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La Sangre de Aenarion - William King

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Tyrion

es un espadachín y estratega sin igual, y los poderes del hechicero


Teclis rivalizan con los del legendario Caledor. Juntos, estos gemelos se
convertirán en los mayores héroes de los Altos Elfos que han caminado
nunca sobre la tierra.
Un poderoso demonio, desterrado miles de años atrás por Aenarion el
Defensor, antepasado de los gemelos, ha regresado para desatar una
sangrienta venganza. Arrancados de su hogar en las indómitas tierras de
Chrace, Tyron y Teclis tendrán que aprender el arte de la guerra y los
misterios de la magia, así como los secretos necesarios para la
supervivencia en la corte del Rey Fénix. Perseguidos por demoníacos
asesinos y asediados por la traición, deberán luchar para sobrevivir y
reclamar su destino como los héroes más grandiosos de su era.

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William King

La sangre de Aenarion
Warhammer. Tyrion y Teclis 1

ePub r1.0
epublector 27.03.14

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Título original: Blood of Aenarion
William King, 2011
Traducción: Diana Falcón Zas, 2012

Editor digital: epublector


ePub base r1.0

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Para mi hermano Eddie King, 1960-2010.
Te vamos a echar de menos, tío grande.

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Ésta es una época oscura, una época sangrienta, una época de demonios y
de brujería. Es una época de batallas y muerte, y del fin del mundo. En
medio de todo el fuego, las llamas y la furia, también es una época de
poderosos héroes, de osadas hazañas y grandiosa valentía.

Son tiempos aciagos. A todo lo largo y ancho del Viejo Mundo, desde las
tierras del Imperio humano y los caballerescos palacios de Bretonia hasta
Kislev, rodeada de hielo y situada en el extremo septentrional, resuena el
estruendo de la guerra. En las gigantescas Montañas del Fin del Mundo,
las tribus de orcos se reúnen para llevar a cabo un nuevo ataque. Bandidos
y renegados asuelan las salvajes tierras meridionales de los Reinos
Fronterizos. Corren rumores de que los hombres rata, los skavens, emergen
de cloacas y pantanos por todo el territorio. Y, procedente de los salvajes
territorios del norte, persiste la siempre presente amenaza del Caos, de
demonios y hombres bestia corrompidos por los inmundos poderes de los
Dioses Oscuros.

Los altos elfos, una raza antigua y orgullosa, parten de Ulthuan, una isla
mítica de ondulantes llanuras, escarpadas montañas y ciudades
resplandecientes. Gobernada por el noble Rey Fénix, Finubar, y la Reina
Eterna, Alarielle, Ulthuan es una tierra rebosante de magia, famosa por
sus magos y poseedora de una historia terrible. Grandes marinos,
artesanos y guerreros, los altos elfos protegen su patria ancestral de
enemigos cercanos y lejanos. Especialmente de sus malvados parientes, los
elfos oscuros con quienes están enzarzados en una terrible guerra desde
hace siglos.

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PRÓLOGO

Año septuagésimo noveno del reinado de Aenarion,


acantilados de Skalderak, Ulthuan

Desde lo alto de los acantilados de Skalderak, Aenarion bajó la mirada hacia el


campamento enemigo. Los fuegos de los adoradores del Caos ardían en la oscuridad,
superando en número a las estrellas. Había cientos de miles de monstruosos enemigos
allí abajo, y aunque los matara a todos y cada uno de ellos, acudirían más.
Iba a morir. Todo el mundo iba a morir. Nadie podía hacer nada para impedirlo.
Lo había intentado con toda su enorme fuerza, con toda su mortífera astucia, con un
poder mayor que el que había poseído jamás cualquier mortal, blandiendo un arma
tan maligna que estaba incluso prohibida por los dioses, y aun así no había logrado
detener a las fuerzas del Caos.
Sus ejércitos habían invadido Ulthuan y aplastado la última resistencia de los
elfos. Aullantes hordas de hombres bestia enloquecidos por la sangre atravesaban y
destrozaban las últimas defensas. Ejércitos de mutantes vencían a los últimos
guardianes de la isla-continente. Legiones de demonios se divertían en las ruinas de
las ciudades ancestrales.
Tras décadas de guerra, el Caos era más fuerte que nunca, y el pueblo de Aenarion
estaba al cabo de sus fuerzas. La victoria era imposible. Había estado loco al pensar
que podría ser de otra manera.
Devolvió la vista a su propio campamento. En otros tiempos habría considerado
que su ejército era poderoso. Centenares de dragones dormían entre los pabellones de
seda que se encontraban desplegados por la cumbre de la montaña. Decenas de miles
de guerreros elfos acorazados esperaban sus órdenes. Se lanzarían al ataque una vez
más si él daba la orden, a pesar de verse superados en número en más de veinte a uno.
Teniéndole al mando podrían incluso vencer, pero sería una victoria infructuosa. El

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ejército del Caos que se extendía al pie del acantilado era tan sólo uno de muchos.
Había otros ejércitos, igual de numerosos y mucho mayores, repartidos por todo
Ulthuan y, por lo que sabía, por el resto del mundo. No podría vencerlos a todos con
las fuerzas de las que disponía.
Dio media vuelta y regresó al interior de su pabellón. Resultaba fútil contemplar el
tamaño de las fuerzas enemigas.
Desenvainó la Espada de Khaine. Refulgía con un negro infernal que proyectaba
sombras voraces que amortecían la luz de las lámparas que colgaban en el interior de
la gran tienda de seda. A lo largo de la hoja forjada en un metal desconocido ardían
runas rojas. La espada le susurraba obscenidades en un millar de voces, y todas ellas,
ya fueran autoritarias, suplicantes o seductoras, exigían la muerte. Era el arma más
poderosa jamás forjada, y aun así no era suficiente. Pesaba en sus manos con toda la
carga del fracaso. Por todo el bien que le había hecho, más le habría valido continuar
usando a Colmillo Solar, el arma que había hecho Caledor para él cuando todavía
eran amigos.
La espada estaba matándolo poco a poco, drenándole la vida gota a gota. Cada
hora que pasaba lo envejecía lo que un día entero a otro elfo. Sólo la vitalidad
sobrenatural que había adquirido al atravesar la Llama de Asuryan le había permitido
sobrevivir durante tanto tiempo, pero ni siquiera eso duraría siempre.
Si la espada no era alimentada con vidas, lo devoraba a él. Era parte del pacto
maléfico que había hecho cuando aún pensaba que era posible salvar el mundo,
cuando todavía se tenía por un héroe.
Morathi se movió en sueños y sacó fuera un brazo, que apartó la colcha de seda y
dejó a la vista un pecho perfecto; un mechón de su larga melena negra rizada quedó
atrapado entre sus labios al contonearse, sumida en algún sueño erótico. Las pociones
aún surtían efecto en ella; aún podía conciliar el sueño, por inquieto que éste fuese.
Hacía mucho que las drogas habían dejado de servirle, aunque las tomara en dosis
que habrían matado a cualquier otro.
El vino no sabía a nada. La comida tampoco tenía sabor. Vivía en un mundo de
sombras móviles mucho menos vívido que el que había conocido cuando era mortal.
Había renunciado a mucho para salvar a su pueblo: a sus ideales, a su familia, a su
alma.
«Mátala. Mátalos a todos.»
Las voces antiguas y maléficas de la espada susurraban constantemente dentro de
su cabeza. En el silencio de la noche aún podía no hacerles caso. Había habido
ocasiones, cuando se apoderaba de él una demente sed de sangre, en las que no podía
desoírlas, y había cometido actos que lo hacían arder de vergüenza y desear que el
vino todavía le hiciera efecto para hallar olvido en él.
Si hubiera quedado tiempo suficiente, habría llegado un día en que ya no habría

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podido resistirse a las insistentes peticiones de Matadioses, y nada habría estado a
salvo cerca de él. Si el demonio no acababa con el mundo, lo haría Aenarion.
Rió suavemente. Rey Fénix, lo llamaban entonces. Había atravesado las llamas
sagradas y, al salir por el otro extremo, en lugar de quemarse, se había vuelto más
fuerte, más rápido y más vivo de lo que podría estarlo cualquier mortal. Se había
ofrecido él mismo en sacrificio para salvar a su pueblo cuando los dioses habían
rechazado a todos los demás, y éstos habían aceptado la carne y el sufrimiento de
Aenarion como ofrenda y lo habían enviado de vuelta, transformado, para que llevara
a cabo la obra de los dioses.
Había muerto y renacido el día en que había atravesado la Llama de Asuryan, y
había atisbado cosas que habían destruido su cordura. Había visto el vasto mecanismo
dañado del universo ordenado, y lo que había por debajo y más allá de éste.
Había contemplado el Caos que borbotaba alrededor de todas las cosas durante
toda la eternidad. Había observado la sonrisa en la cara del dios demonio que
esperaba para devorar las almas de su pueblo. Había visto que los parientes del dios
demonio usaban los mundos como juguetes y las poblaciones como esclavos. Había
vislumbrado los grandes agujeros que tenía el tejido de la realidad, a través de los
cuales entraban el poder y los servidores del dios demonio para conquistar el mundo
de los elfos.
Había sido testigo de eternidades de horror y había sido creado otra vez, con una
nueva forma, renacido para luchar. Entonces había intentado con todo su nuevo
poder salvar a su pueblo de la ola de inmundicia demoníaca que inundaba el mundo.
Al principio pensó que podía vencer. Los dioses lo habían dotado de un poder
superior al de cualquier mortal. Él lo había usado para liderar a los elfos en una
victoria tras otra, pero cada triunfo les había costado vidas irreemplazables, y por cada
enemigo que caía, acudían dos más a ocupar su lugar.
Entonces no se había dado cuenta de que todo aquello era un chiste cósmico de
humor negro. Él sólo estaba ralentizando la destrucción de su pueblo, haciéndola más
dolorosa al prolongar la agonía.
Había tomado a la Reina Eterna por esposa, y ella le había dado dos hijos
perfectos, una promesa de un mañana mejor, o al menos de que aún habría un
mañana. Por aquel entonces él así lo había creído, pero su familia le había sido
arrebatada y asesinada por los demonios. Al final, no había sido capaz de proteger a
su propia familia, y esa pérdida le había arrancado el corazón.
Fue entonces cuando buscó la Isla Marchita y a la Matadioses. Se trataba de un
arma que nunca debería haber sido extraída del altar de Khaine, pero él se la había
llevado. Si los dioses le habían dado fuerzas, la espada lo había vuelto casi invencible.
Allí por donde él pisaba, los demonios morían. Allí donde él comandaba, la victoria
era inevitable. Pero no podía estar en todas partes, y las fuerzas que se le oponían se

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fortalecían cada día, mientras que el número de sus seguidores iba mermando cada
vez más.
La maldad de la espada se le había metido dentro y le había cambiado,
volviéndolo más colérico y menos cuerdo a medida que la situación se le iba poniendo
cada vez más en contra. Sus más íntimos amigos lo habían rehuido y el pueblo que
había jurado salvar se había alejado, dejando sólo endurecidos restos amargados, elfos
tan coléricos y mortíferos como él mismo, una legión de guerreros casi tan dementes
y retorcidos como los enemigos con quienes se enfrentaban. También a ellos les había
cambiado la funesta influencia de la espada. Él le había enseñado demasiado bien a su
gente cómo hacer la guerra.
Un estado de terrible desesperación se había apoderado de él, y en ese oscuro
período de su vida había encontrado a Morathi. Miró su hermoso cuerpo dormido,
detestándola y deseándola a la vez. Lo que tenía con ella no podía llamarlo amor.
Dudaba de que fuera ya capaz de sentir afecto y ternura, aunque fuese por una mujer
menos retorcida que la esposa que tenía en ese momento. Aquélla era una loca pasión
enfermiza. En las caricias de Morathi había hallado un cierto alivio a sus problemas, y
en la salvaje manera de hacer el amor con ella había hallado distracción de sus
preocupaciones.
Ella le había preparado pociones que, durante cierto tiempo, le habían permitido
dormir y casi le habían devuelto la calma. También le había dado un hijo, Malekith, y
le había enseñado que todavía tenía una chispa de sentimiento en su interior. Una vez
más, él había encontrado algo por lo que luchar y volver a la refriega, si no con
esperanza, al menos con determinación. Pero en ese momento, pasado mucho
tiempo, por fin se daba cuenta de que todo había acabado, de que sus enemigos
vencerían y de que su gente estaba sentenciada a muerte y a una eterna condenación.

* * *
Lo puso sobre aviso un resplandor que apareció en el aire. Largas sombras de
contorno bien definido se alejaron de él. Se volvió, con la espada preparada para
atacar, y contuvo su mano apenas en el último segundo.
—Aenarion, ¿puedes oírme? —preguntó una voz de espeluznante suavidad que
parecía llevada por una brisa funesta desde los desolados márgenes del mundo.
Caledor estaba allí de pie, o al menos lo estaba su imagen, un brillante fantasma
traslúcido, proyectado desde muchas leguas de distancia por el poder de la magia del
mago. Aenarion estudió a su antiguo amigo. El mago más poderoso del mundo
parecía medio muerto. Su cuerpo estaba consumido, tenía las mejillas hundidas y su

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cara parecía una calavera. Caledor había usado su poder para disciplinar sus facciones
con el fin de que mostraran una expresión de impasibilidad, pero en sus ojos
destellaba el terror. Era algo que no se le escapaba nunca a ningún elfo.
—Aenarion, ¿estás ahí?
La imagen osciló, y Aenarion supo que lo único que tenía que hacer era esperar y
la imagen se desvanecería conforme despareciera el hechizo. No quería hablar con
quien le había vuelto la espalda, con quien se había alejado de la destrucción hacia la
que pensaba que Aenarion estaba conduciendo a su pueblo.
Se tragó las palabras coléricas y reprimió la furia que ardía en su pecho. En los
momentos de mayor lucidez sabía que Caledor había hecho lo correcto al sacar a una
parte del pueblo de la sombra de la espada y de la perdición que Aenarion llevaba en
su interior.
—Estoy aquí, Caledor —dijo Aenarion—. ¿Qué quieres de mí?
—Necesito tu ayuda. Nos asedian por mar y tierra.
La risa de Aenarion fue amarga.
—¡Ahora necesitas mi ayuda! Me diste la espalda, pero no tienes escrúpulos en
pedirme ayuda cuando la necesitas.
Caledor sacudió la cabeza con lentitud, y Aenarion vio que lo devoraba el
agotamiento. El mago estaba al límite de sus fuerzas. Sus últimas reservas de energía
se agotaban. Sólo la voluntad lo mantenía en pie.
—Yo nunca te di la espalda a ti, amigo mío, sino sólo al objeto maldito que cargas
y a la senda en la que pusiste los pies.
—Viene a ser lo mismo. Yo vi el camino que salvaría a nuestro pueblo. Tú, con tu
arrogancia, te negaste a seguirlo.
—Hay algunos caminos que es mejor no recorrer, aunque sean la única vía para
escapar de la muerte. Tu senda nos haría peores que aquello a lo que nos
enfrentamos. Sería tan sólo un tipo de derrota diferente. Al final, nuestros enemigos
ganarían en cualesquiera de los dos casos.
Muy en el fondo, Aenarion estaba de acuerdo, pero era demasiado orgulloso
como para admitir su locura, así que, en vez de eso, descargó su amargura y su ira.
—Maldito, me llamaste. Maldito hasta el fin de los tiempos, y que mi semilla sería
por siempre maldita. ¿Y te atreves a pedirme ayuda?
—Yo no te maldije, Aenarion. Tú te maldijiste a ti mismo cuando te apropiaste de
esa espada. Tal vez ya te habían maldito antes de eso. Yo sé que siempre fuiste el
elegido del destino y eso, en sí mismo, es una especie de maldición.
—Ahora que necesitas mi ayuda intentas manipular tus palabras y darles un
significado meloso.
La ira cruzó el rostro de Caledor. Sus labios se fruncieron en una mueca
desdeñosa.

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—El mundo se acaba y aun así pones por delante tu orgullo. Para ti es más
importante que la vida, la vida de tu propio pueblo. No me ayudarás a causa de las
duras verdades que una vez te dije. Eres como un niño, Aenarion.
Aenarion rió.
—No he dicho que no vaya a ayudarte. ¿Qué quieres?
—Sólo hay una manera de salvar a nuestro mundo. Ambos lo sabemos.
—Entonces tienes intención de poner en práctica tu plan, entonar tu hechizo e
intentar desterrar la magia del mundo.
—No es eso lo que busco, y tú lo sabes.
—Morathi dice que ése será el efecto de lo que haces.
—Dudo que tu esposa sepa más de magia que yo.
—¿Y ahora, a quién le pierde el orgullo, Caledor?
—Las puertas de los Ancestrales están abiertas. Los vientos de la magia las
atraviesan como un huracán. Éstos transportan la energía que hace mutar a los
humanos y que permite que los demonios puedan morar aquí. Sin esa energía, deben
abandonar nuestro mundo para no morir. Es la verdad. Hemos construido una
poderosa red de hechizos para canalizar esa energía, para drenarla, para usarla para
nuestros propósitos. Lo único que necesitamos hacer ahora es activarla.
—Hemos hablado de esto un centenar de veces. Demasiadas cosas podrían salir
mal.
—Estamos muriendo, Aenarion. Dentro de poco no quedará ninguno de nosotros
para oponerse al Caos. Lo hemos intentado a tu manera. No ha funcionado. Las
fuerzas del Caos son más fuertes ahora que el día en que atravesaste la Llama.
—Eso no es culpa mía, hechicero.
—No, pero es cierto.
—¿Así que solicitas mi permiso para poner a prueba tu plan?
—No.
—¿No?
—Ya hemos empezado.
—¿Te atreves a hacerlo cuando yo lo había prohibido?
—Eres nuestro líder, Aenarion. Nosotros no somos tus esclavos. Ha llegado la
hora de echar los dados por última vez.
—Soy yo quien decidirá cuándo se hará eso.
—Es demasiado tarde para intentar cualquier otra cosa, Rey Fénix. Si no se hace
ahora, no se hará jamás. Las fuerzas a las que nos enfrentamos serán demasiado
poderosas. Tal vez lo sean ya.
—Si has decidido desafiar mi voluntad, ¿por qué te molestas en contármelo?
—Porque los demonios perciben nuestro propósito e intentan detenernos, y no
tenemos fuerza para impedírselo.

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—Así que queréis que yo y los míos os protejamos, a pesar de vuestro desafío.
—Somos todos un mismo pueblo. Ésta será la última batalla de los elfos. Si no
deseas estar presente, será porque tú lo decidas.
—Habrá otras contiendas.
—No. Ésta será la última. Si nuestro hechizo sale mal, las fallas que recorren el
subsuelo de Ulthuan se abrirán y el continente se hundirá y ahogará a nuestros
enemigos. Tal vez el mundo entero acabará.
—Y a pesar de eso, quieres hacerlo.
—No hay alternativa, Aenarion. Una vez me dijiste que el mío era el consejo de la
desesperación y que encontrarías otra manera de ganar esta guerra. ¿Lo has hecho?
Tuvo ganas de hacerle tragar al mago sus palabras, pero era demasiado orgulloso y
honrado para eso. Negó con la cabeza.
—¿Vendrás a la Isla de los Muertos? Te necesitamos.
—Lo consideraré.
—No lo pienses durante demasiado tiempo, Rey Fénix.
Caledor unió las manos, hizo una reverencia y desapareció. Morathi abrió los ojos
de repente y gritó.

* * *
Aenarion se volvió a mirar a su esposa, que lo contemplaba como si mirase a un
fantasma.
—No estás muerto, gracias a todos los dioses —dijo.
—Parece que no —replicó él.
—No bromees con ese tipo de cosas, Aenarion. Ya sabes que veo el futuro, y esta
noche he tenido una visión en sueños. Se avecina una batalla. Si participas en ella,
morirás.
—¿Y?
—Si te marchas de mi lado, morirás.
Él la miró fijamente, deseando preguntarle cómo lo sabía, pero sin atreverse a
hacerlo porque temía la respuesta y lo que tendría que hacer si ella se la daba.
Morathi había estudiado durante mucho tiempo las costumbres de los enemigos
y, según él sospechaba, se había acercado en exceso a ellos. Había momentos en los
que no estaba seguro de a quién guardaba lealtad su esposa. Sólo sabía que lo miraba,
igual que él a ella, con una mezcla de lujuria, respeto, odio e ira. Constituía una
potente pócima embriagadora que había alimentado muchos días memorables, y
noches aún más memorables.

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—Todo el mundo muere —le dijo él.
—Yo no moriré —replicó ella con seguridad—. Y tu hijo, Malekith, tampoco. Y si
me escuchas, tampoco tú morirás. Si te marchas hoy, renunciarás a la inmortalidad.
Quédate conmigo y vive eternamente. —Extendió una mano en un gesto de súplica.
Por un momento, pareció que iba a implorar de verdad. Ella nunca haría eso. Y sin
embargo…
—Eso no es posible —se apresuró a decir él, para romper la magia del momento.
—Eres el Rey Fénix. Para ti es posible cualquier cosa.
—Con independencia de qué más sea, soy un guerrero, y la de hoy podría ser la
última batalla que los elfos vayan a librar jamás.
—Vas a ir a ayudar a ese estúpido de Caledor con su plan demente —dijo ella
enfadada. La furia no la afeaba, sino que la hacía más hermosa y peligrosa.
Él la miró fijamente, impávido. Ella nunca le había dado miedo, y él sospechaba
que eso la intrigaba. Probablemente era el único a quien nunca había intimidado la
cólera de su esposa.
—Es la única manera de que podamos ganar esta guerra. Ahora lo sé —respondió
él con calma, porque sabía que eso la irritaría aún más.
—Y yo te digo que si vas, morirás.
Él se encogió de hombros y empezó a ponerse la armadura. Mientras cerraba los
broches, pronunció las palabras que activaban su poder latente. Titánicos campos de
magia protectora rielaron para rodearlo. Potentes hechizos aumentaron su ya enorme
fuerza. Conformaban una barrera que lo separaba de ella, pero con la que en ese
momento quería contar.
Ella avanzó hacia él con los brazos extendidos en gesto de súplica.
—Por favor, quédate conmigo. No quiero perderte para toda la eternidad.
Como siempre, él quedó atónito por la hermosura de su esposa. Dudaba que
jamás hubiese existido una mujer tan adorable como Morathi. Al mismo tiempo, su
belleza le dejaba indiferente. No ejercía ningún poder sobre él. Nunca lo había
ejercido. Y sabía que, de algún modo, ése era el secreto del poder que ejercía sobre
ella. Otros elfos podrían volverse locos de vehemente deseo y lujuria por ella. Pero él
no. En su interior había una frialdad que ella no podía tocar, aunque nada podía
impedir que lo intentara.
Él se puso los guanteletes y extendió un brazo para tocarle la mejilla con su mano
acorazada. No pudo sentir la suavidad de la piel de Morathi, pero eso no era nada
raro. No sentía ni placer ni dolor, como le sucedía a la mayoría de los mortales
después de atravesar la Llama.
—Volveré —dijo.
Ella sacudió la cabeza con un gesto de absoluta irrevocabilidad.
—No. No volverás. Eres un estúpido, Aenarion, pero te amo.

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Las palabras quedaron flotando en el aire. Era la primera vez que las pronunciaba.
Ella se quedó allí de pie, esperando a que él dijera algo, con una súplica evidente
en los ojos. Él sabía lo mucho que le había costado decir semejantes palabras. No oír
ninguna respuesta tenía que resultarle humillante a una persona tan orgullosa como
ella.
No había nada que él pudiera o quisiera decir. Había amado a una sola mujer en
toda su vida y estaba muerta, junto con los hijos que le había dado. Nada podía
cambiarlo. Nada lo cambiaría jamás.
Morathi era simplemente perversa, y lo había atraído hacia su perversidad. Hasta
en ese último instante intentaba evitar que fuera a enfrentarse con sus adversarios. Y
fue entonces cuando tuvo la certeza de que ella se contaba entre sus propios enemigos
y los de su pueblo, y que siempre sería así.
«Mátala», susurró la espada.
Les haría un favor a los elfos si acabara con su esposa. Se quedó mirándola
durante unos segundos, seguro de que ella sabía qué estaba pensando, e igualmente
seguro de que en ese momento a ella no le importaba de verdad lo que él hiciera.
Se le acercó más, como si lo desafiara a descargar el golpe. Él extendió un brazo, la
atrajo hacia sí con brusquedad y presionó con fuerza sus labios contra los de ella,
poniendo toda su lujuria, furia y odio en un largo beso brutal. Ella respondió del
mismo modo, contoneándose contra su cuerpo encerrado en metal hasta que él la
apartó de un empujón y vio que su cuerpo desnudo sangraba por una docena de sitios
al haberse herido la piel contra las aristas de la armadura.
Él le dedicó una sonrisa salvaje, giró sobre sus talones y abandonó el pabellón sin
pronunciar una sola palabra. Le pareció oírla llorar al marcharse. Se dijo que no le
importaba.

* * *
Indraugnir se erguía ante él como una montaña viviente. La superficie de las alas del
dragón tapaba el cielo. Tenía la cabeza inclinada hacia abajo sobre la titánica columna
de su cuello. Aenarion miró sus extraños ojos destellantes y vio en ellos la misma
ferocidad y la misma ira que le invadían a él. El dragón percibió su estado anímico
alterado y respondió con un bramido. Los otros dragones secundaron ese grito de
guerra, hasta que las montañas a su alrededor resonaron como si hubiera rugido un
trueno.
Sonaron cuernos para llamar a los elfos a la guerra. Los jinetes de dragones
corrieron a saludar a la aurora, empuñando sus largas lanzas, ajustándose sus

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resplandecientes armaduras, haciendo rielar el aire con los encantamientos de sus
pertrechos. Los mozos sujetaron sillas de montar y arneses al cuello de los dragones.
El aire olía a azufre, a cuero y al mortífero aliento gaseoso de las grandiosas bestias.
Todos los ojos estaban ya puestos sobre el Rey Fénix. El ejército al completo lo
contemplaba. Todos eran adustos elfos marcados por cicatrices, con ojos de mirada
dura y un gesto cruel en la boca. Todos ellos habían sufrido en aquella larga guerra.
Todos ellos estaban consumidos por un demente odio contra los enemigos que
Aenarion entendía demasiado bien. Todos sabían que los habían llamado para
realizar un esfuerzo tremendo. Más allá de ellos formaban numerosas filas de
soldados de tierra que serían inútiles en la batalla que se avecinaba. No podrían llegar
a la Isla de los Muertos con la rapidez necesaria para participar en ella. Esperaban que
hablara. La magia de la armadura del dragón transmitió su voz de tono tranquilo y
mesurado hasta las unidades más alejadas del ejército allí reunido.
—Me habéis seguido hasta un lugar lejano. Algunos de vosotros tendréis que
seguirme un poco más. Tenemos que viajar muy lejos y con rapidez, y sólo los que
montáis dragones seréis lo bastante veloces como para seguirme. El resto de vosotros
debéis quedaros aquí y proteger a mi reina.
En los rostros de los soldados de infantería y caballería vio luchar el enojo contra
el orgullo. Sabían que ya había perdido una esposa y no permitirían que perdiese otra.
Aquellas tropas lo habían seguido a través de un infierno y, a su manera fría y cruel, lo
querían.
—Aquellos de vosotros que os quedéis tendréis que proteger este lugar y resistir.
A partir de hoy podríais ser los últimos elfos del mundo. Será necesario que sigáis a
mi reina y a mi hijo, y que reconstruyáis el reino pase lo que pase.
En la voz del Rey Fénix oyeron, al igual que lo oyó Aenarion, la certeza que él
tenía de su propia muerte. Implícitamente, les había dado instrucciones para la
sucesión. Aquellos veteranos se asegurarían de que fueran ejecutadas. Volvió la
atención hacia los jinetes de dragones, la élite de la élite, los más grandiosos guerreros
de los elfos. Hizo una pausa momentánea y dejó que su mirada paseara por todos
ellos, mirando a cada soldado a los ojos.
Mientras hacía esto, Indraugnir volvió a rugir, y los otros dragones recogieron el
grito a coro hasta que retumbó en la montaña.
—Hoy libraremos nuestra última batalla. Hoy, para bien o para mal, esta guerra
acabará —gritó, y su voz se hizo oír incluso por encima del bramido de los dragones
—. Hoy partiremos de este lugar hacia la victoria o hacia la muerte. Ceñíos vuestra
armadura. Preparad las lanzas. ¡Adelante!
Aenarion saltó sobre la silla de montar y tiró de las riendas. Indraugnir se lanzó
hacia el cielo y sus enormes alas correosas batieron el aire con un restallar como el
que arranca un viento tormentoso de las velas de un barco transoceánico.

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El rugido del viento sonaba con fuerza en sus oídos conforme ganaban altitud, y
los numerosos guerreros elfos montados en dragones fueron ocupando su sitio en la
formación, hasta que una gigantesca punta de flecha ocupó el cielo a las espaldas de
Aenarion. Por primera vez desde hacía mucho tiempo, lo colmó un loco júbilo. Puede
que aquél fuese el último amanecer que viera, pero en ese mundo aún había
maravillas que podían conmoverle el corazón y acelerar sus latidos.
—¡A la Isla de los Muertos! —gritó, y el viento se llevó sus palabras, de modo que
sólo Indraugnir pudo oírlo.
No necesitaba saber la dirección en la que debían volar. A lo lejos, un resplandor
sobrenatural inundaba el cielo y rivalizaba con la aurora. Sus sentidos élficos le
dijeron que allí se reunía una gran confluencia de energías mágicas. Caledor había
encendido un faro que captara la atención de cualquier cosa que tuviera la más
mínima sensibilidad para la magia, y por ahí andaban cosas capaces de percibir el más
leve hechizo desde una distancia de mil leguas.
El viaje llevó a los dragones por encima de montañas y bosques, llanuras y mares.
Aenarion tuvo tiempo para contemplar una última vez la salvaje belleza del territorio
que había jurado proteger. Aun estropeado por las monstruosas hordas del Caos, era
adorable. A medida que las leguas y las horas corrían a gran velocidad, el territorio a
sus pies se animaba con monstruos, mutantes y demonios, todos corriendo hacia el
lugar donde se estaba conjurando el hechizo más poderoso hecho jamás.
Al acercarse a la Isla de los Muertos, el horror y la maravilla inundaron su mente
por igual. Millares de toscos barcos cubrían el mar, transportando legiones de
monstruos hacia las costas de la isla.
Cientos de miles de seres retorcidos llenaban las playas que veía a sus pies,
algunos del tamaño de elfos, otros del tamaño de dragones, y otros de todos los
tamaños y formas imaginables. Aquí y allá, algunos seres alzaban hacia el cielo manos
o garras, o un báculo, y un fútil rayo de energía mágica salía disparado hacia el cielo
para intentar herir a un dragón, pero sin conseguirlo. A esa distancia y altura, no
había nada que los enemigos pudieran hacer para atacarlos. Las criaturas del Caos
capaces de volar que se atrevían a elevarse y desafiarlos, eran abatidas por el poder del
aliento de dragón o por el de la magia élfica.
Ante sí veía ya el gran templo de tejado abierto donde Caledor había decidido
llevar a cabo su magia ritual. El aire suspendido sobre el templo rielaba de poder. El
cielo ya estaba cambiando de color y las nubes se volvían amarillas, doradas, rojas y
color zafiro al girar en el aire como un grandioso remolino. Destellaban rayos
multicolores. Los vientos arreciaron hasta el punto de ralentizar la velocidad de vuelo
incluso de un dragón tan poderoso como Indraugnir.
Aenarion dio orden de bajar en picado para perder un poco de altura. Vio los
contornos de hechiceros aprendices en pie, en formación geométrica en torno al

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centro del templo, salmodiando palabras de poder, alimentando con su fuerza a los
archimagos que estaban de pie en el extremo de cada columna, añadiendo todos una
pizca al fondo de energía general.
En el centro se hallaban Caledor y su círculo de los más grandes entre los magos
elfos. Cada uno estaba iluminado por un aura de pasmoso poder. De sus manos
extendidas manaban ondulantes franjas de energía que alimentaban el encantamiento
aún más complejo que se formaba en medio de ellos. La fuerza de la magia en el
centro de esa red era ya tan tremenda que nada que estuviera desprotegido podría
sobrevivir allí durante mucho tiempo. Sintió que el hechizo estaba a punto de
descontrolarse. Allí abajo estaba dándose forma a algo lo bastante poderoso como
para hacer trizas el mundo. Nunca se había intentado nada parecido, y Aenarion
dudaba de que nada parecido volviera a intentarse jamás.
Los demonios se sentían atraídos hacia allí como los tiburones hacia la sangre. Los
más listos tenían que saber que lo que se estaba haciendo en aquel lugar no redundaba
en su beneficio. Los menos listos sólo querían llegar hasta aquel grandioso tesoro de
poder.
Una horda aparentemente infinita de adoradores del Caos rodeaba el lugar,
blandiendo los estandartes de los cuatro grandes Poderes Oscuros a los que rendían
culto: Khorne, Slaanesh, Tzeentch y Nurgle.
Cada ejército estaba comandado por un gran demonio que había prestado
juramento a uno de esos poderes, y todos eran representantes elegidos de los dioses
demonio. Su inmenso poder escapaba a la comprensión de los mortales. Habían
llevado sus ejércitos a incontables victorias en un sinfín de lugares. Que estuvieran
todos allí reunidos indicaba que los líderes demoníacos entendían casi tan bien como
él lo importante que era aquel preciso lugar, que lo que ocurriría allí ese día decidiría
la suerte que iba a correr el mundo.
Abarcó con una mirada el campo de batalla y comprendió de modo instintivo la
relación de fuerzas existente. Los elfos estaban condenados a la derrota. Sus enemigos
eran demasiado numerosos y poderosos. Nada podría impedir que las fuerzas del
Caos triunfaran ese día. Lo máximo que podrían lograr sería entretenerlos el tiempo
suficiente para que Caledor acabara de conjurar el hechizo.
«Que así sea, entonces —pensó Aenarion—. Si el único camino hacia la victoria
pasa por la muerte, lo seguiremos.»
«Mata», susurró la espada.
Aenarion levantó el arma, y la primera escuadrilla de dragones se separó y
descendió hacia las hordas del Caos que avanzaban. Pasaron en vuelo rasante por
encima de las extensas multitudes, y el aliento de fuego purificó la tierra contaminada.
Los adoradores del Caos estaban tan apiñados que no tenían manera de evitar las
llamas que les llovían del cielo. Morían por millares, como una columna de hormigas

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soldado que marchara hacia un charco de aceite encendido.
Descendieron una oleada tras otra de dragones. Murió una legión tras otra de
adoradores del Caos. El hedor a carne quemada ascendió hasta tal altura que llegó
incluso a las fosas nasales de Aenarion, que volaba en círculos muy por encima del
campo de batalla.
Los vientos arreciaron aún más. Las columnas de fuego de encima del templo se
hicieron más brillantes. A lo lejos, la tierra entró en erupción cuando de ella brotaron
columnas de magia en respuesta a los hechizos de Caledor y sus colegas magos. Hasta
donde alcanzaba la vista, haces de luz mágica arremolinada hendían el cielo para
iluminar el territorio que se oscurecía y revelar las enormes multitudes de monstruos
del Caos que corrían hacia el campo de batalla. Lo mismo sucedía por todo Ulthuan al
cobrar vida el vórtice de Caledor.
Las nubes ocultaban ya todo el cielo. Por debajo de Aenarion todo estaba tan
oscuro como si fuera de noche, salvo donde la iluminación infernal de las
resplandecientes columnas iluminaba el entorno, o un poderoso rayo multicolor
hendía el cielo. Ya se veía con total claridad la formación geométrica en que se
encontraban dispuestos los magos elfos, una gran runa hecha de carne y luz, visible
desde el cielo por el que volaba Aenarion. Al verla, el terror y el asombro inundaron
su corazón.
Aquélla era una maravilla que merecía la pena ver, aunque fuese a costa de la vida
del mundo.
A lo lejos, el mar hervía de barcos y enormes monstruos. Todos sentían que la
hora de la batalla final estaba cerca. Las hordas ascendían salmodiando y gritando por
las escaleras del santuario. La Isla de los Muertos no estaba destinada a ser una
fortaleza, sino un lugar sagrado. Las improvisadas defensas de los elfos fueron hechas
añicos por los adoradores de demonios enloquecidos.
Brujos del Caos que viajaban sobre resplandecientes discos de luz volaban por el
cielo y aullaban encantamientos con los que intentaban abrir una brecha en las
murallas mágicas que protegían el santuario. Una a una, las barreras iban cayendo
porque no quedaban suficientes magos elfos para mantenerlas. Había demasiados
dedicados a la creación del vórtice.
Aenarion vio, al sobrevolarlos, gigantescos estandartes que se agitaban en lo alto
de enormes torres móviles. Cada una lucía la marca de uno de los grandes demonios
que eran generales y paladines de las fuerzas de asedio. Aun en la sombra del
gigantesco hechizo que estaba tejiendo Caledor, Aenarion sintió el poder de aquellas
mortíferas criaturas. Eran los más poderosos de su especie, endurecidos por milenios
de guerra constante en los infiernos de los que procedían. Normalmente habrían sido
los enemigos más acérrimos, pero ese día, en aquel lugar, parecían haber establecido
una tregua con el fin de aplastar la única amenaza que quedaba para su dominio de

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aquel mundo.
Los dragones se lanzaban en picado y mataban como grandiosas aves de presa.
Colinas de cadáveres humeantes se alzaban por el camino hacia el templo, pero todo
eso no servía de nada. Por muchos enemigos que mataran, más eran los que llegaban,
precipitándose hacia una muerte inevitable como si corrieran a los brazos de un
amante. Entonces, el fuego de dragón comenzó a mermar cuando las fantásticas
bestias empezaron a agotar sus recursos. Bandadas de demonios alados rodearon a los
dragones por separado y los derribaron del cielo a golpes.
No pudieron impedir que la grandiosa horda alcanzara las defensas externas del
templo y se trabara en batalla con las débiles líneas de soldados elfos que aguardaban
allí.
Una terrible ola de dolor y terror manó, ondulante, de dentro del templo. Por un
momento, el descomunal hechizo del centro tembló y amenazó con derrumbarse.
Aenarion bajó en picado para perder un poco de altura y vio que uno de los
archimagos había caído junto con todos los aprendices que habían estado conectados
con él. El poder del hechizo lo había consumido hasta matarlo. La totalidad del
poderoso edificio que estaba creando Caledor amenazaba con derrumbarse como un
palacio sacudido por un terremoto.
De alguna manera, el mago situado en el centro de todo aquello logró evitar el
desastre y continuar. La estructura del hechizo se estabilizó y el ritual prosiguió.
Aenarion no sabía muy bien cuánto tiempo iba a resistir.
¿Cuántos de los archimagos podían morir antes de que llegara el momento en que
Caledor sería incapaz de dominar las fuerzas que había puesto en libertad y de que la
destrucción cayese sobre todos ellos? Para bien o para mal, pensó Aenarion, todo
habría acabado dentro de poco.
Cuatro personajes gigantescos avanzaron hacia el templo, cada uno rodeado de
una guardia personal de fuertes adoradores. Los grandes demonios que comandaban
la horda del Caos competían para ver quién sería el primero en llegar hasta Caledor y
poner fin a la amenaza que él entrañaba. Los mayores enemigos de todos querían
intervenir en la ejecución.
Por delante de ellos, la primera oleada que había llegado a los muros del templo
parecía estar a punto de atravesar las defensas e interrumpir el ritual. Si no se los
detenía, iban a lograrlo.
Hizo que Indraugnir se lanzara en picado en medio de la refriega. Aterrizaron
sobre una gigantesca máquina de asedio que se movía por sus propios medios, y
dentro de la cual estaban prisioneras las esencias vitales de una docena de demonios.
El dragón aferró el ariete con las zarpas y ascendió aleteando para levantarlo y hacer
caer hacia atrás la máquina, que aplastó a un centenar de enemigos bajo su peso.
Quedó allí tendida, rota, como un escarabajo boca arriba. Indraugnir se lanzó contra

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la masa de cuerpos, partiendo enemigos por la mitad con sus garras, calcinándolos
con su ardiente aliento y cortando monstruos del Caos en dos con las fauces, mientras
se retorcían.
Un grupo de soldados elfos intentó abrirse paso hacia el Rey Fénix trabado en
batalla, pero murieron antes de alcanzarlo, abrumados por el ingente número de
enemigos. Aenarion bajó de un salto del lomo de Indraugnir, como un nadador que
se zambullera en un mar de carne monstruosa. Su espada se movía a una velocidad
mayor de la que podían seguir los ojos de los mortales, atravesando los cuerpos de los
enemigos como si estuvieran hechos de astillas de madera. Un hombre bestia saltó
hacia él, chasqueando los dientes; él lo atrapó al vuelo con una sola mano y lo lanzó
volando por los aires con un simple gesto seco del brazo. Recorrió cien metros
girando como una rueda, hasta estrellarse contra los muros del templo.
Aenarion atravesaba a sus oponentes y mataba todo lo que se le ponía al alcance.
Su espada despedía pulsos de luz negra que recorrían el campo de batalla, y las runas
rojas brillaban cada vez con más fuerza a medida que el arma absorbía vidas. Los
enemigos morían por centenares, y luego por millares. Nada podía oponerse a él, y al
ver desatada su cólera, los enemigos dieron media vuelta para huir.

* * *
Por un momento, Aenarion pensó que había cambiado el curso de la batalla, pero
entonces rieló el aire ante él, y en el tejido de la realidad apareció un agujero. Por él
emergió un terrible personaje, dos veces más alto que cualquier hombre bestia, con
unas monstruosas alas restallando sobre su lomo. Una enorme cabeza de buitre bajó
la mirada con unos ojos que contenían más que sabiduría élfica. La aparición de ese
gran demonio, ese poderoso Señor del Cambio, puso fin a la desbandada.
—Durante mucho tiempo he querido conocerte, Rey Fénix. Ahora está cerca la
hora de tu muerte. —La voz del demonio era aguda y chillona, y el mero hecho de
oírla habría quebrantado el valor de cualquier guerrero menos temerario que
Aenarion.
—Dime cómo te llamas, demonio —pidió Aenarion—, para que pueda hacerlo
grabar en el monumento de mi victoria, con el fin de que todos sepan a quién he
vencido.
El demonio rió. En su alegría había una locura que habría hecho añicos la cordura
de la mayoría de los mortales.
—Soy Kairos Tejedor de Destinos y le enviaré tu alma a Tzeentch con el fin de que
pueda jugar con ella para entretenerse.

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Tendió hacia él sus manos de dedos rematados por garras, y voraces serpentinas
multicolores salieron disparadas hacia Aenarion. Cualquier cosa que toaban, viva o
inanimada, mutaba y cambiaba. Los hombres bestia involucionaban hasta ser
protoplasma, y la piedra endurecida corría como agua. Aenarion alzó la espada ante sí
y las cintas de luz se separaron para pasar por ambos lados de él. Comenzó a avanzar
como un nadador contra una fuerte marea.
El Señor del Cambio bramó de cólera y furia e invocó otro hechizo, pero para
cuando lo hubo completado, Aenarion ya estaba sobre él, y la espada negra le penetró
en la carne. Allá donde golpeaba la hoja, cortaba grandes trozos y el ectoplasma
manaba con fuerza en una nube sofocante. El demonio gritaba, incapaz de creer que
algo pudiera causar tantísimo dolor. Sus poderosas manos provistas de garras se
tendieron para apresar a Aenarion.
«¡Qué banquete! —susurraron las voces dentro de la cabeza del rey elfo—. Más.»
Saltaron chispas allá donde las uñas del demonio se clavaron en el peto de
Aenarion. El Señor del Cambio era un ser de espantosa energía mágica, y ni siquiera
los potentes hechizos tejidos en la armadura del elfo podían resistirle del todo. Las
garras se clavaron en su carne e hicieron brotar sangre mientras buscaban el corazón
del Rey Fénix.
Aenarion reprimió un grito de dolor y, sabedor de que sólo tenía una oportunidad
de sobrevivir, descargó un golpe con la espada negra, que se clavó en la cabeza del
demonio e hirió su brillante cerebro que parecía hecho de gemas. Estalló en mil
pedazos. La fuerza de la explosión lanzó por los aires a Aenarion, que acabó por
aterrizar, desmadejado, sobre la escalera del templo, y sintió que se le rompían
algunas costillas con el impacto.
A su espalda, el Vórtice arreció, y un rugido agudo le inundó los oídos. El aire olía
a ozono. Un millar de voces gritaron al unísono al sorprenderlas la muerte. Cayó otro
archimago. ¿Quién sería?, se preguntó Aenarion. ¿Rhianos Cervato Plateado? ¿Dorian
Brillo de Estrella? Sin duda se trataba de alguien a quien él había conocido, y a quien
en ese momento no tenía tiempo para llorar.
Miró a su alrededor con aturdimiento y vio que otro personaje gigantesco estaba
matando a los últimos guardianes de la puerta tras la cual Caledor y sus magos
seguían esforzándose por mantener el hechizo. Los encantamientos protectores no
podían detenerlo. Los guardianes ni siquiera lo intentaban. Se lanzaban
voluntariamente hacia las zarpas del demonio y recibían a la muerte como si fuera
una nueva amante. Había algo obsceno en la manera en que iban al encuentro de su
fin.
A Aenarion se le cayó el alma a los pies. Conocía a aquella criatura de cuatro
brazos. Había necesitado de toda su fuerza para matarla una vez, y allí estaba de
vuelta. Era N’Kari, el Conservador de Secretos, uno de los más mortíferos de todos los

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servidores de los Dioses del Caos, el comandante de las fuerzas de Slaanesh, Dios del
Placer.
—Ya veo que voy a tener que volver a matarte —gritó Aenarion para llamar la
atención del demonio—. ¿O escaparás a tu justa muerte mediante algún nuevo truco
como el que parece que hiciste en las ruinas de Ellyrion?
N’Kari rió con su risa de mujer hermosa, y el viento llevó su penetrante aroma
erótico hasta Aenarion. Los mortales normales se habrían sentido desconcertados,
pero Aenarion estaba endurecido contra cualquier tentación que pudiera contener.
—Mortal arrogante, te dejé vivir una vez para poder experimentar la sensación de
la derrota. Ahora estoy atiborrado con diez mil almas y soy invencible. ¡Debes sentirte
honrado! Tu alma conocerá el sufrimiento y el éxtasis bajo el látigo del Oscuro
Príncipe del Placer, cuando la envíe a su encuentro.
N’Kari saltó, y su enorme pinza de cangrejo se cerró donde Aenarion había estado
de pie un momento antes. Fue una finta, y atrapó a Aenarion con la otra mano. De
sus garras manó veneno afrodisíaco. El asfixiante aliento perfumado del demonio
inundó las fosas nasales de Aenarion. Por un momento se sintió mareado, y sus
piernas amenazaron con fallar.
—Éste es el momento del placer definitivo —dijo el Conservador de Secretos—.
Caerás de rodillas y me adorarás antes de morir, Rey Fénix.
Aenarion atacó con la espada y abrió un tajo en el pecho de la criatura. Tal era el
poder del demonio que su carne intentó cerrarse otra vez detrás de la hoja mientras
pasaba, pero nada podía resistir el poder fatal de aquella arma y, pasado un momento,
la carne de N’Kari comenzó a humear y quemarse.
—No os temo ni a ti ni a esa espada que empuñas —exclamó N’Kari, pero había
una tensión extraña en su voz.
—Yo te enseñaré a hacerlo antes de que el día de hoy envejezca mucho más —
respondió Aenarion.
La furia se apoderó de los ojos del demonio ante esa pulla. La gigantesca pinza
barrió el aire y aferró el pecho de Aenarion, para luego cerrarse. Aenarion sintió que
la debilitada armadura se abollaba y sus costillas se rompían.
—No volverás a derrotarme, mortal.
Aenarion metió una mano dentro de la cavidad que había abierto la espada negra.
Arrancó el aún palpitante corazón del demonio y lo alzó ante él.
—No —bramó N’Kari.
Aenarion cerró el puño y aplastó el corazón. El demonio sufrió un espasmo como
si aún tuviese dentro del pecho el órgano que era reducido a pulpa. Sobre el puño
recubierto de malla de Aenarion cayó sangre venenosa que corroyó la armadura y
amenazó con inutilizarle la mano. Aenarion le echó al demonio su propia sangre en
los ojos para cegarlo y luego levantó otra vez la espada y la clavó en el pecho

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destrozado de N’Kari.
Manó ectoplasma cuando el demonio intentó escapar al poder asesino de la
espada. Diminutos fragmentos de su cuerpo volaron por los aires hacia el Vórtice y
desaparecieron. Al ocurrir esto, algunos de los hechiceros que salmodiaban gimieron
de éxtasis, y murieron.
Aenarion se tambaleó. Su mano izquierda estaba ya quemada e inutilizada. Su
pecho era como un ardiente caldero de dolor, el cual se mezclaba con un raro placer
causado por los efectos de la sangre del demonio.
«Más. Más. Más.» Las voces de dentro de su cabeza se habían vuelto locas de
demente pasión. La espada estaba alimentándose con esencias más fuertes que
cualquiera que hubiese conocido en mucho tiempo, y disfrutaba del banquete.
Una monstruosa silueta que reía tontamente se detuvo a su lado. El hedor a
excrementos y carne putrefacta se impuso a cualquier otro aroma. Al alzar la mirada,
vio la enorme figura de un Gran Inmundicia, los más poderosos de los servidores del
señor de la plaga, Nurgle. Era, con mucho, el más grande de los príncipes demonio. Se
alzaba ante él como una montaña de inmundicia viviente y su enorme abdomen
blando ondulaba al ritmo de su risa tonta.
—Dos de mis pares han caído ante ti, Rey Fénix, cosa que yo no habría creído
posible. —La voz del demonio era grave, sonora y humorística. El tono era de
conversación. La crueldad de la mirada desmentía la afabilidad de sus modales—. Sin
embargo, yo, el Muy Amable Throttle Gargajeador, haré humildemente todo lo que
pueda por alzarme con la victoria.
La Gran Inmundicia le vomitó encima una masa de gusanos y bilis. Las criaturas
comenzaron a entrar por las junturas de la armadura para enterrarse en la carne de
Aenarion y a metérsele en los ojos y la boca a través de la visera abierta del yelmo.
Intentó mantener la boca cerrada, pero entonces se le metieron reptando por las fosas
nasales y los oídos. Encontraban grietas en la armadura y reptaban a través de su
carne.
Cada gusano tenía un diminuto rostro que era una copia perfecta de la cara del
gigantesco demonio que lo había vomitado. Todos ellos soltaban risitas dementes que
eran un agudo eco de la risilla del demonio. Lo mordían y masticaban, y cada
mordisco se infectaba. Aenarion sintió que incluso los fuegos del Fénix se extinguían
dentro de él mientras se le drenaba su fuerza vital.
Una ola de fuego pasó por encima de él, más caliente que el corazón de un volcán,
más brillante que el sol. Los diminutos demonios se vaporizaron bajo la andanada
incandescente. Aenarion, que había atravesado la Llama de Asuryan, se mantenía en
pie. A través del fuego vio que Indraugnir atacaba con llamas al gran demonio de
Nurgle y luego hacía pedazos su carne pútrida con las poderosas garras.
Aenarion alentó a su compañero mientras destrozaba al gran demonio y lo

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reducía a un charco de inmundicia maloliente. Indraugnir levantó la cabeza al cielo y
lanzó un largo bramido triunfal.
Una explosión de carne y sangre de dragón salpicó el rostro de Aenarion. En un
costado de la bestia apareció un enorme tajo profundo del que emergió un hacha
ardiente. Indraugnir cayó hacia atrás, con un agujero descomunal en el flanco. El
grito triunfal murió en su garganta.
A Aenarion se le cayó el alma al suelo. Ante él había un Devorador de Almas, un
gran demonio de Khorne, tal vez la criatura más mortífera de toda la creación, a
excepción del mismísimo Dios de la Sangre. Era un ser gigantesco con alas poderosas
y una monstruosa cabeza animal. Sus ojos ardían como meteoros. Llevaba una
armadura rúnica de bronce y hierro negro. Irradiaba un aura de poder mucho mayor
que la que poseía cualquier otra criatura viva a la que Aenarion se hubiese enfrentado
jamás.
El Devorador de Almas volvió a golpear con la fuerza de un millar de rayos, y
entonces Indraugnir bramó y quedó inmóvil. Sólo su cola se sacudió una última vez,
por reflejo, y la vida pareció abandonarlo por completo. La percepción de Aenarion se
estrechó hasta contener sólo su propia persona y el demonio. Era como si fuesen los
dos últimos seres vivos que se movieran entre las ruinas de un mundo muerto.
«Mátalo. Mátalo», decían las voces, a coro, dentro de su cabeza. Parecían más
enloquecidas que nunca, puesto que le aconsejaban que usara su menguante fuerza
contra aquel oponente casi invencible.
Cojeando dolorosamente, Aenarion se obligó a hacer frente al último y más
poderoso de sus enemigos.
El demonio echó atrás la cabeza y rió al verlo. Aenarion comprendió ese júbilo. Su
cuerpo estaba quebrantado, su armadura hecha trizas, su carne quemada por la llama
purificadora del dragón. Por su torrente sanguíneo circulaban veneno y esporas de
enfermedad. Ambos corrían una carrera contra la hemorragia para ver quién lo
mataría primero. Y eso, siempre y cuando el último gran demonio no les hiciera el
trabajo.
Avanzó hacia él dando traspiés, sujetando la espada con ambas manos en posición
de ataque. El demonio saltó hacia él en una nube de fuego y azufre. Lo atacó con el
hacha, y Aenarion curvó el cuerpo para esquivar el golpe. Sin embargo, le acertó en el
brazo ya herido, rompió la armadura, redujo a trizas los huesos e hizo que el Rey
Fénix saliera volando, atravesara la puerta del templo y aterrizara en medio de los
últimos hechiceros supervivientes que aún salmodiaban el hechizo.
Aenarion miró a su alrededor, aterrado. Quedaban muy pocos magos. Habían
entregado sus vidas para crear el Vórtice. En el centro de la sala, cerca del gigantesco
torbellino de energía mágica desatada, quedaban sólo unos pocos archimagos, con
Caledor de pie sobre la runa central, intentando desesperadamente acabar el hechizo

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aunque el esfuerzo lo matara.
El gran demonio rugió de triunfo.
—He vencido —dijo, con una voz que era como el bramido de un millar de
trompetas de latón—. Sólo quedo yo, y pronto este mundo será mío para hacer con él
lo que me plazca. Me quedaré con este poder que tan convenientemente habéis
reunido y lo usaré para cambiar la faz de esta creación.
Aenarion obligó a su destrozado cuerpo a moverse y se interpuso con paso
tambaleante entre el Devorador de Almas y sus presas. El demonio se quedó
mirándolo con ojos ardientes.
—No puedes sobrevivir a esto, Rey Fénix.
—No necesito sobrevivir —replicó Aenarion en voz baja—. Sólo necesito matarte
a ti.
—Eso no es posible, mortal. Yo soy Hargrim Hacha Temible, y soy invencible.
Nunca he conocido una derrota. —El Devorador de Almas saltó como un tigre sobre
un ciervo. Su velocidad era casi excesiva para que pudieran seguirla los ojos normales.
Su poder era prácticamente irresistible.
Aenarion recurrió a sus últimas fuerzas cuidadosamente conservadas. Descargó
un poderoso golpe. La espada aulló de triunfo al atravesar la armadura mágica,
hender la carne sobrenatural, hacer pedazos hueso y costillas, y cortar al demonio
desde la cabeza hasta la entrepierna. Éste cayó al suelo dividido casi completamente
en dos y Aenarion quedó de pie ante el cuerpo, que se evaporó con rapidez.
—Siempre hay una primera vez para todo —sentenció Aenarion.

* * *
El Rey Fénix se volvió a mirar a los hechiceros. Estaba casi al límite de sus fuerzas, y
recordó la profecía de Morathi. Una vez más, las predicciones de su esposa habían
resultado ser correctas. No tardaría en morir.
Ya sólo quedaba Caledor en pie, con el cuerpo incandescente de poder.
Resonaban los truenos. Los rayos saltaban de pico en pico. Las grandes torres de
luz brillaban más que el sol. La carne de Caledor se marchitó y se ennegreció, hasta
quedar únicamente algo parecido a un cadáver momificado que no dejaba de
salmodiar. Luego, incluso ese cuerpo disecado se hizo pedazos, y se convirtió en
cenizas que arrastró el viento aullante. Sólo quedó la luminiscencia del espíritu del
mago, allí de pie, impresa en la retina de Aenarion como la imagen del sol vista través
de los párpados cerrados.
Aenarion se apoyó en la espada, incapaz de mover su cuerpo quebrantado. El

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dolor parecía quemarle todas las terminaciones nerviosas. Su respiración entrecortada
salió como un ronquido entre los labios partidos. Algo gorgoteaba en lo más
profundo de su pecho, como si tuviera los pulmones llenos de sangre. Su cuerpo,
aunque poderoso, había sufrido más daños de los que era capaz de soportar. Había
sido aplastado, envenenado, atacado con fuego y magia. Había vencido a cuatro de los
más poderosos demonios que jamás plagaran la creación. Su ejército estaba casi
completamente muerto. Sus amigos habían muerto. Y, a pesar de todo, el hechizo aún
no se había completado.
Habían tirado los dados y habían perdido. La última partida de los elfos había
concluido y lo único que quedaba era pagar el precio del fracaso. Echó la cabeza atrás
y rió.
Lo habían intentado, y no quedaría ninguno de ellos para presenciar el fracaso.
Consideró la posibilidad de tirarse dentro del Vórtice que aún estaba a medio formar
y ofrecerse como sacrificio, igual que había hecho en una ocasión anterior, ante la
Llama de Asuryan, pero sabía que en esta ocasión nos serviría para nada. No quedaba
nada que hacer, salvo regresar a la refriega y matar todo lo que pudiera hasta que
fuese arrastrado hacia la muerte.
«Sí —susurraron las voces—. ¡Ve! Mata hasta que el propio mundo se acabe.»
Se produjo un momento de espantoso silencio. El Vórtice giraba y danzaba ante
él, a punto de caer como un trompo que se hubiera quedado sin energía. Aenarion lo
observaba, fascinado y horrorizado, cuando comenzó a derrumbarse. Entonces la
imagen evanescente de Caledor se estabilizó. El fantasma se volvió hacia el Vórtice y
continuó con el hechizo. Una serie de figuras titilantes aparecieron en torno a él como
conjuradas por su voluntad. Aenarion las reconoció como los fantasmas de los
archimagos muertos. De algún modo, algo de ellos aún sobrevivía en aquel lugar.
Incluso muertos, algo los retenía allí.
Los espíritus de los otros archimagos se unieron al ritual, entrando uno a uno en
el Vórtice y desapareciendo. Aenarion los observaba mientras su mirada se iba
apagando con rapidez. Vio cómo quedaban congelados, atrapados en el espantoso
centro del hechizo, mientras continuaban el ritual. Algo en su interior le contó lo que
estaba sucediendo: los fantasmas se entregaban para siempre a la tarea de perpetuar el
hechizo que habían conjurado.
«¡No! —chillaron las voces en su mente. Sintió que el coro de odio demente
aumentaba dentro de su cabeza, amenazando con dominar su voluntad—.
¡Destrúyelo! ¡Destrúyelos a todos! ¡Destruye el mundo!»
La salmodia era seductora. Tenía ganas de obedecerla. ¿Por qué tenía que vivir
nadie cuando él estaba muriendo? ¿Qué le importaba que el mundo continuara o no,
si él no viviría para gobernarlo?
Avanzó lentamente hacia el centro del Vórtice. El fantasma de Caledor se irguió

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ante él y le hizo un gesto para que se detuviera. El archimago negó con la cabeza y
señaló la espada. Ésta aulló en poder de Aenarion, instándole a atacar a Caledor y a
saltar luego dentro del Vórtice, para asestar tajos a diestra y siniestra. Si la obedecía, lo
destruiría todo, aniquilaría al mundo, al poner en libertad toda la magia contenida
cuyo control les había costado tanto tiempo y esfuerzo a los magos.
Se sentía tentado. Podía acabar con todo, matar a todos, y la espada podría
vanagloriarse de la aniquilación de todo un planeta. Una parte de él quería hacerlo,
acabar con toda la vida en el planeta, dado que su propia vida estaba tocando a su fin.
Si iba a morir, ¿por qué no arrastrarlo todo consigo?
Se quedó allí de pie, contemplando el fantasma del elfo que antaño había sido su
amigo. El espíritu de Caledor percibió la lucha interior del Rey Fénix, pero no había
nada que él pudiese hacer para ayudarlo ni para detenerlo. La decisión la tomaría
Aenarion, o la tomaría la espada.
Ese pensamiento hizo que Aenarion reaccionara, por fin. Era dueño de sí mismo.
Siempre había seguido su propio camino. No se había doblegado ante su pueblo, ni
ante el Caos, ni ante los dioses de los elfos. Al final, no se doblegaría ante la espada.
Ésta aulló de frustración, como si percibiera la decisión de él, y luchó contra esa
decisión.
Caledor sonrió y lo saludó con una mano, para luego dar media vuelta y entrar en
el lugar en el que permanecería atrapado por toda la eternidad.
Con lentitud, Aenarion les volvió la espalda a Caledor y al Vórtice, y se alejó. La
espada luchó contra él a cada paso.

* * *
En el exterior, todo era aullante locura. Del cielo caían rayos. El tiempo fluía de una
manera extraña en la zona de influencia del Vórtice. Los demonios estaban
desapareciendo, convirtiéndose de nuevo en el material del Caos que los había
formado. Sus adoradores envejecían ante los ojos del Rey Fénix, al pasar los años en
segundos, y la carne se podría y caía de los cadáveres incluso mientras éstos se
desplomaban en el suelo. Por todas partes se formaban montones de huesos.
Aenarion se puso de pie y observó. Incluso los elfos atrapados dentro del alcance
del Vórtice recién nacido estaban envejeciendo. Les hizo un gesto a los supervivientes
para que huyeran, y le obedecieron.
Aenarion sabía que estaba muriendo a causa de las heridas y del veneno que ardía
dentro de sus venas. Sabía que tenía que marcharse, devolver la espada al lugar del
que la había sacado. No se arriesgaría a que cayera en manos de nadie más. No

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cuando estaba tan cerca del Vórtice. No cuando cabía la posibilidad de que un
demonio o una criatura maligna la encontraran. Ahora sabía por qué los dioses no
querían que nadie la blandiera.
Contempló el cadáver de Indraugnir.
—Es una pena que no puedas ayudarme ahora, viejo amigo —dijo.
Uno de los enormes ojos se abrió, y el dragón intentó bramar. En lugar de su
habitual rugido orgulloso, la voz fue un mero siseo, pero se levantó trabajosamente
sobre las patas debilitadas y se quedó allí de pie, oscilando, mientras la sangre le salía a
borbotones por la herida.
—Una última lucha, entonces —dijo Aenarion, y el dragón asintió con la cabeza
como si quisiera manifestar su acuerdo—. Llevaremos la espada de vuelta a la Isla
Marchita, y la clavaremos tan profundamente en el altar que nadie será capaz jamás
de sacarla otra vez.
Aenarion subió con esfuerzo a la silla de montar en el lomo del dragón agonizante
y se sujetó con las correas. Recorrió por última vez con la mirada aquel lugar donde
reinaba la destrucción. En torno a él fluía una magia extraña. Los vagos contornos de
los fantasmas eran visibles en las ruinas del templo, enfrascados en algún grandioso
patrón místico, llevando a cabo los ritos de algún descomunal ritual incomprensible.
Tiró de las riendas y el dragón saltó hacia el cielo, encumbrándose a través de las
nubes, ascendiendo en dirección al sol.
Los vientos de la magia aullaron bajo las alas de Indraugnir mientras él y su
agonizante jinete volaban para convertirse en leyenda.

* * *
N’Kari, el Conservador de Secretos, miró al exterior desde el interior del Vórtice
recién nacido y observó la partida de Aenarion.
Tenía suerte de estar vivo, y lo sabía. El arma que cargaba el Rey Fénix tenía una
potencia que superaba a la imaginación de los demonios.
Nunca, a lo largo de todos sus eones de existencia, había experimentado N’Kari
nada parecido a aquello. Había quedado reducido a la más diminuta fracción de
identidad, a algo poco más grande que un gusano o un humano, apenas consciente de
su propia existencia. Sólo había logrado escapar de Aenarion arrojándose dentro de
las rugientes energías mágicas reunidas por los archimagos elfos y escondiéndose allí.
Apenas era una sombra de lo que había sido. La espada lo había debilitado
enormemente, de una manera que todavía no acababa de entender.
Aun así, lo único que tenía que hacer era escapar de allí y su poder volvería a

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aumentar como siempre lo había hecho.
Intentó trasladarse a otra parte mediante la fuerza de voluntad, tratar de
zambullirse en el gran Reino del Caos para bañarse en sus energías en eterna
renovación. No sucedió nada. No podía escapar.
La furia y algo más que no acababa de identificar inundaron su mente. Tal vez era
miedo. Estaba atrapado dentro del gigantesco hechizo que habían hecho los elfos. Le
impedía marcharse de ese mundo al suyo propio.
Incluso en ese momento, un vago sentido de supervivencia le advirtió que se
quedara quieto, que no hiciera nada, que reuniera fuerzas. En torno a él había seres de
terrible poder, los fantasmas de los archimagos que habían entregado su vida para
urdir aquel hechizo. Y todavía estaban conjurándolo.
Su encuentro con Aenarion lo había dejado tan débil que no tendría ninguna
posibilidad si uno de esos terribles fantasmas volvía su atención hacia él y el pequeño
defecto que su presencia creaba en la vasta matriz de hechizos. Podrían aplastarlo y
acabar con su existencia con el más leve esfuerzo de voluntad.
A N’Kari le resultaba doloroso y humillante admitir ante sí mismo el apuro en el
que se encontraba, pero hacía mucho tiempo que no había disfrutado de esas
sensaciones, así que decidió sacar el máximo partido de ellas.
Necesitaba un plan, una manera de escapar de aquella enorme trampa que era el
hechizo, sin que se dieran cuenta los fantasmas. Era necesario que esperara y
conservara su poder, tenía que dejar que su fuerza aumentara hasta que volviera a ser
él mismo.
No dudaba de que eso fuera posible, de que pudiera salir de ese lugar. Era un
demonio. El tiempo tenía poco significado para él, incluso el flujo de tiempo tan
extrañamente alterado del interior del Vórtice. Siempre y cuando fuera cuidadoso y
no llamara la atención, sobreviviría y encontraría la manera de salir de allí.
Entonces disfrutaría de otra sensación: la venganza contra Aenarion y todos los de
su linaje.

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UNO
Hay quienes expresan asombro ante el hecho de que a Aenarion jamás se le dijera que
Morelion y Yvraine, los hijos que había tenido con la Reina Eterna, habían sobrevivido.
Podría haber cambiado la totalidad del curso de la historia de los elfos en caso de
haberlo sabido. Tal vez nunca habría visitado la Isla Marchita ni sacado de allí la Espada
de Khaine. Puede que nunca hubiera conocido a Morathi. Tal vez nunca habría nacido
Malekith.
Es inútil realizar este tipo de especulaciones. Lo que sucedió, sucedió. La espada fue
extraída. Los elfos de Nagarythe siguieron a Aenarion bajo la sombra de ésta y hacia su
propia condenación. Y el mundo se salvó.
Tal vez debido a que a Aenarion nunca le dijeron que sus hijos estaban vivos.
Muchos eruditos piensan que, una vez que la espada fue extraída, Corazón de Roble y
los príncipes de su confianza obraron sabiamente al ocultarle a Aenarion la información
de que sus hijos habían sobrevivido. Señalan lo que les sucedió a los elfos que siguieron
al Rey Fénix, y lo que le sucedió a Malekith, quien acabaría por ser conocido como el
Rey Brujo. Al mantener a los niños apartados de su padre, los mantuvieron a salvo de la
maligna influencia de la espada.
Y así, de Yvraine, los elfos de Ulthuan aún tienen una Reina Eterna, inmaculada en su
pureza, por lo cual todos debemos dar las gracias.
Es posible que quienes le ocultaran el secreto a Aenarion tuvieran otras razones. Los
eruditos apuntan a que, dadas las ambiciones que Morathi tenía para su propio hijo,
Malekith, es improbable que los niños hubiesen sobrevivido durante mucho tiempo en
Nagarythe, donde fácilmente hubieran estado al alcance de ella. La segunda esposa de
Aenarion se había hecho famosa por sus conocimientos sobre venenos, pociones y
hechicería maléfica. ¿Quién sabe durante cuanto tiempo habrían vivido Morelion y
Yvraine, si ella hubiese conocido su existencia?
Cualesquiera que fuesen las razones, Corazón de Roble y sus príncipes aseguraron
mediante sus actos la supervivencia del linaje de Aenarion en dos ramas principales;
una nos ha dado Reinas Eternas sucesivas basta la presente generación. La otra ha
bendecido y maldecido a Ulthuan con muchos herederos de la brillante y contaminada

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sangre de Aenarion. En parte, ellos, al igual que su gran ancestro, les han dado a los
elfos tantas causas para maldecirlos como para estarles agradecidos.

Príncipe Iltharis,
Una Historia del linaje de Aenarion

Año décimo del reinado de Finubar,


casa de campo de Arathion, Cothique

Tyrion se sentó en el borde del muro de la casa de campo de su padre, con las piernas
colgando, y disfrutó de la sensación de peligro. A su espalda había una caída de seis
metros y la que tenía delante era aún mayor, porque el terreno descendía en
pendiente desde lo alto de la colina. Si se caía de allí, podría romperse una pierna o un
brazo contra el suelo de abajo sembrado de rocas.
El sol de finales del invierno ardía con fuerza en el cielo azul despejado. Hacía frío
a aquella altura de las montañas de Cothique. Su respiración se condensaba, y sentía
el helor a través de la fina tela de su harapienta túnica y de la remendada capa de lana.
A lo lejos, vio un destacamento de soldados montados que cabalgaban cuesta arriba
hacia la casa en la cima de la colina.
Era raro ver a desconocidos en aquella zona de Ulthuan. Muy poca gente iba a
visitarlos. La mayoría eran cazadores de paso que acudían a entregar parte de las
presas como pago por cazar en las tierras de su padre. Un par eran aldeanos que iban
a consultar al padre de Tyrion sobre enfermedades que habían surgido en su familia,
o sobre algún asunto menor de magia o erudición.
Las cosas habían sido diferentes cuando su madre vivía, o al menos eso afirmaba
Thornberry. La casa había estado más concurrida en aquel entonces, cuando sus
padres se habían quedado en ella un par de veranos, huyendo del calor de las tierras
bajas. Hechiceros y eruditos de todo Ulthuan habían acudido a visitarla, además de
los parientes ricos de su madre. La gente sentía afecto por su madre y estaba dispuesta
a viajar incluso hasta aquel lugar remoto para verla.
Tyrion no estaba en situación de saberlo. Ella había muerto durante el difícil parto
de él y su hermano, y nunca había conocido el mundo con ella formando parte. Había
una cosa de la que estaba seguro: salvo su padre, ninguno de los que vivían en la zona
podía permitirse tener un caballo, y mucho menos un caballo de guerra.
Los ojos de Tyrion eran agudos como los de un águila, y pudo ver que los
desconocidos montaban corceles aún más grandes que el de su padre, adornados con
gualdrapas que sólo había visto en ilustraciones de libros. La mayoría de los jinetes
llevaba lanza. No lograba imaginar qué otra cosa podían ser aquellas largas astas con
pendones que ondeaban al viento.

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La verdad era que él no quería que fueran ninguna otra cosa. Quería que fueran
caballeros, sofisticados guerreros como los que aparecían en los libros antiguos de su
padre que él y su hermano leían siempre. Se preguntó si estarían relacionados, de
alguna manera, con su propio cumpleaños, que sería al día siguiente, aunque su padre
parecía haberlo olvidado una vez más. De alguna manera, sintió que sí lo estaban.
Parecía lo correcto.
Se levantó de un salto, recuperó el equilibrio encima del muro y luego caminó por
él hasta el tejado de los establos, con los brazos extendidos a los lados para no perder
el equilibrio. Entró a través de un gran agujero que había en la cubierta de pizarra y se
dejó caer sobre la viga de soporte. El olor a polvo y a rancio del viejo edificio le
inundó las fosas nasales, junto con el cálido aroma animal del caballo de su padre.
Corrió por la viga, recogió la cuerda que había dejado anudada en torno al borde, y
saltó.
Aquella siempre era la mejor parte, la larga oscilación hasta el suelo, la vertiginosa
sensación de velocidad al descender y soltarse para caer rodando en las balas de heno.
Siempre le hacía sonreír.
Salió corriendo del establo, pasando ante la sobresaltada Thornberry. La arrugada
anciana elfa lo observó con una expresión que era casi de azoramiento en la cara,
como si, de algún modo, la energía del joven Tyrion la desconcertara y trastornara.
—Vienen desconocidos —chilló Tyrion—. Voy a decírselo a mi padre.
—Más bajo, joven Tyrion —dijo Thornberry—. Tu hermano está enfermo otra
vez. Lo vas a despertar.
—Mi hermano ya está despierto.
Thornberry alzó una ceja. No preguntó cómo Tyrion podía saber eso. De todos
modos, Tyrion no habría podido responder a la pregunta. Él no tenía ni idea de cómo
era posible que cuando estaba cerca de su hermano, pudiera, a veces, saber si dormía
o estaba despierto, si era feliz o estaba triste, o si sufría un gran dolor. A decir verdad,
a él siempre le parecía extraño que los demás no pudiera hacer lo mismo. Tal vez era
algo que tenía que ver con el hecho de que fueran gemelos.
—Ahora sí que lo está… con todo ese ruido que estás haciendo —dijo Thornberry
con un tono de voz malhumorado. La anciana intentaba mostrar una expresión
severa, pero su mirada, como siempre, era dulce. De todas maneras, ella logró hacerlo
sentir culpable, como siempre.
Tyrion subió corriendo la escalera y entró en los aposentos de su padre.

* * *

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El padre levantó una mano para imponerle silencio. Se encontraba de pie ante su
banco de trabajo, examinando algo a través del visor del magnascopio.
—Silencio, Tyrion. Estaré contigo en un momento.
Tyrion se quedó allí de pie, reventando de deseo de darle la noticia, pero sabía que
a su padre no se le podía meter prisa cuando estaba concentrado en sus estudios. Para
entretenerse, recorrió la sala con la mirada, abarcando la enorme biblioteca de libros y
pergaminos de su padre, que tanto adoraba Teclis, los grandes frascos llenos de
cabezas de monstruo en conserva, y también de extrañas sustancias químicas y
plantas raras procedentes de las selvas de Lustria y de las selvas tropicales de la lejana
Catai. Su mirada se vio atraída, como siempre, sin importar con cuanto empeño
intentara evitarlo, hacia la gigantesca y aterrorizadora armadura que se erguía en su
armazón de alambre en un rincón. Parecía un monstruoso golem que esperase ser
reanimado. Su padre afirmaba que aquella armadura había sido forjada en los hornos
mágicos del Yunque de Vaul para su legendario ancestro Aenarion, pero que estaba
rota y muerta, y necesitaba que la magia la devolviera a la vida, le otorgara poder y
lograra que volviera a ser adecuada para que la llevara un héroe. Tyrion no estaba del
todo seguro de la veracidad de eso, pero esperaba que fuese cierto.
Estaba descolorida por el área del pecho y los brazos, donde su padre había
reparado con sus propias manos los antiguos desperfectos del metal. En esas zonas, la
armadura no presentaba la pátina del tiempo que tenía en todo el resto.
Lograr que la armadura volviera a estar entera era el trabajo de toda una vida del
padre de Tyrion. Le había dedicado toda una vida de erudición desde el mismo
momento en que la había heredado de su padre, quien a su vez la había heredado de
su padre, y éste del suyo, y así sucesivamente desde el albor de los tiempos. La
tradición familiar decía que la armadura le había sido regalada a su ancestro
Arnarion, otro descendiente de Aenarion perteneciente al linaje de la Reina Eterna,
por el mismísimo Rey Fénix Tethlis, como recompensa por haber salvado la vida de
su hijo. Era la reliquia más valiosa de la familia.
Hasta donde Tyrion sabía, su padre era el primero de su linaje que intentaba
reconstruir la armadura. Hasta el momento, sus esfuerzos habían sido infructuosos.
Siempre faltaba alguna cosa más, un trozo más de un raro mental, una fabulosa tuna
más que debía ser redescubierta y regrabada, un hechizo más que debía volver a
conjurarse. Tyrion había oído muchas veces a su padre afirmar que esa vez sí que lo
lograría, pero siempre se había llevado una decepción. Le había costado su nada
insignificante fortuna y la energía de su vida, y aún no estaba acabada.
Tyrion estudió a su padre en ese momento y se dio cuenta de lo frágil que era.
Tenía el cabello fino como hilo de plata y tan blanco como la nieve del pico del Monte
Cima de las Estrellas. Una red de arrugas le nacía en los ojos y le cubría la mayor parte
del rostro. Las purpúreas venas apenas resaltaban en sus manos. Tyrion miró la piel

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suave de sus propias manos y vio la diferencia de inmediato. Una vida de fracasos
había envejecido a su padre de un modo prematuro. El príncipe Arathion tenía sólo
unos pocos siglos de edad.
—Dime qué has venido a contarme, hijo mío —dijo su padre. La voz era calmada,
dulce y remota, pero no carecía de un cierto humor burlón—. ¿Qué te ha traído a mi
taller y te ha hecho entrar sin siquiera llamar a la puerta?
—Unos jinetes vienen hacia aquí —dijo Tyrion—. Guerreros montados a lomos
de caballos de guerra.
—¿Estás seguro de eso? —preguntó su padre.
Tyrion asintió con la cabeza.
—¿Cómo? —Su padre creía que las observaciones debían ser comprobadas y
justificadas. Formaba parte de su método de erudición. «No sólo conocimientos
teóricos de libro», era su lema.
—Los caballos eran demasiado grandes para ser monturas normales y los jinetes
llevaban lanzas con pendones.
—¿Pendones de quién?
—No lo sé, padre. Estaban muy lejos.
—¿No habría resultado más útil, hijo mío, esperar hasta poder ver los pendones?
Entonces habrías podido decirme más cosas sobre quiénes eran los desconocidos y
cuáles podrían ser sus intenciones.
Como siempre, Tyrion no pudo evitar sentir que, hasta cierto punto, era una
decepción para su amable y erudito padre. Hablaba en voz demasiado alta, era
demasiado bullicioso, demasiado activo. No era brillante como Teclis.
Su padre le sonrió.
—La próxima vez, Tyrion. La próxima vez lo harás mejor.
—Sí, padre.
—Y, por suerte, aquí en el estudio tengo un catalejo que nos permitirá averiguar la
información que se te ha escapado, a pesar del hecho de que estos viejos ojos no son
tan agudos como los tuyos. Corre, ve a contárselo a tu hermano. Sé que te mueres por
darle la noticia.

* * *
Teclis yacía en una gran cama con dosel, cubierto por pilas de mantas raídas y llenas
de remiendos. La habitación estaba tan a oscuras que resultaba imposible ver lo
apolillado que estaba el dosel y lo viejos y desvencijados que estaban los muebles.
Teclis tosía ruidosamente. Por el sonido parecía que se le había soltado un hueso

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en su interior y andaba repiqueteándole por dentro del pecho. Se retorció entre la
maraña de mantas y levantó hacia su hermano sus febriles ojos brillantes. Tyrion se
preguntó si Teclis iba a morir realmente aquella vez, si esa enfermedad sería la que
finalmente se lo llevaría. Su hermano estaba ya muy débil, muy consumido, muy
dolorido y desesperado.
Y, egoístamente, Tyrion se preguntó qué le sucedería a él entonces. Sentía los ecos
del dolor y la debilidad de su hermano. ¿Qué sucedería cuando Teclis emprendiera el
oscuro viaje? ¿Moriría también él?
—¿Qué te trae por aquí, hermano? Aún es de día en el exterior. Todavía no es
hora de leer.
Tyrion dirigió una mirada de culpabilidad al ejemplar de Cuentos de la Era
Caledoriana, de Maderion, que descansaba sobre la mesa deteriorada y llena de
muescas que había junto a la cama. Se acercó la ventana. Las cortinas estaban
apolilladas y olían a moho. Por las rendijas que había en los postigos silbaba el aire
frío al entrar, a pesar de los trozos de arpillera que él les había metido dentro. En la
vieja casa de campo no había ningún sitio en el que Teclis pudiera escapar del frío que
parecía drenar su vitalidad.
—Tenemos visita —anunció Tyrion.
El interés asomó a los ojos de Teclis y, por un momento, pareció un poco menos
lánguido.
—¿De quién? —El tono era un eco seco del de su padre, como lo era la pregunta
en sí.
Tyrion se maravillaba por el parecido. A pesar de toda su debilidad, Teclis era un
hijo muy digno de su padre, aspecto que Tyrion no lo sentía de si mismo.
—No lo sé —tuvo que admitir—. No he esperado para comprobar su estandarte
heráldico. Simplemente he salido corriendo a dar la noticia. —No pudo evitar que el
resentimiento aflorara su voz, a pesar de que sabía que su hermano no lo merecía.
—Nuestro padre ha estado sometiéndote otra vez a un interrogatorio, según veo
—dijo Teclis, y sufrió otro largo y horrible paroxismo de tos. En su caso, reír era un
error, a veces.
—Me hace sentir tonto —confesó Tyrion—. Tú también me haces sentir tonto.
—No eres tonto, hermano. Simplemente no eres como él. Tu mente corre por
canales diferentes. Te interesan otras cosas. —Teclis intentaba ser amable, pero no
podía evitar que en su voz aflorara una cierta satisfacción. El gemelo de Tyrion era
eternamente consciente de su inferioridad física, y su sentido de la superioridad
espiritual lo ayudaba a compensarla. Por lo general, no era algo que molestara a
Tyrion, pero ese día se sentía inquieto e inseguro. No se requería mucho para hacerle
perder el equilibrio—. Las batallas, las armas y ese tipo de cosas son lo que te interesa.
El tono de voz de su hermano le dio a entender con certeza lo insignificantes que

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él consideraba esas cosas en el gran esquema del mundo.
—Uno de los jinetes, al menos, es un guerrero. Llevaba una lanza y su armadura
brillaba mucho al sol.
Al principio, Tyrion pensó que estaba inventándose este último detalle, pero en el
momento de decirlo se dio cuenta de que era la verdad. Había observado más cosas de
las que pensaba. Era una lástima que su padre no lo hubiese interrogado acerca de ese
detalle.
—¿Y los demás jinetes? —preguntó Teclis—. ¿Cuántos eran?
—Diez con lanzas. Uno de ellos sin.
—¿Quién será?
—No lo sé, un escudero tal vez, o un sirviente.
—¿O un mago?
—¿Por qué iba a venir aquí un mago?
—Nuestro padre es hechicero y erudito. Tal vez ha venido a consultarle algo y los
guerreros sean su guardia personal.
Tyrion vio que Teclis estaba tergiversando los acontecimientos para que se
adaptaran a sus propias visiones y fantasías. Quería que uno de esos jinetes fuera un
erudito y que los otros, los guerreros, se encontrarán en una posición inferior. Eso le
escoció. Pensaba que debería decir algo, pero no se le ocurría qué, y Teclis rió.
—Somos auténticos ratones de campo, ¿verdad? Nos sentamos en nuestras
habitaciones a hablar de desconocidos que podrían o no venir a visitarnos. Leemos
sobre las grandes batallas de la Era Caledoriana, pero unos jinetes que buscan cobijo
para pasar la noche son una fuente de gran conmoción para nosotros.
Tyrion rió, contento porque no iba a tener que discutir con su hermano.
—Supongo que podría ir a preguntarles qué quieren —dijo.
—¿Y robarnos un delicioso misterio y la expectación de su solución? —preguntó
Teclis—. Eso no tardará en llegar.
Cuando todavía estaba pronunciando estas palabras, sonó la gran campana de las
grandes puertas del recinto. Había algo ominoso en aquel sonido, y Tyrion no pudo
evitar la sensación de que anunciaba algún cambio muy grande, de que, por alguna
razón todavía desconocida, sus vidas ya no volverían a ser las mismas a partir de ese
día.

