Abdelkarim, quien con un solo bofetón sería capaz de hacerme volar por los aires
y dejarme abatido en el suelo como un muñeco de trapo. Cuando bajábamos los

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grandes rollos de telas de los camiones de los mayoristas, un poco antes del inicio de
la guerra y de que mi padre dejara el comercio y la importación especializada para
limitarse a permanecer sentado en la tienda, yo ya me había hecho un hombre. Sin
embargo, los cargueros y los mozos del negocio siempre se apresuraban a ayudarme,
mientras que Abdelkarim podía cargar él solo con varios rollos. Lo hacía a pesar de
las bullas de su padre, que aunque henchido de orgullo, levantaba la voz a su hijo
delante de mi padre, privando al muchacho de su sonrisa durante unos momentos, si
bien esta no tardaba en despuntar al cabo de un rato, cuando Abdelkarim descargaba
las telas de su espalda.
Yo creía que mi padre sentía una gran vergüenza de las alusiones de Abu
Abdelkarim, o de mí, del cuerpo delgado que me había dejado en herencia. No
entendí la causa hasta al cabo de muchos años, después de haber escuchado a
escondidas las confesiones del profesor Kevork, y el llanto ahogado de mi padre tras
las mismas.
Apenas paro de comer. Como si lo que engullera no se quedara en mi estómago.
No lo llenara. Ahora me aventuro a masticar cosas a las que nunca antes me había
acercado, como plantas, reptiles que serpentean por el suelo o pájaros que caen presos
de mis redes. Casi no me da asco nada.
En el trocito de espejo que encontré en el cine Metropole solo alcanzo a ver
algunas partes de mi cara y mi cuerpo, pero no logro distinguir cuánto se ha
ensanchado mi piel ni la grasa que llena mis miembros. Solo veo mis dedos
rechonchos y los pezones de mi pecho descansando sobre mi tripa curvada cuando
me siento, hasta el punto que ya no puedo verme el pene si no es haciendo un
esfuerzo mientras orino o cuando mi olfato siente el olor de mujeres y mi deseo por
ellas se enciende.
Me acuerdo del cuerpo rollizo de Shamsa, de su hermosa y antigua redondez
antes de empezar a fundirse, y me digo que mis carnes grasientas son horribles, a la
fuerza obesas y fofas por culpa de mi apetito voraz y de la edad. Están en decadencia.
¿Pero cómo puede estar mi cuerpo en decadencia cuando nunca desde que me
dejó Shamsa había sentido tal apetito sexual, tal deseo? ¿Cómo podía explicarse un
apetito tal hacia la comida y las mujeres ahora que empiezo a envejecer, a hacerme
mayor? Ya no sé cuántos años tengo pero seguro que más de cincuenta. ¿Cómo iba a
estar en decadencia si apenas logro contener mis deseos desbocados y abiertos a todas
las cosas?
Estos son signos de decadencia, me dijo mi padre mientras me ayudaba a bajar al
sótano los pesados rollos de seda de distintos tipos. Es vergonzoso no saber controlar
un deseo abierto como la boca de un pozo sin fondo, ser incapaz de escoger, de
discernir, de discriminar, de clasificar según el valor o la calidad. Es el deseo ciego de
la célula cancerígena, su culpa y su inocencia al mismo tiempo, pues ¿cómo
reprochar a un ciego que no ve y se golpea con todo en su perpetua oscuridad, a
alguien que no ve ni recuerda?

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Mira un poco a tu alrededor, continuó mi padre, mira a tu alrededor y dime lo que
vendemos ahora, qué tenemos a la venta. ¿Telas o sus imitaciones químicas? ¿Dónde
está el hilo en esta tela de la que ignoramos la composición y el origen? Dime si la
clienta llama a la tela por su nombre o señala con el dedo su color o su estampado. Y
cuando lo toca o acaricia con su mano, ¿va más allá de preguntar si hay que
plancharla?
¿Quién ve ahora el origen de las telas, su nacimiento, la travesía de las caravanas
por el desierto? ¿Quién ve los países, las regiones, las fechas, las historias
conservadas como un milagro en esta ciudad? ¿Quién conoce al comerciante de telas?
¿Quién nos conoce? Entran, compran y al cabo de unos minutos se van. Solo hablan
cuando hay que negociar el precio, hasta tal punto que de nada sirven ya las sillas de
la entrada, de nada las pequeñas mesas en las que antaño se posaban las tazas de café,
los vasos de té, los ceniceros…
El diolen no precisa palabras ni tiempo. No precisa buen trato ni buenos consejos.
Tiene prisa y no puede acompañar a los que gustan de largos paseos. Desde que hizo
acto de presencia en la ciudad, las novias han dejado su ajuar en los cofres de sus
abuelas del pueblo. Ahora prefieren olvidar todo ese folclore engorroso, todos
aquellos vestidos viejos, sus colores apagados y sus bordados sobrecargados,
asfixiantes. Engorroso y solo rememorado cuando se habla de las prendas de atlas
brillante o de crespón que llevan los bailarines de dabke en la televisión.
Solo la muñeca dormida sobre la cama de la novia de pueblo, en su nueva
habitación de fórmica, sigue vistiendo sus antiguos vestidos cosidos a mano. Incluso
el cura prefiere el diolen para su sotana del domingo a la verborrea interminable de su
mujer y de las solteronas de la congregación de la Inmaculada Concepción. Y si las
costureras armenias no se hubieran negado a continuar bordando las estolas de diolen,
podría muy bien haberse deshecho en misa de todas aquellas ropas y relaciones
anticuadas.
¿Pero la culpa no la tiene la pobreza, padre?
¿Cómo iba a ser la pobreza, si este país nuestro no ha sido nunca tan rico como lo
es hoy? ¿No te has fijado en el número cada vez mayor de empresas extranjeras,
cuyas sucursales están creciendo como setas en el centro de la ciudad? Nunca en el
pasado habíamos vivido una época de tanto bienestar y opulencia.
No, hemos entrado en otra era, en la era de la ilusión de que todo puede repartirse
entre todos. La clienta pobre se cree ahora, al entrar en la tienda, que tiene el mismo
poder adquisitivo que la señora adinerada. Se cree que por ir caminando a su aire por
calles y mercados es más libre de lo que era antes. Pero la era del diolen, como
puedes ver, ha atado a las mujeres a las profesiones más modestas del sector textil
justo cuando la tela ha perdido todo su valor y se ha vuelto dependiente de la moda,
de la liviandad, de la primicia. Tiendas de confección que, como ya te he dicho en
alguna otra ocasión, solo han adoptado este nombre para poder vender cualquier cosa

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en cualquier lugar, con el único objetivo de hacer negocio y acumular beneficios,
ajenas al transcurso de la vida.
¿Has sentido alguna vez, al pasar junto a ella en la calle o el mercado, o cuando se
mueve entre la multitud, el olor a una mujer vestida con poliéster o con diolen? ¿Te
has fijado en la textura de su piel? ¿Has observado cómo camina una mujer que lleva
ropa interior de nailon, cómo se mueve y cómo habla? Paséate algún día por el
mercado de an-Nuriyye o por el mercado de Sursuq y fíjate cómo las comerciantes
egipcias compran montones de ropa de este tipo para las jóvenes que allí vendieron
todas sus joyas, todo lo que poseían, por este nuevo capital que enciende la
imaginación de los turistas árabes y de los vendedores de temporada del sur de
Egipto. ¿Te puedes imaginar el olor de las camas en esas habitaciones?
Un olor nuevo y desagradable, y nuevas enfermedades de la piel para cada uno de
esos nuevos tejidos. Eccema, herpes, dermatitis, pústulas, úlceras, misteriosas
supuraciones bajo la electricidad del hilo. Sudor ácido, viscosidad corrosiva.
Secreciones producidas por el abuso de mixturas en esa aglomeración defectuosa.
Así es el comercio de los mercados hoy en día. Es el crepúsculo del vendedor de
telas, no solo de su comercio sino por supuesto también de su fabricación. Madame
Rahme sabe muy bien que para los cuerpos convencionales ya no hay más que tallas
convencionales y un gusto convencional en las producciones, en la popularización de
las novedades.
También es la historia de las casas de esta ciudad. Fíjate en sus cortinas, en sus
visillos, en las tapicerías de sus sillones, en sus cubrecamas, en sus sábanas, en sus
pañuelos. Tejidos finos, todos muy parecidos, que no duran ni se heredan, que vuelan
sin dejar huella, como el folclore de la televisión.
¿Entonces es el final, padre?
No, es solo el final de la gente como yo, de mi edad. Sabemos que no disponemos
del tiempo suficiente para conocer lo que vendrá después, para hacernos una idea de
ello. Por eso estamos condenados a la nostalgia de otros tiempos, al desolado
recuerdo de las virtudes de lo que ya fue y no volverá a ser. No, no es el final de nada
para alguien de tu edad, pues tú aún puedes rectificar lo que se ha hecho mal, volver
las cosas a su cauce. Nada desaparece así, para siempre, en el abismo de la
decadencia. No hagas caso de mis exageraciones, de mi nostalgia. No te creas todo lo
que te digo.
Nada termina así, el viento no se lleva tan fácilmente las ruinas. ¿No fue el
inventor de la bomba atómica, que redujo a la nada a cientos de miles de personas en
un instante, el mismo que descubrió el carbono 14, el método más fiable para
determinar la edad de las cosas y fechar la memoria de las profundidades de la
Tierra? El reloj de la estación de Hiroshima, parado a las ocho y cuarto de la mañana,
¿será para él la imagen que arrancará el tren de su memoria? La fotografía, luego la
televisión, ¿no fueron inventadas por el hombre cuando este se dio cuenta de que su
fe se tambaleaba, disminuía, se debilitaba?

