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Knaak Richard A - Dragonlance - Las Guerras de Los Minotauros 03 - Imperio Sangriento

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La Guerra de los Espíritus ha trastornado el orden del imperio de los minotauros.

Mientras sus ejércitos conquistan los dominios elfos de Silvanesti, un nuevo y cruel
emperador sube al trono a la cabeza de las legiones de fanáticos de los Defensores y
apoyado por la magia oscura de los Predecesores.
Pero los dioses han regresado y el antiguo esclavo Faros lidera una rebelión de
proporciones cada vez mayores contra el siniestro régimen. Tras una lucha que lo llevará
desde los riscos inhóspitos de Kern, tierra de ogros, hasta las puertas de la capital del
imperio, Faros podrá enfrentarse por fin a los usurpadores. Pero su poder y su crueldad son
tales que ni siquiera la fuerza de un dios es suficiente.
Richard A. Knaak

Imperio Sangriento

Dragonlance: Las Guerras de los Minotauros - 2

ePub r1.0

Enhiure 23.04.14
Título original: Empire of Blood

Richard A. Knaak, 2005

Traducción: Rocío Monasterio

Ilustraciones: Matt Stawicki

Mapa: Dennis Kauth

Editor digital: Enhiure

ePub base r1.1


Para mi hermano, Win, mi cuñada, Lisa, y sus hijos:
¡Megan, Brandon, Austin y Katie!
¡Y cómo podría olvidarme de Jason y del pequeño Riley!
IMPERIO SANGRIENTO

En el reino de los minotauros, el trono está ocupado por un nuevo emperador, que
rinde pleitesía a la suma sacerdotisa de los Predecesores, adoradores de la muerte.
El esclavo huido Faros, legítimo heredero al trono, tendrá que superar sus demonios
personales y liderar un ejército de desterrados hasta el mismo corazón del imperio. La
batalla entre los rebeldes y las fuerzas oscuras determinará el futuro del trono, de la raza de
los minotauros y de todo Krynn.
LAS GUERRAS DE LOS MINOTAUROS

NOCHE SANGRIENTA

Volumen I

La isla del imperio de los minotauros ha cambiado irremisiblemente tras la Noche


Sangrienta, el golpe de estado en el que el ambicioso general Hotak asesinó al despótico, si
bien legítimo, emperador y a todos los clanes que le eran leales. Para hacerse con el poder,
Hotak cuenta con la ayuda de los Predecesores, un culto religioso nuevo y muy poderoso.
Su líder es la consorte del nuevo emperador, la enigmática suma sacerdotisa Nephera. El
primogénito de ambos, Ardnor, está al mando de sus fanáticos guerreros, los Defensores.
Hay quien logra escapar de la Noche Sangrienta. El general Rahm es uno de los
líderes de la Guardia Imperial que organiza una rebelión. Faros, sobrino del emperador
derrocado, es confundido con un criado y enviado a las terribles minas de Vyrox.
Rahm intenta asesinar a Hotak, pero fracasa. Nephera utiliza sus poderes oscuros y
su dominio sobre los muertos para seguir la pista a los rebeldes. Faros participa en un
alzamiento que es sofocado y los supervivientes son entregados a los ogros de Kern para
sellar una alianza con el Gran Señor Golgren. En virtud de ese pacto, Golgren se
compromete a apoyar la inminente invasión del reino de los elfos, Silvanesti.
MAREA SANGRIENTA

Volumen II

El hijo y heredero de Hotak, Bastion, persigue a Rahm. Las fuerzas rebeldes se


sumen en el caos. Maritia, hermana de Bastion, lidera un ataque contra los elfos y sus
legiones aplastan a los defensores del vetusto reino. Faros logra escapar de los ogros y se
venga de ellos como cabecilla de un grupo de esclavos cada vez más numeroso. Jubal, un
viejo amigo del padre de Faros, intenta convencerle de que se una a los rebeldes, pero no lo
consigue.
Cuando parece que todo sonríe a Hotak, la traición corrompe su imperio. Bastion
desaparece en el mar durante la lucha contra un asesino enviado por Ardnor, su hermano
devorado por los celos. Las desavenencias cada vez más frecuentes entre Hotak y los
Predecesores y Nephera provocan la muerte accidental del primero. Ardnor sube al trono y
empieza a apoyarse cada vez más en el grupo militar de los Defensores, que eliminan
cualquier resistencia.
De nuevo en Kern, Faros se enfrenta a una muerte inminente a manos de Golgren,
pero los rebeldes de Jubal lo salvan. No obstante, el Gran Señor mata a Jubal. Faros corta la
mano a Golgren, pero el líder de los ogros logra escapar, y a su vez, los minotauros tienen
tiempo de huir en sus barcos. En el viaje salvan a un marinero medio ahogado que, aunque
ellos no lo saben, es el hijo del emperador, Bastion.
Mientras Maritia, en su afán por cumplir los sueños de expansión y conquista fe su
padre, asegura el dominio sobre Silvanesti, el poder de los Predecesores va en aumento, y
un hecho increíble cambia el mundo por completo. Nephera, que se ve despojada de sus
poderes sin previo aviso, es una de las primeras en entender lo que esto implica. Las
estrellas, especialmente aquellas que forman las constelaciones, vuelven a brillar en el cielo
después de años de ausencia.
La Guerra de los Espíritus ha terminado. Los dioses han regresado…
I

OBSESIÓN

Al despuntar el alba, los dos ejércitos se desplegaron, cubriendo aquella tierra


reseca y escabrosa. El viento seco de la mañana despeinaba el pelaje de los guerreros y
acompañaba el incesante tintineo metálico y los gruñidos como un lamento lúgubre. Los
primeros rayos del sol se reflejaban siniestramente en las armas sedientas de sangre.
No costaba distinguir a los minotauros de los ogros en aquella multitud. Los
primeros se repartían en unidades compactas y bien entrenadas que avanzaban por la
pendiente sin perder la formación. A pesar de ser animales enormes, con el pelaje marrón o
negro y la cabeza propia de un toro, podían presumir de contarse entre los mejores y más
disciplinados guerreros de todo el mundo de Krynn. Las relucientes armaduras plateadas de
los legionarios y los estandartes agitados por el viento hablaban de orgullo y experiencia.
La hoja ancha de las espadas y las hachas de doble filo, con el mango cubierto de piel,
estaban perfectamente afiladas. Bajo los yelmos, abiertos y anchos para adaptarse a una
raza que solía lucir unos cuernos de hasta dos pies de longitud, los ojos enmarcados por
pobladas cejas e inyectados en sangre escudriñaban el frente con cautela. Los oficiales,
tocados con penachos, montaban inmensos corceles entrenados durante generaciones para
soportar el peso de un minotauro armado, y desde allí gritaban las órdenes.
Se sucedían las filas de minotauros, resueltos y experimentados, que resoplaban
enérgicamente mientras manejaban las colosales catapultas de madera y otras armas de sitio
sobre las tierras caóticas de Kern. Tras el ejército astado se levantaban montañas de polvo,
como si con cada uno de sus movimientos el mundo entero se estremeciera. Alrededor de
tantos cuerpos sudorosos, el ambiente estaba cargado de un intenso olor a almizcle.
Por el contrario, los ogros, cubiertos de pelo gris, no guardaban el más mínimo
orden. Una cabeza más altos que los minotauros, con sus buenos siete pies de planta, los
ogros avanzaban arrastrando los pies más que marchando. Parecía que en las manos les
molestaran las inmensas mazas, viejas y herrumbrosas, las espadas de todos los tipos y
tamaños, algunas oxidadas, y las larguísimas lanzas. El olor de los ogros era insoportable y
en su pelaje se emboscaban otros ejércitos microscópicos. En sus rostros se adivinaba un
eslabón común con los humanos o los elfos, pero sus rasgos se habían aplastado y las
espesas cejas enmarcaban unos ojos negros de animal. No podía decirse que los ogros
tuvieran nariz, pero a pesar de eso y del terrible hedor que desprendían, su sentido del
olfato estaba bastante desarrollado. Su aspecto tosco no se suavizaba al llegar a la boca,
repleta de dientes amarillentos y afilados y con dos colmillos que sobresalían a los lados. Al
igual que los minotauros, muchos ogros llevaban un peto. Pero la reluciente armadura de
los legionarios lucía el caballo de guerra negro, símbolo de su último emperador, mientras
que las de los ogros no tenían distintivo alguno y estaban abolladas, sucias y, en la mayoría
de los casos, mal puestas.
La poca disciplina que pudiera haber entre los ogros se debía a los látigos de piel
que restallaban sobre su espalda. De vez en cuando, era necesario recurrir a los merodracos,
unos reptiles gigantescos y de color verde amarillento que acompañaban a los ogros en
jaurías; para separar a dos guerreros más preocupados por sus rencillas personales que por
el inminente ataque, por ejemplo. Los merodracos eran criaturas monstruosas, del tamaño
de un caballo, que, a las órdenes de un látigo, podían arrancar de una dentellada la pierna
del ogro más corpulento. Sus garras curvas, letales como cuchillas, desgarraban la carne sin
el más mínimo esfuerzo. Competían con sus amos en lo concerniente al hedor que
desprendían. Lo peor era su aliento, que apestaba a carne podrida y a medio digerir. Estas
bestias, con la baba siempre colgando, escudriñaban a derecha e izquierda, y con los
hocicos levantados, olfateaban el aire mientras caminaban con movimientos torpes.
Una legión completa de minotauros y el doble de ogros habían viajado hasta aquella
región lúgubre y montañosa, con el sol abrasador sobre su espalda durante todo el camino,
pero por fin tenían su objetivo a la vista. Las ruinas se alzaban en la falda de una montaña
no muy alta, si bien puntiaguda, llamada Mer’hrej Dur, la Garra del Merodraco. Antaño
habían sido un templo, pero hacía mucho tiempo que se había olvidado a qué dios estaba
dedicado, pues el mismo dios había caído en el olvido. Excavada directamente en la pared
de piedra, la construcción se extendía por la cima. Los muros altos y dentados, una torre
afilada y dos únicos caminos tortuosos a la vista convertían el templo color óxido en una
fortaleza perfecta.
Y ésa era exactamente la función que le daban los que ahora lo ocupaban…
Faros observaba el ejército que se acercaba desde las almenas agrietadas y medio
derruidas. Detrás de él, unas figuras inmensas talladas en los muros, más hermosas que los
elfos, mostraban a los constructores del templo, los perfectos y gloriosos Grandes Ogros,
haciendo sus ofrendas preciosas a Sargonnas, el Dios de los Grandes Cuernos. Aquellas
imágenes grandiosas no admiraban al antiguo esclavo, marcado por las cicatrices. Entre sus
seguidores, en especial Grom, había quienes se maravillaban ante las grandezas del pasado,
pero aquel minotauro de pelaje pardo claro sólo veía el lado práctico de las ruinas.
—La legión al norte; los ogros al sur —murmuró Faros.
Con los profundos ojos marrones velados, se volvió hacia los demás. Aunque
algunos de sus seguidores llevaban petos, además de los briales de piel hasta las rodillas,
Faros solía llevar el torso desnudo, sin ningún tipo de protección. Su espesa melena estaba
suelta, posada sobre la espalda. Las innumerables cicatrices que cruzaban su piel, recuerdo
de brutales palizas y terribles heridas de guerra, daban fe de la crueldad que había
dominado su vida durante los últimos años. Había vivido como un esclavo, un ladrón y un
rebelde. No quedaba rastro de aquella juventud repleta de privilegios, de aquel gandul
consentido que había sido el sobrino de Chot el Terrible, emperador de los minotauros
hasta la Noche Sangrienta.
Faros no tenía relación alguna con su tío, aparte de su linaje, pero aun así había
pagado un duro precio. Primero lo habían enviado a las terribles minas de Vyrox, en las
lúgubres tierras cubiertas de ceniza a la sombra de los volcanes de Mithas, donde lo habían
condenado a trabajos forzados por la gloria del usurpador, Hotak. Tras una revuelta
frustrada, habían mandado a Faros y al resto de esclavos rebeldes a un lugar que, en
comparación, hacía que Vyrox pareciera un paraíso: las minas de los ogros en Kern. Allí
Faros había descubierto hasta dónde podía llegar la crueldad. Allí había cambiado para
siempre.
Por eso había regresado a Kern, no al imperio, movido por su deseo de venganza.
—Justo como tú dijiste —señaló un guerrero de pelaje marrón oscuro que se
apresuró a hacer el signo de Sargonnas.
El padre de Grom había sido uno de los últimos sacerdotes del dios y él siempre
había creído en el camino de la deidad, aunque todos supieran que los dioses habían
abandonado Krynn hacía décadas. Su fe no había hecho más que crecer desde que habían
llegado a sus oídos los recientes rumores de que Sargonnas y el resto de dioses habían
regresado.
—Por el Dios de los Grandes Cuernos, no cabe duda de que esto es una señal…
—Prueba de que los generales de Ardnor tienen tan poca imaginación como los de
su padre —terminó Faros la frase con un bufido. Su mirada se desvió hacia una figura de
pelaje negro que estaba apartada del resto—. ¿Qué dices tú a eso?
—Liderados por un héroe o por un inútil, los legionarios siempre lo dan todo
—respondió el minotauro de constitución más delgada.
—¿Y si es tu propio hermano quien cabalga a la cabeza?
El minotauro entrecerró los ojos negros como el carbón.
—Si Ardnor estuviera entre esos que se ven a nuestros pies, sería el primero en ir
tras sus cuernos. Ya lo sabes.
Faros asintió con expresión seria.
—Por eso te permití vivir entre nosotros, Bastion. —De repente, pasó
enérgicamente entre sus seguidores de más confianza y se adentró en el laberinto
polvoriento que conducía al interior del templo—. Los demás deberían estar preparados. Es
hora de dar la bienvenida a nuestros peregrinos…, y de que nuestras espadas los guíen a la
otra vida.
Tanto ogros como legionarios creían que serían bien recompensados por aquella
victoria. El emperador Ardnor, que había subido al trono pocos meses antes, tras la muerte
de su padre —«accidental», como siempre se remarcaba—, había puesto al mando de
muchas legiones a fanáticos de los Defensores. Eran generales al servicio del emperador y
del templo de los Predecesores por encima de todo. Éstos mantenían un control férreo sobre
sus subordinados, y castigaban implacablemente cualquier señal de descontento. La
aniquilación de los rebeldes, en especial de su nuevo líder, era su máxima prioridad
entonces. Se habían prometido inmensas riquezas y un gran reconocimiento a aquellos que
llevasen los cuernos de Faros, y el resto de la cabeza, a la capital del imperio, Nethosak.
Los ogros también se disputaban ésa y otras recompensas. Sus órdenes no provenían
del supuesto líder de Kern, el Gran Kan, sino del verdadero poder de Kern y del otro reino
ogro de Blode. El Gran Señor Golgren había decretado que el comandante rebelde debía
llevarse primero ante su presencia, preferiblemente vivo, aunque bastaría con su piel y su
cabeza si fuera necesario. El Gran Señor tenía una cuenta pendiente con el minotauro. Faros
ya le había costado su mano derecha; se la había arrancado en la batalla. Aquella mano
invisible le picaba de una forma insoportable.
Los comandantes de aquellas dos fuerzas mantenían la comunicación mínima entre
sí. No interferían en las acciones del otro, pero tampoco las armonizaban. Los antiguos
odios raciales no habían muerto, a pesar del pacto de Hotak con Golgren y los ogros.
Entre los ogros retumbaban tambores de guerra hechos de piel. Se levantó viento.
Los merodracos empezaron a silbar con impaciencia, tirando de las correas. Los guerreros
alzaron las armas, aullando al lejano enemigo.
El líder de los ogros gruñó y lanzó una espada al templo.
Con un bramido, la horda cargó. Al norte, por el contrario, el comandante de la
legión decidió mantener sus tropas a la espera.
Un silbido mortífero atravesó el aire. Docenas de ogros cayeron al suelo con el
pecho o el cuello atravesados por un cuadrillo. La sangre salpicaba por igual a vivos y
muertos cuando los cuerpos se retorcían salvajemente antes de desplomarse. Se oían gritos
por todas partes, pero a pesar de las numerosas bajas, la horda de ogros volvió a lanzarse al
ataque.
Los arqueros rebeldes, repartidos por toda la muralla del templo, dispararon de
nuevo sus arcos y enviaron a más ogros a una muerte horrorosa. Lanzaron sus flechas por
tercera vez, pero entendiendo por fin a lo que se enfrentaban, los ogros se habían puesto a
cubierto y fueron pocos los heridos.
Apenas un suspiro más tarde, enormes piedras cayeron sobre la vetusta construcción
y, con envidiable puntería, acertaron en aquellos puntos desde los que habían disparado los
rebeldes. Aprovechándose de la precipitación de los ogros, el general de la legión había
dejado que fueran ellos los que hicieran salir a los rebeldes, y así los guerreros de las
catapultas tendrían una ventaja. Cada disparo envolvía toda la región en un trueno
ensordecedor. La fachada de piedra saltó por los aires y mató a muchos rebeldes. Toneladas
de roca se desplomaron sobre los defensores. Los arqueros cayeron en picado hacia la
muerte. Con un largo gemido lastimero, una torre que había sobrevivido a los tiempos se
derrumbó no muy lejos de la legión, que había comenzado a avanzar.
Un grito de triunfo se alzó entre los legionarios. Resonaron los cuernos de la batalla.
Los dos cuerpos del ataque avanzaron de nuevo.
Las catapultas lanzaban aluviones de rocas sin tregua. Protegidos por las máquinas
de sitiar, los soldados cerraron filas. Detrás de ellos, los arqueros de la legión se prepararon
para disparar. Al sur, los ogros hábiles con el arco hacían lo mismo.
A pesar de la matanza que habían provocado las catapultas, los rebeldes no dejaban
de lanzar flechas y arrojar lanzas hacia abajo. Aparecieran donde aparecieran, recibían a los
atacantes con una nueva arremetida.
Un soldado que llevaba el estandarte de la legión, un siniestro escorpión rojo sobre
un fondo marrón, apareció cerca del pie de Mer’hrej Dur ondeando el pendón para que
todos lo vieran. Los soldados de infantería habían llegado a la torre. Al instante se oyó una
nota diferente, más aguda, de las trompetas. Las catapultas detuvieron su acoso y los
soldados las giraron en busca de nuevos objetivos.
Los arqueros de ambas fuerzas se afanaban en su tarea, hostigando a todo aquel que
se asomara entre las rocas y las ruinas.
Al compás de los laudos de los guerreros, el redoble de los tambores tocaba cada
vez más de prisa, sin pausa. Los cuernos de guerra resonaban más alto. Los bramidos
ensordecedores de minotauros y ogros lo llenaban todo.
Entonces, de las mismas entrañas de la tierra, empezaron a salir rebeldes chillando y
atacaron la retaguardia desprotegida de los ogros.
Quien los lideraba era Bastion. El minotauro negro se lanzó a la batalla. Desgarró el
pecho de un ogro con la espada y le atravesó la garganta a otro.
El súbito giro que había dado la situación dejó a los ogros completamente
desconcertados. Su líder, un ogro con un colmillo roto, había muerto instantes después del
ataque con un hacha clavada en el pecho. Bastion se encargó de que corriera similar suerte
todo aquel que pareciera dispuesto a asumir el mando. En las filas de los ogros el caos era
absoluto. Se habían convertido en una multitud enloquecida que seguía sus instintos más
básicos y arremetía contra el enemigo sin ninguna estrategia común. Arrancaban cabezas y
las tiraban al suelo, para que la vida se derramara sobre la tierra yerma.
Los rebeldes los esperaban sedientos de batalla en ordenadas filas. Siguiendo las
órdenes de Bastion, la primera línea se convirtió en una barrera mortal de lanzas. Detrás de
las lanzas, aguardaban más guerreros, con hachas y espadas, que se deslizaban entre los
largos astiles que los protegían y herían a sus toscos enemigos. Los rebeldes avanzaban de
forma metódica y obligaban a los ogros a replegarse en medio del desorden.
El comandante de la legión se percató del creciente caos, pero no reaccionó a
tiempo. La batalla entre los rebeldes y los ogros sólo podía significar una victoria segura
para los minotauros, pero el comandante no había acabado de pensar eso cuando su propia
retaguardia fue repentinamente atacada de la misma manera. Parecía que los rebeldes,
literalmente, salían de la nada.
A la cabeza del segundo ataque estaba Faros, que llevaba en la mano derecha una
hacha y en la izquierda una espada. Al contrario de lo que sucedía en el sur en ese mismo
momento, los legionarios organizaron rápidamente la resistencia al súbito ataque. Los
dekarianos mantenían a las pequeñas unidades juntas y transmitían rápidamente las órdenes
a los centuriones. El metal repiqueteaba y tintineaba mientras las fuerzas imperiales se
reagrupaban. Las lanzas de los rebeldes se encontraron con otra hilera de lanzas que
velozmente habían formado los legionarios. Mientras éstos se volvían para enfrentarse a su
enemigo, Faros hizo una señal a uno de los trompetas. El humano, uno de los muchos
forasteros que lo acompañaban, tocó una nota larga y potente que resonó en todo el campo
de batalla.
Unidos en un mismo rugido, los guerreros que quedaban en el antiguo templo
salieron para cortar la única huida posible de los invasores.
—¡Mantenedlos divididos! —bramó Faros, mientras atravesaba la garganta de un
oficial con su espada. La desconfianza del imperio y sus aliados los ogros seria su
perdición.
Un legionario le arrojó una lanza. Faros la esquivó y, acto seguido, la rompió por la
mitad con su hacha. El antiguo esclavo se abalanzó sobre el legionario. La pesada hoja de la
espada se hundió en la carne, y el soldado cayó al suelo. Faros, con los ojos inyectados en
sangre, sonrió lúgubremente al sentir el olor fresco de la muerte.
—¡Faros! —gritó Grom, apareciendo detrás de él—. ¡Debes quedarte atrás! Si te
ocurriera cualquier cosa…
Con un gruñido maligno, el líder rebelde se zafó de Grom. Los rostros comenzaron
a aparecer frente a Faros, las visiones de los muertos que lo perseguían sin descanso. Vio
los cadáveres despedazados y cubiertos de sangre de los miembros de su familia, todos
ellos muertos a manos de asesinos durante la Noche Sangrienta. Vivió de nuevo el fin
despiadado de su leal sirviente, Bek, que había fingido ser Faros para que su sangre real no
fuera derramada. Recordó la muerte brutal del antiguo bandido, Ulthar, de quien se había
hecho amigo en las minas de Vyrox.
Sobre todas las imágenes se imponía la de Paug, el pestilente capataz del
campamento minotauro, el asesino de Ulthar. Su mirada cruel se burlaba de Faros. Detrás
del Carnicero se alzaba el asesino oculto bajo el yelmo que había profanado la casa de su
padre, una sombra abrasadora, con el cuerpo en llamas de Gradic a sus pies. En el fondo
apareció Sahd, el amo despiadado de la mina de los ogros, que había invitado a Faros a
subir a las inmensas estructuras de madera, que parecían cadáveres de flores, donde colgaba
y torturaba a los esclavos.
Y sobre todos los demás, dominaba el Gran Señor Golgren, cuyas maneras
aparentemente civilizadas escondían una crueldad que ninguno de los anteriores llegaba a
igualar. El acicalado ogro contemplaba a Faros con la más absoluta indiferencia, como si se
tratara de algo más insignificante que una hormiga. Su desdén era un arma tan terrible
como el hacha o la espada y se clavaba insidiosamente en el alma del rebelde.
Con cada imagen espeluznante, con cada recuerdo, Faros enloquecía más. Se llevó
por delante a dos soldados que se lanzaron sobre él; a uno le cortó el brazo, mientras al
mismo tiempo decapitaba al otro. Un jinete intentó derribarlo, pero Faros desgarró el
vientre del desventurado caballo, y después, dejando caer la espada, se lanzó sobre el
legionario tambaleante. Lo tiró al suelo, que ya rezumaba sangre, y empezó a propinar
puñetazos sobre la armadura; cuando la atravesó, golpeó la carne y los huesos. Recibía con
una satisfacción espeluznante los gemidos que acompañaban cada golpe.
Con la respiración agitada, Faros se levantó y miró alrededor. Frente a él, un puñado
de legionarios se esforzaba por organizar una defensa. A su espalda, el comandante gritaba
a unos soldados que estaban cerca.
Recuperada la espada, Faros la alzó sobre su cabeza. Resonó un cuerno y un grupo
de figuras que a duras penas lograban controlar las moles babeantes que sujetaban se abrió
camino. Los merodracos, que eran dirigidos con gran esfuerzo, avanzaban sigilosamente,
sacando y metiendo la lengua con cruel anticipación: los ojos entrecerrados, los músculos
tensos bajo las escamas y las largas colas agitándose tan nerviosas que casi tiraban a sus
cuidadores.
Los rebeldes habían reunido a esos merodracos durante meses. Faros los mantenía
siempre con hambre, de manera que el más sutil olor a sangre les hacía salivar
desesperadamente. Habían sido tantos los esclavos compañeros suyos que habían muerto
víctimas de aquellos reptiles que a Faros le parecía una ironía perfecta utilizarlos contra sus
antiguos tormentos, ya fueran ogros o legionarios.
Movidos por su sed de sangre, los merodracos recorrían rápidamente los viejos
túneles que en el pasado habían utilizado los fundadores del templo para huir. Contra una
legión bien preparada, los reptiles no habrían tenido escapatoria; su piel gruesa, los
colmillos afilados y las garras amenazantes no eran defensas suficientes ante un grupo de
hábiles guerreros. Pero el enemigo estaba sumido en el caos.
Faros hizo una señal al aire y los cuidadores soltaron a los merodracos. Los reptiles
echaron a correr y dejaron atrás a sus amos. El olor de la sangre los volvía locos.
En su honor debe decirse que los minotauros intentaron defender su posición. Tal
vez lo habrían conseguido si los merodracos hubieran sido la única amenaza, pero los
arqueros los hostigaban al mismo tiempo y los legionarios eran víctimas del pánico al ver
que sus fuerzas mermaban velozmente.
Silbando con hambre, los merodracos se abalanzaron sobre los minotauros.
Los primeros animales murieron con lanzas clavadas en la garganta, pero pronto los
largos colmillos y las garras afiladas como cuchillas alcanzaron los petos. Empezó a oírse
el chasquido de las lanzas, y poco después también el de los huesos. Los soldados
devorados por aquellas criaturas monstruosas lanzaban chillidos aterradores. En las fauces
de las bestias, los altos y musculosos minotauros se convertían en muñecos desmembrados.
—¡Manteneos en vuestra posición! —gritaba el general minotauro, una figura
enjuta y de mirada enloquecida, cuyo yelmo no era como los plateados de la legión, sino
uno negro de los Defensores del emperador Ardnor—. ¡Malditos seáis, no os mováis de
vuestra posición!
Balanceó la maza y golpeó con tanta fuerza a un legionario empeñado en
desobedecerlo que lo envió tambaleándose a las fauces de un merodraco.
Pero, por mucho que quisieran, los legionarios no podían obedecer. La hilera se
abrió hacia dentro y los animales pasaron por encima de los soldados. Un grupo de rebeldes
los siguieron. Grom trató de mantener a Faros alejado del caos, pero éste se zafó de él;
estaba tan sediento de sangre como los salvajes reptiles.
Pasó junto a un animal que devoraba la pierna que había arrancado a un legionario
caído. El merodraco mordía el hueso y los tendones, y lo tragaba todo sin masticar.
Un fornido dekariano intentó partir en dos a Faros con un hacha. Ambos forcejearon
durante unos segundos; el repiqueteo metálico de las armas acompañaba cada intento por
coger desprevenido al contrario.
Las gotas de sudor le nublaron la vista a Faros, y se tambaleó hacia un lado. El
dekariano lanzó un gruñido de satisfacción.
En ese mismo instante, Grom saltó a un lado y se echó sobre el oficial. Ambos
cayeron al suelo en un amasijo de piernas y brazos, mientras Faros lograba secarse los ojos.
El líder de los rebeldes gruñó y siguió adelante, sin preocuparse por Grom. Lo único que
quería era un nuevo adversario, otro objetivo sobre el que descargar sus demonios.
El general de la legión percibió su mirada sedienta de sangre. El oficial a caballo
estaba a punto de derribar a un rebelde que intentaba tirarle de la montura. La maza hizo
pedazos la cabeza de su enemigo, y uno de los cuernos quedó totalmente destrozado.
Faros cargó hacia el comandante, propinando golpes a todo lo que se interpusiera en
su camino. Un merodraco lo vio y se volvió hacia él, pero Faros le asestó un buen golpe en
el morro con la parte plana de la hoja del hacha. El animal respondió con un silbido
amenazante. Faros buscó su mirada y, tras varios segundos midiendo sus fuerzas, el
monstruo se dio la vuelta en busca de una presa más fácil.
La tierra estalló en mil pedazos.
Faros vaciló un momento al ver la avalancha de piedras y tierra que caía sobre
todos. En algún lugar, desesperados, los soldados encargados de las catapultas habían
lanzado una roca en un último intento por hacer retroceder a los rebeldes. El precipitado
disparo había afectado por igual a los legionarios atrapados y a sus enemigos. Cegados por
la tierra, los sorprendidos soldados deambulaban dando traspiés. Cuando Faros quiso
buscar al general, lo único que vio fue la montura herida del Defensor corriendo desbocada.
Entonces, sintió que una fuerza terrible se descargaba sobre su hombro, y poco faltó
para que le rompiera el hueso. Le llegó el olor fétido. Faros se tambaleó hacia un lado y
dejó caer el arma. A pesar del dolor, rodó sobre sí mismo hasta ponerse de cuclillas y
levantó la mirada hacia su enemigo.
La expresión del ogro era puro salvajismo y desesperación, la sangre manaba de una
herida que se abría en su pecho. El inmenso atacante estaba cubierto de sudor. Miró en
derredor como si no comprendiese lo que estaba sucediendo. Otro minotauro, un legionario,
se acercó demasiado al jadeante ogro, y éste, movido por el instinto, cargó contra él. La
maza partió en dos el cuello del soldado.
Faros miró más allá del ogro y vio a otro grupo de aquellos pestilentes guerreros
huyendo hacia el norte en medio del caos. Un grupo de rebeldes los perseguía a pocos
metros.
Cuando el primer ogro se volvió hacia él, Faros se le lanzó al cuello y lo aprisionó
entre sus manos. El ogro tiró la maza e intentó desasirse de él, pero Faros no aflojó su
abrazo mortal. El antiguo esclavo tenía los ojos inyectados en sangre. Golgren volvió a
aparecer frente a él.
Los ojos del ogro parecían a punto de salirse de sus órbitas mientras intentaba
respirar. Cuando Faros le aplastó la garganta, se oyó el chasquido de los huesos. Emitiendo
un sonido ahogado, el ogro cayó hacia atrás y se llevó con él a su asesino.
Faros se liberó del descomunal cadáver, localizó la espada y buscó con la mirada a
su próxima víctima. En vez de eso, se encontró con los ojos de Bastion. El hijo de Hotak,
normalmente impasible, contemplaba, asombrado, lo que acababa de hacer.
Grom apareció un instante después, con el pelaje teñido de sangre y un brillo
extraño de dolor en la mirada.
—La victoria es nuestra —declaró Bastion en un tono apagado.
—Nuestra…, sí. —Grom hizo el signo de Sargonnas.
Se oyó el sonido triste de un cuerno. Miraron hacia donde agonizaban los últimos
vestigios de la batalla. Un grupo de legionarios desesperados, rodeado por una horda de
antiguos esclavos sedientos de venganza, ondeaba la bandera de la rendición.
Faros se quedó mirándolos, sin pestañear siquiera, hasta que Bastion le susurró:
—Están rindiéndose.
—Ya lo veo, ¿y?
Grom se acercó a su lado.
—¡Faros, nuestro pueblo nada tiene que envidiar a los merodracos en cuanto a
sanguinario! Harán una carnicería con todos esos legionarios…
—Exactamente como ellos pretendían hacer con nosotros —replicó Faros.
El antiguo esclavo se agachó, limpió la hoja sangrienta de la espada en el cadáver
del ogro y empezó a caminar lentamente hacia el grupo en lucha.
—Faros…
La mirada que éste lanzó a Grom y Bastion los calló de inmediato. Lo siguieron
mientras se encaminaba hacia los pocos enemigos que quedaban con vida. Faros aceleró el
paso, impaciente por cobrarse una muerte más, pero mientras se acercaba al grupo, los
rebeldes empezaron a sacrificar de forma sistemática a todos los heridos; era una orden que
les había dado el propio Faros.
Pasaron junto a los cadáveres de los legionarios, que los merodracos devoraban a
sus anchas. Los reptiles tenían la cabeza completamente cubierta de sangre y hacían unos
ruidos escalofriantes mientras masticaban la carne, los huesos e incluso las armaduras de
metal, sin hacer distinciones. Los enormes animales no les prestaron la más mínima
atención. Sus colas se movían lentamente, señal del espantoso placer que sentían.
Bastion agudizó el oído. Grom volvió a hacer el signo de Sargonnas. Empuñando un
hacha con firmeza, este último se acercó a uno de los reptiles para alejarlo de su manjar.
Faros levantó una mano.
—¡No!
—¡Faros, esto es monstruoso! Al menos deberíamos reunir los cuerpos, hacer una
pira para los minotauros…
—Estos minotauros no se merecen ninguna pira. —Faros dirigió la mirada hacia el
este, hacia el corazón de Kern y, más allá, Blode—. Si quieren luchar junto a los ogros,
también se pudrirán a su lado. Dejaremos que los animales carroñeros se encarguen de los
muertos… si es que son capaces de digerirlos.
Grom volvió a quedarse en silencio, pero esa vez fue Bastion quien continuó con
sus razones.
—Faros, no me cabe duda de que mi madre está detrás de esto y lo está observando
todo. Sus ojos están en todas partes. Una cosa es dejar que los generales leales a Hotak
caigan en el olvido, pero el comandante de la Legión del Escorpión era uno de los suyos.
No la provoques. Ella vengará su imperio.
—¿Su imperio? —intervino Grom.
—Ardnor se sienta en el trono, pero mi madre dicta sus palabras. —Y dirigiéndose a
Faros, añadió—: ¡Descargará todo el poder de Nethosak, peor aún, del templo, sobre
nosotros! Te lo digo una vez más: ¡deberíamos abandonar Kern y regresar junto a los
demás en el océano Courrain! ¡Es vital que ataquemos el corazón del imperio, y que lo
hagamos deprisa!
Faros sacudió la cabeza con vehemencia; tenía la mirada clavada en el cruel pasado.
—No, todavía no he acabado con Kern. Por eso volvimos. Y Blode… Blode aún
nos espera.
—Pero los ogros no son más que marionetas…
El filo de la espada se apoyó en la mandíbula de Bastion y ejerció la presión mínima
para que asomara una gota de sangre, pero nada más.
—Te he permitido vivir, aunque por tu linaje deberías haber muerto…, hijo de
Hotak, el asesino de mi familia.
—Estás en tu derecho de cobrarte esa vida ahora.
Después de dudarlo mucho, Faros bajó la espada y siguió su camino solo, andando a
grandes zancadas entre los merodracos y los cuervos que acababan de incorporarse al
festín. El olor a muerte era pestilente.
Grom empezó a murmurar mientras su líder se perdía a lo lejos. Bastion enarcó las
cejas.
—¿Otra vez rezando por los muertos?
—Rezando por los vivos. Por él. Necesitamos a Faros. Nuestro pueblo lo necesita.
¡Tiene que darse cuenta! —El minotauro castaño alzó los ojos al cielo—. Hay quienes
dicen que los dioses han regresado. Si es cierto, ¡seguro que el de los Grandes Cuernos
entiende nuestra situación!
Bastion dejó escapar un gruñido.
—Eso no son más que rumores. El único dios es la maldad que mi madre adora.
—¡No puedo creer eso! Si es así, ¡estamos condenados!
El guerrero de pelaje negro asintió.
—Sí, tal vez lo estemos. —Contempló el horror que se desplegaba ante ellos y
añadió con tono lúgubre—: Seguiremos a Faros de todas formas, ¿o no?
Grom suspiró.
—Sí…, lo seguiremos. Que Sargonnas nos ayude, lo seguiremos.
II

EL SEÑOR DE LA VENGANZA

Mientras Faros se encaminaba hacia el antiguo templo, no pensaba en los cadáveres


que dejaba fuera, ni siquiera en los de aquellos que habían dado su vida por él. Lo único
que le preocupaba era buscar una nueva distracción para olvidarse de las obsesiones y las
pesadillas que lo acompañaban sin descanso.
Las pesadillas no habían hecho más que empeorar desde que él y sus seguidores
habían zarpado con los guerreros liderados por el antiguo compañero de su padre, Jubal.
Gobernador de una antigua colonia, Jubal se había sacrificado para salvar al hijo de Gradic,
con la esperanza de que Faros derrocaría al clan de Droka. Lo que en realidad había pasado
era que Faros se había quedado sentado en el camarote de Jubal durante varios días, con la
mirada perdida.
Al final, Faros se había sentido arrastrado hacia Kern, en busca de venganza. Sus
leales seguidores lo habían acompañado, por supuesto, y su número aumentaba
constantemente gracias a una riada de nuevos rebeldes que llegaban atraídos por sus
hazañas.
Las estancias del templo se adentraban serpenteando en el interior de la montaña;
zigzagueaban y giraban como movidas por un capricho. Bastaba con un puñado de
antorchas para iluminar el templo, pues sus ingeniosos constructores habían incrustado en
las paredes cristales de un amarillo muy pálido, con forma de diamante, que de alguna
manera recogían la luz y reflejaban el resplandor de las llamas. Aquellos que recorrían los
pasillos podían contemplar perfectamente las imágenes ya gastadas, pero aún elegantes, de
las hermosas figuras ataviadas con túnicas que adornaban las paredes. Según decía la
leyenda, los Grandes Ogros no sólo eran los ancestros de los ogros, sino también de los
minotauros. Las figuras esculpidas tenían más de cuatro veces la altura de un minotauro de
buena talla. Se los representaba en el acto de hacer las ofrendas de alimentos y artesanía a
sus dioses, cantando oraciones y arrodillándose ante los altares. Imágenes así cubrían las
paredes de todos los corredores. Era seguro que cientos de artesanos habían trabajado
generación tras generación para concluir aquel inmenso mural…, algo que, para Faros, sólo
servía para demostrar su grado de locura. Los dioses también habían abandonado a los
Grandes Ogros sin el más mínimo remordimiento.
Se detuvo un instante ante uno de los relieves y miró la figura astada que recordaba
a uno de su propia raza. Sentado sobre un inmenso trono, el dios parecía un padre
benevolente rodeado de sus pequeños,
—¡El gran Sargonnas! —se burló Faros—. Salvador de nadie, padre de nada…
El líder de los rebeldes pasó la hoja de la espada por la imagen. El metal bien
afilado arañó al dios, dejando escapar un lamento sombrío que resonó en todo el pasadizo.
Faros apartó la espada con un movimiento brusco, miró la imagen profanada una
vez más y se alejó.
Los rebeldes ya habían barrido todo el lugar, explorando cada pasadizo oculto y los
repentinos giros de los pasillos. Gracias a ese esfuerzo, habían dado con los túneles de
huida que habían utilizado para atacar por sorpresa la retaguardia del enemigo. Faros había
memorizado cada pasadizo y cada recodo; seguramente conocía el templo tan bien como
aquellos que lo habían levantado.
Pero… el pasadizo que encontró a continuación no era el que él esperaba.
Las imágenes eran completamente diferentes. En vez de las figuras suplicantes
adorando al Señor del Cóndor con ofrendas de carne de cabra y vino, apareció ante él una
hilera de Grandes Ogros andrajosos; eran refugiados que huían despavoridos hacia el este.
Una enorme ave depredadora, con las alas extendidas, guiaba su camino. El símbolo del
pájaro era tan claro que el minotauro dio un bufido.
Convencido de que no se había equivocado, Faros avanzó por el pasillo. Sin
embargo, cuando llegó a un nuevo salón, se encontró con figuras que tampoco recordaba.
En esa estancia, las paredes mostraban la transformación —la «salvación», como la
llamaban los minotauros— de los Grandes Ogros que Sargonnas había considerado
merecedores de escapar de la decadencia y la caída de su civilización. Faros contempló
cómo los rostros perfectos de los Grandes Ogros se alargaban y las orejas se desplazaban.
Unas protuberancias se asomaban a lo alto de las cabezas. Las túnicas caían al suelo y los
cuerpos se ensanchaban, protegidos por un nuevo pelaje. Cuando Faros llegó al final del
pasillo, ya no quedaba rastro de los antiguos Grandes Ogros. La última figura era la de un
auténtico minotauro que lo miraba de forma inquietante.
Con un gruñido de enojo, Faros desanduvo el camino. El polvo acumulado durante
siglos se levantaba a su paso. El antiguo esclavo recorrió en sentido inverso el mural de la
transformación, como si retrocediera en el tiempo. Giró hacia el corredor anterior, en el
punto en el que el minotauro del otro extremo del pasadizo se había convertido de nuevo en
un majestuoso Gran Ogro.
Al otro lado del recodo se abría una amplia estancia. Faros se detuvo en la entrada,
confuso; mentalmente repasó todos sus pasos y no pudo encontrar dónde se había
equivocado, aunque era evidente que había errado en algún punto.
Un intenso olor a cerrado, cargado de innumerables aromas del pasado, le dio la
bienvenida. La finalidad de aquella sala era evidente. Había varias hileras de anchos bancos
de piedra medio derruidos, un gran estrado marrón en el extremo más alejado y la inmensa
figura del cóndor. Todavía podían distinguirse los restos de la pintura carmesí sobre la
piedra de color óxido. A ambos lados del altar cuadrado que se levantaba bajo el ave de
piedra había una enorme figura del dios en forma de minotauro, en una mano el hacha, en
la otra una espada levantada.
Sargonnas.
Faros había dado con una de las cámaras de culto más importantes de entre las
utilizadas por los sacerdotes desaparecidos tanto tiempo atrás. A pesar de la antigüedad de
la sala, Faros descubrió en el altar los restos secos de viejas ofrendas, aunque era imposible
saber si se trataba de carne, plantas o cualquier otra cosa. Los últimos moradores del templo
habían huido precipitadamente.
Entonces, se percató de algo: el pasaje por el que acababa de pasar, las imágenes de
la transformación. Era imposible que los Grandes Ogros las hubieran tallado. Habían sido
otras manos, de minotauros quizá, las que habían creado ese mural. Era la única explicación
posible.
Faros perdió el interés en aquella sala y se dio la vuelta. No le encontraba ninguna
utilidad a un dios tan muerto como los Grandes Ogros.
No obstante, el líder de los rebeldes se quedó paralizado, porque ante él no se abría
el pasadizo, sino el santuario de los sacerdotes.
Miró por encima del hombro y vio el corredor vacío por el que supuestamente había
llegado, pero cuando giró sobre sí mismo para tomarlo de nuevo, sus ojos volvieron a
encontrarse con la cámara.
—¿Qué truco es éste? —gruñó Faros.
El antiguo esclavo se quedó inmóvil un momento, frunciendo el entrecejo…
Después, se lanzó hacia adelante.
No podría haber dicho lo que le esperaba, pero desde luego no era el silencio y el
vacío que lo envolvieron. Faros dio una vuelta en busca de la explicación a aquel
rompecabezas, pero sólo encontró las imágenes silenciosas del dios desaparecido.
Un dios desaparecido al que Faros sentía el impulso de culpar.
—¿Tienes algo que ver con este juego? —preguntó a la estatua de Sargonnas que
tenía más cerca.
La figura, ataviada con una armadura que recordaba a la de la legión, no respondió.
Los ojos de piedra miraban hacia abajo con autoridad, como si fuera impensable que un
dios respondiera aun mortal.
La ira se apoderó del minotauro. Aquella deidad no le había protegido, ni tampoco a
su familia. De repente, Faros sintió la necesidad de culpar a Sargonnas de todas sus
desgracias. Al igual que había hecho con el relieve del pasadizo, el líder de los rebeldes
atacó la figura con la espada, que empuñó con toda su tuerza y su cólera.
Esa vez la hoja de metal no hizo un simple arañazo a la estatua, sino que la atravesó
como si fuera agua y dejó un profundo corte en el estómago del dios.
De la herida empezó a salir a borbotones un chorro de un líquido rojo, que a primera
vista Faros confundió con sangre. Trastabilló hacia atrás.
Aquel chorro interminable caía sobre él y se extendía hacia los lados. Dos ríos rojos
gemelos serpentearon sobre el suelo de piedra, que silbaba y crepitaba a causa de un calor
misterioso. Aunque Faros era muy veloz, los dos ríos lo rodearon y se encontraron a su
espalda; se ensancharon tanto que el minotauro no podía ponerse a salvo cruzándolos.
Rugiendo, aquel líquido abrasador no dejaba de manar de la herida de la estatua,
pero sin llegar a cubrir el pequeño hueco en el que el líder de los rebeldes estaba
acuclillado. El calor que emitía pronto cubrió su cuerpo de sudor.
Por fin, el líquido dejó de brotar. El rugido se convirtió en un silbido y poco a poco
la estancia volvió a sumirse en el silencio, excepto por el burbujeo de aquel extraño mar. Ni
una gota había mancillado la impoluta estatua. No obstante, la lava continuaba fluyendo en
una frenética ebullición.
El asombro de Faros dio paso a un enfado aún mayor. Alguna fuerza estaba
divirtiéndose con él y la primera sospechosa que se le ocurría era Nephera, suma
sacerdotisa de los Predecesores.
—¡Ven aquí, bruja! —gritó—. ¡Mi espada te espera! ¡En nombre de mi padre, te
sacaré las tripas o moriré en el intento!
Como respuesta, se formó una inmensa burbuja en el líquido cada vez más grande y
alta. Faros cargó contra ella, pero el calor y la lava lo mantuvieron alejado.
De repente, de cada lado de la burbuja salieron dos extremidades. Ante sus ojos, las
extremidades se solidificaron y se convirtieron en dos brazos cubiertos de pelo, con unas
manos enormes acabadas en unos largos dedos. La parte superior de la burbuja se separó y
apareció una cabeza que empezó a cambiar de forma. Al mismo tiempo, en aquella figura
sobrenatural comenzó a formarse un torso fuerte y ancho y, poco a poco, dos piernas.
Después, el cuerpo quedó cubierto de ropajes: un peto sobre el pecho y el estómago, y un
brial de metal abrasador de cintura para abajo.
A medida que la increíble figura tomaba forma, la lava fundida se encogía como si
algo la absorbiera y, finalmente, se sumó a aquel ser. En el suelo no quedó marca alguna
del líquido abrasador. Ya no había lava que le impidiera escapar. Si hubiera querido, podría
haber huido en ese mismo instante.
El minotauro no hizo el más leve movimiento. En vez de eso, arrugando la frente
cubierta de pelo, Faros observó a la figura, y por fin, adivinó la verdad.
Las últimas gotas de lava desaparecieron en el inmenso ser, dos cuernos enormes
nacieron de la cabeza y se solidificó un rostro muy similar al de Faros, pero de rasgos más
bellos y perfectos.
—¡Te saludo, Faros Es-Kalin! —bramó el minotauro carmesí, cuyo aliento formó
una nube abrasadora.
No había nada en aquel minotauro gigantesco que no fuera del color de la sangre: el
pelaje, los ojos y los dientes, incluso la melena, y el peto y el brial que vestía.
El líder de los rebeldes se puso en guardia, listo para luchar si llegaba el momento.
—No tengo motivos para devolverte el saludo…, si es que realmente eres el Señor
del Cóndor.
Los ojos de la amenazadora figura se entrecerraron con una mirada peligrosa
mientras asentía.
—Así es, Faros Es-Kalin, yo soy… Sargonnas.
En lugar de miedo o asombro, lo que Faros sintió fue ira.
—¿Aquí estabas escondido todos estos años mientras tus supuestos hijos se mataban
entre sí? ¿Aquí te refugiaste después de damos la espalda?
Una expresión inquietante cruzó el semblante del dios. El fuego de su cuerpo se
enfureció y pareció que aumentaba de tamaño.
—No tengo por qué responderte, mortal, pero has de saber que hice lo que debía…
¡Y durante todo este tiempo he sentido el sufrimiento de mis hijos como si fuera mío!
—¡Un mísero consuelo para ellos! —replicó Faros con un resoplido, sin
preocuparse por las consecuencias de sus palabras—. ¡Y algo que no me interesa en
absoluto! —Bajó la espada con desprecio—. Igual que tú tampoco me interesas.
Se dio media vuelta para marcharse, pero sus pies, en vez de alejarlo de allí,
volvieron a llevarle ante Sargonnas.
—He venido a hablar de algo que poco tiene que ver con nosotros dos en la
inmensidad de las cosas, Faros Es-Kalin, sino con todos mis hijos… ¡y tu pueblo!
—¡No vuelvas a llamarme así! —Faros sacudió la cabeza con fuerza—. ¡El clan de
Kalin ya no existe! —La cabeza estaba a punto de estallarle—. Ya no hay…
De repente, Sargonnas alzó la cabeza hasta el techo y lanzó un rugido ensordecedor.
Toda la cámara tembló. Sobre Faros cayeron trozos de piedra y el minotauro a duras penas
logró mantenerse en pie. Las estatuas del dios recogieron su grito, chillando. Las llamas de
la melena del Dios de los Grandes Cuernos refulgieron, con fiereza. Se desprendieron
algunas gotas de fuego.
El dios carmesí volvió a mirar hacia abajo.
—¡Que las estrellas hayan hecho que ésta sea mi única esperanza! Yo, que he
guiado a Tremoc, a Makel el Temor de los Ogros, a Aryx Ojo de Dragón, que ahora tenga
que contentarme con este inútil, con este desagradecido…, ¡contigo! —Avanzó con pasos
airados, cada zancada hacía que el suelo crepitara—. ¡Te has templado en el sufrimiento y
la batalla! ¡Te has levantado desde la esclavitud para liberarte de tus ataduras y recuperar tu
orgullo! ¡Con qué esperanza te contemplaba entonces!
»Pero ahora te has convertido en esto…, ¡en esta triste sombra de un guerrero sin
honor! ¡Te he visto decapitar sin piedad a prisioneros atados ante ti! ¡He presenciado las
muertes de tantos que buscaban en ti un líder! ¡Todos ellos sufrieron un final espantoso en
combates vanos para que tú pudieras añadir unos cuantos muertos más a tu colección! ¡Has
dejado que ogros prisioneros, con los huesos rotos, fueran despedazados por los
merodracos, mientras tú contemplabas la escena con una sonrisa! ¡Has recogido la
perversión de tu amo en el campamento de esclavos y la has alimentado con tus fantasías
más estremecedoras!
Sargonnas hizo un gesto y ante él aparecieron imágenes del pasado más reciente.
Surgieron las torres en forma de flor de Sahd pero de ellas colgaban ogros y legionarios.
Otras víctimas yacían medio enterradas en la tierra, con el cuerpo cubierto de heridas y las
extremidades arrancadas. Atraídos por el horrible olor, animales carroñeros y otras bestias
devoraban aquellos espíritus atormentados…
—Esto es en lo que te has convertido, mortal…
—¿Y qué importancia tiene? ¡Trato a mis enemigos como me tratarían ellos a mí!
Aquellas palabras hicieron rugir al dios. Una ola de gas sulfúrico envolvió a Faros.
—¡Has caído tan bajo como tus enemigos! ¡Más bajo todavía! ¿Esto es lo que
Gradic, de la Casa de Kalin, enseñó a sus hijos?
Faros blandió la espada, airado.
—¡Mi padre está muerto! Todo mi clan ha muerto… ¡y todo por tu culpa!
—Ni siquiera un dios puede cambiar lo que debe ser —respondió Sargonnas,
impasible.
Después de una pausa, el rostro del gigante se deformó, invadido por la cólera, pero
en esa ocasión no estaba dirigida hacia la diminuta figura que tenía delante.
—¡Pronto no quedará ningún clan, si la maldad que domina el templo no pierde su
poder! Por eso me he presentado ante ti, por eso conservo la esperanza de volver a
despertar lo que sentí que escondes en tu interior. ¡Creo que aún sigue ahí, oculto! ¡Por eso
tienes que contemplar nuestra verdadera amenaza!
Faros se vio envuelto en una tormenta de fuego; un torbellino de llamas lo llenó
todo y lo sumió en la más absoluta oscuridad. Asiendo su espada con fuerza, aunque no
sabía si le sería de mucha ayuda. Faros apretó los dientes mientras el terrible viento tiraba
de él en todas las direcciones.
Entonces, las llamas también desaparecieron, y la oscuridad se posó sobre el
minotauro.
No estaba solo en la negrura. Faros sintió de inmediato una presencia lejana, una
presencia monstruosa y malévola que despertaba en su alma los temores infantiles.
De la oscuridad emergió una sombra, una imagen espantosa que ya conocía. Faros
reconoció el gran templo de Nethosak. Parecía la silueta vaga de un sueño, pero era lo
suficientemente real como para dar escalofríos al minotauro.
La suma sacerdotisa de los Predecesores.
Faros no necesitaba ver el templo para recordar el terrible poder de Nephera. Él
mismo había vivido la Noche Sangrienta y todo lo que había sucedido después, y sabía de
sobra el papel que había tenido la emperatriz y los Predecesores. Sargonnas no estaba
descubriéndole nada nuevo.
De repente. Faros percibió otra silueta superpuesta sobre el templo. Era muy difusa,
apenas una sombra sobre la negrura, alta y estrecha, aunque el minotauro no podía
concretar más que eso.
Una sensación espeluznante se apoderó de él. Sintió como si un mal absoluto,
oculto en aquel edificio de sombras, se hubiera percatado de su presencia. Por mucho que
quisiera evitarlo. Faros estaba aterrorizado. Una pesadilla hecha realidad le atenazaba el
alma…
Con la misma rapidez que Sargonnas le había envuelto en sombras, Faros parpadeó
y volvió a encontrarse en la cámara del dios.
El dios minotauro de fuego lo miraba fijamente.
—Tal vez ahora comprendas…
—No sé lo que he visto —murmuró el antiguo esclavo, intentando recobrar su
apostura—. Me trae sin cuidado lo que he visto. No quiero saber nada de las intrigas de los
dioses, ¡y mucho menos de las tuyas!
Sus palabras provocaron una breve mirada de incredulidad de Sargonnas.
—La tozudez es algo común entre mis hijos, ¡pero sin duda tú eres el más obstinado
que he visto en siglos! —Sacudió la cabeza, y de su melena en llamas saltaron chispas—.
Has traicionado muchas cosas…, y sin embargo, en ti reside mi esperanza.
Faros echó hacia atrás las orejas. Sus rasgos se endurecieron.
—¡Entonces, es que no te queda esperanza! ¡Fuera de aquí, dios!
—¡Escúchame bien, hijo de Gradic! —tronó la deidad, tan alto que Faros se
estremeció al oírlo—. ¡Soy el Señor de la Venganza, y tú, te guste o no, has seguido mis
pasos en ese aspecto! ¡Tengo muchos rostros!
Al decir esto, la forma de Sargonnas empezó a cambiar. Se transformó en un
lúgubre elfo de ojos negros, en un humano de nariz aguileña y, por último, en un astuto
enano con barba, antes de volver a su forma de minotauro.
—¡Y muchas formas!
En esa ocasión, el dios empezó a crecer y casi se hizo tan grande como la estatua del
cóndor. Las llamas de su cuerpo iluminaban estancia con tanta intensidad que Faros tuvo
que protegerse los ojos.
—Además, yo soy quien vela por sus elegidos, mis hijos…
—¡Quien vela por ellos y los abandona!
Sargonnas volvió a su tamaño anterior bruscamente.
—¡Nunca me fui del todo, Faros! ¡Yo soy, era, el consorte de Takhisis, la Reina del
Abismo! ¡Quizá los demás, incluso ese Paladine tan noble, confiaran en su palabra, pero yo
la conocía mejor que nadie! ¡Cuando participó en el juramento de dejar Krynn en manos de
razas mortales, yo sospeché su traición, pero jamás imaginé que llegaría tan lejos! ¡Nunca
creí que robaría todo el mundo!
Faros no entendía aquella perorata del dios, pero tampoco se molestó en entenderla.
Las riñas de los dioses no eran cosa suya.
—Así que admites que eres un necio…
—No más que mis hijos, ¡porque ellos, igual que otros muchos, no reconocieron al
Único ni al poder que se oculta detrás de los Predecesores!
A Faros la cabeza empezó a darle vueltas con todas estas historias extrañas.
—¡Déjame solo, dios! Si realmente eres un dios, ¿para qué necesitas mi ayuda?
—Yo no soy el único dios que ha regresado, mortal…, ¡y por eso me presento ante
ti ahora! ¡Estoy muy débil y no me he recuperado por completo! ¡Uno de esos dioses ansia
la oportunidad de aumentar su dominio a costa del mío! Convertirá al minotauro en un ser
aún más impuro…, ¡a no ser que se revele aquel que guiará a su raza por el camino del
honor y la tradición, que es su verdadero camino!
Faros se echó a reír a carcajadas, burlándose del dios.
—¿Yo? ¿Tu héroe? ¡No soy ningún proyecto de emperador, Dios de los Grandes
Cuernos! ¡Me muevo por venganza, y nada más! ¡No formaré parte de tu intrincado plan!
—La venganza puede estimular el apetito, pero jamás satisfacerlo, guerrero.
Únicamente el honor puede ser el sustento y la fuerza de tu raza. En tu interior, a pesar de
tu caída, se conserva la semilla de la grandeza, ¡tan hermosa como la del mismo
Ambeoutin! —La atemorizadora deidad le señaló con un dedo acusador—. ¡En ti se
encuentra el poder de volver a unir a los minotauros y guiarlos hasta su destino!
—No soy el héroe que buscas —insistió Faros—, y jamás seré tu emperador.
—¡Entonces estás destinado a morir por nada, a ser olvidado y a que tu estirpe se
pierda también en el olvido! ¿Así honras a tu padre?
—¡Deja a mi padre tranquilo! —Faros miró al dios con dureza—. ¡No vuelvas a
mencionarlo! ¡Está muerto por tu culpa!
—El linaje de Kalin morirá con tus huesos blanqueados por el despiadado sol en
esta tierra de ignorantes —le contestó el Dios de los Grandes Cuernos—, y aquellos que
deseaban que la Casa de Kalin desapareciera de la historia habrán triunfado por fin…
Con un grito salvaje, Faros se abalanzó contra Sargonnas, blandiendo la espada.
El dios se quedó inmóvil. El afilado metal se hundió en su pecho sin esfuerzo. Faros
se quedó boquiabierto, pues no esperaba eso. La deidad de llamas no mostró dolor cuando
la espada le atravesó el torso.
No empezó a manar la sangre, ningún hueso frenó al arma. La herida se cerró al
instante.
Faros retiró la espada, y él mismo retrocedió rápidamente: estaba seguro de que la
cólera del dios caería sobre él. En vez de eso, Sargonnas se tocó tranquilamente la herida,
que ya estaba cerrada, y asintió.
—Algo muy audaz, eso de atacar a un dios. Gradic estaría orgulloso.
Al oírlo, Faros tiró la espada al suelo.
—¡Ya estoy harto de escucharte! Yo no soy ningún emperador. No soy lo que tú
quieres que sea. Vete o deja que me vaya yo.
—Te dejaré tranquilo, Faros. —Sargonnas hizo un gesto hacia la espada, que dio un
salto y volvió a la mano del antiguo esclavo. La esmeralda de la empuñadura brillaba como
si una nueva energía la alimentara—. Ya veo que no hay forma de disuadirte, pero insisto
en que te quedes mi espada.
—¿Tu espada?
—Mía. Forjada en los albores del mundo para un héroe que servía a mi nada llorada
esposa. No la encontraste en ese río por casualidad, Faros. Te ha buscado durante mucho
tiempo. ¿No te has preguntado también por ese anillo?
El minotauro observó el anillo con una piedra negra que llevaba. No recordaba
cuándo lo había encontrado, y mucho menos desde cuándo lo llevaba. Pero de lo que estaba
seguro era de sus poderes mágicos.
—Pertenecía a aquel que pensaba que protegería a mis hijos. Antes de ti, era del
general Rahm Es-Hestos, comandante de la Guardia Imperial… Una vez creí que sería el
salvador de los minotauros.
Faros pensó que en eso Sargonnas se había equivocado, igual que se había
equivocado sobre otras muchas cosas. No había nada en el dios que inspirara fe y
confianza. Faros pensó por un momento en dejar la espada y quitarse el anillo mágico, pero
la primera le había salvado la vida más de una vez y el segundo también le había servido en
innumerables ocasiones desde que lo tenía.
Sin embargo, aceptarlos era aceptar la bendición de Sargonnas…
El dios se dio cuerna de sus dudas. Haciendo un gesto con la mano, añadió:
—Estos regalos no están sujetos a ninguna condición, mortal. No te pediré nada
más, excepto que mires más allá de tu sed de venganza y te preocupes de los demás, como
habría hecho tu padre.
Preocuparse de la vida de los demás. Faros por poco se echa a reír. No le importaba
nada la vida de los demás, ni siquiera la suya propia.
—No le molestaré más —dijo Sargonnas.
La figura de fuego empezó a fundirse en el suelo; las llamas y la lava ardiente
desaparecieron entre las grietas que se habían formado con los siglos.
Mientras el dios se desvanecía. Faros dio un paso hacia adelante. Tenía las orejas
echadas hacia atrás y le temblaban las aletas de la nariz. Sentía la necesidad de decir una
última cosa, pero permaneció en silencio.
El dios quedó reducido a un charquito crepitante. La estancia se fue oscureciendo a
medida que la luz que irradiaba Sargonnas desaparecía.
De repente, la voz del Señor del Cóndor resonó en la cámara, como si procediera de
todas partes a la vez:
—¡Ten cuidado. Faros, hijo de Gradic! Ten cuidado con el señor de la torre de
bronce…
Con esas palabras, los últimos restos del dios desaparecieron en la piedra.
El minotauro suspiró. Levantó la vista hacía la estatua, que volvía a estar entera
como por arte de magia. Sacudió la cabeza, preguntándose si no habría sido más que un
sueño.
—¿Faros? —preguntó una voz tímida a su espalda.
En un primer momento, pensó que Sargonnas había vuelto, pero entonces reconoció
a Bastion. El minotauro de pelaje negro apareció en la entrada de la estancia; su expresión
era tan cautelosa como la del mismo Faros.
—¿Qué pasa, Bastion? —le preguntó con brusquedad, buscando con la mirada
alguna señal de Sargonnas.
El otro minotauro frunció el entrecejo con preocupación.
—El guardia me dijo que te encontraría aquí. Es extraño, no recuerdo esta cámara…
—¿El guardia? —Faros tuvo que morderse la lengua. «¡Sargonnas!», exclamó para
sí.
—¿Qué ocurre?
—Déjalo. ¿Qué era eso tan importante?
Bastion inclinó los cuernos hacia un lado en señal de respeto.
—El día en que me revelaste que siempre habías sabido quién era y que aun así me
habías perdonado la vida, yo mismo te la entregué. Ahora te la ofrezco en una misión
especial, que, tras la matanza de hoy, creo que tendrá éxito.
—¿De qué se trata?
—Hay una isla al norte de Kern lo suficientemente grande como para ser habitada.
—Vaciló un instante y después prosiguió—. Te propongo lo siguiente; lo único que nos
espera a ambos bandos son muertes inútiles, a no ser que ofrezcamos una forma de paz…
Faros montó en cólera.
—¡Quieres rendirte…!
—¡No! ¡Por favor, escúchame! ¡No le propongo la rendición, sino una manera de
evitar que los minotauros sigan matándose entre sí! ¡Yo mismo pediría al imperio que nos
permitiera colonizar la isla y que nos dejase en paz, a cambio de la promesa de que nunca
jamás volveríamos a ser una amenaza! ¡Defenderíamos nuestras costas, pero no
atacaríamos!
—¡Estás loco!
Faros estuvo a punto de golpearlo con el revés de la mano, pero entonces sucedió
algo muy raro: vio ante él el rostro de su padre. Sí. Gradic habría buscado la paz, en vez de
proseguir con aquella carnicería.
Faros permaneció en silencio un buen rato.
—¿De qué forma te pondrías en contacto con Nethosak? —preguntó al fin.
Bastion sacudió la cabeza.
—No lo haría con Nethosak. Hay alguien que puede hablar en nombre de su
hermano. Maritia…
Maritia había querido y había admirado a Bastion casi tanto como a su padre. Si
alguien escucharía un plan tan audaz, sería la comandante de Ambeon.
—¿Estará dispuesta a escucharte, incluso después de enterarse de que me eres leal?
—Creo que sí. Espero que sí.
Una imagen sombría acudió a Faros.
—¿Y los ogros? ¿Por qué iban a acceder ellos, después de todo lo que hemos hecho
por destrozar sus tierras?
—Por lo que sé —murmuró Bastion, con un tono lúgubre—, el Gran Señor
escuchará a mi hermana. La escuchará muy atentamente.
Según había podido adivinar Faros por comentarios de Bastion, Golgren admiraba a
lady Maritia de-Droka, a pesar de sus evidentes diferencias.
Era un plan tonto y seguramente condenado al fracaso, pero quizá empujado por las
palabras de Sargonnas y un sentimiento de culpabilidad hacia su padre, Faros aceptó a
regañadientes.
—Si eso es lo que deseas, ve.
Bastion hizo una reverencia, muy aliviado.
—Me retiro inmediatamente para hacer los preparativos. No te fallaré…
Cuando el hijo de Hotak se hubo ido, Faros alzó los ojos hacia el amenazante
símbolo del cóndor. Parecía que el ave estuviera burlándose de él. Apartó la vista del icono,
para encontrarse con las miradas eternas y sabias de las estatuas gemelas.
Con un bufido furioso, Faros enfundó la espada y salió de la cámara.
III

AMBEON

Ambeon, como entonces se conocía a aquella zona oriental del continente, ocupaba
gran parte del antiguo reino elfo de Silvanesti.
En Silvanesti no quedaba libre ninguna zona de importancia. Las legiones de los
minotauros habían barrido cada rincón de la tierra conquistada —menos la franja norte,
donde sus aliados los ogros tenían cierto control— para asegurar su férreo dominio. Bajo
las órdenes de lady Maritia de-Droka, grupos de soldados, con los wyverns entrenados en el
bosque en la vanguardia, dividían aquella espesura virgen en perfectos cuadrados de cinco
acres de lado. Los legionarios registraban aquellas porciones de tierra tan meticulosamente
que ninguna criatura, por muy pequeña que fuera, lograba escapar.
Miles de elfos habían muerto. Sus habilidades naturales no podían competir con el
carácter metódico y aplastante de los minotauros. Las lecciones aprendidas durante siglos
de guerras —entre ellas, y seguramente la más importante, las derrotas— habían permitido
a Maritia y a sus oficiales elaborar ambiciosos planes, que, en aquella ocasión, les
garantizarían la victoria.
Mientras las legiones inspeccionaban Ambeon, las embarcaciones que arribaban
semanalmente traían nuevos colonizadores, a los que Maritia asignaba de inmediato a los
diferentes sectores. La hija de Hotak estaba organizando una tala sistemática de los bosques
y una configuración de poblaciones cuya seguridad dependería una de la otra.
Las calzadas ya discurrían desde los puertos hasta el tercio oriental del reino, por lo
que era muy fácil transportar las provisiones y los refuerzos en carretas. Los colonizadores
se reunían en el siguiente punto de encuentro antes de dirigirse hacia el oeste. Sargonath, en
la costa de Kern, seguía siendo el puerto principal de Ambeon, pero ya se habían puesto en
marcha las obras de un puerto más grande que permitiría a los buques de carga de mayor
calado dirigirse directamente a Mithas.
Se habían conseguido muchas cosas en muy poco tiempo, y precisamente eso
mantenía a los minotauros en máxima alerta. No sintiéndose satisfecha con dejar la defensa
de Ambeon en manos de los colonizadores, lady Maritia desplazaba a más y más legiones
hacia la frontera. La comandante minotauro tenía un plan muy ambicioso en mente…
Maritia paseaba a caballo por la zona en construcción, acompañada por dos
generales de la legión y su guardia personal. A un lado de la silla de montar colgaba el
yelmo, pues la minotauro dejaba que su larga melena castaña flotara libremente. Llevaba
una armadura pulida y ajustada a su ágil cuerpo que resplandecía bajo el sol, y sobre la
espalda, la capa de color púrpura, que diferenciaba su rango como dirigente militar de la
colonia. A un lado le colgaba la espada envainada. Sus ojos castaños, de gran viveza, lo
veían todo, lejos y cerca.
A su paso, sudorosos legionarios vestidos únicamente con briales y sandalias se
detenían para saludarla, y a continuación, proseguían con sus pesadas tareas. La admiración
que despertaba entre los minotauros macho se debía sólo en parte a su belleza, pues nadie
ignoraba su fama como oficial capaz y líder al estilo de su padre y su hermano, Bastion.
Maritia volvió el rostro para admirar la estructura que crecía imparablemente, una
fortaleza de madera, ancha y alta, que se alzaba sobre el cielo del atardecer. Los inmensos
muros estaban hechos con troncos enormes clavados en profundos agujeros y afianzados
con una mezcla de piedra, arena, agua y otros materiales. Cuando se secaba, esa pasta era
más dura que la roca y no era fácil que ningún enemigo lograra destrozar la muralla. Ni
siquiera cuatro minotauros, uno encima del otro, habrían llegado al extremo cortado en
sierra del muro. Cuando estuviera acabada, dentro de las cinco murallas de la fortaleza
podría cobijarse una legión entera.
—¿Cuánto falta para que las murallas estén acabadas? —preguntó la comandante a
uno de los generales.
—La Legión de Basilisk al completo trabaja en esta obra, mi señora —respondió
con voz atronadora un minotauro de constitución fuerte y gruesa, que se distinguía por una
cicatriz en el hocico—, menos cien piquetes que están de guardia. Las puertas deberían
estar listas en una semana a lo sumo, y el muro que las une en el doble de tiempo, tal vez.
Entonces, deberían iniciarse sin demora las obras en los principales barrios.
Casi medio mes por delante de lo previsto. Maritia le dedicó al general una sonrisa
breve y seca.
—Eso hacen seis. Para entonces ya habremos asegurado desde la parte noroeste
hasta la central del lado occidental.
Su plan era construir una serie de fuertes que cubrieran el perímetro externo de
Ambeon, cada uno de ellos con capacidad para una legión entera. No cabía duda de que
rechazarían con éxito cualquier intento de los elfos por recuperar las tierras.
—Todavía necesitaremos más soldados —añadió el segundo general—, si queremos
cubrir toda la frontera.
Maritia no se molestó en responder a un comentario tan obvio. Quien había hablado
era Kilona, una hembra de mirada encendida y con algunos mechones negros en el pelaje
castaño, un nuevo miembro del grupo que dirigía Ambeon. Tenía a sus órdenes a la Legión
de Cristal. El puesto de Kilona no era una orden sólo de Ardnor, sino que provenía
directamente del templo. La general era una Defensora, al igual que Bodar, el líder de la
Legión del Escorpión.
Según tenían por costumbre algunos Defensores, Kilona se había cortado la melena
al asumir su nuevo rango. La cabeza calva, junto con la mirada fanática, le daban una
apariencia de otro mundo, y de repente, a Maritia le recordó a su madre. Aunque
aparentemente era una subordinada, ni sus compañeros ni la misma comandante confiaban
plenamente en Kilona. Su devoción obsesiva por los Predecesores hacía vacilar su juicio en
los momentos de crisis.
—¿Algún signo de actividad al otro lado, Gorus? —preguntó Maritia al primer
general de la Basilisk.
—Se ha visto a unos pocos exploradores. Algunos elfos, un humano. Dejamos que
siguieran creyendo que no los habíamos descubierto.
—Excelente.
De vez en cuando, los elfos protagonizaban incursiones desventuradas intentando
recuperar su tierra. Tenían tendencia a subestimar las habilidades de los minotauros, pues
los veían como unos invasores con cuernos que eran casi tan torpes y brutos como los
ogros. El pasado no parecía haber enseñado nada a aquella raza altanera, por lo que Maritia
esperaba que volvieran a atacar uno de esos días. Su insistencia podría ser incluso
cómica… si no fuera tan trágica.
—¿Qué aspecto tenía el humano?
—Iba vestido como un cazador, pero se movía como un solámnico o un nerakiano.
Me inclino por lo primero.
Hasta el momento no había ninguna prueba de incursiones de los Caballeros de
Solamnia, pero el imperio las esperaba. De todos sus enemigos posibles, aquella venerable
orden de caballería era la que más interesaba a Maritia. El estricto código de honor que
seguían y su intenso entrenamiento para la batalla hacían de esos humanos los homólogos
de los minotauros. Los poetas recordarían durante siglos una guerra contra los solámnicos y
sería un cambio agradable después de la derrota aplastante de esos elfos tan sosos.
—Que se me informe directamente de la presencia de cualquier otro humano.
Quiero que al próximo se le siga. Descubrid cuál es su destino.
—¡Así se hará, mi señora! —respondió Gorus, saludando con gesto brusco.
Otro pensamiento largamente reprimido se coló entre las ideas que le daban vueltas
en la cabeza, iluminándolas con su luz lúgubre. Apretando con fuerza las riendas e
intentando ocultar su creciente ansiedad, Maritia preguntó:
—¿Alguna noticia de Galdar?
La gran cruzada que en teoría lideraba una joven humana desvalida llamada Mina
—aunque el imperio creía que no se trataba más que de la marioneta de un minotauro
renegado conocido como Galdar— había fracasado con el repentino regreso de las
constelaciones a los cielos. La información que habían reunido los espías de Maritia
apuntaba a que tanto Galdar como la muchacha habían huido después de algún encuentro
catastrófico en el oeste. Incluso había quienes decían que se habían enfrentado a los dioses,
que habían regresado al continente, pero a Maritia aquellos rumores le parecían ridículos.
Galdar había sido un aliado muy útil. La cruzada de Mina había mantenido a los
humanos distraídos, sobre todo a los Caballeros de Neraka. Pero lo más importante de todo
era que, de alguna manera, Galdar había conseguido destruir el escudo mágico que protegía
Silvanesti, y así el imperio había tenido vía libre para conquistarlo. A cambio de aquel
favor, y de la lealtad de los minotauros, Galdar les había comunicado los deseos de Mina:
que los minotauros no avanzaran hacia la capital, Silvanost. Silvanost y todas las tierras al
oeste de la ciudad pertenecerían a sus fieles, algo que Hotak y su hija no habían dudado en
aceptar.
Entonces, a Galdar le había acontecido aquella catástrofe misteriosa. Por supuesto,
en cuanto le llegó la noticia. —«¡La cruzada ha sido derrotada!», aseguraban los
exploradores—, Maritia había ordenado que las legiones marcharan hacia el oeste. Incluso
después de haberse hecho con Silvanost, le había sido imposible localizar al gran y
enigmático Galdar. Maritia tenía miedo de que los elfos o los nerakianos se hubieran
cobrado su vida y, si había sido así, era culpa de aquella niñata, Mina. Galdar había sido
increíblemente inteligente, pero quizá su error fatal había sido confiar sus secretos a esa
mocosa.
—Ninguna pista de Galdar ni de esa escurridiza humana, mi señora —contestó el
general Gorus.
—Su fe no era la verdadera —intervino Kilona—. ¡Sirvió a una deidad falsa y pagó
por ello!
Maritia estaba prácticamente segura de que el supuesto dios de Mina, en el caso de
que tuviera alguno, era el mismo señor de los Predecesores, ningún otro, pero no reveló sus
pensamientos.
—¡Hummm! Una pena. Debería honrarse la memoria de Galdar por su papel crucial
en nuestra conquista. Le mandaré un mensaje al emperador. —Se golpeó sobre la armadura
con un puño como saludo al guerrero caído, fingiendo que estaba más alegre de lo que
realmente se sentía—. Ya no nos preocuparemos más por Galdar ni por su mascota la
humana. Lo único que importa ahora es fortalecer Ambeon, ¿de acuerdo?
Los demás, Kilona incluida, asintieron convencidos.
Se quedaron observando cómo media docena de minotauros colocaban otra parte
gigantesca de la muralla. Habrían hecho falta más de una docena de elfos para introducir
aquel tronco gigantesco en el agujero. Tres soldados con el torso desnudo alzaban la pieza
mediante poleas. Cuando estuvo colocado al borde del profundo agujero, el tronco se
deslizó dentro fácilmente. Pero para evitar que resbalara demasiado de prisa, otros tres
soldados tiraban de tensas cuerdas desde detrás. Las aflojaron cuando una séptima guerrera,
con peto, llevó un inmenso barril con la mezcla de piedra y arena. La minotauro derramó el
contenido en el agujero con el mayor de los cuidados y lo llenó justo hasta el borde.
La mezcla tardaría unos minutos en solidificarse, momento en el que los dos grupos
de soldados podrían soltar las cuerdas. Maritia, satisfecha por lo que veían sus ojos, espoleó
la montura, y los demás la siguieron prestos.
Cuando la obra hubiera acabado, habría un barrio de viviendas, establos y un
almacén. La parte superior del muro estaría recorrido por una pasarela, a la que se accedería
por una escalera en cada esquina de la fortaleza.
—Un trabajo excelente, general —felicitó a Gorus—. Estoy muy contenta.
—Mañana llegará más material de Makeldorn, junto con trabajadores de refuerzo,
mi señora. Es posible que nos adelantemos aún más a lo previsto.
A una escasa media hora a caballo de la fortaleza, se encontraba la población recién
bautizada como Makeldorn («El Guantelete de Makel», en la antigua lengua de los Grandes
Ogros), en el mismo lugar donde había habido esculpida una ciudad-jardín cuyo nombre
Maritia ya había olvidado. Se habían eliminado la mayor parte de los adornos de la ciudad
original y sólo se habían conservado las estructuras básicas, para reconstruirlas según el
estilo minotauro. En vez de las casas en los árboles nudosos, escondidas entre el follaje y
las flores, había un claro circular perfectamente medido, recorrido por hileras de casas
rectangulares y anchas.
Ya vivían allí doscientos colonos. Día y noche trabajaba una herrería donde se
forjaban armas y utensilios para la agricultura. Además de abastecer a sus propios
habitantes, Makeldorn ayudaba a las obras que tenían lugar en la frontera. El asentamiento
también era el último punto donde los legionarios podían abastecerse de comida. Maritia
había concebido una cuidadosa cadena de abastecimiento para cada avanzada que vigilaba
el occidente.
Sí, Ambeon prosperaba, a pesar de que en el norte siguieran aquellos problemas
interminables en Kern. Eso estaba fuera del alcance de Maritia, al menos por el momento.
La mismísima cúpula del imperio se había ocupado del asunto. Lo único de lo que debía
preocuparse ella era del nuevo reino.
—Tu padre estaría orgulloso —dijo el general Gorus mientras cabalgaban—. ¡Es
una pena que no haya vivido para ver este día!
Antes de que Maritia pudiese pensar en una respuesta apropiada, Kilona tomó la
palabra:
—¡Ahora sirve a intereses más elevados! ¡Ha ascendido junto a los Predecesores,
alabado sea!
La hija de Hotak tuvo que reprimir el impulso de darle un buen puñetazo a aquella
idiota por su comentario. ¡Su padre convenido en un fantasma de los Predecesores! Por
mucho que oíros miembros de la familia estuviesen ligados a la fe, Marina sabía que Hotak
se habría reído de un destino así.
Sin embargo…, si las enseñanzas de su madre tenían sentido, quizá fuera verdad,
como murmuraba la gente. Maritia prefería pensar que Hotak estaba a su lado, guiándola
para que hiciera realidad su sueño. Pero ¿un fantasma? ¡Jamás!
Guiando su montura hacia Makeldorn, alejó aquella desazón de su cabeza. Lo único
que importaba era Ambeon. Como oficial del imperio, era obligación de Maritia hacer que
el nuevo reino de los minotauros prosperase tanto como fuera posible. Los aspectos
espirituales eran cosa de su madre…, y en lo que a Maritia concernía, Nephera podía
ocuparse de todo lo espiritual.
—Alguien se acerca por el camino de Makeldorn —advirtió un guardia.
De inmediato, el que había hablado y el resto de la comitiva se colocaron para
defender a Maritia.
Cuando el jinete estuvo más cerca, vieron que era un mensajero imperial. Se detuvo
delante de la hija de Hotak y le entregó un pergamino sellado.
—Por orden de su majestad, el emperador Ardnor —informó el mensajero a Maritia
en tono de disculpa—, he cruzado el Mar Sangriento y he cabalgado por medio Ambeon
hasta encontraros. Me ordenaron que os lo entregara lo antes posible, estuvierais donde
estuvierais. —El sudor almizcleño del minotauro y su respiración agitada eran prueba de
sus arduos esfuerzos.
Frunciendo el entrecejo, Maritia se alejó unos pasos de su séquito, rompió el sello
real y leyó la proclama.
«Por decreto de su majestad, yo, el emperador Ardnor, señor de este reino, declaro
que a partir de este día la capital de la nueva colonia de Ambeon pasará a llamarse
Ardnoranti. Todas sus designaciones anteriores, elfas o históricas, serán eliminadas de los
archivos. En lo sucesivo, la gran capital de Ardnoranti se convertirá en la base principal de
operaciones para todas las misiones en Ansalon.
»Asimismo, se decreta que los artesanos de los clanes Tyklo y Lagrangli empiecen a
trabajar de inmediato en los iconos conmemorativos de su majestad y en la remodelación
del templo de Branchala en un lugar de culto a los Predecesores. El segundo maestre Pryas
llegará poco después de este mensaje para supervisar esta segunda misión…»
A pesar de que sabía que los demás estaban observándola, Maritia no pudo evitar
hacer una mueca. Pryas no sólo era el sirviente en el que más confiaba Ardnor, sino que
gozaba del beneplácito de su madre. Habla rumores de que estaban preparándolo para que
asumiera todo el control sobre los Defensores y acabara sucediendo a Lothan en el Círculo
Supremo. Maritia no se alegraba del nuevo destino de Pryas en Ambeon. Ya había
demasiados Defensores enredando entre sus oficiales.
El resto de la proclama era la típica palabrería sobre las creencias de los
Predecesores, un sinsentido que aparecía en todos los mensajes imperiales desde que
Ardnor había subido al trono. Maritia la enrolló y la metió en la bolsa de su silla de montar.
No habría hecho falta que su hermano desperdiciara los esfuerzos de uno de sus mensajeros
sólo para comunicarle su decisión de renombrar la ciudad en su honor, pero Ardnor jamás
perdía una oportunidad de reafirmar su autoridad, su importancia como emperador.
Por alguna extraña razón, aquello le hizo pensar en Bastion, tragado por el mar
tantos meses atrás. Él tendría que haber sido el sucesor de Hotak, el que debería estar
firmando las proclamas, no Ardnor…
—Bastion…
Apenas murmuró su nombre, pues no quería que nadie la oyera. A menudo, Maritia
tenía unos sueños muy raros, en los que su hermano seguía vivo e intentaba volver a ella.
Corrían rumores de que un minotauro de pelaje negro luchaba en el bando de aquel canalla
rebelde, Faros, y algunos guerreros que habían conocido a Bastion juraban que él era ese
rebelde misterioso. Sin embargo, Maritia se negaba a creer aquella monstruosidad. Bastion
jamás traicionaría la nación de los minotauros. Si su hermano siguiera vivo, nada le
impediría regresar junto al imperio, junto a su familia, su destino y, sobre todo Junto a ella.
Nada en absoluto…
Grom se arrodilló ante Faros, que se había retirado a las antecámaras que
probablemente habían sido el refugio del sacerdote mayor del templo. Allí, como solía
hacer durante horas, se batía contra enemigos invisibles. Los entrenamientos de Faros se
alargaban durante horas. La energía frenética que acumulaba a lo largo del día le impedía
conciliar el sueño por la noche. El líder de los rebeldes sólo daba cabezadas cortas y tenía
un sueño tan liviano que cualquier ruido prácticamente inaudible le hacía dar un salto,
preparado para un nuevo combate.
Grom tenía la cabeza inclinada hacia un lado. La nube de polvo que se había
levantado con los ejercicios le hizo estornudar, antes que finalmente pudiera hablar.
—Faros, perdona esta intromisión.
Con una última estocada, Faros decapitó al emperador imaginario al que acababa de
derrotar. El filo de metal silbó al cortar el aire. Con el mismo movimiento, envainó el arma.
—¿Qué pasa ahora, Grom? —preguntó Faros con impaciencia, sin preocuparse por
el polvo.
Ruidos lejanos atravesaban las paredes y llegaban hasta la cámara: un martilleo,
voces, los rebeldes intentando hacer algo parecido a la vida normal.
—De acuerdo con los ritos, nuestros muertos ya han ardido. —El minotauro tosió
con más fuerza mientras hacía el signo de Sargonnas—. Te ruego una vez más que me
permitas organizar partidas para hacer lo mismo con nuestros enemigos, al menos con los
legionarios con que hemos combatido.
Faros respondió a la petición volviendo a desenvainar la espada. En esa ocasión se
lanzó contra el símbolo del cóndor que estaba tallado en la pared más cercana. No le había
contado a nadie la aparición de Sargonnas, y mucho menos al piadoso Grom, que habría
sido incapaz de mantener una noticia así en secreto.
—¡Déjalos donde están! Serán una buena advertencia para todo el que quiera volver
a violar nuestro santuario.
—Faros, el hedor…
—Desaparecerá. ¡Ya está desapareciendo! —Faros había soportado olores mucho
más pestilentes en sus años de esclavitud.
En realidad, el hedor azuzaba su obsesión, le recordaba que quedaban ogros por
matar, más Sahd y Golgren. Cuando no quedara ni un solo ogro con vida, quizá entonces se
ocuparía del imperio que lo había traicionado.
«No», tuvo que recordarse Faros. Había accedido a la propuesta de Bastion. Faros
no sabía si realmente deseaba que aquel pacto llegara a buen puerto, pero dejaría que el
hermano de lady Maritia lo intentara, lo que le llevó a pensar que Bastion todavía no había
partido.
Sin decir nada más, pasó junto a Grom, que seguía arrodillado. Éste se incorporó
rápidamente cuando Faros lo rebasó a grandes zancadas, pero el líder de los rebeldes no le
dio tiempo a volver a formular su ruego. En el asunto de los enemigos muertos, Faros era
imposible de convencer. El sol secaría los cadáveres y los carroñeros dejarían los huesos
limpios. Los esqueletos serían el adorno perfecto para esa parte de Kern, de lo más
adecuado para aquel reino infernal y las pesadillas que atormentaban a Faros.
Grom dio un profundo suspiro y, haciendo gala de una gran sabiduría, no siguió a su
líder. Faros recorrió los salones; las pisadas de sus sandalias sobre el suelo de piedra iban al
compás de los latidos desquiciados de su corazón. Los ojos muertos de las antiguas figuras
lo miraban desde las paredes, como si contemplaran sus pasos con cautela. El aire que
levantaba al pasar hacía estremecer las llamas de las antorchas.
Encontró a Bastion en su cuarto, una pequeña celda cuadrada que, sin duda, había
sido ocupada por los novicios. Bastion era el único que, al igual que Faros, encontraba
superfluo hasta el más mínimo ornamento. Otros minotauros intentaban evocar tiempos
mejores, vidas más agradables, coleccionando tallas que encontraban o piedras coloreadas,
pero en aquella estancia nada delataba la presencia del minotauro negro que la habitaba.
Como Faros, cuando Bastion se fuera no dejaría señal alguna de su paso.
—Así que todavía estás aquí —murmuró el guerrero de pelaje más claro—. ¿A qué
se debe el retraso? ¡Cuanto antes termine este absurdo, mejor!
—El retraso era necesario —respondió Bastion, secamente. Se echó un pequeño
morral de tela al hombro, su ración de una semana. Entrecruzada a la espalda llevaba un
hacha de doble filo—. Además, pensé que sería más sensato partir con el atardecer, cuando
fuéramos menos visibles. —Bastion se dio cuenta de que sus palabras no satisfacían a
Faros—. Estaba a punto de anunciarte mi partida.
—¿Sabes dónde encontrarla?
—Sé quién puede decírmelo. Ellos entrarán en contacto con Maritia en mi nombre.
—Bastion se encogió de hombros—. Como te dije, no puedo prometer nada. Cuando
descubra que he luchado al lado de los rebeldes, quizá Maritia me encarcele o me decapite
en ese mismo instante. Confío en que primero me escuche.
—Matar a su propio hermano sería deshonroso —apuntó el antiguo esclavo con
sarcasmo.
—Es cierto —respondió Bastion, riéndose—, pero últimamente los límites del
honor no están nada claros. —Bastion inclinó los cuernos en señal de despedida—. En
parte, yo soy responsable de que sea así.
Pasando por alto el tono filosófico del otro, Faros volvió al tema que le interesaba.
—¿Estás seguro de que quieres arriesgar tu vida en esta misión?
—Sí.
Aunque la hermana de Bastion se mostrara dispuesta a todo, Maritia y su hermano
todavía tendrían que convencer al Gran Señor Golgren. Aunque Blode estuviera en la
frontera con el antiguo reino de Silvanesti, el emisario de Kern tendría la última palabra.
Blode se había convertido en una provincia más del reino norteño de los ogros, y Kern, en
una tierra dominada por Golgren. El antaño poderoso Donnag se había transformado en una
caricatura lastimosa de sí mismo, como si alguna enfermedad que él no percibiera se
hubiera apoderado de su cuerpo. Golgren… Bastion tendría que convencer primero a
Marina; después, sería el turno de Golgren.
Pensando en los ogros, Faros añadió:
—La ruta entre Kern y Blode te alejará de las zonas más pobladas, pero te
encontrarás con patrullas. ¿Insistes en llevar sólo cuatro acompañantes?
—Todos ellos me sirvieron en algún momento en la legión. Son hábiles. Un grupo
más numeroso nos haría más visibles y más lentos. —El minotauro negro se ajustó la bolsa
y concluyó—: Pase lo que pase, no temas. No te traicionaré.
Faros levantó la espada, de manera que los ojos de Bastion quedaran a la altura de la
siniestra y lisa hoja.
—Yo no temo nada, y mucho menos la traición.
Bastion asintió e, inclinando los cuernos, salió de la habitación.
Minutos más tarde, Faros, con la espada ya envainada, contemplaba desde un hueco
en lo alto de la muralla al pequeño grupo que se dirigía hacia el suroeste. Estaba bien. Él
había cumplido con su parte; había intentado ser fiel a la memoria de su padre. Por ahora,
no podía hacer nada más.
Entonces, tuvo un presentimiento. Miró rápidamente en derredor, pero no vio a
nadie. Sin darse cuenta, Faros frotó la gema del anillo negro, el anillo de Sargonnas.
Vio una sombra fugaz con el rabillo del ojo, una figura pálida y cadavérica. Faros se
sobresaltó, siguió frotando el anillo y se concentró.
No apareció nada. Lanzando una maldición silenciosa, miró el artefacto.
—¡Vaya regalo, Señor del Cóndor! ¡No cabe duda de por qué su último dueño está
muerto!
Debería quitárselo, tirarlo. No, todavía no.
Faros agarró la empuñadura de la espada. Por lo menos, aquel regalo sí le había
hecho un buen servicio. Por la hoja había corrió la sangre de muchos ogros y de no menos
legionarios, pero seguía sin mella. Habría sido mejor que Sargonnas le hubiera dado un
millar de espadas así con las que armar a su ejército de andrajosos, pero los dioses nunca
hacían cosas sensatas como ésa.
En ese momento, le llegó un olor muy tenue que despertó en él recuerdos horribles.
Faros escudriñó la tierra que empezaba a en volverse en sombras y, por fin, descubrió una
fina columna de humo hacia el norte. Si no hubiera sido por un repentino cambio de la
dirección del viento, el olor y el humo habrían permanecido fuera de su vista.
Cuando se dio cuenta de lo que significaba aquello, se le enrojecieron los ojos.
—¡Grom!
La cólera de Faros iba en aumento mientras cruzaba el templo apresuradamente,
asustando a todo el que se cruzaba con él. Los guardias se erguían. Dos humanos que se
entretenían con un juego de piedras y palos lanzaron las piezas y se apartaron a gatas de su
camino. Todos habían sido testigos de sus explosiones de ira en el pasado y ninguno
deseaba ser el objeto de ese nuevo ataque.
—¡Un caballo! —rugió a uno de los que atendían el pequeño rebaño de los rebeldes.
La mayoría de los animales procedían de las minas o de las patrullas asaltadas.
Aquellos parias los cuidaban lo mejor que podían, aunque alimentar a los caballos era un
problema eterno, como lo era alimentarse a sí mismos.
Alguien le llevó rápidamente un caballo ensillado. Faros montó de un salto sobre el
enorme corcel de los ogros y lo espoleó hacia la puerta del norte.
Los minotauros que se encontró junto a la puerta lo aclamaron. Faros no prestó
atención a los vítores; tenía toda su atención puesta en el sinuoso camino que descendía por
la ladera. Los caballos de los ogros no eran los más veloces, ni mucho menos, pero
avanzaban con paso firme. Algunas piedras cayeron rodando mientras el animal descendía
ágilmente. No tardaron mucho en llegar al pie de la montaña.
Faros dirigió el caballo hacia el norte. Después del siguiente recodo, no les quedaría
mucho.
Un movimiento en lo alto de la cumbre captó su atención. Una silueta se deslizó
detrás de las rocas. Faros no temió sufrir ningún daño, pues el centinela que había apostado
Grom sólo tenía que dar la voz de alarma, no atacarlo. Grom había desobedecido una orden
directa, y ésa era la peor ofensa que Faros podía imaginar.
A medida que se acercaba, iba descubriendo el grado de rebeldía de Grom. Más de
doce figuras trabajaban frenéticamente para mantener encendida una pira bastante grande,
hecha con arbustos secos y otras cosas que habían encontrado en aquel paraje yermo. Otro
grupo de antiguos esclavos y soldados lanzaban pesados fardos al fuego. El olor a carne
quemada le golpeó en la cara.
—¡Grom! —bramó Faros mientras se acercaba—. ¡Grom! ¿Dónde estás?
Todos se detuvieron, mirando al líder de los rebeldes entre el estupor y el miedo.
El objeto de su furia apareció, por fin, por detrás de la pira. Grom salió de entre el
humo, empapado en sudor, y se encaminó de manera desafiante hacia Faros. El minotauro
tosía mientras se acercaba.
—Échame…, échame a mí la culpa, Faros. Esto es sólo culpa mía. Siguieron mis
órdenes y no se atrevieron a desobedecer.
Como respuesta, Faros bajó del caballo, se dirigió directamente hacia su segundo y
le pegó un fuerte puñetazo en la mandíbula. Grom cayó al suelo. Los demás observaban la
escena inmóviles, sin saber qué hacer.
—Yo también di una orden, una orden muy precisa. Tú me desobedeciste.
Grom sufrió un ataque de tos, pero por fin logró levantarse. Con los ojos llorosos, se
enfrentó a Faros.
—Mi conciencia no me permitía abandonar a los muertos, ni siquiera por ti, Faros.
¡Por lo menos, los legionarios merecían una pira! ¡No hacían más que luchar como habían
aprendido a hacer! Ellos también seguían órdenes.
—Hemos dejado a los muertos atrás otras veces. Nunca te importó tanto.
—Sí me importaba. Nunca protesté demasiado. No había…, no había muchos
motivos, ya que los dioses habían desaparecido.
Eso era. Atiesando las orejas. Faros dio un bufido.
—Y ahora los dioses ya han regresado, ¿verdad? De repente, ¿vuelves a temerlos?
—Temerlos, no… —El minotauro oscuro contestó con brusquedad—. Temerlos,
no.
Sin hacer caso a Grom, Faros miró a los demás culpables.
—¡Apagad el fuego! ¡Dejad a ésos donde están! ¡Los carroñeros celebrarán los ritos
que se merecen! ¡Ahora!
Se apresuraron a obedecer. Fueran las que fueran sus creencias respecto a los
muertos, habían jurado seguir a Faros por encima de todo. Faros entendía que Grom los
había llevado por el camino equivocado.
Grom y ese entrometido de Sargonnas.
Faros no iba a permitir que el dios se inmiscuyera en sus asuntos.
Los minotauros acabaron de apagar el fuego. Grom empezó a toser de nuevo, un
ataque de tos seca. Faros miró, disgustado, al minotauro que había sido uno de sus
seguidores más fieles. Grom había respirado demasiado humo, el necio de él. Era seguro
que había estado demasiado cerca de la pira todo el tiempo.
—Te estaría bien merecido que…
El otro minotauro se tambaleó.
Faros se echó hacia adelante por instinto y cogió a Grom antes de que golpeara el
suelo. Con los ojos húmedos y enrojecidos, Grom intentó fijar la mirada en su líder. Faros
abrió los ojos, asombrado cuando descubrió unas pequeñas pústulas de sangre bajo los
párpados inferiores del minotauro.
—Faros… —logró decir Grom—. Faros…, lo siento…
Tosió de nuevo. Le tembló todo el cuerpo y, de repente, se quedó inmóvil.
IV