* * *
La gran campana volvió a sonar mientras Tyrion bajaba corriendo al patio. Llegó a la
puerta de entrada al mismo tiempo que Thornberry. Se quedaron uno frente al otro

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por un momento, ambos esperando a ver qué haría el contrario.
—¿Quién viene? —gritó Tyrion.
—Korhien Espadón de Hierro y la dama Malene, de la casa de Mar Esmeralda, y
su séquito. Tenemos un asunto que tratar con el príncipe Arathion.
—¿Y qué asunto es ése? —preguntó Tyrion. Estaba abrumado por el carisma de
esos nombres. Su padre había hablado de Korhien. La casa de Mar Esmeralda era la
familia de su madre, príncipes mercaderes de la gran ciudad-estado de Lothern,
donde los gemelos habían vivido de pequeños. ¿Qué podrían buscar allí?
—Eso es algo que tenemos que hablar con el príncipe Arathion, no con su
portero. —El tono del elfo era de impaciencia. En él había algo definitivamente
marcial. Tenía la claridad de un gran cuerno de bronce hecho para ser oído por
encima del fragor del campo de batalla.
—Yo no soy su portero, soy su hijo —replicó Tyrion, para demostrar que no se
sentía intimidado, a pesar de que lo estaba un poco.
—Tyrion, abre la puerta —dijo una voz amable detrás de él. Tyrion se volvió, y le
sorprendió ver a su padre, que también llevaba puesta su mejor capa y una gargantilla
de oro intrincadamente labrado que tenía engarzadas brillantes gemas místicas—. No
estaría bien hacer esperar a nuestros huéspedes. Es una grosería.
Tyrion hizo un gesto de indiferencia y apoyó un hombro contra la barra, que
levantó con facilidad porque era muy fuerte para su edad. Retrocedió cuando las
puertas se abrieron, y al alzar los ojos, se encontró mirando a unos desconocidos
montados. Uno de ellos era el varón elfo más alto que Tyrion había visto jamás, tan
alto y ancho como él, y cargaba un hacha grandiosa a la espalda, y al costado llevaba
envainada una espada. Con una mano sujetaba, en efecto, una larga lanza. Se cubría
los hombros con una capa hecha con la piel de un león blanco. Tyrion estaba
emocionado. Nunca antes había conocido a un miembro de la legendaria guardia
personal del Rey Fénix. ¿Qué podría haber ido a buscar allí alguien como él?
Junto al León Blanco había una elfa vestida con una túnica de viaje hermosamente
tejida y con capucha. Su expresión era altiva, y la mirada de sus ojos color ámbar,
directa y penetrante. Llevaba una serie de brillantes amuletos que la distinguían como
hechicera. Por debajo de la capucha de su capa escapaba un mechón de cabello negro
como el ala de un cuervo.
Detrás de ellos había un grupo de jinetes, montados en caballos adornados con
gualdrapas. Todos llevaban el mismo tabardo y lucían el mismo emblema en los
pendones de las lanzas: un barco blanco sobre fondo verde. Tras ellos avanzaba
trabajosamente una fila de monturas de repuesto y mulas de carga. Parecía ser una
expedición bastante impresionante.
Antes de que Tyrion pudiera decir nada, el León Blanco ya había plantado su
lanza en la tierra de la entrada, desmontado, atravesado el patio a grandes zancadas y

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levantado a su padre del suelo con un gigantesco brazo. Para gran sorpresa de Tyrion,
su padre no puso objeciones a aquello, sino que rió alegremente. Era la primera vez en
su vida que Tyrion veía algo similar.
Miró a la mujer para ver si ella estaba tan asombrada como él y vio que su
expresión era de amargura y desaprobación mientras recorría el patio con la mirada
como si inspeccionara una pocilga. Su caballo era más pequeño que las monturas de
los guerreros, pero estaba mejor ataviado. Lo sorprendió observándola y frunció el
ceño. Pero él le devolvió la mirada y se la sostuvo hasta que ella apartó los ojos.
—Korhien, viejo mastín de guerra, me alegro mucho de verte —dijo su padre.
—Y yo de verte a ti, Arathion —respondió el guerrero, palmeando la espalda de su
padre con tal fuerza que Tyrion temió que pudiera lesionarlo.
Su padre hizo una mueca de dolor ante aquel impacto, pero no protestó. De
repente, a Tyrion se le ocurrió que Korhien y su padre eran amigos. Se trataba de un
concepto nuevo. En todos sus años de infancia, Tyrion no recordaba que su padre
hubiese demostrado afecto por nadie ni por nada, ni siquiera por sus hijos.
—¿Cuánto tiempo ha pasado? Creo que desde que te retiraste aquí, después de
que Alysia… —dijo Korhien, y por el modo en que cambió su expresión se hizo
evidente que ya sabía que había cometido un error mientras hablaba. Cerró la boca.
Una ola de tristeza recorrió el rostro de su padre, que apartó los ojos para mirar a
lo lejos.
—Dama Malene —dijo su padre al cabo—. Bienvenida a mi casa.
—Así que es aquí donde murió mi hermana —dijo la mujer—. No es un lugar
muy… agradable.
Otra ligera conmoción recorrió el pecho de Tyrion. Aquella mujer era su tía.
Entonces la estudió con más detenimiento que antes, preguntándose hasta qué punto
se parecería a su madre. Al observarla con más atención, vio que algunos de sus
rasgos se parecían a los de Teclis e incluso a los que solía ver en el espejo. Ella lo
observaba con la misma atención. En aquella mirada había hostilidad, y algo más que
no lograba identificar, curiosidad, tal vez.
Ella alargó una mano y lo volvió a mirar. A Tyrion se le ocurrió que era una dama
que no estaba habituada a montar y desmontar sin ayuda. Sintió la tentación de ir a
ayudarla, pero algo en su interior se reveló en contra y, al cabo de un instante, se dio
cuenta del porqué.
Serían los sirvientes quienes ayudaran a aquella dama, y él, sin duda, no era su
sirviente. La elfa advirtió que la comprensión afloraba a los ojos del joven y sonrió
con frialdad, para luego desmontar con gracilidad y avanzar hasta él. Camino en
círculo alrededor de Tyrion, inspeccionándolo igual que un ama de casa montañesa
inspeccionaría a un ternero que estuviera pensando comprar. A Tyrion no le gustó lo
que hacía.

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—¿Te gusta lo que ves? —preguntó él.
—Tyrion —dijo su padre con tono de desaprobación.
El guerrero rió. La reacción de la elfa lo sorprendió.
—Sí, mucho —respondió—. Aunque los modales pueden mejorarse.
Korhien se rió también. Tyrion sintió que se ruborizaba. Cerró los puños con aire
desafiante, pues no estaba habituado a que nadie más que su padre y Teclis se rieran
de él. Entonces vio el lado gracioso de la situación y también se rió.
—Te pareces a ella cuando ríes —dijo Malene con una voz triste que aTyrion le
recordó la que a veces percibía en su padre—. Alysia siempre fue una mujer alegre.
Alysia había sido el hombre de la madre de Tyrion, y por el tono de voz de Malene
era evidente que echaba de menos a su hermana. A Tyrion se le ocurrió que si
muriese Teclis, aquella orgullosa y fría mujer podría parecerse a la persona en la que
él se convertiría, y entonces descubrió que sentía una cierta compasión por ella.
—¿Vamos a quedarnos aquí fuera de pie durante todo el día? —preguntó Korhien
—. ¿O vas a invitarnos a entrar para servirnos algunos de esos excelentes vinos añejos
que guardas en esa bodega tuya de la que siempre alardeas?
—Por supuesto, por supuesto —dijo su padre en seguida—. Entrad, entrad.
Era la primera vez que Tyrion oía hablar de los excelentes vinos añejos que se
guardaban en la bodega. No cabía duda de que aquél estaba resultando ser un día
interesante. Los jinetes continuaban montados, impasibles, como si esperaran para
cargar. Había una especie de amenaza en su inmovilidad.
—Quizá a vuestros soldados les apetezca unirse a nosotros —añadió su padre—.
Parece un grupo muy numeroso para una visita social.
A Tyrion no se le escapó la rápida mirada de advertencia que pasó a toda
velocidad entre su padre y Korhien.
—Los caminos vuelven a ser peligrosos —respondió Korhien.
Tyrion tuvo la sensación de que le habría gustado decir algo más, pero se lo
impedía la presencia de los demás.
¿Qué estaba sucediendo allí?

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DOS

La sala de estar era húmeda y fría, y olía a moho, y Tyrion se dio cuenta de que la
dama Malene no estaba precisamente impresionada. Por primera vez se sintió
avergonzado de su padre y de su hogar.
Al mirar el vestido de aquella dama, tejido con sedas y telas mágicas cuyo nombre
él ni siquiera conocía, se dio cuenta, por primera vez, de los desarrapados que iban él
y su padre. En ese momento reparó en que durante mucho tiempo no había podido
comparar a su familia con nadie más que los aldeanos de la zona, simples montañeses.
Era obvio que Korhien y Malene pertenecían a un orden social muy diferente, una
clase a la que sentía que él y su padre eran ajenos. Tal vez su padre había pertenecido
a esa clase social en otros tiempos, pero, aunque hubiera sido así, ya no era el caso.
La dama Malene olisqueó el aire y miró los sillones de madera estropeados y con
muescas. No estaban ni forrados ni acolchados, y el joven supuso que ésa era otra de
las cosas a las que ella no estaba acostumbrada. Korhien rió.
—He estado en campamentos militares que eran más acogedores que esto,
Arathion. No hay muchas posibilidades de que vayas a ablandarte viviendo aquí.
—Sentaos. Encenderé el fuego ahora mismo —dijo su padre, y de inmediato se
puso manos a la obra. Salió de la sala y volvió con algunos troncos de la preciosa
reserva de invierno. Los echó de cualquier manera dentro del hogar y los encendió
con una palabra mágica.
Todos los troncos estallaron simultáneamente en azules llamas místicas al sonar
su voz. Saltaron chispas, y el sonido de pequeñas detonaciones inundó el aire al
encenderse la savia que aún contenían. Tyrion miró a su padre con asombro. Era la
mayor magia, y la más obvia, que le había visto hacer en años. Quería salir corriendo
a contárselo a Teclis, pero lo dejó paralizado la curiosidad, el deseo de ver qué otra
cosa extraordinaria podría suceder a continuación.
Thornberry entró con tres copas y una botella de vino hecha de arcilla, sobre una

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bandeja de bronce de aspecto muy antiguo. Parecía sentirse incómoda, pero intentaba
disimularlo manteniendo el rostro tan inexpresivo como una piedra. Dejó el vino
sobre una mesa baja y se retiró de la sala con tanta rapidez como pudo.
Su padre hizo un gesto para que los invitados se sentaran.
—Pronto nos servirán comida.
Tyrion también se asombró de esto. Su padre habría dado instrucciones para que
prepararan la comida, lo cual era un milagro en sí mismo. A menudo olvidaba comer
durante varios días seguidos, y cuando Thornberry no estaba en la casa, Tyrion tenía
que cocinar para él y para Teclis.
Korhien y Malene se sentaron mientras su padre escanciaba el vino. Tyrion se
acercó al fuego y se situó de espaldas a él para deleitarse con el inusitado calor.
—¿A qué debemos el honor de esta visita? —preguntó su padre, al fin.
—Ha llegado la hora —respondió Korhien—. Los gemelos ya casi tienen la edad
de ser presentados en la corte del Rey Fénix.
—Es su derecho —dijo la dama Malene—. Y su deber. Son del linaje de Aenarion.
—Sí, lo son —convino el padre en un tono extrañamente cortante, más combativo
de lo que Tyrion lo había visto jamás. Su padre nunca era agresivo con nadie—. Me
pregunto por qué la casa de Mar Esmeralda ha escogido a su más bella hija y al más
grande de sus aliados en la corte para venir a recogerlos.
Tyrion experimentó otra conmoción. Recogerlos. ¿Qué quería decir su padre? Por
la expresión de Malene percibió que tampoco ella esperaba esa reacción. Daba la
impresión de ser una mujer a quien la gente no hablaba nunca en ese tono. Korhien
también miraba al padre de Tyrion de manera extraña, pero no sin admiración.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Malene al cabo.
—Quiero decir que durante los últimos quince años, más o menos, la casa de Mar
Esmeralda ha manifestado bastante poco interés por mis hijos. Y, sin embargo, aquí
estáis hoy, con una compañía de guerreros acorazados, recordándome mi deber
paterno de presentarlos ante el trono del Rey Fénix. Siento curiosidad de saber por
qué.
—Deben presentarse —dijo Korhien—. Conoces la ley tan bien como yo,
Arathion. Pertenecen al linaje de Aenarion.
—Y si van a ser presentados en la corte, yo debo asegurarme de que no deshonren
a la familia —añadió Malene.
Su padre dejó escapar una risa suave.
—Ya suponía yo que tenía que ser eso.
—¿Por qué tenemos que ser presentados en la corte, padre? —intervino Tyrion,
incapaz de contener la curiosidad.
Su padre lo miró como si por primera vez reparará en que estaba allí.
—Déjanos solos, Tyrion. Tu tía y yo tenemos que hablar. Más tarde te contaré lo

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que sea necesario contarte.
El tono de su padre era severo y lo que decía, injusto, pero en sus ojos había una
expresión de dolor tan grande cuando habló que Tyrion no tuvo valor para discutir
con él o hacerle preguntas. Se encaminó hacia la puerta y la cerró tras él al salir,
reprimiendo el impulso de dar un portazo, aunque la tentación era muy grande.

* * *
—Piensa —dijo Teclis. Su voz era aún más ronca de lo normal. Su tos había
empeorado, pero en sus ojos había ahora un interés febril. Estaba sentado en la cama,
erguido, con una manta echada sobre los hombros—. Intenta recordar, ¿qué más
dijeron?
Tyrion negó con la cabeza.
—Ya te lo he contado todo.
Se ajustó más la capa en torno al cuerpo. Después de haber estado en el cálido
salón de abajo, la habitación de Teclis parecía más fría que nunca. Tal vez debería
llevar a Teclis abajo y dejar que se sentara junto al fuego durante un rato. Pero sabía
que era mejor no sugerirlo siquiera. Su hermano nunca accedería. No le gustaba que
su debilidad se pusiera en evidencia ante desconocidos.
—¿Estás seguro de que ella dijo que teníamos que ser presentados en la corte del
Rey Fénix?
—Sí.
—Supongo que tiene sentido. A fin de cuentas, somos herederos de la Maldición.
Tyrion rió.
—¿La Maldición? ¿La Maldición de Aenarion? ¡Un poco de seriedad!
—El archimago Caledor afirmó que todos los del linaje de Aenarion pueden
heredar su maldición y ser tocados por Khaine, dios del asesinato.
—Seguro que eso sólo afecta a los que son como Malekith, nacido después de que
Aenarion cogiera la Matadioses y quedara contaminado por su poder.
—Uno pensaría que así es, ¿verdad? Pero las palabras de Caledor no fueron ésas.
Y si lo piensas bien, eso no tiene mucho sentido. Malekith se quedó estéril desde que
atravesó la Llama. Nunca ha tenido hijos.
—¿Por qué? Yo no creo que tú estés maldito por Khaine, ni tampoco que lo esté
yo, por cierto.
Teclis hizo un gesto hacia su cuerpo consumido y alzó una ceja.
—Yo creo que es posible.
—Yo no creo que estés maldito.

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—¿Cuántos elfos enferman alguna vez, Tyrion? ¿Cuántos son tan débiles como
yo?
Tyrion intentó reír para quitarle importancia al asunto.
—Me cuesta un poco pensar que eso te acredite como amenaza para el Reino.
—Carece de importancia lo que nosotros pensemos, Tyrion. Lo que importa es lo
que piensen el Rey Fénix y su corte.
—¿Van a presentarnos allí con el fin de que puedan examinarnos para ver si
estamos contaminados por Khaine?
—Así lo creo.
—Eso no parece justo.
—Puede que tengan razón.
—¡No puedes decirlo en serio, hermano!
—Aenarion era único. Hizo cosas que ningún elfo hizo antes que él, y que muy
pocos han intentado después. Atravesó la Llama de Asuryan sin ayuda ni protección.
Extrajo la Matadioses del Altar de Khaine. Tenía algo diferente, algo que le permitió
blandir el poder de los dioses, y que a ellos les permitió actuar a través de él. ¿Quién
puede decir que esa diferencia no se haya transmitido a través de su sangre?
Ciertamente, Caledor Domadragones pensaba que sí, y era el mago más grandioso
que ha conocido este mundo.
—¿Cómo sabes todo eso? —preguntó Tyrion. Ya conocía la respuesta, pero, como
siempre, la amplitud de los conocimientos de su hermano lo dejó atónito.
—Porque mientras tú andas vagando por ahí fuera, yo no tengo nada mejor que
hacer que leer, cuando tengo energía para hacerlo.
—Sí, pero lo que lees lo recuerdas siempre. Ojalá yo pudiera hacer lo mismo. A mí
las cosas me entran por un oído y me salen por el otro.
—A menos que tengan que ver con guerreros o héroes —puntualizó Teclis—.
Pero bueno, ¿no te parece inusitado que la dama Malene y el señor Korhien nos
hayan visitado de esta manera?
—¿Qué quieres decir?
Teclis le dirigió una mirada de advertencia.
Una corriente de aire que sintió en la espalda le indicó que alguien acababa de
abrir la puerta de la habitación de Teclis. Al volverse, Tyrion vio a la dama Malene de
pie en la entrada. No parecía incómoda por haber entrado sin llamar. Los miró a los
ojos y luego entró en la habitación sin esperar a que la invitaran.
—Tú debes de ser Teclis —dijo—. El tullido.
—Y tú debes de ser Malene, la grosera —replicó Teclis.
Ella rió.
—Bien dicho, muchacho.
—Puedes dirigirte a mí como príncipe. Es mi título.

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—Eso aún está por ver. Sabré cómo debo llamarte una vez que te hayas
presentado ante el trono del Rey Fénix.
—¿Por qué no empiezas a practicar ahora? —dijo Teclis—. Podríamos fingir que
somos todos elfos nobles bien educados que se han reunido.
Malene lo miró durante un largo momento, obviamente reparando en la
diferencia entre sus modales altaneros y su cuerpo consumido, y viéndose forzada a
reconsiderar la situación.
—En efecto, príncipe Teclis, ¿por qué no hacerlo? —dijo al fin.
—Muy bien, dama Malene —replicó él, haciendo hincapié en dama—. Y, además,
acordemos que yo no entraré en tu habitación sin llamar si tú no entras en la mía.
Tyrion pensó que su hermano podría estar forzando demasiado las cosas, pero
Malene rió y asintió con la cabeza. Por algún motivo, parecía complacida con la
actitud despreocupada de Teclis.
—Me alegro de haberos conocido, y de momento me despediré de vosotros,
príncipe Tyrion, príncipe Teclis.
Cuando la puerta se cerró detrás de ella, Teclis hizo un gesto para que Tyrion se
inclinara hacia él.
—Ella ha venido a matarnos —susurró.
—¿A matarnos? —preguntó Tyrion.
—O a que nos mate el formidable Korhien.
—No. —Tyrion estaba bastante seguro de que ése no era el motivo.
—Puedes apostar a que sí. Si ella piensa que podríamos estar contaminados por
Khaine, sufriremos un accidente en el camino a Lothern. ¿Por qué, si no, iban a venir?
—Te estás poniendo demasiado dramático —dijo Tyrion. Simplemente no quería
creer lo que Teclis estaba diciendo—. ¿Por qué iban a querer hacer eso?
—Tal vez porque la casa de Mar Esmeralda tiene la ambición de sentar a un
candidato propio en el Trono Fénix y no quieren pasar por el bochorno de que se les
relacione con dos príncipes contaminados.
—Todavía no somos príncipes —dijo Tyrion—. Ya has oído lo que ha dicho la
dama Malene.
Teclis rió con amargura hasta que le dio un ataque de tos que hizo que los ojos le
empezaran a llorar.
—Ahora debo dormir Que tengas buenas noches, hermano.
—Que Isha te sonría, Teclis —respondió Tyrion, que detestó la ironía de las
palabras en el momento mismo de ofrecerle a su hermano la despedida tradicional. Su
hermano era, muy decididamente, uno de los elfos a los que la diosa no había
sonreído—. Que vivas mil años.

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* * *
Trastornado por las sospechas de Teclis, Tyrion se movió de puntillas por la casa.
Llegó a lo alto de la escalera. Desde ese sitio elevado vio a su padre y a Korhien
sentados junto al fuego, separados por un tablero de ajedrez. Al mirar al corpulento
guerrero, a Tyrion le resultó imposible imaginarlo involucrado en un asesinato
furtivo, y en cualquier otra cosa que fuese deshonrosa. Tyrion tenía la certeza de que
ése no sería el estilo de Korhien. Si hubiera que matar a alguien, lo haría cara a cara,
arma contra arma.
Korhien se inclinó hacia delante y movió un Grifo de plata. Su padre se acarició el
mentón y consideró la respuesta. Tyrion bajó la escalera de puntillas, disfrutando de
la inusitada tibieza de la sala de estar, y se acercó en silencio al tablero para no
interferir en la concentración de los jugadores. Con una sola mirada se hizo cargo de
las posiciones estratégicas.
Su padre jugaba con las piezas doradas, con su habitual cautela y movimientos
razonados. Ya estaba a la defensiva, a pesar de haber contado con la ventaja de sacar el
primero. Korhien, que jugaba con las plateadas, tenía una formación de Arqueros
reunidos en el flanco derecho y estaba montando, contra la Reina Eterna de su padre,
un potente ataque con el Dragón de su Reina Eterna apoyado por sus jinetes de
Grifos, a la vez que con un Señor del Conocimiento atacaba desde el otro extremo de
la larga diagonal. La mano del padre de Tyrion quedó suspendida sobre el Grifo de su
Rey, un movimiento que sería un error.
—Tu portero desaprueba esa estrategia —dijo Korhien con una risa atronadora
cuando reparó en la expresión de Tyrion.
—En ese caso, será mejor que preste atención —dijo Arathion—. Tyrion es el
mejor jugador de esta casa.
Korhien alzó una ceja.
—¿Es eso cierto? ¿Mejor que ese brillante aunque enfermizo hermano al que aún
tengo que conocer?
—Mejor que tú —dijo Tyrion, molesto por la forma en que las palabras de
Korhien parecían menospreciar a Teclis.
—¿Estás desafiándome, portero? —preguntó Korhien.
—Podría derrotarte desde la posición de mi padre.
—Ah, no, eres un gallito. Yo diría que tengo a tu padre más que derrotado.
—Puede que lo parezca, pero hay algunas debilidades manifiestas en tu táctica.
—Yo no las veo —dijo Korhien.
—Tyrion, si quieres… —Su padre se levantó del asiento y le hizo a Tyrion un
gesto para que se sentara—. Si vas a hacer unas afirmaciones tan estrafalarias, deberías

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tener la posibilidad de proporcionarnos pruebas. —Su padre, sin embargo, estaba
sonriendo.
Tyrion supuso que no estaba disfrutando con el hecho de ser vencido, ni siquiera
por un contrincante que era amigo suyo. A pocos elfos les gustaba que los derrotaran
en algo.
Tyrion se sentó y desplazó dos casillas hacia delante a un Arquero que estaba
situado en el flanco de su Rey Fénix.
—¿Qué? —dijo Korhien, obviamente divertido. Agarró su Grifo y lo hizo saltar
por encima del Arquero de Tyrion hasta una posición desde la que amenazaba a un
Señor del Conocimiento.
Tyrion contempló el tablero. Como siempre, jugaba con rapidez, por instinto, y
daba la impresión de sentir los puntos fuertes y débiles de las piezas, así como la
compleja red de fuerzas tejida por la ubicación de cada una y su interacción.
Movió otro Arquero hacia delante con el fin de despejar una casilla para hacer
entrar en juego a su propio Señor del Conocimiento y a su Rey Fénix, y construir una
posición de flanqueo propia. El intercambio de piezas que había planificado Korhien
tuvo lugar, y al final del mismo había ganado un Arquero, pero contemplaba el
tablero con expresión pensativa. Era evidente que tenía la sensación de que estaba
cambiando el equilibrio de poderes. Era un jugador lo bastante bueno como para
entender lo que estaba haciendo Tyrion, pero aún no sabía del todo cuál era el plan
del joven príncipe.
Mantuvo su propio ataque, pero Tyrion lo paró con una astuta combinación del
Señor del Conocimiento y los Arqueros, que usó para bloquear la larga diagonal que
constituía la principal línea de ataque de Korhien. Unos pocos movimientos después,
Tyrion inició su propio ataque. Al final de éste, Korhien tumbaba su Reina Eterna de
costado para indicar que había abandonado. Rió con voz sonora, aparentemente
encantado.
—¿Eres siempre tan bueno, portero?
—Sí que lo es —intervino su padre, con un orgullo que sorprendió a Tyrion—.
Mejor, de hecho, puesto que él no habría cometido los errores que he cometido yo al
principio.
—Tengo que ver si esto no ha sido pura casualidad —dijo Korhien. Escondió un
Arquero de oro y un Arquero de plata en cada mano, se las llevó a la espalda y pidió a
Tyrion que escogiera una de las dos. Tyrion escogió la pieza plateada y el juego
comenzó. Ganó esa partida en cuarenta y dos movimientos, y una tercera, que
comenzó con oro, en treinta. Vio que Korhien estaba impresionado.
—Tu padre es un excelente jugador de ajedrez y a mí se me considera uno de los
mejores de la corte, y a pesar de eso, nos has superado a los dos sin demasiadas
dificultades. No eres en absoluto lo que yo había esperado, portero.

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—¿Y qué habías esperado?
—No a ti —replicó Korhien, que claramente no quería decir nada más.
—¿Otra partida? —sugirió Tyrion.
—No, ya tengo suficientes derrotas por un día. —Pero lo dijo con una sonrisa. No
había amargura ninguna en aquel Korhien.
A Tyrion le cayó bien.

* * *
Tyrion se encogió de hombros y, muy satisfecho, salió de la casa. Le sorprendió que
en el exterior aún quedara algo de luz diurna. Era la primera vez que recordaba que
hubiese un fuego encendido en el hogar antes de que cayera la noche, por mucho frío
que hiciese en las montañas. Se envolvió más fuerte la capa alrededor del cuerpo y
pensó en las partidas de ajedrez que había jugado contra el guerrero maduro. Korhien
era mejor jugador que su padre y que Teclis, cosa que él no había esperado en
absoluto.
Se sentía exaltado por su pequeña victoria y lleno de inquieta energía, así que salió
por la pequeña poterna de la puerta principal de entrada y comenzó a correr hacia
abajo, primero con lentitud, sólo para calentar, y luego más y más rápido, saltando
por encima de las rocas y brincando por la traicionera senda, con descuidada
indiferencia hacia su vida y sus extremidades.
Ya había oscurecido para cuando regresó, y aún no estaba cansado, ni siquiera
jadeaba. La enorme luna mayor flotaba en el cielo. La luna más pequeña era una
menuda chispa verde que se veía en un cuadrante distinto. Parecía un buen augurio.
Le sorprendió todavía más encontrar a Teclis calentándose ante el fuego de la sala de
estar, hablando con Korhien. El tablero de ajedrez estaba entre ellos. Tyrion captó la
situación de las piezas con una sola mirada.
Korhien estaba ganando. Teclis se dio cuenta de que él había reparado en eso y le
dedicó una mueca amarga. No le gustaba que lo vencieran, razón por la cual Tyrion
no solía tener muchas oportunidades de jugar con su hermano.
Teclis alzó una mirada de expresión sardónica cuando entró Tyrion.
—¿Dónde está nuestro padre? —preguntó Tyrion.
—Está encerrado con la dama Malene —replicó Teclis—. Al parecer, tienen
muchas cosas de las que hablar.
Había una nota de advertencia en su voz. Teclis sospechaba que estaba sucediendo
algo, y quería que Tyrion lo supiera.
—He oído decir que has estado ganando otra vez al ajedrez, hermano —dijo

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Teclis, cambiando de tema. Él, al menos, no dio la impresión de estar ni remotamente
sorprendido al decirlo—. No parece ser algo que yo sea capaz de hacer contra el señor
Korhien. ¿Cómo lo haces? Ganar, quiero decir.
Tyrion estudió el tablero.
—Puedes ganar desde la posición en que te encuentras.
—Te suplico que me expliques cómo.
Tyrion miró a Korhien.
—¿Puedo?
El guerrero rió.
—No tengo muy claro si esto va a gustarme, pero adelante.
—Acostúmbrate a ser derrotado por mi hermano. No le gusta perder dijo Teclis.
—Ésa es una característica útil en un guerrero —replicó Korhien.
Tyrion procedió a demostrar cómo Teclis podía ganar.
—¿Cómo lo haces? —volvió a preguntar Teclis.
—¿Cómo no puedes hacerlo tú? A mí me parece muy obvio.
—Y eso era la verdad. Era verdad que Tyrion no podía entender cómo era posible
que su hermano, más inteligente que él, pudiera no ver lo que para él estaba tan claro.
—¿En qué sentido? —preguntó Korhien. En el tono había una brusquedad que
Tyrion no podía entender del todo. Dedicó a la respuesta más reflexión de la que
normalmente habría dedicado.
—Ciertas casillas son más importantes que otras, durante la mayor parte del
tiempo. Ciertas combinaciones de movimientos se complementan. En todas las
posiciones existen siempre puntos débiles y puntos fuertes. Hay que jugar para
reducir al mínimo los puntos débiles y maximizar los fuertes.
—Ésos son principios generales sensatos —dijo Korhien—, pero en realidad no
explican nada.
Tyrion se sintió frustrado. Entendió cómo debía de sentirse Teclis cuando
intentaba explicarle a él los principios del funcionamiento de la magia.
—Es como si yo pudiera ver el resultado de todos los movimientos combinados.
Veo cómo se entrelazan potencialmente todas las piezas. Es como cuando miro los
mapas de los campos de batalla de los libros antiguos…
—¿Qué? —preguntó Korhien, aún con más brusquedad que su hermano.
—En todos los campos de batalla hay ciertas líneas de ataque obvio. Lugares
donde deben situarse las tropas. Lugares donde no deberían estar. Elevaciones con
una línea de tiro despejada para los arqueros sobre el resto del campo de batalla.
Zonas llanas donde la caballería puede avanzar con rapidez. Bosques y pantanos que
pueden proteger los flancos. Puedes ver esas cosas cuando observas los planos.
—Tú puedes verlas —dijo Teclis, reprimiendo un bostezo.
—El linaje de Aenarion —murmuró Korhien.

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Entonces le tocó a Tyrion el turno de mirarlo fijamente.
—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó.
—Dicen que Aenarion podía hacer lo mismo. Ver modelos de combate sobre un
campo de batalla.
—Cualquiera puede hacerlo si se toma la molestia de pensar en esas cosas —dijo
Tyrion.
Teclis volvió a reír.
—No sucede a menudo que yo oiga a mi hermano alabar las virtudes que tiene
pensar —dijo a modo de explicación—. Deberías estar aplaudiendo.
—Cualquiera puede mirar un mapa y decir algo. La clave es decir lo correcto —
dijo Korhien.
Tyrion se encogió de hombros. Se acercó despacio a una de las librerías y escogió
un ejemplar de Las campañas de Caledor el Conquistador. Lo abrió por una página
que se veía muy manoseada y a continuación se dirigió hacia donde estaba sentado el
guerrero.
—Mira —dijo—. Aquí tienes un ejemplo de lo que quiero decir. Aquí están las
disposiciones de Caledor contra el general druchii Izodar. Observa el modo en que ha
situado la maquinaria bélica con el fin de cubrir los accesos a la colina Drakon. Fíjate
también en cómo la fuerza principal de su caballería está situada fuera de la vista,
aquí, detrás de esta cadena de colinas, pero con fácil acceso al desfiladero que les
permitirá salir al campo de batalla en cuanto reciban la señal de su señor.
—Sí, pero todo mundo sabe eso. Fue una buena trampa, una de las victorias más
grandiosas de Caledor.
—Sí —dijo Tyrion—. Pero cometió errores.
—Vaya, vaya, no careces de confianza en ti mismo, ¿verdad, portero? El
Conquistador fue el general más grande de su época. En su historial se cuentan más o
menos victorias ininterrumpidas. Y tú miras el mapa de uno de sus más grandiosos
triunfos y afirmas que se equivocó.
—No, no lo digo. Venció. Nadie puede discutir eso. Sólo he dicho que cometió
errores.
—Es una distinción importante —admitió Korhien—. Así pues, por lo que más
quieras, explícame los errores que cometió, portero.
—Mira dónde situó el grueso de su caballería. A plena vista, cerca del enemigo. Y
cuando empezó la batalla, se trabaron demasiado pronto en combate con el flanco
derecho de los druchii. Eso podría haber estropeado la trampa con total facilidad.
Korhien sonrió.
—Tu análisis es impecable, pero has olvidado tomar en consideración una cosa.
A Tyrion no le ofendió oír que se descartaba su teoría con tanta indiferencia.
Percibió que se hallaba ante la oportunidad de aprender algo sobre un tema que lo

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intrigaba, de alguien que poseía una cierta experiencia en el asunto.
—¿Qué he pasado por alto? —preguntó.
—Dudo de que Caledor quisiera situar allí la caballería, y dudo que diera la orden
para esa carga prematura.
—¿Por qué se produjo, entonces?
—Porque el príncipe Moradrim y el príncipe Lelik eran rivales, y ambos querían
alzarse con la gloria de quebrantar al enemigo. Ambos insistieron en estar donde
estaban. Entonces uno cargó y el otro, que no pudo soportar la posibilidad de que su
rival se llevara toda la gloria, lo siguió.
—¿Por qué Caledor permitió eso? Era el Rey Fénix, estaba al mando. ¿Por qué
iban a desobedecerle?
La potente carcajada de Korhien fue como una ráfaga de viento que recorriera la
sala de estar.
—Cuando hayas pasado algún tiempo en las proximidades de nuestra gloriosa
aristocracia, no tendrás necesidad de preguntar eso, portero.
—Dale satisfacción a mi curiosidad y respóndeme ahora.
—Porque nuestros príncipes son una ley en sí mismos y sus guerreros juran servir
a esos príncipes, no directamente al Rey Fénix. Siguen a sus comandantes desde su
tierra natal, no a un rey remoto.
—No es eso lo que dicen nuestras leyes —intervino Teclis.
—No me cabe duda de que has leído bastante, príncipe Teclis, como para saber
que aquello que la ley dice que debe hacerse no siempre es lo mismo que lo que en
realidad se hace. En el fragor de la batalla, cuando las espadas tintinean contra las
espadas y el grito de guerra resuena por encima del campo, los guerreros se dejan
guiar por sus lealtades e instintos habituales, no por la ley. Y, a menudo, los príncipes
ansían la gloria más que el bien común. No es insólito que piensen que saben más que
el general al mando. Y a veces, eso es incluso cierto, ya que el guerrero que está en el
campo de batalla a menudo ve cosas que son invisibles para el general que se halla
situado en lo alto de la colina.
Tyrion asintió con la cabeza. Veía la sensatez de lo que estaba diciendo Korhien.
Era algo que él mismo había sospechado cuando leía las descripciones de aquellas
antiguas batallas. Resultaba agradable que se lo confirmara alguien que sabía de qué
estaba hablando.
—¿Por qué nuestros historiadores no mencionan eso? —preguntó Teclis.
—Porque los historiadores moran en las cortes de los príncipes, y sus plumas y
pergaminos los pagan las tesorerías de esos príncipes. ¿No has leído alguna vez una
crónica en la que el historiador culpa a un gobernante de una derrota y alaba a otro
por haber arrebatado prácticamente la victoria de las fauces de la derrota? ¿Y luego,
en otro pergamino, no te has encontrado con que otro historiador dice exactamente

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lo contrario? Cuando era joven, me sucedía con tanta frecuencia que me daba dolor
de cabeza.
—He pasado por esa experiencia —respondió Tyrion.
—A mi hermano le duele a menudo la cabeza cuando intenta leer —intervino
Teclis.
—Yo me refería a que había leído dos puntos de vista contrarios —dijo Tyrion.
Aquél era un asunto serio y no estaba de humor para las ligerezas de Teclis.
—Te sugiero que cuando te vuelva a suceder, compruebes dónde estaban viviendo
los historiadores en el momento de escribir los textos, o quiénes eran sus mecenas. Te
apuesto un brazal de bronce contra una gargantilla de oro a que tienen alguna
relación con la corte del príncipe al que alaban y a que existe alguna enemistad entre
ellos y el gobernante al que desacreditan.
—Eres un elfo muy pesimista, señor Korhien —comentó Teclis. Parecía admirarlo
más que condenarlo. Él mismo era un elfo muy pesimista.
—Hay historiadores honrados —dijo Tyrion.
—SÍ —asintió Korhien—. Y también los hay que creen que son honrados, y los
hay que no están en la nómina de ningún príncipe porque los financia la Torre Blanca
o viven en la corte de la Reina Eterna, y también los hay que tienen patrimonio
personal. Pero resulta extraño con qué frecuencia elogian la sabiduría de la Reina
Eterna aquellos que viven en Avelorn, y lo a menudo que se explayan sobre las
excelencias de los Señores del Conocimiento los que viven en Hoeth, salvo los que
tienen una enemistad personal con ellos, por supuesto. Y los historiadores a quienes
su fortuna les permite ser independientes tienden a encontrar virtudes anteriormente
insospechadas entre sus ancestros y parientes.
—Veo que estas corrompiendo a mis hijos con tu escepticismo, Korhien, y
minando su sencilla fe en la erudición. —El padre de los gemelos había entrado en la
sala sin que se dieran cuenta, mientras los hermanos escuchaban al León Blanco.
—Sólo estoy señalando que todos los eruditos aportan su sesgo personal a sus
obras. Es inevitable, forma parte de la naturaleza élfica. Lo sabes mejor que yo, amigo
mío.
—Y a mi propia costa —dijo el padre, con cierta acritud.
—¿Cómo va la gran obra, por cierto? —preguntó Korhien.
—Tan lenta como siempre, pero hago progresos.
—¿Puedo verla?
—Puedes. —El padre hizo un gesto para indicarle a Korhien que lo siguiera.
Tyrion ayudó a levantarse a Teclis, que se apoyó en el hombro de su hermano
para dirigirse hacia las dependencias de su padre. La respiración de Teclis era más
trabajosa que la de Tyrion después de haber corrido durante horas. Korhien,
diplomático, pretendió no reparar en los movimientos de anguila con que caminaba,

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en el modo en que su cuerpo se torcía primero hacia un lado y luego hacia el otro al
avanzar.
—¿Dónde está la dama Malene? —preguntó Korhien.
—Se ha retirado un momento a su habitación. Tiene que escribir muchas cartas.
—¿Habéis acabado con el asunto que ella tenía que tratar contigo?
—Le he dicho que lo consideraré —respondió el padre. En las palabras había una
corriente subterránea de tensión que Tyrion captó pero no entendió.
—Te sugiero que lo hagas —dijo Korhien. Una vez más, se percibió aquel tono de
advertencia en su voz.

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TRES

—Ya veo que has hecho progresos —dijo Korhien. Caminó alrededor de la armadura,
inspeccionándola pero sin tocarla. De alguna manera, aquel traje de metal lo hacía
parecer más pequeño mientras que, al mismo tiempo, daba la impresión de haber sido
hecha para alguien más o menos de su tamaño.
—No tanto como me gustaría —dijo Arathion, mirando la armadura como si
fuera un enemigo personal con quien estuviera a punto de librar un duelo.
Tyrion nunca lo había visto mirarla así antes. Tal vez la presencia de Korhien le
recordaba algo.
Como siempre, Teclis la contemplaba con reverencia. Su visión mágica era mucho
mejor que la de Tyrion, y a menudo había ayudado a su padre a reconstruir el trazado
de las runas sobre la armadura y los flujos de magia que estaban destinadas a
contener. Incluso afirmaba haber visto, a veces, los más leves vislumbres de poder
dentro de ella, algo que al principio había intrigado a su padre, pero que nunca había
visto con sus propios ojos.
Al mirarlos ahora a los tres, Tyrion se sintió excluido, como un ciego que
escuchara a tres artistas hablando de pintura, o como un sordo que leyera sobre la
composición musical.
Korhien volvió a mirar la armadura.
—¿Cuándo crees que acabarás de trabajar en ella?
—¡Quién sabe! —respondió el padre—. He renunciado a intentar predecirlo. En
este trabajo ha habido demasiados amaneceres falsos y promesas rotas.
—Es una lástima. Tiene buen aspecto, e inspiraría el miedo en el corazón de los
enemigos de Ulthuan, tanto si Aenarion la llevó puesta como si no.
El padre fulminó a su amigo con la mirada.
—Aenarion la llevó puesta, estoy seguro.
Korhien asintió con la cabeza para apaciguarlo, consciente de que había tocado

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una fibra sensible con sus quedas reflexiones, aunque no fuera su intención hacerlo.
—Los hechizos conjurados en torno a esta armadura son antiguos de verdad —
intervino Teclis.
Korhien le lanzó una mirada divertida.
—Estoy seguro de que el Consejo de Señores del Conocimiento estará de acuerdo
contigo, príncipe Teclis.
—Deberían estarlo si no son necios —replicó Teclis.
Korhien rió sin disimulo.
—Un hijo critica los planes de batalla del más grande de nuestros generales y el
otro está dispuesto a desprestigiar a los más sabios de nuestros hechiceros si no están
de acuerdo con la valoración que él hace de un artefacto. Tus hijos no tienen
problemas de autoestima, Arathion.
No había malicia alguna en el tono y, sin embargo, contenía una advertencia que
Tyrion no sabía muy bien cómo interpretar.
—Se les ha criado para que digan lo que piensan —respondió el padre.
—Los has hecho a tu imagen y semejanza, entonces, que era lo único que cabía
esperar, supongo. No estoy seguro de que eso les vaya a resultar muy útil en Lothern.
Tyrion contuvo la respiración. Su padre aún no había dicho nada acerca de que
fuera a enviarlos al gran puerto marítimo. ¿Habría ya accedido a que se marcharan?
Tyrion supuso que no tenía mucha elección en aquel asunto. Si las leyes exigían que
fueran presentados porque pertenecieron al linaje de Aenarion, serían presentados.
—¿Cuándo? —preguntó Tyrion.
El padre le lanzó otra mirada venenosa a Korhien y luego miró a Tyrion.
—Muy pronto —dijo el padre—. Si decido permitirlo. Todavía quedan detalles
por resolver.
Tyrion miró a Teclis y sonrió. Percibía que su hermano estaba tan emocionado
como él por la perspectiva de volver a ver una de las más grandiosas ciudades de los
altos elfos, un lugar en el que no habían estado desde que ambos eran pequeños.
Allí habría bibliotecas que consultar, y contemplarían maravillas. Verían las
Puertas del Mar, y el Faro, y las cortes del rey y de los grandes nobles. Habría
soldados, barcos y torneos. Estarían los palacios de la familia de su madre, y su propia
vieja casa. Aquella vasta perspectiva deslumbrante danzaba ante sus ojos. Korhien
percibió la emoción de ambos y rió con ellos, que no de ellos.
—Hay muchas cosas de las que tenemos que hablar —dijo el padre— antes de que
os marchéis, si es que os marcháis.
Parecía entristecido por las palabras incluso mientras las decía.
—Antes de que nos marchemos, querrás decir, los tres —dijo Tyrion—. ¿O es que
no vas a venir con nosotros?
—Yo ya he sido presentado en la corte —respondió su padre—. No siento

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ninguna necesidad de volver a ver al Rey Fénix y sus cortesanos. Y tengo trabajo que
hacer aquí. Volveréis muy pronto.
No los miró mientras decía esto, pero en su voz se manifestó una ligera nota de
emoción. Se volvió hacia la armadura y se puso a realizar pequeños ajustes en las
placas de la parte superior del brazo izquierdo.
—Si me disculpáis, tengo que ponerme con esto otra vez.
—Por supuesto —asintió Korhien en voz baja—. Vamos, muchachos, dejemos a
vuestro padre tranquilo.
Teclis se levantó de la silla con dolor y se acercó cojeando a su padre,
contorsionando el cuerpo al caminar. Posó una mano sobre el hombro de su padre y
le susurró algo al oído. Tyrion deseó reunir el valor para hacer lo mismo, pero tenía la
sensación de que su padre no aceptaría algo así por parte de él. Así pues, esperó a
Teclis y luego lo ayudó a recorrer el pasillo hasta su dormitorio.

* * *
Tyrion yacía en la cama, contemplando el techo, cansado y emocionado. Percibía la
presencia de extraños en la casa, a su alrededor. Algunos aún estaban despiertos,
conversando en voz baja como si no quisieran molestar a los demás. A Tyrion, que
conocía todos los ruidos nocturnos de aquella vivienda tan silenciosa, lo inquietó
aquel sonido. Había leído sobre maestros navegantes que sabían que sucedía algo en
sus naves a causa de un débil crujido que no les resultaba familiar. De repente,
comprendió cómo era posible eso.
Se obligó a relajarse. Su respiración se hizo más profunda y lenta, y cerró los ojos.
Se dio cuenta de que un peso gigantesco lo presionaba contra la cama. Sintió como si
le obligaran a expulsar todo el aire de los pulmones. Tuvo que esforzarse para que el
aire entrara en ellos. Intentó sentarse, pero su cuerpo estaba débil y se negaba a
obedecerle. Estaba ardiendo como si padeciera una fiebre espantosa y le dolía todo el
cuerpo, como había oído decir que les sucedía a los humanos víctimas de las plagas.
Abrió los ojos, pero la habitación le resultó desconocida. Sobre la mesa había una
campanilla para pedir ayuda, y un frasco de cordial que su padre había preparado
para ayudarlo a superar la enfermedad.
Tendió una mano hacia el frasco, pero tenía los brazos consumidos y
entumecidos. Se negaban a obedecerle con la alacridad habitual. Obligó a sus
pulmones a inspirar más aire, pero le costó mucho esfuerzo. Abrió la boca para pedir
ayuda, pero no logró que las palabras salieran de ella. Sabía que se estaba muriendo y
que no había nada que pudiera hacer para impedirlo.

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De repente abrió los ojos y se encontró con que estaba de vuelta en su habitación,
dentro de su propio cuerpo. Había sido un sueño, pero no un sueño cualquiera. Se
levantó de la cama y atravesó corriendo la casa hasta donde Teclis yacía, ardiendo de
fiebre, luchando por respirar, mientras tendía una mano con desesperación hacia la
medicina. Tyrion se acercó a la cama, sirvió un poco de cordial y ayudó a su hermano
a beber.
Teclis tragó la medicina como un hombre que se ahogara, con una extraña
expresión de repulsión en la cara que Tyrion entendía.
¿Cómo tenía que ser la experiencia de tener que obligarse a tragar cuando uno se
sentía como si estuviera ahogándose?
—Gracias —dijo Teclis al cabo. Su respiración se había regularizado un poco. El
ronquido que salía de su pecho había desaparecido. Ya no le brillaban los ojos por el
pánico.
—¿Quieres que llame a nuestro padre? —preguntó Tyrion.
—No es necesario. Ya estoy bien. Creo que voy a dormir.
Tyrion asintió con la cabeza. Su hermano parecía terriblemente frágil y
consumido a la luz de los rayos lunares que entraban por las grietas de los postigos.
—Me quedaré aquí sentado un rato —dijo.
Teclis asintió con la cabeza y cerró los ojos. Tyrion lo observó en silencio y se
preguntó si su gemelo estaría soñando con que era él. Esperaba que sí. Sería la única
forma de gozar de una buena salud que Teclis probablemente jamás tendría.

* * *
Tyrion deambuló en silencio por la casa, incapaz de volver a conciliar el sueño ahora
que estaba despierto. Los ruidos de la noche parecían decididos a mantenerlo en vela.
De la planta inferior le llegaban las voces de su padre y Korhien que hablaban de los
viejos tiempos, sentados junto al fuego agonizante. La dama Malene estaba encerrada
con llave en su habitación. Teclis se había sumido finalmente en un sueño inquieto.
Tyrion se vio arrastrado de un modo inevitable hacia el taller de su padre, lleno de
la curiosidad que le invadía a veces, y un poco perdido en ensoñaciones de aventura y
gloria, y de lo que tal vez estaba por llegar. Visiones de severos caballeros, delicadas
princesas y reyes poderosos inundaban su mente, junto con grandiosos barcos,
dragones enormes y orgullosos caballos de guerra. Se vio a sí mismo en palacios y en
campos de batalla. Imaginó justas y luchas a espada, además de toda clase de
aventuras protagonizadas por él como héroe. A veces, Teclis estaba junto a él, como el
orgulloso mago de los libros de cuentos.

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Por la cristalina ventana se colaba la luz de la luna, que iluminó la enorme
armadura que constituía la obra de toda una vida de su padre. Tyrion pensó, no por
primera vez, lo extraño que le resultaba que aquella habitación tuviera ventanas de
preciosos cristales cuando la de Teclis carecía de ellos. Cuando era más joven, ese tipo
de pensamientos no solían turbarlo. El mundo era como era, y él no había pedido ni
había esperado que le dieran explicaciones. Ahora se encontraba con que cuestionaba
cada vez más las cosas.
A la luz de la luna, la armadura parecía un guerrero viviente, alto, ágil y mortífero.
Se le acercó como lo haría con un gran felino al que quisiera cazar, avanzando con
pasos silenciosos hasta encontrarse ante ella. Alzó la mirada hacia el enorme yelmo
para medirse con la titánica figura del elfo que una vez la había llevado puesta, y se
sintió insignificante, como si todos sus sueños de gloria fueran las diminutas e
insignificantes tonterías de un insecto.
En ese momento, Tyrion no tuvo ningún problema para creer las teorías de su
padre. Parecía perfectamente posible que, en el pasado, Aenarion hubiera llevado
aquella armadura dañada. Incluso sin la magia que le daría vida, la armadura tenía
poder. Su simple presencia hablaba de una época anterior más primitiva, cuando
dioses mortales caminaban por la Tierra y guerreaban contra enemigos como ya no
existían en el mundo moderno.
El trabajo del metal era hermoso, pero carecía de la sofisticación y belleza de las
armaduras élficas muy posteriores. Había sido forjada por maestros en una época de
guerra. Los elfos que la habían confeccionado tenían en mente otras cosas que no
eran la creación de un objeto de belleza. Habían hecho un arma para el único ser que
se interponían entre su mundo y la más absoluta destrucción.
—¿Cómo eras? —se preguntó a sí mismo, tratando de visualizar a Aenarion,
tratando de imaginar cómo tenía que haber sido caminar por el mundo en aquella
antigua época de sangre y oscuridad. Le resultaba imposible formarse la imagen de un
ser de carne y hueso metido dentro de aquella armadura. Era más fácil imaginar una
criatura de metal viviente como la que algunos afirmaban que era ahora el Rey Brujo.
Sin embargo, Aenarion había vivido, respirado y engendrado hijos, de uno de los
cuales descendía Tyrion. Existía un vínculo de sangre, y de carne y hueso, entre él y el
que antaño había llevado puesta esa armadura.
Extendió un brazo y la tocó, como si con eso pudiera atravesar las eras y tocar a su
lejano ancestro. El metal estaba frío, y en él no había vida, ninguna sensación de
presencia aparte de la que poseía la propia armadura.
Se sintió vagamente decepcionado. No percibió ningún eco del representante
divino que había salvado a su pueblo. Y se sintió vagamente aliviado por no haber
perturbado a ningún fantasma antiguo, por no haber percibido ningún poder
ancestral. Tal vez era verdad, como afirmaban entonces algunos eruditos, que la gran

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magia había desaparecido del mundo y que los altos elfos no eran sino pálidas
sombras de lo que una vez habían sido.
Se quedó allí de pie durante un largo rato, disfrutando del frío y de la extraña
sensación de estar unido a glorias y terrores antiguos que no podían tocar su
existencia. Resultaba emocionante imaginar la época de Aenarion, pero también se
alegraba porque no tendría que enfrentarse a los horrores a los que el primer Rey
Fénix había tenido que hacer frente. Estaba a salvo entre las paredes de la casa de su
padre, y nada podía tocarlo.
En alguna parte, fuera, en medio de la noche, algo gritó: un gato de cacería que
habría encontrado una presa, o quizá uno de los monstruos que a veces descendían de
los Annulii. Un curioso efecto de la luz lunar hizo que pareciese que una burlona
sonrisa torcía la cara del yelmo de la armadura y, por un momento, Tyrion pensó en
fantasmas y en destinos mortales.
Luego negó con la cabeza y descartó sus miedos. Se marchó con pasos sigilosos
hasta su propio dormitorio.

* * *
N’Kari soñaba. Revivía los antiguos días de gloria, cuando era el comandante de la
horda del Caos que tan a punto había estado de conquistar Ulthuan. Se veía a sí
mismo repantigado en un trono hecho con los cuerpos fundidos de mujeres elfas aún
vivas, mientras daba órdenes para sacrificar a un millar de niños elfos. Se veía a sí
mismo asaltando ciudades antiguas de madera tallada y prendiéndoles fuego. Revivió
la sensación de inhalar el aroma de los bosques en llamas como si fuera incienso,
mientras devoraba las almas de los moribundos. Vio otra vez su batalla con Aenarion
en las calcinadas ruinas de aquella ciudad antigua y volvió a encontrarse ante aquella
terrible espada. Algo que había en aquella imagen lo llevó de vuelta, estremeciéndose,
al presente.
En torno a él, el tejido del Vórtice fluía de una manera que habría sido
incomprensible para cualquiera que no fuera un demonio, un mago o un fantasma.
Era como estar atrapado en un infinito laberinto de luz.
Era necesario que escapara. Tenía que salir de allí.
Se obligó a pensar, a concentrarse en sus planes. En aquel lugar le resultaba
demasiado fácil perder la noción del tiempo, perderse en sus sueños excesivamente
vívidos. Poco a poco, había vuelto a convertirse en sí mismo. Durante los largos
milenios transcurridos había reunido poder. Había encontrado agujeros en el tejido
del Vórtice. Sabía dónde estaba deteriorándose. Sabía por dónde podría salir cuando

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llegara el momento.
El momento ya casi había llegado. Las estrellas estaban en las posiciones correctas.
El poder estaba a su alcance. Dentro de poco escaparía de aquel lugar estéril, aburrido,
poblado de fantasmas, y escribiría su hombre con sangre en las páginas de la historia.
Se vengaría en todo el linaje de Aenarion.

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CUATRO

—¿Qué sabes del Arte? —preguntó la dama Malene.


Esta vez había llamado a la puerta antes de entrar en la habitación de Teclis,
aunque había vuelto a mirar a su alrededor con desagrado. Luego se encaminó hacia
las ventanas y abrió los postigos, dejando entrar aire fresco y la inusitada luz solar.
Así que ya ha llegado la mañana, pensó Teclis. Había sobrevivido una noche más.
—Sólo lo que he leído en los libros de teoría de mi padre y lo que he aprendido
hablando con él. No quiere que lea todavía sus libros de hechizos. —Teclis tosió y no
pudo detener la tos. Tenía los pulmones llenos de algo que provocaba un horrible
silbido cuando respiraba.
Malene lo miró con asco. No estaba habituada a la proximidad de personas
enfermas. Pocos elfos enfermaban. Aquello hizo que él sintiera ganas de alejarse
cojeando y esconderse.
—Una de las cosas de las que hemos estado hablando tu padre y yo es de tu
educación —dijo al cabo—. Él piensa que serás mejor aprendiz de alguien como yo
que de él. Dice que tus dotes son más adecuadas para un aprendizaje activo de la
magia. Hoy cumples dieciséis años. Tienes la edad indicada para comenzar a estudiar
el Arte de forma regular. Si deseas aprender, claro.
Teclis la miró con expresión maravillada. Intentó incorporarse. El esfuerzo hizo
que le doliera el hombro y lo dejó exhausto, pero ni siquiera eso pudo deslucir la
emoción que sentía. ¿Era posible que Malene realmente estuviera dispuesta a
enseñarle cómo hacer magia? Se obligó a mirarla a los ojos.
—Quiero aprender todo lo que puedas enseñarme —dijo.
—Eso podría requerir mucho tiempo —respondió ella.
—Somos elfos. Tenemos tiempo.
—No estoy segura de que tú lo tengas.
—No quieres malgastar tu tiempo enseñando a alguien que podría no vivir lo

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suficiente como para estarte agradecido, ¿no es así? —Teclis no pudo evitar que se
manifestara su amargura. Se sentía como si alguien le hubiera enseñado un tesoro que
había deseado durante toda la vida para luego arrebatárselo.
La dama Malene negó con la cabeza.
—No. Te enseñaré todo lo que pueda en el tiempo que tengas para aprenderlo,
una vez que los Videntes te hayan declarado apto para recibir la enseñanza.
—¿Así que debo esperar su permiso? —No pudo evitar que la acritud aflorara a su
voz. Otra barrera que se alzaba entre él y su más profundo deseo—. Eso no es justo.
Ansiaba con todas sus fuerzas ser mago. Sabía que nunca podría ser como Tyrion,
veloz, fuerte y seguro, pero sentía que estaba en su naturaleza ser mago como su
padre. Podía ver perfectamente los vientos de la magia cuando soplaban y sentía el
influjo del poder siempre que su padre utilizaba el más pequeño de los hechizos.
—Existen ciertas sociedades y cultos secretos que creen que alguien del linaje de
Aenarion sacará la Espada de Khaine y provocará el fin del mundo —dijo ella como si
estuviera comunicándole un gran secreto.
—No seré yo. Quiero ser mago. ¿Qué utilidad podría tener para mí una espada?
Ella sonrió al oír eso y su rostro se volvió adorable por un momento, pero luego
recobró la seriedad.
—El Arte puede ser un arma terrible, y un mago influido por la Maldición de
Aenarion puede ser un terrible enemigo.
Teclis ladeó la cabeza.
—¿Así que ya los ha habido?
—Por supuesto.
—¿Cómo es que nunca he leído sobre ellos?
La sonrisa de la dama Malene expresó su diversión ante la arrogancia de él.
—¿Así que en dieciséis años te has familiarizado con todo lo que se ha escrito en
siete milenios de historia asur? Eres todo un erudito.
Teclis sintió que se sonrojaba, y empezó a toser otra vez. El espasmo le causó
dolor en todo el cuerpo. Se dio cuenta de lo necio y arrogante que debía de parecerle a
la dama Malene cuando en realidad sólo se sentía frustrado.
—No me he familiarizado con todo lo escrito, pero quiero hacerlo. ¿Dónde puedo
encontrar esos libros?
Ella extendió un brazo y le agitó el cabello lacio. Fue un gesto afectuoso que
sorprendió y conmovió a Teclis, además de hacerlo sentir azorado. No estaba
habituado a ese tipo de cosas. Apartó la mirada.
—No los encontrarás aquí, ni en ninguna biblioteca fuera de la Torre de Hoeth.
Pertenecen al tipo de saber que los Señores del Conocimiento se reservan para sí
mismos.
—¿Tú has estado en Hoeth?

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Ella asintió con la cabeza.
—¿Has visto la biblioteca?
—He visto las partes de ella que se me permitió ver.
—¿Que se te permitió?
—La biblioteca es un lugar vasto y extraño, como la propia torre. Hay zonas que
algunas personas nunca ven y, sin embargo, otras pueden visitar cada día. En
ocasiones, un mago encuentra una sala llena de libros sólo una vez en su vida, y nunca
más es capaz de hallar el camino de vuelta. La biblioteca es parte de la torre, y la torre
tiene una especie de mente propia.
—Parece maravilloso y terrible al mismo tiempo —dijo Teclis.
—No creo que los magos que construyeron la torre comprendieran del todo lo
que estaban creando. Me parece que los hechizos que hicieron tuvieron consecuencias
imprevistas. Es algo que a menudo sucede con la magia. —Esto pareció decirlo con
una cierta tristeza, como si ella tuviera una experiencia personal directa del fenómeno
—. Se invirtió un millar de años en la construcción, un milenio de trabajo de los más
grandes magos del pueblo de los elfos. Redes de poder geomántico, tejidas dentro de
redes de poder geomántico, hechizos monstruosamente poderosos hechos sobre otros
hechizos monstruosamente poderosos, construido todo en un lugar que ya era
sagrado para el Dios de la Sabiduría, además de ser una fuente de asombroso poder.
Es la obra más grandiosa de los elfos, y pienso que es muy probable que continúe en
pie después de que nosotros hayamos desaparecido. A veces creo que resistirá la
destrucción del mundo, y que ésa fue la intención cuando se construyó.
—¿Qué quieres decir?
—Creo que la torre es una cámara acorazada, además de un repositorio de
conocimiento. Cuando los elfos hayamos desaparecido, continuará estando allí,
conservando nuestro conocimiento, todo lo que somos, todo lo que hemos sido, todo
lo que seremos. Nunca antes se ha construido un edificio así, y nunca más se
construirá. Bel-Korhadris, su arquitecto, era el principal geomántico desde Caledor
Domadragones, y dudo de que en la actualidad viva nadie que sea capaz de
comprender su diseño o su intención.
Las palabras de la dama Malene encendieron una gran hoguera en el corazón de
Teclis. Se apoderó de él un deseo de contemplar ese edificio, de caminar por su
biblioteca y ahondar en sus secretos en la medida de lo posible. Nunca había oído
hablar de ningún sitio tan atractivo como aquél. Se preguntó si podrían aceptarlo allí,
aunque fuese en la más humilde condición, como barrendero, como escriba o como
guardián. Pensó que haría cualquier cosa para poder contemplar aquel edificio y
formar parte de él.
—Mi padre nunca habló de la torre como lo haces tú —dijo.
Nunca había oído a nadie hablar de ningún edificio con una pasión semejante.

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Malene lo hacía con el mismo tono que empleaba su padre cuando hablaba de la
armadura de dragón de Aenarion, o que empleaba Tyrion cuando hablaba de la
guerra.
—Todos los elfos que la ven la perciben de un modo ligeramente diferente. Todos
los elfos que la visitan tienen una experiencia ligeramente diferente. No sé muy bien si
la experiencia de tu padre fue tan agradable como la mía. O podría ser que no le guste
hablar de ella como me gusta a mí. Algunas personas son así de reservadas. En
general, yo no hablo mucho del tiempo que pasé allí. Resulta curioso que me sienta
impulsada a hablar de algo semejante contigo, príncipe Teclis. Me pregunto por qué
será.
Teclis no pudo responderle porque lo ignoraba. Tenía la sensación de que en la
dama Malene había encontrado un espíritu afín. Tal vez ella sentía lo mismo.
—¿Por qué me has preguntado qué sé del Arte?
—Porque en tu interior hay un poder muy grande. Yo puedo sentirlo, tu padre lo
ha sentido, cualquier mago que tenga la Vista puede sentirlo. Si vives y no resultas
maldito, algún día podrías llegar a convertirte en un hechicero muy importante.
—¿Llegaré a ver la Torre de Hoeth?
—Con total certeza.
—Eso me hará muy feliz —dijo Teclis, y una vez más sufrió un largo ataque de
tos, hasta que sintió que era casi incapaz de respirar.
—Pobre niño —dijo la dama Malene—. No hay muchas cosas que te hayan
proporcionado felicidad, ¿no es cierto?
—No quiero tu compasión —respondió Teclis al cabo—. Sólo tu conocimiento.
—Podría ser capaz de darte más que eso.
—¿De verdad?
—Podría ayudarte con la enfermedad que te aqueja. —Teclis la miró con
incredulidad.
—Eso sería un regalo inapreciable —dijo.
—Bueno, después de todo, es tu cumpleaños.
—Sí que lo es —contestó él, sorprendido. No había esperado vivir hasta los
dieciséis años de edad.
—No te prometo nada —dijo ella—. Veré lo que puedo hacer.
Se marchó de la habitación. Por primera vez en mucho tiempo, Teclis tuvo ganas
de llorar. Era extraño. Había pensado que ya no le quedaban lágrimas dentro.

* * *

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—Tengo un regalo de cumpleaños para ti, portero —dijo Korhien.
Tyrion miró al gigantesco guerrero, sin saber muy bien si se estaba burlando de él.
Recorrió el patio con la mirada, pero todos los soldados que habían llegado con la
dama Malene estaban ocupados en sus asuntos. Si se trataba de una broma, nadie
sería testigo de que él era el blanco de la burla.
Korhien abrió el cinturón de la espada que le rodeaba la cintura, dobló con sumo
cuidado la correa de cuero y le entregó el conjunto a Tyrion.
—¿Qué quieres que haga con esto? —preguntó Tyrion.
—Es tuyo —replicó Korhien—. Desenvaina la espada.
A Tyrion le dio un brinco el corazón al obedecer al León Blanco. Sacó la larga
espada de la vaina. Era una auténtica arma élfica, larga, recta y afilada, que destelló a
la luz del sol de la montaña. Tenía runas grabadas en el metal. Una piedra del sol de
color azul que tenía grabado un dragón brillaba en el pomo. La empuñó con facilidad,
a pesar de ser más pesada de lo que había supuesto que sería un arma como aquélla.
—No puedo aceptarla —dijo Tyrion, aunque sentía el vivo deseo de quedársela.
Era demasiado orgulloso como para aceptar un objeto tan bello y costoso de manos
de un desconocido. Se trataba de una caridad que él no necesitaba. Puede que fuera
pobre, pero su linaje era uno de los más antiguos. El padre se había tomado su tiempo
para instilar ese conocimiento en él.
Volvió a envainar el arma y se la devolvió a Korhien, con la empuñadura por
delante y la vaina sobre el antebrazo izquierdo. En el momento mismo de pronunciar
esas palabras, Tyrion sintió que eran incorrectas. Sabía que, de alguna manera, estaba
insultando a Korhien, pero, al mismo tiempo, no quería estar en deuda con ningún
elfo por algo tan importante como su primera espada.
Korhien pareció entenderlo.
—Quédatela durante una temporada, y si no la quieres, devuélvemela en Lothern.
Ahora vas a necesitarla, porque no sé de qué otra manera voy a poder darte una clase.
Ése será mi regalo de cumpleaños para ti, si el orgullo no te permite aceptar la espada
más que en préstamo.
Tyrion le sonrió. Aquél era un compromiso que su orgullo estaba dispuesto a
aceptar, y que su padre también aceptaría. Y realmente si que quería la espada.
Encajaba a la perfección con la imagen que tenía de sí mismo y con sus más íntimos
sueños de gloria.
—Muy bien. Te agradezco que me la dejes en préstamo.
—No me des las gracias tan de prisa, portero. Tengo la intención de darte en la
clase el mismo trato que me diste tú en la partida de ajedrez —añadió Korhien—. Tu
padre me ha dicho que nunca has recibido clases de lucha con espada.
Tyrion se encogió de hombros. No quería decirle que no había espadas en la casa.
Parecía vergonzoso admitir que su padre las había vendido porque necesitaba el

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dinero para proseguir con sus investigaciones.
—Sé bastante bien cómo usar un arco y una lanza —dijo.
—Estoy seguro de que sí —replicó Korhien con seriedad—. Pero la espada será el
arma que tendrás que usar en Lothern si llegas a tener algún motivo para usar un
arma allí.
Tyrion no tenía necesidad de preguntar por qué. Los duelos entre los nobles asur
no se libraban con lanza ni con arco, no a menos que la situación fuera muy inusitada.
—Bien, ¿y cuándo comenzamos? —preguntó Tyrion.
—No habrá mejor momento que éste.
Tyrion se encogió de hombros y desenfundó la espada, para luego adoptar la
postura que siempre había imaginado que adoptaría al blandirla. Korhien se quedó
mirándolo con desconcierto.
—Pensaba que me habías dicho que nunca te habían enseñado a usar la espada.
—Mi padre nunca me enseñó. Las espadas no eran su arma cuando sirvió en el
ejército. Dice que es más fácil que se corte él con una de ellas en lugar de herir al
enemigo.
Korhien caminó alrededor de él, observando su postura.
—Y se queda corto. Tu padre era el peor espadachín que jamás he visto. Si van a
enseñarte incorrectamente, es mejor que no recibas ningún entrenamiento. Dicho
esto, ¿quién ha estado enseñándote?
—Nadie —afirmó Tyrion.
—¿Por qué has escogido esa postura, esa manera de empuñar?
—Sólo porque me han parecido las correctas.
—Y puedo asegurarte que lo son, perfectas para luchar con esa arma
empuñándola con una sola mano, y sin escudo. —El corpulento guerrero lo miró con
expresión pensativa—. Un momento, por favor.
Se marchó y regresó con su enorme hacha.
—Por lo general no permitiría que nadie llevara esta arma, pero muéstrame cómo
la empuñarías.
Tyrion se encogió de hombros y aceptó el arma, sujetándola con ambas manos y
atravesada ante su cuerpo, con los pies separados, el izquierdo más adelantado que el
derecho.
—Como si hubieras pasado años entrenándote con ella —murmuró Korhien.
Parecía perplejo.
—Dices que sabes disparar con arco. ¡Enséñamelo!
—Pensaba que ibas a enseñarme cómo usar una espada —dijo Tyrion.
—Todavía queda tiempo suficiente para tu primera lección —respondió Korhien
—. Por el momento, hazme ese favor.
Tyrion fue a buscar el arco, lo armó, se sujetó la aljaba y apuntó a un blanco que

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había colocado sobre el muro occidental de la casa de campo. Respirando con
regularidad, disparó tres flechas, una detrás de la otra, acertándolas con facilidad en el
círculo central que había trazado. No eran disparos difíciles, y sin embargo Korhien
pareció impresionado. En torno a ellos había comenzado a reunirse una pequeña
multitud de guerreros que habían empezado a hablar en voz baja entre sí.
—Técnica con arco… perfecta —sentenció Korhien, como si tuviera una lista
dentro de la cabeza y estuviera corroborando cosas—. Ahora la lanza. —Le pasó a
Tyrion una de las que había en el soporte—. Lánzala contra el blanco.
Tyrion sonrió y se volvió, a la vez que arrojaba la lanza como parte del mismo
movimiento que había iniciado al coger el arma. En ese momento estaba alardeando,
y lo sabía. La lanza acertó dentro del círculo central de la diana y se clavó allí, entre las
flechas. Korhien entrecerró los ojos.
—Creo que ya he visto suficiente —dijo.
—¿Suficiente para qué?
El guerrero meditó la respuesta durante un largo momento, como indeciso
respecto a lo que debería decir.
—Suficiente como para que yo vea que no serás tan difícil de enseñar como tu
padre.
—Me alegra saberlo. ¿Empezamos?
—¿Tan ansioso estás por aprender cómo matar? —preguntó Korhien.
Era una pregunta seria, y Tyrion sintió que de su respuesta dependían más cosas
de lo que parecía a primera vista. Decidió, como hacía invariablemente, que la
honradez sería la mejor política.
—Yo ya sé cómo matar —replicó—. Estoy ansioso por aprender a utilizar una
espada.
—¿A quién has matado?
—He matado ciervos —dijo Tyrion, un poco incómodo.
—Matar a un elfo, o incluso a un humano, no es lo mismo —dijo Korhien.
—¿En qué sentido? —preguntó Tyrion, con genuina curiosidad. No dudó ni por
un momento de que Korhien poseía conocimiento personal en esa materia.
—Para empezar, son seres inteligentes que saben luchar. Intentarán matarte a su
vez.
—He matado leones de montaña y monstruos de los que bajan de los Annulii.
—¿Monstruos?
—Criaturas mutantes con la forma de varios animales mezclados, o al menos eso
me aseguraron los demás cazadores.
—Me dejas atónito, portero. Acudí aquí esperando encontrar unos príncipes
protegidos y eruditos, como lo fue tu padre una vez, y no a alguien que hablara con
tanta indiferencia de matar.

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—¿Es algo malo? —preguntó Tyrion, muy consciente de que su padre pensaba de
él que era tosco, violento y rebelde, y que a menudo lo avergonzaba su
comportamiento.
—No en el mundo en que vivimos —replicó Korhien.
Tyrion se sintió aliviado. Ya había descubierto que le importaba la buena opinión
de Korhien, y pensaba que el corpulento guerrero era capaz de enseñarle cosas que
tenían importancia para él, no sólo para su padre y para Teclis. Hacía ya tiempo que
había aventajado a los cazadores de la localidad en la destreza con el arco y la lanza.
—Dijiste que me enseñarías a usar la espada.
—Y soy un elfo de palabra —replicó Korhien—. Pensaba que iba a tener que
empezar por decirle al hijo de tu padre qué extremo de la espada era cuál, y qué partes
se utilizaban para hacer qué, pero sospecho que en tu caso podría constituir una
redundancia. Así que pasemos a las espadas de práctica.
—Espadas de madera —dijo Tyrion, decepcionado.
—Todo el mundo tiene que empezar por algo, incluido tú, portero. ¿Tienes
algunas por aquí?
—En los establos, en el estante.
—Típico… de tu padre, quiero decir… eso de guardarlas ahí.
Tyrion rió ante la obvia verdad de lo que decía Korhien, y fue a buscarlas. Las
espadas de madera se parecían mucho más a cachiporras que a espadas reales. Tenían
empuñaduras de cruz, pero donde habría estado la hoja de una espada real, había
palos cilíndricos.
Korhien la sopesó con mano crítica.
—Servirán —sentenció—. Para empezar, en todo caso.
Le dio una Tyrion y luego saludó; sin darse cuenta, Tyrion lo imitó. Entonces le
tocó el turno de reír a Korhien.
—¿He hecho algo mal? —preguntó Tyrion, con el rostro ruborizado.
—No, portero, no has hecho nada mal.
—¿Por qué te ríes, entonces?
—Porque todo lo que haces que esté relacionado con la lucha lo haces muy pero
que muy bien.
Adoptó una posición de en guardia, y Tyrion la imitó.
—Intenta golpearme —dijo Korhien.
Sin necesidad de que lo repitiera, Tyrion saltó hacia delante. Korhien paró los
golpes, pero no respondió. Tyrion continuó atacando, entrando a fondo y ejecutando
barridos. Al principio no lo intentaba con demasiado ahínco, pues no quería
arriesgarse a herir a Korhien por error, como había hecho con Teclis y con algunos
cazadores locales cuando había tratado de usar las espadas de madera por su cuenta.
No tardó en advertir que Korhien no tenía ninguna dificultad para repeler sus ataques

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y entonces aceleró, a la vez que golpeaba con mayor fuerza y precisión.
—Estoy seguro de que puedes hacerlo mejor que esto, portero —le provocó
Korhien.
—En efecto —murmuró Tyrion, pero no se dejó provocar.
Continuó el ataque buscando puntos débiles en la defensa de Korhien, áreas
donde su guardia se levantara con demasiada lentitud, donde sus respuestas fueran un
poquitín lentas. Para su sorpresa, no encontró ninguno. Continuó atacando y
Korhien continuó parando los golpes, y luego, de repente, la espada le fue arrebatada
de las manos. Cuando repasó mentalmente la acción, vio qué truco había empleado
Korhien, y le sorprendió no haberlo pensado él mismo.
—Eso ha sido bochornoso —dijo Tyrion.
—¿En qué sentido? —preguntó Korhien.
—En el sentido de que me has desarmado con demasiada facilidad después de que
yo no lograra asestarte un sólo golpe.
—Créeme si te digo, portero, que no lo haces tan mal. Hay elfos que con un siglo
de práctica lo hacen peor de lo que tú lo has hecho en tu primera clase.
—Mi padre, para empezar —dijo Tyrion, con actitud.
—No. Elfos que matarían a tu padre en el primer combate de espada.
A Tyrion lo hizo sentir incómodo oír hablar de que alguien pudiera matar a su
padre, y eso debió de evidenciarse en su rostro.
—Es algo que tienes que saber, portero. Cualquier persona con la que luches será
el padre o la madre de alguien, el hijo, la hija, el hermano o la hermana de alguien.
Eso es lo que hace que resulte difícil. Por eso algunos elfos, como tu padre, para
mérito suyo, nunca aprenden realmente.
—¿Por qué dices que para mérito suyo? —preguntó Tyrion.
—Porque la pérdida de la vida de cualquier elfo es algo que debe lamentarse.
—¿Incluso la vida de los elfos oscuros?
Korhien asintió con la cabeza, aunque no lograra pronunciar las palabras.
—No quedan demasiados elfos en el mundo, portero. La pérdida de cualquiera de
nosotros es una gran pérdida para nuestro pueblo.
—Es una pena que los súbditos de Malekith no piensen del mismo modo.
—¿Quién puede decir que no piensan así? —replicó Korhien—. A fin de cuentas,
estamos todos emparentados, aun después de tantos siglos de Cisma.
—Tal vez alguien debería contarles eso —dijo Tyrion.
—Tal vez tengas razón —respondió Korhien—. O es posible que ellos ya lo sepan.
—Eso no les ha impedido atacarnos.
—Ni a nosotros atacarlos a ellos, portero. Vale la pena recordar que hacen falta
dos bandos para hacer la guerra.
—Tu manera de hablar no se parece mucho a la que yo esperaba en un guerrero

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—dijo Tyrion.
Korhien rió.
—Lamento decepcionarte.
—No quería decir eso.
—¿Qué querías decir?
—Que hablas menos de gloria y más de razones.
—He oído a demasiada gente hablando de gloria, portero, y por lo general se
referían a la suya propia. Normalmente, cuando oyes a un elfo hablar de la gloria y del
derramamiento de sangre, alude a su gloria y a tu sangre.
—Ya has vuelto a hacer lo mismo.
—Te cuento esto, portero, porque sospecho que acabarás siendo como yo. —En
ese momento, la voz de Korhien se hizo más suave y triste—. Sospecho que acabarás
derramando una gran cantidad de tu propia sangre y de la sangre de otros por causas
que no serán las tuyas, en lugares donde preferirías no estar.
—¿Por qué? —le interrumpió Tyrion, que sentía una genuina curiosidad y estaba
bastante emocionado. Él no pensaba que volverse como Korhien pudiese ser algo tan
terrible.
—Porque ya eres muy bueno con las armas, y te harás mucho mejor en su manejo,
a menos que yo esté muy equivocado. Y nuestros gobernantes tienen necesidad de
guerreros, habida cuenta de que nuestro mundo es como es.
Una vez más, Tyrion tuvo la sospecha de que se le escapaba algo. La idea de que
hubiese un lugar donde un elfo como él pudiese ser necesario no le resultaba tan
entristecedora como parecía serlo para Korhien. Le parecía prometedora. Significaba
que aún cabía la posibilidad de que hubiera algo que él pudiese hacer con su vida, y
que habría gente que no se sintiera decepcionada de él.
—¿De verdad piensas que yo podría ser un León Blanco como tú? —preguntó
Tyrion. Se dio cuenta de que se había ascendido a sí mismo en su imaginación, y se
sintió como si estuviera pasándose de la raya.
—Serás cualquier cosa que desees ser, portero. Llevas esa capacidad dentro de ti.
Sospecho que tu destino es ser algo más que yo. Después de todo, perteneces al linaje
de Aenarion.
—¿En realidad es por eso por lo que estás aquí?
Korhien meditó la respuesta con mucho cuidado, y pareció llegar a una decisión.
—Sí —dijo. Rodeó los hombros de Tyrion con un brazo y lo apartó a un lado,
fuera del alcance auditivo de los otros soldados.
El acto pareció algo casual e irreflexivo, pero Tyrion sabía que no lo era.
—Mi hermano piensa que nos matarás si resultamos estar malditos. —Tyrion
tuvo la sensación de que en ese momento sí que se había pasado de la raya, en
particular por lo que sospechaba Teclis.

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Los ojos de Korhien se abrieron más. Tyrion dedujo que jamás había esperado oír
eso.
—Podría tener razón perfectamente. O también podrías encontrarte aislado
dentro de una torre o una mazmorra.
—¿Nos matarías? —preguntó Tyrion, sintiendo que la espada le pesaba en la
mano, sin saber muy bien qué haría en caso de recibir la respuesta incorrecta. Sabía
que si Korhien quería, podía matarlo con total facilidad a pesar de que eran los dos
del mismo tamaño y tenían la misma fuerza.
Korhien guardó silencio durante un largo momento.
—No —dijo al fin.
Tyrion se dio cuenta, con incomodidad, de que Korhien se había tomado la
pregunta en serio y estaba dándole una respuesta veraz.
—Yo no os mataría. Pero sí encontrarían a otros que lo intentarían.
—¿Por qué dices eso?
—Porque estoy seguro de que no resultarías fácil de matar, portero.
—Podrían tener razón en matarnos si estamos malditos de verdad, como lo estaba
Malekith.
—Podrían tenerla, si lo estuvierais. Yo no creo que lo estéis. —Korhien volvió a
sonreír, esta vez con un humor genuino—. Ésta es una conversación muy morbosa, y
estoy seguro de que tu tía se sentiría muy turbada si supiera que la hemos mantenido.
—No lo sabrá por mí —dijo Tyrion.
—Ni por mí —le aseguró Korhien.
Tuvo la sensación de que eran compañeros en una conspiración, y en ese
momento Tyrion supo que había encontrado a otra persona en el mundo en la cual
podía confiar.
—Deberíamos volver a las lecciones. Nos queda un largo camino por recorrer
para que llegues a ser un maestro espadachín —dijo Korhien. En ningún momento
pareció dudar de que Tyrion llegara a serlo. Ni tampoco Tyrion en ese momento.
Tyrion recogió la espada de madera con la repentina seriedad de un muchacho
que acaba de encontrar su vocación.

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CINCO

La dama Malene entró en la habitación. En las manos llevaba un vaso de precipitados


de cristal que contenía un líquido de color zafiro. Caminaba con cuidado, como si no
quisiera correr el riesgo de derramar una sola gota. Teclis se incorporó
trabajosamente. El esfuerzo le provocó mareo. La habitación pareció ladearse por un
momento, antes de enderezarse.
Al llegar junto al lecho, Malene le entregó el recipiente a Teclis.
—Bebe —le dijo.
—¿Qué es? —Aunque empezaba a confiar en ella, Teclis aún era reacio a beber
cualquier cosa que hubiese preparado la hechicera sin formular preguntas.
—Una mezcla de aguardiente y aguaturma. He incluido en ella varios hechizos.
Teclis miró la botella con aire dubitativo.
—¿Qué efecto tendrá?
—Ayudará a tu cuerpo resistir la infección que actualmente lo ataca.
—La poción de mi padre ya lo hace.
—La poción de tu padre no lo hace. Relaja el sistema nervioso y refuerza un poco
la resistencia de tu cuerpo a la enfermedad. Te permite respirar con mayor facilidad y,
al liberar los pulmones de la tensión, hace que al cuerpo le resulte más fácil luchar
contra la enfermedad. No hace nada más para ayudarte.
—¿Estás diciendo que sabes más de esto que mi padre? —Teclis sabía que lo único
que estaba haciendo era aplazar el momento en que tendría que tomar la poción. Se
dio cuenta de que esto no se debía a que tuviese miedo de que lo envenenara, sino a
que, simplemente, tenía miedo a llevarse una decepción. ¿Qué pasaría si el resultado
no era tan bueno como él esperaba?
—Lamento echar por tierra tus ilusiones infantiles, pero tu padre es un artífice, no
un alquimista. Sabe muchísimo sobre la factura y reparación de armas y armaduras,
pero comparativamente poco de hierbas medicinales.