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¿Entonces qué tengo que hacer, padre?
Solo fíjate bien en el diolen, obsérvalo detenidamente y no te rindas al olvido.

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17

No me he rendido al olvido, padre.


Hice todo lo que pude, con todos los medios que Dios me ha acordado. Le enseñé
todo lo que tú me enseñaste, del mismo modo que tú lo hiciste, y como tú he
terminado conteniendo el llanto, reteniéndolo siempre salvo en esta tierra baldía.
Salvo en este andurrial desierto.
Las palabras de tu padre no han servido de nada. Su sabiduría no ha servido de
nada. ¿Qué es lo que se nos ha escapado mientras escuchábamos sus lecciones,
mientras recibíamos su legado? ¿Por qué nos aferramos a ese cordón que nos liga a
nuestros antepasados y que se nos convirtió en serpiente? ¿Cómo, queriéndome como
me quieres y siendo yo tu único hijo, tendiste hacia mí esta cola de reptil? ¿De qué
sirve ahora contar mi historia? ¿Por qué debería aprender de tus lecciones si no tengo
descendencia a quien transmitírselas, si soy el único de esta saga, la cola cortada de
esa serpiente que sigue retorciéndose en vano sobre la arena?
Le enseñé lo que tú me enseñaste y le oculté lo que tú me ocultaste. No olvidé
nada. No tengo la sensación de haber cometido ningún error ni de haber desvelado lo
que no debía ser desvelado, pero por las noches me atormenta, como al amante
abandonado, el sentimiento de haber cometido un error, un error que no logro
encontrar ni aun escarbando en los pozos de la memoria.
Me dejó, padre. Me dejó y se fue.
De nada sirvieron las palabras. De nada sirvieron las historias. Llegó antes que yo
a su final y yo me hundí. Todo mi ser se hundió. Se hundió hasta el punto de merecer
castigos y torturas.
No sirvieron de nada las buenas intenciones, ni la pretensión de tenerlas. No
sirvieron para aliviar el dolor de la herida, para rebajar el peso del remordimiento
sobre la montura de los días que nos quedan por vivir. Una montura torpe que,
aunque sujetes tú sus riendas, solo te lleva por los caminos trazados, prescritos.
Shamsa, aquella que llegó puntual a la cita, me dejó.
Mi madre estaba dormida y yo la esperaba, la seda desplegada en el suelo.
Cuando entró, le rogué que no se desnudara, que no se envolviera en las telas
amontonadas y esparcidas ante nosotros. Espera, le dije. Escucha y luego acaríciala.
Si te vistieras con ella ahora, no podrías disfrutar de todo esto y yo no podría
continuar contándote mi historia como es debido.
¿Cómo podrías cubrirte el cuerpo con lo que todavía consideras un tejido como
cualquier otro? El más bello de todos, el más caro quizá, pero un tejido al fin y al
cabo como todos los demás.
No, Shamsa, la seda es la única fibra natural en toda la superficie de la tierra,
compuesta enteramente de proteínas. La lana está compuesta de células y el algodón

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de celulosa, es decir, la materia que constituye la parte fundamental de las paredes de
las células vegetales.
El secreto de su fabricación e incluso de sus orígenes permaneció oculto en las
lejanas e insondables arcas de Oriente, y las civilizaciones de la otra vertiente del
mundo no lo desvelaron hasta finales del siglo VI. Incluso Plinio el Viejo dejó escrito
que la seda se obtenía de una hebra que crecía en las hojas de ciprés o terebinto, o
quizá de un gusano que vivía en estos árboles. También Aristóteles, al igual que los
antiguos romanos, pensaba que la seda, de la que había oído hablar pero que nunca
había visto, se recolectaba o se fabricaba a partir de la corteza de los troncos de
algunos árboles oriundos del llamado país de Sirik, unas tierras medio legendarias
que Ptolomeo situaba cerca de China y que los manuscritos sánscritos denominaban
país de Sirt o país de la felicidad.
La seda no desveló su secreto fácilmente. El emperador romano Justiniano tuvo
que echar mano de toda su astucia después de que los persas se hicieran con el
control de algunas rutas comerciales. Se alió con el negus de Abisinia, un cristiano
como él, y juntos trazaron un plan, con la ayuda y beneplácito de los monjes y sus
artimañas. Dos de estos monjes, de la orden nestoriana, se dirigieron a la India bajo el
pretexto de evangelización y allí descubrieron el secreto de la seda. Cuando
regresaron, explicaron al codicioso emperador la historia con todo lujo de detalles.
Luego volvieron a la India para de nuevo regresar junto a Justiniano llevando en sus
manos miles de huevos de gusanos de seda escondidos dentro de unas cañas cuyo
interior había sido vaciado.
Más tarde el hilo de la seda seria el encargado de conducir a infinidad de
caravanas y barcos, arrastrando tras ellos teorías universales, religiosas o filosóficas.
Gracias a este hilo, la India llevó el budismo a China y al Tíbet, y tirando de él
Alejandro Magno llegó hasta Grecia, sentándose en el trono de Roma tras haber
extendido su imperio por gran parte de las tierras helénicas y asiáticas. La pax
romana garantizó la expansión del cristianismo y a la vez de la seda. La ruta de la
seda resumía todos los intercambios comerciales acaecidos durante los dos mil años
de relaciones entre Oriente y Occidente, ya fueran marítimos o terrestres, hasta que a
finales del siglo pasado esta tierra se convirtió en uno de los lugares de paso más
importantes de dicha ruta. La ruta marítima partía del mar de China, bordeaba las
costas de la India y seguía surcando las aguas hasta el Mar Rojo, luego el canal de
Suez, después al Mediterráneo y desde allí a Constantinopla, Venecia y Génova. Las
rutas terrestres, en cambio, cruzaban estepas y desiertos, para encontrarse en
Tashkent y de allí dirigirse a Bagdad, Damasco, Beirut y finalmente Constantinopla.
El monopolio de China sobre los mejores huevos no duró mucho, pues el gusano
se vio azotado por una epidemia. Japón había sido un país lejano hasta la apertura del
canal de Suez, que hizo posible viajar hasta allí en pocas semanas o meses. Sin
embargo, hasta finales del año 1866 Japón no abrió sus fronteras y permitió exportar
huevos de gusanos de seda. Antes de esta fecha, muchas ciudades libanesas sufrieron

