Knaak Richard A - Dragonlance - Las Guerras de Los Minotauros 03 - Imperio Sangriento
Knaak Richard A - Dragonlance - Las Guerras de Los Minotauros 03 - Imperio Sangriento
Knaak Richard A - Dragonlance - Las Guerras de Los Minotauros 03 - Imperio Sangriento
Mientras sus ejércitos conquistan los dominios elfos de Silvanesti, un nuevo y cruel
emperador sube al trono a la cabeza de las legiones de fanáticos de los Defensores y
apoyado por la magia oscura de los Predecesores.
Pero los dioses han regresado y el antiguo esclavo Faros lidera una rebelión de
proporciones cada vez mayores contra el siniestro régimen. Tras una lucha que lo llevará
desde los riscos inhóspitos de Kern, tierra de ogros, hasta las puertas de la capital del
imperio, Faros podrá enfrentarse por fin a los usurpadores. Pero su poder y su crueldad son
tales que ni siquiera la fuerza de un dios es suficiente.
Richard A. Knaak
Imperio Sangriento
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Enhiure 23.04.14
Título original: Empire of Blood
En el reino de los minotauros, el trono está ocupado por un nuevo emperador, que
rinde pleitesía a la suma sacerdotisa de los Predecesores, adoradores de la muerte.
El esclavo huido Faros, legítimo heredero al trono, tendrá que superar sus demonios
personales y liderar un ejército de desterrados hasta el mismo corazón del imperio. La
batalla entre los rebeldes y las fuerzas oscuras determinará el futuro del trono, de la raza de
los minotauros y de todo Krynn.
LAS GUERRAS DE LOS MINOTAUROS
NOCHE SANGRIENTA
Volumen I
Volumen II
OBSESIÓN
EL SEÑOR DE LA VENGANZA
AMBEON
Ambeon, como entonces se conocía a aquella zona oriental del continente, ocupaba
gran parte del antiguo reino elfo de Silvanesti.
En Silvanesti no quedaba libre ninguna zona de importancia. Las legiones de los
minotauros habían barrido cada rincón de la tierra conquistada —menos la franja norte,
donde sus aliados los ogros tenían cierto control— para asegurar su férreo dominio. Bajo
las órdenes de lady Maritia de-Droka, grupos de soldados, con los wyverns entrenados en el
bosque en la vanguardia, dividían aquella espesura virgen en perfectos cuadrados de cinco
acres de lado. Los legionarios registraban aquellas porciones de tierra tan meticulosamente
que ninguna criatura, por muy pequeña que fuera, lograba escapar.
Miles de elfos habían muerto. Sus habilidades naturales no podían competir con el
carácter metódico y aplastante de los minotauros. Las lecciones aprendidas durante siglos
de guerras —entre ellas, y seguramente la más importante, las derrotas— habían permitido
a Maritia y a sus oficiales elaborar ambiciosos planes, que, en aquella ocasión, les
garantizarían la victoria.
Mientras las legiones inspeccionaban Ambeon, las embarcaciones que arribaban
semanalmente traían nuevos colonizadores, a los que Maritia asignaba de inmediato a los
diferentes sectores. La hija de Hotak estaba organizando una tala sistemática de los bosques
y una configuración de poblaciones cuya seguridad dependería una de la otra.
Las calzadas ya discurrían desde los puertos hasta el tercio oriental del reino, por lo
que era muy fácil transportar las provisiones y los refuerzos en carretas. Los colonizadores
se reunían en el siguiente punto de encuentro antes de dirigirse hacia el oeste. Sargonath, en
la costa de Kern, seguía siendo el puerto principal de Ambeon, pero ya se habían puesto en
marcha las obras de un puerto más grande que permitiría a los buques de carga de mayor
calado dirigirse directamente a Mithas.
Se habían conseguido muchas cosas en muy poco tiempo, y precisamente eso
mantenía a los minotauros en máxima alerta. No sintiéndose satisfecha con dejar la defensa
de Ambeon en manos de los colonizadores, lady Maritia desplazaba a más y más legiones
hacia la frontera. La comandante minotauro tenía un plan muy ambicioso en mente…
Maritia paseaba a caballo por la zona en construcción, acompañada por dos
generales de la legión y su guardia personal. A un lado de la silla de montar colgaba el
yelmo, pues la minotauro dejaba que su larga melena castaña flotara libremente. Llevaba
una armadura pulida y ajustada a su ágil cuerpo que resplandecía bajo el sol, y sobre la
espalda, la capa de color púrpura, que diferenciaba su rango como dirigente militar de la
colonia. A un lado le colgaba la espada envainada. Sus ojos castaños, de gran viveza, lo
veían todo, lejos y cerca.
A su paso, sudorosos legionarios vestidos únicamente con briales y sandalias se
detenían para saludarla, y a continuación, proseguían con sus pesadas tareas. La admiración
que despertaba entre los minotauros macho se debía sólo en parte a su belleza, pues nadie
ignoraba su fama como oficial capaz y líder al estilo de su padre y su hermano, Bastion.
Maritia volvió el rostro para admirar la estructura que crecía imparablemente, una
fortaleza de madera, ancha y alta, que se alzaba sobre el cielo del atardecer. Los inmensos
muros estaban hechos con troncos enormes clavados en profundos agujeros y afianzados
con una mezcla de piedra, arena, agua y otros materiales. Cuando se secaba, esa pasta era
más dura que la roca y no era fácil que ningún enemigo lograra destrozar la muralla. Ni
siquiera cuatro minotauros, uno encima del otro, habrían llegado al extremo cortado en
sierra del muro. Cuando estuviera acabada, dentro de las cinco murallas de la fortaleza
podría cobijarse una legión entera.
—¿Cuánto falta para que las murallas estén acabadas? —preguntó la comandante a
uno de los generales.
—La Legión de Basilisk al completo trabaja en esta obra, mi señora —respondió
con voz atronadora un minotauro de constitución fuerte y gruesa, que se distinguía por una
cicatriz en el hocico—, menos cien piquetes que están de guardia. Las puertas deberían
estar listas en una semana a lo sumo, y el muro que las une en el doble de tiempo, tal vez.
Entonces, deberían iniciarse sin demora las obras en los principales barrios.
Casi medio mes por delante de lo previsto. Maritia le dedicó al general una sonrisa
breve y seca.
—Eso hacen seis. Para entonces ya habremos asegurado desde la parte noroeste
hasta la central del lado occidental.
Su plan era construir una serie de fuertes que cubrieran el perímetro externo de
Ambeon, cada uno de ellos con capacidad para una legión entera. No cabía duda de que
rechazarían con éxito cualquier intento de los elfos por recuperar las tierras.
—Todavía necesitaremos más soldados —añadió el segundo general—, si queremos
cubrir toda la frontera.
Maritia no se molestó en responder a un comentario tan obvio. Quien había hablado
era Kilona, una hembra de mirada encendida y con algunos mechones negros en el pelaje
castaño, un nuevo miembro del grupo que dirigía Ambeon. Tenía a sus órdenes a la Legión
de Cristal. El puesto de Kilona no era una orden sólo de Ardnor, sino que provenía
directamente del templo. La general era una Defensora, al igual que Bodar, el líder de la
Legión del Escorpión.
Según tenían por costumbre algunos Defensores, Kilona se había cortado la melena
al asumir su nuevo rango. La cabeza calva, junto con la mirada fanática, le daban una
apariencia de otro mundo, y de repente, a Maritia le recordó a su madre. Aunque
aparentemente era una subordinada, ni sus compañeros ni la misma comandante confiaban
plenamente en Kilona. Su devoción obsesiva por los Predecesores hacía vacilar su juicio en
los momentos de crisis.
—¿Algún signo de actividad al otro lado, Gorus? —preguntó Maritia al primer
general de la Basilisk.
—Se ha visto a unos pocos exploradores. Algunos elfos, un humano. Dejamos que
siguieran creyendo que no los habíamos descubierto.
—Excelente.
De vez en cuando, los elfos protagonizaban incursiones desventuradas intentando
recuperar su tierra. Tenían tendencia a subestimar las habilidades de los minotauros, pues
los veían como unos invasores con cuernos que eran casi tan torpes y brutos como los
ogros. El pasado no parecía haber enseñado nada a aquella raza altanera, por lo que Maritia
esperaba que volvieran a atacar uno de esos días. Su insistencia podría ser incluso
cómica… si no fuera tan trágica.
—¿Qué aspecto tenía el humano?
—Iba vestido como un cazador, pero se movía como un solámnico o un nerakiano.
Me inclino por lo primero.
Hasta el momento no había ninguna prueba de incursiones de los Caballeros de
Solamnia, pero el imperio las esperaba. De todos sus enemigos posibles, aquella venerable
orden de caballería era la que más interesaba a Maritia. El estricto código de honor que
seguían y su intenso entrenamiento para la batalla hacían de esos humanos los homólogos
de los minotauros. Los poetas recordarían durante siglos una guerra contra los solámnicos y
sería un cambio agradable después de la derrota aplastante de esos elfos tan sosos.
—Que se me informe directamente de la presencia de cualquier otro humano.
Quiero que al próximo se le siga. Descubrid cuál es su destino.
—¡Así se hará, mi señora! —respondió Gorus, saludando con gesto brusco.
Otro pensamiento largamente reprimido se coló entre las ideas que le daban vueltas
en la cabeza, iluminándolas con su luz lúgubre. Apretando con fuerza las riendas e
intentando ocultar su creciente ansiedad, Maritia preguntó:
—¿Alguna noticia de Galdar?
La gran cruzada que en teoría lideraba una joven humana desvalida llamada Mina
—aunque el imperio creía que no se trataba más que de la marioneta de un minotauro
renegado conocido como Galdar— había fracasado con el repentino regreso de las
constelaciones a los cielos. La información que habían reunido los espías de Maritia
apuntaba a que tanto Galdar como la muchacha habían huido después de algún encuentro
catastrófico en el oeste. Incluso había quienes decían que se habían enfrentado a los dioses,
que habían regresado al continente, pero a Maritia aquellos rumores le parecían ridículos.
Galdar había sido un aliado muy útil. La cruzada de Mina había mantenido a los
humanos distraídos, sobre todo a los Caballeros de Neraka. Pero lo más importante de todo
era que, de alguna manera, Galdar había conseguido destruir el escudo mágico que protegía
Silvanesti, y así el imperio había tenido vía libre para conquistarlo. A cambio de aquel
favor, y de la lealtad de los minotauros, Galdar les había comunicado los deseos de Mina:
que los minotauros no avanzaran hacia la capital, Silvanost. Silvanost y todas las tierras al
oeste de la ciudad pertenecerían a sus fieles, algo que Hotak y su hija no habían dudado en
aceptar.
Entonces, a Galdar le había acontecido aquella catástrofe misteriosa. Por supuesto,
en cuanto le llegó la noticia. —«¡La cruzada ha sido derrotada!», aseguraban los
exploradores—, Maritia había ordenado que las legiones marcharan hacia el oeste. Incluso
después de haberse hecho con Silvanost, le había sido imposible localizar al gran y
enigmático Galdar. Maritia tenía miedo de que los elfos o los nerakianos se hubieran
cobrado su vida y, si había sido así, era culpa de aquella niñata, Mina. Galdar había sido
increíblemente inteligente, pero quizá su error fatal había sido confiar sus secretos a esa
mocosa.
—Ninguna pista de Galdar ni de esa escurridiza humana, mi señora —contestó el
general Gorus.
—Su fe no era la verdadera —intervino Kilona—. ¡Sirvió a una deidad falsa y pagó
por ello!
Maritia estaba prácticamente segura de que el supuesto dios de Mina, en el caso de
que tuviera alguno, era el mismo señor de los Predecesores, ningún otro, pero no reveló sus
pensamientos.
—¡Hummm! Una pena. Debería honrarse la memoria de Galdar por su papel crucial
en nuestra conquista. Le mandaré un mensaje al emperador. —Se golpeó sobre la armadura
con un puño como saludo al guerrero caído, fingiendo que estaba más alegre de lo que
realmente se sentía—. Ya no nos preocuparemos más por Galdar ni por su mascota la
humana. Lo único que importa ahora es fortalecer Ambeon, ¿de acuerdo?
Los demás, Kilona incluida, asintieron convencidos.
Se quedaron observando cómo media docena de minotauros colocaban otra parte
gigantesca de la muralla. Habrían hecho falta más de una docena de elfos para introducir
aquel tronco gigantesco en el agujero. Tres soldados con el torso desnudo alzaban la pieza
mediante poleas. Cuando estuvo colocado al borde del profundo agujero, el tronco se
deslizó dentro fácilmente. Pero para evitar que resbalara demasiado de prisa, otros tres
soldados tiraban de tensas cuerdas desde detrás. Las aflojaron cuando una séptima guerrera,
con peto, llevó un inmenso barril con la mezcla de piedra y arena. La minotauro derramó el
contenido en el agujero con el mayor de los cuidados y lo llenó justo hasta el borde.
La mezcla tardaría unos minutos en solidificarse, momento en el que los dos grupos
de soldados podrían soltar las cuerdas. Maritia, satisfecha por lo que veían sus ojos, espoleó
la montura, y los demás la siguieron prestos.
Cuando la obra hubiera acabado, habría un barrio de viviendas, establos y un
almacén. La parte superior del muro estaría recorrido por una pasarela, a la que se accedería
por una escalera en cada esquina de la fortaleza.
—Un trabajo excelente, general —felicitó a Gorus—. Estoy muy contenta.
—Mañana llegará más material de Makeldorn, junto con trabajadores de refuerzo,
mi señora. Es posible que nos adelantemos aún más a lo previsto.
A una escasa media hora a caballo de la fortaleza, se encontraba la población recién
bautizada como Makeldorn («El Guantelete de Makel», en la antigua lengua de los Grandes
Ogros), en el mismo lugar donde había habido esculpida una ciudad-jardín cuyo nombre
Maritia ya había olvidado. Se habían eliminado la mayor parte de los adornos de la ciudad
original y sólo se habían conservado las estructuras básicas, para reconstruirlas según el
estilo minotauro. En vez de las casas en los árboles nudosos, escondidas entre el follaje y
las flores, había un claro circular perfectamente medido, recorrido por hileras de casas
rectangulares y anchas.
Ya vivían allí doscientos colonos. Día y noche trabajaba una herrería donde se
forjaban armas y utensilios para la agricultura. Además de abastecer a sus propios
habitantes, Makeldorn ayudaba a las obras que tenían lugar en la frontera. El asentamiento
también era el último punto donde los legionarios podían abastecerse de comida. Maritia
había concebido una cuidadosa cadena de abastecimiento para cada avanzada que vigilaba
el occidente.
Sí, Ambeon prosperaba, a pesar de que en el norte siguieran aquellos problemas
interminables en Kern. Eso estaba fuera del alcance de Maritia, al menos por el momento.
La mismísima cúpula del imperio se había ocupado del asunto. Lo único de lo que debía
preocuparse ella era del nuevo reino.
—Tu padre estaría orgulloso —dijo el general Gorus mientras cabalgaban—. ¡Es
una pena que no haya vivido para ver este día!
Antes de que Maritia pudiese pensar en una respuesta apropiada, Kilona tomó la
palabra:
—¡Ahora sirve a intereses más elevados! ¡Ha ascendido junto a los Predecesores,
alabado sea!
La hija de Hotak tuvo que reprimir el impulso de darle un buen puñetazo a aquella
idiota por su comentario. ¡Su padre convenido en un fantasma de los Predecesores! Por
mucho que oíros miembros de la familia estuviesen ligados a la fe, Marina sabía que Hotak
se habría reído de un destino así.
Sin embargo…, si las enseñanzas de su madre tenían sentido, quizá fuera verdad,
como murmuraba la gente. Maritia prefería pensar que Hotak estaba a su lado, guiándola
para que hiciera realidad su sueño. Pero ¿un fantasma? ¡Jamás!
Guiando su montura hacia Makeldorn, alejó aquella desazón de su cabeza. Lo único
que importaba era Ambeon. Como oficial del imperio, era obligación de Maritia hacer que
el nuevo reino de los minotauros prosperase tanto como fuera posible. Los aspectos
espirituales eran cosa de su madre…, y en lo que a Maritia concernía, Nephera podía
ocuparse de todo lo espiritual.
—Alguien se acerca por el camino de Makeldorn —advirtió un guardia.
De inmediato, el que había hablado y el resto de la comitiva se colocaron para
defender a Maritia.
Cuando el jinete estuvo más cerca, vieron que era un mensajero imperial. Se detuvo
delante de la hija de Hotak y le entregó un pergamino sellado.
—Por orden de su majestad, el emperador Ardnor —informó el mensajero a Maritia
en tono de disculpa—, he cruzado el Mar Sangriento y he cabalgado por medio Ambeon
hasta encontraros. Me ordenaron que os lo entregara lo antes posible, estuvierais donde
estuvierais. —El sudor almizcleño del minotauro y su respiración agitada eran prueba de
sus arduos esfuerzos.
Frunciendo el entrecejo, Maritia se alejó unos pasos de su séquito, rompió el sello
real y leyó la proclama.
«Por decreto de su majestad, yo, el emperador Ardnor, señor de este reino, declaro
que a partir de este día la capital de la nueva colonia de Ambeon pasará a llamarse
Ardnoranti. Todas sus designaciones anteriores, elfas o históricas, serán eliminadas de los
archivos. En lo sucesivo, la gran capital de Ardnoranti se convertirá en la base principal de
operaciones para todas las misiones en Ansalon.
»Asimismo, se decreta que los artesanos de los clanes Tyklo y Lagrangli empiecen a
trabajar de inmediato en los iconos conmemorativos de su majestad y en la remodelación
del templo de Branchala en un lugar de culto a los Predecesores. El segundo maestre Pryas
llegará poco después de este mensaje para supervisar esta segunda misión…»
A pesar de que sabía que los demás estaban observándola, Maritia no pudo evitar
hacer una mueca. Pryas no sólo era el sirviente en el que más confiaba Ardnor, sino que
gozaba del beneplácito de su madre. Habla rumores de que estaban preparándolo para que
asumiera todo el control sobre los Defensores y acabara sucediendo a Lothan en el Círculo
Supremo. Maritia no se alegraba del nuevo destino de Pryas en Ambeon. Ya había
demasiados Defensores enredando entre sus oficiales.
El resto de la proclama era la típica palabrería sobre las creencias de los
Predecesores, un sinsentido que aparecía en todos los mensajes imperiales desde que
Ardnor había subido al trono. Maritia la enrolló y la metió en la bolsa de su silla de montar.
No habría hecho falta que su hermano desperdiciara los esfuerzos de uno de sus mensajeros
sólo para comunicarle su decisión de renombrar la ciudad en su honor, pero Ardnor jamás
perdía una oportunidad de reafirmar su autoridad, su importancia como emperador.
Por alguna extraña razón, aquello le hizo pensar en Bastion, tragado por el mar
tantos meses atrás. Él tendría que haber sido el sucesor de Hotak, el que debería estar
firmando las proclamas, no Ardnor…
—Bastion…
Apenas murmuró su nombre, pues no quería que nadie la oyera. A menudo, Maritia
tenía unos sueños muy raros, en los que su hermano seguía vivo e intentaba volver a ella.
Corrían rumores de que un minotauro de pelaje negro luchaba en el bando de aquel canalla
rebelde, Faros, y algunos guerreros que habían conocido a Bastion juraban que él era ese
rebelde misterioso. Sin embargo, Maritia se negaba a creer aquella monstruosidad. Bastion
jamás traicionaría la nación de los minotauros. Si su hermano siguiera vivo, nada le
impediría regresar junto al imperio, junto a su familia, su destino y, sobre todo Junto a ella.
Nada en absoluto…
Grom se arrodilló ante Faros, que se había retirado a las antecámaras que
probablemente habían sido el refugio del sacerdote mayor del templo. Allí, como solía
hacer durante horas, se batía contra enemigos invisibles. Los entrenamientos de Faros se
alargaban durante horas. La energía frenética que acumulaba a lo largo del día le impedía
conciliar el sueño por la noche. El líder de los rebeldes sólo daba cabezadas cortas y tenía
un sueño tan liviano que cualquier ruido prácticamente inaudible le hacía dar un salto,
preparado para un nuevo combate.
Grom tenía la cabeza inclinada hacia un lado. La nube de polvo que se había
levantado con los ejercicios le hizo estornudar, antes que finalmente pudiera hablar.
—Faros, perdona esta intromisión.
Con una última estocada, Faros decapitó al emperador imaginario al que acababa de
derrotar. El filo de metal silbó al cortar el aire. Con el mismo movimiento, envainó el arma.
—¿Qué pasa ahora, Grom? —preguntó Faros con impaciencia, sin preocuparse por
el polvo.
Ruidos lejanos atravesaban las paredes y llegaban hasta la cámara: un martilleo,
voces, los rebeldes intentando hacer algo parecido a la vida normal.
—De acuerdo con los ritos, nuestros muertos ya han ardido. —El minotauro tosió
con más fuerza mientras hacía el signo de Sargonnas—. Te ruego una vez más que me
permitas organizar partidas para hacer lo mismo con nuestros enemigos, al menos con los
legionarios con que hemos combatido.
Faros respondió a la petición volviendo a desenvainar la espada. En esa ocasión se
lanzó contra el símbolo del cóndor que estaba tallado en la pared más cercana. No le había
contado a nadie la aparición de Sargonnas, y mucho menos al piadoso Grom, que habría
sido incapaz de mantener una noticia así en secreto.
—¡Déjalos donde están! Serán una buena advertencia para todo el que quiera volver
a violar nuestro santuario.
—Faros, el hedor…
—Desaparecerá. ¡Ya está desapareciendo! —Faros había soportado olores mucho
más pestilentes en sus años de esclavitud.
En realidad, el hedor azuzaba su obsesión, le recordaba que quedaban ogros por
matar, más Sahd y Golgren. Cuando no quedara ni un solo ogro con vida, quizá entonces se
ocuparía del imperio que lo había traicionado.
«No», tuvo que recordarse Faros. Había accedido a la propuesta de Bastion. Faros
no sabía si realmente deseaba que aquel pacto llegara a buen puerto, pero dejaría que el
hermano de lady Maritia lo intentara, lo que le llevó a pensar que Bastion todavía no había
partido.
Sin decir nada más, pasó junto a Grom, que seguía arrodillado. Éste se incorporó
rápidamente cuando Faros lo rebasó a grandes zancadas, pero el líder de los rebeldes no le
dio tiempo a volver a formular su ruego. En el asunto de los enemigos muertos, Faros era
imposible de convencer. El sol secaría los cadáveres y los carroñeros dejarían los huesos
limpios. Los esqueletos serían el adorno perfecto para esa parte de Kern, de lo más
adecuado para aquel reino infernal y las pesadillas que atormentaban a Faros.
Grom dio un profundo suspiro y, haciendo gala de una gran sabiduría, no siguió a su
líder. Faros recorrió los salones; las pisadas de sus sandalias sobre el suelo de piedra iban al
compás de los latidos desquiciados de su corazón. Los ojos muertos de las antiguas figuras
lo miraban desde las paredes, como si contemplaran sus pasos con cautela. El aire que
levantaba al pasar hacía estremecer las llamas de las antorchas.
Encontró a Bastion en su cuarto, una pequeña celda cuadrada que, sin duda, había
sido ocupada por los novicios. Bastion era el único que, al igual que Faros, encontraba
superfluo hasta el más mínimo ornamento. Otros minotauros intentaban evocar tiempos
mejores, vidas más agradables, coleccionando tallas que encontraban o piedras coloreadas,
pero en aquella estancia nada delataba la presencia del minotauro negro que la habitaba.
Como Faros, cuando Bastion se fuera no dejaría señal alguna de su paso.
—Así que todavía estás aquí —murmuró el guerrero de pelaje más claro—. ¿A qué
se debe el retraso? ¡Cuanto antes termine este absurdo, mejor!
—El retraso era necesario —respondió Bastion, secamente. Se echó un pequeño
morral de tela al hombro, su ración de una semana. Entrecruzada a la espalda llevaba un
hacha de doble filo—. Además, pensé que sería más sensato partir con el atardecer, cuando
fuéramos menos visibles. —Bastion se dio cuenta de que sus palabras no satisfacían a
Faros—. Estaba a punto de anunciarte mi partida.
—¿Sabes dónde encontrarla?
—Sé quién puede decírmelo. Ellos entrarán en contacto con Maritia en mi nombre.
—Bastion se encogió de hombros—. Como te dije, no puedo prometer nada. Cuando
descubra que he luchado al lado de los rebeldes, quizá Maritia me encarcele o me decapite
en ese mismo instante. Confío en que primero me escuche.
—Matar a su propio hermano sería deshonroso —apuntó el antiguo esclavo con
sarcasmo.
—Es cierto —respondió Bastion, riéndose—, pero últimamente los límites del
honor no están nada claros. —Bastion inclinó los cuernos en señal de despedida—. En
parte, yo soy responsable de que sea así.
Pasando por alto el tono filosófico del otro, Faros volvió al tema que le interesaba.
—¿Estás seguro de que quieres arriesgar tu vida en esta misión?
—Sí.
Aunque la hermana de Bastion se mostrara dispuesta a todo, Maritia y su hermano
todavía tendrían que convencer al Gran Señor Golgren. Aunque Blode estuviera en la
frontera con el antiguo reino de Silvanesti, el emisario de Kern tendría la última palabra.
Blode se había convertido en una provincia más del reino norteño de los ogros, y Kern, en
una tierra dominada por Golgren. El antaño poderoso Donnag se había transformado en una
caricatura lastimosa de sí mismo, como si alguna enfermedad que él no percibiera se
hubiera apoderado de su cuerpo. Golgren… Bastion tendría que convencer primero a
Marina; después, sería el turno de Golgren.
Pensando en los ogros, Faros añadió:
—La ruta entre Kern y Blode te alejará de las zonas más pobladas, pero te
encontrarás con patrullas. ¿Insistes en llevar sólo cuatro acompañantes?
—Todos ellos me sirvieron en algún momento en la legión. Son hábiles. Un grupo
más numeroso nos haría más visibles y más lentos. —El minotauro negro se ajustó la bolsa
y concluyó—: Pase lo que pase, no temas. No te traicionaré.
Faros levantó la espada, de manera que los ojos de Bastion quedaran a la altura de la
siniestra y lisa hoja.
—Yo no temo nada, y mucho menos la traición.
Bastion asintió e, inclinando los cuernos, salió de la habitación.
Minutos más tarde, Faros, con la espada ya envainada, contemplaba desde un hueco
en lo alto de la muralla al pequeño grupo que se dirigía hacia el suroeste. Estaba bien. Él
había cumplido con su parte; había intentado ser fiel a la memoria de su padre. Por ahora,
no podía hacer nada más.
Entonces, tuvo un presentimiento. Miró rápidamente en derredor, pero no vio a
nadie. Sin darse cuenta, Faros frotó la gema del anillo negro, el anillo de Sargonnas.
Vio una sombra fugaz con el rabillo del ojo, una figura pálida y cadavérica. Faros se
sobresaltó, siguió frotando el anillo y se concentró.
No apareció nada. Lanzando una maldición silenciosa, miró el artefacto.
—¡Vaya regalo, Señor del Cóndor! ¡No cabe duda de por qué su último dueño está
muerto!
Debería quitárselo, tirarlo. No, todavía no.
Faros agarró la empuñadura de la espada. Por lo menos, aquel regalo sí le había
hecho un buen servicio. Por la hoja había corrió la sangre de muchos ogros y de no menos
legionarios, pero seguía sin mella. Habría sido mejor que Sargonnas le hubiera dado un
millar de espadas así con las que armar a su ejército de andrajosos, pero los dioses nunca
hacían cosas sensatas como ésa.
En ese momento, le llegó un olor muy tenue que despertó en él recuerdos horribles.
Faros escudriñó la tierra que empezaba a en volverse en sombras y, por fin, descubrió una
fina columna de humo hacia el norte. Si no hubiera sido por un repentino cambio de la
dirección del viento, el olor y el humo habrían permanecido fuera de su vista.
Cuando se dio cuenta de lo que significaba aquello, se le enrojecieron los ojos.
—¡Grom!
La cólera de Faros iba en aumento mientras cruzaba el templo apresuradamente,
asustando a todo el que se cruzaba con él. Los guardias se erguían. Dos humanos que se
entretenían con un juego de piedras y palos lanzaron las piezas y se apartaron a gatas de su
camino. Todos habían sido testigos de sus explosiones de ira en el pasado y ninguno
deseaba ser el objeto de ese nuevo ataque.
—¡Un caballo! —rugió a uno de los que atendían el pequeño rebaño de los rebeldes.
La mayoría de los animales procedían de las minas o de las patrullas asaltadas.
Aquellos parias los cuidaban lo mejor que podían, aunque alimentar a los caballos era un
problema eterno, como lo era alimentarse a sí mismos.
Alguien le llevó rápidamente un caballo ensillado. Faros montó de un salto sobre el
enorme corcel de los ogros y lo espoleó hacia la puerta del norte.
Los minotauros que se encontró junto a la puerta lo aclamaron. Faros no prestó
atención a los vítores; tenía toda su atención puesta en el sinuoso camino que descendía por
la ladera. Los caballos de los ogros no eran los más veloces, ni mucho menos, pero
avanzaban con paso firme. Algunas piedras cayeron rodando mientras el animal descendía
ágilmente. No tardaron mucho en llegar al pie de la montaña.
Faros dirigió el caballo hacia el norte. Después del siguiente recodo, no les quedaría
mucho.
Un movimiento en lo alto de la cumbre captó su atención. Una silueta se deslizó
detrás de las rocas. Faros no temió sufrir ningún daño, pues el centinela que había apostado
Grom sólo tenía que dar la voz de alarma, no atacarlo. Grom había desobedecido una orden
directa, y ésa era la peor ofensa que Faros podía imaginar.
A medida que se acercaba, iba descubriendo el grado de rebeldía de Grom. Más de
doce figuras trabajaban frenéticamente para mantener encendida una pira bastante grande,
hecha con arbustos secos y otras cosas que habían encontrado en aquel paraje yermo. Otro
grupo de antiguos esclavos y soldados lanzaban pesados fardos al fuego. El olor a carne
quemada le golpeó en la cara.
—¡Grom! —bramó Faros mientras se acercaba—. ¡Grom! ¿Dónde estás?
Todos se detuvieron, mirando al líder de los rebeldes entre el estupor y el miedo.
El objeto de su furia apareció, por fin, por detrás de la pira. Grom salió de entre el
humo, empapado en sudor, y se encaminó de manera desafiante hacia Faros. El minotauro
tosía mientras se acercaba.
—Échame…, échame a mí la culpa, Faros. Esto es sólo culpa mía. Siguieron mis
órdenes y no se atrevieron a desobedecer.
Como respuesta, Faros bajó del caballo, se dirigió directamente hacia su segundo y
le pegó un fuerte puñetazo en la mandíbula. Grom cayó al suelo. Los demás observaban la
escena inmóviles, sin saber qué hacer.
—Yo también di una orden, una orden muy precisa. Tú me desobedeciste.
Grom sufrió un ataque de tos, pero por fin logró levantarse. Con los ojos llorosos, se
enfrentó a Faros.
—Mi conciencia no me permitía abandonar a los muertos, ni siquiera por ti, Faros.
¡Por lo menos, los legionarios merecían una pira! ¡No hacían más que luchar como habían
aprendido a hacer! Ellos también seguían órdenes.
—Hemos dejado a los muertos atrás otras veces. Nunca te importó tanto.
—Sí me importaba. Nunca protesté demasiado. No había…, no había muchos
motivos, ya que los dioses habían desaparecido.
Eso era. Atiesando las orejas. Faros dio un bufido.
—Y ahora los dioses ya han regresado, ¿verdad? De repente, ¿vuelves a temerlos?
—Temerlos, no… —El minotauro oscuro contestó con brusquedad—. Temerlos,
no.
Sin hacer caso a Grom, Faros miró a los demás culpables.
—¡Apagad el fuego! ¡Dejad a ésos donde están! ¡Los carroñeros celebrarán los ritos
que se merecen! ¡Ahora!
Se apresuraron a obedecer. Fueran las que fueran sus creencias respecto a los
muertos, habían jurado seguir a Faros por encima de todo. Faros entendía que Grom los
había llevado por el camino equivocado.
Grom y ese entrometido de Sargonnas.
Faros no iba a permitir que el dios se inmiscuyera en sus asuntos.
Los minotauros acabaron de apagar el fuego. Grom empezó a toser de nuevo, un
ataque de tos seca. Faros miró, disgustado, al minotauro que había sido uno de sus
seguidores más fieles. Grom había respirado demasiado humo, el necio de él. Era seguro
que había estado demasiado cerca de la pira todo el tiempo.
—Te estaría bien merecido que…
El otro minotauro se tambaleó.
Faros se echó hacia adelante por instinto y cogió a Grom antes de que golpeara el
suelo. Con los ojos húmedos y enrojecidos, Grom intentó fijar la mirada en su líder. Faros
abrió los ojos, asombrado cuando descubrió unas pequeñas pústulas de sangre bajo los
párpados inferiores del minotauro.
—Faros… —logró decir Grom—. Faros…, lo siento…
Tosió de nuevo. Le tembló todo el cuerpo y, de repente, se quedó inmóvil.
IV
EL HACHA INVERTIDA
El corazón del imperio latía con fuerza, y la suma sacerdotisa lo tomó como una
prueba del poder absoluto al que servía. Sus sirvientes fantasmagóricos vagaban por todos
los rincones, y Nephera, que veía por sus ojos, contemplaba éxito y riqueza por doquier.
Mito y la mayoría de las principales colonias que tenían astilleros trabajaban a pleno
rendimiento; los carpinteros y los trabajadores del puerto se afanaban día y noche para
reforzar la armada del imperio en permanente crecimiento. En Mito se estaban
construyendo nuevos astilleros al sur de la colonia, y Mithas también se expandía a un
ritmo vertiginoso.
Las nuevas embarcaciones fortalecerían las guarniciones y las avanzadas que se
habían establecido en todo el imperio, y mantendrían el control sobre las colonias más
lejanas. Serían una buena baza para rechazar los ataques de los rebeldes. No obstante, entre
las nuevas embarcaciones no sólo había barcos de guerra. Unos cargueros anchos, de
dimensiones colosales, cargados con alimentos y materias primas, como hierro y aceites,
viajaban regularmente a las principales colonias. Allí repartían su carga en navíos más
pequeños, que se dirigían a los asentamientos de menor importancia.
En ese momento, la distribución de alimentos estaba totalmente controlada por el
templo. Para Nephera ésa era la manera más lógica de hacerlo y, como la mayoría de los
miembros del Círculo Supremo —el órgano de gobierno a las órdenes del emperador— se
contaban entre sus fieles, le había resultado muy fácil conseguir los votos necesarios. Los
supervisores que se desplazaban hasta las colonias agrícolas se aseguraban de que todos los
campesinos llevaran sus productos y la carne directamente al puerto. Se mantenía un
registro muy detallado de las cosechas y la producción, para que, a medida que el imperio
se expandía, nunca hubiera un exceso de demanda.
La misma Nethosak era el ejemplo perfecto del logro de Nephera. Ella había hecho
realidad el sueño de Hotak. Todos los recursos de la capital se dedicaban a las necesidades
del imperio. Todos los trabajadores se consagraban a la expansión del reino. Los
Defensores dominaban a todos los niveles y se aseguraban de que se cumplieran las
decisiones de la sacerdotisa.
Sus decretos…
La suma sacerdotisa se levantó en la gran bañera de mármol que tiempo atrás habían
utilizado los sacerdotes de Sargonnas. Dos acólitas ataviadas con ropas blancas ribeteadas
en oro se apresuraron a secarla, mientras una tercera le llevó la indumentaria que utilizaba
en las ceremonias. Cuando se hubo puesto la prenda negra y plateada con la amplia capucha
descansando sobre la espalda, lady Nephera permitió que una de las sirvientas le pasara un
cepillo por la melena.
El olor a lavanda se extendió por la habitación. El vapor se alzaba del agua de la
enorme bañera redonda. En el templo había una tina con agua que siempre se mantenía
caliente para la suma sacerdotisa. El complejo sistema de tuberías que mucho tiempo atrás
había diseñado algún sacerdote ingenioso hacía posible que Nephera siempre tuviera el
agua a la temperatura deseada. Últimamente la quería cada vez más caliente, casi hasta el
punto de quemarle la piel. El pelaje de los criados había perdido el brillo por la constante
humedad, pero no le ocurría así a Nephera. Aquellos que entraban en contacto físico con
ella solían extrañarse de la frialdad de su piel. Incluso en aquel momento, recién salida del
baño caliente, se sentía como si estuviera en lo alto de una montaña azotada por el viento
frío. Tenía el pelaje suave, limpio y seco.
Poco se parecía ya a la prometida de Hotak, aquella joven hembra de minotauro,
resplandeciente y hermosa (para un ejemplar de su especie). Mucho había cambiado desde
que su esposo había ascendido al trono. La Nephera que entonces se erguía en el centro de
la cámara, mientras sus fieles la secaban con delicadeza, era una hembra de mirada
enloquecida, cadavérica e incluso repugnante. Los huesos apenas estaban cubiertos de
carne que diera forma a su cuerpo y su rostro; los larguísimos brazos terminaban en garras
más que en dedos. No obstante, sus sirvientes la atendían con una adoración embelesada,
como si realmente fuera como ella se imaginaba a sí misma, la encarnación de la belleza y
la perfección.
—Comunicad a lord Gunthin que esta noche se requiere su presencia en el templo.
Trataré con él los decepcionantes retrasos de los buques.
—Así se hará, señora —contestó la sirviente que la estaba peinando en aquel
momento.
—¿La cámara ya está preparada para mí?
—Todo está listo, señora —respondió otra, mientras le colocaba la túnica.
Nephera hizo un gesto breve con la mano izquierda. Las dos acólitas interrumpieron
sus atenciones de inmediato y se retiraron varios pasos de su augusta persona.
—Limpiad esta habitación. Lo quiero todo perfectamente limpio y ordenado —dijo.
Y añadió, murmurando para sí—: Lo quiero todo en perfecto orden…
Mientras las criadas se apresuraban a obedecer, la suma sacerdotisa empezó a
caminar hacia la pared. Aunque no miró atrás, sabía que aquellas tres no osarían observarla
mientras ella tocaba una de las piedras de la pared.
Una parte del muro se deslizaba para dar paso a un pasaje oscuro que había detrás
cuando Nephera se sobresaltó de repente. Sus ojos imperturbables centellearon y miró a su
izquierda, a una figura que sólo ella podía ver.
—¡Deja ya de mirarme con tanto reproche! —dijo lady Nephera bruscamente a la
figura.
Las acólitas se estremecieron al oírla, pero siguieron sin atreverse a mirar en su
dirección. Ellas no tenían derecho a cuestionar esas cosas.
—¡Largo de aquí! —ordenó.
Levantó una de esas manos coronadas con garras hasta la altura del pecho. De sus
dedos salió una siniestra luz verde oscuro, cuyo resplandor iluminó por un momento la
sombra de un enorme minotauro con armadura; tenía la cabeza retorcida, y las
extremidades, rotas, como si hubiera sufrido una muerte cruel. La sombra no mostró ningún
sentimiento, ni siquiera en el ojo sano, entonces apagado y sin brillo, del que antaño tanto
presumía.
La sombra silenciosa de Hotak desapareció tras su orden. Ahí debería haberse
acabado todo, pero Nephera ya había exorcizado al espíritu antes…, y su compañero
siempre regresaba. No era como Kolot, una sombra más sumisa, ni como todas las demás.
Hotak no hacía nada; únicamente aparecía y la observaba, flotando cerca. No importaba lo
bruscamente que lo echara, siempre volvía. Cuando lo enviaba a alguna misión confiando
en que fuera larga, se alegraba al verlo desaparecer. Pero volvía a materializarse poco
después; olvidaba la misión, jamás la empegaba. Era el único de sus fantasmas que se
comportaba con tal tozudez y rebeldía.
Mostrando los dientes por la frustración. Nephera entró rápidamente en el pasaje,
cuya puerta se cerró a su espalda. Durante un tiempo avanzó envuelta en una absoluta
oscuridad. Entonces, la suma sacerdotisa se detuvo ante otra pared. Sin vacilar, levantó una
mano y tocó el muro, que se abrió y descubrió su santuario, oculto en el corazón del
inmenso templo de Nethosak.
Aquella sala estaba impregnada de un intenso olor a lavanda con el fin de disimular
otros olores repugnantes que pudieran aparecer. Cuando entró Nephera, tres acólitas
inclinaron los cuernos en señal de saludo. A diferencia de las que la habían atendido
durante el baño, éstas vestían túnicas parecidas a la suya, aunque sin los adornos bordados
en plata.
—¿Está fresco? —preguntó la minotauro, aunque ya sabía la respuesta.
—Destripado hace menos de un cuarto de hora, como ordenasteis, señora
—contestó respetuosamente la que se encontraba en el centro—. Como exige el ritual.
Nephera asintió y, con el entrecejo fruncido, paseó la mirada por la estancia. Por
suerte, no había rastro de la sombra que buscaba, y recuperó la confianza.
Las tres sirvientas se apartaron. Tras ellas se alzaba un pedestal en el que
descansaba un cuenco ancho de latón con los símbolos de los Predecesores —el hacha y el
pájaro— repujados cinco veces alrededor del borde, junto a él, se encontraban otro cuenco
más pequeño y sencillo, y una toalla.
Las sacerdotisas de menor rango se apartaron al paso de Nephera, mientras ésta se
acercaba al cuenco más grande. Miró hacia el interior y sumergió las manos en su
repugnante contenido.
Una exclamación de placer salvaje se escapó de sus labios. Aunque sólo sus oídos
las captaran, varias voces le susurraban desde el recipiente. Nephera notó un cosquilleo, se
sintió rejuvenecer. Su cuerpo se estremeció, extasiado.
De su boca salieron unas palabras en un idioma desconocido para todos en el mundo
de Krynn, excepto para unos pocos. El intenso rojo del líquido no sólo lamió sus muñecas,
sino que le recorrió el brazo hasta la altura del codo. Sin embargo, ni una sola gota se
atrevió a manchar las mangas de la túnica, a pesar de que estaban completamente
sumergidas en aquella sustancia.
Por fin, con una exclamación de júbilo, liberó sus manos. Algunas gotas volvieron a
caer en el cuenco; la superficie quedó inmóvil.
—No tan fuerte como esperaba —susurró Nephera, cuyo tono irritado hizo que las
tres sirvientes se miraran con temor—, pero por esta vez está bien…
Inclinándose sobre el recipiente, inspiró la calidez que emitía el líquido. Entonces,
la suma sacerdotisa se quedó con la mirada fija. El contenido del cuenco de latón brilló.