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—Y tú sí que sabes, por supuesto —dijo Teclis con todo el sarcasmo de que fue
capaz.
—De hecho, sí. Más que tu padre, por lo menos, y mucho más que tú. No he visto
en vuestra biblioteca ningún tratado sobre la ciencia de las hierbas, ni sobre alquimia
avanzada.
—En eso tendré que aceptar tu palabra.
—Yo te aconsejaría que lo hicieras si deseas recuperar tu salud.
Teclis hizo una mueca. No le gustaba que le dijeran que tenía que hacer algo. Se
ponía en contra por naturaleza.
—¿Qué problema hay, príncipe Teclis? ¿Acaso tienes miedo de que vaya a
envenenarte?
Teclis se quedó mirándola.
—¿Debería tenerlo?
—¿Qué quieres decir exactamente con eso?
—¿Qué estás haciendo aquí, exactamente, con tus soldados y tu amante
excesivamente musculoso?
La dama Malene ladeó la cabeza y se quedó mirándolo. Él la miró a los ojos, y
durante un largo rato, ninguno apartó la vista. Una lenta sonrisa, casi de
entendimiento, apareció en la cara de ella.
—¿Estás celoso?
Teclis se sintió irritado porque, hasta el momento en que ella se lo preguntó, no se
había dado cuenta de que sí lo estaba. Sabía lo absurdo que eso debía de parecerle a
ella y, por encima de todo, a él le disgustaba parecer absurdo.
—Responde a mi pregunta, por favor. —El tono fue más implorante de lo que a él
le habría gustado. Por lo general, sabía controlar mejor sus emociones.
—He venido a llevaros a Lothern.
—¿Por qué?
—Para que podáis ser presentados en la corte del Rey Fénix y luego, muy
probablemente, ante los Sacerdotes de Asuryan.
—¿Por qué?
—Para que se os pueda juzgar y determinar que estáis limpios de la Maldición de
Aenarion.
—¿Qué sucedería si no me juzgaran así?
—¿Te preocupa que pueda descubrirse que estás maldito? —Se sentó en la cama,
junto a él, aún con el frasco de medicina en las manos.
—¿No lo estarías tú en mi lugar?
—Sospecho que sí lo estaría, príncipe Teclis, aunque no soy la más indicada para
saberlo. Yo no soy descendiente de Aenarion.
—A veces, desearía no serlo yo tampoco. A veces pienso que estoy maldito, que

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tengo que estarlo, para haber resultado ser como soy.
—Si esa enfermedad es tu única manifestación de la maldición, no tienes nada que
temer.
—Temo a esta enfermedad —admitió él.
—Me refiero a temer de nosotros, del Consejo de Magos, de los magos personales
del Rey Fénix, de los sacerdotes.
—¿Qué sucederá si veis motivo para preocuparos, algún eco de la condenación de
Aenarion que haya perdurado a lo largo de todos esos siglos? ¿Qué sucederá
entonces?
—No lo sé con seguridad.
—Especula, por favor.
—Eres un joven muy extraño, príncipe Teclis.
—Yo no puedo saberlo. No tengo mucho con lo que compararme. Sólo mi
hermano, Tyrion, y las comparaciones con él son odiosas.
—¿Por qué? ¿Por qué tú careces de su salud, su encanto, su belleza?
Todo eso estaba demasiado cerca de la verdad para su gusto.
—Por favor, no te reprimas para no herir mis sentimientos —dijo Teclis.
Malene rió.
—Tú tienes tu propio encanto, tienes ingenio y, más aún, tienes un enorme
potencial para el Arte. También eres mucho más inteligente.
—No cometas el error de subestimar a mi hermano.
—No lo subestimo. El hecho de que tú seas brillante no significa que él sea tonto.
—Me parece que llegarás a descubrir que es muy brillante a su manera.
—¿Y qué manera es esa?
—Enséñale cualquier cosa que tenga que ver con la guerra y la entenderá de
inmediato, de manera instintiva. Juega con él a cualquier juego, cualquiera, y te
derrotará.
—Korhien dice que está… más dotado que cualquier joven guerrero que él haya
conocido nunca. Sospecho que tú resultarás ser igual pero en el terreno de la magia.
No estoy segura de que eso sea algo tan bueno.
—¿Por qué?
—Porque aquellos que son excepcionales son los más temidos. Aenarion era
excepcional. Malekith también lo era. Ha habido otros. El príncipe Saralion, el
Portador de Plagas, la Demonóloga Erasophania. Son los que llevan a la perdición.
—Hay otros del linaje de Aenarion que también fueron excepcionales e hicieron
un gran bien —dijo Teclis, que se dio cuenta de lo desesperado de su tono de voz—.
La sanadora Xenophea, el señor Abrasis de Cothique, que encontró una manera de
estabilizar los Monolitos rotos. Podría mencionar a una docena más.
—En ese caso, esperemos que seas uno de ellos.

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Ella volvió a sonreír, y a Teclis se le ocurrió que la dama Malene, con
independencia de cualquier otra cosa que pudiese ser, no era su enemiga. No quería
hacerle ningún daño sólo por ser él quien era, ni por ser ella quien era.
Eso no significaba que no fuera a volverse contra él si resultaba estar maldito, por
supuesto.
—¿Crees que podría serlo?
—Sí. Y ahora, ¿te tomarás esta medicina? ¿O debo tirarla?
—Tú no me envenenarías, ¿verdad?
—Si tuviera intención de hacerlo, ¿te lo diría?
—Me inclino ante la lógica de tu argumento.
Teclis bebió la medicina e hizo una mueca.
—Tiene un sabor asqueroso —dijo.
—La próxima vez le añadiré un poco de menta.
—Dudo que eso vaya a mejorarle el sabor.
—No, pero te proporcionará algo de lo que quejarte de verdad.
—¿Cuánto tiempo pasará antes de que empiece a sentir los efectos?
—Dale una hora para que comience a actuar y después un par de horas para que
te haga efecto. Por entonces ya deberías estar muerto.
Teclis le dirigió una mirada siniestra.
—No eres el único que tiene sentido del humor negro, príncipe Teclis —dijo ella.
Teclis rió. Ya empezaba sentirse mejor.

* * *
La sala de estar estaba en silencio y el fuego aún continuaba encendido. Tyrion estaba
asombrado. Había ardido durante todo el tiempo que los visitantes habían estado allí.
Una extravagancia semejante era inaudita según su experiencia. Su padre se mantenía
tan lejos del fuego como le era posible, en un rincón de la habitación, como si se
sintiera demasiado culpable como para disfrutar del calor. Tyrion se notaba
placenteramente cansado. Le dolían los músculos. Se había pasado todo el día
entrenando con las espadas de madera, primero con Korhien y luego con los
guerreros del séquito de la dama Malene. Le había encantado. Tenía la sensación de
que por fin estaba logrando hacer lo que quería.
Teclis se encontraba sentado cerca del fuego, envuelto en una manta. Hacía
bastante tiempo que no estaba tan despierto como lo parecía en ese momento. Era
como si hubiera superado la crisis de su última enfermedad y hubiera revivido. La
medicina que la dama Malene le había preparado parecía haber surtido efecto.

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Tyrion estaba contento. Se acercó a su hermano, con las manos extendidas hacia
el calor. Las brasas de color naranja ardían en medio de las cenizas, y por encima de
ellas danzaban pequeñas llamas azules. Aquí y allá adquirían un alquímico matiz
verde cuando se prendía fuego algo extraño que había en su interior, tal vez magia
atrapada.
—Vais a ir a Lothern con vuestra tía —anunció el padre.
—¿Los dos? —preguntó Tyrion.
—Los dos.
—¿Por qué? —inquirió Teclis. Él siempre quería conocer el porqué.
—Porque debéis presentaros ante el Rey Fénix. Es un honor que los miembros de
nuestro linaje tienen que soportar desde hace mucho tiempo.
—¿Tú también tuviste que hacerlo? —preguntó Teclis.
—Ya lo creo de sí.
—¿Qué sucederá? —preguntó Tyrion.
—Veréis a su Exaltada Alteza, y él será muy gentil con vosotros y os dirá lo mucho
que Ulthuan les debe a los miembros de nuestro linaje. Luego, muy probablemente, se
os apartará y seréis llevados a que os examine un conciliábulo de hechiceros,
sacerdotes y videntes para determinar si vuestras vidas han sido desviadas por la
Maldición. Para esto seréis enviados al Santuario de Asuryan.
—¿A ti te hicieron eso? —preguntó Tyrion.
—Sí. Se lo hacen a todos los descendientes del Gran Aenarion. Existen toda clase
de profecías relacionadas con los de nuestro linaje, algunas buenas y otras malas. En
algunos casos, los videntes que están presentes tienen visiones relativas a quienes se
hallan ante ellos y hablan según la compulsión de la profecía que los posee.
A Tyrion no le gustó mucho oír eso. En todo aquel asunto se imaginaba algo
vagamente vergonzoso y siniestro, y no le gustaba la idea de que lo singularizaran de
esa manera por ser quien era y por descender de quien descendía. Teclis, por otro
lado, estaba fascinado. Tenía algo de información sobre el proceso gracias a sus
lecturas, por supuesto, pero su padre nunca les había hablado del asunto.
—¿Hacen hechizos? —preguntó.
—Hechizos de adivinación de todo tipo —dijo su padre—. Desde el más sencillo
al más complejo. Por entonces no los reconocí, pero más tarde llegué a saber qué
eran.
—¿Se hizo alguna profecía acerca de ti? —preguntó Tyrion.
—Dijeron que el destino me había marcado para la grandeza —respondió el padre
con amargura. Abarcó con un gesto la desnuda sala de estar de la fría y ruinosa
mansión. La expresión de su rostro era irónica—. Dijeron que mis hijos me causarían
un gran dolor.
Tyrion se quedó consternado. Teclis adoptó la expresión ausente que siempre

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había pensado que enmascaraba sus sentimientos. El padre rió.
—Y lo hicisteis. Vuestra madre murió la noche en que nacisteis vosotros, y ése fue
el dolor más grande de mi vida. Pero nunca me habéis causado ningún otro dolor,
ninguno de los dos, sólo noches insomnes. Ambos habéis sido buenos muchachos
hasta donde habéis podido serlo.
No era una rotunda declaración de orgullo o cariño, precisamente. El padre no
podía mirarlos mientras hablaba. En lugar de hacerlo, contemplaba fijamente al
retrato de la madre que había encima de la chimenea.
—No lo lamento —dijo en voz muy baja y casi de disculpas, y Tyrion tardó un
largo rato en darse cuenta de que le estaba hablando a ella en referencia al nacimiento
de los gemelos. Se le ocurrió la curiosa idea de que el príncipe Arathion habría podido
evitar una gran cantidad de dolor si sencillamente no los hubiera engendrado. Era un
hechicero. Conocía maneras de impedir la concepción si quería.
O tal vez el destino habría intervenido para asegurarse de que nacieran de todos
modos. A fin de cuentas, ¿qué sentido tenía una profecía si no iba a convertirse en
realidad?
Tal vez lo único que había sucedido era que el padre desconocía la forma que iba a
adoptar el sufrimiento que ellos le causarían. Se preguntó si el príncipe Arathion
habría tomado la misma decisión en caso de saber que el precio sería la vida de su
esposa. Se preguntó cómo sería vivir con esa idea, y sólo al final se le ocurrió que sus
padres los habían concebido de todos modos, aun a sabiendas de que hacerlo tendría
terribles consecuencias.
¡Qué poco sabía de aquel elfo callado y cándido con quien había compartido una
casa durante toda su vida!
El padre sacudió la cabeza, miró a Teclis y a Tyrion, y volvió a apartar la mirada.
—Los dos vais a marcharos, y poco hay que yo pueda daros, salvo mi bendición.
Desearía que hubiese algo más.
—Nos has dado suficiente —dijo Tyrion.
—Yo pienso que no, hijo mío. Y eso no podéis saberlo, porque nunca habéis visto
Lothern como es en realidad, sino sólo a través de los ojos de un niño muy pequeño.
Es un lugar maravilloso, pero también puede ser terrible para alguien como vosotros.
Es un lugar de celos y malicia, así como de maravillas y grandeza. La dama Malene me
ha prometido que cuidará de vosotros, pero no sé hasta qué punto será capaz de
hacerlo.
—¿Qué nos sucederá si deciden que estamos malditos? —preguntó Teclis.
Siempre había sido mejor que Tyrion en leerle el pensamiento a su padre.
—No estáis malditos —dijo el padre.
—¿Qué sucederá si determinan que sí lo estamos?
El padre sonrió, sin alegría.

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—Por supuesto, existe la posibilidad de que puedan determinar que lo estáis,
aunque no lo estáis en realidad. La política puede ser un asunto repugnante entre los
elfos. Me alegro de que entendáis eso.
—Todavía no has respondido a mi pregunta —dijo Teclis con tono bondadoso.
—No conozco la respuesta, hijo mío. Me gustaría creer lo mejor.
—Pero…
—Pero temo que pueda hacerse algo terrible.
—No estamos malditos —dijo Tyrion. Él también lo pensaba y, además, no le
gustaba el cariz que estaba tomando la conversación. Aquélla podría ser la última
noche que pasaran con su padre en mucho tiempo y preferiría que fuese un recuerdo
más feliz.
—Por supuesto que no lo estáis, y estoy seguro de que ambos me haréis sentir
muy orgulloso.
—Haremos todo lo posible —dijo Tyrion.
—Superaremos sus pruebas —le aseguró Teclis.
—Una vez que lo hayas hecho, Teclis, la dama Malene comenzará tu instrucción
en el arte de la magia. Lo haría yo mismo, pero tengo que continuar con la gran obra.
Tyrion miró a su cándido padre y se preguntó hasta qué punto era cándido.
Ciertamente, había escogido la mejor manera de hacer que Teclis abandonara el
interrogatorio. El rostro de su gemelo relucía de placer. Hacía mucho tiempo que
estaba deseoso de empezar sus estudios en el Arte, y ahora daba la impresión de que
iban a comenzar.
—Y por lo que a ti concierne, Tyrion, Korhien Espadón de Hierro se ha ofrecido a
ocuparse de que aprendas las artes del guerrero. Dice que tienes un gran don para
ello, y pocos elfos saben de estos asuntos más que él. Presta atención a lo que te diga.
He oído decir que muy probablemente sea el más grandioso de los guerreros de
Ulthuan. No soy ningún experto en estas cosas, pero lo he oído de labios de aquellos
que tienen la obligación de saberlo.
El corazón de Tyrion dio un brinco. No podía pensar en nada que pudiera
gustarle más que aprender el arte de la guerra bajo la tutela de Korhien. El príncipe
Arathion sonrió al ver la felicidad escrita en el rostro de sus hijos.
—Os echaré de menos a ambos —dijo—. Teneros a ambos aquí ha sido la luz de
mi vida.
Los gemelos estaban demasiado emocionados como para reparar en la tristeza de
la voz de su padre, aunque Tyrion iba a recordarla muy bien en los años venideros.
—Nosotros también te echaremos de menos —respondió con toda la sinceridad
de un joven de dieciséis años que sólo ve ante sí emoción y buena fortuna.
—Os deseo a ambos buenas noches —dijo el padre, y regresó su taller.
La luz continúo ardiendo allí hasta muy entrada la noche.

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* * *
—Lothern —dijo Teclis, como si no pudiera creer del todo aquella palabra—. No es
Hoeth, pero es un comienzo. Tiene una de las mejores bibliotecas de toda Eataine.
Además, Inglorion Tejedor de Estrellas y Khaladris tienen mansiones allí.
—La Guardia del Mar está allí —dijo Tyrion—. Tal vez pueda encontrar plaza en
uno de sus regimientos. ¿Quién sabe? Algún día incluso podría convertirme en uno
de los Leones Blancos si se presenta la oportunidad de alcanzar la gloria.
Teclis estaba más feliz de lo que Tyrion recordaba haberlo visto nunca.
—Como mínimo, voy a tener la oportunidad de ver un poco de mundo antes de…
No acabó la frase. No tenía necesidad de hacerlo. Tyrion sabía que estaba
pensando en la enfermedad que padecía y en la posibilidad de morir. Era algo que
siempre se proyectaba sobre su hermano como una sombra, incluso cuando estaba del
mejor humor posible.
—Tal vez podremos subir a un barco —dijo Tyrion, jugando con las fantasías de
su hermano—, y viajar hasta el Viejo Mundo y los Reinos de los Hombres.
—Catai y las Torres del Amanecer —dijo Teclis, nombrando un lugar que ambos
sabían que él nunca iba a ver.
Teclis rió. Se sentía feliz, y eso era contagioso. Tyrion recordaba la última vez en
que había oído a su hermano reír con sinceridad. La risa se interrumpió de modo tan
brusco como había comenzado.
—La verdad es que seré feliz con el mero hecho de volver a ver Lothern —dijo—.
Sólo ver… ha habido momentos en los que parecía un deseo que jamás podría
cumplirse.
—¿Qué crees que será de nosotros? —preguntó Tyrion, poniéndose serio de
repente como su hermano. Se sentía como si las vidas de ambos acabaran de llegar a
una vasta encrucijada sombría. Era como ser un viajero perdido en las montañas, de
noche, que repente se da cuenta de que se halla de pie al borde de un precipicio cuya
profundidad ignora. Dentro de poco estarían abandonando el único hogar que habían
conocido para viajar a una tierra de desconocidos.
—No lo sé —dijo Teclis—. Pero lo afrontaremos juntos.
En ese momento se dio cuenta de que su hermano no estaba tan confiado como
parecía, que a la vez que hacía esa afirmación, estaba buscando consuelo.
—Sí, así será —replicó Tyrion, sonriente. Con la confianza propia de la juventud,
no podía imaginar nada capaz de separarlos—. Tú serás un gran hechicero.
—Y tú serás un gran guerrero. —Teclis hablaba con tanta seguridad como si lo
estuviera viendo con sus propios ojos.
Tyrion esperaba que viviera lo suficiente para verlo de verdad.

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* * *
N’Kari sentía que ya casi había llegado la hora. Los antiquísimos hechizos se estaban
debilitando. Los terribles fantasmas estaban cansados. Sucedía algo. En algún lugar
remoto, en los bordes mismos de aquella gran red de magia, algo empezaba a
deshacerse. El mundo estaba cambiando una vez más. En los siglos recientes, el flujo
de poder oscuro se había reforzado cada vez más. Estaba sucediendo algo ahí fuera, en
los mundos situados allende los mundos, algo que estaba atrayendo a las fuerzas del
Caos otra vez hacia aquella pelota de fango que era el planeta.
Tal vez las antiguas puertas aletargadas del extremo norte estaban despertando.
Tal vez no era más que un capricho de los Poderes regresar a aquel lugar a divertirse
durante un tiempo. A N’Kari no le importaba a qué se debía. Lo que contaba para él
eran los resultados.
Olfateo con una nariz que no era una nariz e inspiró magia contaminada con la
que se llenó unos pulmones que no eran pulmones. Había esperado en el centro de
aquella red de poder durante miles de años, manteniéndose inmóvil, sin llamar la
atención, acumulando pequeñas cantidades de magia siempre que podía, cuando
sabía que haciéndolo no se pondría en evidencia.
Se había familiarizado con las extrañas líneas de los hechizos, y con los senderos
aún más extraños dejados por una raza antigua que había por debajo de ellos.
Resultaba obvio que los maestros hechiceros de entre los elfos sabían de la presencia
de los senderos antiguos que subyacían bajo el tejido del tiempo y el espacio, hechos
por los amos originales del mundo. Habían incorporado elementos de ellos en su gran
diseño. Eso constituía tanto un punto fuerte como una debilidad.
El punto fuerte radicaba en que podían alimentarse de los pozos de energía de los
Ancestrales, utilizar sus antiguas rejillas para reforzar su propia magia.
La debilidad residía en el hecho de que los Senderos de los Ancestrales estaban
corrompidos y se deshacían con lentitud, permitiendo que se deslizaran en su interior
elementos de los Reinos del Caos, los Reinos de los Demonios en los que había sido
engendrado N’Kari.
N’Kari se había alimentado de esa energía corrupta y recuperado una pequeña
fracción de su forma original. En cierto sentido, les había hecho a los elfos un favor
que nunca había tenido intención de hacerles. Les había ayudado a mantener la
construcción al consumir una gran cantidad de la energía mágica caótica que se
filtraba a su interior. Había contribuido a reducir la corrupción del hechizo antiguo,
aunque estaba seguro de que los fantasmales hechiceros no verían las cosas del mismo
modo.
Había proyectado su conciencia a diversos puntos situados a lo largo de los

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intersticios del Vórtice, donde se erguían los Monolitos élficos. Había cartografiado
todo el enorme sistema. Lo conocía igual de bien, o tal vez mejor, que cualquiera de
los hechiceros elfos. Sabía dónde era fuerte, y dónde se mantenían bien los hechizos
protectores. Sabía dónde era débil, y dónde se estaban desmoronando las antiguas
defensas.
En ese momento desplazó una parte de su mente al área que había seleccionado.
Era un monolito que dominaba un valle escondido desde la cumbre de una montaña.
Estaba a una gran distancia de cualquier lugar habitado de Ulthuan, y nadie había
acudido allí en muchos siglos para llevar a cabo los ritos que lo fortalecerían.
El monolito en sí estaba desmoronándose. En los canales de las runas talladas
habían crecido líquenes, a pesar de los hechizos que deberían haber impedido que
crecieran haciéndolos arder. La propia piedra estaba erosionada por el viento y los
otros elementos, y eso era importante, porque la forma de la piedra estaba tan
integrada en los hechizos como las energías mágicas que fluían a su alrededor, o como
la runas cinceladas en ella. Cada uno de los aspectos había formado parte de su
diseño, cada elemento contribuía en algo a la misión que tenía.
Ahora era como un clavo oxidado del que colgara un pesado cuadro. Se doblaba
con lentitud, desplazándose de su posición original, y no resistiría durante mucho
más tiempo. Lo único que se necesitaría sería que algo le diera un ligero golpecito,
aplicara un poquitín de presión adicional, y esa parte del hechizo se derrumbaría. Las
barreras que contenían las vastas energías del Vórtice quedarían perforadas. Podrían
entrar cosas en él, y lo más importante desde el punto de vista de N’Kari, podrían salir
cosas de él.
Sabía que iba a tener que ser cuidadoso. Los fantasmas seguían vigilando su obra y
la reparaban allá donde podían. Advertirían el derrumbamiento de cualquier pequeña
parte del hechizo, y si llegaban a pensar que detrás del fenómeno había alguna entidad
pensante, en particular una entidad atrapada dentro de su reino, la destruirían.
El gran demonio sabía que tendría una sola oportunidad para hacer lo que
necesitaba hacer. Si fallaba, en el mejor de los casos significaría pasar muchos más
siglos reuniendo energía para intentar escapar otra vez. En el peor de los casos,
significaría la más completa y absoluta aniquilación. N’Kari sabía que si se destruían
los modelos energéticos que conformaban su conciencia dentro del Vórtice, él sería
destruido para siempre. Aún no tenía forma física alguna que pudiera anclarlo, y su
conexión con el Reino del Caos todavía continuaba bloqueada por las intrincadas
protecciones del Vórtice.
Iba a tener una sola oportunidad. Sería mejor que lo hiciera bien. Desplazó el foco
de su conciencia hasta la máxima distancia que pudo, algún punto situado en el
océano profundo de la zona que antaño había formado parte de Ulthuan, pero que
ahora se hallaba hundida debajo de las olas.

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Percibió que en las alturas se estaba gestando una tormenta. Analizó los enormes
remolinos de aire, las descomunales rachas de viento, humedad y energía que
esperaban ser liberadas, y estiró los brazos con tanta sutileza como pudo desde el
interior del Vórtice para alimentarse de las energías oscuras, creando corrientes y
sistemas que la impulsaran en una determinada dirección.
La tormenta comenzó a desplazarse tierra adentro, adquiriendo más energía por
el camino, impulsada desde el interior por elementos de magia oscura que la
conducían hacia la lejana cumbre de la montaña.
Pronto, pensó N’Kari. Pronto.

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SEIS

Ulthuan Oriental.
Décimo año de reinado de Finubar

Tyrion podía oler el mar. El aire sabía diferente; más salado, más limpio. El viento era
más fresco y húmedo. En lo alto volaban gaviotas. El simple hecho de oír el sonido
circundante y ver aquellas blancas aves lo hizo sonreír. Nunca se había sentido tan
feliz.
Iba montado en un caballo. Descendía a lomos de la montura desde las montañas
y, al cabo de unas horas, subiría a bordo de un barco con destino a la más grandiosa
ciudad del pueblo elfo. En cierto sentido, se sentía como si su vida hubiera
comenzado por fin.
En cuanto se le ocurrió ese pensamiento, se sintió culpable por su padre y por su
hermano. Retrocedió cabalgando a lo largo de la pequeña columna hasta donde Teclis
yacía sobre un largo cojín situado en la parte posterior de una carreta. La lona tensada
que cubría la carreta estaba echada hacia atrás, y el gemelo de Tyrion miraba al cielo.
Le habían alquilado el vehículo a uno de los aldeanos que vivía cerca de la mansión de
su padre y que lo usaba para transportar sus productos del campo hasta el mercado de
la ciudad. El elfo acudiría a la población al cabo de unos días para recoger la carreta.
—¿No te parece maravilloso esto? —dijo Tyrion, incapaz de contener su
entusiasmo.
—Si se puede considerar maravilloso que te zarandeen los huesos de un lado a
otro sobre este instrumento de tortura hecho de madera, entonces supongo que si lo
es —respondió Teclis. Sin embargo, sonreía y tenía mejor aspecto del que había
tenido en meses.
A Tyrion le había preocupado que la dureza del viaje pudiera acabar con su
hermano, pero parecía que las pociones que había preparado la dama Malene ya

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habían mejorado su estado de salud. Más aún, la perspectiva de viajar y aprender
magia parecía haber aligerado su apesadumbrado espíritu y haber hecho que la vida le
resultara más soportable. Tyrion sospechaba que aquello le había dado a Teclis una
razón para vivir. Por eso, al menos, se sentía agradecido con la dama Malene.
Miró hacia delante. La hechicera cabalgaba junto a Korhien Espadón de Hierro.
Ambos iban intercambiando sonrisas secretas, pero en ellas no había nada siniestro.
Tenían aspecto de ser los amantes que Tyrion sospechaban que eran. Resultaba difícil
imaginar lo que el generoso guerrero de buen corazón y la maga de rostro inexpresivo
veían en el otro, pero resultaba obvio que algo veían.
Tyrion se preguntó cómo le irían las cosas a su padre. No estaba preocupado por
el bienestar de su progenitor. El príncipe Arathion era perfectamente capaz de cuidar
de sí mismo sin ayuda alguna de sus hijos, y el trabajo evitaría que se sintiera solo.
Sólo le resultaba extraño pensar en él deambulando por la mansión vacía, con la única
compañía de Thornberry.
Eso hizo que Tyrion se sintiera intranquilo. A veces bajaban monstruos de las
montañas. Tal vez alguno podía colarse por encima del muro. Se dijo a si mismo que
no debía ser necio. Su padre era mago. Estaba capacitado para ocuparse de cualquier
monstruo que pudiera abrirse camino hasta la casa.
Teclis se había incorporado sobre un codo y miraba a lo lejos por encima de un
costado de la carreta.
—Me parece que veo el mar —comentó.
Tyrion miró en la dirección en que señalaba con el dedo. Acababan de coronar la
cima de una colina y a sus pies había, en efecto, una ancha placa de trémulo azul que
comenzaba allí donde acababa la tierra verde.
El territorio comenzaba a cambiar a su alrededor. Parecía mucho más densamente
cultivado, y habían pasado ante campos labrados por granjeros independientes y ante
muchos invernaderos donde se cultivaban frutos encantados en entornos controlados
mágicamente.
Era el lugar más rico y fértil que Tyrion había visto jamás, aunque hubiese sido el
primero en admitir que había conocido muy pocos lugares como aquéllos. Aquí y allá,
en los terrenos más altos, se erigían mansiones de una escala tal que la casa de campo
de su padre habría podido caber con facilidad en un ala. En efecto, el hogar de los
gemelos parecía poco mejor que algunas de las cabañas de los granjeros
independientes por las que habían pasado. Tyrion estaba acostumbrado a que su
padre fuera el terrateniente más rico de la zona en la que se había criado. Una vez más
se dio cuenta de que, comparado con los elfos de incluso aquella pequeña ciudad, su
padre era muy pobre. Resultaba extraño darse cuenta de lo pequeña que había sido su
vida y de lo grande que era el mundo. Además de emocionante.
En muchos de los edificios había farolillos de papel verde colgados en el exterior

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de las ventanas o en los pórticos. La gente se empezaba a preparar para el Banquete de
la Liberación, el gran festival que celebraba el regreso de la primavera y la salvación de
los hijos de Aenarion contra las fuerzas del Caos por parte del hombre árbol Corazón
de Roble. Por las calles se veían pequeñas tallas del hombre árbol, una afable criatura
que parecía un cruce entre un elfo y un gigantesco roble. Todos los elfos tenían
motivos para estarle agradecidos. Sin su intervención, no existiría la Reina Eterna.
Todos los líderes espirituales de los elfos que habían existido desde aquella época
descendían de la hija de Aenarion, Yvraine. Tyrion tenía razones más personales para
estarle agradecido, ya que descendía del hijo de Aenarion, Morelion.
Retrocedió para ponerse al lado del yacente Teclis. Su hermano hizo una mueca.
Estaba cansado, y se le notaba en la cara el esfuerzo que representaba para él el largo
día de viaje.
—Llegaremos a la ciudad dentro de poco, y a continuación subiremos al barco.
—Lo estoy deseando —dijo Teclis—. No logro imaginar que pueda haber algo
peor que esto.

* * *
Unas pocas barcas de pesca flotaban, ancladas en el puerto, junto a una nave que las
empequeñecía como una ballena rodeada de delfines. Era un clíper élfico, en parte
nave comercial, en parte buque de guerra, largo y esbelto, con tres mástiles. Tenía una
enorme cabeza de águila tallada en la proa. Había una balista gigantesca en la cubierta
de popa, y otra cerca de la proa. Los marineros pululaban entre los aparejos y se
movían por la cubierta con decisión. Habían colocado una serie de tablones que iban
desde la crujía hasta el muelle con el fin de formar una pasarela lo suficientemente
ancha como para permitir que subieran por ella los caballos.
El ave mensajera que había enviado la dama Malene tenía que haber llegado a
destino, porque los estaban esperando. La capitana del barco aguardaba en los
muelles para recibirlos. Para gran sorpresa de Tyrion, se dirigió a la dama Malene, no
a Korhien; parecía pensar que la hechicera era más importante que el León Blanco.
Las banderas que ondeaban en el extremo de los palos lucían la misma divisa que
llevaban los miembros de la guardia personal en los tabardos. La casa de Mar
Esmeralda era la propietaria de ese barco, y la dama era la representante de más alto
rango de esa casa que se encontraba presente.
—¿Estamos ya preparados para partir, capitana Joyelle? —preguntó Malene.
Ladeó la cabeza y olió el aire—. Huele a tormenta que se acerca, y hay magia en sus
vientos.

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La capitana del barco asintió con la cabeza. Era aún más alta que la dama Malene
y, en todo caso, parecía más severa que ella. Tyrion estaba empezando a preguntarse
si todas las mujeres de Lothern serían tan adustas cuando reparó en que algunas de las
marineras lo miraban fijamente. Eran más jóvenes y mucho más bonitas. Como tenía
por costumbre, les sonrió. Algunas lo miraron a los ojos con descaro. Otras apartaron
la mirada, vergonzosas. Al parecer, las marineras no eran tan diferentes de las
cazadoras de las colinas con las que él había tratado.
—El Águila de Lothern está preparado para navegar, la dama Malene. Podremos
aprovechar la marea si el capitán Korhien y sus hombres pueden subir los caballos a
bordo con la suficiente rapidez.
Los caballos parecían inquietos. Resultaba obvio que ya habían estado a bordo de
un barco antes y que no les había gustado mucho la experiencia, pero eran corceles
élficos y obedecieron a sus jinetes. Uno a uno, se dejaron guiar por las pasarelas y
permitieron que los bajaran a la bodega mediante un pequeño torno. Al parecer, lo
habían preparado todo para ellos, ya que los comederos estaban llenos de forraje, y el
acto de comer pareció tranquilizar a las bestias.
Tyrion reparó en que también la capitana lo miraba fijamente mientras él ayudaba
a Teclis a subir por la rampa. Al principio pensó que había metido la pata al no
solicitar permiso para subir a bordo. Nadie más lo había hecho, pero era de suponer
que ya conocían a la capitana del barco. Luego se le ocurrió la idea de que le
inquietaba ver a Teclis. La enfermedad de su hermano a menudo tenía ese efecto en
otros elfos, ya que no estaban habituados a ver personas enfermas. Cuando le
devolvió la mirada, la capitana ya había dejado de contemplarlo con ojos fijos y le
decía algo en voz baja a la dama Malene.
La hechicera asintió con la cabeza para mostrar su acuerdo y luego se les acercó.
—La capitana ha mandado asignaros camarotes.
—¿Qué más estaba diciendo?
—Nada de gran importancia —replicó la dama Malene en un tono un tanto
indiferente.
Tyrion recordó las sospechas de Teclis con respecto a ella. Pensó en el viaje que
tenían por delante. ¿Cuántas personas se darían cuenta de algo o dirían algo si ellos
caían por la borda mientras navegaban con rumbo sur hacia Lothern? Se dijo que no
debía ser tan suspicaz. Con casi total seguridad existía una explicación inocente para
la actitud de la maga.
De todos modos, decidió que iba a mantener los ojos abiertos y la puerta barrada.
A pesar de sus temores, no pudo evitar que su corazón se emocionara cuando, un par
de horas después, el barco levó anclas y salió del puerto. El sol estaba ocultándose
detrás de las montañas, y no pudo evitar pensar en su padre una vez más.
Se preguntó si alguna de aquellas diminutas lucecillas de la falda de la montaña

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pertenecería a su hogar y cuánto tiempo pasaría antes de que volviera a verlo.

* * *
—Esto es acogedor —comentó Teclis, recorriendo el camarote con mirada pensativa.
Era diminuto, como todos los camarotes de barco. Había el espacio justo para un
par de literas y un par de baúles de marinero. Las pertenencias de los gemelos, juntas,
no alcanzaban a llenar uno solo de ellos. Había un pequeño ojo de buey que dejaba
que se filtrara un poco la luz de la luna.
—Dos oficiales subalternos han renunciado a él para que tengamos un sitio donde
dormir, o al menos eso me ha dicho Korhien —explicó Tyrion—. Parece que somos
invitados de honor.
Los legítimos propietarios duermen en cubierta.
—Pues yo no sé si no preferiría dormir también allí —dijo Teclis. Por el tono de
su voz no parecía estar demasiado bien.
—¿Estás bien? —preguntó Tyrion, mirándolo con mayor atención. Su hermano
volvía a tener aspecto enfermo. Presentaba un feo color verdoso.
—No me he sentido bien desde que subimos a bordo de este maldito barco. Hay
algo en la forma en que se balancea que me hace sentir muy incómodo.
—Es mal de mar —dijo Tyrion—. He oído decir que algunas personas lo padecen.
—Y yo soy una de esas personas, y tú no. ¡Qué sorpresa! ¡Normalmente yo soy
una persona tan sana y tú eres tan débil!
—Si no te gusta estar aquí, puedo pedir que nos permitan dormir en cubierta. Esto
está más protegido en caso de que venga mal tiempo.
—Que Isha nos bendiga… no me hables del mal tiempo. Esto ya es bastante malo.
—Sólo será por unos días, si tenemos buenos vientos, y no hay ninguna razón
para que no sea así. Al parecer, soplan hacia el sur en esta época del año.
—Te estás convirtiendo en todo un marinero, hermano.
—He estado escuchando a los marineros. Tengo intención de aprender todo lo
que pueda en este viaje. Nunca se sabe qué puede ser útil.
—Mi plan consiste en tumbarme boca arriba aquí dentro con la esperanza de que
mi estómago se tranquilice y la habitación deje de dar vueltas.
—Me parece que esto se llama camarote.
—¡Pueden llamarlo como les parezca siempre que deje de moverse!
Tyrion subió de un salto a la litera superior. El techo parecía estar muy cerca, por
encima de su cabeza. Le resultaba extraño el mero hecho de estar allí tendido
mientras el barco se balanceaba con suavidad arriba y abajo al avanzar. Salvo por las

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ocasiones en que acampaba con los cazadores, nunca antes había pasado la noche
fuera de la mansión de su padre. Era la primera vez que dormía en una cama de
verdad que no fuera la suya propia. El pensamiento más extraño de todos era que,
aunque estuviera allí tendido, se alejaba cada vez más de su hogar y se acercaba cada
vez más a Lothern, una ciudad que él y su hermano no habían visto desde que eran
muy pequeños.
Se le ocurrió que eso era lo que hacía que los barcos fueran una manera tan rápida
de viajar. En realidad, un barco no avanzaba a mayor velocidad que un caballo, pero
podía continuar navegando durante la noche, en caso necesario, siempre que hubiese
alguien de guardia. Los barcos nunca se cansaban y continuaban avanzando sin parar
hasta que llegaban a su destino.
Estaba pensando en que había una lección que aprender de eso, en alguna parte,
cuando se quedó dormido.

* * *
A Tyrion lo despertaron los rayos del sol al entrar por el ojo de buey del camarote, y el
sonido de Teclis vomitando sonoramente dentro de un cubo que tenía al lado de la
litera. El olor era abrumador dentro de aquel reducido espacio.
Bajó de la litera superior, con cuidado de no pisar el cubo, esperó a que Teclis
acabara, y luego echó el contenido del recipiente al exterior a través del ojo de buey.
Tardó bastante en desatornillar las asas que lo sujetaban en su sitio y decidió dejarlo
abierto para que se fuera el hedor.
—Estaba pensando que tal vez debería probar a volar la próxima vez —dijo Teclis
—. Probablemente se me caerá la cabeza. Cada medio de transporte que he probado
hasta ahora ha sido peor que el anterior.
—Ya te acostumbrarás a éste. Puede que tardes unos cuantos días, pero tu cuerpo
lo superará.
—¡Eso espero!
—¿Quieres salir a dar una vuelta por la cubierta y ver si a lo mejor podemos
encontrar algo que desayunar?
—Caminar por la cubierta, sí. ¿Desayunar? ¿Qué demonio te ha poseído para qué
me sugieras una tortura semejante?
—Bueno, es que tengo hambre.
—Y sin duda, como siempre, comerás por los dos.
—Lo intentaré, si es que puedo encontrar comida.
Ayudó a Teclis a subir a cubierta. Muchos de los tripulantes ya estaban levantados

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y en movimiento. Trabajaban intensamente fregando y arenando la tablazón, y
enrollando cabos. Trepaban por las jarcias para realizar ajustes en las velas de acuerdo
con las órdenes de los oficiales del barco. Había uno en la cofa y otro haciendo
guardia junto al enorme mascarón de proa. Al parecer, los mares que rodeaban un
barco requerían mucha vigilancia.
Cuando emergieron de la escalera, Tyrion se dio cuenta de que volvían a mirarlos
fijamente. Y no era sólo Teclis quien atraía las miradas, sino también él. Aquello lo
hizo sentir incómodo, aunque se aseguró de sonreírles a todos cuando sus ojos se
encontraban. Estaba habituado a que le miraran las mujeres, pero los hombres
también le dirigían miradas raras.
Recorrió el entorno con la mirada en busca de Korhien o Malene, pero ninguno
de los dos estaba la vista. En cubierta había uno o dos soldados que afilaban sus armas
mientras charlaban con indiferencia, haciendo todo lo posible por no parecer
completamente ociosos en medio de aquella febril actividad.
—¿Dónde podemos conseguir algo de comer? —preguntó Tyrion.
Uno de los soldados señaló con un pulgar en dirección a una pequeña sala que
había detrás de él. En el interior, Tyrion vio un fuego y un caldero que burbujeaba
encima.
—Debería haber sabido que vosotros estaríais cerca del lugar donde está la comida
—comentó Tyrion.
—Hablas como un veterano —dijo el elfo—. Aún conseguiremos hacer un
soldado de ti.
—Eso espero —le aseguró él.
Tyrion entró en la cocina del barco.
—¿Podríais darnos algo de comer? —preguntó—. Por favor.
El cocinero sonrió y le lanzó un par de cuencos y un paquete de galletas marineras
envueltas en una gran hoja de planta. Tyrion presentó los cuencos y el cocinero los
llenó con un guiso de pescado muy especiado que sirvió con un cucharón. Tyrion
regresó a cubierta, donde le dio un cuenco a Teclis y se quedó con el otro.
A Tyrion le sorprendió descubrir que el guiso era bueno, y que la galleta era
nutritiva y lo saciaba.
—Hay algún tipo de encantamiento en ella —comentó Teclis—. Como sucede con
el pan del camino.
—Supongo que es necesario mantener a la tripulación en forma —dijo Tyrion—.
¿Quieres la tuya?
—No me apetece comer.
—Tómate la sopa, al menos. No me gustaría que murieras de inanición antes de
que lleguemos a Lothern.
—Sería una bendición —replicó Teclis.

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—Eso no lo digas ni en broma.
Una de las muchachas de la tripulación los estaba mirando atentamente. Tyrion le
sonrió. Ella le devolvió la sonrisa y luego apartó los ojos con timidez. Era, sin lugar a
dudas, la muchacha más bonita del barco.
—Veo que vas a volver a romper corazones —dijo Teclis.
Tyrion había compartido con su hermano algunos detalles de las experiencias que
había tenido con las chicas cazadoras.
—Ésa no es nunca mi intención —replicó Tyrion.
—La línea que separa la intención de las consecuencias es tan ancha como la que
media entre el cielo y el infierno —dijo Teclis.
—¿A quién estás citando, ahora?
—A nadie. Acabo de inventármelo.
—¿Estas planteándote seguir la carrera de filósofo, entonces?
—Sería útil tener una segunda carrera a la que recurrir, por si fallo en la de mago.
—Dudo que pueda suceder eso.
—Nunca se sabe. Hasta ahora, mi vida no ha destacado por sus éxitos.
Los gemelos se quedaron de pie en la cubierta durante largo rato, observando la
vida del barco a su alrededor. A Tyrion le resultaba todo infinitamente fascinante.
Teclis parecía encontrarlo simplemente fatigoso.

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SIETE

Tyrion se hallaba de pie en la proa del gran barco, mirando por encima de la cabeza
de ave de presa del mascarón. Un cardumen de peces voladores rompió la superficie a
poca distancia. Verlos destellar, plateados a la luz del sol, antes de desaparecer otra
vez bajo las olas, lo hizo sonreír.
El viento hinchaba las velas y el barco casi parecía pasar rozando el mar. Las
banderas verdes con la insignia de la casa de Mar Esmeralda se agitaban al viento.
Los marineros saltaban de un mástil a otro y trepaban por las jarcias en respuesta
a las órdenes dadas por la capitana. A Tyrion, todo aquello le resultaba
incomprensible y muy emocionante. Hasta ese momento le había encantado cada
instante de la experiencia. Le gustaba el tacto de la madera dura de la cubierta bajo las
plantas de los pies descalzos. Le gustaba el olor a salitre del mar.
Riendo, dio un brinco, atrapó un cable y se izó por él para subirse sobre una
verga. Al empezar a hacerlo, a los oficiales del barco les había preocupado que pudiera
caerse y partirse la crisma, pero se había evidenciado con rapidez que en la arboladura
del barco se desenvolvía con más soltura que la mayoría de los marineros y que era
mucho más ágil que cualquiera de ellos.
Ninguno de los marineros tenía nada que objetar siempre y cuando no los
estorbara. Trepó hasta llegar a la cofa, situada en lo alto del segundo mástil. Los elfos
que andaban por la cubierta parecían diminutos desde allí arriba. Se sentía mucho
más desprotegido que estando en la cumbre de una colina de la misma altura. Para
empezar, las colinas no se mecían con el movimiento de un barco.
El viento le tiraba de la camisa de hilo. Las gaviotas se posaban en las jarcias, justo
fuera de su alcance. Saltó sobre la cruceta y corrió por ella hasta llegar al sitio en que
estaban las gaviotas. Al verlo acercarse, las aves echaron a volar y comenzaron a
describir círculos por encima del barco, graznándole burlonamente. Le habría
gustado poder volar para seguirlas.

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Se hizo sombra con una mano en los ojos para mirar a lo lejos. Por debajo del
agua transparente se movían formas enormes, tal vez ballenas, tal vez alguno de los
legendarios monstruos que se decía que merodeaban por aquella zona del mar. Hasta
entonces, ninguno de ellos le había prestado la más mínima atención al barco, por lo
cual estaba agradecido.
A algunas leguas de distancia le pareció ver islas. A veces. A veces estaban allí. A
veces no. Un suave rielar recubría las olas hasta donde le alcanzaba la vista. Parecía
una calina producto del calor, pero no lo era. A sus ojos parecía estar teñida por la
magia, aunque no podía dilucidar nada más.
Muy por debajo de él, Teclis lo saludó con una mano. Tyrion saltó al vacio, atrapó
una cuerda que colgaba y se deslizó por ella hacia abajo a una velocidad vertiginosa,
riendo en voz muy alta hasta que sus pies tocaron la cubierta. Saltó hacia delante, con
exuberancia, dio una voltereta y cayó de pie junto a su hermano.
—¿Qué estás buscando? —preguntó Teclis, echado en una tumbona de mimbre,
con aspecto de estar aún más mareado de lo habitual. A pesar de todas las pociones
que la buena de la dama Malene le había preparado, el viaje no le sentaba bien. Aún
continuaba sufriendo de un mal de mar peor que el que podía aquejar cualquier
enano.
—No lo sé —replicó Tyrion—. Pero sea lo que sea, creo que voy a tener problemas
para encontrarla. Hay algún encantamiento en estas aguas, más poderoso que el
hechizo que cubre las Annulii.
Teclis se rió de él.
—Perspicaz como siempre, hermano. Has estado contemplando los efectos de
uno de los hechizos más potentes y trascendentes que jamás se han hecho. Bel-Hathor
y sus magos urdieron aquí magia para ocultar Ulthuan a los ojos de los humanos.
Créeme si te digo que cualquier confusión que sientas se vería multiplicada por mil si
fueras uno de ellos. Cuando los humanos entran en el entramado del hechizo, un
laberinto de encantamientos hace que se pierdan y se pongan a dar vueltas hasta que,
al fin, si no se mueren de hambre o encallan, vuelven a encontrarse en mar abierto.
—Te creo.
—Me alegro. Es lo que debes hacer. —Hizo una mueca, y por un momento
pareció que iba a ponerse a vomitar otra vez. De algún modo, logró controlar el
impulso—. Por todos los dioses, odio esto…

* * *
—¿Estás disfrutando del viaje?

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Hacia ya dos días que estaban en el mar y Tyrion se sentía cada vez más
preocupado por la salud de su gemelo. El mareo que sentía no se había mitigado
durante los largos días de navegación. El hedor a vómito rancio flotaba
constantemente dentro del camarote. Pasaban mucho tiempo en cubierta, donde se
encontraban en ese momento.
—Digamos que no veo la hora de empezar los estudios de magia para poder
aprender algún hechizo contra el mal de mar —respondió Teclis.
—Me deja atónito tu elevada ambición. Es agradable saber que tengo un hermano
que aspira a tan altas metas en la vida. Siete mil años de magia élfica que aprender, y
la meta más grande que te impulsa a dominar esa ciencia y su terrible conocimiento
es tu deseo de evitar el mal de mar.
—Si hubieras estado enfermo durante tanto tiempo como yo, entenderías por qué
pienso de esa manera. Las pociones de la dama Malene sólo me han ayudado a
superar la última de mis enfermedades.
Tyrion se sintió culpable de inmediato por haber bromeado de esa manera. Nunca
había sufrido un solo momento de enfermedad en toda su vida. El mal de mar no lo
había afectado en lo más mínimo, ni él había esperado que lo hiciera.
Para Teclis, las cosas eran diferentes. Tal vez siempre lo serían. Tyrion había
pasado la mayor parte del viaje aprendiendo el arte de navegar de marineros que le
miraban como si fuera un joven dios, cuando no le dirigían miradas supersticiosas.
Teclis se había pasado los días durmiendo sobre cubierta, intentando no vomitar,
mientras todos los que pasaban lo miraban con aire de superioridad, salvo unos pocos
de entre los jinetes de Korhien que también sufrían el mismo mal.
—Tú siempre habías querido navegar en un barco —dijo al cabo.
—Y sigo queriéndolo —respondió Teclis—. Pero sólo cuando ya haya logrado la
inmunidad contra este indigno mal. En los escasos y breves instantes en los que no he
estado vomitando por la borda lo que había comido he disfrutado inmensamente del
viaje.
—¿Crees que veremos piratas?
—Justo estaba empezando a sentirme mejor. ¿Por qué has tenido que decir eso?
—Porque he oído decir que éstas son aguas peligrosas, plagadas de invasores
nórdicos y piratas humanos, así como de corsarios de los elfos oscuros, a pesar de
todos los hechizos que supuestamente deberían mantenerlos alejados. Podríamos
encontrarnos con alguno que se hubiera perdido.
—Puede que a ti esto te parezca una aventura, Tyrion, pero ¿qué se supone que
debería hacer yo si nos atacan los piratas, vomitarles encima?
—Ésa podría resultar una estrategia defensiva muy eficaz.
—A veces me haces dudar que entiendas de asuntos militares tan bien como
pretendes.

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—No te preocupes. Si nos atacan, yo te protegeré.
—¿Y quién va a protegerte a ti?
—Creo que puedo protegerme a mí mismo, hermano. Nunca lo dudes.
—Mira ahí.
Tyrion siguió con la mirada el dedo de su hermano. Korhien y la dama Malene,
cogidos de la mano, atravesaban la cubierta en dirección a ellos. Al parecer, Tyrion no
era el único que disfrutaba de aquel viaje marítimo.
—Os saludo, príncipes —dijo Korhien, con un tono más afable de lo habitual.
—Buenas tardes tengáis los dos —dijo Teclis.
—Si que es una buena tarde —convino la dama Malene—. Siempre he pensado
que hay que reconocer las bondades del fresco aire marino. —Miró a Korhien como si
compartiera con él una broma privada.
El León Blanco sonrió.
—Resulta tonificante —dijo.
—A mí me lo parece —dijo Tyrion, mientras se preguntaba por qué los dos
parecían querer reírse de él.
Acababan de pasar un largo rato en el camarote que tenían bajo cubierta. No
habían estado disfrutando mucho del fresco aire marino. De repente, se dio cuenta de
qué habían estado haciendo, y apartó la mirada.
—Este barco es maravilloso —comentó Teclis—. Muy veloz.
—Es uno de los muchos que posee la casa de Mar Esmeralda —informó la dama
Malene.
—¿Cuántos tiene? —preguntó Teclis, al que siempre le gustaba precisar las cosas
con exactitud.
—Unos treinta. Navegan para comerciar y explorar. A veces los usamos para
atacar la costa de Naggaroth.
—Treinta barcos, ¿son muchos? —preguntó Tyrion.
—Lo son —replicó Korhien—. Una significativa contribución a nuestras flotas en
tiempos de guerra. En Lothern hay muy pocas casas que puedan igualar ese número, y
sólo la casa de Finubar lo supera.
—Bueno, él es el Rey Fénix —dijo Teclis.
—Ahora mismo estábamos hablando de piratas —comentó Tyrion—. ¿Pensáis
que veremos alguno?
—Mi hermano está ansioso por ponerse a prueba en la lucha contra ellos —dijo
Teclis con tono sardónico.
—No hay ninguna necesidad de preocuparse, mi joven amigo —dijo Korhien—.
Si nos atacan, la dama Malene nos protegerá.
—¿De verdad? —preguntó Tyrion.
—Claro que sí, como muchos magos de Lothern, ella comenzó su carrera de

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hechicera a bordo de un barco.
—¿En serio? —preguntó Teclis. Como siempre, la mención de cualquier aspecto
de la magia captaba su atención de inmediato. La dama Malene asintió con la cabeza.
—La mayoría de los magos de Lothern pasan la vida a bordo de barcos.
—¿Por qué? —quiso saber Teclis.
—Invocan a los vientos, protegen las naves de los monstruos, hacen estallar los
barcos enemigos con hechizos cuando surge la necesidad e impiden que los
hechiceros enemigos les hagan lo mismo a nuestras embarcaciones.
A Tyrion le pareció que aquél era el uso de la hechicería más emocionante del que
jamás había oído hablar. Casi hizo que deseara estudiar magia él mismo, a pesar de
carecer de cualquier tipo de don para el Arte.
—¿Puedes invocar a los vientos? —preguntó Tyrion.
—Sí.
—¿Por qué no lo haces ahora?
—Porque no hay ninguna necesidad —replicó Malene—. Tenemos un buen
viento que nos empuja a la máxima velocidad a la que podemos navegar de forma
natural, y no veo la necesidad de cansarme para hacer que vayamos más de prisa. Si
aparecieran piratas, necesitaría mis fuerzas para enfrentarme a ellos.
Tyrion lo entendió de inmediato.
—Por supuesto —dijo.
—¿Por supuesto qué? —preguntó Teclis.
—Es mejor recurrir a los vientos en ese supuesto que para viajar. Al llevar a bordo
una maga capaz de hacer eso, podremos navegar contra el viento, o incrementar
nuestra velocidad de maniobra.
Korhien sonrió como lo haría un profesor orgulloso de su mejor alumno.
—Ya te dije que captaba las cosas con rapidez —le dijo a la dama Malene.
—Muéstrale a mi hermano las posibilidades militares de cualquier cosa y él las
captará al instante —dijo Teclis—. Por desgracia, no es tan rápido para captar nada
más.
—Es rápido en todo lo que va a necesitar ser rápido —respondió Korhien—. No
hay por qué pedirle nada más.
—Yo no me precipitaría tanto en hacer semejantes afirmaciones si fuera tú —
replicó la dama Malene—. ¡Quién sabe lo que el destino del príncipe Tyrion exigirá de
él!
Tyrion rió.
—Dudo que vaya a ser nada demasiado eminente.
Los otros lo miraron como si no opinaran lo mismo. Él reparó en que la joven
marinera bonita había permanecido cerca de ellos, escuchando todo lo que decían.
Ésta apartó la mirada cuando reparó en que él la estaba observando. Tyrion se

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preguntó si de verdad sería tan tímida como parecía, o si sólo lo fingía para llamar su
atención.
Decidió que iba a averiguarlo antes de que el día avanzara mucho más.

* * *
—¿Cómo se llama eso? —preguntó Tyrion, señalando la vela grande que tenían por
encima.
La marinera sonrió. Se encontraban solos en lo alto del mástil central del barco, en
perfecto equilibrio como era propio de los elfos. Se mecían suavemente con los
movimientos del barco, pero ambos estaban perfectamente cómodos, como si se
hallaran en tierra firme, no a una altura de dieciocho metros desde la cual, si por
accidente caían sobre la cubierta, quedarían destrozados.
—Ésta es la gavia alta —dijo ella.
—¿Y tú cómo te llamas?
—Karaya.
—Yo soy Tyrion.
—Tú eres el príncipe Tyrion —puntualizó ella—. Eres el sobrino de la dama
Malene. Nos han hecho recorrer toda esta distancia para venir a buscarte. Tienes que
ser una figura de cierta importancia.
—¿De verdad?
—Un Águila comercial no suele ser despachada a un pequeño puerto pesquero de
Cothique por asuntos sin importancia. Deberíamos estar viajando en dirección al
Viejo Mundo o a Catai. En lugar de eso, nos encontramos cerca de las costas de
Ulthuan, transportando un cargamento de guerreros y caballos.
—No me había dado cuenta de que yo fuera tan valioso —dijo Tyrion.
La muchacha le sonrió.
—La casa de Mar Esmeralda sí lo cree.
—Tienes una bonita sonrisa —dijo él.
—Y tú tienes unos extraños y preciosos ojos —replicó Karaya.
La intensidad de la mirada de ella le resultó un poco turbadora. Eso le recordó una
pregunta que ya hacía rato que quería formularle.
—¿Por qué toda la tripulación me mira de una manera tan extraña? —preguntó.
La muchacha pareció sobresaltarse. Resultaba evidente que no era lo que había
esperado que él dijese. El encanto del momento se rompió.
—¿De verdad que no lo sabes?
Tyrion negó con la cabeza.

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—Detesto asestarle un golpe a tu vanidad, pero no es sólo porque se sientan
abrumados por tu absoluta belleza física.
—Eso sí que me resulta difícil de creer —replicó Tyrion.
Karaya sonrió.
—Es porque te pareces a una estatua.
—¿Te refieres a mi cincelada belleza?
—No. Me refiero a que te pareces a la estatua de Aenarion que hay en el puerto de
Lothern. Por eso toda la tripulación pasa tanto tiempo mirándote.
—¡No!
—Sí. El parecido es extraordinario.
—Quieres decir, aparte del hecho de que la estatua mide dieciocho metros de
altura, y yo no.
—Ya tendrás oportunidad de juzgarlo tú mismo. Llegaremos a Lothern en pocos
días, si los vientos son favorables.
Tyrion reparó en que se estaban reuniendo nubes oscuras a lo lejos. Se preguntó si
se acercaba una tormenta.
Desde abajo, un oficial vociferó una orden y Karaya obedeció de inmediato.
—Tal vez podamos continuar esta conversación más tarde —dijo Tyrion.
—Tal vez —replicó la muchacha marinera—. Hay otras cosas de las que también
me gustaría hablar.

* * *
N’Kari sintió cómo nacía su tormenta. Tenía ganas de aullar de alegría. La primera
parte de su plan ya estaba en marcha. El tiempo atmosférico se conformaba de
acuerdo con su voluntad. Ahora tenía que asegurarse de que los demás elementos
estuvieran donde debían.
Con cuidado e infinita paciencia, exudó diminutos fragmentos de sí mismo
dentro de los Monolitos élficos. Todavía no era lo bastante fuerte como para
recuperar la libertad física, pero podía enviarles un mensaje a todos los elfos que
tuvieran la más leve sensibilidad para ese tipo de cosas y fundir sus sueños con los
suyos propios. Prepararía el mundo para su llegada, se aseguraría de que los primeros
reclutas estuvieran preparados para formar su ejército.
Los magos de toda la faz del mundo percibirían algo, puesto que su don los haría
sensibles a la magia de N’Kari. Eso no sería tan malo. Algunos de ellos constituirían
excelentes reclutas.
Invocó el nombre de Slaanesh, y desde los Monolitos envió esquirlas de sueños

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finas como vilanos que se adentraron en la noche. Llevadas por los vientos de la
magia, flotaron sobre Ulthuan y tocaron los sueños de aquéllos hacia los que se vieron
atraídas.
En el sur de Cothique, un grupo de miembros de un culto del Caos que
celebraban una orgía fueron tocados por la magia. Cuando yacían desnudos, agotados
por la actividad sexual ritual, sintieron que les invadía la mente un extraño deseo de
acudir a un determinado lugar en un determinado momento y prepararse para el
advenimiento de un nuevo profeta que estaba a punto de entrar en su mundo.
En las Tierras de las Sombras, un grupo de elfos oscuros infiltrados supieron que
si se encaminaban al este, encontrarían algo de gran utilidad para su señor. A ellos les
pareció que la propia Morathi, desnuda, se les había aparecido en sueños para darles
las instrucciones y prometerles la suprema recompensa de su propia persona si
obedecían.
En Saphery, un archimago que hacía tiempo que se interesaba por los asuntos del
Oscuro Príncipe del Placer soñó que averiguaría un gran secreto si se aventuraba a
acudir al lugar en que se encontraba el monolito occidental del reino.
En Lothern, el mayor asesino profesional del mundo soñó con rebelarse contra su
señor y con una vida de lujos entre los enemigos que le habían enseñado a odiar.
Despertó junto a la dormida esposa de un amigo y se tapó los ojos robados gracias a la
magia con una mano que esa misma magia había recubierto con la piel de elfos
desollados.
Por todo Ulthuan, los sueños de los hechiceros y aquéllos con una sensibilidad
especial se vieron perturbados, y en sus mentes entraron visiones que contenían la
promesa y la amenaza del poder del más grandioso seguidor de Slaanesh.

* * *
Teclis subió hasta la cubierta, presa del dolor, con movimientos que hacían que uno
de sus hombros subiera y el otro descendiera a cada paso. Estaba oscuro. El cielo
nocturno se hallaba cuajado de estrellas y la luz de la luna le iluminaba el rostro. El
sonido de las olas que chapoteaban contra los costados del casco del barco le resultaba
extrañamente relajante. El viento fresco le acariciaba la piel. Por la noche se sentía
más fuerte, sufría menos del mal de mar. Se sentía más capaz de cojear de un lado a
otro, menos cohibido por su enfermedad porque la mayor parte de la tripulación
estaba durmiendo, salvo la guardia nocturna y el oficial al mando.
Había tenido sueños oscuros, inquietantes, poblados por imágenes de muros que
se cerraban sobre él, y de demonios de cuatro brazos que cazaban a elfos inocentes a

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los que desollaban vivos mientras ellos gritaban de lo que podría haber sido dolor o
éxtasis, o una combinación de ambas cosas. En cualquier caso, la imagen era lo
bastante perturbadora como para hacer que quisiera salir del pequeño camarote y
subir a la cubierta a respirar aire fresco.
Oyó un chapoteo y un golpe sordo, y vio que algo plateado se retorcía sobre la
cubierta enfrente de él. Al principio se sobresaltó y se asustó un poco, pero luego vio
que se trataba de un pez volador. Había saltado fuera del agua y sufría espasmos sobre
la cubierta, como si se ahogara con el aire. Experimentó una punzada de compasión.
Sabía qué debía de estar sintiendo. Recogió el pez sin hacer caso de la sensación de
viscosidad, se acercó cojeando a la barandilla y lo dejó caer por la borda de vuelta al
océano.
Contempló las negras aguas y vio la luna reflejada en ellas. Vio su propio reflejo
como una sombra, un contorno roto sobre las olas. Esto hizo que pareciera aún más
contrahecho de lo habitual.
Oyó que alguien se movía detrás de él y, al volverse, vio a la muchacha que
siempre estaba siguiendo a Tyrion por todas partes. Le sonrió. Ella lo miró de un
modo extraño durante un instante y él pensó que iba a hablar, pero en vez de eso la
joven se marchó, evitando mirarlo a los ojos, y se adentró en la noche.
Él también se dio la vuelta para que no se le notara que se sentía herido. Obligó a
sus rasgos a adoptar una expresión de fría compostura y se dijo que de todos modos
no le importaba. Entre los elfos, era duro ser feo y tullido. No les gustaba contemplar
cosas que fueran menos hermosas y menos perfectas que ellos mismos. En la mansión
de su padre, donde sólo vivían su propia familia y Thornberry, había estado protegido
de todo esto, pero ahora empezaba a darse cuenta de lo aislada que iba a ser su vida
con los que supuestamente eran su propia gente. Por un momento, se preguntó si ése
era el motivo por el que su padre se había retirado a aquel remoto lugar.
Tyrion iba a tenerlo más fácil a partir de ese momento. Era guapo incluso entre
los elfos, y de carácter afable, despreocupado y encantador. Su disposición risueña
siempre le haría ganar amigos y admiradores.
«¿Qué va a ser de nosotros? —le preguntó a la Diosa Luna—. ¿Qué va a ser de
mí?». No hubo respuesta. Las olas continuaban pasando. El mar estaba vacío, un vasto
espejo oscuro del cielo.
Pasó un largo rato antes de que se durmiera y, una vez más, sus sueños fueron
oscuros.

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OCHO

El viento arreció, agitando el cabello de Tyrion con sus dedos invisibles y haciendo
crujir las velas al agitarlas. El mar estaba más picado que antes, y una espuma blanca
coronaba las olas que se hacían cada vez más grandes. El barco ascendía y descendía
cada vez más al atravesarlas. Procedentes del este, unas nubes purpúreas corrían por
el cielo, cubriendo el sol e impulsando el barco a una velocidad sorprendente.
Tyrion observaba con interés. Los marineros reaccionaban con perfecta disciplina,
atando cosas, asegurándose de que todo estuviera en su sitio. En la bodega, uno de los
caballos relinchó de miedo al percibir algo en el aire. El resto de los corceles se
pusieron nerviosos. Tyrion oía cómo se movían con intranquilidad.
Uno a uno, los soldados bajaron a la bodega para susurrarles suavemente a sus
animales con el fin de calmarlos.
Poco a poco, Tyrion se dio cuenta de que tenía que haber realmente algo por lo
que sentirse inquieto. El viento soplaba cada vez con más fuerza. Las gaviotas que
había posadas en los mástiles empezaron a levantar el vuelo. El Águila de Lothern viró
ligeramente para cambiar de rumbo y dirigirse hacia la costa. Tyrion no era marinero,
pero se preguntó si aquella maniobra sería prudente. La tormenta podría estrellarlos
contra las rocas, hacerlos encallar, destrozar el barco.
—¿Qué sucede? —le preguntó a Korhien.
El León Blanco se encontraba de pie cerca de él, en la proa del barco, observando
las veloces nubes. Se volvió a mirar a Tyrion y se desperezó de manera ostentosa,
como un elfo que no tuviese la más mínima preocupación en el mundo. Parecía estar
pensando en simular un bostezo.
—Se avecina una gran tormenta. La capitana está buscando un refugio seguro,
aunque dudo que vaya a encontrarlo en esta zona de la costa.
—¿Es prudente hacer eso? ¿No podríamos encallar?
—Sé tanto como tú. Sólo te repito lo que me ha dicho Malene. Creo que es debido

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a que vosotros dos estáis a bordo. Normalmente navegarían ante la tormenta, pero no
quieren correr riesgos cuando llevan a bordo a miembros del linaje de Aenarion.
A Tyrion no le quedó claro si Korhien quería decir que no iban a correr ningún
riesgo porque valoraban su vida y la de su hermano, o porque tenían miedo de la
Maldición. Tal vez había un poco de ambas cosas.
—¿Qué debemos hacer? —preguntó Tyrion.
Korhien rió.
—No hay gran cosa que podamos hacer, portero. Ninguno de nosotros es
marinero. Podemos rezar una plegaria a los dioses del mar y confiar en que la
capitana sepa lo que está haciendo.
Tyrion sonrió.
—No pareces muy preocupado, portero.
—Yo quería encontrar la aventura. Da la impresión de que la aventura me ha
encontrado a mí.
—Tienes una buena actitud. Esperemos que tu primera aventura no sea la última.
—Voy a bajar a ver cómo está mi hermano —dijo Tyrion.

* * *
—Me parece que será mejor que cierre la ventana —dijo Tyrion.
Las enormes olas se estrellaban ya contra los costados del barco y el suelo estaba
encharcado de agua. Era muy consciente del sonoro roce del mar contra el casco.
—Creo que descubrirás que los marineros lo llaman «ojo de buey» —puntualizó
Teclis—. Pueden volverse muy desdeñosos si lo llamas «ventana». —Imitaba el tono
con el que antes Tyrion le había explicado la labor de los marineros con
extraordinaria precisión. Era un don que tenía.
—Ventanas, ojos de buey, grandes cosas redondas con cristales también
redondos… como quiera que las llamen, será mejor que la cierre. —Tyrion se puso a
forcejear con las asas. El agua las había vuelto resbaladizas y el mayor movimiento del
barco estaba dificultando la colocación del ojo de buey en su sitio. Al fin lo consiguió.
Al volverse, vio que Karaya estaba de pie en la puerta.
—Acaban de mandarme aquí abajo para que me asegure de que el ojo de buey
estuviera cerrado —dijo—. Me alegro de que te hayas ocupado del asunto.
Tyrion asintió con la cabeza, y ella se marchó corriendo escalera arriba. Teclis
estaba tumbado en la litera, con el rostro crispado, y Tyrion se dio cuenta de que
estaba haciendo todo lo posible por no gemir.
—Escúpelo —dijo—. Sé que quieres hacerlo.

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—Sospecho que los dioses han encontrado una nueva manera de torturarme. Esto
es peor que el mal de mar… lo cual es toda una proeza.
—No estás ni remotamente verde. Y no estás vomitando.
—Eso es debido a que tengo demasiado miedo como para hacerlo.
—¿De verdad?
—No todos somos tan estúpidos como para no sentir el más mínimo miedo.
—¿Tienes miedo?
—Estoy aterrado.
Tyrion se preguntó por qué casi nunca percibía las emociones de su hermano
cuando lo tenía lo bastante cerca como para verlo. ¿Acaso era porque entonces no
había ninguna necesidad de sentirlas?
—¿De qué tienes miedo, hermano? ¿De mojarte?
—¿Por dónde empiezo? ¿Hundimiento? ¿Que nos caiga encima un rayo? ¿Que
encallemos? ¿Que seamos atacados por un enloquecido monstruo marino?
—¿Por qué no todo a la vez?
—¿Por qué tengo la sensación de que no te estás tomando mi angustia del todo en
serio?
—Estamos a salvo, hermano. La tripulación ha pasado por este tipo de tormentas
un millar de veces. El barco fue construido para soportar estas cosas.
—Aun así, los barcos se hunden, hermano, a pesar de las mejores intenciones de
quienes los construyen. Las tripulaciones cometen errores. Los monstruos tienen
hambre.
Tyrion se encogió de hombros.
—No hay nada que yo pueda hacer para impedir ninguna de esas cosas.
—Tú sabes nadar.
Tyrion tuvo ganas de decirle que, dadas las circunstancias en que se hallaban, eso
no serviría de mucho. Dudaba que nada pudiera sobrevivir en un mar como aquél si
se hundía el barco. Pero decir eso no mejoraría el estado anímico de su hermano.
—No te preocupes si se hunde el barco, porque yo te salvaré.
—¿Cómo? Los dos estaremos atrapados en este camarote. El barco será un ataúd
para ambos.
En ese momento, Tyrion sintió el miedo de Teclis. Estaba haciéndose tan intenso
que su propio corazón empezó a latir con fuerza. Se sentía un poco incómodo.
Normalmente, nada le daba mucho miedo. No formaba parte de su naturaleza
permitir que el miedo lo dominara. En realidad, él nunca había experimentado nada
parecido a los terrores sobre los que había leído en los libros, salvo por algún eco de
los miedos de Teclis.
—¿Te sentirías mejor en la cubierta?
—Me parece que sí.

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—Tal vez allí sería más fácil que el mar nos arrastrara.
—Podríamos encordarnos a la barandilla, como se supone que hacen los
auténticos marineros.
—¿Estás seguro?
—Prefiero estar ahí arriba que atrapados aquí abajo.
Tyrion lo entendía. Pasar los últimos momentos de la vida viendo como un
pequeño camarote se llenaba de agua no sería una buena manera de abandonar ese
mundo.
Tyrion ayudó a su hermano a subir por la escalera. No estaba muy seguro de que
aquello hubiera sido una buena idea. Confiaba en que sus propios pies serían lo
bastante firmes como para no ser arrastrado fuera del barco. Pero no lo tenía tan claro
en lo relativo a su gemelo. Teclis apenas era capaz de caminar en sus mejores
momentos.
Aun así, daba la impresión de que la decisión ya estaba tomada.

* * *
La lluvia azotaba la cubierta, gotas enormes que golpeaban la madera y rebotaban con
un parpadeo que a Tyrion le hacía pensar en rayos en miniatura. La blanca espuma
del mar saltaba por encima de la proa del Águila de Lothern y volvía aún más
resbaladiza la cubierta.
Dejó a Teclis cerca de la cubierta de popa y fue en busca de cuerdas. Los
marineros parecían tensos y dispuestos para la acción, como soldados que se
prepararan antes de una batalla. Con la diferencia de que, en ese momento, los
enemigos eran el mar y la tormenta. Los oficiales vociferaban instrucciones de última
hora. En las bodegas, los caballos relinchaban de pánico, y Tyrion comprendió,
entonces, lo cruel que tenía que ser para ellos esa prueba. ¡Qué antinatural era que
unos seres criados para correr por llanuras interminables estuvieran encerrados
dentro de una bamboleante caja de madera a la que azotaban por todas partes las olas
del mar!
El barco subía y bajaba al remontar las largas olas. Él se tambaleaba para tratar de
mantener el equilibrio mientras avanzaba. Le sorprendió ver a la dama Malene salir a
cubierta y pedir permiso para reunirse con la capitana en la cubierta de popa. Se
sorprendió aún más cuando la oficial les hizo un gesto a él y a Teclis para que fueran a
reunirse con ellas. Malene asintió con la cabeza para reforzar el mensaje y los gemelos
se acercaron. El viento había arreciado ya hasta tal punto que se oía un rugido sordo.
Las olas se estrellaban contra el barco. Las cubiertas crujían. Las velas retronaban y

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restallaban.
—Si vais a permanecer en cubierta, ataos a algo —dijo la dama Malene. Entonces
vio que ella ya estaba atada a la barandilla—. Sobre todo tú, Teclis. No queremos que
te caigas por la borda y perderte.
Ató a su hermano a una barandilla, asegurándose de que los nudos estuvieran
bien apretados y hechos como les había observado hacer a los marineros, y luego
atravesó la cubierta con paso tan seguro como un gran gato.
Nadie parecía querer interrogarlos sobre por qué no se habían quedado bajo
cubierta. A nadie le molestaba que estuvieran en la cubierta de popa, el espacio
sagrado reservado a los oficiales y magos. Daba la impresión de que, al menos a bordo
de ese barco, eran considerados figuras de cierta importancia.
Los rayos destellaban a lo lejos, y el malhumorado retumbar del trueno los seguía
de cerca. En alguna parte de la bodega, un caballo relinchó de terror e intentó salir a
coces del establo. Un jinete gritó palabras que pretendían ser tranquilizadoras, pero
que en realidad denotaban pánico.
De pronto, la lluvia se intensificó. En cuestión de pocos segundos, Tyrion se
encontró calado hasta los huesos, viéndolo todo como a través de una densa niebla
gris. El barco se escoró hacia la derecha al entrar en una ola en el ángulo equivocado.
El bamboleo resultó inquietante, como si algún gran monstruo hubiera subido desde
el fondo del mar, por debajo del barco, y estuviese intentando volcarlo. No era una
imagen que le gustara tener en la cabeza.
La capitana le gritó algo al timonel, que hizo girar la gran rueda que guiaba la
nave. En respuesta a las instrucciones vociferadas, los marineros de la arboladura
hicieron algo con las velas, aunque Tyrion no sabía muy bien qué. La nave se
enderezó. La proa ascendió como la cabeza de un caballo que corcoveara. Tyrion
sintió que comenzaba deslizarse hacia atrás por la cubierta. Se volvió a mirar para
asegurarse de que Teclis continuaba bien atado. Su gemelo se hallaba de pie junto a la
barandilla, a la que se aferraba como si fuera lo único que se interpusiera entre él y la
muerte por ahogo, aunque a pesar de eso tenía la mirada fija en la dama Malene.
Tyrion siguió la dirección de los ojos de su hermano, y entendió por qué. En
torno a la hechicera ondulaba un aura de poder, un nimbo visible incluso para
Tyrion. Éste no sabía muy bien qué podría hacer ella contra la furia desatada de la
tormenta, pero percibió que un poder enorme se acumulaba en el interior de la maga.
La lluvia le azotaba el rostro, y lágrimas saladas le provocaban escozor en los ojos.
Resultaba difícil saber dónde acababa la lluvia y empezaba la espuma del mar. Costaba
recordar que apenas unos minutos antes las aguas habían parecido relativamente
calmadas y que se podía ver hasta el horizonte.
La tablazón del barco crujía y rechinaba, y entonces se dio cuenta de que algo, en
alguna parte, estaba sometiendo el casco a una enorme tensión. El viento y las olas

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rugían como demonios enfurecidos.
Lo peor del caso era que él no tenía ni la más remota idea de qué probabilidades
había de que las cosas salieran mal. Le parecía perfectamente posible que el barco se
partiera en dos en cualquier momento, o que la fuerza de las olas anegara el barco,
llenara la bodega de agua y lo enviara al fondo como si se tratara de una pesada
piedra.
Miró a la capitana y a la dama Malene, y luego al resto de los oficiales. Parecían
tensos, pero no preocupados, y decidió que sería mejor dejarse orientar por ellos.
Una parte de Tyrion se daba cuenta de que se encontraban en la misma posición
que él. Incluso en el caso de que supieran que el barco iba a partirse, no les serviría de
nada dejarse dominar por el pánico. Ayudaba el hecho de que conservaran la calma.
El aire de autoridad que irradiaban influía en la tripulación, que se empeñaba en sus
tareas con entusiasmo. Si los oficiales se mostrasen asustados, la tripulación también
podría dejarse vencer por el pánico, y en medio de ese pánico, el barco podría
abocarse a la perdición.
A Tyrion no se le escapó la lección práctica sobre los deberes del mando que
estaba recibiendo. La archivó en la memoria para futura referencia, y se juró que
recordaría el comportamiento de la capitana y de la maga si alguna vez se encontraba
en una situación similar.
Un rayo cayó al mar, ante ellos, tan brillante que resultó cegador. Alguien, en
alguna parte, gritó, y Tyrion se preguntó si el rayo habría tocado la nave. Un instante
más tarde rugió el trueno en lo alto como un dios colérico. Una tremenda ráfaga de
viento y una ola gigantesca golpearon el barco a la vez. El agua saltó sobre la cubierta
y avanzó hacia Tyrion como una muralla en movimiento.

* * *
A pesar del embravecido mar, a pesar de la cubierta bamboleante, a pesar de los
destellos de los rayos y de los rugidos de los truenos, sólo una cosa retenía la atención
de Teclis: la dama Malene. Ella había empezado a hacer magia casi al mismo tiempo
que había comenzado la tormenta, urdiendo los hechizos de una manera tan sutil que
la mayoría de los elfos no habrían llegado a detectarla, pero que era obvia para Teclis,
que poseía aquella peculiar sensibilidad para los flujos de energía.
La observaba fascinado. Nunca antes había visto a nadie hacer magia de esa
manera. Su padre era hechicero, sin duda, pero su arte era la lenta y sutil reunión de
runas y flujos de poder cuyo fin era fabricar y moldear cosas. Sólo en muy raras
ocasiones había visto a su padre hacer algo que no estuviese relacionado con la

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armadura de Aenarion, y por lo general habían sido cosas triviales y pequeñas, como
encender un fuego.
Lo que estaba contemplando en ese momento era algo de una naturaleza
totalmente distinta. No sabía con seguridad qué iba a hacer la dama Malene, pero
tenía la certeza de que sería algo mucho más grandioso que cualquier cosa que le
hubiese visto hacer al príncipe Arathion.
Malene invocó a cada vez más vientos de la magia para atraerlos hacia sí. Extraía
poder del propio aire que la rodeaba y lo moldeaba con suaves y pequeños
movimientos de las manos y el cuerpo.
Teclis la observaba, y entendía instintivamente lo que estaba sucediendo. Sintió la
tentación de imitarla de la misma manera que un niño imita los actos de un
progenitor, pero entendía lo que estaba sucediendo lo bastante bien como para saber
que cualquier interferencia por su parte podría resultar desastrosa. Así pues, en lugar
de hacer eso, se obligó a observar y memorizar, con la esperanza de que en algún
momento del futuro tuviera la posibilidad de recrear lo que ella estaba haciendo.
Al intensificarse la tormenta, la dama Malene urdió sus hechizos. Teclis se acercó
tanto como se lo permitían las cuerdas que lo ataban a la barandilla para poder oír por
encima del aullido del viento lo que ella estaba diciendo. Había magia en las palabras
y en su voz. Estaban cargadas de poder, y los sentidos sensibles a la magia de Teclis
captaron lo que estaba diciendo de un modo que no habría podido percibir sólo con
el oído en caso de que ella no hubiese hecho nada más que pronunciar palabras.
Vio la relación que existía entre las palabras que ella pronunciaba, los gestos que
hacía y el flujo de los vientos de la magia. Ella era el centro inmóvil y estaba haciendo
algo para manipular las fuerzas que la rodeaban. Algo de su mente y de su espíritu
anclaba toda la estructura de hechizos que estaba creando.
Entonces, Malene gesticuló como si arrojara una red al mar, y el tejido de poder,
complejo y apretado, salió volando de sus manos.
Rodeó por completo al Águila de Lothern, reforzando la tablazón y enderezándola
a pesar de la tormenta, ayudándola a hender las aguas. El barco, que había estado
escorado a causa del viento, se enderezó. La tablazón crujió pero resistió. Teclis sintió
que, de alguna manera, la dama Malene se comunicaba con la nave. El barco estaba
tan unido a ella como ella al barco.
Una enorme muralla de agua pasó por encima de la proa y corrió hacia ellos.
Teclis vio que Tyrion se preparaba para el impacto. La dama Malene hizo un gesto y
las aguas se dividieron ante ella y escaparon por encima de la cubierta de popa,
dejando a Tyrion un poco desconcertado por el hecho de que sólo lo rociara la
espuma del mar.
En cuanto la dama Malene acabó de urdir ese hechizo, comenzó con otro,
invocando vórtices con consciencia, formando elementales con el viento, para luego

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calmar la cólera de éstos y dirigirlos por el barco como si fueran una segunda
tripulación. Las velas se hincharon pero no se rasgaron, ni se soltaron, ni tumbaron el
barco. Algunos de los elementales corrían por delante de la nave, protegiéndola de los
golpes más fuertes de la tormenta; otros recogían la furia del viento y la dominaban
para hacer que el barco corriera como una nube por encima del colérico mar.
Teclis ya no tenía miedo. Ya no le preocupaba que el barco pudiera hundirse.
Entendía que Malene era dueña absoluta de la situación y que, mientras continuara
siéndolo, el Águila de Lothern estaría a salvo.
Allí había algo que él entendía y podía hacer. Aquella mujer era capaz de
enseñárselo. La casualidad o el destino, comoquiera que cualquiera quisiera llamarlo,
la había puesto en su camino, y estaba decidido a aprovechar al máximo la
oportunidad. Fascinado, la observó durante largas horas, mientras ella, tanto como la
capitana y la tripulación, hacía que el barco superara la peor de las tempestades.
La tormenta pasó de un modo tan súbito como había caído sobre ellos, y el mar se
fue calmando mientras ésta se alejaba hacia el interior de la isla, en dirección a las
montañas, donde podía continuar causando estragos. La nave navegó siguiendo su
rumbo, avanzando hacia su meta; los charcos de agua acumulados sobre la cubierta
constituían el único vestigio que delataba que había estado atrapada en el abrazo de la
tempestad.
La dama Malene tenía un aspecto un poco cansado, pero también triunfante. Tal
vez lo más extraño y, desde luego, lo que más impresionó a Teclis en ese momento fue
que, aunque todas las personas que la rodeaban estaban empapadas, ella estaba
completamente seca. Ni el mar ni la tormenta parecían haberla tocado.
—Ésa ha sido la peor tempestad que he visto en mucho, mucho tiempo —dijo la
capitana Joyelle.
—Sí —replicó Malene—. Y había magia oscura en ella. Temo que vaya a servir
para algún siniestro propósito antes de desaparecer.
La capitana asintió con la cabeza y guardó silencio, reacia a seguir hablando del
asunto.
La dama Malene se volvió para posar sobre Teclis una mirada de complicidad.
—Tú también has visto todo eso, ¿verdad?
Él asintió con la cabeza.
—Ha sido muy impresionante. —Esas palabras constituían una infravaloración,
pero fueron las únicas que se le ocurrieron—. Había leído sobre cosas parecidas, pero
nunca había pensado que las presenciaría y en directo.
—Presenciarás cosas mucho más impresionantes antes de acabar tu formación, a
menos que me equivoque mucho —replicó ella—. Y también las harás tú.
—Eso espero —dijo él.
Malene le sonrió otra vez, para luego bajar de la cubierta de popa y descender por

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la escalera que conducía bajo cubierta. La expresión de la capitana le dio a entender
que, ahora que ella se había marchado, él y Tyrion tampoco eran bienvenidos en la
cubierta de mando. La verdad era que no le importaba. Él también se marchó bajo
cubierta, y por primera vez en mucho tiempo no se sintió mareado.