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esta falta de mercancía, pues algunas de ellas, como Beirut, Tiro o Sidón, eran
famosas por exportar una seda muy preciada hacia Europa. Lo mismo sucedió con
algunas ciudades de Siria, pues la mayor parte de la seda siria procedía del Líbano,
con una media, en aquella época, de unas dos mil toneladas.
Mtanios al-Juri, un beirutí famoso por su osadía, decidió zanjar la cuestión. Salió
hacia el norte en dirección a Turquía y de allí fue hacia tierras germánicas, donde
cogió el tren camino a Budapest, Viena y luego Kiev, en Rusia. A lomos de un
caballo muy bien escogido cruzó los Urales hasta llegar a Siberia, país del frío, por el
que anduvo durante cuarenta días hasta alcanzar el lago Baikal. Luego descendió
paralelo a un río llamado Amur, hasta las fronteras de China, cerca del mar. Allí
Mtanios al-Juri esperó durante veinte días en el puerto Sabirk hasta que pasó un
corsario holandés que lo llevó, a cambio de un buen puñado de oro, al cabo Teraya,
en la costa occidental de Japón. Pasando de una provincia a otra, Mtanios al-Juri
llegó hasta la ciudad de Shikarawa, cercana, según le dijeron, a un pueblo muy
famoso por la calidad de los huevos de los gusanos de seda. Cómo se comunicó con
la gente de aquel pueblo, cómo le permitieron hacerse con las larvas y qué pagó a
cambio de estas, sigue siendo un misterio, a pesar de las incontables historias que se
cuentan de él. Es gracias a este hombre que el kilo de seda libanés pasó a valer unos
sesenta francos franceses, que la prosperidad se extendió en el país y que los
esfuerzos disminuyeron, pues los capullos de gusano procedentes de Japón eran de
tanta calidad que seis kilos de estos bastaban para fabricar un kilo de seda cruda,
mientras que hacían falta catorce kilos de capullos procedentes de otros lugares para
obtener un kilo de seda de calidad inferior.
Antes de que los árabes llevaran la seda a España y Sicilia, y enseñaran al mundo
entero cómo teñirla, fueron los tejedores de la seda de Siria y Líbano los que
enseñaron la técnica del samit a persas y chinos, después de huir a Persia para escapar
a la implacable censura bizantina. Pero sus telas viajaron más allá de Bizancio y
Persépolis, hacia Irlanda y Flandes, y su brocado inspiró a los monjes el arte de
decorar los libros sagrados, a través de los comerciantes armenios y judíos. La
influencia de los tejedores de seda del islam se conservó en las artes decorativas
españolas hasta la disolución de los tribunales de la Inquisición y su negro período de
oscurantismo.
Le conté muchas otras cosas con infinidad de detalles. Luego le dije: Mira.
Deja de mirarme a mí y observa las sedas que te he traído. Apaga la luz y deja
que el reflejo de las luces exteriores, de la luz de la luna llena y de la luz de las
ventanas más próximas ilumine el espacio de esta sala. Cierra un poco los ojos y
luego ábrelos. Olvida la luz del techo o de los rincones de la habitación. Volveremos
a ellas más tarde.
Ahora apenas distinguimos el color de nuestras sedas. ¿Qué vemos entonces?
Todo lo que ves está hecho con el mismo hilo, con las dos mismas proteínas: la
sericina y la fibroína. Así las llaman los especialistas. Pero cada tela es distinta de las

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demás, como el pulso que cambia de una persona a otra.
¿Cómo puede verse la diferencia, las diferencias, entre el inicio de la seda cruda y
el final del brocado, incluso si dejáramos de lado los hilos del bordado? El atlas
pulido, es decir el satén, ¿no parece otra tela, distinta del lampas o del tafetán, cuando
en realidad la forma con la que el ojo se desliza por las pendientes de su brillo hace
de él su primo hermano? Y el gargan, que casi se tiene por sí solo, ¿es posible que
sea pariente del damasco, del pongé, del surah, del tasar, del crepé cuando el hilo de
algunas de estas telas es liso y el de otras rizado, rugoso o pulido por una piedra que
pesa toneladas, cuando algunas de ellas no van más allá de su precio en caído y otras
valen su peso en oro?
Solo la seda, y ningún otro tejido, exige un largo entrenamiento en la sabiduría de
la mirada. Naturalmente, si iluminamos el espacio de esta habitación o llevamos la
seda a la luz del día todo resulta mucho más fácil, o eso nos parece. Un sufí iraní, que
siempre alzaba sus plegarias y sus rememoraciones del nombre de Dios mientras
tejía, dijo una vez que todas las telas pueden ser teñidas con los colores que se nos
antojen, todas menos la seda, pues esta nos devuelve solo la ilusión del color, nos
envía el reflejo de la luz mezclado con el de sus hilos, el color del tinte escogido
mezclado con la voluntad del propio hilo. Por eso, el color de la seda teñida nunca es
el mismo que el del tinte original, y también por eso la seda nos muestra tonalidades
distintas que se van moviendo a la par que nuestros ojos y que la posición de nuestro
cuerpo cuando la miramos o la vestimos.
Yalal ad-Din ar-Rumi decía que hay en el ritmo de las telas una cadencia que
regula el movimiento del universo y que entraña un misterio tan inmenso que, si lo
comprendiéramos, los elementos del cosmos se mezclarían y el universo caería en un
caos mortal. También decía que el ritmo del tejido de seda —cuyo hilo posee un eco
especial— puede acercarnos a la ilusión de llegar a entender ese misterio, por eso hay
que ser muy cauto en el trato con la seda y sus sonidos.
Ahora, Shamsa, quédate donde estás. Me acercaré a las sedas y las iré moviendo
una a una. Escucha bien. Escucha sus sonidos, entre el roce rauco y la cantinela, entre
el tambor lejano y el gemido de violines tañidos por ciegos perdidos de amor…
Cuando las cojo por las puntas con mis manos, apretándolas y luego soltándolas, ¿qué
oyes? Acércate un poco, cierra los ojos para que su energía pase a tus oídos. ¿Qué
oyes? La liberación de las aguas retenidas de un arroyo, el romper de una ola sobre la
arena ardiente, el suspiro producido por el escalofrío del deseo, el susurro de la leche
en el pecho antes de verterse en la boca del niño, la contracción del frío mercurio
sobre cristal pulido, el murmurio de la primera gota de sangre en el himen de una
virgen…
Fricciones de objetos o de miembros en plena actividad. Actividad callada de las
criaturas de la sombra, en un hilo que es el hilo y su sombra, la imagen y su fantasma
en el vacío del espejo.

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Ahora quiero tocar la seda, dijo Shamsa. Quiero arroparme con ella, tenderme
desnuda sobre ella, envolverme en ella. Luego continuaré escuchando su historia.
Como un gusano de seda.
En los ojos de Shamsa había un fulgor tal de deseo que mi respuesta fue
contundente: No, todavía no.
¿No pasaré la noche aquí?
No, Shamsa. Ahora debes volver a tu casa. Debes detenerte un poco en lo que te
he contado, en lo que has oído. Como el gusano de seda, debes ayunar un poco, alejar
de ti el ansia de seguir escuchando. Para que la trama de esta historia pueda ser bien
urdida.

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18

El día que Shamsa volvió a mí para escuchar el resto de la historia, fue nuestro último
encuentro.
Shamsa se encontraba en la habitación de mi madre cuando entré en casa. Era
obvio que había llegado varias horas antes a la cita.
Estaba desnuda, envuelta solo de sedas transparentes, en capas superpuestas de
distintas coloraciones.
Salí disparado hacia el salón, acongojado e intentando rebatir los pensamientos y
las imágenes que se precipitaban y confundían en mi cabeza.
Los montones de seda esparcidos por todos los rincones de la estancia
confirmaron mis temores. ¿Cómo había podido saber dónde las había escondido? ¿Se
lo había dicho mi madre? ¿Cómo le había podido indicar el lugar en el que se
encontraban, estando en la cama sin poder moverse?
Vacilé mucho antes de levantarme, temeroso, para examinar la seda de cerca. El
corazón me dio un vuelco cuando la olí.
¿Cómo había podido suceder algo así? ¿Cómo había podido suceder y en cuánto
tiempo?, me preguntaba una y otra vez, con la mirada perdida hasta el punto que no
vi a Shamsa salvo cuando esta estuvo muy cerca de mi sillón.
No osé mirarla a los ojos. No osé mirarla a los ojos ni pronunciar una sola
palabra. ¿En cuánto tiempo?, me preguntaba, ¿en cuánto tiempo? ¿Cuántas semanas
habían pasado desde nuestro último encuentro?
No osé mirarla a los ojos. Su vientre estaba delante de mi rostro. Luego me di
cuenta. Me aterrorizó constatar que había adelgazado tanto. Todo su cuerpo se alzaba
prieto hacia lo alto, como si su antigua redondez se hubiera esfumado en pocos
segundos.
Parecía más alta, ahora que había perdido su exuberancia. Se parecía un poco a
una serpiente, a una víbora, con aquellas nuevas curvaturas. Estaba de pie y no se
movía, pero su cuerpo parecía retorcerse como el de una víbora.
¿Por qué has adelgazado tanto, Shamsa? ¿Has ayunado como un gusano de seda,
como te aconsejé la última vez?, le dije tratando de bromear, de dar un tono de
normalidad a mis palabras que alejara de mi mente los malos pensamientos.
No, respondió Shamsa. Es solo que ya no necesito pesar, ya no necesito afianzar
mi cuerpo en la tierra. Ya no me gusta la comida, he encontrado algo mejor. Quiero
ser ligera como lo que llevo puesto. Quizá consiga volar, como la mariposa.
Quise decirle que, antes de volar, el capullo debe salir de su caparazón, debe
romper los hilos. El gusano debía olvidar todo lo que había segregado a lo largo de su
vida, no recordar nada acerca de la seda una vez convertido en mariposa. Para poder