—Muéstramelo…, muéstrame lo que deseo… Primero muéstrame… a Ardnor…
—susurró Nephera.
Sin previo aviso, el líquido perdió su color. Se volvió transparente, como si fuera
una ventana que mostrara el lugar o la persona que Nephera deseaba observar. En el interior
del cuenco apareció la imagen de una habitación, una estancia ligeramente teñida de rojo.
A pesar de lo avanzada que estaba la mañana, su hijo, el emperador, estaba
recostado en la inmensa cama redonda que ocupaba el centro de su dormitorio. Enorme
incluso para ser un minotauro, Ardnor de-Droka era un ejemplar imponente…, es decir,
cuando estaba erguido. Con aspecto de bruto, anchas espaldas y los ojos permanentemente
enrojecidos, el recién nombrado emperador era el primogénito de Nephera y el favorito de
sus cuatro hijos, aunque en los últimos tiempos le estaba haciendo perder la paciencia.
El aposento de Ardnor estaba repleto de objetos de los Defensores. El símbolo
dorado de la orden, el hacha rota, colgaba de una pared. A la derecha de la cama, sobre una
silla, descansaba su peto negro ribeteado de oro y el yelmo. De la pared junto a la que
dormía colgaban el hacha y la maza favoritas de Ardnor, al alcance de la mano. Si su hijo
había aprendido algo de la Noche Sangrienta, era que un emperador siempre debía tener un
arma a mano.
La mole musculosa rodó sobre sí misma. Al igual que todos los Defensores, incluso
se había marcado con fuego el símbolo de la orden en el pecho. Eso había sido idea de
Ardnor, un modo de comprobar el fanatismo de sus fieles.
Al otro lado yacía una hembra de pelaje castaño claro, una de las acólitas más
jóvenes del templo. Nephera resopló en señal de desaprobación tras fijarse en las copas y la
jarra de vino vacías que había en la mesita.
La suma sacerdotisa borró la imagen con un gesto brusco de la mano. Su hijo había
ascendido al trono gracias a ella, pero tenía cierta tendencia a actividades poco
recomendables. Era necesario que mantuviera otra charla con él, para devolverlo al buen
camino. Nephera se encargaría de que se conviniera en el mejor emperador con que pudiera
haber soñado la raza de los minotauros.
Pensó para sí que gran parte de lo que había hecho lo había hecho por Ardnor. No
por Hotak, no; ni siquiera por sí misma. Se echaba sobre los hombros el manto del poder
sin desearlo, solamente para ayudar a Ardnor.
La suma sacerdotisa se llevó una mano al pecho y alzó los ojos hacia los símbolos
de la orden que colgaban del muro principal entre sombras. El ave fantasmagórica y el
hacha rota se cernían sobre ella. Nephera recordó el sueño en el que, por primera vez, había
sido bendecida por la fuerza que esos símbolos representaban… y recordó con amargura la
noche en que le habían arrancado del alma el poder sin la más mínima señal.
Había sido la noche en que las estrellas habían regresado, las constelaciones que
muchos consideraban la señal de que los dioses habían vuelto. Nephera no había sentido
ese regocijo. Los dioses podían haber desaparecido o no, pero al mismo tiempo la fuente de
su magia había desaparecido por completo. El vínculo se había roto, los dioses —todos los
dioses— se habían desvanecido, y la suma sacerdotisa se había sentido más desvalida que
nunca.
Aquella misma noche, Nephera se había encerrado en su santuario. No había
admitido ninguna visita, ni siquiera la de Ardnor, que constantemente buscaba su consejo,
incluso entonces, pese a ser él quien ocupaba el trono. Hasta a su amado hijo había negado
la entrada.
Apenas bebía, comía menos. Lady Nephera pasaba los días tumbada en el estrado,
bajo los símbolos de los Predecesores, con el estómago encogido y la vista nublada. Con el
pensamiento más sencillo, la cabeza empezaba a palpitarle, pero no cesaba de suplicar que
su dios volviera a ella de la manera que fuera. La suma sacerdotisa ni siquiera sabía el
nombre con el que invocar a la deidad desaparecida, aunque tenía sus sospechas. Por eso,
después de cinco días de desesperación, Nephera, por fin, se había dirigido a la que creía su
diosa.
—¡Takhisis! —había gritado—. Reina del Abismo, ¿me has abandonado?
Ni siquiera con esas palabras tan audaces había conseguido Nephera una señal. La
diosa no había descendido, ni le había hablado en sueños. Takhisis, si realmente se trataba
de ella, había abandonado a la minotauro para siempre.
No quedaba aceite en las lámparas, las velas se habían consumido. La madre del
emperador se había hecho un ovillo en medio de la oscuridad, ni dormida ni despierta. El
frío se le metía en los huesos, pero no le importaba. De repente, la muerte se había
convertido en algo atractivo.
Entonces…, entonces una presencia rasgó la mortaja que envolvía su mente y su
alma. Al principio, Nephera se había negado a establecer ninguna comunicación, temerosa
de que su imaginación enloquecida le estuviera gastando una broma pesada. Cuando, en
vez de desaparecer, aquella sensación había impregnado cada fibra de su ser, la afligida
sacerdotisa se había sentido extasiada. Nephera había luchado por alejarse del abismo que
la devoraba por dentro y se había entregado a esa nueva fuerza prodigiosa.
—He oído tus lamentos… —había resonado una voz en su cabeza. La otra voz era
neutra, pero ésa dejaba traslucir un tono masculino—. He venido para ofrecerte tu
salvación…
—¡Sí! —había exclamado la minotauro—. ¡Por favor! ¡Soy tuya!
Nephera no había tenido ningún recelo en entregarse tan rápida y entusiásticamente
a una nueva deidad.
—Has sido abandonada. Tu alma ha sido condenada a la muerte a pesar de tu
lealtad absoluta…
La minotauro había sentido una ola de rabia hacia su antigua señora. Sí, ella había
servido sin vacilar, se había asegurado de que nada ni nadie, absolutamente nadie, se
interpusiera en el camino señalado. Había consagrado todos sus esfuerzos al servicio de sus
deseos y, a cambio, lo que había recibido era desprecio.
—Si…, aliméntate de eso…,refúgiate en eso… Ella te dejó sin nada…
¿Ella? Esa palabra, por fin, confirmaba sus sospechas. Ella. Entonces, no cabía duda
de que era Takhisis. La creciente ira de Nephera se había ido convirtiendo en deseos de
venganza. Si hubiera podido, habría cogido a la diosa por el cuello y la habría
estrangulado…
—La Reina está muerta… Tu venganza se ha cumplido…
—Estoy… agradecida.
Nephera no podía más que dar por hecho que su nuevo dios había participado de
alguna manera en la destrucción de Takhisis. Eso no hacía más que aumentar su deseo de
servirle mejor que nunca.
—Puedo prometerte todo lo que tenías y más, mi suma sacerdotisa, más poder del
que día podría haberte ofrecido. Lo único que tienes que hacer es entregarte a mí como te
entregaste a ella…
Nephera tampoco había dudado esta vez.
—¡Sí! ¡Sí! ¡Así será!
En la negrura que cubría su mente habían aparecido dos ojos fríos, que, de repente,
se habían encendido llenos de vida. Carecían de pupilas y estaban teñidos de un tono verde
que a Nephera le había recordado una tumba putrefacta; pero eso no había despertado en
ella ningún temor.
—Ven a mí… —le habían ordenado los ojos—. Ven…
Nephera había sentido que su espíritu se desligaba de su forma mortal. Se había
elevado hacia aquellos ojos, extasiada por lo que le ofrecía el dios. Las órbitas ocupaban
toda su visión.
—Conocerás a tu señor, minotauro, y entonces entenderás mi supremacía sobre
todos los seres vivos… y muertos… ¡Mira! ¡Míralo bien…!
No podría haber apartado la mirada de esos ojos aunque hubiera querido. Al
principio, Nephera sólo se había visto a sí misma reflejada en aquellas inquietantes esferas
verdes, pero de repente su rostro había desaparecido y, en su lugar, había visto una esbelta
estructura solitaria, una torre metálica sin brillo.
—Ahora ya me conoces, Nephera de la Casa de Droka.
Era cierto. La suma sacerdotisa lo conocía, pero eso no había aplacado su ansia.
Nephera se había entregado a una fuerza que había resultado ser la Reina de la Oscuridad.
¿En qué se diferenciaba entonces su decisión?
—Jura ser mía, en alma y cuerpo… y tú serás mi voz, mi mano, mi reencarnación
mortal. Jura, minotauro, jura…
—¡Sí! ¡Por mis ancestros, sí! ¡Haz míos tus dones! ¡Te lo ruego!
Los ojos se habían cerrado y habían arrojado a Nephera al vacío, pero no por mucho
tiempo. Una esfera color esmeralda oscuro había explotado delante de ella. La minotauro
apenas había tenido tiempo para darse cuenta de lo que pasaba cuando una forma larga y
serpenteante había nacido de su centro.
Era una mano más esquelética incluso que la suya, cubierta con una piel seca teñida
del color del musgo. Se había lanzado a su pecho con tal velocidad intentando arañarla que
Nephera la había rechazado. La había esquivado una y otra vez dando alaridos, no de dolor,
sino de temor a no recibir todo lo que ansiaba.
Lo siguiente que recordaba la suma sacerdotisa era que volvía a yacer en su
santuario. Sin embargo, entonces las lámparas lucían a pesar de no tener aceite y una llama
vacilaba sobre el cabo de las mechas consumidas. Nephera había estudiado la cámara y
había descubierto la presencia singular de un fantasma que le era familiar, un fantasma que
olía a mar putrefacto, que vestía una andrajosa capa de marino que no ocultaba su carne
quemada y desgarrada. La boca desfigurada no se había movido, pero la voz del espectro se
había alzado hasta alcanzar los pensamientos de Nephera, de forma parecida a como lo
había hecho el dios.
—Señora… —dijo el fantasma de Takyr en tono respetuoso—, estamos listos para
recibir tus órdenes…
Mientras Takyr pronunciaba esas palabras, se le había unido una hilera interminable
de sombras. Todos los espíritus que habían servido a la suma sacerdotisa y que se habían
desvanecido con la aparición de las estrellas, todos regresaban a ella. Volvían a ser suyos.
Había sentido un nudo asfixiante en el pecho, en el punto exacto donde la mano la
había tocado. Recordando otro tiempo, otro dios, Nephera se había incorporado ágilmente y
había pasado de manera apresurada entre las figuras expectantes. Había corrido a sus
habitaciones privadas, buscando un espejo. Entonces, empujada por una fascinación
pavorosa, la minotauro se había abierto la túnica lo suficiente como para descubrir, sólo
ante sus ojos, el símbolo de los Predecesores que su antiguo dios le había marcado en la
piel.
Nephera había ahogado un grito y el espejo había resbalado de su mano. Se había
roto en mil pedazos; el sonido había resonado en la estancia de piedra. El ave había
desaparecido. En su lugar, la suma sacerdotisa acariciaba con devoción el símbolo del
hacha, que ya no estaba rota. En vez de estar de pie, estaba al revés y parecía oxidada.
Había vuelto a ver la imagen de la torre, la torre opaca que, según se daba cuenta
entonces, se asomaba a un precipicio sin fin. Una torre de bronce sin brillo, el símbolo de
su señor, al igual que la marca que ella llevaba en el pecho.
—Morgion.
Lady Nephera salió de su ensimismamiento y volvió a tocar el contenido del
cuenco. La fuerza de la sangre casi se había extinguido. Pronto necesitaría una reserva
fresca, sobre todo para lo que estaba planeando. Pero, para una visión más, con lo que
quedaba sería suficiente.
—¡Acudid a mí! —exclamó, pero no se dirigía a sus acólitas.
Al momento, su santuario se llenó de varios muertos.
Eran jóvenes y viejos, enfermos y sanos, provenían de todas las capas de la sociedad
de los minotauros. Algunos conservaban el rostro y el cuerpo intactos, pues habían tenido
una muerte relativamente pacífica. Sin embargo, otros muchos habían muerto de forma
violenta y su imagen macabra reflejaba fielmente cuál había sido su final. Los muertos
acudían a la llamada de Nephera en la forma exacta en que habían perecido. Los guerreros
del campo de batalla tenían heridas abiertas y sangrantes en el cuello y el pecho, y a más de
uno le faltaba alguna extremidad. Cráneos machacados, desfigurados, a veces tanto que era
imposible decir si se trataba de un minotauro. Pero aquellos que habían muerto lejos de la
batalla no eran menos espeluznantes. Devorados por las llamas, consumidos por la fiebre o
alguna plaga, también parecían sacados de una pesadilla.
Para Nephera no eran más que las herramientas de su magia. Se alimentaba de ellos,
de ellos absorbía la magia que habían recogido en el mundo… Y entonces, señaló hacia el
recipiente.
La sangre empezó a borbotar. En el centro, una imagen se formaba con gran
esfuerzo. Volvía a desdibujarse, pero la determinación de la suma sacerdotisa avivó el
hechizo y consiguió que la visión acabara de materializarse.
Emitió un grito entrecortado. Vio una matanza, sí, algo que Nephera esperaba, pero
la mayoría de los muertos que salpicaban el paisaje no eran rebeldes, sino los mejores
guerreros del imperio. Los cuerpos desmembrados y putrefactos se extendían hasta donde
sus ojos alcanzaban a ver. Eran la prueba de una derrota como nunca jamás se había
producido en la historia de su raza. Con un rugido, la suma sacerdotisa se alejó del cuenco,
buscando ansiosamente entre los fantasmas. A pesar de lo espeluznantes que ellos mismos
eran, aquellos espectros se echaron a temblar, temerosos, bajo su mirada torva.
Fila tras fila, Nephera buscó al causante de su cólera, hasta que, incapaz de contener
su ira por más tiempo, gritó:
—¡Bodar! ¡Sé que tienes que estar aquí! ¡No le escondas! ¡Te lo ordeno!
De una de las filas salió a regañadientes un espectro, el general de los Defensores
que lideraba a los Escorpiones. Como el resto de minotauros muertos, su espíritu acudía sin
remedio a la llamada de Nephera. Los muertos no tenían otra opción, pues era la voluntad
de la suma sacerdotisa y del dios al que ella veneraba.
El general Bodar se movía muy despacio. Mantenía la cabeza gacha, y los cuernos
inclinados hacia un lado en señal de respeto. A primera vista, parecía que estaba intacto;
ninguna herida se abría en su pecho ni en el cuello.
—¡Mírame! —le ordenó, Nephera, furiosa.
Bodar levantó la vista, vacilante…, para mostrar así el lado derecho del rostro
destrozado, incluido el hocico.
Con una mueca de desprecio, la suma sacerdotisa declaró:
—¡Me has defraudado, Bodar! ¡Te prometí tanto y tú me has fallado! En esto no
admito ninguna excusa.
La sombra se onduló, muestra del terror que sentía.
—Takyr…
De entre la multitud se destacó el terrible fantasma que olía a mar podrido; la
harapienta capa de marino era una inmensa sombra que se retorcía. El semblante
desfigurado de Takyr mostraba su impaciente entusiasmo.
—Señora…
—El general Bodar ya no es de ninguna utilidad para mí, ni vivo ni muerto.
Los pliegues ondulantes de la capa de Takyr se abrieron para envolver al otro
fantasma. Bodar chilló, aunque ningún otro ser vivo aparte de Nephera podía oír sus gritos
desesperados.
Takyr abrió los brazos para abrazar a la sombra menor y la capa los cubrió a ambos,
cortando en seco el chillido de Bodar.
Olvidado ya el desventurado general, la suma sacerdotisa volvió a contemplar la
escena de la matanza. Sus ojos inyectados en sangre escudriñaban el exterminio de sus
mejores legiones y de una horda de ogros. Nephera frunció el entrecejo, furiosa por aquel
último revés. Observó el antiguo templo; deseaba acercarse más, atravesar sus muros con la
mirada. Pero como siempre, el intento de la suma sacerdotisa por adentrarse en la fortaleza
de los rebeldes fue inútil. Se quedaba bloqueada en la entrada abovedada. Al otro lado de
los muros, sólo percibía un vacío negro, y sentía que estaba burlándose de ella.
—¡No me rechazarás! —bramó, pero a pesar de tal afirmación y de todo su poder,
la visión no se alteró.
Hizo un movimiento brusco con el brazo y lanzó al suelo el cuenco y su contenido.
Ese gesto hizo que las tres acólitas huyeran corriendo y que la horda fantasmagórica
retrocediera. Incluso Takyr, que ya había acabado su espantosa tarea, se estremeció ante la
intensidad de su ira.
Entonces, la suma sacerdotisa sintió una suave caricia en el alma. Su cólera se
desvaneció de inmediato, y en su lugar, brotó la adoración. Miró hacia la oscuridad vacía y
vio la torre de bronce y, en su interior, una figura encapuchada sentada en un trono en
ruinas.
—He oído tu furia, he oído tu ruego…
—Hice lo que me dijiste: ordené a mi hijo que enviara una legión poderosa y
también un contingente de ogros sedientos de sangre para que dieran caza a los rebeldes…,
¡en especial, a ese que él protege!
—Y ahora todos están muertos, los soldaditos y las bestias…
Agachó la cabeza. Nephera sabía que su dios era implacable, un dios que, en cierta
manera, la castigaba por ofensas más insignificantes que su deidad anterior.
—No agaches la cabeza —le dijo Morgion—, pues sólo has hecho lo que yo te
ordené. El enemigo ha sido medido, los preparativos están listos. Tus legionarios y sus
antiguos aliados han cumplido su cometido. Sin saberlo, llevaban consigo mi beso y ahora
se lo han transmitido a nuestros enemigos. Ya está actuando. Lo que debe ser no tardará
en llegar, no debes dudarlo. Estate preparada, pues cuando se ordene que debes actuar,
tendrás que hacerlo con todo el poder que te entregué…
Con esas palabras, el dios desapareció de su mente.
Lady Nephera estaba radiante mientras meditaba sobre aquella palabras. No había
fracasado. Simplemente, su dios no se lo había contado todo. No había mencionado el
hechizo que había ocultado entre los legionarios y que éstos habían transmitido a los
enemigos, totalmente desprevenidos.
—El Beso de Morgion —murmuró Nephera, sonriendo—. Sí, estaré preparada, mi
señor. No fracasaré. Los rebeldes caerán… Él caerá…
Parpadeando, la suma sacerdotisa, por fin, se fijó en el segundo cuenco. Alargó los
brazos hacia él, limpiándose antes la espesa sustancia de las manos. Su mirada imperiosa se
posó sobre las acólitas.
—¡Prestad atención!
Con sus sirvientas prestas a obedecer, Nephera reflexionó sobre su siguiente
movimiento. Tantas cosas la esperaban.
Las listas eran interminables. Jamás se alcanzaría la perfección del reino mientras
hubiera algunos que no se entregaran tanto como podían. Incluso en Nethosak, la suma
sacerdotisa siempre encontraba a más de uno que carecía del espíritu necesario.
Al día siguiente, los Defensores inspeccionarían los barrios designados, detendrían a
los holgazanes y a los sospechosos de ser enemigos del estado, cuyos nombres había escrito
en un pergamino. Las últimas listas ocupaban más de tres hojas, y aún faltaban más.
Nethosak, más que ninguna otra ciudad, tenía que dar lo máximo de sí misma.
Al volverse, se encontró a Takyr en su camino. Atieso las orejas, consciente de que
debía de tener una razón muy importante para una ofensa así.
—¿Alguna noticia?
Takyr tenía la cabeza gacha, muestra de que, a pesar del lugar especial que ocupaba,
sabía que él también podía ser castigado si la suma sacerdotisa así lo decidía.
—Señora…, señora…, ojos lo han descubiertos por fin…, lo han descubierto…
Supo de quién hablaba al instante.
—¿Dónde? ¿Cómo? ¿Cómo me ha eludido tanto tiempo? ¡Tráeme su espíritu!
—No puedo… —El pavoroso fantasma se atrevió a alzar la mirada—. Está vivo.
—Vivo… —Sus sospechas resultaban ser ciertas. Como todas las sombras, él
debería haber respondido a su llamada si hubiera estado muerto—. ¿Dónde?
—Junto a los rebeldes de Kern…, con el oculto, según parece…
¡Los rebeldes! Había rumores, pero ella había sido incapaz de creerlos… Sin
embargo, su semblante no mostró emoción alguna.
—¿Y ahora?
La amplia capa de Takyr revoloteó, muestra de su desasosiego.
—Por eso pude encontrarlo. Tu hijo se aleja de la fortaleza, señora, sin duda se
dirige hacia otro de tu sangre.
¡Sólo podía ser Maritia! De repente, Nephera perdió todo el interés en las listas.
Bastion, del que se creía que se había ahogado, no sólo cabalgaba en busca de su hermana,
sino que aparentemente partía de la compañía del misterioso líder de los rebeldes, Faros.
Bastion… ¡un rebelde!
No había habido ninguna señal de él desde que un asesino había intentado matarlo
en su barco. Ardnor había enviado a uno de los Defensores en los que más confiaba y aquel
inútil había fallado, así que Bastion se había escapado. Ahora, por lo visto, había elegido al
enemigo antes que a su propia familia. Era intolerable.
Tenía que estar segura. Apretó los puños hasta que los nudillos se quedaron tan
blancos como el hueso. Tal vez Bastion, antaño un fiel oficial de las legiones, sólo llevara
información a Maritia. La información podía referirse a la plebe de Kern y al resto de
rebeldes que estaban dispersos por el Mar Sangriento y el océano Courrain.
Nephera necesitaba saber más. Se le ocurrió una idea. Sabía de alguien
especialmente adecuado para tratar con Bastion, sin importar cuál fuera la verdad. Después
de todo, ya le debía muchas, muchas cosas. Le ordenaría que siguiera a Bastion y que
descubriera lo que debía hacerse por el bien del imperio.
Con ese pensamiento, la suma sacerdotisa miró en derredor, pero no vio la sombra
de su esposo por ninguna parte. Nephera lo interpretó como una señal de que su impulso
era el correcto, el único posible.
—Ha llegado la hora de que pagues parte de tu deuda, Gran Señor —susurró,
poniendo en orden sus pensamientos para preparar el mensaje que no tardaría en
enviarle—. Éste es el momento…
V
TRAICIÓN DE SANGRE
Debería estar muerto. Entre los ogros, la pérdida de una mano solía ir unida a la
pérdida del respeto y del rango, y entre la casta dirigente, esto último solía significar que un
rival poderoso podía hacer añicos la cabeza del ogro lisiado y caído en desgracia.
Aunque en los últimos meses dos ambiciosos señores de la guerra habían internado
recurrir a esa tradición de traspaso de poder —y habían sufrido tina muerte terrible por
ello—, Golgren había salido ileso. Más importante aún: su dominio sobre Kern y Blode,
aunque ejercido con una sola mano, no había hecho más que aumentar.
La trápala de los cascos y el chirrido de las ruedas acompañaban su viaje en
caravana por el terreno escabroso. Los caballos y los carros cubiertos con lonas levantaban
nubes de polvo, que formaban una estela gris al paso de los guerreros. El hedor del sudor de
los caballos ahogaba a Golgren, pero era un olor mucho más soportable que el que habría
sufrido de haber cabalgado entre sus seguidores, cubiertos de sudor y faltos de un buen
baño. Con su única mano alcanzó el morral que llevaba colgado en el cinturón y sacó un
pequeño frasco de cristal azul, de forma ovalada, con el tapón sujeto por una fina cadena de
oro. Después de abrirlo, se acercó el bote a la nariz y respiró profundamente. La esencia de
flor de jazmín envolvió su nariz. El perfume, procedente de las ruinas de la morada de un
distinguido elfo, logró cubrir los olores más fuertes por un momento.
El Gran Señor atravesaba Blode sin preocuparse por si se adentraba en el vecino
dominio de los ogros. En los viejos tiempos, aquello habría desatado una cruel guerra entre
las tribus rivales, pero eran tantas las cosas que habían cambiado en los últimos años.
Primero, habían sido los humanos, los Caballeros de Neraka, los que habían unido a
los ogros al invadir los dos reinos en sus ansias de expansión. Esa invasión había
catapultado a Golgren al poder, puesto que había sido más astuto que aquellos necios que
servían al Gran Kan.
Después fue el turno del Uruv Suurt —el minotauro— llamado Hotak. Su ambición
era el reflejo de la de Golgren. El ogro había aprovechado los planes del minotauro para
ganarse adeptos a su causa, sus congéneres se sentían defraudados por los fracasos del Gran
Kan.
El hecho de que se hubieran unido a él a pesar de sus diferencias era prueba del
carisma y la influencia de Golgren. Era evidente que tales cualidades no se reflejaban en su
estatura. No era alto para la media de su pueblo y, aun completamente erguido, la mayoría
solía sacarle una cabeza. Además, Golgren era de constitución delgada y sus rasgos eran
muy diferentes de los de los otros ogros, pues tenía el rostro más afilado y menos plano. La
nariz chata se parecía mucho a la de los humanos y, en vez de colmillos, Golgren no tenía
más que dos protuberancias, conseguidas después de mucho limar. Lucía una espesa
melena negra leonina, limpia y bien cepillada. El mismo Gran Señor se bañaba a menudo,
aunque para ello tuviera que obligar a sus seguidores a cargar con dos carros más para
transportar el agua, y utilizaba un perfume almizcleño para disimular su olor personal.
Sus ropas eran resistentes, pero con un cuidado acabado. Aquella jornada vestía una
larga capa color arena sobre una elegante túnica en un tono similar. La faldilla de piel y tela
que le cubría hasta la altura de las rodillas era de diseño minotauro y, a diferencia de la
mayoría de los ogros, calzaba sandalias con cintas de piel que trepaban por las pantorrillas.
Había quien afirmaba que por las venas de Golgren corría sangre elfa, pero nadie se
atrevía a decirlo delante del Gran Señor. Era cierto que en sus ojos se vislumbraba la
existencia de ancestros desconocidos, pues bajo las espesas cejas castañas, a diferencia de
todos los demás ogros, sus ojos eran almendrados y de un intenso verde esmeralda. Fuera
como fuera, nada se escapaba a aquellos ojos, y cuando se enfrentaban a las oscuras pupilas
despiadadas de sus congéneres, jamás se amedrentaban.
Parecía que Golgren había salido de la nada. Había ascendido velozmente entre los
seguidores del Kan y había arrebatado el poder al señor de Kern, mientras éste se dedicaba
a inhalar el adictivo aroma de la flor de grmyn. El resto de los rivales no habían tardado en
correr la misma suerte. A pesar de Donnag y de la traición de los titanes, se había hecho
con el dominio de Blode con la misma premura, aunque en esa ocasión había necesitado un
poco de ayuda externa, ayuda de la que a veces renegaba.
Tras el Gran Señor se sucedían filas y filas de embrutecidos guerreros armados con
mazas, hachas, lanzas y otras armas más originales. Se alternaban las hileras de altos
guerreros de Kern, desarmados, que se distinguían por su pelaje gris, con las filas de los
habitantes de Blode, más bajos y normalmente de pelaje más castaño y oscuro, que se
cubrían con peto y yelmo. Las hileras alternas evitaban que unos y otros se abalanzaran
sobre sus aliados, pues si sentían el deseo de atacar no tardarían en recordar que tenían a los
compañeros de su víctima justo detrás. Tal vez en ese momento los ogros fueran aliados,
pero Golgren no era ningún tonto. Confiaba en su propia raza menos que en los minotauros.
Flanqueando la horda de ogros por todos los lados, y aumentando
considerablemente su tamaño, avanzaban pesadamente los mastarks, los enormes
monstruos de la guerra, de grandes colmillos, que dejaban un insoportable olor a su paso.
Entrenados para que estuvieran siempre alerta, no dejaban de olisquear el aire con las
prensiles y serpenteantes trompas. Sobre cada uno de ellos iban montados dos cuidadores,
uno detrás del otro. El segundo iba armado con un arco y un carcaj, y de las correas de piel
que cruzaban el lomo del animal colgaban más flechas. Los mastarks llevaban cascos de
hierro con dos pinchos, que sabían utilizar muy bien en combinación con los colmillos.
Aquellos monstruos eran otra de las razones por las que los guerreros avanzaban a
buen paso, pues los inmensos pies planos de un mastark podían aplastar a un ogro. A cada
paso de las bestias seguía un sonido atronador, tal era la fuerza de aquellas criaturas. Por si
no fuera suficiente para mantener a los guerreros a raya, en los extremos avanzaban,
siempre bajo el restallido del látigo, varios merodracos hambrientos y silbantes. Los
inmensos reptiles se utilizaban para seguir el rastro del enemigo, pero también eran muy
aficionados a ocuparse de cualquier elemento subversivo en sus propias filas. En cuanto
había el más mínimo signo de desobediencia, los cuidadores lo aplacaban con aquellas
bestias de colmillos afilados. Quizá el ejército de Golgren careciera de la disciplina y el
entrenamiento del de los Uruv Suurt, pero sabía perfectamente cómo intimidar a sus
guerreros y ejercer un control absoluto sobre ellos.
El ejército había estado barriendo el tortuoso terreno al sur de Blode, en teoría
dando caza a pequeños grupos de elfos que se habían internado en aquellas tierras
inhóspitas para atacar a los conquistadores de Silvanesti. Aquellos días era Golgren quien
se volvía con avaricia hacia el exuberante reino verde, con el recuerdo vivo de las ricas
tierras que tan poco tiempo habían pertenecido a su raza durante los primeros días de la
invasión. Los Uruv Suurt no habían tardado en enviar más legionarios para garantizar su
dominio en la frontera norte de Ambeon. En comparación, las tierras de los ogros eran
baldías e inhóspitas.
Golgren sacó los dientes —unos dientes afilados y amarillentos de carnívoro que, a
pesar de todos los tratamientos cosméticos, seguían distinguiéndolo claramente como
miembro de aquella raza poco agraciada— y ladró una orden brusca al jinete que cabalgaba
junto a él.
El ogro con peto se llevó a la boca el cuerno curvo de una cabra y tocó dos notas
ásperas. En ese momento, Golgren y quienes lo acompañaban más cerca detuvieron sus
monturas, imitados por la gran columna que los seguía.
El sol empezaba a caer. A diferencia de los minotauros, que habrían formado
pelotones, habrían enviado varios exploradores y habrían mirado debajo de cada roca en
busca de enemigos, los ogros sencillamente se detuvieron y se dejaron caer al suelo. Los
cuidadores soltaron a los mastarks y a los merodracos para que buscaran comida. Los dos
tipos de animales eran muy hábiles a la hora de encontrar forraje en aquellas tierras yermas,
a pesar de lo grandes que eran. Los reptiles de sangre Iría, especialmente, podían pasar
largas temporadas sin una buena presa. Los guerreros se diseminaron en pequeños grupos y
empezaron a buscar la carne seca que llevaban para las jornadas de viaje. Muchos se
entretenían con juegos de azar, lanzando fichas de hueso con marcas a los lados o
apostando en combates de lucha libre. Otros simplemente se tumbaban en el suelo y se
dormían.
—¡Harem i kyat! —ladró Belgroch.
Belgroch era el ogro de ojos pequeños y brillantes que se ocupaba de las
necesidades de Golgren, en concreto de levantar y organizar su tienda. Ese ogro fornido era
la versión aún más fea de su hermano mayor, Nagroch, el ogro con cara de sapo que era el
segundo de Golgren. Ambos eran naturales de Blode, pero hacía mucho que se habían
unido al Gran Señor. Esto, naturalmente, no quería decir que no estuvieran dispuestos a
cambiar de bando si el ogro manco caía en desgracia.
Belgroch desmontó, cogió un látigo trenzado con nueve afilados pinchos de metal y
lo restalló hada el segundo carro de los dos que tenía detrás. De la parte trasera, cubierta
con una lona en la que todavía se distinguía el emblema de los solámnicos, saltaron dos
ogros de Blode. Armados con espadas, gritaron hacia el interior del carromato.
El tintineo de las cadenas anunció la aparición de una docena de figuras harapientas.
Uno a uno, los famélicos esclavos —tanto humanos como elfos— arrastraron sus
castigados cuerpos fuera del carro. La mayoría estaban tan mugrientos como los ogros y
tenían la piel cubierta de erupciones por culpa de las enfermedades y de los latigazos. Sus
ojos estaban apagados; hacía tiempo que les habían arrebatado toda esperanza e ilusión por
vivir,
—¡Harum i kyat! —repitió Belgroch, señalando hacia el otro carro.
Los esclavos empezaron a caminar arrastrando los pies; algún gemido aislado
acompañaba sus movimientos. Por la parte trasera del primer carro empezaron a descargar
la estructura de madera y la piel moteada de cabra que cubría la tienda de Golgren.
Mientras los humanos y los elfos levantaban el armazón a golpe de látigo, Nagroch,
que se había adelantado con una pequeña partida, volvió junto a su señor.
—Ninguna armadura —informó en voz baja el repulsivo ogro, marcado por la
viruela, en su mejor común, refiriéndose a los solámnicos y a los Caballeros de Neraka.
Golgren exigía a todos aquellos que lo servían en su círculo más cercano que
aprendieran esa lengua tan extendida. En aquella época, el común era el idioma de la
civilización, y Golgren se consideraba tan culto como los reyes más poderosos del oeste o
como sus propios ilustres ancestros.
—Ninguna oreja puntiaguda —añadió Nagroch, utilizando su término personal para
los elfos—. Los exploradores dicen que tampoco ningún Uruv Suurt.
Después de una jornada entera bajo el sol abrasador, ataviado con un yelmo abierto
y un peto oxidado, Nagroch apestaba más que de costumbre. Se acercó, mostrando los
dientes marrones cubiertos de restos de comida en una amplia sonrisa.
—Ningún Uruv Suurt en varios días al sur. Podríamos desviamos al sur, como un
accidente, y…
Golgren le lanzó una mirada reprobadora, y el teniente se detuvo a mitad de la frase.
—No volverás a hablar de eso, ¿entendido?
Los ojos entrecerrados y fríos hicieron que el otro, mucho más fornido, se
estremeciera. Los dos eran perfectamente conscientes de que, incluso con una sola mano,
un Golgren furioso podía terminar con Nagroch de un solo golpe.
—Nunca más…, a no ser que yo lo diga…
El Gran Señor se colocó una cadena que llevaba al cuello. Al hacerlo, un objeto
voluminoso se movió bajo la túnica. Nagroch hizo una mueca; su piel llena de manchas
palideció.
—¡Si, amigo Golgren, sí! ¡No hagas caso a este tonto! ¡Una broma, sólo eso!
La llegada de Belgroch lo libró de más reprimendas. El hermano más joven se
inclinó tanto como su corpulencia le permitía.
—¡Gran Señor, la tienda está lista! —anunció.
Golgren asintió y, sin volver a mirar a ninguno de los dos, se dirigió a la estructura
circular. La tienda tenía la altura de un ogro y medio, y era tan espaciosa que podría haber
albergado cómodamente a una docena de guerreros corpulentos. Un trozo curtido de la
gruesa piel gris de un mastark hacía las veces de puerta. Los esclavos que la habían
montado se habían arrodillado cerca de la entrada, con los brazos extendidos hacia adelante
y el rostro aplastado sobre el suelo polvoriento. Dos guardias con látigos los vigilaban con
cautela; temerosos, ellos también inclinaron la cabeza en señal de respeto hacia Golgren.
El Gran Señor se agachó un poco para entrar. Miró con satisfacción el interior de la
tienda, donde los esclavos ya habían dispuesto todas sus pertenencias. Una lámpara de
aceite iluminaba el espacio colgada en el centro del techo. Gruesas pieles cubrían cada
centímetro de suelo. Varios pellejos de agua y vino descansaban sobre una pequeña mesa
ovalada, cuyas patas de madera se plegaban para llevarla en los viajes.
Una joven elfa, apenas cubierta con una piel de cabra, se deslizó en la tienda detrás
de él. En contraste con los demás elfos, su delicada piel de marfil no tenía mácula, y su
larga melena estaba recién lavada y cepillada. Incluso olía al mismo aroma de jazmín que
llevaba el Gran Señor, algo lógico, pues el perfume y la joven procedían de la misma casa.
A pesar de tener los tobillos y las muñecas encadenados, la esclava de cabellos de plata se
movía graciosamente. Aunque era seguro que su edad se contaba por siglos, parecía una
niña a punto de entrar en la edad adulta. Sus enormes ojos, casi cristalinos, estaban
sombreados por largas pestañas y las líneas de su rostro estaban elegantemente dibujadas.
Cuando Golgren levantó d brazo, ella se inclinó y le quitó el cinturón y la vaina de
la espada. A un lado de la tienda, el hacha de doble filo del ogro descansaba sobre un cojín
de piel, como si fuera un niño consentido. La elfa colocó la espada de Golgren junta al
hacha y se dirigió de manera presurosa a una mesa baja que había en el otro extremo. Sobre
ella aguardaban tres rollos pequeños de pergamino y la pluma afilada de un cóndor. A la
derecha de la pluma había un frasquito cuadrado de tinta, con el martín pescador de los
solámnicos tallado en un lateral.
El Gran Señor se acomodó sobre las pieles. Alargó el brazo mutilado hacia la elfa,
que con gran delicadeza desenrolló la seda que cubría el muñón. Los rasgos perfectos de la
joven se contrajeron en una mueca involuntaria cuando por fin descubrió lo que se ocultaba
bajo la tela teñida.
Golgren se echó a reír al notar su evidente disgusto, lo que provocó que la elfa diera
un grito ahogado. Con un gruñido, le ordenó que continuara.
Cuando apartó la última venda de seda, salió a la luz la gravedad de la herida. La
hoja había hecho un corte muy limpio, pero para no desangrarse, el Gran Señor había
cogido una antorcha y se había cauterizado la herida en medio del campo de batalla. No
lanzó ni un solo grito mientras las llamas cerraban la herida, pero al acabar, tenía la túnica
manchada de sangre de los labios y la lengua. Con el muñón quemado pegado al torso,
Golgren había sacado unos pétalos secos de grmyn del morral y los había mascado para que
su efecto narcótico aliviara, que no borrara, la agonía. Durante toda una semana, el ogro
había tomado los pétalos en secreto, hasta que se sintió preparado para aceptar el dolor.
Entonces, dejó de recurrir a aquellas flores adictivas. Para sus seguidores, Golgren había
hecho una especie de milagro, pues a partir de aquel momento no había mostrado ningún
malestar por la herida. De hecho, él mismo se había comportado con naturalidad respecto a
su muñón y había demostrado que era un hecho sin importancia, pues seguía combatiendo y
practicando sus habilidades militares con los oponentes más fuertes.
Entonces, varios meses después, el muñón estaba ennegrecido y se había cerrado,
pero al menos no había tenido ninguna infección. Incluso las costras habían empezado a
curarse, seguramente de la mejor manera posible.
La joven elfa cogió un frasquito azul alargado y dejó caer aceite de jazmín sobre la
herida mientras la frotaba suavemente con sus dedos suaves y delicados. Golgren se
permitió un breve suspiro de alivio. Todavía sentía dolor, pero podía controlarlo sin
problemas. No temía mostrar su debilidad a la elfa, pues ella misma había sido testigo de lo
que le había ocurrido a otra joven que había osado chismorrear sobre el asunto. Su cabeza
disecada se balanceaba en ese mismo momento a la izquierda del Gran Señor.
—Vino —gruñó, inclinándose hacia ella.
La diminuta nariz de la elfa se arrugó al sentir la pestilencia aquel aliento, el aliento
de un depredador.
Le acercó un pellejo de piel oscura cosido con la forma de uva carnosa, del que
bebió ávidamente. Una vez saciado, Golgren le lanzó el odre medio vacío y le señaló los
utensilios de escritura. La elfa volvió a colocar el pellejo y rápidamente se dirigió a la mesa,
se sentó y desenrolló un pergamino.
Mirando por encima de su hombro, Golgren contempló los elegantes símbolos de la
antigua escritura de los Grandes Ogros que cubrían la mitad del pergamino. El común podía
ser el idioma elegido por Golgren para hablar en público, pero para este proyecto especial
sólo podía utilizarse la escritura perfecta de sus ancestros Únicamente esos antiguos
caracteres podían dar fe de su ilustre ascenso, para goce de las generaciones venideras.
Su esclava, que a palos había aprendido a escribir lo más rápidamente posible, hacía
las veces de estenógrafa. Las llamadas de los mastarks, las ásperas risas de los jugadores, el
tintineo del metal, todos aquellos sonidos estridentes se desvanecieron cuando Golgren
empezó a dictar.
Antes de que pudiera acabar la primera frase, un escalofrío le recorrió la espalda. Se
irguió bruscamente y la elfa sufrió un temblor. La tinta se derramó sobre el pergamino y
estropeó todo el trabajo hecho hasta el momento. La joven lanzó un chillido, segura de que
la abofetearía.
Pero su amo ya no prestaba atención a su temblorosa figura. La llama de la lámpara
plana y alargada se apagó de golpe. Con el rabillo del ojo, el Gran Señor vislumbró una
sombra que se movía, una sombra sin cuerpo que la proyectara. Golgren maldijo para sus
adentros.
—Gran Señor Golgren…
La voz fluía como la marea perpetua. Sintió un olor lejano a mar, pero de un mar
lleno de muerte. El ogro observó cómo la sombra se separaba de la pared.
La única muestra del desasosiego que mostraba Golgren eran las arrugas del ceño.
Miró implacable a la sombra. Por momentos lograba distinguir un espíritu macabro, un
minotauro quemado y putrefacto envuelto en una amplia capa como una mortaja.
Ese fantasma tenía nombre, y él sabía cuál era. Takyr. Golgren aborrecía ese
nombre. Le recordaba demasiado a la pavorosa Takhisis, aunque aparentemente no tenían
nada que ver.
Miró a la elfa, que evitaba su mirada con actitud servil, la tienda estaba inmersa en
la oscuridad, pero la sombra se destacaba sobre la negrura. Los sonidos del exterior
llegaban apagados, apenas audibles. El ogro oyó la voz en su cabeza una vez más.
—Gran Señor Golgren…
La elfa estaba asustada, pero porque temía su ira, no por causa del fantasma. Sólo él
podía ver al intruso.
—¡Fuera! —ordenó bruscamente a la elfa—. ¡Vete!
Con un gimoteo, la esclava se incorporó de un salto y huyó de la tienda acompañada
por el tintineo de las cadenas.
El visitante venido de otro mundo contemplaba la escena en silencio. Impaciente y
ciertamente desconcertado, Golgren no pudo reprimirse más.
—¿Qué? ¡Si tienes algo que decir, dilo!
Sintió las risas sobrenaturales de Takyr.
—Mi señora desea que te transmita importantes noticias para ti…
Ni lady Nephera ni Takyr eran dados a perder el tiempo con tonterías. La ansiedad
de Golgren se convirtió en un interés receloso.
—Te escucho.