* * *
La tormenta llegó desde el este. A su paso derribó árboles, arrancó tejados y agitó los
mares de los alrededores de Ulthuan hasta levantar olas enormes. Unos vientos
descomunales empujaron ante sí brutales nubarrones negros de tormenta. Cayeron
salvajes lluvias que parecían intentar ahogar al mundo.
La tormenta rugió entre las montañas de Ulthuan, pasando por encima de una
piedra tallada tan antigua que se estaba desmenuzando. La runas que había en la
superficie de la piedra, a pesar de las protecciones mágicas, habían sido casi borradas
por la erosión de los elementos a lo largo de los milenios.
Un rayo, como arrojado por la mano de un dios malvado, descendió y golpeó el
añejo monolito élfico. Saltaron chispas, y el olor a ozono y a algo más inundó el aire.
Rugió el trueno y se extinguió, y por un momento reinó un silencio inquietante.
Luego pareció que el gruñido del trueno obtenía una respuesta procedente de las
profundidades de la Tierra.
La cumbre de la montaña se estremeció. La piedra antigua osciló y se fue al suelo.
Al caer, se deshicieron hechizos antiguos, y de la cumbre de la montaña salieron
disparadas cosas, cosas con alas que levantaron el vuelo hacia la noche tormentosa,
riendo con socarronería.
Un momento después surgió una pinza enorme, luego un brazo seguido por una
bestial cabeza deforme y, finalmente, un monstruoso cuerpo andrógino. Con dos
brazos adicionales, el ser se impulsó para levantarse del suelo.
N’Kari miró hacia abajo desde la cumbre de la montaña durante largo rato.
Respiró aire como no lo había hecho en seis mil años. Recorrió con la mirada las
laderas de la gran montaña iluminada por el infernal destello de los rayos. En lo alto,
seres alados planeaban y reían en los vientos tormentosos. Alzó un puño cerrado en
un gesto de triunfo y desafío.
Al escapar del interior del Vórtice, lo abrumó el conocimiento absoluto de qué y
quién era y había sido. Dentro del Vórtice había sido un pálido ser fantasmal, con la
mente embotada y recuerdos difusos, pasiones imprecisas y deseos débiles y
apagados. Una vez recobrada la forma física, sus emociones eran más fuertes, como si
necesitaran glándulas, corazones, sangre, huesos y órganos para tener plena potencia.

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Recordó una enorme cantidad de cosas que había olvidado y sintió, una vez más,
las titánicas pasiones gigantescas que eran su derecho de nacimiento.
Sonrió, enseñando los colmillos, y entonces, con la fuerza de su voluntad, mutó su
forma para parecerse más a un elfo, aunque un elfo con cuernos y colmillos, cuyas
largas uñas eran garras, y cuyos ojos brillaban como fuego sangriento.
En aquel mundo, su voluntad se veía restringida por necias reglas, y la magia que
hacía tendría que ajustarse a ellas. Que así fuera. Era consciente por instinto de lo que
era necesario. Podía sentir las restricciones que lo limitaban del mismo modo que un
hombre sentiría las paredes que lo rodeaban o cómo la fuerza de la gravedad tiraba de
su cuerpo hacia el suelo. Necesitó apenas unos instantes para averiguar qué era
necesario, y entonces trazó un círculo en el suelo con una garra.
«Ahora —pensó—, me vengaré». Había llegado el momento de localizar a su
presa. Extendió la mente al exterior y formó una visión de Aenarion de como había
sido cuando gozaba de pleno poder.
Podía rememorar hasta el más mínimo detalle de su enemigo y recordarlo en una
escala inimaginable para las débiles mentes de los mortales. Recordaba la forma
exacta del espíritu de Aenarion y los marcadores genéticos que habían fluido por su
sangre y que fluirían por la sangre de aquellos que descendían de él.
Mientras los rayos hacían estallar el suelo su alrededor, él se pinchó una mano con
una garra. Manó una gota de su sangre mágica. Sacudió la mano para lanzarla al aire y
la encendió con una palabra. Se convirtió en una mota de energía, un pulso de magia
que podía modelar a voluntad.
Imprimió en ella la runa genética que recordaba, y luego invocó más energía
mágica. Al hacerlo, la mota original se dividió y replicó como una ameba, una vez, y
otra, y otra más, al fluir más poder a su interior. Pronto, N’Kari estaba rodeado de
nubes de diminutas motas de luz que pululaban a su alrededor como luciérnagas. Con
otro gesto hizo que se marcharan a toda velocidad en busca de aquellos a los que él
quería encontrar.
Las motas atravesaron volando Ulthuan a la velocidad de los rayos del sol, en
busca de los pocos que quedaran en posesión de las marcas que buscaba N’Kari.
Destellaron en torno a ellos sin que las vieran y luego volvieron a toda velocidad
recorriendo vastas distancias para reunirse con su señor.
Al volver, comenzaron a dar vueltas una vez más en torno a él, cada una
portadora de una imagen del ser que había encontrado. En la mente del gran demonio
danzaron visiones de rostros y lugares. Vio jóvenes mujeres casaderas, hechiceros en
sus laboratorios, príncipes en sus palacios y un par de gemelos que eran apenas más
que niños y viajaban a bordo de un barco. Todos ellos llevaban la inconfundible
huella de la sangre de Aenarion.
Ahora N’Kari ya conocía la localización de sus presas, y sus diminutas mascotas,

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capaces de seguir un invisible rastro mágico, siempre serían capaces de volver a
encontrarlas.
Sonrió para sus adentros, dejando a la vista unos colmillos muy afilados. Uno de
los que estaba buscando moraba no muy lejos de donde él se encontraba en ese
momento. No tardaría mucho en comenzar su venganza. En el tiempo en que duraba
una luna, juró, habría borrado todo el linaje de Aenarion de la faz de Ulthuan. Haría
que este mundo pagara por todos los largos milenios de su encarcelamiento. Rugió de
éxtasis al pensar en eso.
Empezó a trabajar en otro hechizo, uno que alcanzaría a todos aquellos cuyos
sueños había tocado y que eran vulnerables a su influencia. Atraería hacia él a todos
los que necesitaba, y a su vez le permitiría percibir la presencia de ellos.
Iba a necesitar seguidores, un ejército de adeptos, si quería alcanzar su meta, y
necesitaría también otras cosas, como demonios que lo siguieran y mataran a sus
enemigos cuando él lo ordenara.
Iba a necesitar adoración para nutrirse, y almas para alimentarse.
Su potente bramido resonó a lo largo de decenas de leguas, y quienes oyeron su
voz por encima del restallar del trueno se estremecieron.

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NUEVE

Lothern,
año décimo del reinado de Finubar

Al principio fue un día como cualquier otro. Siguieron el litoral de Ulthuan, que se
volvía cada vez más escarpado. La brisa era fuerte, el clima más cálido que aquél al
que Tyrion estaba habituado. Había ido sintiendo cada vez más calor a medida que
descendían hacia el sur.
En las montañas de Cothique aún era invierno, pero allí, en el sur, parecía que
había llegado la primavera. Tyrion se encontraba sentado sobre la más alta de las
crucetas del barco, observando como el sol se alzaba en el horizonte y el día se hacía
aún más caluroso. El mar y el cielo eran casi del mismo tono de azul. En la distancia
veía cada vez más barcos que convergían desde todos los puntos del horizonte, todos
ellos en dirección a una misma meta.
Había poderosos buques de guerra élficos, así como clíperes de carga, mayores,
más lentos, pero aun así elegantes. Había embarcaciones de aspecto desgarbado que
supuso que tenían que pertenecer a los humanos. Había desde pequeñas barcas de
pesca a grandes galeones, además de naves marítimas de todos los tamaños
intermedios. Se sintió como si el Águila de Lothern se convirtiera en parte de una gran
multitud de peregrinos que se dirigieran hacia el mismo lugar sagrado. Había
mantenido los ojos abiertos por si veía piratas, pero aquello le interesó en igual
medida. Jamás habría imaginado que había tantos barcos en el mundo. Sólo las naves
que podía ver y contar llevaban, probablemente, tanta gente entre todas como la
población de una ciudad de Cothique.
No pasó mucho tiempo antes de que avistara lo que estaba esperando. En el
horizonte, elevándose como los mástiles de un barco que apareciera a la vista, captó
primero la visión de una enorme torre, y luego de otra. Eran altas y esbeltas,

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rematadas por alargados minaretes y torneadas agujas. En su extremo flameaban
banderas. Volvió los ojos hacia la cofa. Allí estaba Karaya, la hermosa muchacha que
había visto muchas veces antes. No había tenido oportunidad de hablar con ella desde
la tormenta.
—¿Lothern? —preguntó.
—Tienes muy buena vista —dijo Karaya después de bajar el catalejo—. Sí, ésas son
las torres de Lothern. Pasaremos a través de la puerta del mar al anochecer… vientos,
clima y favor de los dioses mediante.
Tyrion le dedicó una amplia sonrisa.
—La última vez que estuve aquí fue de pequeño. No recuerdo mucho de la ciudad.
—Me sorprende que pudieras olvidarla —dijo ella con una sonrisa traviesa—.
Lothern es la ciudad portuaria más grande del mundo, y también la mayor ciudad de
los elfos. Y no estoy diciendo eso sólo porque sea mi ciudad de origen. He visto
muchas ciudades, aquí y en lo que los humanos llaman el Viejo Mundo, y también en
Naggaroth, aunque sólo fui allí para quemarlas.
—¿Has visto la tierra del Rey Brujo? —preguntó Tyrion, que envidiaba todas esas
experiencias. Se levantó, avanzó por la cruceta hasta llegar a la cofa y saltó dentro para
reunirse con ella. Sus cuerpos se encontraban muy cerca el uno del otro. Ella no puso
objeciones—. ¿Cómo era?
—Fría, inhóspita, violenta y llena de gente ala que no le gustábamos mucho. Su
hospitalidad era execrable y no nos quedamos mucho tiempo.
Tyrion rió.
—Eso había oído decir.
—Es totalmente cierto. Nosotros les ofreceríamos a Malekith y su gente una
bienvenida más calurosa si decidieran venir a visitarnos.
—No creo que eso sea muy probable.
—Yo tampoco. Su territorio estaba vacío. Se veían pocos elfos oscuros por ahí.
Creo que los druchii están extinguiéndose con más rapidez que nuestro propio
pueblo.
—He oído decir que Lothern es una ciudad muy animada.
—Sí que lo es —confirmó ella con cierta tristeza en su voz—. Pero ni siquiera
Lothern es tan populosa como solía serlo y es, con mucho, la ciudad más populosa del
territorio de los elfos.
—Estoy deseando verla.
—Allí se te acogerá bien. —Extendió la mano para tocarle un brazo. Fue como si
entre ellos pasara una repentina corriente eléctrica—. Con independencia de cuáles
sean los asuntos que te llevan allí.
—Voy a ser presentado ante el Rey Fénix. —Se inclinó hacia delante para acercar
su cabeza a la de ella. Sus respiraciones parecieron mezclarse en el aire que mediaba

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entre ambos.
—En ese caso, nada tienes que temer. Nunca ha habido un gobernante más justo
ni más generoso que Finubar. Es de Lothern, ¿sabes? El primer Rey Fénix oriundo de
nuestra ciudad y de nuestro territorio. Es un indicio de los tiempos en los que
vivimos.
—¿Cómo es eso? —La miró directamente a los ojos.
—Tienes los ojos más extraños que visto —dijo ella—. Están jaspeados de dorado,
el color del sol.
—Y tú tienes unos ojos muy adorables —respondió él—. Son como el mar.
Ella se echó un poco para atrás, como si de pronto se diera cuenta de lo cerca que
estaban el uno del otro.
—Me has preguntado por los tiempos en que vivimos.
—Así es —dijo él, sabedor de que retrasar la gratificación formaba parte del juego.
—Nuestro territorio crece en poder, riqueza e influencia en proporción con el
crecimiento de nuestro comercio con los humanos. No me cabe la más mínima duda
de que es la ciudad más rica de Ulthuan.
—La riqueza, sin duda, no lo es todo —dijo Tyrion. Es lo que habría dicho su
padre, y él estaba de acuerdo.
—No —reconoció la marinera—. Pero es muy importante. Hace falta una
montaña de dinero para costear nuestra flota, construir nuestros barcos y equipar a
nuestro ejército. No es algo que deba despreciarse.
Se había puesto casi a la defensiva, y Tyrion supuso el porqué. Los elfos de
Lothern a menudo eran menospreciados por los habitantes de otras tierras élficas.
Con frecuencia eran considerados mercaderes avariciosos, pero no orgullosos
guerreros ni nobles hechiceros. No obstante, ése no parecía un buen momento para
mencionar el asunto.
—Hace falta una montaña de dinero para librar una guerra —dijo Tyrion—.
Caledor el Conquistador lo dijo, y él fue uno de los generales más importantes que
jamás hayan existido.
—Y tenía razón. Aunque también hacen falta espadas y hechizos.
—Yo voy a ser guerrero —dijo Tyrion.
—Eso no lo dudo. Tienes aspecto de guerrero —contestó ella—. Por lo menos
llegarás a ser un León Blanco, si el maestro Korhien se sale con la suya. Está muy
orgulloso de ti.
Tyrion rió. Se sentía complacido y halagado por lo que ella le decía.
—Sería un gran honor.
—Lo sería, pero si lo que quieres es batalla, deberías ingresar en la Guardia del
Mar de Lothern. Mi hermano está allí, y ha luchado en muchas refriegas.
—Me complacería unirme a cualquier compañía de guerreros —dijo Tyrion—. Es

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lo que siempre he querido hacer.
—Isha recompensa a los que persiguen sus sueños, o al menos eso he oído decir.
—Espero de verdad que así sea —respondió Tyrion. Se quedó mirando a lo lejos,
atentamente. Apenas podía esperar para llegar a la ciudad. En ese momento tenía la
sensación de que sólo necesitaba extender la mano y cualquier cosa que deseara caería
en ella.
Tendió las manos hacia Karaya y la atrajo hacia sí. Sus labios se rozaron. Se
quitaron la ropa con rapidez. Al cabo de poco, sus cuerpos desnudos se movían al
ritmo de los movimientos del mar, y las gaviotas no eran las únicas que gritaban.
—Mira eso —dijo Tyrion, que apenas lograba evitar que el asombro aflorara a su
voz.
A la izquierda, la titánica torre del faro de Lothern se erguía desde el mar. Ya
estaban encendidas sus luces, a pesar de que el sol acababa de empezar a hundirse en
el horizonte.
Ante ellos se hallaban las gigantescas puertas del mar de la ciudad, abiertas en ese
momento para permitir que los barcos las atravesaran en dirección al puerto del
interior. Eran descomunales, talladas en los enormes diques marítimos de la ciudad,
lo bastante amplias como para que un barco de altos mástiles pasara por ellas con
espacio de sobras.
—Pareces feliz —dijo Teclis—. Lo pareces desde que bajaste de la cofa.
—Yo siempre estoy feliz —dijo Tyrion.
—Entonces, digamos que pareces más feliz de lo habitual.
Tyrion no dudaba de que Teclis sabía lo que había sucedido entre él y la marinera.
A veces podía percibir ese tipo de cosas.
—Estoy feliz por ver Lothern —dijo Tyrion.
—Por supuesto —replicó Teclis con acritud—. Debe de ser por eso.
A su alrededor, los barcos se movían en majestuoso orden hacia la puerta. Había
barcos humanos a bordo de los cuales habían subido pilotos elfos para guiarlos través
de los canales correctos y hacer señales que impidieran que las poderosas máquinas
de guerra de los diques marítimos abrieran fuego contra ellos.
Había navíos comerciales élficos que regresaban de todos los puntos de Ulthuan y
más allá. Brillantes clíperes recién pintados que comerciaban a lo largo de la costa
avanzaban junto a naves de aspecto vapuleado que acababan de regresar de un largo
viaje al Viejo Mundo, Arabia, Catai y más lejos. Los barcos de Lothern comerciaban
con todas las zonas del planeta. No existía un solo mar al que no se aventuraran,
ningún territorio que tuvieran miedo de visitar.
Al salir del laberinto de canales que se extendía allende las puertas, Tyrion pudo
divisar el vasto puerto. Era lo bastante grande como para albergar todas las flotas de
todas las naciones del mundo. Aun sin contar con los diques marítimos, habría

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podido proporcionar a los barcos visitantes un refugio seguro y aguas profundas en
las que anclar. Los diques protegían el puerto de las tormentas más violentas, así
como de posibles invasores. En el centro del puerto, sobre un pedestal tan grande
como una isla pequeña, la gigantesca estatua de Aenarion resplandecía con la última
luz del ocaso.
Tyrion la miró como si la viera por primera vez. Era una figura titánica, cien veces
más alta que un elfo normal, tallada con tan brillante habilidad que parecía casi viva.
Contemplarla le resultó muy turbador.
Oyó que Teclis reprimía una exclamación al mirarla.

* * *
Al alzar la vista hacia la estatua del primer Rey Fénix, Teclis no pudo más que sentir
asombro. Era una obra de arte pasmosa. Había captado totalmente la grandiosidad de
Aenarion, así como su nobleza y su trágica soledad. El gigantesco guerrero de piedra
se apoyaba en una gran espada en torno a la cual parecían ondular llamas. Miraba a lo
lejos, la línea de su visión pasaba por encima de las cabezas de quienes lo observaban
como si se perdiera en la distancia y viera cosas más lejanas y elevadas que las que
pudiera percibir cualquier mortal.
—¿Piensas que de verdad tenía ese aspecto? —preguntó Tyrion, que parecía sentir
una curiosidad genuina.
—Dicen que la estatua fue hecha a partir de dibujos y pinturas rescatadas después
de su caída. Quienes lo conocieron aseguran que se ajusta a la realidad. Incluso
Morathi hizo hincapié en su parecido con el modelo natural, o al menos eso afirma el
historiador Aergeon.
—Yo no veo el supuesto parecido —dijo Tyrion. Parecía resentido de verdad.
Teclis tardó un momento en darse cuenta de qué estaba hablando su hermano.
Miró la estatua, luego a Tyrion, y volvió a mirar la estatua.
—Sí que te pareces a él —dijo Teclis al cabo—. Te pareces muchísimo.
—Yo no lo veo. —Tyrion negó vigorosamente con la cabeza.
—En ese caso, eres el único.
—Su mentón no se parece en nada al mío y sus orejas tienen una forma diferente.
Teclis rió.
—Ésas son mínimas diferencias.
—No lo son para mí. Esta tan claro como el agua.
—Tú tienes el gran privilegio de mirarte al espejo durante horas cada día, siendo
tan vanidoso como eres, por supuesto, así que puedes detectar pequeñas diferencias

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que tal vez resulten invisibles a los ojos de mortales inferiores o menos hermosos que
tú, como yo.
—No son pequeñas diferencias —dijo Tyrion, que parecía atribulado de verdad.
Teclis se preguntó qué lo inquietaba realmente. Desde luego, no podía ser algo tan
simple como el hecho de que hubiera un parecido físico entre él y el primer Rey
Fénix. Eso sería algo que complacería a la mayoría de los elfos; de hecho, debería
complacer a Tyrion. Era él quien siempre había soñado con ser un héroe legendario
como Aenarion.
Tal vez sí que era eso. Quizá se estaba enfrentando a la realidad de lo que
significaba estar tallado en piedra, en un tamaño cien veces superior al natural.
Aenarion no respondía a la imagen normal de un héroe. Tenía la frente fruncida
como si estuviera concentrado, y en sus ojos había una expresión angustiada que los
escultores, de algún modo, habían logrado captar. No tenía aspecto de ser
simplemente audaz, ni de gozar de una arrogante seguridad en si mismo, ni de ser
valiente sin más. Su aspecto era el de alguien que se siente solo y está un poco
perdido, cargado con el peso de una responsabilidad formidable.
Al contemplar aquel hermoso rostro orgulloso, las cosas se volvieron nítidas para
Teclis. Ante sí tenía a un elfo que había llevado una carga demasiado grande para
cualquier mortal, durante más tiempo del que nadie podía esperar que la soportara,
que se había enfrentado con demonios interiores y exteriores, que había continuado
adelante cuando todo parecía perdido y que, al final, había entregado su vida para
salvar el mundo y a su pueblo. Tal vez Tyrion se enfrentaba por primera vez, cara a
cara, con la realidad de lo que significaba ser un héroe, y se encontraba con que no era
del todo lo que él había esperado.
—¿Es ésa la Espada de Khaine? —preguntó Tyrion.
Ó tal vez Tyrion no estaba pensando en ninguna de esas cosas, reflexionó Teclis,
sarcástico. En ese momento parecía sentir simple curiosidad por la espada. Una
mirada a su hermano le bastó para ver que continuaba pensativo y que había
cambiado de tema con la intención de distraerse.
—No. Nunca se representa esa espada en ningún sitio —dijo Teclis—. Esa espada
es Colmillo Solar.
—¿La primera espada? ¿La que Caledor forjó para él en el Yunque de Vaul? ¿La
que ardía con fuego y podía disparar chorros de llamas como un dragón?
—La misma.
—¿Crees que es una representación que se ajusta a la realidad?
—También en su caso, los historiadores dicen que sí. Los elfos eran cuidadosos
con estas cosas en aquellos tiempos.
—¿Qué sucedió con ella?
—Nadie lo sabe. Dicen que Aenarion se la dio a Furion, uno de sus comandantes

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favoritos. Permaneció en su familia durante generaciones. Cuentan que Malekith la
codiciaba y que conspiró en muchas ocasiones para conseguirla. Dicen que Nathanis,
el último del linaje de Furion, se la llevó en su barco, el Viento Lejano, y que nunca se
la volvió a ver porque el barco no regresó jamás. Creen que se perdió en alguna parte
de las costas del Viejo Mundo, pero no se encontró ningún resto que lo confirmara.
—¿Piensas que la espada todavía existe?
—Podría ser.
—Fue forjada por Caledor. Sin duda, los hechizos que él urdió en ella perdurarán
tanto como el Vórtice, como mínimo.
—Podría estar en el fondo del mar. O formar parte del tesoro de un dragón. O
hallarse en las cámaras del tesoro de Malekith, por lo que sabemos.
—Pero sería toda una proeza encontrarla, ¿no te parece? —Tyrion hablaba con
emoción, y el humor sombrío que parecía haberse apoderado de él al mirar la estatua
de Aenarion estaba mejorando.
—Desde luego que sí. Si todavía existe, sería uno de los pocos artefactos
plenamente funcionales del mundo creados por Caledor. Sería un objeto que bien
valdría la pena estudiar.
—Yo estaba pensando más bien en usarla como arma.
—¡Naturalmente! ¿De qué podría servir estudiar la obra de artesanía del más
grande de los magos que jamás haya existido? Es mejor atizarle a la gente en la cabeza
con ella.
—Es el propósito para el que fue hecha.
—La absoluta literalidad de tu respuesta es irrefutable.
—En cualquier caso, yo pensaba más bien en quemarlos con las llamas de la
espada. Ése sería un poder útil en el campo de batalla.
—En ella podría haber algo que permitiera a nuestro padre acabar su obra. Si los
hechizos de la espada todavía funcionan, podrían aportar algunos indicios para
rehacer la armadura. Ambas fueron manufacturadas por el mismo elfo. Ambas
llevarán el mismo tipo de magia.
Teclis se dio cuenta de que la idea realmente había captado la imaginación de
Tyrion. Con aquella expresión pensativa en la cara se parecía a Aenarion más que
nunca, aunque era una versión brillante y alegre de Aenarion, no tan adusta como el
original. Tal vez, pensó Teclis, ése era el aspecto que había tenido Aenarion de joven.
Continuaron observando la estatua en silencio, maravillados, mientras se
adentraban en las aguas del otro lado. En algún momento, la muchacha marinera,
Karaya, bajó para reunirse con ellos. Tampoco ella pareció sentir el impulso de decir
nada.

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* * *
Por los bordes del puerto había muchas más estatuas gigantes, todas en la misma
escala que la de Aenarion. Todas compartían con la imagen del primer Rey Fénix algo
de su poder, orgullo y dignidad.
En el margen occidental de los muelles estaba tomando forma una gigantesca
estatua nueva. Aún estaba rodeada de andamios. Los canteros todavía trabajaban en
ella incansablemente. De momento, carecía de rostro y era un poco informe, pero
Tyrion sabía que a lo largo de las pocas décadas siguientes adoptaría el aspecto de
Finubar. La estatua había empezado a erigirse al principio del reinado, hacía apenas
diez años. Pasaría algún tiempo antes de que la acabaran. Pero ¿qué importancia tenía
eso?, pensó Tyrion. Si había algo de lo que no carecían los elfos era de tiempo.
Los barcos anclados abarrotaban el puerto. Muchos se encontraban amarrados
ante los largos muelles que pertenecían a grandes compañías mercantes. Las banderas
de sus propietarios ondeaban en lo alto de los barcos y de los almacenes por igual.
Hacia el oeste, en un complejo amurallado de islas separadas del resto de la ciudad, y
sólo accesible a través de una serie de puentes, murallas y pequeños fuertes, se
encontraba el Barrio de los Extranjeros, la única parte de la ciudad donde se permitía
que los humanos moraran y deambularan libremente sin permiso especial del Rey
Fénix ni de sus representantes.
—Recuerdo los tiempos en que ese barrio tenía sólo el tamaño de una aldea de
pescadores —comentó Karaya—. Dicen que ahora viven allí casi tantos humanos
como elfos hay en la ciudad. No pasará mucho tiempo antes de que seamos superados
en número en nuestra propia tierra.
—Los humanos se reproducen con rapidez.
—Y no sólo eso. Cada vez son más los que llegan aquí cada año, en busca de
comercio. Nos traen sus mercancías y compran las nuestras y las que traen nuestros
barcos desde los lejanos confines del mundo.
—¿Qué pueden vendernos que a nosotros nos sea necesario? —preguntó Tyrion.
—Traen mecanismos de relojería hechos por los enanos de las Montañas del Fin
del Mundo. Los enanos todavía se niegan a comerciar directamente con nosotros. Nos
traen oro, plata y gemas que no se encuentran aquí, en Ulthuan. Traen minerales
metalíferos, lana y tabaco. Traen carnes en conserva, cereales y libros. —Parecía estar
rememorando una larga lista.
Tyrion rió.
—Te creo. No pensaba que tuvieran tantas cosas que pudiéramos querer nosotros.
—Se nota que vienes de los antiguos reinos de Ulthuan, príncipe Tyrion. En
Lothern, nadie podría pensar de esa manera.

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Eran las primeras horas del anochecer, y el barco se deslizaba hacia un enorme
almacén sobre el cual ondeaba la bandera de Mar Esmeralda, agitada por la suave
brisa mágica que había conjurado la dama Malene. La tripulación echó el ancla.
Guardias vestidos con los colores de la casa saludaron a los marineros que llegaban.
Bajaron las pasarelas desde un costado del barco y los estibadores subieron a
bordo en cuanto se les dio permiso, armados con pértigas rematadas por garfio, y
cuchillos de punta curva. La capitana del barco le hizo una reverencia a la dama
Malene. Sacaron de la bodega los caballos de la guardia de Korhien mediante grúas y
los dejaron, pataleando, sobre el muelle. Los jinetes se encontraban cerca, esperando
para tranquilizarlos con palabras y encantamientos pronunciados con dulzura.
Korhien observó toda la operación, satisfecho. Tyrion vio que en las proximidades
había otros que los observaban, pero salieron a escape en cuanto se dieron cuenta de
que él los miraba.
—¿Qué pretenden? —preguntó.
—Todas las casas se espían unas a otras. Los observadores os han visto a la dama
Malene y a vosotros, y han corrido informar a sus amos.
—¿Qué consecuencias podría tener nuestra presencia aquí? —preguntó Tyrion.
—¿Gemelos del linaje de Aenarion? Eso podría tener consecuencias incalculables.
¡Quién sabe qué don podríais poseer, o qué importancia podríais tener en el futuro!
—Parecía estar hablando tanto para sí mismo como para Tyrion, y estaba muy
pensativo—. Además, la dama Malene y yo somos personajes de cierta importancia en
la ciudad, lo creas o no.
Tyrion sonrió al guerrero corpulento.
—Eso si que me lo creo.
Se volvió en busca de Karaya para decirle adiós, pero ella ya se había marchado sin
despedirse, según era costumbre de las muchachas elfas con los extraños a los que
conocían cuando estaban de viaje.

* * *
Siguieron la calle que salía de los muelles y se unieron al tráfico del anochecer que
entraba en la gran ciudad. Cabalgaban junto a carretas llenas de balas de seda, de
pescado sobre hielo, y de montones de fruta. Pasaron ante vendedores ambulantes
que ofrecían de todo, desde tentempiés hasta pequeñas joyas.
Los miembros de la escolta bromeaban con los comerciantes que pasaban y les
compraban piezas de fruta para comer. Una lozana muchacha le ofreció un
melocotón a Tyrion, cosa que hizo que los guerreros silbaran con aire de complicidad.

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Tyrion lo aceptó con toda la elegancia de que fue capaz y buscó a tientas su bolsa de
dinero.
—Es un regalo —dijo la muchacha, tocándole la mano con delicadeza.
Tyrion se alegró, porque de todos modos no tenía dinero que ofrecerle.
Ante ellos se alzaban las puertas interiores de la ciudad. Soldados vestidos con el
tabardo de la Guardia del Mar de Lothern los observaron entrar. Por su forma de
comportarse, era obvio que conocían a la mayor parte de los elfos que entraban y que,
a su vez, éstos los conocían. Esa actitud relajada cambió de modo perceptible al
acercarse el grupo y hacerse visible la capa de piel de león blanco de Korhien. Se
irguieron más, adoptaron una actitud más severa y les dedicaron un saludo marcial.
El León Blanco respondió del mismo modo.
A Tyrion se le ocurrió entonces que había maneras y maneras de ser conocido.
Los guardias recibían a Korhien de un modo diferente a la manera amistosa con que
saludaban a los comerciantes de la ciudad.
Resultaba evidente que el León Blanco era un elfo de cierta importancia. Era
lógico, pensó, pues Korhien era uno de los guardias de élite del Rey Fénix. Pero había
algo más; la gente lo miraba con reverencia y su nombre era susurrando entre los
extranjeros al pasar. En ningún momento se le había ocurrido a Tyrion pensar que
Korhien fuera famoso.
Se preguntó si Malene o alguno de los demás también lo sería, pero no obtuvo
ningún indicio a partir de la expresión de la cara de las personas que los rodeaban.
Reparó en que también se estaba haciendo acreedor de mucha atención, pero se dio
cuenta de que la causa de ello era su parecido con la estatua que había en el puerto. Se
preguntó si alguna vez lo juzgarían allí por sí mismo.
Atravesaron las murallas interiores. De inmediato percibió una sensación de
antigüedad y hermosura. Las farolas encendidas por magia incandescente mantenían
alejada la noche. Largas calles serpenteaban al ascender por cuestas cubiertas de
árboles. Numerosos tramos de escaleras subían por las pendientes más escarpadas.
Había palacios con torres y minaretes puntiagudos. Se veían fuentes por todas partes.
Daba la impresión de que una legión de escultores se había mantenido ocupada
durante varias eras del mundo en el embellecimiento de la ciudad. Había estatuas de
magos, guerreros y reyes, así como de gente a la que no reconoció pero que dedujo
que eran legisladores, oradores y poetas. Le señaló esas maravillas a su hermano;
obras de piedra que parecían vivas, protegidas de los estragos del tiempo y los
elementos por auras de hechizos y encantamientos muy antiguos.
—Es asombroso —le dijo Teclis cuando pasaban ante una hilera de gigantescos
guerreros vestidos como Korhien—. Piensa en el trabajo que se ha invertido en esto.
—Piensa en el egocentrismo y el orgullo —replicó su gemelo.
—¿Qué quieres decir?

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—Tú crees que todo esto se colocó aquí para embellecer las calles, ¿verdad?
—¿Qué otro propósito puede haber tenido?
—Tu hermano está en lo cierto, portero —dijo Korhien, que hizo avanzar el
caballo para situarse junto a ellos—. Estas estatuas y fuentes fueron colocadas aquí
por razones políticas. Representan el poder y la riqueza de la gente que pagó para que
las crearan. Elogian a los ancestros de esa gente, o en muchos casos, a los propios elfos
que aún estaban vivos.
Tyrion rió.
—Hablo en serio, portero. La política es un tema serio en Lothern, aunque tienes
razón al reírte de ella. Cada una de las estatuas que ocupa los pedestales del tejado de
ese palacio representa a un glorioso ancestro de sus ocupantes. Le recuerda a la masa
de ciudadanos el poder y la grandeza de la familia, por si acaso sus miembros no han
llevado a cabo ninguna hazaña digna últimamente.
Teclis entrecerró los ojos para mirar a Korhien con algo parecido al respeto. Era
obvio que no había esperado en ningún momento oír unas palabras semejantes de
boca del León Blanco.
—No todos los que blandimos una espada carecemos de cerebro, príncipe Teclis
—dijo Korhien con la elaborada cortesía con que siempre trataba a Teclis, y que
Tyrion sospechaba que ocultaba un amistoso desdén—. Pronto descubrirás eso en
esta ciudad. Es necesario que lo hagas si vas a vivir y prosperar aquí.
—De momento, me conformaré con vivir —replicó Teclis—. Esta odiosa bestia
me ha dejado medio muerto.
—Ya no queda mucho, príncipe —le aseguró Korhien—. Pronto tendrás una
cama en la que pasar la noche. En el seno de tu afectuosa familia.
En su tono había una sutil ironía que Tyrion vio que Teclis detectaba.
—¿De dónde eres, señor Korhien? —preguntó Teclis. Había crispación en la voz,
pero también sentía curiosidad.
—Nací en un granero en las montañas. Mi padre era el propietario de la finca. Y
mi madre era la campeona de tiro con arco de la localidad. Por ese lado no hay
ninguna sangre noble antigua, me temo. Bueno, no más que en el caso de cualquier
otro elfo.
—Pero estás aliado con el clan de Mar Esmeralda, ¿verdad?
—Estoy aliado con la dama Malene —replicó Korhien con un guiño—. Ella es el
único vínculo que tengo con la casa de Mar Esmeralda. Debo lealtad al Rey Fénix.
Que es lo único correcto para un elfo de mi posición.
¿Por qué había tensión entre ellos dos?, se preguntó Tyrion. Tal vez su gemelo lo
percibía como un rival en su lealtad. Tyrion no había considerado antes el asunto bajo
esa luz. Tal vez Teclis tenía miedo de que lo abandonara en aquella vasta ciudad con
sus palmeras, sus jardines en los tejados y sus calles interminables llenas de resonantes

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palacios medio vacíos.
Ahora que se encontraban lejos de las puertas de entrada, la multitud había
mermado y las calles parecían mucho más desiertas. Algunas de las casas, no
demasiado alejadas de la avenida principal, tenían el tejado remendado y estaban a
punto de desmoronarse. Algunas de las personas que los miraban desde las ventanas
que tenían los postigos echados a medias presentaban un aspecto de delgadez y
hambre, aunque, hasta donde Tyrion sabía, nadie pasaba hambre en Ulthuan.
Entonces, ¿quiénes podrían ser? ¿Se trataría de enfermos? ¿Sería verdad que
algunas de las plagas de los humanos podían contagiarse a los elfos? Había oído a
algunos de los aldeanos de la montaña afirmar cosas de ese tipo, y decir que nunca
debería haberse permitido que los humanos entraran en Lothern y que habría que
hacerlos regresar a sus tierras natales.
Tyrion, personalmente, sentía curiosidad por ver a uno de aquellos salvajes
semilegendarios. Sabía que dentro de poco tendría oportunidad de hacerlo. Estaban
relacionados sobre todo con los elfos oscuros, que los utilizaban como esclavos, y a
veces se aliaban con sus chamanes adoradores de demonios. Como ya había visto,
muchos de ellos merodeaban por los alrededores el puerto y vivían en el área de tierra
que les había sido reservada, donde se les mantenía en cuarentena y aislados del resto
de la ciudad. Sentía una curiosidad malsana por ellos.
Giraron en una esquina y entraron en una plaza gigantesca. A un lado de ésta se
erigía una descomunal mansión hecha de piedra de una tonalidad verdosa y rematada
por torres esmeralda. Por encima de la entrada ondeaban banderas con el emblema de
un poderoso buque de guerra élfico. Gigantescas linternas colocadas en lo alto de
torres situadas en las esquinas iluminaban toda la calle con una luz de color verde.
—Ya habéis llegado a casa —dijo Korhien—. Éste es el palacio de Mar Esmeralda.
Tyrion se sintió sobrecogido. El palacio tenía una escala que él había imaginado
para la construcción de toda una urbe. Parecía lo bastante grande como para albergar
la población de una pequeña ciudad élfica y, a diferencia de muchos de los edificios
circundantes, no parecía desierto. Pequeños ejércitos entraban y salían de él.
Korhien captó su expresión.
Frotó entre sí el pulgar y el índice.
—Lothern está construida sobre la riqueza de sus comerciantes. La casa de Mar
Esmeralda es una de las casas de comerciantes más ricas de la ciudad.
Hizo que su caballo se acercara y habló en voz tan baja que Tyrion se quedó con la
duda de haber captado bien sus palabras.
—Y la más odiada.
Sabía que era mejor no preguntar en ese momento. Decidió que más tarde le haría
algunas preguntas a Korhien.

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DIEZ

Al atravesar las grandes puertas de la casa, entraron en un mundo distinto. Por todas
partes colgaban farolillos de papel verde que iluminaban un patio de armas donde
había un estanque del tamaño de un pequeño lago. Dentro del estanque había fuentes
talladas en forma de delfines, dragones marinos y otras legendarias criaturas marinas.
Alrededor del patio, la mansión se alzaba hasta una altura de cinco pisos.
Criados ataviados con la librea de la casa iban de un lado a otro, dedicados a sus
asuntos. Elfos vestidos con costosas ropas se paseaban discutiendo de tonelajes, tipos
de interés y precios de mercado. Aunque la hora ya comenzaba a ser avanzada,
trataban los temas comerciales con la intensidad de granjeros que regatearan por el
precio de las ovejas en el mercado matinal.
Tyrion no tenía ni idea de lo que querían decir. Por lo que él sabía, aquellos elfos
de aspecto serio podían estar discutiendo sobre hechizos mágicos. Algunos le
prestaban atención a él, en particular las mujeres. Se quedaban mirándolo muy
abiertamente. Él sonreía y recibía sonrisas en respuesta. Los varones elfos, al reparar
en eso, a veces lo fulminaban con la mirada y otras le dedicaban sonrisas de
complicidad.
—Veo que vas a ser popular —dijo la dama Malene, que se le acercó a lomos de su
caballo.
—¿Qué te hace pensar eso? —preguntó él, aunque ya sabía la respuesta.
—Creo que muy pronto lo descubrirás por ti mismo —replicó ella—. Por el
momento, déjame disfrutar de tu inocencia campesina. Estoy segura de que las damas
de por aquí también lo harán.
Era consciente de que las muchachas elfas de Cothique lo consideraban apuesto,
aunque allí tenía muy poco con lo que compararse: su padre, Teclis y los incultos
aldeanos. Pero carecía de la sofisticación y el refinamiento de aquellos elfos criados en
la ciudad. No iba ni remotamente tan bien vestido ni tan acicalado como ellos. En

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ningún momento se le había ocurrido que el mero hecho de que tuviera un aspecto
diferente podía considerarse un rasgo atractivo en lugar de un demérito. Eso era algo
que había que tener en mente.
«Siempre se aprende algo nuevo», se dijo a sí mismo. Si iba a sobrevivir y medrar
allí, iba a tener que aprender mucho, y no veía ninguna razón para no disfrutar al
mismo tiempo.
Los criados ayudaron a los jinetes a desmontar y se llevaron los caballos a los
establos. Los guerreros que los habían escoltado vieron a algunos conocidos en el
patio, gritaron saludos y se marcharon cada uno por su lado. Pronto sólo quedaron
Tyrion, Teclis, la dama Malene y Korhien de pie en el patio, reunidos en un pequeño
grupo cerca de una de las fuentes.
Korhien se volvió a mirarlos y les dedicó una amplia sonrisa.
—Tengo que marcharme sin tardanza a presentarme ante Finubar. Querrá saber
que he regresado. —Se inclinó hacia delante para besar Malene y tendió una mano
para estrecharle a Tyrion el brazo justo por debajo del codo. Tyrion le devolvió el
saludo, cosa que le sorprendió. Era el gesto que los guerreros usaban con sus
camaradas y amigos. Le hizo una reverencia a Teclis y, a continuación, dio media
vuelta y se alejó a grandes zancadas.
Tyrion se quedó un momento en silencio, considerando lo que acababa de
decirse. Ya sabía desde antes que Korhien era un León Blanco, pero una cosa era
saberlo y otra era oírle decir con un tono tan indiferente que iba a presentarse ante
Finubar. Se preguntó qué iba a decirle al Rey Fénix acerca de él y Teclis.
Tyrion reparó en un pequeño grupo de jóvenes elfos extremadamente bien
vestidos que lo estudiaban desde debajo del arco de una pasarela. Llevaban los largos
ropones holgados que tanto gustaban a la clase alta en los momentos de ocio, todos
ribeteados con seda y oro.
Intentaban aparentar indiferencia, pero él percibió que estaban más interesados
en él y su hermano de lo que habrían querido admitir. Sonrió y los saludó con la
mano. Ellos no le devolvieron el saludo. Él rió, pues sinceramente no le importaba, y
vio que la dama Malene lo observaba por el rabillo del ojo. Se acercó una elfa joven
vestida con la túnica de los criados. La muchacha miró a Tyrion como si viera a un
dios.
—Sí, en efecto —dijo Malene—. Estarás muy a gusto aquí.
La muchacha susurró algo a Malene, que de repente se puso mucho más seria.
—Vuestro abuelo quiere veros ahora —dijo—. Será mejor que cuidéis vuestros
modales cuando estéis con él. No es tan tolerante como yo.

* * *
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—Bienvenidos a mi casa —dijo el señor Mar Esmeralda.
«No parece muy cordial», pensó Tyrion. Daba la impresión de estar
inspeccionando un par de cargamentos muy dudosos en los que estaba considerando
invertir.
—Gracias por recibirnos aquí —dijo Tyrion con toda la cortesía de que fue capaz.
Teclis murmuró algo inaudible.
El señor Mar Esmeralda estaba sentado ante un enorme escritorio sobre el que se
amontonaban grandes pilas de documentos en espera de que los inspeccionara y
firmara. Su estudio se encontraba en el piso superior de la casa. Desde la ventana tenía
una magnífica vista del puerto, y en el balcón había un telescopio de bronce sobre un
trípode metálico. Tyrion supuso que, como propietario, se interesaba por los barcos
que entraban en el puerto.
El señor Mar Esmeralda era alto y delgado, y el elfo más viejo que Tyrion
recordaba haber visto jamás. En las ancianas manos que jugaban con una pequeña
balanza de platillos se dejaban ver unas venas azules. Su pelo era del color del hilo de
plata, sus ojos fríos y grises como el mar del norte antes de una tormenta.
Tyrion tardó un momento en aceptar el hecho de que aquél era su abuelo. En la
forma de comportarse del elfo no se apreciaba ningún indicio real de relación familiar
con ellos. Había distanciamiento, una insinuación de hostilidad, tal vez una
sugerencia de desprecio o desagrado.
El señor Mar Esmeralda se levantó de su silla de madera dura, rodeó el escritorio y
se detuvo ante ellos. Caminaba con la espalda muy recta y el mismo aire de autoridad
que Tyrion había percibido en la capitana Joyelle. En los modales del señor Mar
Esmeralda había algo que recordaba al mar. Era muy alto, incluso más que Tyrion.
Por primera vez en mucho tiempo, Tyrion experimentó la sensación de ser mirado
con superioridad. Unos ojos fríos lo midieron, calcularon su valor y lo pusieron sobre
los platillos de la balanza en el fondo de la mente de su abuelo.
—Sí que te pareces a él —sentenció, y Tyrion no tuvo la más remota duda de
quién era aquél al que se refería—. También te pareces un poco a mi pobre hija. Me
complace ver que te has convertido en un elfo tan apuesto.
Avanzó hasta Teclis y se detuvo ante él.
—Me gustaría poder decir lo mismo de ti.
—¿Por qué no lo intentas, por cortesía? —dijo Teclis, con venenosa dulzura.
El señor Mar Esmeralda pareció quedar atónito. Tyrion se dio cuenta de que no
estaba habituado a que se burlaran de él. Su sonrisa fue fría, y no carente de humor.
Como muchas personas antes que él, se veía obligado a revisar la opinión que se había
formado del enfermizo joven elfo que tenía delante. Los dos se quedaron mirándose a
los ojos, y el aire prácticamente crepitó entre ellos. Allí había dos elfos de edades muy
diferentes y con voluntades enormemente fuertes.

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—Tú te pareces a mi hija —dijo el señor Mar Esmeralda—. Y a tu padre. Pero
pareces algo más… firme de carácter.
Tyrion se preguntó qué querría decir su abuelo con eso. En cualquier caso, el
señor Mar Esmeralda no pareció disgustado al descubrir que Teclis no era una especie
de débil mental.
—Me gusta eso, muchacho, pero no fuerces mucho mi buena voluntad.
—Soy príncipe —dijo Teclis.
La mirada fija del señor Mar Esmeralda era fría, como un capitán que mirara a un
mozo de camarote irrespetuoso.
—Eso aún está por ver. Muy pronto sabremos si estás bendito o maldito por la
sangre de Aenarion.
Al decir esto, a su voz afloró una fuerte emoción que Tyrion no reconoció en
absoluto. Siguió la mirada del anciano elfo hasta la pared que tenía detrás y vio que
estaba mirando un retrato de la madre de ellos. Volvió a mirar la arrugada cara del
señor Mar Esmeralda y entonces supo que la emoción era una profunda tristeza. El
señor Mar Esmeralda captó la mirada de Tyrion, y por un momento hubo entre ellos
auténtica emoción.
—Es mala cosa que un progenitor sobreviva a un hijo —dijo el señor Mar
Esmeralda.
Tyrion se dio cuenta de que eso había pillado a Teclis con la guardia baja. Su boca
se cerró justo cuando estaba a punto de pronunciar alguna otra frase sardónica. Tal
vez entendía que la aparición de ellos allí tenía que ser difícil para el abuelo.
—Mi otra hija me ha dicho que tienes un don para la hechicería. Esperemos que
vivas durante el tiempo suficiente como para poder disfrutar de él.
Tyrion se preguntó si había una amenaza implícita en las palabras de su abuelo.
Tal vez era sólo una advertencia. En aquel momento se encontraban en un lugar
habitado por elfos capaces de matar si los provocaban. Tyrion daba las gracias por
una cosa: nadie retaría jamás a su hermano a duelo por una grosería. No sería algo
honorable. Tal vez el anciano elfo sólo estaba haciendo una referencia a la
enfermedad de Teclis.
El señor Mar Esmeralda volvió a rodear su escritorio y se sentó detrás de él.
Recogió una pluma, afiló el extremo con un pequeño cuchillo, la hundió en un tintero
y escribió a algo en uno de sus pergaminos, como si acusara recibo de la entrega de un
cargamento.
—Se os han preparado habitaciones —dijo—. Retiraos a ellas.
Quedó claro que los había despedido. De algún lugar apareció una sirvienta para
acompañarlos fuera. Tyrion no tenía ni idea de cómo la había llamado.

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* * *
—Esto es muy bonito —dijo Tyrion, recorriendo la habitación con la mirada.
Decir que era muy bonito constituía una infravaloración, ya que el apartamento
donde los habían instalado parecía tan grande como la mansión de su padre, y
considerablemente más lujoso. Tenía ventanas de cristal pulimentado. Murales que
representaban escenas marinas cubrían las paredes de la sala de recepción, y en lo alto
de columnas, dentro de nichos, se veían numerosos bustos de elfos de aspecto
orgulloso.
Había una pequeña biblioteca con libros que, sobre todo, versaban sobre el mar y
sobre territorios antiguos. Los muebles eran fabulosos y de bella factura. Una pequeña
mesita de madera dragón de Saphery ocupaba el centro de la sala de recepción. En
torno a ella había algunas sillas talladas. Estaban todas tapizadas y eran tan cómodas
como nada lo había sido en la casa donde habían crecido ellos.
Tyrion se había decantado por el dormitorio que daba a la calle exterior. Contenía
una cama grande, y más libros, además de un espejo y cuadros de barcos y batallas
navales ejecutados por un pintor dotado para los detalles. La cama era descomunal,
rodeada de fruncidas cortinas de gasa destinadas a proteger de los insectos que
picaban por la noche. Había un balcón con una buena vista de la calle que se
encontraba situada dos pisos más abajo. Cuando salió a él, se preguntó si era así como
se sentía al Rey Fénix cuando miraba a sus súbditos desde lo alto.
Teclis se instaló en el dormitorio que daba al patio interior. Era más tranquilo,
más fresco y más pequeño. Colgaba en él un cuadro de un hechicero marino que
invocaba a un viento para que impulsara las naves a través del océano. Fue la
presencia de ese cuadro, más que cualquier otra cosa, lo que había influido en su
elección. Teclis se tumbó en la cama, exhausto, pero tenía un brillo en la mirada, y
Tyrion sabía que había asimilado todos los detalles del entorno y que los recordaría.
—¿Qué piensas? —preguntó Tyrion emocionado.
En el apartamento había habitaciones a las que no había echado más que un
vistazo. Teclis tenía incluso su propia sala de estar, que Tyrion aún no había visto. Al
parecer, había un espejo en ella. Eso era un verdadero lujo.
—Pienso que nuestros parientes son muy ricos —replicó Teclis.
—Como siempre, hermano, tus poderes de observación me dejan atónito.
—Me preguntó por qué se sienten ahora tan inclinados a mostrar interés por
nosotros. Durante dieciséis años no nos han prestado la más mínima atención.
—Supongo que el hecho de que hayamos sido convocados a la corte del Rey Fénix
tiene algo que ver en el asunto.
—Por supuesto, Tyrion, pero ¿por qué el señor Mar Esmeralda envió a la dama

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Malene con sus jinetes y a un León Blanco? ¿Por qué convertirnos en el centro de
atención de esta manera? —Parecía haber estado pensando en el asunto ya cuando
cabalgaban a través de la ciudad.
—¿Por qué no? —preguntó la voz de una muchacha desde la puerta.
Ambos gemelos se volvieron. Se encontraron con una joven elfa ataviada con un
sencillo pero costoso vestidos de seda verdosa ribeteado con paño de oro. Su cabello
lucía un elaborado peinado. Su rostro era extraordinariamente bello.
—Todos saben de vuestra existencia, en cualquier caso, o se enterarán muy
pronto. Sois parientes nuestros. Cualquier cosa que hagamos y el modo en que os
tratemos, dará que hablar.
—Hola —la saludó Tyrion, sonriendo.
—Pensaba que la cortesía exigía llamar a las puertas —contestó Teclis.
—Y yo pensaba que era una descortesía mostrarse desagradecido con los
anfitriones —replicó la muchacha, al parecer imperturbable ante el tono de Teclis.
—¿Así que se supone que tenemos que estarte agradecidos? —preguntó Teclis,
más caustico que nunca.
—Yo me llamo Tyrion —se presentó—. El grosero desagradecido es mi gemelo,
Teclis. ¿Y tú, nuestra descortés anfitriona, eres…?
Lo dijo sin malicia, y tanto Teclis como la muchacha rieron.
—Soy Liselle. Soy vuestra prima. He subido a daros la bienvenida, pero la puerta
estaba abierta y os he oído hablar. Me estaba preguntando cómo seríais, así que me
puse a escuchar.
—Me temo que no tenemos mucha experiencia con las grandes casas —dijo
Tyrion. No se sentía para nada en desventaja por ello. Ya aprendería a desenvolverse
allí. Pero sintió la necesidad de explicar la situación con el fin de que no hubiera
malos entendidos.
—Eso he deducido —dijo Liselle.
Se le acercó y levantó la mirada hacia él. Sus ojos eran de un tono de verde muy
hermoso. Su piel era muy pálida, su belleza esbelta. Tyrion extendió una mano y,
como si fuera lo más natural del mundo, cambió de sitio un mechón de cabello de ella
que se había soltado del peinado. Ella no puso objeciones. Teclis se quedó mirándola.
—¿Tu curiosidad ha quedado satisfecha? —preguntó Tyrion.
—Todavía no. Nunca antes había conocido a unos gemelos. No sois lo que yo
esperaba. Pensaba que teníais que ser idénticos.
—No todos los gemelos son idénticos. Eso es una rareza.
—En la historia de los elfos sólo se han registrado veinticinco parejas de gemelos
idénticos —puntualizó Teclis— en trescientos quince nacimientos de gemelos
contabilizados en total.
Se trataba del tipo de cosas que él sabía. Sus conocimientos sobre los oscuros

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hechos de la genealogía eran increíbles, y no se le olvidaba nada. Liselle no pareció
impresionada en lo más mínimo. No apartaba la mirada de los ojos de Tyrion.
Una palmada anunció otra visita. Tyrion vio a la dama Malene de pie en la
entrada.
—Liselle, por favor, dales a nuestros huéspedes un poco de tiempo para instalarse
antes de molestarlos con tu curiosidad.
—No estaba molestándonos —dijo Tyrion.
—Ah, pero lo hará —respondió la dama Malene—. Liselle, ten la amabilidad de
dejarnos solos un momento. Necesito hablar con tus primos de algunas cosas.
—Sí, madre —dijo Liselle, y se marchó de buena gana.

* * *
—¿Cuál es su deseo, señora? —preguntó el jefe del culto. Era un elfo alto, majestuoso,
de considerable dignidad. Había salido de dentro del grupo de unos veinte elfos
desnudos que se habían reunido en el soto del placer.
N’Kari había adoptado la forma de una hermosa muchacha elfa que tenía cascos
en lugar de pies, y sobre cuya cabeza crecían pequeños cuernos retorcidos. Su aspecto
y su aura sensual provocaban en los seguidores del Señor del Placer la lujuria y el
deseo de obedecerla.
Y todos aquellos eran, ciertamente, elfos que seguían el Camino de Todos los
Placeres. Ella había percibido su corrupción desde lejos, había olido su decadencia
como si fuera el aroma de una fértil y corrupta orquídea que floreciera por la noche.
Los había sorprendido, y llenado de asombro y terror, al materializarse en los ritos
orgiásticos con que celebraban su devoción a Slaanesh.
Allí estaban algunos de los que habían sido convocados por el hechizo onírico
original de N’Kari y que se habían adentrado en las montañas con la intención de
responder a la llamada. N’Kari olía su hechizo en ellos como los últimos restos
persistentes de un perfume antiguo. Su rito ya le había proporcionado un bocado de
alimento, y antes de que acabara la noche le proporcionarían muchísimo más.
N’Kari estudió con atención al jefe, a la luz de las lunas.
—Pido vuestra obediencia —dijo.
Percibió la confusión de aquellos elfos. Habían estado practicando un juego
peligroso, llevando a cabo ritos de placer para su propia gratificación, pensando que
no había que pagar ningún precio, que no acudiría nada a su invocación. Pero habían
descubierto que se equivocaban, y estaban a la vez exaltados y aterrorizados por lo
que habían hecho.

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—Somos sus esclavos, señora. Vivimos sólo para humillarnos a sus pies y entregar
nuestras vidas por su más leve placer. —En ese momento, el elfo creía lo que decía.
No tenía elección ante la imponente presencia de N’Kari.
Los asentimientos de cabeza, las lenguas que relamían labios y los brillantes ojos
del resto de los adoradores expresaban su acuerdo.
N’Kari los miró y lo encontró todo de su gusto. Necesitaba un ejército para llevar
a cabo la venganza, y allí tenía el núcleo de uno. Era un pequeño comienzo, sin duda,
pero era un comienzo sobre el que podía evolucionar, y haría que los elfos de Ulthuan
temblaran al oír su nombre, antes de que hubiera acabado.
—¿Cómo te llamas? —preguntó N’Kari.
—Elrion, gran señora.
—¿Y tu propósito?
—Existo sólo para obedecerla, gran señora —dijo Elrion.
—Lo sé —replicó N’Kari—. Ahora, vamos. Tengo cuestiones que atender aquí
cerca. Hay algunos con los que tengo antiguos asuntos pendientes.

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ONCE

—Ahora estáis en un mundo diferente —dijo Malene. Se volvió a mirar detrás de sí


para asegurarse de que la puerta estaba cerrada y pronunció una Palabra. Tyrion
sintió como si por encima de él hubiese pasado la más leve de las brisas. Teclis ladeó
la cabeza con intensa curiosidad—. Hay ciertas cosas que tenéis que saber y algunas
palabras que es necesario decir sin rodeos.
—Y tú vas a decirlas —dijo Teclis.
—Así es, y te agradeceré que no utilices conmigo ese tono altanero, príncipe
Teclis. Me caes bien, pero espero que me trates con el mismo respeto que yo a ti. Ya
no estamos en el barco, no vamos de viaje. Las cosas aquí son más formales. —
Hablaba casi como si lo lamentara.
Teclis pareció sorprendido, no tanto por los modales de Malene como por el
hecho de que hubiera admitido que le caía bien. No estaba habituado a eso. Sonrió, y
de pronto tuvo un aspecto muy joven e intensamente vulnerable.
—Sois huéspedes en esta casa. Voy a pedirte, Tyrion, que recuerdes eso. Algunas
de tus primas están en una edad peligrosa y tú eres un joven muy apuesto. Estoy
segura de que encontrarás abundantes oportunidades de aventura amorosa fuera de
las filas de tus parientas inmediatas.
—Intentaré recordarlo —respondió.
—Estará muy bien que lo hagas. A tu abuelo no le gusta que se rompa la armonía
en su familia.
—Nosotros no hemos pedido venir aquí —intervino Teclis, que ya había
recuperado sus modales hoscos de siempre.
—No, pero el Rey Fénix solicitó el placer de vuestra compañía, y aquí estáis.
Ahora debemos ocuparnos de que estéis adecuadamente preparados para presentaros
ante el rey.
—¿Qué quieres decir?

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—Debemos asegurarnos de que no nos deshonréis en su presencia.
—¿Te refieres a enseñarnos buenos modales? —La voz de Teclis tenía un tono
crispado. Hablaba como si estuviera preparándose para otro estallido de genio.
—Mi intención es que aprendáis el protocolo.
—Yo ya estoy familiarizado con el modo en que debo dirigirme al Rey Fénix —
dijo Teclis con una arrogancia superlativa.
—Existe una diferencia entre saber qué decir y saber cuando y cómo decirlo.
—En las ocasiones formales se le da el tratamiento de Bendito de Asuryan. En
algunas circunstancias, en especial cuando la prisa podría ser importante, se le llama
El Elegido, o simplemente Elegido. En las festividades más señaladas, se le da el
nombre de Nacido del Fuego. La última frase de cualquier cosa que se le diga en esos
días es siempre: «Vela por nosotros, Depositario del Fuego Sagrado». Normalmente,
un simple «señor» bastará si él te dirige la palabra en una conversación.
La dama Malene pareció impresionada.
—¿Cuántos tipos de tratamiento existen?
—Veintidós. ¿Quieres que te los diga todos?
—No. Estoy segura de que me dejaras atónita con tu fenomenal memoria. Tyrion,
¿tu erudición se equipara a la de tu hermano?
Tyrion estaba seguro de que ella ya conocía la respuesta a eso, pero quería dejarlo
claro.
—Me temo que no. Nunca he estado muy bien dotado para eso —replicó.
—Tendrás que aprendértelos. Tendrás que saber los títulos de todos los
funcionarios de la corte. Tendrás que saber cómo dirigirte a su Sagrada Majestad de
modo respetuoso en todas las circunstancias que puedan surgir. Y, por cierto, tendrás
que aprender las mismas cosas en el caso de la Reina Eterna.
—¿Y cuándo es probable que conozca yo a la Reina Eterna? —refunfuñó Tyrion.
—No te preocupes, hermano, que yo te ayudaré —dijo Teclis.
—Pues eso es lo que me preocupa —replicó Tyrion—. Los dos nos divertiremos
tanto como si yo tuviera que enseñarte a usar la espada.
—Hay ocasiones en las que las palabras correctas y los modales adecuados son tan
útiles como saber utilizar un arma —dijo la dama Malene—. Y pueden resultar igual
de mortíferos en las circunstancias adecuadas.
Ella hablaba con gran seriedad. Tyrion se quedó avergonzado y ella rió.
—Da gracias de no haber crecido rodeado de este protocolo, príncipe Tyrion. Al
menos has pasado una época de tu vida sin preocuparte de él. —Hablaba como si le
tuviera envidia, y eso sorprendió a Tyrion.
Al cabo de un rato, ella volvió a hablar.
—Hay ropa en los armarios. No os quedará del todo bien, pero ponéosla por el
momento. Dentro de unos minutos vendrán los sastres de la casa a haceros una visita

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y a asegurarse de dejaros bien provistos. Vuestro abuelo desea que vayáis vestidos de
acuerdo con nuestra posición. Y yo también, por cierto.
Cuando se marchó, Tyrion echó un vistazo al armario. Dentro colgaban las ropas
más hermosas que había visto jamás. Se sintió casi abochornado al ponérselas.
Mirarse en el espejo era como mirar a un desconocido.
Alguien llamó a la puerta con los nudillos. Habían llegado los sastres.

* * *
La mujer se quedó mirando Tyrion y luego caminó a su alrededor, estudiándolo con
un intenso interés que excedía lo meramente profesional. A continuación se acercó a
Teclis, que estaba sentado, y le hizo un gesto para que se levantara. Asintió dos veces
para sí, tomó algunas notas en una tablilla de cera con un estilete y sacó un cordón de
seda con nudos atados a intervalos regulares. Lo utilizó para medir la talla de pecho
de Tyrion, su cintura y la longitud de sus piernas. Asintió con gesto de aprobación y
se acercó a Teclis para repetir el proceso, aunque pareció menos complacida con el
resultado. Una vez tomadas las medidas, salió de la habitación.
A continuación entró un varón elfo, colocó un trozo de pergamino debajo de cada
pie de Tyrion y delineó su perfil con carboncillo. También le midió el contorno del
muslo y del tobillo, tras lo cual repitió el proceso con Teclis y se marchó.
A continuación llegó un joyero, que utilizó pequeñas argollas de cobre para
medirles los dedos, torques de cobre para medirles el cuello y brazaletes de cobre para
medirles las muñecas. También él tomó notas en una tablilla de cera y se marchó.
Apareció una muchacha, los hizo sentar y empezó a cortarles el pelo con una larga
navaja y unas tijeras. Cuando hubo acabado, Tyrion se estudió en el espejo. Ya no
llevaba el pelo largo y descuidado, sino que estaba desenredado, tenía volumen y
gozaba de mucho mejor aspecto que antes.
A Teclis le cortaron muy corto su oscuro cabello, en un estilo que dejaba a la vista
sus delicadas orejas puntiagudas y resaltaba su rostro demacrado y cetrino. Estaba
casi guapo, o lo habría estado con un poco más de peso. La luna se colaba por la
ventana y su luz le daba un aire esquelético, siniestro. Por un momento, la luz le dio
en los ojos, que parecieron arder con un fuego interior. Apenas por un instante, su
hermano le pareció un desconocido. Tyrion se dijo que era por lo extraño del corte de
pelo, la ropa y el lugar, pero no acabó de creérselo.
Teclis estaba diferente. El viaje, la ciudad, los encuentros con desconocidos, la
promesa de aprender magia… todo eso lo había ido cambiando cada vez más. A
Tyrion le resultaba fácil imaginar que, algún día, la suma total de todos estos

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diminutos cambios transformaría a su hermano en un completo desconocido.
También se le ocurrió que lo mismo podría estar sucediéndole a él a ojos de Teclis,
aunque él mismo no se sentía diferente en nada.
—Tienes una expresión extraña en la cara, hermano —dijo Teclis.
—Estaba pensando exactamente lo mismo de ti —replicó Tyrion, bromeando con
el tema.
—Estaba pensando que, un día, todos los pequeños cambios que estamos
sufriendo podrían convertirnos en completos desconocidos —comentó Teclis.
Tyrion no tuvo necesidad de decirle que él había estado pensando exactamente lo
mismo. Era consciente de que su gemelo ya lo sabía. Teclis siempre había percibido
esas cosas mejor que él.
—Se necesitará más que un cambio de ropa y de peinado para que eso suceda —le
aseguró Tyrion.
—Esas cosas no son más que el comienzo —dijo Teclis—. Ya han empezado a
intentar enseñarnos modales, cómo debemos comportarnos, qué tenemos que hacer.
Quieren remodelarnos de acuerdo con sus propios propósitos.
—Lo importante va a ser descubrir cuáles son en realidad esos propósitos —dijo
Tyrion.
—Estoy seguro de que nos los contarán cuando les convenga.
Tyrion no estaba en absoluto seguro de eso. Aun así, al menos se encontraban a
salvo por el momento. No daba la impresión de que sus vidas corrieran un peligro
inmediato.

* * *
Asomada a la ventana, la dama Fayelle pensó que era una noche preciosa. La luna
brillaba. Las estrellas destellaban. Incapaz de estarse quieta, comenzó a pasearse por la
habitación. Estaba emocionada. Pronto se casaría. Dentro de poco abandonaría para
siempre la casa de su padre. Le entristecía la perspectiva de dejar a su anciano
progenitor solo en aquel viejo palacio lúgubre.
Le había pedido que fuera a vivir con ella y su nuevo esposo en Lothern, pero él se
había negado, argumentando que era demasiado viejo y que tenía unas costumbres
demasiado arraigadas como para mudarse. Lo cierto era que le encantaba aquel viejo
palacio. Ella lo entendía. Había pasado en él la mayor parte de su larga vida, había
criado a sus hijos y había enterrado a su esposa en aquellas tierras. Y era lo único que
le quedaba, eso y el orgullo de su antiguo linaje.
A veces ella pensaba que era demasiado orgulloso. Opinaba que ella iba a casarse

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con alguien de posición inferior. Los parientes de su nuevo esposo eran comerciantes
oriundos de Lothern y sus ancestros habían sido simples terratenientes libres,
mientras que los de ella habían gobernado el reino y se habían casado con miembros
del mismísimo linaje de Aenarion.
Su padre era orgulloso, pero no se podía comer el orgullo, ni reparar con él
edificios antiguos, ni pagar con él al número necesario de criados, a menos que fueran
como él mismo, viejos y sin ningún otro sitio al que ir.
Ella sabía que su padre entendía todo eso, pero estaba demasiado apegado a sus
costumbres como para cambiar. Había recaído sobre ella la responsabilidad de
mejorar la fortuna de su casa mediante un buen matrimonio y, a decir verdad, no le
había parecido un cometido penoso. Abrió su relicario y contempló el retrato del
interior. Moralis, su futuro esposo, era el elfo más bondadoso y amable que pudiera
desear conocer, y también era apuesto.
Más aún, llevaba consigo una chispa de aventurero de capa y espada, puesto que
era capitán de barco y viajaba a muchos lugares lejanos para aumentar la fortuna de
su familia. A ella le gustaba, y a él le gustaba ella, y entre ellos había amor, que era algo
que Fayelle nunca había esperado encontrar, puesto que había crecido en aquel lugar
remoto, alejado de los centros de civilización.
Ella consideraba una bendición de Isha el hecho de que él hubiera comprado las
tierras contiguas a la finca de su padre. Y había resultado ser una bendición aún
mayor que él se hubiese fijado en ella cuando la vio por primera vez.
Le pareció oír un ruido en alguna parte, en la oscuridad. Se acercó a la ventana y
miró hacia la noche una vez más. No vio nada.
No tenía miedo. No había nada realmente amenazador en aquella zona de
Ulthuan. Por allí no merodeaban lobos. No bajaban monstruos de la montaña.
Ningún invasor se había adentrado tanto en tierra firme en el último par de siglos. Lo
peor que había oído eran rumores sobre la propagación de los antiguos cultos de la
lujuria en la región, y lo más probable era que sólo se tratara de Elrion y sus amigos
jugando a ser decadentes, asustándose a si mismos con pensamientos de antigua
magia oscura.
Oyó que una piedra se estrellaba contra un postigo de la ventana. Supo quién era
sin tener que mirar. Sólo un elfo había hecho eso antes. Abrió el postigo. Como si lo
hubiera invocado al pensar en él, Elrion surgió de la oscuridad. Había algo salvaje en
su apariencia. Tenía un aspecto diferente, aunque ella no podía determinar con
precisión qué diferencia había, a pesar de conocerlo desde la infancia.
—¿Qué hay, Elrion? ¿Qué sucede? —preguntó.
Le pareció oír detrás de él el gruñido de un animal grande. Tal vez sí que algún ser
salvaje se había perdido por la zona, después de todo, y Elrion estaba huyendo de él.
Eso podría explicar su aspecto alterado.

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—En el nombre de Isha, baja corriendo y abre la puerta, que me está siguiendo —
dijo él, pero lo hizo en voz baja, como si no quisiera que nadie lo oyera. Quizá tenía
miedo de atraer la atención de la criatura. Ella pensó en hacer sonar la campanilla
para llamar a los sirvientes, pero se dio cuenta de que sería más rápido bajar sin más y
abrir la puerta del recinto, como había hecho cuando eran más jóvenes. Bajó
corriendo la escalera, quitó los cerrojos de la puerta y la abrió.
—Rápido, entra —dijo al tiempo que se asomaba por encima del hombro de él
para ver si la bestia aún andaba cerca. Creyó vislumbrar unos ojos brillantes que
destellaban en la oscuridad. Tenían algo de aterrorizador. Él pasó ante ella y entró en
el patio. En ese instante, el viejo Peteor salió de la mansión. Llevaba un arco en su
mano vieja de venas azules, cargado con una flecha y preparado.
—Me ha parecido oír que se disparaban flechas —dijo—. ¿Qué sucede? ¿Quién
podría venir de visita a esta hora de la noche?
—Sólo es Elrion —le tranquilizó Fayelle—. Alguna bestia que merodeaba en la
noche lo ha perseguido hasta aquí.
—Es una hora extraña para venir de visita —dijo Peteor. Elrion nunca le había
gustado, y eso había ido a peor cuando las historias de su estilo de vida libertino y sus
salvajes fiestas se habían hecho de dominio público en el vecindario.
—Tengo noticias urgentes para el príncipe Faldor —dijo Elrion, avanzando hacia
Peteor con las manos extendidas—. Es algo relacionado con la boda. No va a
celebrarse.
—¿Ha habido un accidente? ¿Le ha sucedido algo a Moralis? —preguntó Fayelle.
—¿Qué otra cosa habría podido traerlo hasta aquí a esta hora de la noche? —dijo
Peteor—. Las noticias que llegan después de haber oscurecido suelen ser malas.
—Me temo que Peteor tiene razón —dijo Elrion.
Pareció que le daba una palmada a Peteor en la espalda. El anciano elfo tosió y se
fue hacia delante. Un fluido rojo manó por su nariz y sus labios, y algo burbujeó
dentro de su pecho, provocándole dificultades para respirar.
—¿Estás enfermo, Peteor? —preguntó Fayelle.
Peteor se esforzó por decir algo. Levantó una mano e intentó aferrar a Elrion, que
se inclinó contra él y volvió a mover el brazo. Peteor se dobló por la mitad, y de su
pecho manó más fluido rojo. Fayelle corrió hacia Peteor.
—¿Qué te pasa? —preguntó, al tiempo que lo tocaba con una mano. Quedó
conmocionada al notar lo mojado que estaba y lo roja que tenía la mano cuando la
retiró. Entonces, de repente, se dio cuenta de lo que estaba sucediendo—. Estás
sangrando.
De la boca de Peteor surgieron burbujas rojas de espuma cuando él intentó hablar.
Abrió los ojos de par en par y se desplomó boca abajo.
—Está muerto —dijo Elrion.

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Fayelle se sintió marcada y presa del pánico, y no acabó de entender muy bien qué
estaba pasando, ni siquiera al ver el cuchillo teñido de rojo en la mano de Elrion.
—Y me temo que todos los demás de esta casa también lo estarán muy pronto.
Ahora, ven aquí, hay alguien a quien debo presentarte.
Le retorció un brazo a la espalda con brusquedad y la empujó hacia la puerta, al
parecer sin que le importara ya que sus gritos despertaran a los habitantes de la casa.
Se iban encendiendo luces por todas partes y ella oía a los criados que se movían en el
interior.
De las sombras emergió una figura humanoide, siniestramente hermosa y
enorme. Era el elfo de aspecto más apuesto que ella hubiera visto jamás, salvo por el
hecho de que sus pies estaban rematados por pezuñas, un brazo acababa en una pinza
de cangrejo y unos curvos cuernos de cabra le crecían en la frente. Fayelle abrió la
boca para gritar e inspiró una enorme bocanada de perfume almizcleño extrañamente
sedante. De pronto, se sintió inundada por el impulso de extender una mano y
acariciar la piel desnuda del elfo con cuernos de cabra. Él pareció entenderlo y le
dedicó una sonrisa. Fue la sonrisa más encantadora del mundo.
—Saludos, linaje de Aenarion —dijo con la voz más conmovedora imaginable—.
Deberías alegrarte. Serás la primera en conocer mi venganza. Y serás la primera cuya
alma ofreceré a gritos a mi dios.

* * *
A la mañana siguiente, al despertar, Tyrion se encontró con un montón de prendas
nuevas sobre la mesa de su habitación. Bajo la mesa había una completa colección de
calzado nuevo. Dentro de una caja de madera de sándalo encontró un collar, una
gargantilla y un par de anillos con una piedra del sol engarzada. Se vistió con todos
los atavíos, incluida una muy lujosa capa ribeteada con paño de oro, y estudió su
imagen en el espejo. Era la viva imagen del príncipe asur, pensó, pero no se parecía a
sí mismo.
Mientras se estudiaba, entró un sirviente sin llamar a la puerta.
—Korhien Espadón de Hierro solicita su presencia en el patio, príncipe Tyrion. Al
parecer, le gustaría darle una clase de esgrima.
—Por favor, dígale a Korhien que bajaré de inmediato.
Comenzó a cambiarse las prendas de ropa nuevas por las viejas que había usado
durante el viaje porque no quería que algo tan hermoso se estropeara durante una
práctica de esgrima. El criado lo observó durante unos momentos, sin comprender, y
luego recogió una camisa y un par de calzones y dijo:

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—Creo que sabrá que estas prendas han sido hechas para que las lleve durante la
práctica. Se me dijo que me llevara todas tus viejas prendas de ropa y las quemara.
Tyrion rió.
—Me pondré lo que me ha sugerido, pero no queme mi vieja ropa. Hágala lavar y
zurcir, y que me la devuelvan. Tal vez aún pueda darle algún uso.
—Como desee, señor. —El sirviente parecía confuso. No lograba imaginar para
qué querría aquellos harapos.
Tyrion decidió que era mejor así. Tenía la idea de hacer algo para lo cual podrían
resultarle útiles aquellas prendas. No estaba seguro de querer que sus parientes se
enteraran aún del asunto.

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DOCE

—Te agradezco que te reúnas con nosotros —dijo Korhien Espadón de Hierro. El
corpulento elfo se había quitado la túnica y parecía haber terminado hacía poco un
combate de esgrima con espadas de madera.
En las proximidades había un grupo de elfos de aspecto más joven que sujetaban
sus armas en posición de en guardia.
Korhien le lanzó una espada de madera para prácticas. Tyrion la atrapó con
facilidad por la empuñadura mientras giraba en el aire.
—Te agradecería que tuvieras la amabilidad de demostrar tu técnica dentro del
círculo de práctica.
Tyrion vio que se había trazado un círculo con tiza en el centro del patio. Entró en
él con la espada preparada. Korhien tosió. Los otros estudiantes rieron. Tyrion miró a
Korhien.
—No careces de ánimo, muchacho —dijo Korhien—. No estoy tan seguro acerca
de tu prudencia, pero tu valentía es impresionante.
Señaló una repisa que contenía un traje protector acolchado igual al que llevaban
los demás. Tyrion sonrió al darse cuenta de su error, fue hasta la repisa y se enfundó
el traje protector. No era necesario que le enseñaran cómo hacerlo. Era como si
hubiera nacido sabiendo cómo se ataban las correas del modo correcto. Cuando hubo
acabado, volvió al círculo.
—¡Atharis! —dijo Korhien—. Tú te enfrentarás al príncipe Tyrion.
—Como quiera, señor —dijo un elfo apuesto, de pelo rubio, que avanzó y entró en
el círculo de práctica. No era tan alto como Tyrion, pero estaba bien musculado, y era
ágil. La nariz se le había roto, aunque no se le había soldado mal, y su boca tenía un
gesto cruel. Parecía que se tomaba todo aquello muy en serio.
—Intentaré no hacerte daño —dijo en voz muy baja. El tono de su voz indicaba
que tenía intención de hacer exactamente lo contrario de lo que decía.

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—Es muy amable por tu parte —respondió Tyrion. Se movió con mayor lentitud
y torpeza de lo normal. Vio que Atharis sonreía con desprecio cuando él sujetó el
arma de práctica de un modo deliberadamente incorrecto—. Me esforzaré para hacer
lo mismo.
—¡Comenzad! —ordenó Korhien.
En cuestión de tres golpes, Tyrion ya tenía a Atharis tumbado de espaldas en el
suelo. ATyrion, el otro estudiante le pareció muy lento y sus movimientos, muy
predecibles. Korhien lo miró por el rabillo del ojo.
—Como podéis ver, el príncipe Tyrion no es tan simple como le gusta aparentar
—dijo.
Korhien entró a grandes Zancadas en el círculo y se dirigió al grupo de
estudiantes a su alrededor:
—En caso de que tengáis alguna duda, el príncipe Tyrion posee dotes
excepcionales. Haréis bien en no subestimarlo como ha hecho Atharis. En esto hay
una lección sobre el combate en general. No juzgues nunca a tu enemigo por lo que te
cuenten de él. No lo juzgues por las apariencias. No lo juzgues por lo que diga de sí
mismo. Júzgalo por el modo en que lucha contra ti. Podrías vivir más tiempo si así lo
haces.
Le hizo un gesto a Tyrion para que abandonara el círculo y se reuniera con los
demás estudiantes. Tyrion obedeció, y por el camino ayudó a Atharis a levantarse. El
otro elfo le dedicó una sonrisa pesarosa.
—Todos estáis aquí para aprender a luchar —dijo Korhien—. Yo estoy dedicando
tiempo a enseñaros. No hay tantos elfos como para que podamos permitirnos el lujo
de perder a ninguno. Cada vida asur perdida es un golpe terrible para nuestro pueblo
y no podemos permitirnos sufrir bajas. Tenéis el deber de sobrevivir. Tenéis el deber
de aseguraros de estar forma y tener aptitudes. Tenéis el deber de aprender de
vuestros errores y dominar vuestras armas. Todos vosotros, y en esta afirmación
incluyo al dotado príncipe Tyrion, tenéis mucho que aprender, pero disponéis de
tiempo para aprenderlo, y lo aprenderéis. Tengo la intención de asegurarme de que
así sea.
—Todavía pronunciando ese viejo discurso, Korhien —dijo una voz burlona
desde debajo de los arcos del pórtico.
—¿Por qué no, príncipe Iltharis? Es un buen discurso, y hay verdad en él. —A
Korhien no pareció importarle la burla.
Tyrion estudió al príncipe Iltharis cuando apareció a la vista de todos. Era un elfo
alto y delgado, de pelo oscuro y piel muy blanca, con penetrantes ojos grises y de
modales lánguidos. Iba vestido con ropas de un elaborado estilo erudito. Llevaba
varios pergaminos negligentemente sujetos bajo un brazo.
Se acercó a paso tranquilo para inspeccionar a los estudiantes y luego sonrió y se

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inclinó ante Korhien.
—En efecto, lo es, ¿y quién podría estar en desacuerdo con tu sensiblería?
—Al parecer, tú.
—Ni en lo más mínimo, querido compañero… sólo me gustaría que lo expresaras
de un modo menos pomposo y ligeramente más original.
—Ya veo que estás decidido a minar mi autoridad ante mis estudiantes, Iltharis.
—Estabas haciéndolo bastante bien sin mi ayuda, Korhien. Me sorprende que
pudieran evitar reírse de ti.
A Tyrion le asombró que un elfo fiero como Korhien tolerara aquellas bromas,
pero vio que al León Blanco no le molestaban en absoluto y que, de hecho, se divertía
con ellas.
—Tal vez preferirías entrenarlos en mi lugar.
—No se me da ni remotamente bien ser maestro de armas —dijo Iltharis—. Mi
fuerte son más bien la poesía y la historia. Cuando se trata de enseñar, en cualquier
caso.
—Eso es algo en lo que ambos podemos estar de acuerdo, amigo mío. ¿Tal vez no
te importe, entonces, dejarme dar la clase?
—Por supuesto que no. Quizá me quede a observar. A lo mejor aprendo algo.
Korhien rió.
—No sé por qué, lo dudo, pero por supuesto que puedes quedarte.
—Bueno, en cualquier caso estoy interesado en tu alumno más reciente. En estos
momentos escribo otra monografía sobre el linaje de Aenarion.
Tyrion pasó las horas siguientes practicando esgrima, absorto en la actividad
física, aprendiendo todo lo que Korhien tenía que decir. Durante todo ese tiempo se
dio cuenta de que el príncipe Iltharis lo estudiaba con ojo vigilante. Descubrió que
estaba cansándose un poco de que lo inspeccionaran con tanta atención y de manera
constante.
—Tu nuevo alumno es muy excepcional, Korhien —dijo el príncipe Iltharis al
cabo.
—En efecto —replicó el León Blanco.
A Tyrion lo irritó que aquel petimetre emitiera juicios sobre él.
—Tal vez te gustaría probar un combate de espadas —dijo Tyrion.
Iltharis lo miró y le dedicó una sonrisa burlona.
—No es algo que yo haría normalmente, pero en tu caso voy a hacer una
excepción.
Avanzó a paso tranquilo hasta el soporte de madera, examinó las espadas como
un entendido examinaría una botella de vino y escogió la que más le gustaba. Un
momento más tarde estaba sujetándose el traje protector de prácticas.
Tyrion no pudo evitar darse cuenta de que, a pesar de sus lánguidos modales,

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tenía un cuerpo musculoso. Iltharis se desperezó como un gran gato para
desentumecer la musculatura, saludó a Korhien y se volvió para encararse con Tyrion.
—Cuando estés preparado, joven príncipe —dijo.
El resto de los estudiantes observaban con interés. Algunos sonrieron. Uno o dos
rieron abiertamente. Tyrion se preguntó en qué se había metido.
Se acercó al príncipe Iltharis con la espada preparada. Intercambiaron un par de
golpes y la espada de Tyrion salió volando de su mano. Este último repasó
mentalmente lo que había sucedido. Iltharis había empleado un truco similar al que
había usado Korhien la primera vez que se habían batido, pero lo había hecho con
una rapidez mucho mayor. La velocidad de sus reflejos era asombrosa. Tyrion
sospechó que, por primera vez en su vida, se había encontrado con alguien todavía
más rápido que él.
—Ha sido un buen truco ese con el que me has desarmado. Apuesto a que no
puedes hacerlo otra vez.
Iltharis alzó una ceja.
—¿Qué te apuestas?
Tyrion sintió que su bochorno aumentaba. No poseía nada, ni siquiera la ropa que
llevaba puesta.
—Era una manera de hablar —replicó sin convicción.
—El príncipe Iltharis es también muy rico —dijo Korhien—. O lo es su familia, lo
que viene a ser lo mismo.
—Tus raíces plebeyas se hacen evidentes, Korhien. Se diría que casi estás celoso.
—Lo único que te envidio, príncipe, es la destreza con la espada.
—Bueno, siempre es agradable que te envidien por algo. Pero yo estaba hablando
con tu joven amigo acerca de los términos de una apuesta.
—No tengo nada que ofrecer —dijo Tyrion, que, como siempre, pensaba que la
honradez era lo mejor—. Como ya he dicho, era una manera de hablar.
—Yo le prestaré una moneda de oro —intervino Korhien.
—¿Estás seguro, amigo mío? Sé que para ti es una suma de dinero importante.
—No la quiero —dijo Tyrion.
—Puede que no tengas la riqueza de Aenarion, pero tienes una parte de su orgullo
—señaló Iltharis—. Puedo establecer para la puesta unos términos que creo que
resultarán aceptables.
—Adelante —dijo Tyrion.
—Si gano yo, tú me harás un favor cuando yo te lo pida. Si ganas tú, yo haré lo
mismo.
—Me parece justo —dijo Tyrion.
—Yo no aceptaría con tanta rapidez, portero —dijo Korhien—. No sabes cuál
podría resultar ser ese favor.