EL HACHA INVERTIDA

El corazón del imperio latía con fuerza, y la suma sacerdotisa lo tomó como una
prueba del poder absoluto al que servía. Sus sirvientes fantasmagóricos vagaban por todos
los rincones, y Nephera, que veía por sus ojos, contemplaba éxito y riqueza por doquier.
Mito y la mayoría de las principales colonias que tenían astilleros trabajaban a pleno
rendimiento; los carpinteros y los trabajadores del puerto se afanaban día y noche para
reforzar la armada del imperio en permanente crecimiento. En Mito se estaban
construyendo nuevos astilleros al sur de la colonia, y Mithas también se expandía a un
ritmo vertiginoso.
Las nuevas embarcaciones fortalecerían las guarniciones y las avanzadas que se
habían establecido en todo el imperio, y mantendrían el control sobre las colonias más
lejanas. Serían una buena baza para rechazar los ataques de los rebeldes. No obstante, entre
las nuevas embarcaciones no sólo había barcos de guerra. Unos cargueros anchos, de
dimensiones colosales, cargados con alimentos y materias primas, como hierro y aceites,
viajaban regularmente a las principales colonias. Allí repartían su carga en navíos más
pequeños, que se dirigían a los asentamientos de menor importancia.
En ese momento, la distribución de alimentos estaba totalmente controlada por el
templo. Para Nephera ésa era la manera más lógica de hacerlo y, como la mayoría de los
miembros del Círculo Supremo —el órgano de gobierno a las órdenes del emperador— se
contaban entre sus fieles, le había resultado muy fácil conseguir los votos necesarios. Los
supervisores que se desplazaban hasta las colonias agrícolas se aseguraban de que todos los
campesinos llevaran sus productos y la carne directamente al puerto. Se mantenía un
registro muy detallado de las cosechas y la producción, para que, a medida que el imperio
se expandía, nunca hubiera un exceso de demanda.
La misma Nethosak era el ejemplo perfecto del logro de Nephera. Ella había hecho
realidad el sueño de Hotak. Todos los recursos de la capital se dedicaban a las necesidades
del imperio. Todos los trabajadores se consagraban a la expansión del reino. Los
Defensores dominaban a todos los niveles y se aseguraban de que se cumplieran las
decisiones de la sacerdotisa.
Sus decretos…
La suma sacerdotisa se levantó en la gran bañera de mármol que tiempo atrás habían
utilizado los sacerdotes de Sargonnas. Dos acólitas ataviadas con ropas blancas ribeteadas
en oro se apresuraron a secarla, mientras una tercera le llevó la indumentaria que utilizaba
en las ceremonias. Cuando se hubo puesto la prenda negra y plateada con la amplia capucha
descansando sobre la espalda, lady Nephera permitió que una de las sirvientas le pasara un
cepillo por la melena.
El olor a lavanda se extendió por la habitación. El vapor se alzaba del agua de la
enorme bañera redonda. En el templo había una tina con agua que siempre se mantenía
caliente para la suma sacerdotisa. El complejo sistema de tuberías que mucho tiempo atrás
había diseñado algún sacerdote ingenioso hacía posible que Nephera siempre tuviera el
agua a la temperatura deseada. Últimamente la quería cada vez más caliente, casi hasta el
punto de quemarle la piel. El pelaje de los criados había perdido el brillo por la constante
humedad, pero no le ocurría así a Nephera. Aquellos que entraban en contacto físico con
ella solían extrañarse de la frialdad de su piel. Incluso en aquel momento, recién salida del
baño caliente, se sentía como si estuviera en lo alto de una montaña azotada por el viento
frío. Tenía el pelaje suave, limpio y seco.
Poco se parecía ya a la prometida de Hotak, aquella joven hembra de minotauro,
resplandeciente y hermosa (para un ejemplar de su especie). Mucho había cambiado desde
que su esposo había ascendido al trono. La Nephera que entonces se erguía en el centro de
la cámara, mientras sus fieles la secaban con delicadeza, era una hembra de mirada
enloquecida, cadavérica e incluso repugnante. Los huesos apenas estaban cubiertos de
carne que diera forma a su cuerpo y su rostro; los larguísimos brazos terminaban en garras
más que en dedos. No obstante, sus sirvientes la atendían con una adoración embelesada,
como si realmente fuera como ella se imaginaba a sí misma, la encarnación de la belleza y
la perfección.
—Comunicad a lord Gunthin que esta noche se requiere su presencia en el templo.
Trataré con él los decepcionantes retrasos de los buques.
—Así se hará, señora —contestó la sirviente que la estaba peinando en aquel
momento.
—¿La cámara ya está preparada para mí?
—Todo está listo, señora —respondió otra, mientras le colocaba la túnica.
Nephera hizo un gesto breve con la mano izquierda. Las dos acólitas interrumpieron
sus atenciones de inmediato y se retiraron varios pasos de su augusta persona.
—Limpiad esta habitación. Lo quiero todo perfectamente limpio y ordenado —dijo.
Y añadió, murmurando para sí—: Lo quiero todo en perfecto orden…
Mientras las criadas se apresuraban a obedecer, la suma sacerdotisa empezó a
caminar hacia la pared. Aunque no miró atrás, sabía que aquellas tres no osarían observarla
mientras ella tocaba una de las piedras de la pared.
Una parte del muro se deslizaba para dar paso a un pasaje oscuro que había detrás
cuando Nephera se sobresaltó de repente. Sus ojos imperturbables centellearon y miró a su
izquierda, a una figura que sólo ella podía ver.
—¡Deja ya de mirarme con tanto reproche! —dijo lady Nephera bruscamente a la
figura.
Las acólitas se estremecieron al oírla, pero siguieron sin atreverse a mirar en su
dirección. Ellas no tenían derecho a cuestionar esas cosas.
—¡Largo de aquí! —ordenó.
Levantó una de esas manos coronadas con garras hasta la altura del pecho. De sus
dedos salió una siniestra luz verde oscuro, cuyo resplandor iluminó por un momento la
sombra de un enorme minotauro con armadura; tenía la cabeza retorcida, y las
extremidades, rotas, como si hubiera sufrido una muerte cruel. La sombra no mostró ningún
sentimiento, ni siquiera en el ojo sano, entonces apagado y sin brillo, del que antaño tanto
presumía.
La sombra silenciosa de Hotak desapareció tras su orden. Ahí debería haberse
acabado todo, pero Nephera ya había exorcizado al espíritu antes…, y su compañero
siempre regresaba. No era como Kolot, una sombra más sumisa, ni como todas las demás.
Hotak no hacía nada; únicamente aparecía y la observaba, flotando cerca. No importaba lo
bruscamente que lo echara, siempre volvía. Cuando lo enviaba a alguna misión confiando
en que fuera larga, se alegraba al verlo desaparecer. Pero volvía a materializarse poco
después; olvidaba la misión, jamás la empegaba. Era el único de sus fantasmas que se
comportaba con tal tozudez y rebeldía.
Mostrando los dientes por la frustración. Nephera entró rápidamente en el pasaje,
cuya puerta se cerró a su espalda. Durante un tiempo avanzó envuelta en una absoluta
oscuridad. Entonces, la suma sacerdotisa se detuvo ante otra pared. Sin vacilar, levantó una
mano y tocó el muro, que se abrió y descubrió su santuario, oculto en el corazón del
inmenso templo de Nethosak.
Aquella sala estaba impregnada de un intenso olor a lavanda con el fin de disimular
otros olores repugnantes que pudieran aparecer. Cuando entró Nephera, tres acólitas
inclinaron los cuernos en señal de saludo. A diferencia de las que la habían atendido
durante el baño, éstas vestían túnicas parecidas a la suya, aunque sin los adornos bordados
en plata.
—¿Está fresco? —preguntó la minotauro, aunque ya sabía la respuesta.
—Destripado hace menos de un cuarto de hora, como ordenasteis, señora
—contestó respetuosamente la que se encontraba en el centro—. Como exige el ritual.
Nephera asintió y, con el entrecejo fruncido, paseó la mirada por la estancia. Por
suerte, no había rastro de la sombra que buscaba, y recuperó la confianza.
Las tres sirvientas se apartaron. Tras ellas se alzaba un pedestal en el que
descansaba un cuenco ancho de latón con los símbolos de los Predecesores —el hacha y el
pájaro— repujados cinco veces alrededor del borde, junto a él, se encontraban otro cuenco
más pequeño y sencillo, y una toalla.
Las sacerdotisas de menor rango se apartaron al paso de Nephera, mientras ésta se
acercaba al cuenco más grande. Miró hacia el interior y sumergió las manos en su
repugnante contenido.
Una exclamación de placer salvaje se escapó de sus labios. Aunque sólo sus oídos
las captaran, varias voces le susurraban desde el recipiente. Nephera notó un cosquilleo, se
sintió rejuvenecer. Su cuerpo se estremeció, extasiado.
De su boca salieron unas palabras en un idioma desconocido para todos en el mundo
de Krynn, excepto para unos pocos. El intenso rojo del líquido no sólo lamió sus muñecas,
sino que le recorrió el brazo hasta la altura del codo. Sin embargo, ni una sola gota se
atrevió a manchar las mangas de la túnica, a pesar de que estaban completamente
sumergidas en aquella sustancia.
Por fin, con una exclamación de júbilo, liberó sus manos. Algunas gotas volvieron a
caer en el cuenco; la superficie quedó inmóvil.
—No tan fuerte como esperaba —susurró Nephera, cuyo tono irritado hizo que las
tres sirvientes se miraran con temor—, pero por esta vez está bien…
Inclinándose sobre el recipiente, inspiró la calidez que emitía el líquido. Entonces,
la suma sacerdotisa se quedó con la mirada fija. El contenido del cuenco de latón brilló.
—Muéstramelo…, muéstrame lo que deseo… Primero muéstrame… a Ardnor…
—susurró Nephera.
Sin previo aviso, el líquido perdió su color. Se volvió transparente, como si fuera
una ventana que mostrara el lugar o la persona que Nephera deseaba observar. En el interior
del cuenco apareció la imagen de una habitación, una estancia ligeramente teñida de rojo.
A pesar de lo avanzada que estaba la mañana, su hijo, el emperador, estaba
recostado en la inmensa cama redonda que ocupaba el centro de su dormitorio. Enorme
incluso para ser un minotauro, Ardnor de-Droka era un ejemplar imponente…, es decir,
cuando estaba erguido. Con aspecto de bruto, anchas espaldas y los ojos permanentemente
enrojecidos, el recién nombrado emperador era el primogénito de Nephera y el favorito de
sus cuatro hijos, aunque en los últimos tiempos le estaba haciendo perder la paciencia.
El aposento de Ardnor estaba repleto de objetos de los Defensores. El símbolo
dorado de la orden, el hacha rota, colgaba de una pared. A la derecha de la cama, sobre una
silla, descansaba su peto negro ribeteado de oro y el yelmo. De la pared junto a la que
dormía colgaban el hacha y la maza favoritas de Ardnor, al alcance de la mano. Si su hijo
había aprendido algo de la Noche Sangrienta, era que un emperador siempre debía tener un
arma a mano.
La mole musculosa rodó sobre sí misma. Al igual que todos los Defensores, incluso
se había marcado con fuego el símbolo de la orden en el pecho. Eso había sido idea de
Ardnor, un modo de comprobar el fanatismo de sus fieles.
Al otro lado yacía una hembra de pelaje castaño claro, una de las acólitas más
jóvenes del templo. Nephera resopló en señal de desaprobación tras fijarse en las copas y la
jarra de vino vacías que había en la mesita.
La suma sacerdotisa borró la imagen con un gesto brusco de la mano. Su hijo había
ascendido al trono gracias a ella, pero tenía cierta tendencia a actividades poco
recomendables. Era necesario que mantuviera otra charla con él, para devolverlo al buen
camino. Nephera se encargaría de que se conviniera en el mejor emperador con que pudiera
haber soñado la raza de los minotauros.
Pensó para sí que gran parte de lo que había hecho lo había hecho por Ardnor. No
por Hotak, no; ni siquiera por sí misma. Se echaba sobre los hombros el manto del poder
sin desearlo, solamente para ayudar a Ardnor.
La suma sacerdotisa se llevó una mano al pecho y alzó los ojos hacia los símbolos
de la orden que colgaban del muro principal entre sombras. El ave fantasmagórica y el
hacha rota se cernían sobre ella. Nephera recordó el sueño en el que, por primera vez, había
sido bendecida por la fuerza que esos símbolos representaban… y recordó con amargura la
noche en que le habían arrancado del alma el poder sin la más mínima señal.
Había sido la noche en que las estrellas habían regresado, las constelaciones que
muchos consideraban la señal de que los dioses habían vuelto. Nephera no había sentido
ese regocijo. Los dioses podían haber desaparecido o no, pero al mismo tiempo la fuente de
su magia había desaparecido por completo. El vínculo se había roto, los dioses —todos los
dioses— se habían desvanecido, y la suma sacerdotisa se había sentido más desvalida que
nunca.
Aquella misma noche, Nephera se había encerrado en su santuario. No había
admitido ninguna visita, ni siquiera la de Ardnor, que constantemente buscaba su consejo,
incluso entonces, pese a ser él quien ocupaba el trono. Hasta a su amado hijo había negado
la entrada.
Apenas bebía, comía menos. Lady Nephera pasaba los días tumbada en el estrado,
bajo los símbolos de los Predecesores, con el estómago encogido y la vista nublada. Con el
pensamiento más sencillo, la cabeza empezaba a palpitarle, pero no cesaba de suplicar que
su dios volviera a ella de la manera que fuera. La suma sacerdotisa ni siquiera sabía el
nombre con el que invocar a la deidad desaparecida, aunque tenía sus sospechas. Por eso,
después de cinco días de desesperación, Nephera, por fin, se había dirigido a la que creía su
diosa.
—¡Takhisis! —había gritado—. Reina del Abismo, ¿me has abandonado?
Ni siquiera con esas palabras tan audaces había conseguido Nephera una señal. La
diosa no había descendido, ni le había hablado en sueños. Takhisis, si realmente se trataba
de ella, había abandonado a la minotauro para siempre.
No quedaba aceite en las lámparas, las velas se habían consumido. La madre del
emperador se había hecho un ovillo en medio de la oscuridad, ni dormida ni despierta. El
frío se le metía en los huesos, pero no le importaba. De repente, la muerte se había
convertido en algo atractivo.
Entonces…, entonces una presencia rasgó la mortaja que envolvía su mente y su
alma. Al principio, Nephera se había negado a establecer ninguna comunicación, temerosa
de que su imaginación enloquecida le estuviera gastando una broma pesada. Cuando, en
vez de desaparecer, aquella sensación había impregnado cada fibra de su ser, la afligida
sacerdotisa se había sentido extasiada. Nephera había luchado por alejarse del abismo que
la devoraba por dentro y se había entregado a esa nueva fuerza prodigiosa.
—He oído tus lamentos… —había resonado una voz en su cabeza. La otra voz era
neutra, pero ésa dejaba traslucir un tono masculino—. He venido para ofrecerte tu
salvación…
—¡Sí! —había exclamado la minotauro—. ¡Por favor! ¡Soy tuya!
Nephera no había tenido ningún recelo en entregarse tan rápida y entusiásticamente
a una nueva deidad.
—Has sido abandonada. Tu alma ha sido condenada a la muerte a pesar de tu
lealtad absoluta…
La minotauro había sentido una ola de rabia hacia su antigua señora. Sí, ella había
servido sin vacilar, se había asegurado de que nada ni nadie, absolutamente nadie, se
interpusiera en el camino señalado. Había consagrado todos sus esfuerzos al servicio de sus
deseos y, a cambio, lo que había recibido era desprecio.
—Si…, aliméntate de eso…,refúgiate en eso… Ella te dejó sin nada…
¿Ella? Esa palabra, por fin, confirmaba sus sospechas. Ella. Entonces, no cabía duda
de que era Takhisis. La creciente ira de Nephera se había ido convirtiendo en deseos de
venganza. Si hubiera podido, habría cogido a la diosa por el cuello y la habría
estrangulado…
—La Reina está muerta… Tu venganza se ha cumplido…
—Estoy… agradecida.
Nephera no podía más que dar por hecho que su nuevo dios había participado de
alguna manera en la destrucción de Takhisis. Eso no hacía más que aumentar su deseo de
servirle mejor que nunca.
—Puedo prometerte todo lo que tenías y más, mi suma sacerdotisa, más poder del
que día podría haberte ofrecido. Lo único que tienes que hacer es entregarte a mí como te
entregaste a ella…
Nephera tampoco había dudado esta vez.
—¡Sí! ¡Sí! ¡Así será!
En la negrura que cubría su mente habían aparecido dos ojos fríos, que, de repente,
se habían encendido llenos de vida. Carecían de pupilas y estaban teñidos de un tono verde
que a Nephera le había recordado una tumba putrefacta; pero eso no había despertado en
ella ningún temor.
—Ven a mí… —le habían ordenado los ojos—. Ven…
Nephera había sentido que su espíritu se desligaba de su forma mortal. Se había
elevado hacia aquellos ojos, extasiada por lo que le ofrecía el dios. Las órbitas ocupaban
toda su visión.
—Conocerás a tu señor, minotauro, y entonces entenderás mi supremacía sobre
todos los seres vivos… y muertos… ¡Mira! ¡Míralo bien…!
No podría haber apartado la mirada de esos ojos aunque hubiera querido. Al
principio, Nephera sólo se había visto a sí misma reflejada en aquellas inquietantes esferas
verdes, pero de repente su rostro había desaparecido y, en su lugar, había visto una esbelta
estructura solitaria, una torre metálica sin brillo.
—Ahora ya me conoces, Nephera de la Casa de Droka.
Era cierto. La suma sacerdotisa lo conocía, pero eso no había aplacado su ansia.
Nephera se había entregado a una fuerza que había resultado ser la Reina de la Oscuridad.
¿En qué se diferenciaba entonces su decisión?
—Jura ser mía, en alma y cuerpo… y tú serás mi voz, mi mano, mi reencarnación
mortal. Jura, minotauro, jura…
—¡Sí! ¡Por mis ancestros, sí! ¡Haz míos tus dones! ¡Te lo ruego!
Los ojos se habían cerrado y habían arrojado a Nephera al vacío, pero no por mucho
tiempo. Una esfera color esmeralda oscuro había explotado delante de ella. La minotauro
apenas había tenido tiempo para darse cuenta de lo que pasaba cuando una forma larga y
serpenteante había nacido de su centro.
Era una mano más esquelética incluso que la suya, cubierta con una piel seca teñida
del color del musgo. Se había lanzado a su pecho con tal velocidad intentando arañarla que
Nephera la había rechazado. La había esquivado una y otra vez dando alaridos, no de dolor,
sino de temor a no recibir todo lo que ansiaba.
Lo siguiente que recordaba la suma sacerdotisa era que volvía a yacer en su
santuario. Sin embargo, entonces las lámparas lucían a pesar de no tener aceite y una llama
vacilaba sobre el cabo de las mechas consumidas. Nephera había estudiado la cámara y
había descubierto la presencia singular de un fantasma que le era familiar, un fantasma que
olía a mar putrefacto, que vestía una andrajosa capa de marino que no ocultaba su carne
quemada y desgarrada. La boca desfigurada no se había movido, pero la voz del espectro se
había alzado hasta alcanzar los pensamientos de Nephera, de forma parecida a como lo
había hecho el dios.
—Señora… —dijo el fantasma de Takyr en tono respetuoso—, estamos listos para
recibir tus órdenes…
Mientras Takyr pronunciaba esas palabras, se le había unido una hilera interminable
de sombras. Todos los espíritus que habían servido a la suma sacerdotisa y que se habían
desvanecido con la aparición de las estrellas, todos regresaban a ella. Volvían a ser suyos.
Había sentido un nudo asfixiante en el pecho, en el punto exacto donde la mano la
había tocado. Recordando otro tiempo, otro dios, Nephera se había incorporado ágilmente y
había pasado de manera apresurada entre las figuras expectantes. Había corrido a sus
habitaciones privadas, buscando un espejo. Entonces, empujada por una fascinación
pavorosa, la minotauro se había abierto la túnica lo suficiente como para descubrir, sólo
ante sus ojos, el símbolo de los Predecesores que su antiguo dios le había marcado en la
piel.
Nephera había ahogado un grito y el espejo había resbalado de su mano. Se había
roto en mil pedazos; el sonido había resonado en la estancia de piedra. El ave había
desaparecido. En su lugar, la suma sacerdotisa acariciaba con devoción el símbolo del
hacha, que ya no estaba rota. En vez de estar de pie, estaba al revés y parecía oxidada.
Había vuelto a ver la imagen de la torre, la torre opaca que, según se daba cuenta
entonces, se asomaba a un precipicio sin fin. Una torre de bronce sin brillo, el símbolo de
su señor, al igual que la marca que ella llevaba en el pecho.
—Morgion.
Lady Nephera salió de su ensimismamiento y volvió a tocar el contenido del
cuenco. La fuerza de la sangre casi se había extinguido. Pronto necesitaría una reserva
fresca, sobre todo para lo que estaba planeando. Pero, para una visión más, con lo que
quedaba sería suficiente.
—¡Acudid a mí! —exclamó, pero no se dirigía a sus acólitas.
Al momento, su santuario se llenó de varios muertos.
Eran jóvenes y viejos, enfermos y sanos, provenían de todas las capas de la sociedad
de los minotauros. Algunos conservaban el rostro y el cuerpo intactos, pues habían tenido
una muerte relativamente pacífica. Sin embargo, otros muchos habían muerto de forma
violenta y su imagen macabra reflejaba fielmente cuál había sido su final. Los muertos
acudían a la llamada de Nephera en la forma exacta en que habían perecido. Los guerreros
del campo de batalla tenían heridas abiertas y sangrantes en el cuello y el pecho, y a más de
uno le faltaba alguna extremidad. Cráneos machacados, desfigurados, a veces tanto que era
imposible decir si se trataba de un minotauro. Pero aquellos que habían muerto lejos de la
batalla no eran menos espeluznantes. Devorados por las llamas, consumidos por la fiebre o
alguna plaga, también parecían sacados de una pesadilla.
Para Nephera no eran más que las herramientas de su magia. Se alimentaba de ellos,
de ellos absorbía la magia que habían recogido en el mundo… Y entonces, señaló hacia el
recipiente.
La sangre empezó a borbotar. En el centro, una imagen se formaba con gran
esfuerzo. Volvía a desdibujarse, pero la determinación de la suma sacerdotisa avivó el
hechizo y consiguió que la visión acabara de materializarse.
Emitió un grito entrecortado. Vio una matanza, sí, algo que Nephera esperaba, pero
la mayoría de los muertos que salpicaban el paisaje no eran rebeldes, sino los mejores
guerreros del imperio. Los cuerpos desmembrados y putrefactos se extendían hasta donde
sus ojos alcanzaban a ver. Eran la prueba de una derrota como nunca jamás se había
producido en la historia de su raza. Con un rugido, la suma sacerdotisa se alejó del cuenco,
buscando ansiosamente entre los fantasmas. A pesar de lo espeluznantes que ellos mismos
eran, aquellos espectros se echaron a temblar, temerosos, bajo su mirada torva.
Fila tras fila, Nephera buscó al causante de su cólera, hasta que, incapaz de contener
su ira por más tiempo, gritó:
—¡Bodar! ¡Sé que tienes que estar aquí! ¡No le escondas! ¡Te lo ordeno!
De una de las filas salió a regañadientes un espectro, el general de los Defensores
que lideraba a los Escorpiones. Como el resto de minotauros muertos, su espíritu acudía sin
remedio a la llamada de Nephera. Los muertos no tenían otra opción, pues era la voluntad
de la suma sacerdotisa y del dios al que ella veneraba.
El general Bodar se movía muy despacio. Mantenía la cabeza gacha, y los cuernos
inclinados hacia un lado en señal de respeto. A primera vista, parecía que estaba intacto;
ninguna herida se abría en su pecho ni en el cuello.
—¡Mírame! —le ordenó, Nephera, furiosa.
Bodar levantó la vista, vacilante…, para mostrar así el lado derecho del rostro
destrozado, incluido el hocico.
Con una mueca de desprecio, la suma sacerdotisa declaró:
—¡Me has defraudado, Bodar! ¡Te prometí tanto y tú me has fallado! En esto no
admito ninguna excusa.
La sombra se onduló, muestra del terror que sentía.
—Takyr…
De entre la multitud se destacó el terrible fantasma que olía a mar podrido; la
harapienta capa de marino era una inmensa sombra que se retorcía. El semblante
desfigurado de Takyr mostraba su impaciente entusiasmo.
—Señora…
—El general Bodar ya no es de ninguna utilidad para mí, ni vivo ni muerto.
Los pliegues ondulantes de la capa de Takyr se abrieron para envolver al otro
fantasma. Bodar chilló, aunque ningún otro ser vivo aparte de Nephera podía oír sus gritos
desesperados.
Takyr abrió los brazos para abrazar a la sombra menor y la capa los cubrió a ambos,
cortando en seco el chillido de Bodar.
Olvidado ya el desventurado general, la suma sacerdotisa volvió a contemplar la
escena de la matanza. Sus ojos inyectados en sangre escudriñaban el exterminio de sus
mejores legiones y de una horda de ogros. Nephera frunció el entrecejo, furiosa por aquel
último revés. Observó el antiguo templo; deseaba acercarse más, atravesar sus muros con la
mirada. Pero como siempre, el intento de la suma sacerdotisa por adentrarse en la fortaleza
de los rebeldes fue inútil. Se quedaba bloqueada en la entrada abovedada. Al otro lado de
los muros, sólo percibía un vacío negro, y sentía que estaba burlándose de ella.
—¡No me rechazarás! —bramó, pero a pesar de tal afirmación y de todo su poder,
la visión no se alteró.
Hizo un movimiento brusco con el brazo y lanzó al suelo el cuenco y su contenido.
Ese gesto hizo que las tres acólitas huyeran corriendo y que la horda fantasmagórica
retrocediera. Incluso Takyr, que ya había acabado su espantosa tarea, se estremeció ante la
intensidad de su ira.
Entonces, la suma sacerdotisa sintió una suave caricia en el alma. Su cólera se
desvaneció de inmediato, y en su lugar, brotó la adoración. Miró hacia la oscuridad vacía y
vio la torre de bronce y, en su interior, una figura encapuchada sentada en un trono en
ruinas.
—He oído tu furia, he oído tu ruego…
—Hice lo que me dijiste: ordené a mi hijo que enviara una legión poderosa y
también un contingente de ogros sedientos de sangre para que dieran caza a los rebeldes…,
¡en especial, a ese que él protege!
—Y ahora todos están muertos, los soldaditos y las bestias…
Agachó la cabeza. Nephera sabía que su dios era implacable, un dios que, en cierta
manera, la castigaba por ofensas más insignificantes que su deidad anterior.
—No agaches la cabeza —le dijo Morgion—, pues sólo has hecho lo que yo te
ordené. El enemigo ha sido medido, los preparativos están listos. Tus legionarios y sus
antiguos aliados han cumplido su cometido. Sin saberlo, llevaban consigo mi beso y ahora
se lo han transmitido a nuestros enemigos. Ya está actuando. Lo que debe ser no tardará
en llegar, no debes dudarlo. Estate preparada, pues cuando se ordene que debes actuar,
tendrás que hacerlo con todo el poder que te entregué…
Con esas palabras, el dios desapareció de su mente.
Lady Nephera estaba radiante mientras meditaba sobre aquella palabras. No había
fracasado. Simplemente, su dios no se lo había contado todo. No había mencionado el
hechizo que había ocultado entre los legionarios y que éstos habían transmitido a los
enemigos, totalmente desprevenidos.
—El Beso de Morgion —murmuró Nephera, sonriendo—. Sí, estaré preparada, mi
señor. No fracasaré. Los rebeldes caerán… Él caerá…
Parpadeando, la suma sacerdotisa, por fin, se fijó en el segundo cuenco. Alargó los
brazos hacia él, limpiándose antes la espesa sustancia de las manos. Su mirada imperiosa se
posó sobre las acólitas.
—¡Prestad atención!
Con sus sirvientas prestas a obedecer, Nephera reflexionó sobre su siguiente
movimiento. Tantas cosas la esperaban.
Las listas eran interminables. Jamás se alcanzaría la perfección del reino mientras
hubiera algunos que no se entregaran tanto como podían. Incluso en Nethosak, la suma
sacerdotisa siempre encontraba a más de uno que carecía del espíritu necesario.
Al día siguiente, los Defensores inspeccionarían los barrios designados, detendrían a
los holgazanes y a los sospechosos de ser enemigos del estado, cuyos nombres había escrito
en un pergamino. Las últimas listas ocupaban más de tres hojas, y aún faltaban más.
Nethosak, más que ninguna otra ciudad, tenía que dar lo máximo de sí misma.
Al volverse, se encontró a Takyr en su camino. Atieso las orejas, consciente de que
debía de tener una razón muy importante para una ofensa así.
—¿Alguna noticia?
Takyr tenía la cabeza gacha, muestra de que, a pesar del lugar especial que ocupaba,
sabía que él también podía ser castigado si la suma sacerdotisa así lo decidía.
—Señora…, señora…, ojos lo han descubiertos por fin…, lo han descubierto…
Supo de quién hablaba al instante.
—¿Dónde? ¿Cómo? ¿Cómo me ha eludido tanto tiempo? ¡Tráeme su espíritu!
—No puedo… —El pavoroso fantasma se atrevió a alzar la mirada—. Está vivo.
—Vivo… —Sus sospechas resultaban ser ciertas. Como todas las sombras, él
debería haber respondido a su llamada si hubiera estado muerto—. ¿Dónde?
—Junto a los rebeldes de Kern…, con el oculto, según parece…
¡Los rebeldes! Había rumores, pero ella había sido incapaz de creerlos… Sin
embargo, su semblante no mostró emoción alguna.
—¿Y ahora?
La amplia capa de Takyr revoloteó, muestra de su desasosiego.
—Por eso pude encontrarlo. Tu hijo se aleja de la fortaleza, señora, sin duda se
dirige hacia otro de tu sangre.
¡Sólo podía ser Maritia! De repente, Nephera perdió todo el interés en las listas.
Bastion, del que se creía que se había ahogado, no sólo cabalgaba en busca de su hermana,
sino que aparentemente partía de la compañía del misterioso líder de los rebeldes, Faros.
Bastion… ¡un rebelde!
No había habido ninguna señal de él desde que un asesino había intentado matarlo
en su barco. Ardnor había enviado a uno de los Defensores en los que más confiaba y aquel
inútil había fallado, así que Bastion se había escapado. Ahora, por lo visto, había elegido al
enemigo antes que a su propia familia. Era intolerable.
Tenía que estar segura. Apretó los puños hasta que los nudillos se quedaron tan
blancos como el hueso. Tal vez Bastion, antaño un fiel oficial de las legiones, sólo llevara
información a Maritia. La información podía referirse a la plebe de Kern y al resto de
rebeldes que estaban dispersos por el Mar Sangriento y el océano Courrain.
Nephera necesitaba saber más. Se le ocurrió una idea. Sabía de alguien
especialmente adecuado para tratar con Bastion, sin importar cuál fuera la verdad. Después
de todo, ya le debía muchas, muchas cosas. Le ordenaría que siguiera a Bastion y que
descubriera lo que debía hacerse por el bien del imperio.
Con ese pensamiento, la suma sacerdotisa miró en derredor, pero no vio la sombra
de su esposo por ninguna parte. Nephera lo interpretó como una señal de que su impulso
era el correcto, el único posible.
—Ha llegado la hora de que pagues parte de tu deuda, Gran Señor —susurró,
poniendo en orden sus pensamientos para preparar el mensaje que no tardaría en
enviarle—. Éste es el momento…
V

TRAICIÓN DE SANGRE

Debería estar muerto. Entre los ogros, la pérdida de una mano solía ir unida a la
pérdida del respeto y del rango, y entre la casta dirigente, esto último solía significar que un
rival poderoso podía hacer añicos la cabeza del ogro lisiado y caído en desgracia.
Aunque en los últimos meses dos ambiciosos señores de la guerra habían internado
recurrir a esa tradición de traspaso de poder —y habían sufrido tina muerte terrible por
ello—, Golgren había salido ileso. Más importante aún: su dominio sobre Kern y Blode,
aunque ejercido con una sola mano, no había hecho más que aumentar.
La trápala de los cascos y el chirrido de las ruedas acompañaban su viaje en
caravana por el terreno escabroso. Los caballos y los carros cubiertos con lonas levantaban
nubes de polvo, que formaban una estela gris al paso de los guerreros. El hedor del sudor de
los caballos ahogaba a Golgren, pero era un olor mucho más soportable que el que habría
sufrido de haber cabalgado entre sus seguidores, cubiertos de sudor y faltos de un buen
baño. Con su única mano alcanzó el morral que llevaba colgado en el cinturón y sacó un
pequeño frasco de cristal azul, de forma ovalada, con el tapón sujeto por una fina cadena de
oro. Después de abrirlo, se acercó el bote a la nariz y respiró profundamente. La esencia de
flor de jazmín envolvió su nariz. El perfume, procedente de las ruinas de la morada de un
distinguido elfo, logró cubrir los olores más fuertes por un momento.
El Gran Señor atravesaba Blode sin preocuparse por si se adentraba en el vecino
dominio de los ogros. En los viejos tiempos, aquello habría desatado una cruel guerra entre
las tribus rivales, pero eran tantas las cosas que habían cambiado en los últimos años.
Primero, habían sido los humanos, los Caballeros de Neraka, los que habían unido a
los ogros al invadir los dos reinos en sus ansias de expansión. Esa invasión había
catapultado a Golgren al poder, puesto que había sido más astuto que aquellos necios que
servían al Gran Kan.
Después fue el turno del Uruv Suurt —el minotauro— llamado Hotak. Su ambición
era el reflejo de la de Golgren. El ogro había aprovechado los planes del minotauro para
ganarse adeptos a su causa, sus congéneres se sentían defraudados por los fracasos del Gran
Kan.
El hecho de que se hubieran unido a él a pesar de sus diferencias era prueba del
carisma y la influencia de Golgren. Era evidente que tales cualidades no se reflejaban en su
estatura. No era alto para la media de su pueblo y, aun completamente erguido, la mayoría
solía sacarle una cabeza. Además, Golgren era de constitución delgada y sus rasgos eran
muy diferentes de los de los otros ogros, pues tenía el rostro más afilado y menos plano. La
nariz chata se parecía mucho a la de los humanos y, en vez de colmillos, Golgren no tenía
más que dos protuberancias, conseguidas después de mucho limar. Lucía una espesa
melena negra leonina, limpia y bien cepillada. El mismo Gran Señor se bañaba a menudo,
aunque para ello tuviera que obligar a sus seguidores a cargar con dos carros más para
transportar el agua, y utilizaba un perfume almizcleño para disimular su olor personal.
Sus ropas eran resistentes, pero con un cuidado acabado. Aquella jornada vestía una
larga capa color arena sobre una elegante túnica en un tono similar. La faldilla de piel y tela
que le cubría hasta la altura de las rodillas era de diseño minotauro y, a diferencia de la
mayoría de los ogros, calzaba sandalias con cintas de piel que trepaban por las pantorrillas.
Había quien afirmaba que por las venas de Golgren corría sangre elfa, pero nadie se
atrevía a decirlo delante del Gran Señor. Era cierto que en sus ojos se vislumbraba la
existencia de ancestros desconocidos, pues bajo las espesas cejas castañas, a diferencia de
todos los demás ogros, sus ojos eran almendrados y de un intenso verde esmeralda. Fuera
como fuera, nada se escapaba a aquellos ojos, y cuando se enfrentaban a las oscuras pupilas
despiadadas de sus congéneres, jamás se amedrentaban.
Parecía que Golgren había salido de la nada. Había ascendido velozmente entre los
seguidores del Kan y había arrebatado el poder al señor de Kern, mientras éste se dedicaba
a inhalar el adictivo aroma de la flor de grmyn. El resto de los rivales no habían tardado en
correr la misma suerte. A pesar de Donnag y de la traición de los titanes, se había hecho
con el dominio de Blode con la misma premura, aunque en esa ocasión había necesitado un
poco de ayuda externa, ayuda de la que a veces renegaba.
Tras el Gran Señor se sucedían filas y filas de embrutecidos guerreros armados con
mazas, hachas, lanzas y otras armas más originales. Se alternaban las hileras de altos
guerreros de Kern, desarmados, que se distinguían por su pelaje gris, con las filas de los
habitantes de Blode, más bajos y normalmente de pelaje más castaño y oscuro, que se
cubrían con peto y yelmo. Las hileras alternas evitaban que unos y otros se abalanzaran
sobre sus aliados, pues si sentían el deseo de atacar no tardarían en recordar que tenían a los
compañeros de su víctima justo detrás. Tal vez en ese momento los ogros fueran aliados,
pero Golgren no era ningún tonto. Confiaba en su propia raza menos que en los minotauros.
Flanqueando la horda de ogros por todos los lados, y aumentando
considerablemente su tamaño, avanzaban pesadamente los mastarks, los enormes
monstruos de la guerra, de grandes colmillos, que dejaban un insoportable olor a su paso.
Entrenados para que estuvieran siempre alerta, no dejaban de olisquear el aire con las
prensiles y serpenteantes trompas. Sobre cada uno de ellos iban montados dos cuidadores,
uno detrás del otro. El segundo iba armado con un arco y un carcaj, y de las correas de piel
que cruzaban el lomo del animal colgaban más flechas. Los mastarks llevaban cascos de
hierro con dos pinchos, que sabían utilizar muy bien en combinación con los colmillos.
Aquellos monstruos eran otra de las razones por las que los guerreros avanzaban a
buen paso, pues los inmensos pies planos de un mastark podían aplastar a un ogro. A cada
paso de las bestias seguía un sonido atronador, tal era la fuerza de aquellas criaturas. Por si
no fuera suficiente para mantener a los guerreros a raya, en los extremos avanzaban,
siempre bajo el restallido del látigo, varios merodracos hambrientos y silbantes. Los
inmensos reptiles se utilizaban para seguir el rastro del enemigo, pero también eran muy
aficionados a ocuparse de cualquier elemento subversivo en sus propias filas. En cuanto
había el más mínimo signo de desobediencia, los cuidadores lo aplacaban con aquellas
bestias de colmillos afilados. Quizá el ejército de Golgren careciera de la disciplina y el
entrenamiento del de los Uruv Suurt, pero sabía perfectamente cómo intimidar a sus
guerreros y ejercer un control absoluto sobre ellos.
El ejército había estado barriendo el tortuoso terreno al sur de Blode, en teoría
dando caza a pequeños grupos de elfos que se habían internado en aquellas tierras
inhóspitas para atacar a los conquistadores de Silvanesti. Aquellos días era Golgren quien
se volvía con avaricia hacia el exuberante reino verde, con el recuerdo vivo de las ricas
tierras que tan poco tiempo habían pertenecido a su raza durante los primeros días de la
invasión. Los Uruv Suurt no habían tardado en enviar más legionarios para garantizar su
dominio en la frontera norte de Ambeon. En comparación, las tierras de los ogros eran
baldías e inhóspitas.
Golgren sacó los dientes —unos dientes afilados y amarillentos de carnívoro que, a
pesar de todos los tratamientos cosméticos, seguían distinguiéndolo claramente como
miembro de aquella raza poco agraciada— y ladró una orden brusca al jinete que cabalgaba
junto a él.
El ogro con peto se llevó a la boca el cuerno curvo de una cabra y tocó dos notas
ásperas. En ese momento, Golgren y quienes lo acompañaban más cerca detuvieron sus
monturas, imitados por la gran columna que los seguía.
El sol empezaba a caer. A diferencia de los minotauros, que habrían formado
pelotones, habrían enviado varios exploradores y habrían mirado debajo de cada roca en
busca de enemigos, los ogros sencillamente se detuvieron y se dejaron caer al suelo. Los
cuidadores soltaron a los mastarks y a los merodracos para que buscaran comida. Los dos
tipos de animales eran muy hábiles a la hora de encontrar forraje en aquellas tierras yermas,
a pesar de lo grandes que eran. Los reptiles de sangre Iría, especialmente, podían pasar
largas temporadas sin una buena presa. Los guerreros se diseminaron en pequeños grupos y
empezaron a buscar la carne seca que llevaban para las jornadas de viaje. Muchos se
entretenían con juegos de azar, lanzando fichas de hueso con marcas a los lados o
apostando en combates de lucha libre. Otros simplemente se tumbaban en el suelo y se
dormían.
—¡Harem i kyat! —ladró Belgroch.
Belgroch era el ogro de ojos pequeños y brillantes que se ocupaba de las
necesidades de Golgren, en concreto de levantar y organizar su tienda. Ese ogro fornido era
la versión aún más fea de su hermano mayor, Nagroch, el ogro con cara de sapo que era el
segundo de Golgren. Ambos eran naturales de Blode, pero hacía mucho que se habían
unido al Gran Señor. Esto, naturalmente, no quería decir que no estuvieran dispuestos a
cambiar de bando si el ogro manco caía en desgracia.
Belgroch desmontó, cogió un látigo trenzado con nueve afilados pinchos de metal y
lo restalló hada el segundo carro de los dos que tenía detrás. De la parte trasera, cubierta
con una lona en la que todavía se distinguía el emblema de los solámnicos, saltaron dos
ogros de Blode. Armados con espadas, gritaron hacia el interior del carromato.
El tintineo de las cadenas anunció la aparición de una docena de figuras harapientas.
Uno a uno, los famélicos esclavos —tanto humanos como elfos— arrastraron sus
castigados cuerpos fuera del carro. La mayoría estaban tan mugrientos como los ogros y
tenían la piel cubierta de erupciones por culpa de las enfermedades y de los latigazos. Sus
ojos estaban apagados; hacía tiempo que les habían arrebatado toda esperanza e ilusión por
vivir,
—¡Harum i kyat! —repitió Belgroch, señalando hacia el otro carro.
Los esclavos empezaron a caminar arrastrando los pies; algún gemido aislado
acompañaba sus movimientos. Por la parte trasera del primer carro empezaron a descargar
la estructura de madera y la piel moteada de cabra que cubría la tienda de Golgren.
Mientras los humanos y los elfos levantaban el armazón a golpe de látigo, Nagroch,
que se había adelantado con una pequeña partida, volvió junto a su señor.
—Ninguna armadura —informó en voz baja el repulsivo ogro, marcado por la
viruela, en su mejor común, refiriéndose a los solámnicos y a los Caballeros de Neraka.
Golgren exigía a todos aquellos que lo servían en su círculo más cercano que
aprendieran esa lengua tan extendida. En aquella época, el común era el idioma de la
civilización, y Golgren se consideraba tan culto como los reyes más poderosos del oeste o
como sus propios ilustres ancestros.
—Ninguna oreja puntiaguda —añadió Nagroch, utilizando su término personal para
los elfos—. Los exploradores dicen que tampoco ningún Uruv Suurt.
Después de una jornada entera bajo el sol abrasador, ataviado con un yelmo abierto
y un peto oxidado, Nagroch apestaba más que de costumbre. Se acercó, mostrando los
dientes marrones cubiertos de restos de comida en una amplia sonrisa.
—Ningún Uruv Suurt en varios días al sur. Podríamos desviamos al sur, como un
accidente, y…
Golgren le lanzó una mirada reprobadora, y el teniente se detuvo a mitad de la frase.
—No volverás a hablar de eso, ¿entendido?
Los ojos entrecerrados y fríos hicieron que el otro, mucho más fornido, se
estremeciera. Los dos eran perfectamente conscientes de que, incluso con una sola mano,
un Golgren furioso podía terminar con Nagroch de un solo golpe.
—Nunca más…, a no ser que yo lo diga…
El Gran Señor se colocó una cadena que llevaba al cuello. Al hacerlo, un objeto
voluminoso se movió bajo la túnica. Nagroch hizo una mueca; su piel llena de manchas
palideció.
—¡Si, amigo Golgren, sí! ¡No hagas caso a este tonto! ¡Una broma, sólo eso!
La llegada de Belgroch lo libró de más reprimendas. El hermano más joven se
inclinó tanto como su corpulencia le permitía.
—¡Gran Señor, la tienda está lista! —anunció.
Golgren asintió y, sin volver a mirar a ninguno de los dos, se dirigió a la estructura
circular. La tienda tenía la altura de un ogro y medio, y era tan espaciosa que podría haber
albergado cómodamente a una docena de guerreros corpulentos. Un trozo curtido de la
gruesa piel gris de un mastark hacía las veces de puerta. Los esclavos que la habían
montado se habían arrodillado cerca de la entrada, con los brazos extendidos hacia adelante
y el rostro aplastado sobre el suelo polvoriento. Dos guardias con látigos los vigilaban con
cautela; temerosos, ellos también inclinaron la cabeza en señal de respeto hacia Golgren.
El Gran Señor se agachó un poco para entrar. Miró con satisfacción el interior de la
tienda, donde los esclavos ya habían dispuesto todas sus pertenencias. Una lámpara de
aceite iluminaba el espacio colgada en el centro del techo. Gruesas pieles cubrían cada
centímetro de suelo. Varios pellejos de agua y vino descansaban sobre una pequeña mesa
ovalada, cuyas patas de madera se plegaban para llevarla en los viajes.
Una joven elfa, apenas cubierta con una piel de cabra, se deslizó en la tienda detrás
de él. En contraste con los demás elfos, su delicada piel de marfil no tenía mácula, y su
larga melena estaba recién lavada y cepillada. Incluso olía al mismo aroma de jazmín que
llevaba el Gran Señor, algo lógico, pues el perfume y la joven procedían de la misma casa.
A pesar de tener los tobillos y las muñecas encadenados, la esclava de cabellos de plata se
movía graciosamente. Aunque era seguro que su edad se contaba por siglos, parecía una
niña a punto de entrar en la edad adulta. Sus enormes ojos, casi cristalinos, estaban
sombreados por largas pestañas y las líneas de su rostro estaban elegantemente dibujadas.
Cuando Golgren levantó d brazo, ella se inclinó y le quitó el cinturón y la vaina de
la espada. A un lado de la tienda, el hacha de doble filo del ogro descansaba sobre un cojín
de piel, como si fuera un niño consentido. La elfa colocó la espada de Golgren junta al
hacha y se dirigió de manera presurosa a una mesa baja que había en el otro extremo. Sobre
ella aguardaban tres rollos pequeños de pergamino y la pluma afilada de un cóndor. A la
derecha de la pluma había un frasquito cuadrado de tinta, con el martín pescador de los
solámnicos tallado en un lateral.
El Gran Señor se acomodó sobre las pieles. Alargó el brazo mutilado hacia la elfa,
que con gran delicadeza desenrolló la seda que cubría el muñón. Los rasgos perfectos de la
joven se contrajeron en una mueca involuntaria cuando por fin descubrió lo que se ocultaba
bajo la tela teñida.
Golgren se echó a reír al notar su evidente disgusto, lo que provocó que la elfa diera
un grito ahogado. Con un gruñido, le ordenó que continuara.
Cuando apartó la última venda de seda, salió a la luz la gravedad de la herida. La
hoja había hecho un corte muy limpio, pero para no desangrarse, el Gran Señor había
cogido una antorcha y se había cauterizado la herida en medio del campo de batalla. No
lanzó ni un solo grito mientras las llamas cerraban la herida, pero al acabar, tenía la túnica
manchada de sangre de los labios y la lengua. Con el muñón quemado pegado al torso,
Golgren había sacado unos pétalos secos de grmyn del morral y los había mascado para que
su efecto narcótico aliviara, que no borrara, la agonía. Durante toda una semana, el ogro
había tomado los pétalos en secreto, hasta que se sintió preparado para aceptar el dolor.
Entonces, dejó de recurrir a aquellas flores adictivas. Para sus seguidores, Golgren había
hecho una especie de milagro, pues a partir de aquel momento no había mostrado ningún
malestar por la herida. De hecho, él mismo se había comportado con naturalidad respecto a
su muñón y había demostrado que era un hecho sin importancia, pues seguía combatiendo y
practicando sus habilidades militares con los oponentes más fuertes.
Entonces, varios meses después, el muñón estaba ennegrecido y se había cerrado,
pero al menos no había tenido ninguna infección. Incluso las costras habían empezado a
curarse, seguramente de la mejor manera posible.
La joven elfa cogió un frasquito azul alargado y dejó caer aceite de jazmín sobre la
herida mientras la frotaba suavemente con sus dedos suaves y delicados. Golgren se
permitió un breve suspiro de alivio. Todavía sentía dolor, pero podía controlarlo sin
problemas. No temía mostrar su debilidad a la elfa, pues ella misma había sido testigo de lo
que le había ocurrido a otra joven que había osado chismorrear sobre el asunto. Su cabeza
disecada se balanceaba en ese mismo momento a la izquierda del Gran Señor.
—Vino —gruñó, inclinándose hacia ella.
La diminuta nariz de la elfa se arrugó al sentir la pestilencia aquel aliento, el aliento
de un depredador.
Le acercó un pellejo de piel oscura cosido con la forma de uva carnosa, del que
bebió ávidamente. Una vez saciado, Golgren le lanzó el odre medio vacío y le señaló los
utensilios de escritura. La elfa volvió a colocar el pellejo y rápidamente se dirigió a la mesa,
se sentó y desenrolló un pergamino.
Mirando por encima de su hombro, Golgren contempló los elegantes símbolos de la
antigua escritura de los Grandes Ogros que cubrían la mitad del pergamino. El común podía
ser el idioma elegido por Golgren para hablar en público, pero para este proyecto especial
sólo podía utilizarse la escritura perfecta de sus ancestros Únicamente esos antiguos
caracteres podían dar fe de su ilustre ascenso, para goce de las generaciones venideras.
Su esclava, que a palos había aprendido a escribir lo más rápidamente posible, hacía
las veces de estenógrafa. Las llamadas de los mastarks, las ásperas risas de los jugadores, el
tintineo del metal, todos aquellos sonidos estridentes se desvanecieron cuando Golgren
empezó a dictar.
Antes de que pudiera acabar la primera frase, un escalofrío le recorrió la espalda. Se
irguió bruscamente y la elfa sufrió un temblor. La tinta se derramó sobre el pergamino y
estropeó todo el trabajo hecho hasta el momento. La joven lanzó un chillido, segura de que
la abofetearía.
Pero su amo ya no prestaba atención a su temblorosa figura. La llama de la lámpara
plana y alargada se apagó de golpe. Con el rabillo del ojo, el Gran Señor vislumbró una
sombra que se movía, una sombra sin cuerpo que la proyectara. Golgren maldijo para sus
adentros.
—Gran Señor Golgren…
La voz fluía como la marea perpetua. Sintió un olor lejano a mar, pero de un mar
lleno de muerte. El ogro observó cómo la sombra se separaba de la pared.
La única muestra del desasosiego que mostraba Golgren eran las arrugas del ceño.
Miró implacable a la sombra. Por momentos lograba distinguir un espíritu macabro, un
minotauro quemado y putrefacto envuelto en una amplia capa como una mortaja.
Ese fantasma tenía nombre, y él sabía cuál era. Takyr. Golgren aborrecía ese
nombre. Le recordaba demasiado a la pavorosa Takhisis, aunque aparentemente no tenían
nada que ver.
Miró a la elfa, que evitaba su mirada con actitud servil, la tienda estaba inmersa en
la oscuridad, pero la sombra se destacaba sobre la negrura. Los sonidos del exterior
llegaban apagados, apenas audibles. El ogro oyó la voz en su cabeza una vez más.
—Gran Señor Golgren…
La elfa estaba asustada, pero porque temía su ira, no por causa del fantasma. Sólo él
podía ver al intruso.
—¡Fuera! —ordenó bruscamente a la elfa—. ¡Vete!
Con un gimoteo, la esclava se incorporó de un salto y huyó de la tienda acompañada
por el tintineo de las cadenas.
El visitante venido de otro mundo contemplaba la escena en silencio. Impaciente y
ciertamente desconcertado, Golgren no pudo reprimirse más.
—¿Qué? ¡Si tienes algo que decir, dilo!
Sintió las risas sobrenaturales de Takyr.
—Mi señora desea que te transmita importantes noticias para ti…
Ni lady Nephera ni Takyr eran dados a perder el tiempo con tonterías. La ansiedad
de Golgren se convirtió en un interés receloso.
—Te escucho.
—Hay rebeldes cruzando tus dominios…
—¡Siempre los hay, fantasma! ¿Qué más da?
—Se dirigen a Ambeon. Se cree que pretenden concertar un encuentro secreto con
lady Maritia y que se reunirán en los riscos que separan la yerma Blode del paraíso
perdido de los elfos.
El ogro se inclinó hacia adelante y preguntó:
—¿Por qué iba a acceder lady Maritia? Ella es leal…
La turbia sombra de Takyr onduló. Se expandió por la tienda de Golgren; los
tentáculos formados por los pliegues de la capa parecían moverse con voluntad propia.
—Quien lidera la partida de jinetes es su hermano, el negro Bastion.
—¿Cómo?
Lo último que el Gran Señor sabía del hermano de Maritia era que había
desaparecido en el mar. Ciertamente, el destino no había sido amable con la familia de
Maritia, a pesar de estar en el poder. Dos de sus hermanos y su padre habían muerto en muy
poco tiempo. Golgren incluso había imaginado de qué forma podría consolar a la
minotauro. Aunque su rostro no podía calificarse de atractivo por mucha imaginación que
se tuviera (como todos los de su especie, recordaba a una vaca, por supuesto), tanto su
espíritu como su figura esbelta atraían al Gran Señor como ninguna hembra de su propia
raza lograba hacerlo.
Una carcajada irónica resonó en su cabeza. Se recriminó a sí mismo, pues a menudo
olvidaba que a veces Takyr podía leerle los pensamientos. El rostro del ogro se
ensombreció.
—¿Qué? ¿El hijo de Hotak se encuentra con los rebeldes? ¿Cómo es posible?
—Un detalle sin importancia —respondió el espectro secamente, lo que significaba
que era un asunto de gran relevancia—. Ésa sería su traición, si se confirmara.
—¿Tu señora desea que lo capture? No será difícil. Enviaré a Nagroch y…
La capa de Takyr se abrió bruscamente, como si desease engullir al ogro. A pesar de
sus ímprobos esfuerzos por mostrarse impasible, Golgren ahogó un grito y se echó hacia
atrás. La capa de Takyr retrocedió, pero el Gran Señor se quedó con expresión preocupada.
—Nadie debe hacerle daño en su viaje al encuentro de su hermana. Mi señora es
inflexible en eso. Bastion es celoso de sus pensamientos y sus actos. Ni siquiera ella puede
desvelarlos todos. Tal vez traicione a los rebeldes. Mi señora desearía saber la verdad.
—Claro… Entiendo, sí.
—Sin embargo, mi señora tiene otras muchas cosas de las que preocuparse, mi
señor, y tú estás en deuda con ella por todos los favores que te hizo. Donnag y los titanes
serian una molestia para ti de no ser por su repentina… enfermedad. El que su flaqueza
llegase a tu conocimiento, su debilidad por la sangre de los elfos…, Donnag es un ejemplo
perfecto para los demás de lo que podría ocurrir sin tu gobierno. Y tampoco debemos
olvidar todo el armamento y las provisiones de alimentos para los hambrientos guerreros,
tan testarudos y de lealtad tan voluble.
—Ahórrame la lista de tu señora —gruñó Golgren, irguiéndose—. Lady Nephera
desea que Bastion llegue a su destino, desea que el minotauro de pelaje negro se encuentre
con lady Maritia y le revele sus secretos. Bien. Nadie tocará a su hijo; es una promesa.
—Apartó la mirada de Takyr—. Vete. Díselo así.
—Hay algo más —insistió la sombra fantasmagórica—. Lord Bastion es muy
popular entre el pueblo.
Aquello no era ninguna novedad para Golgren. Al igual que deseaba el espíritu
guerrero de Maritia, él mismo respetaba la reputación de Bastion, su abnegación y la
capacidad de hacerse cargo de cualquier situación. Hotak no se había equivocado al
nombrar heredero a su segundo hijo. En circunstancias similares, el ogro habría hecho lo
mismo.
—¡Aah…! —La expresión del Gran Señor reflejó que, por fin, lo entendía. Por sus
ojos verdes cruzaron negros pensamientos. Así que ése era el objetivo de Nephera.
—Si fuera un traidor, podría arrastrar a su hermana, pues de todos es sabido que
ya lo siguió en el pasado.
—Podría ser —respondió Golgren, dudando.
—Si fuera un traidor, sería más conveniente que ningún miembro de su grupo
volviera de los riscos. Ninguno.
—¿Eso es lo que se me pide? —gruño Golgren, levantándose. No esperaba una
medida tan radical—. ¿Ninguno?
Una hosca mirada de Takyr bastó para que volviera a sentarse.
—Tuya es la decisión, señor. Eso dice mi señora. Uno, ambos o ninguno, eres tú
quien decide. Haz lo que sea necesario.
—Será difícil espiar un encuentro así, difícil oír la verdad y tomar tal decisión.
—Eso yo se ha tenido en cuenta.
Mientras pronunciaba esas palabras, la horrible capa se abrió y de ella salió otro
espectro, que se hizo el doble de grande en cuanto se vio libre. Los ojos de Golgren se
agrandaron, asombrados. El segundo fantasma era un poco más alto que un minotauro
normal, aunque seguía siendo más bajo que la mayoría de los ogros. Pero lo que más
sorprendía era su corpulencia, mucho mayor que la de los guerreros más fornidos del Gran
Señor. Tenía una expresión adusta y, si no hubiera sido por el agujero que ocupaba el lugar
donde debería haber estado la garganta, casi habría parecido que estaba vivo, aunque su
cuerpo era translúcido. Desprendía un olor a almizcle.
—Él te ayudará.
Golgren mostró los dientes, puesto que tal audacia lo superaba incluso a él.
—¿El hijo de Hotak vigilando al hijo de Hotak?
El fantasma de Kolot no daba muestras de comprensión, Sus ojos miraban de forma
impasible.
—Repetirá palabra por palabra lo que digan. Entonces, sabrás qué debes hacer.
En cuanto acabó la frase, la sombra de Takyr empezó a desvanecerse. Al mismo
tiempo, el alboroto del exterior se oyó de nuevo. El macabro marino volvió a convertirse en
una sombra entre las sombras. Sucedió tan rápidamente que cuando el Gran Señor quiso
hablar, el sirviente de Nephera ya había desaparecido y se encontró solo.
Excepto por el espectro del hijo menor de Nephera.
Golgren estudió su extraña figura. A Golgren no le molestaba siempre que no se le
enfrentaran. Éste estaba tan inmóvil como estatua. El ogro resopló y luego gritó hacia fuera:
—¡Llamad a Nagroch!
Un momento más tarde entraba en la tienda el inmenso guerrero. Se quedó quieto,
esperando la orden de Golgren, mientras éste buscaba alguna señal de que Nagroch viera al
tercer miembro de la reunión. Cuando tuvo claro que Kolot era invisible para todos menos
para él, el Gran Señor sonrió malignamente, admirando la magia de Nephera, e indicó a
Nagroch que se acercara más.
—Hay una misión que cumplir, amigo Nagroch, una misión que debe ser para ti.
Implicará un poco de derramamiento de sangre…
El ogro sonrió ante la diversión que le esperaba.
VI

EL BESO DE MORGION

La ciudad antaño llamada Silvanost se extendía ante Maritia hasta donde alcanzaban
sus ojos, pero ya no era el jardín en el corazón de un bosque de los días felices. Mientras
Maritia de-Droka y su guardia personal cruzaban las nuevas puertas macizas de madera que
habían construido los soldados, la minotauro inspeccionaba un lugar que había cambiado
mucho.
Antiquísimas torres que habían sobrevivido inalterables durante más de mil años
estaban remodelándose según los dictados de los minotauros. Se habían arrancado las
delicadas volutas y los llamativos ornamentos para dar paso a eficientes líneas rectas. Los
caminos sombreados por los árboles entonces recibían la luz directa del sol. Las luces
suaves y tenues con que los elfos iluminaban muchas de las calles de la ciudad se habían
sustituido por lámparas de aceite hechas de latón, mucho más resistentes y fuertes.
Colgaban de altísimos postes de hierro clavados en el suelo, y cada atardecer las patrullas
se encargaban de encenderlas.
A pesar de tantos cambios, Silvanost no había sufrido una transformación tan
acusada como la de otras partes de Ambeon. Allí, en la antigua capital de los elfos, Maritia
había burlado la orden de Ardnor de eliminar todos los símbolos de sus antiguos habitantes.
En vez de eso, había desnudado las magníficas torres, e incluso el palacio, para
reconstruirlos después más acordes con las líneas imperiales. «Aprovecha todo lo que
pueda aprovecharse», le había enseñado su padre, y ella había seguido ese buen consejo.
¿Por qué destruir lo que es funcional? Irónicamente, parecía que Maritia había tomado la
decisión correcta. Si hubiera obedecido las primeras directrices de Ardnor, el templo
principal habría estado en ruinas y la nueva orden de convertirlo en el baluarte de los
Predecesores no habría tenido sentido.
El primer distrito por el que habían pasado había sido una especie de mercado
arbolado de los elfos, pero todas las construcciones habían sido demolidas y ya se alzaban
los esqueletos de las típicas casas rectangulares. La constante necesidad de viviendas obligó
construir casas en donde fuera posible. Cada una podría albergar provisionalmente hasta a
doscientas nuevas incorporaciones a la causa de los minotauros.
Al norte de las casas, las nubes de polvo y el lejano repiqueteo del metal contra la
roca anunciaban que el trabajo en las canteras no disminuía. Allí se afanaban día y noche la
mayor parte de los esclavos elfos para conseguir la piedra necesaria para reconstruir la
ciudad a imagen y semejanza del imperio. El viento de la tarde levantó el polvo, y Maritia
tosió, pero esa pequeña incomodidad era el precio de la victoria y el progreso.
Entonces, una majestuosa torre que se alzaba con orgullo le dio la bienvenida. La
Torre de las Estrellas relucía de tal manera bajo el sol que incluso los minotauros más
curtidos se detenían para admirarla, asombrados. Su diseño era sencillo, liso, pero escondía
algo tan extraordinario que Maritia, recurriendo al nombre de su hermano para revestir de
autoridad su propio decreto, había prohibido que se modificara de manera alguna. La había
reservado para el clan de Droka, a pesar de que el clan de Athak ya lo había intentado antes.
Si no hubiera sido porque era comandante de expedición, ella misma la habría utilizado
como cuartel general en vez de aquel palacio achaparrado y cursi que se veía a su espalda.
El palacio, de más de trescientos pies de alto y con tres alas individuales, habría
impresionado a los conquistadores de no haber sido por su fachada rosa. Aquel color
ridículo era propio del gusto remilgado de los elfos. En cuanto el programa lo permitiera,
Maritia tenía planeado pintarlo de un gris más serio y decente. Mientras tanto, intentaba
imaginar que aquél era el color de la sangre seca y desvaída. Pero, por desgracia, las
delicadas imágenes de bosques que decoraban el interior y el exterior no ayudaban a verlo
de otra manera que no fuera la real.
Todos los minotauros interrumpían sus quehaceres al paso de Maritia y su compañía
a través de Ambeon. Los esclavos elfos más reacios, con sus galas lujosas convertidas en
tristes harapos, recordaban a base de empujones o golpes con la parte plana de la hoja de la
espada que debían saludar a la hermana del emperador. En los ojos de la mayoría de los
elfos se había borrado toda esperanza, aunque de vez en cuando alguno lograba lanzar una
mirada desafiante, que no dejaba de ser lastimosa. Los perfumes de aquella raza altanera,
que habían asaltado sus sentidos al llegar a Silvanesti, se habían borrado bajo el honesto
olor del sudor del trabajo. La misma ciudad había perdido el sofocante aroma a flores y
entonces imperaba el olor almizcleño de los minotauros.
Los guardias con relucientes petos y yelmos la saludaron con deferencia cuando
desmontó a la entrada del palacio. Maritia, deseosa de un poco de intimidad, despidió a su
séquito y entró a grandes zancadas.
Apenas le había dado tiempo a entrar cuando salió a su paso un treveriano que sabía
que debería estar apostado a millas de la ciudad. Con el yelmo colgado del brazo, el
uniforme cubierto de polvo y el pelaje empapado en sudor, el oficial se arrodilló y en un
susurro dijo:
—Lady Maritia.
—¿Novax? No esperaba tu visita. ¿Hay problemas en el norte?
—No…, no exactamente, mi señora. —Novax inclinó los cuernos hacia un lado. No
se atrevía a mirarla directamente.
Maritia atiesó las orejas. En ese momento se fijó en que los centinelas que solían
guardar la entrada no estaban en sus puestos.
—¿Qué quieres decir? ¿Qué trae a un valioso subcomandante, que en el pasado
sirvió junto a mi hermano Bastion en la legión de mi padre, tan lejos de sus tropas?
Novax, un minotauro de anchas mandíbulas con los cuernos marcados por el filo de
las hachas, carraspeó.
—Es vuestro hermano lo que me trae aquí, señora.
—¿Mi hermano? ¿Qué quiere Ardnor…?
—¡No! ¡El mismo hermano al que acabáis de mencionar! El bueno y honesto
Bastion…
Su indecisión la desconcertó.
—¡Levántate y mírame, Novax! ¡Dime claramente de lo que estás hablando!
El treveriano obedeció. Le sacaba una buena cabeza, pero, al encontrarse con su
mirada airada, Novax empezó a respirar nerviosa y entrecortadamente.
—Mi señora…, traigo un mensaje de Bastion.
A Maritia se le enrojecieron los ojos y el hocico se le hinchó. Asió la empuñadura
de la espada, incapaz de contenerse.
—¿Vienes de una audiencia con mi madre? ¡Ésa sería la única manera posible de
hablar con Bastion, Novax! Me pregunto qué placer te provoca ese humor macabro…
El oficial no se acobardó, sino que le tendió un pequeño pergamino arrugado que
escondía en la otra mano.
—Sólo os pido que lo leáis Sí consideráis que no es cierto, podéis castigarme como
deseéis.
Arrebatándole el mensaje, Maritia lo desdobló. No leyó su contenido de inmediato,
sino que buscó algo en la esquina inferior izquierda de la hoja.
Allí estaba la marca. Dos círculos atravesados por una espada signo un pequeño que
para muchos habría pasado desapercibido.
La marca secreta de Bastion, que sólo ella y su padre conocían.
El corazón le dio un vuelco; después, se derrumbó. Todos los rumores que había
oído… ¿Era cierto lo inconcebible?
Bastion entre los rebeldes…
Maritia entrecerró los ojos mientras leía lo que Bastion había escrito. Resopló, se le
agitó la respiración. Un momento después, sin compartir su contenido con el oficial, rompió
la nota y la metió en el morral del cinturón para tirarla al fuego más tarde.
—¿Sabes cómo contactar con él?
—Sí.
Intentando mostrarse impasible, Maritia continuó:
—Dile que me reuniré con él en el lugar indicado a la hora acordada. Me
acompañarán cuatro minotauros, ni uno más. Todos de confianza.
—Sí, mi señora.
Cuando el treveriano se disponía a retirarse, Maritia le indicó que esperara.
—Novax…, ¿qué aspecto tenía?
El oficial sonrió un momento.
—El de siempre.
—Así es Bastion.
Maritia despidió al oficial y se dirigió a uno de los grandes balcones que se abrían
en el ala principal. La barandilla representaba criaturas del bosque, algunas reales y otras
imaginarias. En el suelo, un mosaico mostraba a la realeza elfa en comunión con la
naturaleza. Parecía que los árboles y las flores cobraban vida a la orden de los elfos.
Desde el balcón se veía gran parte de la ciudad. Podía distinguir cinco de las siete
torres, cada una de ellas en honor de un dios de la luz. A sus pies, un exuberante jardín en
forma de estrella de cuatro puntas rodeaba las torres y el palacio. Maritia había estado tan
inmersa en sus pensamientos en el viaje de vuelta de la frontera que no había prestado
ninguna atención al jardín. Toda la vegetación de Silvanost había sufrido mucho durante la
conquista, pero los Jardines de Astarin se conservaban perfectamente gracias a la malvada
magia del escudo. Impresionada por su poder, Maritia los había rebautizado como los
Jardines del Triunfo y permitía que unos cuantos elfos afortunados se ocuparan de él. Lo
veía como un símbolo de su raza, determinada a crecer y prosperar a pesar de la adversidad.
Bastion habría aprobado su decisión.
—Bastion…
Su mirada se perdió en la ciudad, Ardnoranti. Gloria de Ardnor. Maritia habría
preferido bautizar la ciudad en honor de otra persona en vez de en el de su hermano,
alguien que lo mereciera más.
Maritia habría bautizado la ciudad como Hotakanti.
Su mano se deslizó hacia el bolso donde guardaba el mensaje. Bastion estaba vivo,
pero con los rebeldes. Le costaba creerlo.
Sí, se encontraría con él, aunque sólo fuera para comprenderlo.
—Haré lo que deba, hermano —declaró Maritia en voz baja. Apretó la mano en un
puño—. Sea lo que sea.
Al cuarto día, Grom murió.
Fue el primero de muchos. La plaga se propagó rápidamente por la fortaleza
rebelde. No todos los que la contraían morían, pero muchas de las víctimas acababan
engrosando la lista de fallecidos. Los síntomas eran pocos; al principio, no había muchos
signos. La tos se hacía persistente, una tos ronca que poco después iba acompañada de
sangre. Más adelante aparecían unas pústulas pequeñas debajo de los párpados que se
hinchaban, empezaban a latir, adquirían un tono verdoso y desprendían un olor fétido. A
medida que avanzaba la enfermedad, comenzaban los vómitos. La temperatura de los
minotauros enfermos subía tanto que tenían el pelaje constantemente empapado en sudor.
Los contagiados yacían en interminables hileras en las estancias más grandes del
templo. Incapaces de ocuparse de sí mismos, ni siquiera de controlar las funciones
fisiológicas básicas, no tardaban en cubrirse de suciedad. Poco podía hacerse por los
enfermos o por evitar nuevos contagios. El número de afectados aumentaba cada hora y
amenazaban con superar pronto a los que todavía estaban sanos.
Grom, que había pedido que los trasladaran a la cámara de culto, recuperó la
conciencia dos veces antes de la agonía final. La primera, volvió a suplicar el perdón de
Faros. Sin saber qué decir. Faros se limitó a asentir. La segunda. Grom se levantó un
momento y se volvió a su dios. Rogó a una de las colosales estatuas que Sargas viera en él a
un valioso guerrero y que cuidase de Faros y de la rebelión. Ése fue su último momento de
lucidez.
A partir de entonces, Grom había permanecido inconsciente en medio de terribles
dolores, llevándose las manos al pecho y al cuello. Las pústulas se habían abierto y de ellas
había empezado a salir un líquido verde y espeso que olía a podredumbre. Como hacían con
los demás enfermos, lo lavaban lo mejor que podían, pero su estómago lo expulsaba todo,
hasta que ya no le quedaba nada.
Cuando por fin le llevaron la noticia de que Grom había muerto, Faros asintió y no
dijo nada. Hacía tiempo que lo había dado por muerto. Faros recordó las palabras de
Sargonnas y se preguntó si de alguna manera el templo sería culpable. El modo en que se
había declarado y se había propagado la plaga era casi sobrenatural.
En carretas de dos ruedas se amontonaban los muertos en altas torres. Los rebeldes
sacaban los cadáveres de la vetusta construcción y los bajaban al campo de batalla, donde
aún había guerreros pudriéndose. Faros había dado su permiso para quemar a los muertos, y
varias partidas inspeccionaban el terreno para conseguir leña. En aquel paraje era difícil
encontrar ramas o arbustos. Las piras que lograban encender a menudo se apagaban antes
de haber completado su terrible tarea.
Un humano pálido y una delgada hembra de minotauro se acercaron a Faros cuando
la noche empezaba a caer sobre el templo. Al ver su expresión dubitativa, el líder
interrumpió sus prácticas con la espada. A pesar de que intentaba evadirse de lo que estaba
sucediendo, Faros no lograba escapar de los sonidos y el hedor que se extendían por todo el
templo. Con un ladrido, preguntó:
—¿Qué?
—Nosotros… —El humano con barba tragó saliva—. Nosotros queríamos saber si
podíamos sacar a Grom para…, para…
—Para llevarlo a la pira. —Su compañera logró acabar la frase por él.
Faros bufó.
—¿Su cuerpo sigue aquí? ¡Lleva muerto un día! Id y… —Cuando levantó la mano
para echarlos con un gesto, cambió de opinión—. No. Esperad. ¡Fuera de aquí! Yo os
avisaré cuando tengáis que venir a buscarlo.
Mientras se alejaban rápidamente. Faros envainó la espada. Salió de sus
habitaciones para dirigirse a la cámara donde yacía Grom.
Bajo la misma estatua que había partido en dos, el cadáver del minotauro
descansaba sobre el suelo. A la luz de la única antorcha colgada de la pared, Faros vio que
alguien había colocado cuidadosamente el hacha entre los brazos de Grom. Le habían
arreglado la ropa lo mejor que habían podido y, de no haber sido por las señales de la plaga,
como la excesiva delgadez, se podría haber pensado que había tenido una muerte sin dolor.
De repente, a Faros le costaba respirar. Las visiones se sucedieron ante sus ojos. Su
padre, toda su familia. Ulthar el bandido. Bek el sirviente. Valun, que había escapado con
Grom. El gobernador Jubal.
La procesión de fantasmas aumentaba con cada muerte.
Dominado por la rabia, Faros cargó contra la estatua. Desenvainando la espada,
amenazó a la figura.
—¿Dónde estás ahora, el de los Grandes Cuernos? ¡Aquí yace un necio…, un necio
que te adoraba! ¡Aquí está uno de los que creían que regresarías y lo arreglarías todo! ¿Ves
la recompensa que ha recibido por su fe? ¡Que lo quemen en una pira entre un montón de
cadáveres y que todos lo olviden!
Cargó contra la estatua, pero en esa ocasión lo único que logró fue arañar el
mármol. No se abrió ninguna compuerta, no manó ningún río de sangre o de lava.
Con un gruñido de frustración, Faros buscó algo más fuerte con lo que golpear a la
estatua. Sus ojos se posaron en el hacha de Grom, un arma buena y muy fiable.
Cuando sus dedos ya asían el mango, le invadió el asco. Faros se echó hacia atrás,
mirando fijamente el rostro de aquel que le había seguido tan fielmente. Grom había
combatido con valentía contra los secuaces de Sahd, contra los legionarios y la horda del
Gran Señor Golgren. Podría haberse quedado con los compañeros de Jubal, pero había
jurado defender a Faros.
Y en vez de la batalla, una enfermedad se había llevado la vida de tan valioso
guerrero. Para los minotauros, una muerte así era una vida desperdiciada. No se cantarían
gloriosas canciones de la batalla final en su honor; sus descendientes no oirían las increíbles
historias de los enemigos que se había llevado con él.
La cabeza de Grom estaba ligeramente inclinada hacia un lado, como si estuviera
observando a Faros con los ojos cerrados.
El líder de los rebeldes se arrodilló y colocó la cabeza de su compañero caído de
forma que alzara la mirada hacia los cielos.
—Deberías haber elegido un dios diferente —murmuró Faros—, una causa distinta
por la que luchar.
Volvió a envainar la espada y salió apresuradamente. El frío que hacía en el interior
del templo ayudaría a conservar el cadáver. El cuerpo de Grom descansaría bajo la mirada
indiferente de su dios por esa noche; al día siguiente, Faros se encargaría de que quemaran
el cadáver de su segundo. Se lo debía a Grom.
Durante todo el camino hacia sus habitaciones le asaltaron sin piedad los sonidos y
las imágenes de la plaga. Intentó volver a concentrarse en sus ejercicios con la espada, pero
ni siquiera despedazar a cientos de Golgren logró calmarle. Su corazón latía cada vez más
fuerte. Al final, Faros arrojó la espada, malhumorado.
Al hacerlo, el líder de los rebeldes se fijó en el otro regalo del dios. Presa de la ira,
Faros se arrancó el anillo del dedo y lo lanzó lo más fuerte que pudo contra la pared.
El anillo no se rompió. En vez de eso, golpeó la piedra con un sonido metálico y
lanzó una chispa roja. Después, rebotó en el suelo, dejando una estela de chispas, hasta que
Faros vio, satisfecho, que se perdía en una grieta que había en una esquina.
—Eso me importan tus regalos —murmuró al dios ausente—. Eso me importa tu
poder…
El sonido de una tos intensa le hizo dar un respingo. En la puerta había un viejo
minotauro de pelaje castaño entrecano. Faros lo había visto atendiendo a algunos de los
enfermos, pero en ese momento él mismo parecía uno de ellos. Faros abrió la boca para
decir algo, pero el minotauro se desplomó y se golpeó con la otra pared del pasillo.
Cuando Faros llegó a la entrada, el rebelde yacía en el suelo. Faros se inclinó hacia
el cuerpo tembloroso y le giró la cabeza para verle el rostro, en especial los ojos.
Allí estaban las pústulas. Faros maldijo. Se irguió y entonces empezó a gritar:
—¡Necesito ayuda! ¡Ahora mismo!
Quizá fuera por la confusión que reinaba en los pasillos, donde el eco repetía cada
sonido, o simplemente porque los gritos y las toses se oían por doquier, pero nadie acudió a
su llamada. Impaciente, Faros se agachó e, irguiéndose con esfuerzo, logró levantar el
cuerpo inerte lo suficiente para arrastrarlo por el corredor. Los pies del minotauro colgaban
sin fuerza, lo que le impedía avanzar más de prisa.
Cuando por fin llegó a la cámara donde se cuidaba a los enfermos más recientes,
tenía la piel cubierta de sudor y respiraba entrecortadamente.
Finalmente, alguien reparó en él. Un humano de pelo pajizo y una minotauro con un
ojo tapado con un trapo atado a la cabeza corrieron a ayudar a Faros. Cuando se vio
liberado, miró alrededor, asqueado. El número de víctimas aumentaba por momentos.
—¿Cuántos más?
—Trece —respondió el humano de nariz chata, que no tenía mucho mejor aspecto
que aquellos a los que cuidaba.
La minotauro negó con la cabeza.
—Catorce, Hanos. Trajeron a Guan cuando tú saliste a por agua.
Hanos se inquietó al oír el nombre de Guan, aunque Faros desconocía la razón, y lo
cierto era que no podía preocuparse por cada nueva víctima de la plaga.
—Grom está muerto —anunció en un tono neutro—. Él fue el primero, ¿no?
—Grom fue uno de los primeros —respondió la minotauro—, pero también estaba
el humano, Izak, y Sakron y Dor.
Faros no conocía a Sakron, pero los nombres de lzak y Dor le eran familiares.
Intentó recordar dónde los había visto por última vez y se dio cuenta de que estaban en el
grupo que había formado Grom para encender la pira a escondidas.
La plaga debía de haber llegado con sus enemigos. Tal vez no supieran que estaban
infectados, pero actuaba tan rápidamente que era muy poco probable.
—Ordenad a los que están fuera que se queden ahí mientras se sientan bien
—ordenó—. Todos los que presenten los síntomas tendrán que ser trasladados a la planta
baja del templo. Quizá logremos controlar la situación. —Faros lo dudaba, pero no se le
ocurría qué otra cosa decir. Le latía la cabeza—. Eso también va por vosotros, si todavía
estáis sanos. ¡Todos fuera del templo!
Hanos y la hembra de minotauro parecían horrorizados. Ella no pudo contenerse.
—¿Quién va a cuidar de los enfermos?
—Realmente, ¿podéis hacer algo por ellos? —le contestó con sequedad.
Una expresión de derrota asomó al rostro de la minotauro y sacudió la cabeza.
—¡Id a decírselo a los demás! —volvió a ordenar Faros—. ¡Ahora mismo!
Mientras lo obedecían de mala gana, él mismo salió de la habitación y se dirigió a
su cámara para coger la espada y abandonar el templo. A medida que avanzaba, sentía un
calor cada vez más asfixiante en el pasillo. Por alguna extraña razón, parecía que los
salones se sucedían interminablemente. Faros no dejaba de parpadear, pues el sudor le caía
sobre los ojos.
Vislumbró sus habitaciones. Antes de coger la espada, bebería un poco de agua del
pellejo que estaba junto a la cama. Aquello lo refrescaría…
De repente una voz susurró en su cabeza.
—¡Más deprisa…, más veloz! ¡Tan cerca! ¡Tan lejos!
El líder de los rebeldes sacudió la cabeza, preguntándose si habría oído a alguien
desde algún pasillo lateral. Dio otro paso y se detuvo un momento en la entrada de la
cámara con una mano apoyada en el quicio de la puerta.
—¡No te pares, no te detengas! El beso oscuro se acerca…
Aquellas palabras no tenían sentido, vinieran de donde vinieran. Faros volvió a
sacudir la cabeza, decidido a no prestarles atención. Lo único que quería era un poco de
agua, la espada y tal vez descansar unos minutos. Daría una cabezada antes de abandonar el
templo. No podía haber nada malo en eso…
Su mano resbaló en el mismo momento en que le fallaron las piernas. Faros sintió
que caía al suelo con un golpe sordo. Por un momento, el dolor lo sacó de su
abotargamiento y se dio cuenta, aterrorizado, de cuál era la situación.
Él también había caído víctima de la plaga.
VII