—Hay rebeldes cruzando tus dominios…
—¡Siempre los hay, fantasma! ¿Qué más da?
—Se dirigen a Ambeon. Se cree que pretenden concertar un encuentro secreto con
lady Maritia y que se reunirán en los riscos que separan la yerma Blode del paraíso
perdido de los elfos.
El ogro se inclinó hacia adelante y preguntó:
—¿Por qué iba a acceder lady Maritia? Ella es leal…
La turbia sombra de Takyr onduló. Se expandió por la tienda de Golgren; los
tentáculos formados por los pliegues de la capa parecían moverse con voluntad propia.
—Quien lidera la partida de jinetes es su hermano, el negro Bastion.
—¿Cómo?
Lo último que el Gran Señor sabía del hermano de Maritia era que había
desaparecido en el mar. Ciertamente, el destino no había sido amable con la familia de
Maritia, a pesar de estar en el poder. Dos de sus hermanos y su padre habían muerto en muy
poco tiempo. Golgren incluso había imaginado de qué forma podría consolar a la
minotauro. Aunque su rostro no podía calificarse de atractivo por mucha imaginación que
se tuviera (como todos los de su especie, recordaba a una vaca, por supuesto), tanto su
espíritu como su figura esbelta atraían al Gran Señor como ninguna hembra de su propia
raza lograba hacerlo.
Una carcajada irónica resonó en su cabeza. Se recriminó a sí mismo, pues a menudo
olvidaba que a veces Takyr podía leerle los pensamientos. El rostro del ogro se
ensombreció.
—¿Qué? ¿El hijo de Hotak se encuentra con los rebeldes? ¿Cómo es posible?
—Un detalle sin importancia —respondió el espectro secamente, lo que significaba
que era un asunto de gran relevancia—. Ésa sería su traición, si se confirmara.
—¿Tu señora desea que lo capture? No será difícil. Enviaré a Nagroch y…
La capa de Takyr se abrió bruscamente, como si desease engullir al ogro. A pesar de
sus ímprobos esfuerzos por mostrarse impasible, Golgren ahogó un grito y se echó hacia
atrás. La capa de Takyr retrocedió, pero el Gran Señor se quedó con expresión preocupada.
—Nadie debe hacerle daño en su viaje al encuentro de su hermana. Mi señora es
inflexible en eso. Bastion es celoso de sus pensamientos y sus actos. Ni siquiera ella puede
desvelarlos todos. Tal vez traicione a los rebeldes. Mi señora desearía saber la verdad.
—Claro… Entiendo, sí.
—Sin embargo, mi señora tiene otras muchas cosas de las que preocuparse, mi
señor, y tú estás en deuda con ella por todos los favores que te hizo. Donnag y los titanes
serian una molestia para ti de no ser por su repentina… enfermedad. El que su flaqueza
llegase a tu conocimiento, su debilidad por la sangre de los elfos…, Donnag es un ejemplo
perfecto para los demás de lo que podría ocurrir sin tu gobierno. Y tampoco debemos
olvidar todo el armamento y las provisiones de alimentos para los hambrientos guerreros,
tan testarudos y de lealtad tan voluble.
—Ahórrame la lista de tu señora —gruñó Golgren, irguiéndose—. Lady Nephera
desea que Bastion llegue a su destino, desea que el minotauro de pelaje negro se encuentre
con lady Maritia y le revele sus secretos. Bien. Nadie tocará a su hijo; es una promesa.
—Apartó la mirada de Takyr—. Vete. Díselo así.
—Hay algo más —insistió la sombra fantasmagórica—. Lord Bastion es muy
popular entre el pueblo.
Aquello no era ninguna novedad para Golgren. Al igual que deseaba el espíritu
guerrero de Maritia, él mismo respetaba la reputación de Bastion, su abnegación y la
capacidad de hacerse cargo de cualquier situación. Hotak no se había equivocado al
nombrar heredero a su segundo hijo. En circunstancias similares, el ogro habría hecho lo
mismo.
—¡Aah…! —La expresión del Gran Señor reflejó que, por fin, lo entendía. Por sus
ojos verdes cruzaron negros pensamientos. Así que ése era el objetivo de Nephera.
—Si fuera un traidor, podría arrastrar a su hermana, pues de todos es sabido que
ya lo siguió en el pasado.
—Podría ser —respondió Golgren, dudando.
—Si fuera un traidor, sería más conveniente que ningún miembro de su grupo
volviera de los riscos. Ninguno.
—¿Eso es lo que se me pide? —gruño Golgren, levantándose. No esperaba una
medida tan radical—. ¿Ninguno?
Una hosca mirada de Takyr bastó para que volviera a sentarse.
—Tuya es la decisión, señor. Eso dice mi señora. Uno, ambos o ninguno, eres tú
quien decide. Haz lo que sea necesario.
—Será difícil espiar un encuentro así, difícil oír la verdad y tomar tal decisión.
—Eso yo se ha tenido en cuenta.
Mientras pronunciaba esas palabras, la horrible capa se abrió y de ella salió otro
espectro, que se hizo el doble de grande en cuanto se vio libre. Los ojos de Golgren se
agrandaron, asombrados. El segundo fantasma era un poco más alto que un minotauro
normal, aunque seguía siendo más bajo que la mayoría de los ogros. Pero lo que más
sorprendía era su corpulencia, mucho mayor que la de los guerreros más fornidos del Gran
Señor. Tenía una expresión adusta y, si no hubiera sido por el agujero que ocupaba el lugar
donde debería haber estado la garganta, casi habría parecido que estaba vivo, aunque su
cuerpo era translúcido. Desprendía un olor a almizcle.
—Él te ayudará.
Golgren mostró los dientes, puesto que tal audacia lo superaba incluso a él.
—¿El hijo de Hotak vigilando al hijo de Hotak?
El fantasma de Kolot no daba muestras de comprensión, Sus ojos miraban de forma
impasible.
—Repetirá palabra por palabra lo que digan. Entonces, sabrás qué debes hacer.
En cuanto acabó la frase, la sombra de Takyr empezó a desvanecerse. Al mismo
tiempo, el alboroto del exterior se oyó de nuevo. El macabro marino volvió a convertirse en
una sombra entre las sombras. Sucedió tan rápidamente que cuando el Gran Señor quiso
hablar, el sirviente de Nephera ya había desaparecido y se encontró solo.
Excepto por el espectro del hijo menor de Nephera.
Golgren estudió su extraña figura. A Golgren no le molestaba siempre que no se le
enfrentaran. Éste estaba tan inmóvil como estatua. El ogro resopló y luego gritó hacia fuera:
—¡Llamad a Nagroch!
Un momento más tarde entraba en la tienda el inmenso guerrero. Se quedó quieto,
esperando la orden de Golgren, mientras éste buscaba alguna señal de que Nagroch viera al
tercer miembro de la reunión. Cuando tuvo claro que Kolot era invisible para todos menos
para él, el Gran Señor sonrió malignamente, admirando la magia de Nephera, e indicó a
Nagroch que se acercara más.
—Hay una misión que cumplir, amigo Nagroch, una misión que debe ser para ti.
Implicará un poco de derramamiento de sangre…
El ogro sonrió ante la diversión que le esperaba.
VI
EL BESO DE MORGION
La ciudad antaño llamada Silvanost se extendía ante Maritia hasta donde alcanzaban
sus ojos, pero ya no era el jardín en el corazón de un bosque de los días felices. Mientras
Maritia de-Droka y su guardia personal cruzaban las nuevas puertas macizas de madera que
habían construido los soldados, la minotauro inspeccionaba un lugar que había cambiado
mucho.
Antiquísimas torres que habían sobrevivido inalterables durante más de mil años
estaban remodelándose según los dictados de los minotauros. Se habían arrancado las
delicadas volutas y los llamativos ornamentos para dar paso a eficientes líneas rectas. Los
caminos sombreados por los árboles entonces recibían la luz directa del sol. Las luces
suaves y tenues con que los elfos iluminaban muchas de las calles de la ciudad se habían
sustituido por lámparas de aceite hechas de latón, mucho más resistentes y fuertes.
Colgaban de altísimos postes de hierro clavados en el suelo, y cada atardecer las patrullas
se encargaban de encenderlas.
A pesar de tantos cambios, Silvanost no había sufrido una transformación tan
acusada como la de otras partes de Ambeon. Allí, en la antigua capital de los elfos, Maritia
había burlado la orden de Ardnor de eliminar todos los símbolos de sus antiguos habitantes.
En vez de eso, había desnudado las magníficas torres, e incluso el palacio, para
reconstruirlos después más acordes con las líneas imperiales. «Aprovecha todo lo que
pueda aprovecharse», le había enseñado su padre, y ella había seguido ese buen consejo.
¿Por qué destruir lo que es funcional? Irónicamente, parecía que Maritia había tomado la
decisión correcta. Si hubiera obedecido las primeras directrices de Ardnor, el templo
principal habría estado en ruinas y la nueva orden de convertirlo en el baluarte de los
Predecesores no habría tenido sentido.
El primer distrito por el que habían pasado había sido una especie de mercado
arbolado de los elfos, pero todas las construcciones habían sido demolidas y ya se alzaban
los esqueletos de las típicas casas rectangulares. La constante necesidad de viviendas obligó
construir casas en donde fuera posible. Cada una podría albergar provisionalmente hasta a
doscientas nuevas incorporaciones a la causa de los minotauros.
Al norte de las casas, las nubes de polvo y el lejano repiqueteo del metal contra la
roca anunciaban que el trabajo en las canteras no disminuía. Allí se afanaban día y noche la
mayor parte de los esclavos elfos para conseguir la piedra necesaria para reconstruir la
ciudad a imagen y semejanza del imperio. El viento de la tarde levantó el polvo, y Maritia
tosió, pero esa pequeña incomodidad era el precio de la victoria y el progreso.
Entonces, una majestuosa torre que se alzaba con orgullo le dio la bienvenida. La
Torre de las Estrellas relucía de tal manera bajo el sol que incluso los minotauros más
curtidos se detenían para admirarla, asombrados. Su diseño era sencillo, liso, pero escondía
algo tan extraordinario que Maritia, recurriendo al nombre de su hermano para revestir de
autoridad su propio decreto, había prohibido que se modificara de manera alguna. La había
reservado para el clan de Droka, a pesar de que el clan de Athak ya lo había intentado antes.
Si no hubiera sido porque era comandante de expedición, ella misma la habría utilizado
como cuartel general en vez de aquel palacio achaparrado y cursi que se veía a su espalda.
El palacio, de más de trescientos pies de alto y con tres alas individuales, habría
impresionado a los conquistadores de no haber sido por su fachada rosa. Aquel color
ridículo era propio del gusto remilgado de los elfos. En cuanto el programa lo permitiera,
Maritia tenía planeado pintarlo de un gris más serio y decente. Mientras tanto, intentaba
imaginar que aquél era el color de la sangre seca y desvaída. Pero, por desgracia, las
delicadas imágenes de bosques que decoraban el interior y el exterior no ayudaban a verlo
de otra manera que no fuera la real.
Todos los minotauros interrumpían sus quehaceres al paso de Maritia y su compañía
a través de Ambeon. Los esclavos elfos más reacios, con sus galas lujosas convertidas en
tristes harapos, recordaban a base de empujones o golpes con la parte plana de la hoja de la
espada que debían saludar a la hermana del emperador. En los ojos de la mayoría de los
elfos se había borrado toda esperanza, aunque de vez en cuando alguno lograba lanzar una
mirada desafiante, que no dejaba de ser lastimosa. Los perfumes de aquella raza altanera,
que habían asaltado sus sentidos al llegar a Silvanesti, se habían borrado bajo el honesto
olor del sudor del trabajo. La misma ciudad había perdido el sofocante aroma a flores y
entonces imperaba el olor almizcleño de los minotauros.
Los guardias con relucientes petos y yelmos la saludaron con deferencia cuando
desmontó a la entrada del palacio. Maritia, deseosa de un poco de intimidad, despidió a su
séquito y entró a grandes zancadas.
Apenas le había dado tiempo a entrar cuando salió a su paso un treveriano que sabía
que debería estar apostado a millas de la ciudad. Con el yelmo colgado del brazo, el
uniforme cubierto de polvo y el pelaje empapado en sudor, el oficial se arrodilló y en un
susurro dijo:
—Lady Maritia.
—¿Novax? No esperaba tu visita. ¿Hay problemas en el norte?
—No…, no exactamente, mi señora. —Novax inclinó los cuernos hacia un lado. No
se atrevía a mirarla directamente.
Maritia atiesó las orejas. En ese momento se fijó en que los centinelas que solían
guardar la entrada no estaban en sus puestos.
—¿Qué quieres decir? ¿Qué trae a un valioso subcomandante, que en el pasado
sirvió junto a mi hermano Bastion en la legión de mi padre, tan lejos de sus tropas?
Novax, un minotauro de anchas mandíbulas con los cuernos marcados por el filo de
las hachas, carraspeó.
—Es vuestro hermano lo que me trae aquí, señora.
—¿Mi hermano? ¿Qué quiere Ardnor…?
—¡No! ¡El mismo hermano al que acabáis de mencionar! El bueno y honesto
Bastion…
Su indecisión la desconcertó.
—¡Levántate y mírame, Novax! ¡Dime claramente de lo que estás hablando!
El treveriano obedeció. Le sacaba una buena cabeza, pero, al encontrarse con su
mirada airada, Novax empezó a respirar nerviosa y entrecortadamente.
—Mi señora…, traigo un mensaje de Bastion.
A Maritia se le enrojecieron los ojos y el hocico se le hinchó. Asió la empuñadura
de la espada, incapaz de contenerse.
—¿Vienes de una audiencia con mi madre? ¡Ésa sería la única manera posible de
hablar con Bastion, Novax! Me pregunto qué placer te provoca ese humor macabro…
El oficial no se acobardó, sino que le tendió un pequeño pergamino arrugado que
escondía en la otra mano.
—Sólo os pido que lo leáis Sí consideráis que no es cierto, podéis castigarme como
deseéis.
Arrebatándole el mensaje, Maritia lo desdobló. No leyó su contenido de inmediato,
sino que buscó algo en la esquina inferior izquierda de la hoja.
Allí estaba la marca. Dos círculos atravesados por una espada signo un pequeño que
para muchos habría pasado desapercibido.
La marca secreta de Bastion, que sólo ella y su padre conocían.
El corazón le dio un vuelco; después, se derrumbó. Todos los rumores que había
oído… ¿Era cierto lo inconcebible?
Bastion entre los rebeldes…
Maritia entrecerró los ojos mientras leía lo que Bastion había escrito. Resopló, se le
agitó la respiración. Un momento después, sin compartir su contenido con el oficial, rompió
la nota y la metió en el morral del cinturón para tirarla al fuego más tarde.
—¿Sabes cómo contactar con él?
—Sí.
Intentando mostrarse impasible, Maritia continuó:
—Dile que me reuniré con él en el lugar indicado a la hora acordada. Me
acompañarán cuatro minotauros, ni uno más. Todos de confianza.
—Sí, mi señora.
Cuando el treveriano se disponía a retirarse, Maritia le indicó que esperara.
—Novax…, ¿qué aspecto tenía?
El oficial sonrió un momento.
—El de siempre.
—Así es Bastion.
Maritia despidió al oficial y se dirigió a uno de los grandes balcones que se abrían
en el ala principal. La barandilla representaba criaturas del bosque, algunas reales y otras
imaginarias. En el suelo, un mosaico mostraba a la realeza elfa en comunión con la
naturaleza. Parecía que los árboles y las flores cobraban vida a la orden de los elfos.
Desde el balcón se veía gran parte de la ciudad. Podía distinguir cinco de las siete
torres, cada una de ellas en honor de un dios de la luz. A sus pies, un exuberante jardín en
forma de estrella de cuatro puntas rodeaba las torres y el palacio. Maritia había estado tan
inmersa en sus pensamientos en el viaje de vuelta de la frontera que no había prestado
ninguna atención al jardín. Toda la vegetación de Silvanost había sufrido mucho durante la
conquista, pero los Jardines de Astarin se conservaban perfectamente gracias a la malvada
magia del escudo. Impresionada por su poder, Maritia los había rebautizado como los
Jardines del Triunfo y permitía que unos cuantos elfos afortunados se ocuparan de él. Lo
veía como un símbolo de su raza, determinada a crecer y prosperar a pesar de la adversidad.
Bastion habría aprobado su decisión.
—Bastion…
Su mirada se perdió en la ciudad, Ardnoranti. Gloria de Ardnor. Maritia habría
preferido bautizar la ciudad en honor de otra persona en vez de en el de su hermano,
alguien que lo mereciera más.
Maritia habría bautizado la ciudad como Hotakanti.
Su mano se deslizó hacia el bolso donde guardaba el mensaje. Bastion estaba vivo,
pero con los rebeldes. Le costaba creerlo.
Sí, se encontraría con él, aunque sólo fuera para comprenderlo.
—Haré lo que deba, hermano —declaró Maritia en voz baja. Apretó la mano en un
puño—. Sea lo que sea.
Al cuarto día, Grom murió.
Fue el primero de muchos. La plaga se propagó rápidamente por la fortaleza
rebelde. No todos los que la contraían morían, pero muchas de las víctimas acababan
engrosando la lista de fallecidos. Los síntomas eran pocos; al principio, no había muchos
signos. La tos se hacía persistente, una tos ronca que poco después iba acompañada de
sangre. Más adelante aparecían unas pústulas pequeñas debajo de los párpados que se
hinchaban, empezaban a latir, adquirían un tono verdoso y desprendían un olor fétido. A
medida que avanzaba la enfermedad, comenzaban los vómitos. La temperatura de los
minotauros enfermos subía tanto que tenían el pelaje constantemente empapado en sudor.
Los contagiados yacían en interminables hileras en las estancias más grandes del
templo. Incapaces de ocuparse de sí mismos, ni siquiera de controlar las funciones
fisiológicas básicas, no tardaban en cubrirse de suciedad. Poco podía hacerse por los
enfermos o por evitar nuevos contagios. El número de afectados aumentaba cada hora y
amenazaban con superar pronto a los que todavía estaban sanos.
Grom, que había pedido que los trasladaran a la cámara de culto, recuperó la
conciencia dos veces antes de la agonía final. La primera, volvió a suplicar el perdón de
Faros. Sin saber qué decir. Faros se limitó a asentir. La segunda. Grom se levantó un
momento y se volvió a su dios. Rogó a una de las colosales estatuas que Sargas viera en él a
un valioso guerrero y que cuidase de Faros y de la rebelión. Ése fue su último momento de
lucidez.
A partir de entonces, Grom había permanecido inconsciente en medio de terribles
dolores, llevándose las manos al pecho y al cuello. Las pústulas se habían abierto y de ellas
había empezado a salir un líquido verde y espeso que olía a podredumbre. Como hacían con
los demás enfermos, lo lavaban lo mejor que podían, pero su estómago lo expulsaba todo,
hasta que ya no le quedaba nada.
Cuando por fin le llevaron la noticia de que Grom había muerto, Faros asintió y no
dijo nada. Hacía tiempo que lo había dado por muerto. Faros recordó las palabras de
Sargonnas y se preguntó si de alguna manera el templo sería culpable. El modo en que se
había declarado y se había propagado la plaga era casi sobrenatural.
En carretas de dos ruedas se amontonaban los muertos en altas torres. Los rebeldes
sacaban los cadáveres de la vetusta construcción y los bajaban al campo de batalla, donde
aún había guerreros pudriéndose. Faros había dado su permiso para quemar a los muertos, y
varias partidas inspeccionaban el terreno para conseguir leña. En aquel paraje era difícil
encontrar ramas o arbustos. Las piras que lograban encender a menudo se apagaban antes
de haber completado su terrible tarea.
Un humano pálido y una delgada hembra de minotauro se acercaron a Faros cuando
la noche empezaba a caer sobre el templo. Al ver su expresión dubitativa, el líder
interrumpió sus prácticas con la espada. A pesar de que intentaba evadirse de lo que estaba
sucediendo, Faros no lograba escapar de los sonidos y el hedor que se extendían por todo el
templo. Con un ladrido, preguntó:
—¿Qué?
—Nosotros… —El humano con barba tragó saliva—. Nosotros queríamos saber si
podíamos sacar a Grom para…, para…
—Para llevarlo a la pira. —Su compañera logró acabar la frase por él.
Faros bufó.
—¿Su cuerpo sigue aquí? ¡Lleva muerto un día! Id y… —Cuando levantó la mano
para echarlos con un gesto, cambió de opinión—. No. Esperad. ¡Fuera de aquí! Yo os
avisaré cuando tengáis que venir a buscarlo.
Mientras se alejaban rápidamente. Faros envainó la espada. Salió de sus
habitaciones para dirigirse a la cámara donde yacía Grom.
Bajo la misma estatua que había partido en dos, el cadáver del minotauro
descansaba sobre el suelo. A la luz de la única antorcha colgada de la pared, Faros vio que
alguien había colocado cuidadosamente el hacha entre los brazos de Grom. Le habían
arreglado la ropa lo mejor que habían podido y, de no haber sido por las señales de la plaga,
como la excesiva delgadez, se podría haber pensado que había tenido una muerte sin dolor.
De repente, a Faros le costaba respirar. Las visiones se sucedieron ante sus ojos. Su
padre, toda su familia. Ulthar el bandido. Bek el sirviente. Valun, que había escapado con
Grom. El gobernador Jubal.
La procesión de fantasmas aumentaba con cada muerte.
Dominado por la rabia, Faros cargó contra la estatua. Desenvainando la espada,
amenazó a la figura.
—¿Dónde estás ahora, el de los Grandes Cuernos? ¡Aquí yace un necio…, un necio
que te adoraba! ¡Aquí está uno de los que creían que regresarías y lo arreglarías todo! ¿Ves
la recompensa que ha recibido por su fe? ¡Que lo quemen en una pira entre un montón de
cadáveres y que todos lo olviden!
Cargó contra la estatua, pero en esa ocasión lo único que logró fue arañar el
mármol. No se abrió ninguna compuerta, no manó ningún río de sangre o de lava.
Con un gruñido de frustración, Faros buscó algo más fuerte con lo que golpear a la
estatua. Sus ojos se posaron en el hacha de Grom, un arma buena y muy fiable.
Cuando sus dedos ya asían el mango, le invadió el asco. Faros se echó hacia atrás,
mirando fijamente el rostro de aquel que le había seguido tan fielmente. Grom había
combatido con valentía contra los secuaces de Sahd, contra los legionarios y la horda del
Gran Señor Golgren. Podría haberse quedado con los compañeros de Jubal, pero había
jurado defender a Faros.
Y en vez de la batalla, una enfermedad se había llevado la vida de tan valioso
guerrero. Para los minotauros, una muerte así era una vida desperdiciada. No se cantarían
gloriosas canciones de la batalla final en su honor; sus descendientes no oirían las increíbles
historias de los enemigos que se había llevado con él.
La cabeza de Grom estaba ligeramente inclinada hacia un lado, como si estuviera
observando a Faros con los ojos cerrados.
El líder de los rebeldes se arrodilló y colocó la cabeza de su compañero caído de
forma que alzara la mirada hacia los cielos.
—Deberías haber elegido un dios diferente —murmuró Faros—, una causa distinta
por la que luchar.
Volvió a envainar la espada y salió apresuradamente. El frío que hacía en el interior
del templo ayudaría a conservar el cadáver. El cuerpo de Grom descansaría bajo la mirada
indiferente de su dios por esa noche; al día siguiente, Faros se encargaría de que quemaran
el cadáver de su segundo. Se lo debía a Grom.
Durante todo el camino hacia sus habitaciones le asaltaron sin piedad los sonidos y
las imágenes de la plaga. Intentó volver a concentrarse en sus ejercicios con la espada, pero
ni siquiera despedazar a cientos de Golgren logró calmarle. Su corazón latía cada vez más
fuerte. Al final, Faros arrojó la espada, malhumorado.
Al hacerlo, el líder de los rebeldes se fijó en el otro regalo del dios. Presa de la ira,
Faros se arrancó el anillo del dedo y lo lanzó lo más fuerte que pudo contra la pared.
El anillo no se rompió. En vez de eso, golpeó la piedra con un sonido metálico y
lanzó una chispa roja. Después, rebotó en el suelo, dejando una estela de chispas, hasta que
Faros vio, satisfecho, que se perdía en una grieta que había en una esquina.
—Eso me importan tus regalos —murmuró al dios ausente—. Eso me importa tu
poder…
El sonido de una tos intensa le hizo dar un respingo. En la puerta había un viejo
minotauro de pelaje castaño entrecano. Faros lo había visto atendiendo a algunos de los
enfermos, pero en ese momento él mismo parecía uno de ellos. Faros abrió la boca para
decir algo, pero el minotauro se desplomó y se golpeó con la otra pared del pasillo.
Cuando Faros llegó a la entrada, el rebelde yacía en el suelo. Faros se inclinó hacia
el cuerpo tembloroso y le giró la cabeza para verle el rostro, en especial los ojos.
Allí estaban las pústulas. Faros maldijo. Se irguió y entonces empezó a gritar:
—¡Necesito ayuda! ¡Ahora mismo!
Quizá fuera por la confusión que reinaba en los pasillos, donde el eco repetía cada
sonido, o simplemente porque los gritos y las toses se oían por doquier, pero nadie acudió a
su llamada. Impaciente, Faros se agachó e, irguiéndose con esfuerzo, logró levantar el
cuerpo inerte lo suficiente para arrastrarlo por el corredor. Los pies del minotauro colgaban
sin fuerza, lo que le impedía avanzar más de prisa.
Cuando por fin llegó a la cámara donde se cuidaba a los enfermos más recientes,
tenía la piel cubierta de sudor y respiraba entrecortadamente.
Finalmente, alguien reparó en él. Un humano de pelo pajizo y una minotauro con un
ojo tapado con un trapo atado a la cabeza corrieron a ayudar a Faros. Cuando se vio
liberado, miró alrededor, asqueado. El número de víctimas aumentaba por momentos.
—¿Cuántos más?
—Trece —respondió el humano de nariz chata, que no tenía mucho mejor aspecto
que aquellos a los que cuidaba.
La minotauro negó con la cabeza.
—Catorce, Hanos. Trajeron a Guan cuando tú saliste a por agua.
Hanos se inquietó al oír el nombre de Guan, aunque Faros desconocía la razón, y lo
cierto era que no podía preocuparse por cada nueva víctima de la plaga.
—Grom está muerto —anunció en un tono neutro—. Él fue el primero, ¿no?
—Grom fue uno de los primeros —respondió la minotauro—, pero también estaba
el humano, Izak, y Sakron y Dor.
Faros no conocía a Sakron, pero los nombres de lzak y Dor le eran familiares.
Intentó recordar dónde los había visto por última vez y se dio cuenta de que estaban en el
grupo que había formado Grom para encender la pira a escondidas.
La plaga debía de haber llegado con sus enemigos. Tal vez no supieran que estaban
infectados, pero actuaba tan rápidamente que era muy poco probable.
—Ordenad a los que están fuera que se queden ahí mientras se sientan bien
—ordenó—. Todos los que presenten los síntomas tendrán que ser trasladados a la planta
baja del templo. Quizá logremos controlar la situación. —Faros lo dudaba, pero no se le
ocurría qué otra cosa decir. Le latía la cabeza—. Eso también va por vosotros, si todavía
estáis sanos. ¡Todos fuera del templo!
Hanos y la hembra de minotauro parecían horrorizados. Ella no pudo contenerse.
—¿Quién va a cuidar de los enfermos?
—Realmente, ¿podéis hacer algo por ellos? —le contestó con sequedad.
Una expresión de derrota asomó al rostro de la minotauro y sacudió la cabeza.
—¡Id a decírselo a los demás! —volvió a ordenar Faros—. ¡Ahora mismo!
Mientras lo obedecían de mala gana, él mismo salió de la habitación y se dirigió a
su cámara para coger la espada y abandonar el templo. A medida que avanzaba, sentía un
calor cada vez más asfixiante en el pasillo. Por alguna extraña razón, parecía que los
salones se sucedían interminablemente. Faros no dejaba de parpadear, pues el sudor le caía
sobre los ojos.
Vislumbró sus habitaciones. Antes de coger la espada, bebería un poco de agua del
pellejo que estaba junto a la cama. Aquello lo refrescaría…
De repente una voz susurró en su cabeza.
—¡Más deprisa…, más veloz! ¡Tan cerca! ¡Tan lejos!
El líder de los rebeldes sacudió la cabeza, preguntándose si habría oído a alguien
desde algún pasillo lateral. Dio otro paso y se detuvo un momento en la entrada de la
cámara con una mano apoyada en el quicio de la puerta.
—¡No te pares, no te detengas! El beso oscuro se acerca…
Aquellas palabras no tenían sentido, vinieran de donde vinieran. Faros volvió a
sacudir la cabeza, decidido a no prestarles atención. Lo único que quería era un poco de
agua, la espada y tal vez descansar unos minutos. Daría una cabezada antes de abandonar el
templo. No podía haber nada malo en eso…
Su mano resbaló en el mismo momento en que le fallaron las piernas. Faros sintió
que caía al suelo con un golpe sordo. Por un momento, el dolor lo sacó de su
abotargamiento y se dio cuenta, aterrorizado, de cuál era la situación.
Él también había caído víctima de la plaga.
VII
F´HAN
Maritia escudriñó el hosco paisaje, tan diferente de las fértiles tierras de Ambeon y
a sólo unas horas a caballo hacia el sur. Los riscos salían de la tierra como garras salvajes.
Hacía mucho más calor que cuando habían salido de la capital de la colonia. El olor
almizcleño de los minotauros se mezclaba con el del sudor de los caballos. La poca brisa
sólo servía para echarles arena a la cara. El único signo de vida que había visto en varias
millas eran unos pocos matorrales raquídeos y una víbora marrón que se escabulló antes de
que los imponentes caballos de guerra pudieran pisarla. Se suponía que había un río por allí
cerca, pero alrededor sólo se veía desierto.
—No deberíamos estar aquí —apuntó un viejo oficial que había a su derecha.
—Tranquilo —contestó Maritia—. Al fin y al cabo, estamos en tierras de nuestros
aliados.
Otro de sus acompañantes resopló. Maritia lo miró reprobadamente. A pesar de su
comentario, ella también era consciente de los peligros. Golgren gobernaba con mano
férrea los dos reinos de los ogros, pero no había que olvidar a los asaltantes y forajidos.
El sol empezaba a ponerse. Según los cálculos de Maritia, no tendrían que esperar
mucho más. Bastion siempre había estado obsesionado con la puntualidad y estaba segura
de que no habría cambiado.
Las sombras de los riscos del oeste se alargaban. Las rocas repitieron el grito áspero
de un pájaro. El grupo estaba rodeado por las altas formaciones de piedra. Era el lugar
perfecto para una emboscada, algo que intranquilizaba a Maritia.
La minotauro ordenó a todos que desmontaran. Tenía la intención de recibir a
Bastion respetando las tradiciones de tregua de los minotauros, a pesar de que tal vez
entonces fuera un aliado de los rebeldes. Sus pies acababan de posarse en la tierra cuando
se oyó el eco lento y constante de unos cascos que se acercaban de frente. Su escolta echó
mano a las armas.
—¡Quietos! —ordenó Maritia, aunque ella misma sentía el impulso de desenvainar
la espada—. ¡Respetaremos las leyes de la tregua!
La trápala dejó de oírse.
En el camino en sombras que discurría ante ellos apareció una figura de pelaje
oscuro, con el hacha cruzada a la espalda. Detrás caminaban cuatro minotauros más. Cada
uno llevaba un caballo de las riendas.
Uno de los soldados no pudo contenerse:
—¡Lord Bastion!
Maritia había avisado a sus cuatro acompañantes, cuatro minotauros que la seguían
con devoción, que iban al encuentro de su hermano, pero ni siquiera ella pudo evitar
contemplar con asombro al minotauro perdido tanto tiempo atrás. Ver a Bastion vivo,
respirando…, y comprobar por sí misma que su traición era cierta…
El minotauro oscuro tendió las riendas de su caballo a otro rebelde. Ese movimiento
era una señal, pues los cuatro acompañantes de Bastion se detuvieron, dejando que el hijo
de Hotak se acercara a su hermana siendo totalmente vulnerable. Maritia hizo lo propio,
abandonando también su montura y a la escolta detrás. Se esforzó en mantener la mano
alejada de la funda de la espada, por mucho que se sintiera tentada a desenvainarla. Bastion
y Maritia se encontraron a medio camino, lo suficientemente alejados de los dos grupos
como para hablar sin que los oyeran.
—Comandante de Ambeon —declaró su hermano respetuosamente—. Un título
bien merecido.
—Como el de heredero del trono —respondió ella con frialdad.
—Yo nunca lo deseé. Ésa fue una decisión de nuestro padre.
—En ese momento, me parecía buena idea, Bastion.
El minotauro frunció el entrecejo.
—¿En ese momento, Mari?
—¿Qué haces junto a los rebeldes? —preguntó con franqueza—. Si sobreviviste a
tu supuesta muerte, algo obvio, ¿por qué no regresaste directamente al imperio? ¿Cómo
pudiste traicionar todo lo que nuestro padre te inculcó, maldito seas?
Bastion iba a decir algo, pero después lo pensó mejor. Un momento después, por
fin, respondió:
—Porque no tenía oirá alternativa, Porque el camino que elegimos para nuestro
pueblo está mancillado y su maldad no hace más que crecer, su único destino es el caos y la
muerte.
—¡Habla claro! —gritó Marina con brusquedad.
—¿Quieres franqueza? Pues escúchame. Creo que fue Ardnor quien intentó
matarme.
Le contó rápidamente lo que había sucedido: el asesino a bordo de El Señor de las
Tormentas, cómo había luchado contra él y había caído al mar, cómo lo habían rescatado
los rebeldes y cómo esos mismos rebeldes habían encontrado el cadáver de un Defensor
con las mismas heridas que Bastion había infligido a su atacante.
Maritia escuchó, boquiabierta, todo el relato.
—¡No…, no puedes estar hablando en serio! —exclamó cuando hubo acabado—.
¡A pesar de todos sus defectos, Ardnor nunca se hubiese prestado a algo así!
Con expresión sombría. Bastion asintió. Después, añadió lentamente:
—Eso no es todo. Mari…, sospecho que la muerte de nuestro padre tampoco fue un
accidente.
—¿Qué quieres decir ahora? ¡Claro que fue un accidente! ¿Qué si no…?
La expresión de Bastion se ensombreció aún más.
—Mari…, creo que nuestra madre utilizó su magia para provocar la muerte de
nuestro padre y entregar el trono a Ardnor.
Aquello era demasiado. Una herejía así en labios del hermano antaño tan querido…
—¡Estás loco! —gritó—. ¡Debe de ser que te ha entrado agua y ha ahogado tu buen
juicio! Tengo mis diferencias con nuestra madre y con Ardnor, pero…, pero… —Sacudió
la cabeza—. Tal vez Ardnor fuera capaz, sólo tal vez, ¡pero nuestra madre jamás! ¡Ella y
nuestro padre se adoraban! ¡Trabajaron juntos toda su vida para liberar a nuestra raza de la
corrupción de Chot! ¡No puedo creerlo! Eso no son más que mentiras de los rebeldes que tú
has aceptado como un necio.
—No, Mari, yo…
La hembra de minotauro lo señaló con un dedo acusador.
—¿Tienes pruebas?
—Las pruebas son un asunto complejo…, pero sé lo que creo.
—¿Cómo podrías ni siquiera saber lo que le sucedió a nuestro padre? ¡Ya habías
desaparecido! ¡Seguramente ya eras un traidor!
Su estallido de ira puso en movimiento a la escolta rebelde. Uno de ellos desenvainó
la espada y avanzó unos pasos. Los demás echaron mano de las hachas. Su reacción
provocó la de los legionarios. Con las armas en alto, avanzaron hacia los rebeldes.
Bastion se volvió hacia sus compañeros.
—¡Atrás! ¡No deshonraremos la tradición de la tregua, pase lo que pase!
Maritia lanzó una mirada furiosa a sus soldados.
—¡Ya habéis oído a mi hermano! ¡Yo tampoco permitiré el deshonor!
Maritia volvió la mirada torva hacia su hermano, que la contemplaba con su
habitual calma. Por primera vez en su vida, esa tranquilidad le resultó exasperante.
—¡Me convocaste aquí por alguna razón, Bastion! Suéltala y tomaremos una
decisión. ¿Ya estás preparado para volver al imperio? ¿Es eso? Siempre que no hayas
cometido ningún crimen atroz, tal vez…
—No. Mari. No voy a volver. No, mientras nuestra madre y Ardnor dominen el
reino.
Se le aceleró el pulso.
—¿Entonces?
—Tengo que transmitirte una oferta que puede ser el final pacífico de esta guerra
civil…
—¿Guerra civil? ¡Insurrección!
Bastion resopló.
—Llámalo como quieras. Faros ha aceptado este plan, que fue sugerencia mía.
Propongo que…
—Faros.
Era el nombre que había leído en los informes, pero del que se sabían muy pocas
cosas con seguridad. Se suponía que era el cabecilla de la rebelión, un esclavo que había
escapado de los campamentos de los ogros. Había logrado derrotar a Golgren en un
combate cuerpo a cuerpo, y Maritia sabía que aquello no era poco. Nunca había osado
ofender a Golgren preguntándole sobre lo ocurrido.
—Así que… —dijo, pensando rápidamente— ¿conoces a ese Faros?
—Tú misma lo has visto en persona. Incluso antes de Vyrox. Faros, Mari, el hijo de
Gradic, el hermano menor de Chot.
La minotauro intentó relacionar ese nombre con un rostro, pero no estaba segura.
—¿Ese vividor? Creo que lo recuerdo. ¡Pero ése era la personificación de todo lo
que el imperio detesta, un jugador y un borracho! ¡Además de un guerrero lamentable! ¡No
puedes referirte a él! ¿Ese Faros?
La expresión de su hermano cambió, se iluminó con una luz que Maritia nunca
había visto en él. Bastion controló sus emociones rápidamente, pero su hermana había
reconocido la rabia que había sentido ante los insultos dirigidos al líder de los rebeldes.
—Ese Faros, como tú dices, sobrevivió a los látigos y al aire envenenado de Vyrox,
a la rebelión de los esclavos que tú misma presenciaste, a las humillaciones y a los horrores
de la esclavitud de los minotauros en los campamentos de los ogros. No hace falta que te
recuerde las historias que describen la lucha de nuestros antepasados para librarse del yugo
de los ogros.
—¡Por ese Faros corre sangre de Chot! ¿Qué importa su sufrimiento? ¡Debería
haber muerto ejecutado esa noche! ¿En qué escondrijo se metió?
—Ya no existe el Faros que tú conociste. El Faros de ahora comprende la verdad de
las cosas; está conviniéndose en un líder. No sólo atrae a los esclavos de muchas razas…
—¡La chusma de Ansalon!
—… sino también a legionarios.
—¡Traidores! ¡Simple y llanamente! ¡El sobrino de Chot es el misterioso líder de la
rebelión! —A Maritia le habría parecido cómico de no ser por la seriedad con que se lo
tomaba su hermano—. ¿En qué consiste esa gran oferta?
—Hay una isla en la costa de Kern…
Con la brevedad que lo caracterizaba, Bastion le explicó la propuesta. El final de la
lucha. Los rebeldes viviendo en una colonia independiente. El imperio podría avanzar hacia
Ansalon sin nada que lo distrajera.
Maritia vio las ventajas de inmediato. Los conflictos allí y en el mar estaban
agotando al ejército. Los ogros controlaban parte de Neraka, y Ambeon se extendía más
allá de las fronteras del antiguo Silvanesti, pero por el momento la expansión del imperio
estaba bloqueada. Si seguían haciéndolo, las legiones y las rutas de abastecimiento
quedarían muy desprotegidas. Un enemigo del nivel de los solámnicos aprovechaba
cualquier punto débil.
Sin embargo, no tenía sentido autorizar que una isla se convirtiese en el cuartel
general de unos rebeldes. El sobrino de Chot, simplemente por ser quien era, atraería
reclutas de todas partes. En cuanto se descubriera que Bastion estaba vivo y era leal a
Faros, la rebelión estallaría y sería imposible de contener.
—Ni hablar —contestó secamente.
El minotauro de pelaje negro no pensaba darse por vencido fácilmente.
—Mari, si por lo menos tú…
—¡He dicho que ni hablar! —estalló Maritia. Miró a Bastion como si fuera la
primera vez que lo veía—. ¿Cómo pudiste pensar que ni siquiera consideraría algo así,
mucho menos hablar en tu nombre a Golgren o a Ardnor? ¡Una traición así a nuestro padre!
—¡Nuestro padre nos enseñó que lo primero y más importante es el honor, Mari!
¡Faros ofrece una solución honorable! ¿Puedes decir que nuestra madre y nuestro hermano
están actuando con honor? ¡He vivido las acciones de los Defensores en mis propias carnes!
¡He oído las historias de las desapariciones de todo aquel que se atreva a criticar al templo!
¿Eso no hace que te sientas incómoda? ¿Éste era el imperio con el que soñaba nuestro
padre?
—¡Seguro que nunca soñó que te unieras a la rebelión y acusaras a nuestra madre de
tales atrocidades!
Antes de que Maritia pudiera darse cuenta de lo que hacía, había desenvainado la
espada y la sostenía a un milímetro del cuello de su hermano.
Los rebeldes volvieron a reaccionar, lo que provocó otra vez el avance de los
soldados de Maritia. Bastion no se movió, pero hizo un gesto leve con la mano para ordenar
a su escolta que se quedara donde estaba.
—No deshonraré la tregua —repitió secamente.
—Ni yo —logró decir Maritia. Dio un paso atrás y bajó la espada—. He escuchado
tus palabras, Bastion, ¡y las rechazo en memoria de nuestro padre! Si no fuera por las leyes
de la tregua, ¡te haría preso, o incluso te retaría a un duelo aquí y ahora!
—Mari…
—¡Vuelve con tus amigos los rebeldes! ¡Mi verdadero hermano se ahogó en el mar!
¡Él nunca traicionaría todo aquello en lo que creía mi padre, nunca seguiría al linaje de
Chot! ¡Vete! ¡Pronto estaréis todos muertos! —Maritia se obligó a sí misma a envainar la
espada—. Vete, antes de que caiga tan bajo como tú y olvide mi honor…
El joven se quedó donde estaba durante unos segundos, observándola como si
buscase algo en sus ojos. Fuera lo que fuera lo que buscaba, evidentemente Bastion no lo
encontró, pues acabó por sacudir la cabeza y darse la vuelta. Maritia vio cómo se alejaba.
Una parte de ella quería atravesarlo con la espada; otra, simplemente, quería estar muy lejos
de allí.
Mientras se dirigía hacia sus compañeros, la esbelta figura volvió la vista hacia
atrás.