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—Nada deshonroso ni perjudicial para tu orgullo ancestral —dijo Iltharis—.
Puedes tener esa certeza.
—Muy bien —contestó Tyrion.
Volvieron adoptar a la postura de lucha. Esta vez, el ataque de Tyrion fue menos
temerario y vigiló a Iltharis para contrarrestarlo en el momento en que empleara la
misma técnica de desarme. Cuando lo hizo, estaba preparado para ello. Su respuesta
fue rápida y segura, y casi lo logró. En lugar de acabar desarmado él, casi desarmó a
Iltharis.
Al otro sólo lo salvó la rapidez felina de sus reflejos. Saltó hacia atrás y le asestó a
Tyrion un golpe en una rodilla, paralizándola, para luego derribarlo con un poderoso
golpe en el pecho.
Con pesar, Tyrion se levantó. Sentía la pierna entumecida porque le había
golpeado un nervio.
—Creo que he perdido la apuesta —dijo.
Iltharis negó con la cabeza.
—No. La has ganado. No he podido volver a desarmarte con la misma técnica.
Tenías toda la razón. —Alzó la espada de madera en un intrincado saludo y la
devolvió al soporte—. Te felicito, Korhien. Tu alumno es todo lo que has afirmado, y
más.
Tyrion miró al León Blanco. Al parecer, su profesor e Iltharis habían estado
hablando de él en privado y la aparición de este último no había sido una mera
casualidad.
—Eres muy amable por decirlo.
—No, Korhien, lo digo sinceramente. Y ahora, debo darte las gracias por este
interesante entretenimiento matinal y despedirme. —Dicho esto, el príncipe Iltharis
hizo una reverencia y se alejó a través del patio.
En ese momento, los otros alumnos estaban mirando a Tyrion con algo parecido
al sobrecogimiento. Al parecer, el príncipe Iltharis era muy conocido y respetado
entre los jóvenes guerreros del palacio de Mar Esmeralda.
—¿Quién es? —preguntó Tyrion a Atharis, cuando Iltharis desapareció de la vista.
—El príncipe Iltharis es una de las espadas más mortíferas de todo Ulthuan. Ha
matado a más elfos en duelo de lo que cualquiera puede recordar. Algunos rumorean
que desempeña las funciones de asesino para su casa.
—¿Es un asesino?
—A veces los duelos se libran por algo más que por cuestiones de honor. En
ocasiones se libran para eliminar inconveniencias políticas o como parte de
maniobras políticas.
Tyrion se quedó mirándolo durante un largo rato y luego sonrió.
—Empiezo a entender por qué todos vosotros os tomáis tan en serio estas

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prácticas.
—Son, como ha dicho Korhien, un asunto de vida o muerte. A veces las
consecuencias son aún mayores para nuestra casa y nuestras familias. Pero dudo de
que tú tengas que preocuparte mucho al respecto.
—Sí que tengo que preocuparme si el príncipe Iltharis viene a por mí. O si lo hace
cualquiera más o menos igual de bueno que él.
—Hay muy pocos así de buenos en Ulthuan, y su casa es aliada de la nuestra.
—Las alianzas siempre pueden romperse —dijo Tyrion.
—Veo que captas la política con tanta rapidez como el uso de la espada —
respondió Atharis—. Podríamos ser amigos útiles entre nosotros.
Tyrion tendió la mano y estrechó la de Atharis.
—Siempre me vendrá bien un amigo —dijo.

* * *
Al despertar, Teclis se encontró con que Malene estaba sentada en su cama. Parecía
un poco preocupada.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó Teclis. Lo último que recordaba era ver a Tyrion
marcharse hacia su clase de esgrima. Se había acercado a la mesa y se había inclinado
para recoger algo. Entonces se había mareado…
Se le cayó el alma los pies. Al parecer, la enfermedad volvía a hacer acto de
presencia.
—Has estado enfermo —dijo ella. Parecía triste—. Creo que últimamente has
estado extralimitándote. No te has recuperado tanto como parecía. Parece que no soy
tan buen alquimista como pensaba.
—Sí que lo eres. Nunca en la vida me había sentido mejor que en los últimos días
—dijo Teclis.
—A pesar de todo, debes tener cuidado de no esforzarte demasiado. Aún estás
lejos de tener buena salud.
—Creo que soy el más indicado para entenderlo —replicó Teclis, haciendo un
gesto hacia su cuerpo tumbado.
Malene sonrió. Alguien llamó a la puerta con los nudillos, un extraño redoble de
golpecitos diferente de cualquier manera de llamar que Teclis hubiera oído antes.
Malene pareció reconocerlo.
Hizo una mueca.
—Adelante —dijo.
Entró un elfo alto y ágil. Tenía el pelo oscuro y unos penetrantes ojos grises. Su

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piel era pálida comparada con la de los elfos de Lothern. Sus modales eran en todo
exquisitos. Su atuendo tenía la elegancia de un dandi. Ante él flotaba un suave
perfume persistente.
—Ah, la encantadora dama Malene. Me dijeron que te encontraría aquí —explicó
—. Y éste debe de ser tu nuevo alumno. Esperemos que sea tan buen estudiante de
magia como su hermano lo es de la espada.
—Príncipe Iltharis —saludó la dama Malene con voz sedosa—. Es un placer verte,
como siempre. —No hablaba como si fuera un placer. Su expresión era tan reservada
como siempre.
—Soy el príncipe Iltharis —dijo el elfo, haciendo una reverencia formal y
sonriendo. Tenía una sonrisa encantadora, abierta y cordial—. Puesto que la dama
Malene no ha creído conveniente presentarnos, tal vez quieras hacerme el favor de
decirme tu nombre.
—Soy el príncipe Teclis.
—Excelente. Como sospechaba, eres el hermano de ese espléndido espécimen que
está en el patio.
—He oído decir que estabas dándole una lección con la espada —dijo la dama
Malene.
—Las noticias vuelan por aquí. No necesita que le dé muchas lecciones, ni yo ni
ningún otro, por cierto. Tiene un talento natural para la espada.
El príncipe Iltharis acercó una silla a la cama. La transportó con una sola mano,
aunque estaba hecha de pesada madera tallada. Teclis pensó que era más fuerte de lo
que parecía.
—Eso es todo un elogio viniendo de ti —dijo Malene, sin parecer convencida. Se
volvió a mirar a Teclis—. Korhien dice que el príncipe Iltharis es el elfo que mejor
maneja la espada en Lothern, posiblemente en Ulthuan.
Teclis archivó esa información. Iltharis no parecía un guerrero, sino un erudito.
Decidió que había muchísimas cosas que eran engañosas en aquellos elfos.
—Korhien me tiene en demasiada estima —dijo Iltharis.
—Esta tarde estás de un humor inusitadamente modesto —respondió la dama
Malene.
—Tal vez me intimida la grandiosidad del entorno —dijo Iltharis con tono burlón
—. El palacio de Mar Esmeralda tiene un aspecto especialmente imponente. Estáis
gastando un montón de dinero en celebrar este Banquete de la Liberación. ¿Hay
alguna razón en particular para ello?
Miró deliberadamente a Teclis.
Por supuesto, pensó Teclis, si la casa de Mar Esmeralda quería hacer hincapié en
los lazos que la unían al linaje de Aenarion, aquél era justo el momento del año más
adecuado para recordárselo a la gente.

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—La temporada comercial ha sido buena —replicó Malene—. Todos los barcos
han vuelto a casa con las bodegas llenas de valiosos cargamentos. Una parte del oro se
está utilizando para entretenimiento de las familias.
—Así pues, no es cierto, no estáis haciendo una declaración.
—¿A qué declaración te refieres, príncipe Iltharis?
—La habitual que los elfos de Lothern se sienten siempre obligados a hacer. Que
son más ricos que el resto de nosotros y que cuentan con el apoyo del Rey Fénix. Y,
por supuesto, que están directamente emparentados con el elfo más famoso de todos.
—Dudo que seamos en nada más ricos que tu familia, príncipe Iltharis. La casa de
Monte de Plata es fabulosamente rica.
—Y también prodigiosamente antigua —añadió Teclis—. Sus miembros han
ganado fama al servicio de numerosos Reyes Fénix y el linaje ha producido una gran
cantidad de importantes hechiceros.
Iltharis ladeó la cabeza y volvió a sonreír.
—Veo que eres todo un erudito, príncipe Teclis. ¿Figura la genealogía entre tus
intereses?
Malene sonrió, pero no dijo nada. Teclis ya empezaba a calar a Iltharis. Disfrutaba
provocando a la gente, haciendo que dijera más de lo que quería decir, para dejarse en
evidencia. Y tampoco temía que lo desafiaran a duelo. A pesar de sus lánguidos
morales, parecía tener una elegancia y una confianza perfectas. Teclis estaba dividido
entre la admiración y el desagrado.
—Tengo muchos intereses —replicó con voz suave.
—Los rumores dicen que uno de ellos es la magia y que la dama Malene te está
enseñando.
—¿Por qué estás aquí, príncipe Iltharis? —preguntó Malene. Su tono era casi
grosero—. El príncipe Teclis está enfermo.
—He oído decir que es un erudito, así que le he traído material de lectura.
Sacó de debajo del brazo unos rollos de pergamino y se los ofreció a Teclis. A
pesar de su inquietud, Teclis los aceptó y estudió, emocionándose cada vez más a
medida que iba leyéndolos.
—Éste es el original de la Historia de los magos de Saphery —dijo, incapaz de
evitar que el entusiasmo aflorara en su voz—. Escrita por el mismísimo Bel-Hathor.
Iltharis asintió con la cabeza.
—Es de mi biblioteca —dijo—. Puedes devolverlo cuando lo hayas acabado.
—Gracias —respondió Teclis, genuinamente complacido y sin el más leve rastro
de preocupación—. Pero ¿por qué me prestas esto? No me conoces.
—Conocí a tu padre, y a tu madre. Ambos eran amigos especiales para mí. Pensé
que podría ser agradable conocer a sus hijos. Y debo confesar que también tengo un
interés personal. Estoy escribiendo una monografía sobre el linaje de Aenarion y me

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pareció una buena idea conocer a los últimos miembros de ese linaje que serán
presentados ante el Rey Fénix. ¡Quién sabe qué grandes hazañas llegaréis a vivir tú y
tu hermano en el futuro!
Malene estudiaba con atención al príncipe. Su rostro tenía una expresión más fría
que nunca.
—Estoy segura de que el príncipe Teclis se siente agradecido por tus regalos,
príncipe. Pero tal vez sería mejor que ahora lo dejáramos solo. Es necesario que
descanse para que pueda recobrar fuerzas.
—Yo no soy tan fuerte como mi hermano —dijo Teclis con inquietud. El ataque
de tos se intensificó hasta quedar casi doblado por la mitad.
La dama Malene sacó un pequeño frasco de un cordial coloreado, que le entregó.
Él se lo bebió y se le pasó el ataque de tos, aunque lo dejó con los ojos enrojecidos y
resollando. Teclis estaba habituado a que los elfos se apartaran de él durante esos
ataques, pero Iltharis no lo hizo. Se sorprendió al ver algo semejante a la compasión
en sus ojos de elfo.
Pareció que estaba a punto de decir algo, pero, en ese momento, Korhien Espadón
de Hierro atravesó la entrada arqueada cercana. Sonrió a la dama Malene y le besó la
mano, para luego inclinarse ante el príncipe Iltharis dentro de su habitual estilo
exuberante. A Teclis le hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.
—Veo que estáis pasando un buen rato —dijo.
—Sospecho que el príncipe Teclis está pasándolo menos bien que el resto de
nosotros —dijo Iltharis—. Tal vez deberíamos marcharnos a otra parte.
—Tal vez deberíamos hacerlo —dijo la dama Malene.
El príncipe Iltharis le hizo una reverencia a Teclis antes de marcharse.
—Estoy deseando comentar contigo esos rollos de pergamino en algún momento
futuro. Será agradable tener a alguien civilizado con quien hablar por aquí.
Teclis desplegó los rollos. A pesar de lo débil que estaba, no pudo evitar ponerse a
leerlos.

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TRECE

Al llegar a casa, el príncipe Iltharis se dirigió hacia sus aposentos, situados en el ala
antigua del palacio de Monte de Plata, en la planta baja. El edificio era sumamente
antiguo, y esa parte no parecía haber sido sometida a muchas reformas en los últimos
siglos.
Dos tapices de más de dos mil años de antigüedad colgaban de la pared,
conservados por la magia entretejida en ellos. Los pasillos estaban flanqueados por
bustos con la cara de elfos muertos milenios antes, pero que aún eran recordados y
venerados por sus descendientes.
Iltharis miró a su alrededor, sonriendo con afecto, y luego cerró la puerta con
llave. Echó las cortinas para impedir que entrara la luz y luego se retiró hacia las
habitaciones situadas más al interior, cerrando las puertas con llave a su paso.
Una vez llegó a la habitación situada más al fondo de sus aposentos, abrió con una
llave un armario de cristal y sacó un narguile y algunas varillas de incienso. De dentro
de una bolsita extrajo un narcótico de bastante dudosa reputación, además de muy
costoso, y lo metió dentro del narguile antes de encenderlo, de modo que el aroma
fuera ligeramente perceptible en todas las habitaciones y le proporcionara una
explicación plausible para cualquiera que se preguntara por qué había echado llave a
tantas puertas.
Hizo girar la llave dentro de la última cerradura, que era muy sólida, al igual que
la puerta en la que estaba encajada. Se había colocado en tiempos más revueltos con el
fin de proteger a los ocupantes de los asesinos profesionales. Para derribar esa puerta
se necesitarían un grupo de elfos fuertes, y mucho tiempo.
Una vez completados los preparativos, apartó los drapeados de la pared y, con la
facilidad de la larga práctica, presionó una placa que había en la pared. Una sección
del muro rotó y dejó a la vista un pasadizo secreto que había al otro lado.
Originalmente se había construido como una vía de escape para los ocupantes de la

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cámara protegidos por aquella recia puerta. Iltharis cerró el panel secreto a sus
espaldas y descendió por la rampa que recorría una larga distancia por debajo de la
ciudad.
El aire se volvió más viciado, con olor a humedad. El pasadizo se hizo más oscuro.
El príncipe Iltharis avanzaba por él con notable soltura, habida cuenta de la ausencia
de luz. Finalmente, sus pasos lo llevaron hasta un final sin salida. Allí levantó una
mano y encontró otra placa situada demasiado arriba como para que alguien pudiera
encontrarla por casualidad. Se abrió otra puerta secreta. Iltharis la atravesó y la cerró
detrás de sí; a continuación extendió una mano y encontró una linterna colgada, que
encendió de inmediato. En aquel lugar, en las profundidades de la Tierra, protegido
por una gran cantidad de hechizos y de toneladas de sólida roca situadas por encima
de él, contempló un potente artefacto mágico.
En el centro de la sala se erguía un enorme espejo plateado. Estudió su reflejo en él
durante un momento, sonrió y tragó con nerviosismo. Se pinchó un pulgar, untó
sangre en la superficie del espejo e inició un hechizo de invocación.
A medida que salmodiaba, la temperatura iba descendiendo. Al principio el espejo
se veía nublado, como si la respiración de un gigante estuviera empañando el cristal,
pero luego, en sus profundidades, se hizo visible una fría luz azul y la imagen del
espejo se volvió más nítida, aunque ya no reflejaba el entorno del príncipe Iltharis.
Se encontró mirando una vasta sala dominada por un imponente trono de hierro
en el cual se reclinaba una enorme figura acorazada. El personaje parecía
desproporcionado para su entorno, como un adulto sentado dentro de una casita para
niños. En su armadura refulgían unas runas terribles, pero el resplandor de esa magia
fatal no era más aterrador que el de sus ojos. Iltharis los miró y, como siempre, lo
conmocionó la fuerza de voluntad del personaje.
Iltharis reprimió un escalofrío y se obligó a mirar a los ojos a su señor, Malekith,
el Rey Brujo de Naggaroth.
—Y bien, Urian, ¿qué tienes que informar? —La voz era fría e inhóspita, y
hermosa a su extraña manera, del mismo modo que eran hermosos los helados
paisajes rodeados de hielo del norte de Naggaroth.
—Saludos, majestad. He visto a los últimos del linaje de Aenarion, que van a
presentarse ante la corte del Falso Rey.
—¿Y?
—Son… fuera de lo corriente.
—¿En qué sentido?
—Son gemelos. Uno de ellos es un guerrero nato y el otro será un mago de
considerable poder, a menos que mucho me equivoque.
—¿Presentan los signos de la Maldición?
—Teclis, el que será mago, está físicamente muy débil. No sé si vivirá mucho

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tiempo más.
—En ese caso, no creo que vaya a ser una preocupación muy grande para
nosotros, para bien o para mal, ¿no te parece? ¿Qué me dices del otro?
—Tyrion sí que parece pertenecer de verdad al linaje de Aenarion, señor. Es alto y
bien formado, muy rápido y fuerte. Si vive, se convertirá en un guerrero sumamente
formidable.
—¿Tan bueno como tú, Urian?
—Dudo que llegue a vivir durante tanto tiempo, señor. Corre el rumor de que el
Culto de la Espada Prohibida está planeando ya su muerte. —Ese culto tramaba la
muerte de cualquiera que ellos pensaran que sería capaz de sacar la Espada de Khaine
y así acabar con el mundo. Eran idiotas, pero se trataba de unos idiotas peligrosos, y
contaban con algunos duelistas muy mortíferos como parte de su ancestral
conspiración.
—Pero ¿y si vive, Urian?
—Entonces, sí señor. Es posible que se convierta en mi igual.
—Tiene que ser realmente formidable.
—Lo es, señor. Y a decir de todos, es rápido de mente y está dotado para la
estrategia.
—¿Presenta los signos de la Maldición, Urian? ¿La Maldición?
—No hasta el momento, señor, pero es muy joven. ¿Qué quieres que haga con él?
—Vigílalo de cerca, Urian. Si manifiesta algún signo de la Maldición, lo dejaremos
vivir. Si no…
—Sus deseos son órdenes, señor. ¿Y con respecto al otro, el enfermizo?
—No da la impresión de que pueda convertirse en un problema, ¿verdad?
—No, señor. La verdad es que no.
—A ti te caen bien, ¿no es cierto, Urian?
Como siempre, Iltharis se sorprendió ante la perspicacia de su señor. No sabía por
qué le sorprendía. Era imposible gobernar un reino como Naggaroth durante largas
eras sin tener una profunda comprensión del corazón élfico.
—Así es, señor —dijo Iltharis. Siempre había pensado que la honradez, en la
medida en que pudiera permitírsela, era la mejor política para tratar con su señor.
Había visto demasiados elfos sufrir una suerte terrible por mentirle a Malekith.
—Espero de verdad que no estés ablandándote allí, entre nuestros degenerados
parientes, Urian.
—Haré todo lo necesario, señor. Como siempre.
—Lo sé, Urian. Por eso eres el siervo en quien más confío.
Hizo un gesto y el gran espejo se oscureció. Una vez más, Iltharis se encontró ante
su propio reflejo. Rió sonoramente por las últimas palabras de su señor. Malekith no
confiaba en nadie. Iltharis comenzaba a sospechar que él mismo pudiera estar

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destinado a morir.
«Nadie vive eternamente», murmuró para sí. «Ni siquiera tú, Malekith», pensó,
pero no verbalizó esa parte. Ni siquiera allí abajo podía uno saber jamás quién estaba
escuchando. El Rey Brujo tenía ojos y oídos por todas partes.
Urian se miró en el espejo ahora inactivo. No estaba seguro de reconocerse ya. Se
acarició la larga cabellera oscura que le caía hasta los hombros. Al principio, antes de
que lo escogieran para convertirse en lo que era en ese momento, tenía el pelo blanco.
Estaba bastante seguro de eso. Había tenido la piel pálida y llena de pecas. Sus ojos
habían sido simplemente verdes. Había tenido la nariz respingona para ser un elfo. O
tal vez su pelo había sido del color del cobre. La verdad era que no podía recordarlo.
Sus recuerdos estaban distorsionados y había habido épocas en las que no había
estado muy cuerdo. De eso estaba seguro.
Le habían quitado ya tantas veces la piel para reemplazársela por la de otros elfos
desollados… Le habían recolocado los huesos de la cara. Le habían sustituido los ojos
por globos oculares robados de las cuencas oculares de algún otro elfo y conservados
en frascos de salmuera alquímica. Se tocó los párpados, preguntándose a quién
habrían pertenecido aquellos ojos; a un elfo, por supuesto, pero no sabía si a un alto
elfo o a un elfo oscuro. Al fin y al cabo, no había ninguna diferencia real entre ellos.
¿Quién lo sabía mejor que él?
¿Cuántas horas había pasado él encadenado a los altares de Naggarond mientras
cirujanos brujos le operaban con bisturíes manchados de sangre, arrancándole la piel
para injertarle otra por medio de la magia? ¿Cuántos días había pasado con el cerebro
mágicamente alterado para percibir el placer como dolor y el dolor como placer, salvo
en los momentos en que los cirujanos, para divertirse, habían preferido dejar que los
hechizos se desactivaran? ¿Cuántas semanas dedicaría un día a vengarse de aquellos
mismos magos?
Alzó la copa y brindó por sí mismo. El vino era pálido e insípido, pero lo
guardaba allí para tener algo con lo que templar los nervios después de cada pequeña
charla con su señor. Echaba de menos los caldos alucinógenos de Naggaroth, al igual
que echaba de menos los juegos de gladiadores y la facilidad con la que se conseguían
muchachas esclavas. Había tenido un harén de mujeres en su palacio de Naggarond,
con las que había hecho lo que quería y de las que se había deshecho como le había
apetecido una vez se había hartado de ellas. Eso había sido en otra vida, una que en
ese momento le parecía un sueño. Y tal vez lo había sido. Quizá había sido siempre el
príncipe Iltharis y estaba loco, y la vida de Urian Poisonblade, paladín de Malekith,
era una especie de fantasía desquiciada. O tal vez sólo deseaba que así fuese.
Sonrió burlonamente, y su reflejo le devolvió la sonrisa. Había llevado tantas caras
diferentes, vivido tantas vidas distintas, que a veces perdía el hilo de esas cosas. Había
momentos en los que realmente creía ser el príncipe Iltharis y el fiel amigo del Rey

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Fénix y de Korhien Espadón de Hierro. Pensó que serlo no era malo, pero luego se
mofó de su propia debilidad.
Se estaba ablandando. Había pasado demasiado tiempo entre aquellas criaturas
sin carácter que se daban a sí mismos el nombre de altos elfos, y demasiado tiempo
alejado de la dura realidad de Naggaroth. Había crecido acostumbrado a tener que
llevar una docena de armas escondidas y a buscar la traición en las caras de aquellos
que se autoproclamaban como sus mejores amigos. Ahora, la única cara que veía que
ocultaba traición era la suya propia. Le hizo un guiño desde el espejo, y luego sonrió
con amargura.
Aquello no era lo que él había esperado, en absoluto. Llevar esa vida le resultaba
bastante agradable. Le gustaba ser respetado, y no solamente temido por su talento
con la espada. Le gustaba vivir entre gente que, en ocasiones, pensaba en otras cosas
aparte de su propios intereses.
En otros tiempos, al igual que todos los demás druchii, se había burlado de los
asur y de su hipocresía, del hecho de que pensaran que eran mejores, más morales.
Había llegado a darse cuenta de que, en algunos sentidos, lo eran. Aun cuando eran
hipócritas, esa misma hipocresía los hacía mejores que los elfos oscuros. El hecho de
que desearan parecer buenos, aunque fuese por las razones incorrectas, hacía que se
comportaron mejor.
Carecía de importancia que se ayudaran unos a otros porque querían que los
demás vieran que estaban a la altura de un ideal ancestral. El hecho era que, por la
razón que fuese, lo hacían. Y algunos creían de verdad en sus ideales: Korhien y el
joven príncipe Tyrion, por ejemplo, a menos que él estuviese muy equivocado. Eran
necios, por supuesto, pero era una necedad respetable. Y tampoco eran débiles, ya que
su necedad les dotaba de fuerza y valentía.
Bebió otro sorbo de vino y deseó que estuviese sazonado con venenos extáticos
preparados con loto pulverizado. En momentos como ése, los echaba de menos.
Antes de acudir a Ulthuan para encarnar el papel del príncipe Iltharis, que llevaban
mucho tiempo preparando para él los seguidores secretos que Malekith tenía en
Ulthuan, lo habían obligado a cumplir abstinencia durante meses. Había sido una
época dura. Había sufrido síntomas de abstinencia que habrían matado a otro
druchii. Había perdido la brillante y demente claridad que nunca jamás le había
proporcionado el hecho de tener la sangre limpia de drogas. Se daba cuenta de que, en
algunos sentidos, se había convertido de verdad en un alto elfo. Se había visto
obligado a vivir como ellos.
No era del todo desagradable. Ya no era propenso a la furia demente, ni a buscar
pelea con desconocidos por razones que nunca podía recordar bien al día siguiente.
Vivía en un lugar en el que eso no sería aceptable. Allí, los elfos necesitaban buenas
razones para matarse unos a otros, y no lo hacían sólo por darse un capricho

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momentáneo. Por supuesto, a veces echaba de menos poder hacer esas cosas. ¿Quién
no? Pero en esa época de su vida había descubierto que tenía menos cosas que
lamentar.
Lo admitía. En ocasiones deseaba ser capaz de olvidar quién era, sin más, y
convertirse en el príncipe Iltharis. Dejaría a un lado sus lealtades conflictivas y
personalidad fragmentada y se convertiría en una única cosa. Por un momento, sólo
por un momento, se permitió imaginar cómo se sentiría realmente.
Descartó la fantasía.
Había quienes sabían quién era, y no le permitirían hacer eso. Y aun en el caso de
que los matara, habría otros, observadores secretos de los que nunca sospecharía.
Informarían al Rey Brujo de su traición. Y Malekith no era un señor indulgente con
aquellos que lo traicionaban. Extendería su fría mano metálica y caería sobre él una
adecuada venganza. No había nada más seguro en esta vida.
No, aunque quisiera abandonar esa vida, no podía. No había escapatoria. No
podía hacer otra cosa que sacar el máximo partido de la situación.

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CATORCE

El príncipe Sardriane alzó la mirada y vio una cara hermosa y tranquilizadora. Era la
de una adorable mujer elfa, su madre. Se sintió sorprendido, pero no pudo recordar
muy bien por qué. Se sentía como si estuviera despertando de un profundo sueño
letárgico y aún no hubiese despertado del todo. Intentó sentarse, pero no lo consiguió.
Trató de mover los brazos, pero no pudo. Algo parecía sujetarle las manos y las
piernas, y cuando intentó levantar la cabeza, algo le hirió la garganta.
—¿Qué sucede? —preguntó.
—Calla —le dijo su madre—. No hay nada de lo que preocuparse.
¿Por qué estaba desnudo? ¿Por qué lo acariciaba ella de un modo tan lascivo?
La voz de ella tenía algo raro. Era como la voz de su madre, o más bien como sería
la voz de ella si estuviera sufriendo un gran dolor mientras hablaba. Parecía haber
algo extraño en su cabeza. De los lados de la frente le crecían dos pequeños cuernos
retorcidos. También su boca parecía un poco deformada, al igual que su cara.
Sardriane olisqueó el aire. Había un espantoso hedor a carne quemada, mezclado
con el de madera carbonizada. Volvió la cabeza hacia un lado, hasta donde se lo
permitió lo que fuera que lo retenía, y vio que estaba en su casa, o en lo que quedaba
de ella.
Se había hundido el tejado y las paredes parecían consumidas por el fuego. Unas
pocas de las tallas más intrincadas, de las que su padre había estado tan orgulloso, aún
se encontraban intactas, aunque negras de hollín por algunas partes, y color ceniza
por otras. Había algo más en el aire, un extraño perfume nauseabundo que era a la vez
empalagoso y atractivo. Olía a almizcle y podredumbre, e insinuaba otras cosas en las
que él no quería pensar.
—Ya recuerdo —dijo de repente. Recordó la caída de Tor Annan, el modo en que
la aullante horda demoníaca había corrido a toda velocidad hacia las murallas,
algunos adoradores que caían con flechas élficas clavadas, los demonios que no

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hacían caso de las saetas que habían sido encantadas por un mago.
Los seres alados que habían descendido del cielo y atacado primero las máquinas
de asedio y luego a los arqueros. La muerte había estado muy cerca de él durante los
primeros momentos de la batalla. Las furias aladas habían matado a los elfos a ambos
lados de Sardriane. Los demonios habían hundido las puertas y trepado por encima
de las murallas, matando a todos los que hallaban en su camino. Uno enorme se había
detenido junto a él, a punto de golpearlo, y luego, en el último segundo, a una orden
gritada por el que podría haber sido el jefe, había golpeado a Alfrik en su lugar.
Enloquecidos adoradores del Caos habían entrado en tropel a través de las puertas
destrozadas, aullando y salmodiando extáticamente mientras asesinaban.
Al principio, los elfos de Tor Annan habían luchado con valentía. Los arqueros
habían muerto en su posición, aún disparando saetas contra objetivos que hacían caso
omiso de ellas. Los guerreros habían intentado detener a los monstruosos demonios
de piel roja. Pero al continuar la lucha, se hizo evidente que no podían vencer a sus
enemigos. Algunos habían huido. Otros habían intentado rendirse. Y otros más, al ver
al jefe demoníaco de sus enemigos, habían sido poseídos por una extraña locura y
empezado a arrojarse a sus pies, para postrarse en extática comunión.
Sardriane había sido uno de los que habían huido. Había corrido por las calles
hacia el hogar ancestral que compartía con su madre y unos pocos criados ancianos.
Les había dicho que barraran la puerta y se prepararan para resistir un asedio.
Algunos de ellos, convencidos de que la muerte era preferible a caer en manos de los
enemigos, se habían quitado la vida con venenos que se guardaban para ese fin.
Sardriane había instado a su madre hacer lo mismo, porque temía lo que podría
suceder si ella cayera en las zarpas de los asaltantes. Ella se había negado, diciendo que
mientras él estuviera vivo, también lo estaría ella. Tenía tanto orgullo como él. A fin
de cuentas, también ella pertenecía al linaje de Aenarion.
Durante un tiempo se habían acurrucado en sus habitaciones mientras la ciudad
ardía a su alrededor y los gritos resonaban por las calles. Por el ruido parecía que en el
exterior se estuviera celebrando algún horrendo carnaval de tortura y maldad. Él rezó
para pedir que si esperaban durante el tiempo suficiente, pasaran inadvertidos para
los enemigos y pudieran escapar. Se odiaba a sí mismo por su cobardía. Se odiaba por
haber huido. Parecía algo indigno de sus orgullosos ancestros. La única defensa que
tenía era que era joven y no quería morir.
Al fin habían cesado los alaridos y se había atrevido a espiar a través de una
rendija que había entre los postigos cerrados de las ventanas. Había visto filas y más
filas de rostros silenciosos que observaban el edificio. Algunos de ellos pertenecían a
descarados demonios cornudos de piel roja. Otros pertenecían a adoradores del Caos.
Otros más eran de personas que en el pasado habían sido sus vecinos y que ahora
contemplaban su casa con una expresión aturdida, ausente y sutilmente alterada.

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Como si el hecho de mirarlos hubiese roto algún hechizo maligno, todos gritaron
y corrieron hacia la casa para derribar las puertas y divertirse por los pasillos del
hogar de Sardriane, destrozando los muebles ancestrales, quemando los ancestrales
tapices, mutilando y asesinando a los criados, aullando de insaciable sed de sangre y
algo más, un bajo placer primitivo que era aún más repulsivo que su deseo de hacer
daño.
Habían dominado a Sardriane y a su madre, y los habían llevado ante su jefe, una
extraña criatura cuyo contorno rielaba y cambiaba constantemente, sugiriendo a
veces una criatura demoníaca parecida a un cangrejo que se agazapaba en el interior y
otras, la más hermosa de las mujeres que jamás hubiera imaginado, y en ocasiones el
más noble de los reyes. Se había lanzado hacia el monstruo, intentando herirlo con
una daga que había arrebatado de la vaina de uno de sus torturadores, y lo habían
desmayado de un golpe en la cabeza.
Era lo último que recordaba hasta ese momento de funesta conciencia, cuando
había despertado y lo había consolado aquella maligna parodia de su madre. Deseó no
estar despierto en ese momento. Deseó no estar viendo nada. Deseó que todo fuera un
horrible sueño. Sabía que no lo era. En las últimas horas había visto morir a más elfos
de los que había esperado ver morir en toda su vida. Había sido testigo de cómo se
arrasaba toda una pequeña ciudad, y ni siquiera sabía muy bien por qué había
sucedido. La absoluta malevolencia de aquello era prácticamente incomprensible.
Volvió a cerrar los ojos y deseó que todo aquello desapareciera.
—Estás despierto, pequeño elfo. No finjas lo contrario. —La voz era de una
dulzura imposible, y de una malevolencia también imposible, y a pesar de todo,
guardaba una cierta semejanza con la de su madre.
—Vete al infierno —espetó él. Tenía la boca seca y le costó mucho hacer salir las
palabras, pero sentía la necesidad de compensar su anterior cobardía mostrándose
desafiante en ese momento, aunque no le sirviera absolutamente de nada.
—Lo haré, en su momento —dijo el ser que se parecía a su madre—. Y me
alegraré muchísimo de abandonar este tedioso lugar. Pero hay algunas cosas que
necesito arreglar antes de marcharme. Tú me ayudarás.
—Nunca.
—Ay, si que lo harás. Me ayudarás muriéndote. Cuando al fin puedas.
Sardriane tragó con dificultad. No le gustaba cómo pintaba todo aquello. Había
oído historias sobre lo que eran capaces de hacer los adoradores del Caos, y aquella
cosa era la señora de un culto de ese tipo. A juzgar por la carnicería que habían hecho
en la ciudad, lo que se contaba sobre su crueldad no era exagerado.
—No me importa.
—Eso es sencillamente perverso, cosa que admiro. No me digas que no sientes la
más leve curiosidad por saber por qué he aniquilado a todos los habitantes de tu

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pequeña ciudad y matado a toda tu familia, y sin embargo te he dejado vivo.
—Tengo otras cosas en la cabeza.
La risa del demonio fue dulce y burlona. Tendió una mano suave y le acarició una
mejilla. El contacto le provocó un estremecimiento de placer depravado, una chispa
mágica que saltó del uno al otro.
Al cabo de un instante, la punta de la garra de un pulgar le arrancó un ojo. No
sintió mucho dolor, sólo una extraña sensación a causa del desgarrón, y luego el tacto
de algo mojado al llenársele de sangre la cuenca ocular. El demonio murmuró algo,
levantó la mano y la giró. El cerebro de Sardriane sufrió una conmoción al intentar
asimilar el impacto de lo que estaba sucediendo. Un ojo flotaba en el aire por encima
de él, y lo miraba con el ojo que aún tenía en su cuenca ocular. Un fino cordón de
fibras nerviosas parecía conectarlo aún con su cabeza y le permitía mirarse a sí mismo
desde lo alto mientras lloraba lágrimas de sangre. El demonio tendió una mano y le
arrancó el ojo sano, de modo que pareció que sólo miraba su propio cuerpo desde
arriba. La visión se le aclaró y vio que estaba tumbado sobre un montón de cuerpos
desollados y retenido por tripas usadas a modo de cuerdas.
—Sí —dijo la voz, que ahora era sólo maliciosa—. Eso es lo que te espera al final,
aunque te confieso que siento la tentación de reanimar los cadáveres para que vuelvan
a representar la Mascarada de los Desollados. Tal vez más tarde…
Adelantó una mano y tocó la frente de Sardriane. El elfo, que lo observaba, vio
que su propia piel se abría y se separaba, y que el demonio pelaba su cuerpo como si
fuera una uva. Intentó tragarse la lengua, pero era algo que el demonio había previsto
y lo impidió.
—No, linaje de Aenarion —dijo—. A esta partida todavía le falta un rato para
acabar.
Sardriane tardó mucho rato en morir. Todo lo que el demonio había prometido se
cumplió.

* * *
Aquella noche, N’Kari había adoptado la forma de un poderoso guerrero humano
musculoso que tenía cabeza de toro y la mitad inferior del cuerpo de un caballo, lo
cual le permitía moverse con rapidez. Le gustaba la sensación de ser un cuadrúpedo.
Siempre le había parecido algo emocionante.
Ahora le resultaba mucho más fácil retener la forma durante más tiempo. Estaba
acostumbrándose a esa realidad y a sus restricciones. Estaba aprendiendo a utilizar los
flujos de su magia casi a voluntad.

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Detrás de él, su ejército esperaba instrucciones.
No era un contingente tan impresionante como él habría querido, pero iba
creciendo. En ese momento constaba de unas pocas docenas de demonios sometidos
y de varios centenares de adoradores del Caos. Algunos eran granjeros o
minifundistas reclutados de camino hacia Tor Annan. Muchos más se habían unido a
él después de que destruyera la ciudad en que vivían.
Las almas de aquellos que se habían negado a someterse a las extáticas disciplinas
del Culto del Placer habían sido rápidamente despachadas hacia el otro mundo,
usadas como carnada y alimento para los demonios que N’Kari había invocado con
ellas. En general, esto no había resultado necesario en más de la mitad de los casos. En
la mayoría de los elfos había una intensa predisposición al placer, y cuando les daban
a escoger entre la muerte y una vida de placeres esotéricos alimentados por las drogas,
un significativo número de ellos elegía lo correcto.
Los demás le habían proporcionado una interesante distracción.
En ocasiones, las lealtades familiares se habían roto y N’Kari había exigido que los
nuevos reclutas sacrificaran a aquellos que se negaban a unírsele para demostrarle su
lealtad. A veces, esto había hecho que los reclutas se lo pensaran mejor, y otras que los
conversos recalcitrantes se lo pensaran dos veces. En cualquier caso, le había
proporcionado unos pocos momentos de alivio del hastío. Se deleitaba con el sabor de
cualquier emoción fuerte, y al menos aquellos elfos eran buenos para eso.
—¿Tienes órdenes para nosotros, Gran Señor? —preguntó Elrion, que comenzaba
a estar demacrado, al pasarle factura las noches de placer y los días de horror. Sufría
espasmos, espumajeaba y estallaba en lágrimas de vez en cuando. En ocasiones se
ponía a despotricar ante los otros adoradores, a los que les soltaba sermones
aterrorizadores, si bien poco imaginativos, sobre la naturaleza del Caos y acerca de las
metas de su señor.
A N’Kari le gustaban aquellas narraciones y el modo en que adornaba los hechos,
y hasta el momento no había visto razón alguna para contradecirlo. En todo caso,
algunos de los pasajes más visionarios de Elrion habían hecho que el resto de los
miembros del culto se volvieran aún más devotos. El elfo había formado su propio
pequeño harén entre las impresionables adoradoras, pero no parecía obtener mucho
placer de él.
Algo típico de los mortales, en realidad. Tan difíciles de complacer. Si les dabas lo
que afirmaban que querían, descubrían de un modo inevitable que no era lo que
habían esperado ni deseado. Incluso para un devoto del Señor de la Perversidad, a
veces eso parecía un poco demasiado perverso.
Pensó en los que había matado en Tor Annan.
N’Kari sintió crecer en su interior el deseo de venganza. Ese deseo aumentaba con
cada muerte. Alimentarse de las almas del linaje de Aenarion hacía que tuviera ganas

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de más. En esos espíritus había algo que le daba más alimento y más poder que
cualquier otro que hubiese consumido Iba a necesitarlo, ya que su plan estaba
acercándose a su fase más difícil.
Había tardado mucho más de lo que le habría gustado en encontrar el lugar en
que se hallaba ahora, debido a las restricciones impuestas por esa realidad en su
capacidad para viajar. Incluso las extrañas sendas del Vórtice le habían permitido
moverse con mayor rapidez cuando había estado atrapado en su interior, y se había
acostumbrado a la libertad que le ofrecían. Había sido esto lo que había engendrado el
plan original, y la razón por la que había escogido para su huida el lugar al que había
regresado en ese momento.
Allí cerca había un monolito, y una entrada al extraño mundo subterráneo que los
primeros supuestos gobernantes del mundo habían creado para poder viajar con
rapidez de un punto a otro. Él podría invocar su poder y utilizarlo para sus propios
fines.
—Diles a mis más amados que se preparen. Van a presenciar un milagro —dijo el
demonio.
El rostro de Elrion se iluminó con curiosidad. Sabía que su señor no hacía ese tipo
de promesas a la ligera y que había que esperar algo ominoso y formidable. N’Kari
sonrió, dejando a la vista sus enormes colmillos. Extendió un brazo y acarició una
mejilla de Elrion con la mano rematada por garras.
—Si, pequeño mortal, vas a presenciar una poderosa brujería.
N’Kari se acercó al monolito.
Su visión demoníaca lo veía relumbrar, lo cual delataba el ligero escape de energía
del interior del Vórtice. Su sonrisa se ensanchó, sus colmillos destellaron a la luz de la
luna. Lo sabía todo sobre ese tipo de poder mágico y sobre el modo de esgrimirlo y
darle forma de acuerdo con sus propósitos. Allí iba a realizar una proeza de magia que
los elfos recordarían durante toda su existencia, la cual, Slaanesh mediante, no sería
muy larga, ni siquiera en los términos en que los mortales median el tiempo.
Allí iba a hacer algo que nunca se había intentado antes en ese mundo y que,
probablemente, nunca volvería a intentarse porque no había nadie que pudiera
igualar su conocimiento, poder mágico o destreza en aquel terreno. Tampoco había
nadie más que hubiera pagado el precio de permanecer encarcelado dentro del
Vórtice durante cinco milenios. Eso le había permitido mantener su forma allí, de un
modo que muy pocos demonios más podían lograr sin que los vientos de la magia
soplaran con fuerza. También iba a permitirle hacer algo más.
Decidió que iba a tener que hacer algunos sacrificios antes de comenzar. No era
que la magia los requiriera, sino que simplemente a él le gustaba comenzar toda nueva
aventura haciendo una ofrenda a su dios demonio patrón con el fin de congraciarse
con él y de que le trajera buena suerte. Era algo que no podía hacer ningún daño, que

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podría hacer un bien y que, como mínimo, le proporcionaría un cierto placer, que era
lo principal.
Utilizó el monolito como altar y le ofreció seis almas elegidas a Slaanesh. Aunque
por la fuerza de la costumbre les robó la mayor parte de la esencia para sí mismo,
estaba totalmente justificado porque para conjurar el hechizo que quería iba a
necesitar algo del poder que le proporcionaron.
Trazó una estrella de seis puntas con la sangre de las víctimas y colocó una cabeza
decapitada en cada una de las puntas. Una vez hecho esto, comenzó a salmodiar,
tanto para concentrar la mente como para impresionar a sus seguidores. Mientras
salmodiaba, trazó más líneas para formar un jeroglífico muy intrincado que
representaba un sendero entre el monolito que tenía delante y otro, situado a un día
de marcha del lugar en que vivía su siguiente víctima.
Visualizó mentalmente el túnel de luz que unía los dos puntos y, mientras
absorbía los poderes de la magia, impuso su visión particular del mundo al propio
mundo. Lo que estaba creando en su mente a través de los poderes de la magia
también estaba cobrando forma en los estratos maleables de la realidad de la que se
alimentaba el monolito.
Para cuando acabó el ritual, flotaba ante él en el aire una resplandeciente arcada
cuya superficie rielaba como agua aceitosa que reflejara la luz del fuego. Haciendo un
gesto con una zarpa, indicó a sus seguidores que la atravesaran. Los primeros de ellos
lo hicieron, no sin cierto reparo, y desaparecieron a través del arco iridiscente como si
se hubieran zambullido en un agua extrañamente coloreada.
Sólo cuando vio al último pasar a través del arco, el demonio se unió a ellos e hizo
lo mismo, zambulléndose en una grieta abierta en la realidad para aventurarse a
atravesar el extraño túnel en el que sensaciones caleidoscópicas asaltaron sus sentidos.

* * *
Takalen, la guardabosques, olisqueó el aire. Había algo raro en él, un hedor a carne
putrefacta que no debería estar presente. El señor propietario de aquella mansión era
anciano, pero el lugar no debería haber presentado un aspecto tan desierto y aquel
ominoso olor no debería de haber estado flotando en el aire. Una sensación
premonitoria pasó por la mente de Takalen, y se estremeció. Su compañera gritó en lo
alto, y ella supo que la gran águila también estaba inquieta. Planeaba muy arriba y su
visión era mucho mejor que la de Takalen, así que tal vez ya había visto la causa del
olor.
Takalen avanzó cautelosa hacia la puerta de la vieja mansión. No le gustaba el

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aspecto que tenía todo aquello. Había visitado de vez en cuando al príncipe Faldor y a
su hija Fayelle en las ocasiones anteriores en que había pasado por allí y nunca había
visto que fueran descuidados. El simple hecho de que aquella zona fuera
comparativamente segura en relación con el resto de Ulthuan no significaba que el
noble anciano hubiese bajado la guardia. En el pasado, la puerta siempre había estado
cerrada, como era sensato, porque en aquellos tiempos oscuros nadie sabía qué
extrañas cosas podían surgir para amenazar la paz de la zona.
Pero en ese momento la puerta estaba abierta, y cuando Takalen aún estaba
observando desde fuera, por ella salió un zorro que llevaba algo en la boca, y que al
observarlo más de cerca vio que se trataba de los restos de la mano de un elfo. Takalen
desenvainó la espada y atravesó la entrada. No esperaba encontrar nada peligroso, ya
que el zorro no habría estado allí si los asaltantes aún se encontraran dentro. Era sólo
que en el ambiente había algo que le daba dentera y la ponía en guardia.
Dentro de los muros de la casa de campo había un patio. Allí vio los primeros
cadáveres y, aunque no era una urbanita de estómago delicado, le provocaron
náuseas. Los cadáveres estaban desollados y mutilados, y los trozos descuartizados
habían sido dispuestos siguiendo un patrón extraño. El contorno había sido alterado
por los animales carroñeros, pero resultaba obvio que alguien había colocado los
trozos en un orden determinado. Los salpicones de sangre y los trozos de intestino
resecos dejaban eso totalmente claro.
Había un fuerte olor a magia en el aire. Takalen no era maga, pero al igual que
todos los elfos, era sensible a los flujos de la magia. Podía sentir que allí se había hecho
algo oscuro y espantoso. Continuó avanzando hacia el edificio principal, aunque ya
sabía que lo que iba a encontrar sería terrible.
El aire era fétido y estaba viciado. Las moscas zumbaban por todas partes, le
rozaban la cara, se le enredaban en el largo cabello rubio ceniciento, correteaban por
las zonas de piel que llevaba descubiertas. Había demasiadas como para que aquello
fuera un fenómeno del todo natural. Allí era más potente el hedor de la magia negra.
El viejo mobiliario estaba destrozado. Era como si un grupo de maníacos hubiera
arrasado la casa en tropel, rompiendo todos los objetos valiosos que hubiesen podido
encontrar. Por todas partes había ropa tirada y empapada en sangre. Se veían extrañas
siluetas en forma de elfo impresas en las paredes. La experta rastreadora necesitó
largos minutos para entender qué había sucedido allí simplemente porque su mente
se negaba a aceptarlo. Daba la impresión de que elfos enloquecidos por la lujuria, y
por otras cosas, se habían revolcado en la sangre y practicado el sexo de manera
salvaje contra las paredes.
En el nombre de Isha, ¿qué había sucedido allí?
Takalen había oído rumores que decían que algunos de los habitantes de la zona
se habían enfrascado en los antiguos ritos del Culto de la Lujuria. Daba la impresión

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de que allí se habían pasado de la raya. Al parecer, habían llegado a hacer
invocaciones utilizando la antigua magia negra.
¡Slaanesh! Descifró otra de las palabras toscamente escritas en las paredes,
embadurnadas con sangre y excrementos. Sus labios se fruncieron en una mueca. Su
nariz se arrugó. Slaanesh. La palabra se repetía otra vez, mezclada con otros nombres,
maldiciones e imprecaciones.
N’Kari era uno de esos nombres, una denominación casi tan terrible como la del
dios demonio que era el señor de los placeres prohibidos. Pertenecía al Conservador
de Secretos responsable de la Violación de Ulthuan en el albor de los tiempos, una
criatura destruida dos veces por el poderoso Aenarion y a la que se creía desaparecida
para siempre.
«N’Kari ha regresado».
La frase estaba escrita a veces en toscas letras mayúsculas y otras, en la caligrafía
de elegantes lazadas de la lengua élfica moderna. Se repetía una y otra vez, como las
monótonas reiteraciones de un lunático.
«N’Kari obtendrá su venganza».
En el gran salón encontró los restos de lo que podría haber sido una orgía
demoníaca, un banquete caníbal o alguna espantosa combinación de ambas cosas.
Destacado en el centro de un curioso círculo ritual estaba el cuerpo desnudo de
Fayelle, o al menos algo que podría haberse parecido a ella si su cadáver se hubiese
disecado y hubiera envejecido un millar de años.
Pasó largo rato antes de que Takalen pudiera pensar con claridad y hacer lo que
debía hacerse.

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QUINCE

Tyrion se puso la ropa vieja, salió al balcón y bajó la mirada hacia la calle. Era tarde,
pero por allí aún deambulaba gente. Vio que las mansiones y grandes casas que
flanqueaban la calle estaban todas bien iluminadas, pero que extensas áreas de la
ciudad estaban por completo a oscuras. Los edificios se erguían como gigantes a la luz
de la luna. Hasta donde podía ver, no había nadie dentro.
Sintió que la emoción aumentaba en su interior. Iba a hacerlo de verdad. Iba a
escabullirse fuera de la casa, a adentrarse en la noche para explorar la ciudad. Se sentía
como si estuviera planeando fugarse de una prisión. No podía decirse que estuviese
realmente prisionero en el palacio de Mar Esmeralda. Estaba seguro de que lo
dejarían salir si lo pedía. Era sólo que lo rodearían de guardias y de acompañantes de
otro tipo, y eso no era lo que él quería. Él quería ir a su aire, observar las cosas a su
propio ritmo, explorar. Recordaba algunas cosas de la ciudad donde había nacido.
Quería ver hasta qué punto la realidad coincidía con sus recuerdos infantiles.
Pensó en despertar a Teclis y decirle lo que iba a hacer, pero apartó el
pensamiento a un lado. Lo más probable habría sido que su hermano quisiera
acompañarlo, y eso haría que la logística de la expedición se complicara mucho más.
Ya se lo contaría al día siguiente, cuando regresara. Esa noche sólo haría un
reconocimiento. Habría otras noches, e incluso días.
Además, esa noche la quería para sí mismo. Quería hacer aquello él solo.
Salió del balcón. Aunque abundaba la hiedra trepadora en la pared de abajo,
dudaba que pudiera soportar su peso. Utilizó en su lugar las separaciones que
quedaban entre los bloques de piedra del muro para apoyar los pies y sujetarse con las
manos, y así fue descendiendo, para luego dejarse caer al suelo cuando se encontró a
tres metros de él. En cuanto llegó abajo se levantó, se sacudió y se alejó paseando,
silbando con total tranquilidad, caminando con paso seguro, como si lo que estaba
haciendo fuese lo más normal del mundo.

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Se detuvo un momento para estudiar el entorno y orientarse. Estaba seguro de
poder encontrar otra vez el palacio. Las cosas tenían un aspecto diferente por la
noche, pero el palacio de Mar Esmeralda era característico, con su descomunal
tamaño y sus torres iluminadas en verde. Alzó la mirada hacia las colinas que
dominaban el puerto. En lo alto brillaban algunas luces, aunque no demasiadas. Él
sabía que lo que estaba buscando se encontraba allí arriba, así que echó a andar,
eligiendo un sendero que lo llevara cuesta arriba.
No pasó mucho rato antes de que las calles se volvieran más silenciosas, y se
encontró solo en ellas. Entonces comenzó a avanzar con más cautela, movido por
instintos que le decían que en los lugares solitarios había peligro. Llevaba la espada
consigo, sujeta a la espalda para poder subir por la pendiente. Cambió la vaina de
posición y se la sujetó en torno a la cintura con el fin de que fuera más fácil sacarla, y
la desenvainó unas cuantas veces a modo de práctica, con el fin de poder sacarla, en
caso necesario, a la velocidad del rayo. Le gustó hacer eso. Le hizo sentir como un
héroe de cuentos.
Los edificios que lo rodeaban eran viejos y olían a humedad. En ninguno de ellos
se veían luces; estaban vacíos. Las ventanas de algunos habían sido tapiadas con
tablas. Otros parecían completamente abandonados. Hacía muchos años que nadie
vivía en aquellas moradas. Si hubiera querido, habría podido limitarse a escoger uno
de aquellos edificios y meterse a vivir en él.
Por un momento, jugó con la fantasía de vivir como un marginado dentro de una
de aquellas mansiones olvidadas. Pensar en ello lo hizo sonreír, pero entonces se dio
cuenta de que en todas aquellas casas había vivido su propia gente, familias enteras
con sus criados, primos y parientes lejanos. Todos ellos habían desaparecido ya. Por
primera vez en su vida se dio cuenta de verdad de que los elfos eran un pueblo
agonizante que estaba desapareciendo de la faz del mundo para no volver jamás. Cada
una de aquellas casas vacías representaba una familia noble que ya se había
extinguido.
¿Cómo habrían muerto? ¿Los habrían matado en la guerra? ¿Acaso habían ido
mermando sin más, naciendo cada vez menos niños en cada siglo, mientras los
ancianos iban muriendo? ¿Habrían perecido en accidentes, uno tras otro, año tras
año, siglo tras siglo, asesinados por la casualidad y la mala suerte?
Supuso que en realidad no importaba. La simple y melancólica verdad era que
habían desaparecido. De repente entendió en lo más hondo de su ser, como nunca
antes lo había hecho en realidad, qué había querido decir Korhien al afirmar que la
vida de cada elfo era valiosa. Quedaban ya tan pocos elfos que cada muerte era otra
pequeña derrota para todo su pueblo, era otra vela que se apagaba en una vasta
cámara resonante que pronto estaría a oscuras y desierta.
No era exactamente que el pensamiento lo atemorizara, sino que le hacía sentir

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inquieto y triste. Por un instante consideró abandonar la expedición y volver al
palacio. Sin embargo, hacerlo sería admitir una derrota o, como mínimo, una falta de
valentía, así que continuó colina arriba, siguiendo los indicios de los vagos recuerdos
de la época en que era muy pequeño, hasta que al fin la encontró, o al menos se sintió
lo bastante seguro de haberla encontrado: la casa en la que había vivido cuando él y
Teclis eran muy pequeños.
Se encontraba en lo alto de la colina, en una hilera de casas exactamente iguales
que ella. En algunas de las viviendas aún había luces encendidas. No habían sido
abandonadas del todo. Su antigua casa se alzaba alta, vieja y orgullosa. Era, con
mucho, más vieja que el palacio de Mar Esmeralda, construida en los tiempos
antiguos en que los ancestros de su padre habían mirado con superioridad a los
comerciantes que se encontraban situados literalmente por debajo de ellos. Era alta y
estrecha, de cinco pisos de altura, y todas las ventanas que daban al exterior en aquel
lado tenían un balcón. Recordaba encontrarse de pie en uno de ellos cuando era niño,
mirando hacia el puerto. Por aquel entonces era demasiado joven como para entender
de verdad nada de lo que estaba sucediendo su alrededor. Esa noche se sentía mucho
más adulto.
Se encaminó hacia la puerta. Estaba cerrada con una cadena. Alguien se había
tomado la molestia de cerrar la casa, y daba la impresión de que alguien la visitaba
con regularidad para ocuparse de su mantenimiento. Sospechaba que tenía que
tratarse de gente empleada por los parientes de su madre. Daban la impresión de ser
el tipo de personas que se preocupaban de las propiedades. Supuso que podría forzar
las cerraduras o romper los eslabones de la cadena si realmente hubiese querido, pero
hacerlo le parecía un poco como un sacrilegio. Así pues, trepó por la fachada del
edificio y se metió en el primer balcón.
Los recuerdos volvieron a él en avalancha. Había estado allí antes, cuando la
barandilla le había resultado tan alta que había tenido que ponerse de puntillas para
mirar por encima, y su padre y los amigos de su padre le habían parecido gigantes.
Sabía que habría una vista aún mejor desde más arriba, así que siguió trepando
hasta llegar al balcón más alto, cuando el suelo quedó tan abajo que mirarlo daba
vértigo. Todas las horas pasadas trepando por la arboladura del Águila de Lothern
demostraron su utilidad en ese momento. No estaba nervioso ni tenía miedo.
Disfrutaba de la actividad física de trepar, casi tanto corno disfrutó de la vista que fue
su recompensa.
Se encontraba muy por encima de la ciudad de Lothern, y podía divisar toda la
ladera que descendía hasta el puerto. Las olas tenían un brillo plateado a la luz de la
luna. Los miles de barcos parecían sombras. Sus mástiles eran como un bosque que
flotara sobre las aguas.
Extensas zonas de la ciudad estaban iluminadas, un incendio de luz y vida. Zonas

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aún mayores estaban muertas, sumidas por completo en la oscuridad, las sombras y el
silencio. Era como si un cáncer devorara el corazón de Lothern. Tenía la certeza de
que la situación no había sido tan mala cuando él era pequeño, pero en realidad debía
de haberlo sido. En la escala temporal de los elfos, una década era un parpadeo.
Simplemente, él había sido demasiado joven y no se había dado cuenta de nada.
Vio que el Barrio de los Extranjeros resplandecía de luz. Allí abajo ardían llamas
desnudas, portadores de antorchas caminaban por callejones oscuros y miles de
personas atendían sus asuntos en las parpadeantes sombras. Era algo fascinante y
atractivo, y sabía que en algún momento iba a tener que visitar esa zona. Pero aquella
noche tenía otras cosas en mente.
Se encaminó hacia las ventanas cerradas. No había cadenas en la parte exterior, y
por dentro estaban cerradas por una barra que podía levantarse con facilidad
deslizando la espada a través de la rendija que mediaba entre las dos hojas. El aire del
interior olía a humedad y a cerrado, pero aún perduraba el aroma del lugar que él
recordaba: suelos encerados, incienso, el olor metálico de algo relacionado con las
investigaciones de su padre. El interior estaba oscuro, pero él no se sintió en absoluto
inquieto por eso. En realidad, se sintió como si regresara a casa.
Al entrar, otra avalancha de recuerdos inundó su mente. La casa era mucho más
grande de lo que parecía desde la calle. Era alta y estrecha, pero retrocedía un largo
trecho desde la calle y tenía muchas, muchas habitaciones. Había muchísimos
muebles, todos cubiertos con sábanas y lonas, y había cajas de madera que al abrirlas
dejaban a la vista los espejos que tenían dentro. Encontró un globo de luz y lo frotó
hasta que se encendió. Su suave iluminación le bastó para ver. Se oyeron ruidos
extraños, golpecitos y crujidos al asentarse los suelos de madera. Era probable que
también hubiera ratas moviéndose por el edificio, aunque él no lograba imaginar que
podían encontrar para comer allí dentro.
Paseó por la casa hasta llegar a la habitación que estaba buscando, donde encontró
el objeto que deseaba. Un retrato de cuerpo entero de su madre lo miraba desde la
pared. Tenía un aspecto muy bello y frágil, y había algo de Teclis en sus rasgos y en su
físico. Tal vez ése era el motivo por el cual el padre siempre había preferido a su
gemelo. Aunque no es que le importara mucho. Estudió el retrato como había hecho
de niño, preguntándose cómo había sido su madre y qué le diría si pudiera hablarle en
ese momento.
Pero ella no podía hablar, y no había respuestas. Estaba caminando por una
ciudad de fantasmas, pensó. Aquél era un lugar donde los muertos superaban en
número a los vivos, y había más recordatorios del pasado que gente para recordar los
acontecimientos.
Se apoderó de él la tristeza al contemplar a aquella hermosa y frágil extraña a la
que no había llegado a conocer. Pasado un rato, se levantó y se marchó, alejándose de

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los muertos para volver a la fulgurante vida en el palacio de Mar Esmeralda. Aunque
dudaba de que alguien fuera a darle el alto si entraba por la puerta delantera, regresó a
su habitación por donde se había marchado, trepando por la pared para meterse por
el balcón.

* * *
—¿Dónde has estado? —preguntó Teclis. Estaba sentado, con un libro abierto sobre
las rodillas, a la luz de la luna, que era lo bastante brillante como para que alguien con
visión élfica pudiera leer.
—He ido a ver nuestra antigua casa.
—Siempre odié ese lugar.
—No está tan mal. A mí siempre me gustó.
—¿La has visto a ella? —No había necesidad de preguntar a qué se refería.
—Sí. Esta igual que siempre.
—Me habría sorprendido mucho si tuviera un aspecto diferente —dijo Teclis, al
tiempo que se levantaba de la silla y se encaminaba hacia la puerta cojeando, dolorido
—. Hace mucho tiempo que murió.
Tyrion tuvo ganas de decirle a su hermano que no hacía tanto tiempo para los
estándares élficos, pero guardó silencio y lo vio marchar.

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DIECISÉIS

Urian entró con paso confiado en la sala de audiencias. Miró a su alrededor. Muchos
de los consejeros del Rey Fénix ya estaban presentes. La dama Malene se encontraba
allí, junto con media docena de otros poderosos hechiceros a los que reconoció. Una
mujer adorable, pensó Urian, pero muy severa. Ella lo sorprendió mirándola y le
dedicó una sonrisa avinagrada. Él se la devolvió como si no se diera cuenta del
desprecio.
«Sólo con pasar cinco minutos en mi harén, mujer, aprenderías a sonreír como es
debido», pensó.
A Urian le encantaban esas reuniones del Consejo a medianoche. Le recordaban
los tiempos pasados en su tierra natal. Había perdido la cuenta del número de
ocasiones en que había estado conspirando hasta muy entrada la noche con sus
cómplices allí en Naggaroth.
Por supuesto que aquello no era exactamente lo mismo. Lo más probable era que
nadie resultara asesinado a causa de los acontecimientos de esa noche. Ni siquiera
habría un significativo cambio de poder en el reino de Ulthuan, a menos que las cosas
salieran muy mal.
No, era el ambiente lo que le encantaba, la idea de formar parte de un
conciliábulo, de reunirse en secreto bajo el manto de la oscuridad y tomar decisiones
que pudieran afectar a todo el reino. En ese tipo de reuniones circulaba una energía
de la que él se alimentaba, que hacía latir más de prisa su corazón y complacía su
élfico amor por las intrigas. Se sentía como si realmente fuera alguien, diferente del
rebaño común.
Y en eso, pensó con amargura, era igual que cualquier otro elfo que hubiese
existido jamás.
Con cada minuto que pasaba llegaban más hechiceros y eruditos. Todos ellos
tenían la expresión preocupada de las personas poderosas convocadas en plena noche

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a una reunión secreta. Entró Korhien Espadón de Hierro, que se acercó a su amante y
comenzó a hablar con ella en voz baja.
Urian se preguntó qué estaba pasando. No sucedía cada noche que lo convocaran
al palacio. Ocurría algo importante. Sería necesario informar de ello a Malekith.
La sala estaba dominada por una enorme mesa. Sobre ella había platos de carne
fría, hogazas de pan, jarras de vino y jarros con agua. Había libros, rollos de
pergamino y mapas. Daba la impresión de que alguien había previsto que la sesión
sería larga.
—¿Qué ocurre? —preguntó Urian.
Todos parecían conmocionados. Nadie comía. El silencio fue en aumento y, al
volverse, Urian se dio cuenta de que Finubar acababa de entrar. Llevaba sus ropones
solemnes, que le conferían un aspecto más alto y delgado. La mirada del Rey Fénix
parecía muy distante, pero su voz era tan resonante y potente como siempre.
—No me hagáis caso —dijo el Rey Fénix—. Continuad con vuestras
conversaciones como si no estuviera aquí. Necesito oír lo que todos tengáis que decir.
—Se ha producido otro ataque, señor —dijo el archimago Eltharik mientras se
acariciaba su blanca perilla, adorno inusitado en un varón elfo. Parecía viejo. Su piel
era casi traslúcida. Tenía el pelo tan blanco como un pergamino decolorado con lejía.
Era especialista en todo tipo de conocimiento místico, especialmente en el
relacionado con las invocaciones—. Los demonios han vuelto a atacar. Han destruido
por completo una pequeña ciudad de Ellyrion.
Malene dejó escapar un largo suspiro.
—¿Cómo ha llegado la noticia?
—Un mago sobrevivió. Realizó un Envío.
Así que era eso lo que había hecho que Korhien saliera a toda velocidad de la
fiesta antes de la hora habitual. La convocatoria había sido de lo más urgente.
—¿Qué gravedad reviste el asunto? —preguntó Malene.
Una cierta curiosidad morbosa se apoderó de Urian. Era evidente que muchos de
los que estaban allí sabían más que él. Al parecer, algunos de los rumores que había
recogido eran correctos.
Había una nueva amenaza para el reino y se trataba de algo que el Rey Fénix
intentaba por todos los medios mantener en secreto, al menos por el momento.
—La ciudad ha sido quemada hasta los cimientos. Todos los habitantes fueron
sometidos a las más espantosas de las torturas. Sus cadáveres desollados se han
colocado de manera que formen el nombre de N’Kari en las cenizas, además de otras
cosas como amenazas, advertencias, promesas.
—Ése es el nombre del demonio que comandó las fuerzas del Señor del Placer
durante el reinado de Aenarion —intervino Finubar. Miró a Urian, que de repente
entendió por qué estaba allí. Su erudición en todos los asuntos concernientes al linaje

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del primer Rey Fénix era famosa.
—Un gran demonio, un Conservador de Secretos, nada menos —explicó Urian.
Aquélla sí que era una noticia, pensó. Si una criatura semejante había salido de la
leyenda, era algo importante. Había pocas criaturas más mortíferas sobre la faz de la
creación—. Un ser que no había sido visto desde los tiempos de Aenarion. ¿Alguien
está intentando invocarlo?
—Lo ignoramos —respondió Eltharik—. Lo único que sabemos es que están
llegando informes de todo Ulthuan sobre ataques de demonios y sus adoradores.
Hasta ahora se han producido al menos una docena de ellos, y en emplazamientos
situados tan al norte como Cothique y tan al oeste como Tiranoc. En todos ellos están
involucrados adoradores de Slaanesh, magia maligna y poderosos demonios. En la
mayoría de los casos ha surgido el nombre de N’Kari, ya fuera por el testimonio de los
supervivientes o por las inscripciones aparecidas en el lugar.
Apareció un León Blanco con un mapa de Ulthuan. Cuando lo desenrolló sobre la
mesa, Urian vio que las localizaciones de todos los ataques habían sido marcadas en el
mapa con runas élficas rojas. Estaban muy dispersas. Demasiado separadas entre sí
para que pudieran ser obra de un solo grupo, pensó. Las distancias eran demasiado
grandes como para que cualquier ejército, aunque fuese montado en águilas, pudiera
cubrirlas en el tiempo de que se había dispuesto.
—¿Por qué ahora? —preguntó la archimaga Belthania. Era una elfa alta, de pelo
oscuro, que no aparentaba sus cinco siglos de edad. Se rumoreaba que mantenía una
colección de amantes más jóvenes extenuados en su dormitorio. También era sabido
que sentía debilidad por toda clase de hongos alucinógenos. Esto no le impedía ser
uno de los eruditos vivos con mayor conocimiento sobre el Vórtice, aunque eso hacía
que en torno a ella circularan constantemente toda clase de extraños rumores.
—No lo sabemos —replicó Eltharik—. Estamos intentando averiguarlo. El
Consejo ha convocado una reunión de todos los videntes y magos de Lothern.
Archimagos y Señores del Conocimiento están siendo convocados para que acudan
desde Saphery y la Torre Blanca.
—¿Qué crees que está sucediendo? —preguntó Malene.
—No tengo ni idea —replicó Eltharik—. Hay algunos indicios de que los vientos
de la magia están intensificándose y de que el poder del Caos va en aumento, pero
nada que pueda sugerir la aparición de docenas de demonios tan poderosos como
ésos por todo Ulthuan.
—¿Tienen algo en común cualquiera de los lugares atacados? —preguntó
Belthania.
—Estamos investigándolo. A modo de conjetura, yo diría que se encuentran todos
cerca de Monolitos —replicó Eltharik.
—¿Los que funcionan como clavijas para mantener el Vórtice unido? —Belthania

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parecía pensativa y no poco preocupada—. Eso podría ser muy peligroso.
—Los Conservadores de los Monolitos no han informado de que se haya alterado
en absoluto el Gran Modelo. No ha habido ningún intento de deshacerlo, sólo
algunos extraños aumentos de energía en el interior, y eso sucede de vez en cuando.
—¿De verdad? —preguntó Urian.
—Los vientos de la magia soplan unas veces con mayor suavidad y otras, con más
fuerza. A veces se producen tormentas mágicas, y en otras ocasiones reina una calma
absoluta. El Vórtice y el Modelo están destinados a canalizar la energía de los vientos
y, por lo tanto, a veces tiene que haber fluctuaciones al variar los niveles mágicos
ambientales.
Urian consideró eso.
—Pero ¿los demonios no están atacando el Vórtice, no?
—Por lo que sabemos, no. Sólo se ha encontrado un monolito roto y parece
haberse debido a la acción de un rayo. Pero en las proximidades hay trazas visibles de
magia negra y un aura de gran maldad como la que puede encontrarse en los
alrededores de lugares en los que se han manifestado demonios.
—¿Se produjo algún ataque cerca de ese monolito? —preguntó Korhien.
—Sí —replicó Eltharik—. Se produjo uno.
—Y probablemente fue de los primeros, ¿no es cierto?
—Aún es demasiado pronto para decirlo, Korhien, aunque sí, es posible.
—Pero no hay duda de que los demonios no están atacando los Monolitos —dijo
Belthania—. Están atacando ciudades y matando elfos.
—Resulta extraño —intervino Malene—. Pero ¿quién puede entender el modo de
pensar de los demonios?
—Yo pensaba que alguien tenía que invocarlos —dijo Urian—. Es lo que dicen
todas las crónicas. Algún hechicero poderoso los invoca para sus propios fines.
—Pueden entrar en el mundo a través de los desiertos del Caos, cuando los
vientos de la magia soplan con más fuerza y están más corruptos —contestó Eltharik.
—Pero ahora no lo están haciendo. Tú mismo lo has dicho.
Eltharik asintió con la cabeza.
—¿Quién haría esto? —preguntó Malene—. ¿Quién los invocaría? ¿Los druchii?
¿El Rey Brujo?
Urian consideró la posibilidad. No había oído decir nada sobre ningún plan
parecido. Por supuesto, su señor rara vez creía oportuno informarlo de semejantes
cosas.
—Si algún hechicero vivo tiene poder para hacerlo, es él —dijo Eltharik—. Pero
no nos están atacando ni ejércitos ni flotas de elfos oscuros, y con total seguridad que
lo estarían haciendo si esto fuera parte de uno de sus planes.
—No parece cosa de Malekith —dijo Urian—. Ése no es su estilo. Demasiado

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aleatorio. Demasiado desordenado. —Vio que unos cuantos de los presentes, incluido
Korhien, asentían con la cabeza al oír eso.
—¿Un hechicero renegado, entonces? ¿Un adorador del Caos? —preguntó la
dama Malene.
—Tal vez. Pero los ataques están demasiado separados como para ser obra de la
invocación de un solo mago. Los informes nos llegan desde todos los puntos del
continente.
—¿Cabría la posibilidad de que un ejército de adoradores del Caos se hubiera
reunido en secreto y efectuado todos sus ataques al mismo tiempo? —preguntó
Finubar.
—Los ataques comenzaron justo después de la luna llena —comentó Eltharik—.
Es un momento de gran significado místico.
—Sí —asintió la dama Malene—. Yo estaba en el mar más o menos en ese
momento y se produjo una extraña tormenta. Me pareció que estaba contaminada
con energía de magia negra.
—¿Eso fue antes o después de que comenzara el ataque? —preguntó Belthania,
que parecía todavía más atribulada.
—Debió de ser justo antes, sospecho.
—¿Dónde estabas? —Belthania jugaba con su largo cabello negro, que aún era
muy oscuro.
Urian se preguntó si serían ciertos los rumores de que se lo teñía.
—Delante de la costa de Yvresse —dijo Malene—. Cerca del monolito que fue
destruido.
—Es muy posible que estuvieras en el camino de la tormenta.
—Cabe la posibilidad de que esos hechos estuvieran relacionados. La tormenta
rompió el monolito. Los demonios atacaron allí o se manifestaron allí. —Malene sabía
que parecía poco convincente incluso en el momento de decirlo. Urian lo vio por la
expresión de su cara—. Tal vez salieron por el Vórtice. En ese punto estaba debilitado.
—¿Demonios dentro del Vórtice? Eso también parece improbable. —Belthania
fue categórica.
Parecía que ni siquiera quisiera considerar la posibilidad de que eso pudiese ser
cierto.
Urian simpatizaba con ella; la perspectiva era de lo más inquietante. Aun así, era
algo a lo que podrían tener que enfrentarse.
—Tal vez el lugar fue elegido por los adoradores para celebrar un ritual. Quizá la
tormenta fuera una mera coincidencia. Cabe la posibilidad de que les proporcionara
el poder que necesitaban para invocar a los demonios —dijo Malene.
Belthania frunció los labios.
—Esos son muchísimos «tal vez». Tenemos que encontrar hechos concretos.

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Debemos saber quién está detrás de estos ataques. Es necesario averiguar qué fuerza
tienen nuestros enemigos y cuáles son sus metas. Va a ser la única forma de que
podamos detenerlos.
—Esperemos que podamos hacerlo.
—¿Tenéis alguna recomendación? —preguntó Pinubar—. ¿Hay algo que podamos
hacer?
Resultaba evidente que quería saber si había algún sitio al que pudiera ordenar
que acudieran su ejército o sus flotas. Era un guerrero y veía las cosas como tal.
—Necesitamos saber qué quiere el demonio, señor, antes de poder impedir que
logre sus propósitos —dijo Belthania.
—En ese caso, será mejor que lo averigüemos, ¿no? —dijo el Rey Fénix—. Y
pronto, antes de que se pierdan más vidas.
Urian se sirvió un poco de vino. Iba a ser una larga noche, y era mejor que se
asegurara de que no se perdía nada. Malekith querría un informe completo sobre
todo aquello.

* * *
—Parece que mis súbditos rebeldes se han dejado ganar un poco por el pánico, Urian
—dijo Malekith. Su mirada ardía con frialdad desde el gran espejo situado debajo del
palacio de Monte de Plata. En su voz había una cierta satisfacción gélida. Había
escuchado con atención el informe de Urian sin interrumpirlo ni una sola vez, algo
inusitado en él.
—En efecto, señor, así es. Al parecer, Ulthuan está siendo atacada por una legión
de grandes demonios. Han regresado de la época de las leyendas y están decididos a
destruir la totalidad de la isla y enviarnos a todos al fondo del mar.
—Percibo que no estás de acuerdo con eso, Urian.
—Como siempre, señor, estás en lo cierto.
—Tu ingenua fe en mí resulta conmovedora, Urian —dijo Malekith, con un rastro
de su cáustico humor—. ¿Cómo ha reaccionado la corte del Falso Rey?
—Están reuniendo sus ejércitos y flotas. Han puesto a los hechiceros a trabajar en
adivinaciones. Eruditos como mi humilde persona revisan con atención los textos
antiguos. Tratan de averiguar el propósito del demonio.
—¿Crees que lo lograrán?
—Todavía no, señor, pero es sólo una cuestión de tiempo que lo consigan. Aquí,
en Ulthuan, no carecen de hechiceros competentes.
Malekith asintió con la cabeza.

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—Yo no creo que se trate de un levantamiento ni de un grupo de ejércitos
invasores. Mis espías me hubieran informado de algo parecido, y estoy seguro de que,
al menos en estos asuntos, el Falso Rey está al menos tan bien informado como yo.
—¿Piensas que es el demonio, señor? ¿Ese N’Kari de la leyenda?
—Es posible, Urian. Ese tipo de criaturas no envejecen más que yo. Si se trata de
N’Kari, será terrible.
Urian tuvo que ejercer todo su autocontrol para no estremecerse. Observó a su
gobernante con algo parecido al sobrecogimiento. Malekith estaba vivo cuando
Aenarion había derrotado y desterrado al Conservador de Secretos. Había estado
presente en esa época de leyendas. Y si él creía oportuno señalar que el regreso de ese
demonio sería un acontecimiento terrible, Urian tenía todas las razones del mundo
para creer que así sería.
—Ese demonio, si es que se trata de un demonio, está moviéndose con gran
rapidez por Ulthuan, con un ejército muy numeroso. A una velocidad mucho mayor
de la que sería capaz si lo hiciera por barco o por tierra.
El Rey Brujo parecía aún más fríamente pensativo de lo habitual. ¿En qué estaría
pensando?
—¿Magia, señor?
—Magia, en efecto, Urian, y de un tipo que no es habitual. Si el Conservador de
Secretos estuviera moviéndose en solitario, podríamos suponer que le estuvieran
invocando sus adoradores, aunque esto indicaría que el culto de Slaanesh está mucho
más extendido por Ulthuan de lo que nosotros tenemos conocimiento.
Urian era de la opinión de que Morathi conocía perfectamente bien el alcance del
culto al Señor del Placer en Ulthuan, pero si iba a compartir o no ese conocimiento
con su hijo era algo totalmente distinto.
—¿Crees que esa contingencia es improbable, señor?
—Lo creemos, Urian. Aun en el caso de que estuvieran invocándolo, no hay
manera de que pudiese trasladar consigo a un numeroso ejército de mortales. Está
empleando algún otro tipo de magia, en este caso una que me interesa sobremanera.
Urian entendía por qué. Cualquier cosa que pudiera permitir el desplazamiento
de grandes masas de soldados por el territorio de Ulthuan con tanta rapidez revestiría
un gran interés para el Rey Brujo. Su meta última no era otra que la unificación de los
dos reinos élficos bajo su propio reinado legítimo.
—¿Deseas que investigue este asunto, señor? —preguntó Urian, arriesgándose
mucho. Siempre era peligroso presuponer que uno sabía lo que quería Malekith, y
siempre era peligroso hablarle cuando él no había formulado una pregunta directa.
—Precisamente, Urian. Quiero que mantengas el oído alerta para captar hasta el
más mínimo detalle sobre este asunto. Nada es indigno de un informe mientras
concierna al demonio N’Kari.

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—Prestaré escrupulosa atención a todo lo que oiga en relación con este asunto.
Reuniré toda la información que hay disponible de momento y recogeré hasta el más
insignificante rumor.
—La diligencia será recompensada en este asunto, Urian. El fracaso… —Malekith
dejó que la palabra flotara en el aire. No había ni la más remota necesidad de que
enumerara los castigos a los que se enfrentaba quien fracasaba en su servicio—.
Respecto al asunto de los gemelos, no hagas nada de momento. Esto tiene prioridad.
—Como ordenes, señor —replicó Urian.
Malekith unió las manos y el espejo se oscureció. Era evidente que la audiencia
había concluido. Urian se alegró. Se enjugó el sudor frío de la frente y se animó con
un poco de vino. Ahora tenía mucho trabajo que acometer.

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DIECISIETE

—Parece que están preparándose para un banquete —le dijo Tyrion a Liselle.
El sol de la mañana entraba en el patio de armas e iluminaba la hirviente actividad
que los rodeaba.
Su prima iba vestida con otro costoso traje de seda verde de Catai y observaba
cómo los criados colgaban más farolillos de los árboles que había en el patio de armas.
Encima de las entradas colocaban ramitas y coronas de roble. En el patio montaban
mesas con caballetes. Estatuas del hombre árbol talladas en madera hacían guardia en
todas las entradas.
—Pronto se celebrará el Banquete de la Liberación. Mi abuelo va a organizar un
baile para celebrar la ocasión, y el hecho de que tú y tu hermano estéis entre nosotros.
—Hay que reconocer que estáis haciéndolo con estilo —contestó—. Eso equivale a
emitir un comunicado, supongo.
—Sí y sí —replicó Liselle, sonriendo.
El banquete conmemoraba el regreso de los hijos de Aenarion, Morelion e
Yvraine, del corazón del Bosque. Todos los habían creído muertos, incluso su propio
padre, cuando, de hecho, habían estado bajo la protección del hombre árbol Corazón
de Roble. Él los había salvado de las fuerzas del Caos y los había ocultado en las
profundidades del bosque, preservando así la vida de la futura Reina Eterna y de su
hermano. Tyrion era descendiente de Morelion, como lo eran todos los demás hijos
supervivientes del linaje de Aenarion, salvo Malekith, el Rey Brujo de Naggaroth. Se
dio cuenta de que la casa de Mar Esmeralda estaba recordándoles a todos su vínculo
con el linaje de Aenarion al ofrecer de manera ostentosa aquel banquete. Era una
jugada muy arriesgada si resultaba que a él y a Teclis los declaraban malditos.
—Da la impresión de que va a ser una fiesta muy grande —dijo Tyrion—.
¿Cuándo se celebrará exactamente?
—Dentro de menos de una semana, en la noche del Regocijo. —Ésa era la noche

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en que tradicionalmente se celebraban bailes y fiestas, y se hacían ofrendas en los
templos—. Aunque puede que este año no haya mucho por lo que regocijarse.
—¿Qué quieres decir?
—Corre la voz de que Ulthuan está siendo atacada. Algunas mansiones de la
campiña han sido arrasadas por adoradores del Oscuro Príncipe del Placer. Toda una
ciudad fue saqueada por un ejército comandado por un demonio. —Parecía un poco
preocupada al decirlo, pero no como si estuviera tomándoselo del todo en serio.
—¿Cómo sabes eso?
—Un mensajero le trajo la noticia a mi madre anoche. La convocaron a palacio.
Un guardabosques encontró cadáveres en una mansión de las montañas. Parece que
un mago sobrevivió al ataque contra Tor Annan y logró hacer un Envío. Y se han
producido ataques en otros sitios. El Rey Fénix convocó una reunión del Consejo para
hablar de lo sucedido y decidir qué hacer al respecto.
—Una ciudad saqueada por demonios… eso parece muy grave. Tal vez él no
tendrá tiempo de asistir a fiestas.
—Es obvio que no tienes mucha experiencia en la vida de Lothern, príncipe
Tyrion. El juego social continuaría aunque el mundo se estuviera acabando. Es la
sangre vital de esta ciudad. En cualquier caso, dudo que Finubar esté dispuesto a
ceñirse la espada e ir a cazar demonios en persona. Para eso tiene a gente como
Korhien.
Tyrion se detuvo a pensar en lo que ella acababa de decirle. Miembros de cultos
demoníacos atacando mansiones de la campiña. Ciudades destruidas por ejércitos
comandados por demonios. Todo aquello parecía muy improbable desde aquel patio
que hervía de actividad a la brillante luz del día. Aun así, supuso que ése era el aspecto
que debían de tener siempre las cosas para quienes no estaban directamente
involucrados en ellas. Eso no tenía nada que ver con él. De eso estaba seguro.
—He oído decir que has estado escabulléndote al exterior por las noches —dijo
Liselle, sonriendo—. No has tardado mucho en encontrar una amante secreta.
Tyrion le devolvió la sonrisa. Debería haber sabido que sus idas y venidas no
pasarían inadvertidas. Había más observadores aparte de los guardias que vigilaban la
mansión.
—No hay ninguna amante secreta —le aseguró Tyrion—. Sólo quería ver la
ciudad sin que me acompañara un séquito de criados.
—Sal por la puerta delantera —sugirió ella—. Es el camino más fácil.
—Tengo la pasión élfica por el secretismo y la intriga —explicó él.
—Qué bien —dijo ella—. Eso siempre hace las cosas más interesantes.
Antes de que él pudiera preguntarle qué quería decir con eso, ella se marchó,
aunque se detuvo en la puerta para volverse y sonreírle. El gesto parecía afectado,
pero aun así estaba preciosa.

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La vida en Lothern era ciertamente interesante. De eso no cabía la más mínima
duda.