F´HAN

Maritia escudriñó el hosco paisaje, tan diferente de las fértiles tierras de Ambeon y
a sólo unas horas a caballo hacia el sur. Los riscos salían de la tierra como garras salvajes.
Hacía mucho más calor que cuando habían salido de la capital de la colonia. El olor
almizcleño de los minotauros se mezclaba con el del sudor de los caballos. La poca brisa
sólo servía para echarles arena a la cara. El único signo de vida que había visto en varias
millas eran unos pocos matorrales raquídeos y una víbora marrón que se escabulló antes de
que los imponentes caballos de guerra pudieran pisarla. Se suponía que había un río por allí
cerca, pero alrededor sólo se veía desierto.
—No deberíamos estar aquí —apuntó un viejo oficial que había a su derecha.
—Tranquilo —contestó Maritia—. Al fin y al cabo, estamos en tierras de nuestros
aliados.
Otro de sus acompañantes resopló. Maritia lo miró reprobadamente. A pesar de su
comentario, ella también era consciente de los peligros. Golgren gobernaba con mano
férrea los dos reinos de los ogros, pero no había que olvidar a los asaltantes y forajidos.
El sol empezaba a ponerse. Según los cálculos de Maritia, no tendrían que esperar
mucho más. Bastion siempre había estado obsesionado con la puntualidad y estaba segura
de que no habría cambiado.
Las sombras de los riscos del oeste se alargaban. Las rocas repitieron el grito áspero
de un pájaro. El grupo estaba rodeado por las altas formaciones de piedra. Era el lugar
perfecto para una emboscada, algo que intranquilizaba a Maritia.
La minotauro ordenó a todos que desmontaran. Tenía la intención de recibir a
Bastion respetando las tradiciones de tregua de los minotauros, a pesar de que tal vez
entonces fuera un aliado de los rebeldes. Sus pies acababan de posarse en la tierra cuando
se oyó el eco lento y constante de unos cascos que se acercaban de frente. Su escolta echó
mano a las armas.
—¡Quietos! —ordenó Maritia, aunque ella misma sentía el impulso de desenvainar
la espada—. ¡Respetaremos las leyes de la tregua!
La trápala dejó de oírse.
En el camino en sombras que discurría ante ellos apareció una figura de pelaje
oscuro, con el hacha cruzada a la espalda. Detrás caminaban cuatro minotauros más. Cada
uno llevaba un caballo de las riendas.
Uno de los soldados no pudo contenerse:
—¡Lord Bastion!
Maritia había avisado a sus cuatro acompañantes, cuatro minotauros que la seguían
con devoción, que iban al encuentro de su hermano, pero ni siquiera ella pudo evitar
contemplar con asombro al minotauro perdido tanto tiempo atrás. Ver a Bastion vivo,
respirando…, y comprobar por sí misma que su traición era cierta…
El minotauro oscuro tendió las riendas de su caballo a otro rebelde. Ese movimiento
era una señal, pues los cuatro acompañantes de Bastion se detuvieron, dejando que el hijo
de Hotak se acercara a su hermana siendo totalmente vulnerable. Maritia hizo lo propio,
abandonando también su montura y a la escolta detrás. Se esforzó en mantener la mano
alejada de la funda de la espada, por mucho que se sintiera tentada a desenvainarla. Bastion
y Maritia se encontraron a medio camino, lo suficientemente alejados de los dos grupos
como para hablar sin que los oyeran.
—Comandante de Ambeon —declaró su hermano respetuosamente—. Un título
bien merecido.
—Como el de heredero del trono —respondió ella con frialdad.
—Yo nunca lo deseé. Ésa fue una decisión de nuestro padre.
—En ese momento, me parecía buena idea, Bastion.
El minotauro frunció el entrecejo.
—¿En ese momento, Mari?
—¿Qué haces junto a los rebeldes? —preguntó con franqueza—. Si sobreviviste a
tu supuesta muerte, algo obvio, ¿por qué no regresaste directamente al imperio? ¿Cómo
pudiste traicionar todo lo que nuestro padre te inculcó, maldito seas?
Bastion iba a decir algo, pero después lo pensó mejor. Un momento después, por
fin, respondió:
—Porque no tenía oirá alternativa, Porque el camino que elegimos para nuestro
pueblo está mancillado y su maldad no hace más que crecer, su único destino es el caos y la
muerte.
—¡Habla claro! —gritó Marina con brusquedad.
—¿Quieres franqueza? Pues escúchame. Creo que fue Ardnor quien intentó
matarme.
Le contó rápidamente lo que había sucedido: el asesino a bordo de El Señor de las
Tormentas, cómo había luchado contra él y había caído al mar, cómo lo habían rescatado
los rebeldes y cómo esos mismos rebeldes habían encontrado el cadáver de un Defensor
con las mismas heridas que Bastion había infligido a su atacante.
Maritia escuchó, boquiabierta, todo el relato.
—¡No…, no puedes estar hablando en serio! —exclamó cuando hubo acabado—.
¡A pesar de todos sus defectos, Ardnor nunca se hubiese prestado a algo así!
Con expresión sombría. Bastion asintió. Después, añadió lentamente:
—Eso no es todo. Mari…, sospecho que la muerte de nuestro padre tampoco fue un
accidente.
—¿Qué quieres decir ahora? ¡Claro que fue un accidente! ¿Qué si no…?
La expresión de Bastion se ensombreció aún más.
—Mari…, creo que nuestra madre utilizó su magia para provocar la muerte de
nuestro padre y entregar el trono a Ardnor.
Aquello era demasiado. Una herejía así en labios del hermano antaño tan querido…
—¡Estás loco! —gritó—. ¡Debe de ser que te ha entrado agua y ha ahogado tu buen
juicio! Tengo mis diferencias con nuestra madre y con Ardnor, pero…, pero… —Sacudió
la cabeza—. Tal vez Ardnor fuera capaz, sólo tal vez, ¡pero nuestra madre jamás! ¡Ella y
nuestro padre se adoraban! ¡Trabajaron juntos toda su vida para liberar a nuestra raza de la
corrupción de Chot! ¡No puedo creerlo! Eso no son más que mentiras de los rebeldes que tú
has aceptado como un necio.
—No, Mari, yo…
La hembra de minotauro lo señaló con un dedo acusador.
—¿Tienes pruebas?
—Las pruebas son un asunto complejo…, pero sé lo que creo.
—¿Cómo podrías ni siquiera saber lo que le sucedió a nuestro padre? ¡Ya habías
desaparecido! ¡Seguramente ya eras un traidor!
Su estallido de ira puso en movimiento a la escolta rebelde. Uno de ellos desenvainó
la espada y avanzó unos pasos. Los demás echaron mano de las hachas. Su reacción
provocó la de los legionarios. Con las armas en alto, avanzaron hacia los rebeldes.
Bastion se volvió hacia sus compañeros.
—¡Atrás! ¡No deshonraremos la tradición de la tregua, pase lo que pase!
Maritia lanzó una mirada furiosa a sus soldados.
—¡Ya habéis oído a mi hermano! ¡Yo tampoco permitiré el deshonor!
Maritia volvió la mirada torva hacia su hermano, que la contemplaba con su
habitual calma. Por primera vez en su vida, esa tranquilidad le resultó exasperante.
—¡Me convocaste aquí por alguna razón, Bastion! Suéltala y tomaremos una
decisión. ¿Ya estás preparado para volver al imperio? ¿Es eso? Siempre que no hayas
cometido ningún crimen atroz, tal vez…
—No. Mari. No voy a volver. No, mientras nuestra madre y Ardnor dominen el
reino.
Se le aceleró el pulso.
—¿Entonces?
—Tengo que transmitirte una oferta que puede ser el final pacífico de esta guerra
civil…
—¿Guerra civil? ¡Insurrección!
Bastion resopló.
—Llámalo como quieras. Faros ha aceptado este plan, que fue sugerencia mía.
Propongo que…
—Faros.
Era el nombre que había leído en los informes, pero del que se sabían muy pocas
cosas con seguridad. Se suponía que era el cabecilla de la rebelión, un esclavo que había
escapado de los campamentos de los ogros. Había logrado derrotar a Golgren en un
combate cuerpo a cuerpo, y Maritia sabía que aquello no era poco. Nunca había osado
ofender a Golgren preguntándole sobre lo ocurrido.
—Así que… —dijo, pensando rápidamente— ¿conoces a ese Faros?
—Tú misma lo has visto en persona. Incluso antes de Vyrox. Faros, Mari, el hijo de
Gradic, el hermano menor de Chot.
La minotauro intentó relacionar ese nombre con un rostro, pero no estaba segura.
—¿Ese vividor? Creo que lo recuerdo. ¡Pero ése era la personificación de todo lo
que el imperio detesta, un jugador y un borracho! ¡Además de un guerrero lamentable! ¡No
puedes referirte a él! ¿Ese Faros?
La expresión de su hermano cambió, se iluminó con una luz que Maritia nunca
había visto en él. Bastion controló sus emociones rápidamente, pero su hermana había
reconocido la rabia que había sentido ante los insultos dirigidos al líder de los rebeldes.
—Ese Faros, como tú dices, sobrevivió a los látigos y al aire envenenado de Vyrox,
a la rebelión de los esclavos que tú misma presenciaste, a las humillaciones y a los horrores
de la esclavitud de los minotauros en los campamentos de los ogros. No hace falta que te
recuerde las historias que describen la lucha de nuestros antepasados para librarse del yugo
de los ogros.
—¡Por ese Faros corre sangre de Chot! ¿Qué importa su sufrimiento? ¡Debería
haber muerto ejecutado esa noche! ¿En qué escondrijo se metió?
—Ya no existe el Faros que tú conociste. El Faros de ahora comprende la verdad de
las cosas; está conviniéndose en un líder. No sólo atrae a los esclavos de muchas razas…
—¡La chusma de Ansalon!
—… sino también a legionarios.
—¡Traidores! ¡Simple y llanamente! ¡El sobrino de Chot es el misterioso líder de la
rebelión! —A Maritia le habría parecido cómico de no ser por la seriedad con que se lo
tomaba su hermano—. ¿En qué consiste esa gran oferta?
—Hay una isla en la costa de Kern…
Con la brevedad que lo caracterizaba, Bastion le explicó la propuesta. El final de la
lucha. Los rebeldes viviendo en una colonia independiente. El imperio podría avanzar hacia
Ansalon sin nada que lo distrajera.
Maritia vio las ventajas de inmediato. Los conflictos allí y en el mar estaban
agotando al ejército. Los ogros controlaban parte de Neraka, y Ambeon se extendía más
allá de las fronteras del antiguo Silvanesti, pero por el momento la expansión del imperio
estaba bloqueada. Si seguían haciéndolo, las legiones y las rutas de abastecimiento
quedarían muy desprotegidas. Un enemigo del nivel de los solámnicos aprovechaba
cualquier punto débil.
Sin embargo, no tenía sentido autorizar que una isla se convirtiese en el cuartel
general de unos rebeldes. El sobrino de Chot, simplemente por ser quien era, atraería
reclutas de todas partes. En cuanto se descubriera que Bastion estaba vivo y era leal a
Faros, la rebelión estallaría y sería imposible de contener.
—Ni hablar —contestó secamente.
El minotauro de pelaje negro no pensaba darse por vencido fácilmente.
—Mari, si por lo menos tú…
—¡He dicho que ni hablar! —estalló Maritia. Miró a Bastion como si fuera la
primera vez que lo veía—. ¿Cómo pudiste pensar que ni siquiera consideraría algo así,
mucho menos hablar en tu nombre a Golgren o a Ardnor? ¡Una traición así a nuestro padre!
—¡Nuestro padre nos enseñó que lo primero y más importante es el honor, Mari!
¡Faros ofrece una solución honorable! ¿Puedes decir que nuestra madre y nuestro hermano
están actuando con honor? ¡He vivido las acciones de los Defensores en mis propias carnes!
¡He oído las historias de las desapariciones de todo aquel que se atreva a criticar al templo!
¿Eso no hace que te sientas incómoda? ¿Éste era el imperio con el que soñaba nuestro
padre?
—¡Seguro que nunca soñó que te unieras a la rebelión y acusaras a nuestra madre de
tales atrocidades!
Antes de que Maritia pudiera darse cuenta de lo que hacía, había desenvainado la
espada y la sostenía a un milímetro del cuello de su hermano.
Los rebeldes volvieron a reaccionar, lo que provocó otra vez el avance de los
soldados de Maritia. Bastion no se movió, pero hizo un gesto leve con la mano para ordenar
a su escolta que se quedara donde estaba.
—No deshonraré la tregua —repitió secamente.
—Ni yo —logró decir Maritia. Dio un paso atrás y bajó la espada—. He escuchado
tus palabras, Bastion, ¡y las rechazo en memoria de nuestro padre! Si no fuera por las leyes
de la tregua, ¡te haría preso, o incluso te retaría a un duelo aquí y ahora!
—Mari…
—¡Vuelve con tus amigos los rebeldes! ¡Mi verdadero hermano se ahogó en el mar!
¡Él nunca traicionaría todo aquello en lo que creía mi padre, nunca seguiría al linaje de
Chot! ¡Vete! ¡Pronto estaréis todos muertos! —Maritia se obligó a sí misma a envainar la
espada—. Vete, antes de que caiga tan bajo como tú y olvide mi honor…
El joven se quedó donde estaba durante unos segundos, observándola como si
buscase algo en sus ojos. Fuera lo que fuera lo que buscaba, evidentemente Bastion no lo
encontró, pues acabó por sacudir la cabeza y darse la vuelta. Maritia vio cómo se alejaba.
Una parte de ella quería atravesarlo con la espada; otra, simplemente, quería estar muy lejos
de allí.
Mientras se dirigía hacia sus compañeros, la esbelta figura volvió la vista hacia
atrás.
—Adiós, Maritia —dijo con dulzura—. ¡Que Sargas te proteja!
La hembra resopló al oír que pronunciaba el nombre del dios. Maritia había crecido
adorando únicamente a su padre y a la fuera de las armas. Entonces, al girarse, las dudas se
apoderaron de día. Dio unos pasos hacia su hermano.
—¡Espera! —gritó.
Bastion se giró lentamente y volvió a su lado.
—¿Qué? —le preguntó en voz baja.
—¿Por qué Faros está tan ansioso por proponer este pacto?
—Ya le dije que fue idea mía. Él lucharía eternamente, pero por mí, por sus
seguidores y, sí, por el imperio, aceptó mi propuesta —respondió el minotauro con cautela.
Maritia asintió, pensativa. Nadie, aparte de ellos dos, pudo oír lo que dijo a
continuación. Nadie, aparte de Bastion, pudo ver cómo se quitaba un sello del dedo, con el
blasón del corcel de guerra en el centro.
—Nuestro padre nos dio uno de estos anillos únicos a cada uno.
—Desgraciadamente, el mío se perdió en el mar.
—Sabes que yo no me separaría de él si no estuviera hablando en serio. Tómalo
como prueba de mi aceptación de encontrarme con tu Faros y discutir ese plan vuestro. No
se lo digas a nadie más que a él.
—Claro. —Una nueva luz había vuelto a los ojos de Bastion—. Mari, esto es lo
mejor…
La minotauro no mostró sus sentimientos.
—Es preferible que te vayas ya.
Bastion asintió, deslizó el anillo en un morral que llevaba colgada del cinturón y se
encaminó hacia sus compañeros. Maritia regresó junto a los soldados. Se volvió para
observar cómo su hermano montaba en el caballo y desaparecía por el camino en sombra.
—¿Vamos a dejarles ir sin más? —preguntó un oficial enfadado, aunque sabía
perfectamente que Bastion era hermano de Maritia.
—¡Las tradiciones de la tregua! —exclamó la hija de Hotak con vehemencia.
Su mente pensaba a toda velocidad. No sabía por qué había aceptado reunirse con
Faros, no sabía si de verdad estaba dispuesta a llegar a un acuerdo o no.
—¿Tú también tienes problemas con el concepto del honor?
El minotauro inclinó los cuernos.
—No, mi señora.
Maritia se volvió rápidamente hacia sus subordinados.
—¡Vamos! ¡Montad! ¡Quiero llegar a la capital antes que Pryas! No me fío de ese
Defensor…
Maritia montó de un salto en su caballo y lo espoleó. No prestó la menor atención a
los legionarios, que a duras penas lograban seguirla. Lo único importante entonces era
llegar a la colonia lo antes posible. Maritia tenía muchas cosas que hacer, y todo tendría que
hacerlo con mucha discreción. El treveriano, Novax, era la prueba de que Bastion seguía
teniendo muchos amigos y admiradores entre los legionarios. No quería que su hermano lo
descubriera.
Después de tanto mencionar el honor, Maritia sabía lo que tenía que hacer. Planeaba
traicionar a su propio hermano. Le había mentido. No podía perder una oportunidad así.
Consentiría en encontrarse con Faros y, a diferencia de esa vez, le tendería una emboscada.
Quería al líder de los rebeldes vivo, pero de un modo u otro, conseguiría que Faros
Es-Kalin dejara de ser una amenaza para el imperio.
En cuanto a Bastion… Su hermano había tomado una decisión estúpida. Su padre
les había enseñado a respetar el honor, pero Bastion había olvidado que Hotak creía en la
victoria por encima de todo. Había masacrado a Chot y a su familia durante la Noche
Sangrienta. Ella se encargaría del sobrino en aquella farsa de tregua. Todo por el bien del
imperio.
Si en la emboscada Bastion trataba de detenerla… Se juró a sí misma que cumpliría
con su deber por mucho que le doliera.
El musculoso ogro Nagroch aguardaba impaciente, observando a Maritia y a
Bastion, que por fin se separaban. Su grupo llevaba escondido durante lo que parecían
horas entre los riscos que dominaban el lugar del encuentro. Le dolían los brazos y las
piernas a causa de la inmovilidad y le pitaban los oídos de tanto esforzarse por oír.
—Bya syng… Vamos ya —murmuró su hermano, después de que se hubieran ido
los rebeldes y, a continuación, los minotauros.
Belgroch no sabía lo que era la paciencia. No se había sentado junto a Golgren el
tiempo suficiente para entenderlo. El ogro mayor sabía que estar a la cabeza de esa misión
tan importante significaba que sobre esa cabeza, y no sobre otra, recaería todo el peso del
fracaso. Y no le cabía duda de que la cabeza rodaría por el suelo si electivamente se
producía ese fracaso.
Diez guerreros más, elegidos uno a uno por Nagroch, esperaban sobre sus monturas
a cierta distancia de los dos hermanos. Ellos tenían aún menos paciencia, pero temían a su
líder, así que debían contentarse con echarse hacia adelante y hacia atrás en la silla de
montar. Era una forma de relajación muy antigua, utilizada por los chamanes cuando
entraban en trance. Los guerreros la utilizaban cuando se enfrentaban a esperas
interminables.
—Nya bya syng —gruñó Nagroch como respuesta.
Esperarían la señal que el Gran Señor les había prometido. No sabía en qué forma se
revelaría, pero su señor había dicho que se produciría y que sería clara.
—Nagroch…
Se sobresaltó. ¿Acababa de oír la voz de Golgren en su cabeza?
De repente, el ogro se dio cuenta de que había alguien delante de él. ¡Un Uruv
Suurt! Se echó hacia atrás para alcanzar su arma, pero se quedó boquiabierto al comprobar
que el minotauro estaba fuera de su alcance y además flotaba varios pies sobre el suelo.
—¿Zola un, i’Nagrochi? —inquirió Belgroch, mirando a su hermano con
curiosidad.
Nagroch se dio cuenta de que él era el único que podía ver a la figura
fantasmagórica flotando ahí delante, una figura que recordaba haber visto en otro encuentro
en el pasado. El Uruv Suurt llamado Kolot, hijo de Hotak.
—Nagroch —la voz de Golgren se oyó de nuevo.
Aunque la voz resonaba en la cabeza del guerrero, de alguna manera sabía que
provenía del espectro. Nagroch abrió desmesuradamente los ojos inyectados en sangre.
¡Grande era el poder del Gran Señor, que utilizaba a los muertos para transmitir sus
mensajes!
El fantasma señaló hacia el sur, hacia el camino que habían tomado los legionarios,
en dirección a las tierras de los minotauros.
—Lady Maritia se va a salvo.
Ya lo había sospechado. Golgren sentía una debilidad inusual por esa Uruv Suurt.
Kolot, con el agujero que le atravesaba la garganta como una segunda boca,
repulsivo y aterrador incluso para Nagroch, señaló entonces hacia donde se había ido su
hermano, Bastion. Por un momento, a Nagroch le pareció distinguir una leve expresión de
remordimiento en los rasgos de la sombra.
—F’han —pronunció la voz de Golgren.
Tras esa palabra, el mensajero del más allá se desvaneció. Nagroch no necesitaba
nada más. Su rostro de sapo se relajó y se abrió en una gran sonrisa. Miró a su hermano,
que lo contemplaba desconcertado.
—¡F’han! —tronó Nagroch, señalando al grupo de Bastion.
Los dos ogros espolearon las monturas con impaciencia.
El viaje por aquellas tierras yermas era largo y pesado, más aún para Bastion,
acosado por las dudas tras haber organizado un encuentro con Maritia. No había albergado
demasiadas esperanzas, pero la realidad había sido mucho más dura de lo que había
imaginado.
Sin prestar atención a la escarpada pendiente que tenían que subir los caballos para
llegar a lo alto de la montaña rocosa y después alcanzar la fortaleza de los rebeldes, Bastion
repasaba mentalmente todo lo ocurrido. No encontraba otro final posible para el encuentro.
Maritia siempre había sido la que más se parecía a su padre, terca como la que más. Desde
su punto de vista no había ninguna razón para unirse a aquellos que deseaban acabar con el
sueño de Hotak, menos aún si su líder era pariente de Chot. Quizá si se hubiera encontrado
con Faros habría sido diferente, pero entonces ya era tarde. Bastion se preguntó si su
hermana estaría planeando una traición y se juró a sí mismo que no habría un segundo
intento de llegar a un pacto.
—Por fin, llegamos a la cima —gruñó uno de los minotauros.
A lo lejos, el sonido del agua corriendo rompía el silencio del paraje. Al menos
había un rio en aquella tierra olvidada. Cuando bajaran al otro lado de la montaña, llenarían
los pellejos y recorrerían la última parte del camino. A su derecha se extendía una cadena
de montañas que moría en un precipicio sobre el río. Hacia la izquierda y al frente,
formaciones rocosas salían de la tierra y apuntaban hacia el cielo, como si fueran los
colmillos de un ogro.
—Deberíamos haberlos cogido —refunfuñó otro minotauro—. Podríamos haber
prendido a los soldados y haberla capturado a ella, lord Bastion. Tu hermana sería una
buena baza para futuras, ¡humm!, negociaciones.
Bastion se revolvió sobre la silla.
—Ni hablar. No importa el resultado del encuentro; lo más importante era respetar
las tradiciones de la tregua, de lo contrario no seríamos mejores que los bandidos que nos
acusan ser…
Un leve movimiento en lo alto captó su atención. Bastion miró hacia allí, pero no
vio nada. Aun así, se irguió sobre su montura con la mano extendida hacia el hacha.
—No lo penséis más —fijo el minotauro de pelaje negro al mismo tiempo—. Peor
estaba Makel a las puertas.
—¿Makel? —repitió rápidamente uno de sus acompañantes, acariciando con los
dedos la empuñadura de su espada.
No había un guerrero minotauro que no conociera el episodio histórico al que
Bastion había hecho mención. Makel el Temor de los Ogros había caído en una emboscada
del enemigo a las puertas de un asentamiento ogro abandonado. Muchos de sus seguidores
habían muerto, pero había logrado llevar a los demás hasta la victoria. Finalmente, él
mismo había perecido en la batalla.
Sin embargo, entre los legionarios mencionar aquella hazaña tenía otro significado.
«Makel a las puertas» era un mensaje en clave. Tal como había ocurrido al héroe
legendario, con aquella expresión un legionario advertía a los demás que estaban a punto de
ser emboscados. Un segundo después, los ogros liderados por los dos toscos hermanos
cayeron sobre ellos. Cuatro ogros sobre enormes caballos los atacaron de frente. Cuatro
más aparecieron por su espalda.
—¡Hacia adelante! —gritó Bastion, decidiendo cuál sería la mejor forma de
escapar.
Con las armas desenvainadas, los cinco fueron al encuentro del primer enemigo. Si
lograban abrir un hueco en la fila de ogros, podrían huir. Los minotauros nunca huían de la
batalla, pero los ogros eran más, y además tenían la obligación de presentarse ante Faros.
En cuanto entrechocaron las armas con los ogros a caballo, saltaron más desde una roca.
Todos ellos eran guerreros de Blode perfectamente equipados.
—¡J’ara i f’han i Uruv Suurt! —bramó un ogro especialmente feo, que Bastion
tomó por el cabecilla. Intentó cargar contra él, pero otro ogro se interpuso en su camino de
un salto.
Con el rabillo del ojo vio caer a uno de sus compañeros, mientras dos ogros lo
aporreaban con las mazas. Con la mandíbula rota y la cabeza colgándole a un lado, el
minotauro resbaló, inerte, de su montura al suelo.
Atrapado en un espacio tan reducido, de repente se dio cuenta de lo estúpido que
había sido. Él y su pequeño grupo eran las víctimas perfectas para una emboscada.
Atravesó con la espada al ogro que lo miraba amenazadoramente, pero al mismo tiempo
otro minotauro del grupo de los rebeldes se desplomó sobre el cuello de su caballo víctima
de un ogro a pie.
—¡Manteneos juntos! ¡Posición de cuña!
Con los dos rebeldes que quedaban cubriéndole la espalda, Bastion trató de abrirse
camino. Un ogro lo hirió con un hacha mellada y, a cambio, la espada del minotauro negro
le hizo un tajo en el pómulo.
Entonces la montura de Bastion se quedó inmóvil, y el minotauro cayó con fuerza
sobre su cuello. Una lanza atravesaba el pescuezo del animal. Bastion se tiró hacia un lado
y así logró esquivar las manos que intentaban atraparlo. Rodó sobre el suelo y salió como
pudo del amasijo de cuerpos.
Pero, por desgracia, al incorporarse se dio cuenta de que estaba al borde del
precipicio. Con una mirada rápida supo que saltar al río sería una muerte tan segura como
la de la espada de un ogro.
Una respiración pesada a su espalda le anunció la presencia de un nuevo atacante.
Bastion aprovechó el impulso del ogro que cargaba contra él. Lo cogió por el brazo y lo
lanzó por el acantilado. El grito del ogro se ahogó en el río.
Cuando Bastion se dio la vuelta, vio morir al último de sus compañeros, decapitado
por un hacha. Quedaban vivos más de la mitad de los ogros, por lo menos una docena de
grotescos guerreros que lentamente se aproximaban a él.
Uno se adelantó para agarrarlo. Era el ogro que al principio Bastion había
confundido con el líder. Su aliento era tan hediondo que el minotauro estaba a punto de
vomitar. Se dio cuenta de que su atacante era demasiado joven, demasiado confiado para
ser el líder.
Lo empujó para que retrocediera y le lanzó una estocada. El peto del ogro paró el
golpe. Con una gran sonrisa, el ogro intentó partirlo en dos con el hacha. La hoja describió
un movimiento tan amplio que Bastion se vio obligado a acercarse más al precipicio. El
rebelde intentó desviar el hacha, pero lo único que consiguió fue perder la espada.
—¡F’han, Uruv Suurt! —bramó su oponente en tono triunfal.
Bastion conocía aquella palabra demasiado bien. F’han. Muerte.
Bastion sabía manejar el hacha con tanta habilidad como la espada. Podía balancear
una maza y disparar un arco mejor que muchos soldados. Durante un tiempo, cuando era un
joven oficial, el hijo de Hotak incluso había servido como lancero. Pero en ese momento no
tenía ninguna de esas armas, así que utilizó la que, según la leyenda, el dios Sargonnas
había concedido a sus elegidos para que nunca estuvieran desprotegidos.
Con un grito de guerra, Bastion se inclinó y cargó contra el ogro.
Éste se sobresaltó al oír el chillido. Bajó la guardia. Uno de los cuernos de Bastion
abolló el peto, pero no lo rompió. Sin embargo, el otro atravesó limpiamente el metal y se
hundió en la carne del ogro, hasta llegar al pulmón.
La sangre salpicó los ojos de Bastion y empezaron a escocerle terriblemente. Oyó
una especie de gorgoteo que procedía del ogro. Ambos giraban; el ogro estaba al borde del
precipicio.
Bastion quiso soltarse, pero al intentar sacar el cuerno del cuerpo del ogro
moribundo, un dolor insoportable le recorrió la espalda. Cada nervio, cada músculo
temblaba fuera de control. Sintió la carne abierta, la humedad que le bajaba por la cintura.
El último pensamiento de Bastion, guerrero experimentado, fue que seguramente le
habían dado un golpe terrible en la espalda con una hacha. El vértigo se apoderó de él.
Sintió desesperación y arrepentimiento. Había perdido su lugar en el imperio, había perdido
a su familia y había fallado a Faros. Y también había perdido la vida.
—No te deshonraré…
Bastion no estaba seguro de a quién se había dirigido, si a su padre, a Faros o a él
mismo. Pero con sus últimas fuerzas cargó hacia adelante, agarró al ogro al que había
corneado, que se había caído e intentaba levantarse, y se lanzó hacia el precipicio.
Ya no sintió el agua fría y enfurecida cuando cayeron al río.
VIII

LA ESPADA Y EL ANILLO

La tosca mesa de roble crujió bajo el peso de los dos corpulentos minotauros que
cayeron sobre ella. Ambos luchadores se golpeaban espoleados por los gritos de los que
estaban sentados alrededor de la mesa. En la cabecera, el emperador gritaba con todas sus
fuerzas. Agitó la mano y tiró una copa de vino, que le manchó el peto, pero el accidente no
mereció ninguna atención. Sólo era una mancha más en una serie de percances que habían
ido sucediendo a lo largo de toda la carde de diversión.
Los elaborados tapices que mostraban a algunos de los emperadores más conocidos
también estaban llenos de lamparones y muchos tenían desgarrones, consecuencia de armas
blandidas sin cuidado. Las paredes de mármol de las que colgaban los tapices no habían
corrido mucha mejor suerte, ni tampoco los mosaicos del suelo en los que se veía a
Ambeoutin conduciendo a su pueblo hacia la libertad. La imagen del primer líder de los
minotauros estaba enterrada debajo de montones de comida tirada. Su séquito apenas
lograba hacerse ver entre las ropas esparcidas sin cuidado.
Ni siquiera los candelabros, con sus cinco brazos de hierro, habían logrado escapar
de los excesos del alcohol. Era increíble que todavía no se hubiera declarado un incendio,
pues no eran pocas las velas que se habían caído. Las lámparas se balanceaban cada vez
que un asistente a la fiesta demasiado borracho para mantenerse en pie se apoyaba
pesadamente en las cadenas que las sostenían.
A pesar de todo, los guardias apostados en la puerta y en la pared que estaba detrás
del emperador se mantenían inmóviles. Comida y gotas de vino manchaban sus uniformes,
pero ellos se mostraban impasibles. Ardnor ya había infligido castigos por mucho menos.
Más de una veintena de invitados, todos ellos adeptos al nuevo culto, disfrutaban de
la fiesta. No había nada que celebrar, pero no era necesario que lo hubiera. Esas juergas se
sucedían casi todas las noches y no era raro que se alargaran durante el día. Al fin y al cabo,
Ardnor era el emperador, el indiscutible señor del reino. Sus órdenes se cumplían de
inmediato y le gustaba ordenar fiestas.
Una joven acólita del templo, que no tenía aspecto de ser la sacerdotisa más
fervorosa, dio un traspié y cayó en el regazo de Ardnor. Éste la asió con fuerza, olvidando
por un momento la lucha cuerpo a cuerpo, hasta que uno de los combatientes aterrizó sobre
los restos de la cabra asada, y los platos ribeteados de oro y plata saltaron por los aires.
Entonces los luchadores estaban cubiertos de manzanas aplastadas y trozos mordisqueados
de pan de trigo y de centeno. Ambos reían como locos mientras peleaban. Al final, el
minotauro más enjuto, con un cuerno un poco torcido, sacó algo de ventaja. Los
combatientes dieron una patada a una de las sillas de respaldo alto con el símbolo del corcel
de guerra tallado, mientras seguían retorciéndose aferrados el uno al otro.
Los espectadores apostaban cuál sería el ganador. Lanzaban monedas en los yelmos
de los dos oponentes, que estaban al revés al final de la mesa. Las monedas que estuvieran
en el casco del perdedor se repartirían entre los que habían ganado la apuesta, y una parte
iría para el mismo ganador.
Uno de los apostadores más borrachos se inclinó tanto para animar al luchador que
había elegido que acabó recibiendo un puñetazo desviado, que le cayó en todo el hocico. El
hilo de sangre que empezó a manarle del morro se debía más que a la fuerza del golpe a que
el minotauro tambaleante se había mordido la lengua sin querer.
Sin dejar de manosear a su acólita, que se deshacía en risitas, Ardnor bramó su
aprobación. Levantó la vista y, de repente, su expresión se nubló. Sin más explicaciones,
lanzó a su acompañante a un lado y se incorporó de un salto. Concentrados en el juego, los
demás no se percataron de nada, hasta que Ardnor pegó un puñetazo en la mesa redonda, en
la que se abrió una grieta de un pie de largo.
—¡Fuera! ¡Fuera todos! ¡Ahora!
Los invitados se quedaron inmóviles, sorprendidos y dudando si habían oído bien,
pero una mirada de los ojos inyectados en sangre del emperador bastó para que recogieran
precipitadamente sus cosas y huyeran de prisa. Los guardias separaron a los dos luchadores
ebrios y los sacaron de la habitación.
Pero ni siquiera así Ardnor se mostró satisfecho. Agarró a uno de los guardias que
estaba apostado detrás de él y lo empujó sin miramientos.
—¡He dicho que todos fuera! ¡Todos! ¡Y cerrad la puerta!
Cuando por fin estuvo solo, Ardnor se volvió para mirar el tapiz sucio y
deshilachado con manchas recientes de sangre. Lanzando un gruñido propio de un animal,
Ardnor clavó la mirada en la imagen de mi padre. Hotak posaba con el yelmo colgado de
un brazo y un pie sobre un nerakiano muerto. Volutas de oro y plata enmarcaban el retrato.
El artista había representado a Hotak de tal manera que se viera su ojo bueno, que parecía
encontrarse con la mirada de su hijo.
Una gota de sangre cayó del ojo, y Ardnor imaginó que representaba la condena de
su padre.
—¡Yo era tu heredero! —gruñó al tapiz—. ¡Me habían preparado para ocupar tu
lugar! ¡Sólo he hecho lo mismo que tú habrías hecho!
Como era de esperar, la imagen no respondió, pero eso sólo consiguió enfurecer
más al obtuso Ardnor. Con un rugido, tiró todo lo que había sobre la mesa. Las copas, los
platos y los restos de comida cayeron al suelo con estrépito.
Él era el emperador de todos los minotauros. Las legiones marchaban a la guerra en
su nombre. Los gladiadores luchaban a muerte en el Gran Circo. Sus Defensores imponían
la ley marcial en todo el reino…
Desde que tenía uso de razón deseaba todo lo que entonces era realidad. Desde niño,
Ardnor había sido educado para ocupar el lugar de su padre y, después de tantos obstáculos,
el hijo mayor de Hotak había conseguido su objetivo. No obstante, sabía que el verdadero
poder no residía en el palacio, sino que emanaba del templo. De allí procedían los
mandatos, a menudo firmados con su nombre. Tal vez fuera él quien ostentara el título de
emperador, pero era su madre la que gobernaba el reino de los minotauros.
Sentía que la figura del tapiz lo observaba. Al final, Ardnor lo cogió por el extremo
inferior con una de sus manazas, con la intención de arrancarlo de la pared. Pero vaciló y,
tremendamente frustrado, soltó la tela, cogió el yelmo y salió airadamente de la estancia.
Los guardias se irguieron, asustados, cuando lo vieron aparecer por el pasillo en
busca de una víctima propicia para su mal humor. En sentido contrario llegaba un
desafortunado mensajero de la legión.
—¡Ése de ahí! ¿Qué estás haciendo aquí? ¿Traes alguna noticia importante?
El mensajero inclinó los cuernos rápidamente y se arrodilló.
—¡Su majestad! ¡Traigo una misiva privada para vos!
Ardnor atiesó las orejas.
—¡Bien, pues dámela, idiota!
El mensajero se peleó con una bolsa de piel, cerrada con un nudo, y por fin logró
sacar una diminuta nota sellada que había llevado un ave mensajera. Se la tendió al
emperador. Éste le dio vueltas en busca de cierta marca y, finalmente, encontró el icono del
hacha rota, dibujado con discreción.
—¡Retírate! —ordenó al oficial.
Alejándose de los guardias, Ardnor rompió el sello: «Saludos, Gran Maestre de los
Defensores, hijo venerado de la suma sacerdotisa, emperador de emperadores…»
La enumeración de títulos ocupaba varias líneas. Aunque Ardnor soltó un resoplido
burlesco, aquellas palabras del fiel lo halagaban sobremanera.
«Yo, Genjin Es-Jamak, un sencillo acólito que no merece pisar vuestra sombra,
envío este informe con la máxima celeridad para que sólo vuestros ojos lo lean. Considero
imperativo advertiros…»
Ardnor abrió los ojos como platos. Leyó el mensaje tres veces, echando las orejas
hacia atrás y lanzando llamas por los ojos inyectados en sangre. Cuando más o menos logró
digerir lo que decía la nota, la rompió con tanta rabia que a punto estuvo de pulverizarla
con su enorme mano. Resoplaba con fuerza, pero ésa era la única muestra de sus
sentimientos que podían percibir los centinelas.
Se volvió hacia uno de ellos.
—¡Ordena a ese mensajero que vuelva! —le espetó—. ¡Dile que espere a la entrada
de mi cuartel general! Voy a darle la contestación.
El soldado se apresuró para alcanzar al oficial. Ardnor se dirigió hacia sus
habitaciones privadas. Mientras caminaba con pasos airados, mostró los dientes en una
cruel sonrisa de depredador. Su madre había querido que fuera un gran emperador y así
sería. Estaba a punto de tomar una decisión difícil, si bien necesaria. Una decisión imperial.
Una decisión tal que ni siquiera su padre, el gran Hotak, se habría atrevido a tomar.
Faros perdía y recuperaba la conciencia. No podría haber dicho cuánto tiempo
llevaba tirado en el suelo de la habitación milenaria. Horas, de eso no cabía duda: días
quizá…; al menos uno, seguramente dos o tres. Todo el cuerpo se le retorcía de dolor, se
moría de sed. Tenía hambre y náuseas a la vez, y se sentía como si estuviera quemándose
vivo.
Soñaba… o, más exactamente, tenía pesadillas. Las alucinaciones eran más
lúgubres que nunca. Se le aparecían los rostros macabros de Sahd, Paug y los demás, y más
que ningún otro, el del Gran Señor Golgren. También veía otras imágenes más vagas, pero
no menos inquietantes, visiones de un reino húmedo y oscuro por el que vagaban figuras
tambaleantes con los cuerpos corrompidos por la enfermedad, atrapadas en un tormento sin
fin. A veces, esas imágenes se confundían con sus recuerdos de Nethosak, la capital del
imperio se convertía en una ciudad poblada por demonios cadavéricos y edificios en ruinas.
Sólo una cosa salvó a Faros de la locura a la que le arrastraba la plaga, un murmullo
incesante que lo mantenía unido a la realidad.
—Tan cerca…, tan cerca… Sólo unos pasos más… Puedes lograrlo, sí, puedes
lograrlo…
No reconocía esa voz, no pertenecía a ninguno de sus seguidores. No recibiría
ninguna ayuda de ellos. Los rebeldes habían cumplido sus órdenes y habían abandonado los
lugares donde se amontonaban los enfermos y los muertos.
Desde un rincón de su conciencia, Faros se dio cuenta de que estaba tumbado en el
centro de su habitación, y eso le recordó algo. Se había desplomado en la entrada. De
alguna manera había logrado arrastrarse hasta el interior, pero no lograba recordar con qué
intención. Más allá estaba la espada. Con un gemido, Faros intentó alcanzarla, pero parecía
que los separaba una eternidad. Reuniendo las pocas fuerzas que le quedaban, el minotauro
agonizante logró arrastrarse unos milímetros más.
Tuvo que hacer un esfuerzo tan grande que se desvaneció. Volvieron las pesadillas
y con ellas la voz que le susurraba. En cierto momento, Faros volvió a estirarse y descubrió
que la espada estaba casi a su alcance. No recordaba haberse acercado más, pero ya nada le
sorprendía.
La gema más grande de la empuñadura, la magnífica piedra verde del centro, era la
única iluminación de la estancia. Faros no se cuestionó algo tan extraño, ni tampoco le hizo
reaccionar. Era evidente que la espada poseía magia.
Su cuerpo ansiaba dormir, pero Faros siguió arrastrándose con los codos. Rozó la
espada con las yemas de los dedos. El arma se deslizó a su mano, como si quisiera que la
cogiera. Faros dio un grito ahogado. Sintió que los síntomas de la plaga se estremecían y
remitían un poco. Seguía ardiéndole todo el cuerpo, pero al menos podía pensar con más
claridad.
—El anillo…
Fue lo único que dijo la voz. Faros buscó con los ojos inyectados en sangre el otro
artefacto que había heredado de Sargonnas. Un graznido seco salió de su boca llena de
ampollas cuando recordó dónde estaba.
—El anillo… —repitió la voz en su cabeza, apremiándolo.
Reunió todas sus fuerzas desde lo más profundo de su ser y consiguió levantarse.
Asiendo la espada, desesperado, Faros cruzó la habitación balanceándose de un lado a otro
sin que pudiera evitarlo. Hubo un momento en que estuvo a punto de chocar contra la pared
y caerse, pero la espada se mantuvo recta como un bastón, y el minotauro logró recuperar el
equilibrio.
Faros encontró la grieta por la que había caído el anillo y se arrodilló. Sintió que la
enfermedad volvía a apoderarse de él y tuvo que apoyar el hocico en la pared para no
desplomarse de nuevo. Apretó con más fuerza la espada de Sargonnas y recuperó un poco
de fuerza. No sabía por qué, pero era vital que encontrara el anillo.
Con la vista borrosa, pasó los dedos por la grieta, pero lo único que palpaba era
suciedad. Entonces, sintió algo metálico y circular que no podía ser otra cosa que el anillo
perdido. Faros intentó levantarlo con el dedo índice, pero el objeto resbaló. Maldiciendo en
voz alta, lo intentó con el meñique. Consiguió engancharlo y lo levantó con mucho
cuidado, hasta que salió a la luz.
El anillo colgaba del dedo, a punto de escaparse de nuevo. La mano de Faros
empezó a temblar a medida que la alejaba lentamente de la grieta, hasta que el anillo volvió
a caerse y, tintineando por el suelo con una chispa, se detuvo junto a su rodilla. Lo atrapó
con la mano libre, pero cuando estaba a punto de ponérselo, la voz habló de nuevo.
—La sangre debe manar, para él y para mí…
A pesar del esfuerzo sobrenatural que estaba haciendo, Faros frunció el entrecejo.
¿Sangre?
—Una gota a cada uno, en el centro del ojo…, o la plaga te llevará…
No le importaba a quién perteneciera aquella voz empeñada en murmurar, ni
siquiera si se trataba de Sargonnas. Se sentía mareado y débil, estaba cansado de acertijos.
—Está bien, maldita sea…
Levantó la espalda, se concentró en la mano temblorosa y acercó la afilada hoja a la
palma. Un leve roce del metal bastó para rasgar la piel. Asomó la sangre y, al mismo
tiempo, Faros habría jurado que había oído un lamento que provenía de la espada.
Volvió a sentir la fuera de la enfermedad. Con los ojos anegado en lágrimas, Faros
giró la mano, y cayó la primera gota de sangre. Se posó en el centro exacto de la piedra
negra del anillo… y desapareció en ella sin dejar rastro. Faros estaba a punto de coger la
espada cuando recordó la segunda parte de la orden. Dio la vuelta a la espada para acercar
la esmeralda de la empuñadura.
Vio un ojo que le devolvía la mirada, pero Faros parpadeó y ya no volvió a verlo.
Tomando una bocanada de aire, giró de nuevo la mano. Una gota de sangre cayó en la
esmeralda y, al igual que la primera, desapareció en la piedra preciosa. De repente, la
espada relumbró con una intensa luz verde. La luz inundó la estancia.
—El anillo…
Presa de terribles temblores, Faros soltó la espada sólo lo necesario para ponerse el
anillo. En cuanto lo logró, algo lo sacudió por dentro. Faros gritó y habría querido arrojar la
espada, pero sus dedos la asían con fuerza. Sintió que una ola de fuego le atravesaba el
cuerpo.
Entonces, la agonía de la plaga se retiró bruscamente. El minotauro ya no sentía la
terrible presión en la cabeza y, de repente, podía volver a respirar con normalidad. Sintió
que poco a poco recuperaba las fuerzas. En un momento, desapareció todo el dolor. Ya
podía mantenerse en pie, incluso moverse.
—Tu sangre está ligada, tu sangre está purificada…
El brillo de la espada apenas era ya visible, pero el anillo estaba caliente. Faros miró
en derredor y vio el pellejo de agua y algunos alimentos secos. Comió y bebió con tanta
avidez que se salpicó todo el pelaje.
Después, avanzó torpemente por los salones. El único sonido que oía era el de sus
propias pisadas. El templo estaba sumido en la oscuridad, excepto por el tenue resplandor
de la espada de Sargonnas. Sosteniéndola delante de sí, el líder de los rebeldes fue
abriéndose camino. A sus oídos únicamente acudía la caricia liviana del aire.
Cuando por fin llegó junto a una ventana, comprobó que era de noche por la
oscuridad del exterior. Entonces, oyó un ruido estremecedor. Se quedó quieto como una
estatua, escuchando e intentando descifrar el sonido, un grito desgarrador. Al otro lado de
los muros del templo, grotescamente iluminados por antorchas y hogueras diseminadas por
el páramo, Faros vio a sus seguidores. No habían escapado de la maligna plaga. El grito que
había oído, y que habría de oír una y otra vez, era el que salía de la boca de cientos de
enfermos. Mirara a donde mirara, sus ojos encontraban enfermos y moribundos. Pocos
estaban de pie o se movían. Las víctimas de la enfermedad yacían en el suelo,
desperdigadas sin orden, mezcladas con los cadáveres del enemigo.
Al final, Nephera había vencido. Donde la fuerza de las armas había fracasado, la
magia malvada había logrado acabar con la rebelión. Alzó la vista y vio las estrellas
relucientes. La paz que reinaba en los cielos contrastaba cruelmente con las escenas de la
tierra. El hedor a podredumbre y enfermedad se apoderó de sus sentidos hastiados.
Un conjunto de estrellas captó su atención. Faros tardó un momento en darse cuenta
de que ésa era la constelación que representaba al supuesto dios. Un sentimiento de
responsabilidad que jamás había experimentado antes tocó su corazón. Con un
estremecimiento, Faros recordó a su padre.
—¡De acuerdo! —rugió el minotauro a las estrellas—. ¡De acuerdo, maldito seas,
Señor de la Venganza! ¡Te necesito! ¡A ti, no a tus juguetes! ¿Quieres que te lo suplique?
¡Pues lo haré! ¡Ayúdanos! ¡Ayúdanos ahora, o no quedará un solo fiel que te adore! ¿Me
oyes? Ayuda…
Un trueno ensordecedor sacudió el templo. El minotauro tuvo que agarrarse. Oyó
gritos asustados. Tras el trueno llegó el silencio…, y al silencio le siguió el graznido
solitario de un pájaro.
Un momento después, otro pájaro respondió al primero, y otro más. Al instante,
parecía que todas las aves del mundo respondiesen a la primera, aunque ninguna se
mostraba a los ojos. Los sonidos estridentes ahogaron todo lo demás. De repente, por allí
llegaba el aleteo de unas alas. Cientos, miles de alas. El ruido se convirtió en un estruendo
tal que Faros pensó que estaba a punto de estallarle la cabeza.
Un cuervo feo y gordo entró por la ventana. Pasó junto a Faros y entró en la cámara
donde yacían los muertos. Se posó sobre uno de ellos y picoteó la carne. La tragó y volvió a
picotear con avidez.
Otro cuervo pasó rozando el hombro de Faros. Se posó en otro cadáver e imitó a su
compañero. Sin que nada anunciara su visita, el templo se llenó de pájaros que llegaban sin
parar. Había aves diminutas y enormes, pero todas eran carroñeras. Caían sobre los
cadáveres con impaciencia. Algunos cuerpos tenían tantos pájaros encima que era
imposible distinguirlos bajo la masa de plumas.
Consciente de que de alguna manera él había desalado aquello, el líder de los
rebeldes atravesó el templo corriendo para salir afuera, con la esperanza de llegar junto a
los supervivientes y ayudarlos. En su carrera, se cruzó con más y más pájaros que se
adentraban en el edificio de piedra y atestaban los corredores. Faros tropezó con cadáveres
de los que apenas quedaban los huesos, pero en la mayoría de los casos las aves lo
devoraban todo: carne, tendones, incluso los huesos.
Con los graznidos de los voraces animales retumbándole en los oídos, Faros
consiguió llegar a la puerta tambaleándose. Allí se quedó inmóvil al comprobar la magnitud
de lo que estaba sucediendo. Bajo la luz de las estrellas, que entonces brillaban con la
intensidad del sol, tenía lugar la carnicería más cruenta que hubiera visto en todas las
batallas. Los cielos y la tierra estaban cubiertos del manto negro de los carroñeros. En el
exterior no sólo se agolpaban los cuervos y otras aves de su misma familia, sino también
gigantescos buitres, águilas y cóndores. Todos habían acudido y atacaban el campo
sembrado de muertos. Desgarraban la carne y hacían un ruido estremecedor mientras se
entregaban al festín.
Aquí y allá los supervivientes se acurrucaban, observando aquel espectáculo
estremecedor. Lo único que podían hacer era quedarse donde estaban y mantenerse
vigilantes. Una eternidad después, aunque en realidad sólo fueron unos minutos, los pájaros
habían acabado. En el campo de muertos apenas quedaba alguna armadura hueca, armas
abandonadas y cinchas de piel.
El foco de la plaga estaba totalmente destruido, o por lo menos, los muertos ya no
seguirían propagando la enfermedad. Entonces, empezó a llover violentamente. El agua
caía del cielo y lo empapaba todo, incluidos los pájaros. No había nubes, ninguna señal que
alertara de la tormenta. Había estallado de la nada en aquel límpido cielo nocturno.
De la lluvia se alzó una neblina pálida y húmeda, pero de alguna forma
reconfortante. Lo cubría todo, pero su manto era más espeso alrededor del templo.
De hecho, Faros sentía que la lluvia y la bruma habían arrastrado algo repugnante
que había en su interior. Miró hacia ahajo y gruñó, sorprendido, cuando vio un hediondo
charco verdoso a sus pies, que rápidamente se filtró en la tierra. Al mirar en derredor
descubrió que alrededor de la mayoría de minotauros crecía un charco similar, sobre todo
junto a los más aquejados por la enfermedad. Era como si todos los supervivientes
estuvieran siendo purgados de la plaga. Aquellos que se habían retorcido presos de los más
terribles dolores tenían los charcos más grandes y pestilentes. Cuando la sustancia
desaparecía, los enfermos empezaban a moverse como si hubiesen sanado.
Pero el único en verlo y entenderlo todo fue Faros. El hijo de Gradic comprendió
que los enviados de Sargonnas los habían salvado. El último charco penetró en la tierra. En
ese mismo instante, la lluvia y la niebla desaparecieron. La oscuridad de todas las noches
regresó, acompañada de las estrellas normales.
Entonces, como si estuvieran esperando una señal, los pájaros alzaron el vuelo y se
alejaron en todas las direcciones por las que habían llegado. Sin embargo, cientos más se
quedaron inmóviles, observando, aguardando, como si esperaran que sucediera algo más,
pero ya no había nada más. Ninguno de los presentes podía dudar de que había sido un
milagro. Muchos eran los que habían estado a las puertas de la muerte y entonces estaban
sentados en el suelo; ni siquiera tenían aspecto de haber estado muy enfermos. No obstante,
no se oyeron gritos de alegría, pues todos estaban demasiado cansados y perplejos ante el
repentino giro de los acontecimientos. En cuanto a Faros, se alzaba mudo entre ellos,
sumido en sus pensamientos…
Todo lo que había intentado enterrar en lo más profundo de su ser explotó en la
superficie. Con los brazos levantados hacia el cielo, Faros rugió su dolor y su despertar al
camino que debía seguir. Gritó una y otra vez, mientras los minotauros que le habían
seguido con gran lealtad lo observaban boquiabiertos, confusos.
Cuando ya no pudo gritar más, Faros se volvió hacia la lejana Mithas. Con la
mirada perdida en la lontananza, imaginó Nethosak, el imponente palacio del emperador y
el gran templo de los Predecesores.
Los imaginaba envueltos en llamas y sangre.
IX

LAS MANOS DE LOS DIOSES

El emplazamiento llegó cuando Ardnor cabalgaba en las afueras de la ciudad. Un


contratiempo, pues aquélla era una de las aficiones favoritas del emperador. Montar su
corcel a gran velocidad le ayudaba a olvidarse de todo y a dejarse llevar por el puro placer.
Los minotauros tenían una larga tradición como criadores de caballos veloces y resistentes.
Aquellos enormes animales tenían que soportar mucho peso, pero además en la batalla la
rapidez solía determinar el ganador.
El emperador se lanzó a la carrera por las laderas boscosas, las mismas en las que el
general Rahm Es-Hestos había asesinado a Kolot. Dos Defensores a lomos de sus monturas
negras intentaban seguirlo como buenamente podían, pero entre todos los caballos de la
capital, quizá de todo el imperio, el de Ardnor era el más veloz. Se tomaba muchas
molestias entrenando y cuidando a sus caballos, y ése en especial era su orgullo y su
alegría. Hasta su padre había admirado su buena mano con esos animales.
Vio la figura solitaria cuando ya regresaba a las puertas de Nethosak. Un macho de
nariz chata con la cabeza rapada propia de los Defensores, pero ataviado con la túnica
blanca ribeteada en oro del templo. El mensajero inclinó los cuernos cuando el emperador
se acercó. Después dijo respetuosamente:
—Ella querría veros, Gran Maestre…
Ardnor sólo permitía que algunas cosas interrumpieran su entretenimiento. Un
emplazamiento del templo era la primera y más importante de todas las posibles.
Regresó velozmente al palacio, se limpió con especial cuidado el sudor tras la
cabalgada y se puso la armadura. Después, flanqueado por sus Defensores y rodeado por un
séquito de guardias imperiales, acudió a caballo a comprobar qué deseaba su madre.
Cabalgaba con la pompa y la solemnidad propias de un emperador. Los cuernos
resonaron cuando cruzó las puertas seguido de su séquito; un jinete solitario que llevaba el
estandarte de los Predecesores los precedía. Al contrario de lo que hacía su padre, Ardnor
alardeaba de su relación con el templo.
Los ciudadanos se apartaban sumisamente hacia los laterales de las calles.
Vitoreaban, y muchos coreaban su nombre. Lanzaban manojos de cola de caballo en honor
de su emperador o bien blandían los puños como saludo. Se esperaba que los ciudadanos se
comportaran así cada vez que se encontraran ante la presencia del emperador.
Por detrás de la muchedumbre, los Defensores vigilaban constantemente para
asegurarse de que el entusiasmo ensayado se expresara con orden.
A medio camino del templo, Ardnor frenó el paso, pues vio a un escuadrón de
Defensores, con su comandante a caballo, cruzar por una calle más arriba. Los guerreros
cubiertos con el yelmo corrían a buen paso, con las mazas preparadas, como si temiesen
problemas. Cuando el emperador pasó por esa calle, vio que la unidad se había detenido
delante del establecimiento de un importante molinero. De repente, Ardnor cayó en la
cuenta de cuál era su desagradable tarea, pues él mismo había firmado el mandato a
petición de su madre. A pesar de que había otorgado al templo la autoridad absoluta para
supervisar la distribución de alimentos, seguía habiendo quien creía que podía burlar sus
normas. El molinero había tratado de enriquecerse olvidando sus obligaciones con el
imperio y su crecimiento. Los Defensores ya estaban tirando la puerta abajo y entrando por
las ventanas. A la mañana siguiente, todos los molinos de aquel sinvergüenza girarían bajo
la dirección del imperio.
Cuando cayera la noche de ese mismo día, el antiguo molinero y sus trabajadores
estarían sirviendo a Ardnor en una de las colonias mineras.
Suspiró con impaciencia mientras las puertas que daban al templo se abrían.
Dejando atrás a la plebe, Ardnor recibió el ladrido atronador de una hilera de guerreros
impasibles, que parecían tener una única voz. Cuando un segundo lo saludó, todos
levantaron las armas mientras el Gran Maestre se acercaba a la escalera. Ardnor saltó
ágilmente de su caballo negro y subió los escalones de dos en dos. Una vez arriba, se giró y
golpeó la armadura con el puño, en la zona del pecho donde estaba grabado el símbolo de la
orden.
Acólitas con túnicas blancas ribeteadas en rojo lo recibieron con una profunda
reverencia, mientras él se dirigía rápidamente al salón principal Un minotauro flaco y de
mirada enloquecida, ataviado con la túnica con capucha de los sacerdotes de rango medio,
corrió a su encuentro para darle la bienvenida.
—La suma sacerdotisa ya no se encuentra en sus habitaciones, su majestad. Desea
que os reunáis con ella en la cámara de la meditación.
Ardnor gruñó sin dejar traslucir el desasosiego que le producía encontrarse con su
madre en aquel lugar espeluznante.
Las estancias parecían sumirse en un silencio propio de la muerte a medida que se
alejaba de la zona pública del templo. El sutil aroma de la lavanda flotaba en el aire.
Gigantescas estatuas de figuras misteriosas y etéreas contemplaban al emperador. Eran las
visiones de la suma sacerdotisa de los Predecesores, quienes supuestamente habían
ascendido al siguiente plano y entonces guiaban las acciones de los vivos. Algunas tenían
rostro, otras ocultaban sus facciones. No había dos iguales. Bordeaban el camino por ambos
lados y, aunque estaban hechas de mármol, Ardnor percibía la energía, los poderes que sólo
él y su madre podían sentir.
Cuando se acercó a la cámara, los cánticos rompieron el silencio. Dos Defensores
guardaban las puertas de bronce. Su actitud tensa no permitía adivinar si se habían
percatado de la llegada del emperador, ni si sentían el aura inquietante que incluso Ardnor
percibía al otro lado de las puertas. Ardnor se animó a sí mismo mientras se acercaba,
diciéndose que el poder al que servía lo sostendría.
Pero cuando llegó junto a las puertas, los dos centinelas cruzaron las hachas para
impedirle el paso.
—Ha ordenado que no entréis hasta que no sea dicho —le informó el guerrero más
veterano con inquietud.
El emperador sopesó la idea de hacer caso omiso de la orden, pero lo pensó mejor.
Había sido su propia tardanza la que le había puesto en aquella situación. Además, no tenía
ninguna prisa por entrar allí.
Los cánticos se interrumpieron bruscamente. Los tres se irguieron de forma
instintiva.
Sin que nada pudiera prevenirlos, una aplastante ola de frío atravesó el muro.
Ardnor, con los sentidos muy agudos después de tantos entrenamientos, vio primero las
puertas, los guardias y, por último, el salón ondulándose al paso del frío. Aquella ola gélida
no sólo afectaba a la carne, atravesaba la misma alma. Todas las antorchas se apagaron… y
después volvieron a la vida.
El silencio se posó sobre la habitación como una mortaja.
Las puertas de bronce se abrieron. La oscuridad del interior se deslizó hacia fuera.
Sin ni siquiera darse cuenta de que lo hacían, los dos amenazadores Defensores se
apartaron de las esbeltas sombras.
Sin necesidad de ninguna otra señal Ardnor pasó entre los guerreros y entró en el
santuario de la suma sacerdotisa.
—Bien —resonó una voz en el interior—, mi hijo pródigo acude por fin…
Tardó en verla. La cámara estaba tan oscura que necesitó tiempo para
acostumbrarse. Sin embargo, al mismo tiempo sentía la presencia de los demás, las
numerosas formas ocultas que flotaban sobre el suelo, en espera de las órdenes de lady
Nephera.
—Estaba… Me retrasé —respondió.
Algo se dibujó vagamente ante él. Había una gruesa laja de piedra. Allí el olor a
lavanda era más intenso, como si quisiera cubrir otro olor más siniestro. Algo yacía sobre el
altar, una forma inerte. Aunque no se atrevió más que a mirarla de soslayo para verla con
más detalle, dos sombras —dos sacerdotisas, como se dio cuenta después— alzaron la
forma y la llevaron a la oscuridad más profunda.
Desde algún lugar, lady Nephera le respondió:
—No me refería a ti.
El sonido del agua, como si alguien estuviera lavándose las manos en un cuenco,
llamó su atención hacia la derecha. Esperó, pero no vio nada.
Entonces, desde detrás del altar, la voz de su madre añadió:
—El destino conspira. Vive…, sigue vivo…
De repente, se encendieron todas las antorchas que colgaban de las paredes. Sus
llamas no eran rojas como el fuego ni doradas como el sol abrasador, sino de un verde
enfermizo.
Y por fin, Ardnor vio a su madre. Estaba sentada en una silla de gran respaldo,
prácticamente un trono, en lo alto del estrado que había detrás del altar. Sus vestiduras
negras y plateadas la envolvían como si fuese un esqueleto sin carne, sólo hueso.
Sobre ella, teñidos por las llamas, colgaban los enormes símbolos de plata de los
Predecesores. Pero a pesar de sus gigantescas proporciones, no lograban arrebatar la
atención al icono reluciente, marcado con fuego, en el pecho de su madre. Mientras se
acercaba a ella, no podía apartar los ojos del icono grabado en la piel, consciente de que
sólo él y su madre conocían su existencia. Nadie más podía verlo, a no ser que la suma
sacerdotisa lo permitiera.
Un hacha de guerra, puesta al revés. El verdadero símbolo del dios que estaba detrás
de la secta, el dios que había acudido a su madre cuando todos los demás la habían
abandonado.
Se encogió de hombros. Morgion o Takhisis, a Ardnor le daba igual una deidad u
otra, siempre que él siguiera siendo emperador. Su madre no alzó la vista cuando Ardnor se
arrodilló frente el estrado. El tono de su voz, cuando por fin la suma sacerdotisa habló, hizo
que al minotauro se le erizara el vello. Nephera tenía las manos con las palmas hacia arriba.
—Vive… —repitió, y la palabra estaba cargada de maldad—. A pesar de todo,
sigue vivo.
—¿El esclavo de Kern, madre?
—El esclavo de Kern, si, hijo mío…
La suma sacerdotisa levantó lentamente la mano. Ardnor tragó saliva. Bajo la luz
vacilante de las antorchas, más que nunca parecía un cadáver salido de la tumba. Su mirada
le quemaba los ojos, pero no podía apartarlos.
—El esclavo que es Faros Es-Kalin.
El emperador parpadeó. Después de pensarlo un momento, dijo;
—Kalin. El clan de Chot era Kalin, ¿no?
—¡Brillante deducción! —ladró la figura envuelta en la túnica, poniéndose en
pie—. ¡Sí! ¡Es el sobrino de Chot! ¡Un vividor débil y lastimoso es la causa de tantos
problemas!
—Faros… —El tosco guerrero se rascó el mentón—. Me parece recordar a ese
gusano…, pero es imposible que sea él. Jamás podría…
—¡No abuses más de tu mente, hijo mío! ¡Se trata de él!
Poniéndose el yelmo, Ardnor se incorporó con decisión.
—Entonces, ¡le daré caza como a un conejo! ¡Con su piel me haré una capa y sus
cuernos me servirán para colgarla!
—¡No!
—¡Déjame encargarme de él, madre! ¡Soy el emperador! ¡Tengo derecho a que el
último Kalin sea mío! ¡Colgaré su cabeza en las puertas del palacio para que todos la vean!
¡Les demostraré a todos quién manda aquí!
La oscuridad se cernió sobre la suma sacerdotisa con tal celeridad que Ardnor
retrocedió, perplejo. En la negrura se arremolinaban figuras apenas visibles, macabros
guerreros con monstruosos rostros y cuerpos retorcidos.
Nephera alejó a sus horribles sirvientes con un leve gesto de la mano.
—No, hijo mío, otros deben ocuparse de eso. Maritia y Golgren deberán acabar con
esa rata por nosotros. ¡Aunque tenga que enviar todo el poder de Ambeon y de los dos
reinos de los ogros, Faros caerá! ¡Su fantasma se inclinará a mis pies!
—¿Golgren y Maritia? —bufó el colosal minotauro—. ¿Un ogro manco y cursi, y
mi hermana? ¿Qué te hace pensar que pueden ocuparse de este asunto si hasta ahora han
fracasado?
—El Gran Señor lo hará porque ése es mi deseo. Tu hermana… ¿Tienes algún
motivo para desconfiar de ella, alguna sospecha que quieras contarme?
El minotauro sacudió la cabeza sin vacilar.
—No. Nada.
—Entonces, estamos de acuerdo.
Levantó la mano izquierda y de las sombras salió una sacerdotisa que le tendió una
copa. Nephera se detuvo para sorber su contenido, haciendo esperar a Ardnor hasta que se
sintió satisfecha.
—Como todo se hace de forma oficial, he redactado las proclamas para que se las
envíes a ambos. —Hizo un gesto y aparecieron dos pergaminos flotando delante de su
hijo—. Es necesario que les pongas la marca imperial antes de enviarlas.
Lanzando un bufido de enojo, Ardnor inclinó los cuernos hacia un lado. Cogió los
pergaminos y respondió:
—Me encargaré de que así se haga.
—No te sientas menospreciado, hijo mío. —Nephera le devolvió la copa a su
asistente, quien, como había hecho antes, desapareció en las sombras—. No te he llamado
sólo para eso. Verás, tengo una misión muy especial para ti. Puedes considerarlo un
adelanto de lo que está a punto de venir. —Una mano dibujó delicadamente el contorno del
símbolo grabado en la piel. La mirada de lady Nephera parecía la de una joven
enamorada—. Se acerca el momento en que podrás conocer mejor a tu dios…
Ardnor sintió el impulso de apartar los ojos del hacha invertida, pero no pudo. Ni
siquiera podía parpadear, y mucho menos cerrar los ojos. Bajo su atenta mirada, el hacha
empezó a latir, después se hinchó. Se convirtió en lo único que podía ver, un objeto con
vida y aterrador.
Y entonces, el hacha se transformó en una torre lejana, una torre de bronce
empañado de la que salió una voz áspera.
—Mi héroe… —chirrió la voz—. Mi héroe…
Tan rápidamente como habían aparecido, la voz y la luz se desvanecieron.
Ardnor sintió un intenso sentimiento de pérdida para el que no encontraba razón.
—Muy pronto, querido hijo mío… —dijo Nephera, poniéndose en pie, y a su lado
acudieron dos sacerdotisas—. Estoy cansada. Deseo darme un baño y retirarme un tiempo.
Puedes irte.
La brevedad del encuentro no le sorprendió. Esa forma tan extraña de actuar era
propia de su madre, especialmente en los últimos tiempos. Se dispuso a irse, cuando un
grito ahogado de Nephera le hizo darse la vuelta.
Abrió la boca para decir algo, pero se quedó inmóvil. Nephera estaba entre las
sombras; su expresión reflejaba cólera y preocupación. Hizo un gesto hacia la oscuridad,
como si intentara apartar algo
—¡Vete! ¡No quiero tenerte aquí! —exclamó de repente—. ¡Fuera!
Ardnor miró de soslayo y, por un segundo, le pareció ver una forma familiar que se
alejaba. Sin querer sacó los dientes, consternado. ¿Había visto a…?
Con expresión impasible de nuevo, Nephera se volvió e hizo un gesto con la cabeza
hacia su hijo.
—¿Deseas algo?
Ardnor negó con la cabeza.
—Nada. Ya me iba.
Ella volvió a asentir y siguió su camino. Agarrando los pergaminos con fuerza, el
emperador se dirigió hacia las puertas de bronce. Ardnor no pudo evitar mirar por encima
del hombro mientras se alejaba. No buscaba a su madre, que ya había desaparecido por un
pasaje, sino que quería comprobar algo.
Comprobar que la sombra reprobadora de su padre no lo seguía entonces a él.
Mientras esperaban a que volviera Bastion, Faros dirigía los ejercicios de los
merodracos. Si los dejaban encerrados mucho tiempo, éstos no tardaban en atacarse unos a
otros, en una orgía de sangre y tripas.
Ayudado por los cuidadores, Faros utilizaba el látigo y una antorcha para dirigir a
las bestias en la dirección que quería. Algunos también utilizaban lanzas. Siempre tenían
una espada o un hacha a mano, por si surgía algún problema. El mordisco de un merodraco
solía ser mortal, pues su saliva estaba envenenada por las cosas asquerosas que comían.
Mientras los demás cuidadores se mantenían a la máxima distancia posible, Faros
siempre andaba cerca de los animales. Para sorpresa de muchos, los reptiles lo trataban con
respeto y prudencia, pues quizá, en cierta manera, veían en él un depredador más peligroso
que ellos mismos.
Faros rugió a una bestia indecisa; el chasquido del látigo acompañó la orden gutural.
El hedor insoportable del aliento de aquellas criaturas monstruosas y de sus cuerpos
obligaba a muchos minotauros a taparse el hocico con trapos, pero Faros iba con el rostro
descubierto.
Los exploradores llegaron a caballo cuando Faros conducía a la matriarca hacia los
corrales. La hembra silbaba, sacaba la lengua bífida y enseñaba los crueles colmillos sucios,
pero obedeció su señal.
La llegada de los caballos puso nerviosos a los reptiles. Un joven macho impaciente
intentó separarse del rebaño. Meneaba la cola con fuerza y derribó a un cuidador
desprevenido.
Faros hizo un gesto a otros dos minotauros para que cogiesen al merodraco. Él, de
un salto, se puso junto al soldado caído y rechazó a una hembra madura que ya tenía las
fauces abiertas. El látigo le dio en todo el hocico. Meneando la cabeza y silbando con
vehemencia, el animal se alejó de su preciada presa.
Cuando la matriarca hubo entrado en el corral, Faros consideró que ya podía dejar el
asunto en manos de los cuidadores sin nada que temer. Entregó el látigo y la antorcha a uno
de sus subordinados y se acercó a los recién llegados.
—¿Bien? ¿Qué habéis encontrado?
Su expresión sombría hablaba por sí sola. El líder del grupo fue quien habló.
—Está muerto, señor. Todos están muertos. No encontramos el cuerpo, pero sí
algunas de sus pertenencias y huellas de una refriega al borde del precipicio que da al río.
Sin que pudiera evitarlo, Faros se sintió consternado.
—¿En qué dirección iban?
El explorador líder, un veterano minotauro curtido, de melena rala y gris, contestó
amargamente:
—Volvían hacia aquí, mi señor.
Faros gruñó. El encuentro se había producido. Bastion había sido traicionado…, y
por su propia hermana. Faros, que había perdido a toda su familia a manos de la ambición
de Droka, seguía sin ser capaz de creer hasta dónde llegaba su maldad. Bastion hablaba de
su hermana como alguien con una mente similar a la suya, pero también había dicho que
era la más parecida a su padre. Maritia demostrado serlo, no cabía duda.
Así que eso era todo. Demasiado para llegar a un pacto. Si la plaga sobrenatural no
había bastado para que Faros se convenciera, la determinación del imperio de acabar con él
y sus seguidores, el diabólico asesinato de Bastion a manos de su propia hermana era
prueba más que suficiente. No habría paz. No había esperanza de que todo aquello
terminara sin la muerte de muchos más minotauros. Si Maritia había traicionado a su propio
hermano, tampoco jugaría limpio con Faros. Descartada la paz, la amarga enemistad entre
él y la Casa de Droka sólo podría resolverse con la guerra.
Cuando ya se daba la vuelta para alejarse de los exploradores, un pájaro negro del
tamaño de su cabeza revoloteó entre sus pies y fue a posarse un poco más allá. Faros pasó
junto al ave y una docena más de pájaros antes de que hubiera recorrido menos de la mitad
del serpenteante camino que ascendía hacia el templo.
De repente, los pájaros estaban en todas partes. Cubrían la tierra, se posaban en la
ladera, e incluso se amontonaban en el antiguo edificio. No emitían sonido alguno, ni
siquiera cuando los guerreros, molestos, intentaban espantarlos. Lo único que hacían era
revolotear fuera de su alcance y volver a posarse. Parecía que aguardaban algo, pero nadie
podía decir el qué.
A pesar de que se contaban por decenas, los animales no suponían más que una
molestia, así que Faros intentó no prestarles atención. Mucho más preocupante era el modo
de ponerse en contacto con el capitán Botanos y los demás. Tardarían semanas, incluso
meses, en entregar cualquier mensaje.
Pero no quedaba otra opción, ya no. Faros sabía que tenía que intentarlo.
De entre los utensilios de la legión, se había procurado tinta y pergaminos. En sus
habitaciones, extendió un pergamino sobre una tosca mesa de piedra que había hecho con
las lajas que se encontraban en la ladera, e intentó redactar el mensaje.
Pero después de mucho devanarse los sesos las palabras seguían resistiéndosele.
Como si se burlara de sus esfuerzos, un pájaro negro y grande se posó sobre la mesa. Faros
intentó atraparlo sin mucha convicción, pero el ave se levantó un poco en el aire y se posó
de nuevo cuando el minotauro apartó la mano. Faros lanzó un bufido y volvió al trabajo.
Horas más tarde no estaba más cerca de conseguirlo. Nada de lo que escribía
expresaba lo que él deseaba transmitir.
Con un rugido que revelaba toda su frustración, Faros tiró lo que había sobre la
mesa. Su compañero alado revoloteó un poco, pero no se alejó. Sin hacer caso al pájaro,
Faros miró al techo y maldijo en silencio a la deidad. Antes de la Noche Sangrienta, lo
único que Faros había escrito eran las notas de deuda cuando perdía en el juego Su padre
era el que escribía los discursos, no él.
—Si pudieran oír las palabras de mi propia boca —murmuró para sí—, quizá así
tendría alguna oportunidad…
—De mi propia boca… —repitió una voz junto a él.
Faros se volvió en busca del que había repetido sus palabras. El pájaro negro miró
en la misma dirección que el minotauro.
—¿Quién ha dicho eso? —preguntó.
El ave lo miró.
—¿Quién ha dicho eso?
Con las orejas hacia atrás y los ojos entrecerrados, Faros dijo:
—¿Así que ahora hablas?
—¿Hablas? —lo imitó el ave.
El líder de los rebeldes rugió. ¿Acaso Sargonnas le había dado la manera de enviar
el mensaje? Inclinándose hacía el animal, comprobó si su teoría era cierta.
—Escucha mis palabras…
—Escucha mis palabras… —repitió el pájaro. Cada sílaba, cada inflexión de la voz
era idéntica a la del minotauro.
Aquélla era la única prueba que Faros necesitaba. Las palabras le acudían solas a la
boca. Empezó a dictar, contando al resto de rebeldes todo sobre la plaga, las muertes y la
ayuda de Sargonnas. Explicó que se había dado cuenta de que la pesadilla sólo terminaría
con la destrucción de la Casa de Droka. Prometió que dedicaría su vida a esa causa y lo juró
en nombre de su padre y de su madre…
A lo largo de todo el discurso, el ave lo miró fijamente. No interrumpió sus
pensamientos con ninguna otra repetición. Cuando Faros hubo acabado, el pájaro ladeó la
cabeza en espera de sus instrucciones.
Sin vacilar, el minotauro ordenó:
—Repite el mensaje.
Palabra por palabra, con la misma voz de Faros, el pájaro negro relató la nueva
cruzada. El minotauro lo escuchó atentamente, pero el ave no cometió ni un solo error.
Incluso lograba transmitir las profundas emociones que se escondían tras las palabras, algo
que dejó asombrado al antiguo esclavo.
Cuando llegó al final del discurso, el pájaro simplemente cerró el pico y ahuecó las
alas.
Antes de que pudiera pensarlo dos veces, el negro cuervo saltó de la mesa. Salió
volando de la habitación sin que Faros pudiera detenerlo.
Mientras desaparecía en el cielo, el minotauro oyó al pájaro recitando su mensaje.
Faros lo siguió, preguntándose sí se habría equivocado al confiar su voz al servidor del
Señor del Cóndor.
Apenas había avanzado unos pasos por el corredor cuando se oyó a sí mismo
hablando desde un salón lateral al que el pájaro no había ido. Un segundo después, un
tercer eco le llegó desde otra dirección. Cuando Faros pasó Trente a una ventana, oyó su
voz en el exterior.
Faros se detuvo y miró por la ventana. Contempló, asombrado, que todos los
pájaros habían alzado el vuelo. El cielo estaba cubierto de pájaros negros. Pero lo más
prodigioso no era la imagen, sino el clamor. Lo que se oía no eran los graznidos de los
cuervos, sino la voz de Faros Es-Kalin repitiendo las mismas palabras una y otra vez,
alzándose orgullosa y potente.
Cuando todos acabaron de pronunciar su discurso, la enorme bandada se dispersó, y
cada pájaro se alejó hacia un desuno diferente.
La suerte estaba echada. Mientras contemplaba a sus mensajeros alados dirigirse a
todos los puntos del mundo, Faros deseó que volaran tan rápidamente como pudieran.
Cuanto antes llegaran a su destino, mejor.
En el momento en que el último pájaro desapareció en el horizonte, Faros se dio la
vuelta y llamó a uno de sus seguidores, el que estaba más cerca.
—¡Corre la voz! A partir de mañana quiero que todos reúnan lo más valioso que
haya en la región, especialmente comida. ¡Quiero que todos afilen sus armas y preparen a
los animales para un viaje largo y duro!
Calculó cuánto tiempo necesitarían para tenerlo todo listo y entonces añadió:
—¡Quiero que estemos listos para partir en tres días! —Esbozó una sonrisa
forzada—. Es hora de volver a casa…
X

MENSAJES PROFÉTICOS

El segundo maestre Pryas era un personaje distante que gozaba abiertamente de la


gloria de su rápida ascensión al poder. Con títulos como el de comandante de la legión y
procurador general —este último le daba carta blanca en casi todas las situaciones de
crisis—, era uno de los minotauros más poderosos del imperio.
Para disgusto de Maritia, aunque no para su sorpresa, la general Kilona y los demás
oficiales de los Defensores se desvivían por agradar a Pryas. En el corto período de tiempo
desde su llegada, más de la mitad de los legionarios y los colonizadores que supuestamente
tenían que ayudar a renovar la capital habían pasado a trabajar para el templo, olvidando
todas sus demás obligaciones. Mientras cabalgaba enfadada hacia el enorme edificio,
Maritia calculó que por lo menos cien soldados o más de la Legión de Cristal se afanaban
en las obras del templo. Muchos de ellos estaban construyendo el gigantesco armazón del
que colgarían las representaciones gigantescas del hacha y el ave sobre la entrada.
Que los guerreros de Kilona, todos fieles a los Predecesores, hubieran acudido no la
sorprendía, pero había también varias docenas de soldados de otras legiones, incluida la de
los Halcones Albos y uno o dos miembros de la suya.
Se encontró con el Defensor de ojos acerados en el nacimiento de los escalones del
templo. Pryas vestía los colores negro y dorado de su rango, con el yelmo colgado del brazo
derecho. A un costado llevaba una enorme maza con la cabeza cubierta de pinchos, que
parecía capaz de aplastar rocas y huesos con la misma facilidad. Lo rodeaban cuatro de sus
imponentes guardias.
—¡Lady Maritia! —exclamó al verla acercarse—. ¡Vuestra presencia me complace
enormemente! —El segundo maestre se inclinó haciendo una reverencia; la capa oscura
revoloteó alrededor—. ¡Si hubiera sabido que veníais, habría dispuesto una bienvenida más
formal!
—Ya has distraído a demasiados soldados de sus obligaciones, Pryas. No es
necesario entretener a más.
No parecía en absoluto arrepentido.
—El pueblo es el alma del imperio y el templo es el alma del pueblo, mi señora.
Este templo debería haber abierto sus puertas para el culto mucho tiempo atrás.
—Teníamos algunas prioridades sin importancia, como el abastecimiento, los
alojamientos, el enemigo…
El minotauro se giró, agarró a un dekariano con la cabeza descubierta, miembro de
los Grifos, y le ordenó:
—¡Vete a decir a esos vagos que hagan añicos esos iconos blasfemos ahora mismo!
Mientras el oficial se apresuraba a cumplir la orden, Maritia miró hacia el numeroso
grupo de minotauros que estaban destrozando la estatua elfa de Branchala que guardaba un
lado de la puerta. La mayoría de estatuas ya estaban derruidas o a punto de estarlo.
—¿Por qué no las tiráis a un foso como se hace con el resto de escombros? Se
ahorraría tiempo.
—En presencia de aquel al que servimos, no debe haber falsas deidades ni tallas que
las representen —dijo Pryas, frunciendo el entrecejo—. ¡Como hija de la sagrada y
hermana del emperador, lo entenderéis mejor que yo, bendita seáis!
—Yo soy una soldado, Pryas, una legionaria como mi padre. De lo que entiendo es
de guerra, como casi todos los minotauros de nuestro pueblo.
—Con la guía de nuestros ancestros, ocuparemos los lugares destinados a nosotros,
cumpliremos nuestro destino, por el bien de nuestra raza y la gloria de aquel al que
servimos.
Intentando mantenerse impasible, Maritia dijo:
—También sé que tus subordinados se han trasladado a los centros de distribución.
Cuando uno de mis treverianos intentó recoger nuestra cuota de alimentos, ¡espadas y
hachas le cerraron el paso!
—¡Un malentendido, por supuesto! Vuestro treveriano debería haber sido más
inteligente. ¡Los alimentos de Ambeon y otros productos esenciales están bajo el auspicio
de los Defensores! Así es en Nethosak, y no cabe duda de que en las colonias será igual.
Maritia a duras penas reprimía las ganas de propinarle un buen puñetazo para
quitarle esa expresión de mojigato de la cara.
—Yo soy la comandante militar de Ambeon…
—No hago más que seguir los dictados del emperador, al igual que vos.
Poco podía argumentar contra esa lógica. Pero Maritia no suavizó su mirada.
—De todos modos, confío en que ya hayas reunido a los trabajadores suficientes.
No puedo permitir retrasos en otras zonas cruciales de colonización o seguridad. Esos
Halcones Albos, por ejemplo. Se supone que su obligación es vigilar y proteger el noroeste.
Si necesitas más ayuda, los esclavos siempre pueden…
Irguiéndose y resoplando con fuera, Pryas rugió:
—¡Ninguna rata elfa tocará nada de los Predecesores! ¡No me fío de sus manos
suaves y traicioneras! ¡Preferiría a un ogro o a un enano gully antes que a uno de ésos!
¡Todos los elfos deberían ser ejecutados! ¡No habrá sitio para ellos en el reino puro!
Por mucho que Maritia despreciara a los elfos, la actitud del procurador general le
pareció exagerada, pero esbozó una sonrisa forzada.
—Como quieras… Simplemente hazme saber cualquier otra necesidad de personal,
¿de acuerdo?
La expresión del minotauro cambió de inmediato. Parecía que le hubieran
concedido el más preciado de los favores.
—Estoy ansioso por volver a disfrutar de vuestra compañía muy pronto, señora.
Maritia reconoció la mirada de sus ojos. Había tenido amantes, pero nunca un
Defensor. Ya había parado los pies al consejero supremo, Lothan. Si el segundo maestre
pretendía mejorar su posición uniéndose a ella, estaba muy equivocado.
—Con una simple petición por escrito será suficiente —logró contestarle.
Pryas no se mostró ofendido, sino que miró más allá de ella. Con las orejas tiesas, el
Defensor comentó:
—Parece que uno de vuestros ayudantes os está buscando.
Aunque Maritia tenía un cuartel general oficial, pocas veces podía encontrársela
allí. No obstante, siempre dejaba dicho a sus subordinados dónde podían dar con ella en
caso de que llegara algún mensaje importante.
—¡Mi señora! —exclamó el jinete con voz entrecortada—. ¡Hay ogros en la puerta
del norte!
—¿Ogros? —se apresuró a repetir Pryas, entrecerrando los ojos con recelo.
El segundo maestre se apresuró a hacer una señal a los soldados que estaban
trabajando, pero Maritia le bajó la mano.
—¡Espera! —dijo. Dirigiéndose al recién llegado, preguntó—. ¿Cuántos? ¿Nos
están atacando?
—Cuatro, mi señora. Dos gordos de Blode y dos más delgados de Kern. Uno de los
más grandes dijo que esto era para vos.
Maritia cogió el pequeño pergamino sellado. Sobre la cera se veía la imagen de un
feroz mastark. El hecho de que procediera de los ogros significaba que sólo una persona
podía haberlo escrito.
Golgren.
Lo mejor habría sido que hubiera regresado a su cuartel para leerlo, pero a Maritia
le ganó la curiosidad. Haciendo caso omiso de Pryas, se volvió hacia un lado y rasgó el
sello.
«Te espero».
Aquello era lo único que decía…, y para Maritia, era más que suficiente.
La minotauro enrolló el pergamino y lo escondió en una bolsita, tras lo cual dijo a
Pryas:
—Sí me disculpas, tengo que atender este asunto.
—Puedo hacer que todos los soldados que están trabajando aquí estén armados y
preparados…
—Son nuestros aliados, no lo olvides, y dudo de que cuatro ogros puedan
conquistarnos.
—Quizá haya más escondidos —sugirió Pryas—. Dado mi puesto, al menos debería
acompañaros y valorar el peligro exacto.
—No será necesario.
Antes de que el Defensor pudiera añadir nada más, la minotauro se fue. Los espías
de Pryas no tardarían en descubrir lo que sucedía, pero, por el momento, Maritia tenía que
reunirse con Golgren.
¿Por qué habría hecho un viaje tan largo?
Cuando llegó a la puerta, los cuatro ogros esperaban sentados. El Gran Señor no se
encontraba entre ellos.
—Esperad aquí —ordenó Maritia a sus guardias.
—Mi señora…
—Estaré a salvo. —Dirigiéndose a los ogros, preguntó—: ¿Hacia dónde vamos?
¿Está cerca?
Uno de los de Blode gruñó algo parecido a una afirmación.
Sus subalternos se quedaron atrás a regañadientes, mientras Maritia se adentraba en
el bosque. Aunque actuaba como si estuviera cómoda entre sus acompañantes, ya había
calculado cómo reaccionaría si los ogros resultaban ser unos traidores. Podía apuñalar al
que tenía a la izquierda y, cuando se desplomara, escapar con su caballo por ese lado.
Estaba muy familiarizada con esos bosques; los había cruzado infinidad de veces. Había
hondonadas y barrancos que le ayudarían a dejar atrás a sus perseguidores.
Toda idea de huir se desvaneció un momento después, cuando frente a ella apareció
una solitaria figura encapuchada a lomos de un caballo pardo. La figura la saludó
inclinando la cabeza. Le bastó comprobar que era más o menos de su misma altura —y, por
tanto, por lo menos una cabeza más bajo que sus guías— para identificarlo, sin necesidad
de esperar a que se quitara la amplia capucha marrón.
El Gran Señor Golgren le dedicó una sonrisa… que habría resultado encantadora de
no haber sido por los feos colmillos puntiagudos y la certeza de que el ogro también debía
sonreír, quizá más que nunca, cuando cercenaba gargantas.
—Hija de Hotak, comandante de todo Ambeon, buena aliada de los ogros libres de
Kern y Blode…, ¡yo te saludo!
Maritia no tenía ganas de sonreír, sino más bien de fruncir el entrecejo. La alegría
de Golgren tenía algo de fingido. Eso y su mera presencia en Ambeon eran motivos para
preocuparse.
—Yo también te saludo, Gran Señor. —Se saltó su lista de títulos, que se habría
alargado durante varios minutos. Había venido desde tan lejos para advertirle de algo, y
Maritia estaba impaciente por oírlo—. Me sorprende tu visita. El puesto de la frontera ha
demostrado ser muy eficaz para enviar mensajes.
En realidad, había dos puestos en la frontera, uno en el lado de los ogros y otro en
Ambeon. Un pequeño grupo de mensajeros ocupaba cada uno. Cuando era Golgren quien
enviaba el mensaje, un ogro lo llevaba hasta la zona neutral que había entre los dos puestos,
donde un minotauro se hacía cargo de la misiva. Desde allí, uno de los legionarios llevaba
el mensaje hasta la capital de la colonia. En sentido inverso, el sistema era igual de
eficiente.
AI principio, ambos bandos habían intentado utilizar pájaros mensajeros, pero los
animales no resistían nada bien los cuidados torpes de los seguidores del Gran Señor.
—Se trataba de… un asunto delicado —contestó, olvidando ostensiblemente su
supuesta alegría.
Con un simple gesto ordenó a sus congéneres que se alejaran. El brazo mutilado se
ocultaba entre los pliegues de la capa de viaje.
La mayoría de los ogros se alejaron hacia el este, pero Maritia se fijó en que uno de
ellos se iba en dirección opuesta. Tomando buena nota de ello, clavó los ojos en su aliado.
—¿Necesitas provisiones? ¿Ha habido algún contratiempo en la frontera con
Neraka?
—No, todo está en orden —respondió el Gran Señor con un orgullo justificado.
Lo que en el pasado había parecido la dominación de su raza bajo el yugo de los
caballeros oscuros se había convertido en una debacle para los humanos. Era cierto que
había recibido ayuda de los minotauros, pero la verdadera lucha la habían llevado a cabo
los ogros bajo su liderazgo.
—Al igual que, por lo que sé, todo va bien en Sil…, Ambeon. Te ruego que me
perdones.
—Si las cosas nos van tan bien a los dos, ¿por qué te has arriesgado a venir aquí,
por el hacha de mi padre?
El ogro miró en la dirección del jinete que se había alejado solo. Maritia vio que el
ogro había vuelto con otro caballo cargado de fardos. Enarcó las cejas.
—¿Qué está pasando aquí? —preguntó, recelosa por primera vez.
Golgren señaló el caballo y, en un tono neutro, se lo explicó:
—Te traigo las pertenencias de lord Bastion, que ha muerto.
La minotauro se irguió sobre la silla, incapaz de pronunciar palabra alguna.
—No estoy mintiendo —insistió Golgren, creyendo quizá que no confiaba en sus
palabras—. Yo…
Maritia recuperó el habla.
—Cuéntamelo todo, ¡todo!
—No hay mucho que contar. La mayoría son suposiciones. El grupo de Nagroch
encontró el cuerpo brutalmente herido. Tu hermano estaba solo, pero había huellas de
caballos hacia el nordeste. Uno de los ogros conocía a Bastion y llevó el cuerpo a mi
humilde persona. —Se golpeó el hombro con el puño contrario, la señal de respeto por los
muertos entre los ogros—. Yo creía que el hijo de Hotak ya se había ido, pero cuando vi el
cadáver supe que era él.
—¿Dónde está el cuerpo? No veo más que un caballo…
Golgren hizo una mueca.
—Nuestras tierras no son más amables con los muertos que con los vivos. El cuerpo
no se encontraba en buen estado, así que lo entregamos a las llamas, como los Uruv Suurt
hacen, y muchos cánticos se alzaron en honor del guerrero. Yo mismo me encargué de que
fuera así.
Después, Golgren le explicó dónde lo habían encontrado. Maritia apretó los dientes
al oír los detalles. Lo habían matado en la misma región en la que se habían encontrado.
Seguramente ella estaba a unas pocas horas de allí. «Lo han traicionado», pensó, furiosa.
—¡Nya orn i’fhani ge! —ladró Golgren al otro ogro.
Éste le llevó el caballo a Maritia con expresión hosca. La minotauro cogió las
riendas y miró los morrales, algunos de estilo minotauro. En uno se distinguía la marca de
su hermano.
—Es lo que pudimos recuperar —fue todo lo que dijo el Gran Señor.
Maritia desmontó y estudió todos los objetos, que no eran más que cosas prosaicas:
una daga, una estera, la silla de su montura —manchada de sangre— y cosas por el estilo.
Poco podía averiguarse de su dueño a través de ellas, lo que, irónicamente, le hacía estar
por completo segura de que se trataba de los efectos de Bastion.
Mientras hurgaba entre los morrales, el corazón empezó a latirle más deprisa. No
había sentido una tensión así desde que le habían contado por primera vez la caída de su
padre. Ni siquiera antes, cuando pensaba que Bastion se había perdido en el mar, había
reaccionado tan violentamente ante su muerte. Al no haber visto el cuerpo, era fácil fingir
que podría volver algún día, sin olvidar que cuando por fin había vuelto, había sido
convertido en un rebelde. Entonces ya no había lugar a más engaños.
—¡Las heridas! —dijo bruscamente, sin dejar de mirar sus escasas pertenencias—.
¡Descríbemelas!
El Gran Señor tardó en contestar, lo que hizo que la hermana de Bastion se
detuviera y lo mirara. El ogro parecía muy afligido.
—Las heridas —dijo, por fin, Golgren—. Muy profundas, en el cuello y en la
espalda. Todas por detrás. Muchas…, muchas heridas… —Frunció el entrecejo—. Su
arma…, no la había desenvainado.
Maritia echó las orejas hacia atrás. Todas en la espalda. El arma sin utilizar. ¡Una
muerte vil, no había duda!
—¿Había más cuerpos? ¿Ogros? ¿Minotauros?
—Sólo unas huellas hacia el nordeste… Más tarde alguien dijo que había visto a
unos minotauros cabalgando en esa dirección, pero estaban muy lejos e iban muy de prisa
para que fuera posible alcanzarlos.
Sólo huellas… al nordeste… otros minotauros a caballo…
¿Los otros rebeldes…?
Faros Es-Kalin. Sí, tenía sentido. ¡Él debía de ser el responsable! Lo que no
comprendía era por qué el líder de los rebeldes querría matar a Bastion. Su hermano había
propuesto la paz, y ella le había respondido ofreciéndole un nuevo encuentro. Quizá aquello
era una derrota a los ojos de aquel que decían siempre sediento de sangre. ¡Los escoltas de
su hermano habían sido sus asesinos!
Una muerte tan deshonrosa. ¡Apuñalado por la espalda por sus supuestos
compañeros! Maritia sintió que los ojos se le enrojecían. Toda la animosidad que había
sentido por Bastion se desvaneció para dar lugar a un odio abrasador hacia el sobrino de
Chot.
—Faros… —murmuró para sí.
Golgren oyó y entendió. Asintió y sacó el otro brazo. El muñón estaba
perfectamente envuelto en seda y telas que ocultaban a los ojos lo que faltaba.
—Podría haber sido Faros, sí. Yo también lo había supuesto.
—¿Quién si no? —Maritia volvió a cerrar el petate. Sin soltar las riendas, montó
sobre el caballo mientras sentía cómo se le acumulaba la ira—. ¿Quién si no haría algo tan
traicionero? ¿Quién, a no ser un asqueroso bastardo de Kalin?
—Mi señora —murmuró el Gran Señor Golgren con su mejor común, tratando de
calmarla—, evidentemente, éstas no son buenas noticias. Te acompañaré a la ciudad…
—Te lo agradezco, pero no será necesario —respondió la hembra de minotauro,
recuperando el control—. Ya lloré la muerte de mi hermano una vez. Que ahora realmente
está muerto, lo acepto. Que su asesino es Faros, lo creo firmemente. —Maritia colocó el
segundo caballo en paralelo al suyo—. Que veré la cabeza de Faros clavada en una estaca,
¡lo juro!
Golgren esbozó una terrible sonrisa, cruel, al oír esas palabras.
—Una imagen maravillosa, sí…
Se apoderó de ella la urgencia por volver a la capital, pero entonces Maritia se
acordó de Golgren. Se giró hacia él.
—Tienes mi gratitud, mi señor, y más que eso. Si esperas aquí, te facilitaré una
escolta que os haga llegar al norte a salvo.
Su sonrisa se hizo diabólica.
—Si no fue necesario en la ida, no lo será en la vuelta.
Maritia asintió, convencida de que si él lo decía, sería cierto.
—Entonces, te deseo un viaje rápido, mi señor —dijo Maritia—. Te agradezco todo
lo que hiciste por mi hermano.
—Lo que se hizo era necesario hacerlo.
Sin más, alejó su caballo del de ella. Al mismo tiempo, Golgren llamó a sus
compañeros, y todos emprendieron la marcha.
Maritia ya había perdido todo el interés en los ogros. Tirando de las riendas del
segundo caballo, lo guió hacia Ardnoranti. Mientras cabalgaba, repasó una y otra vez las
que creía las circunstancias de la muerte de Bastion. Su cólera crecía por momentos.
Maritia olía a sangre: la sangre de Faros.
—¡Te atraparé, gusano! —espetó—. ¡Te encontraré como el gusano que eres!
El otro caballo resopló, lo que le hizo pensar en Golgren. Había arriesgado su vida
para darle la noticia y llevarle esos recuerdos de su hermano. Minotauros y ogros
desconfiaban entre sí por naturaleza, pero él había demostrado lo que valía, y Maritia se
sentía agradecida.
Pensó que ésa era la prueba de que incluso un ogro tenía más honor que Faros
Es-Kalin.
XI