—Adiós, Maritia —dijo con dulzura—. ¡Que Sargas te proteja!
La hembra resopló al oír que pronunciaba el nombre del dios. Maritia había crecido
adorando únicamente a su padre y a la fuera de las armas. Entonces, al girarse, las dudas se
apoderaron de día. Dio unos pasos hacia su hermano.
—¡Espera! —gritó.
Bastion se giró lentamente y volvió a su lado.
—¿Qué? —le preguntó en voz baja.
—¿Por qué Faros está tan ansioso por proponer este pacto?
—Ya le dije que fue idea mía. Él lucharía eternamente, pero por mí, por sus
seguidores y, sí, por el imperio, aceptó mi propuesta —respondió el minotauro con cautela.
Maritia asintió, pensativa. Nadie, aparte de ellos dos, pudo oír lo que dijo a
continuación. Nadie, aparte de Bastion, pudo ver cómo se quitaba un sello del dedo, con el
blasón del corcel de guerra en el centro.
—Nuestro padre nos dio uno de estos anillos únicos a cada uno.
—Desgraciadamente, el mío se perdió en el mar.
—Sabes que yo no me separaría de él si no estuviera hablando en serio. Tómalo
como prueba de mi aceptación de encontrarme con tu Faros y discutir ese plan vuestro. No
se lo digas a nadie más que a él.
—Claro. —Una nueva luz había vuelto a los ojos de Bastion—. Mari, esto es lo
mejor…
La minotauro no mostró sus sentimientos.
—Es preferible que te vayas ya.
Bastion asintió, deslizó el anillo en un morral que llevaba colgada del cinturón y se
encaminó hacia sus compañeros. Maritia regresó junto a los soldados. Se volvió para
observar cómo su hermano montaba en el caballo y desaparecía por el camino en sombra.
—¿Vamos a dejarles ir sin más? —preguntó un oficial enfadado, aunque sabía
perfectamente que Bastion era hermano de Maritia.
—¡Las tradiciones de la tregua! —exclamó la hija de Hotak con vehemencia.
Su mente pensaba a toda velocidad. No sabía por qué había aceptado reunirse con
Faros, no sabía si de verdad estaba dispuesta a llegar a un acuerdo o no.
—¿Tú también tienes problemas con el concepto del honor?
El minotauro inclinó los cuernos.
—No, mi señora.
Maritia se volvió rápidamente hacia sus subordinados.
—¡Vamos! ¡Montad! ¡Quiero llegar a la capital antes que Pryas! No me fío de ese
Defensor…
Maritia montó de un salto en su caballo y lo espoleó. No prestó la menor atención a
los legionarios, que a duras penas lograban seguirla. Lo único importante entonces era
llegar a la colonia lo antes posible. Maritia tenía muchas cosas que hacer, y todo tendría que
hacerlo con mucha discreción. El treveriano, Novax, era la prueba de que Bastion seguía
teniendo muchos amigos y admiradores entre los legionarios. No quería que su hermano lo
descubriera.
Después de tanto mencionar el honor, Maritia sabía lo que tenía que hacer. Planeaba
traicionar a su propio hermano. Le había mentido. No podía perder una oportunidad así.
Consentiría en encontrarse con Faros y, a diferencia de esa vez, le tendería una emboscada.
Quería al líder de los rebeldes vivo, pero de un modo u otro, conseguiría que Faros
Es-Kalin dejara de ser una amenaza para el imperio.
En cuanto a Bastion… Su hermano había tomado una decisión estúpida. Su padre
les había enseñado a respetar el honor, pero Bastion había olvidado que Hotak creía en la
victoria por encima de todo. Había masacrado a Chot y a su familia durante la Noche
Sangrienta. Ella se encargaría del sobrino en aquella farsa de tregua. Todo por el bien del
imperio.
Si en la emboscada Bastion trataba de detenerla… Se juró a sí misma que cumpliría
con su deber por mucho que le doliera.
El musculoso ogro Nagroch aguardaba impaciente, observando a Maritia y a
Bastion, que por fin se separaban. Su grupo llevaba escondido durante lo que parecían
horas entre los riscos que dominaban el lugar del encuentro. Le dolían los brazos y las
piernas a causa de la inmovilidad y le pitaban los oídos de tanto esforzarse por oír.
—Bya syng… Vamos ya —murmuró su hermano, después de que se hubieran ido
los rebeldes y, a continuación, los minotauros.
Belgroch no sabía lo que era la paciencia. No se había sentado junto a Golgren el
tiempo suficiente para entenderlo. El ogro mayor sabía que estar a la cabeza de esa misión
tan importante significaba que sobre esa cabeza, y no sobre otra, recaería todo el peso del
fracaso. Y no le cabía duda de que la cabeza rodaría por el suelo si electivamente se
producía ese fracaso.
Diez guerreros más, elegidos uno a uno por Nagroch, esperaban sobre sus monturas
a cierta distancia de los dos hermanos. Ellos tenían aún menos paciencia, pero temían a su
líder, así que debían contentarse con echarse hacia adelante y hacia atrás en la silla de
montar. Era una forma de relajación muy antigua, utilizada por los chamanes cuando
entraban en trance. Los guerreros la utilizaban cuando se enfrentaban a esperas
interminables.
—Nya bya syng —gruñó Nagroch como respuesta.
Esperarían la señal que el Gran Señor les había prometido. No sabía en qué forma se
revelaría, pero su señor había dicho que se produciría y que sería clara.
—Nagroch…
Se sobresaltó. ¿Acababa de oír la voz de Golgren en su cabeza?
De repente, el ogro se dio cuenta de que había alguien delante de él. ¡Un Uruv
Suurt! Se echó hacia atrás para alcanzar su arma, pero se quedó boquiabierto al comprobar
que el minotauro estaba fuera de su alcance y además flotaba varios pies sobre el suelo.
—¿Zola un, i’Nagrochi? —inquirió Belgroch, mirando a su hermano con
curiosidad.
Nagroch se dio cuenta de que él era el único que podía ver a la figura
fantasmagórica flotando ahí delante, una figura que recordaba haber visto en otro encuentro
en el pasado. El Uruv Suurt llamado Kolot, hijo de Hotak.
—Nagroch —la voz de Golgren se oyó de nuevo.
Aunque la voz resonaba en la cabeza del guerrero, de alguna manera sabía que
provenía del espectro. Nagroch abrió desmesuradamente los ojos inyectados en sangre.
¡Grande era el poder del Gran Señor, que utilizaba a los muertos para transmitir sus
mensajes!
El fantasma señaló hacia el sur, hacia el camino que habían tomado los legionarios,
en dirección a las tierras de los minotauros.
—Lady Maritia se va a salvo.
Ya lo había sospechado. Golgren sentía una debilidad inusual por esa Uruv Suurt.
Kolot, con el agujero que le atravesaba la garganta como una segunda boca,
repulsivo y aterrador incluso para Nagroch, señaló entonces hacia donde se había ido su
hermano, Bastion. Por un momento, a Nagroch le pareció distinguir una leve expresión de
remordimiento en los rasgos de la sombra.
—F’han —pronunció la voz de Golgren.
Tras esa palabra, el mensajero del más allá se desvaneció. Nagroch no necesitaba
nada más. Su rostro de sapo se relajó y se abrió en una gran sonrisa. Miró a su hermano,
que lo contemplaba desconcertado.
—¡F’han! —tronó Nagroch, señalando al grupo de Bastion.
Los dos ogros espolearon las monturas con impaciencia.
El viaje por aquellas tierras yermas era largo y pesado, más aún para Bastion,
acosado por las dudas tras haber organizado un encuentro con Maritia. No había albergado
demasiadas esperanzas, pero la realidad había sido mucho más dura de lo que había
imaginado.
Sin prestar atención a la escarpada pendiente que tenían que subir los caballos para
llegar a lo alto de la montaña rocosa y después alcanzar la fortaleza de los rebeldes, Bastion
repasaba mentalmente todo lo ocurrido. No encontraba otro final posible para el encuentro.
Maritia siempre había sido la que más se parecía a su padre, terca como la que más. Desde
su punto de vista no había ninguna razón para unirse a aquellos que deseaban acabar con el
sueño de Hotak, menos aún si su líder era pariente de Chot. Quizá si se hubiera encontrado
con Faros habría sido diferente, pero entonces ya era tarde. Bastion se preguntó si su
hermana estaría planeando una traición y se juró a sí mismo que no habría un segundo
intento de llegar a un pacto.
—Por fin, llegamos a la cima —gruñó uno de los minotauros.
A lo lejos, el sonido del agua corriendo rompía el silencio del paraje. Al menos
había un rio en aquella tierra olvidada. Cuando bajaran al otro lado de la montaña, llenarían
los pellejos y recorrerían la última parte del camino. A su derecha se extendía una cadena
de montañas que moría en un precipicio sobre el río. Hacia la izquierda y al frente,
formaciones rocosas salían de la tierra y apuntaban hacia el cielo, como si fueran los
colmillos de un ogro.
—Deberíamos haberlos cogido —refunfuñó otro minotauro—. Podríamos haber
prendido a los soldados y haberla capturado a ella, lord Bastion. Tu hermana sería una
buena baza para futuras, ¡humm!, negociaciones.
Bastion se revolvió sobre la silla.
—Ni hablar. No importa el resultado del encuentro; lo más importante era respetar
las tradiciones de la tregua, de lo contrario no seríamos mejores que los bandidos que nos
acusan ser…
Un leve movimiento en lo alto captó su atención. Bastion miró hacia allí, pero no
vio nada. Aun así, se irguió sobre su montura con la mano extendida hacia el hacha.
—No lo penséis más —fijo el minotauro de pelaje negro al mismo tiempo—. Peor
estaba Makel a las puertas.
—¿Makel? —repitió rápidamente uno de sus acompañantes, acariciando con los
dedos la empuñadura de su espada.
No había un guerrero minotauro que no conociera el episodio histórico al que
Bastion había hecho mención. Makel el Temor de los Ogros había caído en una emboscada
del enemigo a las puertas de un asentamiento ogro abandonado. Muchos de sus seguidores
habían muerto, pero había logrado llevar a los demás hasta la victoria. Finalmente, él
mismo había perecido en la batalla.
Sin embargo, entre los legionarios mencionar aquella hazaña tenía otro significado.
«Makel a las puertas» era un mensaje en clave. Tal como había ocurrido al héroe
legendario, con aquella expresión un legionario advertía a los demás que estaban a punto de
ser emboscados. Un segundo después, los ogros liderados por los dos toscos hermanos
cayeron sobre ellos. Cuatro ogros sobre enormes caballos los atacaron de frente. Cuatro
más aparecieron por su espalda.
—¡Hacia adelante! —gritó Bastion, decidiendo cuál sería la mejor forma de
escapar.
Con las armas desenvainadas, los cinco fueron al encuentro del primer enemigo. Si
lograban abrir un hueco en la fila de ogros, podrían huir. Los minotauros nunca huían de la
batalla, pero los ogros eran más, y además tenían la obligación de presentarse ante Faros.
En cuanto entrechocaron las armas con los ogros a caballo, saltaron más desde una roca.
Todos ellos eran guerreros de Blode perfectamente equipados.
—¡J’ara i f’han i Uruv Suurt! —bramó un ogro especialmente feo, que Bastion
tomó por el cabecilla. Intentó cargar contra él, pero otro ogro se interpuso en su camino de
un salto.
Con el rabillo del ojo vio caer a uno de sus compañeros, mientras dos ogros lo
aporreaban con las mazas. Con la mandíbula rota y la cabeza colgándole a un lado, el
minotauro resbaló, inerte, de su montura al suelo.
Atrapado en un espacio tan reducido, de repente se dio cuenta de lo estúpido que
había sido. Él y su pequeño grupo eran las víctimas perfectas para una emboscada.
Atravesó con la espada al ogro que lo miraba amenazadoramente, pero al mismo tiempo
otro minotauro del grupo de los rebeldes se desplomó sobre el cuello de su caballo víctima
de un ogro a pie.
—¡Manteneos juntos! ¡Posición de cuña!
Con los dos rebeldes que quedaban cubriéndole la espalda, Bastion trató de abrirse
camino. Un ogro lo hirió con un hacha mellada y, a cambio, la espada del minotauro negro
le hizo un tajo en el pómulo.
Entonces la montura de Bastion se quedó inmóvil, y el minotauro cayó con fuerza
sobre su cuello. Una lanza atravesaba el pescuezo del animal. Bastion se tiró hacia un lado
y así logró esquivar las manos que intentaban atraparlo. Rodó sobre el suelo y salió como
pudo del amasijo de cuerpos.
Pero, por desgracia, al incorporarse se dio cuenta de que estaba al borde del
precipicio. Con una mirada rápida supo que saltar al río sería una muerte tan segura como
la de la espada de un ogro.
Una respiración pesada a su espalda le anunció la presencia de un nuevo atacante.
Bastion aprovechó el impulso del ogro que cargaba contra él. Lo cogió por el brazo y lo
lanzó por el acantilado. El grito del ogro se ahogó en el río.
Cuando Bastion se dio la vuelta, vio morir al último de sus compañeros, decapitado
por un hacha. Quedaban vivos más de la mitad de los ogros, por lo menos una docena de
grotescos guerreros que lentamente se aproximaban a él.
Uno se adelantó para agarrarlo. Era el ogro que al principio Bastion había
confundido con el líder. Su aliento era tan hediondo que el minotauro estaba a punto de
vomitar. Se dio cuenta de que su atacante era demasiado joven, demasiado confiado para
ser el líder.
Lo empujó para que retrocediera y le lanzó una estocada. El peto del ogro paró el
golpe. Con una gran sonrisa, el ogro intentó partirlo en dos con el hacha. La hoja describió
un movimiento tan amplio que Bastion se vio obligado a acercarse más al precipicio. El
rebelde intentó desviar el hacha, pero lo único que consiguió fue perder la espada.
—¡F’han, Uruv Suurt! —bramó su oponente en tono triunfal.
Bastion conocía aquella palabra demasiado bien. F’han. Muerte.
Bastion sabía manejar el hacha con tanta habilidad como la espada. Podía balancear
una maza y disparar un arco mejor que muchos soldados. Durante un tiempo, cuando era un
joven oficial, el hijo de Hotak incluso había servido como lancero. Pero en ese momento no
tenía ninguna de esas armas, así que utilizó la que, según la leyenda, el dios Sargonnas
había concedido a sus elegidos para que nunca estuvieran desprotegidos.
Con un grito de guerra, Bastion se inclinó y cargó contra el ogro.
Éste se sobresaltó al oír el chillido. Bajó la guardia. Uno de los cuernos de Bastion
abolló el peto, pero no lo rompió. Sin embargo, el otro atravesó limpiamente el metal y se
hundió en la carne del ogro, hasta llegar al pulmón.
La sangre salpicó los ojos de Bastion y empezaron a escocerle terriblemente. Oyó
una especie de gorgoteo que procedía del ogro. Ambos giraban; el ogro estaba al borde del
precipicio.
Bastion quiso soltarse, pero al intentar sacar el cuerno del cuerpo del ogro
moribundo, un dolor insoportable le recorrió la espalda. Cada nervio, cada músculo
temblaba fuera de control. Sintió la carne abierta, la humedad que le bajaba por la cintura.
El último pensamiento de Bastion, guerrero experimentado, fue que seguramente le
habían dado un golpe terrible en la espalda con una hacha. El vértigo se apoderó de él.
Sintió desesperación y arrepentimiento. Había perdido su lugar en el imperio, había perdido
a su familia y había fallado a Faros. Y también había perdido la vida.
—No te deshonraré…
Bastion no estaba seguro de a quién se había dirigido, si a su padre, a Faros o a él
mismo. Pero con sus últimas fuerzas cargó hacia adelante, agarró al ogro al que había
corneado, que se había caído e intentaba levantarse, y se lanzó hacia el precipicio.
Ya no sintió el agua fría y enfurecida cuando cayeron al río.
VIII
LA ESPADA Y EL ANILLO
La tosca mesa de roble crujió bajo el peso de los dos corpulentos minotauros que
cayeron sobre ella. Ambos luchadores se golpeaban espoleados por los gritos de los que
estaban sentados alrededor de la mesa. En la cabecera, el emperador gritaba con todas sus
fuerzas. Agitó la mano y tiró una copa de vino, que le manchó el peto, pero el accidente no
mereció ninguna atención. Sólo era una mancha más en una serie de percances que habían
ido sucediendo a lo largo de toda la carde de diversión.
Los elaborados tapices que mostraban a algunos de los emperadores más conocidos
también estaban llenos de lamparones y muchos tenían desgarrones, consecuencia de armas
blandidas sin cuidado. Las paredes de mármol de las que colgaban los tapices no habían
corrido mucha mejor suerte, ni tampoco los mosaicos del suelo en los que se veía a
Ambeoutin conduciendo a su pueblo hacia la libertad. La imagen del primer líder de los
minotauros estaba enterrada debajo de montones de comida tirada. Su séquito apenas
lograba hacerse ver entre las ropas esparcidas sin cuidado.
Ni siquiera los candelabros, con sus cinco brazos de hierro, habían logrado escapar
de los excesos del alcohol. Era increíble que todavía no se hubiera declarado un incendio,
pues no eran pocas las velas que se habían caído. Las lámparas se balanceaban cada vez
que un asistente a la fiesta demasiado borracho para mantenerse en pie se apoyaba
pesadamente en las cadenas que las sostenían.
A pesar de todo, los guardias apostados en la puerta y en la pared que estaba detrás
del emperador se mantenían inmóviles. Comida y gotas de vino manchaban sus uniformes,
pero ellos se mostraban impasibles. Ardnor ya había infligido castigos por mucho menos.
Más de una veintena de invitados, todos ellos adeptos al nuevo culto, disfrutaban de
la fiesta. No había nada que celebrar, pero no era necesario que lo hubiera. Esas juergas se
sucedían casi todas las noches y no era raro que se alargaran durante el día. Al fin y al cabo,
Ardnor era el emperador, el indiscutible señor del reino. Sus órdenes se cumplían de
inmediato y le gustaba ordenar fiestas.
Una joven acólita del templo, que no tenía aspecto de ser la sacerdotisa más
fervorosa, dio un traspié y cayó en el regazo de Ardnor. Éste la asió con fuerza, olvidando
por un momento la lucha cuerpo a cuerpo, hasta que uno de los combatientes aterrizó sobre
los restos de la cabra asada, y los platos ribeteados de oro y plata saltaron por los aires.
Entonces los luchadores estaban cubiertos de manzanas aplastadas y trozos mordisqueados
de pan de trigo y de centeno. Ambos reían como locos mientras peleaban. Al final, el
minotauro más enjuto, con un cuerno un poco torcido, sacó algo de ventaja. Los
combatientes dieron una patada a una de las sillas de respaldo alto con el símbolo del corcel
de guerra tallado, mientras seguían retorciéndose aferrados el uno al otro.
Los espectadores apostaban cuál sería el ganador. Lanzaban monedas en los yelmos
de los dos oponentes, que estaban al revés al final de la mesa. Las monedas que estuvieran
en el casco del perdedor se repartirían entre los que habían ganado la apuesta, y una parte
iría para el mismo ganador.
Uno de los apostadores más borrachos se inclinó tanto para animar al luchador que
había elegido que acabó recibiendo un puñetazo desviado, que le cayó en todo el hocico. El
hilo de sangre que empezó a manarle del morro se debía más que a la fuerza del golpe a que
el minotauro tambaleante se había mordido la lengua sin querer.
Sin dejar de manosear a su acólita, que se deshacía en risitas, Ardnor bramó su
aprobación. Levantó la vista y, de repente, su expresión se nubló. Sin más explicaciones,
lanzó a su acompañante a un lado y se incorporó de un salto. Concentrados en el juego, los
demás no se percataron de nada, hasta que Ardnor pegó un puñetazo en la mesa redonda, en
la que se abrió una grieta de un pie de largo.
—¡Fuera! ¡Fuera todos! ¡Ahora!
Los invitados se quedaron inmóviles, sorprendidos y dudando si habían oído bien,
pero una mirada de los ojos inyectados en sangre del emperador bastó para que recogieran
precipitadamente sus cosas y huyeran de prisa. Los guardias separaron a los dos luchadores
ebrios y los sacaron de la habitación.
Pero ni siquiera así Ardnor se mostró satisfecho. Agarró a uno de los guardias que
estaba apostado detrás de él y lo empujó sin miramientos.
—¡He dicho que todos fuera! ¡Todos! ¡Y cerrad la puerta!
Cuando por fin estuvo solo, Ardnor se volvió para mirar el tapiz sucio y
deshilachado con manchas recientes de sangre. Lanzando un gruñido propio de un animal,
Ardnor clavó la mirada en la imagen de mi padre. Hotak posaba con el yelmo colgado de
un brazo y un pie sobre un nerakiano muerto. Volutas de oro y plata enmarcaban el retrato.
El artista había representado a Hotak de tal manera que se viera su ojo bueno, que parecía
encontrarse con la mirada de su hijo.
Una gota de sangre cayó del ojo, y Ardnor imaginó que representaba la condena de
su padre.
—¡Yo era tu heredero! —gruñó al tapiz—. ¡Me habían preparado para ocupar tu
lugar! ¡Sólo he hecho lo mismo que tú habrías hecho!
Como era de esperar, la imagen no respondió, pero eso sólo consiguió enfurecer
más al obtuso Ardnor. Con un rugido, tiró todo lo que había sobre la mesa. Las copas, los
platos y los restos de comida cayeron al suelo con estrépito.
Él era el emperador de todos los minotauros. Las legiones marchaban a la guerra en
su nombre. Los gladiadores luchaban a muerte en el Gran Circo. Sus Defensores imponían
la ley marcial en todo el reino…
Desde que tenía uso de razón deseaba todo lo que entonces era realidad. Desde niño,
Ardnor había sido educado para ocupar el lugar de su padre y, después de tantos obstáculos,
el hijo mayor de Hotak había conseguido su objetivo. No obstante, sabía que el verdadero
poder no residía en el palacio, sino que emanaba del templo. De allí procedían los
mandatos, a menudo firmados con su nombre. Tal vez fuera él quien ostentara el título de
emperador, pero era su madre la que gobernaba el reino de los minotauros.
Sentía que la figura del tapiz lo observaba. Al final, Ardnor lo cogió por el extremo
inferior con una de sus manazas, con la intención de arrancarlo de la pared. Pero vaciló y,
tremendamente frustrado, soltó la tela, cogió el yelmo y salió airadamente de la estancia.
Los guardias se irguieron, asustados, cuando lo vieron aparecer por el pasillo en
busca de una víctima propicia para su mal humor. En sentido contrario llegaba un
desafortunado mensajero de la legión.
—¡Ése de ahí! ¿Qué estás haciendo aquí? ¿Traes alguna noticia importante?
El mensajero inclinó los cuernos rápidamente y se arrodilló.
—¡Su majestad! ¡Traigo una misiva privada para vos!
Ardnor atiesó las orejas.
—¡Bien, pues dámela, idiota!
El mensajero se peleó con una bolsa de piel, cerrada con un nudo, y por fin logró
sacar una diminuta nota sellada que había llevado un ave mensajera. Se la tendió al
emperador. Éste le dio vueltas en busca de cierta marca y, finalmente, encontró el icono del
hacha rota, dibujado con discreción.
—¡Retírate! —ordenó al oficial.
Alejándose de los guardias, Ardnor rompió el sello: «Saludos, Gran Maestre de los
Defensores, hijo venerado de la suma sacerdotisa, emperador de emperadores…»
La enumeración de títulos ocupaba varias líneas. Aunque Ardnor soltó un resoplido
burlesco, aquellas palabras del fiel lo halagaban sobremanera.
«Yo, Genjin Es-Jamak, un sencillo acólito que no merece pisar vuestra sombra,
envío este informe con la máxima celeridad para que sólo vuestros ojos lo lean. Considero
imperativo advertiros…»
Ardnor abrió los ojos como platos. Leyó el mensaje tres veces, echando las orejas
hacia atrás y lanzando llamas por los ojos inyectados en sangre. Cuando más o menos logró
digerir lo que decía la nota, la rompió con tanta rabia que a punto estuvo de pulverizarla
con su enorme mano. Resoplaba con fuerza, pero ésa era la única muestra de sus
sentimientos que podían percibir los centinelas.
Se volvió hacia uno de ellos.
—¡Ordena a ese mensajero que vuelva! —le espetó—. ¡Dile que espere a la entrada
de mi cuartel general! Voy a darle la contestación.
El soldado se apresuró para alcanzar al oficial. Ardnor se dirigió hacia sus
habitaciones privadas. Mientras caminaba con pasos airados, mostró los dientes en una
cruel sonrisa de depredador. Su madre había querido que fuera un gran emperador y así
sería. Estaba a punto de tomar una decisión difícil, si bien necesaria. Una decisión imperial.
Una decisión tal que ni siquiera su padre, el gran Hotak, se habría atrevido a tomar.
Faros perdía y recuperaba la conciencia. No podría haber dicho cuánto tiempo
llevaba tirado en el suelo de la habitación milenaria. Horas, de eso no cabía duda: días
quizá…; al menos uno, seguramente dos o tres. Todo el cuerpo se le retorcía de dolor, se
moría de sed. Tenía hambre y náuseas a la vez, y se sentía como si estuviera quemándose
vivo.
Soñaba… o, más exactamente, tenía pesadillas. Las alucinaciones eran más
lúgubres que nunca. Se le aparecían los rostros macabros de Sahd, Paug y los demás, y más
que ningún otro, el del Gran Señor Golgren. También veía otras imágenes más vagas, pero
no menos inquietantes, visiones de un reino húmedo y oscuro por el que vagaban figuras
tambaleantes con los cuerpos corrompidos por la enfermedad, atrapadas en un tormento sin
fin. A veces, esas imágenes se confundían con sus recuerdos de Nethosak, la capital del
imperio se convertía en una ciudad poblada por demonios cadavéricos y edificios en ruinas.
Sólo una cosa salvó a Faros de la locura a la que le arrastraba la plaga, un murmullo
incesante que lo mantenía unido a la realidad.
—Tan cerca…, tan cerca… Sólo unos pasos más… Puedes lograrlo, sí, puedes
lograrlo…
No reconocía esa voz, no pertenecía a ninguno de sus seguidores. No recibiría
ninguna ayuda de ellos. Los rebeldes habían cumplido sus órdenes y habían abandonado los
lugares donde se amontonaban los enfermos y los muertos.
Desde un rincón de su conciencia, Faros se dio cuenta de que estaba tumbado en el
centro de su habitación, y eso le recordó algo. Se había desplomado en la entrada. De
alguna manera había logrado arrastrarse hasta el interior, pero no lograba recordar con qué
intención. Más allá estaba la espada. Con un gemido, Faros intentó alcanzarla, pero parecía
que los separaba una eternidad. Reuniendo las pocas fuerzas que le quedaban, el minotauro
agonizante logró arrastrarse unos milímetros más.
Tuvo que hacer un esfuerzo tan grande que se desvaneció. Volvieron las pesadillas
y con ellas la voz que le susurraba. En cierto momento, Faros volvió a estirarse y descubrió
que la espada estaba casi a su alcance. No recordaba haberse acercado más, pero ya nada le
sorprendía.
La gema más grande de la empuñadura, la magnífica piedra verde del centro, era la
única iluminación de la estancia. Faros no se cuestionó algo tan extraño, ni tampoco le hizo
reaccionar. Era evidente que la espada poseía magia.
Su cuerpo ansiaba dormir, pero Faros siguió arrastrándose con los codos. Rozó la
espada con las yemas de los dedos. El arma se deslizó a su mano, como si quisiera que la
cogiera. Faros dio un grito ahogado. Sintió que los síntomas de la plaga se estremecían y
remitían un poco. Seguía ardiéndole todo el cuerpo, pero al menos podía pensar con más
claridad.
—El anillo…
Fue lo único que dijo la voz. Faros buscó con los ojos inyectados en sangre el otro
artefacto que había heredado de Sargonnas. Un graznido seco salió de su boca llena de
ampollas cuando recordó dónde estaba.
—El anillo… —repitió la voz en su cabeza, apremiándolo.
Reunió todas sus fuerzas desde lo más profundo de su ser y consiguió levantarse.
Asiendo la espada, desesperado, Faros cruzó la habitación balanceándose de un lado a otro
sin que pudiera evitarlo. Hubo un momento en que estuvo a punto de chocar contra la pared
y caerse, pero la espada se mantuvo recta como un bastón, y el minotauro logró recuperar el
equilibrio.
Faros encontró la grieta por la que había caído el anillo y se arrodilló. Sintió que la
enfermedad volvía a apoderarse de él y tuvo que apoyar el hocico en la pared para no
desplomarse de nuevo. Apretó con más fuerza la espada de Sargonnas y recuperó un poco
de fuerza. No sabía por qué, pero era vital que encontrara el anillo.
Con la vista borrosa, pasó los dedos por la grieta, pero lo único que palpaba era
suciedad. Entonces, sintió algo metálico y circular que no podía ser otra cosa que el anillo
perdido. Faros intentó levantarlo con el dedo índice, pero el objeto resbaló. Maldiciendo en
voz alta, lo intentó con el meñique. Consiguió engancharlo y lo levantó con mucho
cuidado, hasta que salió a la luz.
El anillo colgaba del dedo, a punto de escaparse de nuevo. La mano de Faros
empezó a temblar a medida que la alejaba lentamente de la grieta, hasta que el anillo volvió
a caerse y, tintineando por el suelo con una chispa, se detuvo junto a su rodilla. Lo atrapó
con la mano libre, pero cuando estaba a punto de ponérselo, la voz habló de nuevo.
—La sangre debe manar, para él y para mí…
A pesar del esfuerzo sobrenatural que estaba haciendo, Faros frunció el entrecejo.
¿Sangre?
—Una gota a cada uno, en el centro del ojo…, o la plaga te llevará…
No le importaba a quién perteneciera aquella voz empeñada en murmurar, ni
siquiera si se trataba de Sargonnas. Se sentía mareado y débil, estaba cansado de acertijos.
—Está bien, maldita sea…
Levantó la espalda, se concentró en la mano temblorosa y acercó la afilada hoja a la
palma. Un leve roce del metal bastó para rasgar la piel. Asomó la sangre y, al mismo
tiempo, Faros habría jurado que había oído un lamento que provenía de la espada.
Volvió a sentir la fuera de la enfermedad. Con los ojos anegado en lágrimas, Faros
giró la mano, y cayó la primera gota de sangre. Se posó en el centro exacto de la piedra
negra del anillo… y desapareció en ella sin dejar rastro. Faros estaba a punto de coger la
espada cuando recordó la segunda parte de la orden. Dio la vuelta a la espada para acercar
la esmeralda de la empuñadura.
Vio un ojo que le devolvía la mirada, pero Faros parpadeó y ya no volvió a verlo.
Tomando una bocanada de aire, giró de nuevo la mano. Una gota de sangre cayó en la
esmeralda y, al igual que la primera, desapareció en la piedra preciosa. De repente, la
espada relumbró con una intensa luz verde. La luz inundó la estancia.
—El anillo…
Presa de terribles temblores, Faros soltó la espada sólo lo necesario para ponerse el
anillo. En cuanto lo logró, algo lo sacudió por dentro. Faros gritó y habría querido arrojar la
espada, pero sus dedos la asían con fuerza. Sintió que una ola de fuego le atravesaba el
cuerpo.
Entonces, la agonía de la plaga se retiró bruscamente. El minotauro ya no sentía la
terrible presión en la cabeza y, de repente, podía volver a respirar con normalidad. Sintió
que poco a poco recuperaba las fuerzas. En un momento, desapareció todo el dolor. Ya
podía mantenerse en pie, incluso moverse.
—Tu sangre está ligada, tu sangre está purificada…
El brillo de la espada apenas era ya visible, pero el anillo estaba caliente. Faros miró
en derredor y vio el pellejo de agua y algunos alimentos secos. Comió y bebió con tanta
avidez que se salpicó todo el pelaje.
Después, avanzó torpemente por los salones. El único sonido que oía era el de sus
propias pisadas. El templo estaba sumido en la oscuridad, excepto por el tenue resplandor
de la espada de Sargonnas. Sosteniéndola delante de sí, el líder de los rebeldes fue
abriéndose camino. A sus oídos únicamente acudía la caricia liviana del aire.
Cuando por fin llegó junto a una ventana, comprobó que era de noche por la
oscuridad del exterior. Entonces, oyó un ruido estremecedor. Se quedó quieto como una
estatua, escuchando e intentando descifrar el sonido, un grito desgarrador. Al otro lado de
los muros del templo, grotescamente iluminados por antorchas y hogueras diseminadas por
el páramo, Faros vio a sus seguidores. No habían escapado de la maligna plaga. El grito que
había oído, y que habría de oír una y otra vez, era el que salía de la boca de cientos de
enfermos. Mirara a donde mirara, sus ojos encontraban enfermos y moribundos. Pocos
estaban de pie o se movían. Las víctimas de la enfermedad yacían en el suelo,
desperdigadas sin orden, mezcladas con los cadáveres del enemigo.
Al final, Nephera había vencido. Donde la fuerza de las armas había fracasado, la
magia malvada había logrado acabar con la rebelión. Alzó la vista y vio las estrellas
relucientes. La paz que reinaba en los cielos contrastaba cruelmente con las escenas de la
tierra. El hedor a podredumbre y enfermedad se apoderó de sus sentidos hastiados.
Un conjunto de estrellas captó su atención. Faros tardó un momento en darse cuenta
de que ésa era la constelación que representaba al supuesto dios. Un sentimiento de
responsabilidad que jamás había experimentado antes tocó su corazón. Con un
estremecimiento, Faros recordó a su padre.
—¡De acuerdo! —rugió el minotauro a las estrellas—. ¡De acuerdo, maldito seas,
Señor de la Venganza! ¡Te necesito! ¡A ti, no a tus juguetes! ¿Quieres que te lo suplique?
¡Pues lo haré! ¡Ayúdanos! ¡Ayúdanos ahora, o no quedará un solo fiel que te adore! ¿Me
oyes? Ayuda…
Un trueno ensordecedor sacudió el templo. El minotauro tuvo que agarrarse. Oyó
gritos asustados. Tras el trueno llegó el silencio…, y al silencio le siguió el graznido
solitario de un pájaro.
Un momento después, otro pájaro respondió al primero, y otro más. Al instante,
parecía que todas las aves del mundo respondiesen a la primera, aunque ninguna se
mostraba a los ojos. Los sonidos estridentes ahogaron todo lo demás. De repente, por allí
llegaba el aleteo de unas alas. Cientos, miles de alas. El ruido se convirtió en un estruendo
tal que Faros pensó que estaba a punto de estallarle la cabeza.
Un cuervo feo y gordo entró por la ventana. Pasó junto a Faros y entró en la cámara
donde yacían los muertos. Se posó sobre uno de ellos y picoteó la carne. La tragó y volvió a
picotear con avidez.
Otro cuervo pasó rozando el hombro de Faros. Se posó en otro cadáver e imitó a su
compañero. Sin que nada anunciara su visita, el templo se llenó de pájaros que llegaban sin
parar. Había aves diminutas y enormes, pero todas eran carroñeras. Caían sobre los
cadáveres con impaciencia. Algunos cuerpos tenían tantos pájaros encima que era
imposible distinguirlos bajo la masa de plumas.
Consciente de que de alguna manera él había desalado aquello, el líder de los
rebeldes atravesó el templo corriendo para salir afuera, con la esperanza de llegar junto a
los supervivientes y ayudarlos. En su carrera, se cruzó con más y más pájaros que se
adentraban en el edificio de piedra y atestaban los corredores. Faros tropezó con cadáveres
de los que apenas quedaban los huesos, pero en la mayoría de los casos las aves lo
devoraban todo: carne, tendones, incluso los huesos.
Con los graznidos de los voraces animales retumbándole en los oídos, Faros
consiguió llegar a la puerta tambaleándose. Allí se quedó inmóvil al comprobar la magnitud
de lo que estaba sucediendo. Bajo la luz de las estrellas, que entonces brillaban con la
intensidad del sol, tenía lugar la carnicería más cruenta que hubiera visto en todas las
batallas. Los cielos y la tierra estaban cubiertos del manto negro de los carroñeros. En el
exterior no sólo se agolpaban los cuervos y otras aves de su misma familia, sino también
gigantescos buitres, águilas y cóndores. Todos habían acudido y atacaban el campo
sembrado de muertos. Desgarraban la carne y hacían un ruido estremecedor mientras se
entregaban al festín.
Aquí y allá los supervivientes se acurrucaban, observando aquel espectáculo
estremecedor. Lo único que podían hacer era quedarse donde estaban y mantenerse
vigilantes. Una eternidad después, aunque en realidad sólo fueron unos minutos, los pájaros
habían acabado. En el campo de muertos apenas quedaba alguna armadura hueca, armas
abandonadas y cinchas de piel.
El foco de la plaga estaba totalmente destruido, o por lo menos, los muertos ya no
seguirían propagando la enfermedad. Entonces, empezó a llover violentamente. El agua
caía del cielo y lo empapaba todo, incluidos los pájaros. No había nubes, ninguna señal que
alertara de la tormenta. Había estallado de la nada en aquel límpido cielo nocturno.
De la lluvia se alzó una neblina pálida y húmeda, pero de alguna forma
reconfortante. Lo cubría todo, pero su manto era más espeso alrededor del templo.
De hecho, Faros sentía que la lluvia y la bruma habían arrastrado algo repugnante
que había en su interior. Miró hacia ahajo y gruñó, sorprendido, cuando vio un hediondo
charco verdoso a sus pies, que rápidamente se filtró en la tierra. Al mirar en derredor
descubrió que alrededor de la mayoría de minotauros crecía un charco similar, sobre todo
junto a los más aquejados por la enfermedad. Era como si todos los supervivientes
estuvieran siendo purgados de la plaga. Aquellos que se habían retorcido presos de los más
terribles dolores tenían los charcos más grandes y pestilentes. Cuando la sustancia
desaparecía, los enfermos empezaban a moverse como si hubiesen sanado.
Pero el único en verlo y entenderlo todo fue Faros. El hijo de Gradic comprendió
que los enviados de Sargonnas los habían salvado. El último charco penetró en la tierra. En
ese mismo instante, la lluvia y la niebla desaparecieron. La oscuridad de todas las noches
regresó, acompañada de las estrellas normales.
Entonces, como si estuvieran esperando una señal, los pájaros alzaron el vuelo y se
alejaron en todas las direcciones por las que habían llegado. Sin embargo, cientos más se
quedaron inmóviles, observando, aguardando, como si esperaran que sucediera algo más,
pero ya no había nada más. Ninguno de los presentes podía dudar de que había sido un
milagro. Muchos eran los que habían estado a las puertas de la muerte y entonces estaban
sentados en el suelo; ni siquiera tenían aspecto de haber estado muy enfermos. No obstante,
no se oyeron gritos de alegría, pues todos estaban demasiado cansados y perplejos ante el
repentino giro de los acontecimientos. En cuanto a Faros, se alzaba mudo entre ellos,
sumido en sus pensamientos…
Todo lo que había intentado enterrar en lo más profundo de su ser explotó en la
superficie. Con los brazos levantados hacia el cielo, Faros rugió su dolor y su despertar al
camino que debía seguir. Gritó una y otra vez, mientras los minotauros que le habían
seguido con gran lealtad lo observaban boquiabiertos, confusos.
Cuando ya no pudo gritar más, Faros se volvió hacia la lejana Mithas. Con la
mirada perdida en la lontananza, imaginó Nethosak, el imponente palacio del emperador y
el gran templo de los Predecesores.
Los imaginaba envueltos en llamas y sangre.
IX
MENSAJES PROFÉTICOS
DEMONIOS EN LA NOCHE
BLOTEN
Bloten, capital de Blode, antaño una de las ciudades más importantes de los
venerados Grandes Ogros, se encogía en lo alto de las montañas del norte. Miles de años
atrás, sus esbeltas torres —algunas, según la leyenda, enteramente hechas de cristal
blanco— y los palacetes inmensos y extravagantes se conocían en los confines de la tierra.
Todos acudían a Bloten. Las mayores fortunas de Ansalon se encontraban allí, como
atraídas por un imán. En los mercados se vendían objetos exóticos del otro lado de los
océanos, incluidos raras esencias que tardaban años en destilarse y animales que no podían
encontrarse en cautividad en ningún otro lugar. Se decía que si no se encontraba algo en
Bloten, era porque no existía. Las principales ciudades de Kern de los Grandes Ogros no
podían compararse con la capital de Blode.
Como ocurrió en Kern, los ogros del segundo reino fueron presos de la decadencia y
más tarde del salvajismo. Abandonada por todos, excepto por un puñado de descendientes
bárbaros de sus antiguos habitantes, Bloten se convirtió en una caricatura de su antiguo
esplendor. Con el paso del tiempo y el tributo exigido por la violencia y los desastres
naturales, las murallas se vinieron abajo y muchas de las increíbles torres sin par se
derrumbaron. Las calles empedradas con cantos pulidos y relucientes se hundieron con los
temblores que resquebrajaron la tierra. Barrios enteros de la ciudad desaparecieron. Las
amplias casas abandonadas se redujeron a caparazones rotos, despojadas de todo valor y
ocupadas por los fieros descendientes de aquella raza con atisbos de dioses, habitadas por
clanes enteros de guerreros sanguinarios. Bloten se convirtió en una sombra, un fantasma
de la gloria perdida por la arrogancia de sus fundadores.
Entre todas las ciudades de los ogros, incluida la nororiental Kernen, Bloten había
sido la que había hecho el esfuerzo más ímprobo por resucitar el magnífico pasado. Las
pocas torres que quedaban se habían reconstruido de la mejor manera posible o estaban en
plena remodelación. Quedaban algunos restos de las míticas estructuras de cristal, y
siempre que se encontraba algún fragmento de tales joyas, se incorporaba con maestría a
los nuevos edificios. Así, las torres devolvían a Bloten su resplandor bajo el sol.
En el pasado, el más preciado símbolo de la capital había sido el halcón pardo de
montaña, una feroz ave de presa de cresta roja con una envergadura de más de doce pies.
La mayoría de las imágenes del animal se habían perdido con el tiempo, pero entonces una
gigantesca escultura de mármol custodiaba cada una de las cuatro enormes puertas de
madera, con las alas extendidas, como si las legendarias aves protectoras de Bloten
estuviesen a punto de lanzarse sobre sus enemigos. Las cuatro estatuas eran una
incorporación moderna, ordenadas no por el gran Donnag, sino por el verdadero señor del
reino.
En el interior y alrededor de las torres, los barrios de la ciudad que se habían
conservado también se habían limpiado, se habían embellecido y se habían rehabilitado.