* * *
Tyrion nunca había visto un lugar tan abarrotado, sucio, maloliente y maravilloso
como el Barrio de los Extranjeros. Se alegró de haberse puesto la ropa vieja y haberse
escapado, una vez más, del palacio de Mar Esmeralda.
Estaba libre, y sólo por esa noche se sintió como el de antes. No se debía sólo a
que llevara puesta la ropa vieja, sino también a que no lo acorralaban los
interminables rituales y formalidades de la vida en el palacio.
Ya empezaba a aburrirse. La práctica con las armas era divertida, pero las
interminables lecciones de protocolo no lo eran. Había disfrutado con las clases de
baile y el flirteo con sus guapas parientas, pero no le había hecho gracia que le dijeran
cómo debía comportarse. Le hacía sentir que, de algún modo, estaba en libertad
condicional, que no era del todo un huésped, sino más bien un prisionero.
Los sirvientes observaban cada uno de sus movimientos. Los guardias personales
lo seguían a todas partes, supuestamente para protegerlo. Esa noche había bajado
desde el balcón de sus aposentos a la calle y se había escabullido hacia un lugar donde
a nadie se le ocurriría siquiera buscarlo. Sabía que se estaba comportando de un modo
infantil, que debería haber hecho caso del consejo de Liselle y haber usado la puerta
delantera, pero estaba haciendo lo que le gustaba.
Ése era el tipo de aventura con el que había soñado desde niño.
Por primera vez en su vida, Tyrion veía a seres de una raza diferente, a montones
de ellos. Se movían bulliciosamente por el Barrio de los Extranjeros como si fueran los
propietarios del lugar y le prestaban menos atención que él a ellos. Supuso que debían
de estar habituados a ver elfos. Sin embargo, él no estaba acostumbrado en lo más
mínimo a ver humanos.
Eran más pequeños que él, más bajos que casi todos los elfos, y sin embargo más
pesados, hinchados de grasa y músculo. Parecían torpes y desgarbados, y sus voces se
parecían más a los chillidos y bramidos de las bestias de la selva. Había muchas clases
diferentes de ellos: hombres altos y pálidos, vestidos con pompa, procedentes de
Marienburgo y el Imperio; árabes de piel oscura y rasgos aguileños armados con
cimitarras, procedentes de los territorios del sur; nativos de Catai ataviados con
túnicas de seda.
Entendía por qué algunos elfos fingían despreciarlos. En ellos había una
tosquedad, una brutal franqueza de habla y gesto combinada con una suciedad y un

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olor que resultaban molestos. Sin embargo, a él no le molestaron; los diferentes
acentos, voces, vestimentas y lenguajes corporales le parecieron estimulantes, tan
entretenidos como cualquier libro o poema que hubiese leído jamás.
Sus prendas de ropa estaban toscamente confeccionadas y la comida olía a grasa,
sal y especias. Salchichas de una carne indescriptible siseaban espetadas sobre el
fuego. El pescado ennegrecía sobre los braseros. Los vendedores andaban con paso
firme por todas partes, con bandejas de bocaditos salados sujetas contra el pecho y
perros pequeños pero de aspecto fiero mordisqueándoles los talones.
Aquellos humanos estaban muy lejos de su tierra natal, pero de algún modo
habían logrado construirse allí un hogar. La arquitectura de la zona había adoptado
un aspecto humano. Había edificios de ladrillo que se reclinaban en ángulos
disparatados contra los restos de estructuras élficas muy anteriores. Los antiguos
palacios habían sido convertidos en enormes madrigueras y laberintos de viviendas,
tiendas y oficinas de comerciantes.
Allí no se veía ni rastro de la cortesía y formalidad de la cultura élfica. Los
hombres tropezaban unos con otros por la calle, y o bien retrocedían con celeridad al
tiempo que se llevaban una mano a la espada, o bien sonreían, asentían con la cabeza
y continuaban su camino.
Los comerciantes discutían los precios. Las putas conducían a los borrachos hacia
los callejones, donde las parejas se encorvaban y gemían contra las paredes. En las
esquinas tranquilas, los hombres jugaban al ajedrez sobre tableros de raro aspecto,
con extrañas piezas talladas en madera. Se detuvo a observar una partida, y al cabo de
unos pocos movimientos se dio cuenta de que las reglas no eran muy diferentes de las
que tenían los elfos.
Cuando los humanos repararon en él, dejaron de jugar y lo miraron como si
esperaran que dijera algo. Él les hizo un gesto para que continuaran, pero ellos se
quedaron mirándolo hasta que incluso él se sintió un poco incómodo y un poco
grosero por distraerlos de la partida, así que hizo una insinuación de reverencia y se
adentró más en el gran bazar.
En lo alto colgaban alfombras sobre armazones de madera destinados a
exponerlas del modo más favorecedor. Tal vez habría funcionado si las claraboyas no
hubieran estado ennegrecidas por el hollín y la mugre, y el umbrío interior de los
pasadizos no hubiera estado iluminado sólo por linternas y antorchas.
Vio figuras más pequeñas y barbudas que se asomaban a mirar desde la oscuridad,
y quedó atónito al darse cuenta de que eran enanos. A pesar de sus largas barbas y de
su constitución baja y ancha, aquellos enanos iban vestidos más como humanos que
como los guerreros pesadamente acorazados que él había esperado. ¿Acaso la raza
había cambiado realmente tanto desde los tiempos de Caledor el Segundo, o acaso
aquellos personajes pertenecían a un extraño nuevo híbrido de enano y humano?

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Recordaba que Teclis le había contado una vez que varios clanes de enanos se habían
ido a vivir entre los seres humanos del Imperio. Tal vez eran de esos clanes.
Pasó ante casas de empeño y oficinas de prestamistas, y ante portales en los que
acechaban pequeños grupos de hombres armados que no parecían tener nada que
hacer allí. Éstos lo miraban de un modo realmente amenazador. Al principio pensó
que sólo sentían tanta curiosidad por él como él por ellos, pero pasado un rato se dio
cuenta de que había una calidad diferente en las miradas que ellos le dirigían.
Uno de ellos, vestido con ropas más elaboradas que los demás, con una pluma de
pavo real en su desgarbado sombrero, avanzó pavoneándose hasta él y caminó a su
alrededor para inspeccionarlo, fulminándolo con la mirada durante todo el tiempo.
—¿Qué quieres, muchachito elfo? —preguntó, destrozando la lengua élfica con
sus dientes y su lengua. Su pronunciación era mala y su comprensión de las sutilezas
gramaticales, inexistente, pero a su manera continuaba siendo asombroso, como
escuchar a un perro que hubiese aprendido hablar. Aquello lo hizo sonreír.
—¿De qué te ríes, ojos de gato? —preguntó el humano, y sus compañeros rieron.
Por primera vez, Tyrion se dio cuenta de que había una nota irrespetuosa en la
voz del hombre. Se sintió más atónito que enfadado. Era como si se burlara de él un
mono.
Guardó silencio porque no se le ocurrió nada que decir, y ese silencio pareció
alentar al humano. Sus compañeros lo animaron. Al acercársele más, el hedor a
alcohol fuerte de mala calidad del aliento del hombre golpeó a Tyrion con la fuerza de
un puñetazo.
Se dio cuenta de que el hombre estaba borracho y buscaba pelea. Tyrion nunca
había sentido ninguna gran necesidad de aprender el idioma humano, y en ese
momento lamentó enormemente esa deficiencia. Tal vez si hubiera sido capaz de
hablarle al hombre en su propio idioma, habría podido distender la situación.
En el mismo momento en que ese pensamiento le cruzaba la mente, se dio cuenta
de otra cosa: en realidad le daba igual. Si aquel hombre mono quería pelea, iba a
tenerla. Tyrion nunca había retrocedido ante una en toda su vida, y no tenía intención
de hacerlo ahora.
Se le ocurrió que tal vez aquélla no fuera la actitud más sensata, pues se
encontraba solo en el Barrio de los Extranjeros y no había nadie de su propia raza
para ayudarlo. Aquel humano tenía todo un grupo de amigos, y era perfectamente
posible que todos los demás humanos que se encontraban por la zona acudieran en su
ayuda por solidaridad con su raza. Aun así, Tyrion decidió que, incluso teniendo en
cuenta todos esos factores, no estaba dispuesto a ceder.
—¿Qué estás mirando? —preguntó el humano con su farfullar rudimentario.
—No lo sé, pero me devuelve la mirada —replicó Tyrion. No sabía si el hombre
había entendido sus palabras, pero no le cupo duda de que había percibido el tono de

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desprecio.
El hombre bajó la mano hacia su espada. Antes de que pudiera desenvainarla,
Tyrion lo golpeó, y la fuerza del impacto lo derribó al suelo. Los amigos se levantaron
con rapidez, al tiempo que se disponían a desenvainar cuchillos y espadas.
—Ése ha sido un buen puñetazo —dijo una voz detrás de él. Por el tono y el
timbre de la voz supo que pertenecía a un humano, aunque las palabras no estaban
destrozadas ni farfulladas. Casi habrían podido ser pronunciadas por un elfo—. Tan
rápido que no he visto más que un borrón.
El dueño de la voz les dijo algo en su propio idioma a los guerreros de la banda,
que volvieron a sentarse con la misma rapidez con que se habían levantado. Salió de
las sombras, se detuvo junto al matón caído y lo regañó. La víctima de Tyrion yacía en
el suelo, humillada, con un hilo de sangre manándole de la nariz y una expresión
aturdida en la cara. Pareció hacerse cada vez más pequeño y cada vez menos confiado
al continuar la diatriba del recién llegado. Al fin se levantó y volvió furtivamente con
sus amigos, momento en que todos ellos se esfumaron a través de la arcada que al
principio parecía que estaban vigilando.
—¿Qué le has dicho? —preguntó Tyrion.
El recién llegado se volvió a mirarlo. Era alto para ser un humano, y ancho,
tirando a gordo. Tenía la cara colorada, pero una expresión abierta y honrada que
incluso Tyrion pudo interpretar en un rostro humano.
—Le dije que era un idiota.
—Pareció que le decías mucho más que eso, o idiota es una palabra mucho más
larga en tu idioma que en el mío.
El desconocido rió.
—Estaba explicándole por qué exactamente es un idiota, como su padre y el padre
de su padre antes que él.
—¿Y eso por qué?
El desconocido ladeó la cabeza e inspeccionó a Tyrion durante un largo rato. No
había nada hosco ni agresivo en aquella mirada, y a Tyrion no le molestó.
—De verdad que no lo sabes, ¿no es cierto?
—La verdad es que no —reconoció Tyrion.
—Y eres mucho más joven de lo que pareces.
—¿Qué edad parece que tenga?
—Es difícil decirlo. Todos los elfos parecen iguales, y podrían tener mil años de
edad.
—La mayoría no vive tanto tiempo.
—Es cierto, pero la mayoría morís por accidente o por violencia. No envejecéis
como lo hacemos nosotros.
Tyrion pensó en los humanos que había visto mientras deambulaba por el Barrio

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de los Extranjeros. Algunos de ellos eran más decrépitos de lo que jamás podría serlo
un elfo.
—Nosotros envejecemos con mayor lentitud, y tal vez de un modo diferente. No
sé lo suficiente sobre tu raza como para poder opinar.
—Ni yo sobre la tuya.
—Me parece que has evitado mi pregunta, señor —dijo Tyrion—. ¿Por qué era un
idiota ese hombre?
—Porque estaba borracho y porque por atacarte habría podido hacer que todos
nosotros fuéramos desterrados de Ulthuan, y eso habría sido una auténtica idiotez,
porque puede ganarse una enorme cantidad de oro comerciando con los elfos,
demasiado como para que lo arriesgue la estupidez alcohólica de un idiota ignorante
resentido.
—Eso es sensato —dijo Tyrion.
—Con total certeza que sí, señor —dijo el recién llegado—. Con total certeza.
Intento hablar con sensatez cada vez que hablo. Me gustaría pensar que soy un
hombre sensato, señor elfo.
—A mí me lo pareces.
—Gracias, señor. Es un auténtico cumplido que me digas eso.
Tyrion se dio cuenta de que el hombre le había estado guiando casi
imperceptiblemente fuera del laberinto del bazar mientras caminaban. Le resultó
divertido que hubiera maniobrado tan limpiamente y para su propio bien. Resultaba
evidente que el hombre no quería decir que cabía la posibilidad de que la presencia de
Tyrion provocara otro alboroto en las profundidades del bazar, e igual de evidente
que estaba intentando evitar tentar a la suerte. Había manejado la situación con gran
habilidad. Tyrion se dio cuenta de que iba a tener que reevaluar la opinión que tenía
de los humanos. Estaba claro que eran más inteligentes y capaces de una mayor
elegancia de lo que reconocían la mayoría de los elfos.
No veía la hora de compartir aquella información con Teclis. Sabía que a su
hermano le haría gracia.

* * *
—Y entonces, con toda facilidad, me condujo fuera del mercado, hacia las puertas. Se
despedía de una manera tan natural y con unos modales tan relajados que parecía lo
más normal del mundo que yo las atravesara y entrara en la ciudad de Lothern
propiamente dicha.
Teclis rió, pero en su delicado rostro había algo más aparte de diversión, una

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melancolía que hizo que Tyrion se diera cuenta de lo mucho que su gemelo le
envidiaba por aquella pequeña aventura.
—¿Quién iba a pensar jamás que podrías tener una sala de estar como ésta? —dijo
Tyrion para cambiar de tema.
La sala estaba impresionantemente amueblada. La mesa era robusta, hecha con
madera aromática de intenso perfume procedente de Catai y tallada con ninfas y
pequeños dioses entrelazados. De dos de las paredes pendían pesados tapices
sumamente suntuosos. Había cristales en las ventanas, que no tenían postigos, sólo un
par de gruesas cortinas capaces de impedir las corrientes de aire.
En la pared que tenía delante había un cuadro en el que se veían barcos mercantes
en el mar, la fuente de la gran riqueza de sus parientes. Cerca de la mesa había un
espejo de pie en el que Tyrion podía ver su propio reflejo y el de Teclis. Él estaba de
pie a la luz de la linterna y Teclis quedaba parcialmente oculto en la sombra.
—Creo que los sirvientes tienen aposentos tan buenos como los nuestros —dijo
Teclis con tono cáustico.
—No me importa —respondió Tyrion—. Yo nunca he visto una habitación tan
suntuosamente amueblada y decorada como la mía.
—Eso es porque tienes pocas cosas con las que compararla. En Lothern hay otras
casas tan ricas como ésta, y con habitaciones diez veces mejor amuebladas.
—¿Cómo sabes ya tanto sobre la ciudad?
—Porque lo he leído, hermano, y porque interrogo a la doncella que viene a
limpiar la habitación y atender mis necesidades.
Tyrion imaginó el interrogatorio de su hermano y sintió pena por la doncella.
Teclis era brusco casi hasta el punto de parecer humano, y tenía unos modales de lo
más impropios en un elfo.
—No me importa si hay alguien que sea mucho más rico que nosotros. Yo, por lo
menos, tengo intención de ser feliz aquí.
—Tú serías feliz en cualquier sitio. Eres por naturaleza vergonzosamente alegre,
optimista y risueño.
«¿Cómo podría no serlo cuando tengo esta gran ciudad para recorrerla?», estaba a
punto de decir Tyrion, pero se dio cuenta de que eso sólo le causaría a Teclis más
amargura y envidia. En ese momento se dio cuenta (y quedó atónito ante su propia
lentitud de comprensión) de que la razón por la que su gemelo se mostraba crítico
con los parientes de Lothern era que estaba enfadado con Tyrion por correr
aventuras, pero no era capaz de decírselo.
Teclis estaba manifestando su enojo por otros canales, injustos para con su familia
e indignos de él. Por un momento, Tyrion se sintió casi culpable, pero apartó a un
lado ese sentimiento. Él no tenía la culpa de ser quién era y no iba a disculparse por
eso ante su hermano.

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—Y tú eres por naturaleza un amargado, hermano —dijo Tyrion—. Aunque
puedo entender por qué…
—Sinceramente, lo dudo, Tyrion. No tienes ni idea de cómo es encontrarse
inmovilizado aquí, sabiendo que allí fuera transcurre la vida y que una gran ciudad se
dedica a sus asuntos mientras tú estás atrapado y no puedes hacer nada… nada.
—Puedo intentarlo —dijo Tyrion con voz suave. Y debajo de todas las otras
amarguras percibió una más profunda. Teclis había disfrutado brevemente de unas
pocas semanas de buena salud, antes de recaer. Para él había sido un golpe cruel. No
resultaba extraño que estuviera enfadado.
—Sí, y lo haces —replicó Teclis.
—¿Qué es ese libro que hay sobre la mesilla de noche? —preguntó Tyrion para
cambiar de tema otra vez.
—Es un libro de conjuros. La dama Malene tiene una biblioteca entera de esa
temática aquí.
—Entonces, ¿has visitado esa biblioteca?
—Mara, la doncella, me habló de ella y tuve que verla.
Tyrion podía imaginar a su hermano cojeando por el pasillo para llegar hasta un
tesoro semejante. Había leído todos los libros de la casa de su padre, salvo los que éste
guardaba bajo llave en un armario mágicamente sellado, porque eran demasiado
peligrosos para cualquiera que no fuese un diestro hechicero. Tyrion recordaba con
claridad la obsesión de su hermano con ese armario. En el palacio parecía que nada
estaba cerrado con llave. Supuso que los conjuros del libro tenían que ser inofensivos,
ya que de lo contrario los habrían tenido bajo llave.
—¿Y tú… eh… has tomado prestado éste?
—Sí.
—¿Lo sabe la dama Malene?
—Echa un vistazo a esto —dijo Teclis, pasando de un estado amargado y cáustico
a la emoción en un instante. Abrió el libro, y Tyrion vio que las líneas de palabras
estaban separadas por múltiples rayas que tenían lo que parecían notas musicales.
—Parece música con letra —dijo Tyrion—. ¿Es una canción?
—No, es un hechizo. Las palabras son el encantamiento, la primera línea de
símbolos de debajo muestran los gestos de la mano derecha y la de debajo de ésa, los
gestos de la mano izquierda, mientras que la última muestra la inflexión.
—¿La inflexión?
—Es una especie de giro mental que debes ejecutar para tocar el poder del hechizo
de la manera correcta… violenta, triste, pasiva, etcétera.
—¿Como un estado anímico?
Teclis hizo una mueca que dejó claro lo que pensaba de la sugerencia de su
hermano.

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—En cierto modo, supongo.
—Para mí no son más que garabatos en una página.
—Créeme si te digo que son algo más que eso. La dama Malene me ha explicado
bastante de la teoría como para que lo sepa.
—Te creo.
A la voz de Teclis afloró un tono de urgencia.
—Todo esto encaja. Existe una unidad en ello, y cuando entiendes eso, puedes
hacer casi cualquier cosa. Si cambias tu estado interno, tocas los vientos de la magia,
te alimentas de su energía, vuelves a cambiar tu estado interior, das forma a las
fuerzas con tu mente, tus palabras, tus gestos, y durante todo ese tiempo lo que en
realidad estás haciendo es alterar el mundo.
—Con toda sinceridad, no puedo decir que te entienda.
—Te lo mostraré. Mira. Pon una silla delante del espejo y ayúdame a llegar hasta
ella.
Tyrion no sabía muy bien si le gustaba el rumbo que estaba tomando aquello,
pero hizo lo que su gemelo le pedía. Era agradable verlo tan animado, y por una vez
sin rastro de amargura. Teclis se sentó con el libro en el regazo y realizó algunos
gestos extraños, haciendo ondular los dedos y girando las manos mientras
canturreaba palabras en una versión arcaica de la lengua élfica.
Un escalofrío recorrió la columna vertebral de Tyrion. Sintió que fuerzas extrañas
fluían a su alrededor. Miró hacia el espejo y vio la preocupación en su propio rostro.
El semblante de Teclis se había convertido en una máscara, y su mirada estaba fija.
Mientras Tyrion aún lo observaba, el espejo se empañó como si alguien le hubiese
echado el aliento, aunque nadie lo había hecho. Los contornos se convirtieron en
sombras y borrones, y luego se desvanecieron por completo. La superficie del espejo
onduló, se asentó y recuperó la normalidad.
—Está igual que antes —dijo Tyrion—. No sé que estabas intentando hacer, pero
no ha funcionado.
Teclis sonrió con un rictus espantoso. Movió la mano izquierda como si quisiera
hacer girar un trompo. La imagen del espejo giró. Al principio, Tyrion se preguntó si
Teclis lo habría mareado con su magia, pero luego se dio cuenta de que su estabilidad
era perfecta, y que lo mismo sucedía con la habitación. Era el punto de vista del
interior del espejo lo que estaba cambiando.
Teclis hizo otro gesto, y Tyrion se encontró mirándolos a los dos por detrás. Era
como si el espejo se hubiera convertido en el ojo de una gran bestia errante y ellos
estuviesen mirando desde el interior de ese ojo. Tyrion rió, maravillado ante aquel
fenómeno, y Teclis hizo lo mismo, sin duda disfrutando de la sensación de poder y del
uso de la magia.
La visión en el espejo volvió a cambiar, atravesó la puerta y salió al pasillo.

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Entonces comenzó a avanzar a la misma velocidad que podía correr Tyrion, y éste
supuso que su hermano estaba disfrutando de la sensación indirecta de correr a una
velocidad que nunca lograría en la vida real. Tyrion se preguntó si el punto de vista
del espejo podría volar. Eso sería algo realmente maravilloso.
En el preciso momento en que se le ocurrió ese pensamiento, vio a la dama
Malene corriendo por el pasillo hacia ellos. Llegó a un lugar situado justo delante del
ojo e hizo un gesto. El espejo se oscureció de repente. Teclis lanzó una exclamación
ahogada, como si lo hubieran apuñalado. Al cabo de un instante se abrió la puerta de
la habitación y entró ella.
—¿Qué está sucediendo? —exigió saber en un tono de la máxima urgencia. Miró a
su alrededor como si buscara alguna amenaza dentro de la habitación, mientras un
suave nimbo de luz se movía en torno a sus manos. Tyrion se dio cuenta de que
estaba preparada para hacer magia en cuestión de un instante, y por la expresión de
su rostro, dedujo que sería un hechizo de un tipo potente y mortífero—. ¿Algo ha
intentado entrar aquí por la fuerza? En ese momento oyó el sonido de muchos pies
que corrían.
Guerreros armados entraron en masa en la habitación como si respondieran a una
convocatoria inaudible. También ellos recorrieron la habitación con la mirada,
obviamente tan perplejos como la dama Malene. Tenían el aspecto de soldados que,
tras haber reunido el valor necesario para el combate, se sentían decepcionados al
encontrarse con que no los esperaba ningún enemigo.
—He sido yo, señora —dijo Teclis.
—¿Qué has hecho? —preguntó ella.
—Un hechizo.
—Todavía no eres mago, muchacho. He percibido la presencia de un poder
espantoso. He pensado que nos estaban atacando, que os estaban atacando a vosotros,
porque el foco del poder estaba aquí.
—He conjurado un hechizo —repitió Teclis, porfiado, e indicó con un gesto el
libro abierto que tenía sobre el regazo.
La dama Malene se le acercó y lo cogió con brusquedad.
—¿Que tú has hecho esto? —Su voz denotaba la más pura incredulidad—.
Imposible.
—Mi hermano no miente —intervino Tyrion, irritado por el tono en que estaba
hablando su tía. Se habría sentido aún más irritado por el tono de la dama Malene si
no hubiese percibido que estaba enfadada tanto porque le preocupaba el bienestar de
los gemelos como por el disgusto por lo que había hecho Teclis.
Ella miró de nuevo hacia el hechizo y después al espejo. Con su mano realizaba un
pequeño gesto circular. Pronunció algunas palabras en la versión arcaica de la lengua
élfica que Teclis había usado para invocar el conjuro. La superficie del espejo titiló

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con un destello y después perdió intensidad. Volvió a mirarles a ellos.
—Mírame —dijo—. Esto no es ninguna broma, así que no sonrías. Respóndeme, y
responde con la verdad. ¿Ha entrado algo en esta estancia? ¿Ha violado algo las
protecciones de este palacio?
—No —respondió Teclis con la más absoluta seguridad.
—¿Has hecho el Hechizo del Ojo Invisible?
—Sí.
—¿Quién te enseñó a hacer eso?
—Nadie.
—No mientas, muchacho. ¿Qué te enseñó tu padre?
—Nada, bruja —dijo Teclis, tan irritado como ella y, al parecer, sin enterarse
siquiera del modo en que los elfos armados bajaban la mano hacia la espada al oír el
tono con que hablaba a la dama—. Mi padre no me enseñó nada. Los procedimientos
básicos estaban todos en este libro. El resto lo deduje por mí mismo, a partir de lo que
tú ya me has enseñado.
—¿Tú has deducido el resto por ti mismo? ¿Esperas en serio que me crea que un
muchacho sin preparación puede deducir, a partir de principios básicos, el
conocimiento necesario para hacer un hechizo de transvisualización de tercer orden?
—No me importa si te lo crees o no —dijo Teclis con magnífica arrogancia—. Lo
he hecho, y puedo volver a hacerlo.
La dama Malene se quedó mirándolo durante un largo momento.
—O eres un maravilloso embustero, o eres el mago natural más grandioso que
haya existido jamás.
Con posterioridad, Tyrion recordaría que las palabras de ella habían tenido la
fuerza de una profecía.

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DIECIOCHO

—¿Qué voy a hacer contigo? —preguntó la dama Malene.


Por el tono de su voz, diríase que en realidad no lo sabía. Tenía aspecto de no
haber dormido desde la noche anterior. Teclis sí que lo había hecho, con el sueño más
plácido y natural del que había disfrutado en muchos días.
—No soy tuyo para que tengas que hacer nada conmigo —respondió él. Los
modales de ella lo ponían nervioso. Se alegraba de que Tyrion no estuviera presente
en la habitación para presenciar aquello.
Ella no lo tenía literalmente en su poder, pero poseía algo que él quería:
conocimiento, dominio de la técnica. Él tenía la posibilidad de aprender magia por sí
mismo basándose en lo que había visto en los grimorios, pero ella podría prohibirle
perfectamente el acceso a más libros. Si eso sucedía, tal vez podría encontrar una
forma de conseguirlos, pero es probable que le impidieran hacerlo. En cualquier caso,
sería un camino mucho más largo y lento hacia el aprendizaje, y deseaba aprender
magia con la misma fuerza que un elfo perdido en un desierto podía ansiar agua.
—Tu vida sí que lo es —respondió ella con bastante certeza—. En este momento.
—¿Eso es una amenaza?
—No. Me refiero a tu camino en la vida. Puedo enseñarte, o puedo denunciarte en
el palacio del Rey Fénix y serás privado de libertad hasta después de la prueba.
—Eso no es justo.
—La vida no es justa, príncipe Teclis. Lamento que hayas conocido ese concepto a
una edad tan temprana, pero posees una inteligencia muy superior a lo que te
corresponde por edad, así que estoy segura de que no tendrás ninguna dificultad para
entenderlo.
—No necesito ni perogrulladas ni ironías.
—No. Necesitas enseñanza, eso es obvio. Si no la recibes, o no se te refrena de un
modo activo, experimentarás por tu cuenta. Y en el caso de alguien de tu poder, eso

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podría ser muy peligroso.
—No desconozco los peligros de la magia.
—«El fuego no me quemará», dice el niño que no ha metido nunca la mano en la
chimenea.
—No soy un niño.
—Entonces, no te comportes como si lo fueras y no hables con tanta petulancia.
No sabes nada de los peligros de la magia… ¡Nada! Alguien con tu poder puede hacer
tan fácilmente tantas cosas, y hacerlas mal…
—¿Como qué? —En ese momento sentía más curiosidad que enojo.
—Podrías agotar tu poder en exceso y quemarlo para siempre. Créeme si te digo
que ésa no es una suerte que pueda apetecerle correr a nadie nacido para el Arte. Sería
preferible la muerte.
Teclis era consciente de que eso podría ser verdad, pero percibió vacilación en la
forma de actuar de la dama Malene. Había algo que le estaba ocultando, y que no
quería contarle. Por supuesto, él tenía que saberlo.
—¿Y?
—¿Y qué?
—¿Qué otra cosa podría ir mal?
—¿No te parece suficiente?
—Existen otros peligros que no estás mencionando.
—Y no lo haré hasta que tus estudios no estén mucho más avanzados.
—¿Cómo puedo evitar un peligro si no sé cuál es? Tú dices que tienes miedo de lo
que yo podría hacer. Ayúdame a evitarlo.
Ella lo miró con recelo, aunque también con algo más parecido al respeto. Para
ella, hasta ese momento, él no había sido nada más que un adolescente dotado para la
magia. Nunca se había planteado la posibilidad de tratarlo como a un igual, aunque
debía de saber que un día tendría que hacerlo. Pareció llegar a una decisión.
—De acuerdo. Por tu propio bien te lo contaré. Pon atención a estas palabras y
escúchalas bien, porque no sólo tu vida, sino también tu alma, podrían depender de
ellas.
Entonces él sintió una emoción, pero no la emoción que ella esperaba que sintiera.
Estaba a punto de recibir un conocimiento secreto y oscuro, y sentía su implacable
influjo. Era algo que sabía que tenía poder sobre él, y que era probable que siempre lo
tuviera. Tal vez pensaba que aquélla era la forma en que obraba la Maldición de
Aenarion en su caso.
—Habla —dijo.
—Cuando se trabaja con el Arte, hay algo que atrae la atención de los demonios.
Las almas de quienes son capaces de usar la magia tienen algo que los atrae, algo que
los demonios ansían tanto como los epicúreos desean las lenguas de alondra en miel.

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Si tu alma no está adecuadamente protegida, si haces el hechizo sin pensar y sin
protegerte, puedes atraer el mal sobre ti mismo.
—Ese es el tipo de superstición en el que creen los humanos —dijo Teclis.
—Nada más lejos de la verdad. Cuando trabajes con la gran magia superior, lo
sabrás. Sentirás la presencia del Caos y sus secuaces a tu alrededor. A veces percibirás
su hambre y su furia, incluso cuando estés conjurando el más pequeño de los
hechizos. Así son las cosas.
—Me estás diciendo eso para asustarme.
—Sí, así es. ¡Y deberías estar asustado! Porque hay tipos de magia con los que
nunca podrás trabajar sin poner en peligro tu alma y la vida de todos los que te
rodeen. Por eso lo que has hecho hoy es una necedad y una equivocación. No sólo has
puesto en riesgo tu propio ser, sino también el de tu hermano. Me has puesto en
peligro a mí y a los guardias que acudieron a investigar. Si algo hubiera asomado del
gran abismo y te hubiera poseído, podría utilizar tu cuerpo y tu talento para causar un
grandísimo mal. Cuanto más natural es el poder que tiene un mago, y tú tienes más
de eso que cualquier otro que yo haya conocido, más valioso va a ser para los poderes
del Caos.
Hablaba con mucha calma y autoridad, y con una convicción absoluta. Teclis,
para su gran sorpresa, comenzó a sentirse avergonzado.
—No volveré a hacerlo —dijo al fin.
—Sería lo más prudente. Habrá muchas tentaciones en tu camino, príncipe Teclis,
algunas de ellas muy sutiles. Es mejor ser cauteloso cuando eres estudiante del Arte.
Recuérdalo siempre. ¡Siempre!
—Lo haré.
—Hazlo. Está sucediendo algo muy extraño en el mundo, hoy. Los demonios han
acudido una vez más a Ulthuan, y no me gustaría que los atrajeras hacia tu persona.

* * *
N’Kari se sentía fuerte. Por primera vez desde que escapara del maldito Vórtice
comenzaba a sentirse restablecido del todo. Se había alimentado bien con sangre,
almas, dolor y éxtasis. Se había bañado en la sangre del linaje de Aenarion y devorado
los corazones y los globos oculares de sus miembros, y por último había usado los
cadáveres para su placer.
Sus seguidores habían aumentado hasta convertirse en todo un ejército. Sus
adoradores habían llegado desde todo Ulthuan para unirse a ellos al correr la voz de
lo que estaban haciendo; una compañía de elfos oscuros renegados había acudido a

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rendirle homenaje, y una tripulación de náufragos nórdicos había sido seducida y
sometida a su voluntad. Él había convocado más demonios y atraído hacia sí más
monstruos. Sus legiones podrían enfrentarse en batalla con un ejército, pero no estaba
muy seguro de que eso fuera necesario, al menos de momento.
Por supuesto, existía el problema de la comida. Había surgido el eterno problema
de aprovisionar a un ejército en marcha. N’Kari lo había resuelto a la manera
tradicional. Algunos de los cautivos habían sido usados como esclavos de placer, otros
habían sido reclutados y otros más se habían convertido en ganado para que los
devoraran los soldados.
Les había enseñado a sus seguidores los exquisitos placeres epicúreos del
Banquete Oscuro, y sospechaba que a partir de ese momento les costaría un poco
volver a los alimentos inferiores, aunque él se lo permitiera. Había imbuido la sabrosa
carne de elfo con un poco de su propia energía mágica oscura, y se sentía complacido
al ver que algunos de los mortales presentaban ya los estigmas de la mutación. Ya se
habían adentrado mucho en la senda del Caos y se adentrarían aún más antes de que
acabaran sus aventuras.
—Hay magos en el interior —dijo Elrion.
El jefe de sus seguidores parecía haber enloquecido. Su cordura no había
mejorado por el hecho de que la piel hubiera empezado a endurecérsele en los brazos
y el pecho, proporcionándole una especie de armadura natural a costa de una cierta
disminución de su belleza personal. A N’Kari le gustaba bastante el efecto de sus
desorbitados ojos fijos, así como el chasquido que afloraba a su voz siempre que
intentaba pronunciar ciertas palabras. Sus dientes se estaban transformando en
colmillos y le estaba pasando algo en la lengua y la garganta. N’Kari apenas podía
esperar para ver de qué se trataba.
—Sí —dijo N’Kari. Incluso un examen superficial de la torre de la cima de la
colina que tenían delante ponía en evidencia muchas cosas. Estaba envuelta en
potentes hechizos protectores y contaba con una serie de sofisticadas defensas. Unos
pocos de los que aguardaban sobre las murallas que la rodeaban eran magos. Le
resultaba fácil determinarlo por el modo en que se rodeaban de resplandecientes
hechizos de ilusión y batalla. Sus armas también estaban encantadas, al igual que las
armas y armaduras de los guerreros—. Y su carne tendrá un sabor aún más dulce por
estar sazonada con poder. Créeme, no hay nada parecido al sabor del alma de un
hechicero cuando la devoras.
—Creo que el señor de la torre nos está esperando —dijo Elrion.
Por supuesto que estaría esperándolos, dado que se trataba de un mago. Era
probable que los hubiese visto llegar desde leguas de distancia a través de su cristal de
videncia. Era una pena que la torre no se encontrara más cerca de la entrada de las
sendas de los ancestrales; de haberlo estado, habrían podido tomarlo completamente

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por sorpresa. Pero, por otro lado, eso habría privado a N’Kari de una gran parte del
placer de la batalla y la matanza. Siempre había que ver esas cosas desde una
perspectiva equilibrada.
N’Kari dudaba de que el hecho de haber sido prevenidos fuera a servirles de
mucho a los defensores. Las fuerzas de éste eran ya muy numerosas y no existía la más
mínima posibilidad de que pudieran llegar refuerzos a auxiliar a los elfos, a menos
que usaran los mismos medios de desplazamiento que había empleado N’Kari para
transportar sus efectivos, y no tenían ni los conocimientos ni la valentía necesarios
para hacer eso.
Algunos de sus soldados poseían el saber y las habilidades necesarias para
construir toscas máquinas de asedio, como catapultas y arietes cubiertos. Habían
talado los árboles de sotos sagrados para hacerlos, y uno o dos de sus adoradores
incluso habían logrado imbuirles magia con el fin de mejorar su utilidad. Sólo sería
cuestión de tiempo que abrieran una brecha en las puertas o las murallas que
rodeaban la torre y que sus seguidores entraran. Lo único que tenía que hacer era dar
la orden y la batalla comenzaría.
N’Kari se detuvo un segundo a saborear el momento, y entonces apareció sobre
las almenas una figura alta que comenzó a conjurar un hechizo. Pertenecía a un orden
de magnitud más potente que cualquier cosa que estuvieran urdiendo los aprendices.
El señor de la torre había decidido intervenir. Una bola de pura energía mágica
describió un arco en el aire al caer hacia la máquina de asedio más cercana, que hizo
estallar en flameantes fragmentos, carbonizando así a los ocupantes y dejando sólo
huesos vitrificados de pie en el lugar, durante apenas un segundo, antes de que se
desplomaran.
A N’Kari no le hizo gracia. Había estado a punto de dar un discurso enardecedor a
sus seguidores para interpretar el papel de gran comandante. Al parecer, su oponente
de aquel día no tenía intención de darle tiempo para representar ese papel. Pues que
así fuera. Buscaría divertirse por otros medios, como, por ejemplo, atormentando el
alma del que le había arrebatado ese fugaz placer.
—¡Atacad! —gritó N’Kari, cambiando de forma para adoptar la que le era natural,
su preferida.
Fue recompensado por gritos de terror desde lo alto de las murallas.
Habitualmente, podía confiarse en que los magos reconocieran a un demonio cuando
lo veían. Al parecer, algunos de los que estaban sobre las murallas tenían una cierta
idea de cuales eran las capacidades de N’Kari. Tal vez eso podría salvarles la vida a
unos pocos de los más abyectos, si se humillaban lo suficiente.
Aunque, por otro lado, tal vez no.

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* * *
—Eres muy bueno, portero, y no dejas de mejorar —dijo Korhien, que, de hecho,
estaba jadeando por el esfuerzo del entrenamiento. Se apoyó en la espada de práctica
y se quedó mirando a Tyrion—. Has hecho muchos progresos en las últimas semanas.
—Me gusta oírte decir eso —replicó Tyrion, desviando la mirada. Cada vez
llegaban más porteadores con adornos y comida inminente para el baile—. Tengo la
sensación de estar mejorando, pero no dispongo de nada con lo que comprobar mis
progresos.
—Yo sí —le aseguró Korhien—. Y puedes creerme de palabra. Ha habido muy
pocos guerreros que hayan aprendido a usar una espada tan rápidamente ni tan bien
como lo has hecho tú. Tienes una asombrosa habilidad con las armas. Es como si
hubieras nacido para usarlas.
—Tal vez sea así —respondió Tyrion—. Pero creo que eso es así en el caso de la
mayoría de los elfos que viven en estos tiempos. Todos nacemos para usar las armas,
tanto si nos gusta como si no.
Vivimos en tiempos de guerra.
—Eso es verdad, portero. Aunque dudo que ahora mismo tengas una idea muy
precisa de lo que significa realmente.
—Estoy seguro de que la tendré antes de que pase mucho tiempo —dijo Tyrion.
—Espero que te equivoques —le aseguró Korhien—. Aún eres un poco joven para
ir a la guerra.
—Es con lo que he soñado desde que era niño.
—Descubrirás que la realidad no guarda mucha relación con el material de tus
sueños. Estas cosas nunca lo hacen. Una cosa es leer sobre ellas en las narraciones u
oír los relatos fantásticos que cuentan los guerreros junto al fuego del campamento, y
otra muy diferente es cortar a un elfo en pedazos o atravesarle el cuerpo con una
espada.
—Tú has hecho esas cosas —dijo Tyrion— y no pareces estar peor por eso.
—He hecho esas cosas, y hay momentos en los que desearía no haberlas hecho.
—Y hay momentos en los que te alegras de haberlas hecho —replicó Tyrion—.
Eso se ve.
—Es algo complicado, portero.
—¿En qué sentido? —preguntó Tyrion.
—Matar a alguien en combate es algo complicado. No es como imaginas que será.
Es maravilloso y es terrible, y no es en absoluto lo que esperas que sea.
Tyrion miró al guerrero veterano. La cara de Korhien tenía una expresión
pensativa, y Tyrion se dio cuenta de que escogía las palabras con cuidado. Su vista se

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perdió a media distancia, como si recordara algo que era importante para él y que
deseaba comunicar con precisión.
—Sucede lo siguiente —dijo Korhien—. Cuando matas a alguien en una batalla,
demuestras tu superioridad con respecto a ese alguien. Tú estás vivo y el contrincante,
muerto, y no hay prueba más irrefutable que ésa. Resulta emocionante de un modo
terrible. Es horrible, y es terrible, pero al mismo tiempo es emocionante. Te sientes
más vivo de lo que jamás antes te habías sentido, o de lo que jamás volverás a sentirte,
con toda probabilidad. Eres muy consciente de la presencia de la muerte y de lo
mucho que se te ha acercado, y eso hace que te des cuenta de que estás vivo como
nada más lo logrará nunca. ¿Me sigues?
—Creo que sí —replicó Tyrion—. ¿Y qué tiene de tan terrible?
—En ese momento, nada. Pero más tarde acabarás pensando en lo que sucedió, y
en cómo te sentiste, y en cómo se siente la otra persona en ese momento.
—No sentirá nada —dijo Tyrion.
—Exacto —asintió Korhien—. No sentirá absolutamente nada, y tú habrás
garantizado que así sea. Tú habrás hecho que eso suceda. Y pasado un tiempo,
empezarás a preguntarte qué has hecho… ¿Estaba justificado? ¿Qué derecho tenías de
matar a esa persona? ¿No habría sido mejor, quizá, que te matara ella a ti?
Tyrion se dio cuenta de que Korhien no hablaba sólo en sentido abstracto. Tenía
en mente a alguien específico. Estaba pensando en cosas que lo habían afectado
profundamente en el pasado. Lo que afectó a Tyrion no fue tanto lo que dijo el elfo
veterano como el modo en que lo dijo.
Tyrion no podía ni imaginarse que jamás llegara a lamentar haber matado a
alguien que había intentado matarlo a él. Si se trataba de su vida o la de esa otra
persona, sentiría completamente justificada su propia victoria. Y sin embargo, algo en
el tono de voz de Korhien lo hizo pensar. Si el guerrero veterano había encontrado en
todo aquello algo que lo había afectado de un modo tan profundo, Tyrion pensó que
al menos merecía su más profunda consideración.
—¿Tú te preguntas ese tipo de cosas? —preguntó Tyrion.
—Continuamente —replicó Korhien.
—¿Por qué?
—Ojalá lo supiera. Cuando era más joven, eran cuestiones que no me
preocupaban en absoluto, pero me he encontrado con que a lo largo de los siglos he
pensado cada vez más en ellas, y las respuestas fáciles me han resultado cada vez más
difíciles de encontrar.
—Eres un guerrero —dijo Tyrion—. Tu deber es matar a los enemigos del Rey
Fénix.
Korhien sonrió.
—Me gustaría volver a ser joven y que todo me pareciera tan simple.

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A Tyrion le sentó mal ese comentario.
—¿Has oído algo más sobre esos ataques de los que habla todo el mundo? Las
sirvientas parecen pensar que la propia Lothern va a ser asediada por un ejército de
demonios cualquier día de éstos.
Korhien negó con la cabeza.
—No llegaremos a eso. En cualquier caso, todavía no.
—Se han producido más ataques, entonces.
—Sí. Y muchos. No pasa ni un solo día sin que lleguen informes mediante aves
mensajeras, hechizos de envío, o por el boca a boca. Parece que todo el continente
insular está siendo atacado por un ejército de demonios. Y, sin embargo, cuando
nuestros soldados investigan, no encuentran nada. Es como si los atacantes se
hubieran desvanecido en el aire.
—Los demonios están usando magia —dijo Tyrion.
—Ya veo que tu ingenio para la comprensión de los asuntos militares no ha sido
infravalorado, portero —dijo Korhien, sardónico—. Por supuesto que los demonios
están usando magia.
—¿Por qué están escogiendo esos lugares para atacarlos? ¿Qué quieren?
—Nadie lo sabe, y nadie logra ver ninguna pauta concreta. Ni siquiera los magos
más inteligentes. Los demonios aparecen como salidos de la nada, atacan, matan
como glotones enloquecidos y se marchan sin llevarse nada. Es una especie de locura,
o al menos eso parece.
—Es lo que uno esperaría de los demonios —dijo Tyrion—. ¿Quién sabe por qué
hacen lo que hacen?
—Yo, no, eso te lo aseguro —replicó Korhien—. Ni nadie más en este momento.
No había sucedido nada parecido en siglos. El pánico está propagándose por todas
partes.
—Tal vez sea ésa la intención —comentó Tyrion. Resultaba absurdo estar
pensando de esa manera mientras observaban a los comerciantes que llegaban con
flores y farolillos para el baile y a los tenderos que llevaban provisiones para celebrar
un gran banquete.
—No eres el primero que sugiere eso, portero.
—Al menos aquí estamos a salvo —dijo Tyrion—. Lothern es la ciudad mejor
defendida del mundo de los elfos.
Korhien asintió con la cabeza.
—Me resulta irritante permanecer aquí sin hacer nada mientras nuestro territorio
se ve asediado —dijo.
—Estoy seguro de que llegará el momento en que te llamarán a luchar —dijo
Tyrion. La verdad era que envidiaba a Korhien por esa posibilidad.
Korhien sonrió.

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—Te veré mañana por la noche, en el baile —dijo—. Tengo entendido que va a ser
especial.
—¿No entrenaremos mañana? —preguntó Tyrion decepcionado.
—El Rey Fénix ha convocado otra reunión del Consejo para hablar de los ataques.
Tendré que estar presente. Algunas cosas tienen prioridad incluso sobre tu
entrenamiento, portero.
—Al parecer, los bailes son una excepción.
—Créeme, después de una de esas reuniones del Consejo, todos vamos a necesitar
una fiesta para animamos.

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DIECINUEVE

Las esferas flotantes de luz entretejida por hechizos iluminaban el gran salón del
palacio de Mar Esmeralda. Una orquesta formada por los mejores músicos tocaba
sobre una tarima elevada que se había colocado en un extremo de la estancia.
Enormes ventiladores giraban en los altos techos, movidos por una magia invisible.
Cientos de elfos de aspecto noble, y ataviados con hermosos ropajes abarrotaban el
salón. Permanecían de pie flanqueando la estancia, a la sombra de nichos que
albergaban enormes estatuas, o en torno a las mesas sobre las que se había servido un
bufet de las más refinadas Viandas élficas. Charlaban en rincones oscuros, o bebían
vino en copas de cristal tallado, o bailaban en el centro de la pista, ejecutando los
pasos de las muy intrincadas cuadrillas rituales que exigía aquel tipo de reunión
social.
Teclis nunca había visto nada parecido. Era el primer baile de su vida en uno de
los palacios de Lothern y le resultaba, cuanto menos, impresionante.
Tyrion permanecía en el balcón, observándolo todo y sonriendo con facilidad y
amabilidad a todo el que pasaba. Parecía perfectamente cómodo con las hermosas
ropas que vestía. Su encanto y belleza naturales compensaban cualquier carencia de
cortesía formal en sus modales. Teclis le envidiaba todas esas cosas. Sus propias ropas
parecían demasiado holgadas para su alto cuerpo enjuto, y por muy a menudo que los
criados le ajustaran el corte y la caída, no parecían capaces de lograr que pareciese
nada más que un espantapájaros desgarbado.
Cuando estaban en su hogar, Teclis había sido el favorito de su padre y Tyrion
había estado en segundo plano. Resultaba obvio que allí sus papeles estarían siempre
invertidos. Tyrion era el que se había convertido en el centro de atención y Teclis
sabía, más allá de cualquier atisbo de duda, que así sería a partir de ese momento.
Sintió que le tocaban un codo. Allí estaba la dama Malene, enfundada en un
centelleante vestido azul confeccionado con una tela tejida por la maga en el que

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resplandecían glamorosos y estéticos hechizos. Llevaba el cabello recogido en lo alto
de su cabeza, sujeto con broches enjoyados. Largos pendientes de diamante colgaban
de sus puntiagudas orejas.
—No te lo estás pasando bien aquí, ¿verdad, príncipe Teclis? —murmuró.
—¿Cómo te has dado cuenta? —preguntó él, sardónico.
—Te mantienes apartado de la gente. No has hablado con nadie ni le has pedido a
nadie que baile contigo. Tu hermano no parece sufrir ese tipo de comedimiento.
—Tyrion es el encanto personificado. Le cae bien a la gente. Sabe cómo hacerla
sentir cómoda.
—No resulta sorprendente. Es guapo, desenvuelto y seguro de sí mismo… no es
tímido.
—¿Y tú crees que yo lo soy, señora?
—Tú no estás cómodo ni contigo mismo ni con otra gente. Tal vez nunca lo estés.
—Si intentas reafirmar mi confianza en mí mismo con esta charla, estás
fracasando.
—Éstos no son fracasos inusitados entre los practicantes del Arte. Tenemos
reputación de excéntricos, solitarios y faltos de habilidades sociales.
—No he reparado en que tú poseas ninguna de esas cualidades. —Lo dijo porque
era verdad. La dama Malene era una mujer muy adorable, y capaz de ser muy
encantadora a pesar de sus modales severos.
—He tenido varios siglos para refinarme un poco. Espero que tú tengas la misma
oportunidad.
—Entonces, ¿crees que es verdad lo que la gente dice de los magos? —Teclis sentía
curiosidad.
—En algunos sentidos, sí. No es nada sorprendente que los magos sean solitarios.
La nuestra es una vida que requiere estudio, y por ello pasamos una gran cantidad de
tiempo a solas con los libros. Necesitamos una enorme cantidad de conocimientos
especializados que es posible que no interesen lo más mínimo a los legos. También
requiere que seamos de voluntad fuerte y egocéntricos.
—Ya te entiendo. ¿A qué se debe la excentricidad?
—El hecho de pasar mucho tiempo aislado haría que hasta la persona más
equilibrada pareciese excéntrica, y facilita que se desarrollen nociones y hábitos
extraños. Y pienso que en la exposición a los vientos de la magia y en la práctica del
Arte hay algo que se presta a la inestabilidad mental.
—Así que puedo prever un aislamiento aún más grande en el futuro. —Intentó
que pareciese un comentario gracioso, pero se estaba compadeciendo un poco de sí
mismo.
Tyrion se había lanzado con entusiasmo a bailar la cuadrilla con un grupo de
sonrientes elfos jóvenes. En ese momento dijo algo que los hizo reír.

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—No. Entablarás amistad con otros magos, si no te ganas la antipatía de
demasiados. Es con los que tendrás más cosas en común, intereses compartidos,
conocimientos compartidos y necesidades compartidas.
—Bueno, al menos eso es algo que vale la pena anhelar —dijo.
—No es necesario burlarse, príncipe Teclis.
—Como si yo pudiera llegar a hacerte eso, la dama Malene.
En ese momento, Tyrion estaba bailando con su prima, la adorable Liselle. Él dijo
algo y ella sonrió. ¡Qué fácil hacía que pareciese! Y sin embargo, cuando él intentaba
hacer lo mismo, nunca funcionaba. La gente no reaccionaba con él del mismo modo
que con su hermano.
En momentos como aquél, Teclis pensaba que estaría dispuesto a renunciar al
Arte por ser capaz de hacer sonreír a una muchacha como podía hacerlo Tyrion. Pero
el sentimiento nunca duraba más que un momento. El Arte acabaría por convertirlo
en el amo de su propio mundo. De eso estaba seguro.

* * *
Tyrion se llevó a Liselle fuera de la pista de baile. Notaba la calidez del brazo desnudo
de ella bajo los dedos y sintió que entre ellos saltaba una chispa erótica. Ella le sonrió,
y luego miró en dirección a la dama Malene y Teclis.
—Tu hermano nos observa con mucha atención —dijo.
—Está observándote a ti con mucha atención —aclaró Tyrion—. Está cautivado
por tu belleza. ¿Cómo podría no estarlo un elfo?
—Es muy raro.
—¿En qué sentido?
—Esa manera que tiene de mirar tan fijamente… Es muy serio, frío y calculador.
Te hace sentir como si estuviera midiéndote y te encontrara deficiencias.
—Nunca me ha parecido que fuera así.
—Se cree más inteligente que nosotros.
—Porque es más inteligente que nosotros. Te doy mi palabra.
—Tú siempre sales en su defensa, ¿verdad?
—Es mi hermano.
—¿Y eso supone razón suficiente para que te pongas de su parte? ¿Contra
cualquiera?
—Si yo no me pongo de su parte, ¿quién lo hará?
—Mi madre. Veo que a ella le cae bien.
—En ese caso, ella me cae bien a mí —replicó Tyrion, con la esperanza de que

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Liselle captara la indirecta.
—Tu hermano es un tullido. ¿Siempre ha sido así?
A Tyrion no le gustaba en absoluto la dirección que estaba tomando la
conversación.
—¿Te apetece bailar otra vez?
—Dicen que los elfos oscuros abandonan a los tullidos en la ladera de la montaña
cuando son bebés con el fin de impedir que se conviertan en una carga para el resto
de la comunidad.
Tyrion se quedó mirándola.
—¿Y piensas que ésa es una buena idea?
—Nuestros ancestros solían hacer lo mismo, antes del Cisma.
—Aquéllos eran tiempos más crueles. Acababan de librar una guerra contra las
fuerzas de la Oscuridad. En muchos sitios, aún lo hacían.
—He oído que la gente dice que estamos volviéndonos débiles y decadentes.
—¿Acaso piensas que volvernos más parecidos a los elfos oscuros hará que seamos
menos decadentes? —Sonrió, con la esperanza de que ella captara la broma—. Tal vez
deberíamos intentar ser más como los enanos para volvemos menos testarudos.
—Hay algunos que dicen que nos volvimos decadentes durante el reinado del
anterior Rey Fénix. Tienen la esperanza de que Finubar reviva el arrojo y la fuerza
élficos. Es navegante y explorador, no un mago decadente. —Hablaba con obvio
orgullo, ya que Finubar era de Lothern y ejemplificaba las virtudes de su pueblo.
—No es necesario denigrar a una persona con el fin de elogiar a otra.
Ella rió de sus palabras serias como no lo había hecho con su comentario en
broma.
—Hay ocasiones en las que pienso que no puedes ser elfo, querido primo, sino
que te cambiaron por otro al nacer. No parece haber mucha malicia en ti.
—Tampoco creo que haya que ser malicioso para ser un elfo.
—En ese caso, tienes mucho que aprender, mi querido Tyrion. Ahora estás en
Lothern. Es un lugar muy peligroso y lleno de maldad.
Él giró la cabeza para mirar a toda la gente rica que los rodeaba, con todas sus
refinadas ropas, comiendo exquisitos platos y bebiendo un vino sublime.
—Sí, ya lo —veo. Está lleno de asesinos.
—No te dejes engañar —dijo ella—. Mucha de esta gente podría clavarte un
cuchillo en la espalda si pensaran que eso los haría progresar en el mundo. Y, en
algunos casos, no hablo sólo metafóricamente.
—¿De verdad que eres siempre tan mal pensada?
—Soy realista —contestó ella—. Crecí aquí. Sé cómo son.
—Siempre he oído decir que los altos elfos son el pueblo más noble del mundo.
—Y estoy segura de que siempre se lo has oído decir a un alto elfo. No tenemos

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reparos en elogiarnos a nosotros mismos, ¿verdad?
—¿Deberíamos tenerlos?
—Carece de importancia si deberíamos tenerlos o no. Eso no nos impediría seguir
haciéndolo. Ay, madre, que parece que el señor Larien nos ha visto… —Liselle hizo
una pequeña mueca, pero no pareció disgustada de verdad.
—¿Por qué es malo eso?
—Hace algún tiempo que me corteja. Puede ser bastante celoso.
Tyrion ya se había fijado antes en aquel elfo alto y de aspecto atlético, pero no le
había parecido que fuera tan celoso. Había estado rodeado de un círculo de bellas
admiradoras, a cada una de las cuales parecía estarle dedicando una parte de su
atención. Y todas ellas parecían sentirse halagadas por recibirla. Se les acercó a
grandes zancadas, con la espalda recta y la cabeza alta. Le sonrió a Liselle y le hizo un
brusco gesto de asentimiento con la cabeza a Tyrion.
—Ah, la encantadora Liselle —dijo, arrastrando las palabras—. Y éste debe de ser
tu primo de las montañas de quien tanto hemos oído hablar.
Tyrion le sonrió.
—Sólo te veo a ti. ¿Acaso estás usando el plural mayestático?
El señor Larien lo miró con un poco más de detenimiento, como si no hubiera
esperado ningún tipo de réplica por parte de Tyrion.
—Soy el príncipe Tyrion —dijo Tyrion, para hacer hincapié en que él sí tenía
sangre real. Hizo una reverencia—. Me complace conocerte.
Liselle rió, y eso no complació a Larien.
—Larien. Encantado —dijo con una expresión que dejaba muy claro que no lo
estaba en absoluto—. Ha sido un placer. Dama Liselle, espero poder bailar contigo
más tarde, si tu primo no insiste en monopolizar tu tiempo. —El tono de su voz
dejaba claro lo grosero que consideraba eso.
Con elegancia, Larien se inclinó ante ellos de un modo que dejó claro que sólo le
hacía la reverencia a ella, y luego se retiró a su círculo de admiradoras. Liselle rió, y le
sonrió a Tyrion con admiración.
—En ti hay más de lo que se ve a simple vista —dijo ella.
Él le devolvió la sonrisa, pero no se sentía feliz. Tenía la sensación de que ella
estaba jugando y que él era una de las fichas del juego. El verdadero interés de ella
estaba centrado en Larien, y a él lo estaba presentando como posible rival para
generar un poco de celos e interés.
Larien les dijo algo a sus admiradoras. Todas miraron a Tyrion y rieron. Él las
saludó elegantemente con una mano, como si le encantara ser el centro de atención,
aunque sabía que, de algún modo, se había metido en problemas.

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* * *
Una muchacha muy bonita se separó del risueño grupo que orbitaba al señor Larien.
Se deslizó para acercarse más, la imagen en persona de la gracilidad con su largo
vestido de baile.
—Dama Liselle —dijo—. ¿Por qué no le presentas tu hermoso acompañante al
resto de nosotras? Estamos todas realmente mu-rién-do-nos por conocerlo.
—Príncipe Tyrion, la dama Melissa —dijo Liselle.
Él se inclinó. Ella hizo una reverencia femenina. La dama Melissa alzó hacia
Tyrion unos ojos de pestañas muy largas, de un verde muy pálido.
—No te pareces mucho a tu hermano —comentó—. Resulta difícil creer que estéis
emparentados. Uno tan hermoso y el otro tan… interesante.
—Somos gemelos —puntualizó Tyrion—. Yo soy el mayor por unos minutos.
—Gemelos. Eso es de lo más inusitado. Son muy raros los nacimientos de gemelos
entre los altos elfos —comentó Melissa.
—Son muy raros sus nacimientos entre cualquier tipo de elfos —señaló Liselle.
—En efecto. Eso era lo que yo quería decir. Es muy, muy inusitado. Tal vez tus
padres usaron ciertos rituales ocultos de fertilidad. —Hizo un extraño hincapié en las
últimas cuatro palabras, y Tyrion no pudo evitar sentir que lo estaba insultando,
aunque no tenía ni idea de cómo.
—No lo creo —replicó—. Mi padre es mago, por supuesto…
Melissa soltó una risilla burlona. Liselle parecía debatirse entre el bochorno y el
deseo de reír también. Él no entendía por qué era gracioso lo que estaba diciendo. Sin
embargo, continuó sonriendo como si nada, reacio a permitir que ellas lo hicieran
sentir incómodo. Si querían jugar, le parecía bien. Él sabía que una vez que hubiera
deducido cuáles eran las reglas, ganaría. Siempre lo hacía.
—¿He dicho algo gracioso? Tal vez os apetezca explicarme qué ha sido.
Ellas quedaron desconcertadas por su reacción. No era la que ninguna de ellas
había esperado. Sonrió con soltura y avanzó un paso, invadiendo el espacio vital de
Melissa. Era perfectamente consciente del efecto que tenía su presencia en las
mujeres. Se inclinó hacia delante, en actitud íntima.
—Dime qué es tan divertido —le susurró al oído.
Ella retrocedió, aturullada. Él sonrió a las amigas de ella como si compartieran
una confidencia. Vio que todas ellas lo miraban. Melissa miró hacia abajo por encima
de su hombro izquierdo y luego volvió a levantar los ojos hacia él. De repente, Tyrion
se dio cuenta de que había cambiado completamente la dinámica existente entre ellos
tres.
—Yo no pretendía decir nada en absoluto —murmuró ella, y se retiró a su círculo

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de amigas.
Tyrion miró a Liselle y alzó una ceja.
—Me parece que Melissa estaba insinuando, de un modo más bien descortés, que
tus padres podrían haber utilizado cierta magia prohibida —explicó Liselle—. O
haber estado implicados en ciertos cultos prohibidos. Del mismo modo que al
principio insinuó que los gemelos eran raros entre los altos elfos, pero no entre los
elfos oscuros. Le gusta pensar que tiene un ingenio sutil.
—¿Y por qué se le ocurriría decir eso? —preguntó Tyrion con genuino
desconcierto—. Sobre mis padres, quiero decir.
—Corren ciertos rumores —replicó Liselle—. Siempre es lo mismo. Ocurre
mucho en esta ciudad.
Tyrion decidió que tendría que tratar aquel asunto con su hermano. Teclis
siempre sabía más sobre ese tipo de cosas que su gemelo.
—Si me excusas un momento, volveré en seguida.
Se encaminó hacia donde estaba Teclis, pasando ante Melissa, el señor Larien y su
pequeña camarilla. Sonrió al pasar, como si no hubiera nada más delicioso que la
atención de ellos.
—Un animal —oyó que decía una de las mujeres.
—Pero bastante hermoso —añadió alguien más. Le pareció que era la voz de la
dama Melissa.

* * *
—¿Que dijo qué? —Teclis parecía enojado.
Tyrion sonrió como si su hermano acabara de gastar una broma. Miró a su
alrededor. La dama Malene estaba sumida en una conversación sobre navegación con
Iltharis y Korhien. Nadie les prestaba la más mínima atención.
—Baja la voz, hermano —dijo Tyrion—. No permitas que te alteren. Sospecho que
es lo que desean. A la gente de por aquí parece que le causa placer ese tipo de cosas.
En este juego parece ser la manera de ganar puntos.
—Están hablando de nuestros padres, Tyrion. Están insinuando que eran
miembros del Culto de la Lujuria, un culto prohibido asociado con la adoración de
dioses demonio. Con el Señor del Placer, Ese A Quien No se Nombra. —Teclis había
bajado la voz. Aquél no era un tema del que nadie quisiese que le oyeran hablar. Era
algo que se mencionaba sólo en susurros, de lo que se hablaba de modo indirecto, que
nunca se abordaba directamente.
—No puedo imaginarme a nuestro padre implicado en nada parecido —dijo

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Teclis—. ¿Y tú?
Tyrion intentó imaginar a su padre en cualquier lugar que no fuese su taller, o
leyendo un enmohecido libro de magia, pero le resultó imposible. No había manera
de imaginárselo practicando ritos prohibidos. Igual de difícil le resultaba imaginárselo
capitaneando un barco de esclavos de Naggaroth.
—No.
Teclis adoptó un aire pensativo.
—Y sin embargo, aquí estamos, gemelos. Y los gemelos son raros de verdad entre
los elfos.
Tyrion guardó silencio. Se daba cuenta de que su hermano estaba pensando
seriamente en el asunto. Siempre había sido, de los dos, el que intentaba mirar los
problemas desde todos los ángulos.
—No pienso que sea posible —declaró al fin.
—Entonces, me alegro de que estemos de acuerdo —dijo Tyrion—. ¿Por qué iba
alguien a propalar tales rumores?
—Malicia —propuso Teclis—. Ya sabes cómo somos los elfos.
—Estoy seguro de que hay blancos mejores para ese tipo de malicia —dijo Tyrion
—. Nuestro padre es un elfo pobre y viejo que vive recluido en las montañas. Nadie
gana nada diciendo esas cosas de él.
—Para ti, todo el mundo tiene que tener alguna razón, ¿verdad, hermano?
¿Alguna vez se te ha ocurrido que podrían hacerlo por puro placer?
Tyrion no lograba ver cuál podría ser ese placer, pero comenzaba a darse cuenta
de que eso podría deberse a que él era un caso inusitado en ese aspecto.
—Tú tienes buen corazón —dijo Teclis al cabo. Lo dijo como si fuera una
acusación de debilidad.
Tyrion no se lo tomó como algo personal.
—Aunque así sea, creo que es mejor suponer que en alguna parte hay alguien que
tiene un motivo para propalar ese rumor. No va dirigido contra nuestro padre. Lo
más probable es que vaya dirigido contra nuestros queridos y ricos parientes.
Teclis asintió con la cabeza.
—Es posible. O también podría suceder que seamos el tema de conversación del
momento y que la gente vaya lanzando calumnias al delicioso estilo de los elfos.
Tyrion rió.
—Es probable que tengas razón. Tal vez estoy tomándome esto demasiado en
serio.
—Para serte franco, me sorprende que pienses siquiera en estas cosas, hermano.
Cuando algo no tiene que ver ni con la guerra ni con la batalla, por lo general no te
interesa.
Tyrion inclinó la cabeza en dirección a Liselle y Melissa, y el pequeño grupo de

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adorables muchachas elfas que las rodeaban.
—Estoy empezando a darme cuenta de que existen todo tipo de campos de
batalla, y todo tipo de maneras de competir por la gloria.
—¿Estás seguro de que es la gloria lo que te interesa?
—El abanico de mis intereses es más amplio de lo que tú crees.
—Debo añadir las muchachas a la guerra y la batalla, ¿verdad?
—Las muchachas siempre están incluidas. Estoy empezando a pensar en la
política.
—La razón por la que se libran las guerras, según uno de nuestros más antiguos
filósofos.
—Cuando la diplomacia falla, comienzan las guerras —citó Tyrion.
—Así que has empezado a leer otras cosas aparte de relatos de batallas y leyendas
de héroes.
—No. Eso me lo dijo Korhien.
—Tal vez deberías emular a tu mentor y ampliar tus temas de lectura.
—La dama Malene le dijo eso a él. O eso afirma.
—Al menos él la escuchó.
Tyrion no le dijo que sospechaba que Korhien mentía en eso. El León Blanco leía
mucho más de lo que quería que nadie supiera. Le convenía que lo vieran como un
soldado campechano y no demasiado inteligente, pero en realidad era algo más.
A Tyrion no le sorprendió al reflexionar sobre ello. Korhien era compañero y
guardia personal del Rey Fénix. Lo acompañaba en las misiones diplomáticas.
Actuaba como intermediario entre Finubar y las grandes casas, y entre él y los
príncipes. Por supuesto que era más que un simple soldado.
Tyrion también veía la ventaja que había en hacer que la gente lo subestimara. No
resultaba difícil entender las ventajas que tenía para Korhien ese papel que
representaba. Tal vez él debería considerar hacer lo mismo.
—Otra vez estás pensando demasiado en algo —dijo Teclis—. Hay un espantoso
olor a madera quemada.
—Me conoces demasiado bien, hermano —respondió Tyrion—. Y ahora, si me
excusas, debo volver con las damas.
—Da la impresión de que se sienten solas sin ti.
—Veré qué puedo hacer para cambiar eso —dijo Tyrion, que regresó junto a la
dama Liselle, sonriendo agradablemente, convertido en la viva imagen del joven elfo
simplón, sincero y lujurioso que sólo tiene una cosa la cabeza.

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VEINTE

Tyrion volvió a meterse en el nido de víboras. Sonrió con amabilidad a todo aquel que
le miraba, sin dar muestra alguna de que estuviera azorado o nervioso a causa de los
chismorreos que circulaban sobre sus padres, sobre su hermano o sobre su persona.
No había razón para estarlo. Él no tenía desavenencias con ninguno de los presentes,
a no ser que ellos decidieran inventarlas. En ese caso, no se abstendría de defenderse.
La dama Melissa lo miró y volvió a sonreír. Larien lo miraba fijamente con
grosería. Parecía un intento deliberado de intimidación. Tyrion se encogió de
hombros y se acercó.
—Confío en que haber corrido junto a tu tullido hermano y tu gélida tía te haya
tranquilizado —dijo Larien. Tenía la cara un poco roja, aunque Tyrion no pudo
determinar si era a causa del vino, del enojo o de alguna otra cosa.
—¿Tranquilizado de qué?
—De tu dudoso origen.
Por un momento, se hizo el silencio. Ése no era el tipo de cosas que se decían en
los círculos corteses de los elfos. Incluso quienes estaban cerca habían callado, en
espera de oír la respuesta de Tyrion.
—No hay nada dudoso en mi origen —dijo Tyrion con calma.
—Perdón, tal vez debería haber dicho de tus dudosos padres —insistió Larien.
Definitivamente estaba borracho, decidió Tyrion. La copa que tenía en una mano
estaba vacía, y él recordaba haber visto que se la llenaban más de una vez.
—Cállate —dijo la dama Melissa—. Éste no es el momento ni el lugar para decir
algo semejante. Eres un huésped de la casa de Mar Esmeralda.
Le dirigió a Tyrion una mirada de disculpa, pero a él no se le escapó el destello de
los ojos de la muchacha y el ligero tensarse de sus labios. Ella estaba disfrutando con
aquello.
—Sí, cállate, Larien —dijo una de las amigas de ella—. Debería darte vergüenza.

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Nada habría podido estar mejor calculado que ese comentario para incitar a
Larien, pensó Tyrion. Tal vez era ésa la intención.
—No soy yo el que debería sentirse avergonzado. Yo no soy el que fue concebido
en una orgía dedicada a Slaanesh.
—Aquí, nadie lo ha sido —dijo Tyrion.
Larien soltó una risotada cruel que resultó aún más chocante a causa de la nota de
lástima que había en ella.
—De verdad no lo sabes, ¿no es cierto?
—Larien —dijo la dama Melissa. La advertencia era evidente en el tono de su voz.
Larien no le prestó más atención de la que un estibador borracho le dedicaría a
una hormiga.
—¿Qué es lo que no sé? —preguntó Tyrion. Sabía que en realidad no debería de
haberlo preguntado, pero sentía curiosidad.
—Tú y tu hermano fuisteis concebidos en el Templo de los Placeres Oscuros. Por
eso tu hermano salió como es…
—¿Y tú cómo puedes saberlo? —preguntó Tyrion en un tono agradable—.
¿Estabas presente?
—¿Estás insinuando que soy miembro del Culto de la Lujuria? —preguntó Larien,
que de repente parecía mucho más sobrio. Dijo aquellas palabras en voz muy alta,
como si quisiera que todos las oyeran.
En torno a ellos se hizo el silencio. Todos los ojos del salón estaban fijos en ellos.
Tyrion entendía lo que estaba sucediendo, pero no tenía forma ninguna de detenerlo.
Todo había pasado con una rapidez tremenda.
Por el rabillo del ojo, vio que Korhien atravesaba el salón hacia el alboroto. No
llegaría hasta ellos a tiempo de intervenir.
—Bueno, ¿lo estás haciendo? —Larien ya estaba casi gritando. Ladeó la cabeza
como si Tyrion ya le hubiese respondido—. ¿Cómo te atreves a insinuar algo
semejante?
Tyrion pensó que era mejor sacar el máximo provecho de una mala situación. Les
dedicó una sonrisa burlona a Melissa y sus amigas, y luego a Larien.
—Estaba simplemente atónito ante el hecho de que alguien pudiera afirmar, como
has afirmado tú, tener tanta familiaridad con los rituales de Slaanesh. Si alguien ha
insinuado algo semejante, has sido tú.
Una mano de Larien salió disparada hacia una mejilla de Tyrion. Era evidente que
tenía intención de darle el golpe que marcaba el reto a un duelo formal. Tyrion había
estado esperándolo.
Dio un paso hacia un lado y le propinó un fuerte puñetazo a Larien en el
estómago. La copa se le cayó de la mano.
—Me has golpeado —dijo Larien, con cierta satisfacción, cuando hubo recobrado

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el aliento.
—Me pareció mejor que permitir que tú me golpearas a mí —replicó Tyrion.
—Sólo puede haber una manera de resolverlo —dijo Larien—. El Círculo de
Espadas.
—Como quieras —respondió Tyrion, sin hacer caso del modo en que Korhien
negaba con la cabeza.
Larien se irguió y se volvió para fulminar con la mirada al guerrero veterano.
—Ahora, márchate —dijo Korhien—. Ya tienes lo que has venido a buscar.
Larien le dedicó una sonrisilla de suficiencia.
—Yo no sonreiría así si fuera tú —dijo Korhien—. Si este joven elfo no te mata, lo
haré yo con total seguridad.
Eso le borró la sonrisa de la cara, pensó Tyrion. Sonrió abiertamente, y entonces
se dio cuenta de que la única circunstancia en que Korhien lo vengaría sería si estaba
muerto.
—Tú no puedes hacer eso, Espadón de Hierro, porque los Leones Blancos tenéis
prohibido batiros en duelo —dijo Larien, y la sonrisilla de suficiencia volvió a su cara.
Rodeado de su círculo de damas adoradoras, se marchó.
De repente, el aire pareció muy gélido.

* * *
—Eso ha sido muy estúpido, portero —dijo Korhien, que se había llevado a Tyrion a
una habitación contigua. Al otro lado de la puerta, en el salón, reinaba un tremendo
alboroto.
—Escucha eso —dijo Tyrion—. Al parecer, los retos a duelo no son tan corrientes
en las fiestas de Lothern como me ha hecho creer la experiencia de esta velada.
—Esto no es algo para tomárselo a broma. Ese elfo tiene intención de matarte y es
muy capaz de hacerlo. Cuando está sobrio, es una de las mejores espadas de la ciudad.
La seriedad de Korhien se le contagió a Tyrion.
—Ojalá me hubieras dicho eso antes de que le pegara.
—¡Adelante! Ábrete camino hacia la sepultura antes de tiempo con bromitas,
portero.
—Yo no empecé. —Era el tipo de cosa que podría decir un niño, y Tyrion se dio
cuenta de eso en cuanto hubo pronunciado las palabras.
—Estoy seguro de que no. —La expresión de Korhien era amarga—. Debería
haberlo visto venir.
—¿Quién podría esperar que alguien fuera tan zafio como para empezar una pelea

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en una fiesta de farolillos? —dijo la dama Malene, que acababa de entrar en la sala.
Teclis estaba junto a ella, con el semblante pálido.
—La pregunta es: ¿Quiénes lo animaron a hacerlo, y por qué? —dijo Korhien—.
Tenemos que averiguar quiénes son para presionarlos y que le hagan retirar el reto.
—¿Qué? —preguntó Tyrion. Nunca había oído nada parecido, ni había leído al
respecto—. Nadie retira un reto.
—Se hace continuamente —le aseguró la dama Malene—. Larien quedará
desprestigiado y tendrá que marcharse de la ciudad durante unos años.
—Si podemos lograr que quienquiera que haya lanzado a ese sabueso contra
Tyrion lo llame al orden —dijo Korhien.
—Vamos a tener que hacerlo —dijo Malene—. No creo que Tyrion esté preparado
aún para matar a su primer elfo.
Malene se equivocaba. Después de lo que Larien había dicho sobre sus padres,
Tyrion estaba más que deseoso de matarlo. De hecho, disfrutaría haciéndolo. Era la
primera vez que se daba cuenta de semejante rasgo suyo. El pensamiento no le
resultaba agradable.
Lo trastornó descubrir que Liselle se había equivocado antes. Si que había malicia
en él. Lo único que pasaba era que estaba oculta a mayor profundidad que en la
mayoría de los elfos. Y también había un enojo terrible, aunque durante la mayor
parte del tiempo se lo ocultaba a todo el mundo, incluso a si mismo.

* * *
Tyrion oyó que alguien llamaba a la puerta. Descalzo, se encaminó descuidadamente
a abrirla. Oía que había alguien al otro lado. No estaba demasiado preocupado, pero
descorrió el cerrojo con cuidado y abrió. Le sorprendió encontrar a Liselle, que iba
vestida con una bata que dejaba claro que no había más ropa debajo.
—¿Qué quieres? —le preguntó.
—Estoy segura de que ya lo sabes —replicó ella.
—En ese caso, supongo que será mejor que entres —dijo él.
Abrió del todo y le hizo un gesto para que pasara.
Ella entró y recorrió la habitación con la mirada.
—Mi dormitorio está justo al fondo del pasillo —dijo ella.
Él alargó una mano y le sacó un mechón de pelo de detrás de una oreja. Se inclinó
hacia ella como había hecho antes, para susurrarle al oído.
—Es una gran suerte.
Ella se inclinó y lo besó en los labios. Fue un beso largo, y comenzó de modo

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experimental, vacilante, aunque acabó siendo muy apasionado.
—Sí —dijo ella—, lo es. Aprovechemos los dos, al máximo, ese afortunado
accidente geográfico.
Lo llevó de la mano hacia la cama.

* * *
N’Kari rugía al correr por las calles de Tor Yvresse, matando sin parar. Ya era fuerte.
Había devorado muchas almas y se había alimentado de muchos placeres, propios y
ajenos. Se sentía casi tan poderoso como el día en que se había enfrentado con
Aenarion hacía milenios.
Su ejército era ya un ejército digno de ese nombre, no un simple destacamento de
invasores ni un grupo de adoradores mal organizados. Constituía un contingente lo
bastante fuerte como para tomar una ciudad antigua amurallada como aquélla.
Se habían unido a ellos centenares de guerreros parcialmente transformados.
Había encontrado más humanos, marineros náufragos del Viejo Mundo. Grupos de
hombres bestia que habían logrado sobrevivir en las altas montañas y conservado sus
viejas costumbres se habían visto atraídos hacia él. Elfos decadentes habían
respondido a la llamada de su magia. Las almas ofrecidas en sacrificio habían
multiplicado los demonios sometidos a su voluntad. En ese momento, todos ellos
causaban estragos en las calles de la ciudad, mutilando, matando, violando,
torturando, saqueando.
El terror y el placer, el odio y el miedo palpitaban en el aire que rodeaba a N’Kari.
Para él era como un banquete, y se lo bebía todo.
Una compañía de soldados elfos formó en la plaza que tenía ante si y avanzó en
disciplinada falange para repeler a una compañía de sus hombres bestia. Los brutos se
lanzaban contra la firme formación con una necia ferocidad que podría haber
funcionado si se hubieran enfrentado con hombres tribales tan primitivos como ellos
mismos, pero que no tenía ninguna esperanza de éxito contra aquellos enemigos.
Por un breve instante, N’Kari consideró la posibilidad de socorrer a sus
seguidores, de usar su propio poder para quebrantar los cuerpos y los espíritus de los
enemigos, pero sintió que la oposición a su presencia estaba aumentando, y aún le
quedaba una tarea que llevar a cabo allí. Por ahí, en alguna parte, se ocultaba un
grupo de hechiceros que estaban usando su poder para reforzar antiguas protecciones
contra la raza de N’Kari que habían sido construidas en tiempos antiguos. Eran
hechizos que podían hacerle daño. Ya estaban haciéndolo sentir incómodo, y tenían
potencial para desterrarlo de aquel lugar si no andaba con cuidado. No iba a correr el

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riesgo de que eso sucediera, no hasta que hubiera concluido su venganza contra el
linaje de Aenarion.
Percibía la proximidad de la presa que buscaba. Sus fosas nasales se dilataron en
respuesta a lo que sus sentidos espirituales detectaban. Se le llenó la boca de saliva,
que goteó al suelo. Elrion avanzó de un salto y se postró en el polvo para recoger las
gotas con la lengua, gimiendo por el extático placer que el contacto con las
secreciones de N’Kari proporcionaba siempre a los seres mortales. N’Kari le pisó la
espalda y dejó enormes arañazos con sus zarpas en la carne del acólito que se
contoneaba, y cuya cara hundió en un charco de baba al avanzar.
Ante él había un pequeño edificio de viviendas, dentro del cual se acurrucaban
unos cuantos cuerpos tibios. Los que él buscaba, dos elfos que tenían a medio poner
los pertrechos de la milicia y que, obviamente, habían quedado atrapados allí cuando
iban de camino a reunirse con su unidad, estaban siendo amenazados por un grupo
de hombres bestia. Esos elfos tenían el perfume espiritual del linaje de Aenarion.
N’Kari cambió de forma para convertirse en una elfa de espectacular belleza,
como una diosa. Mató a sus propios hombres bestia por la espalda con un rayo
purpúreo y corrió hacia los elfos.
Ellos se quedaron mirándola, desconcertados por su hermosura y por la nube
narcótica que la rodeaba.
—¡Rápido, seguidme! —dijo N’Kari, con una voz que era a la vez seductora e
imperiosa—. Os llevaré a un lugar seguro.
Los elfos lo miraron con expresión agradecida por salvarlos, desconcertados ante
la aparición de una poderosa hechicera a la que no reconocían. N’Kari extendió una
mano y acarició una mejilla del que tenía más cerca, el cual se estremeció de placer.
—No tenemos tiempo que perder. Seguidme. Tejeré un hechizo que nos sacará de
aquí.
Abrió un portal y, sin darles a los elfos tiempo para pensar, los hizo atravesarlo
antes de seguirlos. El elfo al que había tocado ya miraba al otro con celos dementes.
N’Kari rió por lo bajo al pensar en lo mucho que se divertiría con aquellos dos.
A sus espaldas, su ejército continuaba batallando. Pasaría bastante rato antes de
que se dieran cuenta de que su jefe los había abandonado y emprendieran la retirada.
A N’Kari no le importaba. Había encontrado lo que había ido a buscar. Dentro de
poco, el linaje de Aenarion tendría dos miembros menos.
Ya no quedaban muchos más. Dentro de poco, la venganza quedaría completa.

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VEINTIUNO

El señor Mar Esmeralda apartó la mirada del telescopio. Era evidente que había
estado estudiando los barcos del puerto. Le hizo un gesto a Tyrion para que se
reuniera con él en el balcón. Tyrion se acercó en seguida; sentía curiosidad por
conocer por qué motivo había sido convocado ante aquella augusta presencia aquella
hermosa mañana.
—Hemos tardado mil años en poner a Finubar en el trono —dijo el señor Mar
Esmeralda.
Esas palabras pillaron a Tyrion por sorpresa. Esperaba que le echaran un sermón
por los acontecimientos de la noche anterior, por retar a duelo a otros elfos en una
fiesta de la familia.
—¿Mil años? —dijo Tyrion, sólo por ver adónde quería ir a parar. Estaba
exagerando. Finubar no era tan viejo.
Se hizo evidente que el anciano elfo percibió la corriente de sus pensamientos.
—Es el primer Rey Fénix de la historia originario de Lothern. No tienes ni idea de
lo difícil que fue hacerlo subir al trono. El trabajo comenzó mucho antes de que
Finubar naciera.
Tyrion se preguntó por qué su abuelo estaría contándole eso. Tal vez el anciano
elfo se sentía solo y lo único que quería era a alguien con quien hablar, con quien
repasar sus triunfos, pero lo dudaba. No le parecía que el señor Mar Esmeralda fuese
alguien que hiciera nada sin un propósito definido.
—¿Por qué fue difícil? —preguntó, porque tuvo la sensación de que se esperaba
que lo hiciese.
—Los príncipes de los Reinos Antiguos ponían objeciones, por supuesto. Han
tenido el monopolio del trono desde antes de los tiempos de Caledor el Conquistador.
Aenarion fue el único en cuya elección no pudieron tener voz ni voto. —Miró con
algo parecido a la admiración la enorme estatua del primer Rey Fénix que presidía el

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puerto. Desde allí arriba, lo único que podían verle era la espalda—. Siempre han
hecho gobernante a uno de los suyos.
—¿Por qué presentaban objeciones en el caso de Finubar?
—Porque era de Lothern.
—¿Porque no era de un linaje antiguo?
El señor Mar Esmeralda rió con amargura.
—La casa de Finubar es tan antigua como la casa de Caledor. Y también lo es la
mía, por cierto. Hemos estado aquí desde que se fundaron los reinos.
—Pero no sois de sangre principesca —dijo Tyrion. En realidad, a él,
personalmente, eso no le importaba. Sólo estaba intentando entender el argumento.
El señor Mar Esmeralda lo miró con atención, como si intentara detectar
cualquier rastro de burla o de orgullo por su linaje antiguo. Al parecer, quedó
satisfecho con lo que vio.
—No, no lo somos. Pero no está escrito en ninguna parte ni los dioses dictaron en
ningún sitio que nuestros gobernantes tengan que llevar esa sangre. En al pasado,
algunos de ellos no eran príncipes, sino simples eruditos o guerreros.
—Pero fueron elegidos por los príncipes.
—En efecto. Fueron elegidos por consejos de príncipes, seleccionados entre
candidatos presentados por ellos, por lo general porque los príncipes pensaban que
podían controlarlos, o porque uno u otro de los príncipes tenía alguna deuda con
ellos.
El señor Mar Esmeralda estaba desbaratando su fe. A Tyrion siempre le había
gustado creer que los Reyes Fénix eran escogidos entre los mejores elfos que había, los
cuales defendían acérrimamente los intereses de Ulthuan. Todo aquello parecía
bastante sórdido, y así lo dijo.
—Todo el funcionamiento de la maquinaria del poder parece sórdido cuando lo
miras de cerca —dijo su abuelo—. Y lo es. Pero eso no significa que sea algo malo. Al
menos no nos gobierna Malekith, como les sucede a los elfos oscuros. Y ése es el quid
de la cuestión. Por eso no es nuestro rey y nosotros todavía libramos guerras contra
los druchii.
Tyrion lo entendió de inmediato.
—Te refieres a que él intentó ser el único gobernante absoluto como Aenarion y
los príncipes no quisieron permitírselo. Escogieron a uno de los suyos para dejarlo
claro.
Su abuelo pareció sentirse gratificado por su rapidez de comprensión, lo cual
complació a Tyrion. No estaba habituado a que lo valoraran por eso.
—En cierto sentido, Malekith quería abarcar más poder del que Aenarion había
tenido nunca realmente. Aenarion era comandante de guerra, aceptado como tal
porque en los momentos de peligro es necesario que haya una línea de mando clara.