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vivir la breve y fútil vida de las mariposas debía borrar todo su pasado, olvidar la
seda.
Sin que yo abriera la boca, Shamsa dijo: ¿Acaso esto no es mejor que morir
asfixiada?
Quién sabe, Shamsa, le respondí. A lo mejor el gusano se convierte en su propia
seda cuando muere dentro de su capullo. A lo mejor se contenta con la vida que es la
suya misma.
Pero Shamsa no escuchaba lo que le estaba diciendo. Me miraba con unos ojos
ausentes semejantes a los de mi madre. Cuánto se parece ahora a mi madre, en su
nueva delgadez…
¿Cómo tratar ahora, por qué tratar ahora de separar la tentación de la nada, de la
muerte? ¿Acaso no soy plenamente consciente del inminente fracaso?
¿Cómo perseguir a mi deseo para devolverlo a mí si soy plenamente consciente
de que Shamsa no me dejará tocarla ni una sola vez, de que mi insistencia por hacer
el amor con ella solo tendrá como desenlace el castigo y el dolor? Para que la belleza
de Shamsa alcance su plenitud, no solo debe resistirse a mí para siempre, sino que
debe iniciar su huida, de cuyo advenimiento tengo absoluta certeza.
¿Debo calificar su próxima enfermedad de desastre? ¿De perfeccionamiento del
mal y del vicio? ¿De pasaje a otro mundo que infringe los límites de lo prohibido y
que los médicos denominan histeria?
Su cutis pulido sobre los huesos de la cara parecía hecho de cera ocre, como de
oro antiguo y apagado. Sus ojos, hundidos en sus órbitas, en lugar de deliciosa miel
desprendían un reflejo verde, parecido al de la bilis. Su boca, que yo veía de un rojo
carmesí aun sin mirarla, se había vuelto violeta, como si hubiera sido golpeada.
Dios mío… ¡Qué hermosa y aterradora estaba Shamsa! ¿Acaso podía existir en el
mundo algo más bello que aquella mujer desnuda bajo sus velos, algo más espantoso?
Oía el roce de los paños de seda que colgaban de sus pezones cada vez que los latidos
de su corazón le agitaban el pecho. Oía ese roce mientras ella seguía de pie, sin
moverse, palpitando en mis miembros como el hormigueo del plomo fundido en el
agua fría. La cabeza me ardía ahora en una fiebre semejante a las que me asaltaban de
niño cuando algún envidioso me echaba un mal de ojo. Entonces siempre había quien
me leía algún hechizo para curarme. ¿Quién me ayudará ahora a curar esta fiebre?
¿Quién vendrá a liberar todo este deseo, retenido como por una antigua maldición,
este deseo ondulante, convulso, detenido en su lugar, en su blasfemia?
¿Debo tender la mano hacia su muslo o entregarme al delirio febril? A ese delirio
que me asaltaba de niño. Me aferro al rostro de mi padre para ver a mi madre, no a
Shamsa. Para que el sentimiento de incesto me aleje de la fiebre del deseo y me lleve
a la fiebre de la enfermedad.
La fiebre me salvó de ver lo que vi. Arrojé la imagen que me atormentaba como
una obsesión maléfica y la achaqué a mi delirio. Me dije que no había visto lo que
había visto sino que lo había imaginado en mi delirio, en mi enfermedad.

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Mi madre repetía «solo ve lo que quiere, solo ve lo que quiere» y al hacerlo me
salvaba. Ahora sí veía lo que quería. Mirando siempre en una dirección distinta a
aquella de donde provenía la voz o la llamada. Parecía estar pidiéndome a gritos que
revelara a mi padre su secreto cuando le decía a su hermana, pero queriendo que mi
padre lo oyera: ver solo lo que uno quiere es una costumbre de cegatos, no de
tímidos.
Me ayudó la enfermedad y el amor hacia mi padre. Me vi a mí mismo, en la
compasión que sentía por él, entrando en su cuerpo, deslizando fácilmente mi
pequeño cuerpo en el suyo. ¿Por qué nos engaña, padre?, iba repitiendo para mis
adentros a lo largo de toda la noche. ¿Por qué nos engaña cuando nosotros la
queremos tanto? La pregunta no dejaba de dar vueltas en mi cabeza, insistentemente,
hasta el punto de hacerla oscilar como el péndulo de un reloj de pared, como si fuera
uno de aquellos locos que, apartados del mundanal ruido, se dejan caer en un abismo
cuyas profundidades nadie conoce.
Trayéndole aquellos grandes ramos de flores, de noche al volver a casa, para que
nos perdonara por nuestro pequeño retraso en el mercado, sentía las espinas de las
rosas y de los tallos de otras flores clavárseme con fuerza en las manos y en los
brazos, expiándome con mi dolor al igual que hizo Jesús, tal y como me habían
enseñado los curas. Al igual que aquel que sufrió, fue crucificado y murió por mí,
para redimirme de mis pecados.
Miraba de reojo el rostro siempre sonriente de mi padre y me preguntaba
angustiado cuáles serían nuestros pecados. Me esforzaba mucho para imaginar uno
solo, mío o de mi padre, que hubiéramos cometido sin darnos cuenta, sin querer, y
que tal vez hubiéramos olvidado. Pero nunca encontraba nada. Quizá, pensaba, mi
padre gana un poco más de lo que debería vendiendo telas y comerciando con ellas.
Quizá cometía el pecado de la arrogancia al jactarse de su padre, de sus vastos
conocimientos en materia de telas y de historias de ciudades.
Cuando mi padre me preguntaba si el ramo pesaba demasiado y si prefería que lo
llevara él, me apresuraba a agarrarlo todavía con más fuerza y, apretándolo contra mi
pecho, le decía que no. Ofrecía mi sufrimiento de redención a nuestro Señor
Jesucristo, levantando la cabeza hacia el cielo negro, entre los tallos, y haciendo voto
de volverme cura si mi padre no descubría el secreto.
Un día, mientras subíamos las escaleras, le pregunté a mi padre si nuestra vecina
Sara era guapa, si tener el pelo largo y rojizo hacía que una mujer fuera bella. Mi
padre se echó a reír y me respondió que no lo sabía, y que mi madre era la mujer más
bella de todo el universo. Al verme un tanto preocupado añadió que yo no podía
saber lo guapa que era mi madre precisamente porque ella era mi madre. ¿Y mi tía?,
le pregunté. ¿Mi tía no es guapa? Pues claro que sí, respondió, pero a pesar del
indiscutible parecido entre tu madre y ella, la belleza de tu madre es algo único de lo
que debes estar muy orgulloso. Entonces estuve a punto de decirle que él tampoco
podía saberlo porque era su marido, pero desistí apenado al recordar el delicioso olor