Las murallas circulares volvían a alzarse hacia el cielo; una pasta marrón cubría los huecos
donde se había caído la piedra. Aquí y allá, los esclavos hábiles con el cincel restauraban o
tallaban hermosas imágenes de figuras esbeltas y elegantes que parecían descender de los
mismos cielos. Eran, a su manera, tan bellas como los Grandes Ogros, pero más altas e
imponentes, con unos rasgos tan poderosos que casi resultaban amenazadores.
Golgren, que entraba en la ciudad a la cabeza de su ejército, resopló con desdén
cuando sus ojos se posaron sobre esas imágenes. Aquellos que las habían encargado vivían
en una ilusión que él toleraba a regañadientes. La serpenteante columna de guerreros y
animales que cruzaba la puerta abovedada sólo era una parte de las fuerzas que estaban a
sus órdenes, pero conformaba por sí sola un espectáculo formidable. Los guerreros con
armadura, los mastarks con sus yelmos y los siempre amenazadores merodracos
impresionaban a los numerosos espectadores. Jamás en la historia de los ogros una sola
figura había acumulado tamo poder, ni siquiera los kans ni los caciques.
Los guardias de las murallas lo aclamaban a gritos. Los ciudadanos se
arremolinaban para mostrarle su apoyo. Las porras golpeaban el viejo empedrado con un
estruendo ensordecedor. Otros espectadores aullaban, y con sus gritos guturales honraban el
poder del Gran Señor. Algunos amaloks del sur —que se distinguían de sus primos de
Kern, más altos y delgados, por el cuello más corto y el cuerpo pardo amarillento y de
caballos voraces— se unieron a los gritos. Muchos de los que lo aclamaban se cubrían con
sencillos briales, pero otros vestían ropas parecidas a las de Golgren. Éstos hacían
reverencias y se comportaban de forma más civilizada. Más de uno se había limado los
colmillos al estilo del Gran Señor. Sus elegidos pertenecían a este grupo; eran los que se
ocupaban de sus dominios durante sus ausencias. En Bloten no faltaban razones para
mantenerse ojo avizor.
Los fragmentos de cristal de las altas torres relucían intensamente, como comprobó
Golgren con satisfacción. Había programado su llegada justo a esa hora, consciente de que
el sol brillaría con toda su fuerza. Para la multitud, el Gran Señor casi parecía una visión
celestial; el resplandor que lo envolvía resaltaba su prestigio.
Se levantó viento. Sólo un ogro, o un enano gully, podía soportar el hedor de esa
multitud de cuerpos mugrientos sin arrugar la nariz. Golgren enganchó las riendas en la
silla y de un morral sacó un pequeño frasco, que se llevó a la nariz. El embriagador aroma
logró ahogar por un momento la pestilencia de su pueblo. Después de volver a esconder el
frasquito, cogió las riendas y entonces se dirigió a su destino.
Una procesión menos numerosa pasó por un lado mientras el Gran Señor cruzaba la
ciudad. Ataviados con túnicas grises, cuatro ogros enormes llevaban una litera de madera y
piel de cabra, en la que descansaba el cuerpo de un valioso amalok. Habían degollado al
animal y alrededor del cuerpo atado había unas jarras pequeñas de arcilla llenas de la
sangre del caballo. Los recipientes parduscos estaban sellados con cera para que no se
derramara su contenido. Detrás de la litera caminaban cinco ogros más, también vestidos de
gris, con la cabeza inclinada. La figura que abría la comitiva, con la melena recogida en una
coleta, era una autoridad local que gozaba de la protección de Golgren. Los que le seguían
eran miembros de su clan y otros ogros de casta alta. El líder y algún otro se habían limado
los colmillos. Todos ellos llevaban unos pequeños sacos de piel en los que se revolvía algo.
Golgren miró más allá de la procesión, más allá de las murallas de la misma Bloten,
donde las altas montañas escarpadas se imponían como centinelas protegiendo la ciudad.
Las cumbres cubiertas de nieve y las siluetas dentadas de los riscos hacían pensar a los
ogros más supersticiosos en guerreros gigantescos cubiertos con yelmo.
La otra procesión se dirigía a ese inhóspito terreno para honrar a los guerreros de
piedra y pedirles sus bendiciones. El amalok era un animal muy preciado, que servía de
ofrenda. Parte del ritual insistía en recorrer el camino descalzos llevando el valioso
sacrificio. En los sacos más pequeños había barakis jóvenes, los lagartos de caza que hacían
furor en las castas más altas. Eran otra ofrenda, que se llevaba viva hasta el lugar, para que
los espíritus se sintieran más halagados. Pasarían los barakis a cuchillo mientras el cuerpo
del amalok ardía sobre uno de los montículos de piedra que salpicaban las laderas.
La procesión no se cruzaba en el camino de Golgren por una mala planificación,
sino que al emprender el trabajoso camino en ese mismo momento, el otro ogro cumplía
con su deber de honrar al Gran Señor. Los sacrificios serían ofrecidos por la gloria venidera
de Golgren.
Cuando el señor de Kern y Blode pasaba a su lado, el Gran Señor metió la mano en
un morral. Sacó el trozo de un colmillo roto y lo tiró a los pies de su seguidor. El otro ogro
se inclinó y recogió la ofrenda. En ningún momento osó levantar la cabeza, pero agarró el
colmillo con evidente avaricia.
El trozo de colmillo pertenecía a un rival de Golgren muerto hacía mucho tiempo.
El poder del rival muerto era entonces el poder del Gran Señor, y al darle una parte a su
seguidor, Golgren le entregaba una pequeña porción de su muerte gloriosa.
Olvidada ya la otra procesión, Golgren volvió a mirar al frente. Delante de él se
alzaba una estructura más imponente aún que las magníficas torres. Se decía que el palacio
de Donnag señalaba el lugar de origen de los Grandes Ogros. Era veinte veces más grande
que los otros palacios. La enorme estructura cuadrada recordaba, en parte, a una fortaleza y,
en parte, a un templo, con almenas y grandes puertas de bronce. La torre principal
dominaba todas las construcciones de la ciudad. El palacio parecía nuevo, pero sólo porque
se había pintado y se había remodelado hacía poco. Relucía con el blanco del marfil
primigenio. De las elevadas ventanas pendían suntuosos tapices que mostraban figuras
esbeltas de piel azul.
Donnag había empezado a trabajar en su palacio casi inmediatamente después de
hacerse con el control de la ciudad algunos años atrás. El palacio, y en realidad todo Bloten,
se habían concebido como un monumento a la grandeza de Donnag. Entonces, aunque
Donnag seguía ostentando el título de gobernador, el palacio y los demás edificios oficiales
servían a Golgren. Ya había ordenado que se sustituyesen los tapices por otras piezas
ricamente bordadas en las que se glorificaba su figura, no al remoto pasado.
—Ky i grul —ordenó.
Uno de sus subordinados levantó un cuerno de cabra y tocó una serie de notas. La
muchedumbre se quedó en silencio. El ejército se detuvo. Únicamente el Gran Señor y
Nagroch, que se mostraba extrañamente adusto, siguieron cabalgando.
Los corpulentos guerreros con petos y yelmos acabados en un pincho estaban
apostados en la entrada del palacio. Los guardias eran más delgados y parecían más
recelosos que la mayoría de los de su clase. Su armadura era de metal pulido y las armas
estaban nuevas y bien afiladas. Se enderezaron con un movimiento brusco propio de
solámnicos. Cuando Golgren desmontó, alzaron las armas en señal de saludo.
—Juy I foroon i’Donnag kyrst, ¿ke? —susurró Nagroch.
—F’han —respondió su líder, indiferente.
En las puertas del palacio —altísimas puertas de bronce nuevas en las que estaban
talladas dos figuras gemelas en pose de oración—, dos guardias, que sostenían las cadenas
de sendos merodracos, miraban respetuosamente a los recién llegados que se acercaban.
Nagroch, por su parte, lo observaba todo con gran recelo y no apartaba la mano de su arma.
Por el contrario, Golgren caminaba despreocupadamente, con la confianza de quien se
siente seguro incluso en casa de su enemigo.
Los recibió un ogro que, al igual que Golgren, se había limado los colmillos hasta
convertirlos en meras protuberancias. Aunque era tan alto como solían serlo los de su raza,
era de constitución mucho más delgada. Su melena competía en cuidados con la del Gran
Señor y tenía más aspecto de ser de Kern que de Blode.
—Herat i Jeroch uth Kyr i’Golgreni —dijo el sirviente, con la cabeza gacha.
Se lanzó a recitar la letanía de títulos del Gran Señor, pero Golgren lo liberó de la
formalidad con un gesto indiferente. El sirviente asintió y señaló hacia adelante, hacia la
cámara de audiencias del cacique Donnag.
—Koloth i Donnarin ut.
Por toda respuesta, el Gran Señor miró fijamente los muros del palacio. Llamaba la
atención que, a diferencia de tantos otros lugares, estaban totalmente desprovistos de
motivos decorativos, aunque se veían marcas de antiguos ornamentos. En el suelo y el
techo había una cenefa plateada.
—Ko jya —dijo finalmente Golgren. Señaló un estrecho pasillo que se perdía a la
derecha de la cámara de audiencias—. Mera i Daurorin ut.
El sirviente frunció el entrecejo sin decir nada.
Golgren clavó la mirada en el otro ogro, que era mucho más alto y parecía más
fuerte que él.
El sirviente fue el primero en apartar la vista. Volvió a inclinar la cabeza y
murmuró:
—Mera i Daurorin ut… ke.
Sin ocultar su reticencia, el sirviente los condujo por el pasillo lateral. En contraste
con el resto del palacio, el camino no estaba iluminado y a cada paso la oscuridad se cernía
sobre ellos. Era como si las antorchas apenas pudiesen conservar su llama, como si les
faltase aire. La mano de Nagroch descansaba sobre el arma, pero Golgren seguía
caminando sin preocupación aparente. Mientras tanto, el sirviente se ponía cada vez más
nervioso y no dejaba de mirar al Gran Señor por encima del hombro.
Por fin, en medio de la oscuridad, llegaron a una pequeña puerta de bronce. Delante
de ella se alzaba un guardia tosco al que el yelmo sólo le dejaba al descubierto los ojos y la
boca. Era por lo menos el doble de corpulento que la mayoría de los otros y casi una cabeza
más alto. A pesar de que apenas había luz, se adivinaban las impresionantes venas de los
brazos y el cuello. En los ojos le brillaba una luz malévola.
—Haja —empezó a decir el sirviente—. Haja i’Golgreni ot mera i Daurorin ut.
El brutal centinela no mostró reacción alguna, excepto porque entrecerró
ligeramente los inquietantes ojos.
—¡Haja! —repitió el sirviente, con un tono más insistente—. ¡Haja i’Golgreni ot
mera i Daurorin ut! ¡Haja!
Nagroch lanzó un aullido y empezó a desenvainar su arma. Pero en ese mismo
momento Golgren pasó por delante de su guía y miró con solemnidad al guardia. La tosca
figura comenzó a respirar agitadamente y, por fin, se apartó a un lado. El sirviente
reaccionó con rapidez, adelantó al Gran Señor y tocó el centro de la puerta con un dedo.
Como si tuviera vida propia, la puerta se abrió. El nervioso guía se retiró a un lado y
les indicó que entrasen sin él. Nagroch resopló al ver su miedo y siguió a su señor. Casi no
les había dado tiempo a dar un paso, cuando en la oscuridad una voz susurró algo en un
idioma un bello como la música. Tras ellos, la puerta se cerró. Una sombra se deslizó frente
a sus ojos; se adivinaban su gran altura y su elegancia perfecta.
Algo silbó cerca de la pierna de Nagroch. Un reptil se irguió sobre sus patas traseras
y lanzó un mordisco al ogro. Nagroch gruñó y le propinó una patada al baraki. El lagarto de
caza intentó arañarlo con las garras y retrocedió entre las sombras, sin dejar de echar
salivazos.
La figura de las sombras volvió a hablar, en esa ocasión dirigiéndose directamente a
Golgren.
—Jya uf heref —contestó el Gran Señor.
Su anfitrión invisible volvió a responderle en la misma lengua musical. A pesar de
la extrema belleza del idioma, lograba que las palabras y el tono resultaran amenazantes.
—Hablas la lengua de los antiguos tan poco como yo lo hago —bufó Golgren—. Sí
quieres jugar a este juego, hablaremos en común. Elige.
La otra voz contestó con una única palabra. La cámara se iluminó lo suficiente para
descubrir a otro ogro, pero que en absoluto se parecía a Golgren o a Nagroch…, o a ningún
otro de su raza, en realidad. Ese ogro era mucho más alto que los otros dos, casi llegaba a
los quince pies. Su piel era de un azul brillante, hermosa como la azurita. Si en los rasgos
de Golgren se adivinaba un posible antepasado elfo, no sería difícil confundir a ese ogro
con un gigante de esa raza, tan bello era su rostro. Pero no existía ningún elfo con tan
maravillosa y perfecta musculatura, ninguno tenía unos ojos de oro puro que brillaran con
una fuerza tan misteriosa. En sus rasgos no había delicadeza, sino una oscuridad latente. La
sonrisa con la que recibió a sus invitados era reservada, reticente. Sus vestiduras eran las
más ricas que se habían visto en Blode hasta entonces, suntuosas, amplías, sedosas, y
resaltaban el aura, más cercana a los dioses que a los ogros.
Era imposible dudar de que aquel ogro era uno de los representados en los tapices
de las ventanas. La alta silueta azul irradiaba una presencia tan poderosa que la mayoría de
ogros se sentirían abrumados…, pero no el Gran Señor ni su oficial de más confianza.
—Sí así lo deseas —convino el gigante, dotando de elegancia incluso a su común.
Señaló la puerta que había detrás del Gran Señor con unos dedos largos y delgados que
terminaban en unas garras negras, más propias de otro cuerpo—. Podemos hablar más
cómodamente en la cámara de audiencias…
Golgren le dedicó una sonrisa astuta.
—No tengo nada que hablar con Donnag. Donnag lo entiende. Donnag sabe cuál es
su lugar y espera. Es de los otros titanes de los que desconfío. ¿No aprenden del ejemplo de
Donnag, que me sonríe, me da palmaditas en la espalda y bebe conmigo como si fuera su
hermano de sangre, que me maldice en silencio, pero no deja de obedecerme?
Los labios del titán se separaron reveladoramente. En el centro de la perfección de
su rostro, quedaron al descubierto dos hileras de dientes despiadados más propios de un
tiburón.
—Nosotros… lo entendemos todo muy bien, Gran Señor. La mano de la bruja y tus
propias estratagemas no nos dejan más remedio que entenderlo. No habrá ninguna traición.
—¿Ni siquiera por parte de Dauroth?
El titán parecía inquieto.
—Ahora no está aquí. Preferiría no contestar en su nombre, ni siquiera en esta…
Mientras estaba hablando, un gemido lastimero se escapó entre las sombras que
tenía detrás. La figura azul hizo un gesto. Por un momento, su mano brilló con una luz
naranja. El gemido se interrumpió de inmediato.
—Hay muchos elfos en Ambeon —comentó Golgren, utilizando a propósito el
nombre minotauro para dar fuerza a su razonamiento—. Cada vez menos en Blode,
¿verdad? Dauroth sigue buscando, pero sin éxito. —Observó los sutiles cambios en la
expresión del titán—. ¡Oh, sí…!, todo se sabe. Dauroth vuelve con las manos vacías.
Donde antes podían encontrarse elfos sanos y resistentes, ahora cada vez es más difícil dar
con uno.
El titán no dijo nada, pero sacó los dientes. Le temblaban ligeramente las manos,
prueba de que la cólera se agolpaba en su interior.
—No sólo los elfos, también algunas plantas, hierbas…, cosas. Es tan difícil reunir
todo lo necesario…, más aún lograrlo a tiempo…
Haciendo grandes esfuerzos por contenerse, el gigante hincó una rodilla de mala
gana.
—¡Sólo buscaba nuestra supervivencia! No nos enfrentaremos a ti, Guyvir.
Acababa de pronunciar la peor palabra posible. Los ojos de Golgren lanzaban fuego.
Miró al ogro arrodillado con tal vehemencia que incluso el enorme titán retrocedió,
asustado.
—¡No hay ningún Guyvir!
El Gran Señor chasqueó los dedos y señaló en dirección al gemido. Presa de un
nuevo ímpetu, Nagroch cogió con alegría la daga que llevaba en el cinturón. Desapareció
en la oscuridad y se oyó una voz inconfundiblemente elfa que balbuceaba con miedo. El
titán hizo ademán de levantarse, pero la mirada airada de Golgren le obligó a arrodillarse de
nuevo.
—¡Ha sido cosa de Dauroth, no mía! ¡Yo he sido obediente!
—Esto no es por la tontería de Dauroth —aseguró el Gran Señor con desgana—. Es
para que lo recuerdes. Yo soy Golgren…, Golgren…
En las sombras se oyó un grito ahogado, y la voz quejumbrosa del elfo calló para
siempre. Segundos después, volvió a aparecer el obtuso Nagroch. Limpiaba la hoja de la
daga con una tela verde y sucia, de hechura elfa. Sonriendo malignamente al Gran Señor,
volvió a enganchar la daga en el cinturón.
—¡El elixir no estaba acabado! —gimoteó el ogro arrodillado, a punto de
levantarse.
Sin embargo, la mirada de Golgren lo mantenía en su sitio.
—Algo para hacer memoria.
—¿Dónde encontraré otro?
Golgren sonrió, descubriendo sus dientes de depredador.
—Pregunta a Dauroth.
—Pero…
—Basta de advertencias. O todos obedecen o todos sufrirán las consecuencias.
El titán agachó la cabeza, derrotado. No dijo nada.
Sin dejar de sonreír, el Gran Señor salió tranquilamente de la habitación. El colosal
guardia se agazapó contra la pared al paso de Golgren. Detrás del centinela, aguardaba el
sirviente, expectante.
—¿Kyi ut i’Donnagi?
Golgren no le hizo caso. No había ninguna necesidad de ver a Donnag. Para
asegurarse su propia supervivencia, el cacique se encargaría de que ningún otro titán
intentara un truco durante la ausencia de Golgren. En cuanto a Dauroth, la lección que le
había dado a su subordinado recordaría al líder de los titanes cuál era su lugar. Sólo podía
haber un jefe entre los ogros, y ese era Golgren.
—Nya i f’han i Titani —murmuró Nagroch, entrecerrando los ojos mientras
descendían la escalera del palacio. Acarició la daga que llevaba a la cintura.
Golgren respondió con un breve gesto con la cabeza. Había momentos en que los
enemigos debían eliminarse y otros en los que simplemente había que mantenerlos a raya.
El Gran Señor tenía planes para el futuro, e incluso los titanes podían desempeñar un papel
en ellos. Le servirían bien si deseaban conservar sus rostros y sus poderes mágicos.
Si no lo hacían…, les arrebataría su preciado elixir y contemplaría cómo se
marchitaban, hasta que le suplicaran que los matara.
XIII
EL ESPECTRO DE LA TORMENTA
Hubo que redistribuir la carga y organizar el espacio, pero consiguieron que todos
cupieran a bordo. Apenas tenían sitio para moverse; sin embargo, después de esperar un día
entero por si llegaba algún otro barco, decidieron que tenían que partir o se arriesgarían a
que los descubrieran.
—Nos dirigimos al nordeste —gruñó la capitana Tinza—. Si alguno de los otros
pretende unirse a nosotros, habrá ido a un lugar seguro más allá de Karthay para prepararse
para la travesía por el Courrain.
Ese plan implicaba muchas jornadas navegando en dirección contraria a la capital,
aunque Mithas y Kothas los tentaran desde tan cerca.
El capitán Botanos leyó la mirada relampagueante de Faros.
—Si nos adentramos en aguas enemigas de esta guisa, supondremos un peligro
mayor para nosotros que para las fuerzas imperiales. Necesitamos más navíos.
Faros asintió a regañadientes.
—Llévanos lo más rápidamente posible —ordenó a Botanos.
—Considéranos ya en camino, mi señor.
Los barcos rebeldes abandonaron la costa de Kern bajo el abrigo de la noche. Las
embarcaciones imperiales seguían patrullando las aguas y los rebeldes no podían permitirse
perder el tiempo huyendo de ellas o en escaramuzas con el enemigo. Nubes de tormenta
acudieron a despedirlos y el tiempo no hacía más que empeorar a medida que avanzaban
hacia Karthay. Apenas dos jornadas después de la partida, se desató la furia del cielo. Los
rayos espoleaban el mar y las olas cubrían los mástiles. Los vientos aullaban, como si
quisieran arrastrar a los marinos incautos e hinchar las velas hasta rasgarlas, pero los
rebeldes seguían luchando, pues no tenían otra opción.
Faros no lograba dormir por culpa del temporal, ya que cada retumbo y cada
relámpago eran más intensos que los anteriores y le hacían preguntarse si estarían sufriendo
de nuevo la magia oscura del templo. Se balanceaba de un lado a otro y acabó acostándose
en el catre de su camarote. Después, al ver que no lograba conciliar el sueño, trató de hacer
una talla —un pasatiempo muy típico entre los minotauros en alta mar—, sin demasiado
éxito. No había pasado mucho tiempo cuando tiró la daga y el trozo de madera y,
colocándose bien la espada envainada, salió del camarote hacia la cubierta principal para
ver lo que pasaba con sus propios ojos.
La tripulación se afanaba para que el Cresta de Dragón no se desviara de su ruta. Le
recibieron los gritos del primer oficial a un minotauro que intentaba controlar la vela
mayor. No obstante. Faros apenas prestó atención a aquellas manos afanosas, pues tenía la
cabeza en otras cosas.
Encontró un lugar tranquilo a babor. Se apoyó en la barandilla y observó la
tormenta, mientras el agua le salpicaba el pelo. No había nada en las veloces nubes que
pudiera calificarse de anormal. Si la suma sacerdotisa estaba detrás del vendaval, él no
sabía distinguirlo.
En un arrebato, Faros desenvainó la espada y estudió la piedra preciosa de la
empuñadura. La espada encantada, a su manera, era más misteriosa que el anillo mágico.
Parecía latir con vida propia. De todos modos, tenía que admitir que siempre, menos en el
ataque de los magoris, le había servido con lealtad.
Sintió que un tremendo cansancio se apoderaba de él. Él no había pedido aquel
destino que se le imponía. Si hubiera podido evitarlo, lo habría hecho. Faros era consciente
de las miradas y los rumores que lo rodeaban. Esos rebeldes lo seguían, sí, pero algunos
ponían en duda su cordura, sus decisiones a menudo crueles.
Miró con odio la espada encantada. Por encima de las feroces olas y los vientos
ensordecedores, se alzó la voz de Faros:
—¿Estás escuchándome, Sargonnas? Estaría encantado de entregar esta espada a
otro si pudiera… Estaría encantado de olvidarme de todo esto y tener un poco de paz…
—Paz… —La voz resonó en su interior—. Huir y paz.
»Siempre queda el mar —susurró en su cabeza—. El mar de los antepasados de los
minotauros. ¿Cuántos de tus hermanos han encontrado la paz en el mar? ¿Cuántos se han
acurrucado en su lecho? ¿Cuántos han huido hacia su paz eterna?
Faros contemplaba las olas del atardecer que lamían el casco del Cresta y las veía
como mantas suaves y acogedoras. La calma oscuridad de las aguas lo atraía. Sus noches
siempre estaban pobladas de pesadillas, qué no hubiera dado por un sueño reparador. Como
si estuviera hipnotizado, se agarró a la barandilla con la mano libre y pasó un pie por
encima. El barco se balanceó, empujándolo hacia adelante. Estuvo a punto de resbalar, pero
la espada se revolvió, se clavó en la madera y le sirvió de punto de apoyo.
—En el océano no hay enemigos, sólo la dulce bendición del olvido…
Faros clavó la mirada en el agua, veía los rostros de los familiares y amigos que
había perdido. Lo llamaban.
—Tira la espada, síguela después…
En ese momento, relampagueó un rayo. La gema de la empuñadura reflejó la luz
hacia sus ojos, y Faros parpadeó.
Frunció el entrecejo. Le pareció sentir algo que se le acercaba por la espalda, una
presencia maligna.
El minotauro hizo un gran esfuerzo de voluntad y se obligó a permanecer recto.
Desapareció el deseo de saltar al mar, y fue sustituido por una nueva determinación. Con un
rugido salvaje, se dio la vuelta de un salto, empuñando la espada. Oyó un grito inhumano
que le traspasó hasta el corazón.
Ante sus ojos pasó velozmente una macabra figura. Bajo una capucha gruesa que
envolvía unos cuernos puntiagudos, los ojos de Faros no encontraron con un hocico en
estado de descomposición y unos ojos centelleantes. Unos harapos de tela colgaban del
cuerpo abierto en canal; los órganos parecían a punto de salirse. Un terrible hedor envolvía
a tan horrendo espectro.
La hoja de la espada no había herido al fantasma, sino que había cortado la amplia
capa que lo envolvía como un pulpo sobrenatural. Los pliegues y las puntas de la tela
flotaban como tentáculos, impacientes por atrapar y ahogar al mortal. Pero un harapo
fantasmagórico colgaba sin vida; era el extremo que Faros había rasgado con su espada.
El fantasma se elevó como si el viento lo impulsara y se cernió siniestramente sobre
el rebelde. El pliegue de la capa que había cortado se recompuso solo y se unió al macabro
abrazo que intentaba atraparlo.
—¡Atrás! —rugió Faros—. ¡O comprobaremos si los muertos pueden morir de
nuevo!
Uno de los pliegues de la capa se lanzó hacia un lado. Tocó una pila de barriles
atados con una cuerda recia contra los azotes del viento. Como una serpiente sinuosa, el
nudo se deshizo solo. Los barriles cayeron dando saltos hacia Faros.
Esquivó el primero de un salto, pero el segundo le dio en la pierna y lo tiró al suelo.
El tercero y el cuarto también cayeron sobre él, y el líder de los rebeldes quedó atrapado.
Estuvo a punto de perder la espada. Con un grito ahogado, logró apartar los pesados
barriles y se levantó justo a tiempo para esquivar el último barril que se precipitaba hacia
él.
Se oyeron unos gritos que procedían de la popa. El fantasma miró la cuerda
deshilachada. De repente, ésta trepó por el minotauro, le rodeó las piernas y el brazo que
sostenía la espada, y al instante, ya no podía moverse. Faros cortó la cuerda súbitamente
viva.
La hoja la partía con facilidad y los trozos caían sobre la cubierta, retorciéndose.
El minotauro se sobresaltó al oír el chasquido de un trueno tan cercano que el
Cresta de Dragón sufrió una sacudida. Levantó la vista justo a tiempo para ver un rayo
verde que caía sobre los aparejos de lo alto. Las llamas envolvieron las velas y gran parte
de las jarcias cayeron sobre él. Faros intentó apartarse, pero se vio atrapado bajo la lluvia de
jarcias. Se le cayó la espada. Cuando se inclinó para recogerla, la capa de su horrible
enemigo se abrió para envolverlo.
El Cresta de Dragón, el mar, todo desapareció.
Faros flotaba en una negrura asfixiante. Agitaba brazos y piernas, pero no encontró
dónde apoyarse ni agarrarse. El rebelde atrapado luchó por respirar. Aunque sus pulmones
se llenaban de aire, no de agua, la sensación que tenía seguía siendo de ahogo. Unas voces
lo asaltaron. Suplicaban piedad, rogaban que alguien acudiera en su rescate. Faros sentía
que unos dedos atormentados lo agarraban, pero no veía a nadie, nada. Algo lo sujetó por
los brazos y las piernas, y empezó a tirar de él, cada vez más fuerte. Los músculos y los
tendones se estiraron hasta un límite insoportable.
—Ahora eres mío —se burló la voz del fantasma—. Primero debes morir y después
recibirás tu auténtico castigo…
Una risa sobrecogedora se alzó sobre las voces suplicantes. Intentando zafarse de
aquello que lo atrapaba, Faros se llevó las manos a la garganta. ¡No podía respirar!
¿Dónde estaba Sargonnas? ¡No cabía duda de que no estaba esperando la llamada
de Faros! Sólo un dios podría ayudarlo en aquel inframundo infernal. Entonces, en medio
de la oscuridad, vio un breve resplandor rojo, como una chispa minúscula, que le llamó la
atención. Tardó un momento en darse cuenta de que provenía de su propia mano.
El anillo.
No cabía duda, un intenso y profundo fuego rojo emanaba del interior de la piedra
negra. Faros se concentró en la gema y trató de invocar su poder. Reunió toda su fuerza de
voluntad, sintiendo cada aliento como si fuera el último.
La chispa se hizo más grande. Una llama carmesí nació del anillo. El fuego devoró
el vacío. Su luz cegadora hizo retroceder la oscuridad asfixiante. Los tentáculos de la
negrura se alejaron de Faros, que por fin podía respirar de nuevo.
Sintió un terrible vértigo. Sus pies se apoyaron sobre una superficie dura. Volvía a
encontrarse a bordo del Cresta de Dragón. Alrededor, los marinos se afanaban,
desesperados, por apagar el fuego y devolver la calma al navío.
Uno de los miembros de la tripulación estuvo a punto de chocar contra él y se quedó
mirándolo, perplejo.
—¡Mi señor! ¿De dónde…?
Algo rodó sobre la cubierta y se posó con un repiqueteo junto a los pies del líder de
los rebeldes. La espada de Faros. Mientras se agachaba para recuperarla, oyó la voz de
barítono del capitán Botanos dando órdenes cerca de allí. Faros levantó la mirada justo
cuando Botanos se volvía. Al igual que el marinero, el capitán miró a Faros como si
acabara de ver un fantasma.
—En nombre de la Reina de los Mares, ¿de dónde sales de repente? Faros, ¡no
deberías estar aquí fuera en medio de todo esto!
Por el momento, lo que menos preocupaba al minotauro más joven eran las
tormentas y los incendios. Con las aletas de la nariz hinchadas, miró con consternación las
figuras que se movían rápidamente alrededor.
—¿Dónde está? ¿Adónde ha ido?
—¿Adónde ha ido quién?
—¡El fantasma! ¡Esa cosa con la capa que se movía como si tuviera vida propia!
¿Dónde se habrá metido ese demonio?
Botanos giró sobre sí mismo ágilmente, como si temiera encontrarse con el
monstruo fantasmagórico.
—Pero… ¡yo no veo nada!
Tampoco Faros. El líder de los rebeldes maldijo.
Botanos se acercó a él. Bajando la voz, el marino le preguntó:
—¿Qué ha pasado?
Faros se lo contó, sin olvidarse de ningún detalle. Cuando hubo acabado, fue el
capitán quien maldijo. Volvió a estudiar rápidamente la cubierta, pero estaba claro que la
amenaza había desaparecido…, al menos por el momento.
—¡Tenemos que llevarte abajo! —insistió Botanos—. ¡Ponerte un guardia día y
noche! ¡Haré que registren la bodega! Podría estar allí en este mismo momento…
—No lo pienses más, capitán. Va y viene a su antojo, y ya está muy lejos de aquí.
No sabría decir cómo lo sé… —Entonces sentía el anillo frío alrededor del dedo—. Pero se
ha ido. —Faros gruñó—. Nos queda poco tiempo. Cada vez son más audaces.
—¿Qué quieres decir?
El líder de los rebeldes levantó el anillo para que el fornido minotauro pudiera verlo
bien.
—Este anillo lo llevó el general Rahm Es-Hestos.
—¡Ah!, tenía la duda. Es idéntico al de él…, ¡pero no! Ese anillo se quemó con su
cuerpo…
—Después vino a mí. —Faros envainó la espada y bajó el anillo—. Por lo que he
oído, parece que el general tenía una habilidad especial para eludir al templo.
—Así es.
—Durante un tiempo, tampoco podían dar conmigo, pues de lo contrario imagino
que habrían intentado atraparme antes.
El ceño del capitán Botanos era señal de que entendía lo que quería decir.
—La Dama de las Listas —dijo Botanos, refiriéndose a Nephera con uno de los
nombres más amables que los rebeldes le habían dado—. Quizá no haya tenido suerte más
que un par de veces.
—O sus poderes están aumentando… —Faros vaciló, y después acabó la frase—: O
incluso Sargonnas está asustado.
—¡Eso es imposible! —respondió el marino, casi a gritos—. ¡No hay fuerza más
poderosa que la del de los Grandes Cuernos! Él…
—¡Silencio! —El antiguo esclavo miró más allá de su compañero. Parecía que
ninguno de los marinos había oído el arrebato de Botanos—. ¡No alces la voz! ¡No quiero
que cunda el pánico!
Mucho más contenido, el capitán murmuró:
—¿Cómo podemos albergar la esperanza de vencer a un mal tan intenso como el
imperio y el poder del templo?
—No lo sé —respondió Faros después de una larga pausa. Su mirada se perdió en el
mar—. Lucharemos lo mejor que sabemos…, porque aunque Sargonnas nos abandone, no
queda otra opción.
Mientras sus sirvientes se llevaban el cuerpo, la suma sacerdotisa sumergió las
manos en el cuenco de bronce que había junto al recipiente más grande de latón. Tuvo que
frotar más que en el ritual anterior, que a su vez le había llevado más tiempo que el
precedente. Las manchas carmesí se negaban a desprenderse totalmente de su pelo; daba
igual el jabón o la sustancia que Nephera utilizara para lavarse. Podría haberse puesto
guantes, pero le parecía una afrenta a su dios.
Nephera los había despedido a todos, incluso a los fantasmas, pues deseaba
intimidad total, pero de repente no dejaba de sentir que alguien la observaba. La suma
sacerdotisa miró por encima del hombro, pero ningún espectro tuerto andaba flotando por
ahí, con su único ojo reprobador. Volvió a la frustrante tarea de lavarse las manos. ¡Las
manchas tenían que borrarse! Nephera frotaba con fuerza se arrancaba piel y pelo, pero las
manchas nunca desaparecían.
La sensación de que alguien la observaba volvió a colarse en la conciencia de la
suma sacerdotisa. Nephera se dio la vuelta, salpicando todo de agua. Se encontró con la
figura con armadura casi pegada a su hocico.
—¡Fuera, maldito seas! —explotó, sin importarle lo chillona y aguda que se había
vuelto su voz—. ¡Fuera!
Agitó una mano hacia la sombra silenciosa, que se desvaneció en cuanto sus dedos
la rozaron. La minotauro, cubierta con una túnica, maldijo y giró sobre sí misma para
asegurarse de que la figura no se había materializado en otro sitio.
—Hice lo que había que hacer… —murmuró Nephera al vacío—, sin importarme lo
que costara.
No hubo respuesta. Tampoco la esperaba. La sombra de su esposo jamás hablaba; lo
único que hacía Hotak era mirar. Nephera se volvió hacia el cuenco, preocupada de nuevo
por limpiarse la sangre de las manos. En un intento por tranquilizarse, la suma sacerdotisa
repasó las tareas que tenía pendientes. Había preparado una proclama para que Ardnor la
anunciara: una nueva fiesta que se celebraría en todo el imperio. Galh’Hawan, el Día de la
Elevación, sería presentada como una forma de honrar a los espíritus que guiaban a los
vivos. No era casualidad que precisamente la noche siguiente a la proclama la constelación
de Morgion se vería perfectamente alineada.
Una voz atormentada por el dolor resonó en su cabeza. Nephera dejó de lavarse con
un gesto airado y cogió la piel de carnero que había junto al cuenco.
—Señora… —decía la voz—. Señora…, ya regreso.
Miró hacia su derecha, donde se materializó algo que al principio no parecía más
que un montón de harapos. Nephera enarcó una ceja. Había reconocido la voz de Takyr,
pero nunca lo había visto tan débil. Sin importarle en qué condiciones se encontraba la
sombra, tenía que saber la verdad de inmediato.
—¿Está vivo o muerto?
El fantasma no levantó la cabeza.
—Vivo… vivo…
—Y sin embargo…, tú todavía existes.
—Perdonadme…, señora…
Aunque le costaba creer la derrota, su rostro no reveló ninguno de sus
pensamientos. La suma sacerdotisa se secó las manos con la piel, frotando las manchas con
ímpetu, sin conseguir borrarlas tampoco esa vez.
—No tiene importancia. —Sus ojos imperturbables miraron un momento a los
símbolos de plata de los Predecesores que colgaban en lo alto—. Dime una cosa: ¿lleva,
como yo sospecho, objetos del Señor del Cóndor?
—Dos…, señora. Una espada… y un…, y un anillo con una piedra negra que
escupe fuego… —Las últimas palabras estaban cargadas de rabia, una señal clara de que el
anillo era el causante del lastimero estado del fantasma.
—Una espada —susurró Nephera—. ¿Podría ser…? —Observó al fantasma
derrotado—. ¿Un anillo, dices? ¿Con una gema negra?
—Sí…
Había oído alguna descripción imprecisa de una extraña pieza de joyería con esas
características utilizada por el general Rahm. Ardnor insistía en que Rahm se había servido
de un anillo mágico para matar a Kolot. De la sortija había salido una luz que había cegado
al más joven de sus hijos el tiempo necesario para que Rahm lo matara.
Entonces, Faros Es-Kalin llevaba el mismo artefacto.
Nephera se angustió. Esas armas podían anunciar su fin…, el fin de los objetivos de
su señor, a pesar de que contaba con la ayuda de la magia. Takyr lo había encontrado una
vez y podría volver a hacerlo. Quizá Sargas le había dado esos juguetes y después había
decidido que se las arreglara solo. Se echó a reír, un sonido que hizo que Takyr se postrara
aún más.
—¡Excelente! —Nephera empezó a gritar al techo—. ¿Lo has oído, mi querido
señor? ¿Reconoces su flaqueza?
La suma sacerdotisa se rió aún más contenta. Su preocupación inicial había
desaparecido. Miró a su sirviente, quien, al ver su expresión enloquecida, se encogió en
espera del castigo,
—¡Levántate y no tengas miedo, Takyr! ¡Después de todo, son buenas noticias lo
que me traes! ¿No lo entiendes? ¡Los regalos de su dios ya no sirven de mucho al hijo de
Kalin! ¡Es evidente que Sargas ya no tiene fuerza para proteger a su elegido! ¡Pronto, muy
pronto, Faros caerá víctima de mis hechizos o de las fuerzas militares de mi hija y de
Golgren! De un modo u otro, caerá, tiene que caer. —Lady Nephera volvió a mirar al
techo—. Y poco después, mi querido señor… poco después, ¡también caerá su dios!
XIV
MUERTE EN EL MAR
DESIGNIOS OSCUROS
EL ABRAZO DE ZEBOIM
Lady Nephera había escrito otra lista, una diferente de todas las anteriores. En ella
no hacía una relación de sus enemigos —que lo eran porque ella así lo sospechaba o por
cualquier otra cosa—, sino que estaba dedicada a un único enemigo.
El peor enemigo del imperio: Sargonnas.
El Dios de los Grandes Cuernos, el Señor del Cóndor, el Señor de la Venganza; lo
llamaran como lo llamaran, la antigua deidad más importante de su pueblo era, así lo había
decidido, la causa del creciente caos en sus dominios. Primero, había abandonado a la raza
de los astados; después, había regresado sin que nadie se lo pidiera para depositar sus
bendiciones sobre Faros, entre todos los minotauros posibles. Sargonnas era un
entrometido. Nephera estaba convencida de que era necesario librarse de su interferencia,
incluso eliminar al mismo Sargonnas de la mente y el espíritu de los minotauros que habían
venerado al dios.
Su propio poder crecía, gracias a Morgion. «Con la ayuda de mi señor actual
—pensaba Nephera, casi echándose a reír por la alegría—, puedo garantizar a Sargonnas
una humillante derrota». Nephera repasó las primeras páginas de la lista. La sacerdotisa
había anotado con todo detalle los lugares estratégicos en todo el imperio, las principales
concentraciones de población, las zonas que había cubierto con los fieles Defensores, los
puntos donde ya se habían construido y funcionaban los nuevos templos dedicados al culto
de los Predecesores y a su señor.
—Sólo puede haber un dios —susurró con devoción al símbolo de su pecho—. Tú,
mi señor.
—¿Señora sagrada? —preguntó una figura cubierta con una túnica gris justo detrás
de ella. El consejero supremo Lothan levantó la vista del documento en el que estaba
trabajando—. ¿Decíais algo?
—Sólo rogaba por la bendición de los Predecesores, mi querido amigo. —Se
levantó de su escritorio con los pergaminos temblándole en la mano—. ¿Y bien? ¿Prevés
algún problema con la aprobación?
El delgado minotauro hundió el arrugado hocico en la página que había estado
estudiando y después volvió a levantar la vista.
—Nada que yo prevea. Iolin votará en contra. Negarius se abstendrá, y los demás
votarán conmigo. El pueblo estará satisfecho al ver que el Círculo ha actuado de forma
adecuada e independiente. Después, los fondos podrán repartirse rápidamente, ¡si así lo
quieren los Predecesores!
Nephera asintió en señal de aprobación y luego alargó la mano en la que no tenía
nada. Lothan hincó una rodilla ante ella. La suma sacerdotisa lo bendijo.
—Te vas con mi gratitud.
Observó cómo se alejaba con mal disimulada impaciencia. Lothan haría lo que ella
le ordenara y se encargaría de los oficiales imperiales. No obstante, entonces, debía enviar
su mensaje a los fieles de más allá de Mithas. Pero ningún mensajero humano sería lo
suficientemente veloz. Dejaría que sus seguidores se maravillaran ante los poderes que
Morgion le había concedido; su admiración acrecentaría su fervor por la causa.
—¡Takyr!
El fantasma estaba a su lado un instante después. La capa ondeaba alrededor. Ya se
había recuperado completamente de los reveses que había sufrido.
—Señora…
Sostuvo el mensaje que había redactado frente a él, junto con la larga lista de
lugares. Takyr miró ambas cosas en silencio.
—¡Que se haga así! ¡Que todos escuchen mi mensaje! —ordenó Nephera.
El horrible fantasma tembló y una pálida aura verde lo envolvió. Abrió el hocico
putrefacto y pestilente, y Takyr vomitó otro espectro. La figura fantasmal, apenas un
sudario y unos ojos anhelantes, ascendió aullando y atravesó el techo.
Casi no le había dado tiempo a desaparecer cuando la boca del sirviente de Nephera
arrojó un segundo espíritu. Ese fantasma parecía un poco menos etéreo; podían distinguirse
los brazos y el contorno del cuerpo, pero también él aullaba y se apresuró a atravesar el
techo de piedra.
Uno a uno, pero unidos por una especie de nebulosa, salieron despedidos para
cumplir la orden de la suma sacerdotisa. Aquéllos eran los espíritus castigados por Takyr
en nombre de su señora, atormentados sin descanso en el abismo espantoso de su interior.
Su huida en ese momento no era más que un soplo de libertad, pues cuando hubieran
cumplido con su obligación, no podrían más que volver a su terrible destino.