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Cualquier capitán de barco puede decírtelo. Malekith quería tener en tiempos de paz
el mismo poder que había tenido Aenarion durante la guerra, o más bien lo quería su
madre para él, o eso pareció al principio. Nuestro sistema tiene tanto que ver con
impedir ese tipo de tiranía como con el ejercicio del poder. Los elfos oscuros cuentan
con un sistema diferente. Ya puedes ver adónde les ha llevado eso.
—Seguro que tienen un mal sistema porque tienen un mal gobernante —dijo
Tyrion—. Lo que ha sucedido en su territorio no hace más que reflejar la personalidad
de Malekith.
—O tal vez tienen un mal gobernante porque tienen un mal sistema —matizó el
abuelo—. El poder del Rey Brujo no tiene freno ninguno. Hace lo que quiere.
Gobierna mediante el miedo y el terror con puño literalmente de hierro. No necesita
consultar con nadie, ni tomar en cuenta los intereses de nadie más que los de sí
mismo. Pienso que ese tipo de poder es capaz de volver loco a cualquiera y, créeme,
he tenido algo de experiencia en eso de esgrimir poder en mi vida.
—No lo dudo —dijo Tyrion.
—Es algo muy seductor —prosiguió el señor Mar Esmeralda con voz queda— eso
de estar de pie en el puente de mando y dar órdenes. Saber que todos tienen que
escucharte y obedecerte, y que sus vidas dependen de que lo hagan. Incluso cuando
no estás en el puente de mando, es algo que distorsiona la vida a tu alrededor.
—¿Qué quieres decir?
—Siéntate a la mesa de un capitán cuando viajes en barco. Observa a los oficiales y
la tripulación mientras comen. Ríen sus chistes, demuestran apreciar su sabiduría, le
masajean el orgullo. Tienen que hacerlo, porque los cometidos que les asignen y las
perspectivas de ascenso que tengan dependerán de la valoración que haga él. El poder
genera su propio campo magnético. Nunca lo dudes, príncipe Tyrion, y recuérdalo si
algún día tú mismo ejerces poder.
—Lo haré —replicó Tyrion, y lo dijo en serio. Se alegraba de las circunstancias
que lo habían obligado a salir de la casa de su padre en unos tiempos como ésos.
Pensaba que tenía mucho que aprender de elfos como su abuelo, Korhien y el
príncipe Iltharis. Jamás habría podido aprenderlo si se hubiera quedado en casa.
—Sé que lo harás, y por eso te lo digo.
—Estabas hablándome de la elección de Finubar —dijo Tyrion—. De lo difícil que
fue y de lo mucho que costó.
—Sí que lo fue, y costó mucho. Fue necesario que convenciéramos a un gran
número de los antiguos príncipes de que éramos serios. A algunos les hicimos
préstamos, compramos las deudas de otros. Se les hicieron regalos a los que no se
podía presionar. Al final, no habríamos podido hacerlo de todos modos si no hubiera
sido el momento de Finubar.
—¿Qué quieres decir?

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—Los príncipes reconocieron que el mundo había cambiado y que necesitábamos
un nuevo tipo de gobierno, uno que nos relacionara con las razas más jóvenes y con el
mundo que se extiende allende Ulthuan. Se dieron cuenta de que necesitábamos
aliados y de que esos aliados tendría que ganarlos alguien que conociera y entendiera
esos territorios lejanos. Es una ventaja que tenía Finubar, y que tenemos nosotros.
Tenemos tendencia a conseguir la jefatura que necesitamos cuando nos es precisa,
porque al final todos nuestros intereses son comunes. Tu visión idealista del mundo
no está tan alejada de la realidad como puede parecer a veces, muchacho.
—¿Por qué me cuentas esto? —preguntó Tyrion.
—Porque estaba pensando que llegará el día en que necesitaremos el gobernante
en que tú podrías convertirte, un guerrero que piense.
—¿Y que, casualmente, también es miembro de tu familia?
—Eso sería una ventaja adicional. Tienes todo lo que se necesita, muchacho. Un
linaje antiguo, el aspecto de Aenarion, contactos. Llegarías muy lejos.
El señor Mar Esmeralda hizo una pausa para que Tyrion pudiera asimilar lo que
acababa de decir. Lo hizo, bien y con rapidez. Tyrion entendió qué estaba
ofreciéndole su abuelo, y por qué. En ese preciso momento, estaba lejos de ser un Rey
Fénix, pero tenía el potencial para serlo. Una vez que el abuelo estuvo seguro de que
Tyrion había entendido, continuó hablando.
—Por supuesto, tú has puesto en peligro cualquier posibilidad de ese tipo al
permitir que te provocaran para librar ese estúpido duelo.
—Larien insultó a mi padre y a mi madre.
—Nos insultó a todos nosotros, y nos habríamos ocupado de él en su momento,
puedes creerme.
Tyrion le creyó. Se dio cuenta de que no le gustaría nada ser objeto del deseo de
venganza de su abuelo.
—La venganza, Tyrion, es un vino que mejora con la edad. Es una de las cosas que
vas a tener que aprender si quieres llegar a donde mereces estar.
—No puedo quedarme cruzado de brazos y permitir que se insulte a mi padre.
—Será necesario que aprendas a responder mejor esas provocaciones. Aun en el
caso de que sobrevivas, no será la última de ese tipo a la que te enfrentes.
—Haré todo lo posible.
—Asegúrate de que así sea, muchacho, y una última cosa…
—Si, abuelo.
—Ten la seguridad de que si Larien te mata, mi venganza será de tal magnitud que
los elfos hablarán de ella durante mil años.
—Eso casi haría que valiera la pena dejarse matar —replicó Tyrion, sardónico.
—No, en absoluto. Ahora márchate a descansar y a practicar. Quiero que vivas.
Tienes mucho por lo que vivir.

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Al marcharse, Tyrion se sentía como si acabaran de ofrecerle el mundo y no
supiera muy bien qué hacer con él.

* * *
—¿Te sientes orgulloso de haber provocado esa pelea?
Tyrion miró a su hermano, y luego se dejó caer desmañadamente en una silla del
salón que compartían. Tyrion veía que su gemelo estaba preocupado y que era eso lo
que subyacía en el crispado sarcasmo de Teclis.
—No —replicó Tyrion—. No me siento orgulloso. Habría evitado la pelea si
hubiese podido. Debería haberla evitado. Ahora me doy cuenta de eso. Pero carezco
de tu rápido ingenio.
—Eso no es cierto —dijo Teclis—. Eres bastante agudo cuando quieres. Pienso
que tal vez deseabas esa pelea. Pienso que deseabas la gloria de ser un duelista famoso.
Pienso que estás comenzando antes de tiempo una carrera de violencia.
Tyrion rió, en particular porque su hermano tenía razón. En ese momento se daba
cuenta de que así era. Si que quería esa pelea. Estaba deseando que llegara el
momento.
—Podría ser una carrera muy corta —dijo Teclis—. Larien es, según dicen todos,
algo así como un experto con la espada. Ha matado casi a tantos elfos como el
príncipe Iltharis.
—Has estado investigando, ¿verdad?
—Me lo ha contado la dama Malene.
—Da la impresión de que me he convertido en un tema de conversación tan
frecuente como esos ataques demoníacos.
—No dejes que eso se te suba a la cabeza. Aunque es muy probable que lo haga.
Dentro de esa vasta caverna vacía no hay nada que pueda impedirlo.
—Me conmueve tu preocupación —dijo Tyrion, mientras reprimía un bostezo.
—No permitas que la prima Liselle te mantenga despierto durante demasiado
tiempo. Vas a necesitar descansar si quieres sobrevivir a este asunto.
—Sobreviviré, hermano, no lo dudes ni por un momento. —A Tyrion le daba la
impresión de que él era el único que pensaba de esa manera.

* * *

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Tyrion yacía junto a Liselle en la cama. Él le acariciaba la espalda desnuda con una
pluma que había escapado de la almohada cuando estaban haciendo el amor.
—Eso hace cosquillas —dijo ella, al tiempo que se volvía para fijar una larga
mirada atenta en la cara de él—. Mañana vas a tener que batirte con Larien, ya lo
sabes —añadió. Tyrion la miró. Era evidente que se había enterado de algo que él
ignoraba.
—Eso ya lo sabía —replicó él—. Lo sabía cuando lo golpeé.
—No se ha dejado sobornar para abandonar el duelo. No se ha dejado intimidar.
Parece querer continuar adelante casi tanto como tú. —Parecía pensativa.
Tyrion volvió a hacerle cosquillas, y ella se apartó.
—Deberías tomarte esto muy en serio —dijo ella entre risillas—. Mi abuelo ha
ejercido muchísima presión y no ha servido de nada. Eso no es nada habitual. Por lo
general, consigue lo que quiere.
A Tyrion no le extrañó que su abuelo no hubiera intentado disuadirlo a él. Si
Tyrion se retiraba, mancharía su reputación y la reputación de la familia. Ya no sería
un posible candidato para el Trono Fénix y no sería de utilidad para los planes de su
abuelo.
—No parece disgustarte que no lo haya logrado.
—A ese viejo megalómano no le hará ningún daño descubrir que no es dios. Lo
que me preocupa es que tú tendrás que pagar el precio para que él se conozca un poco
más a sí mismo. No quiero que te suceda nada malo.
Tyrion le sonrió, al percibir lo insinceras que eran las palabras de su prima. Ella
las decía porque pensaba que tenía que hacerlo, porque el papel que estaba
encarnando en aquel drama lo exigía. Aunque no había ninguna reocupación real en
ella. Era tan obsesivamente egocéntrica como la mayoría de los elfos. No podía
pochárselo. Hacía apenas unas semanas que se conocían. Eso lo entristeció.
Comenzaba a formarse una idea de lo solo que iba a encontrarse en una ciudad como
Lothern.
—Los rumores dicen que Larien pertenece al Culto de la Espada Prohibida —dijo
ella—. Han jurado matar a los miembros del linaje de Aenarion para impedir que uno
de ellos saque la Espada de Khaine y acabe con el mundo.
—Tal vez deberían empezar por Malekith. Es un candidato más probable que yo
para eso. Este mundo me resulta bastante atractivo.
—No quiero que te suceda nada malo —repitió ella, y por segunda vez habló
como una actriz que interpretara un papel.
—No va a sucederme nada malo.
—La muerte, tal vez —dijo ella.
—Bueno, ahora estamos vivos, y si voy a morir pronto, quiero saborear un poco
más los placeres de la vida.

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Tendió las manos hacia ella una vez más.

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VEINTIDÓS

Era extraña la sensación de levantarse en el que podría ser su último día de vida.
Tyrion se vistió con cuidado, inspeccionándose en el espejo. No estaba pálido. No
sudaba. Tenía el pulso firme. Su corazón no estaba acelerado ni lo oía latir en los
oídos. La única emoción que sentía era entusiasmo. Meditó su reacción, observándose
a si mismo como lo haría un desconocido. Decididamente, no tenía miedo. Dudaba
que sus actos pudieran deshonrar a su familia ni a su famoso ancestro, con
independencia de lo que sucediera. Eso, al menos, era algo bueno.
Sabía que podía morir, tal vez incluso fuera probable que sucediera, pero no sufría
ninguno de los síntomas del miedo o los nervios de los que había oído hablar o sobre
los que había leído. Sólo sentía curiosidad ante su propia reacción, o la falta de ella.
Si era sincero consigo mismo, la verdad era que esperaba con ilusión llegar al
Círculo de las Espadas. Sería su primera prueba real como guerrero. Tenía la
sensación de estar logrando por fin algo que siempre había querido hacer. Su
curiosidad quería que conociera la sensación de cómo sería librar un combate a vida o
muerte, y que supiera si lucharía bien.
Tal vez su excesiva calma era una reacción ante la situación. Quizá su mente
intentaba enfrentarse al peligro minimizándolo. Había leído que sucedían ese tipo de
cosas. No pensaba que fuera su caso. Algo le decía que siempre se sentiría así en la
mañana anterior a una batalla. Si era una anomalía, pues él era anormal. Pertenecía al
linaje de Aenarion, descendiente del primer guerrero elfo auténtico.
Cuando bajó a desayunar, pudo ver que los demás no se lo estaban tomando tan
bien como él. Teclis estaba pálido y tenía aspecto de asustado, con los ojos hinchados.
Tyrion se dio cuenta de que su hermano no había pegado ojo. La dama Malene no
parecía sentirse mejor. Su expresión parecía estar cargada de aprensiones. Liselle tenía
un aspecto pálido y triste.
Tyrion les sonrió al sentarse a la mesa. Se sirvió agua y una rebanada de pan con

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mantequilla. No quería comer demasiado porque hacerlo lo enlentecería, pero quería
asegurarse de tener algo de energía.
El abuelo se limitó a dedicarle su gélida sonrisa, al parecer complacido por la
forma en que él iba a enfrentarse con su suerte.
Los sirvientes se movían en silencio a su alrededor, temerosos de hablar, como si
fuera un inválido o un fantasma. Era como si se estuviera celebrando un vasto ritual
formal, como si quisieran demostrarle su apoyo o despedirse. La mayoría lo miraba
con curiosidad, como si él fuera un raro espécimen como tal vez nunca volverían a
ver. Muchos se mostraban compasivos. Otros parecían celosos o incrédulos, como si
presenciaran la mala actuación de un comediante.
¿A qué se debía eso?, se preguntó. ¿Acaso estaban resentidos porque él era el
centro de atención? ¿Tenían envidia de su supuesta valentía? ¿Le tendrían una
antipatía secreta y le desearían el mal? Estaba seguro de que algunos sí. No le
importaba. Él les sonreía a todos por igual.
Entraron Korhien e Iltharis. Vestían un atuendo formal. Korhien llevaba puesta la
capa de piel de león. Las prendas de Iltharis eran de un sombrío negro.
—¿Preparado? —preguntó Korhien.
—Preparado —replicó Tyrion con voz serena y normal. Tenía ganas de decirles a
todos que no se preocuparan, que todo saldría bien, pero no le pareció que fuera un
comportamiento adecuado para el momento. En vez de eso, al pasar junto a Teclis le
apretó un hombro. A continuación salió del comedor al patio de armas, donde los
esperaban los caballos. También había allí treinta hombres de armas. Serían
necesarios para formar el círculo.
Se le ocurrió que podría haber visto a su hermano por última vez. Como
pensamiento era turbador, pero no experimentó ninguna reacción emocional.
Entonces se dio cuenta de que estaba comportándose realmente de un modo distinto
al habitual. Aquella calma y aquella claridad de pensamiento eran poco naturales.
También lo era que se hubiese aislado de los sentimientos. Aquéllas eran las
reacciones de su cuerpo y su mente ante la peligrosidad de la situación.
Era muy consciente de todo lo que lo rodeaba, del suave brillo de la luz del sol
sobre el pelo del caballo, del olor del animal, de su corpulencia. Cuando subió de un
salto a la silla, sintió como nunca antes los movimientos de su cuerpo y la interacción
de sus músculos con los del caballo.
Esa intensidad de percepción continuó mientras atravesaban la ciudad. Veía las
grietas del pavimento y el enlucido de los edificios, las plumas de las gaviotas que
estaban posadas sobre pilares. Las calles estaban concurridas por los comerciantes que
abrían las tiendas y los granjeros que conducían sus rebaños al interior de la ciudad
para venderlos. Algunos trabajadores ya se encaminaban hacia los muelles. Otros
jinetes cabalgaban por la ciudad para atender a sus asuntos. Tyrion lo observaba todo,

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se fijaba en todo, sonreía a cualquiera que lo mirara.
Atravesaron la puerta norte de la ciudad y siguieron el Camino del Mar,
abriéndose paso entre los pastores que se habían retrasado y los viajeros que llegaban
temprano, todos ellos camino a Lothern. Korhien se desvió por el sendero de la
izquierda, que ascendía por el monte Atalaya. Lo tradicional era que el otro
protagonista subiera por el sendero de la derecha. Como quien no quiere la cosa,
Tyrion se preguntó quién sería el primero en llegar.
Alguna gente daba muchísima importancia a eso. Algunos preferían llegar
temprano para demostrar que no tenían miedo, otros llegaban tarde para poner
nervioso al contrincante. A él le daba igual. Lo que le importaba era el duelo en sí.
Estaba deseando que llegara el momento.
Cabalgaron hasta la cima de la colina, donde vio ya a su oponente, junto con sus
dos padrinos y los treinta guerreros de su parte del círculo. Estaban preparados, y
miraban a Tyrion con el desprecio grabado en la cara. Tyrion les sonrió con la misma
cordialidad que le manifestaba a todo el mundo esa mañana. Los dos padrinos
apartaron la mirada. Larien negó con la cabeza como si Tyrion hubiese hecho el
ridículo.
Tyrion se volvió a mirar hacia abajo desde lo alto del monte Atalaya. Desde allí
tenía una hermosa vista del acceso del Mar Interior y de las Murallas Septentrionales
de Lothern. No era tan impresionante como la vista del Gran Puerto cuando se
entraba desde el océano, pero aun así era impactante. Desde lo alto de la colina podía
verse por encima de las murallas y distinguir los tejados de pizarra de los edificios, el
trazado de las calles y el tamaño de las estatuas más grandes. Las aguas del Mar
Interior eran un espejo encalmado.
El sol ya se había alzado del todo y el aire de la mañana era tibio. El cielo era de un
azul muy pálido. Las gaviotas graznaban, y a lo lejos se divisaban diminutas figuras
que avanzaban por el camino. Resultaba curioso que aún hicieran sus labores
cotidianas. Allí abajo, en la ciudad, los comerciantes compraban y vendían, los
amantes se daban la mano, las familias se sentaban a desayunar. Allí arriba, dos elfos
se preparaban para zanjar un asunto de vida o muerte.
Así funcionaba el mundo. Siempre, en alguna parte, había alguien dedicado a su
rutina cotidiana, mientras en otros lugares había mortales que luchaban por su vida.
Rotó los hombros, estiró los músculos y se dio cuenta de que los demás lo
observaban con curiosidad, como si no acabaran de entender que pudiera estar tan
tranquilo. Sabía que pensaban que era joven e inexperto, y supuso que esperaban que
se mostrara nervioso. Pero no lo estaba en absoluto. Se lo estaba pasando bien. En
cierto sentido, incluso le complacía ser el centro de atención allí. Habría vuelto a
sonreír, pero aquello ya era un asunto serio y merecía una seria respuesta.
Centró su atención en Larien. El oponente no daba la impresión de estar tan

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relajado. Parecía tenso, pero no de una manera que pudiera ser mala para un
luchador. Sus movimientos crepitaban de energía nerviosa. Tenía las pupilas muy
dilatadas. Toda su atención estaba centrada en Tyrion. Cuando sus miradas se
encontraron, volvió la cabeza y escupió, enviando una bola de saliva a los pies de
Tyrion. Era un insulto muy grave.
Tyrion se limitó a encogerse de hombros. No eran más que poses, un intento de
intimidar, de inquietar a Tyrion y ponerlo en un estado mental que lo llevara a
cometer un error. Tyrion miró a Korhien, que asintió con la cabeza, y a Iltharis, que
lo estudiaba con gran atención, como un jugador podría estudiar a un caballo antes
de una carrera. Se preguntó si Iltharis no habría hecho una apuesta con alguien, y si
habría apostado por él o contra él.
«Tiene que haber sido una apuesta por mí —decidió Tyrion—. No merecería la
pena arriesgar oro para apostar contra mí. Se podría ganar buen dinero si yo
venciera». Al menos ésa es la decisión que él, personalmente, habría tomado.
—¿A favor o en contra? —preguntó. Iltharis pareció entender de inmediato lo que
quería decir. Le dedicó una sonrisa triste.
—A favor —respondió.
—¿Cuánto?
—Diez dragones de oro.
Tyrion silbó. Era una fuerte suma.
—Tu confianza es inspiradora —dijo.
—Las apuestas eran excelentes.
—Ya me lo suponía. ¿Cuánto pagaban?
—¿Estás seguro de querer saberlo?
Tyrion entendió que se lo preguntara. El hecho de saber lo poco que se esperaba
de él podría dañar su confianza.
—Desde luego.
—Cincuenta contra uno.
—Ojalá lo hubiera sabido antes. Te habría pedido que hicieras una apuesta en mi
nombre. Hubiera sido una buena apuesta. Si ganara, podría gastarme los beneficios. Si
perdiera, no me importaría.
—No perderás —le aseguró Korhien, que no parecía del todo seguro de eso, pero
resultaba alentador que le importara.
—Tienes razón —contestó Tyrion, con una repentina confianza absoluta—. No lo
haré.
—Larien tiene una finta astuta —dijo Iltharis—. Realizará un potente ataque alto y
por la derecha, y luego dirigirá una estocada a tu estómago. Intentaré hacer que entres
en el ritmo de defenderte de una lluvia de ataques, para luego cambiar cuando tú
pienses que has visto una brecha en su defensa.

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—Lo tendré presente —le aseguró Tyrion. Y lo haría, pero no depositaría
demasiada fe en eso. Prefería estudiar al oponente por sí mismo y proceder de
acuerdo con sus propias observaciones.
—Usará las primeras fases de la lucha para estudiarte —dijo Korhien—. Fingirá
ser más lento de lo que es en realidad para poder pillarte con la guardia baja cuando te
aseste un golpe mortal.
Tyrion les sonrió a los dos.
—Gracias por vuestros consejos.
—Pero ya has tenido suficiente —dijo Iltharis—. Reconozco ese tono.
—Ganaré este combate por mí mismo.
—Nunca rechaces ninguna ventaja que puedas obtener en una lucha —dijo
Korhien—. Podría marcar la diferencia entre la vida y la muerte.
—¿Aunque sea deshonrosa? —preguntó Tyrion.
—Especialmente si es deshonrosa —replicó Iltharis con una amplia sonrisa.
Korhien le lanzó una mirada de advertencia. Los otros padrinos avanzaban ya
hacia ellos. El duelo estaba a punto de comenzar. Los sesenta guerreros estaban
formando en círculo, presentando armas, apuntando con ellas hacia el centro. El
duelo tendría lugar dentro de un círculo de afilado acero. Los guerreros matarían a
cualquiera de los dos participantes que intentara huir del combate.
Ya habían concluido las formalidades. Larien no estaba dispuesto a retirar el
insulto. Tyrion pensaba que el honor debía ser restaurado. Los padrinos habían hecho
todo lo posible para asegurar que la riña se zanjara de modo amistoso. Habían
cumplido con su deber. El combate podía comenzar. Ambos participantes se
desnudaron de cintura para arriba y tomaron sus armas.
—Te mataré lenta y dolorosamente —dijo Larien mientras bajaban a la depresión
y ocupaban sus sitios en el espacio llano del fondo.
—De la misma manera que piensas —dijo Tyrion, y le dedicó una brillante
sonrisa.
Larien se quedó mirándolo con ojos fijos.
—Lenta y dolorosamente —dijo Tyrion, para asegurarse de que Larien le
entendiera.
Era obvio que las cosas no estaban transcurriendo como él había esperado.
Resultaba evidente que la despreocupación de Tyrion le había sorprendido. Había ido
allí con la previsión de matar a un muchacho nervioso, pero se había encontrado con
alguien más dueño de sí mismo que él. Tyrion decidió que, en parte, aquel combate se
ganaría en la mente. Sospechaba que lo mismo sucedía con la mayoría de los
combates individuales. Tenía tanta importancia la actitud de los combatientes como
su destreza.
—Pertenezco al linaje de Aenarion, cuya sangre corre por mis venas —dijo Tyrion

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simplemente, como si estuviera explicándole algo a alguien lento de entendederas. Se
trataba de un ataque destinado a aumentar la inquietud de Larien y hacer que se
sintiera menos seguro de sí mismo.
—Pronto veré qué aspecto tiene —dijo Larien—. Me parece que es del mismo
color que la de cualquier otro.
Era una buena respuesta, y Tyrion sonrió al oírla, como si se tratara de un chiste
que le hacía una gracia particular.
—¿Empezamos? —preguntó, paseando la mirada entre Korhien y el primer
padrino de Larien.
Ambos asintieron con la cabeza y retrocedieron para ocupar su lugar al borde del
círculo. Los dos presentaron las armas. Ya no había manera de salir del círculo. Todas
las brechas estaban cerradas. Cualquiera que intentara salir sería atravesado por un
arma.
Larien avanzó de un salto, tan ágil como un tigre. Tyrion lo esquivó con bastante
facilidad y dio un paso al frente. Los golpes de espada se transformaron en un borrón
entre ellos durante un momento. Tyrion mantuvo alta la guardia e hizo unas pocas
réplicas. Se contentó con capear la furia del ataque inicial y medir a su oponente.
Larien era rápido y fuerte, y tenía una técnica excelente. Tyrion no necesitaba el
entrenamiento de Korhien para saber eso. Algo en su mente era consciente de ello, del
mismo modo que era consciente de los puntos fuertes y débiles de una posición de
ajedrez. Dudaba que Larien poseyera la misma rapidez de reflejos que él, pero decidió
no basarse en esa suposición mientras no tuviera más pruebas. A fin de cuentas,
Larien podía muy bien estar fingiendo con la esperanza de que él se confiara
demasiado.
Unos pocos pases más de las espadas le indicaron que no era así. La personalidad
del elfo se reflejaba en su forma de esgrimir. Lo hacía de un modo intrincado y
engañoso, pero el engaño residía en la técnica. Larien se basaba en eso y en su fuerza
natural para vencer a sus oponentes. Con la espada era mucho mejor de lo que jamás
lo serían la mayoría de los elfos. Le sonrió a Tyrion con los dientes apretados.
—Ya veo a qué te refieres con lo de matarme lentamente —dijo Tyrion cuando se
apartaron el uno del otro—. ¿Estás intentando arrullarme para que me duerma?
—No —replicó Larien, avanzando de un salto. Apuntaba alto con la espada.
Un elfo menos rápido que Tyrion habría podido acabar con la cabeza hendida. Sin
embargo, Tyrion se limitó a retroceder y esquivar al mismo tiempo, mientras
reparaba en que la lluvia de golpes que Larien descargaba tenía un ritmo, en efecto, y
que era muy probable que estuviese destinado a hacer que el oponente cayera en ese
mismo ritmo para esquivar los ataques.
Se encontró con que caía en esa pauta de un modo casi automático, igual que un
elfo podría encontrarse a veces con que marcaba con los dedos el ritmo de un redoble

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de tambores. Se dio cuenta del peligro que tenía lo que Iltharis había predicho que
sucedería. No fue una sorpresa cuando, de repente, la espada no estaba donde debería
haberse hallado de acuerdo con la pauta de golpes. Tyrion ya había previsto dónde
estaría y la paró. A continuación estrelló el puño izquierdo contra la cara de Larien.
Se rompió cartílago bajo el impacto. Larien retrocedió con paso tambaleante,
cegado por el dolor y las lágrimas. Tyrion se inclinó hacia delante al máximo y clavó
la espada en el estómago de Larien. Sintió el impacto en todo el brazo. Hubo una
sensación de raspado cuando la espada dio contra el hueso. Larien gritó como un
animal desnucado. La sangre empezó a brotar hasta cubrir la espada y las manos de
Tyrion, y le salpicó el pecho desnudo. Se le metió un poco en la boca y sintió su sabor
metálico.
Una parte de su mente era consciente de que aquello debería ser horrible. No era
ni hermoso ni glorioso. Había hedor a sangre y entrañas, a cosas que normalmente
deberían estar dentro del cuerpo de un elfo, pero ya no lo estaban.
No le importaba, del mismo modo que no le importaban los gritos ni el hecho de
ver morir la luz en los ojos de otro elfo. Lo principal era que, en algún momento, la
espada había abandonado la mano de Larien y en ese instante estaba tirada en el
suelo. Su propia vida ya no corría peligro. Había lavado el insulto contra el honor de
su familia e impedido que los enemigos atacaran a su clan.
Sintió una punzada de compasión por el dolor de Larien. En cierto sentido,
Korhien tenía razón. Era duro ver morir a otro elfo, pero ése también era un
problema que se resolvía con facilidad. Volvió atacar con una estocada dirigida al
corazón y silenció los gritos de Larien para siempre. Se volvió a mirar a los demás
elfos presentes. Lo observaban con asombro y con algo más; podría haber sido horror.
—Poco ortodoxo y carente de elegancia —dijo Iltharis—. Pero efectivo.
Korhien asintió con la cabeza.
—Lo principal es que estás vivo.
Avanzó y levantó a Tyrion en el aire, riendo. Parecía sentirse más aliviado que el
propio Tyrion, y de repente éste se dio cuenta de por qué. Korhien no tenía ganas de
explicarle al príncipe Arathion cómo había conducido a su hijo a la muerte. Tyrion
bajó la mirada hacia el cadáver de Larien. Ya parecía diferente. La cara tenía un
aspecto descarnado y la había abandonado toda animación espiritual. Tenía los ojos
vidriosos.
Los dos padrinos de Larien estaban cubriendo su cadáver con una capa. Tyrion
contempló durante un momento la amortajada forma, demasiado consciente de que
habría podido ser la suya. No lo inundó ninguna reacción, ningún impulso de chillar,
gritar o cantar de alegría. Era perfectamente consciente de su triunfo, de que estaba
vivo, de que era el vencedor, y con eso le bastaba. Sin embargo, tenía una sensación de
satisfacción y placer.

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—Por todos los dioses —dijo Iltharis—. Eres un tipo sereno.

* * *
Tyrion apenas si se fijó en lo que tenía a su alrededor mientras regresaban a caballo a
Lothern. No dejaba de repasar mentalmente el combate, volvía a visualizar cada
movimiento, a revivir cada golpe, y rememoraba con esmero los pequeños detalles.
Estaba emocionado, no trastornado. Nunca se había sentido mejor ni más vivo.
Larien había intentado matarlo, por razones que Tyrion aún no tenía muy claras.
Hasta donde sabía, él nunca había hecho nada para perjudicar a Larien, no le había
dado al elfo ninguna razón para buscar pelea con él. Larien estaba muerto por
voluntad propia. Tyrion sólo había sido el medio de ejecución que había elegido su
rival.
Tenía la certeza de que Larien no habría visto las cosas de igual modo que él.
Estaba muy seguro de que Larien había esperado alejarse a lomos de su caballo,
mientras Tyrion yacía, frío, en el suelo. Imaginaba que nadie pensaba nunca que sería
el mismo que buscaba este tipo de pelea el que muriera, pero alguien tenía que morir
inevitablemente, y Tyrion se alegraba de no haber sido él.
Se sentía más que contento; se sentía complacido y orgulloso. Había demostrado
su destreza contra uno de los duelistas más famosos de Lothern. Había derrotado a
Larien en buena lid y sabía que, en algunos sentidos, iba a heredar la reputación del
elfo. A partir de ese momento iba a ser famoso. Sería a él a quien estudiaría la gente
cuando caminara por la calle, y sería él el objeto de susurros en tabernas y salones.
Miró a su alrededor y vio cómo lo observaban sus compañeros. Korhien parecía
atribulado. Iltharis parecía complacido. El resto de los acompañantes lo miraban con
admiración y envidia. Podía notar que algunos deseaban ser él, y la sensación era
embriagadora. Todos se bañaban en el reflejo esplendoroso de su victoria.
Tyrion recorrió el camino y el entorno con los ojos. Antes no había reparado de
verdad en ellos. Había estado demasiado perdido en sus propios pensamientos. Ahora
lo veía todo con una claridad casi perfecta. Percibía lo verde que era la hierba, lo
brillante que era el sol, y la caricia del viento en la piel. Supo que la comida le sabría
mejor y que besar a una muchacha sería mucho más placentero.
Korhien se adelantó para cabalgar junto a él.
—¿Cómo te sientes?
—Nunca me he sentido mejor.
—Te lo estás tomando muy bien. He visto a algunos guerreros ponerse a vomitar
después de matar por primera vez, algunos después de haber matado muchas veces.

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—Yo no tengo ganas de vomitar —le aseguró Tyrion—. Me siento de fábula.
—Eso se debe a que eres un natural —intervino el príncipe Iltharis, que se había
adelantado para situarse al otro lado. Tyrion se encontró como emparedado entre
ambos—. Un matador natural.
Korhien hizo una mueca. No le gustaba en absoluto el sonido de esas palabras.
Tyrion tampoco estaba seguro de que le gustara esa expresión, ya que le hacía parecer
un asesino. Iltharis se dio cuenta de que lo había ofendido, y en sus labios apareció
una sonrisa fría.
—No lo he dicho con intención de insultar. A su manera, es un elogio. Eres como
yo, príncipe Tyrion, no sientes ningún remordimiento cuando matas a alguien que lo
merece.
—Tú siempre estás muy seguro de que la gente a la que matas merece la muerte —
dijo Korhien.
La sonrisa de Iltharis se ensanchó y le confirió un aspecto aún más sardónico de lo
habitual.
—Si no hubieran merecido la muerte, no los habría matado —replicó. Rió, y en su
risa había un humor genuino que a Tyrion le heló un poco la sangre.
Aquél no era un tema con el que consideraba que se podía bromear. Era un
asunto serio, un asunto de vida o muerte. Por otro lado, su propia actitud lo hacía
sentir más próximo a Iltharis que a Korhien. En realidad, no veía por qué iba a tener
que lamentar haber matado a Larien. A fin de cuentas, Larien no habría tenido
ningún reparo en matarlo a él.
—Yo no creo que todas las personas a las que he matado merecieran la muerte —
dijo Korhien. También parecía estar tomándose el asunto en serio, y eso hizo que a
Tyrion le cayera todavía mejor que antes. Sintió que tenía algo en común con aquellos
dos elfos, y eso no era malo. A su manera, los dos eran grandes guerreros, y podía
aprender algo de ambos. Y tendría que hacerlo para convertirse en el luchador que
quería ser.
—Piensas demasiado, amigo mío —dijo Iltharis.
—No creo que jamás se pueda pensar demasiado —le contestó Korhien—.
Demasiada gente mata sin pensar en este mundo.
—Tú y yo estamos de acuerdo en eso, al menos —dijo Iltharis—. Pero vamos.
Celebremos el hecho de que nuestro joven amigo está vivo. Podemos estar todos de
acuerdo en que es algo bueno, y alzar las copas para brindar por eso.
—No nos emborrachemos demasiado. Esta tarde habrá otra reunión del Consejo.
No querrás quedar en ridículo ante el Rey Fénix.

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VEINTITRÉS

Urian bebió otro trago del excelente vino que el Rey Fénix les servía a sus consejeros.
Contenía un sutil narcótico, algo que agudizaba el ingenio y reducía la fatiga. Por
supuesto, no era ni remotamente tan potente como lo habría sido el caldo equivalente
en Naggaroth, pero tampoco podía decirse que eso fuera malo. Si aquellos elfos
hubiesen estado bebiendo el vino de su tierra natal, lo más probable era que a esas
alturas ya se hubiesen echado los unos al cuello de los otros. Volvió a dejar la copa
sobre la elegante y refinada mesa y escuchó el debate igual de refinado.
A esas alturas del proceso, ya no se trataba tanto de decidir qué había que hacer ni
cuál era realmente el problema. Era más bien una cuestión de quién iba a lograr ser el
que tomara las decisiones, quién iba a dejar en ridículo a sus rivales, o a hacer que
parecieran débiles o carentes de conocimientos, quién iba a llevarse el mérito si había
algún merito que llevarse, y entre quiénes se distribuiría la culpa en el caso de que
algo saliera mal.
No importaba el lugar de origen de los elfos que participaban en aquellas
reuniones, si eran de Naggaroth o de Ulthuan, porque siempre eran todas iguales. Por
supuesto, en Ulthuan, los riesgos no eran tan altos como en Naggaroth. En la corte del
Rey Fénix, lo peor que podía pasarle a alguien que acabara en el bando perdedor del
debate era que podría perder credibilidad o algún fraccional incremento en su
prestigio. En Naggaroth, cuando la balanza se inclinaba a favor de Malekith, siempre
existía la estimulante posibilidad de que la muerte aguardara al perdedor. El Rey
Brujo no toleraba el fracaso, y no era un amante de los malos consejos.
Al escuchar a algunos de aquellos charlatanes, Urian pensó que podrían
beneficiarse del azote de la férrea disciplina de Malekith. Sin duda, evitaría que
divagaran y siguieran divagando interminablemente. Lo que podía decirse acerca de
los hechiceros de Ulthuan sin temor a equivocarse era que les encantaba el sonido de
su propia voz.

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Casi hacía que sintiera nostalgia de aquellas reuniones del Consejo en las que el
Rey Brujo ejecutaba a quienes lo aburrían. Como todos los tiranos, a Malekith le
gustaba sólo el sonido de su propia voz y se mostraba intolerante con aquellos que le
robaban alguna pequeña fracción de la atención que codiciaba. Que era su legítimo
derecho, se corrigió Urian, irónico.
En ese momento, el archimago Eltharik estaba colocando señales sobre los mapas
de Ulthuan que había desplegados sobre la enorme mesa de la sala del consejo. Estaba
haciendo hincapié, una vez más, en el hecho de que todos los ataques se habían
producido cerca de Monolitos. También estaba colocando los nombres de quienes
moraban en zonas que habían sido atacadas y de los que se sabía que habían sido
asesinados.
Mientras escuchaba la larga lista de bajas, Urian se irguió casi de golpe en la silla.
Por un momento le pareció percibir una pauta, y se puso a escuchar con atención lo
que se estaba diciendo. Al avanzar la velada y continuar Eltharik aburriéndoles con
una lista de nombres que había compilado con mucho esmero para tal propósito,
Urian oyó una y otra vez nombres que le resultaban familiares de sus estudios.
Se preguntó si algún otro habría detectado la pauta y decidió que no, ya que no
compartían la fascinación que sentía él por la herencia de su señor Malekith y el
poderosísimo padre de éste.
Se preguntó si de verdad estaría en lo cierto. Tal vez fuera algo casual. La mente,
por naturaleza, le llevaba a intentar poner orden en el caos, a intentar ver pautas en
todo. Se trataba de un peligro que él conocía muy bien. Aun así, cuanto más lo
pensaba, más sentido tenía lo que veía.
Recordó la investigación que había estado haciendo para escribir la monografía
sobre los descendientes de Aenarion. Cada uno de los lugares que habían sido
atacados era un lugar donde había vivido alguien del linaje de Aenarion, y donde
todavía estaría viviendo, con toda probabilidad, si no le hubiera atacado el demonio.
Y parecía muy probable que una criatura tan malvada como N’Kari buscara venganza
contra los descendientes del Rey Fénix que le habían causado tantas molestias, como
por ejemplo matarlo dos veces.
«Sí —pensó—, ya lo tengo». El Conservador de Secretos está matando a todos los
descendientes de Aenarion, uno a uno. Su intención es eliminar el linaje por
completo. Urian sonrió para sus adentros, sabedor de que, por una vez, realmente iba
por delante de todos los demás elfos presentes en la sala.
La cuestión era: ¿Qué iba a hacer con ese conocimiento? Sería muy peligroso que
le ocultara aquello a su señor. Si N’Kari estaba matando a todos los descendientes de
Aenarion, el Rey Brujo estaría, con total seguridad, en el primer lugar de la lista de
posibles víctimas. Sería interesante ver qué sucedería cuando un demonio antiguo y
poderoso se enfrentara con el poderoso gobernante de Naggaroth.

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Para Urian, la cuestión se reducía a determinar si la recompensa que su señor le
daría por haber averiguado esa información superaría en valor a la diversión que
podía obtener de dejar que se produjera el enfrentamiento.
La dama Malene lo vio sonreír, y lo miró con amargura.
—Príncipe Iltharis —dijo—, tal vez te gustaría compartir la broma con nosotros.
La verdad es que yo no veo nada digno de una sonrisa en esta larga lista de muertos.
—Perdóname, dama Malene, tengo la cabeza llena de pájaros esta noche. Sólo
estaba deleitándome con el sabor de este exquisito vino. En efecto, nada hay que
pueda hacer sonreír en ese catalogo de horrores. Ahora, si me disculpáis, me acabo de
acordar de algo y debo suplicaros permiso para regresar a mi mansión y consultar mis
libros.

* * *
—Tu hipótesis es interesante, Urian —dijo Malekith. Incluso a través de todas las
largas leguas que mediaban entre los dos espejos de comunicación, Urian podía
percibir el enojo que afloraba a la voz de su señor—. Y coincide con una información
que mi madre ha creído oportuno transmitirme.
—¿Ha tenido una de sus visiones, señor? —De repente, Urian se alegró de haber
decidido transmitirle la información a Malekith. Si no lo hubiera hecho y el Rey Brujo
hubiese sospechado siquiera que él se había comportado de ese modo, el resultado
habría sido inevitablemente fatal.
—Exacto, Urian. O así quiere hacérmelo creer. También es cierto que mi madre
tiene sus propias fuentes de información dentro del Culto de la Lujuria, en Ulthuan,
algunas de las cuales se me ocultan incluso a mí.
Era típico de Malekith hablar de esa manera, pensó Urian. Insinuaba que sabía
una gran cantidad de cosas, aun cuando admitía no saberlo todo. Conociendo a su
señor, no ignoraba que lo más probable era que también se tratara de un resumen
bastante exacto. Malekith era impreciso sólo cuando quería.
—¿Qué quieres que haga, señor? —preguntó Urian. Aquel era el meollo de la
cuestión.
Malekith guardó silencio durante largo rato. Urian casi podía percibir la fuerza de
sus pensamientos, la titánica inmensidad meditabunda de sus cálculos. Estaba
considerando el asunto desde todos los ángulos, sopesando con precisión ventajas y
desventajas.
—Pienso que sería útil que expusieras tu teoría en la próxima reunión del
Consejo. Redundará en tu prestigio. Y si por casualidad nuestros descarriados

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parientes le dieran una lección a ese arrogante demonio, tanto mejor.
—Como desees, señor —replicó Urian, con la eterna certidumbre de que su señor
había mantenido ocultos sus verdaderos propósitos, y veladas sus auténticas razones.
Tenía la absoluta certeza de que era imposible que a Malekith le diera miedo la
posibilidad de que el demonio fuera por él.
Nada le daba miedo al Rey Brujo. Urian estaba muy seguro de eso. Aun así, si algo
lo atemorizara, la posibilidad de que un Gran Demonio del Caos fuera en busca de
venganza estaba, sin duda, en lo alto de la lista.

* * *
Urian recorrió la sala con la mirada. La expresión de su rostro era grave, pero por
dentro estaba disfrutando con la conmoción que había causado. También
experimentaba un engreimiento secreto. A fin de cuentas, era él quien había
adivinado las intenciones del demonio, en vez de aquellos inteligentes hechiceros,
orgullosos eruditos, e incluso en lugar del mismísimo Rey Brujo.
—Yo no me lo creo, príncipe Iltharis —dijo Eltharik.
Urian le sonrió.
—Tal vez sea porque no se te ha ocurrido a ti.
El hechicero quedó boquiabierto. Era obvio que no estaba habituado a que le
hablaran así, salvo, tal vez, otros archimagos.
—Encaja con los hechos que conocemos —dijo la dama Malene—. Y hasta el
momento, es la única teoría que lo ha logrado.
—Eso no significa que sea correcta —intervino Belthania.
—Pero si lo es —dijo Finubar—, todos los descendientes vivos de Aenarion están
en peligro.
—Tal vez sea ésa la razón por la que Eltharik pone objeciones a mi teoría —dijo
Urian, manteniendo un tono racional en su voz—. Quizá vea una manera de acabar
con el problema de la Maldición, de una vez y para siempre.
Se trataba de una posibilidad que con casi total seguridad se les había pasado por
la cabeza a la mayoría de los elfos presentes en la sala, aunque ninguno se hubiese
atrevido a mencionarla. Pensó que era mejor ponerla al descubierto, y si al hacerlo
podía difamar al altanero archimago, mucho mejor.
—Ésa no ha sido, para nada, mi intención. Sólo pienso que no deberíamos aceptar
una hipótesis no demostrada sin tener pruebas.
—¿Cómo pretendes que se demuestre? —preguntó la dama Malene—. ¿Debemos
esperar hasta que hayan muerto todos los descendientes de Aenarion y hayan sido

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arrasados todos los lugares en los que vivían?
Había enojo en su voz. Resultaba obvio que estaba preocupada por sus sobrinos.
—Puedo asegurarte que los hechos son demostrables. Tengo acceso a todas las
genealogías y he hablado con muchas de las personas que luego han sido asesinadas
—dijo Urian—. Si revisáis los registros, descubriréis que los nombres y los lugares de
residencia han sido todos recopilados por los Sacerdotes de Asuryan y los Maestros
del Conocimiento de Hoeth.
Urian recorrió la habitación con la mirada. Aquélla era su irrefutable área de
conocimiento y nadie estaba dispuesto a desafiarlo en ella. Se dio cuenta de que
muchos de los presentes comenzaban a compartir su punto de vista. Sería realmente
nefasto si Eltharik tuviera razón y él sólo estuviese proyectando una pauta imaginaria
sobre el curso de los acontecimientos.
Urian miró a Finubar. La cara del Rey Fénix era afable, pero en ese momento
había algo en sus modales que le recordó a Malekith. El Rey Fénix también estaba
haciendo sus cálculos, y no todos tenían que ver con salvar las vidas del linaje de
Aenarion. Tenían que ver con el aumento de su propio prestigio y el refuerzo de su
propia posición.
Los ojos de Finubar se abrieron con brusquedad, y la mirada de Urian se encontró
con la del Rey Fénix. Por un momento tuvo la sensación de que lo estaba mirando
algo más, algo que podía ver dentro de su mismísima alma y sondear todos sus
secretos. Se dijo que eso no podía ser porque si Finubar pudiera hacer realmente eso,
estaría ordenándoles a los Leones Blancos que mataran a Urian en aquel momento y
lugar.
—Creo que el Príncipe Iltharis ha expresado lo más importante de la cuestión —
dijo Finubar—. No podemos permitir que ninguno de nuestros súbditos sea
aterrorizado por ese demonio, ni podemos correr el riesgo de que los descendientes
de Aenarion sean aniquilados. Al fin y al cabo, la propia Reina Eterna se cuenta entre
dichos descendientes.
Urian vio que eso captaba la atención de todos. Ninguno de los elfos de Ulthuan
quería arriesgarse a que le sucediera algo malo a su amada guía espiritual. Ninguno de
ellos quería tampoco ser el que hablara a favor de hacer nada que provocara que eso
sucediera. Urian sabía que su teoría había quedado avalada.
—¿Qué vamos a hacer, señor? —preguntó la dama Malene.
—Los descendientes de Aenarion deben ser protegidos. Sólo existe un lugar en el
que tenemos la certeza de que se encontrarán fuera del alcance de ese demonio. El
propio Santuario de Asuryan.
Ni siquiera N’Kari se atreverá a atacar ese lugar.
Urian volvió los ojos hacia Finubar con admiración. Era un ser complejo, como
Malekith. Urian tuvo la seguridad de que allí había algo más de lo que se veía. Finubar

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estaba usando la crisis para fortalecer su posición usando tanto la política como la
religión para lograrlo. Lo único que tenía más probabilidades de garantizarle la lealtad
de toda la nación unida era un ataque contra el santuario más que un ataque contra la
Reina Eterna.
—¿Y qué haremos con la Reina Eterna? —preguntó Urian.
—No podemos darle órdenes, ni ella querrá abandonar Avelorn. Pero debe ser
puesta sobre aviso para que pueda hacer lo necesario con el fin de protegerse.
—¿Y qué me dices de mis sobrinos, señor? —preguntó la dama Malene.
—Deben ser convocados a mi presencia sin más dilación. Tengo que decidir si
también ellos están necesitados de protección.
Urian ya conocía la respuesta a eso.

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VEINTICUATRO

—Habéis sido convocados a palacio —dijo la dama Malene—. Os espera una escolta.
—Para asegurarse de que no huimos —dijo Teclis.
—No te atrevas a bromear con eso —dijo Malene—. Os sugiero que tratéis esta
entrevista con la máxima seriedad y con suma circunspección. Vuestras vidas podrían
depender de ella.
—Seguro que nuestras vidas dependen de si Finubar cree que estamos bajo la
influencia de la Maldición de Aenarion —matizó Teclis—. Dudo que nuestro
comportamiento tenga nada que ver con eso.
Tyrion se asombró ante el comportamiento obtuso de su gemelo. ¿No se daba
cuenta de que Malene estaba preocupada por ellos e intentaba decir algo, lo que fuera,
que le permitiera creer que ellos tenían un cierto control sobre su destino? Aunque
eso carecía de importancia. En eso, Teclis era realista.
—Id corriendo a poneros vuestra ropa de corte. No hagáis nada que pueda
avergonzarnos —advirtió Malene.
Teclis sonrió.
—Así que eso es lo que de verdad te preocupa.
Tyrion se preguntó cómo era posible que alguien tan inteligente pudiese ser
también tan estúpido.
—Sí —dijo la dama Malene—. Es lo único que me preocupa.
El tono de su voz desmentía sus palabras, y en ese momento incluso Teclis se dio
cuenta.
—No haré nada que pueda avergonzarte, señora —dijo con una cortesía que
compensó su anterior falta de tacto.
Tyrion sonrió. Su hermano aún era capaz de sorprenderlo.

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* * *
Cuando se acercaban a la sala del trono, Korhien fue hacia ellos. Estaba muy serio y
muy impresionante con su uniforme de corte y su capa de piel de león. Se detuvo ante
ellos y les cerró el paso con el hacha. Tenía un aspecto severo. De repente, Tyrion
tuvo una cierta idea de cómo podía ser enfrentarse con él en el campo de batalla. Sería
un oponente aterrador.
—Debo pediros que os quitéis las espadas, príncipes, y las dejéis bajo mi custodia.
En este día, más que en ningún otro, no podéis entrar armados en presencia real.
Era lo que estaban esperando. Incluso le habían dado una espada a Teclis para la
ocasión; en caso contrario, no habría tenido nada que entregar. Depositaron las armas
en los soportes que les indicó Korhien, mientras él los observaba.
—Entraréis en presencia del rey de uno en uno, por orden de edad. Príncipe
Tyrion, tú primero. Teclis, debo pedirte que tomes asiento en la sala de espera que
hay allí. —Korhien abrió la puerta de dicha sala, y Teclis entró en ella.
A continuación abrió la puerta de la sala de audiencias y Tyrion fue conducido en
presencia del Rey Fénix.

* * *
Se encontró cara a cara con un elfo alto, de aspecto poderoso, cara estrecha y mirada
penetrante. Iba vestido con lo que al principio parecía un ropón sencillo de seda de
Catai, pero que, al estudiarlo, resultaba estar tejido en una trama de sutil complejidad.
El elfo sonrió de manera cordial. Sus modales eran francos y relajados, pero había
algo diferente en él. En cierto modo, parecía distanciado de los elfos que lo rodeaban,
mucho más remoto. Y daba la impresión de ser más grande, aunque no en el sentido
físico. Era como si en cierto sentido fuese más real.
Tyrion se quedó allí de pie, atrapado en una red de complejas emociones y
reacciones. Estaba cara a cara con el Rey Fénix, en presencia de alguien que era más
que un mero elfo, que no era del todo mortal.
Algo lo miraba desde los ojos de Finubar. No era algo hostil, no le deseaba ningún
mal, estaba incluso preocupado por su bienestar de un modo muy distante, pero no
era como él. Se trataba de una entidad que pertenecía a una especie totalmente
distinta.
Finubar sonrió y el embrujo se rompió. Lo que fuera que había estado mirando a
Tyrion había desaparecido, veloz como la oscilante danza de una llama. Entonces se

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encontró ante un elfo de aspecto joven que parecía cordial y que lo estudiaba con
sincero interés.
—Debes de ser el príncipe Tyrion —dijo con una voz ronca y mucho más grave de
lo que Tyrion había esperado. Dejaba entrever acentos raros, un gangueo recogido en
lugares lejanos, y un aire de autoridad del tipo que se adquiere en los puentes de
mando de los barcos.
—Sí, señor —replicó Tyrion—. Lo soy. Estoy aquí para ser sometido a la prueba
por la Maldición de Aenarion.
Finubar rió.
—Yo no hago la prueba personalmente, príncipe Tyrion. La hacen los sacerdotes y
los magos. Mi papel en el proceso es simplemente mirarte y recomendar una línea de
acción. Es uno de los dones del Rey Fénix. Puedo ver cuando ciertos elfos son de…
importancia. Por ejemplo, percibo que tu herencia del linaje de Aenarion es muy
fuerte y será necesario que te envíe a ver a los videntes. Sospecho que lo mismo
ocurrirá en el caso de tu gemelo.
Enfrentado con la tranquila mirada del Rey Fénix, Tyrion experimentó una cierta
inquietud. Una vez más le produjo la sensación de lejanía, pero esa vez era de un tipo
diferente. Finubar parecía no ser consciente del hecho de que perfectamente podría
estar condenando a muerte a Tyrion y a su hermano. O tal vez lo único que sucedía
era que no le importaba.
Tyrion se preguntó si sería el paso a través de la Llama lo que le había hecho eso, o
si sólo se trataba de la responsabilidad que conllevaba el reinado.
—¿Me permite preguntar cómo puede saberlo, señor?
—Te lo permito… pero no puedo decírtelo. —Finubar rió, y el sencillo capitán de
barco regresó—. Simplemente lo sé, o más bien lo sabe la parte de mí que fue tocada
por la Llama y se digna a comunicarme a mí ese conocimiento. Veo que hay en ti algo
que te hace diferente de los demás. Me di cuenta de que pertenecías al linaje. Lo
mismo me sucedía en los viejos tiempos, cuando yo era capitán en los barcos de mi
padre. Sabía cuándo una tormenta iba a ser fuerte, o si los vientos estaban a punto de
cambiar de un modo súbito.
—En los tableros de ajedrez yo puedo ver pautas que me indican cómo se
desarrollará la partida, en la mayoría de los casos. —Tyrion no sabía qué le había
hecho decir eso en aquel preciso momento. Sólo sintió el impulso de comunicarse con
aquella figura remota, aunque no indiferente. Percibió que tenían algo en común y
que era algo que tenía que ver con su don.
O tal vez sólo quería hacerle saber a Finubar que, en su caso, la Maldición había
adquirido una forma inofensiva.
—Ése debe de ser un don muy útil. Ojalá lo tuviera yo. No perdería ni
remotamente tanto oro como pierdo jugando contra mis Leones Blancos.

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—¿Pierdes dinero jugando contra tus guardias personales?
—Tyrion estaba tan atónito ante aquella confesión que olvidó usar el tratamiento.
El Rey Fénix no pareció darse cuenta, ni dio la impresión de que le importara.
—Ya lo creo. Y a veces también apuesto cuando ellos juegan entre sí. Korhien me
ha dicho que puedes ganarle. Eso es bastante infrecuente. Tú y yo deberíamos probar
a jugar una o dos partidas en algún momento. Siento curiosidad por ese don que
tienes. Tengo entendido que no es el único que posees. Korhien me ha dicho que
tienes un don natural para las armas, y con eso no quiere decir que estés meramente
dotado para ello.
—Korhien es muy amable, señor.
—No, no lo es, príncipe Tyrion. Es un guerrero y un matador, y eso es algo que
nunca debes perder de vista.
—Era sólo un formalismo, señor.
—Ya lo sé. Yo he preferido entenderte mal para hacer una puntualización. —
Finubar sonrió al decir esto, pero Tyrion se puso en guardia de repente. Percibió que
sucedía más de lo que él podía entender, que se encontraba en una situación más
delicada de lo que había pensado.
—Muy bien, príncipe Tyrion. Tienes cerebro, además de un don para la espada.
Ésa es una útil combinación de talentos en un guerrero. Siempre me viene bien tener
a mi servicio a elfos que la posean.
Tyrion se preguntó si estaba ofreciéndole un futuro empleo como León Blanco, o
si Finubar tenía algo más en mente. Tal vez Tyrion sólo estaba entendiéndole mal.
—Suponiendo que supere la prueba a la que me someterán sus sacerdotes, señor.
—No son mis sacerdotes, príncipe. Sirven a Asuryan.
—Usted es su representante elegido, señor.
—Me temo que tienes mucho que aprender sobre la política y el clero élficos,
príncipe Tyrion.
—Estoy seguro de que tiene razón, señor.
—Desearía que entre mis súbditos hubiera más que compartieran tu creencia —
dijo el Rey Fénix. Volvió a sonreír, pero Tyrion percibió que no estaba bromeando del
todo. Por supuesto, los había que se oponían a él. Siempre los había. Era la naturaleza
de la política asur.
—¿Qué piensas de los rumores sobre este nuevo terror que está acosando nuestro
territorio?
El súbito cambio de tema desconcertó a Tyrion. Lo pensó durante un momento.
—¿Se refiere a que el demonio N’Kari, enemigo de Aenarion, ha regresado para
vengarse de los elfos?
—Precisamente.
—Yo creía que el demonio había muerto a manos de Aenarion, señor.

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—¿Entonces piensas que es improbable que se trate de él?
—No sé lo bastante acerca de estos asuntos como para aventurar una opinión,
señor.
—Y no sabes muy bien por qué te la he pedido, y eres demasiado cortés como
para decirlo.
—Algo parecido, señor.
—Nunca debes mostrarte tardo en expresar tu opinión ante mí, príncipe. Un Rey
Fénix necesita que quienes lo rodean digan la verdad según la ven. Es la única manera
de que pueda mantener algún contacto con la realidad.
—Lo tendré presente, señor.
—Bien, teniendo eso presente, y en respuesta a mi pregunta, ¿qué piensas, en
realidad?
—Pienso que es improbable que alguien se dé a sí mismo el nombre de
Conservador de Secretos para bromear, señor, aunque hay algunos que adoptarían el
nombre de alguno de nuestros antiguos enemigos para asustarnos.
—Y sin embargo…
—Y sin embargo el corazón me dice que no es el caso. Creo que es muy posible
que el demonio haya regresado para vengarse de los elfos, señor.
—Me temo que mis consejeros coinciden contigo, príncipe. N’Kari ha vuelto para
exterminar todo el linaje de Aenarion. Ya ha hecho un muy buen comienzo.
A Tyrion lo recorrió un estremecimiento de horror y preocupación.
—¿Y mi padre, señor?
—Será despachado un mensajero para ponerlo sobre aviso. Uno en quien confiará
y a quien esperamos que escuche.
—¿Korhien Espadón de Hierro, señor?
Finubar asintió con la cabeza.
—Son amigos desde hace mucho tiempo.
—¿Y mi hermano y yo, señor? ¿Qué podemos hacer?
—Continuar vivos, príncipe Tyrion. Y a ese fin seréis despachados al lugar más
seguro del mundo élfico: el Santuario de Asuryan. Si existe algún lugar en el que
podamos poneros fuera del alcance del demonio, es ése.
—Es el lugar más sagrado de Ulthuan. ¿De verdad tiene que enviarnos tan lejos,
señor?
—Ibais a tener que ir allí de todos modos, príncipe Tyrion. Pertenecéis al linaje de
Aenarion, y allí es donde seréis sometidos al examen que detecta la Maldición. Como
ves, mataremos dos pájaros de un tiro.
—Entiendo.
Un cortesano se acercó al Rey Fénix y le murmuró algo al oído.
—Si me excusas, príncipe Tyrion —murmuró Finubar.

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Tyrion comprendió que lo habían despedido de la presencia real.

* * *
Teclis estudió a Finubar con un interés casi tan grande como el del Rey Fénix al
estudiarlo a él. Puede que no volviera a tener una oportunidad de hacerlo, así que era
mejor sacar el máximo provecho de la ocasión.
Vio a un elfo alto y atlético, con un aire que le recordaba a todos los comerciantes
o capitanes de Lothern que había conocido hasta el momento. Finubar tenía ese aire
de mando que había visto en todos ellos, y ese aire de enérgica informalidad. Su
atuendo era mucho más rico, por supuesto. Su ropa era lujosa y formal, sutilmente
sobria, pero la más refinada de aquellas tierras. Estaba en armonía con el salón.
Finubar iba armado, aunque Teclis no. En la habitación había otros Leones
Blancos, situados a una discreta distancia, justo fuera del alcance auditivo de una
conversación murmurada, pero lo bastante cerca como para saltar al rescate de
Finubar en el improbable caso de que Teclis intentara asesinarlo. No estaban
dispuestos a correr ningún riesgo. Entendía por qué. Se habían producido numerosos
atentados contra las vidas de los Reyes Fénix en el curso de la historia asur, todos ellos
atribuidos a Malekith y el Culto de la Lujuria. Teclis se sentía inclinado a preguntarse
si ésa no sería una ficción convincente que encubría otras conspiraciones.
Pero no era tan sólo el aspecto físico de Finubar lo que interesaba a Teclis. Era el
hecho de que hubiera sido tocado por el Poder. Teclis podía percibirlo. Estaba bien
disimulado, profundamente escondido, de hecho, pero allí estaba. Todo el cuerpo de
Finubar estaba saturado de una energía mágica muy peculiar. Teclis no dudó ni por
un instante que si entraba en las cámaras de la Llama Sagrada del Santuario de
Asuryan, percibiría el mismo poder dentro de ellas.
No estaba del todo seguro de qué había hecho la magia de la Llama por Finubar.
Era, por supuesto, una medida de la bendición del dios, pero parecía improbable que
hubiera podido imprimirse tanta energía en él con ese solo objetivo. Se advirtió a sí
mismo de que debía ser cuidadoso y no hacer suposiciones.
¿Quién conocía la intención de los dioses al hacer algo?
—Estás muy callado, príncipe Teclis —dijo Finubar.
Su voz era cordial y sus modales francos, y aun así Teclis percibió algo extraño en
eso. Era como si Finubar estuviera representando el papel de algún otro que intentara
hacer sentir cómodo a alguien, sin tener ninguna verdadera conexión con ese alguien.
—Lo siento, Elegido —dijo Teclis.
—Confío en que no vas a decirme que te has sentido abrumado por mi presencia

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—dijo Finubar. En ese momento parecía haber una auténtica calidez en su sonrisa.
—No, Elegido, no me he sentido así.
Tú ves la Llama, ¿no es cierto? Y, por favor, ahórrame el título. Últimamente no es
frecuente que mantenga conversaciones privadas. Llámame Finubar, al menos
mientras permanezcamos dentro de esta sala, o señor, si tienes que hacerlo.
—Sí, veo la Llama —replicó Teclis, preguntándose cómo lo sabía Finubar—. Brilla
a través de vuestra carne.
—Los Señores del Conocimiento, los archimagos y quienes son muy sensibles a la
magia la ven. Tú aún no eres uno de los dos primeros, así que debo suponer que eres
el último caso.
—Siempre lo he sido.
—Eso me han dicho. También me han contado que tienes unos dones
extraordinarios para la magia. Tal vez tendrás oportunidad de estudiarla cuando
regreses del santuario.
—¿Así que iré al santuario para ser sometido a la prueba por la Maldición?
—Tú y tu hermano, ambos.
—¿Piensa que podríamos estar malditos, entonces?
—La Llama cree que es necesario que seáis sometidos a la prueba. Yo me limito a
transmitir el mensaje.
—¿Cómo es? —inquirió Teclis. Puede que otro elfo no se hubiese atrevido a
preguntarlo, pero él sentía curiosidad.
—No es en absoluto lo que yo esperaba antes de pasar a través de la Llama —
explicó Finubar—. No es del todo cómodo eso de pasarla vida en presencia de un
dios. Más no se me permite decir.
Teclis no preguntó quién no le permitía decir más. Finubar ya había respondido a
eso.
—¿Cuánto iré al santuario, señor?
—De inmediato. Ya se le ha notificado a vuestros parientes. Os aguarda un barco
en los muelles. Os llevará de inmediato al santuario.
—¿Tan urgente es que nos sometan a la prueba?
—Se os envía allí para protegeros. Tenemos razones para creer que el demonio os
persigue, al igual que a todos los miembros del linaje de Aenarion.
—¿Por eso ha regresado N’Kari?
—Mis consejeros piensan que es probable. No veo ninguna razón para dudar de
ellos. Es improbable que ni siquiera un Conservador de Secretos vaya a buscaros si
estáis al alcance de la Llama. Descubriría que su fuego quema mucho si lo hace.
Créeme, yo tengo algo de experiencia en eso.
—Os doy las gracias por toda vuestra bondad, señor —dijo Teclis.
—Tenéis mi bendición y mi permiso para partir —replicó el Rey Fénix.

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VEINTICINCO

—Ay, no, otro barco —dijo Teclis.


Los gemelos se encontraban de pie en un muelle del puerto septentrional de
Lothern. No se encontraba tan concurrido ni era tan impresionante como el Gran
Puerto. También carecía de su diversidad, puesto que los únicos barcos que había a la
vista eran naves asur. No se permitía que ningún otro entrara en las aguas del Mar
Interior.
—A veces dudo de que seas hijo de mi hermana —dijo la dama Malene—. Ella era
una auténtica hija de Lothern, tan en su elemento sobre las aguas como en tierra
firme.
Teclis la miró de un modo extraño. No parecía saber del todo qué contestar ni
cómo tomarse esa despedida. Tyrion sospechaba que se había acostumbrado a su
compañía y que, cosa inusitada en su gemelo, confiaba en ella.
—Me parezco a mi padre. Él siempre ha preferido las montañas.
—Lo sé —dijo Malene. Se percibía una enorme nostalgia en su voz.
Tyrion sospechó que estaba pensando en el lugar remoto donde había muerto su
hermana. Y se sorprendió cuando su gemelo avanzó hacia ella y la abrazó con gran
torpeza. Ella le devolvió el abrazo.
—Volveremos —dijo Teclis.
—Aseguraos de que así sea —respondió la dama Malene—. Todavía tenéis
muchísimo que aprender.
—Cuando regreses, nos ocuparemos de hacer de ti un guerrero, no un duelista,
portero —intervino Korhien. Tenía una actitud bromista y jovial, propia de un
soldado que se había despedido muchas veces.
Tyrion veía con claridad que estaba impaciente por marcharse y acabar de una
vez. Necesitaba ir a poner sobre aviso al padre de los gemelos.
—¿Qué quieres decir?

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—Habrá ejércitos en el campo de batalla esta temporada. Este asunto relacionado
con el Culto del Placer lo ha alborotado todo. Limpiaremos las colinas de alimañas.
También se llevarán a cabo ataques contra Naggaroth.
—Hay que mostrarle al mundo el poder de Ulthuan —dijo Tyrion.
—Tu rapidez para entender las cosas resulta gratificante, portero —respondió
Korhien.
—Es la primera vez que alguien le dice eso a mi hermano —añadió Teclis.
Korhien lo miró y sonrió, ya que entendía las bromas de Teclis.
—Da las gracias por ser su hermano, ya que en caso contrario podría retarte a
duelo por insultarlo. —Había un tono duro en las palabras del León Blanco. Korhien
estaba descontento por el duelo con Larien, o por algo que éste le había revelado sobre
Tyrion. Era un tema del que tendría que hablar con Korhien cuando regresara.
Si regresaba.
—Será mejor que subáis a bordo —dijo la dama Malene—. Zarpáis con la marea, y
el capitán querrá hacerse a la mar lo antes posible. Es mejor no hacerlo esperar.
—Que Isha os bendiga —dijo Korhien.
—Que viváis mil años —replicaron los gemelos al unísono.

* * *
Tyrion se encontraba de pie sobre el bauprés del barco, observando cómo los veloces
delfines se deslizaban por el agua junto a ellos. Mantenían la misma velocidad que la
nave, dando saltos muy altos y cayendo al agua, retozones como niños que jugaran.
La costa del Mar Interior era visible a lo lejos, una tierra de aspecto suave en aquella
luz, que ascendía hacia las montañas lejanas.
—Deja de pavonearte —dijo Teclis con un tono algo malhumorado. Tal vez se
sentía más afectado por la partida de lo que quería dar a entender. Al darse cuenta de
la dureza de su tono, hizo una broma—: Yo podría hacer eso si quisiera.
Tyrion le hizo una elaborada reverencia de corte, aún en equilibrio sobre el
bauprés, sin hacer caso del vaivén del barco.
—Si no estuvieras tan mareado, por supuesto —dijo. También él se sentía raro.
Echaba de menos el ajetreo del palacio de Mar Esmeralda, la sensación de estar en el
centro del mundo. Incluso echaba un poco de menos a Liselle.
Era como si se encontrara a solas con su hermano, entre desconocidos. Había
habido una época en la que eso no le habría importado, pero el tiempo pasado en
Lothern lo había cambiado. Por supuesto, ambos tenían otras cosas en la cabeza: la
prueba inminente, el hecho de que los persiguiera un demonio.

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—No me siento tan mal como cabría esperar —dijo Teclis—. Tal vez sea por la
medicina que me dio la dama Malene. Tal vez se deba al mar en sí. Produce una
sensación algo diferente del salvaje océano abierto.
—Dicen que las tormentas no son tan fuertes aquí y que no hay las mismas
corrientes oceánicas —comentó Tyrion—. Tal vez eso lo hace diferente.
Estaban esquivando algún tema. Su hermano lo abordaría antes o después si le
daba tiempo.
—¿Te gustaría ocupar mi lugar aquí?
—No. Tú eres mejor mascarón de proa que yo —dijo Teclis—. A fin de cuentas,
tienes la cabeza de madera.
Un delfín salió disparado del agua y llegó casi hasta el nivel de Tyrion. Si hubiera
querido, habría podido tocarlo con sólo extender un brazo. Tenía la piel brillante a
causa del agua que la recubría. Sus ojos parecían extrañamente alegres.
—Al público le gustan tus chistes —dijo Tyrion. Botó un par de veces sobre el
bauprés para adquirir impulso y luego empleó su elasticidad para propulsarse en el
aire. Dio una voltereta hacia atrás y aterrizó junto a Teclis.
—Es triste que te hayas visto reducido a competir con delfines —comentó Teclis,
pero el dolor que había en sus ojos demostraba que entendía con quién estaba
compitiendo Tyrion en realidad. No había magia suficiente en el mundo como para
permitirle alguna vez hacer lo que Tyrion acababa de hacer, ni para otorgarle la
serenidad que tenía su hermano.
En cuanto lo hubo hecho, Tyrion sintió culpabilidad mezclada con una natural
satisfacción maligna élfica.
—¿Quieres contarme lo que en realidad te fastidia? —preguntó Tyrion.
—Estoy preocupado por nuestro padre. ¿Qué sucederá si el demonio ya lo ha
encontrado?
Resultaba inquietante imaginar su viejo hogar asediado por un ejército de
demonios. Y aún más inquietante resultaba la idea de que eso pudiera haber sucedido
ya sin saberlo ellos.
—Yo también estoy preocupado por él —dijo Tyrion.
—Tú tienes otra idea dentro de ese grueso cráneo tuyo. ¡Escúpela!
—Pienso que nos están usando como cebo.
—¿Crees que nos envían a uno de los lugares más seguros de Ulthuan con el fin de
tentar a N’Kari para que nos ataque?
—No, pienso que nos envían allí para tentar a N’Kari a atacar ese lugar en
concreto.
—Continúa.
—¿Qué sucedería si N’Kari atacara el Santuario de Asuryan?
—Que sería destruido.

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—¿Y si no? ¿Y si escapara y pudiera volver a intentarlo?
—Sería perseguido y destruido.
—¿Y cómo afectaría eso a la población?
—Ya veo adónde quieres ir a parar. Se unirían todos a Finubar. Se sentirían
indignados y exigirían que se actuara. Ya lo están haciendo. Te felicito, hermano, has
estado usando la cabeza para algo más que para bloquear golpes.
—Los príncipes tendrán que unirse en torno a Finubar. Su posición se verá
reforzada. La de ellos debilitada. Durante un tiempo.
—Lothern te ha convertido en un malpensado, hermano.
—No. Sólo me ha mostrado cómo piensan nuestros gobernantes. Y ahora, ¿por
qué no me dices qué te molesta de verdad?
Teclis lo miró durante un largo momento. Dio la impresión de que no iba a
responder.
—Pronto nos harán la prueba —dijo al cabo, después de tragar con dificultad—.
¿Y si yo estoy maldito? ¿Qué, entonces?
Tyrion se dio cuenta de que su hermano tenía miedo, y entendía por qué. Deseaba
tanto ser mago, tener una vida, y eso podría negársele perfectamente según la decisión
de los sacerdotes del Santuario de Asuryan. Ellos ni siquiera tendrían que darle
muerte. Que lo enterraran sería igual de malo.
—Tú no estás maldito ——dijo Tyrion.
—Mírame. ¿Quién podría creer eso?
—Ser como eres tú significa tener mala suerte, no estar maldito.
—Deja que te diga algo, hermano. —La voz de Teclis bajó de volumen para que
sólo Tyrion pudiese oírlo—. Sé que estaba obrando mal cuando saqué ese libro de
hechizos de la biblioteca de Malene. Pero lo hice de todos modos. Y volvería a
hacerlo. Quiero tener el poder y me siento atraído hacia él, cuente lo que cueste. Si eso
no es un signo de la Maldición, ¿qué lo es?
Tyrion sonrió con frialdad.
—Entonces, déjame decirte algo, hermano. No me sentí horrorizado cuando maté
a Larien. Disfruté haciéndolo. Disfruté matando a otro elfo. ¿Qué dice eso de mí?
Se miraron el uno al otro en silencio durante un largo rato.
—Yo también habría disfrutado matándolo —dijo Teclis al fin—. Si tuviera la
capacidad necesaria.
—Yo la tengo, hermano, ésa es la diferencia. Y dudo mucho que Larien vaya a ser
el último elfo que mate.
—Ser un matador no es algo tan malo. En el mundo en que vivimos constituye un
talento útil.
—Creo que a mí me gusta demasiado.
Las palabras quedaron suspendidas en el aire durante mucho tiempo.

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* * *
Después de tres días y tres noches de navegación, una pequeña isla surgió del Mar
Interior, ante el barco. Parecía volcánica. Algunas de sus laderas estaban cubiertas de
palmeras y salpicadas de cuevas y terrazas. En el punto más alto de la isla se alzaba
una gran pirámide escalonada. Tenía que ser realmente enorme, pensó Tyrion, para
resultar visible desde semejante distancia.
A pesar de todo, de sus preocupaciones y sus temores por la seguridad de su
padre, Tyrion se alegraba de haber ido allí y haber visto aquello. Se trataba de uno de
los lugares más sagrados de todo el mundo élfico.
Era el lugar donde Aenarion había atravesado la Llama de Asuryan y se había
convertido en el Rey Fénix. Era el lugar donde, desde entonces, todos los Reyes Fénix,
desde Bel Shanaar hasta Finubar, habían ascendido al trono. Era el lugar donde
Malekith había llevado a cabo el fatal intento de arrebatarle el poder de los dioses a su
legítimo portador.
Podía decirse que la historia élfica comenzaba en aquel lugar. Antes de que
Aenarion los convirtiera en un pueblo guerrero, los elfos habían sido pacíficos
agricultores y pastores. Habían vivido en armonía con su tierra, en la eterna
primavera de su devoción hacia la Reina Eterna.
Después de que Aenarion atravesara la Llama, todo había cambiado. Aenarion les
había enseñado a los elfos cómo hacer la guerra, seguir a los reyes, luchar y
conquistar. Después de ese día se habían convertido en un pueblo diferente. Él había
transformado a los elfos a su imagen y semejanza, para convertirlos en lo que
necesitaban ser con el fin de sobrevivir. Los pacíficos agricultores ya no podían
sobrevivir en un mundo del que habían huido los dioses antiguos, y por el cual
desfilaban los maléficos poderes del Caos. Aenarion los había convertido en seres que
sí podrían hacerlo.
El barco continuó acercándose a la isla, que se hizo cada vez más enorme, hasta
entrar en un pequeño puerto. La entrada estaba flanqueada por estatuas de Reyes
Fénix. Imágenes de los dioses los observaban desde lo alto de los acantilados. La
tripulación hizo entrar el barco y lo amarró, y pronto Tyrion volvió a encontrarse en
tierra firme.
Una escolta de la Guardia Fénix, orgullosa con su uniforme distintivo, aguardaba
para recibirlos. El capitán del barco intercambió silenciosos saludos con el jefe
mediante lenguaje de signos, y al cabo de poco, los gemelos subían por un sendero
situado en un costado de la isla, en dirección al santuario, rodeados por veinte de sus
orgullosos guardianes.
Los pensamientos de Tyrion se vieron inevitablemente arrastrados hacia una de

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las razones por las que estaban allí.
N’Kari los estaba buscando a Teclis y a él. En cierto sentido, era como si les
dijeran que el propio Aenarion los había convocado a una audiencia. Una criatura
había salido directamente de dentro de los mitos más antiguos y entrado en el mundo
moderno con la intención de matarlos. Tyrion había soñado a menudo con participar
en aventuras como las que él y su gemelo habían leído de niños en los libros. Daba la
impresión de que sus sueños se habían hecho realidad.
No estaba precisamente asustado. Todo parecía demasiado extraño. Caminando
por las laderas de aquella isla antiquísima y pasando ante viñedos y jardines de flores
sobre los que brillaba el sol, la sola idea de que un demonio estuviera buscándolos a
los dos parecía una fantasía demencial. Los pájaros cantaban y enormes mariposas
casi tan grandes como los pájaros iban de seto en seto y de flor en flor. Aquél no era
un mundo en el que pudieran existir cosas como los demonios.
Sin embargo, el cerebro le decía lo contrario. ¿Por qué otra razón estaba allí? ¿Por
qué aquellos elfos armados hasta los dientes marchaban junto a él a paso regular?
¿Acaso esa isla en sí no era un lugar de leyendas y sueños? ¿No era un sitio en el cual
los dioses se ponían en contacto con el mundo y les hablaban a sus elegidos? Incluso
un elfo tan insensible a la mayoría de formas de magia como era Tyrion percibía que
aquél era un lugar místico. El poder cambiaba el entorno que los rodeaba. Podía
sentirlo igual que sentía la presencia de una fina neblina fresca en la piel en una
mañana invernal.
El propio Rey Fénix había ordenado que los protegiera un destacamento de
guardias, lo cual indicaba que al menos él se tomaba en serio la amenaza del demonio.
Y si lo hacía Finubar, ¿podían él y su hermano ser menos? No. El demonio andaba al
acecho por ahí fuera y pronto iría en su busca, y cuando lo hiciera, sería mejor que
Tyrion estuviera preparado, aunque no sabía muy bien cómo podía prepararse.
Y al día siguiente serían sometidos a la prueba. El Conservador de Secretos no era
lo único por lo que tenían que preocuparse. Daba la impresión de que, de un modo
súbito, su corta vida se había vuelto muy peligrosa.

* * *
El Templo de Asuryan se alzaba por encima de ellos. Las piedras que lo formaban
eran muy antiguas y desgastadas por los elementos, y estaban recubiertas por un
musgo de color ocre. Resultaba difícil determinar la verdadera escala de la
construcción. Parecía formar parte de los acantilados, una montaña que había sido
parcialmente esculpida por los constructores de tiempos remotos. Era como si los

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propios dioses la hubieran colocado allí.
Incluso él se daba cuenta de que había un poder contenido dentro de la
edificación. Era capaz de sentir la energía que palpitaba a través de la mismísima
piedra y estaba seguro de que su hermano, que era mucho más sensible a esas cosas
que él, la percibía con una claridad muy superior. Teclis la miraba como si estuviese
contemplando una maravilla natural: un paisaje de montaña, una playa perfecta, una
gloriosa puesta de sol. Su cara se había transformado como si tuviera ante sí algo
asombroso.
—En este lugar mora un dios —dijo.
—¿Qué te ha dado la primera pista? —preguntó Tyrion—. ¿Ha sido el hecho de
que se trata del Templo de Asuryan? ¿O ha sido algo más sutil como los símbolos
religiosos tallados en los acantilados? Tal vez haya sido el humo que asciende de la
Llama Sagrada y escapa por la parte superior del templo.
—Puedo ver arder la Llama a través del acantilado.
—¿Puedes ver a través de la roca?
—Tal vez la palabra «ver» no sea la más correcta. Puedo percibir su energía. Éste
es un lugar en el que un poder del Exterior toca nuestro mundo. Algo vasto, lento y
terriblemente antiguo.
En la voz de su hermano había una mezcla de sobrecogimiento y algo más. Tyrion
no podía determinar de qué se trataba. Volvió a mirar el templo.
—No parece haber sido construido por elfos, ¿verdad? —comentó.
—No tiene una arquitectura élfica típica, cierto —dijo Teclis—. El zigurat
recuerda las pautas arquitectónicas de las antiguas ciudades slann. Algunos creen que
fueron ellos los primeros que contactaron con Asuryan y les enseñaron su culto a los
elfos.
—Aenarion estuvo en este lugar —dijo Tyrion.
Era un pensamiento extraño; el primer Rey Fénix aún no había sido tocado por el
poder de Asuryan cuando contempló la construcción por primera vez. Habría podido
marcharse sin más, y en ese caso, la totalidad del curso de la historia habría sido
diferente. Nunca habría habido ningún Rey Fénix. Tal vez las fuerzas del Caos se
habrían tragado el mundo y no habría habido allí ningún Tyrion de pie,
contemplando el templo con asombro e inquietud en el corazón.
Reparó en que la Guardia Fénix les prestaba atención en ese momento. Estuvo
tentado de preguntarles en qué pensaban, pero sabía que no obtendría ninguna
respuesta. Aquellos guerreros habían hecho voto de silencio y él no conocía el
lenguaje de signos que usaban para comunicarse. Protegían misterios sagrados y se
decía que conocían su propia muerte.
—Malekith también estuvo aquí —comentó Teclis—. Intentó emular a su padre.
Intentó atravesar la Llama, pero fracasó y fue maldecido.

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Era propio de su hermano el concentrarse en el lado oscuro de las cosas, pensó
Tyrion. Pero Teclis tenía razón. El Rey Brujo de Naggaroth también había caminado
antaño por allí. Había continuado a partir de entonces, un desgraciado tullido
calcinado, retorcido por la experiencia. Y a pesar de todo eso, se había marchado.
Había sobrevivido durante mucho tiempo más que su poderoso padre.
—Todos los Reyes Fénix que alguna vez han sido coronados estuvieron de pie
cerca de donde estamos ahora nosotros. En esta pequeña isla se ha conformado una
gran parte de nuestra historia.
—Bueno, hermano, ahora se conformará nuestra propia historia. El curso de
nuestras vidas se decidirá aquí.