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a pastel de cúrcuma que siempre emanaba del regazo de mi tía, que se hacía un hartón
de reír cuando yo no entendía su acento egipcio.
Entre todas las mujeres, fue a mi madre a quien escogió y amó. La encontraba la
mujer más hermosa de la tierra y no dejaba de disculparse. ¿Qué podía hacer yo? Me
abría la puerta y me hacía entrar antes que él. La encontrábamos sentada, con el
rostro apagado, en un rincón del salón, vestida aún con la ropa de estar por casa.
Entonces mi padre encendía la luz, le daba las buenas tardes y me miraba,
empujándome con un gesto con la cabeza, a darle las flores. Me metía durante un
segundo en la piel de mi padre y arrancaba a correr hacia ella con mi gran ramo para
abrazarla. Juntos nos disculpábamos por nuestro retraso, pero ella nunca dejaba pasar
la ocasión de reprendernos. Nunca aceptaba nuestras disculpas, nunca ponía el ramo
en un jarrón.
Luego entraba en su habitación para cambiarse mientras mi padre llevaba el
jarrón a la cocina para llenarlo de agua y yo corría a mi cuarto y cerraba la puerta. No
quería seguir escuchando su retahíla de disculpas y de súplicas a media voz. No
quería verlo añadir sal a la comida cada vez que, estando todos en la mesa, la veía a
ella hacerlo en su plato. No quería ver la boca de mi madre masticando la comida,
cantando o besándome. No quería ver su boca en el bigote del profesor Kevork.
Quería que aquello solo fuera fruto del delirio. Pero ella no me ayudaba.
Sin embargo, yo sé muy bien lo que vi. Estaba dormido en el sofá de lino del
salón del profesor Kevork, delante de la luz del rincón que iluminaba la mitad inferior
del cuerpo de mi madre, de pie junto al piano. Era como si su hermosa voz de
soprano, repitiendo una y otra vez las distintas escalas, me acunara en mi sueño hasta
que, cuando se hizo el silencio, me desperté.
Supe enseguida que no debía ver, así que cerré los ojos al instante. Esperé durante
mucho rato antes de volver a abrirlos, ya fuera para que terminaran lo que estaban
haciendo o para asegurarme de que estaba despierto, de que había vuelto del mundo
de los sueños, del entramado onírico.
Su boca seguía sobre la del profesor Kevork, bajo la luz de la esquina. Él, sentado
en el pequeño taburete enfrente del piano. Ella inclinada sobre él, su boca en la del
profesor Kevork, su mano sobre su hombro. Su cuerpo estaba lejos del de él y ni ella
lo abrazaba, ni él la abrazaba a ella. Como si estuviera despidiéndose de él, como si
estuviera despidiéndose de cualquier amigo, salvo que su boca… Era como si sus
labios se hubieran quedado pegados a los de él por descuido, o quizá esta fuera la
única imagen que conservaron mis ojos al abrir y cerrarse tan fugazmente, una
imagen fija, una fracción de su movimiento. De su beso. De su ternura.
Cuando salimos a la calle no la miré a la luz del día. Le tendí la mano y ella la
cogió como siempre. Dejé mi mano en la suya el tiempo que me pareció suficiente
para que se impregnara de su aroma. Cuando más tarde olí mis dedos, a escondidas
de ella, el perfume de después del afeitado del profesor Kevork me llenó la nariz,
aquel perfume de Old Spice que ella le había regalado para su último cumpleaños y

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que no gustaba a mi padre, que se negaba a utilizarlo, pues prefería su gran botella de
colonia Amatori, cuyo cristal transparente mostraba un líquido amarillento, color
orina. Tu colonia, padre, parece meado. Un día romperé la botella de colonia.
Fue la botella blanca de Old Spice sobre la que me abalancé apenas entramos en
casa y con la que me rocié las mejillas y las manos antes de que mi padre volviera de
la tienda, para que pensara que el olor de sus manos y de sus labios venía de mí…
Por la noche me desperté delirando, ardiendo de fiebre.

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19

Ella no me quiere, Yiryis, le dijo el profesor Kevork a mi padre. Ella no quiere a


nadie, ya no quiere a nadie, ya no quiere nada. Yo utilizaba la excusa de las clases de
música y canto para aferrarme a ella, para que ella se aferrara a algo…
No quiero oír nada más, Kevork…, dijo mi padre.
No, lo interrumpió Kevork. Tenemos que hablar del tema. Tenemos que encontrar
una solución.
Ahora ya no hay solución, Kevork. Todo se acabó.
Al principio había oído el chasquido de la llave en el cerrojo de la puerta
acristalada de la tienda y luego los pasos apresurados del profesor Kevork. Sentí un
dolor punzante en los brazos, sobre los que había estado apoyando la cabeza durante
seguramente mucho rato, dormido sobre unas piezas de patrones, igual que cuando de
niño me quedaba dormido sobre los deberes de la escuela. Me quedé en mi sitio y no
subí, donde estaban ellos, pues a pesar de que ya habían pasado muchos años después
de aquel beso, o de aquel delirio, no me gustaba ver al profesor Kevork, ni quería
saber nada de él. Absolutamente nada.
Escucha solo lo que tengo que contarte, Yiryis. Escucha lo que he comprobado
por mí mismo y que creo que tú ignoras en una buena parte, a pesar de todo tu saber.
No es un vicio, Yiryis, es una enfermedad.
Ya sé que es una enfermedad, dijo mi padre, pero una enfermedad incurable. Una
maldición.
Hay un médico, Yiryis. Un médico francés muy famoso. Se llama doctor Gaétan
Gatian de Clérambault. Me habló de él por casualidad mi tío Vartan, quien lo conoció
en Tesalónica, en Grecia, durante la guerra, en 1916. El hombre estaba enfermo y mi
tío Vartan lo llevó desde el camino en el que había caído inconsciente hasta el
hospital francés. Así fue como se conocieron. Estaba enfermo de malaria y además
sufría por las secuelas de una herida muy profunda en el hombro provocada por un
fragmento de obús durante una misión de reconocimiento tras las líneas alemanas. A
este médico le gustaba mucho la fotografía y le enseñó a mi tío muchísimas fotos que
había tomado en Marruecos, donde fue enviado para que se curara de su herida en el
hombro, antes de ir a Tesalónica. En Marruecos Clérambault aprendió el árabe
clásico y también el dialecto marroquí para poder hablar con la gente y saber si lo que
él había descubierto en su país también existía allí, en Marruecos. Empezó hablando a
la gente de las fotos que tomaba de vestidos de mujeres y otras telas, pues siete años
antes de llegar a Marruecos este médico había publicado un estudio titulado La
pasión erótica de las mujeres por las telas.
Al principio, mi tío Vartan creyó, o eso es lo que me contó a mí, que el hombre
estaba enfermo de la cabeza, quizá como consecuencia de las fiebres que le producía

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la malaria. Pero ellos, después de hacerse amigos, siguieron carteándose durante
muchos años, pues mi tío sentía y sigue sintiendo una gran curiosidad por esta
extraña enfermedad y por las noticias que le contaba el médico francés.
Tras la guerra, mi tío Vartan vino a Beirut para vivir en nuestro pueblo. Fue
entonces cuando me contó que el doctor Clérambault se había trasladado de
Tesalónica a Fez, en Marruecos, que había tenido la intención de venir a Damasco y
Beirut, pero que se había quedado ciego después de fracasar todas las operaciones
quirúrgicas que le hicieron para quitarle unos glaucomas. Cuando dejó de escribir, mi
tío preguntó por él en una de sus direcciones, un hospital de París, donde le
informaron en una carta que llegó a finales de 1934 que el doctor Clérambault se
había suicidado con su pistola del ejército en su casa situada en un suburbio de París.
¿Por qué me cuentas todo esto, Kevork?, le preguntó mi padre.
Para decirte que es una historia verídica y que yo mismo lo he comprobado, a
pesar de las dudas de mi tío Vartan acerca de la salud mental de este médico después
de enterarse de que se había suicidado en su casa. Según mi tío, si el hombre hubiera
estado bien de la cabeza no se habría suicidado. Quizá todo lo que me contó, decía, lo
fabricó su mente enferma. ¿Es posible que una mujer enloquezca de pasión por una
tela? Nunca había oído algo así en toda mi vida.
Por la seda, Kevork, dijo mi padre. Solo por la seda.
Sí, solo por la seda, Yiryis, pero Atenea no es la única.
Lo sé, Kevork.
Solo escúchame, Yiryis. No he venido a decirte lo que tú ya sabes. He venido
después de conseguir una copia del estudio de este médico. Me la ha mandado mi
sobrina, que está estudiando odontología en París. Al parecer hay muchas mujeres
que presentan los mismos síntomas y puede que ahora su caso ya esté siendo tratado
por la medicina. A lo mejor existe una cura.
Si conocieras la seda, Kevork, no tendrías esperanza alguna de cura.
El asunto está relacionado con el robo, dijo Kevork. Le traje unos vestidos hechos
con todo tipo de sedas, pero no sirvió de nada. Lo que dice el estudio es verdad.
Quizá empezaron por tratar la cleptomanía, quién sabe. Pues al parecer, antes de
robar la seda, las mujeres que se encuentran en el mismo estado que Atena sienten
una fuerte contracción en el estómago, una contracción dolorosa y agradable a la vez
que no pueden controlar. A la vista de la seda, sus ojos se cubren por un velo de
dolor, de dolor y de placer al mismo tiempo. Un largo vestido de seda del que solo
querrán un pedacito que no conseguirán nunca desgarrar.
No conseguirán nunca desgarrar la seda porque oyen sus gritos. Todas ellas
hablan del grito de la seda, un grito que no pueden soportar. ¿No te has fijado que
desde hace un tiempo las manos de Atena están enrojecidas, maltrechas, hinchadas?
Apenas cogió el vestido que le regalé quiso romperlo, pero no pudo. Se puso a llorar
de dolor, no sabía cómo resquebrajarlo, había perdido el control sobre sus dedos.
Gritaba y no quería que yo la ayudara. Todas oyen el grito de la seda, su voz cuando