Nephera contemplaba cómo se iban yendo con los ojos desmesuradamente abiertos,
inyectados en sangre. Por fin, todo empezaba a encajar. Las armas mortales segarían la vida
del elegido del Dios de los Grandes Cuernos, pero para la deidad había dispuesto una
batalla diferente. El decreto de la suma sacerdotisa ordenaba que toda la mano de obra se
dedicara a la construcción y perfección de los nuevos templos. No sólo eso, sino que se
exigiría que los fieles —y eso significaba todos los minotauros sin excepción— acudieran a
los rituales tres veces al día para venerar a los Predecesores y a su señor. Se rechazaría y
castigaría todo recuerdo de otros dioses. El único dios de los minotauros era Morgion, cuyo
nombre se desvelaría sólo cuando los fieles estuvieran conveniente y profundamente
adoctrinados. Sin el apoyo de los minotauros, su raza elegida, Sargonnas caería en el
olvido. Se retiraría y acobardaría hasta convertirse en una deidad menor, sólo conocida por
unos pocos. Poco a poco, la oscuridad lo envolvería.
Sonriendo débilmente, Nephera tocó el símbolo del hacha que tenía en el pecho y
murmuró tiernamente:
—Primero mataré a su mascota mortal, mi señor. Después, por la grandeza de tu
gloria, mataré al mismo dios.
Los mensajeros fantasmagóricos se elevaron por los cielos y sobrevolaron todos los
rincones del imperio entre gritos y chillidos. Descendieron velozmente sobre las colinas a
las que habían sido enviados, en busca de los individuos a los que su señora deseaba
dirigirse.
En Mito, en Amur, incluso en Ambeon, los espectros flotaban sobre los elegidos
antes de materializarse únicamente para sus ojos. El procurador general de Dus estuvo a
punto de caer de su montura cuando un niño menudo y lastimero apareció flotando en el
aire delante de sus ojos. Su homólogo en Thuum, que estaba en medio de una regañina a un
legionario al que se le habían oído decir cosas poco agradables sobre el emperador, lanzó
un epíteto cuanto menos sorprendente al descubrir que un minotauro enjuto y andrajoso se
había materializado frente a sus ojos.
Para el segundo maestre Pryas, la visita de un fantasma enviado por su sacerdotisa
fue motivo de gran exaltación. Lo consideró el mayor honor que jamás le hubieran
concedido. La hembra, pálida pero aun así hermosa, lo miraba con ojos anhelantes y
afligidos. Pryas no prestó atención a su agonía, ansioso por escuchar el mensaje.
—Oye mi mensaje, fiel —comenzó a decir la figura translúcida y oscilante con la
voz de la suma sacerdotisa—. He recibido una visión del más allá, la visión de una empresa
de tal magnitud que, cuando se haya llevado a cabo, cambiará nuestro mundo para
siempre…
Prvas escuchó mientras la mensajera de Nephera explicaba sus intenciones. Para el
procurador general de Ambeon, la misión asignada era especialmente interesante y una
prueba de que estaba en gracia. Sin duda, los Predecesores habían guiado su destino.
Apenas una hora más tarde todos los jinetes habían partido para comunicar la buena nueva
al resto de Ambeon, y poco después, Pryas fue interrumpido por la entrada del general
Bakkor montado en cólera.
—¿Qué es esta locura? —preguntó el comandante de los wyverns, agitando delante
del hocico del Defensor uno de los documentos que habían escrito los ayudantes de Pryas
apresuradamente.
Pryas leyó con detenimiento el mensaje, cuyo contenido conocía perfectamente.
—Aquí se explica tu cargo, general… —respondió—, y en virtud de esto, te
advierto que no vuelvas a pronunciar una blasfemia así. Siéntete afortunado por mi buen
humor, pues de lo contrario ya estarías recibiendo tu castigo.
—¡En primer lugar, los dos tenemos la misma autoridad aquí! —dijo Bakkor,
calmándose un poco y mirando airadamente al Defensor—. En segundo lugar, y con todos
mis respetos, si seguimos este decreto al pie de la letra, Ambeon se sumirá en el caos. Has
dejado las fortalezas occidentales desprovistas de poder, nuestros aliados los ogros andan
rondando por el norte y casi nadie está trabajando en el campo…
—Eso pueden hacerlo los elfos.
—¡Pero no basta con que los vigilen un puñado de capataces! ¡Se escaparán! Y lo
mismo sucederá con los trabajadores de la cantera.
A juzgar por su expresión también airada, al procurador general no le afectaban sus
argumentos.
—¡Nos embarcamos en un proyecto más importante, más ambicioso que Ambeon!
Esto determinará el futuro de nuestro pueblo…
—No habrá ningún futuro si dejamos de ocuparnos de los aspectos más rutinarios
de la expansión del imperio. No permitiré que…
Pryas pegó un puñetazo en la mesa. Al momento aparecieron cuatro guerreros
gigantescos con yelmos negros que rodearon al general Bakkor por los cuatro costados.
—Cumplirás con tu deber como se te ordena. —Dirigiéndose a los guardias, el
Defensor dijo—: Escoltad al comandante hasta su montura.
—¡No te preocupes! ¡Estoy encantado de irme de aquí! —Asintiendo con un
movimiento brusco, Bakkor dio media vuelta y salió pisando con fuerza.
El segundo maestre señaló a uno de sus subalternos.
—Tulak, antes he enviado un mandato del trono que ordenaba el arresto de lady
Maritia. No me ha llegado ninguna información. ¿Qué ha sucedido con ese mensaje?
El fornido soldado frunció el entrecejo.
—Yo sólo lo llevé hasta la puerta oriental. Allí lo recogió un legionario.
—De Wyvern, seguro. Eso lo explica todo. Obstrucción al trono. Un signo de
traición. Apostaría a que el legionario llevó el mandato al general Bakkor… —Frunció el
entrecejo—. Empezad a reunir un contingente de la Legión de Cristal. Dentro de poco,
tendré una importante misión para vosotros.
Una sonrisa maligna deformó el hocico de Tulak.
—Sí…
Pryas también se permitió una sonrisa cuando el oficial hubo partido a cumplir la
orden. La suma sacerdotisa se sentiría muy orgullosa de él. Nada se interpondría en las
obras del templo en Ambeon. Se exaltaría la raza de los minotauros, el pueblo se salvaría; a
pesar de que unos pocos, como el general Bakkor, tuvieran que ascender al otro plano un
poco antes de lo que esperaban.
La tormenta se desató justo antes de que amaneciera y fue empeorando a medida
que avanzaba el día. A pesar de que los barcos habían anclado en aguas seguras, las fuertes
corrientes y el intenso viento los bamboleaba. Muchos se vieron arrastrados hacia la isla,
donde corrían el peligro de encallar.
La nave más cercana a la de Faros fue la primera en sufrir daños.
De repente, se oyó un terrible crujido, seguido de un grave gemido. Bajo la mirada
impotente de los rebeldes de los otros barcos, el mástil principal del barco se derrumbó.
Cayó en las aguas enloquecidas, arrastrando consigo los aparejos, parte de la barandilla y a
dos minotauros de reflejos lentos. Los dos desventurados desaparecieron inmediatamente
entre las olas.
—¡No va a aguantar mucho! —gritó Botanos—. ¡Será mejor que salgan todos antes
de que sea demasiado tarde!
—El Héroe de Duma y el Vengador de Karak se están escorando uno hacia el otro
—advirtió alguien desde popa.
Unas pocas yardas separaban la proa del Héroe de Duma del Vengador de Karak
por babor. Las tripulaciones de ambas embarcaciones luchaban desesperadamente para
evitar el choque, pero las mismas anclas que antes no los habían asegurado en aguas más
profundas entonces boicoteaban sus esfuerzos.
El casco del Héroe de Duma, más resistente, golpeó a la otra nave. El Vengador de
Karak escoró y más de un marino salió lanzado por la borda.
—¡Éste será el fin de la rebelión, a no ser que hagamos algo! —exclamó Faros—.
¡Da la señal de levar anclas! ¡Mi padre dijo una vez que es mejor capear una tormenta que
dejar que te estalle en el hocico!
—¿Y si zozobramos en aguas más profundas? —le advirtió Botanos.
—¿Prefieres quedarte aquí y rezar?
El capitán asintió y fue a la barandilla, desde donde transmitió la orden al resto de
navíos con un farol. La tripulación del Cresta de Dragón puso manos a la obra para
preparar las velas. Dando gruñidos por el esfuerzo, los minotauros se enfrentaron a las
cuerdas, que se agitaban como látigos. Algunos marinos subieron al aparejo para asegurarse
de que las velas quedaban bien puestas.
En los navíos dañados, los supervivientes empezaban a instalarse en los botes para
dirigirse a los otros barcos. El trayecto era muy duro. Más de un minotauro cayó por la
borda y desapareció en lo que muchos llamaban el abrazo de Zeboim. Por fin, los navíos
dañados quedaron vacíos. El mar ya se había tragado al Vengador de Karak. Uno a uno, los
barcos de la flota rebelde abandonaron la isla.
Cuando se acercaron al corazón de la tormenta, el capitán Botanos señaló hacia allí.
—¡Ahí es peor! ¡Es imposible seguir un rumbo seguro en el Mar Sangriento!
¡Tendremos que dirigimos a Courrain!
—¿Durante cuánto tiempo?
—¿Con una tormenta como ésta? ¡Imposible de saber! ¡Horas seguro, tal vez días!
Lanzando una maldición, Faros asintió. Incluso él podía ver que dirigirse al suroeste
de Karthay seria coquetear con la muerte. El Cresta de Dragón se puso en primera
posición. Retumbaban los truenos y el cielo se oscurecía.
—¡Encended esos faroles! —gritó Botanos—. ¡Quiero que la popa resplandezca
más que el Gran Circo cuando hay combate!
La luz ayudaría a las otras naves a seguir el barco guía. El miedo a que los barcos se
separaran era mucho mayor al de la remota posibilidad de que los imperiales se acercaran
lo suficiente para divisar la luz.
Trabajosamente, el Cresta de Dragón se abrió camino hacia el norte de Courrain.
En contra de sus esperanzas, la tormenta arreció. Las olas se alzaban por encima de los
mástiles. El centinela tuvo que abandonar su puesto por miedo a que lo arrastrara el mar.
—¡A babor! —gritó Botanos, mirando a Faros—. Tenemos que ir un poco más
despacio. ¡Algunos están empezando a retrasarse! ¡Si los perdemos aquí, quizá no
volvamos a encontrarlos!
Entonces, como salida de la nada, una ola gigantesca barrió la cubierta. El líder de
los rebeldes sintió un golpe y salió disparado. Chocó contra otro cuerpo, se golpeó con algo
de madera y pasó por encima de la barandilla. Tan velozmente como había ocurrido todo lo
primero, algo volvió a elevarlo y a lanzarlo a bordo del barco. Cuando la ola se deshizo,
Faros, con la mitad del océano en el cuerpo, se encontró tirado boca abajo sobre la cubierta.
Se incorporó como pudo y, a través de los ojos anegados en agua salada, vio a otro
minotauro que luchaba contra la tempestad. El capitán Botanos trataba de nadar hacia el
barco, pero sus esfuerzos resultaban ridículos.
Faros miró en derredor y encontró un cabo largo de cuerda. Gritó a los marinos que
tenía más cerca:
—¡Aquí! ¡Vuestro capitán ha caído al mar!
Acudieron en su ayuda mientras él se ataba un extremo de la soga a la cintura.
—¡No deberías hacerlo, mi señor! —chilló un marino—. Déjame a mí…
—¡No hay tiempo! ¡Asegurad el otro extremo!
Faros miró a Botanos. Aunque el corpulento minotauro seguía flotando, era
evidente que le fallaban las fuerzas. El pelaje empapado lo arrastraba al fondo del mar.
Faros se lanzó al agua. Era como tirarse contra un muro de piedra. Meneó la cabeza para
sacudirse el mareo, y el líder de los rebeldes empezó a nadar hacia Botanos.
Al principio, las olas lo ayudaban, lo empujaban hacia el capitán, pero cuando
intentó agarrarlo por la mano, lo llevaron hacia atrás, Pero eso no era lo peor, sino que la
cuerda estaba tan tirante que amenazaba con estrangularlo.
Faros luchó con la cuerda, que de repente se soltó y desapareció entre las aguas. El
minotauro más joven agarró a Botanos. El capitán seguía a flote, pero apenas se movía.
—¡Botanos!
No obtuvo respuesta. Sin previo aviso, el océano se inclinó. Faros miró hacia atrás y
lo único que vio fue una pared de agua. La gigantesca ola se acercaba dispuesta a
engullirlos. Empujó a Faros hacia abajo. Se le llenaron los pulmones de agua.
De repente, lo envolvía una extraña calma. La tempestad, el estruendo de las olas…,
todo desapareció. Un resplandor verde cubrió las aguas.
Un poco más allá vio a Botanos, dejándose arrastrar, inerte. Faros intentó llegar
hasta él, pero las extremidades le pesaban como si fueran de piedra. Entonces, una mano
gigante y de dedos largos se materializó bajo el capitán. Al mismo tiempo, otra mano
abrazó a Faros. Intentó alejarse nadando, pero fue inútil.
Los dedos se abrieron un poco para que Faros descansara sobre la palma. El
minotauro vio que estaban unidos por una membrana. La piel era del color del marfil con
un suave tono verdoso, aunque tal vez no fuera más que un efecto de la luz. Las dos manos
se juntaron, formando un cuenco en el que quedaron atrapados los dos minotauros. Faros
pensó que Botanos y él deberían estar muertos, y quizá lo estaban. Llevaban más tiempo
debajo del agua del que ninguna criatura terrestre podría resistir sin respirar.
Una risa femenina, ligera y embriagadora como la brisa marina, lo sobresaltó. En
ese momento, Faros descubrió que dos criaturas nadaban hacia ellos. Al principio, las
confundió con magoris, pero luego se dio cuenta de que eran enormes tortugas marinas de
un inquietante color gris. Cuanto más se acercaban, más tenebrosas le resultaban. En vez de
tortugas, parecían ojos; ojos grises, del color de las tormentas; ojos femeninos. Cuanto más
los miraba, más se convencía de que se trataba de unas pupilas gigantescas, hermosas,
hipnotizadoras, pero también amenazantes.
Cuando parpadearon y comprobó que eran unos ojos de párpados gruesos, el líder
de los rebeldes, por fin, lo comprendió. Alrededor de los ojos se distinguían unos rasgos
pálidos, irreales. Aquella figura femenina no parecía elfa ni humana. De hecho, ni siquiera
la belleza del irda podía compararse con la suya. Sin embargo, cuando los labios perfectos
y carnosos se abrieron en una sonrisa, la nariz fina y elegante se arrugó, y la larga melena
de espuma blanca lo envolvió, Faros se sintió más incómodo que extasiado. En aquel ser, el
minotauro percibía la muerte.
Con las pocas fuerzas que podía reunir, Faros inclinó los cuernos ante Zeboim, la
temida señora de los mares más oscuros. De nuevo, oyó el gorjeo de la diosa. La leyenda
decía que Zeboim era un espíritu caprichoso; podía apoderarse de un marino en su barco y
pasar la noche con él, o lanzar al desventurado a las fauces de los moradores de su reino. La
Reina de los Mares, como muchos la llamaban, estaba constantemente enfrascada en
disputas con Habbakuk, el Rey Pescador, por la soberanía de las aguas de Krynn. Zeboim
era la señora de todos los que habían muerto en el mar y de las razas que habitaban bajo la
superficie.
Al comprobar que no lo hundía en las profundidades negras, Faros se atrevió a
mirarla a los ojos. Bajo unas cejas graciosamente dibujadas, las pupilas grises lo
observaban. En su expresión se mezclaba la curiosidad, el desdén y la diversión. Se sentía
extrañamente atraído hacia ella, más que hacia ninguna otra hembra. Ella era la costa
prometida que todos los marinos ansiaban, pero también la profundidad turbia y agitada a la
que algunos se veían condenados.
Una mano empujó delicadamente a Botanos hacia Faros. Zeboim acercó a los dos a
su pecho como si fueran sus retoños. La Reina de los Mares se cubría con un vestido verde
y azul, de fina gasa, que parecía estar hecho del mismo mar. La pálida diosa nadaba por el
océano. Al mismo tiempo, agitaba una mano hacia las profundidades, como si hiciera una
señal.
De la oscuridad del abismo emergió una presencia de proporciones tan inmensas
que a su lado incluso Zeboim parecía pequeña. Se trataba de algún tipo de pez, pues tenía
aletas y agallas, pero era redondo, con la boca llena de dientes finos como agujas. Era tan
grande que podría haber engullido a toda la flota de naves rebeldes.
Pensando que quizá ésa fuera la intención de Zeboim, Faros intentó liberarse de la
mano de la diosa. Pero en cuanto se alejó de ella, el agua empezó a llenar sus pulmones y
sintió que se ahogaba.
—¡Malo, malo! —Una voz femenina resonó, melodiosa y desagradable al mismo
tiempo, en la mente del minotauro.
La Reina de los Mares, con expresión irritada y ojos de un repentino verde intenso,
lo levantó y lo zarandeo como si fuera su pequeña mascota. Jadeante, Faros no podía hacer
otra cosa que mirar a la diosa, cuyo rostro reflejaba entonces cierta alegría sombría,
mientras ascendía a la superficie acompañada del monstruo marino.
Zeboim señaló las naves. Con sus espantosos ojos blancos, carentes de pupila, la
criatura pareció entender. Partió en dirección a los rebeldes, con las grandes fauces abiertas
como un cañón. La deidad se acercó la mano al rostro y miró a Faros fijamente a los ojos.
Los suyos tenían en ese momento la tonalidad pura del azul del mar.
—Por mi padre… —Faros oyó de nuevo su voz susurrante—. Y porque tu pequeña
raza sabe cómo respetar a una reina…
Después, Zeboim se echó a reír y lanzó a los dos mortales a su enorme mascota.
Faros intentó contener la respiración mientras se hundía. Se le nubló la vista. Vio a Botanos
caer junto a él; un leve movimiento del brazo del capitán fue la única prueba de que su
compañero seguía con vida.
La abominable criatura llegó nadando por detrás, abrió las fauces y se los tragó. Un
apéndice largo y serpentino, la lengua del monstruo del mar, se lanzó sobre ellos. La lengua
roja como la sangre rodeó los dos cuerpos y los arrastró a su interior.
XVII
EL DUELO
Las dos flotas no abandonaron su posición a pesar del terrible temporal. Los
minotauros contaban con la superioridad numérica y el mejor equipamiento, mientras que
los ogros tenían la ventaja de la ferocidad. También tenían en su poder la clave de la sumisa
cooperación por parte de los minotauros.
Maritia no había sufrido desde el día de su captura, al menos físicamente. De hecho,
Golgren se había esforzado porque se sintiera cómoda. Incluso sus dos guardias habían
recibido un trato moderadamente bueno, aunque sus camarotes estaban mucho más abajo y
eran más angostos. Los alimentaban bien y sus captores los dejaban solos. Ciertamente, no
habían disfrutado de manjares y excelentes bebidas, ni mullidos almohadones sobre los que
dormir, como Maritia; pero, pensándolo bien, Golgren se había mostrado bastante gentil.
El Gran Señor había abandonado su propio camarote para dejárselo a Maritia como
celda. La minotauro lo había registrado minuciosamente, pero la única salida que había
encontrado era la puerta bloqueada y vigilada.
Aquella situación no podía alargarse de manera eterna. Golgren tenía que decidir
qué hacer con ella. Si la flota de los minotauros se había contenido durante tanto tiempo, no
se debía más que a la seguridad de Maritia. Su mejor opción sería regresar a su reino, pero
no era una solución definitiva, y era seguro que los navíos de los minotauros le bloquearían
el camino si lo intentaba.
En todo caso, ¿por qué la había arrestado? ¿Realmente podían condenarla Ardnor y
su madre? Maritia lo dudaba. Ambos querrían vengar la muerte de Bastion tanto como ella.
Era incapaz de imaginar los motivos de Golgren.
A Golgren no le gustaba sentir las cosas desequilibradas. Todo había ido a la
perfección. Tenía a su pueblo dominado, los titanes bajo control, el inicio de una sólida
expansión en Neraka y fuertes lazos con sus aliados los minotauros, con lady Nephera, el
verdadero emperador. Y en ese momento, por culpa de ella, todo pendía de un hilo.
—Jahara i du f’han i’Maritia’n —murmuró Nagroch, sentado detrás de su señor,
que paseaba por el camarote.
—¿F’han i’Maritia’n? —ladró el Gran Señor, volviéndose a mirar a su segundo—,
Kyat nur f’han i’Nagrochi, ¿ke?
El ogro de Blode bajó la cabeza; en sus ojos rondaba la incertidumbre.
—Ngi —añadió Golgren, despectivamente.
El Gran Señor se había trasladado al camarote de Nagroch. La Uruv Suurt estaba
prisionera en su cámara. En contraste con el paraíso perfecto de Golgren, Nagroch vivía
rodeado de la sordidez a la que estaban acostumbrados la mayoría de los ogros. El
musculoso guerrero dormía sobre pieles sucias tiradas en el suelo. Alrededor había restos
de comida y el suelo estaba salpicado de manchas de vino. La estancia sólo estaba
iluminada por la luz tenue de una lámpara de aceite, algo que Golgren agradecía, pues
prefería no ver los detalles repugnantes del camarote.
Un terrible hedor flotaba en la habitación. Aunque bañarse era imposible en viajes
así, por lo menos Golgren intentaba disimular su sudor con aceites perfumados. Pero ni un
barril entero de esos aceites podría cubrir el olor impregnado en aquel camarote.
Nagroch se levantó y se apoyó sobre una pared con gesto aburrido. Golgren no le
prestó atención; estaba más preocupado por la ausencia de aquel al que llevaba esperando
días y noches.
El fantasma de Kolot ya debería haber vuelto. El espectro tenía la capacidad de
recorrer grandes distancias en un abrir y cerrar de ojos; Golgren lo sabía. Ya había pasado
más que el tiempo necesario para que hubiera entregado el mensaje del Gran Señor a su
ama y hubiese regresado con la respuesta.
¿Acaso la suma sacerdotisa no se preocupaba por su propia hija?
Nagroch gruñó algo entre dientes. Aunque no entendió sus palabras, el significado
estaba claro. Nagroch exigía los cuernos de lady Maritia, pues la culpaba de la muerte de su
hermano a manos de Bastion. Las proporciones de tal estupidez, teniendo en cuenta que
Maritia no sabía nada del asunto, no pasaban desapercibidas a Golgren.
—¡G’hai! —espetó el Gran Señor, hartándose de su segundo—. ¡Roch g’hai!
Con expresión huraña, Nagroch agachó la cabeza y salió del camarote.
Golgren lo siguió, irritado, aunque su enojo no sólo se debía al otro ogro. Con su
mano buena apretó la que le colgaba de la cadena, mientras reflexionaba sobre los pros y
los contras de su alianza.
—Gran Señor…
La única muestra de su sorpresa fue que apretó con más fuerza la mano mutilada.
Golgren miró por encima del hombro, pero no vio al hijo menor de la suma sacerdotisa, que
ya le era tan familiar.
Irguiéndose, el Gran Señor contempló al lúgubre espectro de la capa. Sabía que
Takyr sentía su inquietud aunque aparentemente conservara la compostura.
—¡Aquí está, la mascota de la señora! He estado esperando…
—Tiene otras cosas mucho más importante y de las que ocuparse que llevarte a ti
de la mano…
Sin hacer caso de la broma a costa de su condición de lisiado, Golgren respondió:
—¿Más que su propia hija? He hecho todo lo que pediste, todo lo que pidió el hijo
de Nephera…
—Y ahora debes dejar que se vaya. El emperador ha vuelto a estudiar la situación y
considera que es un error. Maritia es leal. La sacerdotisa ya ha sido informada.
El ogro entrecerró los ojos.
—¿Así sin más? ¿Es una broma? La declaré traidora en nombre de su hermano.
Esperé durante días. —A pesar de la repugnancia que le provocaba el fantasma, Golgren se
acercó a la malévola sombra—. Soy el Gran Señor. Dejarla ir ahora, de esta manera, iría en
contra de mi reputación, ni siquiera podría explicarlo.
De repente, pareció que Takyr ocupaba todo su campo de visión. Los pliegues de su
capa se extendieron hacia Colaren, que no quiso moverse.
—La señora ha dado una orden. Todos…, todos obedecen…
—Yo…
Antes de que pudiera decir nada más, el horrible espíritu desapareció. Golgren
escupió donde un segundo antes flotaba Takyr.
Lo único que había conseguido la decisión de la suma sacerdotisa era ponerle de
peor humor. A Golgren no le gustaba que jugaran con él como si fuera una marioneta y
después le echaran una reprimenda. Para la Uruv Suurt era muy fácil decirle que dejara ir a
Maritia de-Droka, pero hacerlo, sin la explicación que no se atrevía a dar, haría pensar a sus
seguidores que había perdido su poder. Y después, estaba la misma Maritia. ¿Cómo se lo
diría a ella?
Mostrando los dientes, Golgren resopló. No serviría de nada descubrirle a Maritia el
papel del emperador en la muerte de Bastion. No iba a creerle a él antes que a su madre y
su hermano. De hecho la minotauro era lo suficientemente inteligente como para
preguntarse por el anillo y quizá siguiera las pistas hasta descubrir su propia conexión con
la muerte de su hermano.
Un desastre, porque en realidad él prefería a la hija antes que a la madre.
—Esta alianza —murmuró el Gran Señor para sí— ya no compensa tantos
problemas… —Se golpeó el pecho, donde colgaba la mano momificada—. No merece la
pena…
Asintió. Acababa de tomar una decisión. Lady Nephera le había dejado con el
baraki proverbial en el saco, pero el Gran Señor haría lo más conveniente para él, no para
ningún Uruv Suurt. Si Nephera no se preocupaba por Golgren, tampoco él se preocuparía
por la suma sacerdotisa.
Entonces, se le reveló la solución, una solución tan evidente que se asombró de que
no se le hubiera ocurrido antes.
Nagroch también se alegraría al oírla.
—¡Nagroch!
Maritia estaba apoyada sobre varios cojines con aire despreocupado y miraba
fijamente a Golgren. Había ido a verla con Nagroch y un par de guardias. ¿Qué
pretendería? Su captor era muy taimado.
—¿Es de tu gusto? —preguntó el Gran Señor, abarcando toda la estancia con un
gesto.
—Demasiado refinado para mí. Prefiero mi camarote.
Golgren miró alrededor y se dio cuenta de que no había ninguna jarra.
—¿No tienes nada para beber?
—Se llevaron la jarra cuando intenté estampársela en la cabeza a uno de ellos.
El ogro se echó a reír y le dedicó una mirada de admiración. Maritia sospechaba que
en algunas ocasiones Golgren deseaba que fuera de su misma raza. No sabía si sentirse
halagada o indignada.
—Has venido a decirme la fecha de mi ejecución, supongo —declaró con expresión
imperturbable.
—¡Oh, no! Vengo por una razón muy diferente y positiva. ¡Te vamos a liberar!
¡Sólo ha sido un malentendido!
—¿Un malentendido? —Se levantó bruscamente, intentando controlarse—. ¿Como
mi anillo?
—Un problema de información, como tú dijiste. Ahora todo está aclarado.
—Si eso que dices es cierto, me marcharé de inmediato. ¿Mis guardias?
Dio unos pasos, como si quisiera reunir sus cosas. Para su sorpresa, Golgren no
protestó ni la detuvo.
—Te esperarán en la cubierta.
—¿Y mis armas?
Estar entre tantos ogros sin ni siquiera una daga…
—¿Nagroch?
A la orden del Gran Señor, el gigantesco ogro, que estaba allí de pie mirándola
ferozmente, le tendió la espada envainada, el peto y la daga. Maritia le devolvió la mirada
fiera y se puso el peto. Se colocó la espada y estaba a punto de hacer lo mismo con la daga
cuando se dio cuenta de que no era la suya.
—¡Ésta no es la daga de mi padre! —Al levantar la vista, Maritia vio que Nagroch
tapaba con la mano una daga en su costado—. ¡Devuélveme eso!
—¡No tengo tu puñal! —ladró Nagroch.
Maritia se lanzó hacia él, pero los dos guardias la detuvieron. Golgren frunció el
entrecejo.
—¡Kul itak! ¡Itak! —gritó.
Los guardias retrocedieron. Maritia volvió a avanzar hacia Nagroch, pero esa vez
fue el Gran Señor quien se puso delante de ella para impedirle el paso.
—¿Estás acusándolo de ladrón? —preguntó con aire despreocupado.
La hija de Hotak tiró al suelo la daga que le habían dado.
—No es mía. ¡Exijo que se me devuelva la daga de mi padre!
Señaló el cinturón de Nagroch, pero ya no vio la daga. Maritia estudió al malévolo
ogro, sin embargo el regalo de su padre había desaparecido.
—¡No ladrón! —tronó Nagroch—. ¡Miente!
—¡La tienes en algún sitio!
El ogro lanzó un escupitajo a sus pies. A Maritia se le agolpó la sangre en la cabeza.
Intentó mantener la calma, pero le pesaban los días de cautiverio y la pérdida de aquel
preciado recuerdo de su padre. Nagroch le había robado la daga y en ese momento
cuestionaba su honor.
—G’lahdi i suug… —prosiguió Nagroch con palabras envenenadas—. Nera i
suug…
Sabía lo suficiente de la lengua de los ogros como para entender, a grandes rasgos,
que Nagroch la había llamado hembra incapaz de tener hijos. En realidad, era un insulto
tonto y ridículo, pero ya estaba harta, así que le propinó un buen puñetazo en la mandíbula.
El ogro se estremeció al recibir el golpe, pero no se movió. Nagroch le dedicó una
mirada cargada de odio.
—¡In hita f’han! ¡Duelo! ¡El honor lo exige!
—¡Saca tu arma! —repuso Maritia.
—¡No! —El Gran Señor se interpuso entre ambos. Parecía muy ofendido. Paseó la
mirada de Nagroch a Maritia—. Ya han pasado demasiadas cosas desagradables. ¡No debes
ponerte en peligro, hija de Hotak!
A Maritia le latían las sienes. Tales palabras lo único que consiguieron fue alimentar
su determinación.
—¡Seré yo quien lo ponga en peligro ahora mismo!
Golgren sacudió la cabeza.
—¡El emperador nunca lo entendería!
—¡Llama a mis guardias! ¡Ellos serán mis testigos!
—¿Qué pasará si mueres? ¿Quién tendrá la culpa?
Maritia se enderezó, orgullosa.
—¡Nadie!
Golgren suspiró.
—Maritia, Nagroch ha recibido un golpe. Ha declarado un duelo. La ley de los
ogros dicta que el ogro manda.
Con eso quería decir que las disposiciones serían favorables a Nagroch. No
obstante, a Maritia no le importaba.
—¡Adelante! —Dirigiéndose a su adversario, añadió—: Y cuando esto haya
acabado, ¡recuperaré mi daga!
Nagroch simplemente sonrió. Parecía muy satisfecho con el desarrollo de los
acontecimientos.
El Gran Señor ladró varias órdenes a sus subalternos, incluido su segundo. Los otros
ogros salieron y dejaron a Golgren con la minotauro.
—¿Estás segura de lo que haces? —le preguntó.
Para entonces Maritia ya se había arrepentido de su estallido de furia, pero su honor
no le permitía retroceder.
—Completamente segura.
—Entonces, prepárate. —El líder de los ogros la miró con simpatía—. Y ten
cuidado, pues Nagroch nunca pierde.
Fueron a buscarla a la puesta del sol. El redoble de los tambores de piel anunció la
ceremoniosa entrada de Golgren. El Gran Señor avanzaba con expresión solemne, aunque
en su interior sentía ganas de sonreír. La hija de Hotak había olvidado su arresto por
equivocación y nadie recordaba el error de Golgren, tan concentrada estaba la minotauro en
el desafío. Nagroch había aceptado el plan de Golgren sin vacilar, pues veía en él la manera
de vengar a su hermano matando a Maritia.
«La venganza engendra venganza», pensó el Gran Señor, lanzando un triste suspiro.
—Todo está a punto. —Golgren no lucía sus delicados ropajes habituales, sino una
sencilla faldilla. Contrastaba con el peto, de origen minotauro, tan pulido como el de un
legionario—. Una terrible tragedia, llegar a esto.
Maritia no mostró emoción alguna. «Jamás demuestres tu debilidad a tu enemigo ni
a tu aliado», le había aconsejado su padre en más de una ocasión. «El Gran Señor es mi
enemigo y mi aliado», pensó para sí.
Cuando salió del camarote, los guardias la flanquearon. Golgren lideró el pequeño
grupo hacia la cubierta. Allí Maritia vio que habían dispuesto antorchas a lo largo de toda la
barandilla. Se preguntó si los tripulantes de su propia nave sabrían lo que estaba pasando.
¿Atacarían si lo supieran? Esperaba que no. Aquél no era el momento de destruir una
alianza incómoda. Sobre todo por culpa de la amenaza constante de los rebeldes, los ogros
continuaban siendo importantes para los planes a largo plazo del imperio.
Los tambores seguían redoblando. No había rastro de sus guardias. Había hablado
antes con ellos y les había hecho entender que ella había decidido aceptar ese duelo. Habían
protestado, pero al final habían tenido que aceptarlo. Seguramente, Golgren los tenía
entonces fuera de la vista, para evitar que estallaran refriegas entre los minotauros y la
tripulación.
Sobre la cubierta habían pintado un hexágono con tiza. En cada punta, se veían los
corruptos signos de la escritura de los Grandes Ogros que utilizaba la casta de Golgren. La
hembra de minotauro sólo reconoció el que representaba una serpiente. La sierpe parecía
estar comiendo una calavera diminuta.
Los tambores callaron. Los ogros se lanzaron a cantar una especie de coro de
ladridos. Muchos golpeaban la parte superior de las mazas o el mango de las hachas sobre
la madera, hasta hacer crujir la barandilla.
—¡Kya du ahn di i’gorunaki! —exclamó el Gran Señor, alzando la mano al cielo—.
¡i’Nagrochi ut i’Maritia’n!
Los ogros repitieron su grito, obviamente sedientos de sangre, aunque mejor si era
la de Maritia. La hembra minotauro avanzó para encontrarse con su oponente. Nagroch
sonrió malévolamente y saludó a la muchedumbre.
El Gran Señor señaló el centro del dibujo. Mientras los dos se colocaban donde les
ordenaba, Golgren hizo un gesto a otro ogro con dos hachas herrumbrosas. Nagroch cogió
una, la balanceó y empezó a quitarse el peto.
Mientras cogía la otra hacha vieja y oxidada, a Maritia le sobrevino un ataque de
pánico y pensó en correr hasta la barandilla y lanzarse al mar. No, ya era demasiado tarde
para ese acto deshonroso y, además, sus guardias sufrirían terriblemente por su cobardía.
Los ogros rodearon el dibujo, levantando las mazas. No estaban allí para observar
sin más. Si la minotauro o Nagroch se salían de la zona designada, los ogros golpearían al
desafortunado hasta que regresara al duelo. Una vez que éste comenzara, sólo terminaría
cuando uno de los combatientes yaciera muerto.
Se observaron en busca de algún punto débil. Verdaderamente, Golgren había
escogido a su segundo con acierto. Aunque se había quitado la armadura, Nagroch parecía
una auténtica montaña de músculos.
—Preparaos —advirtió el Gran Señor.
Maritia se acuclilló y asió el hacha con fuerza. Los rasgos de sapo de Nagroch se
deformaron en una sonrisa de anticipación. En algún punto a su espalda, se oyó una única
nota del tambor.
Con el hacha en alto, Nagroch saltó sobre ella. La cubierta prorrumpió en gritos.
Maritia rechazó a duras penas el primer golpe. Sintió que todo su cuerpo temblaba
bajo el golpe del guerrero monstruoso. La minotauro cayó sobre una rodilla y luchó por
alejar el hacha enemiga de su nuca.
—F’han, Uruv Suurt —le susurró Nagroch—. F’han…
La minotauro resopló, en parte para alejar de su nariz el aliento hediondo del ogro.
Mientras luchaba por ponerse de pie, de repente Maritia pegó una patada al ogro. Sintió que
su pie rebotaba sobre la gruesa pierna de Nagroch sin causarle el menor daño, pero el
movimiento sirvió para sorprender al ogro comido por la viruela y le hizo retroceder un
paso.
Se incorporó de un salto y balanceó el hacha a baja altura, buscando el estómago de
Nagroch. El ogro también bajó su arma y rechazó la de Maritia, pero por lo menos logró
arañarle en un costado. El corte era tan pequeño que ni siquiera parecía doloroso, pero tenía
un valor simbólico. La primera gota de sangre era suya. Sin embargo, la que más importaba
era la última.
Se alzaron los gritos, pues los ogros amaban la violencia, el espectáculo y la
promesa de más sangre. Maritia miró alrededor en busca de Golgren, pero no pudo
encontrarlo, y Nagroch no le concedió más tiempo. El feo ogro volvió a balancear el hacha.
Cuando la comandante de la legión cambió de posición para protegerse, la enorme mano
del ogro le propinó un buen golpe. La finta le había cogido completamente por sorpresa.
Nagroch la agarró por el cuello y empezó a apretar. Medio ahogada, Maritia tiraba
de su muñeca, Pero era como intentar tirar abajo el Gran Circo, así de fuerte era el brazo del
guerrero.
Nagroch se rió.
—¡Te voy a despellejar, Uruv Suurt! ¡Qué bonita capa!
Quería decir literalmente lo que estaba diciendo. A veces, los ogros utilizaban las
calaveras, los cuernos y la piel de sus enemigos muertos para decorar su casa y engalanarse
ellos mismos. Por el contrario, los minotauros no veían la utilidad de coleccionar tan
horribles trofeos. Quizá pudiera encontrarse alguna que otra calavera en la casa de algún
legionario, pero no era algo común.
Los dedos de Nagroch apretaban con más fuerza. Maritia sentía que su cuello estaba
a punto de quebrarse, pero Nagroch había cometido un error al utilizar sus manos desnudas.
Por un momento, había bajado el hacha, y Maritia levantó la suya. El ogro prefirió echarse
hacia atrás a arriesgarse a sufrir una profunda herida en el brazo.
Maritia cayó sobre una rodilla. Tomó una bocanada de aire, con la esperanza de que
se le pasara el mareo que sentía. Notó un intenso dolor en el brazo que sostenía el arma. El
hacha voló rozando la cubierta. Se tiró rodando para alejarse del ogro, sujetándose un
hombro. Las fuertes pisadas la advirtieron de que tenía a Nagroch muy cerca, a su espalda.
El instinto hizo que retrocediera, pero entonces chocó contra un par de piernas peludas.
—¡No! —gritó sin apenas aliento.
La hembra de minotauro regresó a la pelea justo cuando el guardia que estaba en la
línea levantaba la maza, rozándole el muslo. Al echar a correr hada adelante. Maritia chocó
contra Nagroch. Lo pegó un fuerte golpe con el cuerno izquierdo. El ogro lanzó un chillido,
mientras la hija de Hotak miraba alrededor, aturdida, y veía un reguero de sangre de
Nagroch bajándole por el hocico.
—¡Nya i koja eza f’hani, Uruv Suurt! —bramó el segundo de Golgren. Le pegó un
golpe fortísimo a un lado de la cabeza, pero por suerte le dio con la parte plana de la hoja.
Aun así, Maritia oyó un pitido y sintió que se le adormecía la mandíbula. La minotauro
trastabilló hacia atrás.
Nagroch se apartó a un lado, cojeando. En la pierna derecha se le abría una
profunda herida redonda. Sufría temblores. Desde ese momento, el ogro tendría que
preocuparse por apoyarse en la otra.
Con el hacha bien agarrada, Maritia se incorporó para enfrentarse al gigante.
Nagroch volvió a sonreír, como si sus ansias por luchar no hicieran más que crecer. La
muchedumbre abucheó por esos segundos de vacilación. Nagroch les devolvió los insultos
y se lanzó hacia Maritia, describiendo con el hacha arcos mortales.
Maritia balanceó su arma. El choque de las hachas se oyó mucho más allá del barco.
La minotauro y su oponente daban vueltas uno alrededor del otro, en busca de la más
mínima ventaja. Entre el mar de rostros vociferantes, Maritia descubrió el de Golgren.
Como siempre, el Gran Señor era indescifrable. Observaba el combate con una indiferencia
cínica.
—¡Ríndete! —gruñó Nagroch—. ¡Ríndete y no sufras! ¡Te prometo que te daré una
muerte rápida!
—No siento dolor ni cansancio —mintió la comandante—. ¿Puedes decir lo
mismo?
—¡Yo soy Nagroch! ¡Nagroch, el inmenso mastark! ¡El mismo Donnag me dio ese
nombre al nacer!
A Maritia no le extrañaba que el cacique de Blode hubiera bautizado así a aquel
animal. A pesar de que la pierna no dejaba de temblarle, Nagroch recordaba mucho a un
mastark, capaz de luchar toda la noche si hacía falta.
Maritia sabía que ella no resistiría toda la noche. La minotauro se concentró en el
lado derecho de Nagroch. A cada oportunidad, atacaba con su hacha el punto débil del
ogro. Una y otra vez, lo obligaba a apoyar todo su peso sobre la pierna herida. No tuvo que
esperar mucho para que su esfuerzo diera resultado. Nagroch no dejaba de sangrar y la
pierna cada vez le temblaba más. Maritia, en ocasiones poniéndose ella misma en peligro,
seguía atacándolo por la derecha.
De todos modos, el ogro seguía siendo un temible enemigo. Logró burlar su defensa
en dos ocasiones, la primera le rozó el costado y la segunda le hirió en un muslo. Maritia
hizo caso omiso del dolor y no dejó de atacarlo.
Entonces…, Nagroch se tambaleó y cayó sobre una rodilla.
El público rugió enfervorecido ante ese giro inesperado. Si gritaban como muestra
de admiración hacia Maritia o para dar ánimos a Nagroch, era imposible de adivinarlo.
El ogro intentó levantarse, pero la pierna le falló. Se agitaba sin control. Con el
presentimiento de que aquélla era su oportunidad, Maritia se abalanzó sobre su pecho
desprotegido.
Nagroch levantó el arma para detenerla, pero la minotauro hizo un movimiento
inesperado y su adversario perdió el equilibrio. Mientras Nagroch intentaba enderezarse,
Maritia volvió a centrarse en su verdadero objetivo. La hoja se hundió en la garganta del
ogro; el chorro de sangre empapó el arma hasta la empuñadura.
Nagroch dejó escapar un estertor lastimero. Pero para consternación de Maritia, el
ogro no murió ni se desplomó. En vez de eso, con una agilidad que era imposible de creer,
le arrancó el hacha de la mano y la lanzó hacia el público.