DEMONIOS EN LA NOCHE

Faros urgió a sus seguidores a que acabaran los preparativos de la marcha en el


menor tiempo posible. Apenas dormía, pues a todas horas controlaba el avance de las
disposiciones. Si antes el líder ya parecía una criatura poseída por la locura, entonces la
urgencia de Faros le daba tal apariencia de maníaco que eran muchas las murmuraciones
inquietas y las miradas temerosas.
Enormes estelas de polvo marcaron su partida, vientos secos combinados con la
arena. Faros cabalgaba a la cabeza de la fuerza rebelde; sus ojos inspeccionaban el paisaje
como si temiera algún contratiempo, pero la columna avanzaba sin problemas. El camino
hacia el nordeste era duro, pero la mayoría de los rebeldes ya se habían curtido en la
adversidad mucho tiempo atrás. Recorrieron los caminos inestables y tortuosos que
atravesaban aquella tierra yerma. Sufrieron algunas bajas, que dejaron atrás.
Por fin, el paisaje inhóspito dio paso a las regiones boscosas del nordeste de Kern.
Aunque allí el ambiente era más tranquilo, los rebeldes se mostraban más recelosos. El mar
salado los atraía, pero también sabían que, tan cerca del Mar Sangriento, era fácil que
hubiera algún navío imperial. Tampoco sería raro que se encontraran con un barco ogro.
Faros casi se habría alegrado de dar una última lección a sus antiguos torturadores, sin
pararse a pensar en lo débiles que estaban sus seguidores.
A medida que se acercaban a la costa, Faros enviaba más patrullas de
reconocimiento. Sin escuchar a quienes le aconsejaban que no lo hiciera, él mismo lideró
un grupo formado por veinte jinetes. En algún sino no muy lejos estaba el lugar donde
recordaba que la fuerza de Jubal había acampado una vez. Tal vez el capitán Botanos,
suponiendo que no hubiera muerto, hubiese dejado alguna señal o un mensaje.
Cuando ya estaban muy cerca de la costa y caía la noche, Faros ordenó a dos
minotauros que volvieran con el grupo principal para decirles que el camino estaba
despejado. El pequeño contingente de exploradores acampó en un lugar desde el que se
veía el mar. Los minotauros estaban cada vez más impacientes, y hasta el par de humanos
que los acompañaban se sentían seducidos por el batir de las olas. El canto de sirena del
Mar Sangriento afectó incluso a Faros, que se dio cuenta de cuánto tiempo llevaba
reprimiendo la nostalgia.
La noche avanzaba y una fina bruma se alzaba desde el mar. El grupo se mantenía
unido y, en la periferia del campamento, vigilaban los centinelas. Después de levantar el
campamento, muchos minotauros se quedaron dormidos de inmediato bajo el efecto
tranquilizador del sonido del mar.
Faros no era uno de ellos. Tumbado con los ojos cerrados, intentaba concentrarse en
los peligros que los aguardaban. Estaba inquieto. Sus planes implicaban tantos riesgos. Para
tranquilizarse, trató de recordar momentos felices de su juventud, un truco que ya había
probado muchas veces. Pero los recuerdos siempre se transformaban en crueles memorias
de lo que había perdido; hasta las escenas más bucólicas acababan dando paso a pesadillas
salvajes y sangrientas.
Le llegó el olor del mar. Oía ronquidos, los cuerpos que se movían y las llamadas
solitarias de las criaturas del bosque. De repente, distinguió unos susurros furtivos. Era
imposible entender las palabras, pero la urgencia de la voz resultaba inconfundible.
Faros se sentó y miró alrededor. No parecía que hubiera nadie despierto. A lo lejos
reconoció la silueta de un guardia solitario que vigilaba la oscuridad del bosque. Todo
estaba en orden. Atiesó las orejas, pero ya no volvió a oír el susurro. Pensó que habían sido
imaginaciones suyas y volvió a tumbarse. Pero en esa ocasión lo que le llamó la atención
fueron las estrellas. A través de la bruma del mar, parecían más etéreas. Creía ver que
formaban imágenes, como una tortuga y una rosa. Había una que incluso parecía un rostro.
No, exactamente un rostro no, porque veía una capucha y lo que parecían los ojos, pero
nada más.
Aquellos ojos lo miraban fijamente. Faros no podía apartar los suyos. Sentía como
si flotara hacia las estrellas, como si quisieran tragarlo…
Un grito salvaje lo sacó de su ensimismamiento. Giró sobre un costado y cogió la
espada envainada.
Alrededor riel campamento, la tierra empezó a levantarse. Enormes montículos se
alzaban hacia el cielo y se abrían. De ellos emergían unas figuras inmensas cubiertas con un
caparazón y armadas con unas extrañas espadas curvas que parecían guadañas, pero que
terminaban en unas puntas afiladas y duras. Otras empuñaban horribles lanzas con tres
lengüetas.
Los crustáceos, envueltos en brumas, se alzaban, poderosos; crecían por momentos,
más corpulentos y altos que los minotauros. Tenían la cabeza tan hundida en los
caparazones que apenas se veía. Los ojos de los monstruos resultaban grotescos, unos
bultos saltones sobre la trompa larga y flexible. Los caparazones eran de un intenso
carmesí. Emitían un sonido que parecía un borboteo silbante. Avanzaban pesadamente
sobre cuatro extremidades, similares a las pinzas de las langostas. Los perplejos rebeldes se
encontraron rodeados por aquellas criaturas demoníacas.
Un minotauro dejó caer su arma; estaba tan atónito que no podía reaccionar. Otro
sacudía la cabeza y empezó a murmurar oraciones. Las orejas de más de uno sobresalían
bien tiesas, mientras ante sus ojos las pesadillas de la infancia tomaban forma.
«Magoris…»
El padre de Faros había combatido en la guerra contra aquellos monstruos
acuáticos, al igual que los padres de otros muchos minotauros del grupo. Las criaturas
habían salido de las profundidades en el tiempo que otras razas llamaban el Verano de Caos
o la Guerra de Caos. De niño, Faros había oído las historias de terribles matanzas, de las
despiadadas hordas de crustáceos que asaltaban los navíos y las islas de su pueblo, de los
ríos de sangre que dejaban a su paso. Cuando los monstruos atacaban, apenas era posible
reconocer a las víctimas. No había posibilidad de rendirse; lo único que las satisfacía era la
muerte.
Los magoris servían a una entidad llamada el Serpentín —a su vez un esclavo de
algún dios oscuro—, y su deseo era nada más y nada menos que la aniquilación de la raza
de los minotauros. Gradic contaba en voz baja que había visto poblados enteros arrasados,
cuerpos mutilados, cabezas y brazos desperdigados por doquier. Ni siquiera los ogros
causaban tal horror.
Aquellas feroces criaturas habían ocupado gran parte de Mithas y habían asolado
una zona de Nethosak, pero, en parte gracias a Sargonnas, el Serpentín había muerto, y los
magoris, privados de su líder, se habían retirado. Al borde de la exterminación, los
minotauros habían alzado las armas y, poco a poco, arrastraron a los magoris de nuevo a las
profundidades. Durante generaciones no se había visto a un magori, pero seguían
amenazando desde el recuerdo poblando las peores pesadillas…
—¡Formad un cuadrado! —gritó Faros, pero pocos tuvieron tiempo de obedecer
antes de que los silbantes magoris cayeran sobre ellos.
Los crustáceos desgarraban y golpeaban con una agilidad sorprendente, limitando a
los rebeldes a una posición de defensa en vez de ataque. Ocultos en la bruma, con sus
silbidos aterradores, ciertamente los magoris no eran un enemigo fácil de batir.
Pero Faros sabía que no por eso dejaban de ser mortales. Alcanzó dos veces al que
tenía delante, intentando herirlo en algún punto vital. Pero su espada se encontraba con una
coraza más fuerte que el mejor de los escudos de acero. Peor que eso era que sentía la
espada increíblemente pesada, como si se resistiera a sus deseos. Cuando intentaba clavar la
hoja en la parte carnosa y pálida que había debajo de la trompa, el brazo se le iba hacia un
lado y quedaba desprotegido ante el implacable contraataque del magori.
El monstruo se balanceó, la guadaña cortó el aire con sus dientes e hirió a Faros en
el brazo. El minotauro lanzó un grito cuando el arma mordió la carne. El magori se inclinó
hacia él; los ojos saltones estaban tan cerca de su rostro que casi se rozaban. Era una mirada
sin vida, una ventana al vacío. Ninguna raza de Kern igualaba la brutalidad y crueldad de
aquel animal.
Otro grito cortó el aire. Faros vio una víctima de sus filas; la cabeza del minotauro
salió despedida separada del torso. Algo cayó con un golpe seco cerca de los pies del líder
de los rebeldes. Faros intentó una vez más herir a su oponente en la zona carnosa, pero la
espada era un objeto pesado y desconocido entre sus manos.
—¡Maldita seas! —gritó al arma.
No le importaba la razón, obligaría a la espada a obedecerlo. Con un gruñido,
rechazó el golpe de la guadaña y cargó con todas sus fuerzas.
La espada se hundió hasta la empuñadura. Se oyó un chillido espantoso. El grito de
muerte del magori le perforó los oídos. Del cuerpo vacilante del crustáceo empezó a manar
un líquido amarillento putrefacto. El olor era tan insoportable, parecido al de la carne
podrida, que Faros tuvo que taparse el hocico. Unas golas del líquido le cayeron en la
muñeca y le quemaron la piel. Con un estertor final, el magori se desplomó.
Faros miró en derredor, sin que pudiera controlar los temblores de dolor y
cansancio. Su grupo, cada vez más reducido, apenas podía hacer frente al ataque. Un
humano había caído ante dos magoris: el cuerpo despedazado se agitó en el suelo en medio
de los últimos estertores. Los monstruos rodeaban al grupo como un muro infranqueable.
Faros intentó rescatar los recuerdos de su infancia. Sabía que los magoris tenían
otros puntos débiles, además de la estrecha franja de carne blanda. Si lograba acordarse…
El otro humano lanzó un grito; tenía el pecho abierto por la lengüeta de una lanza.
Cuando el terrorífico guerrero se agachó sobre su víctima, con trozos sanguinolentos de
carne en la punta de la lanza, una hembra de minotauro pegó un salto y le clavó el hacha en
uno de los ojos saltones. El magori chilló y cayó al suelo.
Esos actos de heroísmo no abundaban. La batalla solía reducirse a acciones
desesperadas por sobrevivir, pues los rebeldes de Faros se enfrentaban a lo inevitable. Faros
tuvo que retroceder y tropezó con algo. Resbaló y cayó. Un dolor lacerante le atravesó el
hombro izquierdo. El minotauro rodó sobre sí mismo, desesperado, y se chamuscó el pelaje
en la hoguera del campamento.
Entonces, recordó algo que Gradic le había dicho una vez. Sin hacer caso al dolor,
cogió un tronco del fuego y lo agitó frente a su adversario. El magori lo esquivó, pero no
pareció asustarse mucho por las llamas. El líder de los rebeldes frunció el entrecejo; no era
eso lo que él esperaba.
Antes de que pudiera pararse a pensarlo, su enemigo volvió a la carga. Faros soltó el
tronco y retrocedió más. Esquivó otro golpe y logró herir a la criatura en una de las
extremidades. La garra de tres dedos dejó resbalar el arma.
En ese momento, se percató de algo. Los agujeros de los que habían salido los
magoris habían desaparecido. A pesar de la oscuridad. Faros podía ver que los enormes
montículos abiertos ya no estaban, y la tierra volvía a ser lisa y bastante firme.
Eso era imposible…, a no ser que los túneles se hubiesen cerrado mágicamente; a
no ser que en realidad no hubiera ningún túnel y ningún montículo, porque nunca hubiesen
existido.
Si fuera así, ¿qué pasaba con aquellos crustáceos monstruosos?
Tuvo un presentimiento y frotó el anillo negro. Los magoris no desaparecieron, pero
las siluetas empezaron a ondularse y, poco después, Faros vio otras formas que le eran más
familiares. Faros sabía que lo que iba a hacer a continuación podía costarle la vida, pero sí
sus ojos no le habían engañado, no le quedaba otra opción.
Clavando la punta de la espada en la tierra, el minotauro se apoyó sobre una rodilla.
Al mismo tiempo, gritó a sus compañeros:
—¡Quietos! ¡Haced lo mismo que yo! ¡Ahora!
Los rebeldes lo imitaron de inmediato, prueba de la confianza ciega que tenían en
Faros. Los magoris los rodearon. Las órbitas abultadas se revolvían en lo alto de las
enormes figuras. Algunos crustáceos empezaron a silbar, y el repugnante olor a muerte se
posó sobre los rebeldes.
Los magoris levantaron las despiadadas armas. Entonces, el que se alzaba sobre
Faros vaciló. Hizo un gesto a los demás para que bajaran las hojas y se inclinó para
observar a su enemigo.
Faros asió el anillo de Sargonnas y reunió toda su fuerza de voluntad en el intento
comprender a qué se enfrentaba en realidad.
El líder de los magoris tembló. El cuerpo cubierto por el caparazón se transformó,
uno de los pares de repugnantes apéndices desapareció y los otros se convirtieron en brazos
y piernas cubiertos de pelo. La trompa se ensanchó y se trocó en un hocico ancho. Los ojos
saltones pasaron a ser orejas —como Faros se había imaginado— y un par de cuernos
largos y puntiagudos.
Los cuernos de su raza.
Con expresión de perplejidad, el otro minotauro preguntó:
—¿Faros? ¿Faros Es-Kalin?
El líder de los rebeldes estaba mirando el rostro de rasgos duros del capitán
Botanos. El asombro horrorizado del marino dio paso a la consternación. Botanos miró su
hacha ensangrentada, con la que había estado a punto de partir en dos a Faros. Tiró el arma,
como si de repente le diera asco, e inclinó la cabeza.
—¡Faros! ¡Juro que no sabía que eras tú!
En ese momento, todos los magoris se convirtieron en minotauros. Las dos partes
quedaron mirándose; la verdad, por fin, había sido descubierta. Los aliados se habían
encontrado como contumaces enemigos. Más de media docena de minotauros yacían
muertos y otros muchos estaban heridos, algunos de gravedad.
—Vi… —Botanos tragó saliva—. El Cresta echó el ancla a una horade aquí hacia
el norte. Salimos a reconocer la zona. Yo…, yo oí un ruido y nos acercamos sigilosamente,
¡pero lo que vimos eran ogros! ¡Un grupo de ogros con un montón de pieles de minotauro!
Varios miembros de su banda gruñeron o asintieron con la cabeza.
Faros se levantó lentamente. Pero a diferencia del capitán, él no tiró la espada.
Todavía cabía la posibilidad de que esa visión fuera otro hechizo malvado.
—Nosotros vimos magoris —explicó secamente a Botanos—. Salieron de la tierra,
armados con guadañas o lanzas terminadas en una lengüeta…
—¿Magoris? Por la Reina de los Mares, ¡no me extraña que lucharais con esa
ferocidad! ¡Yo soy lo suficientemente viejo como para recordar esa pesadilla, muchacho!
Es increíble que no nos hayáis matado a todos, a pesar de que os atacamos por sorpresa y os
superábamos en número.
Faros asintió con amargura.
—Eso pretendía algún enemigo. Eso era lo que se suponía que tenía que pasar.
Esperaban que nos matásemos entre nosotros. —Recordó que había estado mirando el
rostro formado por las estrellas justo antes del ataque—. Una cabeza encapuchada
—murmuró el líder de los rebeldes lo bastante alto como para que Botanos pudiera oírlo—.
Ojos sin rostro…
Botanos hizo el signo de Sargonnas.
—¿Ojos sin rostro? ¿Una capucha? Suena al señor de la torre de bronce…, ¡el
terrible Morgion! —El corpulento capitán resopló—. Faros…, ¿intentas decir que esta
trampa mortal, esta doble ilusión, es obra suya?
—Esto y la plaga que sufrimos antes, una plaga que supuestamente tenía que
aniquilar a todos mis seguidores…
Muchos de los que estaban cerca empezaron a murmurar entre sí. Era evidente que a
Botanos no le gustaba el tono en el que cuchicheaban, pues se apresuró a decir:
—¡Vaya, el templo puede tener a Morgion para sus trucos deshonrosos y sucios,
pero estáis frente al minotauro que estuvo cara a cara con el mismísimo Sargas! Todos
oísteis el mensaje de los pájaros, ¿no os acordáis? Por el Remolino, yo apostaría por la
fuerza de un guerrero como Faros antes que por una deidad que todos los días se revuelve
en la basura y la podredumbre, ¿no?
Sus palabras alentaron a los desanimados minotauros. Vitorearon, a pesar de las
bajas. En realidad, no habían sido sus manos las que habían matado a sus hermanos, sino el
hechizo cobarde y vil de sus enemigos.
—Atended a los heridos —ordenó el capitán. Después, avergonzado, miró a Faros y
dijo—: Con tu permiso, mi señor.
Faros asintió, con un suspiro de alivio. Mientras unos se ocupaban de cuidar a los
heridos, otros se encargaron de los muertos. Los dos bandos habían sufrido bajas, pero al
menos se había evitado lo peor.
Cuando por fin estuvo a solas con Faros, Botanos inclinó los cuernos y dijo:
—Esta confusión es culpa mía de todos modos, muchacho. Tienes derecho a exigir
mi cabeza si así lo crees, o mis cuernos, o cualquier otra cosa.
—Lo que no haría más que empeorar la tragedia —gruñó Faros—. Conserva ambas
cosas, capitán. ¡Te voy a pedir mucho más que eso! ¡Tu precioso Cresta de Dragón será mi
navío cuando navegue hacia Nethosak!
Si creyó que iba a perturbar al veterano marinero, Faros se equivocaba. Lo que
recibió fue una gran sonrisa de agradecimiento. Botanos estaba a punto de darle una
palmada en el hombro, pero entonces vio la herida.
—¡Por los dioses del cielo, Faros! ¡Necesitas que te curen eso!
Sólo entonces el guerrero más joven sintió un intenso dolor donde se había
quemado. Estaba tan acostumbrado a soportar el dolor que ni siquiera se había dado cuenta
de que en algunas zonas tenía el pelo completamente chamuscado. En un par de partes ya
habían empezado a salirle ampollas.
—Ahora no hay tiempo para eso —contestó, haciendo un esfuerzo por volver a
olvidar el dolor.
—¡Claro que lo hay! ¡En esta ocasión, yo daré las órdenes, muchacho! —Mirando
por encima del hombro, el capitán rugió—: ¡Joak! ¡Tú sabes algo de curandería! ¡Ven aquí
y echa un vistazo a esto!
Se les unió un marino más bajo con los ojos juntos. Al ver que Botanos no se daría
por satisfecho hasta que hiciera algo con las quemaduras, Faros se resignó a que lo curasen.
Se sentó, mientras el otro minotauro le miraba las heridas.
—Puedo hacer un emplasto con unas cuantas hierbas que tengo y una planta que vi,
pero sería mejor que lo llevásemos a bordo del Cresta.
Al oír el nombre del barco, Faros recuperó el interés.
—¿Está muy lejos de la costa? ¿Una hora, habías dicho?
—Sí. En un puerto seguro, al menos por ahora. Esquivamos a media docena de
imperiales hace un par de días. Últimamente hay mucha actividad.
La mayoría a causa de Faros, no cabía duda. Y no haría más que aumentar al
encontrarse Bastion de-Droka entre los muertos. Botanos interpretó mal su expresión.
—¡Oh, te llevaremos muy de prisa al barco, muchacho, no te preocupes! ¡No voy a
perderte ahora que te has unido a la causa! ¡En cuanto estés a salvo, navegaremos hacia el
Courrain!
—No vamos a ir a ningún sitio, capitán, al menos no más lejos que a tu barco. Los
demás están a una jornada o más de aquí. Juré que no dejaría a nadie en Kern.
Faros vio el rostro de su padre. Cuando Gradic daba su palabra, la cumplía. Faros no
sería menos.
—Pero…
En ese momento. Joak, el curandero, cometió el error de palpar una parte
especialmente inflamada. Dando un gruñido, Faros lo empujó y se puso de pie. Por un
momento, la sangre le nubló la vista.
—No dejaremos a nadie atrás a la merced de los ogros, ¿lo has entendido?
—Sí…, sí, muchacho, lord Faros.
El líder de los rebeldes recogió la espada, que volvía a ser como una extensión de su
brazo.
—Llévanos a tu barco.
Partieron cuando ya se habían ocupado de los muertos y los heridos. Uno de los
rebeldes, que había recibido la influencia de Grom, rezó una oración a Sargonnas. Faros
alzó los ojos hacia la constelación que representaba al dios, pero, como era habitual, la
deidad no apareció. Cuando la breve ceremonia hubo concluido, transportaron a los heridos
que no podían caminar en camillas improvisadas con ramas y mantas. El camino no era
demasiado difícil, pero después de la siniestra alucinación, avanzaban con mucha cautela.
Por lo visto, el poder de Sargonnas ya no ocultaba a Faros de sus enemigos.
—Espero que hayas reconsiderado tu decisión —murmuró Botanos cuando ya se
aproximaban a su destino—. El Cresta podría llegar a un lugar más seguro en pocos días y,
con suerte, poco después podríamos conseguir suficientes barcos para la mayoría de los
tuyos. Una semana, quizá tres al comienzo…
—En ese tiempo, todos los que hubiéramos dejado atrás habrían muerto o algo peor.
—¡Eres tú lo único que importa! ¡Sólo tú puedes conducirnos a la victoria!
El líder de los rebeldes se enfrentó a la mirada del marino.
—¿Seguirías a alguien que ha abandonado a tantos para salvar su propio pellejo?
Botanos no podía responder a eso. Acabó por asentir.
—Haremos como dices, entonces. Por lo menos sube a bordo y espera ahí. Si los
imperiales nos descubren, ¡no podrás protestar cuando te llevemos a salvo!
—No, me quedaré en tierra. Si llega alguna embarcación, me esconderé en el
bosque y volveré a la columna.
Se adentraron en la última zona arbolada. En cualquier momento, por lo menos
según lo que el capitán Botanos le había dicho antes, avistarían el legendario navío rebelde.
—¡Ahora escúchame, mi señor! —empezó a decir Botanos—. Si solamente
accedieras a…
El marino se detuvo con la boca abierta. Faros siguió su mirada hasta donde el
Cresta de Dragón estaba anclado. Se veía rodeado por más de media docena de grandes
barcos.
—¡A los árboles! —exclamó, alejándose de Botanos—. ¡Capitán! Vamos…
Pero Botanos se echó a reír. Faros lo miró como si estuviera loco.
—¡Tranquilo, mi señor! ¡No hay nada que temer!
—¡Son barcos de guerra!
—¡Sí! ¡Navíos de la flota oriental, la mayoría! Liderados por la capitana Tinza, si la
recuerdas…
Faros volvió a ver el rostro de la veterana oficial de marina. Había sido una de las
primeras en jurar que lo seguiría, siempre que su objetivo fuera Nethosak, no Kern.
—¡No cabe duda de que el de los Grandes Cuernos te protege, mi señor! —Botanos
señaló la flota—. ¡Ahí está la solución a todas nuestras preocupaciones! ¿Querías barcos
que llevaran a los demás? ¡Apuesto a que éstos lo harán! Los pájaros difundieron tu
mensaje más de prisa aún de lo que yo pensaba, ¡y parece que tus sinceras palabras hicieron
el resto!
Faros contempló los barcos, todos venidos de muy lejos en respuesta a su ruego.
Todos estaban dispuestos a seguirlo, sin importar que tal vez su intento vano significara la
muerte.
Contra el poder sobrenatural del maligno Morgion, ésa era la mejor respuesta.
XII

BLOTEN

Bloten, capital de Blode, antaño una de las ciudades más importantes de los
venerados Grandes Ogros, se encogía en lo alto de las montañas del norte. Miles de años
atrás, sus esbeltas torres —algunas, según la leyenda, enteramente hechas de cristal
blanco— y los palacetes inmensos y extravagantes se conocían en los confines de la tierra.
Todos acudían a Bloten. Las mayores fortunas de Ansalon se encontraban allí, como
atraídas por un imán. En los mercados se vendían objetos exóticos del otro lado de los
océanos, incluidos raras esencias que tardaban años en destilarse y animales que no podían
encontrarse en cautividad en ningún otro lugar. Se decía que si no se encontraba algo en
Bloten, era porque no existía. Las principales ciudades de Kern de los Grandes Ogros no
podían compararse con la capital de Blode.
Como ocurrió en Kern, los ogros del segundo reino fueron presos de la decadencia y
más tarde del salvajismo. Abandonada por todos, excepto por un puñado de descendientes
bárbaros de sus antiguos habitantes, Bloten se convirtió en una caricatura de su antiguo
esplendor. Con el paso del tiempo y el tributo exigido por la violencia y los desastres
naturales, las murallas se vinieron abajo y muchas de las increíbles torres sin par se
derrumbaron. Las calles empedradas con cantos pulidos y relucientes se hundieron con los
temblores que resquebrajaron la tierra. Barrios enteros de la ciudad desaparecieron. Las
amplias casas abandonadas se redujeron a caparazones rotos, despojadas de todo valor y
ocupadas por los fieros descendientes de aquella raza con atisbos de dioses, habitadas por
clanes enteros de guerreros sanguinarios. Bloten se convirtió en una sombra, un fantasma
de la gloria perdida por la arrogancia de sus fundadores.
Entre todas las ciudades de los ogros, incluida la nororiental Kernen, Bloten había
sido la que había hecho el esfuerzo más ímprobo por resucitar el magnífico pasado. Las
pocas torres que quedaban se habían reconstruido de la mejor manera posible o estaban en
plena remodelación. Quedaban algunos restos de las míticas estructuras de cristal, y
siempre que se encontraba algún fragmento de tales joyas, se incorporaba con maestría a
los nuevos edificios. Así, las torres devolvían a Bloten su resplandor bajo el sol.
En el pasado, el más preciado símbolo de la capital había sido el halcón pardo de
montaña, una feroz ave de presa de cresta roja con una envergadura de más de doce pies.
La mayoría de las imágenes del animal se habían perdido con el tiempo, pero entonces una
gigantesca escultura de mármol custodiaba cada una de las cuatro enormes puertas de
madera, con las alas extendidas, como si las legendarias aves protectoras de Bloten
estuviesen a punto de lanzarse sobre sus enemigos. Las cuatro estatuas eran una
incorporación moderna, ordenadas no por el gran Donnag, sino por el verdadero señor del
reino.
En el interior y alrededor de las torres, los barrios de la ciudad que se habían
conservado también se habían limpiado, se habían embellecido y se habían rehabilitado.
Las murallas circulares volvían a alzarse hacia el cielo; una pasta marrón cubría los huecos
donde se había caído la piedra. Aquí y allá, los esclavos hábiles con el cincel restauraban o
tallaban hermosas imágenes de figuras esbeltas y elegantes que parecían descender de los
mismos cielos. Eran, a su manera, tan bellas como los Grandes Ogros, pero más altas e
imponentes, con unos rasgos tan poderosos que casi resultaban amenazadores.
Golgren, que entraba en la ciudad a la cabeza de su ejército, resopló con desdén
cuando sus ojos se posaron sobre esas imágenes. Aquellos que las habían encargado vivían
en una ilusión que él toleraba a regañadientes. La serpenteante columna de guerreros y
animales que cruzaba la puerta abovedada sólo era una parte de las fuerzas que estaban a
sus órdenes, pero conformaba por sí sola un espectáculo formidable. Los guerreros con
armadura, los mastarks con sus yelmos y los siempre amenazadores merodracos
impresionaban a los numerosos espectadores. Jamás en la historia de los ogros una sola
figura había acumulado tamo poder, ni siquiera los kans ni los caciques.
Los guardias de las murallas lo aclamaban a gritos. Los ciudadanos se
arremolinaban para mostrarle su apoyo. Las porras golpeaban el viejo empedrado con un
estruendo ensordecedor. Otros espectadores aullaban, y con sus gritos guturales honraban el
poder del Gran Señor. Algunos amaloks del sur —que se distinguían de sus primos de
Kern, más altos y delgados, por el cuello más corto y el cuerpo pardo amarillento y de
caballos voraces— se unieron a los gritos. Muchos de los que lo aclamaban se cubrían con
sencillos briales, pero otros vestían ropas parecidas a las de Golgren. Éstos hacían
reverencias y se comportaban de forma más civilizada. Más de uno se había limado los
colmillos al estilo del Gran Señor. Sus elegidos pertenecían a este grupo; eran los que se
ocupaban de sus dominios durante sus ausencias. En Bloten no faltaban razones para
mantenerse ojo avizor.
Los fragmentos de cristal de las altas torres relucían intensamente, como comprobó
Golgren con satisfacción. Había programado su llegada justo a esa hora, consciente de que
el sol brillaría con toda su fuerza. Para la multitud, el Gran Señor casi parecía una visión
celestial; el resplandor que lo envolvía resaltaba su prestigio.
Se levantó viento. Sólo un ogro, o un enano gully, podía soportar el hedor de esa
multitud de cuerpos mugrientos sin arrugar la nariz. Golgren enganchó las riendas en la
silla y de un morral sacó un pequeño frasco, que se llevó a la nariz. El embriagador aroma
logró ahogar por un momento la pestilencia de su pueblo. Después de volver a esconder el
frasquito, cogió las riendas y entonces se dirigió a su destino.
Una procesión menos numerosa pasó por un lado mientras el Gran Señor cruzaba la
ciudad. Ataviados con túnicas grises, cuatro ogros enormes llevaban una litera de madera y
piel de cabra, en la que descansaba el cuerpo de un valioso amalok. Habían degollado al
animal y alrededor del cuerpo atado había unas jarras pequeñas de arcilla llenas de la
sangre del caballo. Los recipientes parduscos estaban sellados con cera para que no se
derramara su contenido. Detrás de la litera caminaban cinco ogros más, también vestidos de
gris, con la cabeza inclinada. La figura que abría la comitiva, con la melena recogida en una
coleta, era una autoridad local que gozaba de la protección de Golgren. Los que le seguían
eran miembros de su clan y otros ogros de casta alta. El líder y algún otro se habían limado
los colmillos. Todos ellos llevaban unos pequeños sacos de piel en los que se revolvía algo.
Golgren miró más allá de la procesión, más allá de las murallas de la misma Bloten,
donde las altas montañas escarpadas se imponían como centinelas protegiendo la ciudad.
Las cumbres cubiertas de nieve y las siluetas dentadas de los riscos hacían pensar a los
ogros más supersticiosos en guerreros gigantescos cubiertos con yelmo.
La otra procesión se dirigía a ese inhóspito terreno para honrar a los guerreros de
piedra y pedirles sus bendiciones. El amalok era un animal muy preciado, que servía de
ofrenda. Parte del ritual insistía en recorrer el camino descalzos llevando el valioso
sacrificio. En los sacos más pequeños había barakis jóvenes, los lagartos de caza que hacían
furor en las castas más altas. Eran otra ofrenda, que se llevaba viva hasta el lugar, para que
los espíritus se sintieran más halagados. Pasarían los barakis a cuchillo mientras el cuerpo
del amalok ardía sobre uno de los montículos de piedra que salpicaban las laderas.
La procesión no se cruzaba en el camino de Golgren por una mala planificación,
sino que al emprender el trabajoso camino en ese mismo momento, el otro ogro cumplía
con su deber de honrar al Gran Señor. Los sacrificios serían ofrecidos por la gloria venidera
de Golgren.
Cuando el señor de Kern y Blode pasaba a su lado, el Gran Señor metió la mano en
un morral. Sacó el trozo de un colmillo roto y lo tiró a los pies de su seguidor. El otro ogro
se inclinó y recogió la ofrenda. En ningún momento osó levantar la cabeza, pero agarró el
colmillo con evidente avaricia.
El trozo de colmillo pertenecía a un rival de Golgren muerto hacía mucho tiempo.
El poder del rival muerto era entonces el poder del Gran Señor, y al darle una parte a su
seguidor, Golgren le entregaba una pequeña porción de su muerte gloriosa.
Olvidada ya la otra procesión, Golgren volvió a mirar al frente. Delante de él se
alzaba una estructura más imponente aún que las magníficas torres. Se decía que el palacio
de Donnag señalaba el lugar de origen de los Grandes Ogros. Era veinte veces más grande
que los otros palacios. La enorme estructura cuadrada recordaba, en parte, a una fortaleza y,
en parte, a un templo, con almenas y grandes puertas de bronce. La torre principal
dominaba todas las construcciones de la ciudad. El palacio parecía nuevo, pero sólo porque
se había pintado y se había remodelado hacía poco. Relucía con el blanco del marfil
primigenio. De las elevadas ventanas pendían suntuosos tapices que mostraban figuras
esbeltas de piel azul.
Donnag había empezado a trabajar en su palacio casi inmediatamente después de
hacerse con el control de la ciudad algunos años atrás. El palacio, y en realidad todo Bloten,
se habían concebido como un monumento a la grandeza de Donnag. Entonces, aunque
Donnag seguía ostentando el título de gobernador, el palacio y los demás edificios oficiales
servían a Golgren. Ya había ordenado que se sustituyesen los tapices por otras piezas
ricamente bordadas en las que se glorificaba su figura, no al remoto pasado.
—Ky i grul —ordenó.
Uno de sus subordinados levantó un cuerno de cabra y tocó una serie de notas. La
muchedumbre se quedó en silencio. El ejército se detuvo. Únicamente el Gran Señor y
Nagroch, que se mostraba extrañamente adusto, siguieron cabalgando.
Los corpulentos guerreros con petos y yelmos acabados en un pincho estaban
apostados en la entrada del palacio. Los guardias eran más delgados y parecían más
recelosos que la mayoría de los de su clase. Su armadura era de metal pulido y las armas
estaban nuevas y bien afiladas. Se enderezaron con un movimiento brusco propio de
solámnicos. Cuando Golgren desmontó, alzaron las armas en señal de saludo.
—Juy I foroon i’Donnag kyrst, ¿ke? —susurró Nagroch.
—F’han —respondió su líder, indiferente.
En las puertas del palacio —altísimas puertas de bronce nuevas en las que estaban
talladas dos figuras gemelas en pose de oración—, dos guardias, que sostenían las cadenas
de sendos merodracos, miraban respetuosamente a los recién llegados que se acercaban.
Nagroch, por su parte, lo observaba todo con gran recelo y no apartaba la mano de su arma.
Por el contrario, Golgren caminaba despreocupadamente, con la confianza de quien se
siente seguro incluso en casa de su enemigo.
Los recibió un ogro que, al igual que Golgren, se había limado los colmillos hasta
convertirlos en meras protuberancias. Aunque era tan alto como solían serlo los de su raza,
era de constitución mucho más delgada. Su melena competía en cuidados con la del Gran
Señor y tenía más aspecto de ser de Kern que de Blode.
—Herat i Jeroch uth Kyr i’Golgreni —dijo el sirviente, con la cabeza gacha.
Se lanzó a recitar la letanía de títulos del Gran Señor, pero Golgren lo liberó de la
formalidad con un gesto indiferente. El sirviente asintió y señaló hacia adelante, hacia la
cámara de audiencias del cacique Donnag.
—Koloth i Donnarin ut.
Por toda respuesta, el Gran Señor miró fijamente los muros del palacio. Llamaba la
atención que, a diferencia de tantos otros lugares, estaban totalmente desprovistos de
motivos decorativos, aunque se veían marcas de antiguos ornamentos. En el suelo y el
techo había una cenefa plateada.
—Ko jya —dijo finalmente Golgren. Señaló un estrecho pasillo que se perdía a la
derecha de la cámara de audiencias—. Mera i Daurorin ut.
El sirviente frunció el entrecejo sin decir nada.
Golgren clavó la mirada en el otro ogro, que era mucho más alto y parecía más
fuerte que él.
El sirviente fue el primero en apartar la vista. Volvió a inclinar la cabeza y
murmuró:
—Mera i Daurorin ut… ke.
Sin ocultar su reticencia, el sirviente los condujo por el pasillo lateral. En contraste
con el resto del palacio, el camino no estaba iluminado y a cada paso la oscuridad se cernía
sobre ellos. Era como si las antorchas apenas pudiesen conservar su llama, como si les
faltase aire. La mano de Nagroch descansaba sobre el arma, pero Golgren seguía
caminando sin preocupación aparente. Mientras tanto, el sirviente se ponía cada vez más
nervioso y no dejaba de mirar al Gran Señor por encima del hombro.
Por fin, en medio de la oscuridad, llegaron a una pequeña puerta de bronce. Delante
de ella se alzaba un guardia tosco al que el yelmo sólo le dejaba al descubierto los ojos y la
boca. Era por lo menos el doble de corpulento que la mayoría de los otros y casi una cabeza
más alto. A pesar de que apenas había luz, se adivinaban las impresionantes venas de los
brazos y el cuello. En los ojos le brillaba una luz malévola.
—Haja —empezó a decir el sirviente—. Haja i’Golgreni ot mera i Daurorin ut.
El brutal centinela no mostró reacción alguna, excepto porque entrecerró
ligeramente los inquietantes ojos.
—¡Haja! —repitió el sirviente, con un tono más insistente—. ¡Haja i’Golgreni ot
mera i Daurorin ut! ¡Haja!
Nagroch lanzó un aullido y empezó a desenvainar su arma. Pero en ese mismo
momento Golgren pasó por delante de su guía y miró con solemnidad al guardia. La tosca
figura comenzó a respirar agitadamente y, por fin, se apartó a un lado. El sirviente
reaccionó con rapidez, adelantó al Gran Señor y tocó el centro de la puerta con un dedo.
Como si tuviera vida propia, la puerta se abrió. El nervioso guía se retiró a un lado y
les indicó que entrasen sin él. Nagroch resopló al ver su miedo y siguió a su señor. Casi no
les había dado tiempo a dar un paso, cuando en la oscuridad una voz susurró algo en un
idioma un bello como la música. Tras ellos, la puerta se cerró. Una sombra se deslizó frente
a sus ojos; se adivinaban su gran altura y su elegancia perfecta.
Algo silbó cerca de la pierna de Nagroch. Un reptil se irguió sobre sus patas traseras
y lanzó un mordisco al ogro. Nagroch gruñó y le propinó una patada al baraki. El lagarto de
caza intentó arañarlo con las garras y retrocedió entre las sombras, sin dejar de echar
salivazos.
La figura de las sombras volvió a hablar, en esa ocasión dirigiéndose directamente a
Golgren.
—Jya uf heref —contestó el Gran Señor.
Su anfitrión invisible volvió a responderle en la misma lengua musical. A pesar de
la extrema belleza del idioma, lograba que las palabras y el tono resultaran amenazantes.
—Hablas la lengua de los antiguos tan poco como yo lo hago —bufó Golgren—. Sí
quieres jugar a este juego, hablaremos en común. Elige.
La otra voz contestó con una única palabra. La cámara se iluminó lo suficiente para
descubrir a otro ogro, pero que en absoluto se parecía a Golgren o a Nagroch…, o a ningún
otro de su raza, en realidad. Ese ogro era mucho más alto que los otros dos, casi llegaba a
los quince pies. Su piel era de un azul brillante, hermosa como la azurita. Si en los rasgos
de Golgren se adivinaba un posible antepasado elfo, no sería difícil confundir a ese ogro
con un gigante de esa raza, tan bello era su rostro. Pero no existía ningún elfo con tan
maravillosa y perfecta musculatura, ninguno tenía unos ojos de oro puro que brillaran con
una fuerza tan misteriosa. En sus rasgos no había delicadeza, sino una oscuridad latente. La
sonrisa con la que recibió a sus invitados era reservada, reticente. Sus vestiduras eran las
más ricas que se habían visto en Blode hasta entonces, suntuosas, amplías, sedosas, y
resaltaban el aura, más cercana a los dioses que a los ogros.
Era imposible dudar de que aquel ogro era uno de los representados en los tapices
de las ventanas. La alta silueta azul irradiaba una presencia tan poderosa que la mayoría de
ogros se sentirían abrumados…, pero no el Gran Señor ni su oficial de más confianza.
—Sí así lo deseas —convino el gigante, dotando de elegancia incluso a su común.
Señaló la puerta que había detrás del Gran Señor con unos dedos largos y delgados que
terminaban en unas garras negras, más propias de otro cuerpo—. Podemos hablar más
cómodamente en la cámara de audiencias…
Golgren le dedicó una sonrisa astuta.
—No tengo nada que hablar con Donnag. Donnag lo entiende. Donnag sabe cuál es
su lugar y espera. Es de los otros titanes de los que desconfío. ¿No aprenden del ejemplo de
Donnag, que me sonríe, me da palmaditas en la espalda y bebe conmigo como si fuera su
hermano de sangre, que me maldice en silencio, pero no deja de obedecerme?
Los labios del titán se separaron reveladoramente. En el centro de la perfección de
su rostro, quedaron al descubierto dos hileras de dientes despiadados más propios de un
tiburón.
—Nosotros… lo entendemos todo muy bien, Gran Señor. La mano de la bruja y tus
propias estratagemas no nos dejan más remedio que entenderlo. No habrá ninguna traición.
—¿Ni siquiera por parte de Dauroth?
El titán parecía inquieto.
—Ahora no está aquí. Preferiría no contestar en su nombre, ni siquiera en esta…
Mientras estaba hablando, un gemido lastimero se escapó entre las sombras que
tenía detrás. La figura azul hizo un gesto. Por un momento, su mano brilló con una luz
naranja. El gemido se interrumpió de inmediato.
—Hay muchos elfos en Ambeon —comentó Golgren, utilizando a propósito el
nombre minotauro para dar fuerza a su razonamiento—. Cada vez menos en Blode,
¿verdad? Dauroth sigue buscando, pero sin éxito. —Observó los sutiles cambios en la
expresión del titán—. ¡Oh, sí…!, todo se sabe. Dauroth vuelve con las manos vacías.
Donde antes podían encontrarse elfos sanos y resistentes, ahora cada vez es más difícil dar
con uno.
El titán no dijo nada, pero sacó los dientes. Le temblaban ligeramente las manos,
prueba de que la cólera se agolpaba en su interior.
—No sólo los elfos, también algunas plantas, hierbas…, cosas. Es tan difícil reunir
todo lo necesario…, más aún lograrlo a tiempo…
Haciendo grandes esfuerzos por contenerse, el gigante hincó una rodilla de mala
gana.
—¡Sólo buscaba nuestra supervivencia! No nos enfrentaremos a ti, Guyvir.
Acababa de pronunciar la peor palabra posible. Los ojos de Golgren lanzaban fuego.
Miró al ogro arrodillado con tal vehemencia que incluso el enorme titán retrocedió,
asustado.
—¡No hay ningún Guyvir!
El Gran Señor chasqueó los dedos y señaló en dirección al gemido. Presa de un
nuevo ímpetu, Nagroch cogió con alegría la daga que llevaba en el cinturón. Desapareció
en la oscuridad y se oyó una voz inconfundiblemente elfa que balbuceaba con miedo. El
titán hizo ademán de levantarse, pero la mirada airada de Golgren le obligó a arrodillarse de
nuevo.
—¡Ha sido cosa de Dauroth, no mía! ¡Yo he sido obediente!
—Esto no es por la tontería de Dauroth —aseguró el Gran Señor con desgana—. Es
para que lo recuerdes. Yo soy Golgren…, Golgren…
En las sombras se oyó un grito ahogado, y la voz quejumbrosa del elfo calló para
siempre. Segundos después, volvió a aparecer el obtuso Nagroch. Limpiaba la hoja de la
daga con una tela verde y sucia, de hechura elfa. Sonriendo malignamente al Gran Señor,
volvió a enganchar la daga en el cinturón.
—¡El elixir no estaba acabado! —gimoteó el ogro arrodillado, a punto de
levantarse.
Sin embargo, la mirada de Golgren lo mantenía en su sitio.
—Algo para hacer memoria.
—¿Dónde encontraré otro?
Golgren sonrió, descubriendo sus dientes de depredador.
—Pregunta a Dauroth.
—Pero…
—Basta de advertencias. O todos obedecen o todos sufrirán las consecuencias.
El titán agachó la cabeza, derrotado. No dijo nada.
Sin dejar de sonreír, el Gran Señor salió tranquilamente de la habitación. El colosal
guardia se agazapó contra la pared al paso de Golgren. Detrás del centinela, aguardaba el
sirviente, expectante.
—¿Kyi ut i’Donnagi?
Golgren no le hizo caso. No había ninguna necesidad de ver a Donnag. Para
asegurarse su propia supervivencia, el cacique se encargaría de que ningún otro titán
intentara un truco durante la ausencia de Golgren. En cuanto a Dauroth, la lección que le
había dado a su subordinado recordaría al líder de los titanes cuál era su lugar. Sólo podía
haber un jefe entre los ogros, y ese era Golgren.
—Nya i f’han i Titani —murmuró Nagroch, entrecerrando los ojos mientras
descendían la escalera del palacio. Acarició la daga que llevaba a la cintura.
Golgren respondió con un breve gesto con la cabeza. Había momentos en que los
enemigos debían eliminarse y otros en los que simplemente había que mantenerlos a raya.
El Gran Señor tenía planes para el futuro, e incluso los titanes podían desempeñar un papel
en ellos. Le servirían bien si deseaban conservar sus rostros y sus poderes mágicos.
Si no lo hacían…, les arrebataría su preciado elixir y contemplaría cómo se
marchitaban, hasta que le suplicaran que los matara.
XIII

EL ESPECTRO DE LA TORMENTA

Hubo que redistribuir la carga y organizar el espacio, pero consiguieron que todos
cupieran a bordo. Apenas tenían sitio para moverse; sin embargo, después de esperar un día
entero por si llegaba algún otro barco, decidieron que tenían que partir o se arriesgarían a
que los descubrieran.
—Nos dirigimos al nordeste —gruñó la capitana Tinza—. Si alguno de los otros
pretende unirse a nosotros, habrá ido a un lugar seguro más allá de Karthay para prepararse
para la travesía por el Courrain.
Ese plan implicaba muchas jornadas navegando en dirección contraria a la capital,
aunque Mithas y Kothas los tentaran desde tan cerca.
El capitán Botanos leyó la mirada relampagueante de Faros.
—Si nos adentramos en aguas enemigas de esta guisa, supondremos un peligro
mayor para nosotros que para las fuerzas imperiales. Necesitamos más navíos.
Faros asintió a regañadientes.
—Llévanos lo más rápidamente posible —ordenó a Botanos.
—Considéranos ya en camino, mi señor.
Los barcos rebeldes abandonaron la costa de Kern bajo el abrigo de la noche. Las
embarcaciones imperiales seguían patrullando las aguas y los rebeldes no podían permitirse
perder el tiempo huyendo de ellas o en escaramuzas con el enemigo. Nubes de tormenta
acudieron a despedirlos y el tiempo no hacía más que empeorar a medida que avanzaban
hacia Karthay. Apenas dos jornadas después de la partida, se desató la furia del cielo. Los
rayos espoleaban el mar y las olas cubrían los mástiles. Los vientos aullaban, como si
quisieran arrastrar a los marinos incautos e hinchar las velas hasta rasgarlas, pero los
rebeldes seguían luchando, pues no tenían otra opción.
Faros no lograba dormir por culpa del temporal, ya que cada retumbo y cada
relámpago eran más intensos que los anteriores y le hacían preguntarse si estarían sufriendo
de nuevo la magia oscura del templo. Se balanceaba de un lado a otro y acabó acostándose
en el catre de su camarote. Después, al ver que no lograba conciliar el sueño, trató de hacer
una talla —un pasatiempo muy típico entre los minotauros en alta mar—, sin demasiado
éxito. No había pasado mucho tiempo cuando tiró la daga y el trozo de madera y,
colocándose bien la espada envainada, salió del camarote hacia la cubierta principal para
ver lo que pasaba con sus propios ojos.
La tripulación se afanaba para que el Cresta de Dragón no se desviara de su ruta. Le
recibieron los gritos del primer oficial a un minotauro que intentaba controlar la vela
mayor. No obstante. Faros apenas prestó atención a aquellas manos afanosas, pues tenía la
cabeza en otras cosas.
Encontró un lugar tranquilo a babor. Se apoyó en la barandilla y observó la
tormenta, mientras el agua le salpicaba el pelo. No había nada en las veloces nubes que
pudiera calificarse de anormal. Si la suma sacerdotisa estaba detrás del vendaval, él no
sabía distinguirlo.
En un arrebato, Faros desenvainó la espada y estudió la piedra preciosa de la
empuñadura. La espada encantada, a su manera, era más misteriosa que el anillo mágico.
Parecía latir con vida propia. De todos modos, tenía que admitir que siempre, menos en el
ataque de los magoris, le había servido con lealtad.
Sintió que un tremendo cansancio se apoderaba de él. Él no había pedido aquel
destino que se le imponía. Si hubiera podido evitarlo, lo habría hecho. Faros era consciente
de las miradas y los rumores que lo rodeaban. Esos rebeldes lo seguían, sí, pero algunos
ponían en duda su cordura, sus decisiones a menudo crueles.
Miró con odio la espada encantada. Por encima de las feroces olas y los vientos
ensordecedores, se alzó la voz de Faros:
—¿Estás escuchándome, Sargonnas? Estaría encantado de entregar esta espada a
otro si pudiera… Estaría encantado de olvidarme de todo esto y tener un poco de paz…
—Paz… —La voz resonó en su interior—. Huir y paz.
»Siempre queda el mar —susurró en su cabeza—. El mar de los antepasados de los
minotauros. ¿Cuántos de tus hermanos han encontrado la paz en el mar? ¿Cuántos se han
acurrucado en su lecho? ¿Cuántos han huido hacia su paz eterna?
Faros contemplaba las olas del atardecer que lamían el casco del Cresta y las veía
como mantas suaves y acogedoras. La calma oscuridad de las aguas lo atraía. Sus noches
siempre estaban pobladas de pesadillas, qué no hubiera dado por un sueño reparador. Como
si estuviera hipnotizado, se agarró a la barandilla con la mano libre y pasó un pie por
encima. El barco se balanceó, empujándolo hacia adelante. Estuvo a punto de resbalar, pero
la espada se revolvió, se clavó en la madera y le sirvió de punto de apoyo.
—En el océano no hay enemigos, sólo la dulce bendición del olvido…
Faros clavó la mirada en el agua, veía los rostros de los familiares y amigos que
había perdido. Lo llamaban.
—Tira la espada, síguela después…
En ese momento, relampagueó un rayo. La gema de la empuñadura reflejó la luz
hacia sus ojos, y Faros parpadeó.
Frunció el entrecejo. Le pareció sentir algo que se le acercaba por la espalda, una
presencia maligna.
El minotauro hizo un gran esfuerzo de voluntad y se obligó a permanecer recto.
Desapareció el deseo de saltar al mar, y fue sustituido por una nueva determinación. Con un
rugido salvaje, se dio la vuelta de un salto, empuñando la espada. Oyó un grito inhumano
que le traspasó hasta el corazón.
Ante sus ojos pasó velozmente una macabra figura. Bajo una capucha gruesa que
envolvía unos cuernos puntiagudos, los ojos de Faros no encontraron con un hocico en
estado de descomposición y unos ojos centelleantes. Unos harapos de tela colgaban del
cuerpo abierto en canal; los órganos parecían a punto de salirse. Un terrible hedor envolvía
a tan horrendo espectro.
La hoja de la espada no había herido al fantasma, sino que había cortado la amplia
capa que lo envolvía como un pulpo sobrenatural. Los pliegues y las puntas de la tela
flotaban como tentáculos, impacientes por atrapar y ahogar al mortal. Pero un harapo
fantasmagórico colgaba sin vida; era el extremo que Faros había rasgado con su espada.
El fantasma se elevó como si el viento lo impulsara y se cernió siniestramente sobre
el rebelde. El pliegue de la capa que había cortado se recompuso solo y se unió al macabro
abrazo que intentaba atraparlo.
—¡Atrás! —rugió Faros—. ¡O comprobaremos si los muertos pueden morir de
nuevo!
Uno de los pliegues de la capa se lanzó hacia un lado. Tocó una pila de barriles
atados con una cuerda recia contra los azotes del viento. Como una serpiente sinuosa, el
nudo se deshizo solo. Los barriles cayeron dando saltos hacia Faros.
Esquivó el primero de un salto, pero el segundo le dio en la pierna y lo tiró al suelo.
El tercero y el cuarto también cayeron sobre él, y el líder de los rebeldes quedó atrapado.
Estuvo a punto de perder la espada. Con un grito ahogado, logró apartar los pesados
barriles y se levantó justo a tiempo para esquivar el último barril que se precipitaba hacia
él.
Se oyeron unos gritos que procedían de la popa. El fantasma miró la cuerda
deshilachada. De repente, ésta trepó por el minotauro, le rodeó las piernas y el brazo que
sostenía la espada, y al instante, ya no podía moverse. Faros cortó la cuerda súbitamente
viva.
La hoja la partía con facilidad y los trozos caían sobre la cubierta, retorciéndose.
El minotauro se sobresaltó al oír el chasquido de un trueno tan cercano que el
Cresta de Dragón sufrió una sacudida. Levantó la vista justo a tiempo para ver un rayo
verde que caía sobre los aparejos de lo alto. Las llamas envolvieron las velas y gran parte
de las jarcias cayeron sobre él. Faros intentó apartarse, pero se vio atrapado bajo la lluvia de
jarcias. Se le cayó la espada. Cuando se inclinó para recogerla, la capa de su horrible
enemigo se abrió para envolverlo.
El Cresta de Dragón, el mar, todo desapareció.
Faros flotaba en una negrura asfixiante. Agitaba brazos y piernas, pero no encontró
dónde apoyarse ni agarrarse. El rebelde atrapado luchó por respirar. Aunque sus pulmones
se llenaban de aire, no de agua, la sensación que tenía seguía siendo de ahogo. Unas voces
lo asaltaron. Suplicaban piedad, rogaban que alguien acudiera en su rescate. Faros sentía
que unos dedos atormentados lo agarraban, pero no veía a nadie, nada. Algo lo sujetó por
los brazos y las piernas, y empezó a tirar de él, cada vez más fuerte. Los músculos y los
tendones se estiraron hasta un límite insoportable.
—Ahora eres mío —se burló la voz del fantasma—. Primero debes morir y después
recibirás tu auténtico castigo…
Una risa sobrecogedora se alzó sobre las voces suplicantes. Intentando zafarse de
aquello que lo atrapaba, Faros se llevó las manos a la garganta. ¡No podía respirar!
¿Dónde estaba Sargonnas? ¡No cabía duda de que no estaba esperando la llamada
de Faros! Sólo un dios podría ayudarlo en aquel inframundo infernal. Entonces, en medio
de la oscuridad, vio un breve resplandor rojo, como una chispa minúscula, que le llamó la
atención. Tardó un momento en darse cuenta de que provenía de su propia mano.
El anillo.
No cabía duda, un intenso y profundo fuego rojo emanaba del interior de la piedra
negra. Faros se concentró en la gema y trató de invocar su poder. Reunió toda su fuerza de
voluntad, sintiendo cada aliento como si fuera el último.
La chispa se hizo más grande. Una llama carmesí nació del anillo. El fuego devoró
el vacío. Su luz cegadora hizo retroceder la oscuridad asfixiante. Los tentáculos de la
negrura se alejaron de Faros, que por fin podía respirar de nuevo.
Sintió un terrible vértigo. Sus pies se apoyaron sobre una superficie dura. Volvía a
encontrarse a bordo del Cresta de Dragón. Alrededor, los marinos se afanaban,
desesperados, por apagar el fuego y devolver la calma al navío.
Uno de los miembros de la tripulación estuvo a punto de chocar contra él y se quedó
mirándolo, perplejo.
—¡Mi señor! ¿De dónde…?
Algo rodó sobre la cubierta y se posó con un repiqueteo junto a los pies del líder de
los rebeldes. La espada de Faros. Mientras se agachaba para recuperarla, oyó la voz de
barítono del capitán Botanos dando órdenes cerca de allí. Faros levantó la mirada justo
cuando Botanos se volvía. Al igual que el marinero, el capitán miró a Faros como si
acabara de ver un fantasma.
—En nombre de la Reina de los Mares, ¿de dónde sales de repente? Faros, ¡no
deberías estar aquí fuera en medio de todo esto!
Por el momento, lo que menos preocupaba al minotauro más joven eran las
tormentas y los incendios. Con las aletas de la nariz hinchadas, miró con consternación las
figuras que se movían rápidamente alrededor.
—¿Dónde está? ¿Adónde ha ido?
—¿Adónde ha ido quién?
—¡El fantasma! ¡Esa cosa con la capa que se movía como si tuviera vida propia!
¿Dónde se habrá metido ese demonio?
Botanos giró sobre sí mismo ágilmente, como si temiera encontrarse con el
monstruo fantasmagórico.
—Pero… ¡yo no veo nada!
Tampoco Faros. El líder de los rebeldes maldijo.
Botanos se acercó a él. Bajando la voz, el marino le preguntó:
—¿Qué ha pasado?
Faros se lo contó, sin olvidarse de ningún detalle. Cuando hubo acabado, fue el
capitán quien maldijo. Volvió a estudiar rápidamente la cubierta, pero estaba claro que la
amenaza había desaparecido…, al menos por el momento.
—¡Tenemos que llevarte abajo! —insistió Botanos—. ¡Ponerte un guardia día y
noche! ¡Haré que registren la bodega! Podría estar allí en este mismo momento…
—No lo pienses más, capitán. Va y viene a su antojo, y ya está muy lejos de aquí.
No sabría decir cómo lo sé… —Entonces sentía el anillo frío alrededor del dedo—. Pero se
ha ido. —Faros gruñó—. Nos queda poco tiempo. Cada vez son más audaces.
—¿Qué quieres decir?
El líder de los rebeldes levantó el anillo para que el fornido minotauro pudiera verlo
bien.
—Este anillo lo llevó el general Rahm Es-Hestos.
—¡Ah!, tenía la duda. Es idéntico al de él…, ¡pero no! Ese anillo se quemó con su
cuerpo…
—Después vino a mí. —Faros envainó la espada y bajó el anillo—. Por lo que he
oído, parece que el general tenía una habilidad especial para eludir al templo.
—Así es.
—Durante un tiempo, tampoco podían dar conmigo, pues de lo contrario imagino
que habrían intentado atraparme antes.
El ceño del capitán Botanos era señal de que entendía lo que quería decir.
—La Dama de las Listas —dijo Botanos, refiriéndose a Nephera con uno de los
nombres más amables que los rebeldes le habían dado—. Quizá no haya tenido suerte más
que un par de veces.
—O sus poderes están aumentando… —Faros vaciló, y después acabó la frase—: O
incluso Sargonnas está asustado.
—¡Eso es imposible! —respondió el marino, casi a gritos—. ¡No hay fuerza más
poderosa que la del de los Grandes Cuernos! Él…
—¡Silencio! —El antiguo esclavo miró más allá de su compañero. Parecía que
ninguno de los marinos había oído el arrebato de Botanos—. ¡No alces la voz! ¡No quiero
que cunda el pánico!
Mucho más contenido, el capitán murmuró:
—¿Cómo podemos albergar la esperanza de vencer a un mal tan intenso como el
imperio y el poder del templo?
—No lo sé —respondió Faros después de una larga pausa. Su mirada se perdió en el
mar—. Lucharemos lo mejor que sabemos…, porque aunque Sargonnas nos abandone, no
queda otra opción.
Mientras sus sirvientes se llevaban el cuerpo, la suma sacerdotisa sumergió las
manos en el cuenco de bronce que había junto al recipiente más grande de latón. Tuvo que
frotar más que en el ritual anterior, que a su vez le había llevado más tiempo que el
precedente. Las manchas carmesí se negaban a desprenderse totalmente de su pelo; daba
igual el jabón o la sustancia que Nephera utilizara para lavarse. Podría haberse puesto
guantes, pero le parecía una afrenta a su dios.
Nephera los había despedido a todos, incluso a los fantasmas, pues deseaba
intimidad total, pero de repente no dejaba de sentir que alguien la observaba. La suma
sacerdotisa miró por encima del hombro, pero ningún espectro tuerto andaba flotando por
ahí, con su único ojo reprobador. Volvió a la frustrante tarea de lavarse las manos. ¡Las
manchas tenían que borrarse! Nephera frotaba con fuerza se arrancaba piel y pelo, pero las
manchas nunca desaparecían.
La sensación de que alguien la observaba volvió a colarse en la conciencia de la
suma sacerdotisa. Nephera se dio la vuelta, salpicando todo de agua. Se encontró con la
figura con armadura casi pegada a su hocico.
—¡Fuera, maldito seas! —explotó, sin importarle lo chillona y aguda que se había
vuelto su voz—. ¡Fuera!
Agitó una mano hacia la sombra silenciosa, que se desvaneció en cuanto sus dedos
la rozaron. La minotauro, cubierta con una túnica, maldijo y giró sobre sí misma para
asegurarse de que la figura no se había materializado en otro sitio.
—Hice lo que había que hacer… —murmuró Nephera al vacío—, sin importarme lo
que costara.
No hubo respuesta. Tampoco la esperaba. La sombra de su esposo jamás hablaba; lo
único que hacía Hotak era mirar. Nephera se volvió hacia el cuenco, preocupada de nuevo
por limpiarse la sangre de las manos. En un intento por tranquilizarse, la suma sacerdotisa
repasó las tareas que tenía pendientes. Había preparado una proclama para que Ardnor la
anunciara: una nueva fiesta que se celebraría en todo el imperio. Galh’Hawan, el Día de la
Elevación, sería presentada como una forma de honrar a los espíritus que guiaban a los
vivos. No era casualidad que precisamente la noche siguiente a la proclama la constelación
de Morgion se vería perfectamente alineada.
Una voz atormentada por el dolor resonó en su cabeza. Nephera dejó de lavarse con
un gesto airado y cogió la piel de carnero que había junto al cuenco.
—Señora… —decía la voz—. Señora…, ya regreso.
Miró hacia su derecha, donde se materializó algo que al principio no parecía más
que un montón de harapos. Nephera enarcó una ceja. Había reconocido la voz de Takyr,
pero nunca lo había visto tan débil. Sin importarle en qué condiciones se encontraba la
sombra, tenía que saber la verdad de inmediato.
—¿Está vivo o muerto?
El fantasma no levantó la cabeza.
—Vivo… vivo…
—Y sin embargo…, tú todavía existes.
—Perdonadme…, señora…
Aunque le costaba creer la derrota, su rostro no reveló ninguno de sus
pensamientos. La suma sacerdotisa se secó las manos con la piel, frotando las manchas con
ímpetu, sin conseguir borrarlas tampoco esa vez.
—No tiene importancia. —Sus ojos imperturbables miraron un momento a los
símbolos de plata de los Predecesores que colgaban en lo alto—. Dime una cosa: ¿lleva,
como yo sospecho, objetos del Señor del Cóndor?
—Dos…, señora. Una espada… y un…, y un anillo con una piedra negra que
escupe fuego… —Las últimas palabras estaban cargadas de rabia, una señal clara de que el
anillo era el causante del lastimero estado del fantasma.
—Una espada —susurró Nephera—. ¿Podría ser…? —Observó al fantasma
derrotado—. ¿Un anillo, dices? ¿Con una gema negra?
—Sí…
Había oído alguna descripción imprecisa de una extraña pieza de joyería con esas
características utilizada por el general Rahm. Ardnor insistía en que Rahm se había servido
de un anillo mágico para matar a Kolot. De la sortija había salido una luz que había cegado
al más joven de sus hijos el tiempo necesario para que Rahm lo matara.
Entonces, Faros Es-Kalin llevaba el mismo artefacto.
Nephera se angustió. Esas armas podían anunciar su fin…, el fin de los objetivos de
su señor, a pesar de que contaba con la ayuda de la magia. Takyr lo había encontrado una
vez y podría volver a hacerlo. Quizá Sargas le había dado esos juguetes y después había
decidido que se las arreglara solo. Se echó a reír, un sonido que hizo que Takyr se postrara
aún más.
—¡Excelente! —Nephera empezó a gritar al techo—. ¿Lo has oído, mi querido
señor? ¿Reconoces su flaqueza?
La suma sacerdotisa se rió aún más contenta. Su preocupación inicial había
desaparecido. Miró a su sirviente, quien, al ver su expresión enloquecida, se encogió en
espera del castigo,
—¡Levántate y no tengas miedo, Takyr! ¡Después de todo, son buenas noticias lo
que me traes! ¿No lo entiendes? ¡Los regalos de su dios ya no sirven de mucho al hijo de
Kalin! ¡Es evidente que Sargas ya no tiene fuerza para proteger a su elegido! ¡Pronto, muy
pronto, Faros caerá víctima de mis hechizos o de las fuerzas militares de mi hija y de
Golgren! De un modo u otro, caerá, tiene que caer. —Lady Nephera volvió a mirar al
techo—. Y poco después, mi querido señor… poco después, ¡también caerá su dios!
XIV

MUERTE EN EL MAR

Los habitantes de Ardnoranti —a Maritia el nombre seguía resultándole extraño por


alguna razón— observaban solemnemente la salida de las legiones elegidas por las puertas
orientales. El general Kalel de los Sabuesos Terribles, un minotauro alto y delgado con el
hocico caído, saludó a Maritia con un gesto brusco cuando pasó con sus magníficas tropas.
Ella le devolvió el saludo, disimulando su frustración porque eran los Sabuesos Terribles
los que partían de la capital, no la Legión de Cristal de Kilona. Pryas había invocado el
nombre de Ardnor para retener a Kilona a su lado. Parecía que se creía el comandante
provisional de todo Ambeon.
No podía permitir que Pryas cuestionara su autoridad. Las exigencias del Defensor
suponían una carga para todos. Muchos proyectos se habían interrumpido para que pudiera
centrar toda la mano de obra y los recursos en su templo infernal. El plan maestro que
seguía Maritia hubo de posponerse por la única razón de la devoción obsesiva de Pryas a su
fe.
La misma Maritia podría haberse quedado atrás, podría haber decidido que Kalel
dirigiera la persecución de Faros, pero le venció su deseo de darle caza ella misma. Estaba
impaciente por atrapar al líder de los rebeldes, del que entonces también sabía que era el
responsable del asesinato de Bastion. Estaba ansiosa por presentar sus cuernos a Ardnor.
—Mi señora Maritia —dijo una voz nasal a su espalda.
Miró por encima del hombro y vio al musculoso general Bakkor, comandante de los
wyverns, que había llegado a caballo. El minotauro observó el desfile de los Sabuesos
Terribles antes de continuar:
—Vuestra nota, tan interesante, decía que deseabais unas últimas palabras antes de
iros.
Un treveriano de tos Sabuesos Terribles gritó a las tropas. Al instante los
legionarios giraron la cabeza y saludaron a Maritia sin detenerse. Sus legiones se
desplazarían a los pequeños puertos de las costas orientales de Ambeon, donde las
aguardaban navíos de guerra de Sargonath. Maritia había pedido que su barco fuera El
Señor de las Tormentas, la antigua nave de Bastion.
—Espero que no sigas molesto por quedarte aquí controlando las cosas, general
—murmuró Maritia mientras asentía con la cabeza hacia las tropas.
—No cuestiono las órdenes de mis superiores.
A pesar de todo, la minotauro estuvo a punto de sonreír.
—Deberías. Mi padre lo hacía.
—Sí, mi señora.
—Quiero que sepas que he enviado un mensaje a mi hermano en un ave mensajera,
pidiéndole que te dé más autoridad sobre el Defensor mientras yo esté fuera.
Pryas pensaba que compartiría el mando con Bakkor. Sin embargo, la hermana del
emperador no confiaba en el Defensor durante su ausencia. Pryas era demasiado ambicioso.
—¡Ojalá el emperador entienda vuestra sabiduría! —susurró el oficial.
Mirando alrededor, Maritia dijo:
—General Bakkor, tú estarás al frente de todo mientras yo esté fuera y confío
plenamente en ti. No obstante, tengo algo que pedirte, algo que debería quedar entre
nosotros, si me lo permites.
—Sois mi comandante, lady Maritia. Vuestros deseos son los míos.
—Te lo agradezco, Bakkor, pero primero escúchame. Pryas está muy impaciente
por impresionar a su maestre. —El oficial se limitó a dar un gruñido nada
comprometedor—. No te pido que hagas nada más allá de tus obligaciones normales,
general…, pero mantenlo controlado. Cerciórate de que no excede los límites que hemos
acordado.
Bakkor, siguiendo con la mirada a los legionarios que abandonaban la ciudad,
respondió:
—Siempre pone a prueba los límites, señora.
Maritia asintió con gesto grave. Pasó el último de los Sabuesos Terribles. Estudió la
multitud y descubrió a Pryas sobre su montura, observando la marcha. El yelmo oscuro le
impedía distinguir su mirada. A su lado estaba sentada la general Kilona, con una expresión
mucho más reveladora. Parecía que mentalmente empujaba a los legionarios por las
puertas.
Un regimiento de Defensores rodeaba a la pareja, inmóviles como estatuas,
sostenían las mazas frente al pecho y la mirada hacia adelante, sin parpadear. Parecía que
hasta respiraban al unísono.
Maritia contuvo un escalofrío.
—Volveré en cuanto pueda, Bakkor.
El oficial agachó la cabeza.
—Que tengáis buena caza, señora.
Todas las preocupaciones sobre Pryas y los Defensores se desvanecieron en cuanto
Maritia se concentró en su misión. Entrecerró los ojos al pensarlo y respondió:
—¡Oh, seguro que sí, general…! Puedes contar con eso.
Rodeada por su escolta, se alejó a caballo para unirse a su propia legión, que
marchaba al principio de la columna. Ya había olvidado a Pryas. Nada apartaría su mente
de Faros Es-Kalin.
Esperaba que Golgren estuviera listo. Habían intercambiado mensajes sobre las
preparaciones y le había prometido que se encontrarían en el lugar acordado. Maritia
necesitaría la ayuda de los ogros para asegurarse de que en esa ocasión los rebeldes no
volverían a escapar. Acorralados entre sus fuerzas y las lideradas por el Gran Señor, los
matarían uno a uno, hasta que se encontrara cara a cara con el mismo Faros.
Había riesgos, por supuesto. Golgren podía pensar ir él mismo tras Faros, para
llevarse toda la gloria. Pero por el honor del imperio y de su hermano, Maritia se encargaría
de que no fuera así. Era seguro que al final el ogro entraba en razón.
Faros era su peor enemigo. Había matado a su hermano.
La enorme fragua irradiaba un calor tan intenso como el de los cráteres volcánicos
de la cordillera de Argon. Más de doscientos diestros artesanos trabajaban día y noche por
la gloria del emperador. Con el pelo empapado en sudor y la respiración jadeante, los
minotauros martillaban, daban al fuelle de gigantescas forjas y hábilmente introducían el
metal fundido en los moldes.
Ardnor observaba a un aprendiz que sacaba una placa metálica caliente con unas
largas tenazas y la introducía en una tinaja de agua. Un silbido ardiente y una columna de
vapor marcaron el descenso de la placa en la tinaja.
Las sombras que nacían de los numerosos hornos danzaban sobre los muros del
gigantesco edificio de piedra. Cerca del techo se abrían unas ventanas, pero sólo servían
como medio de ventilación pues no permitían el paso de la luz. El intenso resplandor de los
hornos era la única iluminación de aquella sala roja como la sangre.
El azufre del carbón teñía el aire, pero al menos cubría el olor a sudor. Para Ardnor
aquel olor acre resultaba tan agradable como lo había sido el perfume de lavanda de su
madre para su padre.
A un lado, uno de los herreros levantó una pieza terminada. El peto negro lucía el
símbolo del hacha rota. El herrero se lo pasó a un aprendiz, quien lo colocó con gran
ceremonia junto a otro peto, que formaba parte de una larga fila. Ardnor soltó una risita al
ver la hilera interminable de petos, yelmos, mazas y demás. Cada pieza tenía ya a su dueño
esperando, un minotauro de los tantos que se estaban preparando para entregarse al
emperador. Pero a pesar de que los herreros trabajaban día y noche sin descanso, no podían
seguir el ritmo de las demandas del imperio. El herrero mayor, que lo había acompañado
durante toda la inspección, aguardaba los comentarios de Ardnor.
El hijo de Nephera no mostró su aprobación, sino que dijo:
—Debe aumentarse el ritmo.
Inclinando los cuernos, el herrero respondió de mala gana:
—Tendré que emplear trabajadores de los que regularmente abastecen a las
legiones.
—Pues hazlo.
Una figura cubierta con armadura se materializó en medio de la estancia cubierta de
humo; los ojos, ocultos por el yelmo, buscaban algo. Cuando vio al emperador, se acercó
rápidamente. Otro mensajero. Debía de ser algo importante para que fuera a buscarlo allí.
—De Ambeon, mi señor —anunció el guerrero entre toses. El humo se había hecho
más espeso.
Apartándose a un lado, Ardnor estudió la misiva. Cuando descubrió la marca de su
hermana, gruñó en señal de desaprobación. Desenrolló el pergamino, se saltó rápidamente
todas las fórmulas imperiales y leyó: «Hermano mío, cuando leas esta nota ya sabrás la
verdad sobre la muerte de Bastion, que creíamos perdido en el mar. Ha sido asesinado de la
forma más ruin por el rebelde Faros cerca de la frontera de Kern y Ambeon. He decidido
liderar las legiones en su búsqueda, junto con el Gran Señor Golgren…».
Seguía una explicación detallada de su plan, que Ardnor pasó por alto.
«En mi lugar, he dispuesto que el general Rakkor gobierne junto a Pryas. No
obstante, te ruego humildemente, por la estabilidad del imperio, que concedas al general
plenos poderes. Él está más familiarizado con las actividades y las características de la
colonia, y contribuyó decisivamente al plan de distribución de provisiones. Te pido que
envíes un mensajero lo antes posible para que así sea…»
El emperador no siguió leyendo. Arrugó la nota y la metió en un bolso del cinturón.
—¡Tú! —gritó al mensajero—. ¡Envié un mensaje al procurador general Pryas hace
unos días! ¿Llegó a sus manos?
—¡Sí, mi señor! ¡Debería haberlo recibido hace tiempo!
—Eso pensaba… —Ardnor se rascó la parte inferior del hocico, intentando
disimular su frustración—. ¡Ven conmigo! ¡Tengo que enviar dos mensajes!
—¿Al procurador general? —preguntó el oficial, mientras corría para mantener el
ritmo de las enormes zancadas del emperador.
—A él —murmuró Ardnor, esforzándose por pensar— y a alguien más…
La diminuta isla al norte de Karthay era un lugar inhóspito, batido por el viento y
cubierto por unos árboles retorcidos con agujas en vez de hojas y unos matorrales que se
aferraban al suelo. Había agua dulce en dos manantiales y un riachuelo, pero la única
comida y provisiones que podían encontrarse eran las abandonadas por otros barcos.
Almacenados en frías cuevas subterráneas, los frutos secos y las tiras de carne en sal
podrían ser comestibles, pero en ningún caso apetitosos.
Ocho barcos estaban esperándolos. Al día siguiente llegaron cuatro más. A petición
de Faros, los líderes de las diferentes facciones rebeldes se reunieron en la cueva más
grande. El techo era tan bajo que los altos minotauros tenían que entrar agachados, pero una
vez sentados, estaban relativamente cómodos.
En cuclillas sobre una roca, Faros observaba al grupo. Botanos, sentado a la
izquierda del sobrino de Chot, representaba a aquellos que ya le eran leales. A la derecha de
Faros se encontraba la capitana Tinza, con el oficial naval Napol a su lado. Era casi seguro
que podía contar con ellos, aunque los antiguos imperiales lo miraban con cierto recelo.
Al resto de los presentes, alrededor de una docena, los conocía sólo de vista o de
oídas, y a más de uno lo veía por primera vez. Podían dividirse en tres grupos. Por un lado,
los minotauros de las colonias más lejanas que habían perdido la libertad bajo el férreo
control del trono. Muchos llevaban el pelo muy corto y lucían tatuajes. El segundo grupo lo
formaban los antiguos miembros de clanes antaño prominentes, cuyas posesiones habían
sido expropiadas. Seguían vistiéndose como los mercaderes prósperos que habían sido y, a
pesar de que sus clanes se habían perdido, continuaban haciendo alarde de prestigio y
poder. Era una de las facciones que habían acudido a Karthay con más reticencia, tras la
llamada de Faros.
El tercer grupo era el más impredecible. Esos minotauros vivían al margen del
imperio, aún más que los esclavos huidos. Bandidos y piratas eran los términos que mejor
se ajustaban a este bando, y no sólo porque atacaran los navíos de otras razas. Cometían
toda ciase de crímenes con total impunidad, pero incluso así podían servir a la rebelión.
Observando a los presentes, Faros se dio cuenta de que todos tenían la misma expresión
adusta. Todos habían llegado demasiado lejos para volverse atrás; no podían más que atacar
y derrotar al trono o seguir por el camino que habían emprendido, para acabar encontrando
la muerte a manos del imperio. No obstante, ninguno confiaba en los demás. Nadie podía
unirlos y liderarlos.
—Todos sabéis quién soy —comenzó diciendo Faros.
—No estaríamos aquí si no lo supiéramos —afirmó uno de los tatuados.
Faros asintió.
—En primer lugar, os diré que si esperáis otro Chot, podéis iros. Yo no soy mi tío.
—Menos mal —intervino una corsaria que llevaba un parche en el ojo y a la que le
faltaba una oreja—. Si lo fueras, todos estaríamos navegando con Nolhan.
Eso le sorprendió. El asistente del difunto consejero Tiribus, antiguo jefe del
Círculo Supremo, Nolhan, tenía planes muy ambiciosos. Corría el rumor de que Nolhan era
el hijo bastardo de Tiribus. Era el único rival serio de Faros entre los rebeldes y no estaba
presente en el encuentro. Nolhan había enviado una nota con uno de los barcos diciendo
que se negaba a reconocer al sobrino de Chot. Según la capitana Tinza, Nolhan estaba
conduciendo varios barcos rebeldes hacia el imperio a lo largo del límite sureste. Eso
significaba que pasaría cerca de Thuum, donde estaba anclada la flota oriental para
abastecerse.
Resultaba evidente cuáles eran las pretensiones del antiguo asistente. Nolhan
planeaba sorprender a la flota oriental. Al atacarla, su nombre se conocería en todo el reino.
Los guerreros se unirían a su causa. Incluso alguno de los leales a Faros se vería tentado de
desertar y seguir a un líder tan audaz.
Tinza explicó las palabras de la pirata:
—Con tu perdón, mi señor, Chot no era ninguna maravilla, aunque le habíamos
jurado nuestra lealtad.
—¡Habla por ti! —gruñó la corsaria.
Tinza no le hizo caso.
—Hotak habría contado con muchos de nosotros si hubiera hecho las cosas de
forma diferente. Pero, a su manera, era tan arrogante como tu tío. La Noche Sangrienta y
todo lo que vino después lo demostró. Y ahora es incluso peor que cuando gobernaba Chot.
Ardnor de-Droka y lady Nephera han heredado el poder de Hotak, pero evidentemente no
su sentido del honor. Los Defensores y el templo acabarán con el imperio, hazme caso.
—Jubal no se equivocaba cuando pensó que, al ser el sobrino de Chot, podrías
unimos —añadió Botanos—. La razón está en que entendemos tu deseo de venganza, pero
aparte de eso no importa nada tu relación con Chot. No se trata de quién era tu tío, sino de
los que hemos oído de esos que te siguen; las cosas a las que has sobrevivido, las cosas que
has hecho. Eres Tremoc cruzando cuatro veces Ansalon para vengar a su compañera. Eres
Makel dejando un rastro de sangre en los reinos de los ogros. Eres Mitos engañando a un
enemigo muy superior.
—Tienes aptitud para…, en fin, para la supervivencia —añadió a regañadientes el
líder de los mercaderes, un minotauro ya entrecano pero musculoso y ataviado con una
amplia túnica verdemar.
Los demás piratas no dijeron nada. Su líder observaba fijamente a Faros con los
brazos cruzados.
—Hotak afirmó que podía devolver al imperio la gloria del pasado —continuó el
capitán del Cresta de Dragón—. Resultó ser un necio, pero nosotros creemos que tú sí
puedes conseguirlo, mi señor.
—No todos pensamos así —intervino otro mercader. Junto a él varios corsarios
asintieron.
—El trono de Droka es hereditario. No queremos eso, Kalin —gruñó un bandido
alto cubierto de tatuajes. Además de varios aros dorados pequeños en la oreja derecha, del
hocico le colgaba una gran anilla—. No, si eso significa que gobiernan individuos como
Ardnor.
Faros observó a los grupos más reacios a su autoridad.
—Si consigo la victoria para todos nosotros, ¿debo esperar un desafío al día
siguiente?
Botanos clavó la mirarla en los líderes, remides, esperando que alguno se atreviera a
hablar. Cuando comprobó que ninguno estaba dispuesto, sacudió la cabeza y respondió por
ellos:
—No, tú no, Faros… Pero si tus hijos o hijas aspiran al trono, tendrán que luchar
por él como cualquier minotauro de bien.
Los demás asintieron de nuevo. Faros gruñó. No tenía hijos y no creía que los
tuviera nunca. Moriría antes, así que era una discusión ridícula.
—Entonces, ha llegado el momento de decidir lo que necesitamos hacer.
—¿Es seguro? —preguntó Tinza—. ¿Es seguro conspirar aquí, cuando no cabe
duda de que la Dama de las Listas nos está escuchando en este mismo momento?
—La tierra reseca de Kern está cubierta por los huesos de los ogros y los
Defensores que sabían exactamente dónde estaba y lo que pretendía hacer. —Sus palabras
atrevidas consiguieron la aprobación de la mayoría de representantes de los rebeldes, pero
los mercaderes parecían indecisos.
—No tan de prisa. No hemos dicho que te seguiríamos —señaló uno de los
mercaderes. Su mirada se paseó sobre los demás—. Lo que tenemos delante es un antiguo
esclavo con un linaje que ya no le importa a nadie, un minotauro sin tierra, sin estatus ni
reputación.
—Vaya, yo sí creo que tiene reputación —intervino Napol—, y la capacidad que
acompaña a esa reputación. Todos lo sabéis.
—Somos conscientes de lo que tú opinas, Napol. Lo que no está tan claro es si los
demás compartimos tu punto de vista.
—Entonces, dejadme que os oiga hablar con franqueza —pidió Faros, observando a
los líderes. Se quedó mirando a los corsarios—. ¿Vosotros que decís?
La pirata tuerta gruñó y se volvió hacia sus compañeros.
—¿Daga hacia arriba o hacia abajo?
—Arriba —masculló uno.
—Abajo —dijo otro.
Dos más respondieron «arriba»; otro contestó «abajo». A ese le siguió otro que optó
por «abajo».
Botanos se inclinó hacia Faros.
—La daga hacia arriba significa que estás dispuesto a luchar por alguien —le
susurró—. Hacia abajo quiere decir que estás en contra. Es una forma muy antigua de votar
entre los marinos. Ya no la recordaba.
—Yo no desenvaino —murmuró un bandido.
Al ver la mirada intrigada de Faros, el capitán añadió:
—Eso significa que se abstiene.
Otro pirata eligió «abajo», pero los cinco siguientes se decantaron por «arriba».
—Así será —declaró la minotauro. Se golpeó el pecho con un puño—. La mayoría
manda. Siempre actuamos juntos, como a fuéramos un solo minotauro. ¡Estamos de tu lado,
lord Faros!
El líder de los mercaderes bufó.
—¿Y vosotros? —preguntó Tinza al mercader desdeñoso.
—Esperaremos, y ya veremos.
Ya sólo faltaban los isleños. A diferencia de los corsarios, no vacilaron.
—Estás marcado. El cóndor te protege. No hemos olvidado nuestro lugar junto a él,
por lo que te seguiremos.
Al oír sus palabras, el líder del clan de los mercaderes se apresuró a añadir:
—¡Como nosotros, por supuesto!
La corsaria dejó escapar una risita, pero Faros fingió que no daba importancia al
súbito cambio de opinión. Paseó Id mirada por los pocos capitanes independientes y vio
que se unían a la mayoría.
—Está decidido; eres nuestro líder —declaró el capitán Botanos con clara
satisfacción—. ¡Ningún guerrero en su sano juicio habría decidido otra cosa!
Algunos piratas e isleños se burlaron de los mercaderes, que se hicieron los locos.
El capitán Botanos levantó la mirada hacia Faros,
—¡Ordénanos lo que debemos hacer ahora! ¿Qué quieres que hagamos?
—Antes que nada, ¿vamos a ser los que estamos aquí? ¿Las naves que rodean este
lugar inhóspito son las únicas con las que podemos contar?
—Hay algunas más —bramó un minotauro de anchas espaldas que era uno de los
independientes. A la espalda llevaba un hacha reluciente que brillaba como un espejo—.
Todavía dudan. Creen que aún es posible que Nolhan obre un milagro.
Faros miró a Botanos y a Tinza.
—¿Es posible?
—Tiene agallas —respondió la antigua oficial de la flota—, pero no creo que lo
consiga. —Sacudió la cabeza—. No, no creo que lo logre.
—Entonces, nos arreglaremos con lo que tenemos —decidió Faros—, porque
zarpamos mañana.
—¿Mañana? —le interrumpió Napol, mientras los demás murmuraban entre sí ante
la prisa de Faros.
—La mayor parte de las fuerzas del imperio se encuentran en el océano Courrain o
en Ambeon. Si zarpamos lo antes posible, podemos alcanzarlas antes de que se hayan
organizado del todo.
Desenrolló un gran mapa donde se veían el Mar Sangriento y los límites del océano
Courrain. En el centro estaban las dos islas gemelas, Mithas y Kothas, y al este, Mito y las
demás islas. Faros señaló con el dedo el par más importante, y después, Mito.
—Tenemos que atacar las tres casi simultáneamente. Ya lo dijo Toroth —añadió,
refiriéndose al emperador que había iniciado la gran expansión del imperio—: «Quien
posee el corazón del imperio, posee su alma». Si tomamos rápidamente estas tres islas, todo
aquel que desee ver a los Droka destronados aprovechará la oportunidad. Todos sabéis
cómo es nuestro pueblo. Será así.
Los líderes rebeldes lo miraron con asombro por su audacia.
—La mayoría de los soldados del imperio estarán desplegados al este y al oeste del
corazón de las islas principales —argumentó el minotauro del hacha—, pero los Defensores
están presentes en todas las islas.
—Suficiente para mantener controlados a los habitantes, pero si se ven alentados
por una rebelión contra el trono maligno, ¿qué podría suceder?
Los minotauros se miraron entre sí, asintiendo lentamente. Había muchos
Defensores, muchos fieles a los Predecesores…, pero la mayoría de los minotauros no
pertenecían ni a un grupo ni al otro. Todos sabían que había un gran descontento en el
reino. La estrategia sería cruenta, pero podía funcionar.
—¿Qué pasa con el templo? —preguntó Napol—. ¿Qué hay de lo que decías en tu
mensaje, los poderes de Morgion, el terrible?
—¡Ese cadáver hediondo aprenderá que no puede piratear en las aguas del Señor del
Cóndor! —respondió apasionadamente la corsaria con un solo ojo—. Sargas lo utilizará
como cebo para los monstruos del mar, si es que ellos soportan alimento tan putrefacto.
Todos se rieron confiados al oír sus palabras. Faros no dijo nada sobre Sargonnas.
No creía que el dios lo protegiese a él ni a ninguno, y estaba en manos de los rebeldes
labrarse su propio destino.
Al ver que estaban con él, Faros les explicó su plan. Se lo describió con todo
detalle, a pesar de que era perfectamente consciente de que un espía fantasmagórico podía
estar vigilándolos por encima del hombro, escuchándolo todo para contárselo a lady
Nephera. Pero a Faros había dejado de importarle. Que ella se lo contara a Ardnor. Que él
enviara a todos y cada uno de sus guerreros, que ella agotara todos sus hechizos oscuros. Si
la rebelión estaba destinada al fracaso, era mejor que perdiera una gran batalla y no que se
desvaneciera sin gloria.
Pasaron horas antes de que acabaran de dar forma a los planes. Faros escuchó las
sugerencias de todos los capitanes e incorporó aquellas que le parecieron acertadas. Había
visto morir a demasiados compañeros por no hacer caso de un buen consejo, aunque
siempre se reservaba la decisión final.
Por fin, la reunión se disolvió. Los diferentes grupos se separaron para comunicar
las novedades a sus compañeros. Faros se sentó con la mirada fija en el mapa, iluminado
por el fuego. Poco después su única compañía era Botanos.
—¿Volvemos al barco? —sugirió el capitán.
—Acaba todo lo que tengas que hacer, después ven a buscarme. Quiero estar solo y
pensar.
—Como prefieras. —Gruñendo, el fornido minotauro salió encorvado de la cueva.
Con el mapa ante él, Faros paseó la mirada por Ansalon y pensó en el Gran Señor
Golgren y lady Maritia. Algún día los tendría frente a frente. Sus ojos se perdieron más
hacia el este. Faros casi podía imaginarse los barcos: los rebeldes de Nolhan y las naves de
la flota oriental enzarzados en una lucha mortal. Por mucho que complicara el liderazgo de
la rebelión, la victoria de Nolhan sería muy valiosa para la causa de Faros. ¡Ojalá pudiera
saber qué era lo que estaba pasando…!
—La verdad puede saberse.
Faros miró alrededor, convencido de que uno de los fantasmas de Nephera había
vuelto a encontrarlo. Pero no se veía ningún espectro.
—No tienes más que cogerme entre las manos…
Bajó la vista hacia la espada.
—Desenváiname, utilízame… Puedo mostrarte la verdad…
No sin cierto recelo, el antiguo esclavo desenfundó la hoja oscura. El arma se
deslizó por la vaina con un lúgubre lamento.
—La batalla, verías… el destino de tu rival, verías…
Miró fijamente la espada, la espada de Sargonnas.
—¿Nolhan? ¿Puedes mostrarme lo que le está sucediendo a Nolhan?
—Lo que está sucediendo ha sucedido. Lo que ha sucedido no puede cambiarse.
Faros frunció el entrecejo.
—Muéstramelo, entonces.
Levantó el brazo, alzó la espada y describió un gran círculo delante de sus ojos. El
mismo aire parecía estremecerse. A través de una luz trémula, de repente Faros sintió un
estruendo, oyó gritos y el entrechocar de las armas. Se inclinó hacia adelante…, y de
pronto, el círculo lo envolvió.
Las nubes de tormenta retumbaban en lo alto y los relámpagos cruzaban el cielo.
Faros resbaló. Se encontró en la cubierta de un barco en llamas. Alrededor los minotauros
corrían en todas direcciones; algunos intentaban sofocar las llamas, otros empuñaban
armas. Varios barcos rodeaban la nave en la que él se hallaba. Varios estaban más alejados,
otros pegados entre sí. Muchos se veían envueltas en llamas o medio hundidos.
—¡Vienen por un costado! —bramó alguien—. ¡Preparaos para rechazarlos!
Los cascos de madera crujieron al chocar. Un barco de guerra imperial los atacaba
por un costado. Los marinos empuñaban espadas y hachas. Los soldados lanzaban ganchos
al barco de Faros, de manera que las dos naves quedaron unidas. Una cortina de flechas
cortó el aire y derribó a más de una docena de atacantes. Las saetas rebeldes recibieron
como respuesta el doble de flechas imperiales. Se oían gritos en todos los rincones de la
cubierta. Un marinero, con un cuadrillo clavado en el ojo, se desplomó a los pies de Faros.
—¡Cuidado! —gritó alguien.
A la advertencia le siguió un estruendo ensordecedor cerca de la proa. Unos
proyectiles enormes, lanzados por las catapultas imperiales, habían acertado en el casco y
habían destrozado parte de la cubierta.
—¡A la barandilla! —De repente, Faros se sintió obligado a gritar—. ¡Id a su
encuentro en la barandilla! ¡No dejéis que pongan un pie en cubierta!
Mientras todos los minotauros que estaban en condiciones de hacerlo se
apresuraban a obedecerlo, el mismo Faros se echó a correr tras ellos. Se dio cuenta de que
actuaba a través del cuerpo de otro minotauro y era por sus ojos por los que veía.
Seguramente, se trataba del capitán. En ese momento, ya eran más de dos docenas de
ganchos los que unían las dos naves. Algunos de los garfios cayeron derribados por los
cortes certeros de las hachas de los defensores, pero los arqueros y los marinos, armados
con largas picas, obligaban a los rebeldes a retroceder.
A bordo del barco de guerra, se oyó un cuerno. Gritando al unísono, los guerreros se
lanzaron de un salto. Los primeros murieron rápidamente. Dos cayeron entre los navíos y
acabaron aplastados, entre los cascos, que el mar alejaba y acercaba.
—¡Contenedlos! —gritó Faros.
Media docena de arqueros abrió fuego. Tres cuadrillos derribaron a varios marinos
que habían alcanzado la barandilla, pero las picas mantenían a los defensores alejados, y
eso permitió que un pequeño grupo de enemigos consiguiera abrirse camino hacia el centro
del barco. Los guerreros seguían avanzando. Muchos encontraron la muerte, pero también
los rebeldes sufrían bajas. Las hachas de ambos bandos entrechocaban. Las espadas
mordían la carne y punzaban el hueso. Uno de los rebeldes se elevó por los aires con una
pica clavada entre dos costillas.
—¡El mástil se cae! —gritó una voz a la derecha de Faros.
Los aparejos en llamas se derrumbaron sobre la cubierta. El mástil principal se
hundió con gran estrépito y rompió el suelo de madera. Faros tropezó con un trozo del palo
mayor medio hundido. Sintió un dolor muy intenso en el hombro izquierdo. Una enorme
astilla dentada del mástil se le había clavado en la carne. La sangre le teñía el pelo, que por
primera vez se daba cuenta de que era marrón grisáceo, o plateado y…
Castaño plateado.
Nolhan. Faros estaba viviendo la derrota a través de Nolhan.
Una figura fornida se inclinó hacia él.
—¡Hay un bote esperándote! ¡Necesitamos que subas!
—¿Dónde está el capitán? —se oyó Faros decir a sí mismo entre jadeos.
—Murió cuando empezó a disparar la catapulta… ¡Mi señor, estás herido! ¡Por la
Diosa de los Mares!
Faros se oyó gritar con una voz en la que entonces reconocía la de Nolhan:
—Ayúdame a ponerme un vendaje. ¡Después, coge a todos los que puedas y vete!
¡Os cubriré mientras pueda para que ganéis algo de tiempo!
—¡No puedes quedarte!
Faros, que en ese momento también era Nolhan, agarró al fuerte minotauro por el
pelo del pescuezo.
—¡Haz lo que te digo! ¡Vete a…!
Con un movimiento brusco empujó al otro minotauro a un lado justo cuando un
guerrero se lanzaba sobre ellos dando gritos salvajes. Faros se retorció y logró esquivar el
filo del hacha, pero el dolor le atravesó todo el cuerpo. Dando un aullido, el minotauro que
había acudido en ayuda de Nolhan se abalanzó sobre el guerrero. Lucharon cuerpo a cuerpo
por el arma. Faros/Nolhan se levantó y empuñó su espada, pero los dos minotauros se
revolvían y la hoja se clavó en la espalda del compañero de Nolhan. Con un estertor
perplejo, el minotauro rayó inerte.
Faros/Nolhan se quedó horrorizado al ver lo que había hecho, a pesar de que era
totalmente comprensible. Intentó alzar la espada de nuevo, pero fue demasiado lento. El
hacha del soldado se le clavó entre los ojos.
El mundo se convirtió en un torbellino de sangre ardiente y una agonía
desesperante. Los gritos apagados lo envolvían por todas partes. Faros/Nolhan boqueó en
busca de un aire esquivo. Un segundo después, sus pies se enredaron y la cabeza se golpeó
con fuerza contra algo. Se apoderó de él una profunda pesadez. La oscuridad lo rodeó…, y
Faros volvió a encontrarse en la cueva; la espada temblaba ante sus ojos. Asustado, la dejó
caer. No le cabía duda de que acababa de vivir la muerte de Nolhan.
Después de un buen rato, se agachó lentamente y recogió la espada.
—¿Hace cuánto? —gruñó Faros—. ¿Cuándo sucedió?
El regalo de Sargonnas se mostraba cruelmente silencioso. En realidad, no
importaba mucho. Nolhan había luchado… y había perdido.
Un ruido le alertó de que alguien entraba en la cueva. Encorvado, el capitán Botanos
volvía junto a él.
—Todo está listo. ¿Ya has acabado aquí?
Faros parpadeó y miró la hoguera. Apenas quedaban las brasas, aunque Botanos
había avivado el fuego justo antes de irse. ¿Durante cuánto tiempo había estado atrapado en
la visión de la espada?
—Sí, ya he acabado —respondió, levantándose rápidamente.
Faros no mencionó lo que había presenciado, consciente de que si hablaba del
fracaso de Nolhan no haría más que sembrar dudas entre los leales a su causa.
Mientras Botanos recocía el mapa, Faros pasó con celeridad por su lado.
—¿Ocurre algo?
Faros se detuvo para mirarlo; después, sacudió la cabeza.
—No. Esto no cambia nada. Todo sigue según lo planeado.
Faros salió de la cueva antes de que el perplejo capitán pudiera decir nada.
Botanos se encogió de hombros. Acabó de enrollar el mapa y siguió a la última gran
esperanza de la rebelión.
XV