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se mueve entre sus manos o en algún lugar cercano. Como si no supieran lo que es,
como si no hiera una tela hecha de hilo.
Es que no es ninguna tela, Kevork. Es el único hilo que no fabrica el hombre. El
único que nace ya hecho, terminado, tal cual lo conocemos. El único compuesto de
proteínas vivas que no mueren. Ni lo fabricamos ni extraemos de su fibra una sola
hebra, un solo filón.
Pero ellas no desean la seda, continuó Kevork. Se niegan, por ejemplo, a dormir
bajo sábanas o edredones de seda o aun a vestirse con ropa de seda. Tú solo has visto
esto en Atena, pero a todas les pasa lo mismo. Creen que dormir o vestirse con seda
es un tipo de seducción amoral propia de las prostitutas, que utilizan sus cuerpos y
sus camas para atrapar a los hombres. No es pues un vicio, Yiryis. Es una enfermedad
que solo afecta a las mujeres y que no se parece en nada a las enfermedades que
podamos sufrir los hombres, las enfermedades sexuales, quiero decir, no se parecen
en nada. Nosotros nos aferramos a veces al terciopelo, a la piel, pero el asunto es muy
distinto: a nosotros no nos excita la visión del terciopelo o de la piel salvo cuando los
vemos sobre el cuerpo de la mujer o cuando evocan su presencia en nuestra
imaginación. Pero el estudio sostiene, y ahora nosotros sabemos que es verdad, que
estas mujeres no tienen la misma imagen de la seda cuando hacen el amor con ella.
Ni su tacto, ni su voz, ni sus gritos tienen nada que ver con nosotros, con nuestros
cuerpos o nuestros miembros. Ellas nos olvidan por completo. Dejan de desearnos
por completo. No existimos en sus deseos. Solo están la seda y el dolor del deleite
que obtenemos por ella. El placer de este dolor, separado de cualquier otra cosa que
se le parezca. A él se entregan exclusivamente. A él son llevadas sin haberlo elegido.
No ven nada más. En el libro de Clérambault se cuenta que los comerciantes de seda
fueron los primeros en darse cuenta de los peligros de esta, por eso prohibieron que
fueran mujeres quienes la vendieran. En otros tiempos, encerraban a las mujeres que
trabajaban en su fabricación, es decir, en su urdido o en su teñido, y solo las dejaban
ir cuando habían terminado su jornada laboral. Después de muchos años siguiendo
este ritmo de trabajo, las ingresaban en un manicomio.
Atena todavía no está loca, Yiryis. Delira, se inventa nuevas historias y nuevos
roles. Quizá trata de escapar de este destino al que parece saber que se dirige. No nos
hace sufrir voluntariamente. No nos odia. Solo es que no nos quiere, no quiere nada
de nosotros, no le servimos de nada. El placer que siente haciéndonos sufrir, ¿no ves
cómo intenta muchas veces expiarlo? No es mala, Yiryis, tú lo sabes tan bien como
yo. Sabes que su aislamiento no es por odio hacia nosotros, tiene que estar sola
cuando le asalta el deseo, sola en la oscuridad, sin ningún hombre delante.
La mariposa de la seda, Kevork, solo pone sus huevos en la oscuridad. Todos sus
huevos machos serán alimento de los pájaros. Y solo en la humedad más oscura el
hilo se deshace del cadáver asfixiado, en agua hirviendo, antes de ser aplastado por
los enormes tornos de mármol para pulir su brillo.

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No hables así, Yiryis, no hables así. Tal vez los médicos siguen intentándolo, en
Francia… Le he pedido a mi sobrina que me escriba.
Me quedé donde estaba, inmóvil, quieto como una piedra, sin apenas respirar. El
profesor Kevork se fue y mi padre volvió a cerrar con llave la puerta acristalada ele la
tienda. Apagó la luz y yo permanecí sumergido en la oscuridad. Luego oí su llanto
ahogado.
En aquel momento, solo pedí una cosa a Dios: que aquella tarde no le llevara
flores.
Pero él siguió llevando flores y rosas cada vez que nos retrasábamos en la tienda.
Y eso es lo que también seguí haciendo yo después de morir él, aunque no me
hubiera retrasado.
Le siguió llevando rosas incluso después de enterarse de que el profesor Kevork
se había suicidado, transcurridos pocos meses desde aquella tarde en la que lo oí
llorar en secreto. Mi madre no pareció muy afectada cuando se enteró de la noticia.
Solo parecía sentirlo. Se quedó absorta durante unos segundos y luego dijo que era
una pena que Dios se hubiera llevado al profesor Kevork tan pocos días antes de su
estreno. Ahora tendría que encontrar sin demora otro profesor y eso no sería fácil.
A partir de aquel día, mi padre ya no volvió a prohibir tajantemente a mi madre ir
a visitarlo a la tienda. Le dejaba que fuera al piso de abajo sola, sin permitir que
ninguno de nosotros bajara mientras ella estuviera allí, por muy necesario que fuera
para el negocio. Solo él descendía al sótano después de irse ella. Cada vez, yo le
proponía ordenar las telas tras el paso de mi madre, para que no le cupiera ninguna
duda de que yo también conocía su secreto. Mi máxima preocupación era que mi
madre se fuera a otra tienda, por eso me pasaba la mayor parte del tiempo entrando y
saliendo de la nuestra. Caminaba por la calle mirando a un lado y a otro, acudiendo
sobre todo a la tienda de Abu Abdelkarim. Me tomaba un té fingiendo disfrutar de la
compañía y amistad de su hijo, Abdelkarim. Muchas veces me daba por imaginarme
que ella quería entrar en su tienda, y que yo debía estar allí para impedírselo y
acompañarla hasta la nuestra.
En aquella época yo no me compadecía de mi madre. No había en mi corazón la
compasión que había en el de mi padre. La pasión que él sentía por ella parecía no
haber menguado lo más mínimo en todos esos años… Lo miraba mientras él la
miraba, y me preguntaba si el amor que le profesaba no iría aumentando con el
tiempo. Era amor, y no solo compasión.
Cuando a veces mi padre y yo nos deteníamos un momento en la iglesia de San
Jorge, yo le pedía al santo, que llevaba el mismo nombre que mi padre, que me
perdonara aquellos momentos, por pocos que fueran, en que empujado por la
debilidad deseaba la muerte de mi madre. Entonces le suplicaba a san Jorge que
intercediera por mí para que Jesús no me escuchara nunca en uno de esos momentos.
Cuando las visitas de mi madre a la tienda empezaron a espaciarse, me dije que
entonces solo era una cuestión de tiempo. Que con la edad, su delirio iría