Con el pecho empapado de su propia sangre, Nagroch se levantó lentamente. Como
una marioneta rota, dio un paso lento, después otro, hacia su oponente. Cada paso iba
marcado por un amplio arco del hacha dentada. Sin otra opción que retroceder, Maritia
pronto se encontró peligrosamente cerca de la línea que la separaba de los impacientes
ogros. Uno de ellos blandió su maza, pero se detuvo justo al límite.
Nagroch intentó decir algo, pero en vez de palabras emitía sonidos guturales. Su
sonrisa era más amplia, más malévola, más enloquecida. Dejaba un rastro de sangre sobre
la cubierta, pero no detenía su avance.
Ya lo tenía tan cerca que podía oler su aliento pestilente. Agotada, Maritia se
retorció hacia un lado y, al mismo tiempo, le pegó una patada desesperada con los dos pies.
Esa vez le dio en las piernas con las últimas fuerzas que podía reunir.
El gigantesco ogro se balanceó hacia atrás. Las tablas del suelo crujieron cuando
cayó pesadamente. Maritia rodó sobre un costado e intentó levantarse. La muchedumbre
bramaba, enloquecida. Nagroch también luchaba por incorporarse.
Empapada en sudor, la minotauro buscó su arma. Por fin, la encontró y gateó hacia
el ogro.
Sin perder su mirada maligna, el ogro moribundo todavía logró agarrarla por un
tobillo. Los dedos apretaron y casi le pulverizan el hueso.
—Nya i f’han… i’Bastinioni… —gruñó, mostrando sus feos colmillos.
—¿Qué? —A punto de darle el golpe mortal, Maritia vaciló—. ¿Qué dices?
Intentó recordar lo poco que sabía de la lengua de los ogros ¿Qué estaba intentando
decir ese bruto sobre Bastion?
De repente, Golgren estaba a su lado. Maritia levantó la vista y vio su rostro
sombrío.
—El duelo es tuyo, Maritia. Debes cobrarte su vida.
—No hasta que…
—Avergonzarás al clan de Nagroch si lo dejas morir lentamente, como un carnero
desangrado. ¡Mátalo ya! —Alrededor, los ogros gritaban f’han una y otra vez.
Maritia quería terminar el duelo respetando las normas, pero también quería saber lo
que Nagroch intentaba decir sobre Bastion.
Los dedos del ogro aflojaron la presión. Abrió la boca, entrecerró los ojos…
—í’Bast…
No pudo acabar la frase. La hoja curva le atravesó la garganta limpiamente y por la
herida se escapó el último aliento de vida de Nagroch.
El silencio se hizo entre los guerreros agolpados. Con un suspiro, Nagroch por fin
quedó inmóvil. Maritia se liberó de su mano de un lirón.
—¡No deberías haber hecho eso! —dijo, enojada, mirando a Golgren.
El Gran Señor le devolvió la mirada con indulgencia, parecía que hasta con cariño.
—Son las normas de los nuestros. Tal vez te haya salvado la vida. —Señaló al resto
de guerreros, que entonces volvían a vitorear y a gritar.
—Pero él…
Golgren no estaba dispuesto a seguir escuchando. Le tendió su daga a un
subordinado, quien, a su vez, le entregó al Gran Señor un pequeño odre de agua.
—¡Bebe! Lo necesitas.
No podía discutir. Mientras bebía a sorbos, a Maritia le daba vueltas la cabeza.
Nagroch había intentado engañarla, balbuceando. Era seguro que había sido eso. Era
imposible que supiera nada de Bastion.
¿Por qué el Gran Señor se había entrometido?
—Haré que registren las cosas de Nagroch, Maritia. Encontraremos la daga de tu
padre.
—Bien…
Maritia se tambaleó. La batalla la había dejado exhausta. Se le nubló la vista.
Apenas podía pensar.
—Bien luchado, Uruv Suurt —comentó Golgren, apenas esbozando una sonrisa. La
miró fijamente—. Bien luchado, Maritia.
—Yo…, yo gané, Golgren. ¡Ahora, exijo mi…, mi libertad co…, como es mi
derecho!
El Gran Señor no dijo nada, se limitó a entrecerrar los ojos. La sonrisa se convirtió
en la de un depredador, repleta de dientes afilados.
Él no dijo nada más, tampoco ella. El agotamiento y el mareo se apoderaron de
Maritia. El odre de agua se le resbaló de la mano y derramó su contenido. La cubierta
empezó a dar vueltas.
Maritia se desplomó.
XVIII
GAERTH
Faros se ahogaba. Una presión muy intensa le aplastaba los pulmones. La oscuridad
de las profundidades lo envolvía. Sabía que estaba a las puertas de la muerte.
Intentaba agarrarse en vano. Una tupida espesura de algas se aferraba a él. Las
plantas largas y fibrosas le apresaban brazos y piernas. Se sentía atado. Faros tiraba
desesperado de las algas, pero parecía que lo único que lograba era que se hicieran más
compactas, más fuertes…
Se despertó entre jadeos.
Durante lo que le pareció una eternidad, Faros fue incapaz de llenar de oxígeno los
pulmones. Daba igual cuántas veces tomara bocanadas desesperadas de aire, nunca era
suficiente.
Algo le agarró del brazo. Faros trató de zafarse.
—¡Tranquilo, compañero! ¡Tranquilo!
La voz familiar lo calmó. Temblando, lentamente, Faros empezó a cobrar
conciencia de dónde se encontraba. Poco a poco, su respiración se normalizó y, a medida
que lo hacía, los recuerdos acudieron a él.
Recuerdos del monstruo de las profundidades… y de la diosa voluble que era su
señora.
—¡Mi señor Faros! —gruñó la voz—. ¿Puedes oírme? ¡Alegra esa Cara, muchacho!
—¿Botanos? —logró decir el líder de los rebeldes con voz entrecortada.
Miró con los ojos desenfocados a un minotauro, pero ni la voz ni su silueta eran la
del capitán del Cresta de Dragón.
—Toma. —Le pusieron un tazón en la mano izquierda—. Bébetelo, poco a poco.
Si había algo que no sentía en absoluto era sed, pero su borroso compañero empujó
la taza hacia el hocico del minotauro más joven. De mala gana, Faros tragó el contenido.
En su cabeza estallaron las llamas, le arrasaron el estómago y le recorrieron las
extremidades.
—¡Por Vyrox! ¿Qué…?
—Sí, dicen que es muy fuerte. —El otro minotauro se convirtió en Napol, el
comandante.
Napol navegaba con Tinza a bordo del Corsario de los mares. ¿Cómo había
acabado Faros en ese otro barco? ¿Lo habrían rescatado del mar? ¿La visión de Zeboim y
su criatura sólo era un producto de su imaginación?
Lentamente, empezó a percibir las cosas que lo rodeaban. Estaba en una cabaña de
techo alto, pero estrecha. Descansaba sobre un colchón marrón de algodón, en un catre de
madera de seis patas.
Lo cubría una manta de algún tejido parecido. El suelo era blando, de arena blanca.
Había una mesa, hecha con tablas de un antiguo barco, sobre la que descansaba una vela
larga en un soporte cuadrado de plata. La puerta había sido confeccionada con la piel
curada de algún animal. Se agitaba suavemente por la brisa del mar. Faros podía decir que
era de día, pero poco más. En la habitación no había ningún objeto personal aparte del
soporte de la vela, nada que pudiera indicarle dónde se encontraba.
—¿Dónde…?
Napol lo interrumpió.
—Ellos no nos quieren decir el nombre de este lugar, aunque no sea más que un
lugar de paso. Es una promesa.
—¿Quiénes son ellos?
—Los conocerás a su debido tiempo. Quieren que nos vayamos de aquí. No les dio
demasiada alegría vemos aparecer de esa manera.
Tratando de disimular la confusión que sentía. Faros preguntó:
—El capitán Botanos, ¿ha muerto?
Napol abrió los ojos como platos.
—¿Muerto? Ya lleva un día despierto. ¡Tú eres el que nos ha tenido más
preocupados, mi señor! ¡Si no lo hubiera visto con mis propios ojos, si no lo hubiera vivido
en mis propias carnes, jamás lo habría creído!, y puedo asegurarte que a los demás les pasa
lo mismo.
Levantó un odre grande y ofreció a Faros un poco más de aquella bebida. Éste se
apresuró a rechazarla.
—Cuéntamelo todo —dijo.
—Es mejor que descanses. Te lo contaré cuando tomemos el bote para volver a
nuestros navíos…
La expresión de Faros se endureció.
—Cuéntamelo…
Bajo aquella mirada, el veterano soldado tragó saliva con nerviosismo.
—¡Sí, mi señor! ¡Sí…!
Napol le narró la historia de forma muy simple. A bordo del Corsario de los mares
no se habían enterado de que dos de ellos habían caído al mar. Tinza había tenido que
enfrentarse a sus propios problemas, principalmente un mástil que crujía más de lo normal
y los barcos que empezaban a separarse sin remedio.
—Temíamos que si los que nos seguían perdían el rumbo, los rebeldes acabarían
desperdigados en todas las direcciones. ¡Habríamos tenido suerte si hubiéramos vuelto a
encontrar al menos uno!
Faros asintió.
—Entonces…, jurarás que he estado bebiendo agua del mar en vez de buen ron…,
pero de verdad pasó esto: ¡las aguas se quedaron quietas como un muerto! Nos quedamos
en la cubierta, preguntándonos qué habría sucedido. Las velas colgaban sin fuerza, como un
ahorcado, ¡y no se oía ni un solo ruido! —Hizo una mueca—. ¡Pero había un olor
insoportable! Era como si todos los peces del mar estuvieran ahí, pero muertos, ¡y nosotros
estábamos en el lugar que habían elegido para pudrirse!
Estaba tan concentrado en su propio relato que Napol estuvo a punto de pegar un
trago del odre sin darse cuenta. En el último segundo lo alejó de los labios con asco.
—¡Puf! ¡Lo siento, muchacho! Lo que viene después hace que me olvide de todo…
—¿Qué pasó?
—Pensarás que estoy loco, ¡pero todos los demás, menos Botanos, pueden jurar que
también lo vieron! Estábamos mirando el mar, tratando de entender lo que había
sucedido… ¡cuando salió del agua el tentáculo del kraken más grande que yo haya visto en
mi vida!
»El primero en verlo fue una marina que estaba en la popa. Dio un grito y lo señaló.
Al igual que Napol, Tinza y los demás miraron hacia allí y vieron el enorme apéndice
saliendo del agua. Su diámetro era mayor que la altura del barco más alto. Se alzaba hacia
el cielo oscuro, mucho más allá de lo que pudiera verse desde el Corsario de los mares.
»En tu nave también lo vieron, después de que desaparecieras —añadió el
comandante—. Lo más curioso del tentáculo, no obstante, era que estuvo estirado hacia el
cielo durante muchísimo tiempo. No sólo eso, sino que ninguno de los navíos rebeldes han
declarado haber visto el resto de aquel gigante. Todavía no logramos explicamos por qué
nadaría de esa forma, con un tentáculo al aire.
Faros no dijo nada. Las palabras de Napol describían de forma tan precisa la lengua
de la criatura de la Reina de los Mares que le daba miedo. Ya no le cabía ninguna duda: su
encuentro con Zeboim había sido real. Faros intentó incorporarse. Napol se acercó para
ayudarlo, pero el rebelde lo apartó.
—¿Cómo acabamos aquí…? ¿Y dónde estamos, al fin y al cabo?
—De lo primero no puedo decirte mucho, muchacho. De repente, el tentáculo
volvió a hundirse en el agua y el cielo regresó. Se desvaneció el hedor y nos encontramos
en el refugio de esta isla. Ellos vinieron a nuestro encuentro con las primeras luces…, y nos
dijeron que te tenían a ti y al capitán.
—Otra vez ellos. ¿Quiénes son, Napol?
—Se refiere a nosotros.
Faros se volvió hacia la voz. En la entrada de la habitación había un minotauro. Alto
y delgado, se movía como un felino. Vestía un sencillo brial verde que a Faros le recordó el
de Napol, aunque era evidente que no había ninguna relación entre ellos. El recién llegado
miró al minotauro más joven por encima de su hocico afilado.
—Mi nombre es Gaerth. Mi pueblo… ya no es el tuyo.
Lanzando un gruñido, Faros intentó abalanzarse sobre él. Pero su mente parecía
navegar a la deriva y se habría caído al suelo de no haber sido por la ayuda de Napol.
Gaerth observaba la escena con la más absoluta indiferencia.
—Si tomas el brebaje durag, no deberías hacer movimientos tan bruscos durante la
primera hora. ¿No se lo has dicho?
Napol echó las orejas hacia atrás.
—No tuve la oportunidad de advertirle, mi señor.
—¿Qué quieres decir con eso de que tu pueblo ya no es el mío? —preguntó Faros,
intentando ganar la batalla al mareo. Entonces se enderezó.
—Hace mucho tiempo que nuestro camino y el del imperio se han separado.
Nuestro hogar es nuestro, nuestro destino nos pertenece, no nos debemos al trono ni al Dios
de los Grandes Cuernos. Estáis aquí porque así lo pidió otro, uno al que debemos respeto y
veneración. El Señor de las Causas Justas ha pedido que hagamos todo lo que podamos por
ti, pero no haremos nada más que eso.
—¿El Señor de las Causas Justas? —repitió Faros—. ¿Quién…?
Gaerth ya se había dado la vuelta hacia la puerta.
—Tus barcos ya están preparados. Pronto partiréis… y no volveréis nunca.
Con vértigo o sin él, Faros se zafó como pudo de Napol y cogió a Gaerth por el
hombro. El minotauro más alto intentó empujarlo pero Faros le agarró del brazo y se lo
retorció. Gaerth lanzó un gruñido, sorprendido.
Al momento, otros dos minotauros irrumpieron en la cabaña. Iban a por Faros, pero
Gaerth los detuvo con un gesto. Napol, a pesar de que estaba desarmado, intentó defender a
Faros y ladró a los dos recién llegados.
—Escúchame —murmuró Faros entre dientes, sintiendo un calor abrasador en la
cabeza—: ¡Yo no pedí jamás tu ayuda ni la de ese Señor de las Causas Justas tuyo! Llegué
aquí sin saberlo por el capricho de una diosa…
—Zeboim —dijo Gaerth, frotándose el brazo por fin liberado—. Son tiempos
extraños cuando dioses así se alían…
—Es la hija de Sargonnas; no hay nada de extraño en eso.
—Te trajo junto a aquellos que siguen los designios de Kiri-Jolith, Faros Es-Kalin.
Ha puesto al héroe de su padre en manos de su mayor rival por lo que a nuestra raza se
refiere. Está claro que son extraños aliados…
«Primero tengo que vérmelas con un dios, después con dos y ahora con tres». Faros
soltó un bufido.
—En lo que a mí respecta, tres dioses me parecen demasiados. ¿Qué quieren de mí?
¿Es que tres dioses no pueden vencer a Morgion?
Gaerth se encogió de hombros.
—Éste no es el único frente abierto. Zeboim y el dios bisonte tienen que ganar sus
propias batallas. Los templos tal como nosotros los conocemos son cosa del pasado. Ya no
existe Takhisis ni Paladine. ¿Cómo puede saberse lo que pasará a continuación?
—Yo puedo…, ¡y lo haré! —Faros buscó alrededor—. ¡Mi espada! —Su expresión
se endureció—. ¿Dónde está?
—Tu arma…, todas vuestras armas… estarán en un lugar seguro hasta que os
vayáis. No correremos ningún peligro…
—¡Devuélveme la espada ahora mismo!
Los guardias se acercaron a Gaerth, de manera que impedían el paso al líder de los
rebeldes. Los ojos de Gaerth se cerraron hasta ser finas rendijas.
—Ningún extraño lleva armas en nuestras tierras. Olvidarás tus exigencias y…
Faros dobló los dedos dos veces, como si ya estuviera asiendo la espada.
—¡Exijo mi espada!
Los dos guardias se adelantaron hacia él y, de repente, se quedaron inmóviles. Un
rayo de luz negra relampagueó en la mano vacía de Faros. Se alargó y dibujó un extremo
agudo en el aire. La luz se había convertido en la espada creada por Sargonnas.
Uno de los centinelas lanzó un gritó y cargó hacia Faros. Éste partió el hacha en dos
y después balanceó la hoja hacia el minotauro, que por poco acaba también cortado por la
mitad.
—¡Atrás! —ladró Gaerth. Hizo un gesto señalando la espada—. No os acerquéis a
esa… ¡cosa!
Retrocedieron y dejaron el camino libre al rebelde. Sin esperar a Napol, Faros pasó
junto a Gaerth, cruzó el umbral de la puerta y, un momento después, daba un traspié,
desconcertado.
Una ciudad de altas agujas plateadas y estructuras curvas, que parecían las conchas
de nautilos, recibió a sus perplejos ojos. La ciudad estaba rodeada de agua ribeteada de
espuma de brillantes tonalidades azules y verdes. En lo alto de muchas de las estructuras de
la ciudad ondeaba una bandera azul con el contorno de un hacha de doble filo dibujado en
plateado. Una gruesa muralla serrada del color de las perlas protegía a la ciudad de las
aguas al este, donde aguardaban anclados los navíos rebeldes.
Alrededor de sus naves se veían muchos barcos verdes de perfil bajo, con mástiles
más cortos y delgados. Las proas terminaban en una punta alargada y estrecha; Faros pensó
que parecían lanzas preparadas para clavarse en el casco de sus enemigos. En cada proa se
veía también una balista apuntando a los extraños.
—¡Lord Faros! —exclamó Napol—. Recuerda, el brebaje durag…
En cuanto oyó la voz del otro minotauro, Faros sintió que todo te daba vueltas. La
fantástica ciudad desapareció y en su lugar sólo veía una triste sucesión de colinas sin
ningún signo de vida. Miró hacia el mar y en esa ocasión no vio más que tres barcos junto a
las embarcaciones rebeldes. Faros parpadeó y volvió a mirar las colinas, después otra vez
los barcos, pero todo seguía igual. Clavó los ojos en su espada y el anillo, pero ni siquiera
entonces volvió a aparecer la ciudad plateada.
—¿Estás bien, mi señor?
—¿Dónde está? ¿Cómo se oculta?
Napol parecía perplejo.
—¿Dónde está el qué?
—¡La ciudad! ¿Qué velo mágico la cubre? —Se volvió hacia Gaerth, que los había
seguido tranquilamente hasta el exterior—. ¿Qué tipo de lugar es éste?
—Un refugio en el camino para nuestro pueblo. Lo habitaban media docena de
minotauros. Los demás vinimos cuando así nos lo pidió el Señor de las Causas Justas.
—Un refugio. —Lanzando un bufido, el líder de los rebeldes señaló las colinas—.
¿Qué tal si subo a lo alto para tener una vista mejor de vuestra poderosa flota?
Gaerth se encogió de hombros.
—Si así lo deseas, no seré yo quien te detenga.
—Lo que significa que no hace falta que me moleste…
Faros pensó que la ilusión tenía que ser muy poderosa.
—El brebaje es muy fuerte, forastero. Puede hacer incluso que uno crea estar viendo
cosas… al menos por un momento.
Los dos guardias se acercaron. Faros empuñó la espada, pero Gaerth volvió a
enviarlos adentro. Dirigiéndose a Faros, dijo:
—Tu capitán Botanos ya está a bordo del Cresta de Dragón. Ha estado controlando
la carga de víveres y armas. Me atrevería a decir que debe de estar a punto de terminar.
Parece que ya puedes viajar, así que es el momento de que os vayáis.
Como Faros no deseaba disfrutar de la compañía de Gaerth por más tiempo, asintió.
—¿Qué quieres decir con eso de los víveres y las armas?
—Una promesa hecha a nuestro señor. Tenéis todo lo que podemos daros. Es
vuestro momento de ganar el imperio… o perderlo. No nos importa. Nuestras naves os
guiarán hasta un lugar conocido; después ya no formaremos parte de nada de todo esto.
Pero tened cuidado. No os alejéis de vuestra escolta hasta que no os lo indique.
—¿Por qué?
—Porque sí no lo hacéis, podéis perderos para siempre. Ni siquiera nosotros
podríamos salvaros y tampoco íbamos a arriesgarnos por intentarlo.
—¿Tanta protección para un simple lugar de paso?
Gaerth no contestó, sino que hizo un gesto a Napol, quien se apresuró a alejar a su
líder antes de que se enzarzara en otra discusión.
—No lucho contra ti —declaró Faros al desconocido—. No vendré a por ti si me
hago con el imperio.
—Nunca volverías a encontramos.
El guerrero más joven mostró los dientes al delgado minotauro.
—Claro que os encontraría… si tuviera que hacerlo.
A Gaerth le temblaron las aletas de la nariz, pero no dijo nada.
Faros se dio la vuelta y siguió a Napol. En la orilla de arena blanca de la playa en la
que se alzaba la cabaña los esperaba un bote. Cuando se acercaron, los saludaron cuatro
marinos del Cresta de Dragón.
Mientras el bote se alejaba, Faros volvió la vista. Gaerth seguía junto a la diminuta
y vulgar cabaña. Parecía a punto de derrumbarse, envejecida por los elementos. La isla no
era más que una roca inhóspita y desolada, tan poco tentadora como los islotes al norte de
Karthay.
Pasaron junto a uno de los barcos verdes. La tripulación, minotauros tan delgados
como Gaerth y con rasgos más suaves, los observaba en silencio.
—Bastante arrogantes para ser tan pocos —comentó el comandante Napol.
—¿Nos abastecieron de todo lo que necesitábamos?
—¡Sí! ¡A todas nuestras naves!
Faros estudió el barco verde más cercano de proa a popa. Aunque parecía veloz y
peligroso, era evidente que no podría albergar más que una tercera parte de los tripulantes y
guerreros de su propio navío.
—A todas las naves —repitió Napol.
El veterano guerrero no se daba cuenta de lo que Faros ya había descubierto. Tres
embarcaciones no podían abastecer una flota. Era improbable que pudieran haber llevado
tantos víveres y mucho menos armamento. Habría hecho falta más de una docena…
El Corsario de los mares estaba anclado a babor del Cresta de Dragón. Faros subió
a bordo de este último. Napol cogió otro bote y se dirigió al primero.
Un exultante capitán Botanos recibió a Faros.
—¡Mi señor! ¡Alabado seas, por fin estás consciente y sano! —El inmenso
minotauro se apoyó sobre una rodilla e inclinó los cuernos hacia un lado—. ¡Me rescataste
de las profundidades! ¡Una vez más, te debo la vida!
Faros frunció el entrecejo.
—Cuéntame todo lo que recuerdes.
—¡No demasiado! ¡Caí al agua, todo el océano en mis pulmones y tú que saltabas a
por mí! Sé que me cogiste, pero después de eso… nada, hasta que me desperté en esa roca
inhóspita que a ellos tanto les gusta.
—Lo dices como si ya los conocieras.
Mientras se levantaba, Botanos pareció olvidar su buen humor.
—Los recuerdo de un breve encuentro hace tiempo. Ayudaron a mi capitán, Azak, y
al general Rahm Es-Hestos a huir de los tiburones de Hotak, y después, igual que ahora,
cortaron todo contacto. —Con las orejas tiesas, el capitán del Cresta de Dragón resopló—.
El capitán Gaerth también estaba allí. Azak casi acaba peleándose con él. Después Gaerth y
los suyos se fueron. Nunca pensé que volvería a encontrarlos. Un minotauro de lo más
extraño.
Faros gruñó. Volvió a observar atentamente la isla, pero no se le concedió ninguna
otra visión. El líder de los rebeldes se encogió de hombros y se dispuso a ocuparse de
asuntos más prácticos.
—¿Estamos listos para partir?
—¡Sí! Sólo te esperábamos a ti.
—Entonces, vámonos de este lugar. —Echó una ojeada a los barcos verdes—. Se
supone que aquellos tres serán nuestra escolta, ¿verdad?
Botanos asintió con gesto arisco.
—Tengo que hacerles una señal cuando estemos preparados. ¡No sé por qué tengo
que dejar que ésos me guíen en el mar! Nací y me crié en un barco y aprendí del mejor, ¡del
buen capitán Azak!
—Síguelos, síguelos sin desviarte ni un milímetro. No intentes separarte.
El marino estudió el rostro de Faros.
—Como ordenes.
Mientras Botanos se alejaba para dar las órdenes oportunas, el antiguo esclavo se
dirigió a la barandilla para verlo todo. Con unas banderas triangulares, el Cresta de Dragón
hizo señales a los otros barcos. Cuando ya se sintió satisfecho, el mismo capitán Botanos
dio la señal a la embarcación verde que tenían más cerca.
Casi al instante, los tres extraños navíos empezaron a moverse. Sus velas curvas
atrapaban la más leve de las brisas. Faros observó su diseño, tan diferente.
—¡Mira cómo cortan el agua! —exclamó un miembro de la tripulación.
La verdad era que los tres barcos eran veloces y muy ágiles. Faros recordó la breve
visión que había tenido. Si aquella imagen escondía algo de verdad, tenían más de tres
barcos rodeándolos, más que suficiente para destrozar su flota si faltaba a su palabra.
El Cresta de Dragón se puso en marcha. Los barcos rebeldes se juntaron unos a
otros. Mientras toda la flota dejaba atrás la isla, Faros volvió a mirarla. El aislado dominio
de Gaerth parecía borroso, como si hubiera perdido la consistencia. La roca apenas se
distinguía de una sombra. Faros se sentía desorientado. Ni siquiera le ayudaba mirar al
cielo, pues parecía que las nubes, y también el sol, se movieran de un lado a otro, lo que
hacía imposible determinar cada punto cardinal.
Pensando en los otros barcos. Faros exclamó:
—¡Botanos! ¡Indica a los demás que no se alejen!
El capitán obedeció. Al ver que el mensaje pasaba de un barco a otro, Faros se sintió
un poco más tranquilo.
Pero un momento después, Botanos empezó a gritar:
—¡Responded, malditos seáis! ¡Responded!
El líder de los rebeldes se dio la vuelta.
—¿Qué pasa?
—¡Nadie responde desde el Furia de Harnac! Lo que es peor, ¡me parece que está
desviándose hacia el sur y más barcos lo siguen!
Mientras lo observaban sin que pudieran hacer nada, el Furia se apartó
completamente del camino de los otros barcos. Se dirigía hacia el sur, con otro navío
siguiéndolo ciegamente.
—¡Hacedles señales de fuego! —mandó Botanos a un marino.
—¡No tenemos tanto tiempo! —Faros miró en derredor y vio la balista—.
¡Disparadles!
—¡No los alcanzaremos a esta distancia!
—¡No es eso lo que pretendo! ¡Quiero captar su atención!
La hábil tripulación preparó el arma lo más rápidamente posible, pero los dos barcos
perdidos ya se habían alejado demasiado.
Faros dio la orden. Las lanzas de punta de acero rasgaron el aire lo más alto que la
balista pudo dispararlas. Punzaron el agua y después se hundieron. El mar recibía cada
impacto con una casada de gotas de agua.
Todos los que estaban a bordo del Cresta esperaron. Botanos lanzó un gruñido de
alivio al ver que el último barco empezaba a dar la vuelta hacia la flota, pero el Furia no
reaccionó. Avanzaba bamboleante, sin control, como si la tripulación no pudiera dominarlo.
—¡Volved aquí, malditos! —gritó el capitán con impotencia. Acompañado del
tintineo de sus pendientes de oro, ordenó a su propia tripulación—: ¡Preparaos para dar
media vuelta!
Faros lo agarró por el brazo.
—¡No! ¡Déjalos!
—Todavía podemos alcanzarlos…
Como respuesta, el líder de los rebeldes le obligó a mirar hacia el cielo.
—¡Mira!
El minotauro más corpulento ahogó un grito. Zafándose de Faros, intentó
concentrarse en las nubes constantemente cambiantes. Era un esfuerzo demasiado intenso,
y Botanos se apoyó, derrotado, sobre la barandilla, parpadeando.
—¿Qué le pasa al cielo? —logró decir.
—¡La misma magia que protege este lugar! ¡Si vas tras el otro barco, corres el
peligro de perder por completo la orientación! ¡Gaerth dijo que siguiéramos la escolta!
¡Hazlo, sin importar cuántas naves queden atrás!
Botanos tragó saliva. Agarrándose la cabeza, gritó a la tripulación:
—¡Olvidad la última orden! ¡Manteneos junto a los barcos verdes! ¡Aseguraos de
que los demás hacen lo mismo!
El capitán y Faros miraron una vez más al Furia de Harnac. Un poco más allá algo
cayó al agua, el último intento desesperado del segundo de los barcos por prevenir a sus
compañeros. No obstante, el Furia no reaccionó. Al igual que la isla, empezó a
desdibujarse.
—¿Qué crees que será de ellos? —murmuró Botanos.
Si Faros había entendido bien a Gaerth, seguirían navegando hasta que murieran.
Pensó en Sargonnas con amargura, en Morgion y en todas las deidades.
—Un dios u otro lo exigirá para sí. ¿No somos todos simples instrumentos de los
dioses?
El gigantesco marino no tenía ninguna respuesta.
Faros contempló al Furia mientras desaparecía hacia su destino y después se dirigió
a proa. No tenía la menor idea de adonde los conducían las naves de Gaerth, pero cuanto
antes la isla se convirtiera en un recuerdo, mejor. A cambio de un barco, tenía víveres y
armas para todos los demás. La rebelión podía seguir según lo planeado.
Y más minotauros podrían morir mientras los dioses los observaban indiferentes.
XIX
ALIANZAS ROTAS
Maritia soñó que seguía prisionera en el camarote de Golgren. Sin embargo, ésa no
era su verdadera pesadilla. Era mucho peor. Al despertarse encontró con el mismo Gran
Señor tumbado a su lado.
Giró sobre sí misma para apartarse, buscando con una mano la daga, que no pudo
encontrar. Para su consternación, Maritia descubrió, entonces, que sólo la cubría una manta.
—¡Te despellejaré vivo! —gruñó a Golgren.
Recorrió todo el camarote con los ojos. Tenía que haber algo que pudiera utilizar
como arma.
El Gran Señor se levantó tranquilamente. Estaba sentado justo a la altura de la
cabeza de Maritia. Esta observó con alivio que el ogro estaba completamente vestido, con
unos calzones de color marrón oscuro y verde, una túnica, una capa y botas altas de piel.
—No pretendía hacerte nada malo —dijo él, sonriendo.
Perfectamente consciente del doble sentido que siempre se escondía en esa sonrisa,
Maritia no se sintió nada tranquilizada. Señaló la única tela que la cubría.
—¿Nada malo? ¿Y esto qué es?
—Tenías heridas que había que curar. Había que quitarte la armadura por tu bien.
—¡Y tenías que hacerlo tú, claro!
Él se echó a reír, un sonido que a Maritia le pareció obsceno.
—No, no. Fue mi sirviente. —Golgren hizo un gesto—. Por favor, mira.
Entre las almohadas, Maritia vio su ropa colocada con cuidado. La armadura había
sido meticulosamente arreglada. Su espada estaba al lado… y, junto a ella, la daga de su
padre. Las tres cosas acababan de ser limpiadas.
—Nagroch dijo mentiras. Tenía la daga.
—Como yo dije. —Apartándose la melena suelta, Maritia sacó los dientes—. Me
gustaría vestirme.
Golgren le dio la espalda, un gesto que demostraba su confianza y su poder.
Todavía con pasos vacilantes, Maritia se acercó a su ropa. El Gran Señor
contemplaba la pared del camarote con gran educación. Cuando se hubo puesto el peto y el
brial, la minotauro dijo de mal humor:
—Si deseas volverte y mirarme, ya puedes hacerlo.
Mientras se giraba, Golgren hizo una reverencia al estilo de un cortesano humano.
A veces se vestía como un elfo; en ese momento, se inclinaba como un humano. Maritia se
preguntó a qué otra raza imitaría a continuación. El Gran Señor era un ogro extraño, una
contradicción en ocasiones.
—¡La reina guerrera! —exclamó el ogro con grandilocuencia—. ¡La vencedora!
—Prisionera —repuso ella secamente—. La traicionada.
—No hay traición alguna, Maritia. Este humilde servidor se aseguró de que no
siguieras a tu padre y a tus hermanos al Campo de los Cuervos.
Maritia supo a qué se refería. El Campo de los Cuervos era un mundo del mas allá
donde los ogros creían que los héroes de su raza luchaban en batallas épicas y eternas.
Enormes animales carroñeros devoraban a los vencidos, cuyos huesos se alzaban de nuevo
al amanecer de cada día. Entonces, volvían a unirse al combate, con el afán de que el
alimento de los carroñeros fueran los otros y no ellos. Para los ogros, aquél era el paraíso de
los guerreros.
Sin embargo, para Maritia era el infierno de la raza de Golgren. Ella esperaba que
cualquiera que fuera la vida después de la muerte que hubieran encontrado su padre y sus
hermanos, fuese mejor que aquella batalla caótica y sin sentido. Maritia se inclinó hacia sus
armas, sin dejar de mirar a su acompañante. Golgren abrió los brazos para mostrar que ni
siquiera llevaba una daga. Sin sentirse del todo segura, ella se colocó el cinturón. Maritia
comprobó si su espada había sufrido algún daño o desperfecto, pero no vio ninguno.
—Tus mismos guardias la limpiaron —le informó el ogro.
—Evidentemente. —Miró a Golgren a los ojos. El ogro tenía una mirada penetrante
que casi le hacía temblar—. Lo que no es tan evidente es lo que piensas hacer conmigo
ahora.
—¿Ahora? Puedes irte… como prometí.
—¿Eso es todo? ¿Salgo de este camarote y subo a un bote que me lleve de vuelta a
mi flota?
Su sonrisa se llenó de colmillos.
—A tu flota no, ¡oh, no!
La mano voló a la empuñadura de la espada,
—¿Qué?
Golgren señaló hacía la puerta.
—¡Por favor! Todas las respuestas están fuera.
—Tú delante, entonces.
Con una risita inquietante, el Gran Señor se encaminó hacia la puerta. Cuando se
abrió, al otro lado apareció un centinela peludo.
El guardia se agachó para mantener la cabeza más baja que la de Golgren.
Sin alejar los dedos de la espada, la comandante de la legión siguió a Golgren al
exterior. Lo primero que vio fueron decenas de ogros. Era como si todas las criaturas a
bordo del barco estuvieran esperando su entrada. Sus propios guardias estaban arrodillados
cerca de la proa. Con expresión avergonzada por no haber sido capaces de protegerla,
inclinaron la cabeza hasta que casi tocaron la madera de la cubierta con la punta de los
cuernos.
—Levantaos —ordenó Maritia entre dientes—. Sois minotauros.
Obedecieron de inmediato. A Maritia no se le ocurría qué podían haber hecho para
evitar todo lo sucedido, y sacrificar sus vidas le parecía un desperdicio.
Golgren señaló hacia estribor.
—Por aquí, hija de Hotak.
Flanqueada por sus guardias, Maritia avanzó entre los ogros, que se apartaban a su
paso. Se detuvo en seco, ahogando un grito. Un pequeño bote se bamboleaba sobre el agua.
Al otro lado de la barandilla no se veía ningún otro barco. Un pequeño punto de tierra, que
ni siquiera merecía el nombre de isla, era lo único que rompía el paisaje interminable de
agua.
Saltó hacia Golgren, lo que hizo que muchos ogros lanzaran un gruñido y que sus
propios guardias se dispusieran a pelear.
—¿Adónde nos habéis traído?
Imperturbable, el ogro respondió:
—No muy lejos, no muy lejos. El último viaje será corto. —Golgren levantó el
muñón para señalar la roca abandonada—. Allí solamente.
—¿Y después qué?
—Después nos vamos. Los Uruv Suurt vienen.
—¿Después os vais? —Maritia arrugó la frente.
—Volvemos a Kern. La caza…, la caza es toda tuya, Maritia. El rebelde Faros es
tuyo… Si lo atrapas, es tuyo.
—¿Por qué olvidas tu venganza? ¿Por qué…?
—Por favor, el bote —dijo Golgren con un gesto.
Maritia se quedó mirándolo, sin lograr comprenderlo. Él le devolvió la mirada con
una sonrisa sombría.
—Vamos —ordenó por fin a sus soldados. Decidiera lo que decidiera el ogro, ella
tenía su misión muy clara. Debía dar caza a Faros.
Al mirar por encima de la barandilla vio a los seis enormes ogros que estaban a los
remos. Uno de los guardias bajó, seguido de cerca por Maritia. Cuando ya llegaba al bote,
el segundo guardia empezó a descender por la escala de cuerda. Y a continuación, para su
sorpresa, Golgren también empezó a bajar.
Maritia se sentó y observó cómo descendía el ogro mutilado. Tenía que admitir que
Golgren se movía con mucha agilidad a pesar de su problema. Era fuerte y taimado. Si en el
combate hubiera tenido que enfrentarse al Gran Señor, se preguntaba si el resultado habría
sido otro.
—No era necesario que nos acompañaras —señaló la hija de Hotak cuando el líder
de los ogros se sentó a su lado.
—¿No? —repuso él, con semblante lúgubre. Después bramó a un ogro que sostenía
un látigo en la proa—. ¡Tyraq i gero! ¡Kya ne! ¡Kya ne!
El ogro hizo restallar el látigo. Lanzando un gruñido al unísono, los remeros se
pusieron a trabajar. Sus músculos se tensaron al enfrentarse a la corriente. Preguntándose
adonde se dirigirían, Maritia admiró la fuerza de los remeros. La corriente era muy fuerte e
incluso para un minotauro habría sido difícil dominarla.
El islote no parecía menos inhóspito al verlo desde más cerca. No había nada en el
paisaje que Maritia pudiera identificar.
Uno de los guardias se inclinó hacia ella, susurrando:
—¡Esto es un truco, señora! ¡Quieren matarnos!
—¡Cállate, Rog!
Golgren fingió que no había oído la conversación, pero Maritia no se dejaba
engañar. El ogro confiaba en que ella mantendría controlados a sus guerreros, así como ella
confiaba en que él haría lo mismo.
El bote pegó un salto. Se había detenido, y los ogros empezaron a saltar al agua.
Golgren se levantó con gran solemnidad.
—Por favor, a la orilla —ordenó.
El otro guardia de Maritia salió del bote y después le ofreció su ayuda. La mayoría
de los ogros estaban ya en la costa. De repente, Rog lanzó un rugido. Su hacha voló y se
clavó en uno de los ogros que todavía estaban en el bote. El segundo remero se estiró para
coger su arma.
Al momento, el resto de guardias de Golgren rodeó a Maritia y a su otro soldado. La
minotauro logró desenvainar la espada y herir a uno de los atacantes en el costado, pero
pronto quedó atrapada entre todos los cuerpos. La hija de Hotak vio que el Gran Señor
cogía el hacha de uno de sus soldados. Con gran frialdad y destreza, la lanzó a la espalda de
Rog.
La hoja voló girando sobre sí misma y se clavó con terrible precisión en la nuca de
su objetivo. Se oyó el chasquido del hueso. El legionario cayó pesadamente al agua.
Golgren ladró una orden a sus guerreros. Los ogros que aprisionaban a Maritia
retrocedieron. El guardia que le quedaba se puso a su lado. Le sangraba profusamente un
brazo, debido a una terrible herida que tenía cerca del hombro. Después de una señal de la
comandante de la legión, los dos minotauros bajaron las armas y esperaron.
El Gran Señor chasqueó los dedos e hizo que los ogros formaran dos filas a ambos
lados de los minotauros. Mientras avanzaba con paso airado a la cabeza del grupo, miró a
Maritia con tristeza.
—Lamentable —fue su único comentario.
Tardaron un rato en llegar al centro del islote. Allí, Golgren indicó que los dos
prisioneros —pues Maritia pensaba que volvían a ser prisioneros— debían quedarse en un
punto.
—Aquí —le dijo a Maritia—. Esperad hasta que el bote esté lejos.
No le respondió, pero era evidente que el ogro estaba muy satisfecho. Miró a uno de
sus subalternos, que llevaba un pequeño morral de piel que Maritia no había visto en el
bote.
Cuando el tosco guerrero lo tiró sin muchas contemplaciones a los pies de la hembra
de minotauro, Golgren añadió:
—Para el hambre y la sed.
Maritia no se molestó en recoger el morral. El Gran Señor mandó a los demás ogros
de vuelta al bote, haciendo que sólo dos se quedaran con él.
—Muy lamentable —dijo de nuevo, esa vez sonriendo abiertamente.
—No, no es lamentable. Es un error terrible por tu parte —dijo ella—. No lo
olvidaré, Golgren.
El ogro parecía dolido.
—No, no me olvides. Adiós, Maritia. Deseo que combatas bien contra la sangre de
Chot. Que muchos enemigos mueran aullando a tus pies.
—Así será… y algunos serán ogros.
El Gran Señor soltó una risita y, después de hacer una profunda reverencia, se alejó.
La comandante de la legión contempló con amargura cómo su aliado la abandonaba en
aquel islote batido por el viento. Su mirada se clavó en la espalda del ogro.
—¿Vamos tras ellos, mi señora? —preguntó el guardia.
—¿Para qué? ¿Para luchar con mucha gloria pero fallar al imperio de mi padre
muriendo aquí? Ya habrá tiempo para los ogros, créeme. Ahora tenemos otras cosas de las
que preocupamos. Hay una rebelión que debemos aplastar… y un linaje maldito que
debemos extinguir.
Golgren observaba la bandera que ondeaba en lo más alto de su barco, orgulloso del
diseño del que él mismo era responsable. El viento hacía que pareciera que la mano cortada
se movía, clavando la daga incansablemente. Cada cuchillada era una herida mortal para
algún rival, algún enemigo…
La suerte estaba echada. Por fin, se había roto el pacto con los Uruv Suurt. Era
inevitable que llegara ese día, aunque no de la manera en que lo había hecho. Lady Nephera
y sus poderes oscuros se habían convertido en una carga más pesada de lo que estaba
dispuesto a soportar y aquella debacle le había costado a Golgren más de lo que él habría
querido. Nagroch no había estado a la altura y, al fin y al cabo, quizá la hija de Hotak le
había hecho un favor al derrotarlo. No había sido el desenlace que el Gran Señor esperaba,
pero descubrió que le había gustado más, por lady Maritia.
Sus enemigos pensarían que entonces era más débil, pero Golgren había planeado
muy bien esa oportunidad. Ni siquiera los poderes infernales de la compañera de Hotak
podrían alejarlo de su objetivo final. Tenía otros métodos, otras fuentes de poder a las que
recurrir. Quizá sus rivales lo considerarían una presa fácil, pero él sería como el jakary, el
reptil largo y delgado, de enormes fauces, que engañaba a sus presas con su aspecto
enfermizo para después clavarles los colmillos envenenados cuando menos se lo esperaban.