DESIGNIOS OSCUROS

Haab, el gobernador de Mito, siempre se había considerado un minotauro


pragmático. Había seguido lealmente a Hotak durante la Noche Sangrienta y, como
recompensa, había recibido el dominio de la tercera región más grande de todo el imperio,
es decir, hasta Ambeon. Haab había cumplido sus obligaciones sometiéndose estrictamente
a lo que creía que Hotak preferiría, ejerciendo un control férreo sobre la gran colonia.
Al morir Hotak víctima de un accidente, el minotauro de hocico largo se había
apresurado a cerrar filas a favor de Ardnor. Incluso se había unido al culto de los
Predecesores, al que pertenecía el nuevo emperador. Por supuesto, esa conversión se debía
más a motivos prácticos que espirituales. Como miembro de la secta, el gobernador de la
colonia podría manejar mejor a los Defensores que eran enviados para fortalecer el poder
de Ardnor. A Haab los oficiales de la orden le parecían aborrecibles y demasiado
entusiastas, pero no podía negarse que sabían cómo mantener el orden, por lo menos hasta
el momento.
La figura con armadura de ébano entró a grandes zancadas en las habitaciones
oficiales.
—Estoy aquí, hermano Haab.
Como era su costumbre cuando estaba irritado o concentrado en sus pensamientos,
el gobernador tamborileaba con los dedos sobre el escritorio. Aquel Defensor en particular
insistía en dirigirse a él con su título religioso, en vez de con el gubernamental, más
apropiado.
—Estoy muy disgustado con tus compañeros, hermano Malkovius. Hoy se ha
producido otro altercado en la plaza principal.
Malkovius se quitó el yelmo y dejó a la vista la melena rapada propia de su orden.
Alrededor de sus ojos se distinguía la sombra rojiza que cada vez era más frecuente entre
los Defensores más fanáticos. Malkovius se encogió de hombros.
—Algunos pensaron que el racionamiento era escaso. Creían que merecían más, a
pesar de la donación que se exige a cada ciudadano por su compromiso con el templo. Nos
vimos obligados a arrestar a cinco radicales.
—Y dos de ellos ahora están muertos.
—Opusieron resistencia.
Haab dio un resoplido. La muerte de los enemigos al trono era una cosa que nunca
le había preocupado, pero cierto comportamiento de los Defensores sí. Volvió a tamborilear
con los dedos sobre la mesa.
—Tengo informes que aseguran que la situación casi acaba en un motín.
Los ojos del Defensor relampaguearon.
—Mantuvimos el orden. Se castigará al sector implicado.
—Esto se está convirtiendo en algo demasiado frecuente. Lo que es aún peor, la
productividad está bajando. Recibiremos mucha presión para cumplir con los objetivos del
trono, hermano Malkovius, objetivos que nunca tuve problemas para cumplir en el pasado,
dicho sea de paso.
Por primera vez, la figura de la armadura reveló algún sentimiento: ansiedad.
Fallarle al trono no sólo significaba fallarle a Ardnor, que ya era algo suficientemente
terrible, sino también al templo. Era evidente que a Malkovius le horrorizaba la idea de
fallarle a lady Nephera.
—El orden debe ser restituido —insistió el Defensor—. Es crucial que se adopten
medidas disciplinarias cuando el pueblo no cumpla sus obligaciones con el imperio.
El gobernador no daba descanso a sus dedos, reflexionando.
—Quizá necesites más ayuda. Retiraré a la mitad de legionarios de las avanzadas y
los pondré a tus órdenes. Llevan meses holgazaneando, esperando los próximos
movimientos de los rebeldes, pero según todos los informes ya no hay ningún peligro
inminente.
—¡Estoy muy agradecido, hermano Haab! Aquellos que nos guían te han susurrado
palabras sabias al oído…
—¡Sí, sí! Yo me encargaré de todo. Si…
Haab se detuvo intentando recordar el nombre de la comandante de la legión. Había
sido un estorbo desde la muerte de Hotak y era evidente su falta de apego por los
Defensores. Haab había considerado que esa oficial no tenía visión de futuro y había
destinado a su legión a la protección de la costa, en parte para librarse de ella.
—Si la general Voluna protesta, que se presente ante mí.
—Como ordenes. —El hermano Malkovius se golpeó el pecho con el puño y se fue
con gran celeridad.
Haab dejó de tamborilear con los dedos. Todos los informes que llegaban a su mesa
afirmaban que la facción de rebeldes más cercana se encontraba en Kern o mucho más
lejos, en el límite oriental del reino. No cabía duda de que la rebelión estaba en las últimas,
pero conocía a Voluna. Era seguro que protestaría al verse reasignada junto a los
Defensores. Sonrió para sí. Si se quejaba con demasiada vehemencia y calumniaba al trono,
la relevaría de su puesto. Si no, tendría que arreglárselas con Malkovius.
—¿Dónde están? —murmuró Maritia, mientras estudiaba el Mar Sangriento—. No
se habrán atrevido a utilizar galeras para esta misión.
—Seguro que el Gran Señor no es tan tonto —respondió con una voz
sorprendentemente suave el marino de pecho ancho y fuerte que estaba junto a ella.
La voz del capitán Xyr no parecía acorde con su corpulencia. La veta grisácea que
le recorría el pelaje era la única evidencia de todos los años pasados en el mar. Por todo lo
demás, Xyr aparentaba menos edad de la que tenía.
Como capitán de El Señor de las Tormentas, Xyr había sido el primero en informar
de la desaparición de Bastion en el mar. Él mismo se había impuesto seguir buscándolo
cuando ya hacía mucho que todos habían perdido la esperanza. Para Maritia esa entrega era
exactamente lo que debía esperarse de un oficial del imperio y, por eso, había decidido
nombrarlo capitán mayor de su flota.
—No, no lo es —convino de mala gana—. Más bien es todo lo contrario.
El centinela empezó a gritar. El fuerte viento se llevaba sus palabras exactas, pero
quedaba bastante claro lo que quería decir. Maritia deslizó su mirada hacia occidente. Que
Golgren llegara por esa dirección le dejaba perpleja. La inteligencia imperial había
informado de que la mayoría de barcos de guerra de los ogros se encontraban mucho más al
norte. O Golgren se había desviado mucho, o el imperio se equivocaba en lo concerniente a
la localización de sus fuerzas navales. Maritia anotó mentalmente que tenía que ordenar a
sus oficiales que investigaran el asunto, Resultaba inquietante pensar que tantos ogros
podían navegar cerca de Ambeon sin ser detectados.
La mayoría de navíos que formaban la flota de Golgren habían perecido a otras
razas, incluida la de los minotauros, o se habían construido imitando los del imperio.
Normalmente, eran barcos más grandes, y a medida que las embarcaciones de los ogros se
acercaban, Maritia distinguió un estandarte que no conocía: una mano cortada que sujetaba
una daga sangrienta sobre un fondo marrón, un tono de marrón que recordaba demasiado al
color de su propio pelo.
Dando por hecho que la primera nave era el barco del Gran Señor ordenó al capitán
Xyr que diera la señal de reconocimiento. Un marino tocó cinco notas cortas, seguidas de
otra más larga y aguda. Segundos después, se volvió a oír la nota larga, con las cinco más
rápidas a continuación.
—Prepara mi bote, capitán —ordenó Maritia.
—Con todo mi respeto, mi señora, el protocolo prefiere que sea él quien acuda aquí.
La minotauro atiesó las orejas.
—El Señor de las Tormentas es el barco más moderno del imperio. No me cabe
duda de que a Golgren le encantaría que esos que los ogros consideran carpinteros de
navíos pudieran estudiar el casco y las velas con toda tranquilidad. Dejemos mejor que
hagan burdas copias desde lejos; no quiero que suban a bordo para fijarse hasta en el más
mínimo detalle. —Resopló—. Son aliados, no iguales…, y sin duda no merecen ninguna
confianza.
Xyr se volvió para dar la orden oportuna.
—Eso no os lo discutiré.
Minutos después, el bote ya estaba preparado. Maritia sólo llevó dos guardias
consigo. Cuantos más minotauros hubiera a bordo del barco de los ogros, más probable
sería que se produjera algún altercado. Sabía que sus soldados no iniciarían ninguna
refriega, pero derramarían sangre si los provocaban.
Cuatro remeros los llevaron a través de las aguas oscuras del Mar Sangriento.
Durante el trayecto, Maritia observó el barco del Gran Señor. Era el navío más nuevo y
avanzado de los ogros que hubiera visto nunca. Sin duda alguna, era de estilo minotauro,
seguramente una presa del pasado. En la proa pudo distinguir el antiguo nombre del
imperio. Las letras habían sido arrancadas sin mucho cuidado y reemplazadas por esos
símbolos tan curiosos con los que los ogros preferían representar sus nombres.
Maritia se entretuvo descifrándolos, hasta que descubrió el nombre del barco: Mano
que Todo lo Devora. ¿Qué querría decir exacta mente? Sospechaba que algo tenía que ver
con Golgren. Desde había perdido la extremidad, alardeaba de la mano desaparecida de las
maneras más extravagantes.
El Mano se mecía suavemente sobre las aguas. En la cubierta apenas había ogros
marinos. No se veía más que a un pequeño grupo.
Justo cuando estaba a punto de gritar para anunciar su llegada un animal greñudo,
cubierto con una sencilla faldilla gris, les lanzó una escala de cuerda. Uno de los remeros la
agarró, comprobó su resistencia y la sujetó a un lado mientras el primer guardia subía por
ella. Maritia ascendió después, seguida del segundo escolta.
—¡Bienvenida seas, bienvenida seas, hija de Hotak, sangre del emperador y Kan de
Ambeon! ¡Bienvenida seas!
El Gran Señor Golgren lucía sus mejores galas; parecía más un respetable elfo que
un señor de los ogros. Los ropajes verdes y marrones casi le llegaban hasta el suelo. Su
melena estaba mucho mejor cuidada que la de la propia Maritia. A la hembra de minotauro
no le había quedado más remedio que recogérsela en una coleta, por culpa de la humedad.
Acompañando a Golgren estaba su sombra incansable, el fornido Nagroch. Por
alguna razón, éste no la miraba directamente. El ogro con cara de sapo observaba a sus
guardias, alzaba los ojos hacia el mástil e incluso fingía mirar al cielo, pero nunca se
encontraba con sus ojos. Maritia tuvo en cuenta aquel comportamiento tan extraño para
analizarlo más tarde.
Uno de sus acompañantes se inclinó por encima de la barandilla y golpeó el casco
del barco con la parte plana de la hoja del hacha. Maritia oyó que los remeros emprendían
el camino de regreso a El Señor de las Tormentas. El hecho de que no se quedaran era una
prueba de su confianza en el anfitrión y en su propio poder.
Devolvió los cumplidos a Golgren:
—¡Te saludo, Gran Señor de Kern, liberador de Blode y protector de su pueblo! ¡Te
agradezco tu generosa hospitalidad!
El ogro sonrió.
—Es un placer. ¡Ven! ¡Mi camarote te recibirá de forma más apropiada!
Maritia caminó junto a Golgren, con sus dos escoltas siguiéndola de cerca. Nagroch
avanzaba delante a grandes zancadas. Maritia volvió a pensar que el teniente de Golgren
estaba comportándose de forma muy extraña. Dos gigantes de Blode con armadura hacían
guardia en la puerta del camarote del Gran Señor. Nagroch ladró una orden. Ambos se
apartaron de inmediato y levantaron sus hachas para formar un arco.
Cuando Nagroch abrió la puerta, el Gran Señor le hizo una señal a Maritia para que
entrara primero.
—¡Por favor! Se cede el paso al invitado.
Al entrar, Maritia no pudo evitar abrir los ojos como platos. A diferencia de su
propio camarote, el de su anfitrión era una explosión de lujo. Sedas de diferentes colores
cubrían la estancia y resaltaban la calidad de la madera. Un velo de gasa caía del techo, lo
que hacía que la habitación pareciera sacada de un sueño.
No había mesas ni sillas, sino un sinfín de mullidos almohadones y tupidas
alfombras, botín del antiguo reino elfo. A un lado había algunos utensilios de escritura y
una mesilla en la que descansaban unos mapas, pero aparte de eso la habitación era como la
cámara personal de un Gran Kan. Cuanto más lo pensaba, más segura se sentía de que no
era fruto de la casualidad que aquella estancia se pareciera tanto a otra que había visto en su
única visita a Kernen. En el suelo había dispuestos relucientes platos y copas para dos
comensales. Cerca estaba una jarra de cristal, alta y curva, llena de vino.
Un movimiento inesperado en la esquina más alejada del camarote sobresaltó a
Maritia. Una esclava elfa, con el cabello recogido como el de la minotauro, aguardaba
arrodillada con la cabeza inclinada. Era una criatura etérea y parecía confundirse con el
fondo, tanto que a Maritia le costaba verla con claridad.
—Por favor, toma asiento —ofreció Golgren.
La hembra de minotauro se acomodó entre unos cojines cerca de los platos. Se quitó
la espada y la dejó cerca. Por si acaso, también se quitó la daga.
Los ojos de Golgren admiraron la segunda de las armas.
—Una pieza exquisita. Empuñadura de ébano, acero fino. La legión, ¿verdad?
—Un regalo de mi padre cuando me uní a ella. Tiene mucho valor para mí.
—Claro.
Nagroch intentó ayudar a su maestre, pero el Gran Señor lo rechazó y se sentó
hábilmente. No parecía incómodo por hacerlo todo con una sola mano. Los guardias y
Nagroch se situaron muy cerca de sus respectivos líderes. Maritia vio en dos ocasiones que
Golgren miraba a sus acompañantes con el entrecejo fruncido, pero cuando el ogro se dio
cuenta de que lo observaba, adoptó una expresión neutra.
—Por favor, loma vino.
El líder de los ogros chasqueó los dedos, y la elfa acudió prestamente para coger la
copa de su señor con un movimiento elegante. El aparente buen humor de Golgren
desapareció de inmediato El Gran Señor abofeteó a la elfa con el dorso de la mano y le
gruñó una reprimenda. Maritia sabía lo suficiente de su idioma para entender que otro error
de la esclava sería el último.
El ogro señaló a la hija de Hotak, enfadado.
—¡Primero invitados!
La elfa se deslizó junto a Maritia y le sirvió un poco de vino. Sin embargo, cuando
la minotauro se disponía a coger la copa, la esclava se la llevó a los labios y sorbió el vino
delicadamente, saboreándolo.
Después de tragarlo, la elfa esperó varios segundos antes de tendérselo a Maritia.
Cuando ésta cogió la copa, la esclava volvió junto a Golgren y repitió el ritual.
El ogro aceptó la copa, pero la sostuvo alejada de sí, mientras la giraba con
expresión meditabunda.
—Hay que tener cuidado, ¿verdad? —dijo con una sonrisa.
El veneno era conocido en los círculos de minotauros y no cabía duda de que
Golgren tenía muchos enemigos que desearían verlo muerto. Maritia no bebió hasta que el
Gran Señor lo hizo.
—Buenísimo, ¿verdad?
Así era. La minotauro pensó para sí que era delicioso.
—¿Elfo?
—Sí. Será un lujo con el paso de años.
Maritia no sabía con seguridad hasta qué punto Golgren dominaba el común. A
veces se mostraba muy elocuente, pero en otras ocasiones sus expresiones eran burdas.
Bajando la copa, Maritia comenzó a decir:
—Mi señor…
—¡Por favor! Llámame Golgren…, yo insisto.
—Bien. Golgren, quiero que todo quede claro en cuanto a nuestra misión. Sé que
esto no es lo que nosotros…
Tendiéndole la copa a la esclava elfa, interrumpió sus palabras con un gesto.
—Primero comemos, disfrutamos, después hablamos de ese asunto complicado.
Chasqueó los dedos. AJ ver que nada ocurría, mostró los dientes, irritado, y levantó
la vista hacia Nagroch. Una palabra rápida hizo que el gran ogro saliera del camarote.
La mirada de Maritia debió de perderse demasiado tiempo detrás del ogro, pues
cuando volvió a mirar a su anfitrión, el Gran Señor le explicó:
—¡Tienes que perdonar al pobre Nagroch! Hermano Belgroch murió hace poco.
—¿Belgroch ha muerto?
Recordaba a ese otro ogro, una versión en joven del subordinado de Golgren.
Belgroch había liderado brevemente el contingente de ogros durante los últimos días de la
liberación de Ambeon.
—Sí. Entramos Neraka, sabes. Algunos de los oscuros siguen peleando allí y aquí.
A veces, son buenos guerreros.
Lo dijo sin darle demasiada importancia, como si hablara del tiempo. Entonces, no
era raro que Nagroch estuviera tan ausente. Los dos hermanos estaban muy unidos; Maritia
lo sabía por sus espías.
—¿Así que habéis estado explorando Neraka? —preguntó, de repente, la
comandante de la legión—. No lo sabía. Como tampoco sabía que los caballeros estaban
activos en el este. Me habían dicho que estaban reagrupándose más hacia el oeste.
—Sólo un grupo de reconocimiento. Buscando puntos débiles.
Maritia frunció el entrecejo. Más información que se le había escapado a su
personal de inteligencia.
La entrada de Nagroch los interrumpió. Lo seguían cuatro esclavas elfas, cada una
con una fuente de comida.
La nariz de Maritia tembló al recibir aquel olor exquisito. La carne de cabra que
había en dos de los recipientes desprendía un aroma inusual. La carne estaba bien asada.
Las dos esclavas que la llevaban pasaron junto a Golgren, que la olió y asintió. Señaló la
fuente que tenía una porción ligeramente mayor y una de las elfas se la llevó a Maritia.
El resto de platos contenían fruta y una sopa roja embriagadora. Ambos tuvieron
que someterse al examen de la atenta mirada del Gran Señor antes de repartirse entre
anfitrión e invitada.
Maritia jamás habría imaginado un banquete así a bordo de una embarcación de los
ogros. Golgren se echó a reír al darse cuenta de su evidente sorpresa.
—Elfos. Grandes cocineros.
—No habría pensado que sabían hacer tan bien la carne de cabra. Precisamente, no
se les conoce por comer mucha carne.
Señaló a las esclavas.
—Como pasa ron todo, hay que enseñar. Ellos aprenden.
Antes de que Maritia pudiera saborear su comida, Golgren hizo que dos de las
esclavas repitieran el ritual de probarla primero. Después les ordenó que se sentaran en una
esquina, donde uno de sus guardias las vigilaba con recelo. Cuando por fin pareció que no
había ningún peligro, Golgren le hizo una señal para que escogiera primero. Sin más
preámbulos, Maritia comió un poco de carne y descubrió que sabía aún mejor de lo que
olía. Pero mientras cenaba, no podía evitar mirar disimuladamente a Nagroch. El ogro era
una presencia amenazante; no dejaba de mirar fijamente a los minotauros.
Ya había tratado con Nagroch muchas veces en el pasado, y aunque ambos sentían
una sana desconfianza entre sí, el ogro nunca había mostrado tanta animosidad. Maritia se
mantuvo alerta durante toda la cena.
La esclava personal del Gran Señor le ayudaba a cenar, le acercaba la comida e
incluso, a veces, se la daba como si fuera un bebé. Golgren hablaba con gran pompa de su
alianza y de todos los éxitos que habían cosechado hasta entonces.
—¡Oigo que bueno es el mundo en Ambeon! ¡Fortalezas más allá de viejo
Silvanesti! Muchos Uruv Suurt construyendo el nuevo reino, ¿verdad?
—Hemos hecho muchos avances. He oído que también los ogros prosperan. ¿No es
cierto?
—¡Todo muy bien! —respondió con demasiada alegría, alzando la copa de vino—.
¡Por la gloria de nuestros ancestros, que algún día igualaremos!
Golgren se detuvo para colocarse la cadena que llevaba al cuello. Maritia se había
fijado en que ya la había movido más de una vez. Con cada movimiento, algo voluminoso
que se apoyaba en su pecho se desplazaba junto con la cadena.
Intentando adivinar lo que era, Maritia preguntó:
—¿Necesitas provisiones?
—¡Qué amable! Lo pensaré, pero lo más probable es que no. Mi agradecimiento.
La comida era excelente. La minotauro tuvo que admitir que no probaba manjares
tan exquisitos desde hacía muchos años y al oírlo Golgren resplandeció. Se inclinó hacia
ella de una forma que le resultó un poco incómoda y le sirvió un poco de vino con su única
mano.
Retiraron las fuentes. Con otro chasquido de los dedos, Golgren despidió a todas las
esclavas, incluida la suya personal, la temerosa elfa. A continuación, sorprendió a Maritia
susurrándole:
—Sería mucho mejor, sí, si habláramos sin nadie alrededor.
—¿Sugieres que nuestros guardias también salgan?
La sonrisa del Gran Señor había desaparecido.
—Sería lo más sensato.
Maritia lo pensó y acabó por asentir. Se volvió a su soldado de rango más alto.
—Esperadme fuera del camarote.
—Mi señora, eso no sería…
—Ya me has oído. Los dos. Fuera.
Golgren la interrumpió.
—Con tu permiso. Se sentirán más tranquilos si los míos salen antes. —Señaló
hacia la puerta—. ¡Todos! ¡Idos!
Nagroch parecía tan reacio como los soldados minotauro, pero obedeció. El resto de
ogros lo siguieron. Los dos legionarios hicieron lo mismo a regañadientes.
Cuando todos hubieron salido, Maritia miró al Gran Señor.
—No te preocupes; puedo matarte yo sola —comentó.
Su anfitrión rió sin gracia.
—Sería una magnífica pelea. Una pelea muy interesante, Maritia. De lo más
interesante.
Era la primera vez que la llamaba por su nombre y tal confianza no le resultó muy
agradable.
—Ocupémonos de lo interesante. Tenemos que coordinar nuestros planes a la
perfección. Ese rebelde ya ha provocado demasiadas muertes en nuestros pueblos, ogros y
minotauros. Quiero su cabeza.
—Eso lo entiendo perfectamente.
—No creo que lo hagas. Quiero decir que yo, personalmente, la quiero, Golgren.
Quiero ver su cuerpo despedazado, destriparlo y cortarle los cuernos. ¿Está claro?
El ogro lucía una gran sonrisa. No era una visión demasiado atractiva.
—¡Como todos los ogros, Maritia! Todos los ogros…
—¡Mató a mi hermano Bastion! ¡Exijo mi venganza! ¡En ese sentido, nuestros
pueblos son iguales!
—De acuerdo. Yo también quiero a Faros. —El Gran Señor levantó el muñón,
blandiendo su deformidad.
—Sí, tú perdiste una mano —concedió Maritia—, pero yo perdí…
Golgren la interrumpió.
—Para los Uruv Suurt una mano es importante, ¿verdad?
Se le agolparon en la cabeza imágenes de los colonizadores. Muchos minotauros
estaban lisiados y se les consideraba incompletos como guerreros. Para un minotauro,
perder una mano también era algo tan terrible que podía peligrar su posición.
—Sí.
—Para los ogros, es la muerte. —Se desenrolló la venda y le mostró la herida
cicatrizada—. Siempre la muerte.
—Pero tú sobreviviste…
De nuevo, aquella sonrisa triste.
—Sólo yo soy Golgren.
Sin volver a cubrirse el muñón, el Gran Señor cogió la cadena que le colgaba del
cuello y tiró. El objeto que pendía de ella se alzó junto con la joya.
—Yo sobrevivo, Maritia. Sobrevivo, pero también recuerdo. Siempre llevo esto
sobre el corazón para no olvidar.
Por el cuello de la túnica sacó la cadena, de la que colgaba un objeto tan horrible
que la minotauro estuvo a punto de dejar caer el vino. Era una mano, una mano
momificada.
La mano de Golgren.
Alguien se había encargado de secarla y embalsamarla con cuidado. Las uñas
estaban perfectamente limadas y limpias, sin restos de sangre.
—Lo recuerdo mientras duermo, cada hora. Sobrevivo, sí, Maritia, pero siempre
llevo esto sobre el corazón. Lo llevo para que todos los demás también se acuerden de que
Golgren no es sólo una mano. —Dejó caer la cadena, y la mano rebotó varias veces sobre la
túnica. Con la mano buena se golpeó el pecho—. Golgren es poder. Golgren es fuerza.
Golgren es Kern y Blode…
En sus ojos centelleaba un brillo enloquecido. Maritia, prudentemente, permaneció
en silencio, hasta que el Gran Señor se tranquilizó. De repente, su voz adoptó un tono de
conspiración y camaradería. Sin apartar la vista de Maritia, volvió a esconder la mano
debajo de la túnica, con delicadeza, casi ceremoniosamente.
—¡Vamos! ¡Esta disputa es ridícula! ¡Ese Faros todavía anda muy lejos!
¡Decidiremos quién lo mata cuando sea más urgente! —Se echó hacia un lado, apoyándose
sobre unos almohadones. El Gran Señor alcanzó un mapa que estaba enrollado—. ¡Por
favor! ¡Me gustaría oír tu magnífico plan!
Maritia inspiró profundamente y le explicó su estrategia. La noticia de que Faros ya
no estaba en Kern la había conocido justo antes de partir, por eso se sorprendió cuando
Golgren añadió que se creía que los seguidores del rebelde estaban agrupándose al norte de
Karthay. Cuando le preguntó por la fuente del servicio de inteligencia del Gran Señor, el
ogro se limitó a sonreír y a animarla a continuar.
La conversación se alargó mucho tiempo, hasta bien entrada la noche. Cuando ya
habían acordado todos los puntos, Maritia dejó escapar un suspiro y estiró las piernas.
Después se levantó y se agachó para coger la espada y la daga.
—No es necesario despedirse con tanta prisa —dijo educadamente Golgren.
—Tengo muchas cosas que hablar con mi equipo y mis oficiales, y sé que tú
también tendrás que hacerlo.
—Por favor…, me gustaría hablar contigo acerca de tu hermano Bastion.
Maritia vaciló.
—¿Bastion? ¿Por qué?
—Sé que estabais muy unidos, más unidos que con otros miembros de la familia,
menos vuestro padre, el gran Hotak, claro. Entiendo tu sed de venganza.
La minotauro volvió a sentarse, escuchándolo con atención.
—Debo admitir —continuó el Gran Señor, mientras se servía más vino— que oí
rumores…, rumores de que Bastion luchaba junto al rebelde, Faros.
—Yo también los oí. No son más que calumnias.
Apuró el vino de un trago.
—Pero estaba vivo… y viviendo en Kern.
La mano de Maritia se crispó sobre la espada envainada.
—Hizo lo que todo buen legionario haría: sobrevivir.
—Una pena, de todos modos. Tan cerca y no pudiste verlo con vida una vez más.
Maritia luchó por mantenerse impasible.
—Una pena, sí.
Golgren se echó hacia adelante. Por primera vez se dio cuenta de que tenía algo en
la mano buena. Era algo pequeño, insignificante. A Maritia ya no le interesaba la
conversación. Su única preocupación era volver sana y salva a su nave.
—Eras leal a tu hermano. Habrías hecho cualquier cosa por él, ¿verdad?
Lo miró fijamente.
—¿Qué es lo que quieres?
Le respondió, encogiéndose de hombros.
—Respuestas, nada más.
Maritia volvió a levantarse para irse.
—Es una pena que no hablaras con él una vez más —añadió el Gran Señor,
incorporándose.
El corazón de Maritia latía muy deprisa. Se volvió hacia la puerta.
—Ya te lo he dicho: sí. Ahora, si me disculpas, mi señor…
—No querrás irte sin esto —dijo la insistente voz del ogro.
Cuando se volvió a mirarlo, Golgren le lanzó el objeto que ocultaba en la mano. Lo
tiró un poco lejos de ella, pero el instinto hizo que Maritia se estirara y lo cogiera antes de
que cayera al suelo. Era redondo y metálico. Abrió la palma de la mano.
Un sello.
Su anillo. El anillo que le había dado a Bastion para que demostrara a Faros sus
buenas intenciones.
El anillo que probaba que era una mentirosa.
Todas las preguntas que el Gran Señor le había hecho adquirieron, de repente, un
significado inquietante. Maritia se volvió instintivamente hada su espada, pero ya no estaba
allí. Se dio la vuelta y la vio en la mano de Golgren. Buscó la daga, pero la espada se lo
impidió.
—Por favor, no hagas eso —murmuró Golgren. Manejaba el arma con una
habilidad tal que Maritia no dudó de que podía abrirle una segunda boca antes de que
pudiera desenfundar la daga—. Como exige tu hermano, el emperador, no me queda más
remedio que hacerte mi prisionera, Maritia de-Droka.
—¿Estás loco? ¿Prisionera?
La hoja metálica descendió un momento para tocar el anillo antes de pegarse aún
más a su garganta. Golgren entrecerró tanto los ojos que apenas se distinguían las dos
rendijas.
—Por conspirar con tu hermano y los rebeldes, hija de Hotak… Por traición al
imperio, evidentemente…
XVI

EL ABRAZO DE ZEBOIM

Lady Nephera había escrito otra lista, una diferente de todas las anteriores. En ella
no hacía una relación de sus enemigos —que lo eran porque ella así lo sospechaba o por
cualquier otra cosa—, sino que estaba dedicada a un único enemigo.
El peor enemigo del imperio: Sargonnas.
El Dios de los Grandes Cuernos, el Señor del Cóndor, el Señor de la Venganza; lo
llamaran como lo llamaran, la antigua deidad más importante de su pueblo era, así lo había
decidido, la causa del creciente caos en sus dominios. Primero, había abandonado a la raza
de los astados; después, había regresado sin que nadie se lo pidiera para depositar sus
bendiciones sobre Faros, entre todos los minotauros posibles. Sargonnas era un
entrometido. Nephera estaba convencida de que era necesario librarse de su interferencia,
incluso eliminar al mismo Sargonnas de la mente y el espíritu de los minotauros que habían
venerado al dios.
Su propio poder crecía, gracias a Morgion. «Con la ayuda de mi señor actual
—pensaba Nephera, casi echándose a reír por la alegría—, puedo garantizar a Sargonnas
una humillante derrota». Nephera repasó las primeras páginas de la lista. La sacerdotisa
había anotado con todo detalle los lugares estratégicos en todo el imperio, las principales
concentraciones de población, las zonas que había cubierto con los fieles Defensores, los
puntos donde ya se habían construido y funcionaban los nuevos templos dedicados al culto
de los Predecesores y a su señor.
—Sólo puede haber un dios —susurró con devoción al símbolo de su pecho—. Tú,
mi señor.
—¿Señora sagrada? —preguntó una figura cubierta con una túnica gris justo detrás
de ella. El consejero supremo Lothan levantó la vista del documento en el que estaba
trabajando—. ¿Decíais algo?
—Sólo rogaba por la bendición de los Predecesores, mi querido amigo. —Se
levantó de su escritorio con los pergaminos temblándole en la mano—. ¿Y bien? ¿Prevés
algún problema con la aprobación?
El delgado minotauro hundió el arrugado hocico en la página que había estado
estudiando y después volvió a levantar la vista.
—Nada que yo prevea. Iolin votará en contra. Negarius se abstendrá, y los demás
votarán conmigo. El pueblo estará satisfecho al ver que el Círculo ha actuado de forma
adecuada e independiente. Después, los fondos podrán repartirse rápidamente, ¡si así lo
quieren los Predecesores!
Nephera asintió en señal de aprobación y luego alargó la mano en la que no tenía
nada. Lothan hincó una rodilla ante ella. La suma sacerdotisa lo bendijo.
—Te vas con mi gratitud.
Observó cómo se alejaba con mal disimulada impaciencia. Lothan haría lo que ella
le ordenara y se encargaría de los oficiales imperiales. No obstante, entonces, debía enviar
su mensaje a los fieles de más allá de Mithas. Pero ningún mensajero humano sería lo
suficientemente veloz. Dejaría que sus seguidores se maravillaran ante los poderes que
Morgion le había concedido; su admiración acrecentaría su fervor por la causa.
—¡Takyr!
El fantasma estaba a su lado un instante después. La capa ondeaba alrededor. Ya se
había recuperado completamente de los reveses que había sufrido.
—Señora…
Sostuvo el mensaje que había redactado frente a él, junto con la larga lista de
lugares. Takyr miró ambas cosas en silencio.
—¡Que se haga así! ¡Que todos escuchen mi mensaje! —ordenó Nephera.
El horrible fantasma tembló y una pálida aura verde lo envolvió. Abrió el hocico
putrefacto y pestilente, y Takyr vomitó otro espectro. La figura fantasmal, apenas un
sudario y unos ojos anhelantes, ascendió aullando y atravesó el techo.
Casi no le había dado tiempo a desaparecer cuando la boca del sirviente de Nephera
arrojó un segundo espíritu. Ese fantasma parecía un poco menos etéreo; podían distinguirse
los brazos y el contorno del cuerpo, pero también él aullaba y se apresuró a atravesar el
techo de piedra.
Uno a uno, pero unidos por una especie de nebulosa, salieron despedidos para
cumplir la orden de la suma sacerdotisa. Aquéllos eran los espíritus castigados por Takyr
en nombre de su señora, atormentados sin descanso en el abismo espantoso de su interior.
Su huida en ese momento no era más que un soplo de libertad, pues cuando hubieran
cumplido con su obligación, no podrían más que volver a su terrible destino.
Nephera contemplaba cómo se iban yendo con los ojos desmesuradamente abiertos,
inyectados en sangre. Por fin, todo empezaba a encajar. Las armas mortales segarían la vida
del elegido del Dios de los Grandes Cuernos, pero para la deidad había dispuesto una
batalla diferente. El decreto de la suma sacerdotisa ordenaba que toda la mano de obra se
dedicara a la construcción y perfección de los nuevos templos. No sólo eso, sino que se
exigiría que los fieles —y eso significaba todos los minotauros sin excepción— acudieran a
los rituales tres veces al día para venerar a los Predecesores y a su señor. Se rechazaría y
castigaría todo recuerdo de otros dioses. El único dios de los minotauros era Morgion, cuyo
nombre se desvelaría sólo cuando los fieles estuvieran conveniente y profundamente
adoctrinados. Sin el apoyo de los minotauros, su raza elegida, Sargonnas caería en el
olvido. Se retiraría y acobardaría hasta convertirse en una deidad menor, sólo conocida por
unos pocos. Poco a poco, la oscuridad lo envolvería.
Sonriendo débilmente, Nephera tocó el símbolo del hacha que tenía en el pecho y
murmuró tiernamente:
—Primero mataré a su mascota mortal, mi señor. Después, por la grandeza de tu
gloria, mataré al mismo dios.
Los mensajeros fantasmagóricos se elevaron por los cielos y sobrevolaron todos los
rincones del imperio entre gritos y chillidos. Descendieron velozmente sobre las colinas a
las que habían sido enviados, en busca de los individuos a los que su señora deseaba
dirigirse.
En Mito, en Amur, incluso en Ambeon, los espectros flotaban sobre los elegidos
antes de materializarse únicamente para sus ojos. El procurador general de Dus estuvo a
punto de caer de su montura cuando un niño menudo y lastimero apareció flotando en el
aire delante de sus ojos. Su homólogo en Thuum, que estaba en medio de una regañina a un
legionario al que se le habían oído decir cosas poco agradables sobre el emperador, lanzó
un epíteto cuanto menos sorprendente al descubrir que un minotauro enjuto y andrajoso se
había materializado frente a sus ojos.
Para el segundo maestre Pryas, la visita de un fantasma enviado por su sacerdotisa
fue motivo de gran exaltación. Lo consideró el mayor honor que jamás le hubieran
concedido. La hembra, pálida pero aun así hermosa, lo miraba con ojos anhelantes y
afligidos. Pryas no prestó atención a su agonía, ansioso por escuchar el mensaje.
—Oye mi mensaje, fiel —comenzó a decir la figura translúcida y oscilante con la
voz de la suma sacerdotisa—. He recibido una visión del más allá, la visión de una empresa
de tal magnitud que, cuando se haya llevado a cabo, cambiará nuestro mundo para
siempre…
Prvas escuchó mientras la mensajera de Nephera explicaba sus intenciones. Para el
procurador general de Ambeon, la misión asignada era especialmente interesante y una
prueba de que estaba en gracia. Sin duda, los Predecesores habían guiado su destino.
Apenas una hora más tarde todos los jinetes habían partido para comunicar la buena nueva
al resto de Ambeon, y poco después, Pryas fue interrumpido por la entrada del general
Bakkor montado en cólera.
—¿Qué es esta locura? —preguntó el comandante de los wyverns, agitando delante
del hocico del Defensor uno de los documentos que habían escrito los ayudantes de Pryas
apresuradamente.
Pryas leyó con detenimiento el mensaje, cuyo contenido conocía perfectamente.
—Aquí se explica tu cargo, general… —respondió—, y en virtud de esto, te
advierto que no vuelvas a pronunciar una blasfemia así. Siéntete afortunado por mi buen
humor, pues de lo contrario ya estarías recibiendo tu castigo.
—¡En primer lugar, los dos tenemos la misma autoridad aquí! —dijo Bakkor,
calmándose un poco y mirando airadamente al Defensor—. En segundo lugar, y con todos
mis respetos, si seguimos este decreto al pie de la letra, Ambeon se sumirá en el caos. Has
dejado las fortalezas occidentales desprovistas de poder, nuestros aliados los ogros andan
rondando por el norte y casi nadie está trabajando en el campo…
—Eso pueden hacerlo los elfos.
—¡Pero no basta con que los vigilen un puñado de capataces! ¡Se escaparán! Y lo
mismo sucederá con los trabajadores de la cantera.
A juzgar por su expresión también airada, al procurador general no le afectaban sus
argumentos.
—¡Nos embarcamos en un proyecto más importante, más ambicioso que Ambeon!
Esto determinará el futuro de nuestro pueblo…
—No habrá ningún futuro si dejamos de ocuparnos de los aspectos más rutinarios
de la expansión del imperio. No permitiré que…
Pryas pegó un puñetazo en la mesa. Al momento aparecieron cuatro guerreros
gigantescos con yelmos negros que rodearon al general Bakkor por los cuatro costados.
—Cumplirás con tu deber como se te ordena. —Dirigiéndose a los guardias, el
Defensor dijo—: Escoltad al comandante hasta su montura.
—¡No te preocupes! ¡Estoy encantado de irme de aquí! —Asintiendo con un
movimiento brusco, Bakkor dio media vuelta y salió pisando con fuerza.
El segundo maestre señaló a uno de sus subalternos.
—Tulak, antes he enviado un mandato del trono que ordenaba el arresto de lady
Maritia. No me ha llegado ninguna información. ¿Qué ha sucedido con ese mensaje?
El fornido soldado frunció el entrecejo.
—Yo sólo lo llevé hasta la puerta oriental. Allí lo recogió un legionario.
—De Wyvern, seguro. Eso lo explica todo. Obstrucción al trono. Un signo de
traición. Apostaría a que el legionario llevó el mandato al general Bakkor… —Frunció el
entrecejo—. Empezad a reunir un contingente de la Legión de Cristal. Dentro de poco,
tendré una importante misión para vosotros.
Una sonrisa maligna deformó el hocico de Tulak.
—Sí…
Pryas también se permitió una sonrisa cuando el oficial hubo partido a cumplir la
orden. La suma sacerdotisa se sentiría muy orgullosa de él. Nada se interpondría en las
obras del templo en Ambeon. Se exaltaría la raza de los minotauros, el pueblo se salvaría; a
pesar de que unos pocos, como el general Bakkor, tuvieran que ascender al otro plano un
poco antes de lo que esperaban.
La tormenta se desató justo antes de que amaneciera y fue empeorando a medida
que avanzaba el día. A pesar de que los barcos habían anclado en aguas seguras, las fuertes
corrientes y el intenso viento los bamboleaba. Muchos se vieron arrastrados hacia la isla,
donde corrían el peligro de encallar.
La nave más cercana a la de Faros fue la primera en sufrir daños.
De repente, se oyó un terrible crujido, seguido de un grave gemido. Bajo la mirada
impotente de los rebeldes de los otros barcos, el mástil principal del barco se derrumbó.
Cayó en las aguas enloquecidas, arrastrando consigo los aparejos, parte de la barandilla y a
dos minotauros de reflejos lentos. Los dos desventurados desaparecieron inmediatamente
entre las olas.
—¡No va a aguantar mucho! —gritó Botanos—. ¡Será mejor que salgan todos antes
de que sea demasiado tarde!
—El Héroe de Duma y el Vengador de Karak se están escorando uno hacia el otro
—advirtió alguien desde popa.
Unas pocas yardas separaban la proa del Héroe de Duma del Vengador de Karak
por babor. Las tripulaciones de ambas embarcaciones luchaban desesperadamente para
evitar el choque, pero las mismas anclas que antes no los habían asegurado en aguas más
profundas entonces boicoteaban sus esfuerzos.
El casco del Héroe de Duma, más resistente, golpeó a la otra nave. El Vengador de
Karak escoró y más de un marino salió lanzado por la borda.
—¡Éste será el fin de la rebelión, a no ser que hagamos algo! —exclamó Faros—.
¡Da la señal de levar anclas! ¡Mi padre dijo una vez que es mejor capear una tormenta que
dejar que te estalle en el hocico!
—¿Y si zozobramos en aguas más profundas? —le advirtió Botanos.
—¿Prefieres quedarte aquí y rezar?
El capitán asintió y fue a la barandilla, desde donde transmitió la orden al resto de
navíos con un farol. La tripulación del Cresta de Dragón puso manos a la obra para
preparar las velas. Dando gruñidos por el esfuerzo, los minotauros se enfrentaron a las
cuerdas, que se agitaban como látigos. Algunos marinos subieron al aparejo para asegurarse
de que las velas quedaban bien puestas.
En los navíos dañados, los supervivientes empezaban a instalarse en los botes para
dirigirse a los otros barcos. El trayecto era muy duro. Más de un minotauro cayó por la
borda y desapareció en lo que muchos llamaban el abrazo de Zeboim. Por fin, los navíos
dañados quedaron vacíos. El mar ya se había tragado al Vengador de Karak. Uno a uno, los
barcos de la flota rebelde abandonaron la isla.
Cuando se acercaron al corazón de la tormenta, el capitán Botanos señaló hacia allí.
—¡Ahí es peor! ¡Es imposible seguir un rumbo seguro en el Mar Sangriento!
¡Tendremos que dirigimos a Courrain!
—¿Durante cuánto tiempo?
—¿Con una tormenta como ésta? ¡Imposible de saber! ¡Horas seguro, tal vez días!
Lanzando una maldición, Faros asintió. Incluso él podía ver que dirigirse al suroeste
de Karthay seria coquetear con la muerte. El Cresta de Dragón se puso en primera
posición. Retumbaban los truenos y el cielo se oscurecía.
—¡Encended esos faroles! —gritó Botanos—. ¡Quiero que la popa resplandezca
más que el Gran Circo cuando hay combate!
La luz ayudaría a las otras naves a seguir el barco guía. El miedo a que los barcos se
separaran era mucho mayor al de la remota posibilidad de que los imperiales se acercaran
lo suficiente para divisar la luz.
Trabajosamente, el Cresta de Dragón se abrió camino hacia el norte de Courrain.
En contra de sus esperanzas, la tormenta arreció. Las olas se alzaban por encima de los
mástiles. El centinela tuvo que abandonar su puesto por miedo a que lo arrastrara el mar.
—¡A babor! —gritó Botanos, mirando a Faros—. Tenemos que ir un poco más
despacio. ¡Algunos están empezando a retrasarse! ¡Si los perdemos aquí, quizá no
volvamos a encontrarlos!
Entonces, como salida de la nada, una ola gigantesca barrió la cubierta. El líder de
los rebeldes sintió un golpe y salió disparado. Chocó contra otro cuerpo, se golpeó con algo
de madera y pasó por encima de la barandilla. Tan velozmente como había ocurrido todo lo
primero, algo volvió a elevarlo y a lanzarlo a bordo del barco. Cuando la ola se deshizo,
Faros, con la mitad del océano en el cuerpo, se encontró tirado boca abajo sobre la cubierta.
Se incorporó como pudo y, a través de los ojos anegados en agua salada, vio a otro
minotauro que luchaba contra la tempestad. El capitán Botanos trataba de nadar hacia el
barco, pero sus esfuerzos resultaban ridículos.
Faros miró en derredor y encontró un cabo largo de cuerda. Gritó a los marinos que
tenía más cerca:
—¡Aquí! ¡Vuestro capitán ha caído al mar!
Acudieron en su ayuda mientras él se ataba un extremo de la soga a la cintura.
—¡No deberías hacerlo, mi señor! —chilló un marino—. Déjame a mí…
—¡No hay tiempo! ¡Asegurad el otro extremo!
Faros miró a Botanos. Aunque el corpulento minotauro seguía flotando, era
evidente que le fallaban las fuerzas. El pelaje empapado lo arrastraba al fondo del mar.
Faros se lanzó al agua. Era como tirarse contra un muro de piedra. Meneó la cabeza para
sacudirse el mareo, y el líder de los rebeldes empezó a nadar hacia Botanos.
Al principio, las olas lo ayudaban, lo empujaban hacia el capitán, pero cuando
intentó agarrarlo por la mano, lo llevaron hacia atrás, Pero eso no era lo peor, sino que la
cuerda estaba tan tirante que amenazaba con estrangularlo.
Faros luchó con la cuerda, que de repente se soltó y desapareció entre las aguas. El
minotauro más joven agarró a Botanos. El capitán seguía a flote, pero apenas se movía.
—¡Botanos!
No obtuvo respuesta. Sin previo aviso, el océano se inclinó. Faros miró hacia atrás y
lo único que vio fue una pared de agua. La gigantesca ola se acercaba dispuesta a
engullirlos. Empujó a Faros hacia abajo. Se le llenaron los pulmones de agua.
De repente, lo envolvía una extraña calma. La tempestad, el estruendo de las olas…,
todo desapareció. Un resplandor verde cubrió las aguas.
Un poco más allá vio a Botanos, dejándose arrastrar, inerte. Faros intentó llegar
hasta él, pero las extremidades le pesaban como si fueran de piedra. Entonces, una mano
gigante y de dedos largos se materializó bajo el capitán. Al mismo tiempo, otra mano
abrazó a Faros. Intentó alejarse nadando, pero fue inútil.
Los dedos se abrieron un poco para que Faros descansara sobre la palma. El
minotauro vio que estaban unidos por una membrana. La piel era del color del marfil con
un suave tono verdoso, aunque tal vez no fuera más que un efecto de la luz. Las dos manos
se juntaron, formando un cuenco en el que quedaron atrapados los dos minotauros. Faros
pensó que Botanos y él deberían estar muertos, y quizá lo estaban. Llevaban más tiempo
debajo del agua del que ninguna criatura terrestre podría resistir sin respirar.
Una risa femenina, ligera y embriagadora como la brisa marina, lo sobresaltó. En
ese momento, Faros descubrió que dos criaturas nadaban hacia ellos. Al principio, las
confundió con magoris, pero luego se dio cuenta de que eran enormes tortugas marinas de
un inquietante color gris. Cuanto más se acercaban, más tenebrosas le resultaban. En vez de
tortugas, parecían ojos; ojos grises, del color de las tormentas; ojos femeninos. Cuanto más
los miraba, más se convencía de que se trataba de unas pupilas gigantescas, hermosas,
hipnotizadoras, pero también amenazantes.
Cuando parpadearon y comprobó que eran unos ojos de párpados gruesos, el líder
de los rebeldes, por fin, lo comprendió. Alrededor de los ojos se distinguían unos rasgos
pálidos, irreales. Aquella figura femenina no parecía elfa ni humana. De hecho, ni siquiera
la belleza del irda podía compararse con la suya. Sin embargo, cuando los labios perfectos
y carnosos se abrieron en una sonrisa, la nariz fina y elegante se arrugó, y la larga melena
de espuma blanca lo envolvió, Faros se sintió más incómodo que extasiado. En aquel ser, el
minotauro percibía la muerte.
Con las pocas fuerzas que podía reunir, Faros inclinó los cuernos ante Zeboim, la
temida señora de los mares más oscuros. De nuevo, oyó el gorjeo de la diosa. La leyenda
decía que Zeboim era un espíritu caprichoso; podía apoderarse de un marino en su barco y
pasar la noche con él, o lanzar al desventurado a las fauces de los moradores de su reino. La
Reina de los Mares, como muchos la llamaban, estaba constantemente enfrascada en
disputas con Habbakuk, el Rey Pescador, por la soberanía de las aguas de Krynn. Zeboim
era la señora de todos los que habían muerto en el mar y de las razas que habitaban bajo la
superficie.
Al comprobar que no lo hundía en las profundidades negras, Faros se atrevió a
mirarla a los ojos. Bajo unas cejas graciosamente dibujadas, las pupilas grises lo
observaban. En su expresión se mezclaba la curiosidad, el desdén y la diversión. Se sentía
extrañamente atraído hacia ella, más que hacia ninguna otra hembra. Ella era la costa
prometida que todos los marinos ansiaban, pero también la profundidad turbia y agitada a la
que algunos se veían condenados.
Una mano empujó delicadamente a Botanos hacia Faros. Zeboim acercó a los dos a
su pecho como si fueran sus retoños. La Reina de los Mares se cubría con un vestido verde
y azul, de fina gasa, que parecía estar hecho del mismo mar. La pálida diosa nadaba por el
océano. Al mismo tiempo, agitaba una mano hacia las profundidades, como si hiciera una
señal.
De la oscuridad del abismo emergió una presencia de proporciones tan inmensas
que a su lado incluso Zeboim parecía pequeña. Se trataba de algún tipo de pez, pues tenía
aletas y agallas, pero era redondo, con la boca llena de dientes finos como agujas. Era tan
grande que podría haber engullido a toda la flota de naves rebeldes.
Pensando que quizá ésa fuera la intención de Zeboim, Faros intentó liberarse de la
mano de la diosa. Pero en cuanto se alejó de ella, el agua empezó a llenar sus pulmones y
sintió que se ahogaba.
—¡Malo, malo! —Una voz femenina resonó, melodiosa y desagradable al mismo
tiempo, en la mente del minotauro.
La Reina de los Mares, con expresión irritada y ojos de un repentino verde intenso,
lo levantó y lo zarandeo como si fuera su pequeña mascota. Jadeante, Faros no podía hacer
otra cosa que mirar a la diosa, cuyo rostro reflejaba entonces cierta alegría sombría,
mientras ascendía a la superficie acompañada del monstruo marino.
Zeboim señaló las naves. Con sus espantosos ojos blancos, carentes de pupila, la
criatura pareció entender. Partió en dirección a los rebeldes, con las grandes fauces abiertas
como un cañón. La deidad se acercó la mano al rostro y miró a Faros fijamente a los ojos.
Los suyos tenían en ese momento la tonalidad pura del azul del mar.
—Por mi padre… —Faros oyó de nuevo su voz susurrante—. Y porque tu pequeña
raza sabe cómo respetar a una reina…
Después, Zeboim se echó a reír y lanzó a los dos mortales a su enorme mascota.
Faros intentó contener la respiración mientras se hundía. Se le nubló la vista. Vio a Botanos
caer junto a él; un leve movimiento del brazo del capitán fue la única prueba de que su
compañero seguía con vida.
La abominable criatura llegó nadando por detrás, abrió las fauces y se los tragó. Un
apéndice largo y serpentino, la lengua del monstruo del mar, se lanzó sobre ellos. La lengua
roja como la sangre rodeó los dos cuerpos y los arrastró a su interior.
XVII

EL DUELO

Las dos flotas no abandonaron su posición a pesar del terrible temporal. Los
minotauros contaban con la superioridad numérica y el mejor equipamiento, mientras que
los ogros tenían la ventaja de la ferocidad. También tenían en su poder la clave de la sumisa
cooperación por parte de los minotauros.
Maritia no había sufrido desde el día de su captura, al menos físicamente. De hecho,
Golgren se había esforzado porque se sintiera cómoda. Incluso sus dos guardias habían
recibido un trato moderadamente bueno, aunque sus camarotes estaban mucho más abajo y
eran más angostos. Los alimentaban bien y sus captores los dejaban solos. Ciertamente, no
habían disfrutado de manjares y excelentes bebidas, ni mullidos almohadones sobre los que
dormir, como Maritia; pero, pensándolo bien, Golgren se había mostrado bastante gentil.
El Gran Señor había abandonado su propio camarote para dejárselo a Maritia como
celda. La minotauro lo había registrado minuciosamente, pero la única salida que había
encontrado era la puerta bloqueada y vigilada.
Aquella situación no podía alargarse de manera eterna. Golgren tenía que decidir
qué hacer con ella. Si la flota de los minotauros se había contenido durante tanto tiempo, no
se debía más que a la seguridad de Maritia. Su mejor opción sería regresar a su reino, pero
no era una solución definitiva, y era seguro que los navíos de los minotauros le bloquearían
el camino si lo intentaba.
En todo caso, ¿por qué la había arrestado? ¿Realmente podían condenarla Ardnor y
su madre? Maritia lo dudaba. Ambos querrían vengar la muerte de Bastion tanto como ella.
Era incapaz de imaginar los motivos de Golgren.
A Golgren no le gustaba sentir las cosas desequilibradas. Todo había ido a la
perfección. Tenía a su pueblo dominado, los titanes bajo control, el inicio de una sólida
expansión en Neraka y fuertes lazos con sus aliados los minotauros, con lady Nephera, el
verdadero emperador. Y en ese momento, por culpa de ella, todo pendía de un hilo.
—Jahara i du f’han i’Maritia’n —murmuró Nagroch, sentado detrás de su señor,
que paseaba por el camarote.
—¿F’han i’Maritia’n? —ladró el Gran Señor, volviéndose a mirar a su segundo—,
Kyat nur f’han i’Nagrochi, ¿ke?
El ogro de Blode bajó la cabeza; en sus ojos rondaba la incertidumbre.
—Ngi —añadió Golgren, despectivamente.
El Gran Señor se había trasladado al camarote de Nagroch. La Uruv Suurt estaba
prisionera en su cámara. En contraste con el paraíso perfecto de Golgren, Nagroch vivía
rodeado de la sordidez a la que estaban acostumbrados la mayoría de los ogros. El
musculoso guerrero dormía sobre pieles sucias tiradas en el suelo. Alrededor había restos
de comida y el suelo estaba salpicado de manchas de vino. La estancia sólo estaba
iluminada por la luz tenue de una lámpara de aceite, algo que Golgren agradecía, pues
prefería no ver los detalles repugnantes del camarote.
Un terrible hedor flotaba en la habitación. Aunque bañarse era imposible en viajes
así, por lo menos Golgren intentaba disimular su sudor con aceites perfumados. Pero ni un
barril entero de esos aceites podría cubrir el olor impregnado en aquel camarote.
Nagroch se levantó y se apoyó sobre una pared con gesto aburrido. Golgren no le
prestó atención; estaba más preocupado por la ausencia de aquel al que llevaba esperando
días y noches.
El fantasma de Kolot ya debería haber vuelto. El espectro tenía la capacidad de
recorrer grandes distancias en un abrir y cerrar de ojos; Golgren lo sabía. Ya había pasado
más que el tiempo necesario para que hubiera entregado el mensaje del Gran Señor a su
ama y hubiese regresado con la respuesta.
¿Acaso la suma sacerdotisa no se preocupaba por su propia hija?
Nagroch gruñó algo entre dientes. Aunque no entendió sus palabras, el significado
estaba claro. Nagroch exigía los cuernos de lady Maritia, pues la culpaba de la muerte de su
hermano a manos de Bastion. Las proporciones de tal estupidez, teniendo en cuenta que
Maritia no sabía nada del asunto, no pasaban desapercibidas a Golgren.
—¡G’hai! —espetó el Gran Señor, hartándose de su segundo—. ¡Roch g’hai!
Con expresión huraña, Nagroch agachó la cabeza y salió del camarote.
Golgren lo siguió, irritado, aunque su enojo no sólo se debía al otro ogro. Con su
mano buena apretó la que le colgaba de la cadena, mientras reflexionaba sobre los pros y
los contras de su alianza.
—Gran Señor…
La única muestra de su sorpresa fue que apretó con más fuerza la mano mutilada.
Golgren miró por encima del hombro, pero no vio al hijo menor de la suma sacerdotisa, que
ya le era tan familiar.
Irguiéndose, el Gran Señor contempló al lúgubre espectro de la capa. Sabía que
Takyr sentía su inquietud aunque aparentemente conservara la compostura.
—¡Aquí está, la mascota de la señora! He estado esperando…
—Tiene otras cosas mucho más importante y de las que ocuparse que llevarte a ti
de la mano…
Sin hacer caso de la broma a costa de su condición de lisiado, Golgren respondió:
—¿Más que su propia hija? He hecho todo lo que pediste, todo lo que pidió el hijo
de Nephera…
—Y ahora debes dejar que se vaya. El emperador ha vuelto a estudiar la situación y
considera que es un error. Maritia es leal. La sacerdotisa ya ha sido informada.
El ogro entrecerró los ojos.
—¿Así sin más? ¿Es una broma? La declaré traidora en nombre de su hermano.
Esperé durante días. —A pesar de la repugnancia que le provocaba el fantasma, Golgren se
acercó a la malévola sombra—. Soy el Gran Señor. Dejarla ir ahora, de esta manera, iría en
contra de mi reputación, ni siquiera podría explicarlo.
De repente, pareció que Takyr ocupaba todo su campo de visión. Los pliegues de su
capa se extendieron hacia Colaren, que no quiso moverse.
—La señora ha dado una orden. Todos…, todos obedecen…
—Yo…
Antes de que pudiera decir nada más, el horrible espíritu desapareció. Golgren
escupió donde un segundo antes flotaba Takyr.
Lo único que había conseguido la decisión de la suma sacerdotisa era ponerle de
peor humor. A Golgren no le gustaba que jugaran con él como si fuera una marioneta y
después le echaran una reprimenda. Para la Uruv Suurt era muy fácil decirle que dejara ir a
Maritia de-Droka, pero hacerlo, sin la explicación que no se atrevía a dar, haría pensar a sus
seguidores que había perdido su poder. Y después, estaba la misma Maritia. ¿Cómo se lo
diría a ella?
Mostrando los dientes, Golgren resopló. No serviría de nada descubrirle a Maritia el
papel del emperador en la muerte de Bastion. No iba a creerle a él antes que a su madre y
su hermano. De hecho la minotauro era lo suficientemente inteligente como para
preguntarse por el anillo y quizá siguiera las pistas hasta descubrir su propia conexión con
la muerte de su hermano.
Un desastre, porque en realidad él prefería a la hija antes que a la madre.
—Esta alianza —murmuró el Gran Señor para sí— ya no compensa tantos
problemas… —Se golpeó el pecho, donde colgaba la mano momificada—. No merece la
pena…
Asintió. Acababa de tomar una decisión. Lady Nephera le había dejado con el
baraki proverbial en el saco, pero el Gran Señor haría lo más conveniente para él, no para
ningún Uruv Suurt. Si Nephera no se preocupaba por Golgren, tampoco él se preocuparía
por la suma sacerdotisa.
Entonces, se le reveló la solución, una solución tan evidente que se asombró de que
no se le hubiera ocurrido antes.
Nagroch también se alegraría al oírla.
—¡Nagroch!
Maritia estaba apoyada sobre varios cojines con aire despreocupado y miraba
fijamente a Golgren. Había ido a verla con Nagroch y un par de guardias. ¿Qué
pretendería? Su captor era muy taimado.
—¿Es de tu gusto? —preguntó el Gran Señor, abarcando toda la estancia con un
gesto.
—Demasiado refinado para mí. Prefiero mi camarote.
Golgren miró alrededor y se dio cuenta de que no había ninguna jarra.
—¿No tienes nada para beber?
—Se llevaron la jarra cuando intenté estampársela en la cabeza a uno de ellos.
El ogro se echó a reír y le dedicó una mirada de admiración. Maritia sospechaba que
en algunas ocasiones Golgren deseaba que fuera de su misma raza. No sabía si sentirse
halagada o indignada.
—Has venido a decirme la fecha de mi ejecución, supongo —declaró con expresión
imperturbable.
—¡Oh, no! Vengo por una razón muy diferente y positiva. ¡Te vamos a liberar!
¡Sólo ha sido un malentendido!
—¿Un malentendido? —Se levantó bruscamente, intentando controlarse—. ¿Como
mi anillo?
—Un problema de información, como tú dijiste. Ahora todo está aclarado.
—Si eso que dices es cierto, me marcharé de inmediato. ¿Mis guardias?
Dio unos pasos, como si quisiera reunir sus cosas. Para su sorpresa, Golgren no
protestó ni la detuvo.
—Te esperarán en la cubierta.
—¿Y mis armas?
Estar entre tantos ogros sin ni siquiera una daga…
—¿Nagroch?
A la orden del Gran Señor, el gigantesco ogro, que estaba allí de pie mirándola
ferozmente, le tendió la espada envainada, el peto y la daga. Maritia le devolvió la mirada
fiera y se puso el peto. Se colocó la espada y estaba a punto de hacer lo mismo con la daga
cuando se dio cuenta de que no era la suya.
—¡Ésta no es la daga de mi padre! —Al levantar la vista, Maritia vio que Nagroch
tapaba con la mano una daga en su costado—. ¡Devuélveme eso!
—¡No tengo tu puñal! —ladró Nagroch.
Maritia se lanzó hacia él, pero los dos guardias la detuvieron. Golgren frunció el
entrecejo.
—¡Kul itak! ¡Itak! —gritó.
Los guardias retrocedieron. Maritia volvió a avanzar hacia Nagroch, pero esa vez
fue el Gran Señor quien se puso delante de ella para impedirle el paso.
—¿Estás acusándolo de ladrón? —preguntó con aire despreocupado.
La hija de Hotak tiró al suelo la daga que le habían dado.
—No es mía. ¡Exijo que se me devuelva la daga de mi padre!
Señaló el cinturón de Nagroch, pero ya no vio la daga. Maritia estudió al malévolo
ogro, sin embargo el regalo de su padre había desaparecido.
—¡No ladrón! —tronó Nagroch—. ¡Miente!
—¡La tienes en algún sitio!
El ogro lanzó un escupitajo a sus pies. A Maritia se le agolpó la sangre en la cabeza.
Intentó mantener la calma, pero le pesaban los días de cautiverio y la pérdida de aquel
preciado recuerdo de su padre. Nagroch le había robado la daga y en ese momento
cuestionaba su honor.
—G’lahdi i suug… —prosiguió Nagroch con palabras envenenadas—. Nera i
suug…
Sabía lo suficiente de la lengua de los ogros como para entender, a grandes rasgos,
que Nagroch la había llamado hembra incapaz de tener hijos. En realidad, era un insulto
tonto y ridículo, pero ya estaba harta, así que le propinó un buen puñetazo en la mandíbula.
El ogro se estremeció al recibir el golpe, pero no se movió. Nagroch le dedicó una
mirada cargada de odio.
—¡In hita f’han! ¡Duelo! ¡El honor lo exige!
—¡Saca tu arma! —repuso Maritia.
—¡No! —El Gran Señor se interpuso entre ambos. Parecía muy ofendido. Paseó la
mirada de Nagroch a Maritia—. Ya han pasado demasiadas cosas desagradables. ¡No debes
ponerte en peligro, hija de Hotak!
A Maritia le latían las sienes. Tales palabras lo único que consiguieron fue alimentar
su determinación.
—¡Seré yo quien lo ponga en peligro ahora mismo!
Golgren sacudió la cabeza.
—¡El emperador nunca lo entendería!
—¡Llama a mis guardias! ¡Ellos serán mis testigos!
—¿Qué pasará si mueres? ¿Quién tendrá la culpa?
Maritia se enderezó, orgullosa.
—¡Nadie!
Golgren suspiró.
—Maritia, Nagroch ha recibido un golpe. Ha declarado un duelo. La ley de los
ogros dicta que el ogro manda.
Con eso quería decir que las disposiciones serían favorables a Nagroch. No
obstante, a Maritia no le importaba.
—¡Adelante! —Dirigiéndose a su adversario, añadió—: Y cuando esto haya
acabado, ¡recuperaré mi daga!
Nagroch simplemente sonrió. Parecía muy satisfecho con el desarrollo de los
acontecimientos.
El Gran Señor ladró varias órdenes a sus subalternos, incluido su segundo. Los otros
ogros salieron y dejaron a Golgren con la minotauro.
—¿Estás segura de lo que haces? —le preguntó.
Para entonces Maritia ya se había arrepentido de su estallido de furia, pero su honor
no le permitía retroceder.
—Completamente segura.
—Entonces, prepárate. —El líder de los ogros la miró con simpatía—. Y ten
cuidado, pues Nagroch nunca pierde.
Fueron a buscarla a la puesta del sol. El redoble de los tambores de piel anunció la
ceremoniosa entrada de Golgren. El Gran Señor avanzaba con expresión solemne, aunque
en su interior sentía ganas de sonreír. La hija de Hotak había olvidado su arresto por
equivocación y nadie recordaba el error de Golgren, tan concentrada estaba la minotauro en
el desafío. Nagroch había aceptado el plan de Golgren sin vacilar, pues veía en él la manera
de vengar a su hermano matando a Maritia.
«La venganza engendra venganza», pensó el Gran Señor, lanzando un triste suspiro.
—Todo está a punto. —Golgren no lucía sus delicados ropajes habituales, sino una
sencilla faldilla. Contrastaba con el peto, de origen minotauro, tan pulido como el de un
legionario—. Una terrible tragedia, llegar a esto.
Maritia no mostró emoción alguna. «Jamás demuestres tu debilidad a tu enemigo ni
a tu aliado», le había aconsejado su padre en más de una ocasión. «El Gran Señor es mi
enemigo y mi aliado», pensó para sí.
Cuando salió del camarote, los guardias la flanquearon. Golgren lideró el pequeño
grupo hacia la cubierta. Allí Maritia vio que habían dispuesto antorchas a lo largo de toda la
barandilla. Se preguntó si los tripulantes de su propia nave sabrían lo que estaba pasando.
¿Atacarían si lo supieran? Esperaba que no. Aquél no era el momento de destruir una
alianza incómoda. Sobre todo por culpa de la amenaza constante de los rebeldes, los ogros
continuaban siendo importantes para los planes a largo plazo del imperio.
Los tambores seguían redoblando. No había rastro de sus guardias. Había hablado
antes con ellos y les había hecho entender que ella había decidido aceptar ese duelo. Habían
protestado, pero al final habían tenido que aceptarlo. Seguramente, Golgren los tenía
entonces fuera de la vista, para evitar que estallaran refriegas entre los minotauros y la
tripulación.
Sobre la cubierta habían pintado un hexágono con tiza. En cada punta, se veían los
corruptos signos de la escritura de los Grandes Ogros que utilizaba la casta de Golgren. La
hembra de minotauro sólo reconoció el que representaba una serpiente. La sierpe parecía
estar comiendo una calavera diminuta.
Los tambores callaron. Los ogros se lanzaron a cantar una especie de coro de
ladridos. Muchos golpeaban la parte superior de las mazas o el mango de las hachas sobre
la madera, hasta hacer crujir la barandilla.
—¡Kya du ahn di i’gorunaki! —exclamó el Gran Señor, alzando la mano al cielo—.
¡i’Nagrochi ut i’Maritia’n!
Los ogros repitieron su grito, obviamente sedientos de sangre, aunque mejor si era
la de Maritia. La hembra minotauro avanzó para encontrarse con su oponente. Nagroch
sonrió malévolamente y saludó a la muchedumbre.
El Gran Señor señaló el centro del dibujo. Mientras los dos se colocaban donde les
ordenaba, Golgren hizo un gesto a otro ogro con dos hachas herrumbrosas. Nagroch cogió
una, la balanceó y empezó a quitarse el peto.
Mientras cogía la otra hacha vieja y oxidada, a Maritia le sobrevino un ataque de
pánico y pensó en correr hasta la barandilla y lanzarse al mar. No, ya era demasiado tarde
para ese acto deshonroso y, además, sus guardias sufrirían terriblemente por su cobardía.
Los ogros rodearon el dibujo, levantando las mazas. No estaban allí para observar
sin más. Si la minotauro o Nagroch se salían de la zona designada, los ogros golpearían al
desafortunado hasta que regresara al duelo. Una vez que éste comenzara, sólo terminaría
cuando uno de los combatientes yaciera muerto.
Se observaron en busca de algún punto débil. Verdaderamente, Golgren había
escogido a su segundo con acierto. Aunque se había quitado la armadura, Nagroch parecía
una auténtica montaña de músculos.
—Preparaos —advirtió el Gran Señor.
Maritia se acuclilló y asió el hacha con fuerza. Los rasgos de sapo de Nagroch se
deformaron en una sonrisa de anticipación. En algún punto a su espalda, se oyó una única
nota del tambor.
Con el hacha en alto, Nagroch saltó sobre ella. La cubierta prorrumpió en gritos.
Maritia rechazó a duras penas el primer golpe. Sintió que todo su cuerpo temblaba
bajo el golpe del guerrero monstruoso. La minotauro cayó sobre una rodilla y luchó por
alejar el hacha enemiga de su nuca.
—F’han, Uruv Suurt —le susurró Nagroch—. F’han…
La minotauro resopló, en parte para alejar de su nariz el aliento hediondo del ogro.
Mientras luchaba por ponerse de pie, de repente Maritia pegó una patada al ogro. Sintió que
su pie rebotaba sobre la gruesa pierna de Nagroch sin causarle el menor daño, pero el
movimiento sirvió para sorprender al ogro comido por la viruela y le hizo retroceder un
paso.
Se incorporó de un salto y balanceó el hacha a baja altura, buscando el estómago de
Nagroch. El ogro también bajó su arma y rechazó la de Maritia, pero por lo menos logró
arañarle en un costado. El corte era tan pequeño que ni siquiera parecía doloroso, pero tenía
un valor simbólico. La primera gota de sangre era suya. Sin embargo, la que más importaba
era la última.
Se alzaron los gritos, pues los ogros amaban la violencia, el espectáculo y la
promesa de más sangre. Maritia miró alrededor en busca de Golgren, pero no pudo
encontrarlo, y Nagroch no le concedió más tiempo. El feo ogro volvió a balancear el hacha.
Cuando la comandante de la legión cambió de posición para protegerse, la enorme mano
del ogro le propinó un buen golpe. La finta le había cogido completamente por sorpresa.
Nagroch la agarró por el cuello y empezó a apretar. Medio ahogada, Maritia tiraba
de su muñeca, Pero era como intentar tirar abajo el Gran Circo, así de fuerte era el brazo del
guerrero.
Nagroch se rió.
—¡Te voy a despellejar, Uruv Suurt! ¡Qué bonita capa!
Quería decir literalmente lo que estaba diciendo. A veces, los ogros utilizaban las
calaveras, los cuernos y la piel de sus enemigos muertos para decorar su casa y engalanarse
ellos mismos. Por el contrario, los minotauros no veían la utilidad de coleccionar tan
horribles trofeos. Quizá pudiera encontrarse alguna que otra calavera en la casa de algún
legionario, pero no era algo común.
Los dedos de Nagroch apretaban con más fuerza. Maritia sentía que su cuello estaba
a punto de quebrarse, pero Nagroch había cometido un error al utilizar sus manos desnudas.
Por un momento, había bajado el hacha, y Maritia levantó la suya. El ogro prefirió echarse
hacia atrás a arriesgarse a sufrir una profunda herida en el brazo.
Maritia cayó sobre una rodilla. Tomó una bocanada de aire, con la esperanza de que
se le pasara el mareo que sentía. Notó un intenso dolor en el brazo que sostenía el arma. El
hacha voló rozando la cubierta. Se tiró rodando para alejarse del ogro, sujetándose un
hombro. Las fuertes pisadas la advirtieron de que tenía a Nagroch muy cerca, a su espalda.
El instinto hizo que retrocediera, pero entonces chocó contra un par de piernas peludas.
—¡No! —gritó sin apenas aliento.
La hembra de minotauro regresó a la pelea justo cuando el guardia que estaba en la
línea levantaba la maza, rozándole el muslo. Al echar a correr hada adelante. Maritia chocó
contra Nagroch. Lo pegó un fuerte golpe con el cuerno izquierdo. El ogro lanzó un chillido,
mientras la hija de Hotak miraba alrededor, aturdida, y veía un reguero de sangre de
Nagroch bajándole por el hocico.
—¡Nya i koja eza f’hani, Uruv Suurt! —bramó el segundo de Golgren. Le pegó un
golpe fortísimo a un lado de la cabeza, pero por suerte le dio con la parte plana de la hoja.
Aun así, Maritia oyó un pitido y sintió que se le adormecía la mandíbula. La minotauro
trastabilló hacia atrás.
Nagroch se apartó a un lado, cojeando. En la pierna derecha se le abría una
profunda herida redonda. Sufría temblores. Desde ese momento, el ogro tendría que
preocuparse por apoyarse en la otra.
Con el hacha bien agarrada, Maritia se incorporó para enfrentarse al gigante.
Nagroch volvió a sonreír, como si sus ansias por luchar no hicieran más que crecer. La
muchedumbre abucheó por esos segundos de vacilación. Nagroch les devolvió los insultos
y se lanzó hacia Maritia, describiendo con el hacha arcos mortales.
Maritia balanceó su arma. El choque de las hachas se oyó mucho más allá del barco.
La minotauro y su oponente daban vueltas uno alrededor del otro, en busca de la más
mínima ventaja. Entre el mar de rostros vociferantes, Maritia descubrió el de Golgren.
Como siempre, el Gran Señor era indescifrable. Observaba el combate con una indiferencia
cínica.
—¡Ríndete! —gruñó Nagroch—. ¡Ríndete y no sufras! ¡Te prometo que te daré una
muerte rápida!
—No siento dolor ni cansancio —mintió la comandante—. ¿Puedes decir lo
mismo?
—¡Yo soy Nagroch! ¡Nagroch, el inmenso mastark! ¡El mismo Donnag me dio ese
nombre al nacer!
A Maritia no le extrañaba que el cacique de Blode hubiera bautizado así a aquel
animal. A pesar de que la pierna no dejaba de temblarle, Nagroch recordaba mucho a un
mastark, capaz de luchar toda la noche si hacía falta.
Maritia sabía que ella no resistiría toda la noche. La minotauro se concentró en el
lado derecho de Nagroch. A cada oportunidad, atacaba con su hacha el punto débil del
ogro. Una y otra vez, lo obligaba a apoyar todo su peso sobre la pierna herida. No tuvo que
esperar mucho para que su esfuerzo diera resultado. Nagroch no dejaba de sangrar y la
pierna cada vez le temblaba más. Maritia, en ocasiones poniéndose ella misma en peligro,
seguía atacándolo por la derecha.
De todos modos, el ogro seguía siendo un temible enemigo. Logró burlar su defensa
en dos ocasiones, la primera le rozó el costado y la segunda le hirió en un muslo. Maritia
hizo caso omiso del dolor y no dejó de atacarlo.
Entonces…, Nagroch se tambaleó y cayó sobre una rodilla.
El público rugió enfervorecido ante ese giro inesperado. Si gritaban como muestra
de admiración hacia Maritia o para dar ánimos a Nagroch, era imposible de adivinarlo.
El ogro intentó levantarse, pero la pierna le falló. Se agitaba sin control. Con el
presentimiento de que aquélla era su oportunidad, Maritia se abalanzó sobre su pecho
desprotegido.
Nagroch levantó el arma para detenerla, pero la minotauro hizo un movimiento
inesperado y su adversario perdió el equilibrio. Mientras Nagroch intentaba enderezarse,
Maritia volvió a centrarse en su verdadero objetivo. La hoja se hundió en la garganta del
ogro; el chorro de sangre empapó el arma hasta la empuñadura.
Nagroch dejó escapar un estertor lastimero. Pero para consternación de Maritia, el
ogro no murió ni se desplomó. En vez de eso, con una agilidad que era imposible de creer,
le arrancó el hacha de la mano y la lanzó hacia el público.
Con el pecho empapado de su propia sangre, Nagroch se levantó lentamente. Como
una marioneta rota, dio un paso lento, después otro, hacia su oponente. Cada paso iba
marcado por un amplio arco del hacha dentada. Sin otra opción que retroceder, Maritia
pronto se encontró peligrosamente cerca de la línea que la separaba de los impacientes
ogros. Uno de ellos blandió su maza, pero se detuvo justo al límite.
Nagroch intentó decir algo, pero en vez de palabras emitía sonidos guturales. Su
sonrisa era más amplia, más malévola, más enloquecida. Dejaba un rastro de sangre sobre
la cubierta, pero no detenía su avance.
Ya lo tenía tan cerca que podía oler su aliento pestilente. Agotada, Maritia se
retorció hacia un lado y, al mismo tiempo, le pegó una patada desesperada con los dos pies.
Esa vez le dio en las piernas con las últimas fuerzas que podía reunir.
El gigantesco ogro se balanceó hacia atrás. Las tablas del suelo crujieron cuando
cayó pesadamente. Maritia rodó sobre un costado e intentó levantarse. La muchedumbre
bramaba, enloquecida. Nagroch también luchaba por incorporarse.
Empapada en sudor, la minotauro buscó su arma. Por fin, la encontró y gateó hacia
el ogro.
Sin perder su mirada maligna, el ogro moribundo todavía logró agarrarla por un
tobillo. Los dedos apretaron y casi le pulverizan el hueso.
—Nya i f’han… i’Bastinioni… —gruñó, mostrando sus feos colmillos.
—¿Qué? —A punto de darle el golpe mortal, Maritia vaciló—. ¿Qué dices?
Intentó recordar lo poco que sabía de la lengua de los ogros ¿Qué estaba intentando
decir ese bruto sobre Bastion?
De repente, Golgren estaba a su lado. Maritia levantó la vista y vio su rostro
sombrío.
—El duelo es tuyo, Maritia. Debes cobrarte su vida.
—No hasta que…
—Avergonzarás al clan de Nagroch si lo dejas morir lentamente, como un carnero
desangrado. ¡Mátalo ya! —Alrededor, los ogros gritaban f’han una y otra vez.
Maritia quería terminar el duelo respetando las normas, pero también quería saber lo
que Nagroch intentaba decir sobre Bastion.
Los dedos del ogro aflojaron la presión. Abrió la boca, entrecerró los ojos…
—í’Bast…
No pudo acabar la frase. La hoja curva le atravesó la garganta limpiamente y por la
herida se escapó el último aliento de vida de Nagroch.
El silencio se hizo entre los guerreros agolpados. Con un suspiro, Nagroch por fin
quedó inmóvil. Maritia se liberó de su mano de un lirón.
—¡No deberías haber hecho eso! —dijo, enojada, mirando a Golgren.
El Gran Señor le devolvió la mirada con indulgencia, parecía que hasta con cariño.
—Son las normas de los nuestros. Tal vez te haya salvado la vida. —Señaló al resto
de guerreros, que entonces volvían a vitorear y a gritar.
—Pero él…
Golgren no estaba dispuesto a seguir escuchando. Le tendió su daga a un
subordinado, quien, a su vez, le entregó al Gran Señor un pequeño odre de agua.
—¡Bebe! Lo necesitas.
No podía discutir. Mientras bebía a sorbos, a Maritia le daba vueltas la cabeza.
Nagroch había intentado engañarla, balbuceando. Era seguro que había sido eso. Era
imposible que supiera nada de Bastion.
¿Por qué el Gran Señor se había entrometido?
—Haré que registren las cosas de Nagroch, Maritia. Encontraremos la daga de tu
padre.
—Bien…
Maritia se tambaleó. La batalla la había dejado exhausta. Se le nubló la vista.
Apenas podía pensar.
—Bien luchado, Uruv Suurt —comentó Golgren, apenas esbozando una sonrisa. La
miró fijamente—. Bien luchado, Maritia.
—Yo…, yo gané, Golgren. ¡Ahora, exijo mi…, mi libertad co…, como es mi
derecho!
El Gran Señor no dijo nada, se limitó a entrecerrar los ojos. La sonrisa se convirtió
en la de un depredador, repleta de dientes afilados.
Él no dijo nada más, tampoco ella. El agotamiento y el mareo se apoderaron de
Maritia. El odre de agua se le resbaló de la mano y derramó su contenido. La cubierta
empezó a dar vueltas.
Maritia se desplomó.
XVIII