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debilitándose y menguando, y que eso dejaría a mi padre unos cuantos años de
margen para vivir sin miedo. El miedo de verla aparecer por la tienda, por lo menos.
Yo la ayudaba a inventar sus roles imaginarios, sus distintas historias sobre ella
misma y sobre nosotros, para que pasara plácidamente hasta ese otro mundo, el de la
imaginación desbocada, y permaneciera en él, en su propio universo de ilusiones, en
la amable ligereza del mundo.
¿Sabía mi padre todo aquello para soportarlo durante tanto tiempo con la
paciencia de un santo? ¿Esperaba, como yo, que ella cruzara definitivamente la
frontera que llevaba hacia ese otro mundo para quedarse en él para siempre y para
que él, con el corazón sosegado, pudiera continuar enseñándome lo que su padre y su
vida le habían enseñado?
Pero mi padre, que sabía muy bien que nosotros no vivíamos en la misma época,
no llegó adonde llegó mi abuelo, cuyo nombre yo heredé.
Mi padre nunca me dijo: No te cases con esa mujer o no vivas en este país. Murió
antes de que Shamsa entrara en esta casa. En cuanto al país, los tiempos no eran los
mismos que los de su padre. O quizá yo tuviera menos fuerza. Quizá mi alma fuera
más débil que la de mi padre cuando tenía mi edad, y por eso no osó aconsejarme
algo que de todos modos no sería capaz de hacer. O quizá las palabras que mi abuelo
dijo a mi padre y que quedaron en pura retórica, en un vano saber transmitido de
generación en generación sin que nadie saque en realidad provecho de él, se hayan
encarnado y materializado en la vida de mi madre, para que toda esta historia, pasada
y presente, fuera al fin olvidada. Inútil tratar de aprender de las lecciones de nuestros
abuelos. El consejo está demasiado lejos del tiempo a venir y no se saca provecho de
la experiencia hasta que esta ya ha transcurrido.
Ni él ni yo obtuvimos pues provecho de los sabios consejos de mi abuelo. Ni de
los de nadie. Todo lo que aprendimos, él y yo, vino como a destiempo, contra todo
pronóstico. Nos atravesó como si fuéramos tan transparentes como la seda. No
dejamos ninguna huella. Mi madre, y tras ella Shamsa, se fue allá donde habíamos
previsto, donde sabíamos que iría, mientras que tal vez nosotros dos fuimos los
únicos capaces, por haberlo previsto y sabido de antemano, de impedírselo, de
retenerla.
O quizá lo que pasó no fuera sino consecuencia de todo ello. Como si el
presentimiento fuera el que nos condujera a los acontecimientos, el que nos arrastrara
hasta ellos.

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20

Mi padre continuó diciendo: Escucha, Nicolás, la belleza no alcanza su culminación


si no se deshace de todo lo que no es ella.
Así es como se sesga la vida que hay dentro del caparazón antes de que alcance
su máxima plenitud, mientras los dioses gritan en la noche exigiendo las víctimas de
sus sacrificios y libaciones para que se alce al cielo la plegaria a ellos dirigida, para
que se trace una línea de separación entre el cielo y la tierra, para que el agua
retroceda hasta los límites de la costa y sea retenida entre las márgenes de los ríos.
Cuando a la fuerza del hilo se le une su solidez, se anudan el deseo de poder y
todo tipo de malvadas maquinaciones. Tal vez por eso los hombres de la Antigüedad
limitaron el uso de la seda en el vestir a los reyes, sultanes y personalidades sacras,
prohibiéndolo al resto de la gente. No era una muestra de tiranía, sino una precaución
ante la seducción del poder, ante las ilusiones de hegemonía y toda la corrupción que
estas originaban en las almas de las personas, en la sociedad, y ante la delimitación de
las fronteras entre clases.
Justiniano no decidió por él solo aliarse con el negus de Abisinia. No fue él quien
ideó el plan de los dos monjes nestorianos para robar el secreto de los huevos
contenidos en el bastón hueco, sino que fue su mujer Teodora, la hija del domador de
osos del circo imperial. Había trabajado como bailarina en tabernas y luego en
burdeles bizantinos antes de hacer de la prostitución su profesión. Era una mujer
hermosa e inteligente que, gracias a su astucia y deseo de poder, consiguió llegar
hasta el emperador, casarse con él y gobernar a su lado antes de ocupar
definitivamente su lugar, mientras el sabio Justiniano, con cuyo nombre se bautizó el
siglo VI, se dedicaba a cuestiones relacionadas con el derecho y la arquitectura.
Teodora era una hechicera, o al menos eso decían algunos libros, y su codicia y su
amor por el lujo no se quedaron en el interior de las fronteras imperiales, sino que
entonces necesitó la seda, para cuya obtención empleó todo tipo de artimañas.
Cuando el pacífico Justiniano se preparaba para huir de la ira de los oprimidos,
hambrientos y rebeldes después de que estos quemaran la iglesia de Santa Sofía,
orgullo de la arquitectura imperial, y otros muchos edificios, Teodora lo agarró y le
prometió que ella se encargaría de resolver aquel asunto si luego él no le pedía
cuentas de nada. Convocó a uno de sus amantes, el general Belisario, a quien ella
había comprado un ejército de mercenarios, y le dijo: «No vuelvas si no es vestido
con mi color favorito». El sol de aquel día se puso sobre más de treinta mil muertos
de entre la población civil, y el sol del día siguiente despuntó sobre la emperatriz roja
pavoneándose con sus sedas color coral ante los pintores de iconos. Los fabricantes y
tejedores de seda de nuestras tierras tuvieron que esperar aún hasta el siglo IX para
poder escapar de la vigilancia asfixiante de las leyes de Teodora. Tres siglos, en cada

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uno de cuyos días no se producían más de cinco centímetros de brocado marcados
con el sello del funcionario imperial.
En todas las historias que se cuentan sobre la seda encontramos siempre
traiciones, infamias y mucha mucha ambición.
Julio César no solo codiciaba las riquezas del Nilo en su guerra contra Cleopatra.
Los caudillos de su ejército le hicieron saber, a través de sus informes, que aquella
reina poseía «telas hechas de brisa». Cuando César volvió a Roma con los baúles de
la derrotada Cleopatra, Roma vio la seda por primera vez. Sus senadores se
apresuraron a prevenir a César sobre el uso de aquellas «brisas», al considerar que
eran una afrenta a la moral de la época y un peligroso preludio de la decadencia.
Después de esto, el senado, las casas de los senadores, sus mujeres y sus prostitutas,
caerían presos en las redes del hilo de la seda y en su gomosa viscosidad.
Roma se hundió en su seda. Y siguió sumergiéndose en ella hasta ahogarse,
asediada por los bárbaros. Lo primero que exigió aquel malvado bárbaro de Alarico
para reducir el asedio de la ciudad fueron cinco mil vestidos de seda carmesí, además
del oro y las especias. Le dieron todo lo que pidió pero no sirvió de nada, pues
cuando abrió los baúles le asaltó esa codicia que no conoce límites, así que entró en
Roma como una espada en el agua.
Los libros sagrados de los judíos no advirtieron sobre los peligros de la mezcla ni
sobre la imposibilidad de unir a un toro y a un asno en un mismo yugo, por miedo a
juntar lo que Dios había separado y para establecer entre las distintas especies unos
límites que solo podían ser violados por efecto de una maldición o por la victoria del
mal y de su progenie.
Lo que prohíben estos libros es la unión entre dos especies puras, es decir, entre
dos especies distintas y consumadas, en una sola pasión.
Los primeros musulmanes comprendieron esto muy bien cuando vieron la seda de
Persia y de Bizancio. Declararon pecado la unión entre esas dos tentaciones: el
cuerpo de la mujer y la seda. Era tan alto su deseo por aquel cuerpo que le
prohibieron envolverse con seda fuera de casa. Lo declararon pecado y una insidiosa
provocación. Un doloroso suplicio y una dura prueba que estaba muy por encima de
lo que ningún ser humano podía aguantar a la vista de lo prohibido. Una sublevación
en las calles que no seguiría las reglas de la misericordia y la compasión, y que haría
que las personas transgredieran los límites de su humilde autocontrol ante la llamada
del deseo… Por ello los legionarios del ejército cruzado, vestidos con tela de cáñamo
y lana, no vieron ni rastro de seda en las ciudades que invadieron, solo en las cortes
de los príncipes. Sus generales escribieron a sus frías y lejanas capitales que en
Oriente los baúles y los tronos de los príncipes desprendían una luz más deslumbrante
que la del sol de sus propias tierras, al que las nubes nunca velaban. Que debían, así
pues, continuar las batallas para arrebatar a esa tierra fangosa hasta su último
campesino, para hacerle llevar las armas. Los bajeles cargados de cofres llenos de
soles solo navegarían, de regreso a Europa, por un mar de sangre.