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VEINTISÉIS

Un sacerdote de Asuryan los esperaba a la entrada del amurallado complejo


templario. El Ojo de Asuryan que llevaba bordado en la sobrepelliz de sus ropones era
una copia de los símbolos que había incrustados en la muralla. A Tyrion le dio la
sensación de hallarse ante la mirada del dios.
Atravesaron una pequeña poterna y entraron en el recinto que rodeaba el
grandioso zigurat. A la fresca sombra de las sólidas murallas de piedra se erigían una
gran cantidad de estructuras de piedra más pequeñas que parecían montar guardia
para proteger la propia pirámide escalonada del templo.
El sacerdote los condujo a través de una serie de patios de armas.
Un detalle ominoso era que el templo estaba lleno de soldados elfos, guerreros de
las levas despachados con premura para reforzar la guarnición y que acampaban en
todos los patios de armas y espacios abiertos. Había centenares de ellos, y Tyrion
dedujo que en breve tenían que llegar más. Al parecer, el Rey Fénix estaba tomándose
muy en serio aquella amenaza.
Altos elfos de rostro severo, y ataviados con el uniforme de la Guardia Fénix se
movían por todas partes en aquel lugar. No decían nada y sólo se limitaban a mirar a
los gemelos con cautela, examinándolos por si representaban alguna amenaza, para
luego continuar su camino.
Llegaron a un pequeño refectorio donde les ofrecieron comida y luego los
acompañaron hasta unas celdas monásticas. Después del lujo del palacio de Mar
Esmeralda, el tamaño de las habitaciones y la escasez de mobiliario dejaron a Tyrion
conmocionado. De alguna manera, los camarotes pequeños habían resultado más
fáciles de aceptar a bordo de un barco.
—Suéltalo —dijo Teclis—. Veo que algo te está rondando por la cabeza.
—Este sitio es una fortaleza —replicó Tyrion—, pero aquí no hay suficientes
guerreros como para defenderla contra un enemigo poderoso de verdad. Es

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demasiado grande, y los guardias aún son demasiado pocos.
—Es un templo, no una fortaleza —lo contradijo Teclis—, lo cual podría explicar
eso. Y también está defendida por otros medios, hermano mío ciego a la magia.
—¿Cómo?
—Hay protecciones extremadamente antiguas y potentes tejidas dentro de las
murallas. Y aquí hay una presencia poderosa. No está exactamente encadenada, pero
si encerrada de alguna manera. Puedo percibirlo.
—¿Asuryan?
—Pues sí, porque es lo mismo que ha tocado a Finubar.
Tyrion sonrió.
—Aquí estamos. En el mismo lugar por el que una vez caminó Aenarion. ¿Quién
habría pensado esto hace una temporada?
—Ojalá fuese en circunstancias más felices —dijo Teclis—. Ojalá estuviéramos en
casa con nuestro padre.
—¿Qué podríamos hacer por él en caso de que llegara el demonio? —preguntó
Tyrion—. Él es hechicero. Puede cuidar de sí mismo.
—El demonio ha matado a otros hechiceros. Algunos de ellos muchísimo más
poderosos que nuestro padre.
—No hay nada que ni tú ni yo podamos hacer ahora al respecto, Teclis. Desearía
que lo hubiese, pero no es así.
—No me gusta nada que me persigan —dijo Teclis—. Mi intención es llegar a ser
lo bastante poderoso como para destruir a un demonio como N’Kari si alguna vez nos
molesta a mi o a los míos.
—No careces de ambición, hermano. Yo me conformaré con una buena espada,
nada demasiado ambicioso, digamos Colmillo Solar o la Espada de Khaine, y entonces
también podré hacer eso mismo.
—Calla, hermano, que ése no es un tema para bromear en este lugar, ni en este
momento.
—En ese caso, te daré las buenas —noches y me retiraré a mi celda. Mañana se
decidirán muchas cosas.
Al mirar por la ventana, Tyrion vio cómo las nubes pasaban a gran velocidad ante
la superficie de la luna. Daba toda la impresión de que se avecinaba una tormenta. Se
preguntó si aquello no sería un presagio.

* * *
N’Kari se encontraba de pie entre los escombros de otra población destruida,

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deleitándose con la sensación de miedo, desdicha y asco, así como con la adoración de
los miembros de su culto. Rió cuando los edificios que rodeaban la plaza central se
derrumbaron por fin en montículos carbonizados. Desde lejos le llegaba el ruido que
hacían sus seguidores al derrumbar las últimas estructuras que quedaban en pie y
reunir a los últimos supervivientes aterrorizados.
Había llegado el momento de pasar a la siguiente fase de su plan. Ya era lo
bastante fuerte como para negociar desde una posición de poder con aquellos que
necesitaba. Había reunido las víctimas de sacrificio suficientes como para comenzar el
ritual. Hasta ese momento, sus triunfos habían sido casi demasiado fáciles, pero iba a
atacar el Santuario de Asuryan, y para eso iba a necesitar aliados de enorme poder.
Miró a los cautivos reunidos, que deambulaban de un lado a otro como ovejas
encerradas en un corral. Tenían los ojos de aquellos que habían conocido la derrota y
la esclavitud, y que sabían que su suerte sólo iba a empeorar. N’Kari se aseguró de que
supieran eso asumiendo su verdadera forma de batalla. Eso no estaba sólo dedicado a
ellos. Había otros a los que iba a tener que impresionar más.
Con la zarpa de uno de sus cuatro brazos, N’Kari trazó en el suelo el símbolo de
Tzeentch, excavando canales con las garras que remataban los dedos. Para cuando
hubo concluido los sacrificios, los canales estaban llenos de sangre. Con una palabra
le prendió fuego a la sangre, y con otro giro de su magia hizo que el aroma atravesara
el agujero que el ritual había abierto en el tejido de la realidad, para descender a los
infiernos superiores.
Dejó que su espíritu flotara tras el olor, siguiendo extraños senderos que se
adentraban en los reinos del Caos, que eran su hogar natural. Por un momento se vio
casi abrumado por la nostalgia y consideró renunciar a su búsqueda de venganza para
regresar a aquella maleable realidad que respondería a todos sus perversos caprichos.
Era una tentación, y como servidor de Slaanesh se sentía casi obligado a ceder a ella,
pero se resistió, en particular porque aquél era un lugar en el que necesitaba estar muy
alerta.
El oscuro milagro de la sangre ardiente había atraído la atención de algo que en
aquel lugar era enorme y poderoso. N’Kari lo reconoció de inmediato como lo que
era, un viejo enemigo y un viejo aliado, un poderoso servidor del que Cambia las
Cosas, el dios demonio Tzeentch. Percibió la presencia de N’Kari y se acercó con
cautela, como si sospechara que era una trampa. Dadas las circunstancias, el
Conservador de Secretos no podía reprochárselo. Hizo los signos y gestos rituales que
entre los de su especie demostraban que deseaba una tregua y que había acudido con
ofrendas. El Señor del Cambio respondió del mismo modo, y al cabo de poco estaban
conversando.
Al final de las negociaciones, N’Kari quedó muy complacido con el resultado.
Había ganado un potente aliado y, a cambio, había renunciado a muy poco que

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tuviera importancia para él. Lo único que debía hacer era proporcionarle al Señor del
Cambio una vía de entrada a ese mundo y las almas de varias decenas de elfos para
devorar. Eso no le importaba nada, pues no eran sus almas.
Devolvió su espíritu a toda velocidad a la realidad mortal. Tenía que hacer otros
rituales, reunir otros poderosos aliados. Para cuando hubiera acabado tendría unas
fuerzas como no se habían visto desde los tiempos de Aenarion. Responderían a su
llamada. Acudirían a ese mundo. Matarían, mutilarían y destruirían, si no
exactamente para obedecer sus órdenes, al menos sí de acuerdo con sus planes.

* * *
—No hay ninguna necesidad de ponerse nervioso —dijo Teclis—. No van a encontrar
nada malo en ti.
—No estoy nervioso —replicó Tyrion. En realidad, su hermano parecía más
nervioso que él. Tyrion había aceptado el hecho de que iba a ser sometido a la prueba.
Cualesquiera que fuesen los resultados, los aceptaría.
Un acólito entró en la celda y mediante un gesto le indicó a Tyrion que lo siguiera.
Le hizo una reverencia al sacerdote y estrechó el brazo de Teclis al estilo de los
camaradas.
—¡Buena suerte! —dijo Teclis. Parecía muy joven y vulnerable, y Tyrion se dio
cuenta de que estaba asustado.
—Lo mismo digo —replicó él.
El sacerdote lo condujo hacia las profundidades del templo. Llegaron a una arcada
vigilada por guerreros de la Guardia Fénix, quienes hicieron un gesto para indicar que
el acólito no debía dar un paso más. Tyrion asintió con la cabeza y atravesó la arcada.
Otro sacerdote lo condujo a una sala donde se guardaban los ropones. Se llevaron sus
prendas de vestir. El sacerdote señaló hacia una piscina que era evidente que
alimentaba un burbujeante manantial caliente.
—Purifícate —dijo.
Tyrion se metió en el agua. Estaba caliente casi hasta el punto de resultar
desagradable y tenía un ligero hedor sulfuroso. Se aseó y salió de la piscina.
El sacerdote lo esperaba con un sencillo ropón con cinturón de tela que sostenía
sobre los brazos extendidos. Tyrion lo aceptó y se lo puso. Olía ligeramente a
incienso. Reparó en que había sido remendada una pequeña esquina de un puño.
El sacerdote lo condujo más al interior del templo. Poco a poco, los pasadizos que
descendían en pendiente dieron paso a los muros de una caverna. Se encontraba muy
por debajo de la superficie. El camino estaba alumbrado por antorchas. Pasó ante

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muros que tenían talladas gloriosas escenas de la vida de Aenarion. En una estaba
atravesando la Llama Sagrada. En otra derrotaba a hordas de monstruos del Caos.
Al adentrarse más en las cuevas, Tyrion se dio cuenta de que todo eso no había
sucedido lejos de allí. Tuvo la sensación de retroceder en el tiempo mientras
caminaba. Aquél era un lugar sagrado y el poder de los dioses se dejaba sentir con
intensidad en él.
Al fin, el sacerdote lo condujo al interior de una gran cueva que estaba situada
muy por debajo del zigurat, iluminada por llamas que se alzaban de repente,
rugiendo, del interior de un gran pozo. Enormes estatuas ocupaban nichos poblados
de sombras. A cada lado de la boca volcánica había un gran altar. Parecían los dos
extremos de un puente que se hubiera hundido. A Tyrion se le ocurrió que durante el
ritual de ascenso al trono, el Rey Fénix pasaría de uno de esos altares al otro. Aquél
era el santuario más profundo y sagrado de la isla. Estaba más cerca que nunca de la
presencia de un dios.
Allí aguardaba un grupo de elfos enmascarados, que le indicaron que debía
quitarse el ropón. Caminaron a su alrededor y lo inspeccionaron con minuciosidad.
—Ninguna imperfección —dijo uno.
—Ningún estigma del Caos —dijo otro.
—No hay contaminación visible —añadió un tercero.
Salmodiaron juntos. Un resplandor se reunió en torno a cada uno de ellos para
luego dirigirse hacia Tyrion al hacer efecto el hechizo. Sintió que lo atravesaban
zarcillos de poder mágico, lo cual percibió con su sensibilidad élfica, aunque no
supiera qué estaban haciendo.
—No hay contaminación en éste —declaró la primera figura enmascarada.
—No hay contaminación —confirmó la segunda.
—No hay contaminación —concluyó la tercera.
Las llamas ascendieron de repente y rugieron, y a Tyrion le pareció que, por un
momento, adoptaban la forma de una gigantesca figura ataviada con un ropón. Los
ojos de los sacerdotes relumbraron de pronto, reflejando las llamas que danzaban. Sus
voces se volvieron más claras, más nítidas y mucho menos élficas. Parecían colmadas
de una presencia trascendente que incluso Tyrion pudo percibir. Se preguntó si
estarían a punto de hacer el tipo de profecía de que le había hablado su padre.
—Éste portará las armas de un Rey Fénix —dijo el primero.
—Éste llevará la armadura de un Rey Fénix —declaró el segundo.
—Armas y también armadura —afirmó el tercero.
—Sal de este lugar y camina libremente, linaje de Aenarion —dijeron los tres al
unísono.
Las llamaradas disminuyeron. La percepción de la presencia divina se desvaneció.
—No estoy maldito —dijo Tyrion. Su voz sonó muy fuerte y torpe.

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—Todos los del linaje son portadores de la Maldición de Aenarion, aunque
solamente sea para transmitírsela a sus hijos. Tú no estás contaminado por el mal y el
Caos —explicó el segundo sacerdote.
Por la voz, Tyrion estaba seguro de que era una mujer. En ese momento parecía
cansada, y desde luego daba la impresión de ser mortal.
—Así es —confirmó el tercero.
—Eres puro a los ojos de Asuryan. Continúa y adéntrate en la luz de su llama —
dijo el primero.
Tyrion salió de allí y subió por una escalera. Fue a parar a una cornisa que miraba
al mar. La luz del sol parecía cegadora una vez acostumbrado a la oscuridad de las
cuevas. Las gaviotas se alejaron volando de él y fueron a posarse sobre una gran
barandilla de piedra.
Sonrió. Había superado la prueba. Viviría entre los elfos. Y llevaría las armas y la
armadura de un Rey Fénix, si los sacerdotes estaban en lo cierto.
¿Qué habían querido decir con eso? ¿Iba a ser Rey Fénix? ¿O sólo querían decir
que llevaría los pertrechos que le diera un Rey Fénix, y sería un León Blanco como
Korhien? En cualquier caso, no parecía un mal destino.
Se irguió un poco más, y entonces se dio cuenta de que ni siquiera había sentido la
carga de ser consciente del destino que pesaba sobre su alma, hasta que se la habían
quitado de encima. Rió en voz alta y dio una voltereta lateral sobre la cornisa. Se
sintió bastante seguro de que nunca antes había sido usada para ese propósito.
Alzó la mirada hacia el sol, y entonces se preguntó qué estaría sucediéndole a su
hermano allá abajo, en la oscuridad.

* * *
El viejo ropón remendado tenía un tacto áspero e incómodo sobre la piel de Teclis. El
aire era húmedo y bochornoso. Flotaba un hedor a azufre, sin duda procedente de los
manantiales volcánicos que se encontraban en las profundidades de aquel lugar. Los
relieves de las paredes eran ominosos, turbadoras escenas de la vida de Aenarion,
batallas, guerras y derramamientos de sangre.
Teclis se sentía como un prisionero al que obligaran a caminar por el pasillo de la
muerte hacia su propia ejecución. No le gustaba aquel lugar. No le gustaba la razón
por la que estaba allí. No le gustaba estar a tanta profundidad por debajo de la
superficie.
Se sentía como si tuviera que obligar al aire a entrar en sus débiles pulmones. Le
costaba respirar. Las paredes se le caían encima. El peso de la vieja tierra era enorme.

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Al mismo tiempo, era incómodamente consciente de que sólo sería necesario que
despertara a la vida el antiguo volcán que había debajo de aquella construcción para
que las paredes se le cayeran encima con total facilidad, o ascendiera la lava caliente
desde las profundidades para inundar aquellos pasadizos y lo quemara vivo. Sin
embargo, si los filósofos antiguos tenían razón, se dijo, eso no sucedería. El aliento
ponzoñoso del volcán lo mataría primero. No era un pensamiento tranquilizador.
Percibía los enormes flujos de energía mágica que lo rodeaban. Todo aquel lugar
era un nexo de enorme poder, de un tipo muy específico y sagrado. Aquel templo no
sólo estaba situado sobre una falla geológica en la corteza de la Tierra, sino sobre una
falla de la superficie del universo. El dios o entidad extradimensional, o lo que fuera
Asuryan, podía entrar allí en contacto con el mundo de los mortales.
Aenarion había efectuado su ascenso allí precisamente por una razón. Era el único
lugar del mundo donde podía ser investido con la bendición de Asuryan. Pensó que
en el mundo tenía que haber otros lugares como ése, donde otros Poderes podían
establecer contacto.
El Yunque de Vaul sería uno, lo cual explicaría por qué se habían hecho tantos
artefactos allí. Seguramente, los desiertos del Caos tendrían la misma función para los
dioses demonio. Debían de existir otros santuarios donde los dioses de los elfos, de los
humanos y de los enanos pudieran entrar en contacto con el mundo. Tenía que haber
maneras de poder alimentarse de esa energía mágica, si bien sólo un hechicero sería
capaz de hallar un modo de lograrlo.
Ese repentino pensamiento perspicaz sacó a Teclis de su ensimismamiento por un
instante y se llevó su temor e incertidumbre. Ojalá pudiese encontrar una manera de
hacerlo… Aunque era un pensamiento blasfemo, le vino a la mente de un modo
natural.
El miedo regresó, redoblado, cuando el sacerdote lo llevó al interior de una cueva
de iluminación mortecina donde aguardaban tres misteriosas figuras enmascaradas.
Sabía que había llegado al santuario mismo. Cuando las llamas saltaron del interior
del gran pozo central, se hicieron visibles las titánicas estatuas de los antiguos dioses
élficos. Volvieron a desvanecerse en las sombras cuando las llamas disminuyeron.
Una mirada bastó para darse cuenta de que los tres eran hechiceros de gran poder,
pero la presencia más potente con mucha diferencia moraba dentro del pozo que
estaba flanqueado por altares gemelos. Avanzó hacia los sacerdotes. Las manos de
éstos se movieron en lo que podría haber sido una bendición, pero su instinto le dijo
que era el comienzo de un hechizo de adivinación.
—Quítate el ropón —le dijo el primero.
Él lo hizo con lentitud, incómodo, consciente de lo débil y poco apto que su
cuerpo debía de parecerles. Tosió, a pesar de todos los esfuerzos que hizo para
evitarlo. No quería mostrar debilidad precisamente allí. Estaba seguro de que lo

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utilizarían contra él. Eran elfos, y los elfos eran así.
Los tres caminaron alrededor de él y lo inspeccionaron con minuciosidad. A él le
pareció percibir el desprecio y la burla de ellos. Necesitó de toda su fuerza de voluntad
para evitar cubrirse las partes íntimas con las manos.
—Ninguna imperfección —dijo uno—, pero está muy enfermo. Tiene los
músculos consumidos.
Teclis se sintió avergonzado. Supo que lo habían juzgado y hallado deficiente.
—Ningún estigma del Caos —dijo otro—. Podría no vivir. Tiene los pulmones
débiles.
Ese comentario le hizo enfadar. Era bien consciente de lo precario que era su
asidero en la vida. No necesitaba que aquellos tres se lo restregaran por la cara.
¿Quiénes eran ellos para juzgarlo?
Cabía suponer que estaban realmente muy bien cualificados para hacerlo, observó
la parte más calmada y sardónica de su mente. En caso contrario, no estarían allí.
—No hay contaminación visible —añadió el tercero—. No ha sido el Caos quien
lo ha hecho así. Si está maldito, es con mala salud.
Los tres se detuvieron para mirarse entre sí e iniciaron una conversación privada
como si él no estuviera presente.
—Es demasiado pronto para juzgar eso —dijo el primero.
—Estoy de acuerdo. En alguien como él, la contaminación no será visible. Será
espiritual y estará relacionada con el poder —dijo el segundo.
—Acepto la corrección —dijo el tercero—. Procedamos.
Los tres se pusieron a practicar un rito mágico de gran poder y sofisticación.
Teclis los observó con fascinación mientras urdían el hechizo. Era una magia
adivinatoria de pasmosa complejidad. Pudo seguir cada parte de la trama, aunque no
comprendió todas sus funciones.
Si hubiera albergado alguna duda sobre la pericia de aquellos hechiceros, la
habilidad con que hicieron aquel sortilegio la habría despejado. Era en parte
protección, para contener cualquier magia hostil que pudiera ser puesta en libertad, y
en parte un hechizo revelador, diseñado para inspeccionar su cuerpo y su alma en
busca de los efectos de la Maldición y de la contaminación del Caos.
El número de hechiceros presentes había sido cuidadosamente calculado. Ningún
mago podía resistir en solitario contra tres magos de semejante pericia. Aunque
estuviera contaminado, y se hubiese contaminado completamente, no había nada que
pudiera hacer allí contra los tres. Y él no era un hechicero instruido por completo,
sino sólo un elfo de dieciséis años con algunos jirones de conocimiento robado.
Sintió que el hechizo lo invadía, le recorría los nervios y los vasos sanguíneos,
tocando los chacras y las líneas espirituales. Sintió que dentro de su cuerpo, en
reacción, se alzaban diminutas llamaradas, como si se atizara el fuego de un horno.

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—Tiene el Arte —dijo el primero.
—Ha hecho magia —declaró el segundo.
—Interesante —comentó el tercero.
—Si sobrevive, éste va a ser realmente muy poderoso —afirmó el segundo.
—Tiene en su interior las semillas de la grandeza.
De repente, un enorme chorro de llamas se alzó de dentro del pozo como una
erupción. Gigantescas columnas de magma se unieron para adquirir la forma de una
enorme figura ataviada con ropones. Las llamas destellaron en los ojos de los
sacerdotes. Teclis vio las líneas de energía que los conectaban con la presencia en el
interior del pozo.
Se dio cuenta de que el hechizo no sólo había conectado a los magos y a su
persona, sino que había unido a los magos, al menos en parte, con el poder al que
estaba consagrado aquel santuario. Estaban recibiendo conocimiento de alguna parte
externa al espacio y tiempo normales.
—Él nos ve. Él percibe la presencia del dios —dijo el tercero.
—Sin duda poderoso —comentó el primero—. Y tal vez sabio.
—Éste se comunicará con fantasmas —declaró el tercero.
—Éste llevará una corona —afirmó el segundo. Era una mujer, pero su voz estaba
alterada, como si a través de ella hablara otra cosa—. Y un cetro.
—Y se enfrentará a los mayores demonios —añadió el primero, cuya voz era
exactamente igual a la de sus compañeros en ese momento.
—Y se erguirá en el centro de la creación.
—Y se enfrentará al Exterminador de Mundos.
—Y luchará contra su propio linaje —predijo el tercero.
—Contra su propio linaje —repitieron los tres a la vez al unísono, con una voz
terrible.
A continuación, los tres se desplomaron como marionetas a las que les hubieran
cortado los hilos, y el hechizo acabó de un modo brusco. El poder los abandonó de
repente, y su aspecto ya no fue tanto el de amenazadores hechiceros poderosos como
el de elfos ancianos con el alma cansada.
Todos se miraron entre sí como conmocionados, y Teclis se preguntó qué habrían
visto, qué visiones del futuro les habrían pasado por la mente. ¿Luchar contra su
propio linaje? ¿Querían decir que iba a luchar contra Tyrion? Sin duda, eso era
imposible. Eso no iba a hacerlo él. Quería exigirles respuestas, pero la parte de él que
era un hechicero ya sabía que no le responderían, y que no podía obligarlos a hacerlo.
—No hay contaminación en éste —declaró la primera figura enmascarada.
—No hay contaminación —declaró el segundo.
—No hay contaminación —concluyó el tercero.
—Sal de este lugar y camina libremente, linaje de Aenarion —dijeron los tres al

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unísono.
Débil y angustiado, Teclis subió cojeando por la escalera. Tardó mucho rato en
llegar a la cornisa de piedra y salir a la luz del día. El olor del mar asaltó su olfato y lo
hizo sentir mareado.
Tyrion estaba esperándolo. Empezó a latirle con fuerza el corazón. La cabeza
comenzó a darle vueltas.
—He pasado la prueba —dijo Teclis, y se desplomó.

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VEINTISIETE

A la luz de las dos lunas, a través de una cortina de lluvia torrencial, N’Kari
contempló el Santuario de Asuryan y se regodeó. El portal rieló al cerrarse detrás de
él, cuando el último de sus seguidores atravesó la resplandeciente superficie. Los
contornos del enorme zigurat, borrosos a causa de la niebla, eran visibles a través de
la oscuridad.
N’Kari estudió las murallas con unos ojos que veían más que la luz. Inspeccionó
los grandiosos patrones mágicos que se arremolinaban en torno al santuario. Allí
había potentes hechizos urdidos por grandes magos en los tiempos de la alta magia,
pero eran viejos. Había zonas en las cuales la interminable entropía del Tiempo los
había desgastado. Había lugares en los que habían desaparecido los focos físicos, y los
hechizos se habían desgastado hasta ser tan débiles que resultaban vulnerables.
Al mirarlos, veía las tramas mágicas superpuestas a su visión del mundo. Veía las
almas de su propio ejército, adoradores de color púrpura y de un enfermizo verde,
demonios de Khorne de brillante rojo sangre, demonios de Slaanesh de color lila y
verde lima. Veía las almas de color dorado solar de los defensores elfos.
El ejército que tenía sumaba ya millares, con montones de demonios. Tendrían
dificultades al pisar el suelo sagrado del interior del santuario. Su propia pureza haría
que les resultara difícil mantener la forma en el mundo material. De todos modos, a él
no le importaba eso. Servirían a su propósito de todas maneras. Él sabía que podía
mantener su propia forma incluso allí abajo. Aún estaba imbuido de la energía que
había robado del Vórtice.
Hizo un gesto con su gran zarpa. Sus seguidores respondieron. Palillos de hueso
golpearon tambores hechos con piel de elfo. Flautas talladas del fémur de doncellas
todavía vivas plañían terribles melodías. Trompetas de latón tocaban notas
disonantes. El tiempo tormentoso no molestaba a sus fuerzas, sino que, por el
contrario, se deleitaban con él.

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Iba a necesitar toda su magia y a todos sus seguidores para alcanzar su objetivo. El
Santuario de Asuryan era un lugar en el que algo afín a su naturaleza y sin embargo
opuesto a ella establecía contacto con este mundo para comunicarse con sus
seguidores, alimentarse de la adoración de éstos, tocar ese plano con su magia. Era un
poderoso enemigo.
Le opondría resistencia a cada paso que diera en cuanto entrara en su suelo
sagrado. Más concretamente, tenía la fuerza necesaria para enfrentarse a él, podía
causarle un tremendo dolor, desterrar a sus seguidores demoníacos, retorcer las
mentes y destruir los cuerpos de sus adoradores mortales. El centro de aquel lugar
estaba protegido por murallas de hechizos que harían que le resultara difícil hacer
magia hasta que no estuviera dentro de ellas.
Pero el santuario no carecía de puntos débiles. Las murallas de hechizos serían
inútiles sin guerreros que las protegieran. Las piedras en las que estaba alojada la
magia se podían derribar con un ariete, las podían pasar en tropel por encima, y había
una docena de maneras físicas de destruirlas. La destrucción del alojamiento físico
rompería los propios hechizos.
Antaño había habido suficientes elfos como para defender un lugar como aquél,
pero su número era menor ahora que en los tiempos de Aenarion. Había puntos
débiles en los que podía centrar sus ataques, obligando a los elfos a elegir entre luchar
en esos puntos para proteger las defensas exteriores y así derrochar una vida tras otra,
o retroceder hasta el Santuario Interior.
Cualquiera de esas dos opciones convenía a los propósitos de N’Kari. Si se
quedaban fuera, podría usar la magia con mayor facilidad contra ellos. Si se retiraban,
le concederían sin luchar el acceso a las defensas interiores.
Elrion alzó hacia N’Kari sus dementes ojos cargados de adoración. La ropa
empapada por la lluvia se le pegaba a la piel. A esas alturas era como un sabueso; vivía
sólo para obtener la aprobación de N’Kari. Sería divertido enseñarle a odiar, de modo
que adorara y se sintiera resentido al mismo tiempo. N’Kari resolvió hacerlo en
cuanto tuviera tiempo.
—Cuando dé la señal, ordena que avancen todas las fuerzas. Atacad los puntos en
que las murallas son más débiles. Arrastrad a los elfos al combate en cada uno de esos
puntos.
—Sí, amado señor.
—Devoraremos a esos elfos.
—Se celebrará el Banquete Oscuro.
Por la comisura de la boca de Elrion se deslizaron gotas de saliva que se
desvanecieron entre las gotas de lluvia que le recorrían la cara.

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* * *
Un trueno resonó en lo alto.
Teclis despertó de una pesadilla con la sensación de que sucedía algo terrible.
Recorrió con la mirada las toscas paredes de piedra de su pequeña celda. Parecían
cerrarse sobre él. Tyrion levantó la mirada del libro que estaba leyendo. Se encontraba
sentado cerca de la puerta, con las piernas cruzadas. Lo último que Teclis recordaba
era que le estaba hablando antes de desplomarse. Su hermano debía de haberlo
llevado de vuelta a la cama.
—Veo que ya te has despertado —dijo Tyrion—. Me alegro. Pensaba que no te
despertarías nunca.
—Sucede algo malo. ¿No lo notas? —preguntó Teclis.
Tyrion se puso serio.
—¿Si no noto qué?
—Hay algo muy poderoso y muy maligno que está muy cerca.
—¿El demonio? —preguntó Tyrion.
Comenzaron a sonar campanas de un modo estridente.
—Ya está aquí —asintió Teclis.
—Entonces vayamos a echar un vistazo —dijo Tyrion—. Hay una buena vista
desde lo alto del templo.
Teclis negó con la cabeza.
—No tengo la energía necesaria. Me quedaré aquí.
Tyrion se encogió de hombros y se marchó.

* * *
Se desplegaron estandartes con la runa de Slaanesh y el símbolo de N’Kari. Debajo de
ellos brincaban delirantes adoradores. Elfos enloquecidos por la lujuria se detenían
para robar un beso de diablesas que danzaban lascivamente. Las gárgolas alzaban el
vuelo a través de los brutales vientos. Berserkers mutantes corrían hacia las murallas
con cuerdas y garfios, así como con escaleras de mano hechas con huesos
mágicamente fusionados.
Las flechas oscurecían el cielo en respuesta, descendiendo como una lluvia de
muerte sobre la horda que avanzaba. Los mortíferos hechizos que llevaban en la punta
les permitían perforar la carne mágica de los demonios casi con la misma facilidad
con que atravesaban la armadura de los adoradores del Caos y la piel de los mutantes.

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Al parecer, en el interior quedaban más elfos vivos de lo que él había pensado, y los
magos habían logrado proteger de algún modo su esencia incluso de la visión mágica
de N’Kari.
«Bien —pensó N’Kari—. De esta manera será más estimulante. Le dará algo más
de interés al conflicto. La oposición me proporcionará un poco de placer».
Las cosas marchaban bien. La venganza sería suya muy pronto.

* * *
Los elfos estaban resultando ser problemáticos. Una tormenta de flechas había
descendido sobre los soldados de N’Kari, junto con una lluvia de hechizos. Sus
guerreros habían sido repelidos una y otra vez. Los grandes demonios de su séquito,
reacios a ser los primeros por si había una trampa, se mantenían apartados del ataque,
y los demonios menores no eran lo bastante poderosos como para pasar por encima
de las murallas sin ayuda. Era hora de adoptar otra táctica. Hizo retroceder al ejército
y ordenó el cese del ataque para darles a los enemigos una hora para descansar, para
dormir un poco, para soñar…
Inspiró profundamente y exhaló hasta vaciarse los pulmones, formando una nube
de perfume narcótico que casi dejó sin sentido a Elrion y los demás adoradores que lo
contemplaban con brillantes ojos enloquecidos. Extendió una de sus zarpas y trazó
runas en la tierra. Le indicó a una adoradora que debía inclinar la cabeza, y se la cortó
de un golpe limpio. Volvió a inhalar cuando el enorme chorro de sangre salió
propulsado al aire. Todo el líquido rojo se absorbió en el interior de su pecho, junto
con el ligero sabor del alma contaminada de la donante.
N’Kari conjuró su hechizo con rapidez, cambiando la sangre en su interior,
añadiéndole un poco de su esencia eterna, extrayendo fantasmas corruptos de los
inframundos del Caos. Añadió visiones de pecado de sus extensos recuerdos, y sueños
lujuriosos extraídos a lo largo de los siglos de las almas que había devorado.
Volvió a inspirar por la nariz, absorbiendo los vientos de la magia para añadir
poder al caldo brujo que exhaló por la boca. Un ejército de fantasmas emergió con su
aliento, doncellas y muchachos elfos hermosos, traslúcidos, que danzaban de manera
seductora.
Sus adoradores extendieron las manos e intentaron abrazarlos, pero N’Kari los
ahuyentó. Aquello no era para ellos. Los espectros estaban a medio formar, eran
maleables, reaccionaban a los sueños y caprichos. No quería que les dieran forma los
impulsos dementes de sus adoradores. Estaban destinados a otros seres. Tentarían a
los guardianes de la muralla.

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N’Kari disparó un chisporroteante rayo de energía hacia el punto más débil de la
muralla de hechizos. Aunque estaban debilitadas, las defensas continuaban siendo
poderosas. Se requería esfuerzo para abrir en ellas la más mínima grieta, pero esa
pequeña grieta era todo lo que necesitaba crear. Los espectros fluyeron a través de ella
como agua que se colara por un pequeño orificio abierto en el casco de un barco,
transportando consigo una carga de sueños, deseos y horror demencial.

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VEINTIOCHO

El cielo estaba oscurecido por nubarrones de tormenta. La lluvia era torrencial. Los
mismísimos cielos parecían enfurecidos. Los rayos hendían la noche.
Desde lo alto del templo, un Tyrion empapado contemplaba a la horda que se
lanzaba como una avalancha hacia ellos, iluminada por la repentina luz dura de los
rayos. Aquello no pintaba bien. La fuerza atacante era mucho más numerosa de lo que
nadie había imaginado jamás que sería, y había llegado mucho antes de lo que nadie
había esperado.
Tyrion no tenía miedo. Era sensatamente consciente de que existía una notable
posibilidad de que pudiera estar muerto antes de que acabara el día, pero eso no le
asustaba. Estaba fascinado. A sus pies había criaturas salidas de las leyendas,
demonios como no se habían visto desde la época de Aenarion.
Si lo que se contaba era cierto, la horda de atacantes que vociferaban y se lanzaban
contra las murallas estaba comandada por N’Kari, un ser que había comandado el
ataque contra Ulthuan en los albores del mundo y que se había enfrentado dos veces
con el propio Aenarion. Le pareció distinguir una figura monstruosa con cuatro
brazos que podría ser el Conservador de Secretos ordenando a los soldados que
avanzaran.
Había visto con sus propios ojos cómo un Señor del Cambio disparaba rayos de
energía caótica multicolor hacia los arqueros en lo alto de las murallas. Cómo su
magia atravesaba los encantamientos protectores y luego la carne de los defensores.
Sus triunfantes alaridos de velocirraptor resonaban por todo el campo de batalla, y su
sonido dejaba petrificados de miedo a los de voluntad más débil.
Le habría gustado que Teclis estuviera allí para ver aquello. Estaba seguro de que
su hermano se sentiría como mínimo tan fascinado como él por el espectáculo.
Tyrion no necesitaba el don de su hermano para saber que allí estaba actuando una
magia poderosa, tanto a favor de los elfos como de los demonios. Las armas de los

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elfos herían a seres infernales que, según las leyendas, deberían haber sido
invulnerables a ellas. Algo protegía a los defensores de muchos de los hechizos del
demonio. Estaba seguro de que los grandes demonios se quedaban atrás debido a la
presencia de algo que les inspiraba miedo, aunque no sabía durante cuánto tiempo
más continuarían así.
Los adoradores del demonio habían atacado durante toda la noche en oleadas, y
luego, al fin, cuando los defensores habían intentado descansar un poco, había llegado
aquella horrenda nube de brujería. Tyrion no sabía qué había sucedido dentro de ella,
pero los gritos de sufrimiento y deleite habían resonado por todo el campo de batalla,
y cuando la nube se había dispersado por fin, el suelo que rodeaba las murallas
exteriores había aparecido, sembrado por los cuerpos medio desnudos de soldados
elfos caídos desde lo alto. Los adoradores del Caos habían corrido hacia ellos en masa.
Simplemente no había suficientes elfos para defender el santuario de la fuerza que
lo atacaba. La rapidez con que había llegado un ataque tan descomunal había pillado a
los elfos con la guardia baja. Jamás habían imaginado que una fuerza como aquélla
pudiera poner el pie en el suelo consagrado de la isla sagrada con tanta rapidez.
Lo que había estado destinado a ser un refugio seguro para él y su hermano había
resultado ser una trampa mortal. No había manera de salir de la isla sin atravesar la
horda demoníaca. Tal vez no tardarían en llegar refuerzos, pero si no llegaban en gran
número, serían aniquilados gradualmente cuando intentaran salir del puerto.
A lo lejos sonaron cornetas de latón. Del cielo descendieron furias aladas que
cayeron sobre los defensores con terribles zarpas que los desgarraban. Allí abajo, los
elfos morían para protegerlos a él y al suelo consagrado del lugar más santo de todos.
Una parte de él quería saltar a la refriega y ayudarlos, pero eso no sería prudente. Si se
exponía sin necesidad, haría que la tarea de los defensores fuese más difícil, y tal vez
incluso dejaría en ridículo sus esfuerzos si llegaban a matarlo.
Lo más sensato que podía hacer era retirarse a las partes más profundas y
protegidas del santuario y rezar para que la batalla saliera bien. Ya sabía que no iba a
ser así. Veía con total claridad todo lo que en realidad iba a suceder. Los demonios
lograrían pasar más allá de los últimos defensores de la muralla exterior, y los
obligarían a retirarse.
Tyrion oyó unos pies que subían por la escalera que tenía detrás. De repente se
hizo visible la cogulla empapada de lluvia de un sacerdote de Asuryan. Estaba
jadeando, tenía el semblante pálido y era evidente que estaba asustado.
—Estás aquí, príncipe Tyrion —dijo—. Hemos estado buscándote por todas
partes. El abad me ha ordenado que te lleve al santuario interior. Allí estarás a salvo,
junto con tu hermano… si podéis estar a salvo en alguna parte. El dios os protegerá.
No parecía nada seguro de eso.

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* * *
Teclis sabía que la batalla iba mal. Para saberlo ni siquiera tenía que verles la cara a los
mensajeros que le llevaban al capitán los informes de los guerreros que vigilaban el
santuario interior. Las noticias habían sido malas desde que el sacerdote había ido a
buscarlo para llevarlo al sanctasanctórum situado en las profundidades del santuario.
Había unos cuantos guerreros heridos en las sombras proyectadas por el gran pozo de
fuego, además de veinte Guardias Fénix. Los guerreros parecían preocupados. Los
Guardias Fénix permanecían de pie, tan impasibles como las estatuas que los
rodeaban.
Teclis podía sentir que en el exterior del santuario había muchos demonios,
algunos de enorme poder, que se acercaban cada vez más. Sentía su presencia como
una sombra maligna que se proyectara sobre su corazón. Hacía que sintiera ganas de
aullar de terror. Sólo mediante una gran fuerza de voluntad podía evitar hacerlo.
Cuando los mortales se enfrentaban con demonios, los malignos solían contar con la
ventaja en poder, magia y ánimo. No tenían necesidad de temer por sus vidas
infinitas. Los mortales sí. La mera presencia de los demonios bastaba para garantizar
el terror.
Los demonios no eran las únicas entidades sobrenaturales que dejaban sentir su
presencia en aquel momento. Alzó la mirada hacia la grandiosa llama que ardía en el
centro de la estancia. Rugía como una ciudad incendiada. El calor que despedía era
enorme. En cualquier otro momento se habría sentido privilegiado por poder
presenciar aquella manifestación en el corazón más sagrado del pueblo elfo, la cámara
de la Llama de Asuryan.
Dentro del santuario, más que en ninguna otra parte en que hubiera estado, y más
que en ningún otro momento de su vida, era más consciente delos flujos de poder que
lo rodeaban. Percibía la presencia del dios, que salía del reino en que moraba
Asuryan, fuera cual fuese, y entraba en este mundo. Era visible por todas partes para
su visión de mago. El aire parecía inundado de centellantes chispas. La piel le
hormigueaba allá donde se la tocaban, y se le erizaba el pelo de la nuca.
Si extendía al exterior sus propios sentidos, en algún lugar infinitamente remoto,
y sin embargo tan cercano que casi podía tocarlo, estaba la presencia de Asuryan.
Encontrarse allí y ser mago era como nadar en aguas turbias mientras un leviatán
ascendía desde las profundidades. Sentía el acercamiento del dios como un masivo
desplazamiento de energía desde un mundo al otro.
Si hubiera alguna manera de extraer poder de la Llama Sagrada y usarlo como
arma, estaba seguro de que los demonios podrían ser derrotados. Los poderosos
magos de la antigüedad tal vez habrían logrado una hazaña semejante. Otros también

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habrían dominado el arte de doblegar la llama a su voluntad. Los sacerdotes que
protegían al Rey Fénix cuando la atravesaba tenían que conocer alguna manera de
lograrlo. Eso demostraba que los mortales podían hacerlo en la época del mundo en
que él vivía.
Por supuesto que ellos estaban dando forma a la energía de una manera por
completo distinta, o tal vez simplemente estaban protegiendo de ella a alguien más,
pero el pensamiento le dio esperanza. Podría haber una manera de usar el poder de la
Llama para salvarlos a él y a Tyrion, así como a los guerreros que intentaban
protegerlos con tanta valentía pero tan infructuosamente. Lo único que necesitaba era
descubrir cómo podía hacerse.
Elevó una plegaria para pedirle a Asuryan que lo guiara. Le pareció sentir un grito
de respuesta que llegaba desde algún lugar lejano. Algo que había ahí fuera iba a
ayudarlo, siempre y cuando lograr encontrar la manera de contactar con él y rezara
las plegarias con claridad.
Tyrion entró en la cámara con la ropa chorreando agua. Su hermano parecía
desgarrado entre la maravilla y la inquietud, pero no daba la impresión de estar
asustado. Esa ilimitada valentía dejó atónito a Teclis.
—¿Qué tal va? —preguntó Teclis.
—No va bien —replicó Tyrion—. Los sacerdotes no creen que vayan a poder
contener a nuestros atacantes durante mucho más tiempo. Preveo que dentro de poco
veremos al famoso N’Kari.
El tonto de su hermano ni siquiera parecía inquieto ante esa perspectiva.

* * *
Teclis se llevó a su gemelo a un lado. Ninguno de los soldados les prestaba la más
mínima atención. Tenían sus propias preocupaciones.
—Los guardias no van a poder detener a N’Kari —dijo.
Tyrion asintió con la cabeza. Ya había hecho su propia valoración de la situación,
y sin duda sería correcta, como sucedía con todos los asuntos militares.
—No hay nada que podamos hacer al respecto —dijo Tyrion—. Los consejeros del
Rey Fénix cometieron un error de cálculo. Aquí no estamos a salvo. Los refuerzos no
llegarán a tiempo. Tal vez no lo estaríamos en ninguna parte. ¿Quién iba a pensar que
nuestro enemigo iba a hacerse tan fuerte en tan poco tiempo?
—Los soldados no pueden detener al demonio, pero tal vez yo sí pueda.
Los ojos de Tyrion se abrieron con expresión de sorpresa ante las palabras de
Teclis. Ladeó la cabeza. Al menos no estaba manifestando una incredulidad absoluta

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ante el hecho de que un adolescente de dieciséis años apenas iniciado en el Arte
afirmara que podía hacer lo que un ejército asur y su contingente de hechiceros eran
incapaces de llevar a cabo.
—¿Cómo?
—Aquí tal vez pueda utilizar el poder del santuario.
—Eso parece sacrílego. Y también peligroso.
—Créeme que la idea no me gusta más que a ti, pero podría ser nuestra única
posibilidad. Pertenezco al linaje de Aenarion. Tal vez podría tocar el poder de la
Llama y sobrevivir, aunque otros no hayan podido.
—No estarás planeando atravesarla, ¿verdad? —Tyrion manifestó cierta alarma.
La última persona que había intentado hacerlo sin protección era Malekith, y su
suerte había sido espantosa. Y cuando lo hizo había sido un poderoso guerrero, no un
niño enfermizo.
—No. Mi plan es suplicarle ayuda. Tal vez el poder que hay detrás de la Llama
responda. Tal vez no. Si no lo hace, no habremos perdido nada más que nuestras
vidas, que ya están perdidas.
—¿Qué puedo hacer para ayudar?
Ésa era la parte que a Teclis no le gustaba ni pizca. Iba a tener que pedirle a su
gemelo que arriesgara la vida, tal vez incluso que se sacrificara para que su plan
pudiera funcionar.
—Si no he completado el hechizo para cuando el demonio llegue aquí, deberás
distraerlo durante tanto tiempo como puedas. Mantenlo alejado de mí a toda costa.
—Eso lo haría de todos modos —dijo Tyrion de inmediato.
Teclis miró a su gemelo con asombro y admiración. Siempre había sabido que
Tyrion era valiente, pero nunca se había dado cuenta de hasta qué punto lo era. No
formuló ninguna pregunta, no puso excusas, no recurrió a evasivas. Se mostró
dispuesto, al instante, a entrar en batalla, a entregar su vida si fuera necesario. Ni
siquiera parecía darse cuenta de lo valiente que era en realidad. En aquel momento,
Teclis habría querido decirle algo a su gemelo, pero sabía que estaba perdiendo
tiempo.
—Estate preparado —dijo, sabedor de que Tyrion entendería cómo se sentía.
Siempre era así.
Teclis escogió un lugar situado detrás del altar, junto al pozo de llamas, en el que
quedaría oculto a la vista desde la entrada. Inspiró profundamente y se concentró
tanto como pudo. No estaba sólo orando. Estaba haciendo magia de la mejor manera
que sabía. Atrajo del aire que lo rodeaba poder purificado por la Llama Sagrada y lo
tejió en una estructura que se ajustara a su propósito.
Creó un fino filamento de luz que podía extender al interior del pozo que
conectaba la Llama de este mundo con el ser conocido como Asuryan que estaba en el

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otro. En algunos sentidos, era un hechizo similar al que había usado con el espejo del
palacio de Mar Esmeralda, sólo que en lugar de un espejo estaba usando la Llama
como foco.
Con invisibles dedos mágicos, sondeó el rasgón del tejido de la realidad hasta
encontrar el punto en que estaba agujereado. Una vez hecho esto, empujó la línea de
energía a través de éste y la extendió hasta tan lejos como pudo.
Era como un pescador que echara el sedal en profundas aguas quieras. No sabía
muy bien qué respuesta iban a obtener sus esfuerzos, pero estaba seguro de que
Asuryan no podía sentirse complacido con el hecho de que su espacio sagrado fuese
invadido por sus enemigos ancestrales. Durante todos los milenios transcurridos
desde que los elfos conocían su existencia, Asuryan había odiado al Caos y batallado
contra él. Teclis mantuvo ese pensamiento firme en su mente. Era seguro que podía
obtener ayuda, con la sola condición de que pudiera llegar hasta ella.
Continuaba extendiendo la línea de energía, pero seguía sin establecer contacto.
La tensión aumentaba. Los mortales no estaban hechos para adentrarse demasiado en
aquel lugar. Eso podía sentirlo. Allí había un poder que sólo los más fuertes podían
esgrimir, y él estaba lejos de contarse entre los más fuertes.
Le daba vueltas la cabeza y se le contraía el estómago. Sentía que se debilitaba cada
vez más a medida que iba adentrándose en aquel mundo. Era posible que los
esfuerzos que estaba realizando drenaran todo atisbo de vida de su cuerpo. O podría
suceder algo todavía más terrible: le podrían arrebatar el alma del cuerpo, tras lo cual
huiría a las profundidades del pozo para no regresar nunca más.
Le pareció que se ahogaba. No podía respirar. Sentía el pecho como si estuvieran
aplastándoselo.
Recordó al pez volador que se ahogaba en el aire sobre la cubierta del Águila de
Lothern.
En ese momento supo que ése era él.
Iba a morir.

* * *
Dentro de las frías profundidades del santuario todo parecía estar en calma. Ningún
grito había atravesado hasta el momento las paredes de roca. Ningún paso
contaminado se había oído resonar en el interior. Tyrion sabía que era sólo cuestión
de tiempo. Sentía la espada pesada e inútil en la mano. Ansiaba estar fuera, en la
lucha, ayudando a repeler a los atacantes. La inactividad no le sentaba bien. Era un
luchador.

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Tranquilo, se dijo. El tiempo de las armas llegará muy pronto. Tendrás tu
oportunidad de combatir, y muy probablemente morirás por eso, en un lugar donde
nadie te verá caer y nadie recordará tu suerte.
Se le acercó uno de los Guardias Fénix. Su rostro era tan impasible como si
hubiera sido tallado en piedra. Miró a Tyrion, luego hacia la puerta, y asintió con la
cabeza. Tenía una expresión peculiar, como si reconociera algo. Cuadró los hombros
y dejó escapar un largo suspiro. Su rostro estaba en calma, como si se hubiera
reconciliado con algo.
De repente, Teclis chilló y sufrió un espasmo, como si tuviera un ataque. Una y
otra vez, repitió el nombre de Asuryan. Daba la impresión de que algo había salido
terriblemente mal. Tyrion corrió hacia su hermano, sintiéndose impotente, por
primera vez sin saber qué hacer.

* * *
N’Kari entró en el santuario. Detrás de él, la puerta estaba rota y yacían cadáveres por
todas partes. Se encontraba solo. Los otros demonios no avanzarían más, y los
mortales estaban distraídos con el saqueo y la rapiña. El aire crepitaba con energía
hostil. La luz de Asuryan era potente allí, pero no lo suficiente como para mantenerlo
apartado de su objetivo, no al estar tan saturado como estaba de energía robada del
Vórtice. Disfrutaba del hecho de poder usar el pleno poder de su forma de batalla.
Había pasado mucho tiempo desde la última vez que había dado rienda suelta a su
pasión por el combate. Lo único que lamentaba era que, incluso con el apoyo de su
dios, aquellos elfos apenas eran dignos de morir bajo sus zarpas.
Levantó su enorme espada con una sola mano y descargó un golpe con el que
cortó por la mitad a dos Guardias Fénix. Con la pinza decapitó el primer cuerpo
cortado por la mitad sólo para divertirse con la expresión de su cara. El cerebro
continuó vivo y pensando durante unos segundos, aún después de haber sido
separado del cuerpo.
Ante él había una escalera que descendía hacia las profundidades del templo.
Percibió la presencia de las presas allí abajo, donde el poder de Asuryan latía con más
fuerza. Allí, la presencia del dios antiguo estaba por todas partes. La Llama ardía con
intensidad, como si intentara ocultar en las sombras que creaba su luz a aquellos que
N’Kari buscaba.
Si le daban tiempo, incluso cabía la posibilidad de que se manifestara el propio
Asuryan para ocuparse de los intrusos. Ése sería un espectáculo digno de ver. Aunque
improbable. Eran necesarios largos rituales mágicos para captar la atención del dios.

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Los seres como Asuryan se movían y pensaban en escalas temporales diferentes alas
de sus marionetas élficas. El parpadeo de un dios podía ser toda la vida de un elfo.
N’Kari calculaba que con total facilidad podría haber acabado su trabajo allí antes de
que Asuryan se diese siquiera cuenta de que había una amenaza a la que era necesario
responder. A menos que se usara una magia muy potente que ya estaba fuera del
alcance de los altos elfos de esos tiempos.
Los elfos habían pensado que llevando a las presas hasta aquel lugar las quitarían
de su alcance. Disfrutaría demostrándoles lo inútiles que habían sido todos sus
esfuerzos. Una vez que hubiese hecho eso, pensó que consideraría la posibilidad de
acabar la tarea que había comenzado hacía cinco milenios, convertir Ulthuan en su
feudo personal.
Riendo de alegría, bañándose en la adoración de los elfos que lo miraban con
deseo incluso mientras los mataba, N’Kari comenzó a bajar los escalones que
conducían al sanctasanctórum del Santuario de Asuryan.

* * *
El contacto fue repentino y violento. Teclis percibió algo muy antiguo, intemporal y
terriblemente poderoso. Inspeccionó a Teclis como éste podría inspeccionar un
insecto. Aquella mente no era mortal. No guardaba ninguna semejanza con la
conciencia élfica. Funcionaba a un nivel totalmente distinto, uno que Teclis sabía que
no tenía ni la más remota posibilidad de comprender.
Sintió que la presencia estaba esperando algo, pero no tenía ni idea de qué
esperaba. Se concentró mentalmente en pedir ayuda, poder, auxilio contra el enemigo
mutuo. Respondió algo vasto y lento, pero no estaba seguro de que respondiera como
él quería que lo hiciera. Era demasiado ajeno e inmenso.
Entonces percibió algo más, una noción de reconocimiento que podría haber sido
una imagen, una runa, un nombre. Aenarion. Fuera lo que fuera, sabía que Teclis
estaba relacionado con el Rey Fénix. Tenía que ser por su sangre. O quizá lo
recordaba de cuando había pasado la prueba. Ahora tenía que hacer que el ser
entendiera que necesitaba su ayuda, así como el tipo de ayuda que precisaba.
Visualizó los demonios. Visualizó el santuario. Visualizó lo que estaba sucediendo
a su alrededor. No sucedió nada. Tal vez el ser que los elfos conocían como Asuryan
actuaba en una escala temporal tan enorme que tardaría horas en responder. Todos
los rituales relacionados con la comunicación con él requerían tiempo y eran
oficiados por elfos que eran sus sacerdotes, por lo que cabía suponer que ya habían
establecido algún tipo de vínculo con la entidad. Teclis nunca lo había hecho. Quizá

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todos sus esfuerzos serían en vano. Sintió que el contacto se perdía e intentó
restablecerlo con desesperación.
Una chispa de enorme poder pasó a su interior causándole un dolor tan fuerte que
estuvo a punto de desmayarse. Sabía que si aquello continuaba, la potencia de la
magia lo mataría. Asuryan estaba intentando ayudar, pero parecía no darse cuenta de
que su colosal fuerza podía ser excesiva para aquél a quien trataba de ayudar. Volvió a
pensar en el momento en que había recogido el pez volador. Nunca se le había
ocurrido siquiera preguntarse qué le había sucedido. ¿Le habría aplastado las
branquias con los dedos y lo habría matado al intentar salvarlo? ¿Eso sería lo que le
sucedería a él en ese momento?

* * *
Los alaridos de los moribundos y los espantosos rugidos de su asesino eran ya
audibles incluso a través de las gruesas paredes del santuario. Resonaban por los
pasadizos como notas dentro del tubo de una trompeta. Tyrion esperaba, relajando
los músculos, respirando en profundidad y dejando que la tensión saliera de su
cuerpo. Miró hacia la sombra del gran altar.
Teclis tenía el semblante pálido, y Tyrion sentía el miedo y el dolor de su gemelo.
El eco distante de esas sensaciones le revolvía el estómago y le contraía los músculos.
Teclis tenía la frente fruncida en intensa concentración y los ojos fijos en la distancia,
como si mirara cosas remotas que los demás no podían ver. Había dejado de agitarse
y parecía haber recuperado un cierto control sobre sí mismo.
Imágenes de lo que podría estar sucediendo en el exterior se colaron en la mente
de Tyrion. Visualizó elfos desgarrados en pedazos por demonios voraces, y las hordas
del Caos arrasando el santuario más sagrado de los elfos.
Se dio cuenta de que no tenía miedo. Estaba airado. Lo encolerizaba la
profanación de aquel lugar santo, y la amenaza para la vida de su hermano, y los
extraños giros del destino que lo habían llevado a morir en aquel lugar.
«La ira y el miedo son las dos caras de una misma moneda —se dijo—. Las dos
pueden hacer que te maten.» Se obligó a respirar profundamente, a mantener la
calma. Aquél no era un momento en el que pudiera permitirse cometer ningún error
causado por las emociones. Vio que uno de los soldados heridos lo contemplaba con
algo parecido a la admiración.
—Me asombra que puedas permanecer tan sereno, príncipe Tyrion —dijo. El
esfuerzo que tenía que hacer para mantener firme la voz se evidenciaba en el modo de
hablar. Cuando pronunció el nombre de Tyrion, la voz estuvo a punto de quebrársele.

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—Estamos bajo la protección de Asuryan —dijo Tyrion, haciendo un gesto hacia
una de las enormes estatuas. Recordaba cómo la dama Malene, la capitana Joyelle y
los oficiales del Águila de Lothern se habían mantenido firmes en la cubierta, durante
la tormenta, para transmitir confianza a la tripulación.
—Tu fe es estimulante —dijo el soldado, con sólo el más leve rastro de ironía. Lo
que obviamente quería decir pero no se atrevía a hacerlo en aquel lugar sagrado y al
alcance auditivo de sus camaradas era que no compartía la fe de Tyrion.
Tyrion le sonrió, y el soldado cuadró los hombros y sujetó el arma con más fuerza.
Como Tyrion había sospechado, no estaba dispuesto a mostrarse menos valeroso que
un adolescente de dieciséis años que no había sido puesto a prueba. Tyrion apartó la
mirada. Se alegraba de haberse ocupado de resolver las dudas del soldado, pues lo
habían distraído de sus propios pensamientos oscuros. Sintió que la cólera titánica
volvía a aumentarle dentro del pecho, una ira que podría consumirlo si la dejaba, el
tipo de enfurecimiento que tal vez había sentido su ancestro Aenarion al enfrentarse
con las hordas del Caos.
«¿Es así como se manifiesta la Maldición en mí? —pensó—. ¿Soy hijo de la ira,
como esos elfos que siguieron a Aenarion en los oscuros días posteriores a la pérdida
de su esposa y sus hijos? ¿Se debe a eso que pueda matar sin sentir remordimientos?
¿Soy un elegido de Khaine en ese sentido?»
Sabía que podría no vivir para descubrirlo. El jefe de los Guardias Fénix que
quedaban les hizo un gesto a los guerreros presentes. Tanto ellos como los heridos
fueron a situarse entre los gemelos y cualquier cosa que intentara llegar hasta ellos.
Tyrion sabía que no tenían la más remota posibilidad de lograrlo, pero de todos
modos le conmovió su valentía.
Algo enorme bramó al otro lado de la puerta.
—Lo que vayas a hacer, hazlo pronto —le dijo Tyrion a su gemelo.
Teclis tenía los ojos fijos en el techo, sin ver.

* * *
La gran puerta de madera del sanctasanctórum se hizo añicos. En la entrada apareció
una forma de cuatro brazos que blandía un espadón enorme con una extremidad
extrañamente delicada. Una pinza descomunal chasqueaba al final de otra. Con los
dos brazos restantes tejía potentes hechizos. Los últimos veinte miembros de la
Guardia Fénix se encararon con él.
Tyrion se preguntó si quedaría alguien de la orden después de aquella batalla. Se
decía que a cada uno de los Guardias Fénix se le concedía el conocimiento de su

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propia muerte durante los intrincados rituales que se oficiaban cuando ascendían a la
condición de miembros. Se preguntó si los orgullosos guerreros que lo rodeaban
habían sabido siempre que llegaría ese momento.
Estudió sus rostros. Todos eran severos. Ninguno manifestaba miedo, ni siquiera
ante el horror que tenían delante. Tyrion se volvió a mirar a N’Kari. En todo
momento había sabido que el demonio iba a ser descomunal, pero lo que no había
concebido era lo extrañamente hermoso que sería. No era que la forma de la criatura
fuese bella, sino más bien que se movía con la flexible gracilidad de una bailarina y los
atractivos y seductores movimientos de una cortesana de clase alta. Debería parecer
obsceno, y así era, pero al mismo tiempo resultaba fascinante.
Magia, se dijo. El aura del demonio estaba influyendo en él. Sacudió la cabeza, y le
sorprendió lo fácil que era librarse del hechizo que hacía que incluso los Guardias
Fénix de voluntad de acero se quedaran quietos y callados ante el monstruo, como
conejos ante una serpiente.
Durante un momento que pareció prolongarse una eternidad, todos
permanecieron quietos, aparentemente petrificados. Entonces, el primer Guardia
Fénix saltó hacia delante para golpear al monstruo. N’Kari lo esquivó y cortó al elfo
en dos con su golpe de retorno. Silenciosos como gatos al acecho, los restantes
guerreros elfos se lanzaron a la refriega.

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VEINTINUEVE

«Voy a morir.»
Esa revelación se estrelló contra el cerebro de Tyrion con absoluta certeza
mientras observaba cómo N’Kari partía a uno de los Guardias Fénix en dos con la
pinza. No había manera de que pudiera sobrevivir a aquello. Simplemente, él no era
rival para el demonio, por debilitado que estuviera éste a causa de la mágica radiación
de la Llama de Asuryan.
«Voy a morir.»
N’Kari llamó haciendo un gesto con la mano, y algunos de los soldados heridos se
humillaron ante él. El demonio saltó hacia delante y caminó por la espalda de sus
nuevos adoradores, desgarrándoles la carne y destrozándoles los huesos con cada
paso de sus pies rematados en garras.
Tyrion no tenía miedo. No estaba airado. Simplemente estaba conmocionado por
la futilidad de cualquier acto que pudiera llevar a cabo. Sabía que, en parte, eso era
una reacción a los vapores narcóticos que emitía el demonio y, en parte, era su propia
mente que reaccionaba a la desesperanzada situación.
«Voy a morir.»
Los restantes Guardias Fénix se lanzaron al encuentro del demonio. La espada de
éste segó sus vidas como si fueran trigo. Rió con una burla que destrozaba el alma. La
sangre y los sesos lo salpicaron todo, incluida la cara de Tyrion. Con calma, se los
limpió para poder ver.
Todo aquello era sólo información. Su muerte era una de las reglas de aquel juego.
Aun aceptando que eso fuera verdad, podría ganar. La meta era distraer al demonio
hasta que Teclis completara su hechizo. Ya sólo se trataba de una cuestión de táctica.
«Voy a morir.»
El demonio hizo otro gesto. Un rayo policromo saltó de su zarpa extendida.
Golpeó a uno de los defensores y le consumió la carne mientras éste gemía de lo que

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podría haber sido dolor o éxtasis. El destello del rayo bañó las enormes estatuas del
dios antiguo con una dura iluminación blasfema.
N’Kari era enorme, muy rápido y tremendamente fuerte. Su pinza era capaz de
partir en dos a un guerrero elfo completamente acorazado con tan poco esfuerzo
como el que necesitaría una costurera para cortar un hilo. Podía disparar rayos
mágicos contra sus objetivos. Era prácticamente invulnerable a las armas mortales.
«Voy a morir»
Las hojas de las espadas se hacían añicos contra los flancos de N’Kari, o lograban
atravesarle la carne, aunque ésta se iba cerrando a su paso. Lo que fuera que protegía
al demonio parecía aleatorio, pero resultaba efectivo.
La invulnerabilidad no importaba. El objetivo de Tyrion no era matar al demonio,
sino sólo hacerlo perder el tiempo. Atraer su atención. Su tarea era mantenerse con
vida durante tanto tiempo como le fuera posible. Retener la atención de N’Kari.
Salvaguardar la vida de Teclis hasta que pudiera conjurar el hechizo. Si es que podía
conjurarlo.
«Voy a morir.»
Los defensores lastimosamente escasos que quedaban se lanzaron hacia el
demonio, que saltó a su encuentro y los hizo pedazos.
El tiempo pasaba. Cada segundo que transcurría sin que él hiciera nada era un
segundo que llevaba a N’Kari más cerca de la victoria, y a Tyrion más cerca de la
derrota. Sería necesario que actuara pronto, si es que iba a actuar. Alzó la espada con
la mano firme. Pensó en desperdiciar un instante para volverse hacia Teclis y
saludarlo con la otra mano, pero eso sólo lograría atraer la atención de N’Kari hacia la
persona de la que intentaba desviarla.
«Voy a morir.»
Sonrió. Nunca había esperado vivir eternamente. Su vida iba a resultar ser
muchísimo más corta de lo que él habría deseado.
¿Por qué vacilaba?
Había cosas que aún quería hacer y que jamás tendría ocasión de hacer, y una vez
que empezara, eso sería una certeza. No importaba. De todos modos, ya era
demasiado tarde para eso.
—Enfréntate conmigo, demonio, y reúnete con tu señor —gritó Tyrion. Su voz
era tan firme como su mano.

* * *
Teclis sintió el estremecimiento eléctrico del contacto con la presencia del dios. El

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conocimiento entró como un torrente en su cabeza para mostrarle dónde debía poner
las manos, cómo mover los dedos, qué palabras decir. Hizo lo que le indicaban,
dominando el poder y conformándolo en un arma que sabía que resultaría dañina
para el demonio.
Se movió según las pautas que le mostraron, dijo las palabras que le dictaron,
adaptó la mente a las inflexiones hechiceras que le habían enseñado. El poder fluyó
hacia su interior como vino vertido en una copa. Lo emocionaba y le causaba dolor.
Su vida y su alma se hallaban en peligro, dado que las formas mortales no estaban
destinadas a actuar como conductores del poder divino. Estaba lleno de tanta energía
mágica que cualquier elfo que no fuera hechicero se habría carbonizado ya. Se
preguntó cuánto podría soportar. Sabía que iba a tener que ser muchísimo más si
quería tener alguna posibilidad de herir al demonio.

* * *
La voz era la misma, pensó N’Kari. Se detuvo por un momento, con algo que era casi
conmoción. La cara era la misma. Habría podido pertenecer al propio Aenarion,
aunque a un Aenarion más joven, menos severo, menos maltratado por el paso del
tiempo. El olor era el mismo, carne de su carne. El espíritu era casi el mismo. No
brillaba con tanta fuerza. No ardía con la Llama de Asuryan. No estaba corrompido
por la Espada de Khaine. No estaba amortecido por la sombra de aquella espada que
todo lo devoraba.
Y lo más pasmoso era que no tenía miedo. Aún no había aprendido el significado
del miedo como lo había hecho Aenarion, a quien se le había notado incluso cuando
mantenía más controlados sus miedos.
Aquél era un auténtico bocado brillante y tierno que ofrecerle a Slaanesh. El
espíritu brillaba con fuerza, pero no era el único miembro del linaje de Aenarion que
detectaba N’Kari. Había otro cerca. Era igual. Ése ya le serviría. Le proporcionaría a
N’Kari el grandioso placer de enseñarle a aquel estúpido mortal el significado de la
palabra terror antes de matarlo.
Lo torturaría como un gato tortura a un ratón.
Avanzó de un salto, con la intención de caer justo delante de él. El elfo era rápido
de verdad. N’Kari no había tenido intención de hacerle nada más que un arañazo,
pero el elfo ya se había marchado. Un pinchacito que sintió en el costado izquierdo,
cerca del lugar en que un elfo tendría el corazón, le indicó que el oponente incluso
había tenido la temeridad de devolverle el ataque.
N’Kari sonrió. Aquello podría resultar ser aún más divertido de lo que había

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esperado.
—Empezaré por los dedos de las manos y de los pies —dijo—. Te los cortaré con
tanta delicadeza que al principio ni siquiera los echarás en falta.
La espada se movió a toda velocidad hacia sus ojos. Le provocó un escozor, pero
no le hizo realmente daño. Sólo le afectó la visión un instante, hasta que se le pasó.
N’Kari volvió a atacar, esta vez más veloz, seguro de que en esa ocasión daría en el
blanco. El elfo ya no estaba en el sitio hacia el que había dirigido el golpe. Una vez
más lo había esquivado a una velocidad mucho mayor de la que había previsto
N’Kari.
—Pensaba que había que temer a los demonios —dijo el elfo de la espada—. Tú ni
siquiera puedes golpearme.
Sin embargo, ya estaba retrocediendo como si sintiera que en el siguiente intento
N’Kari iba a descargar toda su furia. Por tentador que le resultara, N’Kari se resistió a
hacerlo. Volvió a golpear, y al principio pensó que había acertado en el objetivo, pero
luego se dio cuenta de que su pinza sólo había golpeado el arma del elfo. No era
exactamente una parada. Era imposible que el elfo tuviera la fuerza necesaria como
para contener o desviar el golpe de N’Kari. Sólo había logrado esquivarlo.
El demonio pensó que sólo era cuestión de tiempo. Ningún mortal podía
derrotarlo.

* * *
Tyrion se apartó a toda velocidad. N’Kari era rápido, más que cualquier ser con el que
Tyrion se hubiese enfrentado jamás, y percibió que el demonio ni siquiera se
esforzaba. Estaba envalentonado. Sabía que iba a vencer y que tenía tiempo.
De cerca, la criatura resultaba pavorosa. Era mucho más grande que él. Tenía la
piel acorazada. La gigantesca pinza parecía demasiado pesada incluso para su brazo
de poderosa musculatura, pero resultaba no serlo. El olor del demonio era raro,
almizcleño y especiado, y extrañamente turbador. Un sudor o alguna otra secreción
aromática le hacía brillar la armadura.
Eso no podía ser. La carne suda. Las armaduras no lo hacen.
Apartó a un lado el pensamiento por considerarlo una distracción, y dirigió un
tajo hacia el lugar en que se unían piel y armadura, un punto que habría sido
vulnerable en cualquier ser viviente. Se agachó para evitar un barrido de pinza de una
velocidad cegadora y contraatacó con la espada. Le hizo un corte al demonio en el
lugar al que había dirigido el golpe, pero la carne se cerró detrás de la hoja casi en el
momento en que era hendida.

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N’Kari volvió a atacar con un golpe bajo, con la intención de desjarretar a Tyrion,
que al saltar hacia delante sintió el viento provocado por el aire que se desplazaba por
debajo de él y continuaba a toda velocidad hacia un lado. Cayó al suelo rodando, dejó
que el impulso lo llevara hasta ponerse de pie y se volvió para encararse otra vez con
su enemigo. N’Kari ya tendía las manos hacia él.
Tyrion se alegraba de haber entrado en aquella lucha sin hacerse ninguna ilusión
con respecto a sus probabilidades de supervivencia. En caso contrario, habría sido
muy desmoralizador descubrir lo rápido y fuerte que era realmente el demonio. Lo
superaba totalmente. Comenzaba a hacerse una idea de lo fuerte que había sido
Aenarion. Había triunfado sobre esa criatura y sobre otras igual de poderosas que ella.
«Desmoralizador —pensó—. Eso se queda corto.» Por algún motivo, ese
pensamiento le hizo reír.
Su risa ofendió al demonio, que bramó presa de una furia incoherente y luego
habló con una voz sorprendentemente hermosa:
—Ríe cuanto quieras, linaje de Aenarion. El último que ría seré yo.
Tyrion no lo dudaba. Continuó luchando. Puede que no tuviera ninguna
esperanza de vencer, pero sí que tenía un objetivo que, al parecer, estaba logrando.
Dirigió otro golpe a los ojos del demonio. Esta vez el monstruo lo esperaba, y su
respuesta fue tan veloz que pilló a Tyrion por sorpresa. Se agachó justo a tiempo. La
pinza se cerró de golpe en el preciso lugar que había ocupado su cabeza. Al principio
pensó que N’Kari trataba de decapitarlo, pero luego se dio cuenta de que intentaba
atraparlo. Si N’Kari lo lograba, Tyrion sabía que lo iba a pasar muy mal.

* * *
Teclis se quemaba. Estaba seguro de que su carne estaba carbonizándose y
convirtiéndose en ceniza, pero cuando se la miró, la tenía intacta. Su mano
relumbraba con una extraña luz blanca. El aura radiaba del interior de su cuerpo. Su
visión había cambiado. Lo veía todo envuelto en auras de trémulo resplandor.
Tyrion resplandecía dorado y brillante como el sol, intrépido e impertérrito,
luchando serena y metódicamente contra un oponente al que no podía tener
esperanza de vencer, sólo para darle una oportunidad a Teclis.
N’Kari relumbraba en un lascivo tono púrpura y verde enfermizo, e irradiaba
colores que no podían describirse con palabras de ningún idioma mortal. El aura del
demonio era extraña. En cierto sentido se parecía a una visión móvil del gran pozo de
poder del interior del santuario. De algún modo, su forma se extendía fuera de ese
mundo, pero a la vez estaba conectada a él. Era como si la criatura llamada N’Kari no

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fuese más que un títere enfundado en una zarpa que un ser mucho más descomunal
había metido a través de los muros de la realidad.
Comprendió que los demonios eran eso. Los seres poderosos que pensamos que
vemos y contra los que hemos sido lo bastante vanidosos como para imaginar que
luchábamos no eran los demonios mismos, sino meras fracciones de vastas entidades
cósmicas, creaciones hechas con una diminuta porción del poder de éstas y enviadas
al mundo para que cumplan con la voluntad de su creador.
No tenía ni idea de por qué sucedía eso; él era como un insecto que intentara
imaginar las motivaciones de un elfo. Aquellas entidades actuaban conforme a un
orden de inteligencia diferente, en una escala de realidad distinta. Era un pensamiento
humillante, pero en ese momento no era útil.
Por poderoso que fuera el demonio, Teclis tenía que cortarle el contacto con esa
realidad, cercenar el vínculo que lo unía a su creador extradimensional. Si podía
lograr eso, se podría rajar, romper y matar al cuerpo mortal que quedara.
Se concentró en la energía que estaba inundando cada célula de su cuerpo para
darle forma de arma. Al hacerlo, cada nervio le ardió de dolor. Su débil corazón se
aceleró. El aire que le llenaba los pulmones quemaba. Le disparó un rayo de energía a
su enemigo.

* * *
N’Kari decidió que aquella batallita ya había durado bastante. Había disfrutado
jugando con su enemigo, pero ya era hora de comenzar con el verdadero objetivo de
la experiencia. Allí tenía un alma poderosa que ofrecer a Slaanesh, una que le habría
proporcionado gran placer corromperla en las sendas del dolor y el placer, haciendo
que lo amara y adorara antes de ofrecerle el vociferante espíritu a su dios demonio
patrón.
Era una lástima que no tuviera tiempo para eso. La presencia del maldito Asuryan
hacía que cada vez le resultara más difícil mantener su forma en aquella realidad, y de
algún modo esa presencia estaba aumentando.
Allí había presente otro descendiente de Aenarion y él tendría que matarlo antes
de que el dolor se hiciera demasiado intenso como para soportarlo. «De estas
pequeñas pruebas está hecha la vida», pensó, y se echó a reír.
Se lanzó hacia delante con todas sus fuerzas y atrapó al elfo en el preciso momento
en que intentaba alejarse de un salto. Un momento más tarde, la pinza de N’Kari
estaba a ambos lados del cuello del elfo. El guerrero alzó hacia él una mirada
desafiante que resultaba graciosa, y luego le escupió a N’Kari en un ojo.

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—Grandioso y amoroso Slaanesh, te presento esta alma como ofrenda para ti —
dijo N’Kari mientras arremolinaba a su alrededor las corrientes de la magia con su
mente. El poder le hizo estremecer. Experimentó una inmensa sensación de
satisfacción. Su venganza estaba a punto de completarse.
Lo único que tenía que hacer era cerrar la pinza y retorcer, y otro descendiente del
maldito Aenarion habría desaparecido. Se detuvo por un momento para disfrutar de
la dulce satisfacción de la victoria. A fin de cuentas, ese día sólo iba a tener una
oportunidad más para disfrutar de tan delirante sensación.
Haría que esa última ofrenda dedicada a su dios fuese especial, decidió, algo tan
depravado e inenarrable que los elfos lo recordarían durante los pocos y míseros
siglos que le quedaban de existencia a su raza. Sí, pensó, la venganza sería realmente
extática.
Una ola de fuego se estrelló contra él y lanzó un alarido de dolor. Su pinza se abrió
a causa de un espasmo muscular. El elfo cayó al suelo.

* * *
El poder de Asuryan relumbraba a través de Teclis. Restallaba cual rayo, quemaba
como fuego volcánico. Golpeó a N’Kari como un maremoto. El bramido de angustia
del demonio fue ensordecedor. Su caparazón se rajó y ennegreció, de él manó pus de
un color púrpura verdoso y se consumió.
N’Kari volvió sus ojos como gemas hacia Teclis y le hizo un gesto lascivo para
atraerlo, usando algún tipo de hechizo de compulsión y seducción. Inundado como
estaba del poder de Asuryan, el encantamiento apenas lo tocó.
Dos llamaradas de poder gemelas emergieron de sus manos. El demonio aulló y
ardió, pero continuó vivo. Avanzó hacia Teclis, empujando contra el fuego como un
hombre que se esfuerza por remontar un río de fuerte corriente. La grandiosa pinza
chasqueaba de un modo amenazador. Era evidente que intentaba hacer mediante la
fuerza física lo que su magia había sido incapaz de lograr: acabar con la vida de Teclis
y cerrar la fuente de destructivo poder divino dirigido contra él.
Teclis se concentró tanto como pudo en consumirlo con el fuego, pero sabía que
era demasiado lento y que no tenía tiempo para lograr su meta.
La muerte se acercaba más, paso a paso.

* * *

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En un momento dado, Tyrion supo que estaba condenado. El demonio se había
cansado de jugar con él al gato y el ratón. Iba a matarlo.
Al momento siguiente, el demonio estaba rodeado por un incendio de energía
incandescente y lanzaba orgásmicos alaridos de dolor. Le volvió la espalda a él para
encararse con Teclis. Se le estaba carbonizando la carne, el caparazón se le rajaba
como el de un cangrejo asado durante demasiado tiempo dentro de un horno
demasiado caliente.
Tyrion dedicó un instante a recuperarse y evaluar la situación. De alguna manera,
Teclis había logrado conjurar suficiente poder como para herir al demonio, si bien no
como para matarlo, si es que eso era siquiera posible. Pero algo no había salido del
todo de acuerdo con el plan de su gemelo. Tal vez necesitaba más tiempo, lo cual
significaba que Tyrion no había acabado con la tarea de llamar la atención del
demonio.
Saltó hacia su lomo, acometiendo con la espada una de las grietas que habían
aparecido en el caparazón. Esta vez, la hoja se clavó. Sintió como si estuviera
penetrando en la carne. El demonio era vulnerable.

* * *
N’Kari sintió que la hoja se clavaba en la brecha de su armadura. Le dolió, pero no
tanto como le había dolido la Llama mágica. Concentró su poderosa voluntad en
continuar avanzando. El mago constituía la principal amenaza. Ya se había dado
cuenta de eso. Se había dejado engañar para que pensara en sólo uno de los
descendientes de Aenarion, mientras el otro hallaba una manera de destruirlo.
Aquel mago era otro de los malditos descendientes del Rey Fénix. Sólo un
miembro de ese linaje podía canalizar tanta cantidad de la energía del dios y
continuar ileso. Ningún otro mortal habría podido soportar semejante contacto
divino durante tanto tiempo.
Tal vez aquél tampoco sobreviviría a la experiencia. Los mortales eran muy
frágiles. N’Kari no podía arriesgarse a esperar. No habría tiempo para matar a aquél
con elegancia. Asuryan usaba al mago como recipiente para su cólera, indignado
como estaba por la profanación de su santuario por parte de N’Kari. Al dios no le
importaría si el mortal vivía o moría, sino sólo que se cumpliera su venganza.
Cinco pasos más, se dijo, y acabaría con el hechicero. Luego se deleitaría matando
al guerrero para compensar.

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* * *
El demonio se detuvo, enorme, ante Teclis, con la descomunal pinza abierta. En unos
instantes avanzaría a toda velocidad y lo cortaría en dos.
No sobreviviría a eso, pero no importaba. Había visto un modo de salvar a Tyrion.
Tejió con rapidez un nudo de poder y lo lanzó para que describiera un arco que
pasara por encima del demonio y se enrollara en torno a la espada de Tyrion, que
quedó provisionalmente convertida en un nuevo foco del poder de Asuryan; así, el
dios iba a poder usarla aun en el caso de que él muriera.

* * *
La espada de Tyrion relumbró como si acabara de salir de la forja. Por un momento,
Teclis temió que la carga de energía resultara excesiva para el arma, que el metal
pudiera fundirse, que el arma quedara reducida a la inutilidad, pero era una buena
espada, forjada por los elfos de la antigüedad, y resistió.
Ya estaba hecho.
La espada de Tyrion relumbró como un arma de leyenda, como la Colmillo Solar
de Aenarion que mencionaban las leyendas. No sabía cómo había sucedido aquello, y
no le importaba.
La clavó entre los omóplatos del demonio. Quemó la carne de N’Kari al
atravesarla, carbonizándola. Un hedor repugnantemente dulce de corrupción e
incienso narcótico inundó el aire. Tyrion volvió a clavar la hoja con todas sus fuerzas,
dirigiéndola hacia el lugar que ocuparía el corazón en un elfo.
No tenía ni idea de si se podía matar un demonio, aunque fuera con un arma
como aquélla, pero iba a descubrirlo.

* * *
Un dolor atroz ardió entre los omóplatos de N’Kari. Había pensado que el dolor no
podía empeorar más, pero se equivocaba. El mago había hecho algo nuevo y terrible.
Aunque el poder de su acometida iba disminuyendo, le había transferido al
guerrero una parte de la potencia del dios. N’Kari ya podía matar al mago, pero si lo
hacía, todo el poder del mago fluiría al interior de la espada, y ésta ya tenía más que

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suficiente como para destruir la forma física del demonio. Si N’Kari se volvía para
defenderse, puede que lograra matar al guerrero, pero sólo a costa de darle al mago
una oportunidad de escapar.
Era una elección difícil la de renunciar a una parte de la venganza y esperar a que
el tiempo regenerara su forma. Lo único bueno de la situación era que sus víctimas
eran elfos. Si uno de ellos sobrevivía, lo más probable era que continuase vivo después
de los cien años que N’Kari tardaría en regresar a ese mundo. Entonces podría
vengarse.
N’Kari decidió matar al mago. Dadas las circunstancias, era mejor asegurarse.

* * *
El demonio no se volvió. Tyrion sabía por qué. Iba a matar a su hermano. Estaba
decidido a matar a uno de los miembros del linaje de Aenarion, y ésa era la opción
que tenía más probabilidades de éxito.
Saltó por encima del demonio, usando la parte del caparazón rajado que cubría el
hombro a modo de trampolín, y giró en el aire para caer delante del demonio, entre
éste y Teclis. Con la mano libre apartó a su hermano de un empujón, a la vez que se
volvía para golpear.
Se sentía veloz, más que nunca en su vida. La espada parecía moverse por
voluntad propia en su mano. Adelantó la resplandeciente arma y golpeó al demonio
con la potencia de un rayo. Lo golpeó una y otra vez. El demonio retrocedió con paso
tambaleante, aullando y maldiciendo, mientras el poder de la espada le cortaba
grandes trozos de carne y la llama purificadora le cauterizaba las heridas.
Los gemelos expulsaron a N’Kari de la cámara de la Llama Sagrada y lo hicieron
retroceder por los largos pasadizos hasta que salieron a una cornisa situada en un lado
del zigurat, la cual miraba hacia el mar. Tyrion la reconoció como el lugar al que
había ido a parar después de superar la prueba de los sacerdotes de Asuryan. Parecía
apropiado. Se sentía como si hubiera superado otra prueba.
El demonio parecía estar desvaneciéndose a la luz del sol, ya que le manaba niebla
de la piel carbonizada. Tal vez intentaba escapar.
Tyrion continuaba avanzando y golpeándolo sin parar. Teclis disparaba más rayos
mágicos que se estrellaban contra el demonio. N’Kari retrocedía con paso
tambaleante, en dirección al gran balcón que miraba al mar.
Tyrion siguió golpeándole una y otra vez. N’Kari se volvió para intentar
mantenerlo a distancia, con la pinza en alto, bramándole de un modo desafiante.
Parecía haber renunciado a toda idea de escapar. Iba a presentar la última resistencia,

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y era en ese momento cuando resultaría más peligroso.
Tyrion descargó la espada en un arco fulminante. La fuerza del golpe, combinada
con el enorme peso del demonio, lo hizo atravesar la barandilla. Se precipitó de
cabeza hacia el mar, desintegrándose como un meteoro al entrar en la atmósfera,
ardiendo como una estrella fugaz y desapareciendo aún antes de llegar a las aguas
situadas muy, muy abajo.
Tyrion dejó escapar un largo suspiro de alivio. Teclis avanzó cojeando para
situarse junto a él. Parecía exhausto y tenía el pelo y la ropa chamuscados.
—Creo que se ha acabado —dijo Tyrion.

* * *
—No se ha acabado, ¿sabes? —dijo Teclis.
Ambos se encontraban de pie en lo más alto del templo. Las nubes se habían
marchado con el viento y el cielo era de un brillante azul claro. Por debajo de ellos, los
elfos habían empezado a retirar los escombros de la batalla. Con la desaparición de
N’Kari se había perdido la voluntad que había mantenido sujetos al mundo a los
demás demonios, los cuales se habían desvanecido, al ser ya incapaces de soportar el
aire sagrado del santuario. Al no contar con sus protectores demoníacos, el resto de
los adoradores no habían podido oponer resistencia a los elfos, que habían ganado la
batalla.
—¿Piensas que el demonio regresará? —preguntó Tyrion.
—El propio Aenarion no pudo matarlo. No creo que nosotros lo hayamos hecho.
Volverá a ser invocado para regresar al mundo antes de que pasen demasiados años,
conseguirá un cuerpo nuevo y regresará para concluir su venganza.
Tyrion asintió con la cabeza.
—Desde luego, parece ser muy persistente.
Teclis rió.
—Estás de un humor notablemente bueno para ser un elfo al que acaban de
decirle que va a tener que pasar el resto de su vida siendo el objeto del deseo de
venganza de un Conservador de Secretos.
—Me siento bastante feliz sólo con poder contemplar esta puesta de sol. No
esperaba poder verla.
Tyrion rió por el puro placer de estar vivo. Teclis se apoyó en la barandilla rota y
se preguntó cuánto tiempo pasaría antes de que N’Kari regresara.

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