GAERTH

Faros se ahogaba. Una presión muy intensa le aplastaba los pulmones. La oscuridad
de las profundidades lo envolvía. Sabía que estaba a las puertas de la muerte.
Intentaba agarrarse en vano. Una tupida espesura de algas se aferraba a él. Las
plantas largas y fibrosas le apresaban brazos y piernas. Se sentía atado. Faros tiraba
desesperado de las algas, pero parecía que lo único que lograba era que se hicieran más
compactas, más fuertes…
Se despertó entre jadeos.
Durante lo que le pareció una eternidad, Faros fue incapaz de llenar de oxígeno los
pulmones. Daba igual cuántas veces tomara bocanadas desesperadas de aire, nunca era
suficiente.
Algo le agarró del brazo. Faros trató de zafarse.
—¡Tranquilo, compañero! ¡Tranquilo!
La voz familiar lo calmó. Temblando, lentamente, Faros empezó a cobrar
conciencia de dónde se encontraba. Poco a poco, su respiración se normalizó y, a medida
que lo hacía, los recuerdos acudieron a él.
Recuerdos del monstruo de las profundidades… y de la diosa voluble que era su
señora.
—¡Mi señor Faros! —gruñó la voz—. ¿Puedes oírme? ¡Alegra esa Cara, muchacho!
—¿Botanos? —logró decir el líder de los rebeldes con voz entrecortada.
Miró con los ojos desenfocados a un minotauro, pero ni la voz ni su silueta eran la
del capitán del Cresta de Dragón.
—Toma. —Le pusieron un tazón en la mano izquierda—. Bébetelo, poco a poco.
Si había algo que no sentía en absoluto era sed, pero su borroso compañero empujó
la taza hacia el hocico del minotauro más joven. De mala gana, Faros tragó el contenido.
En su cabeza estallaron las llamas, le arrasaron el estómago y le recorrieron las
extremidades.
—¡Por Vyrox! ¿Qué…?
—Sí, dicen que es muy fuerte. —El otro minotauro se convirtió en Napol, el
comandante.
Napol navegaba con Tinza a bordo del Corsario de los mares. ¿Cómo había
acabado Faros en ese otro barco? ¿Lo habrían rescatado del mar? ¿La visión de Zeboim y
su criatura sólo era un producto de su imaginación?
Lentamente, empezó a percibir las cosas que lo rodeaban. Estaba en una cabaña de
techo alto, pero estrecha. Descansaba sobre un colchón marrón de algodón, en un catre de
madera de seis patas.
Lo cubría una manta de algún tejido parecido. El suelo era blando, de arena blanca.
Había una mesa, hecha con tablas de un antiguo barco, sobre la que descansaba una vela
larga en un soporte cuadrado de plata. La puerta había sido confeccionada con la piel
curada de algún animal. Se agitaba suavemente por la brisa del mar. Faros podía decir que
era de día, pero poco más. En la habitación no había ningún objeto personal aparte del
soporte de la vela, nada que pudiera indicarle dónde se encontraba.
—¿Dónde…?
Napol lo interrumpió.
—Ellos no nos quieren decir el nombre de este lugar, aunque no sea más que un
lugar de paso. Es una promesa.
—¿Quiénes son ellos?
—Los conocerás a su debido tiempo. Quieren que nos vayamos de aquí. No les dio
demasiada alegría vemos aparecer de esa manera.
Tratando de disimular la confusión que sentía. Faros preguntó:
—El capitán Botanos, ¿ha muerto?
Napol abrió los ojos como platos.
—¿Muerto? Ya lleva un día despierto. ¡Tú eres el que nos ha tenido más
preocupados, mi señor! ¡Si no lo hubiera visto con mis propios ojos, si no lo hubiera vivido
en mis propias carnes, jamás lo habría creído!, y puedo asegurarte que a los demás les pasa
lo mismo.
Levantó un odre grande y ofreció a Faros un poco más de aquella bebida. Éste se
apresuró a rechazarla.
—Cuéntamelo todo —dijo.
—Es mejor que descanses. Te lo contaré cuando tomemos el bote para volver a
nuestros navíos…
La expresión de Faros se endureció.
—Cuéntamelo…
Bajo aquella mirada, el veterano soldado tragó saliva con nerviosismo.
—¡Sí, mi señor! ¡Sí…!
Napol le narró la historia de forma muy simple. A bordo del Corsario de los mares
no se habían enterado de que dos de ellos habían caído al mar. Tinza había tenido que
enfrentarse a sus propios problemas, principalmente un mástil que crujía más de lo normal
y los barcos que empezaban a separarse sin remedio.
—Temíamos que si los que nos seguían perdían el rumbo, los rebeldes acabarían
desperdigados en todas las direcciones. ¡Habríamos tenido suerte si hubiéramos vuelto a
encontrar al menos uno!
Faros asintió.
—Entonces…, jurarás que he estado bebiendo agua del mar en vez de buen ron…,
pero de verdad pasó esto: ¡las aguas se quedaron quietas como un muerto! Nos quedamos
en la cubierta, preguntándonos qué habría sucedido. Las velas colgaban sin fuerza, como un
ahorcado, ¡y no se oía ni un solo ruido! —Hizo una mueca—. ¡Pero había un olor
insoportable! Era como si todos los peces del mar estuvieran ahí, pero muertos, ¡y nosotros
estábamos en el lugar que habían elegido para pudrirse!
Estaba tan concentrado en su propio relato que Napol estuvo a punto de pegar un
trago del odre sin darse cuenta. En el último segundo lo alejó de los labios con asco.
—¡Puf! ¡Lo siento, muchacho! Lo que viene después hace que me olvide de todo…
—¿Qué pasó?
—Pensarás que estoy loco, ¡pero todos los demás, menos Botanos, pueden jurar que
también lo vieron! Estábamos mirando el mar, tratando de entender lo que había
sucedido… ¡cuando salió del agua el tentáculo del kraken más grande que yo haya visto en
mi vida!
»El primero en verlo fue una marina que estaba en la popa. Dio un grito y lo señaló.
Al igual que Napol, Tinza y los demás miraron hacia allí y vieron el enorme apéndice
saliendo del agua. Su diámetro era mayor que la altura del barco más alto. Se alzaba hacia
el cielo oscuro, mucho más allá de lo que pudiera verse desde el Corsario de los mares.
»En tu nave también lo vieron, después de que desaparecieras —añadió el
comandante—. Lo más curioso del tentáculo, no obstante, era que estuvo estirado hacia el
cielo durante muchísimo tiempo. No sólo eso, sino que ninguno de los navíos rebeldes han
declarado haber visto el resto de aquel gigante. Todavía no logramos explicamos por qué
nadaría de esa forma, con un tentáculo al aire.
Faros no dijo nada. Las palabras de Napol describían de forma tan precisa la lengua
de la criatura de la Reina de los Mares que le daba miedo. Ya no le cabía ninguna duda: su
encuentro con Zeboim había sido real. Faros intentó incorporarse. Napol se acercó para
ayudarlo, pero el rebelde lo apartó.
—¿Cómo acabamos aquí…? ¿Y dónde estamos, al fin y al cabo?
—De lo primero no puedo decirte mucho, muchacho. De repente, el tentáculo
volvió a hundirse en el agua y el cielo regresó. Se desvaneció el hedor y nos encontramos
en el refugio de esta isla. Ellos vinieron a nuestro encuentro con las primeras luces…, y nos
dijeron que te tenían a ti y al capitán.
—Otra vez ellos. ¿Quiénes son, Napol?
—Se refiere a nosotros.
Faros se volvió hacia la voz. En la entrada de la habitación había un minotauro. Alto
y delgado, se movía como un felino. Vestía un sencillo brial verde que a Faros le recordó el
de Napol, aunque era evidente que no había ninguna relación entre ellos. El recién llegado
miró al minotauro más joven por encima de su hocico afilado.
—Mi nombre es Gaerth. Mi pueblo… ya no es el tuyo.
Lanzando un gruñido, Faros intentó abalanzarse sobre él. Pero su mente parecía
navegar a la deriva y se habría caído al suelo de no haber sido por la ayuda de Napol.
Gaerth observaba la escena con la más absoluta indiferencia.
—Si tomas el brebaje durag, no deberías hacer movimientos tan bruscos durante la
primera hora. ¿No se lo has dicho?
Napol echó las orejas hacia atrás.
—No tuve la oportunidad de advertirle, mi señor.
—¿Qué quieres decir con eso de que tu pueblo ya no es el mío? —preguntó Faros,
intentando ganar la batalla al mareo. Entonces se enderezó.
—Hace mucho tiempo que nuestro camino y el del imperio se han separado.
Nuestro hogar es nuestro, nuestro destino nos pertenece, no nos debemos al trono ni al Dios
de los Grandes Cuernos. Estáis aquí porque así lo pidió otro, uno al que debemos respeto y
veneración. El Señor de las Causas Justas ha pedido que hagamos todo lo que podamos por
ti, pero no haremos nada más que eso.
—¿El Señor de las Causas Justas? —repitió Faros—. ¿Quién…?
Gaerth ya se había dado la vuelta hacia la puerta.
—Tus barcos ya están preparados. Pronto partiréis… y no volveréis nunca.
Con vértigo o sin él, Faros se zafó como pudo de Napol y cogió a Gaerth por el
hombro. El minotauro más alto intentó empujarlo pero Faros le agarró del brazo y se lo
retorció. Gaerth lanzó un gruñido, sorprendido.
Al momento, otros dos minotauros irrumpieron en la cabaña. Iban a por Faros, pero
Gaerth los detuvo con un gesto. Napol, a pesar de que estaba desarmado, intentó defender a
Faros y ladró a los dos recién llegados.
—Escúchame —murmuró Faros entre dientes, sintiendo un calor abrasador en la
cabeza—: ¡Yo no pedí jamás tu ayuda ni la de ese Señor de las Causas Justas tuyo! Llegué
aquí sin saberlo por el capricho de una diosa…
—Zeboim —dijo Gaerth, frotándose el brazo por fin liberado—. Son tiempos
extraños cuando dioses así se alían…
—Es la hija de Sargonnas; no hay nada de extraño en eso.
—Te trajo junto a aquellos que siguen los designios de Kiri-Jolith, Faros Es-Kalin.
Ha puesto al héroe de su padre en manos de su mayor rival por lo que a nuestra raza se
refiere. Está claro que son extraños aliados…
«Primero tengo que vérmelas con un dios, después con dos y ahora con tres». Faros
soltó un bufido.
—En lo que a mí respecta, tres dioses me parecen demasiados. ¿Qué quieren de mí?
¿Es que tres dioses no pueden vencer a Morgion?
Gaerth se encogió de hombros.
—Éste no es el único frente abierto. Zeboim y el dios bisonte tienen que ganar sus
propias batallas. Los templos tal como nosotros los conocemos son cosa del pasado. Ya no
existe Takhisis ni Paladine. ¿Cómo puede saberse lo que pasará a continuación?
—Yo puedo…, ¡y lo haré! —Faros buscó alrededor—. ¡Mi espada! —Su expresión
se endureció—. ¿Dónde está?
—Tu arma…, todas vuestras armas… estarán en un lugar seguro hasta que os
vayáis. No correremos ningún peligro…
—¡Devuélveme la espada ahora mismo!
Los guardias se acercaron a Gaerth, de manera que impedían el paso al líder de los
rebeldes. Los ojos de Gaerth se cerraron hasta ser finas rendijas.
—Ningún extraño lleva armas en nuestras tierras. Olvidarás tus exigencias y…
Faros dobló los dedos dos veces, como si ya estuviera asiendo la espada.
—¡Exijo mi espada!
Los dos guardias se adelantaron hacia él y, de repente, se quedaron inmóviles. Un
rayo de luz negra relampagueó en la mano vacía de Faros. Se alargó y dibujó un extremo
agudo en el aire. La luz se había convertido en la espada creada por Sargonnas.
Uno de los centinelas lanzó un gritó y cargó hacia Faros. Éste partió el hacha en dos
y después balanceó la hoja hacia el minotauro, que por poco acaba también cortado por la
mitad.
—¡Atrás! —ladró Gaerth. Hizo un gesto señalando la espada—. No os acerquéis a
esa… ¡cosa!
Retrocedieron y dejaron el camino libre al rebelde. Sin esperar a Napol, Faros pasó
junto a Gaerth, cruzó el umbral de la puerta y, un momento después, daba un traspié,
desconcertado.
Una ciudad de altas agujas plateadas y estructuras curvas, que parecían las conchas
de nautilos, recibió a sus perplejos ojos. La ciudad estaba rodeada de agua ribeteada de
espuma de brillantes tonalidades azules y verdes. En lo alto de muchas de las estructuras de
la ciudad ondeaba una bandera azul con el contorno de un hacha de doble filo dibujado en
plateado. Una gruesa muralla serrada del color de las perlas protegía a la ciudad de las
aguas al este, donde aguardaban anclados los navíos rebeldes.
Alrededor de sus naves se veían muchos barcos verdes de perfil bajo, con mástiles
más cortos y delgados. Las proas terminaban en una punta alargada y estrecha; Faros pensó
que parecían lanzas preparadas para clavarse en el casco de sus enemigos. En cada proa se
veía también una balista apuntando a los extraños.
—¡Lord Faros! —exclamó Napol—. Recuerda, el brebaje durag…
En cuanto oyó la voz del otro minotauro, Faros sintió que todo te daba vueltas. La
fantástica ciudad desapareció y en su lugar sólo veía una triste sucesión de colinas sin
ningún signo de vida. Miró hacia el mar y en esa ocasión no vio más que tres barcos junto a
las embarcaciones rebeldes. Faros parpadeó y volvió a mirar las colinas, después otra vez
los barcos, pero todo seguía igual. Clavó los ojos en su espada y el anillo, pero ni siquiera
entonces volvió a aparecer la ciudad plateada.
—¿Estás bien, mi señor?
—¿Dónde está? ¿Cómo se oculta?
Napol parecía perplejo.
—¿Dónde está el qué?
—¡La ciudad! ¿Qué velo mágico la cubre? —Se volvió hacia Gaerth, que los había
seguido tranquilamente hasta el exterior—. ¿Qué tipo de lugar es éste?
—Un refugio en el camino para nuestro pueblo. Lo habitaban media docena de
minotauros. Los demás vinimos cuando así nos lo pidió el Señor de las Causas Justas.
—Un refugio. —Lanzando un bufido, el líder de los rebeldes señaló las colinas—.
¿Qué tal si subo a lo alto para tener una vista mejor de vuestra poderosa flota?
Gaerth se encogió de hombros.
—Si así lo deseas, no seré yo quien te detenga.
—Lo que significa que no hace falta que me moleste…
Faros pensó que la ilusión tenía que ser muy poderosa.
—El brebaje es muy fuerte, forastero. Puede hacer incluso que uno crea estar viendo
cosas… al menos por un momento.
Los dos guardias se acercaron. Faros empuñó la espada, pero Gaerth volvió a
enviarlos adentro. Dirigiéndose a Faros, dijo:
—Tu capitán Botanos ya está a bordo del Cresta de Dragón. Ha estado controlando
la carga de víveres y armas. Me atrevería a decir que debe de estar a punto de terminar.
Parece que ya puedes viajar, así que es el momento de que os vayáis.
Como Faros no deseaba disfrutar de la compañía de Gaerth por más tiempo, asintió.
—¿Qué quieres decir con eso de los víveres y las armas?
—Una promesa hecha a nuestro señor. Tenéis todo lo que podemos daros. Es
vuestro momento de ganar el imperio… o perderlo. No nos importa. Nuestras naves os
guiarán hasta un lugar conocido; después ya no formaremos parte de nada de todo esto.
Pero tened cuidado. No os alejéis de vuestra escolta hasta que no os lo indique.
—¿Por qué?
—Porque sí no lo hacéis, podéis perderos para siempre. Ni siquiera nosotros
podríamos salvaros y tampoco íbamos a arriesgarnos por intentarlo.
—¿Tanta protección para un simple lugar de paso?
Gaerth no contestó, sino que hizo un gesto a Napol, quien se apresuró a alejar a su
líder antes de que se enzarzara en otra discusión.
—No lucho contra ti —declaró Faros al desconocido—. No vendré a por ti si me
hago con el imperio.
—Nunca volverías a encontramos.
El guerrero más joven mostró los dientes al delgado minotauro.
—Claro que os encontraría… si tuviera que hacerlo.
A Gaerth le temblaron las aletas de la nariz, pero no dijo nada.
Faros se dio la vuelta y siguió a Napol. En la orilla de arena blanca de la playa en la
que se alzaba la cabaña los esperaba un bote. Cuando se acercaron, los saludaron cuatro
marinos del Cresta de Dragón.
Mientras el bote se alejaba, Faros volvió la vista. Gaerth seguía junto a la diminuta
y vulgar cabaña. Parecía a punto de derrumbarse, envejecida por los elementos. La isla no
era más que una roca inhóspita y desolada, tan poco tentadora como los islotes al norte de
Karthay.
Pasaron junto a uno de los barcos verdes. La tripulación, minotauros tan delgados
como Gaerth y con rasgos más suaves, los observaba en silencio.
—Bastante arrogantes para ser tan pocos —comentó el comandante Napol.
—¿Nos abastecieron de todo lo que necesitábamos?
—¡Sí! ¡A todas nuestras naves!
Faros estudió el barco verde más cercano de proa a popa. Aunque parecía veloz y
peligroso, era evidente que no podría albergar más que una tercera parte de los tripulantes y
guerreros de su propio navío.
—A todas las naves —repitió Napol.
El veterano guerrero no se daba cuenta de lo que Faros ya había descubierto. Tres
embarcaciones no podían abastecer una flota. Era improbable que pudieran haber llevado
tantos víveres y mucho menos armamento. Habría hecho falta más de una docena…
El Corsario de los mares estaba anclado a babor del Cresta de Dragón. Faros subió
a bordo de este último. Napol cogió otro bote y se dirigió al primero.
Un exultante capitán Botanos recibió a Faros.
—¡Mi señor! ¡Alabado seas, por fin estás consciente y sano! —El inmenso
minotauro se apoyó sobre una rodilla e inclinó los cuernos hacia un lado—. ¡Me rescataste
de las profundidades! ¡Una vez más, te debo la vida!
Faros frunció el entrecejo.
—Cuéntame todo lo que recuerdes.
—¡No demasiado! ¡Caí al agua, todo el océano en mis pulmones y tú que saltabas a
por mí! Sé que me cogiste, pero después de eso… nada, hasta que me desperté en esa roca
inhóspita que a ellos tanto les gusta.
—Lo dices como si ya los conocieras.
Mientras se levantaba, Botanos pareció olvidar su buen humor.
—Los recuerdo de un breve encuentro hace tiempo. Ayudaron a mi capitán, Azak, y
al general Rahm Es-Hestos a huir de los tiburones de Hotak, y después, igual que ahora,
cortaron todo contacto. —Con las orejas tiesas, el capitán del Cresta de Dragón resopló—.
El capitán Gaerth también estaba allí. Azak casi acaba peleándose con él. Después Gaerth y
los suyos se fueron. Nunca pensé que volvería a encontrarlos. Un minotauro de lo más
extraño.
Faros gruñó. Volvió a observar atentamente la isla, pero no se le concedió ninguna
otra visión. El líder de los rebeldes se encogió de hombros y se dispuso a ocuparse de
asuntos más prácticos.
—¿Estamos listos para partir?
—¡Sí! Sólo te esperábamos a ti.
—Entonces, vámonos de este lugar. —Echó una ojeada a los barcos verdes—. Se
supone que aquellos tres serán nuestra escolta, ¿verdad?
Botanos asintió con gesto arisco.
—Tengo que hacerles una señal cuando estemos preparados. ¡No sé por qué tengo
que dejar que ésos me guíen en el mar! Nací y me crié en un barco y aprendí del mejor, ¡del
buen capitán Azak!
—Síguelos, síguelos sin desviarte ni un milímetro. No intentes separarte.
El marino estudió el rostro de Faros.
—Como ordenes.
Mientras Botanos se alejaba para dar las órdenes oportunas, el antiguo esclavo se
dirigió a la barandilla para verlo todo. Con unas banderas triangulares, el Cresta de Dragón
hizo señales a los otros barcos. Cuando ya se sintió satisfecho, el mismo capitán Botanos
dio la señal a la embarcación verde que tenían más cerca.
Casi al instante, los tres extraños navíos empezaron a moverse. Sus velas curvas
atrapaban la más leve de las brisas. Faros observó su diseño, tan diferente.
—¡Mira cómo cortan el agua! —exclamó un miembro de la tripulación.
La verdad era que los tres barcos eran veloces y muy ágiles. Faros recordó la breve
visión que había tenido. Si aquella imagen escondía algo de verdad, tenían más de tres
barcos rodeándolos, más que suficiente para destrozar su flota si faltaba a su palabra.
El Cresta de Dragón se puso en marcha. Los barcos rebeldes se juntaron unos a
otros. Mientras toda la flota dejaba atrás la isla, Faros volvió a mirarla. El aislado dominio
de Gaerth parecía borroso, como si hubiera perdido la consistencia. La roca apenas se
distinguía de una sombra. Faros se sentía desorientado. Ni siquiera le ayudaba mirar al
cielo, pues parecía que las nubes, y también el sol, se movieran de un lado a otro, lo que
hacía imposible determinar cada punto cardinal.
Pensando en los otros barcos. Faros exclamó:
—¡Botanos! ¡Indica a los demás que no se alejen!
El capitán obedeció. Al ver que el mensaje pasaba de un barco a otro, Faros se sintió
un poco más tranquilo.
Pero un momento después, Botanos empezó a gritar:
—¡Responded, malditos seáis! ¡Responded!
El líder de los rebeldes se dio la vuelta.
—¿Qué pasa?
—¡Nadie responde desde el Furia de Harnac! Lo que es peor, ¡me parece que está
desviándose hacia el sur y más barcos lo siguen!
Mientras lo observaban sin que pudieran hacer nada, el Furia se apartó
completamente del camino de los otros barcos. Se dirigía hacia el sur, con otro navío
siguiéndolo ciegamente.
—¡Hacedles señales de fuego! —mandó Botanos a un marino.
—¡No tenemos tanto tiempo! —Faros miró en derredor y vio la balista—.
¡Disparadles!
—¡No los alcanzaremos a esta distancia!
—¡No es eso lo que pretendo! ¡Quiero captar su atención!
La hábil tripulación preparó el arma lo más rápidamente posible, pero los dos barcos
perdidos ya se habían alejado demasiado.
Faros dio la orden. Las lanzas de punta de acero rasgaron el aire lo más alto que la
balista pudo dispararlas. Punzaron el agua y después se hundieron. El mar recibía cada
impacto con una casada de gotas de agua.
Todos los que estaban a bordo del Cresta esperaron. Botanos lanzó un gruñido de
alivio al ver que el último barco empezaba a dar la vuelta hacia la flota, pero el Furia no
reaccionó. Avanzaba bamboleante, sin control, como si la tripulación no pudiera dominarlo.
—¡Volved aquí, malditos! —gritó el capitán con impotencia. Acompañado del
tintineo de sus pendientes de oro, ordenó a su propia tripulación—: ¡Preparaos para dar
media vuelta!
Faros lo agarró por el brazo.
—¡No! ¡Déjalos!
—Todavía podemos alcanzarlos…
Como respuesta, el líder de los rebeldes le obligó a mirar hacia el cielo.
—¡Mira!
El minotauro más corpulento ahogó un grito. Zafándose de Faros, intentó
concentrarse en las nubes constantemente cambiantes. Era un esfuerzo demasiado intenso,
y Botanos se apoyó, derrotado, sobre la barandilla, parpadeando.
—¿Qué le pasa al cielo? —logró decir.
—¡La misma magia que protege este lugar! ¡Si vas tras el otro barco, corres el
peligro de perder por completo la orientación! ¡Gaerth dijo que siguiéramos la escolta!
¡Hazlo, sin importar cuántas naves queden atrás!
Botanos tragó saliva. Agarrándose la cabeza, gritó a la tripulación:
—¡Olvidad la última orden! ¡Manteneos junto a los barcos verdes! ¡Aseguraos de
que los demás hacen lo mismo!
El capitán y Faros miraron una vez más al Furia de Harnac. Un poco más allá algo
cayó al agua, el último intento desesperado del segundo de los barcos por prevenir a sus
compañeros. No obstante, el Furia no reaccionó. Al igual que la isla, empezó a
desdibujarse.
—¿Qué crees que será de ellos? —murmuró Botanos.
Si Faros había entendido bien a Gaerth, seguirían navegando hasta que murieran.
Pensó en Sargonnas con amargura, en Morgion y en todas las deidades.
—Un dios u otro lo exigirá para sí. ¿No somos todos simples instrumentos de los
dioses?
El gigantesco marino no tenía ninguna respuesta.
Faros contempló al Furia mientras desaparecía hacia su destino y después se dirigió
a proa. No tenía la menor idea de adonde los conducían las naves de Gaerth, pero cuanto
antes la isla se convirtiera en un recuerdo, mejor. A cambio de un barco, tenía víveres y
armas para todos los demás. La rebelión podía seguir según lo planeado.
Y más minotauros podrían morir mientras los dioses los observaban indiferentes.
XIX

ALIANZAS ROTAS

Maritia soñó que seguía prisionera en el camarote de Golgren. Sin embargo, ésa no
era su verdadera pesadilla. Era mucho peor. Al despertarse encontró con el mismo Gran
Señor tumbado a su lado.
Giró sobre sí misma para apartarse, buscando con una mano la daga, que no pudo
encontrar. Para su consternación, Maritia descubrió, entonces, que sólo la cubría una manta.
—¡Te despellejaré vivo! —gruñó a Golgren.
Recorrió todo el camarote con los ojos. Tenía que haber algo que pudiera utilizar
como arma.
El Gran Señor se levantó tranquilamente. Estaba sentado justo a la altura de la
cabeza de Maritia. Esta observó con alivio que el ogro estaba completamente vestido, con
unos calzones de color marrón oscuro y verde, una túnica, una capa y botas altas de piel.
—No pretendía hacerte nada malo —dijo él, sonriendo.
Perfectamente consciente del doble sentido que siempre se escondía en esa sonrisa,
Maritia no se sintió nada tranquilizada. Señaló la única tela que la cubría.
—¿Nada malo? ¿Y esto qué es?
—Tenías heridas que había que curar. Había que quitarte la armadura por tu bien.
—¡Y tenías que hacerlo tú, claro!
Él se echó a reír, un sonido que a Maritia le pareció obsceno.
—No, no. Fue mi sirviente. —Golgren hizo un gesto—. Por favor, mira.
Entre las almohadas, Maritia vio su ropa colocada con cuidado. La armadura había
sido meticulosamente arreglada. Su espada estaba al lado… y, junto a ella, la daga de su
padre. Las tres cosas acababan de ser limpiadas.
—Nagroch dijo mentiras. Tenía la daga.
—Como yo dije. —Apartándose la melena suelta, Maritia sacó los dientes—. Me
gustaría vestirme.
Golgren le dio la espalda, un gesto que demostraba su confianza y su poder.
Todavía con pasos vacilantes, Maritia se acercó a su ropa. El Gran Señor
contemplaba la pared del camarote con gran educación. Cuando se hubo puesto el peto y el
brial, la minotauro dijo de mal humor:
—Si deseas volverte y mirarme, ya puedes hacerlo.
Mientras se giraba, Golgren hizo una reverencia al estilo de un cortesano humano.
A veces se vestía como un elfo; en ese momento, se inclinaba como un humano. Maritia se
preguntó a qué otra raza imitaría a continuación. El Gran Señor era un ogro extraño, una
contradicción en ocasiones.
—¡La reina guerrera! —exclamó el ogro con grandilocuencia—. ¡La vencedora!
—Prisionera —repuso ella secamente—. La traicionada.
—No hay traición alguna, Maritia. Este humilde servidor se aseguró de que no
siguieras a tu padre y a tus hermanos al Campo de los Cuervos.
Maritia supo a qué se refería. El Campo de los Cuervos era un mundo del mas allá
donde los ogros creían que los héroes de su raza luchaban en batallas épicas y eternas.
Enormes animales carroñeros devoraban a los vencidos, cuyos huesos se alzaban de nuevo
al amanecer de cada día. Entonces, volvían a unirse al combate, con el afán de que el
alimento de los carroñeros fueran los otros y no ellos. Para los ogros, aquél era el paraíso de
los guerreros.
Sin embargo, para Maritia era el infierno de la raza de Golgren. Ella esperaba que
cualquiera que fuera la vida después de la muerte que hubieran encontrado su padre y sus
hermanos, fuese mejor que aquella batalla caótica y sin sentido. Maritia se inclinó hacia sus
armas, sin dejar de mirar a su acompañante. Golgren abrió los brazos para mostrar que ni
siquiera llevaba una daga. Sin sentirse del todo segura, ella se colocó el cinturón. Maritia
comprobó si su espada había sufrido algún daño o desperfecto, pero no vio ninguno.
—Tus mismos guardias la limpiaron —le informó el ogro.
—Evidentemente. —Miró a Golgren a los ojos. El ogro tenía una mirada penetrante
que casi le hacía temblar—. Lo que no es tan evidente es lo que piensas hacer conmigo
ahora.
—¿Ahora? Puedes irte… como prometí.
—¿Eso es todo? ¿Salgo de este camarote y subo a un bote que me lleve de vuelta a
mi flota?
Su sonrisa se llenó de colmillos.
—A tu flota no, ¡oh, no!
La mano voló a la empuñadura de la espada,
—¿Qué?
Golgren señaló hacía la puerta.
—¡Por favor! Todas las respuestas están fuera.
—Tú delante, entonces.
Con una risita inquietante, el Gran Señor se encaminó hacia la puerta. Cuando se
abrió, al otro lado apareció un centinela peludo.
El guardia se agachó para mantener la cabeza más baja que la de Golgren.
Sin alejar los dedos de la espada, la comandante de la legión siguió a Golgren al
exterior. Lo primero que vio fueron decenas de ogros. Era como si todas las criaturas a
bordo del barco estuvieran esperando su entrada. Sus propios guardias estaban arrodillados
cerca de la proa. Con expresión avergonzada por no haber sido capaces de protegerla,
inclinaron la cabeza hasta que casi tocaron la madera de la cubierta con la punta de los
cuernos.
—Levantaos —ordenó Maritia entre dientes—. Sois minotauros.
Obedecieron de inmediato. A Maritia no se le ocurría qué podían haber hecho para
evitar todo lo sucedido, y sacrificar sus vidas le parecía un desperdicio.
Golgren señaló hacia estribor.
—Por aquí, hija de Hotak.
Flanqueada por sus guardias, Maritia avanzó entre los ogros, que se apartaban a su
paso. Se detuvo en seco, ahogando un grito. Un pequeño bote se bamboleaba sobre el agua.
Al otro lado de la barandilla no se veía ningún otro barco. Un pequeño punto de tierra, que
ni siquiera merecía el nombre de isla, era lo único que rompía el paisaje interminable de
agua.
Saltó hacia Golgren, lo que hizo que muchos ogros lanzaran un gruñido y que sus
propios guardias se dispusieran a pelear.
—¿Adónde nos habéis traído?
Imperturbable, el ogro respondió:
—No muy lejos, no muy lejos. El último viaje será corto. —Golgren levantó el
muñón para señalar la roca abandonada—. Allí solamente.
—¿Y después qué?
—Después nos vamos. Los Uruv Suurt vienen.
—¿Después os vais? —Maritia arrugó la frente.
—Volvemos a Kern. La caza…, la caza es toda tuya, Maritia. El rebelde Faros es
tuyo… Si lo atrapas, es tuyo.
—¿Por qué olvidas tu venganza? ¿Por qué…?
—Por favor, el bote —dijo Golgren con un gesto.
Maritia se quedó mirándolo, sin lograr comprenderlo. Él le devolvió la mirada con
una sonrisa sombría.
—Vamos —ordenó por fin a sus soldados. Decidiera lo que decidiera el ogro, ella
tenía su misión muy clara. Debía dar caza a Faros.
Al mirar por encima de la barandilla vio a los seis enormes ogros que estaban a los
remos. Uno de los guardias bajó, seguido de cerca por Maritia. Cuando ya llegaba al bote,
el segundo guardia empezó a descender por la escala de cuerda. Y a continuación, para su
sorpresa, Golgren también empezó a bajar.
Maritia se sentó y observó cómo descendía el ogro mutilado. Tenía que admitir que
Golgren se movía con mucha agilidad a pesar de su problema. Era fuerte y taimado. Si en el
combate hubiera tenido que enfrentarse al Gran Señor, se preguntaba si el resultado habría
sido otro.
—No era necesario que nos acompañaras —señaló la hija de Hotak cuando el líder
de los ogros se sentó a su lado.
—¿No? —repuso él, con semblante lúgubre. Después bramó a un ogro que sostenía
un látigo en la proa—. ¡Tyraq i gero! ¡Kya ne! ¡Kya ne!
El ogro hizo restallar el látigo. Lanzando un gruñido al unísono, los remeros se
pusieron a trabajar. Sus músculos se tensaron al enfrentarse a la corriente. Preguntándose
adonde se dirigirían, Maritia admiró la fuerza de los remeros. La corriente era muy fuerte e
incluso para un minotauro habría sido difícil dominarla.
El islote no parecía menos inhóspito al verlo desde más cerca. No había nada en el
paisaje que Maritia pudiera identificar.
Uno de los guardias se inclinó hacia ella, susurrando:
—¡Esto es un truco, señora! ¡Quieren matarnos!
—¡Cállate, Rog!
Golgren fingió que no había oído la conversación, pero Maritia no se dejaba
engañar. El ogro confiaba en que ella mantendría controlados a sus guerreros, así como ella
confiaba en que él haría lo mismo.
El bote pegó un salto. Se había detenido, y los ogros empezaron a saltar al agua.
Golgren se levantó con gran solemnidad.
—Por favor, a la orilla —ordenó.
El otro guardia de Maritia salió del bote y después le ofreció su ayuda. La mayoría
de los ogros estaban ya en la costa. De repente, Rog lanzó un rugido. Su hacha voló y se
clavó en uno de los ogros que todavía estaban en el bote. El segundo remero se estiró para
coger su arma.
Al momento, el resto de guardias de Golgren rodeó a Maritia y a su otro soldado. La
minotauro logró desenvainar la espada y herir a uno de los atacantes en el costado, pero
pronto quedó atrapada entre todos los cuerpos. La hija de Hotak vio que el Gran Señor
cogía el hacha de uno de sus soldados. Con gran frialdad y destreza, la lanzó a la espalda de
Rog.
La hoja voló girando sobre sí misma y se clavó con terrible precisión en la nuca de
su objetivo. Se oyó el chasquido del hueso. El legionario cayó pesadamente al agua.
Golgren ladró una orden a sus guerreros. Los ogros que aprisionaban a Maritia
retrocedieron. El guardia que le quedaba se puso a su lado. Le sangraba profusamente un
brazo, debido a una terrible herida que tenía cerca del hombro. Después de una señal de la
comandante de la legión, los dos minotauros bajaron las armas y esperaron.
El Gran Señor chasqueó los dedos e hizo que los ogros formaran dos filas a ambos
lados de los minotauros. Mientras avanzaba con paso airado a la cabeza del grupo, miró a
Maritia con tristeza.
—Lamentable —fue su único comentario.
Tardaron un rato en llegar al centro del islote. Allí, Golgren indicó que los dos
prisioneros —pues Maritia pensaba que volvían a ser prisioneros— debían quedarse en un
punto.
—Aquí —le dijo a Maritia—. Esperad hasta que el bote esté lejos.
No le respondió, pero era evidente que el ogro estaba muy satisfecho. Miró a uno de
sus subalternos, que llevaba un pequeño morral de piel que Maritia no había visto en el
bote.
Cuando el tosco guerrero lo tiró sin muchas contemplaciones a los pies de la hembra
de minotauro, Golgren añadió:
—Para el hambre y la sed.
Maritia no se molestó en recoger el morral. El Gran Señor mandó a los demás ogros
de vuelta al bote, haciendo que sólo dos se quedaran con él.
—Muy lamentable —dijo de nuevo, esa vez sonriendo abiertamente.
—No, no es lamentable. Es un error terrible por tu parte —dijo ella—. No lo
olvidaré, Golgren.
El ogro parecía dolido.
—No, no me olvides. Adiós, Maritia. Deseo que combatas bien contra la sangre de
Chot. Que muchos enemigos mueran aullando a tus pies.
—Así será… y algunos serán ogros.
El Gran Señor soltó una risita y, después de hacer una profunda reverencia, se alejó.
La comandante de la legión contempló con amargura cómo su aliado la abandonaba en
aquel islote batido por el viento. Su mirada se clavó en la espalda del ogro.
—¿Vamos tras ellos, mi señora? —preguntó el guardia.
—¿Para qué? ¿Para luchar con mucha gloria pero fallar al imperio de mi padre
muriendo aquí? Ya habrá tiempo para los ogros, créeme. Ahora tenemos otras cosas de las
que preocupamos. Hay una rebelión que debemos aplastar… y un linaje maldito que
debemos extinguir.
Golgren observaba la bandera que ondeaba en lo más alto de su barco, orgulloso del
diseño del que él mismo era responsable. El viento hacía que pareciera que la mano cortada
se movía, clavando la daga incansablemente. Cada cuchillada era una herida mortal para
algún rival, algún enemigo…
La suerte estaba echada. Por fin, se había roto el pacto con los Uruv Suurt. Era
inevitable que llegara ese día, aunque no de la manera en que lo había hecho. Lady Nephera
y sus poderes oscuros se habían convertido en una carga más pesada de lo que estaba
dispuesto a soportar y aquella debacle le había costado a Golgren más de lo que él habría
querido. Nagroch no había estado a la altura y, al fin y al cabo, quizá la hija de Hotak le
había hecho un favor al derrotarlo. No había sido el desenlace que el Gran Señor esperaba,
pero descubrió que le había gustado más, por lady Maritia.
Sus enemigos pensarían que entonces era más débil, pero Golgren había planeado
muy bien esa oportunidad. Ni siquiera los poderes infernales de la compañera de Hotak
podrían alejarlo de su objetivo final. Tenía otros métodos, otras fuentes de poder a las que
recurrir. Quizá sus rivales lo considerarían una presa fácil, pero él sería como el jakary, el
reptil largo y delgado, de enormes fauces, que engañaba a sus presas con su aspecto
enfermizo para después clavarles los colmillos envenenados cuando menos se lo esperaban.
El potente veneno del jakary no tardaba más que unos segundos en matar. Golgren
intentaría ser igual de rápido.
Como siempre, había más de un motivo detrás de las acciones del Gran Señor.
Maritia seguía sirviendo a un propósito, uno muy importante. Que se dedicara a perseguir al
maldito Faros y derramara mucha sangre de Uruv Suurt. Golgren quería que muchos,
muchísimos minotauros se vieran arrastrados al conflicto antes de que terminara. De hecho,
legiones que eran cruciales ya habían abandonado Ambeon…, la hermosa Ambeon, o como
al Gran Señor le gustaba pensar en ella, Dyr ut iGolgrenarok, el Reino del Poder de
Golgren, un nombre mucho más adecuado que aquel que honraba a un rey inútil y venido a
menos de los Uruv Suurt.
El bote llegó junto al barco. Mientras Golgren subía, sin dejar que lo ayudaran, se
detuvo para contemplar la isla que había dejado atrás. El trato que había hecho con el
capitán de la flota imperial le daría el tiempo necesario para alejarse. Sus otras naves hacía
mucho que se habían ido de aquella zona. Los Uruv Suurt irían a recoger a su comandante y
después partirían a combatir contra sus propios congéneres.
Quien ganara la guerra era algo que, a largo plazo, a Golgren no le importaba. Se
permitió una amplia sonrisa al imaginar el destino de la colonia imperial de Ansalon. Sus
hordas atacarían por sorpresa. Los Uruv Suurt que vivían allí sustituirían a los esclavos que
había liberado Faros.
Había muchos planes que desarrollar, muchas cosas que hacer. Los Uruv Suurt, los
minotauros, se creían los hijos del destino, pero se equivocaban. Sólo había un hijo del
destino, aquel que gobernaría a todos.
Y Golgren estaba dispuesto a aceptar humildemente esa carga…
El Señor de las Tormentas llegó varias horas después, demasiado tarde para atrapar
al Mano de Golgren. El sol estaba a punto de ponerse por el horizonte. Un atribulado
capitán Xyr fue al encuentro de Maritia mientras ésta subía a su buque insignia.
—Deberíamos haber tomado su barco al asalto, señora. —Le ofreció el hacha y la
nuca—. Fallé a vuestro hermano y ahora os fallo a vos. Estoy a vuestra merced. —El
marino se agachó ante ella.
Maritia rechazó el arma y le perdonó la vida.
—No desperdiciaré tu sangre, capitán. Levántate. Hiciste lo que te pareció correcto.
—Resopló—. Seguramente, yo habría hecho lo mismo.
—Gracias, señora.
—¿Dónde está el resto de la flota de los ogros? —preguntó después—. ¿Todos han
huido?
—Todos los barcos sin excepción. Yo diría que el Gran Señor está reuniéndose con
ellos en estos momentos.
—Pues entonces eso es todo…, por ahora. Partamos, capitán —repuso Maritia
secamente—. Tenemos que unirnos a los demás. Los rebeldes nos esperan.
—Sí.
Maritia calculó el tiempo.
—¿Cuántos días hemos perdido, capitán?
—Cinco.
La minotauro estaba perpleja.
—¡Demasiados! Estuvieran donde estuvieran los rebeldes antes ya no los
encontraremos allí. Por el hacha de mi padre, ¡quizá hayan avanzado hasta el corazón del
reino!
El capitán parecía más afligido aún.
—Lo mismo he pensado yo, mi señora.
—¿Ha llegado algún mensaje, o señal de mensaje, procedente de Nethosak?
—No, señora. ¿Esperabais un pájaro mensajero?
—No —respondió Maritia después de una pausa—. No esperaba nada.
—Con vuestro permiso, haré que nos pongamos en marcha.
—Que así sea.
Mientras el capitán Xyr vociferaba órdenes, Maritia se retiró a su camarote. Sus
mapas y notas seguían allí. Dos centinelas la saludaron, y uno de ellos le abrió la puerta.
Pero cuando volvió a cerrarse, la oscuridad de la estancia la sobresaltó. Maritia sintió un
escalofrío y se echó a temblar. Se imaginó el rostro de Golgren sonriendo entre las
sombras. Maldiciendo con la habilidad propia de un legionario veterano, la hija de Hotak se
apresuró a encender la lámpara de aceite redonda que colgaba cerca de la mesa de roble. La
luz arrinconó sus miedos.
—Mucho mejor así —murmuró para sí.
Como su padre y su hermano Bastion habían hecho antes que ella, apenas guardaba
objetos personales en su camarote. En la pared cerca del catre tenía un espacio para colocar
el hacha y la espada. En una repisa se alineaban algunas botellas de vino y un bote de
arcilla con tiras de carne de cabra conservadas en sal. La mesa en la que discurría sus
estrategias dominaba la habitación; era un mueble cuadrado, macizo, sujeto al suelo con
clavos. Los mapas y sus anotaciones, todos colocados bajo pesos, esperaban abiertos para
su estudio. Algunos pergaminos se habían desplazado a pesar de los pesos, y Maritia dedicó
un momento a organizar sus papeles. Para cuando había acabado, ya había tomado una
decisión. Los rebeldes estaban en algún punto del imperio. Si intentaba seguir su pista,
podía acabar en el otro extremo del reino.
—A él no le va a gustar —murmuró— y a ella tampoco.
Maritia no sabía si su hermano y su madre estarían de acuerdo, pero sentía que no le
quedaba ninguna otra opción. Tenía que seguir sus instintos, y éstos sólo la dirigían en una
dirección.
Un grito hizo que acudiera uno de los guardias.
—¿Señora?
—¡Que venga el capitán! ¡Ahora mismo!
Un momento después, Xyr entraba apresuradamente. Jadeaba un poco, estaba claro
que había estado haciendo algún trabajo duro.
—¿Sí, lady Maritia?
—En cuanto nos reunamos con los demás, quiero que tomemos una nueva
dirección. —Señaló el mapa con el dedo—. ¡Tenemos que llegar aquí lo antes posible!
¡Todo puede cambiar en cuestión de segundos!
El capitán miró el punto que señalaba.
—¿Sargonath? ¿Planeáis regresar a Ambeon?
—No, pero necesitamos refuerzos para llevar a cabo mis planes. No puedo
conseguirlos en Ambeon… —Maritia no se atrevía a buscarlos en Ambeon, no con Pryas
ansioso por usurpar su lugar y Golgren actuando de forma impredecible—. Hay dos
legiones destinadas aquí y aburridas sin nada que hacer. ¡Podemos recogerlas y después
partir hacia Nethosak!
—¿Nethosak? —Xyr cada vez estaba más confuso—. ¿Vamos a la capital? ¿Y los
rebeldes?
Maritia asintió con gravedad.
—Faros Es-Kalin sólo quiere volver a casa. Déjalo. Cuando llegue, lo menos que se
merece es que le demos la bienvenida… clavándole un hacha en el pecho.
XX

EL DON DE MORGION

Cientos de fantasmas se arremolinaban alrededor de Nephera, todos querían


transmitirle alguna información de suma importancia, pero la suma sacerdotisa no tenía
tiempo para ellos en ese momento. Con los Defensores al frente de la mayoría de las
colonias, no le cabía duda de que cualquier pequeña crisis sería superada.
El ogro la había traicionado. La traición que Nephera ya esperaba había llegado
muy pronto, pero ella no se desmoralizaba.
—Para mí no eres más que un gusano —susurró a la lejana figura del Gran Señor
Golgren—, y cuando me apetezca, te aplastaré como a un bicho sin importancia.
Habría cumplido su amenaza ese mismo día si Faros no hubiera sido una
preocupación más acuciante. Pertenecía al linaje del antiguo emperador y era el héroe, si
bien inepto, de un dios rival.
Nephera miró la visión que ondulaba en el cuenco. A través del líquido rojo observó
cómo El Señor de Las Tormentas corregía su camino para unirse al resto de la flota.
—Primero Kolot, después Bastion y ahora tú, mi Maritia. Mis hijos están siendo
una decepción. —La figura cadavérica tocó la superficie del fluido, que empezó a agitarse
más violentamente—. Pero el castigo y la redención pueden esperar.
Maritia había tomado una decisión muy importante ella sola: había decidido que en
vez de perseguir a los rebeldes, dejaría que ellos acudieran a su encuentro. Pero tal vez la
hija de Nephera había elegido la mejor opción sin saberlo. Allí, en Nethosak, todo estaba a
favor de Nephera. Faros navegaría hasta el corazón del imperio para enfrentarse a una
fuerza más terrible que la de Maelstrom.
Pero ¿dónde estaba la flota rebelde? Tenía que seguirla muy de cerca y, por alguna
razón, había vuelto a desaparecer.
—¡Takyr!
—Señora…
Como solía hacer, el monstruoso espectro se materializó pegado a ella. La suma
sacerdotisa lo miró con ojos tan espantosos como los de cualquier fantasma. Cada vez los
tenía más hundidos, reflejo de sus progresos en las enseñanzas de Morgion. Miraban
nerviosamente a un lado y otro, acostumbrados como estaban a las incesantes visitas del
espíritu condenado de su compañero.
Incluso en ese momento, mientras hablaba, los ojos de Nephera giraban intranquilos
en busca de la sombra maldita.
—Transmite el mensaje a todos los demás. Haz que entiendan que no puede haber
ninguna excepción. Tienen que encontrar a los rebeldes de Sargonnas, localizar al que
responde al nombre de Faros y hacerme saber su paradero. ¡Todas las demás órdenes serán
supeditadas a ésta! ¿Entendido?
La sombra encapuchada asintió lentamente, y después respondió con voz sonora:
—El imperio no descansa… La construcción de los templos agota todos los
recursos…
—¡Todas las órdenes anteriores se supeditarán a ésta! —La mano esquelética de la
sacerdotisa se lanzó al cuello de Takyr, y aunque ya estaba muerto, el temible espectro se
encogió, tembloroso—. ¡Lo demás es irrelevante! ¡Los Defensores conocen sus órdenes!
¡Seguirán levantando los templos al Único y convirtiendo a la plebe! Todo recuerdo de los
dioses del pasado, en especial del Señor del Cóndor, debe ser arrancado de la mente de
nuestros congéneres…
Con el tiempo, Morgion se convertiría en el dios dominante: primero para los
minotauros, después para todas las criaturas. Nephera no se preguntaba si sus ideas eran
posibilidades reales o locuras. Hacía mucho tiempo que había dejado de pensar en todo,
menos en su deidad.
De hecho, no faltaba demasiado para el siguiente sacrificio. En ese mismo
momento, los elegidos se dirigían al templo. Acudían en secreto; entrarían en el enorme
edificio a través de una serie de pasadizos ocultos construidos por los que habían precedido
a la suma sacerdotisa. A Nephera le divertía mucho la ironía de que los sacerdotes de
Sargonnas hubieran construido los medios que ella necesitaba para vencer a su señor.
Takyr desapareció sin decir nada más. Nephera contempló con embeleso los
gigantescos símbolos del culto de los Predecesores que decoraban su cámara; sólo sus ojos
veían el hacha al revés que estaba sobre ellos. Un ruido sobre la piedra la sobresaltó.
Intentando tener el aspecto más agradable posible, Nephera se quitó la capucha y se ahuecó
la melena. La suma sacerdotisa cubrió el cuenco con una seda negra y esbozó una sonrisa
para recibir a sus invitados.
El muro de la derecha se abrió; por el hueco rectangular apenas cabía un minotauro.
La figura larguirucha que entró en primer lugar se hincó de rodillas en cuanto vio a
Nephera.
—Mi querida señora —murmuró Lothan. Bajo la gruesa capa marrón de viaje que
llevaba podía adivinarse la túnica gris—. Nos honráis esta tarde. Jamás creí que yo viviría
esto, a pesar de mi lealtad inquebrantable, que conocéis.
Nephera no le tocó en la frente, como hacía cuando bendecía a sus fieles, sino que le
frotó un lado del hocico. Lothan intentó dominar el éxtasis que sentía, pero incluso así
tembló de placer de pies a cabeza.
—El querido, amado, fiel Lothan… Esta noche te prometo que ganarás mi gratitud
eterna. Esta noche recibirás la recompensa a tantos años de entrega.
—Me siento tan honrado.
Se levantó cuando entró una segunda figura. La impecable hembra de minotauro, de
más edad, vestía una túnica idéntica a la de Lothan, pero debajo llevaba un peto reluciente y
un brial que la identificaban como miembro de la flota.
—Almirante Sorsi —saludó Nephera, alargando el brazo.
Sorsi se arrodilló y tomó la mano de la suma sacerdotisa.
—Entrego mi vida al culto, mi señora —dijo con voz chirriante.
—Así será, así será.
Aparecieron otros tres minotauros en poco tiempo, todos ellos pertenecientes a la
más alta jerarquía del imperio. Esa noche sabrían la verdad sobre Morgion.
—Faraug…, Lesta…, Timonius… —Los tres inclinaron los cuernos al oír su
nombre: un mercader, una consejera y el patriarca de una de las casas más leales.
—Realmente es un honor —dijo con voz entrecortada Lesta, una joven minotauro
de mirada acerada. No hacía mucho que se había convertido, pero su diligencia y devoción
dejaban en mal lugar incluso a Lothan.
—Soy yo quien se siente honrada con vuestra presencia, la de todos vosotros.
Habéis servido bien, con gran lealtad, incluso en los tiempos difíciles. Ahora es el momento
de conquistar el mundo para nuestro dios.
—¿Conoceremos al dios, entonces? —murmuró el corpulento Faraug—.
¿Conoceremos la verdad?
—¡Conoceréis el rostro y el amor del dios, hijos míos! —la suma sacerdotisa,
mirándolos uno a uno—. Conoceréis la perfección y entenderéis que tal perfección merece
la devoción total.
Algunos de ellos parecían un poco perplejos. No obstante, pronto lo comprenderían.
Cuando Morgion los bendijera, lo entenderían todo.
—Se acerca el momento —les dijo Nephera. Señaló hacia el centro de la habitación,
donde se habían tallado con sumo cuidado los símbolos de los Predecesores—. Por favor.
Vuestros sitios.
Fueron hacia los cinco puntos señalados en los símbolos. Tres se situaron en la
cabeza, el extremo y el centro del hacha. Los otros dos se colocaron en el ala y la cabeza de
la amenazadora ave.
Nephera se puso entre el hacha y el pájaro. En cuanto se hubo colocado, su sonrisa,
que había lucido hasta entonces, desapareció. Las antorchas que iluminaban la estancia
suavizaron su luz, aunque la habitación no se oscureció. Un inquietante resplandor plateado
emanaba de los gigantescos símbolos que colgaban sobre la silla vacía de la suma
sacerdotisa, en el estrado. El viejo Timonius dejó escapar un gruñido de sorpresa, pero fue
el único en romper el silencio. Los cinco estaban extasiados ante esa clara señal de la
presencia del dios.
Alzando las manos, Nephera se abrió al terrible señor al que servía. Sentía su
proximidad. Comparada con él, toda la raza de minotauros eran simples cucarachas. Que su
dios la honrara con una diminuta parte de su gloria era un acto tan generoso que las
lágrimas acudieron a sus ojos, algo que no era la primera vez que le sucedía.
Nephera dibujó con el dedo el símbolo del hacha al revés. A su paso, la uña dejaba
una llama de un intenso verde. Cuando terminó el hacha, describió alrededor una estrella de
cinco pumas. En cuanto acabó la estrella, el hacha se iluminó. De cada punta de la estrella
salió un zarcillo de luz que buscaba a uno de los convocados.
—Qué… —empezó a decir Lothan, pero no pudo continuar, pues en cuanto los
zarcillos tocaron a cada uno de los cinco minotauros, éstos se quedaron paralizados.
Lady Nephera caminó en círculo para contemplar a sus fieles y en sus rostros leyó
el miedo y la duda. Sonrió para que se sintieran seguros.
—¡Está con nosotros, nos rodea por todas partes! —dijo—. Abríos para ver y sentir
al Único…
En la mente de cada minotauro resonó tina voz.
—Conocedme…, conocedme…
Y el señor de la torre de bronce se reveló a cada uno de ellos.
—¡Que los dioses nos protejan! —exclamó Faraug.
Lothan sacudió la cabeza. Lesta reflejaba una intensa devoción La almirante Sorsi
hizo rechinar los dientes y Timonius únicamente miraba fijamente al vacío.
—Soy Morgion… —continuó la voz—. Soy el fin de todas las cosas…
Faraug intentó liberarse, y eso provocó el disgusto de Nephera. Los cinco habían
sido elegidos por orden de Morgion. Habían sido honrados. Si no alcanzaban a entenderlo,
sería peor para ellos.
Se alzó hacia las imágenes llameantes y, murmurando para sí, hizo que se
invirtieran. Sorsi aulló. Timonius se balanceaba como si una mano gigante e invisible lo
sacudiera. Lesta era la única que no se movía, quizá porque su devoción era tan fuerte que
permanecía intacta tras la revelación de la identidad de su dios.
—Me serviréis —continuó la voz del terrible dios— y, con vuestro sacrificio,
serviréis a nuestra suma sacerdotisa.
—¿Sacrificio? —preguntó Lothan—. ¡Mi…, mi señora Nephera! ¿Qué…?
—No pasa nada, querido Lothan —contestó ella, formando un cuenco con las
manos y poniéndolas bajo los símbolos ardientes—. Esto hará que os ame más todavía. Os
amaré más todavía.
—¡El Señor de la Putrefacción no! —murmuró la almirante—. ¡No por…!
Sus palabras se perdieron en un chillido angustioso. Timonius se unió a su grito, y
después, fue la voz de Faraug la que se alzó en el coro de lamentos. Sólo Lesta seguía en
silencio, aunque las lágrimas corrían por sus mejillas.
—Sabed que, gracias a vuestras acciones, el templo será más poderoso —les
informó la suma sacerdotisa—. El imperio será más poderoso.
A Nephera no le importaba lo más mínimo que no la oyeran por culpa de los gritos.
Ya estaban en comunión con su dios, algo que suplicaban desde hacía mucho tiempo.
—Habréis servido al Único como pocos lo han hecho.
Tras esas palabras, cogió la pequeña hacha por el mango.
Sobre ella, los enormes símbolos brillaban con tal intensidad que incluso Nephera
tuvo que protegerse los ojos. El hacha le abrasaba la carne, pero si ella sufría, ese
sufrimiento no podía compararse con la agonía que sentían los cinco minotauros.
Aparecieron pústulas sobre sus cuerpos y la piel de los elegidos se cubrió de heridas, que
después se abrieron. De ellas manaba un pus verde y amarillento que corroía la carne. En
pocos segundos, era imposible reconocer minotauros en esas figuras, a no ser por los
cuernos. El pus se había comido los hocicos. La carne putrefacta caía a tiras. Durante todo
el proceso, los aullidos no cesaban. Incluso Lesta se unió a ellos.
El fuego verde que rodeaba la pequeña hacha lucía con más fuerza. Quemó los
dedos de Nephera. Sin embargo, ésta no sentía dolor, pues había entrado en éxtasis.
Entonces, por encima de cada uno de los elegidos, se alzó un espeso y horrible humo. Los
zarcillos lo absorbieron, y mientras lo hacían, el hechizo llegaba al final. Lanzando un
último aullido, la almirante Sorsi se retorció como un trapo que se escurre. Su carne, sus
tendones, sus huesos, todo se derritió. El peto reluciente se cubrió de roja herrumbre y la
capa se pudrió.
Los cuerpos de los elegidos se desplomaron. Cuando los zarcillos arrancaron lo que
buscaban —los espíritus—, lo poco que quedaba de su caparazón mortal cayó para formar
montones horrendos. La armadura de Sorsi tintineó sobre el suelo de piedra, y el peto
oxidado se partió en dos.
Los zarcillos se encogieron en la estrella, y la estrella desapareció en el hacha.
Respirando con dificultad y con los ojos anegados en lágrimas, Nephera seguía asiendo su
creación, aunque tenía la mano quemada y retorcida. De repente, el fuego se apagó. Los
símbolos de los Predecesores seguían luciendo con el brillo plateado, pero su intensidad
disminuía.
Sólo se oía la respiración de Nephera. Sin prestar atención a su mano dolorida,
contempló, asombrada, lo que Morgion había hecho a través de ella. En la palma de su
mano se dibujaba el símbolo del terrible dios; el contorno todavía brillaba. No era mayor
que el que le marcaba el pecho, pero podía percibir su increíble poder.
—Está hecho… —susurró con voz rasgada—. Está bien.
—Está bien… —convino la voz en su mente.
Mirando hacia los símbolos de los Predecesores, se hincó de rodillas en muestra de
gratitud.
—Te doy las gracias, mi señor…
—Cinco noches… Las lunas estarán en conjunción dentro de cinco noches… El
cenit de esa noche…
—Entiendo.
Sin más, la presencia de Morgion se desvaneció. Sintió el desasosiego que la
embargaba cada vez que la unión con el dios llegaba a su fin, pero en aquella ocasión la
deidad le había dejado parte de sí. Con el rabillo del ojo, Nephera vio los restos de los
elegidos. Morgion había exigido que, para concederle lo que le reservaba, tenía que
sacrificar a valiosos fieles.
La desaparición de los cinco minotauros, especialmente la de Lothan y la de la
almirante Sorsi, no pasaría inadvertida. Pero siempre estaban los rebeldes para echarles la
culpa. Eso, a su vez, le permitiría, a través de Ardnor, ordenar que los Defensores y los
guardias del reino se abalanzaran con más determinación sobre los que ella consideraba
sospechosos.
Se oyó un leve tintineo donde había estado la almirante; los trozos herrumbrosos de
la armadura todavía temblaban. Curvando sus monstruosos dedos sobre la diminuta hacha,
la suma sacerdotisa invocó su poder.
Una ráfaga de viento recorrió toda la cámara. Agitó los ropajes de Nephera, pero
aparte de eso lo único que tocó fueron los restos horrendos de los fieles. Como si fuera un
perro de caza alimentado por su ama, el viento absorbió primero uno de los montones,
después otro. Velozmente hizo desaparecer todas las pruebas de lo que había sucedido,
alzadas por lo alto.
Nephera describió un círculo con el dedo, y el viento giró más de prisa. Polvo,
esquirlas de hueso y trozos de metal marrón se movían sin descanso. Cuanto más
velozmente soplaba el viento, más compacta era la masa de desechos. Formó una chimenea,
un pequeño tomado.
Tan repentinamente como se había levantado, el viento amainó. Con él se fueron los
espantosos restos de lo que allí había pasado. Nephera mostró los dientes, embargada por el
placer en una sincera sonrisa.
Con los asuntos insignificantes ya resueltos, la suma sacerdotisa volvió a
contemplar con embeleso el regalo de Morgion. Sólo tenía que esperar cinco noches.
Cuando pudo volver a pensar con claridad, Faros supo que los rebeldes ya habían
salido del hechizo que rodeaba la isla de Gaerth. La confirmación llegó unos minutos
después, pues de repente los tres barcos que los guiaban se desviaron. No hubo ninguna
señal, ninguna advertencia. Aquellos minotauros no querían nada del imperio ni de los
rebeldes, y Faros no quería nada de ellos.
—No logro avistar tierra firme a nuestras espaldas —señaló el capitán Botanos—.
Sé que por lo menos deberíamos ver el contorno de la isla desde aquí, pero ni siquiera los
catalejos son de ayuda.
—Déjalo. Olvídalo.
Faros miró el sol del atardecer. La noche ya se cernía sobre ellos, aunque eso daba
igual. Los minotauros eran excelentes marinos. Las estrellas eran puntos de referencia
perfectos.
—Lo que necesitamos descubrir ahora es en qué lugar nos encontramos.
—Seguramente al este del imperio —sugirió Botanos. Gruñó—. O al noroeste… o
al suroeste.
El líder de los rebeldes pensó en desenvainar la espada para ver si podía guiarlos,
pero entonces sus ojos se posaron en el anillo. El anillo del general Rahm. El anillo de
Sargonnas. Emanaba un tenue resplandor.
Lo levantó a la altura del pecho.
—Enséñame el camino, te lo ordeno.
Pensando en Mithas, pensando en un hogar que ya no existía y en una familia que
ya no lo recibiría, Faros se volvió hacia el este. El brillo no aumentó. Sin dejarse llevar por
el desánimo, el minotauro se giró un poco más. Nada.
Botanos lo observaba sin disimular su asombro. A Faros se le hincharon las aletas
de la nariz al pensar en lo ridículo que debía de estar. De todos modos, siguió intentándolo.
Cuando la gema negra centelleó, le sorprendió su brillo. Faros sonrió con expresión
de triunfo. Aquella vez no había suplicado ayuda; había exigido obediencia.
—¡Ése es nuestro camino, capitán! ¡Dirijámonos allá!
—Ya están dadas las órdenes —respondió el marino, recuperado de su asombro—.
Sospecho que estamos al este del nordeste. —Su entusiasmo se desvaneció—. Y no hay
dudas sobre la distancia: mucho más lejos de lo que querríamos.
—Levemos anclas de todas maneras. —Faros paseó la mirada del anillo a las
profundas aguas—. Ella nos trajo aquí. También puede ayudamos a volver.
—Ella. —El corpulento minotauro sacudió la cabeza con los ojos muy abiertos—.
Lord Faros…, ¡no estarás pensando en volver a hablar con la Reina de los Mares!
—Mantén el barco en la dirección que te he indicado —dijo Faros, yendo hacia
proa—. Asegúrate de que las órdenes llegan al demás naves. —Miró por última vez el
mástil del Cresta—. Y que nadie me moleste.
—¡Claro! ¡Yo me encargaré de todo sin problemas!
Mientras se acercaba a la barandilla delantera, Faros pensó desenvainar la espada de
Sargonnas, para presentarse lo más imponente posible a la tempestuosa hija del Dios de los
Grandes Cuernos, aunque tal vez a ella le pareciera ridículo. Renunciando al arma, se
asomó por la barandilla. El agua lamía el casco, la oscuridad del fondo era total. Faros no
era un marino curtido, pero sí tenía un sano respeto por el mar… y por su señora.
Frotó el anillo, con la idea de que, de alguna manera, le pondría en conexión con
ella.
—Sé que estás ahí abajo…
El Cresta de Dragón se alzó sobre una gran ola, que lo levantó como si fuera de
juguete. Faros se agarró a la barandilla con más fuerza con la mano derecha. No sería así de
fácil deshacerse de él.
—Sé que estás ahí abajo, Reina de los Mares —repitió el minotauro con firmeza, sin
que sus ojos se apartaran de las aguas—. Sé que me estás oyendo…
Los últimos rayos del sol se hundieron en el horizonte, y el océano se volvió aún
más negro. Cambió la dirección del viento, que empezaba a soplar con más fuerza. El agua
salada saltaba a los ojos de Faros, pero el minotauro no dejó de asomarse peligrosamente al
reino de Zeboim.
—Sabes lo que quiere tu padre —susurró—. Sabes qué es lo que quiero yo.
Atiesó las orejas al oír un leve sonido. Por un momento, Faros creyó haber oído una
risa femenina.
Agarrándose a la barandilla con las dos manos, gritó:
—¡Ríete si quieres, Reina de los Mares! ¡No dejes de reírte cuando la avaricia de
Morgion llegue hasta tu reino! ¿Acaso crees que el Señor de la Putrefacción no codicia los
desaparecidos en tus mares? ¿No entiendes que si toma lo que es de tu padre, también
puede tomar lo que es tuyo?
Faros esperó, pero sólo las olas y el viento le respondieron. Lanzando un gruñido, se
volvió hacia la popa. Aunque necesitaran un año para regresar al imperio, lo conseguirían.
No fracasaría. Había elegido su camino y, pese a que su destino fuera el trono o la muerte,
no se sometería a los caprichos de una diosa tornadiza.
No se había alejado más que unos pasos de la barandilla cuando le pareció volver a
oír la risa. Al mismo tiempo, el viento volvió a cambiar de dirección y el mar empezó a
mecerse de una forma extraña.
La tripulación comenzó a gritar. El capitán Botanos fue a su lado; el marino,
siempre impasible, no podía dejar de temblar entonces.
—¡En el nombre del mar…, en el nombre de ella! ¿Qué has dicho? ¿Qué has hecho?
—¡Sujétate! —le ordenó Faros.
El casco del Cresta crujió siniestramente. Se sintió un golpe que los dejó a todos
temblando y uno de los marinos casi se cae de las jarcias.
—¡La popa! —gritó alguien.
Faros y Botanos echaron a correr. El líder de los rebeldes empujó a un marino
paralizado por el asombro para ver lo que pasaba. Detrás del navío se levantaba una ola
gigantesca. No era tan alta como los mástiles, pero tenía la fuerza necesaria para provocar
muchos daños en el barco si caía sobre él.
—¡Nunca exijas nada a la Reina de los Mares! —exclamó el capitán Botanos—.
¡No se lo permite a nadie!
La ola avanzó hacia el navío. La mayoría de los que estaban en la popa salieron
huyendo, pero algo en el interior de Faros le hizo quedarse quieto y enfrentarse al desastre.
Justo cuando iba a alcanzar al Cresta de Dragón, la ola se partió. Frunciendo el
entrecejo, Faros creyó ver que en la parte más alta se formaban unos dedos de agua. La
oscuridad no le permitía estar seguro de lo que había visto, pero no dudó de lo que vio a
continuación. En vez de aplastar el barco, la ola lo empujó, casi podía decirse que con
delicadeza, por la popa. La embarcación se tambaleó y después empezó a deslizarse hacia
adelante. Al mismo tiempo, las velas se hincharon bajo el viento. El Cresta de Dragón
volaba sobre las aguas a una velocidad que ningún otro barco había alcanzado jamás.
—¡Sujetaos fuerte! —gritó Faros a los demás—. ¡Que bajen todos de los mástiles y
las jarcias!
Frotándose los ojos, miró al resto de barcos. Conociendo el humor cruel de Zeboim,
no le habría extrañado que hubieran quedado muy lejos; pero también ellos volaban sobre
las aguas agitadas con la misma velocidad increíble. Detrás de cada navío, una ola lo
impulsaba.
—¡Por todos los dioses! —Botanos se había atado una cuerda a la cintura para
asegurarse a una barandilla de la cubierta—. ¿Qué le pediste?
—Que nos licuara a nuestro destino, ¡y que lo hiciera de prisa!
—¿Le pediste también que llegáramos de una sola pieza?
Faros no se molestó en contestar, pues eso no lo había pedido Sin embargo,
mientras los demás se aferraban a su preciada vida y, sin duda, rezaban a la diosa para que
se la conservara, él miraba hacia adelante con impaciencia.
El imperio lo aguardaba.
XXI

EL REGRESO AL IMPERIO

Cuando el general Bakkor volvía de su paseo de la tarde, descubrió a un contingente


de soldados que llegaba en dirección contraria. Consciente de que sus tropas no estaban en
esa zona, se aferró a las bridas con nerviosismo. Alrededor, el bosque nocturno se volvió
más oscuro y amenazador.
—Tenemos compañía —informó el musculoso minotauro a sus tres guardias.
—Sí, general —respondió el de más edad.
El comandante de la legión no necesitaba ver el emblema en el peto del primer
jinete para saber que pertenecía a la Legión de Cristal de Kilona. La arrogancia con la que
cabalgaban era característica de los Defensores y los de su clase.
El capitán que lideraba a los recién llegados —cuyo yelmo no lograba disimular que
se había rapado la melena— saludó a Bakkor cuando se acercaron más. El general hizo un
cálculo rápido y pensó que los Defensores debían de ser unos veinte. Veinte contra cuatro.
—¿El general Bakkor, comandante de la Legión de los Wyverns?
—Ya sabes que sí, capitán Tulak —respondió Bakkor con su voz entrecortada y
nasal.
Los legionarios de Tulak se dispusieron a rodear rápidamente al pequeño grupo. Al
mismo tiempo, Tulak anunció:
—General Bakkor, por la autoridad que me otorga el procurador general, Pryas,
estás arrestado por actos y pensamientos de insurrección…
Bakkor hizo un gesto de burla.
—¿Yo? ¿Actos y pensamientos de insurrección? ¡Soy un buen soldado, siempre
leal, como tu querido procurador sabe bien!
—¡Todo signo de resistencia se aplacará con determinación! —manifestó el capitán
con los ojos muy abiertos y la mirada enloquecida.
—¿Te refieres a algo así? —Bakkor desenvainó la espada y lanzó un aullido.
De las ramas saltaron innumerables figuras cubiertas con armadura blandiendo
espadas, hachas y guanteletes con pinchos. El capitán de los Defensores pegó un salto sobre
la silla, al mismo tiempo que muchos de sus guerreros caían de sus monturas arrastrados
por los minotauros que llovían del cielo.
—¡Nunca tiendas una emboscada a un wyvern en el bosque! —ladró el general,
abalanzándose sobre Tulak. Pero el capitán levantó rápidamente su maza, la balanceó
pesadamente, y Bakkor tuvo que adoptar una actitud defensiva.
A lo largo de todo el camino, legionarios luchaban contra legionarios. El guantelete
con pinchos de un wyvern desgarró el hocico de un Defensor. Uno de los guerreros de
Bakkor cayó víctima de un hacha.
—¡Hereje! —gritó Tulak mientras caía sobre el general.
Aunque el Defensor era un buen guerrero, el general Bakkor tenía más experiencia
y mucha habilidad con la espada. Por fin, consiguió rechazar la maza y hundir la hoja de su
arma bajo el brazo del capitán.
Herido en el brazo, el otro legionario dejó caer su arma. Pero incluso con las manos
desnudas intentó asir a Bakkor. Al ver que su enemigo jamás se rendiría, el veterano
general atacó la parte desprotegida de su adversario, bajo el hocico. Llevándose las manos
al río de sangre que le bajaba por el pecho, el capitán leal a Nephera y a los Defensores se
desplomó sobre la montura.
Los demás Defensores siguieron luchando, sin ninguna intención de rendirse, hasta
que los wyverns lograron derrotarlos. Cuando el último de los soldados de Kilona hubo
caído, Bakkor ordenó un merecido descanso. Uno de los minotauros que habían saltado
desde los árboles se acercó a él y lo saludó. Era alto y delgado, y se movía casi con
elegancia.
—¡Todos los elementos de resistencia eliminados, general!
—Bien hecho, Vacek. Te felicito por haberte mantenido a nuestro lado. Se suponía
que tenían que haber venido a por mí media milla antes.
El primer centurión resopló.
—Dejé a la mitad de mis guerreros allí y la otra mitad aquí. Pensé que los
atraparíamos en medio, pero esto también salió bien.
—Sí… —Bakkor miró los cadáveres desperdigados—. ¿Bajas?
—Siete contra sus veintiuna. Tenemos cuatro heridos, dos graves. Lucharon bien
para ser atacados totalmente por sorpresa.
El general gruñó.
—Minotauros contra minotauros…, claro que lucharon bien. ¿A dónde nos llevará
todo esto…? ¿Dónde está ese honor que Hotak prometió devolver al imperio?
Vacek se encogió de hombros.
—En el deber de su hijo.
—Donde desaparecerá. —Bakkor miró con expresión grave en la dirección de la
ciudad que entonces se llamaba Ardnoranti—. El procurador general nos ha obligado a
esto. Hacédselo saber a todos los demás. Ese maldito Defensor no va a quedarse de brazos
cruzados.
El primer centurión asintió.
—Sí, general. Ahora mismo.
—Espera un momento, Vacek. —El comandante de la Legión de los Wyverns echó
las orejas hacia atrás—. Habla con los demás. Asegúrate de que entienden lo que estamos
haciendo aquí. Hablaron todos los suboficiales y los legionarios.
—Sí, general. Estamos protegiendo el auténtico imperio.
—Protegiendo el auténtico imperio… Sí. Es una buena manera de decirlo. Ya
puedes irte.
Mientras el oficial se alejaba, el general Bakkor limpió la hoja de su espada.
—Protegiendo el auténtico imperio —repitió a uno de sus guardias personales—.
Me pregunto si eso es lo que piensan también los malditos rebeldes.
Los barcos navegaron a una velocidad endiablada durante toda la noche. Cortaban
el océano como una afilada cuchilla de hielo. Faros estaba seguro de que encontrarían
alguna catástrofe o de que alguno de los barcos se iría a pique. ¿Cómo podrían sobrevivir
todos los cascos y los mástiles a ese viaje fantástico? Pero todos parecían intactos.
—¡Por el Abismo! —rugió el capitán Botanos—. ¿Podremos resistir mucho más?
¡Ya casi está amaneciendo!
Apenas había acabado la frase… cuando las aguas se calmaron. Las olas fueron
haciéndose cada vez más pequeñas; unas pocas gotas inofensivas los salpicaron. El terrible
viento amainó de repente. Las velas colgaban como trapos. El único sonido que se oía era el
suave batir del mar contra el casco.
Faros se soltó de la barandilla e inspeccionó el resto de la flota. A pesar de la
velocidad a la que habían navegado y la distancia que habían recorrido, parecía que todas
las naves estaban en su posición, casi en la misma posición que tenían respecto a los demás
barcos antes de empezar aquel viaje alucinado.
—¡Comprobad que se encuentran todos bien allí abajo! —gritó Botanos—. ¡Haced
señales a los que están más cerca y averiguad en qué estado están!
Faros no se sorprendió al saber que ninguno de los otros barcos había sufrido
desgracia alguna. Había algún brazo roto, pero ni un solo marino había caído al mar ni
había muertos. Ningún capitán informó de que el casco ni los mástiles de su barco hubieran
sufrido daños, y ni siquiera las velas necesitaban muchas reparaciones.
—Increíble —murmuró el capitán a Faros—. ¡Sólo tú podías persuadirla de que
hiciera algo así sin cobrarse un alto precio!
—Nos está enviando a la guerra. Ya tendrá su recompensa entonces —contestó
secamente el líder de los rebeldes—. ¿Dónde crees que estamos exactamente?
Botanos intentó convencer a Faros de que descansara un poco. Pero a pesar de haber
pasado toda la noche aferrándose a la vida, el minotauro más joven no sentía el menor
cansancio.
Faros ordenó al capitán que fuera él quien se retirara a dormir unas cuantas horas;
mientras, el líder de los rebeldes se quedaría cerca de proa, buscando con la mirada algún
signo de tierra.
Al mediodía vio algo, que no era tierra firme, e inmediatamente gritó a un soldado
que despertara a Botanos y le dijera que fuera a cubierta.
El capitán apareció poco después, frotándose los ojos.
—¿Qué sucede? —El minotauro siguió su mirada—. ¡Un barco!
Bastante detrás de ellos, pero procedente de otra dirección, un navío solitario
surcaba las mismas aguas que el Cresta de Dragón.
—¿Podemos interceptarlo, Botanos?
El otro minotauro hizo un cálculo rápido.
—¡Sí, y creo que sin muchas dificultades!
El Cresta se desvió hacia el otro barco. Otras cuatro naves lo siguieron y formaron
un arco abierto para bloquear el camino al barco desconocido, en caso de que intentara huir.
Tal vez no los había avistado o había creído que se trataba de una embarcación amiga, pues
el barco continuó avanzando al mismo ritmo.
Cuando ya estaba más cerca, el barco solitario giró bruscamente para intentar
alejarse de las cinco naves. Pero la maniobra exigía tiempo y el Cresta de Dragón acortaba
cada vez más la distancia que los separaba. En ese momento, ya podían ver claramente que
el barco desconocido era también minotauro. Botanos les indicó que disminuyeran la
velocidad y, como respuesta, una catapulta lanzó un proyectil que pasó rozando la proa.
—No es una embarcación amiga y lleva la bandera del emperador —gruñó el
capitán.
—Vamos a por ellos, pero intentando no hundir el barco.
—Haremos lo que se pueda.
Los rebeldes colocaron la balista y dispararon. Los proyectiles cayeron en la parte
de babor de la popa. Saltaron astillas de madera de la cubierta y se oyó un coro de gritos.
Los minotauros corrían de un lado a otro de la cubierta, en busca de hachas y otras armas.
—¡Quiero acabar con esto rápidamente! —conminó Faros, desenvainando su
espada.
Otro de los barcos rebeldes, capitaneado por un antiguo compañero de Tinza en la
flota imperial, cercó al navío solitario por el otro lado.
—¡Arriad la bandera! —exigió Botanos al enemigo.
Una flecha golpeó la barandilla justo delante de él.
—¡Ésa era su última oportunidad! —ladró—. ¡Ganchos preparados! ¡Vosotros, los
de ahí! ¡Ponednos a su altura!
A bordo del navío enemigo, la tripulación se afanaba por preparar la catapulta, pero
las fuerzas de Faros ya se habían acercado demasiado para que esa arma fuera una
amenaza. Mientras tanto, el otro barco rebelde disparaba su balista desde el otro lado, sin
dar tregua al navío imperial.
—¡Asegúrate de que la tripulación sabe que no quiero que el enemigo se vaya a
pique, Botanos!
—¡Sí, ya lo saben!
El Cresta se acercó de lado. Mientras una lluvia de flechas caía sobre los rebeldes,
los ganchos se fijaban en la barandilla del enemigo. Dos marinos de Botanos se
desplomaron muertos y un tercero se retiró herido en el brazo, pero la mayor parte de la
tripulación mantuvo su posición. Ya había más de una docena de ganchos bien sujetos.
—¡Tirad, maldita sea! —gritó el capitán Botanos.
Faros hizo una señal a los arqueros.
—¡Fuego!
La segunda cortina de flechas fue más intensa y diezmó las filas enemigas.
Respondieron con unos pocos cuadrillos, pero apenas causaron daños. Lanzando un
gruñido por el esfuerzo, los marinos acercaron más los cascos. Los rebeldes aullaron
pensando en la batalla que se avecinaba.
Arrapada entre dos enemigos de más envergadura, la tripulación del barco imperial
no podía defender los dos flancos. Mientras el segundo navío rebelde los hostigaba por el
otro lateral, Faros atacó con ansia al primer soldado que se le puso por delante. La hoja de
la espada le atravesó la garganta. Hirió a otro enemigo en el antebrazo e intercambió golpes
con un tercero.
Los rebeldes se desplegaban por la cubierta. Tras verse obligados a retroceder
rápidamente de la barandilla, los soldados imperiales intentaban reagruparse. Una hembra
de hocico estrecho y pelo entrecano, seguramente la capitana, logró formar una línea, pero
antes de que Faros pudiera encargarse de ella, una flecha del segundo barco rebelde se le
clavó entre las paletillas.
Los supervivientes del navío imperial no tardaron en sumirse en el caos. Se
convirtieron en presas fáciles para la superioridad de sus atacantes. En poco tiempo, la
resistencia se desmoronó. Faros pensó en ejecutar a todos los que se rindieran, pero llegó a
la conclusión de que los prisioneros podrían ser valiosos.
—Es un buen barco —comentó el capitán Botanos a Faros cuando subió a bordo—.
Los desperfectos de la popa y los de la otra barandilla pueden arreglarse en poco tiempo.
Está en condiciones de luchar.
—Designa a alguien para que se encargue de todo y dale una dotación.
—Sí.
El segundo del Cresta, un minotauro con un parche en un ojo, llevó a rastras a una
figura desaliñada que resultó ser su homólogo en la nave imperial.
—¡Esto es todo lo que queda de los mandos enemigos, mi señor!
—Soy Oryrn —murmuró el prisionero en un tono lastimero—. ¡Mis cuernos os
pertenecen! ¡Tomadlos y acabad conmigo!
Faros levantó la espada y la pasó por uno de sus cuernos. La afilada hoja raspó el
hueso. Como Faros esperaba, Oryrn se estremeció por el dolor y la humillación. Para un
minotauro, los cuernos eran más valiosos que un brazo o incluso una pierna.
—Puedes conservar los cuernos y la vida si respondes a un par de sencillas
preguntas.
El cautivo intentó no mostrarse optimista, pero un tenue brillo iluminó sus ojos.
—¿Qué tipo de preguntas?
—¿Cuál es la isla más cercana?
Oryrn parpadeó, casi a punto de echarse a reír. Por lo visto, algo le parecía muy
gracioso, pero olvidó su buen humor en cuanto Faros volvió a rasparle el cuerno con la
espada.
—¿Estáis navegando por aquí y no lo sabéis? ¡Tal vez seáis buenos guerreros, pero
como marinos no valéis más que un enano gully!
—La isla. —Esa vez Faros pasó la hoja con más fuerza.
—¡Está bien! ¡Mito, está claro! ¿Cuál, si no?
Mito. El hijo de Gradic casi podía oír la risa de la Reina de los Mares. Quería que
Zeboim los llevara al imperio y lo había hecho. Ahora estaban rodeados de puertos
imperiales, no muy lejos de uno de los más grandes de Nethosak.
—Mito —repitió Faros, saboreando el nombre. Bajó la espada—. Lleváoslo, y a los
demás también. Repartidlos entre los otros barcos para que no puedan organizarse.
Mientras el segundo se llevaba al prisionero, Botanos miró a su líder.
—¡Mito! ¿Eso son buenas o malas noticias?
—Bueno, no podemos navegar por aquí durante mucho tiempo sin que nos
descubran, a no ser que nos desviemos tanto que perdamos un tiempo precioso.
El capitán sacudió la cabeza.
—Yo voto porque perdamos ese tiempo. Si atacamos Mito, incluso asumiendo que
tenemos pocas posibilidades de éxito, ¡la noticia llegará rápidamente a Nethosak! Mito está
lo suficientemente cerca como para que envíen una flota y nos alcancen sin que casi nos
haya dado tiempo a hacernos al mar.
Faros asintió con aire pensativo.
—Sí, eso sería lo que harían, ¿verdad?
El gobernador Haab tamborileaba con los dedos nerviosamente sobre la mesa. Hacía
dos días que tenía que haber recibido mensajes especiales de Amur y de otras colonias
clave, pero el barco que llevaba las misivas no había aparecido. Un día de retraso, eso podía
entenderlo, pero el barco mensajero ya debería haber llegado a Strasgard sin problemas.
Entró un edecán. Tentando la cólera del gobernador, anunció:
—El hermano Malkovius está aquí.
Haab echó hacia atrás las orejas. Con un bufido de resignación, contestó:
—Hazle pasar.
El oficial de los Defensores se quitó el yelmo cuando entró en la habitación.
—Hermano Haab.
—Que los Predecesores guíen tus pasos.
—Y los tuyos. —Era evidente que Malkovius estaba muy impaciente por algo—.
Gobernador, ¿se sabe algo del barco mensajero?
—Yo mismo estaba ocupándome de ese asunto. Nada. Está retrasándose un poco
más de lo habitual…
—Estoy esperando instrucciones muy importantes de mis homólogos. La
construcción de los templos en cada colonia debe ser sincronizada, según las órdenes de la
suma sacerdotisa. Yo…
El gobernador le interrumpió.
—Soy consciente de tus necesidades, hermano. Ya he decidido enviar una partida
por la ruta que el barco mensajero debería haber seguido. Si ha sufrido cualquier percance,
pronto lo sabré y te mantendré informado.
Eso satisfizo al Defensor.
—Hay otro asunto. Los legionarios de la general Voluna no cooperan con mis
órdenes. Lo último que ha hecho es negarse a tomar medidas duras contra unos
alborotadores en los centros de racionamiento.
—Un asunto muy molesto. Será la última vez que Voluna se exceda. Ya he dado las
órdenes oportunas para su destitución.
De repente, se oyó un ruido que hizo que ambos minotauros se incorporaran.
Mientras Haab rodeaba su mesa, Malkovius se acercó a la ventana que dominaba el puerto.
—¿Qué pasa? —preguntó el gobernador.
—¡Llega un barco!
—¡El mensajero, por fin!
—No, es otro, ¡y tres más!
No cabía duda, había cuatro enormes barcos de guerra entrando en Strasgard.
Prácticamente bloqueaban la salida al mar abierto.
En ese mismo momento, se oyó el sonido de un cuerno. Haab prestó atención.
—¡Son los puestos del norte! ¡Ésa es la señal que dan en caso de ataque!
Otro sonido se propagó por el aire, más ensordecedor con cada segundo que pasaba.
El gobernador atiesó las orejas. Conocía ese sonido…
La pared de la habitación saltó en mil pedazos. Los dos minotauros cayeron al
suelo. El techo se derrumbó cerca de la mesa del gobernador. Astillas de madera y bloques
de piedra salieron volando sobre Haab y el Defensor.
Cuando por fin se posó todo el polvo, el gobernador quitó los escombros que lo
sepultaban. No podía mover la pierna izquierda y sangraba por una mejilla. Distinguió los
restos de una gran roca, el proyectil de una catapulta. Alguien había disparado con muy
buena puntería.
—¡Guardias! —gritó Haab—. ¿Malkovius…?
La armadura del Defensor no había logrado salvarlo. Un trozo enorme de piedra
había aplastado la cabeza de Malkovius, que no llevaba yelmo. Alejándolo de sus
pensamientos, Haab se incorporó del todo y fue en busca de su hacha, que guardaba cerca
de la mesa. Utilizándola como si fuera una muleta, entró apresuradamente en la estancia
contigua justo cuando uno de sus guardias estaba corriendo hacia él.
—¡Gobernador! ¡Están desembarcando rebeldes! ¡Avanzan hacia la ciudad!
—¡Ya lo sé, idiota! ¡Llévame a donde los pájaros mensajeros! ¡De prisa!
Con la ayuda del guardia, el gobernador pudo llegar a la pequeña habitación donde
guardaban los pájaros. Las paredes estaban cubiertas de estantes, en los que se alineaban las
jaulas. Generaciones de minotauros habían entrenado a aquellas pequeñas aves rapaces.
Cada nidada conocía su lugar de nacimiento por instinto y no importaba lo lejos que se
encontrara, siempre volvía allí.
En cada caja había un solo pájaro, con su lugar de nacimiento escrito sobre la
puerta. No había ni rastro de los cuidadores. Haab buscó las aves que necesitaba y
rápidamente cogió varios pergaminos de los que se utilizaban para escribir los mensajes.
Pluma en mano, escribió un mensaje urgente a toda velocidad. El gobernador cogió la
misiva, la enrolló muy apretada y, sin sacar el ave de la jaula, la metió en el pequeño
saquito de piel atado a una de las patas del pájaro.
—¡Mándalo!
El guardia llevó la jaula junto a la ventana y abrió la puerta mirando al cielo. El
pájaro mensajero alzó el vuelo velozmente.
Haab copió el mismo mensaje una y otra vez. En dos ocasiones, el rasgar de la
pluma quedó ahogado por fuertes estruendos. Un poco más lejos, se oían gritos.
—¿El último?
Cuando el ave salió volando, el gobernador se sintió aliviado. Había enviado
mensajes a cargos de la flota en la capital y al mismo emperador, entre otros. En pocas
horas sabrían lo que estaba ocurriendo. La flota, lista para zarpar en cuanto se enterara de la
noticia, emprendería el camino hacia Mito. Los legionarios y los Defensores tendrían que
esperar hasta entonces.
Oyó que los cuernos anunciaban la llegada de la legión.
—Encuentra al segundo de Malkovius —ordenó al guardia—. Comunícale que yo
me pondré al frente de los Defensores y los soldados en el nombre del emperador. Dile que
el espíritu de Malkovius me ha guiado a la hora de tomar esta decisión.
—Sí, gobernador.
Haab comprobó el estado de su pierna y le pareció que tenía suficiente fuerza. Bufó
al pensar en la audacia de los rebeldes.
—¡Convertiremos sus tácticas en una trampa, y éste será el fin de la revuelta! —El
gobernador sopesó el hacha con una sonrisa—. ¡Hasta es posible que yo mismo tenga la
oportunidad de cortar la cabeza de su líder! —De repente, se fijó en el guardia—. ¿Qué
haces? ¡Vete va!
—¡Sí, gobernador!
Mientras el soldado se alejaba, Haab miró por la ventana, desde donde se veía otro
navío de los rebeldes. Lo contempló con incredulidad.
—¡Idiotas! —se burló el antiguo capitán preboste—. ¡Más que idiotas! ¿Cómo es
posible que hayan creído que iban a conseguir algo?
XXII