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Pero los descubridores de la seda consiguieron, a través de numerosas y lentas
épocas, preservarse a ellos mismos de sus males. O al menos en buena medida.
Hay una antigua leyenda china que dice que el gusano que se convierte en
mariposa fue, en sus orígenes, una princesa a la que asesinó su madrastra, celosa de
su belleza. Esta se convirtió, por la forma en que fue asesinada o por haber sido
enterrada viva, en hilos o huevos. Este hilo no nace pues de la paz, del bienestar.
Debemos recordar esto cada vez que nos acerquemos a él. Expiando por adelantado
el mal asociado a su descubrimiento y fabricación, y para reprimir las consecuencias
de su seducción, los chinos sembraron la antigua ruta de la seda con todo tipo de
dibujos sagrados dirigidos a Buda y hallados en más de novecientas noventa cuevas a
lo largo de ocho mil kilómetros. Los comerciantes se detenían en todas y cada una de
ellas para dirigirles sus oraciones y plegarias.
Los tejedores de seda taoístas se inspiraban en un libro titulado El libro de las
transformaciones. Este libro, que databa del siglo VII antes de Jesucristo, contenía
sesenta y cuatro fórmulas secretas, cuya simbología solo puede ser explicada por el
sabio Gran Maestro de la cofradía de tejedores. Cada una de estas fórmulas está
constituida por hilos continuos entre ellos, que simbolizan el elemento masculino, y
por hilos discontinuos, que simbolizan el elemento femenino. Cada fórmula
representa el Tao, el principio universal en torno al cual se organiza el mundo y todo
el universo. La urdimbre del telar es el yang, mientras que la trama es el yin. En
cuanto al número de hilos que intervienen en el tejido, su orden y disposición no es
otra cosa que nuestra relación con las cosas de este mundo, la determinación de
nuestra posición en él entre el pasado y el futuro. ¿Cómo confiar secretos de esta
índole sino a los hombres más sabios, a los más instruidos? ¿Cómo iban a confiar al
ignorante, al imprudente, al alborotado el arte de tejer una seda tan pulida como el
atlas, por ejemplo?
En el proceso de entrelazado de los hilos de la trama con los de la urdimbre, que
se realizará teniendo en cuenta siempre el número de puntos en los que esta última va
atada al telar, sea este del tipo que sea, se repite un motivo, una imagen que se conoce
por el nombre de cuadrados satánicos. Estos cuadrados, a los que también se llama
cuadrados mágicos por su disposición en forma de tablero de ajedrez y cuyos colores
blanco y negro representan la oposición, la armonía, la cohesión de todas las
contradicciones entre lo femenino y lo masculino, entre la noche y el día, entre el yin
y el yang, se transforman en cuadrados satánicos cuando se comete sobre la tela el
más mínimo error, por inocente e insignificante que este sea. Cuando se violan los
límites bien definidos y rigurosamente trazados entre dos especies puras se rompe el
orden mundial y las peores maldiciones caen sobre la Tierra.
Mi padre me contó muchas otras cosas, terminando así sus últimas lecciones
sobre la seda. Las mismas que me transmitió antes de morir, como para saldar su
deuda y conservar las ordenanzas de la tradición.

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¿Quién me ha matado, padre?


¿Quién me ha matado? Sé que no he muerto de muerte natural.
No he comido ninguna planta venenosa, no me han devorado los perros.
He muerto sin darme cuenta, sin haberme preparado mi cita con el ángel de la
muerte. Lo he sabido por el giro que han dado las cosas, por el tiempo pasado sin mí.
¿He sido alcanzado por una bala perdida después de perderme por las calles
quemadas y de escurrirme entre los barriles de una barricada para salir a este
descampado desolado y tranquilo?
¿Ha estallado bajo mis pies una mina dejada por aquellos soldados que pasaron
un día cerca del mar, aquellos que proferían gritos e insultos en una lengua que luego
comprendí que era hebreo?
¿O quizá fui abatido por aquellos hombres armados y parapetados detrás del
puesto de control al que llegué huyendo de los perros, aquellos que nos dispararon
con sus metralletas por la espalda después de ponemos en fila contra la pared y de
decirnos que nos agrupáramos para que nos pudieran llevar a un sitio seguro?
¿O el bombardeo lanzado por aquel enorme barco que fondeaba cerca de la costa
me ha despedazado el cuerpo con un metal o un fuego que no he visto caer sobre mí?
Me desperté con el brazo agarrotado y dolorido, sin duda por haberme quedado
dormido durante mucho rato sobre él. No encontré al perro Zalch a mi lado, aunque
hacía poco yacía tendido a unos pasos de mí. Tampoco vi a la chica de la tinaja, a la
que estuve mirando hasta que me dormí.
La luz iluminaba las entrañas de la tierra y todos los corredores de una forma
extraña. Me puse de pie maravillado. Al mirar sobre mi cabeza me di cuenta de que
estaba anocheciendo, aunque los últimos restos de luz del día me llegaban con
facilidad, vertiéndose sobre mí casi verticalmente.
Con dos saltos salí del agujero.
Miré a mi alrededor sin dar crédito. Una tierra llana y vacía como la palma abierta
de una mano. Una extensión horizontal, alisada, recubierta de hormigón, sin el menor
relieve, sin la menor protuberancia.
Un desierto liso y sin arena cuyo horizonte circular se hunde en la oscuridad
distendida, desprovista de la más mínima elevación del terreno hasta donde alcanza la
vista.
Nada. Ni una piedra, ni una planta, ni un animal reptando por el suelo.
Miré de nuevo a mi alrededor. Nada. Caminé unos cuantos pasos y luego me
detuve porque perdí el sentido de la orientación.
Me dije: el mar. Tengo que buscar el mar. Si no lo encuentro es que estoy soñando
o que me he vuelto loco.

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A lo lejos, las aguas tranquilas brillaban con reflejos violetas una vez el sol se
había hundido en ellas.
Debo bajar hacia el mar, me dije. Desde allí intentaré situarme, saber dónde estoy.
Y desde allí determinaré la dirección de la tienda o de cualquier otro punto de
referencia con el que poder guiarme, reconstruir el itinerario que debo seguir.
Me giré y no vi el agujero del que había salido. Me puse a caminar sobre aquella
vasta superficie pavimentada, el mar justo enfrente de mis ojos. No tenía miedo. La
vista del agua me daba confianza. Para llegar a ella, solo debía caminar en línea recta.
Luego vi un mar de sillas vacías, alineadas en secciones cuadrangulares, como
soldados formando escuadras, colocadas en líneas paralelas, todas ellas de cara al
mar.
Me quedé plantado en mi sitio, boquiabierto. Su número debía de contarse en
decenas de miles. Decenas de miles de sillas preparadas para que en ellas se sentaran
personas y miraran el mar. Así, delante de él.
Avancé, atravesando aquel océano de sillas. Antes de llegar al agua, vi un
escenario de madera sobre el que se alzaban unas grandes columnas de focos
apagados y un cartel de grandes dimensiones en forma de sello con el rostro de la
cantante Fairuz[1].
De repente, uno de los focos del escenario se encendió y yo me cubrí los ojos con
las manos para protegerme de su luz cegadora, que me deslumbró y me impidió ver
hasta pasados unos minutos.
Me dije que debían de estar celebrando algo. Un gran concierto en medio de aquel
otoño tan cálido.
Al no ver a la cantante, al no oír su bella voz, al no encontrar a nadie en las sillas,
escogí una y me senté, esperando a que empezara la fiesta.
De vez en cuando, mis ojos deslumbrados me hacían ver una fina capa de agua
cubriendo toda aquella explanada de hormigón sobre la que se reflejaban el cielo y la
esplendorosa luna de septiembre. Entonces me vinieron ganas de levantarme y
ponerme a correr sobre ella, en todas las direcciones, de labrarla.
Luego me pregunté que para qué volver de nuevo a ello. ¿Acaso no me había
pasado toda la vida labrando aguas?
¿No es eso lo que siempre hemos hecho, padre?
Invierno de 1995 — primavera de 1998,
París.

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HUDA BARAKAT (Beirut, Líbano, 1952). Huda Barakat nació en Beirut en 1952 y
vive en París desde 1989.
Nació en el seno de una familia católica maronita en Bisharri y se graduó en literatura
francesa en la Universidad libanesa en 1975. Se doctoró en París y decidió volver al
Líbano durante la Guerra Civil Libanesa, allí trabajó de maestra, traductora y
periodista antes de instalarse definitivamente en París en 1989.
En 1985 publicó una recopilación de relatos y en 1990 la novela La piedra de la risa,
con la que ganó el prestigioso Premio Al-Naqid de literatura árabe. Su segunda
novela, La luz de la pasión, fue publicada en Beirut en 1993. Con El labrador de
aguas ganó el más prestigioso premio literario de las letras árabes: el Premio Naguib
Mahfuz de literatura en 2000. Sus libros han sido traducidos a más de 10 lenguas.

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Notas

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[1] Famosa cantante y actriz libanesa. Su carrera se extiende desde 1945 hasta la

actualidad. (N. del E. D). <<

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