LA BENDICIÓN DE MORGION

Los navíos de los ogros se deslizaron hasta el puerto sureño, que estaba
estratégicamente situado junto a Ambeon. Era un refugio bien disimulado por las rocas
altas y peladas que lo rodeaban.
El buque insignia de Golgren fue el primero en arribar. Los ogros que estaban en
tierra y los tripulantes de las otras embarcaciones cercanas se detuvieron para mostrar su
lealtad a base de aullidos. El Gran Señor, rodeado por sus enormes escoltas, avanzó
solemnemente por la plancha y esperó.
Desde su nave, un soldado le llevó su montura favorita. El musculoso corcel avanzó
con pasos vacilantes al principio, pero no tardó en recuperar el equilibrio. Golgren dio unas
palmaditas en el costado del animal y lo observó con cuidado antes de montarlo. Cuando se
disponía a hacerlo, otro ogro se le acercó trotando, muy agitado. El recién llegado llevaba
un pergamino de piel de cabra en una mano, y en la otra, una jaula de madera con un pájaro
mensajero que no dejaba de graznar. El ogro dejó la jaula en el suelo e hizo una profunda
reverencia.
El ave era una de las pocas que había sobrevivido al intento de establecer un sistema
de comunicación entre ogros y minotauros. Por el plumaje, Golgren reconoció que era un
pájaro que él mismo había entrenado. Seguramente, ésa era la razón de que hubiera
sobrevivido cuando todos los demás habían muerto.
—¿Halag i Kira tuk? —preguntó bruscamente Golgren, mirando al pájaro.
—Wosagi mun drena… —contestó el subordinado inclinado ante él, señalando al
sol y levantando tres dedos.
—¡Hmmm…!
Con un simple chasqueo de sus dedos, Golgren hizo que levantara la jaula. El pájaro
se mostró más hostil todavía cuando el otro ogro alzó la jaula, pero cambió de actitud en el
momento en que el Gran Señor se inclinó hacia él. Susurrándole cosas, Golgren sacó el ave
de su prisión y la posó sobre su muñón. Sacó el mensaje del saco diminuto y dejó que el
pájaro se arreglara las plumas tranquilamente mientras él leía la misiva.
Más exigencias del emperador. Más tonterías. Sin acabar de leerla, el líder de los
ogros rompió la nota y tiró los trocitos. El pájaro percibió su mal humor y graznó, pero
Golgren lo tranquilizó con unas pocas caricias, y después cogió el pergamino de piel de
cabra.
—Ambeon… —murmuró.
La letra del mensaje era burda pero legible, escrita en común. Nephera tenía ojos,
pero también Golgren tenía los suyos, y no siempre pertenecían a su misma raza. A medida
que leía el pergamino, su gesto reflejaba más ansiedad y perplejidad: «… conflicto armado
entre las legiones…, entre el templo y el ejército…».
El resto del mensaje daba más detalles, que Golgren repasó rápidamente con una
mirada rápida. Lo importante era la situación en sí. Las legiones leales a Maritia se habían
levantado contra las dominadas por los Predecesores. El motivo no estaba muy claro, pero
eso realmente no importaba.
Golgren se echó a reír. Por lo visto, no tendría que esperar mucho. Su destino se
dibujaba velozmente.
Metió el pergamino en el cinturón y se agachó para devolver el pájaro a su jaula. La
mente del Gran Señor estaba en plena ebullición. Tendría que reorganizar sus fuerzas,
avanzar con más ímpetu hacía las regiones del sur. Sentía que su obligación era restaurar el
orden en unas tierras sumidas en el caos.
El pájaro lanzó un chillido y escapó dando saltitos por el brazo de Golgren, mientras
el otro ogro intentaba atraparlo. Trató de picotearlo y extendió las alas para que fuera
imposible meterlo por la puerta de la jaula. La sonrisa de Golgren se nubló. Con un gesto
ágil, cogió al ave rapaz por el pescuezo. El pájaro mensajero pudo dar un último graznido
antes de que el Gran Señor le rompiera la tráquea con un movimiento certero.
Tiró el cuerpo inerte al suelo y se limpió un poco de sangre y plumas con el
pergamino. Miró el pájaro muerto un momento. De todos modos, no había ningún motivo
para mantener el pájaro con vida. Con las noticias que acababa de recibir, el último lazo
que los unía a los Uruv Suurt se había cortado tan definitivamente como su mano.
—¡Gaj i Kira nun! —ordenó secamente Golgren, señalando el pájaro.
Pasó junto al cuidador mientras éste se agachaba para recoger el cuerpo. Su pesada
montura pisoteó el suelo duro en el que había caído la última misiva de Ardnor con paso
cansino. El mensaje quedó reducido a unos trozos sucios, como el pacto entre los ogros y
los minotauros.
Innumerables navíos imperiales zarparon hacia Mito, sin dudar de su capacidad para
atrapar a los temerarios rebeldes en ese punto. Habían levado anclas en cuanto habían
recibido el urgente mensaje. El renegado, Faros, se encontraba allí y, por fin, podrían darle
caza.
El único problema era que Faros no estaba allí. Había dejado Mito muy atrás. Para
entonces, la capitana Tinza y el comandante Napol ya habrían logrado tomar una posición
viable o habrían muerto en el puerto. En cualquiera de los dos casos, morirían sirviendo a la
causa a la que se habían entregado. No le habían pedido nada más.
Faros esperaba que su sacrificio, como el de todos los que habían atacado Mito,
sirviera de gloriosa inspiración para los rebeldes.
—Nos estamos acercando mucho —murmuró el capitán Botanos—, pero esas nubes
de tormenta me preocupan. A pesar de que está oscuro, no parecen naturales.
—No lo son.
Tanto el anillo como la espada habían reaccionado ante las nubes con una suave
vibración, como si le advirtieran. De vez en cuando, Faros oía el susurro de la espada:
—Ten cuidado con ella…, ten cuidado con él…
—¿Faros?
El líder de los rebeldes se irguió.
—¿Sí?
Botanos se encogió de hombros.
—Nada. Sólo que no me gustaba esa mirada extraña. Era la misma que tenía el
general Rahm antes de…, bueno, de morir.
El cielo tormentoso hizo el día más corto. Cuando las últimas luces se apagaron, las
lejanas montañas se clavaron en el cielo como garras.
—La cordillera de Argon —dijo Faros en voz baja.
—¿No estaremos cometiendo un error? De todas las direcciones posibles, ¡ésta es la
peor! Necesitaremos una semana o más para cruzar la región del sur y, aunque lo
consigamos, tendremos que pasar por la zona de las minas…
—No es para tanto. Hay un puerto secreto en este lado, uno que los imperiales
utilizan en momentos especiales. No lo encontrarás en ningún mapa.
El capitán frunció el entrecejo.
—Entonces, ¿cómo vas a…?
Faros no apartaba la mirada de la costa, cada vez más cercana.
—Fue lo último que vi de Mithas cuando las galeras de los ogros zarparon para
Kern.
Botanos, prudentemente, no comentó nada más sobre el asunto. Poco a poco, la
flota se desvió hacia la oscura región. Faros contaba con encontrarse con algunos
imperiales, pero no tantos como para que les hicieran perder mucho tiempo. Por lo poco
que había visto del puerto cuando los oficiales de Hotak lo entregaron a Golgren, sólo se
dedicaba a fines militares. No había ninguna población civil, sólo una guarnición formada
por cien minotauros como máximo.
El líder de los rebeldes levantó el anillo, que brilló cuando dirigió la gema un poco
más hacia el suroeste.
—Allí.
Botanos ordenó a los marinos corregir el rumbo. En la popa lucía una sola lámpara
de aceite para guiar a los barcos que avanzaban justo detrás de ellos, los cuales, a su vez,
indicaban el camino a los siguientes. Un viejo peto hacía las veces de escudo, para evitar
que desde la costa se viera la luz parpadeante en medio del mar. Estando tan cerca, los
rebeldes no podían correr ningún riesgo.
—Barco a la vista —murmuró el capitán.
A lo lejos, varios puntos de luz señalaban al recién llegado. Faros estudió su ángulo
y llegó a la conclusión de que debía dirigirse al mismo lugar.
—Seguidlo.
—Sí, mi señor.
Aproximadamente media hora más tarde, avistaron las primeras luces del puerto. El
barco al que seguían navegaba tranquilamente hacia su destino. Era evidente que no
sospechaban que iba a producirse un ataque rebelde tan cerca del corazón del reino.
Faros se irguió.
—Indicad a todos los demás que se queden atrás —ordenó—. Primero arribaremos
nosotros solos.
—¿Estás seguro?
—Tendremos más oportunidades si nos confunden con otra nave imperial.
Dejando atrás a los demás navíos, el Cresta de Dragón siguió avanzando hacia el
puerto. La espesa oscuridad que imponían las extrañas nubes de tormenta jugaba a favor de
los rebeldes, pues los mantuvo ocultos hasta que estuvieron muy cerca de las dársenas.
Alguien a bordo del otro barco, que ya había sido amarrado, los llamó. El capitán
Botanos fingió que no lo oía. Dos trabajadores del puerto acudieron corriendo al encuentro
del Cresta, dispuestos a ayudarlos. El oficial que estaba al cargo, un dekariano de la legión,
se acercó mientras el barco rebelde se aproximaba al refugio.
—¡Vosotros! ¿Dónde está el capitán?
Botanos se acercó a la barandilla.
—¡Aquí estoy!
En la oscuridad que se abría detrás de él, se había agrupado sigilosamente gran parte
de la tripulación. Faros estaba cerca de la primera fila, con el brazo levantado.
—¡Menudo tiempo! —refunfuñó el oficial, sujetándose el yelmo—. ¿Qué barco es
éste? ¡No veo nada con esta oscuridad! ¿Qué órdenes os traen aquí?
Botanos le dio el nombre del barco mensajero que habían capturado y después las
órdenes, incluidos los códigos, que los rebeldes habían encontrado en el camarote del
capitán. No esperaban engañar del todo al vigilante del puerto, pero al menos sí ganar un
poco de tiempo.
Rascándose la cabeza, el dekariano comprobó su lista. Al no encontrar lo que
Botanos le había dicho, llamó a dos de sus guerreros y los mandó corriendo al puerto.
—¡Tenemos que conseguir la aprobación oficial! —gritó el oficial—. ¡Aquí no
aparecéis!
—¡Al menos déjanos amarrar! —insistió Botanos—. ¡El tiempo está empeorando y
no quiero poner en peligro mi barco!
El dekariano no vio ninguna razón para negarse y les hizo señales de que avanzaran.
Los trabajadores del puerto cogieron las cuerdas del Cresta de Dragón y amarraron el
barco.
—Ya estamos seguros… —murmuró Botanos a Faros.
—La plancha.
Asintiendo disimuladamente con la cabeza, el capitán gritó:
—¡Un miembro de la tripulación está gravemente herido! ¿Podéis llevároslo? ¡No
tenemos las medicinas necesarias a bordo!
El dekariano meditó la respuesta.
—¡Está bien, pero sólo el herido y el que lo lleve!
El capitán Botanos chasqueó los dedos. Dos miembros de la tripulación que ya
estaban preparados se apresuraron a colocar la plancha. Justo cuando el tablón se apoyaba
en el muelle, aparecieron a lo lejos los dos legionarios enviados por el dekariano.
—Casi están aquí, y no parecen muy contentos, muchacho.
Faros bajó el brazo. Silenciosos como la muerte, los rebeldes descendieron por la
plancha. El oficial a cargo se quedó paralizado, sin saber muy bien lo que estaba pasando.
Un momento después, sacó el hacha y gritó una advertencia.
Faros se abalanzó sobre un legionario y lo hirió antes de que ni siquiera pudiera
desenvainar su espada. Los rebeldes se impusieron sobre los guardias y se cobraron muchas
víctimas en muy poco tiempo. El dekariano se defendió durante varios segundos y logró
herir a un rebelde y rechazar a otro, pero una flecha lanzada desde el Cresta acabó con él.
Dos legionarios que habían sobrevivido se dieron media vuelta y huyeron corriendo.
Se oyó un cuerno, lo que acababa con el elemento sorpresa. Detrás de Faros, los rebeldes
cogieron prisioneros a los trabajadores del puerto y a los tripulantes de la embarcación más
pequeña.
Faros se puso al frente de un grupo y avanzaron hacia el interior, donde localizaron
el fuerte de la guarnición. Las puertas estaban completamente abiertas, pues el comandante
no esperaba ningún problema. Pero a medida que Faros se acercaba, los soldados
empezaron a tirar de ellas para cerrarlas.
—¡De prisa! —bramó.
Una lluvia de flechas cayó sobre los minotauros que lo acompañaban. Él esquivó
una que casi le saca un ojo. A diferencia de las dársenas, el puerto estaba muy bien
iluminado, gracias a unas lámparas que colgaban de postes de hierro. Los arqueros de la
fuerza rebelde contestaron al ataque disparando hacia las puertas. Cayeron dos minotauros
leales al imperio, y eso ralentizó el cierre de la entrada.
Cuando los rebeldes llegaron a las puertas, un pelotón de Defensores salió a su
encuentro. Su sacrificio fue en vano, pues los rebeldes no tardaron en vencerlos. Lanzando
un aullido, Faros balanceó la espada, cortó el brazo a un soldado y la garganta a otro. Al
entrar en el fuerte se encontró caía a cara con otro dekariano. El oficial le melló uno de los
cuernos, pero cometió el error de no protegerse un costado. Faros le clavó la espada y
obligó al dekariano a dejar caer su arma y coger la daga. Entonces, le hirió en la mano y lo
remató con un golpe rápido.
Cada vez más rebeldes ocupaban el pequeño fuerte. Faros descubrió al comandante,
un centurión de hocico ancho y pelaje entrecano. Aunque eran dos los rebeldes que lo
atacaban sin tregua, el minotauro cubierto de cicatrices luchaba con admirable tenacidad.
Mientras intentaba abrirse paso para llegar al combate, Faros apartó a un rebelde de
un empujón.
—¡Rendíos y no os mataremos! —gritó.
El comandante dudó un momento. Miró alrededor, calculó las bajas y acabó por
asentir.
—¡Me rindo!
Cuando se enteraron en el puerto que la guarnición había caído, la tripulación de los
demás barcos también se rindió. Faros ordenó que encerraran a los oficiales de las naves
junto a lo que quedaba del mando de la guarnición, para interrogarlos a todos.
Botanos, con su hacha y el pelaje cubierto de la sangre de sus enemigos, se unió a él
en el cuartel del centurión.
—¡Un plan magnífico! ¡Admirablemente ejecutado!
Faros ojeaba notas y mapas.
—¡Ordena que el resto de barcos arribe lo antes que puedan! Quiero a todos los
guerreros disponibles: después, tú y el resto de capitanes podéis cumplir vuestras órdenes…
El otro rebelde sacudió la cabeza.
—Esta vez voy contigo, ¡y no puedes negarte, muchacho! Ya me salvaste la vida
dos veces y, además, alguien tendrá que encargarse de ti, ¡por el bien de todos! Tengo un
buen maestre que podrá hacerse cargo del Cresta de Dragón y llevarlo a su destino.
Faros no hizo ningún comentario sobre las palabras de Botanos.
—¡Pues que descarguen los barcos! Los que ya están en el puerto pueden salir al
mar para que otro navío ocupe su lugar.
—¡Sí, mi señor!
Como el Cresta ya estaba vacío, los dos barcos no necesitaron mucho tiempo para
zarpar. Pero sólo podían estar amarradas cuatro naves a la vez, así que, aunque los marinos
trabajaban lo más deprisa que podían, las horas se sucedían velozmente. Poco a poco, un
ejército de proporciones considerables empezaba a formarse. Muchos soldados no habían
tenido más remedio que dejar atrás sus monturas por culpa del largo viaje, y lo mismo
había sucedido con casi todas las armas de sitio. En la guarnición encontraron algunos
buenos caballos y un par de catapultas pequeñas, pero lo que les sobraba era fuerza y
coraje.
En el cuartel del comandante, Faros descubrió algo sobre Mithas. Le llamó la
atención un informe reciente, pues indicaba las rutas de las dos legiones más cercanas a su
situación. A pesar de que había corrido la noticia de que los rebeldes estaban en Mito,
alguien —Ardnor o la suma sacerdotisa— estaba enviando legiones en todas las direcciones
como medida de precaución.
—Éstas avanzan hacia el norte —dijo al capitán—. Parece que están tomando
posiciones al sur de Varga, por si Mito era una distracción.
—¡Hmmm!, que es el caso. —Botanos se frotó la barbilla.
Concentrado en el mapa, Faros señaló un punto en la costa a medio camino entre la
capital y Varga.
—Seguramente, creen que vamos a desembarcar más o menos por aquí. En esa zona
hay alguna playa hasta la que pueden llegar los botes, y eso, junto con Varga, sería el
ataque coordinado más sensato.
—Ahí es donde enviaste algunos de los otros barcos…
—Droka espera que los rebeldes desembarquen donde pueda desembarcarse. No
podíamos desilusionarlos.
—Sí —refunfuñó el marino—, y esperan que crucemos por donde puede cruzarse.
¿Tienes idea de cuánto tiempo necesitaremos para cruzar esta región llena de montañas?
—Encárgate de que todos estén listos lo antes posible.
Retumbó un trueno que hizo temblar toda la construcción. Botanos lanzó un
juramento.
—Esperemos que el tiempo no empeore, o será imposible llegar de prisa a ningún
sitio —murmuró.
—Avanzaremos rápidamente de todos modos —le prometió Faros—. El temporal es
el menor de nuestros problemas.
A muchas millas de Mithas, la tormenta bramaba. El cielo de Nethosak se cernía
sobre las cabezas de los minotauros, que corrían a refugiarse. Aunque estaban templados en
la adversidad, sabían que cuando el tiempo se enfurecía así, no presagiaba nada bueno.
En el santuario de la suma sacerdotisa, el ambiente era igualmente tenso. Lady
Nephera se erguía orgullosa en el centro del lugar donde había hecho el último hechizo. No
podía separar los ojos de los gigantescos símbolos plateados que colgaban de la pared, pues
detrás de ellos veía el reino de su amado señor. Alrededor, todos los fantasmas bajo su yugo
aleteaban nerviosos, temerosos. Esa noche utilizaría a los espíritus como nunca antes. Esa
noche su dolor y sufrimiento se multiplicarían por diez.
Takyr se paseaba entre ellos, manteniendo el orden. La sed de sangre impulsaba su
figura monstruosa, y una de sus manos esqueléticas se retorcía como si recordara otro
tiempo, otra vida. La capa ondeaba inquieta.
—¡Ha llegado el momento! —anunció Nephera—. ¡Mí hijo debería estar aquí!
¡Takyr!
El fantasma desapareció y volvió a materializarse al instante.
—Tu hijo se acerca, señora…
Resonó un fuerte sonido metálico sobre la puerta. Sin apartar los ojos de la
maravillosa imagen de los símbolos de su dios, Nephera hizo un gesto. Las puertas se
abrieron, y el emperador con el yelmo negro colgado del brazo, entró. Su arrogancia vaciló
cuando su mirada se paseó por la estancia, pues aunque Ardnor no podía ver la legión de
muertos, sí percibía que él y su madre no se encontraban solos.
Irguiéndose, Ardnor dijo:
—Es la hora que indicaste.
—Sí, ¡has llegado en el momento justo! —Haciendo un gran esfuerzo, la figura
cadavérica se volvió hacia él—. Acércate a mí, hijo mío…
Había algo agradable en su voz, pues el emperador no pudo evitar esbozar una
sonrisa. Dejó el yelmo en un banco que había junto a él y caminó hacia su madre. Aunque
él no les prestara atención, a su paso los espectros huían temblando de aquella acumulación
de fuerza. Ardnor ya había recibido la caricia del poder oscuro de su madre y la gloria
oscura de su deidad, y las sombras sentían su emanación.
Únicamente Takyr se mantuvo inmóvil, pero aunque había ocasiones en las que casi
llegaba a mofarse del hijo de su señora, aquella vez hizo un respetuoso gesto de aprobación
hacia Ardnor, que no podía verlo. En sus ojos se escondía quizá el brillo de los celos.
Ardnor ocupó su lugar en el centro y se arrodilló sumisamente ante los pies de la
suma sacerdotisa. Inclinó los enormes cuernos hacia el suelo.
—Te ha convertido en su héroe, su brazo en este plano mortal mi querido Ardnor.
Nephera posó una mano cariñosa, si bien abrasada y huesuda, sobre la frente de su
hijo, y le frotó entre los cuernos.
—¡Estoy tan agradecido, madre! ¿Qué debo hacer para cumplir con mi merecido
papel?
—Que tu cuerpo sea fuerte —le respondió—. Que tu mente lo sea más aún.
Con el emperador todavía arrodillado, la suma sacerdotisa presionó la palma de la
mano sobre el punto que un momento antes había estado acariciando.
A pesar de su inmensa fortaleza, Ardnor lanzó un grito. Intentó moverse, pero fue
en vano. La suma sacerdotisa contenía con una sola mano al toro imponente que era su hijo.
Nephera alzó la mirada y miró a sus sirvientes forzosos. Uno a uno, por docenas
después, sus rostros se retorcieron en una mueca de dolor más intenso que el que afligía a
Ardnor. La misma aura plateada que emanaba de los símbolos de los Predecesores envolvió
al tumulto de fantasmas. Mientras las sombras se agitaban, el aura creció para abarcar a
Nephera y, después, a su hijo.
—Mi mano te toca —dijo la suma sacerdotisa al emperador—, pero es él quien te
bendice. Mi mano transmite el hechizo, pero es él quien lo realiza.
El grito de Ardnor perdió fuerza. Con lágrimas surcándole las mejillas, el
emperador se contrajo. Hizo rechinar los dientes y exclamó entrecortadamente:
—¡Bendito… es… su… poder! ¡No… soy… más… que… su… herramienta!
Alrededor de la mano de su madre se formó un siniestro resplandor verde. El pelo
de Nephera que estaba en contacto con la luz se ennegreció y se convirtió en polvo.
Nephera miró a Takyr, que le hizo una reverencia. El malvado fantasma cubierto con capa
apareció pegado a la suma sacerdotisa.
Takyr penetró el cuerpo de su señora. La minotauro se estremeció levemente y cerró
los ojos. Cuando volvió a abrirlos un momento después, eran completamente rojos; incluso
los iris eran de color carmesí.
—Venid a mí —pronunció una voz que no era la de Nephera ni la de Takyr—.
Venid a mí…
Como si fueran uno solo, los fantasmas acudieron sin remedio a la llamada de la
suma sacerdotisa. El cuerpo de lady Nephera se agitaba con violencia, pero la palma de su
mano nunca se separó de la frente del emperador. Cada vez que un fantasma se introducía
en su cuerpo, el resplandor que envolvía la mano palpitaba, y Ardnor volvía a gruñir con
dolor renovado. Poco después, los fantasmas se sucedían a tal velocidad que los gruñidos se
convirtieron en un lamento constante.
Las últimas sombras desaparecieron en su nueva prisión. El brillo verde se
intensificó de repente alrededor de Ardnor, que se quedó tan inmóvil como una de las
estatuas de la entrada. Los ojos enrojecidos de Nephera se entrecerraron, y una carcajada
jamás salida de una garganta mortal retumbó en la estancia.
Ardnor echó la cabeza hacia atrás y lanzó un bramido antes de desplomarse. La
suma sacerdotisa se separó de él y estuvo a punto de caer también, pero su cuerpo se
enderezó como si fuera un muñeco manejado por una mano gigantesca. Los fantasmas
empezaron a salir de Nephera. Huían en todas las direcciones posibles, lanzando gritos
mudos de dolor. Atravesaron las paredes, el techo y el suelo, desesperados por escapar de lo
que no podían eludir.
El último en aparecer fue Takyr. No era más que una sombra desdibujada, el
fantasma de un fantasma, pero, a diferencia de los demás, controlaba su agonía sin importar
el dolor que sintiera. Takyr lo soportaba estoicamente, con los ojos clavados en su señora.
Ella parpadeó. Desaparecieron las terribles órbitas rojas y volvieron a su lugar los
ojos inquietantes de la hembra de minotauro. Nephera se pasó una garra temblorosa por la
melena, que era ya completamente plateada. Recuperó el aliento y miró en derredor, hasta
que por fin pareció que recordaba dónde se encontraba. Su mirada se posó en su hijo, que
seguía postrado en el suelo.
Irguiéndose, la suma sacerdotisa adoptó una expresión sumamente autoritaria.
—¡Levántate, hijo mío! ¿Así se muestra un héroe?
—No, madre… —respondió el emperador con voz áspera, más propia de uno de los
fantasmas que de su hijo—. Así no…
Ardnor se levantó…, y siguió levantándose. Siempre había sido un ejemplar
gigantesco de su raza, pero entonces superaba la altura de un ogro. Era tres veces más
corpulento que la suma sacerdotisa. Al igual que Nephera, el emperador había sufrido un
cambio sorprendente en el pelo, pero en su caso los mechones eran de un intenso verde
espeluznante, un verde que hacía juego con sus ojos centelleantes… y con el hacha
llameante, dibujada al revés, que le marcaba la frente.
El don de Morgion.
—Así… —dijo el gigante con voz más potente y clara—. Así es como se muestra
un héroe.
Ardnor alargó un brazo, y el yelmo voló a su encuentro. Se lo puso y después
extendió el otro brazo. Su maza, que no había llevado consigo, se materializó en el aire.
Volviéndose para mirar los gigantescos iconos, el emperador exclamó:
—¡Soy tu mano, tu arma! —Las paredes se estremecían bajo el rebumbo de su
voz—. ¡Soy tu voluntad en este plano mortal!
La cabeza de la maza brillaba envuelta en la misma aura oscura que antes lo había
abrazado a él. Ardnor volvió a caer de rodillas, y al hacerlo, el arma golpeó el suelo. A sus
pies se abrió una grieta. Del interior salieron unos tentáculos de humo y se oyeron unas
voces lúgubres que suplicaban al unísono. Con la mano que tenía libre, Ardnor hizo un
gesto, como si quisiera arrastrar algo de lo más hondo de las profundidades.
De hecho, así fue, pues del abismo salieron cinco sombras negras. Danzaron
alrededor del emperador, para acabar deteniéndose frente a él. Todas ellas guardaban un
vago parecido con un guerrero, aunque de diferente figura e incluso distinta raza.
Ardnor se echó a reír y buscó por encima del hombro el rostro radiante de su
orgullosa madre.
—Maritia tiene sus generales. Ahora yo tengo los míos.
Nephera asintió, satisfecha.
El minotauro volvió a golpear el suelo y la grieta se cerró, de modo que los
lamentos eternos quedaron ahogados.
Poniendo la maza boca abajo en un gesto simbólico, el primer maestre declaró:
—Mi vida es vuestra, ahora y para siempre…
Los iconos de plata relucieron.
Con Takyr pegado a sus talones, lady Nephera se acercó a él.
—¡Has recibido un gran don, uno que incluso yo debo envidiar, hijo mío! ¡Utilízalo
sabiamente! Que sus ojos, ¡y los míos!, comprueben que eres merecedor de él.
—Yo te traeré la cabeza, la piel y los cuernos del sobrino de Chot, madre. —Se tocó
con gran solemnidad el lugar de la frente en el que lucía su nueva marca bajo el yelmo—. Y
a él le traeré el mismísimo espíritu de Faros Es-Kalin…
XXIII

LA CRECIENTE OSCURIDAD

Nethosak. Maritia se sentía como si hiciera años que no estuviera en casa, pero no
habían sido más que meses. De todos modos, su corazón se alegró con las primeras
imágenes de su tierra cuando los barcos llegaron al puerto. No esperaba una bienvenida
alegre, y no la tuvo. Nadie, quizá exceptuando su madre, habría sabido de su llegada hasta
un día o dos antes. Tampoco su presencia allí presagiaba nada nuevo.
—¿Entiendes las órdenes, capitán Xyr? —preguntó Maritia mientras desembarcaba
de El Señor de las Tormentas.
—Perfectamente, mi señora. Sólo espero la señal.
—No tardaré en dártela. Primero tengo que hablar con mi hermano.
El marino miró hacia el puerto.
—Parece que él también quiere hablar urgentemente con vos, mi señora.
—¿Sí?
Maritia siguió su mirada y descubrió la llegada de un grupo de bienvenida bastante
adusto. Una docena de resueltos Defensores con insignias totalmente negras se acercaba a
caballo. A su cabeza avanzaba un oficial con el uniforme de la Guardia Imperial, cuya
melena al rape revelaba a quién debía su verdadera lealtad. Sostenía las riendas de uno de
los corceles favoritos de Maritia, que trotaba a su lado.
La minotauro bajó por la plancha y se reunió con el oficial, que la saludó.
—Capitán Arochus, mi señora. Hemos venido para escoltaros directamente hasta el
emperador.
—¿Dónde está el capitán Doolb? —preguntó ella, recordando al oficial ya veterano
que debería haber sido quien hubiera acudido a su encuentro.
—Arrestado y ejecutado por traición hace algunas semanas, mi señora —contestó el
Defensor sin inmutarse.
—Entiendo —repuso la comandante de la legión, disimulando su sorpresa. Doolb
había sido uno de los guerreros más leales a su padre—. Mis guardias también necesitan
monturas —añadió con un tono apagado.
—Es innecesario. El emperador considera que estáis a salvo con este contingente,
elegido por él mismo. Vuestros guardias quedarán libres hasta que se los necesite.
Observando a los Defensores, Maritia no dudó de que fueran diestros guerreros.
Todos ellos eran casi tan corpulentos y musculosos como Ardnor. Si él les ordenaba que
dieran su vida por defender la suya, lo harían sin vacilar.
De todos modos, Maritia seguía prefiriendo las tropas de su confianza. Por
desgracia, no podía revocar un mandato de Ardnor. Se volvió a sus guardias personales y
les dijo:
—Ya habéis oído lo que ha dicho. Presentaos ante mí con las primeras luces.
—Sí, mi señora —contestaron al unísono.
Arochus se mostró atento, si bien distante, al entregarle las riendas del caballo. Era
la hermana de su señor y la hija de la suma sacerdotisa de su culto, pero sin duda sabía,
como la gran mayoría, que ella no seguía los caminos de la secta.
Cuando Maritia montó, reparó en otros minotauros que había alrededor y que se
movían de forma peculiar. Se ocupaban de sus tareas como cualquier día, pero con
movimientos muy estudiados y expresión meditabunda, que sólo podía achacar a la
presencia de los Defensores. Muchos parecían cansados. Aquí y allá se veían más
Defensores; vigilaban que no hubiera ningún problema. Eran más numerosos que antes y,
aparentemente, actuaban en lugar de la Guardia del Estado.
—¿Mi señora? —Arochus la instó a que partieran.
Maritia hizo un gesto de asentimiento. Mientras el grupo daba media vuelta sobre
sus monturas, Maritia vio un barco pesquero que descargaba sus presas. Un oficial vestido
de gris, con aspecto de ser uno de los fieles, observaba cada red y marcaba cada captura en
un pergamino. Cuatro minotauros con armadura presenciaban la escena atentamente,
mientras el pescado era traspasado a una hilera de barriles y éstos cargados a un carro
marcado con los símbolos de los Predecesores. Otro carro esperaba la llegada de más
barcos de carga. Maritia sintió una punzada al pensar en Pryas y se preguntó si habría
instaurado un sistema similar en Ambeon. Mientras cabalgaban, los Defensores formaron
un muro de defensa infranqueable alrededor de la hembra de minotauro. Llegaba a ser
claustrofóbico. Con la intención de entretenerse y olvidar el excesivo celo de su escolta,
Maritia se concentró en su amada ciudad. Los edificios de Nethosak se alzaban altos y
orgullosos. Las banderas ondeaban sobre las casas de los clanes. Las calles…
Las calles estaban cubiertas de suciedad, y el empedrado, embarrado. En los pasajes
se veían las huellas de los viandantes. Los pocos ciudadanos con los que se encontraron
caminaban furtivamente, con expresión cansada y recelosa.
—Hace tiempo que no estoy aquí. ¿Cómo van las cosas?
Arochus parecía sorprendido.
—Todo está en perfecto orden, mi señora. Nethosak funciona con la eficiencia
soñada por vuestro padre. La suma sacerdotisa y el emperador hicieron realidad esos
sueños. Por mandato del trono, el templo supervisa la actividad necesaria para la expansión
del imperio. La productividad ha llegado a un nivel jamás alcanzado y los trabajos del
anexo al edificio principal están muy avanzados.
—¿El anexo?
—Es necesario que el templo crezca. Lo mismo sucede en todos los templos de
otros lugares del imperio. Imagino que también es así en Ambeon.
—Me fui antes de que se pusiera en marcha tal medida.
—Los fieles trabajan en su tiempo libre para que el proyecto se lleve a cabo
rápidamente. Incluso muchos de los que todavía no se han convertido se sienten inclinados
a ofrecer su ayuda. —Lucía una gran sonrisa—. ¡Es un momento glorioso de nuestra
historia!
Maritia no dijo nada. Habían avanzado varias manzanas en silencio cuando de
repente Archorus ordenó que la partida se desviara bruscamente de su camino. Maritia se
quedó mirando el tejado del palacio, que, después de empezar a verse por encima de la casa
de un mercader, volvía a alejarse.
—Creía que nos dirigíamos directamente a ver al emperador.
—Así es, pero a esta hora se encontrará en el templo. Pasa allí mucho tiempo. —Las
últimas palabras fueron pronunciadas en un tono que revelaba que Arochus censuraba el
que ella no lo supiera.
El retumbar de unos pasos le hizo alargar la mano hacia la espada sin ni siquiera
pararse a pensarlo. Con una velocidad que Maritia jamás habría imaginado, el capitán
detuvo su movimiento interponiendo su maza.
—Lo pagaría con mi cabeza si algo os sucediera, mi señora. ¡Por favor! Esperad.
Yo me ocuparé de todo.
Apareció, entonces, un regimiento de Defensores, guiado por un oficial a caballo.
Lanzó una mirada al grupo de Maritia y después hizo un gesto brusco de asentimiento a
Arochus, antes de gritar algo que hizo que su grupo girara en una de las calles que se abrían
ante ellos.
Maritia observó las filas de figuras con armadura negra y pensó que todas parecían
idénticas. Era como si los Defensores fueran la misma figura repetida una y otra vez.
Sujetando con fuerza las riendas, Maritia preguntó:
—¿Qué pasa, capitán?
De repente, los ojos de Arochus se enrojecieron y su respiración se aceleró.
—¡Buscan a los asesinos, mi señora! ¡Infames asesinos!
—¿En Nethosak? ¿Cómo es posible?
El regimiento se dispersó por toda la manzana, por los pasajes y frente a los
edificios. Al oír un grito del oficial, los Defensores empezaron a golpear furiosamente las
puertas, en algunos casos hasta las tiraron abajo. Un minotauro greñudo que salió a
contestar se encontró arrancado de su hogar y encadenado. Los Defensores ocuparon su
casa y empezaron a oírse los consiguientes ruidos de protesta.
Arochus, que parecía muy ansioso, explicó:
—Los asesinos mataron a nada más y nada menos que cinco de los minotauros más
prominentes y fieles. La almirante Sorsi, entre ellos, y hasta dos miembros del Círculo
Supremo, ¡incluso el mismo consejero Lothan!
Maritia estaba atónita por la noticia. A pesar de la aversión que sentía por Lothan,
que había sido tomado en cuenta como uno de candidatos para un valioso matrimonio de
conveniencia, no podía sino maldecir a aquellos que lo habían asesinado.
—¿Cómo los mataron?
—De eso no se sabe nada, pues los cuerpos jamás se encontraron, ¡pero ellos han
desaparecido y sus pertenencias han sido saqueadas! ¡No muy lejos se encontró sangre! La
lógica es irrefutable.
No tanto para Maritia, que frunció el entrecejo al oír una historia tan extraña. El
oficial al mando del registro desmontó del caballo. Le dijo algo al prisionero encadenado,
que negó con la cabeza. Insatisfecho, el oficial cogió un látigo de la silla de montar. Volvió
a gritar al prisionero, que respondió con un murmullo. Con un resoplido airado, el Defensor
de ojos enloquecidos lo azotó varias veces.
La hija de Hotak se irguió. La pronta brutalidad con que la figura de la armadura
había golpeado al prisionero la había dejado perpleja. Hizo girar su montura.
Arochus situó su caballo frente al de Maritia con un movimiento brusco.
—¡Nos retrasaremos y perderemos al emperador! Perdonadme, señora, ¡pero
debemos continuar o correremos el riesgo de llegar tarde!
El oficial no esperó su respuesta, sino que dio un golpe fuerte en un costado del
caballo con la maza para obligarle a continuar. El corcel se encabritó, pero Maritia logró
controlarlo. Arochus, que ya se había alejado, no se disculpó.
Maritia volvió la vista hacia el interrogatorio, pero su escolta le tapaba la imagen.
Con las orejas echadas hacia atrás, la hija de Hotak intentó apartar de su mente lo que había
visto. Los hablarían a hermano de ese desagradable incidente. Los Defensores servían a las
órdenes de Ardnor. Sin duda, él castigaría cualquier acción que excediera su autoridad.
Ante sus ojos apareció el templo. Maritia comprobó que el oficial se había quedado
corto al hablar del anexo. Parecía que su madre estaba construyendo una segunda estructura
tan grande como la primera, junto a ésta. La imponente muralla que rodeaba las tierras del
templo había sido demolida por la parte este, así como la calle y los edificios que se alzaban
enfrente. Haciendo un esfuerzo, Maritia recordó que algunas de las construcciones
derruidas habían alojado los clanes leales a su padre.
El capitán debía de observarla más atentamente de lo que Maritia pensaba, porque
se apresuró a decir:
—Traidores, mi señora. Descubiertos por los esfuerzos conjuntos del templo y el
trono. Vuestro hermano tomó sus propiedades y las cedió a la suma sacerdotisa como
recompensa por su buen servicio. Como vuestro padre hacía, estos clanes se han rechazado
oficialmente; sus nombres no volverán a pronunciarse y sus historias caerán en el olvido.
—¿Todos?
Arochus asintió con vehemencia.
—Al fin y al cabo, estaban en las listas de lady Nephera.
Una amenazadora fila de Defensores hacía guardia en la entrada; casi se confundían
con las sombrías estatuas del interior. El comandante, de ojos centelleantes, hizo un gesto
de asentimiento a Arochus casi sin prestar atención a Maritia, y le dio paso.
A pesar de lo avanzado de la hora, las obras estaban repletas de minotauros
enfrascados en duros trabajos, como arrastrar bloques de piedra o levantar vigas. Sin
embargo, no parecían tan entusiasmados como ella había imaginado. Tampoco esperaba ver
tantos Defensores vigilando los avances de la construcción.
—¿Por qué hay tantos guardias?
—Por los asesinatos, por supuesto, mi señora.
Maritia levantó la vista y vio la alta silueta oscura del anexo. Lo cubriría una
bóveda. Los fieles podrían acudir allí y escuchar la predicación de su madre.
Dos guardias tomaron sus monturas. Dejaron a la escolta detrás, y el capitán la
condujo al interior. A su paso se inclinaban los acólitos con las típicas túnicas blancas y
doradas. A Maritia le llamaron más la atención otros que vestían elegantes ropajes negros.
Se trataba de los sacerdotes y las sacerdotisas de más alto rango de su madre, el círculo
privado que la asistía en las ceremonias íntimas. Estaban incluso más demacrados y
ojerosos que el resto de acólitos. Por lo visto, imitaban a la suma sacerdotisa tanto en su
aspecto como en su profunda devoción.
Maritia vaciló. La recorrió un escalofrío. No le sirvió de mucho sentir que también
Arochus estaba inquieto. Justo delante de ellos se alzaba la primera de las colosales
estatuas, los Predecesores, e incluso desde donde estaba, las figuras sobrenaturales lograban
asustarla. «No son más que estatuas», se recordó a sí misma la hija de Hotak; eran simples
bloques de mármol esculpidos con destreza. Casi parecía que tenían vida, si podía decirse
algo así de los espíritus de los muertos. No había nada que temer, menos aún una curtida
veterana de la legión.
Sacando los dientes, Maritia se obligó a continuar. Sintió, ya que no vio, los
semblantes envueltos en sombras, las formas amortajadas. Las voces que le susurraban al
oído eran las corrientes de aire, no voces reales. La sensación de que figuras oscuras se
movían junto a ella era una mera ilusión, provocada por la luz temblorosa de las antorchas.
A pesar de todo, para Maritia fue un alivio llegar a las habitaciones personales de su
madre. Las dos guardias saludaron a Maritia con sequedad. No muy lejos, dos enormes
Defensores observaban en silencio.
—Mi señora —dijo la hembra de más edad—, sed bienvenida. La suma sacerdotisa
y el maestre os esperan.
—Os dejo aquí —murmuró el capitán Arochus, haciendo una profunda
reverencia—. Vuestra montura será atendida y estará preparada para vuestra partida.
Maritia hizo un gesto de asentimiento y entró. Si los salones exteriores le habían
parecido débilmente iluminados, aquella estancia podía considerarse a oscuras. El tenue
resplandor de una lámpara de aceite, redonda y de bronce, junto a una mesa alta, era
prácticamente toda la iluminación de la habitación. También había dos velas a punto de
consumirse en dos nichos de la pared.
Desde la mesa, con una mirada tan fija que sobresalió a Maritia por su similitud con
la de las estatuas, su madre dijo:
—Bienvenida a casa, hija mía. —Sonrió, pero Maritia no sintió calidez ni ternura—.
Esperaba tu llegada con impaciencia.
Maritia se quitó el yelmo y se arrodilló. Con los cuernos inclinados hacia el suelo, la
comandante de la legión contestó:
—Gracias por tu bienvenida. Lo único que deseo es merecerla. Los ogros…
—Sí —le interrumpió Nephera—, sé de qué va el doble juego de Golgren. Llegará
su momento cuando los rebeldes hayan sido aplastados.
—En cuanto a eso, me temo que el retraso les ha dado tiempo para acercarse a
Mithas. No tenía ningún mensaje vuestro, porque decidí que lo mejor era acudir
directamente aquí.
La suma sacerdotisa se levantó. La túnica colgaba de su cuerpo como colgaría de un
esqueleto. Estaba muy demacrada y escondía una mano en la amplia manga.
—Mucho se ha pensado sobre los acontecimientos que se avecinan. Has decidido
sabiamente dirigir tu flota hacia casa, en vez de perseguir a los rebeldes. Resulta más
apropiado que el fin de esta insurrección estúpida tenga lugar en la cuna de nuestra
civilización, a la sombra del templo.
—Los renegados vendrán con todo lo que disponen.
Nephera hizo un gesto despectivo con la mano para alejar esa preocupación.
—La brisa intentando derribar un bosque.
—Tal vez sería conveniente enviar las flotas situadas en Mito, Amur y…
—Están ocupadas en sus propias misiones cruciales —repuso la suma sacerdotisa,
sin dar más explicaciones.
Maritia asintió.
—Exceptuando las unidades que están en la misma capital, a partir de ahora tienes
autoridad sobre todas las legiones y las guarniciones de la isla imperial. Los almirantes ya
han recibido la orden de que te sigan. Sólo tendrás que rendir cuentas ante tu hermano.
Maritia alzó los ojos, asombrada ame esa muestra de confianza. Las unidades de
élite, sumadas a las fuerzas que ya controlaba, suponían un poder asombroso.
—Yo…, yo estoy muy agradecida.
—Ya se ha redactado una proclama y ha sido enviada a todos aquellos a los que
concierne.
—Empezaré las preparaciones en cuanto parta. Calculo que necesitaré dos días o
tres para ponerlo todo en marcha, siempre que Faros no esté ya a las puertas.
—Todavía no lo está —le aseguró Nephera—, pero lo espero pronto.
—Organizaré todos los navíos.
—Tenemos plena confianza en tus estrategias, hija mía. No necesitas justificarlas.
Simplemente, haz lo que consideres mejor.
Maritia sintió que la cabeza le daba vueltas. Ambeon había sido un desuno
importante por sí mismo, pero era un puesto fronterizo. En ese momento, acababan de
concederle una autoridad casi tan importante como la que había ostentado Bastion poco
antes de ser elegido heredero del trono.
Bastion. El recuerdo de su otro hermano empañó su alegría, pero, gracias a su nuevo
puesto, pronto podría vengarlo.
De repente, se dio cuenta de que no había visto al único hermano que le quedaba
con vida.
—¿Dónde está Ardnor? Creía que estaría aquí.
—Aquí estoy, hermana.
Maritia se sobresaltó. El motivo no era que la voz saliera de la oscuridad tan de
improviso. No; la causa estaba en la voz en sí. Era la de Ardnor, por supuesto, pero había
algo diferente en ella que le erizaba el vello de la nuca.
Cuando el emperador salió de las sombras —parecía incluso que la oscuridad daba
forma a su cuerpo—, Maritia estuvo a punto de pegar otro salto. Reconocía a su hermano,
sí, pero vagamente. Era más corpulento y más alto que cualquier minotauro que hubiera
visto jamás. Cada músculo de su cuerpo estaba firme, cada vena perfectamente dibujada.
Parecía que Ardnor contuviera en su interior una furia inimaginable a punto de explotar.
Llevaba la armadura de los Defensores; los dibujos dorados lo identificaban como el
maestre de la orden. Del cinturón colgaba una maza enorme, casi tan larga como el brazo
de su hermana, terminada en una pesada cabeza.
Pero lo que dejó a Maritia sin aliento fueron los ojos de Ardnor. Antaño siempre
inyectados en sangre, entonces eran de un intenso verde sobrenatural; incluso las pupilas
tenían ese color. Maritia no podía enfrentarse a su mirada directamente, algo que en
apariencia divertía a su hermano.
—Lo…, lo siento —dijo tartamudeando—. No te había visto.
Eso pareció divertirle aún más.
—Llevada por la emoción…
Maritia descubrió que si no miraba al emperador directamente a los ojos, podía
relajarse un poco.
—No pretendía desairarte, Ardnor. —La comandante de la legión empezó a
arrodillarse demasiado tarde—. Sé que ordenaste mi arresto llevado por la idea equivocada
de que había traicionado al reino…
—Ya no hace falta preocuparse más por ese asunto —dijo lady Nephera—. Pronto
se te consideró inocente. El Gran Señor fue muy valioso a la hora de descubrir la verdad.
Que Golgren recurriera a sus pequeños trucos es algo por lo que pagará… en el futuro.
La hija de Hotak no estaba muy segura de entender todo lo que decía su madre, pero
sabía que el templo siempre encontraba la manera de adivinar las cosas. Ardnor también
parecía satisfecho.
—Podrás redimirte en el campo de batalla, hermana. Por fin, tendrás todos los
soldados que siempre has querido para jugar con ellos. Serás igual que nuestro padre.
—¡Basta de chácharas! —exclamó, de repente, Nephera, lo que hizo que sus dos
hijos la miraran—. ¡Siento que ese gusano de Kalin anda cerca! Las batallas amenazan el
corazón del imperio aquí y allá, ¡pero él no está con los rebeldes! Por tanto, debe de
encontrarse cerca de Mithas.
—Con vuestro permiso —intervino Maritia, convenida de nuevo en el soldado
perfecto—, debo empezar a trabajar de inmediato. Hay mucho que hacer; fortificar las
guarniciones del norte, reforzar las fuerzas del interior, situar a la flota en la posición
adecuada y…
El emperador se echó a reír con gran estrépito.
—¡Como acabo de decir, más parecida a nuestro padre que ninguno de sus hijos!
—Sea como sea, vas con mi bendición.
Nephera rodeó la mesa, entre un aleteo de pergaminos. Se acercó a Maritia.
Resultaba imponente y, de alguna manera, espeluznante al mismo tiempo. Junto a su
hermana, Ardnor se arrodilló respetuosamente.
La suma sacerdotisa le tocó el hocico y después la cabeza cubierta por el yelmo.
Luego se volvió hacia su hija. Maritia aceptó gustosamente la caricia en el hocico y en la
frente, pues sabía que esos gestos significaban mucho para su madre. Nephera hizo que sus
dos hijos se levantaran.
—Que los Predecesores os protejan y guíen —recitó Nephera—. ¡Ellos y el poder
que los invoca harán pedazos a nuestros enemigos!
—Que así sea —contestó su hijo.
Maritia se limitó a asentir con la cabeza.
—Ardnor, quédate conmigo un momento más —dijo la suma sacerdotisa—. Tú ya
puedes retirarte, hija.
Maritia besó la mano de su madre, y después se volvió y se inclinó ante su hermano.
—¿Alguno de los generales ha recibido ya órdenes?
—Ordena lo que desees. Yo tengo mis propios generales —contestó el emperador
con una sonrisa enigmática.
Maritia esperó a que dijera algo más, pero Ardnor se quedó mirándola con aquellos
ojos perturbadores.
—Haré como dices, entonces.
Maritia hizo otra reverencia y se marchó. A pesar de las inquietantes imágenes que
había visto, la embargó un sentimiento de euforia. Tendría a sus órdenes una fuerza que
podría compararse a la de su padre o a la de Bastion. El superviviente de los Kalin moriría
en el campo de batalla. Después, se dijo a sí misma, Nethosak recuperaría su gloria
original. Por fin, el reino emprendería el camino hacia el futuro.
Finalmente, el sueño de su padre se haría realidad.
XXIV

A TRAVÉS DE LA CORDILLERA

Después del intento fallido de los esclavos minotauros de tomar las minas
imperiales de Vyrox, los legionarios de Bastion habían obligado a los supervivientes a
cruzar la cordillera de Argon hacia los barcos de los ogros que los aguardaban. El camino
había sido arduo y para algunos mortal. Los soldados no habían mostrado compasión.
Faros no se había mostrado más comprensivo con su ejército. Todo había ido bien
hasta que habían salido de la cordillera de Argon. Agotados por la marcha entre las
montañas, no prestaron la atención suficiente al puesto que había más adelante.
Seguramente, ni siquiera en Nethosak se recordaba la insignificante y solitaria estructura.
Podría alojar a una docena de soldados como máximo, pero teniendo en cuenta el penoso
camino a través de las montañas, su existencia apenas tenía sentido.
Botanos, que guiaba a su caballo por el escabroso terreno, se dio de bruces con el
primer soldado del imperio, que salió corriendo para advertir a sus compañeros.
—¡Cogedlo! —gritó Faros desde detrás del capitán, soltando las riendas de su
montura.
Los rebeldes gateaban entre las rocas, pero el guardia conocía los caminos y
consiguió adelantarse. Allí se alzaba el cuartel, pequeño y cuadrado. Cuando llegó más
cerca, el legionario empezó a gritar. De repente, una flecha se le clavó en la espalda. El
soldado chocó contra la puerta de madera gastada y cayó al suelo.
La puerta se abrió al momento y salieron tres figuras armadas. A pesar de que se
enfrentaban a cientos de guerreros, los tres soldados no retrocedieron ni un milímetro. La
puerta se cerró tras ellos. Las fuerzas eran tan desiguales que la batalla seria ridícula, pero
estaba claro que lo que los legionarios pretendían era ganar tiempo para que un compañero
mandara un mensaje, seguramente con un pájaro.
Empuñando las hachas, los tres soldados formaron una línea delante de la angosta
entrada. Faros, a la cabeza de los rebeldes, se desvió hacia la izquierda, seguido por
Botanos y otros minotauros. Corrieron alrededor de los tres defensores desesperados. Un
segundo después, los soldados ya tenían encima a cuatro rebeldes, mientras el resto del
contingente se abalanzaba sobre la construcción.
Dejando el repiqueteo de las armas a su espalda, Faros y Botanos treparon por una
valla que guardaba a los caballos imperiales. Faros corrió hacia la parte trasera de la
construcción, pero casi lo detuvo una hacha que se clavó en la madera a escasas pulgadas
de su estómago. Cargó sobre el legionario que había estado esperándolo y le atravesó la
armadura y el pecho con su espada.
Desde el interior, alguien disparó una flecha, y el rebelde que llegaba justo detrás de
Faros se desplomó. Botanos, que estaba al otro lado del líder de los rebeldes, señaló,
furioso, un hueco pequeño que había en la parte superior de la construcción.
La vieja tabla de roble se abrió lentamente. Al entrar, oyeron los ruidos de una jaula
y los graznidos nerviosos de un pájaro. Faros quiso ir hacia allí, pero algo se le enredó en el
pie y la espada salió volando. Botanos se acercó y clavó el hacha en el soldado moribundo
que sujetaba a su líder por el tobillo.
La jaula se abrió. Por puro instinto, Faros se tiró hacia la forma marrón que salía por
la ventana. En sus manos estalló una bola de plumas y garras. Un pico bien afilado se le
clavó en el antebrazo. Un ala lo cegó. Faros se retorcía, intentando matar al ave, pero ésta
logró zafarse de él y salió volando. Se alzó en el cielo dando bandazos, esforzándose por
llegar a las nubes.
El ruido de los cuerpos luchando, los gritos furiosos y el breve entrechocar del
acero, anuncio del fin de los soldados, llenaron el interior del cuartel.
—Lo dejaste herido —comentó Botanos, señalando la sangre y las plumas que
manchaban las manos de su líder, restos de la refriega con el pájaro—. Lo más probable es
que muera antes de llegar a ningún sitio.
Después de limpiarse las manos lo mejor que pudo, Faros recogió la espada.
—Si no es así, ya no podremos contar con el elemento sorpresa —respondió
gravemente.
Sin perder más tiempo, se hicieron con los caballos y los víveres del cuartel, y
siguieron avanzando hacia la llanura. Aquella región de Mithas apenas ofrecía protección
contra las fuerzas de la naturaleza. La lluvia persiguió a los rebeldes día y noche, hasta que,
incapaces de seguir luchando contra la tormenta, hicieron un alto en el camino. A pesar de
las dificultades, habían recorrido un buen trecho. Si continuaban a ese ritmo, a última hora
de la mañana siguiente ya vislumbrarían Nethosak en el horizonte.
Los relámpagos iluminaban la zona, seguidos de truenos ensordecedores. No cabía
ni plantearse siquiera la posibilidad de encender una hoguera, así que además de
empapados, los minotauros estaban muertos de frío.
La lluvia cesó justo antes de que amaneciera. Con el pelo chorreante, los
desharrapados minotauros se levantaron del barro como si fueran cadáveres que volvían a
la vida y salían de sus tumbas abiertas. Faros apenas les concedió un rato para arreglarse,
consciente de que el tiempo apremiaba más que nunca.
Justo cuando ensillaba su montura, Faros oyó un graznido que parecía de un ave
mensajera imperial. El minotauro levantó la vista, pero no vio nada. Mientras avanzaban,
Faros dispuso a los guerreros en una formación muy abierta. Avanzaban a buen ritmo, en
parte gracias a que sólo tenían las armas que llevaban consigo, mientras que las legiones,
mucho más lentas, transportaban balistas, catapultas y provisiones, Por suerte, el pueblo de
Gaerth les había dado comida suficiente y espadas fuertes y resistentes.
Faros entregó los pocos caballos que tenían a sus mejores exploradores y les ordenó
que se adelantaran. El primero regresó sin nada que señalar, pero los que habían llegado
más lejos por fin volvieron diciendo que habían visto las afueras de Nethosak y el primer
asentamiento.
También habían identificado dos legiones, las primeras de otras muchas. Faros hizo
llamar a los pocos oficiales que seguían con vida y que habían pertenecido a las legiones
antes de unirse a él, Los exploradores explicaron lo mejor que pudieron lo que habían visto,
en especial todo lo referente a las banderas.
Uno de los estandartes de las legiones enemigas tenía el dibujo de una zarpa marrón
y ancha, con la silueta negra de un oso detrás.
—La Legión de la Zarpa de Oso —indicó un antiguo centurión—. Seguramente su
comandante siga siendo el general Gularius. Organiza una defensa fuerte y compacta,
combinada con un ataque poderoso y metódico.
Faros atiesó las orejas.
—¿Metódico, o ingenioso?
—No usaría la palabra ingenioso para describirlo, mi señor.
La segunda legión, la que estaba más cerca, se identificaba por un rubí rojo sobre un
fondo de rayas diagonales doradas. Ninguno de los antiguos soldados recordaba ese
símbolo, y ni siquiera Botanos, que había sido militar durante muchos años, podía
relacionarlo con nada.
—Quizá sea un grupo nuevo —aventuró el capitán.
Faros asintió.
—Ese símbolo me parece propio del templo.
—Hemos oído que se han formado algunas legiones bajo el control de los
Defensores; algunas están compuestas sólo por fieles. Podría tratarse de una de ellas.
—¡Hmmm…! Su entrenamiento y experiencia serán inferiores a los de las demás
legiones. —Dirigiéndose a los exploradores, Faros preguntó—: ¿Dónde está esa Legión del
Rubí? —Cuando se lo indicaron, dibujando las posiciones en el suelo, miró a Botanos—.
¿Qué piensas?
—Si tienen un punto débil, sin duda es ése…, pero ése es un si… muy grande,
señor.
El líder de los rebeldes volvió a mirar a los jinetes.
—Indicadme dónde están las catapultas y las balistas.
Señalaron todas las que habían visto y se aventuraron a adivinar dónde se escondían
más.
—Reunid a todos los que hayan trabajado juntos con alguna de esas armas. Lo que
quiero que hagan es…
Dos horas más tarde, los rebeldes ya estaban en movimiento, guiados por lo
exploradores. Faros no podía dejar de pensar en el pájaro mensajero que se le había
escapado. Entonces, vieron a la legión. Las primeras señales fueron el humo y los ruidos
del campamento. Faros y Botanos treparon hasta un alto y observaron el lugar, estudiando
al enemigo. Los soldados iban de un lado a otro con aire despreocupado, lo que era la
confirmación definitiva de que no eran legionarios bien entrenados y curtidos en la batalla.
—Tiene Defensores al mando, apuesto lo que sea —murmuró el capitán Botanos,
esperanzado—. Demasiado seguros de sí mismos.
Faros ya había desenvainado.
—No podemos vacilar. —Se volvió hacia un subordinado—. Da la señal.
Un rebelde ondeó un par de banderas blancas y verdes. La señal silenciosa pasó de
sección en sección del ejército. Cuando llegó la respuesta de que todos estaban listos, Faros
se levantó y balanceó la espada. Unidos en un único rugido, los rebeldes se lanzaron a la
carga.
Les había dado tiempo de recorrer la mitad de la distancia hasta el perímetro
exterior cuando se oyeron los primeros cuernos dando la voz de alarma. Minotauros con
armadura se apresuraron a cubrir su posición. En su honor hay que decir que pronto
formaron una defensa.
—¡A la izquierda! —gritó Botanos cuando su ojo experto descubrió el punto más
débil—. ¡El flanco izquierdo está desorganizado!
—¿Qué hacemos con los Zarpa de Oso? —preguntó un rebelde que se encontraba a
su altura. La segunda legión no estaba a la vista pero era seguro que acudiría al rescate.
—Si acabamos pronto con éstos, ¡estaremos listos para recibirlos! —contestó Faros.
—¡Otro si muy grande! —bromeó el marino mientras seguía a Faros, que ya se
había lanzado al ataque.
Una sombra amenazadora pasó velozmente sobre ellos. Algo cortaba el aire.
Aterrizó con un fuerte golpe mucho más al norte, desviándose bastante del flanco de los
rebeldes. Faros sonrió sin dejar de correr y dar órdenes. Una catapulta manejada por
minotauros bien preparados nunca habría errado tanto.
Al frente, seguían formándose las líneas. Los oficiales a caballo chillaban órdenes.
Las lanzas se posicionaron mientras se preparaban los arcos.
Faros miró al guerrero que daba las señales.
—¡Fuego! ¡Ordénales abrir fuego!
El rebelde tocó una nota con el cuerno. Muchos miembros del harapiento ejército se
detuvieron, apuntaron y dispararon los arcos. Sabían cómo disparar sobre la marcha. Un
centenar de flechas cayó sobre los legionarios. Muchas rebotaron sobre los escudos y las
armaduras, otras cayeron al suelo pisado sin causar ningún daño, pero otras muchas se
clavaron en su objetivo. Los soldados caían por doquier. Algunos se llevaban las manos a
las heridas. Apresuradamente, quitaron los cadáveres de las filas.
La legión devolvió el ataque. Muchos de los rebeldes que estaban en primera línea
cayeron. Los que venían detrás esquivaron los cadáveres y siguieron avanzando. La última
esperanza de los guerreros caídos estaba en sus compañeros. El flanco izquierdo del
enemigo ya parecía más organizado. Los encargados de las balistas las habían girado y
estaban preparados para disparar.
Faros balanceó la espada. Los cuernos volvieron a tocar. Una segunda descarga
cavó sobro el flanco izquierdo de la legión. Murieron muchos más soldados y, a partir de
entonces, Faros sólo pudo ver los rostros serios de los legionarios que tenía justo delante de
él. Se concentró en uno y buscó su mirada.
Un segundo después, los dos ejércitos se encontraron.
Armada con nueva confianza, Maritia abandonó Nethosak para tomar el mando en
el campo de batalla. Todavía recordaba la forma caótica de luchar de los esclavos en
Vyrox. Entonces, eran un grupo numeroso, pero muchos habían caído y sus mejores líderes
habían encontrado la muerte. Que el sobrino de Chot hubiera sobrevivido había sido un
descuido lamentable.
A diferencia de algunos de sus oficiales, Maritia no había creído sin más que toda la
fuerza de Faros estuviera en Mito. No, el líder de los rebeldes era inteligente, eso tenía que
reconocerlo aunque le costara, y seguramente se trataba de un truco. Había sido toda una
sorpresa que Ardnor se mostrara tan dispuesto a que ella decidiera las posiciones de los
contingentes más importantes. En el breve lapso de tiempo que había pasado desde las
últimas noticias de los movimientos de Faros, había ideado estrategias para todas las
situaciones posibles.
La costa estaba patrullada por partidas muy poderosas, menos la zona a la que daba
la cordillera de Argon. Maritia no tenía los poderes sobrenaturales de su madre, pero había
un ir y venir incesante de jinetes que la mantenía en contacto con las diferentes legiones,
mientras los pájaros mensajeros le indicaban todo lo que sucedía en el mar.
Estaba contemplando los preparativos de la Legión del Corcel de Guerra, cuando
llegó un mensajero procedente del oeste con una misiva para ella.
—¡Lady Maritia! ¡Acaba de llegar!
Al leer la nota, el corazón le dio un vuelco. Se habían avistado varios navíos
rebeldes al oeste. Uno parecía ser el Cresta de Dragón, la embarcación más escurridiza de
toda la flota rebelde. ¡Ojalá pudiera atraparlo intacto y pasearlo como trofeo por la capital!
A Maritia no le cabía duda de que Faros habría conseguido de alguna manera dejar a sus
guerreros en algún lugar al norte o al noroeste, quizá cerca de Varga.
—Envía un pájaro a Varga. Pide que te respondan de inmediato.
—¡Sí, mi señora!
La hija de Hotak miró en derredor.
—¿Dónde está el enlace con la Legión del Ónice?
Ésa era una de las legiones más nuevas y a Maritia le costaba recordar los nombres.
Para ella, los nuevos nombres carecían de la grandeza de los wyverns o del Grifo Volador.
—¡Quiero que confirmen su posición! —Miró a lo lejos—. ¿Por qué la legión del
general Domo está desviándose hacia el este? ¡Van a dejar un hueco por el que podría
colarse todo el Mar Sangriento!
Los edecanes de Maritia se apresuraron a ocuparse de todos esos asuntos. Uno de
sus guardias personales apareció a caballo.
—Un jinete del norte, mi señora.
Era el mensajero de la Legión del Ónice. A pesar de su melena rapada y la mirada
alucinada, había demostrado ser un correo muy eficiente y describió a la perfección la
posición de su mando. Maritia se relajó un poco al escuchar el informe que cubría los
huecos que ella no sabía.
—Todo va bien, padre —murmuró, distraída.
—¿Perdón, mi señora? —preguntó el mensajero, confuso.
—Nada.
La hembra de minotauro miró más allá del mensajero de la Legión del Ónice y vio
que, por fin, las fuerzas del general Domo corregían su rumbo. Al comprobar que se
dirigían hacia la posición asignada, Maritia dejó escapar un suspiro de alivio. Casi todo y
todos estaban listos. La flota perseguía a los barcos rebeldes. Cada vez estaban más cerca
de Faros. El líder de los rebeldes había actuado exactamente como Maritia había predicho.
Hasta sentía cierta desilusión al pensar en lo fácil que sería la victoria.
Procedente del este, llegó un pájaro mensajero malherido que anunció su presencia
con débiles graznidos. Maritia observó con impaciencia cómo descendía hacia los
cuidadores. ¿Quién le enviaría un mensaje del este? Allí no había más que dos legiones; era
una posición sin valor estratégico.
—Del puesto cerca de Tagla, mi señora —informó el soldado que le llevó la nota
sellada—. El pájaro está herido —añadió muy serio.
—Tagla. —Maritia echó las orejas hacia atrás mientras leía la inscripción del
estuche—. Este pájaro debería haber continuado hasta la capital. Los fuertes vientos de las
montañas deben de haberlo desviado y decidió detenerse en el primer lugar conocido que
encontró.
En el sello distinguía el corcel de guerra negro. El mensaje era corto y sencillo…, y
demasiado sorprendente para creerlo: «¡Rebeldes por las montañas! ¡Un gran ejército! A
dos millas al sur de Vyrox, en dirección…».
En dirección a Nethosak.
Con las aletas de la nariz hinchadas, Maritia releyó el mensaje. Era de tres días
atrás. La verdad era que el pájaro herido se había desviado mucho.
Maritia miró hacia el este, consciente de que allí su defensa era débil.
—¡Un mapa! —gritó a uno de los guardias—. ¡Tráeme un mapa de la cordillera de
Argon!
AI encontrar Tagla en el mapa y descubrir la difícil ruta entre las montañas, se dio
cuenta de que había pasado por alto una posibilidad crucial para todos sus planes. Entonces,
por increíble que pareciera, Faros Es-Kalin estaba detrás de sus líneas y muy cerca de la
capital.
—Ha llegado la hora, mi señor —susurró la suma sacerdotisa desde su trono bajo
los iconos—, el final de la era de Sargonnas y el comienzo de la del gran Morgion.
Nephera estaba impaciente por exhibir los cadáveres de los rebeldes, especialmente
el de ese Kalin. La muerte de cada uno de los rebeldes fortalecería a su dios y ayudaría a
que el señor de la torre de bronce reinara por encima de los demás dioses.
Se estremeció al sentir el primer choque entre los insurrectos y las legiones en
Tagla. La muerte alimentaba su placer, pues cada muerto se convertía de inmediato en otro
de sus sirvientes, y así su poder crecía.
Gracias a los fantasmas, Nephera sabía desde hacía tiempo que los rebeldes estaban
avanzando por el este, pero había decidido no avisar a Maritia. No era mala idea probar a su
hija. Además, la suma sacerdotisa quería que el sobrino de Chot se sintiera confiado,
llevarlo como un cordero al matadero…, y Faros estaba complaciéndola en todo.
—Con tu permiso, mi señor —dijo a los símbolos brillantes.
La suma sacerdotisa cerró los ojos y vio a su hijo. Ardnor esperaba
impacientemente sus órdenes, rodeado por un mar de figuras oscuras.
—Ardnor, querido hijo, ha llegado el momento.
En su visión, lady Nephera pudo distinguir la sonrisa de su primogénito. Lanzando
una carcajada, el emperador se ajustó el yelmo. La suma sacerdotisa sintió los poderes con
que le había bendecido su dios, con los que le había despertado a una vida malévola.
Nephera abandonó la visión y volvió a concentrarse en la batalla. Todo marchaba
según sus deseos.
XXV

LUCHA Y TRAICIÓN

Marchaban por las calles de Nethosak en perfecta formación. Era una lúgubre
multitud de guerreros fanáticos que tenían un único objetivo: obedecer los deseos de su
señor. Asomados a las ventanas y apoyados en los quicios de las puertas, los ciudadanos de
la capital del imperio los contemplaban con desasosiego. No había minotauro que no
apreciara el arte de la guerra, la devoción por la batalla, pero lo que los Defensores
inspiraban era terror. El río negro avanzó hasta las puertas de la ciudad, irradiando un aura
oscura que hacía que hasta los guerreros más veteranos se refugiaran en la tranquilidad de
sus casas.
A la cabeza de aquella fuerza monstruosa marchaba el gran emperador. Ardnor
tenía la mirada clavada en el camino que se extendía ante él, sin pronunciar palabra, como
si su cabeza estuviera en otra parte. Sus dientes asomaban en una sonrisa siniestra,
impasible: la mano crispada junto a la maza.
Sobre el río inacabable de Defensores ondeaba, orgulloso, un nuevo estandarte.
Muchos no le prestaron atención, pues la imagen del emperador y sus guerreros atraía todas
las miradas. No obstante, aquellos que sí se fijaron en él, si eran lo suficientemente mayores
y tenían buena memoria, tal vez descubrieron algo familiar en el símbolo que había elegido
su gobernante.
Un hacha invertida.
Maritia envió mensajeros a las legiones del este lo más rápidamente que pudo, pero
oyó los cuernos en esa dirección apenas unos minutos después. Lanzó una risa forzada y se
concentró en las posiciones que había que corregir con celeridad. Faros había sido más listo
que ella, pero lo remediaría en poco tiempo.
Inevitablemente, admiraba su determinación. El modo en que había arrastrado a sus
seguidores a través de las montañas, tan de prisa además, era una hazaña propia de un
general del imperio. Pero ningún oficial con experiencia se habría aventurado en un viaje
tan peligroso teniendo tanto que perder. De todos modos, al final esa gesta no le serviría de
nada. Los generales Gularius y Domo ya debían de estar cercando a los rebeldes en ese
mismo instante, y la Legión de Ónice avanzaba hacia su posición. AI noroeste, los
legionarios del Grifo habían recibido la orden de estregar sus filas para facilitar la marcha
de la otra legión. Maritia había enviado un mensaje urgente a las legiones cerca de Varga
para que regresaran de inmediato, por si la batalla se alargaba más de un día.
—¿Preparados? —preguntó.
Tras comprobar que todos eran gestos de asentimiento, montó en su corcel y dio la
señal. Un trompeta tocó las notas. La Legión del Corcel de Guerra marchaba hacia la
batalla.
Maritia la había mantenido en la retaguardia en una muestra de astucia. En ellas
residía la posibilidad de infligir una derrota aplastante a los rebeldes. Era cierto que al
emplear al ejército de los Corceles de Guerra dejaría, por un período corto de tiempo, a la
Guardia Imperial y del Estado como únicos defensores de la capital y que ambos cuerpos se
encontraban muy mermados. Pero cuando llegara la Legión del Ónice, el peligro habría
pasado.
Maritia volvió la vista hacia sus tropas y observó con orgullo a la fuerza con más
honores de todo el imperio avanzando hacia el encuentro con los rebeldes.
—Guía nuestras armas, padre… —murmuró—. Haz que nuestras hachas sean
afiladas y nuestras espadas veloces…, y te prometo que yo misma mataré al sobrino de
Chot en tu nombre…
—Hija…
Maritia atiesó las orejas. Por un momento, pensó que su padre respondía a sus rezos,
pero entonces se dio cuenta de que era otra voz muy conocida la que la llamaba.
—¿Madre?
—Ardnor te ordena que avances más hacia el norte —susurró Nephera en su
mente—. Al límite de la cordillera; después, desvíate hacia el este.
Aunque sorprendida por la orden, Maritia se repuso rápidamente. El poder de su
madre nunca dejaba de admirarla, pero no podía seguir sus directrices a ciegas.
—¿A la cordillera? ¡Eso supondrá un tiempo precioso!
—Ésta es una orden imperial. ¿Una legionaria leal como tú desobedecería a su
hermano, el emperador?
Maritia no tenía preparada una respuesta. En su opinión, era mejor desviarse hacia
el sur y después encaminarse directamente hacia la batalla. La Legión del Corcel de Guerra
no sólo alcanzaría antes a Faros, sino que lo rebasaría.
Pero… como había dicho su madre, se trataba de una orden imperial.
Se volvió hacia su oficial.
—¡Llama a los jinetes! ¡Nuevas órdenes! ¡Avisa a todos de que vamos hacia el
norte hasta llegar a la primera montaña, después al este! —gritó.
El otro minotauro la miró un momento con curiosidad; sin duda, se preguntaba la
razón de aquel rodeo tan complicado.
Mientras se transmitía la orden, Maritia empezó a sentirse mejor. Cogió las riendas
con firmeza. No tenía la menor idea de lo que planeaba su hermano, pero necesitaba creer
que había pensado algo especial para los rebeldes, algo que aplastaría a Faros sin remedio.
El flanco izquierdo, por fin, se rindió. Los guerreros de Faros lo atravesaron y
obligaron a los soldados a dispersarse y defenderse por muchos frentes al mismo tiempo.
Los centuriones y otros oficiales gritaban órdenes sin descanso, pero los legionarios
novatos reaccionaban despacio y en medio de la confusión.
Faros atravesó el pecho de un soldado y esquivó el hacha de otro. Al frente se
encontraban las catapultas y las balistas del enemigo. Las primeras estaban en plena carrera
para no caer en manos de los rebeldes, pero las balistas apuntaban hacia los atacantes.
Una de las balistas disparó. Se oyeron gritos cuando empezaron a llover lanzas
sobre los guerreros. Pero en su prisa por abrir fuego, los soldados no sólo estaban matando
rebeldes, sino también a sus propios compañeros. El fragor metálico ahogaba todos los
demás ruidos. Los minotauros luchaban cuerpo a cuerpo. El hacha de un legionario
atravesó la garganta de un rebelde. Otros dos rebeldes lanceaban a un dekariano; las picas
arrojaron el cuerpo entre los soldados imperiales.
Un treveriano a caballo salió de la nada y golpeó a Faros con una maza. La cabeza
pesada del arma cayó sobre el brazo del líder de los rebeldes, le levantó la piel y machacó
el hueso. Por suerte, consiguió esquivar un segundo golpe del oficial. Unos ojos fanáticos
lo miraron con ferocidad, mientras el minotauro con yelmo volvía a balancear la maza.
—¡Hereje! —gritó de repente el treveriano—. ¡Criminal!
Faros esquivó el golpe y levantó el puño. El puñetazo cerró la boca del legionario y
le abrió el yelmo, que descubrió su cabeza afeitada. Temblando a causa del ataque, el
oficial cargó. El extremo afilado de la espada estuvo a punto de clavarse en la garganta de
Faros.
Faros asió el arma por la empuñadura y tiró. El treveriano cayó hacia adelante.
Emitió un sonido extraño cuando Faros volvió la espada hacia él y la hoja lo atravesó. El
líder de los rebeldes tiró el cuerpo a un lado y echó un vistazo alrededor. Por momentos se
abría un camino hacia las armas de guerra. Botanos, a la cabeza de un grupo de guerreros,
se dirigía a una catapulta. Otra partida se encaminaba hacia las balistas.
Faros y su grupo atacaron a los soldados responsables de otra catapulta. Un soldado
intentó golpearlo con un hacha. El líder de los rebeldes se deshizo de él con una sola
estocada y saltó a lo alto de la máquina. Junto a la parte trasera, otro legionario intentaba
colocar los misiles del arma gigantesca. Faros le propinó una patada y saltó por encima de
él.
En ese momento, apareció una rebelde para luchar contra el legionario. El soldado
rechazó el ataque y le clavó el hacha en el estómago. La rebelde se desplomó, y el
minotauro dio un último corte a la cuerda para disparar los misiles. Pero en ese momento la
espada de Faros le cercenó el brazo izquierdo. El soldado lanzó un chillido de dolor, y
mientras trataba de sostener el hacha, Faros le cortó la cabeza.
Los rebeldes rodeaban la máquina por completo y dos soldados se rindieron. Pero
Faros contaba con sus propios seguidores expertos en manejar catapultas para hacerse cargo
de ellas.
—¡El flanco derecho! ¡Disparad!
Cuando ambas máquinas ya estaban apuntando hacia las fuerzas del imperio, Faros
se volvió hacia las balistas. Dos seguían bajo el control de la legión, pero todas las demás
que podían verse estaban en manos de los rebeldes. Faros cogió a uno de los suyos, señaló
un sitio y empezó a gritar órdenes.
Los rebeldes prorrumpieron en gritos cuando una de las balistas de la legión disparó
a una de las que había caído en manos de los atacantes y mató a los que la manejaban. Las
nuevas balistas de la legión eran diferentes de las que antes utilizaban las fuerzas imperiales
o las de los navíos. Disparaban flechas más pequeñas, pero en cantidades tres o cuatro
veces mayores. Era como si una cortina de flechas, pequeña pero increíblemente ligera,
saliera lanzada a la altura de los minotauros. El efecto era devastador.
—¡Haceos con esas dos! —ordenó Faros a un grupo de guerreros—. Id por su
izquierda.
Las balistas en manos de los rebeldes respondieron al ataque y alcanzaron la
retaguardia de la legión. Cayeron muchos soldados imperiales, entre ellos varios oficiales a
caballo.
Había llegado el momento de disparar una catapulta manejada por los rebeldes. La
pesada roca cayó entre los legionarios, la tierra se levantó y los cuerpos salieron volando.
El enorme proyectil dejó un cráter en medio de las fuerzas enemigas. Con eso, la legión
podía considerarse derrotada. El capitán Botanos, cubierto de sudor pero exultante, apareció
junto a Faros.
—¡La primera victoria es nuestra! ¡Cayeron como un castillo de naipes!
—¡No eran guerreros experimentados! Sus mandos eran Defensores. Los demás
serán mejores.
La batalla iba apagándose. Una hembra con el brazo sanguinolento en cabestrillo
informó:
—¡Su general ha muerto! ¡Apenas quedan ya focos en lucha! ¿Los matamos o
intentamos coger prisioneros?
—Dadles una oportunidad, y si vacilan, haced lo que debáis. ¡No tenemos tiempo
que perder!
Las catapultas dispararon unas cuantas veces más a objetivos diferentes, y después
Faros ordenó que se detuvieran. Los rebeldes iban a necesitar cada proyectil y cada
cuadrillo.
Regresaron los exploradores de los rebeldes. Uno de ellos gritó nada más llegar:
—¡La Legión de la Zarpa de Oso avanza al norte!
—¿Al norte? —gruñó Botanos—. ¿Es que su general se ha vuelto loco?
—Otra legión está de camino, una más poderosa todavía. También se dirige al norte.
—No tiene sentido… —ladró el marino—. Se están desviando hacia el norte. ¡No
nos cogerán hasta que casi hayamos llegado a la capital! ¡Tiene que ser un truco! ¿Qué
piensas tú?
Faros no lo dudó.
—No me importa. Nosotros avanzaremos de todos modos. Si les dejamos que se
acerquen y nos enfrentamos a ellos, nunca llegaremos a Nethosak. Mermarían nuestras
fuerzas.
Los rebeldes reunieron todo lo que pudieron y emprendieron la marcha. Uno de los
flancos se separó y se dirigió hacia el norte. Faros incorporó un nuevo elemento a la cabeza
del ejército: doscientos minotauros ataviados con los petos deslustrados de la legión
vencida y con las manos atadas a la espalda. Los rebeldes los obligaban a caminar con las
espadas.
Los exploradores no dejaban de informar sobre la legión del norte, que por lo visto
no sólo se movía en una dirección extraña, sino que lo hacía a un ritmo muy lento.
El capitán Botanos frunció el entrecejo.
—¡Su comportamiento no es normal, muchacho! Casi parece que lo que intentan es
evitar la batalla.
—Asegúrate de que los exploradores los vigilen constantemente —murmuró el líder
de los rebeldes—. Todavía pueden sorprendernos.
—¿Y si se quedan lejos?
—Lo único que importa ahora es Nethosak —fue la respuesta de Faros, que pensaba
en el hogar que no veía desde hacía años—. Lo único.
La ola negra cruzó las puertas de Nethosak como un río de sangre y cubrió todo el
paisaje. Gigantescos timbales de cobre marcaban el ritmo. El entusiasmo que movía a los
Defensores era aterrador. Estaban seguros de su poder, seguros de la gloria que alcanzarían
después de aquella victoria.
Entre las filas se repartían las cinco temibles sombras que había invocado Ardnor
para mantener el orden entre sus fuerzas. Los espectros apenas eran visibles, parecían
insustanciales, pero nadie dudaba de su presencia. Cabalgaban sobre corceles putrefactos,
muertos mucho tiempo atrás. Los guerreros que avanzaban a su lado no parecían inquietos
en absoluto por tener compañeros tan monstruosos, pues lo interpretaban como un signo
más de la grandeza del dios al que servían, aunque desconocieran su nombre.
En torno al emperador se arremolinaban otros fantasmas. Se trataba de sus
asistentes, ojos fantasmagóricos que Nephera le había concedido para que estuviera al
corriente de todo lo que sucedía cerca y lejos. A través de ellos, Ardnor fue testigo de la
derrota de la primera legión y vio los movimientos de los rebeldes.
Pero no podía penetrar en la mente de su líder. Una niebla envolvía al miembro de
los Kalin. Era inútil que Ardnor torturara cruelmente a las rastreras sombras con el poder
que Morgion le había concedido, pues no podían decirle lo que Faros pretendía hacer a
continuación.
Al final, estaba tan furioso que Nephera apareció en su mente para tranquilizarlo
—¡Detén esos intentos vanos, hijo mío! ¡Pronto Faros Es-Kalin será tuyo!
—Pero ¿por qué no puedo ver a ese gusano? —gruñó, sin preocuparse de que estaba
hablando en voz alta. Ninguno de los que lo rodeaban se atrevería a cuestionar su extraño
comportamiento—. ¿Qué lo protege del poder de Morgion?
—Los esfuerzos lamentables de un dios agonizante…, sólo eso. ¡El último acto
desesperado del Dios de los Grandes Cuernos! Era de esperar…, aunque al final no le
servirá de nada, ni a él ni a su marioneta.
La mano de Ardnor volvió a deslizarse hacia la maza. Se moría de ganas de hundirla
en la cabeza de Faros.
—Da igual. Lo importante es que los aplastaremos antes de que lleguen a las
murallas.
La fuerza con que se reveló la presencia de la suma sacerdotisa estuvo a punto de
tirar a Ardnor de la silla.
—¡No harás nada de eso! ¡Seguirás mis instrucciones al pie de la letra!
El emperador abrió la boca para responder, pero la voz que resonaba en su mente
volvió a apoderarse de él.
—¡No le apartarás de los planes! ¡Faros será tuyo, hijo mío, eso te lo prometo!
—¡Pero Maritia! Ella lo alcanzará primero.
—¡Y cumplirá con su cometido! ¡Harás lo que convenimos! El día de hoy será
testigo de la destrucción total de los rebeldes y el pueblo conocerá la superioridad del
templo y del Único. ¡Sabrán que no puede haber otro emperador más que tú! Tú, Ardnor…
Olvidó sus protestas.
—Yo…
¡El resultado está asegurado! ¡Sigue el camino que se te ha señalado y no te
preocupes por el papel de tu hermana! Pronto serás tú quien ocupe el lugar más
importante.
La voz se apagó en su cabeza. A Ardnor el corazón seguía latiéndole con tuerza.
Esbozando una sonrisa propia de un depredador, susurró:
—Ese gusano de Kalin sigue siendo mío.
Los que estaban más cerca de él fingieron no haberlo oído.
Por fin, Faros tenía Nethosak a su alcance. Hasta los ciudadanos nacidos en las
poblaciones más remotas visitaban Nethosak por lo menos una vez en la vida. La capital
representaba el imperio. Había sido arrasada una y otra vez, pero siempre había resurgido
después de cada debacle, más fuerte e imponente que antes.
Faros contempló sus torres; le costaba creer que estuviera en casa. Entonces, oyó un
cuerno y vio el estandarte al norte. Minutos después, llegó un explorador sin aliento.
—¡Es el estandarte de la Legión del Corcel de Guerra, mi señor! ¡Se acercan
velozmente!
—Averigua si los Zarpa de Oso siguen alejándose —dijo el líder de los rebeldes a
otro explorador. Mientras éste se alejaba raudo, Faros añadió—: Vamos al encuentro de la
Legión del Corcel de Guerra, capitán.
—Sí, muchacho. Ya no podríamos escapar de nuestro destino aunque quisiéramos.
La Legión del Corcel de Guerra representaba al imperio más que ninguna otra
legión. Si la vencían, la noticia de su victoria se propagaría por todas las demás legiones y
minaría la determinación de los soldados imperiales.
Los rebeldes se desviaron hacia la fuerza que se acercaba. Incluso desde tan lejos, la
legión de Maritia era impresionante. Los legionarios avanzaban sin un solo hueco en sus
líneas, sin vacilaciones. Sus petos relucían. Los oficiales a caballo se adelantaban y
retrasaban con movimientos precisos. De repente, a medio camino, la legión se detuvo sin
más.
—Nos está retando a que rayamos a ella, Botanos. —Faros intentó descubrir la
posición de las catapultas y las balistas, pero no podía distinguirlas a tanta distancia. Tal
vez enviara a sus fuerzas a una trampa mortal. El instinto le decía que cuanto antes actuara,
mejor—. No vamos a defraudarla. Ella y yo tenemos asuntos pendientes.
—Sí, mi señor.
A la señal de los cuernos, los rebeldes avanzaron hacia el enemigo. Los prisioneros
estaban al frente. «Dejemos que Maritia crea que somos unos animales sin honor», pensó
Faros. De todos modos, lo más probable era que ya lo creyera.
La distancia entre los dos bandos era cada vez menor. Entonces ya podía distinguir
los rostros de los legionarios y, por fin, encontró a quien buscaba. ¡Allí! El símbolo de los
comandantes identificaba a Maritia. Sus rasgos seguían siendo vagos, pero aquella figura
con el yelmo empenachado y una capa púrpura no podía ser más que ella. Sólo una Droka
montaría con gesto tan poderoso. Ya los había visto antes en Vyrox.
—¡Todavía no han disparado! —gritó Botanos—. ¡Los prisioneros los confunden!
—¡Deja que se confundan más todavía! —Faros hizo un gesto brusco con las
manos.
Los rebeldes aminoraron el paso. Empujaron a los legionarios cautivos y después
los dejaron ir. Los prisioneros reaccionaron lentamente, vacilantes, pero en cuanto
estuvieron más lejos de los rebeldes echaron a correr hacia la libertad.
Los soldados de la vanguardia de los Corceles de Guerra gritaban para animarlos.
Cuando llegaron los primeros, las filas se abrieron rápidamente para dejarlos pasar. Muchos
legionarios les daban palmaditas en la espalda. Más de uno utilizó su propia espada para
cortar las ataduras.
—La primera fase completada —murmuró Faros—. Ahora a por la segunda.
De repente, azuzó a su caballo al trote. Botanos ahogó un grito e intentó cogerle del
brazo, pero Faros ya se había alejado demasiado.
A medio camino, el líder de los rebeldes se detuvo y esperó. Consiguió lo que
quería. Segundos después de haberse parado, la figura que había tomado por Maritia se
quitó la capa y el yelmo, y cabalgó hacia él.
—Faros Es-Kalin —le escupió la hembra de minotauro.
—Mi señora. Ha pasado mucho tiempo desde Vyrox.
Ella lanzó un resoplido.
—¡Ojalá hubiera acabado allí contigo!
—Yo siento exactamente lo mismo —repuso.
—Todavía puedes rendirte, rebelde. Prometo que tu ejecución será rápida y que haré
todo lo que pueda por los que te son leales.
—¿Puedes devolvernos a nuestras familias? ¿A mi padre? ¿A mi madre? ¿A todos
los asesinados vilmente aquella noche sólo porque teníamos la misma sangre que el
emperador?
—¡Era necesario! —contestó Maritia—. ¡Necesario por el bien del reino!
—¿Y honroso?
La minotauro lo miró con fiereza.
—Sólo quiero que sepas una cosa, mi señora. Hacemos lo que nos han obligado a
hacer.
Con esas palabras, el líder de los rebeldes hizo dar media vuelta a su caballo y se
alejó de la comandante, mientas ésta lo miraba fijamente con gran sorpresa.
Al reunirse con Botanos, el capitán parecía furioso con su líder.
—¡¿Qué ha sido todo eso?! —bramó—. Lo único que podías conseguir era que un
arquero impaciente te disparara o que incluso lo hiciera la misma señora, ¡y tú habrías caído
en la trampa o, peor aún, estarías muerto!
—Eso no habría sido honroso.
Faros volvió su montura justo a tiempo para ver a Maritia desparecer por un hueco
en la primera línea de sus tropas,
—Tienen dos catapultas en el flanco izquierdo, bastante detrás, que apuntan justo a
nuestro centro —dijo Faros, enérgicamente—. Detrás de las tres primeras líneas hay cuatro
balistas. La segunda y tercera filas tienen un hueco en esos puntos. Pueden verse por los
pequeños banderines rojos que ondean en cada posición. ¿Los ves?
Botanos, perplejo, asintió con la cabeza.
—Estabas…
El líder de los rebeldes lo interrumpió y añadió rápidamente:
—Otra catapulta muy a la derecha, apuntando justo a la izquierda respecto a nuestro
centro. Tal vez allí haya otra más. Cuentan con una reserva de caballería cerca;
seguramente vendrán cuando la batalla haya comenzado. Además, están los arqueros detrás
de las líneas principales, con los arcos ya listos. Nos dispararán cuando estemos más o
menos a la distancia que se quedó ella. Tres partidas de soldados detrás de las que vemos
ahora, la que pude ver mejor estaba liderada por un centurión, así que supongo que tienen
trescientos guerreros en la retaguardia.
—¡Es la legión más numerosa que haya visto nunca! —Botanos sacudió la cabeza.
Faros bufó.
—¿Creías que sólo había ido a admirar a su comandante?
—Sinceramente, esa idea se me había pasado por la cabeza, sí.
En ese momento, los alcanzó el explorador que había enviado antes. El minotauro
recién llegado no dijo nada, sólo asintió con la cabeza.
El hijo de Gradic se movió sobre la silla.
—La legión del Corcel de Guerra se está impacientando y no quiero que mis
seguidores también pierdan los nervios. Asegúrate de que todos siguen mis señales.
—¿Después de lo que has dicho? Yo mismo gritaré las órdenes si es necesario.
—Entonces, vamos allá.
Un trueno retumbó en el cielo, inquietando a los caballos. Faros se fijó en que su
anillo brillaba por un momento. No le habría sorprendido que a su alrededor estuvieran
sucediendo otras cosas, cosas fuera del alcance de la comprensión humana.
—¡Dad la orden de avanzar!
Tras la nota de un único cuerno, los rebeldes se lanzaron a la carga.
La suma sacerdotisa presenciaba la escena desde la perspectiva de su hija. Intentó
superar sus límites y alcanzar los pensamientos de Faros, pero una barrera volvió a
bloquearla. El poder de Sargonnas ocultaba algo, pero Nephera no sentía nada que pudiera
preocuparla especialmente.
Tanto los Defensores como las legiones estaban en las posiciones adecuadas. Era
una pena que su hija desconociera por completo la estrategia de la suma sacerdotisa, pero
los sacrificios eran necesarios. Con este último pensamiento, volvió a embargarla la
inquietud. Nephera dio un gruñido y miró rápidamente por encima del hombro, pero el
único que estaba allí era Takyr, aguardando sus órdenes.
Hotak no estaba, ni tampoco su mirada condenatoria…
Resoplando al pensar en su propio nerviosismo tonto, la suma sacerdotisa volvió a
concentrarse en la batalla. Los rebeldes empezaban a avanzar. Era el momento de disfrutar
de su destrucción.
Los legionarios esperaban inmóviles, con expresión de cautela. Tenían las armas
levantadas, pero aguardaban la señal convenida. Faros midió la distancia. Agitó la espada
mirando al trompeta. Dos notas cortas, seguidas de otra más larga, se propagaron en el aire.
La parte trasera de las legiones prorrumpió en gritos. Enormes rocas surcaron el
aire. En las primeras filas, los soldados se apartaron para dejar paso a las balistas
escondidas.
De repente, la primera línea del ejército de Faros se partió en dos.
—¿Qué están haciendo? —gruñó Maritia.
Miró al cielo y vio los proyectiles que caían. Aterrizaron con toda la fuerza de la
gravedad y su peso; eran enormes piedras diseñadas para provocar la peor de las
carnicerías, siempre que cayeran sobre algo.
Los rebeldes se movían ágilmente; cambiaban su ordenada formación rectangular
por un medio círculo en constante movimiento, en el que la mayoría de rebeldes se
desplazaban hacia los lados. Los proyectiles caían donde antes había estado el centro,
dejaban enormes cráteres, lanzaban piedras…, pero todo en vano. Uno o dos rebeldes se
retorcieron como si alguna esquirla los hubiera herido, pero todos los demás siguieron sin
problemas.
Dos balistas dispararon de nuevo antes de que la comandante tuviera tiempo de
ordenar que pararan. Una logró detener a un rebelde que se había interpuesto en su camino,
pero las demás lanzas cayeron de forma inofensiva.
—¡Dejad de disparar! —ordenó Maritia—. ¡Parad!
Había creído que Faros era un tonto fatalista que se había encontrado con ella en un
último acto desafiante para dar ánimo a sus tropas. Entonces se daba cuenta de la realidad.
Lo que había hecho era medir sus fuerzas disimuladamente. Por eso le había parecido que
sus palabras eran bastante absurdas, porque la mente del rebelde estaba ocupada en cosas
mucho más importantes.
Por supuesto, Maritia también había aprovechado para analizar a su enemigo, pero
casi no tenía máquinas de guerra y contaba con muy pocas unidades a caballo. Aunque
Faros había localizado catapultas y las balistas, no podía adivinarlo todo. Era seguro que no
sabía lo que había reservado para ese momento.
—El general Domo debería estar en su posición —dijo para sí misma—. ¡Te
atraparemos en medio y acabaremos contigo, Faros Es-Kalin! —Dirigiéndose a un
trompeta, Maritia gritó—: ¡Da la señal!
Al compás de los cuernos, la legendaria legión empezó a desplegarse lenta y
metódicamente en dirección a la horda que avanzaba hacia ellos.
—¡Arqueros preparados!
Cuatrocientos arcos se tensaron.
Maritia midió la distancia.
—¡Fuego!
Los rebeldes estarían distraídos con el avance de los soldados de infantería. No
estarían preparados para la lluvia mortal que caería sobre ellos; pero entonces volvió a oírse
una serie de señales del bando contrario. En cuanto las flechas surcaron el aire, fue evidente
que su trayectoria tendría que haber sido más alta y en forma de arco. La fuerza de los
rebeldes volvió a cambiar de forma.
La táctica no fue tan eficaz como con las catapultas, y muchos rebeldes cayeron o
quedaron atrás. Sin embargo, no tuvo lugar la matanza que Maritia esperaba.
—Si así lo queréis, recurriremos a las hojas afiladas de las espadas —gruñó la
minotauro.
Volvió a calcular rápidamente el número de los rebeldes. Ella tenía la ventaja, sin
duda. Además de su ejército de más confianza, contaba con los supervivientes de la otra
legión, a los que habían rearmado rápidamente. En ese momento, esperaban detrás de la
caballería.
Con la espada levantada, Maritia guió el flanco derecho hacia adelante para rodear a
la fuerza de los rebeldes. En esa ocasión, la hija de Hotak no subestimó al adversario, pues
sabía que muchos de ellos eran antiguos soldados. Incluso algunos seguían llevando los
emblemas de los Exterminadores de Dragones, quizá para hacer dudar a sus tropas.
—¡Esos arqueros, a la derecha! —gritó la hija de Hotak mientras intentaba localizar
a Faros, impaciente por tener la oportunidad de hacerse con él.
Los gruñidos y los gritos lo cubrían todo. Muchos rebeldes cayeron, pero también
legionarios. Un minotauro enorme, con los aros dorados típicos de los marinos, se
materializó frente a ella; con el hacha atravesaba el yelmo y el cuello de un soldado.
Maritia lo identificó como un posible subcomandante, pero antes de que pudiera acercarse a
él, la batalla lo engulló de nuevo.
De repente, se oyó un estruendoso ruido metálico detrás del flanco derecho. Los
legionarios empezaron a girar en círculo de forma caótica. Algunos se miraban,
confundidos, y otros, comportándose de manera muy extraña, bajaron las armas. Entonces,
para su total desconcierto, un legionario que estaba cerca de ella hizo oscilar la espada y
poco faltó para que le hiciera una profunda herida en la pierna.
Maritia logró escapar con un corte a lo largo del muslo y devolvió el ataque al
traidor con una certera estocada en la garganta. Mientras el soldado se tambaleaba hacia
atrás, Maritia lo miró con incredulidad…, y se dio cuenta, demasiado tarde ya, de que no
era uno de los suyos. En su peto lucía el símbolo del rubí.
¿Los prisioneros?
El caos se apoderó de la retaguardia de la legión. Por todas partes, los prisioneros
liberados caían sobre sus confusos compañeros. Las filas se deshicieron. Los soldados
encargados de las catapultas tuvieron que abandonarlas para defenderse. La caballería se
desorganizó; muchos caballos cabalgaban sin sus jinetes.
La verdad se le reveló con toda su crudeza. Los prisioneros que Faros había
entregado a los Corceles de Guerra podían llevar las armaduras legión, pero en realidad
eran rebeldes.
«¡Qué tonta he sido al caer en una trampa así!», —pensó Maritia con amargura.
Tendría que haberse asegurado. Tendría que haberlos apartado. La hija de Hotak jamás
habría esperado un truco tan vil. Los falsos prisioneros no serían doscientos, pero con la
fuerza principal atacando por el frente, los legionarios se veían acosados por todas partes.
—¿Dónde está Domo? ¡Maldito sea! ¿Dónde se ha metido?
No había ni rastro de la legión que había reservado para un caso de necesidad, ni
rastro. Algo había fallado estrepitosamente en sus planes.
XXVI

LA OLA NEGRA

La Legión del Corcel de Guerra parecía sumida en el caos, y Faros se sentía


satisfecho. Seguían luchando y luchaban bien, pero los hostigaban por todas partes. Ningún
legionario podía estar seguro de que el soldado que tenía detrás no fuera un enemigo
disfrazado.
Los rebeldes también sufrían el peso de la batalla. En el suelo yacían los cuerpos de
minotauros que habían seguido a Faros dos veces a través de Kern, que después habían
cruzado el Courrain y, por último, habían superado la cordillera de Argon. Todo para
encontrar una penosa muerte en el campo de batalla.
—¡Volvedlos unos contra otros! —gritó Faros, esquivando el hacha de un
legionario—. ¡Encontrad a lady Maritia! ¡Ella es la clave de la victoria!
—¡Apuesto a que está preguntándose dónde están sus refuerzos! —ladró el capitán
Botanos con una risa forzada.
La Legión de la Zarpa de Oso tardaría en llegar. Si a Maritia le había parecido que
la fuerza de Faros no era demasiado imponente, no sólo se debía a que había disfrazado de
prisioneros a doscientos de sus mejores guerreros. Además, había dejado atrás a una parte
considerable de su ejército con las armas confiscadas a la legión vencida. El combate en la
retaguardia retrasaría a los imperiales que acudían al rescate de lady Maritia.
El tiempo era crucial. Los rebeldes contaban con un día, nada más, antes de que las
otras legiones se reagruparan y atacaran. Faros tenía que acabar con la Legión del Corcel de
Guerra y marchar rápidamente hacia Nethosak.
—¡A cubierto! —bramó Botanos.
Faros y el capitán saltaron de sus monturas y se refugiaron entre las rocas. Una
cortina de flechas cayó sobre los rebeldes y mató a demasiados. Faros se incorporó y vio
que el capitán se agarraba el muslo, en el que tenía clavado un cuadrillo.
—¡Estoy bien! ¡Sólo necesito un momento para vendarme la herida! —gruñó el
marino, arrancándose la flecha—. Preocúpate de conservar la cabeza…, ¡y tráeme la de esa
minotauro!
Faros asintió y volvió a la batalla. Al ir a pie, el hijo de Gradic apenas podía ver con
claridad lo que estaba pasando. A la izquierda descubrió a un grupo de soldados que
intentaba ajustar la balista para disparar a la primera fila de rebeldes.
Faros gritó a los que tenía más cerca:
—¡Venid conmigo! ¡La balista!
Formaron en punta de flecha. Con la espada les indicó el punto por donde atacarían
a los soldados que defendían la balista. Mientras, otros rebeldes se encargaban de los
legionarios que quedaban para abrirles el camino. Los soldados vieron el peligro que se
avecinaba e intentaron girar la máquina. Pero no tuvieron más remedio que empuñar hachas
y espadas para enfrentarse al grupo de Faros.
El dekariano que estaba al mando cargó contra Faros. La silueta negra del Corcel de
Guerra despertó en el hijo de Gradic el terror vivido en la Noche Sangrienta. Volvió a ver
los cadáveres y las carcajadas de los que contemplaban cómo ardía su casa; recordó de
nuevo al asesino oculto bajo el yelmo que había intentado matarlo.
La ira le dio nuevas fuerzas, y Faros obligó al dekariano a arrodillarse. El oficial
abrió los ojos como platos al sentir la fuerza casi sobrenatural de su adversario. Olvidando
la espada, el líder de los rebeldes cogió al legionario por el cuello y apretó lentamente.
Con la respiración entrecortada, Faros se volvió hacia la balista abandonada.
—¡Giradla!
Tras grandes esfuerzos, lograron darle la vuelta. El arma ya estaba cebada, así que
los rebeldes sólo tenían que corregir la puntería y disparar. Las pequeñas flechas cayeron
sobre los legionarios. Se oyeron gritos; los muertos y los heridos se mezclaban en montones
grotescos.
Faros dejó atrás a sus compañeros y volvió a deslizarse entre los combatientes. De
repente, una figura cubierta con una capa intentó detenerlo. Faros saltó a un lado y agarró al
soldado por la capa. Lo lanzó por los aires y el desventurado cayó de cabeza. El oficial del
imperio se dio un golpe muy fuerte y quedó inmóvil.
Faros cogió las riendas de un caballo y montó de un salto. Miró alrededor, en busca
del yelmo y la capa distintiva de Maritia. Eran muy pocos los que la llevaban, y menos aún
hembras.
Lanzó un gruñido de dolor cuando la hoja de una espada le rozó el costado. El
instinto fue lo que le salvó la vida, pues con un movimiento ágil de su espada logró
rechazar el segundo golpe.
—¿Me buscabas? —dijo Maritia de-Droka en tono burlesco.
La hija de Hotak volvió a blandir la espada, obligando al caballo de Faros a girar
sobre sí mismo.
Las dos espadas se encontraron. Saltaron chispas, y la hoja de Maritia quedó
mellada. Sin inmutarse, la comandante de la legión cortó las riendas de Faros.
El caballo del rebelde se revolvió inquieto. Maritia intentó aprovechar la ventaja,
pero antes tenía que colocarse bien.
Faros contraatacó. Estuvo a punto de cercenarle la mano de una estocada, pero en el
último momento la hoja pareció desviarse por su propia voluntad y sólo la golpeó con la
parte plana. Maritia dio un chillido y soltó el arma sin querer, que desapareció entre los
cuerpos que los aprisionaban.
La minotauro buscó su daga. Un río de guerreros se interpuso entre ellos. Faros tuvo
que agarrarse a las crines del caballo para no caerse. Maritia se abalanzó sobre él con la
daga. El líder de los rebeldes paró el golpe con el antebrazo y sintió el desgarrón de la piel.
Su caballo dio una sacudida y, sin pretenderlo, propinó un fuerte golpe a Maritia en la sien
con el puño que asía la empuñadura.
Maritia sintió que se le bamboleaba la cabeza. Se habría caído del caballo de no ser
por la oportuna aparición de dos de sus oficiales. Uno se enfrentó cuerpo a cuerpo con
Faros, mientras el otro la sostenía.
Faros apenas podía guardar el equilibrio. Frustrado, vio que el segundo oficial se
llevaba a la aturdida Maritia. Por fin, pudo zafarse del legionario que lo acosaba y lo
atravesó con la espada con gran satisfacción. Pero mientras el soldado se desplomaba, su
hacha se clavó en el cuello del caballo de Faros. El animal se encabritó y lanzó por los aires
al jinete.
El líder de los rebeldes cayó sobre el costado que estaba herido y lanzó un grito de
dolor. Un segundo después rodaba sobre sí mismo para esquivar unos cascos que
aterrizaban justo donde él había caído. Faros se salvó sólo gracias a la confusión del
momento. Con tantos minotauros luchando y cuerpos retorciéndose alrededor, él mismo
logró pasar desapercibido. Jadeando, consiguió ponerse en pie.
De repente, oyó un cuento. No reconocía la señal, lo que significaba que debía de
tratarse de un aviso de los imperiales. Por un momento Faros se preguntó si los refuerzos
habrían logrado llegar de todos modos. Entonces, se dio cuenta de que los legionarios se
retiraban.
La Legión del Corcel de Guerra se replegaba.
Los soldados del imperio no parecían contentos con aquella orden inesperada, pero
obedecieron. Aunque algunos rebeldes empezaron a cuidar de los heridos, la mayoría,
entusiasmados por la rendición del enemigo, siguieron hostigando a los legionarios en su
retirada.
De la hija de Hotak no había ni rastro. Faros vio a una rebelde a caballo.
—¡Tu caballo! ¡Lo necesito!
La jinete se lo entregó. De un salto se subió a la silla y volvió a mirar en derredor.
Nada. Maritia se le había escapado, pero otro rostro familiar captó su atención. El capitán
Botanos, con la pierna vendada, montaba un corcel increíblemente grande. El marino lo vio
y dejó escapar un suspiro de alivio.
—¡Por todos los dioses, tienes un aspecto horrible! —bramó. Tras estudiarlo
durante unos segundos, Botanos añadió—: Pero te conservas entero, excepto por esa herida
tan fea en el costado. Deja que te ayude a vendártela.
Botanos cogió un trozo de tela que había sido un estandarte y lo envolvió alrededor
de la cintura de Faros para tapar rápidamente la herida.
—Los Corceles de Guerra están retirándose —comentó Botanos mientras se
ocupaba de él—. ¡Jamás creí que vería algo así! ¡Éste sigue siendo un tiempo de milagros!
—Espero que no hayamos acabado con la reserva —respondió Faros lacónicamente.
—¿Vamos tras ellos?
El minotauro más joven lo miró a los ojos.
—No, ¡hacia Nethosak!
Botanos sonrió, pero Faros no sentía ninguna alegría. Las nubes que se agolpaban
sobre la capital eran tan negras como la noche. También se había levantado viento. Ninguna
de las dos cosas era natural. El poder de los Predecesores se unía con algún fin detestable, y
Faros temía lo que eso podía significar.
No obstante, sabía que ya no había vuelta atrás.
Ardnor se irguió en su montura al sentir la presencia de Nephera cubriendo todos
sus pensamientos.
—¡Ya es tuyo, hijo mío! ¡Esta hazaña será recordada en fas cantos de los bardos
por los siglos que han de venir! ¡Adelante!
El emperador lanzó un rugido de satisfacción. Sacó la maza y apuntó con ella al
frente. Los cuernos retorcidos de cabra dieron la lúgubre señal. Los tambores marcaron el
avance.
La maldición negra de los Defensores marchó al frente.
La mancha del deshonor jamás desaparecería. Había perdido la legión de su padre.
Los Corceles de Guerra se habían rendido en una batalla por primera vez desde que Hotak
los creara como modelo para todos los demás ejércitos.
—¡Tenemos que reagruparnos antes de llegar a Nethosak! —dijo a los oficiales que
la rodeaban, levantando la voz para que pudieran oírla por encima de la tormenta. Un tercio
de los oficiales habían muerto o habían desaparecido, y otros muchos, como ella misma,
estaban heridos—. ¡Avisad a la Legión del Ónice de que debe resistir en el frente en
nuestro lugar! ¡Tenemos que mantenemos en nuestra posición hasta la caída de la tarde!
Cuando lleguen a la capital, los rebeldes se enfrentarán a un muro impenetrable. Vendrán
las legiones del norte y nos ayudarán a acabar con ellos. —Tosió—. ¿Alguna noticia de los
Zarpa de Oso?
—Ninguna, mi señora.
—Deben de estar ocupándose del resto de rebeldes. Nos las arreglaremos sin ellos si
es necesario. —Nethosak brillaba a lo lejos. Era como si de la ciudad saliera una inmensa
sombra oscura en dirección a los legionarios en retirada—. ¿Qué…?
No había acabado de formular la pregunta, cuando comprendió la respuesta.
«Defensores». Más Defensores juntos de los que hubiera visto jamás reunidos en un mismo
lugar y momento, una legión que sobrepasaba en número incluso a los imponentes Corceles
de Guerra. En perfecta formación avanzaba una fila tras otra de guerreros con armadura de
ébano. Cada soldado de infantería llevaba dos armas, la típica maza terminada en una
cabeza y un hacha de doble filo. Alrededor, oficiales ataviados con una capa negra sobre
diabólicos corceles mantenían el orden con látigos y mazas. Unas figuras irreales y
tenebrosas flotaban entre los soldados.
Sobre tan enorme formación ondeaba un estandarte que Maritia no conocía, el
símbolo del centro parecía un hacha al revés. La fuerza amenazadora cubría el paisaje hasta
donde alcanzaba la vista. Más allá incluso, pues de la ciudad seguían saliendo filas de
soldados.
Por fin, Maritia distinguió a Ardnor a la cabeza de su ejército. Su hermano parecía
aún más grande que la última vez que lo había visto. Al mirarlo atentamente, la hija de
Hotak sintió la misma incomodidad que a veces la embargaba en presencia de su madre,
pero al mismo tiempo Maritia obtuvo fuerzas de su hermano. Los orgullosos guerreros de
Faros se enfrentarían al enemigo perfecto.
—¡Dad la señal para reagruparnos! Volveremos a formar y daremos tiempo al
emperador para que se prepare.
—No harás nada de eso.
La voz sacudió a Maritia. Parpadeó y miró hacia Nethosak, hacía el lugar en el que
se alzaba el templo,
—Sigue retirándote. No vuelvas a organizar tus fuerzas.
—Pero… ¿por qué?
Una fuerza muy intensa le apretó la cabeza. Maritia se quitó el yelmo y se llevó las
manos a las sienes. Sus edecanes, que no oían la voz ni comprendían nada, se miraron entre
sí sin saber qué hacer.
—¡Tu obligación es servir al imperio, hija! ¡Obedece! ¡Todo está planeado! —La
presión se suavizó—. Ardnor te agradece tus sacrificios, pero ahora desea que te hagas
cargo de la protección de la capital durante su ausencia. Confía en ti más que en nadie
para esa misión.
Maritia se calmó. La retirada de los Corceles de Guerra podía tener un propósito. Si
eso era lo que su hermano, su emperador, deseaba que hiciera, ¿quién era ella para poner en
entredicho sus sabias decisiones? Se debía al trono y al legado de su padre, ambas cosas
personificadas en Ardnor.
—Obedeceré —respondió sin más al aire. Cuando la presencia de Nephera se
desvaneció, la minotauro miró a sus soldados—. ¡Anulad la última orden! ¡Continuaremos
en retirada! ¡Retrocederemos hasta detrás de las líneas del emperador y entraremos en
Nethosak!
Los guerreros hicieron una reverencia y corrieron a transmitir las órdenes.
Mostrando los dientes, Maritia se concentró en las filas oscuras que seguían avanzando. No
tardó en identificar a su hermano. Ardnor, como si sintiera su mirada, se volvió hacia ella.
Maritia estuvo a punto de detener el caballo. Aquellos ojos no eran los de un mortal.
Ardnor gritó algo al oficial que estaba a su lado. Éste le hizo una profunda
reverencia, a continuación volvió su montura y se dirigió directamente hacia Maritia y su
grupo lastimoso de legionarios en retirada.
—Mi señora —dijo el Defensor con un tono inexpresivo nada más llegar—, el
emperador quiere expresaros su alivio al ver que habéis sobrevivido a este revés.
—Sí, gracias. Me gustaría hablar con mi hermano sólo un momento.
El Defensor levantó un poco la mano. Como si fueran un solo minotauro, la fila más
cercana de guerreros volvió el rostro hacia ella. En sus expresiones se reflejaba una lealtad
propia de fanáticos.
—Ahora mismo eso no es posible. La batalla es inminente, como sabéis.
Maritia no insistió. Dirigiéndose a sus oficiales, se limitó a añadir secamente:
—Ya lo habéis oído. Continuad avanzando. Que todos crucen las puertas lo antes
posible.
—Nosotros, por supuesto, cubriremos vuestra retirada —dijo la figura negra.
No le prestó atención. Los Corceles de Guerra habían sido humillados para siempre
al verse obligados a abandonar la batalla.
—¡Vamos!
El Defensor hizo un gesto con la mano. La fila de guerreros volvió a mirar al frente.
Entre las hileras se abrió un camino. Maritia pensó que los Defensores se movían como si
fueran marionetas, las marionetas de su hermano.
Mientras pasaban entre las siniestras figuras, la mirada de Maritia se posó sobre una
de las sombras en las que había reparado antes. La silueta oscura cabalgaba sobre un
caballo famélico. Por mucho que Maritia intentaba concentrarse en el jinete, lo único que
lograba era distinguir vagamente una figura con armadura. En su empeño por verla mejor,
la comandante se fijó un momento en el corcel.
—¡Por todos los dioses! —exclamó.
El animal tenía los costados hundidos y por ellos asomaban las costillas, cubiertas
por tiras de carne putrefacta.
—Mi señora —susurró uno de sus acompañantes—, ¿os encontráis bien?
—¡No os detengáis! ¡Adelante! —Maritia se alegró de ver las puertas de la ciudad.
Eran sólidas. Eran reales. Eran el lugar por el que había salido el ejército siniestro
de Ardnor.
—¡Patok! ¡Encárgate de la supervisión de los Corceles de Guerra! Si ves a algún
guardia, que se una a nuestras filas. Refuerza nuestra formación, ¡por si acaso! Forma
nuevas filas justo al otro lado de las puertas y ordena que estén preparadas para avanzar
hacia el campo de batalla o para controlar las calles.
—Pero ¡mi señora! ¿Adónde vais vos?
Frunció el entrecejo. Brilló un relámpago. Maritia miró hacia el cielo y su expresión
se ensombreció aún más.
—Voy a ver a mi madre.
XXVII

EL PODER DE LA OSCURIDAD

La voz de la espada volvió a susurrar en la mente de Faros.


—Cuidado…
Defensores. Cubrían el terreno delante de la capital como una plaga de langostas.
Faros estudió el ejército buscando a Ardnor de-Droka.
—Quiere que el pueblo disfrute del espectáculo —murmuró Faros—; aniquilar a su
enemigo a las puertas de la ciudad para que la hazaña se cuente en todas partes.
Botanos miró con fiereza al ejército que se aproximaba.
—Pues entonces debe de pretender hacer un espectáculo impresionante de nuestra
muerte.
—Mira este cielo siniestro, capitán. ¿No se te ponen los pelos de punta?
El viento aullaba en el cielo, más oscuro que la armadura de un Defensor, como si
ya hubiera caído la noche. Una tempestad amenazaba en lo alto, pero todavía no había
empezado a llover.
—Sí. Seguiré convenciéndome a mí mismo de que no es nada.
—Pero sí lo es. Es todo lo que hemos temido. —Faros asió su espada con
firmeza—. No tenemos más alternativa que enfrentamos a ello.
Entre las filas de los Defensores, los tambores redoblaban como un corazón
inmenso, de forma lenta y amenazadora. Los guerreros negros avanzaban perfectamente
compenetrados. A la cabeza cabalgaba un gigante terrorífico. De pie, por lo menos sería tan
alto como un ogro, pero incluso sin armadura era el doble de corpulento…, una montaña de
músculos firmes. En una mano llevaba una maza larga y mortífera, cuya cabeza despiadada
parecía irradiar un tenue brillo verde.
—¿Eso es un minotauro o un ogro gigante disfrazado con unos cuernos? —preguntó
Botanos, asombrado.
Faros no apartó la mirada del jinete que se acercaba. Como si se hubiera dado
cuenta, la figura con yelmo miró justo en la dirección del líder de los rebeldes. Por un
instante, sus dos miradas se cruzaron. Faros descubrió que bajo el yelmo había una criatura
que ya no era mortal. Sus ojos irradiaban muerte y, peor todavía, una decadencia
agonizante no sólo del cuerpo, sino también del espíritu.
Ardnor de-Droka fue el primero en apartar la mirada, pero no porque le faltase
determinación. Lanzando una carcajada salvaje, el emperador volvió la vista hacía las filas
de sus fanáticos seguidores y balanceó la maza por encima de su cabeza. El redoble de los
tambores se interrumpió.
En medio de un griterío ensordecedor, los Defensores se lanzaron a la carga.
Faros levantó la espada e hizo un movimiento hacia abajo. Los rebeldes empezaron
a avanzar lentamente, ganando velocidad a medida que se acercaban al adversario.
Permanecían silenciosos, tal como hacía su líder.
Al frente de los Defensores, Ardnor blandió la maza. El arma relució; la inquietante
aura verde le envolvía la cabeza como si de llamas se tratase.
Faros se estremeció. Lanzó una maldición y echó un vistazo rápido a sus filas, pero
por el momento los guerreros parecían inmunes a la magia. De su garganta salió un grito de
furia, de venganza. Como si fueran un solo guerrero, los rebeldes recogieron su grito y lo
alzaron por encima de los truenos.
Defensores y rebeldes se encontraron con la fuerza de dos ríos. Cien minotauros o
más perecieron por la mera violencia del choque. Los cuerpos se alzaron varios pies por
encima del suelo, tal fue la intensidad del encuentro. Los cadáveres de rebeldes y
Defensores salpicaron la tierra por igual, y los que seguían con vida en las primeras filas
estaban cubiertos de sangre. En ambos bandos se formó un muro de muerte, pues todo
movimiento cesó por completo.
El emperador, en la vanguardia de su ejército, reía mientras aporreaba a un enemigo
tras otro. Ninguna espada, ninguna hacha, resistían las embestidas de su maza. Cada vez
que golpeaba, el arma brillaba con aquel verde lúgubre.
—¡Faros! —acució Nephera a Ardnor—. ¡Enfréntate a él, hijo mío! ¡Los demás no
importan!
El emperador, inmerso en el regocijo de la matanza, no prestó atención a la
sacerdotisa. Ardnor sabía que Faros acabaría siendo suyo. Todavía había tiempo para
divertirse.
En cuanto a Faros, ya se había dado cuenta de que el gigante era Ardnor, pero no
podía llegar a él. El tumulto de cuerpos y los interminables adversarios que encontraba en
el camino lo mantenían alejado. Un Defensor de mirada enloquecida se acercó a él e intentó
trepar a su montura. El líder de los rebeldes esquivó la maza del guerrero negro y después
le propinó un buen golpe en el cuello con la empuñadura de la espada. El Defensor se llevó
las manos a la garganta y cayó sobre la muchedumbre, donde desapareció bajo las pisadas
frenéticas.
Uno de los leales a Faros intentó pasar a su lado, pero el guerrero veterano vaciló
sin razón aparente y cayó de rodillas. Faros extendió un brazo para ayudarlo, pero lo apartó,
horrorizado. El hocico y los brazos del guerrero se habían cubierto de unas pequeñas
pústulas marrones. Faros miró rápidamente alrededor y vio que más rebeldes mostraban los
mismos síntomas.
La plaga…
De pronto, comprendió el gesto de Ardnor con la maza. Faros se estremeció al
pensar lo que eso significaba. La plaga mágica arrasaría a los rebeldes en minutos, y así se
decidiría el resultado de la batalla. Airado, miró al cielo en busca de la constelación velada
de Sargonnas. El dios ya se había enfrentado a la plaga de Morgion antes. ¿Dónde estaba
entonces?
La lluvia no acudió a la invocación de Faros, no apareció ninguna agua purificadora
que arrastrara el mal de Ardnor. El hijo de Gradic maldijo a la deidad ausente.
—¿Quieres fieles o no? ¡Muéstrame cómo acabar con esto!
De repente, la espada tiró de él y señaló hacia las espeluznantes filas de los
Defensores. Faros la siguió con la mirada y sus ojos se encontraron con Ardnor de-Droka.
—¡Botanos! ¡A mí! —El capitán y varios jinetes más corrieron hacia Faros—. ¡El
poder de Morgion está entre nosotros! ¡Nuestra única opción es que llegue junto a Ardnor,
y de prisa!
—¡Bien, te llevaremos hasta él! —gritó el capitán—. ¿Cómo podrás luchar contra
Ardnor? Es un gigante con una fuerza increíble. Alguna magia malévola lo protege. ¡No
tiene ni un arañazo!
—Simplemente llevadme hasta él.
Botanos organizó rápidamente la formación en punta de flecha y él mismo se colocó
en el extremo. A medida que se adentraban en el mar de armaduras negras, vieron que cada
vez más guerreros tenían las marcas del mal siniestro. Los rebeldes daban traspiés, se
llevaban las manos al estómago y se secaban la frente calenturienta. Los Defensores
conquistaban más terreno y vidas. Los guerreros enfermos no podían enfrentarse a los
fanáticos de Ardnor.
Delante de Faros, Botanos atacó a uno de los soldados de armadura negra como el
ébano y acabó fácilmente con él. El marinero instó a los demás:
—¡Hemos abierto un hueco! ¡Seguid presionando!
Entonces, el Defensor al que había matado volvió a levantarse. A un lado del cuello
tenía el profundo corte que había abierto el hacha del capitán. Seguía manando sangre de la
herida, pero el guerrero, con paso inseguro, levantó la maza para volver a unirse a la
batalla.
—¡Botanos! —gritó Faros—. ¡Cuidado!
—¡Por el de los Grandes Cuernos!
El capitán rechazó la maza a duras penas. Volvió a atacar al Defensor; esa vez
golpeó con más fuerza en la misma herida. El Defensor cayó de rodillas…, y después se
levantó.
Faros maldijo. No cabía más que una explicación. Además de la plaga, Ardnor
estaba resucitando a los muertos. De hecho, por todas partes se veían minotauros heridos y
cubiertos de sangre que se levantaban lentamente para continuar luchando. Todos tenían la
misma expresión velada, vacía.
El Defensor que ya había muerto dos veces a manos de Botanos volvió a cargar
contra el capitán, pero otro rebelde a caballo se interpuso con valentía delante del cadáver
viviente. Los dos combatientes intercambiaron estocadas; el rebelde clavaba su espada una
y otra vez en la garganta destrozada del Defensor. A pesar de que la cabeza se le
balanceaba a un lado, la maza de aquella figura monstruosa seguía golpeando sin descanso,
hasta que aterrizó sobre el pecho del rebelde. Apenas un suspiro después, el rebelde muerto
volvió a erguirse. Sus ojos eran idénticos a los de la criatura que lo había matado. Se volvió
hacia el jinete que tenía más cerca.
La batalla estaba convirtiéndose en una auténtica pesadilla. Los rebeldes caían al
suelo víctimas de la plaga. Los guerreros de ambos bandos que morían resucitaban como
fantasmas malévolos; cada muerto se unía a las filas del señor de Ardnor.
La formación en punta de flecha se rompió, pues cada guerrero se vio obligado a
luchar por su propia vida. Faros consiguió llegar junto a Botanos, que rechazaba los golpes
de una rebelde con el estómago abierto por una hacha apenas unos segundos antes.
—¡Encuéntralo! —chilló con desesperación el marino, ya sin aliento—. ¡Encuentra
a Ardnor!
Faros asintió y pasó junto a su compañero para perderse en el caos. Sus filas estaban
prácticamente desintegradas. Si no encontraba pronto a Ardnor, ése sería el fin. Mientras
buscaba entre la marabunta, una sombra oscura se extendió sobre él.
A Faros le pareció distinguir una figura con armadura, si bien delgada e
insustancial. Cada vez que se daba la vuelta, la sombra desaparecía. Pero no le cabía duda
de que veía una espada, tan inmaterial como quien la manejaba; de pronto, el arma se lanzó
directamente a su corazón. La espada de Faros se levantó justo a tiempo. Cuando las dos
armas se encontraron no se oyó sonido alguno, pero se formó una nube de humo.
El guerrero oscuro silbó. Su forma se alargaba y encogía como la marea, por lo que
era muy difícil de determinar su posición. Cuando su espada volvió a atacarlo, Faros
reaccionó demasiado tarde y se tambaleó hacia atrás. Mientras trastabillaba unos cuantos
pasos, el líder de los rebeldes se preguntó qué terribles dimensiones había alcanzado el
poder del templo. La misma muerte parecía estar a las órdenes de los Predecesores.
Entonces, en un recuerdo más profundo que esos pensamientos que le pasaban por
la cabeza, Faros pensó en su propia familia, asesinada tanto tiempo atrás. Había sido testigo
de todas las señales que indicaban que el templo controlaba los espíritus de los muertos. Si
era así, ¿era posible que incluso su padre, todos los que él amaba, fueran esclavos del
templo? En vez de convertirse en espíritus honrados, ¿los habrían convertido en sus
marionetas?
No podía soportar tal idea. Se imaginó a su madre, a su hermana, a su hermano, a
Crespos, todos obligados a cumplir la voluntad de la suma sacerdotisa.
Lanzando un rugido, encontró fuerzas renovadas y cargó contra la sombra. La
espada de Sargonnas atravesó la figura oscura sin encontrar resistencia y, envuelto en un
gemido monstruoso, el guerrero demoníaco desapareció como la niebla. De inmediato, se
esfumó todo signo de vida del caballo, y el animal se desplomó convertido en un montón de
carne putrefacta y huesos ante los ojos enrojecidos de Faros. Pero al mirar alrededor, Faros
se dio cuenta de que su victoria era insignificante. Sus seguidores caían cruelmente, a cada
paso morían por docenas. Los rebeldes muertos se levantaban sin dilación y comenzaban a
luchar contra sus antiguos compañeros.
Desde el centro del caos se alzó una risa ensordecedora, burlona, sólo podía
provenir de una persona. Al frente, la figura inmensa de Ardnor sobresalía montada sobre
su caballo. El emperador balanceaba la maza hacia adelante y hacía atrás como si fuera un
juguete. Cada vez que el arma golpeaba a un minotauro, resplandecía con su luz verde.
Entre carcajadas y juramentos, Ardnor no parecía prestar demasiada atención a lo que
pasaba alrededor, absorto como estaba en la placentera matanza.
—¡Droka! —bramó Faros—. ¡Mírame, Droka!
Ardnor detuvo la maza en medio de su recorrido. Una sonrisa salvaje le deformó el
rostro al reconocerlo. Tiró de las riendas y avanzó con impaciencia hacia Faros. Crujió un
trueno. Un rayo verde atravesó el cielo. Faros sacó los dientes anticipándose al encuentro
con el gigante. Si fracasaba entonces, les fallaría a todos.
—¡La escoria de los Kalin! —rugió Ardnor, alegremente—. ¡Hola, gusano! Pareces
todavía más insignificante visto de cerca, ¿lo sabías?
Faros admiró con asombro mal disimulado el tamaño increíble del emperador y se
preguntó si seguiría siendo mortal. No dijo nada, sino que se lanzó de inmediato al pecho
cubierto por la armadura de su enemigo.
Ardnor rechazó su arremetida sin inmutarse. El inmenso guerrero se movía a una
velocidad impresionante. Al mismo tiempo que rechazaba la espada del líder de los
rebeldes, con la otra mano balanceó la maza para machacar el otro brazo de Faros. El aura
verde se encendió con gran intensidad en el momento del golpe. Faros lanzó un grito de
dolor. Además del terrible dolor físico, tenía una sensación extraña, como si un veneno
insidioso entrara por la herida para torturarlo desde dentro.
—¿Sigues vivo? —bramó su enemigo monstruoso, apartando la maza. De sus
pinchos colgaban coágulos de sangre, pelo y trozos de carne—. Ella ya me había dicho que
tal vez tendrías un poco de ayuda… —Se inclinó hacia adelante—. ¡Pero no te bastará con
eso! ¡Veamos lo que pasa si te golpeo otra vez!
Faros saltó del caballo. La maza de Ardnor lo rozó, fallando por pocas pulgadas.
El emperador lanzó una sonora carcajada mientras giraba su montura para
enfrentarse al minotauro más pequeño.
—¡Huye, huye! Atacar y salir corriendo, ¿ése es tu plan? Ojalá me enfrentara al
gran general Rahm y no a un vividor inútil que sólo por un golpe de suerte no murió junto a
su familia.
Ardnor tiró de las riendas para que el caballo se encabritara. Los cascos del animal
golpearon a Faros en el cuerno derecho. Tembloroso pero resuelto, el hijo de Gradic rodó
bajo el animal y le clavó la espada. La hoja se deslizó entre las costillas del caballo. El
corcel, mortalmente herido, relinchó y perdió el equilibrio. Ardnor gritó, confuso, al verse
lanzado por los aires.
Faros se escabulló ágilmente justo en el momento en que el animal se desplomaba.
El antiguo esclavo pegó un salto y buscó a Ardnor. Entonces, descubrió que la oscuridad
que lo cubría era la sombra de su enemigo, aterrador y gigantesco.
—¡Kalin inmundo! ¡Había cuidado de ese caballo desde que era un potro! ¡Lo
quería como a un hijo! —Se abalanzó sobre Faros, con la maza ya levantada para
golpear—. ¡La vida de ese animal es más valiosa que la de cien como tú!
Los dos chocaron torpemente, pues un grupo de guerreros tropezó con ellos. Brazos
y piernas parecían enredarse por todas partes. Faros logro zafarse de Ardnor cuando la
maza ya bajaba hacia él. El arma golpeó el suelo. Todo la superficie tembló y se abrió una
grieta de una yarda de longitud junto al enemigo del emperador.
—¡Quédate quieto para que pueda aplastarte! —ordenó Ardnor, riéndose por su
propia ocurrencia—. ¡Igual que aplastamos a todos los Kalin!
Faros se agachó y esquivó el golpe, que aterrizó otra vez en el suelo, pero dejó su
costado izquierdo desprotegido. Un Defensor se volvió, después de destripar aun rebelde, y
balanceó su hacha hacia la cabeza de Faros.
—¡No! ¡Es mío!
Ardnor pegó un salto. La maza del emperador destrozó el yelmo y el cráneo del
Defensor, que no esperaba ese ataque. Pisando el cadáver del soldado, que, al fin y al cabo,
volvía a levantarse lentamente de entre los muertos, Ardnor miró con ferocidad a Faros.
—¡Mi gloria!
Faros pegó un salto y propinó una patada a Ardnor en las piernas. Le hizo perder el
equilibrio y cayó. El hijo de Gradic se levantó e intentó herir a Ardnor en la mano abierta,
pero la maza se interpuso en su camino. Al chocar, las dos armas soltaron chispas. Faros
volvió a sentir aquel dolor insoportable y el extraño veneno. Hizo más fuerza y logró que su
adversario retrocediera un poco.
—¡Eres un poco más fuerte de lo que pensaba! ¡Ja! ¡Perfecto! ¡Así disfrutaré más de
la victoria!
Tan cerca de su enemigo, Faros pudo ver los ojos de Ardnor como realmente eran,
espeluznantes, sin igual entre todas las criaturas vivas. El poder de Morgion había devorado
la poca calma que Ardnor pudiera haber tenido.
—Estás admirando su don… —se burló el emperador—. ¡Sí, yo soy su elegido! ¡Su
héroe! —Empujó a Faros, presa otra vez de una risa incontrolable—. ¡El de los Grandes
Cuernos tuvo que contentarse contigo! ¡Su tiempo ha acabado, al igual que el luyo!
Ardnor se quitó el guantelete que le protegía la mano libre. Cuando la alargó hacia
él, Faros vio que la rodeaba la misma aura terrorífica.
—¡Siente el tacto maravilloso que tengo, Kalin! ¡Siente su fuerza! Vamos, no te
dolerá mucho…, al menos no por mucho tiempo…
Faros ya no podía retroceder más y descubrió, en lo más profundo de su ser que, en
realidad, no deseaba retroceder. Tal vez moriría, pero no se apartaría. Con el entrecejo
fruncido, el líder de los rebeldes apuntó a la mano con su espada. Ardnor se rió, como si
nada de lo que el minotauro más pequeño intentara pudiera salir bien.
Dejó de reírse cuando la hoja de la espada cambió de dirección de improviso. Ni
siquiera los reflejos sobrenaturales de Ardnor pudieron sobreponerse a su sorpresa, La
espada de Faros cortó el mango de la maza. Hubo un estallido de luz verde cuando las dos
partes se separaron; después, el aura desapareció.
Ardnor siguió su instinto de coger la parte superior, pero Faros, fortalecido por la
magia de su propia arma, echó todo su peso hacia adelante y con la espada atravesó el brazo
del emperador, clavó la hoja entre sus costillas y la sacó por la espalda.
Faros dio un suspiro, tambaleante.
Entonces, la parte posterior del guantelete le golpeó con fuera en la mandíbula y
salió disparado hacia atrás. De alguna manera, Faros logró conservar la espada en la mano.
Con un sonido húmedo, el regalo de Sargonnas salió limpiamente del pecho de Ardnor.
Ardnor de-Droka se echó sobre su rival y, aparentemente sin sentir ningún dolor,
lanzó una carcajada lúgubre.
—¡Yo soy su héroe! —repitió a la figura caída—. ¡No hay poder mayor que el del
Señor de la Putrefacción!
Una sustancia espesa y hedionda del color de la carne podrida empezó a rezumar
por la herida que le había infligido Faros. Ardnor la palpó con los dedos desnudos,
admirado por lo que Morgion había hecho de él.
—Ningún poder… —repitió, mostrando los dientes en una mueca aterradora.
El gigante se untó el líquido en el puño, y a medida que se extendía por sus dedos,
cambiaba de forma. Alrededor de la mano, la sustancia pestilente se convirtió en un mango
de acero. La sustancia siguió avanzando, se alargó casi tres pies y formó una bola cubierta
de pinchos, pequeños y afilados. La nueva maza sobrenatural brillaba con todo el poder del
señor de Ardnor.
—¡Menos aún el de una criatura agotada e inútil como Sargas! ¡Es hora de poner fin
a su dolor… y de que el último de los Kalin se una a él en el olvido!
En el santuario de la suma sacerdotisa, Nephera y sus ayudantes estaban muy
ocupados. Nada de lo que sucedía fuera pasaba por alto a la madre de Ardnor, y además de
la unión con su hijo, la multitud de fantasmas que la rodeaban no dejaban de susurrarle al
oído, contándole todos los detalles de lo que acontecía.
Sabía que el último vástago de los Kalin había sido finalmente abatido. Con las
manos teñidas de carmesí, Nephera observaba a su hijo, dispuesto a mandar a Faros a las
filas de los muertos esclavizados. Pensó que se sentiría a gusto entre los muertos, pues por
fin se reencontraría con su familia, a la que tanto amaba… y a la que había fallado tan
estrepitosamente.
—Tu poder no tiene igual —recitó a los símbolos de los Predecesores—. ¡Nada se
le compara! Su héroe ha sido vencido. Él ha sido vencido.
Sin embargo, por alguna extraña razón, la suma sacerdotisa no sentía el intenso
placer que habría esperado de su dios. Morgion parecía distante, casi podría decirse que
distraído.
¡Claro! Era seguro que Sargonnas estaba de por medio, en un último intento
lastimoso por ayudar a su pueblo. Sencillamente, Morgion estaba ocupado encargándose de
su rival, al igual que en el plano mortal Ardnor se entretenía aplastando los últimos
vestigios de la insurrección.
Nephera volvió a sumergirse en su hechizo. Por fin, el populacho entendería que la
resistencia contra el poder del templo era inútil. No quedaría con vida ningún rebelde. Ese
había sido el error de Hotak, que había perdonado vidas. Evidentemente, él no se
beneficiaba de las muertes como ella. Jamás comprendió todo lo que había intentado hacer
por él. En ese momento, todas las vidas truncadas en el campo de batalla se unían a sus
fuerzas, la hacían más poderosa que nunca.
Su mirada se desvió hacia la laja. No obstante, el poder que invocaba no era
suficiente. Necesitaba más.
—Limpiad esos desperdicios. Traedme algo… fresco.
Mientras sus acólitas obedecían, ella volvió a enfrascarse en clímax de la batalla que
tenía lugar fuera. Nephera se introdujo masen la mente de Ardnor para poder saborear la
experiencia a través de él. Su hijo estaba absorto en el momento, se percató sonriendo para
sí. Ese tonto de Kalin miraba con ojos desorbitados su muerte inminente. La espada que le
había dado su pobre dios resultaba inútil, pues no sabía cómo utilizarla. El corazón era un
blanco tan obvio.
—Pobre Faros Es-Kalin…, pero tú nunca descubrirás los secretos de un dios,
¿verdad?
En ese momento, alguien empezó a llamar insistentemente a las puertas de bronce.
Sin abandonar su conexión con Ardnor, la suma sacerdotisa hizo un gesto enojado con la
mano hacia sus fieles, instándoles a que acabasen de una vez el sacrificio. Como los golpes
no cesaban, Nephera volvió a lavarse las manos con sumo cuidado. El rojo nunca
desaparecía del todo, pero hacía mucho que la limpieza era algo que había dejado de
importarle.
La suma sacerdotisa se acercó a las puertas e hizo un gesto. Las hojas se abrieron y
descubrieron a dos guardias angustiados… y al motivo de su desasosiego.
Su hija.
Maritia estaba allí. Miró a todas partes con ojos intranquilos y se concentró en su
madre, desaliñada y con mirada enloquecida, y en la extraña escena que tenía lugar en el
interior del templo.
Agitando las manos, Nephera preguntó tranquilamente:
—¿A qué se debe esta inoportuna visita, Maritia? Sobre todo cuando se supone que
deberías estar organizando activamente la defensa de la ciudad…
—¡Madre! ¡Debemos tomar precauciones! En caso de que le sucediera algo a
Ardnor, necesitas que…
—Despacio, despacio. Ten fe, hija mía. A tu hermano no le va a pasar nada. ¡El
Único está con él!
—Pero Ardnor…
—Está a punto de concluir este episodio épico de nuestra historia. En pocos
segundos, la sangre de Kalin regará la tierra. Sus seguidores serán perseguidos hasta que
sean totalmente aniquilados. La insurrección no será más que una anécdota en la gloriosa
historia que está por venir. —Sus labios se hicieron aún más finos—. ¡La historia de
nuestra época dorada!
Maritia intentó decir algo, pero Nephera no tenía más tiempo para palabrería. No
quería perderse el gran momento del triunfo, la muerte de la rebelión y de un dios.
—Por favor, vete. Déjame ahora, hija. Todavía hay asuntos a los que debo atender,
y tú también tienes cosas urgentes de las que ocuparte.
La joven minotauro se mantuvo firme.
—Así es, madre, y una de ellas es protegerte. Por si acaso un rebelde o uno de sus
simpatizantes logran llegar hasta el templo…
—¡Ya te lo he dicho! Preocuparse de eso es…
Nephera se quedó inmóvil; sus ojos brillaban con una intensidad que asustó a
Marina.
—Madre, ¿estás bien?
—¡Silencio! ¡Está a punto de pasar! —afirmó Nephera, mirando al vacío—. ¡La
muerte de Faros Es-Kalin! —Se echó a reír, y sus carcajadas no sólo estremecieron a su
hija, sino también a los fantasmas que la rodeaban—. ¡Y la muerte de su dios!
XXVIII

LAS PUERTAS DE NETHOSAK

Debilitados por la plaga, obligados a luchar contra los vivos y los muertos
resucitados, los rebeldes resistían lo mejor que podían. A pesar del inevitable fin, no
querían, no podían rendirse. Seguían luchando porque era lo único que les quedaba. Habían
sido esclavos y renegados, pero eran minotauros y morirían como tales.
Los Defensores parecían encantados de darles la oportunidad de continuar
combatiendo. La ola negra avanzaba implacablemente, arrasando a su paso a los
desesperados rebeldes. Las figuras negras como el ébano se habían entregado al aura que
rodeaba a Ardnor y se habían convertido en extensiones de la depravación y el odio del
emperador.
Al capitán Botanos le parecía que se enfrentaban a un enemigo imparable, pero, al
igual que sus compañeros, no abandonaba la lucha. Esa había sido la orden de Faros. Los
rebeldes tenían que resistir mientras su líder se medía contra Ardnor. Sólo si Faros vencía al
emperador habría lugar para la esperanza, pero cuando el marino miró alrededor, lo atenazó
el miedo de que el duelo no hubiera ido como Faros había planeado.
—Mi padre dijo que no sintió ningún placer al matar a tu tío —gruñó Ardnor
alegremente—. Mi padre era un idiota. No se me ocurre nada que me dé más placer que
derramar tu sangre.
Hizo un movimiento amplio con la maza.
El anillo de Faros lanzó un destello. La luz inesperada sorprendió a Ardnor el
tiempo suficiente. Esa breve vacilación bastó para que el hijo de Gradic rodara sobre sí
mismo y se librara del terrible golpe de la maza mágica que sacudió el suelo.
Ardnor dio un grito de rabia y golpeó de nuevo. Empuñando la espada, Faros se
alejó de la figura negra justo lo necesario. Sargonnas no le había dado más que un respiro,
eso era todo, pero la espada tiraba de él, casi como si le exigiera que la utilizara. Parecía
que quería luchar contra lo que era imposible imponerse.
Los ojos del rebelde recorrieron al gigante, estudiándolo minuciosamente. Con
expresión salvaje, el emperador volvía a lanzarse al ataque.
Ardnor se echó a reír.
—¿Quieres que te conceda otro intento inútil antes de despedazarte? —Abrió los
brazos—. ¿Por qué no? ¡Tú mismo, Kalin!
—Como quieras —murmuró Faros.
Pegó un salto, empuñando la espada con todas sus fuerzas. La hoja dejó escapar un
lamento mientras buscaba su blanco: la garganta de Ardnor. La estocada casi lo degüella.
La cabeza de Ardnor rebotó hacia atrás, lanzando al suelo el yelmo, y dejó escapar un
sonido ahogado, hueco. El cuerpo del gigante empezó a balancearse hacia adelante y hacia
atrás.
Ante la mirada asombrada de Faros, Ardnor se colocó la cabeza con la mano
cubierta por el guantelete. El cuello se unió y sólo quedó una cicatriz larga y fea.
Los ojos monstruosos de Ardnor se abrieron como platos.
—¡Buen golpe! No creí que tuvieras tanta fuerza…, aunque tampoco te sirve de
nada, ¿verdad?
Su adversario no respondió, perplejo por su nuevo intento fallido y por lo que había
debajo del yelmo caído. Los ojos del emperador resultaban terroríficos por sí solos, pero
allí, en su frente, brillaba el símbolo de Morgion. El hacha invertida irradiaba el mal.
Relució intensamente hasta que el cuello de Ardnor estuvo por completo curado; después,
el resplandor se apagó un poco.
—Una pena, maldito Kalin —se burló el inmenso guerrero. Sopesó el arma
sobrenatural—. Bueno, ya te has divertido bastante… ¡Ahora es mi turno!
Ardnor se movió demasiado de prisa para Faros. La maza le golpeó en el hombro
con tanta fuerza que se oyó el crujido del hueso. Faros lanzó un grito, y la espada le resbaló
de la mano.
—No te resistas más —le recomendó Ardnor con voz suave—. Esta vez acepta tu
final. Te prometo que primero te machacaré la cabeza. Así ya no sentirás lo que venga
después.
Con lágrimas de dolor surcándole el rostro, Faros trató de ordenar a la espada que
volviera a su mano. Pero aunque el arma le obedeció, no tenía fuerza en los dedos para
sostenerla. Cayó de nuevo al suelo con un ruido metálico.
—¡Es interesante esa espada tuya, gusano!
Cuando el emperador se echó sobre él, vio que los ojos le brillaban con la misma
intensidad que el símbolo de su frente. Ardnor sonrió más abiertamente y se agachó para
recoger la espada.
—¡Tal vez debería matarte con tu propia espada endeble! Sería un detalle que les
encantaría a los poetas, ¿no crees?
Una vez más, Faros intentó llamar a su arma.
—¡Ríndete, Kalin! ¡Muere con un poco de dignidad, no como el resto de tu familia!
La espada voló a Faros…, pero fue a parar a su otra mano. Se sentía raro cogiéndola
así.
—Padre —dijo con voz entrecortada el minotauro herido—, guía mi brazo…
Cargó con todas sus fuerzas.
Ardnor esperó el ataque. El emperador torturaba a Faros rechazándolo con gran
facilidad.
—¿Por qué continuar con esta farsa? ¡Ya sabes lo que va a pasar! ¡Eres el mismo
tonto e inútil que recordaba!
Faros tropezó y quedó desprotegido.
—¡Haré un buen servicio a nuestra raza librándola de ti! —gruñó el emperador
burlonamente, tras lo cual volvió a balancear la maza con toda su fuerza.
El minotauro más pequeño giró alrededor de la maza y levantó la espada al mismo
tiempo. Ardnor volvió a prever el ataque y lanzó una carcajada; incluso se atrevió a ofrecer
su garganta a la hoja metálica.
En el último momento, Faros desvió la espada y pasó por alto el cuello, el hocico, y
apuntó a la frente del su enemigo. Reuniendo las pocas fuerzas que le quedaban, Faros
clavó el arma mágica en el símbolo de Morgion.
La risa del gigante se transformó en un chillido. Faros empujó la espada contra la
cabeza, resistiendo como buenamente pudo las fuerzas sobrenaturales que intentaban
rechazarlo a él y a su espada. No soltó la espada ni siquiera cuando Ardnor agitó el brazo y
estuvo a punto de decapitarlo.
El grito de Ardnor sacudió la tierra. Alrededor, todos los minotauros se detuvieron
en medio de la batalla para mirar hacia él. Hasta los muertos vacilaron; sus siluetas
temblaban como si cualquiera que fuese el poder que les daba vida entonces se viera
amenazado.
Llamas verdes envolvieron la espada de Faros, pero su tacto era helado en vez de
caliente. Faros sintió el frío que le agarrotaba los dedos. El minotauro tembló, pero no por
eso se retiró. El fuego verde ya lo cubría por completo. Su grito se unió al de Ardnor. El
mundo alrededor parpadeaba, oscilaba entre el campo de batalla y una tierra húmeda y
oscura en la que, al borde de un acantilado que se asomaba a un precipicio sin fin, se alzaba
una torre de bronce sin brillo que lo dominaba todo. Unas figuras en diferentes estados de
putrefacción avanzaban hacia él con pasos vacilantes. Las cuencas vacías de sus ojos
imploraban un descanso que él no podía otorgarles.
Faros hizo rechinar los dientes y se concentró únicamente en la espada y en su
enemigo. El terrible paisaje se desvaneció y volvió a encontrarse en el campo de batalla.
De alguna manera, Ardnor, que no había dejado de gritar, había conseguido soltar
su arma, que desapareció al alejarse de sus dedos. El emperador levantó las dos manos y
tiró de la espada que tenía clavada en la frente, sin reparar en que la hoja le cortaba las
palmas y los dedos. Una sustancia espesa manaba de todas sus heridas.
A pesar de los esfuerzos de Faros, el gigante empezó a arrancarse la espada
lentamente. El hijo de Gradic volvió a empujarla, seguro de que en cuanto Ardnor se
liberase, no quedaría ninguna esperanza. Pero, de repente, la espada se soltó ella sola. Salió
lanzada hacia atrás y arrastró consigo a Faros como si no pesara nada.
De la garganta de Ardnor se escapó un grito más desgarrador que el primero, que se
ovó en todo el campo de batalla. De la herida salían cada vez más llamas verdes y, a
medida que arrojaba ese fuego, Ardnor de-Droka empezó a encogerse. Su carne se secaba y
se pudría. Incluso la armadura perdió su brillo. El terrible corte que Faros le había hecho en
el cuello volvió a abrirse y la enorme cabeza del minotauro cayó a un lado. La herida en el
pecho también se abrió y empezó a escupir más fuego verde y frío.
El grito dio paso a un chillido agudo. Faros observó, atónito, que los ojos del
emperador se apagaban y se hundían en el rostro. Ardnor intentó sujetarse el ojo izquierdo
con dedos torpes, pero fue inútil. Dio un paso adelante y se le quebró la pierna izquierda, El
emperador se tambaleó. Trató de apoyarse sobre su enemigo con una mano carcomida. A
pesar del estado en que se encontraba, su odio parecía no decaer. Logró girar la cabeza
hacia Faros, pero de sus labios no salieron las palabras que el señor de los Defensores
deseaba pronunciar.
Entonces, Ardnor lanzó un aullido animal y se desplomó. De su interior escapó la
última llama. Su piel se convirtió en polvo, sus huesos se ennegrecieron como si hubiera
muerto mucho tiempo atrás. El cráneo rodó sobre el suelo.
Cuando todo hubo acabado, la tierra volvió a temblar. El efecto sobre los muertos
fue inmediato. Como si fueran uno solo, dejaron caer las armas y se derrumbaron,
uniéndose al hijo de Nephera en el olvido.
Alguien gritó y señaló hacia las montañas. Muy lejos de allí, al nordeste, una
columna de humo negro se abrazaba al cielo tormentoso. A ésa se le unió otra, y después
otra más, hasta que fueron cinco las columnas de humo. Los volcanes de la cordillera de
Argon habían entrado en erupción.
El cielo se cubrió de graznidos. De las nubes turbias descendieron miles de pájaros.
En esa ocasión no acudieron a los muertos, sino que se posaron sobre los vivos. La enorme
bandada atacó a los Defensores, a los que seguían con vida, es decir, a los que hasta ese
momento habían permanecido inmóviles como cadáveres.
Faros jadeó en busca de aire y miró a sus seguidores. Todos los síntomas de la plaga
habían desaparecido con Ardnor. Pero más importante que eso era que aquellas dos señales
grandiosas de Sargonnas, como Señor del Cóndor y de los Volcanes, sumadas a la victoria
de su líder sobre un enemigo invencible, habían alentado a los rebeldes. Mientras los
Defensores, confusos y desesperados, intentaban comprender la magnitud de su tragedia,
los rebeldes gritaban y se lanzaban de nuevo a la batalla.
Los Defensores intentaron oponer resistencia, pero sus oficiales estaban
desmoralizados y los guerreros espectrales habían desaparecido. Ya nada podría detener a
los minotauros de Faros. El ejército negro se desintegró. Desapareció toda antigua
organización. Continuaban las luchas cuerpo a cuerpo, pero los Defensores ya no eran el
mismo enemigo temible.
De repente, el capitán Botanos apareció junto a Faros. El marino desmontó y ayudó
a Faros a sobreponerse. Al ver los restos espeluznantes del emperador, el veterano guerrero
se estremeció.
—¡Por todos los dioses, Faros! ¡Has conseguido lo imposible, mi señor!
—Por todos los dioses, no —respondió el minotauro más joven con gran esfuerzo.
A regañadientes añadió—: Por un dios, quizá. —Frunció el entrecejo—. Ahora… necesito
un caballo.
—¿Para qué? —le preguntó Botanos mientras le ayudaba a montar sin perder
tiempo.
—Todavía queda el templo —contestó Faros, palpándose las heridas y azuzando al
caballo con cuidado—. Todavía está la suma sacerdotisa, Nephera.
—Nooo… —lady Nephera cayó al suelo entre gemidos.
Maritia apartó a las sacerdotisas y se arrodilló junto a su madre.
—¿Qué ha pasado? ¿Qué sucede?
—Se ha ido… se ha ido… se ha ido… —repetía la suma sacerdotisa
incansablemente.
—Ardnor… —dijo Maritia en voz baja—. ¡Es imposible! ¡Nada puede vencerlo!
Nephera no le respondió, sólo repetía las mismas palabras una y otra vez. Su hija la
sujetó mientras intentaba pensar. Tan cerca de su madre, se asustó al ver el aspecto tan
demacrado, tan cadavérico de Nephera.
En el interior del edificio resonaron los cuernos. Uno de sus oficiales entró
corriendo en la estancia, sin dar tiempo a los perplejos centinelas a reaccionar.
—¡Lady Maritia! ¡Menos mal que os encuentro! ¡Los rebeldes ya están en las
puertas! ¡Los Corceles de Guerra y los guardias tratan de detenerlos, pero los Defensores
están sumidos en el caos! ¡Es como si fueran unas armaduras huecas!
Maritia hizo un gesto a una de las sacerdotisas para que se ocupara de su madre y se
levantó.
—El emperador ha muerto.
—¡Señora!
—¿Cuántos de tu rango quedan?
—Alrededor de dos docenas a caballo —respondió el oficial rápidamente.
—Consígueme un caballo. Nos reuniremos en la parte de delante. —Cuando el
edecán se alejó corriendo para cumplir sus órdenes, Maritia miró a su madre, confusa y
afligida—. Haremos lo que podamos.
Nephera no dijo nada, con la mirada perdida en otro lugar. Maritia salió detrás de su
oficial con paso firme, aunque con reticencia.
Las sacerdotisas revoloteaban alrededor de su señora sin saber qué hacer. Una llevó
un poco de vino, pero la mirada de Nephera se perdía en la lejanía, mientras abría y cerraba
la boca como si pronunciara palabras mudas. Entonces, la suma sacerdotisa parpadeó.
Sus ojos se iluminaron con una luz aún más salvaje, lo que hizo que sus acólitas
retrocedieran, asustadas.
—Se ha ido… —murmuró Nephera para sí—. Igual que antes, ¡no! ¡Igual no! ¡Esta
vez no! ¡Todavía hay tiempo!
Una de las sacerdotisas extendió una mano hacia ella.
—¡Señora! ¡Lamentamos la pérdida de vuestro hijo!
Nephera la agarró por la muñeca con pulso firme, a pesar de su aspecto cadavérico.
—¡No lloréis por él! ¡Todavía hay tiempo! ¡Todavía siento el poder! —Miró más
allá de sus temerosas sirvientes, hacia el altar—. Todavía puede haber tiempo.
Los rebeldes se abalanzaron sobre las puertas. Los que primero les opusieron
resistencia fueron los guerreros supervivientes de la Legión del Corcel de Guerra. Vieron
frenado su avance, pero la victoria estaba de su parte. Ni siquiera los miembros de la
Guardia que se habían unido a los legionarios pudieron detenerlos.
Faros se abrió paso en medio del tumulto, en busca de un camino que lo condujera
al templo. Le llamó la atención la ventana abierta de un edificio cercano. Un minotauro de
pelo gris, que había perdido parte de la oreja izquierda en alguna batalla antigua, miraba de
soslayo al jinete que luchaba bajo su ventana. De repente, cerró bruscamente la ventana con
el puño derecho.
Faros maldijo. El pueblo de Nethosak podía cambiar el curso de los acontecimientos
si decidía apoyar a los seguidores de Ardnor y al templo.
—¡Romped esa fila! —gritó a varios rebeldes—. ¡Deprisa!
Los legionarios resistían. Era imposible que no supieran que su causa estaba
perdida, pero jamás se rendirían. Faros pensó, con una punzada de dolor, que hasta podía
considerarse un gesto honorable por su parle.
Entonces, justo detrás de los soldados, una silueta se escabulló entre dos edificios.
Faros reconoció al minotauro de más edad. Llevaba una armadura vieja y blandía un hacha
maciza. Después salió otra minotauro, una hembra un poco más joven armada con una
espada. A los dos primeros los seguían más con gran cautela. Faros vio a dos jóvenes que
corrían hacia otros edificios, seguramente para atacar a sus vecinos. El hijo de Gradic
maldijo en voz alta. Si ciudadanos se unían a la legión, ¿qué pasaría?
Uno de los oficiales se dio la vuelta por casualidad y vio al grupo.
Le gritó algo al minotauro que iba a la cabeza. El macho de pelo entrecano no se
detuvo.
El legionario empuñó el hacha y, al mismo tiempo, alertó a otro oficial. El guerrero
de más edad se abalanzó sobre ellos. El resto lo siguieron. Varios legionarios se volvieron
para hacer frente al inesperado ataque. Por fin, los rebeldes pudieron abrirse camino entre la
fila sumida en el caos.
El guerrero entrecano y el primer oficial luchaban entre sí. El legionario era fuerte,
pero le faltaba rapidez. Al final cayó, no sin antes herir gravemente a su oponente. La
hembra que lo había seguido de cerca remató al oficial.
Los defensores se dispersaron. Los rebeldes avanzaron y dividieron a los legionarios
en dos grupos pequeños. Faros se echó al galope. Por las calles adyacentes aparecían más
minotauros, todos con alguna arma en la mano. Muchos lanzaban vítores cuando veían a los
rebeldes y a su líder entrando en la capital.
De repente, un guardia imperial se interpuso en el camino de Faros, pero apenas le
prestó atención. Una muchedumbre le pisaba los talones; en la persecución se mezclaban
jóvenes y viejos por igual. A su derecha peleaban dos grupos de ciudadanos, prueba de que
no todos estaban del lado de los rebeldes.
Cuanto más se adentraba en la ciudad, más violenta se hacía la situación. En todos
los rincones reinaba la anarquía. Pasó junto a varios guardias muertos y dejó atrás un
edificio en llamas del que nadie se preocupaba. Se oyeron gritos por el norte, después voces
que provenían del este. Mirara donde mirara, lo que veía era lucha.
Justo cuando Faros y los que lo acompañaban llegaron al desvío hacia el templo,
por la esquina apareció a toda velocidad un grupo de jinetes con el símbolo de los Corceles
de Guerra. Faros se enfrentó a una soldado, acabó con ella y se abrió camino entre las filas
tumultuosas.
Delante de él se alzaba el templo. Las puertas estaban abiertas y sin vigilancia.
Faros ascendió por el elegante camino. Cuando estaba desmontando, oyó un ruido a su
espalda y descubrió que una unidad de caballería había seguido sus pasos hasta el templo.
Dos legionarios desmontaron e intentaron cerrar las puertas, pero la multitud se abalanzó
sobre ellas. Otros tres jinetes huyeron hacia el enorme edificio, dejando atrás a sus
compañeros.
Faros se sobresaltó al oír un chirrido. Se había distraído y no se había dado cuenta
de que un Defensor subía sigilosamente los peldaños. Con los ojos inyectados en sangre, el
guardia lanzó un golpe mortal a Faros con la maza. El hijo de Gradic levantó la espada y la
clavó en la parte inferior de la mandíbula. La figura de armadura negra tropezó con los
escalones, y Faros lo remató en el suelo.
Subió la escalera de un salto y se encontró con otro guarda. A diferencia de los
Defensores en el campo de batalla, este parecía tan entregado como en los buenos tiempos.
Primero intentó herir al rebelde en las piernas. Faros esquivó el golpe y luego se lanzó
sobre él. La hoja de la espada atravesó limpiamente la armadura y, por desgracia, el
Defensor no contaba con ninguna magia divina que lo curara.
Mientras el cadáver caía ruidosamente escaleras abajo, Faros se atrevió a mirar
hacia atrás por encima del hombro. Rebeldes y ciudadanos a la par tomaban el templo al
asalto. Seguido de varios minotauros que le eran leales, Faros atravesó la puerta exterior. Al
instante lo atacaron dos guardias. Rechazó al primer atacante y lo mató. Otros dos rebeldes
se ocuparon del segundo, y así Faros pudo seguir avanzando.
Con el rabillo del ojo, el hijo de Gradic vislumbró el destello de una armadura.
Volvió la cabeza a tiempo para ver a dos legionarios que enfilaban un pasillo. No
intentaban escapar, sino que habían entrado en el templo por otro pasadizo.
Sólo podían dirigirse a un lugar…, la cámara donde se encontraba la suma
sacerdotisa. Era seguro que los legionarios querían llevársela de allí.
Corrió tras ellos.
Había perdido la batalla.
Había perdido el imperio.
Maritia ni siquiera pudo llegar a las puertas. La batalla la atrapó antes de que
hubiera recorrido la mitad del camino. Los rebeldes ocupaban toda la capital y, lo que era
peor, la mayoría de ciudadanos que había visto no sólo los recibían con los brazos abiertos,
sino que se unían a sus filas. Por un instante, se preguntó por qué los ciudadanos se
levantarían contra su madre y su hermano tan jubilosamente. Sabía que los legionarios y los
guardias no podrían contener a una fuerza tan numerosa.
Sus pensamientos volvieron a su madre. Tenía que ayudarla a escapar a uno de los
puertos menores y desde allí podrían partir hacia Ansalon. Una vez que llegaran, con la
ayuda de los wyverns y los Sabuesos Terribles, y tal vez incluso de las fuerzas de Pryas,
podrían levantar una nueva base de operaciones. Lo que había funcionado a los rebeldes
también podía servirle a ella. Los Droka recuperarían el imperio.
Sintió una punzada al darse cuenta de lo que estaba pensando. ¿Abandonar
Nethosak? ¿Abandonar el corazón del imperio en manos de los rebeldes? No tenía muchas
más opciones. Fue corriendo en busca de su madre. A medida que se acercaba a las puertas,
Maritia vio que, además de los guardias anteriores, había dos Defensores recelosos.
—¡Dejadme pasar! ¡Es imperioso que saquemos a la suma sacerdotisa de aquí!
—Ha ordenado que no entre nadie —dijo el guardia de más rango.
—¡Es nuestra última oportunidad de salvarla de los rebeldes, idiota!
El líder de los guardias dudó y acabó por asentir. Maritia echó un vistazo a la
pequeña comitiva.
—¡Quedaos aquí! ¡Ayudadlos a vigilar la entrada hasta que os llame!
Pasó entre los soldados y se deslizó hacia la cámara. Lo que encontró le hizo olvidar
de inmediato su preocupación por tener que llevarse a su acongojada madre a la fuerza.
Los símbolos gigantescos irradiaban un brillo plateado siniestro. Su luz ahogaba la
de las antorchas. El resplandor plateado daba a la cámara un aire sobrenatural, lúgubre, que
se veía aún más realzado por la extraña figura de su madre.
Nephera miró a su hija sin moverse.
—Así que has vuelto.
—¡Madre! ¡Los rebeldes están en el templo! ¡Ven conmigo! Todavía tenemos
alguna posibilidad…
—¡Sí! —la interrumpió la minotauro de más edad; en su expresión se reflejaba de
repente una nueva determinación y fanatismo—. ¡Sí, queda una! ¡No me ha dejado
completamente abandonada! A pesar de que yo no pueda sentirlo, ¡los iconos demuestran
su lealtad!
—¿De qué estás hablando? —Maritia miró los símbolos, esperanzada—. ¿De quién
hablas? ¿Ha…, ha regresado Sargonnas a nuestro pueblo?
—¿Sargonnas? —respondió la suma sacerdotisa con desprecio, intentando contener
la risa—. Está del lado de ese perro, Faros.
De repente, la joven minotauro comprendió sus palabras. Estaba perpleja. No,
seguro que no la había oído bien. ¡Era imposible que hubiera dicho eso! ¡El dios de su
pueblo prefería al líder de los rebeldes!
—¿Faros? —repitió Maritia—. ¿Quieres decir que el de los Grandes Cuernos está a
favor de…, de los rebeldes?
—Para lo que importa.
—Pero… yo creía… Pero ¡los Predecesores…,! —Maritia hizo un gesto hacia los
símbolos—. ¿Quién…?
Lady Nephera esbozó una sonrisa coqueta que su hija no veía desde hacía mucho
tiempo, cuando se la reservaba sólo a Hotak, su marido, el usurpador ya muerto que había
desencadenado tantos años de violencia después de la Noche Sangrienta.
—¡El que está al final de todas las cosas! ¡El que nos da la vida con su sufrimiento!
¡El que contempla la eternidad sentado en su torre de bronce al filo del Abismo!
Nacida y criada en las legiones en un tiempo en que los dioses no eran más que
recuerdos, Maritia sólo conocía bien a Sargonnas y a Kiri-Jolith, pero las palabras de su
madre le hicieron recordar otra deidad, cuyo nombre despreciable se abrió camino hasta su
lengua temblorosa.
—Madre…, no puedes referirte a… No puedes… ¿Morgion?
La expresión beatífica que iluminó el rostro de Nephera fue respuesta suficiente.
Maritia retrocedió; todo su mundo se vino abajo.
—¿Todo este tiempo?
—¡Ella me abandonó! —gritó bruscamente la suma sacerdotisa, adoptando una
expresión de miedo y traición. Nephera volvió a calmarse casi a la misma velocidad—. ¡El
único dios verdadero, sí! —Le brillaban los ojos—. ¡Cuando vino a mí, todo volvió a estar
bien! ¡El poder volvía a ser mío! ¡Podía mantener el control sobre el imperio! Sólo eran
necesarios algunos sacrificios. —Su rostro se endureció y dio la espalda a Maritia, absorta
en una especie de ensueño—. Hasta ahora. ¡Ahora es comprensible que exija más! Algo
más valioso…
Unos sonidos tristemente familiares llegaron de fuera y sacaron a Maritia de su
horror. Al reconocer los ruidos de la batalla, volvieron a ella sus antiguos reflejos. Los
rebeldes habían llegado a las puertas. La comandante de la legión inspeccionó la
habitación, tratando de descubrir las salidas secretas que sabía que, sin duda, había en algún
sitio.
Sin embargo, lo que Maritia encontró fue el cadáver de una sacerdotisa. Dio un paso
hacia la pobre criatura, y entonces se dio cuenta de que no era el único cuerpo que había en
la cámara.
—Madre…
Nephera había sumergido las manos en el gran cuenco que descansaba sobre un pie
de mármol. En vez del agua que imaginaba su hija, los dedos de la suma sacerdotisa
salieron cubiertos de una sustancia roja.
—Debe ser un sacrificio valioso —prosiguió Nephera para sí misma—. Sacrifiqué a
mi marido, a mi hijo. ¡Le entregué mis seguidores más estimados, pero no fue suficiente!
Lo he disgustado y la única forma de que me perdone es darle todo lo que tengo…
Marina, al oír sus palabras, la miró, horrorizada. Se oyó un golpe fuerte en la puerta.
—¡Madre! ¡Ya están aquí! ¡Se acaba el tiempo!
—Sí… tienes razón. —La suma sacerdotisa se acercó al cuenco y sacó una daga,
también cubierta de un tono carmesí.
Maritia empezaba a perder los nervios.
—¡No puedes enfrentarte a ellos con eso! No puedes…
La puerta se abrió de golpe. Uno de los legionarios entró dando traspiés hasta el
centro de la estancia. Un fornido Defensor intentaba defenderse de los rebeldes con su
maza mientras avanzaba de espaldas. El otro Defensor también se replegó hacia el interior;
su único adversario era un minotauro de mirada intensa y cubierto de heridas que manejaba
una espada negra con la rapidez de un rayo.
Faros Es-Kalin.
El Defensor intentó lanzar un ataque y levantó la maza por encima de su cabeza. El
líder de los rebeldes lo rechazó con la espada y después la bajó con fuerza. La hoja atravesó
la mandíbula inferior del Defensor hasta la garganta. El corpulento guardia dejó escapar un
grito y cayó sobre un costado.
Maritia desenvainó la espada; en sus ojos se reflejaba la determinación de su alma.
Unos pocos pasos por detrás, lady Nephera los contemplaba, impasible.
—Ríndete —le ofreció Faros—. Ríndete y no perderás la vida.
—Eso lo dudo mucho —gruñó Maritia, interponiéndose entre el rebelde y su madre.
Para sorpresa de ambos, la suma sacerdotisa se encaminó tranquilamente al estrado,
donde se alzaba una silla tallada y de respaldo alto, casi como un trono, bajo las enormes
representaciones de los símbolos de los Predecesores.
—¡Madre! Vuelve aquí…
La suma sacerdotisa se detuvo en uno de los escalones. Sin prestarles atención,
levantó las manos manchadas y gritó a los iconos:
—¡Único! ¡Te daré lo que deseas! ¡No me abandones! ¡Todavía puedes reinar por
encima de todos! —Nephera miró a faros con desprecio—. Todavía puedes tener su alma y
la de otros muchos…
Faros avanzó hacía la figura ataviada con una túnica, pero Maritia volvió a
bloquearle el paso.
—¡Atrás!
Se quedó inmóvil al ver que el anillo destellaba repentinamente. Faros se volvió.
Desde las profundidades de las sombras aparecieron una especie de tentáculos y lo
agarraron por las piernas. A causa de la oscuridad no podía más que vislumbrar un rostro
quemado, corrompido. Sintió el hedor pestilente de algo que se pudre en el mar.
Nephera se echó a reír. El resto de combatientes, incluso los sirvientes de la suma
sacerdotisa, huyeron de la estancia al ver aquella forma demoníaca. De la oscuridad
surgieron unos dedos retorcidos y huesudos, directos al cuello de Faros.
Faros lanzó un grito gutural y agitó la espada sin control. Los tentáculos, parte de la
amplia capa que vestía el fantasma, salieron disparados en todas las direcciones. Los trozos
desaparecían antes de tocar el suelo. Entonces, el líder de los rebeldes dio una estocada al
brazo alargado hacia él. El espectro dejó escapar un gemido de dolor cuando la extremidad
espectral se separó del cuerpo.
Faros cargó contra la oscuridad y ensartó a Takyr con su espada. El lamento del
fantasma era ensordecedor. La monstruosa sombra se retorcía y giraba, intentaba aferrarse
al aire en vano. La hoja de Sargonnas atraía y absorbía al siniestro espíritu sin remedio. El
fantasma intentaba resistirse, pero era inevitable. En sus rasgos, antaño malvados, se veía
entonces una expresión de desconsuelo.
Cuando el último vestigio de Takyr desapareció en la hoja negra, cesó el lamento.
El arma latía con fuerza propia cuando Faros se volvió hacia las Droka.
Maritia ahogó un grito, incapaz de comprender lo que acababa de presenciar. Lady
Nephera, con una mirada asesina, bajó los escalones hacia su hija.
—¡Pagarás por tantos problemas como has causado, Kalin! ¿Comprendes todo lo
que has destrozado? ¡Tantas listas, tantas cosas por hacer para crear el reino perfecto!
¡Ningún sacrificio era demasiado!
—Madre… —Maritia se puso delante de la suma sacerdotisa. Ya no parecía tan
decidida—. Faros, si nos rendimos…, si… ¿Nos concederías un exilio permanente en unas
de las colonias más alejadas? Sólo yo, mi madre y quizá un par de ayudantes para ella.
—Vigiladas por mis guardias… y jamás podríais regresar.
Marina echó hacia atrás las orejas.
—Así debe ser. Con tal de salvar su vida…
—Una vez más, me sorprendes y defraudas, hija mía —intervino Nephera con un
tono de voz tan agudo y estremecedor que a los dos jóvenes se les puso el pelo de punta—.
Lo he sacrificado todo por alcanzar la gloria, ¡y tú la entregas en un abrir y cerrar de ojos!
—Es la única solución, madre —argumentó Maritia, sin apartar los ojos del rebelde.
—Todavía queda otra solución, ¡si uno está dispuesto a sacrificarse! —La suma
sacerdotisa agarró con firmeza la daga. Su mirada también se dirigía a Faros—. ¡Incluso él,
que ha sufrido tanto, lo sabe! —Bajó otro peldaño y se detuvo junto a su única hija con
vida—. Kolot murió por el imperio. Tu padre murió por el imperio. ¡También Bastion, y
ahora Ardnor!
—Ya lo sé…
—Pobre Hotak, pobre tonto. Jamás debería haber nombrado a Bastion su sucesor
—continuó Nephera—. ¡Ése fue el momento en que dejó de darse cuenta de lo que había
que hacer! ¡Lo habíamos dispuesto todo, habíamos creado el plan perfecto! Pero él
cambiaba de idea todo el tiempo, siempre quería más lujos. Cuando intenté corregir las
cosas, ¡lo único que hizo fue enfadarse más! ¿Sabes?, él no valoraba al templo, y a mí no
me quedó más remedio que comprender que, si había de llegar una época dorada, ¡tenía que
eliminar el problema! ¡Había que hacer un sacrificio, y yo lo hice!
Maritia apartó los ojos de Faros.
—Tú…, ¿qué?
—Justo cuando parecía que ya conducía el imperio por el buen camino… ¡llega
Bastion a estropear de nuevo las cosas! Bastion, ¡que ya debería haber muerto! ¡Intentó
derrotar a su hermano y dividir a las legiones contando mentiras a su hermana! —La suma
sacerdotisa sacudió la cabeza—. ¡Debería haberme imaginado que ese bruto de los
colmillos me traería problemas! Mezclar sus sentimientos con sus obligaciones…
La hija de Nephera la contemplaba con los ojos como platos.
—Sí, hija, ¡tu padre y tus hermanos se sacrificaron por la causa correcta! ¿No lo
entiendes? ¡Vaya, a veces puedes ser tan tonta! Yo asumo la responsabilidad. ¡Nadie más
podía mantener el orden! ¡En cuanto acababa una lista, ya hacía falta otra nueva! La
rebelión no dejaba de extenderse. Tu padre fracasó, ¡igual que tu hermano! —Se golpeó el
pecho con el puño que sostenía la daga; la hoja y la mano dejaron una estela a su paso—.
¡Si no fuera por mí, todos estaríamos sumidos en la anarquía!
—No…, ¡no!
Maritia miró a Faros, y se encontró con sus ojos furiosos.
—Sólo yo estaba dispuesta a hacer sacrificios, ¡sin importar cuántos fueran
necesarios! Incluso en este momento, ¡la victoria está a mi alcance! Ellas no eran lo
suficientemente… —Con un gesto despreocupado señaló a las sacerdotisas muertas—.
¡Pero seguro que me concede el poder que necesito para el hechizo si le entrego lo que me
pide! Así fue con tu padre, después con tu hermano y ahora contigo…
La suma sacerdotisa alzó la daga.
—Sí, es tu turno, querida hija mía.
Maritia se alejó de ella. Nephera se detuvo en mitad de la frase, ahogando un grito.
La daga se escurrió entre los dedos temblorosos. Sacudió la cabeza y señaló más allá de los
dos. Maritia miró hacia allí, pero no vio nada.
—¡Aléjate de mí! —ordenó Nephera al aire—. ¡Ya te lo dije! ¡No pienso tolerar tus
reproches estúpidos!
Faros parpadeó, incapaz también él de ver nada, y entonces decidió entrar en acción.
A pesar de que Nephera estaba muy débil, era imposible saber cuánta magia conservaba y
no podía arriesgarse a que intentara utilizarla. Depositando su confianza en el poder de la
espada y en su benefactor, el hijo de Gradic asió el arma con ambas manos y, lanzando un
aullido que resonó en toda la cámara, se lanzó sobre la sacerdotisa.
Nephera levantó una mano cadavérica hacia Faros justo en el momento en que éste
empujaba a la sorprendida Maritia a un lado.
—Ya que amas tanto a tu dios —rugió—, ¡únete a él!
A medida que se acercaba a la sacerdotisa, Faros sentía que su cuerpo se movía más
lentamente, como si el aire que lo rodeaba fuera espeso como miel. Empujó hacia adelante,
enfrentándose a la magia. La suma sacerdotisa no dejaba de señalarlo, aunque le temblaba
la mano y tenía expresión cada vez más cansada.
El esfuerzo debilitó a Faros. Al final, acabó por entender que no podría llegar a
Nephera, así que se concentró en la mano extendida. La suma sacerdotisa se dio cuenta y
cambió de postura.
La punta de la espada apenas le arañó el dorso de la mano. Faros cayó sobre una
rodilla en los escalones, pero la espada le sirvió de punto de apoyo. Por encima de él, lady
Nephera se miraba el arañazo, divertida.
—Así que esto es todo lo que tu dios puede…
No terminó la frase. En la mano, que era poco más que hueso, empezaron a salirle
unos forúnculos pequeños y rojos. Nephera se miró la otra mano, que empezaba a cubrirse
de idénticas heridas.
—¿Qué…? —La suma sacerdotisa frunció el entrecejo y sufrió una sacudida—. El
calor… —dijo con voz entrecortada—. El calor…
Maritia hizo un amago de acercarse a su madre, pero retrocedió, horrorizada. Unas
venas rojas, palpitantes, cruzaban el hocico y el rostro cadavérico de Nephera. Faros
también se alejó, pues el calor que emanaba lady Droka quemaba el aire.
—Esto no… Él no…
Nephera se derrumbó sobre la silla. Sudaba profusamente; el sudor le empapaba el
pelaje. Empezaron a caérsele grandes mechones de pelo, que cubrieron el estrado.
Comenzó a arrancarse la ropa y desgarró la parte de arriba de la túnica. Su
respiración se convirtió en una tos seca y, en las zonas donde se le había caído el pelo, la
carne se tiñó de un intenso color carmesí.
—Así lo has ordenado —dijo la voz de la espada a Faros—. Así actúa el Señor de
la Venganza. La sirviente se presenta a su señor cubierta de la maldad que ella ha
proyectado sobre los demás.
Faros retrocedió lentamente.
Nephera alargó una mano empapada hacia el vacío que había tras ellos y algo hizo
que Faros y Maritia volvieran a mirar las sombras.
Allí vieron una figura ataviada con una armadura adornada con los símbolos de los
Corceles de Guerra y cubierta de sangre. Miraba fijamente a la agonizante sacerdotisa con
su único ojo sano.
—¡Padre! —exclamó Maritia, perpleja, pues tanto ella como Faros podían ver al
extraño y desdichado espíritu.
Detrás de esa sombra se iban formando muchas más, hasta que la cámara estuvo
llena de figuras transparentes y silenciosas. Todas ellas observaban a Nephera, que se
retorcía en su agonía. Los rostros de los fantasmas no revelaban ninguna emoción, pero al
contemplarlos era imposible no sentir la acusación que pesaba en sus miradas.
Hotak, con el rostro totalmente destrozado por la caída que le había causado la
muerte, ascendió los peldaños con paso cansado.
Sus legiones lo siguieron al momento. Al pasar cerca de Faros, tocó la espada, pero
los fantasmas pasaron a través de él. Lo único que sintió fue un leve escalofrío, nada más.
Miró por encima del hombro y vio que Maritia también intentaba apartarse del camino de
los espectros. Miraba fijamente a su padre, presa de una gran confusión, pero, aunque
Hotak desvió los ojos haca ella un momento, nada indicó que la reconociera. Al igual que
los demás fantasmas, sólo parecía interesado en llegar junto a su consorte.
Los fantasmas se arremolinaron alrededor de la suma sacerdotisa. A pesar de que
tenían la consistencia del aire, Nephera actuaba como si una multitud real la aprisionara y
no le dejase escapar Los empujaba y les clavaba la daga, e incluso, a veces, parecía que
lograba abrirse camino, pero nunca conseguía moverse de donde estaba. Sus movimientos
eran cada vez más frenéticos.
Como si ya no pudiera más, la suma sacerdotisa se derrumbó sobre el trono, presa
de terribles convulsiones y con todo el cuerpo cubierto de ampollas.
Hotak alargó una mano translúcida. Nephera, como hipnotizada, avanzó hacia la
mano de su marido, pero antes de que pudiera llegar a ella, se le desprendió la piel
enrojecida de los dedos.
—Los…, los sacrificios fueron… necesarios —consiguió decir una vez más, con
expresión ceñuda—. Todos los…
De repente, Nephera dejó escapar un gemido y empezó a convulsionarse, cada vez
más hundida entre sus propios ropajes. Hotak bajó la mano y contempló la escena, como
hacían todos los demás. La sacerdotisa lanzó un chillido ensordecedor y, llevándose una
mano al cuello, lady Nephera de-Droka murió en su trono entre espasmos.
El último resplandor plateado se apagó. Con él desaparecieron las infinitas legiones
de espíritus que hasta entonces había dominado la suma sacerdotisa. El último en
desvanecerse fue Hotak.
El poder de los Predecesores había muerto.
XXIX

HIJOS DEL DESTINO

El silencio se impuso en la cámara del templo, aunque finalmente fue roto por un
arañazo metálico que provenía de Maritia de-Droka. Faros apenas tuvo tiempo de levantar
la espada para rechazar la de la hembra de minotauro. Maritia emitió un gruñido feroz
mientras intentaba empujarlo escaleras abajo.
—¡Maldito seas! ¡Todo esto es culpa luya! —Intentó obligarlo a arrodillarse y lo
que consiguió fue que Faros se retorciera de forma muy rara.
—¡Iba a sacrificarte a su dios! —le recordó él—. ¡A Morgion!
Brotaron lágrimas de sus ojos.
—¡No voy a permitir que destruyas el sueño de mi padre!
—¡Ella mató a tu padre y también a tus hermanos!
—¡Te arrancaré la lengua!
Faros mostró los dientes y se defendió.
—¡Si te rindes, todavía te ofrezco el exilio!
—¡Jamás! ¡Mis ojos te verán muerto!
La hija de Hotak lanzó una estocada. Faros recuperó el equilibrio y frenó la hoja con
la suya.
La espada mágica cortó el arma de Maritia por la mitad. La minotauro parpadeó,
angustiada, y retrocedió varios pasos. Blandiendo la espada rota, gruñó:
—¡Atrás!
—¡Aparta eso! —la advirtió él—. O…
—¡Él está aquí! —dijo la voz de la espada—. ¡Él está aquí!
Fue como si un velo cubriera la cámara. Faros miró hacia la entrada por encima del
hombro, pero sólo vio sombras. No había salidas. Lo único que parecía real era la parte de
la habitación donde estaban él y la hija de Nephera, y la expresión perpleja de Maritia
demostraba que ella estaba viviendo el mismo fenómeno.
—¡Te saludo, Faros, emperador de los minotauros, héroe del imperio! —La voz
resonó en todos los rincones.
El antiguo esclavo pegó un salto hacia un lado y lanzó un gruñido cuando reconoció
la inmensa figura, con armadura y capa, de pelaje llameante y ojos de color carmesí.
—¡Tú!
—¡Tengo una gran deuda contigo, mortal! —anunció Sargonnas, asintiendo—.
Acabaste con los sirvientes del Señor de la Putrefacción y los distrajiste tal como
necesitaba. La situación ha dado un giro y el conflicto ha llegado a su fin. Morgion ha
aprendido cuál es su lugar… para su infinita desesperación. —El dios dedicó una sonrisa
breve al hijo de Gradic.
—¿Y los fantasmas?
—Los muertos…, todos los muertos…, han ido al lugar donde deben estar…
—Que así sea.
Faros no quería ni necesitaba una explicación más clara de palabras de la deidad. Lo
único que le importaba era saber que su familia descansaba en paz. Miró de reojo a Maritia,
que presenciaba la escena atónita, y entonces apoyó la espada en el suelo, terriblemente
agotado.
—¿Y ahora qué?
—Mis hijos deben volver a ser uno solo. —Sargonnas echó un vistazo a los restos
de Nephera—. La suma sacerdotisa no se equivocaba en una cosa: es necesario hacer
sacrificio. Tú, Faros Es-Kalin, debes aceptar el manto de Ambeoutin, de Toroth, de Makel.
Debes convertirte en el emperador que una al reino, que lo gobierne como debe ser
gobernado.
—Yo no quiero eso —repuso Faros sin más—. Nunca lo quise. Vete y déjame solo,
Dios de los Grandes Cuernos.
—Siempre hay otras opciones, pero no necesariamente las que uno desea.
—Sargonnas volvió sus ojos rojos hacia Maritia, que miraba fijamente a Faros, tratando de
entender su respuesta—. Yo he vencido al dios sin rostro, pero ahora vosotros podéis
mataros o hacer un sacrificio diferente.
—¿Un sacrificio? —murmuró Maritia. Sostenía la espada sin mucho entusiasmo
hacia el dios que le habían enseñado a reverenciar el dios al que su madre había traicionado
y ofendido—. ¿Qué sacrificio?
—Ése tipo de sacrificio, no —respondió el dios, señalando el cuerpo de la suma
sacerdotisa—. Uno más…, más personal. —Se cernió sobre los dos jóvenes; su melena
centelleante arrojaba llamas—. Por el bien del reino, por el bien de vuestra raza…, ambos
debéis uniros en una alianza. Debéis casaros.
—¿Qué? —Faros no pudo reprimirse—. ¿Con ella?
—¡Jamás! ¡Antes lo mataría!
La expresión del dios se volvió amenazadora.
—Lo haréis porque mi decisión es sabia y porque he dicho que es necesario.
—¿Dónde estabas durante el reinado de Chot? ¿Dónde estabas entonces para
decimos lo que era necesario? —exigió Maritia—. ¡Nuestro señor! ¡Ja! ¿Qué derecho tienes
a pedirnos nada?
Faros sacudió la cabeza con vehemencia.
—La sangre de los Kalin y los Droka jamás se mezclará… ¡a no ser que se derrame
ahora en esta habitación!
—Sí me caso con este gusano, será sólo para degollarlo y…
—¡¡Basta!!
Una fortísima honda expansiva tiró a Faros y a Maritia al suelo y lanzó las armas
por los aires, pero eso no fue nada en comparación con la brusca transformación del dios.
Sargonnas se alzó como una torre inmensa de fuego y lava, y en su semblante se adivinaba
tal ferocidad que los dos curtidos guerreros no se atrevían a mirarlo directamente. En sus
hombros nacieron dos enormes alas negras y las manos extendidas se transformaron en las
garras de una gran ave rapaz.
Sargonnas miró a los dos mortales con fiereza. Al ver que ninguno se movía ni
apenas osaba respirar, asintió con la inmensa cabeza astada y volvió a adoptar la forma con
que se les había aparecido.
—¡Ahora escuchadme! —declaró el Señor del Cóndor con voz atronadora—. El
imperio necesita estabilidad. Por un lado, están aquellos que te seguirán a ti, Faros, y por
otro, los que siguen siendo fieles a los Droka. Nethosak es tuyo, líder de los rebeldes, pero
¿por cuánto tiempo? —Su mirada aterradora se volvió hacia Maritia—. ¿Es eso lo que
deseaba Hotak? ¿Cuántos muertos más tiene que haber? ¿Acaso la raza de los minotauros
va a luchar contra sí misma hasta la extinción? ¿Y los ogros? ¡Piensa en eso, hija de Hotak!
¿Permitirías que Ambeon se convierta en el tercer reino de los ogros y que el Gran Señor
Golgren sea su benevolente kan?
Maritia se estremeció al oír el nombre de Golgren, pero contestó en tono desafiante:
—¡No pienso convertirme en el juguete de éste!
—¡No, y tampoco él será el tuyo! ¿No recordáis nada de mis antiguas enseñanzas?
¡Kalin y Droka deben unirse como iguales! ¡Sólo así podrá salvarse nuestro pueblo! ¡No
hago promesas! Convertíos en emperador y su consorte, pero ambos con la misma
autoridad. ¿No es esa igualdad la que nuestra raza ha buscado siempre?
Sus palabras despertaron algo en Faros. El hijo de Gradic intentó negar la verdad
que había en ellas, pero no pudo. Al final, suspiró.
—¡Está bien! —Su tono era de enfado. Sentía como si la decisión lo envenenara.
Mirando a Maritia, Faros añadió—; Por el bien de nuestra raza, acepto. ¿Y tú?
La hembra de minotauro vaciló más tiempo, en su rostro se reflejaba el odio. Por
fin, con las orejas hacia atrás, ladró:
—¡De acuerdo! Y que mi padre me perdone…
—Una demostración de afecto enternecedora —comentó Sargonnas con ironía—,
pero incluso en tierra tan yerma puede brotar algo con el tiempo. —Al ver que ninguno de
los dos respondía, resopló—. ¡No tengo nada más que hacer aquí! ¡Dejo en vuestras manos
la posibilidad de levantar el imperio o hundirlo! Tened eso en cuenta cuando planeéis llevar
una daga a la noche de bodas. —Frunció el entrecejo y se inclinó hacia Faros—. Sin
embargo, hay algo que debo llevarme conmigo, héroe. El anillo y sus secretos te
pertenecen, una señal de mi apoyo. No obstante, la espada debe volver a mí. Tiene otras
misiones que cumplir.
Faros bajó la vista hacia su mano, a la que la espada de piedras preciosas había
regresado sin que se diera cuenta.
—Podría hacer tantas cosas por ti… —susurró el arma al antiguo esclavo—.
Podría convertirte en algo por encima del mejor emperador de los minotauros.
Había algo en el modo en que la espada prometía esas cosas que inquietó a Faros.
Sin pensarlo dos veces, abrió la mano, y el arma voló a la figura carmesí.
Sargonnas sonrió. Asió la empuñadura con firmeza y estudió la espada.
—Un buen trato con tu dueño… esta vez —dijo misteriosamente el de los Grandes
Cuernos a su creación—. Mejor para ti, pues si no tendría que castigarte de nuevo.
Desde donde estaba, a Faros le pareció ver que la mortífera espada se estremecía.
Sargonnas abrió un lado de su capa y metió el arma dentro, donde desapareció sin dejar
rastro. Con las manos vacías de nuevo, inclinó los cuernos hacia el último vástago de los
Kalin.
—Te digo adiós, Faros Es-Kalin, y a ti, Maritia de-Droka. Para lo que pueda
serviros, yo os bendigo. —Empezó a desvanecerse, pero en el último momento dijo a
Faros—: ¡Ah!, una última cosa sobre la boda, mortal.
—¿De qué se trata? —preguntó Faros molesto, mirando a Maritia de reojo.
—Lo más sensato sería celebrarla cuanto antes.
Se logró tener todo dispuesto en un mes, un período de tiempo demasiado largo,
pero para la pareja pasó muy deprisa. Lamentablemente, muchos minotauros murieron
antes de que se propagara la noticia y costó convencer a muchos otros de que lo que oían
era cierto.
Desde Mito llegaron, victoriosos, la capitana Tinza y Napol, acompañados de una
general de la legión llamada Voluna, que había sido crucial a la hora de negociar la
rendición de la isla después de que ella misma matara al gobernador. Desde Ambeon llegó
la capitulación total del procurador general Pryas, quien, según el general Bakkor, parecía
haberse desintegrado en el mismo momento de la muerte de Nephera.
Noticias similares provenían de varios puntos del interior del imperio. Muchos
Defensores de los rangos más altos, aquellos más cercanos ni poder de la suma sacerdotisa,
habían perdido la voluntad y también, en gran medida, la cordura. Carentes de líderes, los
Defensores se sumían en el caos, y sus enemigos aprovechaban la oportunidad.
Eso no quería decir que todos desearan que el clan de Kalin volviera a ocupar el
trono. Cuando Maritia no podía convencer a alguno de los minotauros leales a ella de que
apoyaran el matrimonio, hacía arrestar a los más recalcitrantes y ordenaba que los llevaran
a su presencia. Poco después, se iban completamente convencidos.
Había otras muchas preocupaciones en el imperio, pero, como ocurría con tantas
cosas, tendrían que esperar. Lo primero era celebrar la boda.
En ese lagar que era el corazón del corazón del imperio, el Gran Circo de Nethosak,
se encontraron Kalin y Droka. Hojas frescas de cola de caballo cubrían los dos caminos que
debían recorrer los prometidos. Por la puerta del norte entró Faros. Llevaba la melena
recogida, los cuernos relucientes. Le habían untado el pelaje con aceite de oliva y de palma
para que brillara. Sobre el peto deslumbrante destacaba el símbolo del cóndor de tiempos
pasados. Una capa larga y con vuelo, del color de la medianoche, le cubría la espalda. En el
brazo llevaba colgada la Corona de Toroth. Cruzada a la espalda, el Hacha de Makel, el
Temor de los Ogros. Aquel día no sólo se celebraba la boda de Faros, sino también su
subida al trono. Tras él desfilaban los representantes de su grupo victorioso, con el capitán
Botanos a la cabeza en calidad de patriarca de Faros. Muchos de los integrantes del grupo
habían sido esclavos como Faros.
Por la puerta del sur apareció Maritia. Vestía la armadura de la Legión del Corcel de
Guerra y lucía la melena suelta al viento, como era costumbre entre las hembras de
minotauro en esas ceremonias. Al igual que Faros, había cuidado su pelaje con aceites. Al
brazo, la hija de Hotak llevaba su propio yelmo. La espada envainada estaba sujeta con una
cinta de piel poco apretada, símbolo de que se acercaba a alguien a quien no temía y que
tampoco debía temer nada de ella. El hacha de Faros también estaba atada así.
A ella la asistía el patriarca de la Casa de Droka, el corpulento Zephros. Detrás,
desfilaba un grupo de comandantes de la legión, entre ellos Bakkor y varios oficiales de
alto rango, muchos de los cuales habían sido leales a Hotak en el pasado. En algunos
rostros todavía podía leerse el descontento por la nueva situación.
Los dos caminos se encontraban bajo un arco de madera de roble de treinta pies de
alto, que terminaba en unos pinchos largos y curvos que apuntaban al cielo. A ambos lados
habían tallado la historia de los dos prometidos, con símbolos que señalaban los momentos
más importantes de su vida. Entre los referentes a Faros había una llama y dos eslabones
rotos, la muerte de su familia y la liberación de sus cadenas.
Del arco colgaban dos estandartes, el de Droka y el símbolo del cóndor elegido por
el nuevo emperador. Faros no sentía ningún aprecio por su tío y podía vivir perfectamente
sin la bandera que Chot había creado. El cóndor no sólo recordaba que Sargonnas había
regresado, era también una muestra de la determinación de Faros de volver a las tradiciones
que su padre tanto había valorado.
Con la huida de los dioses, la tradición de que un sacerdote o una sacerdotisa
supervisara la ceremonia había sido sustituida por la figura de un oficial. Sin embargo,
Faros y Maritia habían decidido que ellos mismos dirigirían la ceremonia. En las bodas de
los minotauros no había palabras, sólo gestos que representaban la unión de los prometidos.
Los tambores redoblaban al compás de los movimientos de los dos grupos. Con las
armas alzadas, dos hileras de guerreros flanqueaban el arco, la Casa de Droka al este, los
rebeldes de Faros al oeste. El público, que apenas cabía en el Gran Circo, empezó a patear
al ritmo de los tambores.
A medida que los futuros esposos se acercaban, los tambores dieron paso a las
trompetas, que resonaron en cada extremo del Gran Circo. El público se quedó inmóvil.
Cinco notas agudas señalaron el comienzo de la verdadera ceremonia, momento en el que
el incesante murmullo y todos los demás sonidos de la enorme construcción se silenciaron.
Faros y Maritia avanzaron hasta el arco y cayeron sobre la rodilla izquierda. A su
lado dejaron el yelmo y la corona. Entonces, ambos se inclinaron y levantaron el brazo
izquierdo, apoyándose en la frente del otro y dándose la mano con fuerza.
Los inmensos tambores volvieron a redoblar lentamente. El capitán Botanos, con el
uniforme de la flota, se unió al patriarca de los Droka junto a la pareja. Ataron firmemente
las cabezas y las manos de ambos con unas cintas de piel.
Tras cumplir su cometido, el marino y el anciano se retiraron.
Maritia y Faros se levantaron y empezaron a caminar en círculo. Los tambores
marcaban cada paso, que seguía un intrincado camino. Faros y Maritia no apartaron los ojos
el uno del otro en ningún momento. Tras haber completado cinco vueltas —el número
cinco daría buena suerte al matrimonio—, se detuvieron, y los tambores se callaron.
Los asistentes volvieron a golpear el suelo con los pies, al ritmo de los tambores,
que tocaban de nuevo. Las trompetas emitieron una nota solitaria, y todos los ruidos se
silenciaron otra vez.
Maritia cogió la espada. La hija de Hotak levantó el arma delante del líder de los
rebeldes. Faros juntó su hacha a la espada. Tras entrechocarlas con fuerza, ambos se dieron
la vuelta de un salto, espalda contra espalda, con la espada y el hacha alzadas contra
cualquier enemigo que se acercara a lo lejos.
El público volvió a patalear y rugió con júbilo. Zephros y Botanos se acercaron a la
pareja y cortaron las cintas que los unían por los brazos. Faros y su nueva compañera
envainaron las espadas y volvieron a cogerse de la mano. Levantaron el otro brazo y
saludaron a los asistentes.
—Todo ha pasado en tan poco tiempo —murmuró Maritia.
—Sí, muy poco —convino Faros.
—Juré que haría lo que fuera necesario para que el imperio no se derrumbara, Kalin.
Seguiré haciéndolo, pase lo que pase.
—Entonces, llámame Faros… Maritia —respondió él intencionadamente.
Ella asintió levemente con la cabeza.
—Faros…
Al principio, muchos confundieron el ruido que se oyó con el de un trueno que
hacía temblar el gigantesco coliseo. Pero el nuevo emperador sabía qué era. Los volcanes
habían vuelto a entrar en erupción. Quién podría negar que aquél fuera el momento más
propicio.
Entonces, sin previo aviso, miles de aves oscuras sobrevolaron el Gran Circo. En
sus graznidos parecía escucharse un nombre: Faros.
—¡Por todos los dioses! —bramó Botanos, señalando a lo alto—. ¡Mirad!
A pesar de que era de día, la constelación de Sargonnas lucía intensamente, cada
estrella era un sol diminuto. La multitud aceptó todos aquellos augurios, y los vítores y las
patadas sobre el suelo subieron de intensidad.
—Tienes todo el poder —susurró Maritia—. Él te lo entrega libremente.
—Nosotros tenemos el poder. Eso fue lo que dijo: nosotros.
La hija de Hotak lo miró de forma extraña, apreciativa. Faros la instó a que se
adelantara con él y pidió silencio con un gesto. La acústica de aquella construcción
legendaria permitió que todos los asistentes, y muchos de los que aguardaban fuera,
pudieran oír sus palabras como si estuviera a su lado.
—«Nos han esclavizado, pero siempre hemos roto nuestras cadenas —comenzó a
recitar la tradicional letanía—. ¡Nos han obligado a retroceder, pero siempre hemos vuelto
a luchar más fuertes que antes! ¡Hemos alcanzado nuevas cimas, cuando otras razas se han
derrumbado! ¡Somos el futuro de Krynn, los amos predestinados del mundo entero!
—Faros se detuvo—. ¡Somos los hijos del destino!»
Los minotauros gritaron, vitorearon, rugieron.
Faros miró a Maritia y lo que descubrió en sus ojos le sorprendió y agradó al mismo
tiempo.

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