El potente veneno del jakary no tardaba más que unos segundos en matar. Golgren
intentaría ser igual de rápido.
Como siempre, había más de un motivo detrás de las acciones del Gran Señor.
Maritia seguía sirviendo a un propósito, uno muy importante. Que se dedicara a perseguir al
maldito Faros y derramara mucha sangre de Uruv Suurt. Golgren quería que muchos,
muchísimos minotauros se vieran arrastrados al conflicto antes de que terminara. De hecho,
legiones que eran cruciales ya habían abandonado Ambeon…, la hermosa Ambeon, o como
al Gran Señor le gustaba pensar en ella, Dyr ut iGolgrenarok, el Reino del Poder de
Golgren, un nombre mucho más adecuado que aquel que honraba a un rey inútil y venido a
menos de los Uruv Suurt.
El bote llegó junto al barco. Mientras Golgren subía, sin dejar que lo ayudaran, se
detuvo para contemplar la isla que había dejado atrás. El trato que había hecho con el
capitán de la flota imperial le daría el tiempo necesario para alejarse. Sus otras naves hacía
mucho que se habían ido de aquella zona. Los Uruv Suurt irían a recoger a su comandante y
después partirían a combatir contra sus propios congéneres.
Quien ganara la guerra era algo que, a largo plazo, a Golgren no le importaba. Se
permitió una amplia sonrisa al imaginar el destino de la colonia imperial de Ansalon. Sus
hordas atacarían por sorpresa. Los Uruv Suurt que vivían allí sustituirían a los esclavos que
había liberado Faros.
Había muchos planes que desarrollar, muchas cosas que hacer. Los Uruv Suurt, los
minotauros, se creían los hijos del destino, pero se equivocaban. Sólo había un hijo del
destino, aquel que gobernaría a todos.
Y Golgren estaba dispuesto a aceptar humildemente esa carga…
El Señor de las Tormentas llegó varias horas después, demasiado tarde para atrapar
al Mano de Golgren. El sol estaba a punto de ponerse por el horizonte. Un atribulado
capitán Xyr fue al encuentro de Maritia mientras ésta subía a su buque insignia.
—Deberíamos haber tomado su barco al asalto, señora. —Le ofreció el hacha y la
nuca—. Fallé a vuestro hermano y ahora os fallo a vos. Estoy a vuestra merced. —El
marino se agachó ante ella.
Maritia rechazó el arma y le perdonó la vida.
—No desperdiciaré tu sangre, capitán. Levántate. Hiciste lo que te pareció correcto.
—Resopló—. Seguramente, yo habría hecho lo mismo.
—Gracias, señora.
—¿Dónde está el resto de la flota de los ogros? —preguntó después—. ¿Todos han
huido?
—Todos los barcos sin excepción. Yo diría que el Gran Señor está reuniéndose con
ellos en estos momentos.
—Pues entonces eso es todo…, por ahora. Partamos, capitán —repuso Maritia
secamente—. Tenemos que unirnos a los demás. Los rebeldes nos esperan.
—Sí.
Maritia calculó el tiempo.
—¿Cuántos días hemos perdido, capitán?
—Cinco.
La minotauro estaba perpleja.
—¡Demasiados! Estuvieran donde estuvieran los rebeldes antes ya no los
encontraremos allí. Por el hacha de mi padre, ¡quizá hayan avanzado hasta el corazón del
reino!
El capitán parecía más afligido aún.
—Lo mismo he pensado yo, mi señora.
—¿Ha llegado algún mensaje, o señal de mensaje, procedente de Nethosak?
—No, señora. ¿Esperabais un pájaro mensajero?
—No —respondió Maritia después de una pausa—. No esperaba nada.
—Con vuestro permiso, haré que nos pongamos en marcha.
—Que así sea.
Mientras el capitán Xyr vociferaba órdenes, Maritia se retiró a su camarote. Sus
mapas y notas seguían allí. Dos centinelas la saludaron, y uno de ellos le abrió la puerta.
Pero cuando volvió a cerrarse, la oscuridad de la estancia la sobresaltó. Maritia sintió un
escalofrío y se echó a temblar. Se imaginó el rostro de Golgren sonriendo entre las
sombras. Maldiciendo con la habilidad propia de un legionario veterano, la hija de Hotak se
apresuró a encender la lámpara de aceite redonda que colgaba cerca de la mesa de roble. La
luz arrinconó sus miedos.
—Mucho mejor así —murmuró para sí.
Como su padre y su hermano Bastion habían hecho antes que ella, apenas guardaba
objetos personales en su camarote. En la pared cerca del catre tenía un espacio para colocar
el hacha y la espada. En una repisa se alineaban algunas botellas de vino y un bote de
arcilla con tiras de carne de cabra conservadas en sal. La mesa en la que discurría sus
estrategias dominaba la habitación; era un mueble cuadrado, macizo, sujeto al suelo con
clavos. Los mapas y sus anotaciones, todos colocados bajo pesos, esperaban abiertos para
su estudio. Algunos pergaminos se habían desplazado a pesar de los pesos, y Maritia dedicó
un momento a organizar sus papeles. Para cuando había acabado, ya había tomado una
decisión. Los rebeldes estaban en algún punto del imperio. Si intentaba seguir su pista,
podía acabar en el otro extremo del reino.
—A él no le va a gustar —murmuró— y a ella tampoco.
Maritia no sabía si su hermano y su madre estarían de acuerdo, pero sentía que no le
quedaba ninguna otra opción. Tenía que seguir sus instintos, y éstos sólo la dirigían en una
dirección.
Un grito hizo que acudiera uno de los guardias.
—¿Señora?
—¡Que venga el capitán! ¡Ahora mismo!
Un momento después, Xyr entraba apresuradamente. Jadeaba un poco, estaba claro
que había estado haciendo algún trabajo duro.
—¿Sí, lady Maritia?
—En cuanto nos reunamos con los demás, quiero que tomemos una nueva
dirección. —Señaló el mapa con el dedo—. ¡Tenemos que llegar aquí lo antes posible!
¡Todo puede cambiar en cuestión de segundos!
El capitán miró el punto que señalaba.
—¿Sargonath? ¿Planeáis regresar a Ambeon?
—No, pero necesitamos refuerzos para llevar a cabo mis planes. No puedo
conseguirlos en Ambeon… —Maritia no se atrevía a buscarlos en Ambeon, no con Pryas
ansioso por usurpar su lugar y Golgren actuando de forma impredecible—. Hay dos
legiones destinadas aquí y aburridas sin nada que hacer. ¡Podemos recogerlas y después
partir hacia Nethosak!
—¿Nethosak? —Xyr cada vez estaba más confuso—. ¿Vamos a la capital? ¿Y los
rebeldes?
Maritia asintió con gravedad.
—Faros Es-Kalin sólo quiere volver a casa. Déjalo. Cuando llegue, lo menos que se
merece es que le demos la bienvenida… clavándole un hacha en el pecho.
XX
EL DON DE MORGION
EL REGRESO AL IMPERIO
LA BENDICIÓN DE MORGION
Los navíos de los ogros se deslizaron hasta el puerto sureño, que estaba
estratégicamente situado junto a Ambeon. Era un refugio bien disimulado por las rocas
altas y peladas que lo rodeaban.
El buque insignia de Golgren fue el primero en arribar. Los ogros que estaban en
tierra y los tripulantes de las otras embarcaciones cercanas se detuvieron para mostrar su
lealtad a base de aullidos. El Gran Señor, rodeado por sus enormes escoltas, avanzó
solemnemente por la plancha y esperó.
Desde su nave, un soldado le llevó su montura favorita. El musculoso corcel avanzó
con pasos vacilantes al principio, pero no tardó en recuperar el equilibrio. Golgren dio unas
palmaditas en el costado del animal y lo observó con cuidado antes de montarlo. Cuando se
disponía a hacerlo, otro ogro se le acercó trotando, muy agitado. El recién llegado llevaba
un pergamino de piel de cabra en una mano, y en la otra, una jaula de madera con un pájaro
mensajero que no dejaba de graznar. El ogro dejó la jaula en el suelo e hizo una profunda
reverencia.
El ave era una de las pocas que había sobrevivido al intento de establecer un sistema
de comunicación entre ogros y minotauros. Por el plumaje, Golgren reconoció que era un
pájaro que él mismo había entrenado. Seguramente, ésa era la razón de que hubiera
sobrevivido cuando todos los demás habían muerto.
—¿Halag i Kira tuk? —preguntó bruscamente Golgren, mirando al pájaro.
—Wosagi mun drena… —contestó el subordinado inclinado ante él, señalando al
sol y levantando tres dedos.
—¡Hmmm…!
Con un simple chasqueo de sus dedos, Golgren hizo que levantara la jaula. El pájaro
se mostró más hostil todavía cuando el otro ogro alzó la jaula, pero cambió de actitud en el
momento en que el Gran Señor se inclinó hacia él. Susurrándole cosas, Golgren sacó el ave
de su prisión y la posó sobre su muñón. Sacó el mensaje del saco diminuto y dejó que el
pájaro se arreglara las plumas tranquilamente mientras él leía la misiva.
Más exigencias del emperador. Más tonterías. Sin acabar de leerla, el líder de los
ogros rompió la nota y tiró los trocitos. El pájaro percibió su mal humor y graznó, pero
Golgren lo tranquilizó con unas pocas caricias, y después cogió el pergamino de piel de
cabra.
—Ambeon… —murmuró.
La letra del mensaje era burda pero legible, escrita en común. Nephera tenía ojos,
pero también Golgren tenía los suyos, y no siempre pertenecían a su misma raza. A medida
que leía el pergamino, su gesto reflejaba más ansiedad y perplejidad: «… conflicto armado
entre las legiones…, entre el templo y el ejército…».
El resto del mensaje daba más detalles, que Golgren repasó rápidamente con una
mirada rápida. Lo importante era la situación en sí. Las legiones leales a Maritia se habían
levantado contra las dominadas por los Predecesores. El motivo no estaba muy claro, pero
eso realmente no importaba.
Golgren se echó a reír. Por lo visto, no tendría que esperar mucho. Su destino se
dibujaba velozmente.
Metió el pergamino en el cinturón y se agachó para devolver el pájaro a su jaula. La
mente del Gran Señor estaba en plena ebullición. Tendría que reorganizar sus fuerzas,
avanzar con más ímpetu hacía las regiones del sur. Sentía que su obligación era restaurar el
orden en unas tierras sumidas en el caos.
El pájaro lanzó un chillido y escapó dando saltitos por el brazo de Golgren, mientras
el otro ogro intentaba atraparlo. Trató de picotearlo y extendió las alas para que fuera
imposible meterlo por la puerta de la jaula. La sonrisa de Golgren se nubló. Con un gesto
ágil, cogió al ave rapaz por el pescuezo. El pájaro mensajero pudo dar un último graznido
antes de que el Gran Señor le rompiera la tráquea con un movimiento certero.
Tiró el cuerpo inerte al suelo y se limpió un poco de sangre y plumas con el
pergamino. Miró el pájaro muerto un momento. De todos modos, no había ningún motivo
para mantener el pájaro con vida. Con las noticias que acababa de recibir, el último lazo
que los unía a los Uruv Suurt se había cortado tan definitivamente como su mano.
—¡Gaj i Kira nun! —ordenó secamente Golgren, señalando el pájaro.
Pasó junto al cuidador mientras éste se agachaba para recoger el cuerpo. Su pesada
montura pisoteó el suelo duro en el que había caído la última misiva de Ardnor con paso
cansino. El mensaje quedó reducido a unos trozos sucios, como el pacto entre los ogros y
los minotauros.
Innumerables navíos imperiales zarparon hacia Mito, sin dudar de su capacidad para
atrapar a los temerarios rebeldes en ese punto. Habían levado anclas en cuanto habían
recibido el urgente mensaje. El renegado, Faros, se encontraba allí y, por fin, podrían darle
caza.
El único problema era que Faros no estaba allí. Había dejado Mito muy atrás. Para
entonces, la capitana Tinza y el comandante Napol ya habrían logrado tomar una posición
viable o habrían muerto en el puerto. En cualquiera de los dos casos, morirían sirviendo a la
causa a la que se habían entregado. No le habían pedido nada más.
Faros esperaba que su sacrificio, como el de todos los que habían atacado Mito,
sirviera de gloriosa inspiración para los rebeldes.
—Nos estamos acercando mucho —murmuró el capitán Botanos—, pero esas nubes
de tormenta me preocupan. A pesar de que está oscuro, no parecen naturales.
—No lo son.
Tanto el anillo como la espada habían reaccionado ante las nubes con una suave
vibración, como si le advirtieran. De vez en cuando, Faros oía el susurro de la espada:
—Ten cuidado con ella…, ten cuidado con él…
—¿Faros?
El líder de los rebeldes se irguió.
—¿Sí?
Botanos se encogió de hombros.
—Nada. Sólo que no me gustaba esa mirada extraña. Era la misma que tenía el
general Rahm antes de…, bueno, de morir.
El cielo tormentoso hizo el día más corto. Cuando las últimas luces se apagaron, las
lejanas montañas se clavaron en el cielo como garras.
—La cordillera de Argon —dijo Faros en voz baja.
—¿No estaremos cometiendo un error? De todas las direcciones posibles, ¡ésta es la
peor! Necesitaremos una semana o más para cruzar la región del sur y, aunque lo
consigamos, tendremos que pasar por la zona de las minas…
—No es para tanto. Hay un puerto secreto en este lado, uno que los imperiales
utilizan en momentos especiales. No lo encontrarás en ningún mapa.
El capitán frunció el entrecejo.
—Entonces, ¿cómo vas a…?
Faros no apartaba la mirada de la costa, cada vez más cercana.
—Fue lo último que vi de Mithas cuando las galeras de los ogros zarparon para
Kern.
Botanos, prudentemente, no comentó nada más sobre el asunto. Poco a poco, la
flota se desvió hacia la oscura región. Faros contaba con encontrarse con algunos
imperiales, pero no tantos como para que les hicieran perder mucho tiempo. Por lo poco
que había visto del puerto cuando los oficiales de Hotak lo entregaron a Golgren, sólo se
dedicaba a fines militares. No había ninguna población civil, sólo una guarnición formada
por cien minotauros como máximo.
El líder de los rebeldes levantó el anillo, que brilló cuando dirigió la gema un poco
más hacia el suroeste.
—Allí.
Botanos ordenó a los marinos corregir el rumbo. En la popa lucía una sola lámpara
de aceite para guiar a los barcos que avanzaban justo detrás de ellos, los cuales, a su vez,
indicaban el camino a los siguientes. Un viejo peto hacía las veces de escudo, para evitar
que desde la costa se viera la luz parpadeante en medio del mar. Estando tan cerca, los
rebeldes no podían correr ningún riesgo.
—Barco a la vista —murmuró el capitán.
A lo lejos, varios puntos de luz señalaban al recién llegado. Faros estudió su ángulo
y llegó a la conclusión de que debía dirigirse al mismo lugar.
—Seguidlo.
—Sí, mi señor.
Aproximadamente media hora más tarde, avistaron las primeras luces del puerto. El
barco al que seguían navegaba tranquilamente hacia su destino. Era evidente que no
sospechaban que iba a producirse un ataque rebelde tan cerca del corazón del reino.
Faros se irguió.
—Indicad a todos los demás que se queden atrás —ordenó—. Primero arribaremos
nosotros solos.
—¿Estás seguro?
—Tendremos más oportunidades si nos confunden con otra nave imperial.
Dejando atrás a los demás navíos, el Cresta de Dragón siguió avanzando hacia el
puerto. La espesa oscuridad que imponían las extrañas nubes de tormenta jugaba a favor de
los rebeldes, pues los mantuvo ocultos hasta que estuvieron muy cerca de las dársenas.
Alguien a bordo del otro barco, que ya había sido amarrado, los llamó. El capitán
Botanos fingió que no lo oía. Dos trabajadores del puerto acudieron corriendo al encuentro
del Cresta, dispuestos a ayudarlos. El oficial que estaba al cargo, un dekariano de la legión,
se acercó mientras el barco rebelde se aproximaba al refugio.
—¡Vosotros! ¿Dónde está el capitán?
Botanos se acercó a la barandilla.
—¡Aquí estoy!
En la oscuridad que se abría detrás de él, se había agrupado sigilosamente gran parte
de la tripulación. Faros estaba cerca de la primera fila, con el brazo levantado.
—¡Menudo tiempo! —refunfuñó el oficial, sujetándose el yelmo—. ¿Qué barco es
éste? ¡No veo nada con esta oscuridad! ¿Qué órdenes os traen aquí?
Botanos le dio el nombre del barco mensajero que habían capturado y después las
órdenes, incluidos los códigos, que los rebeldes habían encontrado en el camarote del
capitán. No esperaban engañar del todo al vigilante del puerto, pero al menos sí ganar un
poco de tiempo.
Rascándose la cabeza, el dekariano comprobó su lista. Al no encontrar lo que
Botanos le había dicho, llamó a dos de sus guerreros y los mandó corriendo al puerto.
—¡Tenemos que conseguir la aprobación oficial! —gritó el oficial—. ¡Aquí no
aparecéis!
—¡Al menos déjanos amarrar! —insistió Botanos—. ¡El tiempo está empeorando y
no quiero poner en peligro mi barco!
El dekariano no vio ninguna razón para negarse y les hizo señales de que avanzaran.
Los trabajadores del puerto cogieron las cuerdas del Cresta de Dragón y amarraron el
barco.
—Ya estamos seguros… —murmuró Botanos a Faros.
—La plancha.
Asintiendo disimuladamente con la cabeza, el capitán gritó:
—¡Un miembro de la tripulación está gravemente herido! ¿Podéis llevároslo? ¡No
tenemos las medicinas necesarias a bordo!
El dekariano meditó la respuesta.
—¡Está bien, pero sólo el herido y el que lo lleve!
El capitán Botanos chasqueó los dedos. Dos miembros de la tripulación que ya
estaban preparados se apresuraron a colocar la plancha. Justo cuando el tablón se apoyaba
en el muelle, aparecieron a lo lejos los dos legionarios enviados por el dekariano.
—Casi están aquí, y no parecen muy contentos, muchacho.
Faros bajó el brazo. Silenciosos como la muerte, los rebeldes descendieron por la
plancha. El oficial a cargo se quedó paralizado, sin saber muy bien lo que estaba pasando.
Un momento después, sacó el hacha y gritó una advertencia.
Faros se abalanzó sobre un legionario y lo hirió antes de que ni siquiera pudiera
desenvainar su espada. Los rebeldes se impusieron sobre los guardias y se cobraron muchas
víctimas en muy poco tiempo. El dekariano se defendió durante varios segundos y logró
herir a un rebelde y rechazar a otro, pero una flecha lanzada desde el Cresta acabó con él.
Dos legionarios que habían sobrevivido se dieron media vuelta y huyeron corriendo.
Se oyó un cuerno, lo que acababa con el elemento sorpresa. Detrás de Faros, los rebeldes
cogieron prisioneros a los trabajadores del puerto y a los tripulantes de la embarcación más
pequeña.
Faros se puso al frente de un grupo y avanzaron hacia el interior, donde localizaron
el fuerte de la guarnición. Las puertas estaban completamente abiertas, pues el comandante
no esperaba ningún problema. Pero a medida que Faros se acercaba, los soldados
empezaron a tirar de ellas para cerrarlas.
—¡De prisa! —bramó.
Una lluvia de flechas cayó sobre los minotauros que lo acompañaban. Él esquivó
una que casi le saca un ojo. A diferencia de las dársenas, el puerto estaba muy bien
iluminado, gracias a unas lámparas que colgaban de postes de hierro. Los arqueros de la
fuerza rebelde contestaron al ataque disparando hacia las puertas. Cayeron dos minotauros
leales al imperio, y eso ralentizó el cierre de la entrada.
Cuando los rebeldes llegaron a las puertas, un pelotón de Defensores salió a su
encuentro. Su sacrificio fue en vano, pues los rebeldes no tardaron en vencerlos. Lanzando
un aullido, Faros balanceó la espada, cortó el brazo a un soldado y la garganta a otro. Al
entrar en el fuerte se encontró caía a cara con otro dekariano. El oficial le melló uno de los
cuernos, pero cometió el error de no protegerse un costado. Faros le clavó la espada y
obligó al dekariano a dejar caer su arma y coger la daga. Entonces, le hirió en la mano y lo
remató con un golpe rápido.
Cada vez más rebeldes ocupaban el pequeño fuerte. Faros descubrió al comandante,
un centurión de hocico ancho y pelaje entrecano. Aunque eran dos los rebeldes que lo
atacaban sin tregua, el minotauro cubierto de cicatrices luchaba con admirable tenacidad.
Mientras intentaba abrirse paso para llegar al combate, Faros apartó a un rebelde de
un empujón.
—¡Rendíos y no os mataremos! —gritó.
El comandante dudó un momento. Miró alrededor, calculó las bajas y acabó por
asentir.
—¡Me rindo!
Cuando se enteraron en el puerto que la guarnición había caído, la tripulación de los
demás barcos también se rindió. Faros ordenó que encerraran a los oficiales de las naves
junto a lo que quedaba del mando de la guarnición, para interrogarlos a todos.
Botanos, con su hacha y el pelaje cubierto de la sangre de sus enemigos, se unió a él
en el cuartel del centurión.
—¡Un plan magnífico! ¡Admirablemente ejecutado!
Faros ojeaba notas y mapas.
—¡Ordena que el resto de barcos arribe lo antes que puedan! Quiero a todos los
guerreros disponibles: después, tú y el resto de capitanes podéis cumplir vuestras órdenes…
El otro rebelde sacudió la cabeza.
—Esta vez voy contigo, ¡y no puedes negarte, muchacho! Ya me salvaste la vida
dos veces y, además, alguien tendrá que encargarse de ti, ¡por el bien de todos! Tengo un
buen maestre que podrá hacerse cargo del Cresta de Dragón y llevarlo a su destino.
Faros no hizo ningún comentario sobre las palabras de Botanos.
—¡Pues que descarguen los barcos! Los que ya están en el puerto pueden salir al
mar para que otro navío ocupe su lugar.
—¡Sí, mi señor!
Como el Cresta ya estaba vacío, los dos barcos no necesitaron mucho tiempo para
zarpar. Pero sólo podían estar amarradas cuatro naves a la vez, así que, aunque los marinos
trabajaban lo más deprisa que podían, las horas se sucedían velozmente. Poco a poco, un
ejército de proporciones considerables empezaba a formarse. Muchos soldados no habían
tenido más remedio que dejar atrás sus monturas por culpa del largo viaje, y lo mismo
había sucedido con casi todas las armas de sitio. En la guarnición encontraron algunos
buenos caballos y un par de catapultas pequeñas, pero lo que les sobraba era fuerza y
coraje.
En el cuartel del comandante, Faros descubrió algo sobre Mithas. Le llamó la
atención un informe reciente, pues indicaba las rutas de las dos legiones más cercanas a su
situación. A pesar de que había corrido la noticia de que los rebeldes estaban en Mito,
alguien —Ardnor o la suma sacerdotisa— estaba enviando legiones en todas las direcciones
como medida de precaución.
—Éstas avanzan hacia el norte —dijo al capitán—. Parece que están tomando
posiciones al sur de Varga, por si Mito era una distracción.
—¡Hmmm!, que es el caso. —Botanos se frotó la barbilla.
Concentrado en el mapa, Faros señaló un punto en la costa a medio camino entre la
capital y Varga.
—Seguramente, creen que vamos a desembarcar más o menos por aquí. En esa zona
hay alguna playa hasta la que pueden llegar los botes, y eso, junto con Varga, sería el
ataque coordinado más sensato.
—Ahí es donde enviaste algunos de los otros barcos…
—Droka espera que los rebeldes desembarquen donde pueda desembarcarse. No
podíamos desilusionarlos.
—Sí —refunfuñó el marino—, y esperan que crucemos por donde puede cruzarse.
¿Tienes idea de cuánto tiempo necesitaremos para cruzar esta región llena de montañas?
—Encárgate de que todos estén listos lo antes posible.
Retumbó un trueno que hizo temblar toda la construcción. Botanos lanzó un
juramento.
—Esperemos que el tiempo no empeore, o será imposible llegar de prisa a ningún
sitio —murmuró.
—Avanzaremos rápidamente de todos modos —le prometió Faros—. El temporal es
el menor de nuestros problemas.
A muchas millas de Mithas, la tormenta bramaba. El cielo de Nethosak se cernía
sobre las cabezas de los minotauros, que corrían a refugiarse. Aunque estaban templados en
la adversidad, sabían que cuando el tiempo se enfurecía así, no presagiaba nada bueno.
En el santuario de la suma sacerdotisa, el ambiente era igualmente tenso. Lady
Nephera se erguía orgullosa en el centro del lugar donde había hecho el último hechizo. No
podía separar los ojos de los gigantescos símbolos plateados que colgaban de la pared, pues
detrás de ellos veía el reino de su amado señor. Alrededor, todos los fantasmas bajo su yugo
aleteaban nerviosos, temerosos. Esa noche utilizaría a los espíritus como nunca antes. Esa
noche su dolor y sufrimiento se multiplicarían por diez.
Takyr se paseaba entre ellos, manteniendo el orden. La sed de sangre impulsaba su
figura monstruosa, y una de sus manos esqueléticas se retorcía como si recordara otro
tiempo, otra vida. La capa ondeaba inquieta.
—¡Ha llegado el momento! —anunció Nephera—. ¡Mí hijo debería estar aquí!
¡Takyr!
El fantasma desapareció y volvió a materializarse al instante.
—Tu hijo se acerca, señora…
Resonó un fuerte sonido metálico sobre la puerta. Sin apartar los ojos de la
maravillosa imagen de los símbolos de su dios, Nephera hizo un gesto. Las puertas se
abrieron, y el emperador con el yelmo negro colgado del brazo, entró. Su arrogancia vaciló
cuando su mirada se paseó por la estancia, pues aunque Ardnor no podía ver la legión de
muertos, sí percibía que él y su madre no se encontraban solos.
Irguiéndose, Ardnor dijo:
—Es la hora que indicaste.
—Sí, ¡has llegado en el momento justo! —Haciendo un gran esfuerzo, la figura
cadavérica se volvió hacia él—. Acércate a mí, hijo mío…
Había algo agradable en su voz, pues el emperador no pudo evitar esbozar una
sonrisa. Dejó el yelmo en un banco que había junto a él y caminó hacia su madre. Aunque
él no les prestara atención, a su paso los espectros huían temblando de aquella acumulación
de fuerza. Ardnor ya había recibido la caricia del poder oscuro de su madre y la gloria
oscura de su deidad, y las sombras sentían su emanación.
Únicamente Takyr se mantuvo inmóvil, pero aunque había ocasiones en las que casi
llegaba a mofarse del hijo de su señora, aquella vez hizo un respetuoso gesto de aprobación
hacia Ardnor, que no podía verlo. En sus ojos se escondía quizá el brillo de los celos.
Ardnor ocupó su lugar en el centro y se arrodilló sumisamente ante los pies de la
suma sacerdotisa. Inclinó los enormes cuernos hacia el suelo.
—Te ha convertido en su héroe, su brazo en este plano mortal mi querido Ardnor.
Nephera posó una mano cariñosa, si bien abrasada y huesuda, sobre la frente de su
hijo, y le frotó entre los cuernos.
—¡Estoy tan agradecido, madre! ¿Qué debo hacer para cumplir con mi merecido
papel?
—Que tu cuerpo sea fuerte —le respondió—. Que tu mente lo sea más aún.
Con el emperador todavía arrodillado, la suma sacerdotisa presionó la palma de la
mano sobre el punto que un momento antes había estado acariciando.
A pesar de su inmensa fortaleza, Ardnor lanzó un grito. Intentó moverse, pero fue
en vano. La suma sacerdotisa contenía con una sola mano al toro imponente que era su hijo.
Nephera alzó la mirada y miró a sus sirvientes forzosos. Uno a uno, por docenas
después, sus rostros se retorcieron en una mueca de dolor más intenso que el que afligía a
Ardnor. La misma aura plateada que emanaba de los símbolos de los Predecesores envolvió
al tumulto de fantasmas. Mientras las sombras se agitaban, el aura creció para abarcar a
Nephera y, después, a su hijo.
—Mi mano te toca —dijo la suma sacerdotisa al emperador—, pero es él quien te
bendice. Mi mano transmite el hechizo, pero es él quien lo realiza.
El grito de Ardnor perdió fuerza. Con lágrimas surcándole las mejillas, el
emperador se contrajo. Hizo rechinar los dientes y exclamó entrecortadamente:
—¡Bendito… es… su… poder! ¡No… soy… más… que… su… herramienta!
Alrededor de la mano de su madre se formó un siniestro resplandor verde. El pelo
de Nephera que estaba en contacto con la luz se ennegreció y se convirtió en polvo.
Nephera miró a Takyr, que le hizo una reverencia. El malvado fantasma cubierto con capa
apareció pegado a la suma sacerdotisa.
Takyr penetró el cuerpo de su señora. La minotauro se estremeció levemente y cerró
los ojos. Cuando volvió a abrirlos un momento después, eran completamente rojos; incluso
los iris eran de color carmesí.
—Venid a mí —pronunció una voz que no era la de Nephera ni la de Takyr—.
Venid a mí…
Como si fueran uno solo, los fantasmas acudieron sin remedio a la llamada de la
suma sacerdotisa. El cuerpo de lady Nephera se agitaba con violencia, pero la palma de su
mano nunca se separó de la frente del emperador. Cada vez que un fantasma se introducía
en su cuerpo, el resplandor que envolvía la mano palpitaba, y Ardnor volvía a gruñir con
dolor renovado. Poco después, los fantasmas se sucedían a tal velocidad que los gruñidos se
convirtieron en un lamento constante.
Las últimas sombras desaparecieron en su nueva prisión. El brillo verde se
intensificó de repente alrededor de Ardnor, que se quedó tan inmóvil como una de las
estatuas de la entrada. Los ojos enrojecidos de Nephera se entrecerraron, y una carcajada
jamás salida de una garganta mortal retumbó en la estancia.
Ardnor echó la cabeza hacia atrás y lanzó un bramido antes de desplomarse. La
suma sacerdotisa se separó de él y estuvo a punto de caer también, pero su cuerpo se
enderezó como si fuera un muñeco manejado por una mano gigantesca. Los fantasmas
empezaron a salir de Nephera. Huían en todas las direcciones posibles, lanzando gritos
mudos de dolor. Atravesaron las paredes, el techo y el suelo, desesperados por escapar de lo
que no podían eludir.
El último en aparecer fue Takyr. No era más que una sombra desdibujada, el
fantasma de un fantasma, pero, a diferencia de los demás, controlaba su agonía sin importar
el dolor que sintiera. Takyr lo soportaba estoicamente, con los ojos clavados en su señora.
Ella parpadeó. Desaparecieron las terribles órbitas rojas y volvieron a su lugar los
ojos inquietantes de la hembra de minotauro. Nephera se pasó una garra temblorosa por la
melena, que era ya completamente plateada. Recuperó el aliento y miró en derredor, hasta
que por fin pareció que recordaba dónde se encontraba. Su mirada se posó en su hijo, que
seguía postrado en el suelo.
Irguiéndose, la suma sacerdotisa adoptó una expresión sumamente autoritaria.
—¡Levántate, hijo mío! ¿Así se muestra un héroe?
—No, madre… —respondió el emperador con voz áspera, más propia de uno de los
fantasmas que de su hijo—. Así no…
Ardnor se levantó…, y siguió levantándose. Siempre había sido un ejemplar
gigantesco de su raza, pero entonces superaba la altura de un ogro. Era tres veces más
corpulento que la suma sacerdotisa. Al igual que Nephera, el emperador había sufrido un
cambio sorprendente en el pelo, pero en su caso los mechones eran de un intenso verde
espeluznante, un verde que hacía juego con sus ojos centelleantes… y con el hacha
llameante, dibujada al revés, que le marcaba la frente.
El don de Morgion.
—Así… —dijo el gigante con voz más potente y clara—. Así es como se muestra
un héroe.
Ardnor alargó un brazo, y el yelmo voló a su encuentro. Se lo puso y después
extendió el otro brazo. Su maza, que no había llevado consigo, se materializó en el aire.
Volviéndose para mirar los gigantescos iconos, el emperador exclamó:
—¡Soy tu mano, tu arma! —Las paredes se estremecían bajo el rebumbo de su
voz—. ¡Soy tu voluntad en este plano mortal!
La cabeza de la maza brillaba envuelta en la misma aura oscura que antes lo había
abrazado a él. Ardnor volvió a caer de rodillas, y al hacerlo, el arma golpeó el suelo. A sus
pies se abrió una grieta. Del interior salieron unos tentáculos de humo y se oyeron unas
voces lúgubres que suplicaban al unísono. Con la mano que tenía libre, Ardnor hizo un
gesto, como si quisiera arrastrar algo de lo más hondo de las profundidades.
De hecho, así fue, pues del abismo salieron cinco sombras negras. Danzaron
alrededor del emperador, para acabar deteniéndose frente a él. Todas ellas guardaban un
vago parecido con un guerrero, aunque de diferente figura e incluso distinta raza.
Ardnor se echó a reír y buscó por encima del hombro el rostro radiante de su
orgullosa madre.
—Maritia tiene sus generales. Ahora yo tengo los míos.
Nephera asintió, satisfecha.
El minotauro volvió a golpear el suelo y la grieta se cerró, de modo que los
lamentos eternos quedaron ahogados.
Poniendo la maza boca abajo en un gesto simbólico, el primer maestre declaró:
—Mi vida es vuestra, ahora y para siempre…
Los iconos de plata relucieron.
Con Takyr pegado a sus talones, lady Nephera se acercó a él.
—¡Has recibido un gran don, uno que incluso yo debo envidiar, hijo mío! ¡Utilízalo
sabiamente! Que sus ojos, ¡y los míos!, comprueben que eres merecedor de él.
—Yo te traeré la cabeza, la piel y los cuernos del sobrino de Chot, madre. —Se tocó
con gran solemnidad el lugar de la frente en el que lucía su nueva marca bajo el yelmo—. Y
a él le traeré el mismísimo espíritu de Faros Es-Kalin…
XXIII
LA CRECIENTE OSCURIDAD
Nethosak. Maritia se sentía como si hiciera años que no estuviera en casa, pero no
habían sido más que meses. De todos modos, su corazón se alegró con las primeras
imágenes de su tierra cuando los barcos llegaron al puerto. No esperaba una bienvenida
alegre, y no la tuvo. Nadie, quizá exceptuando su madre, habría sabido de su llegada hasta
un día o dos antes. Tampoco su presencia allí presagiaba nada nuevo.
—¿Entiendes las órdenes, capitán Xyr? —preguntó Maritia mientras desembarcaba
de El Señor de las Tormentas.
—Perfectamente, mi señora. Sólo espero la señal.
—No tardaré en dártela. Primero tengo que hablar con mi hermano.
El marino miró hacia el puerto.
—Parece que él también quiere hablar urgentemente con vos, mi señora.
—¿Sí?
Maritia siguió su mirada y descubrió la llegada de un grupo de bienvenida bastante
adusto. Una docena de resueltos Defensores con insignias totalmente negras se acercaba a
caballo. A su cabeza avanzaba un oficial con el uniforme de la Guardia Imperial, cuya
melena al rape revelaba a quién debía su verdadera lealtad. Sostenía las riendas de uno de
los corceles favoritos de Maritia, que trotaba a su lado.
La minotauro bajó por la plancha y se reunió con el oficial, que la saludó.
—Capitán Arochus, mi señora. Hemos venido para escoltaros directamente hasta el
emperador.
—¿Dónde está el capitán Doolb? —preguntó ella, recordando al oficial ya veterano
que debería haber sido quien hubiera acudido a su encuentro.
—Arrestado y ejecutado por traición hace algunas semanas, mi señora —contestó el
Defensor sin inmutarse.
—Entiendo —repuso la comandante de la legión, disimulando su sorpresa. Doolb
había sido uno de los guerreros más leales a su padre—. Mis guardias también necesitan
monturas —añadió con un tono apagado.
—Es innecesario. El emperador considera que estáis a salvo con este contingente,
elegido por él mismo. Vuestros guardias quedarán libres hasta que se los necesite.
Observando a los Defensores, Maritia no dudó de que fueran diestros guerreros.
Todos ellos eran casi tan corpulentos y musculosos como Ardnor. Si él les ordenaba que
dieran su vida por defender la suya, lo harían sin vacilar.
De todos modos, Maritia seguía prefiriendo las tropas de su confianza. Por
desgracia, no podía revocar un mandato de Ardnor. Se volvió a sus guardias personales y
les dijo:
—Ya habéis oído lo que ha dicho. Presentaos ante mí con las primeras luces.
—Sí, mi señora —contestaron al unísono.
Arochus se mostró atento, si bien distante, al entregarle las riendas del caballo. Era
la hermana de su señor y la hija de la suma sacerdotisa de su culto, pero sin duda sabía,
como la gran mayoría, que ella no seguía los caminos de la secta.
Cuando Maritia montó, reparó en otros minotauros que había alrededor y que se
movían de forma peculiar. Se ocupaban de sus tareas como cualquier día, pero con
movimientos muy estudiados y expresión meditabunda, que sólo podía achacar a la
presencia de los Defensores. Muchos parecían cansados. Aquí y allá se veían más
Defensores; vigilaban que no hubiera ningún problema. Eran más numerosos que antes y,
aparentemente, actuaban en lugar de la Guardia del Estado.
—¿Mi señora? —Arochus la instó a que partieran.
Maritia hizo un gesto de asentimiento. Mientras el grupo daba media vuelta sobre
sus monturas, Maritia vio un barco pesquero que descargaba sus presas. Un oficial vestido
de gris, con aspecto de ser uno de los fieles, observaba cada red y marcaba cada captura en
un pergamino. Cuatro minotauros con armadura presenciaban la escena atentamente,
mientras el pescado era traspasado a una hilera de barriles y éstos cargados a un carro
marcado con los símbolos de los Predecesores. Otro carro esperaba la llegada de más
barcos de carga. Maritia sintió una punzada al pensar en Pryas y se preguntó si habría
instaurado un sistema similar en Ambeon. Mientras cabalgaban, los Defensores formaron
un muro de defensa infranqueable alrededor de la hembra de minotauro. Llegaba a ser
claustrofóbico. Con la intención de entretenerse y olvidar el excesivo celo de su escolta,
Maritia se concentró en su amada ciudad. Los edificios de Nethosak se alzaban altos y
orgullosos. Las banderas ondeaban sobre las casas de los clanes. Las calles…
Las calles estaban cubiertas de suciedad, y el empedrado, embarrado. En los pasajes
se veían las huellas de los viandantes. Los pocos ciudadanos con los que se encontraron
caminaban furtivamente, con expresión cansada y recelosa.
—Hace tiempo que no estoy aquí. ¿Cómo van las cosas?
Arochus parecía sorprendido.
—Todo está en perfecto orden, mi señora. Nethosak funciona con la eficiencia
soñada por vuestro padre. La suma sacerdotisa y el emperador hicieron realidad esos
sueños. Por mandato del trono, el templo supervisa la actividad necesaria para la expansión
del imperio. La productividad ha llegado a un nivel jamás alcanzado y los trabajos del
anexo al edificio principal están muy avanzados.
—¿El anexo?
—Es necesario que el templo crezca. Lo mismo sucede en todos los templos de
otros lugares del imperio. Imagino que también es así en Ambeon.
—Me fui antes de que se pusiera en marcha tal medida.
—Los fieles trabajan en su tiempo libre para que el proyecto se lleve a cabo
rápidamente. Incluso muchos de los que todavía no se han convertido se sienten inclinados
a ofrecer su ayuda. —Lucía una gran sonrisa—. ¡Es un momento glorioso de nuestra
historia!
Maritia no dijo nada. Habían avanzado varias manzanas en silencio cuando de
repente Archorus ordenó que la partida se desviara bruscamente de su camino. Maritia se
quedó mirando el tejado del palacio, que, después de empezar a verse por encima de la casa
de un mercader, volvía a alejarse.
—Creía que nos dirigíamos directamente a ver al emperador.
—Así es, pero a esta hora se encontrará en el templo. Pasa allí mucho tiempo. —Las
últimas palabras fueron pronunciadas en un tono que revelaba que Arochus censuraba el
que ella no lo supiera.
El retumbar de unos pasos le hizo alargar la mano hacia la espada sin ni siquiera
pararse a pensarlo. Con una velocidad que Maritia jamás habría imaginado, el capitán
detuvo su movimiento interponiendo su maza.
—Lo pagaría con mi cabeza si algo os sucediera, mi señora. ¡Por favor! Esperad.
Yo me ocuparé de todo.
Apareció, entonces, un regimiento de Defensores, guiado por un oficial a caballo.
Lanzó una mirada al grupo de Maritia y después hizo un gesto brusco de asentimiento a
Arochus, antes de gritar algo que hizo que su grupo girara en una de las calles que se abrían
ante ellos.
Maritia observó las filas de figuras con armadura negra y pensó que todas parecían
idénticas. Era como si los Defensores fueran la misma figura repetida una y otra vez.
Sujetando con fuerza las riendas, Maritia preguntó:
—¿Qué pasa, capitán?
De repente, los ojos de Arochus se enrojecieron y su respiración se aceleró.
—¡Buscan a los asesinos, mi señora! ¡Infames asesinos!
—¿En Nethosak? ¿Cómo es posible?
El regimiento se dispersó por toda la manzana, por los pasajes y frente a los
edificios. Al oír un grito del oficial, los Defensores empezaron a golpear furiosamente las
puertas, en algunos casos hasta las tiraron abajo. Un minotauro greñudo que salió a
contestar se encontró arrancado de su hogar y encadenado. Los Defensores ocuparon su
casa y empezaron a oírse los consiguientes ruidos de protesta.
Arochus, que parecía muy ansioso, explicó:
—Los asesinos mataron a nada más y nada menos que cinco de los minotauros más
prominentes y fieles. La almirante Sorsi, entre ellos, y hasta dos miembros del Círculo
Supremo, ¡incluso el mismo consejero Lothan!
Maritia estaba atónita por la noticia. A pesar de la aversión que sentía por Lothan,
que había sido tomado en cuenta como uno de candidatos para un valioso matrimonio de
conveniencia, no podía sino maldecir a aquellos que lo habían asesinado.
—¿Cómo los mataron?
—De eso no se sabe nada, pues los cuerpos jamás se encontraron, ¡pero ellos han
desaparecido y sus pertenencias han sido saqueadas! ¡No muy lejos se encontró sangre! La
lógica es irrefutable.
No tanto para Maritia, que frunció el entrecejo al oír una historia tan extraña. El
oficial al mando del registro desmontó del caballo. Le dijo algo al prisionero encadenado,
que negó con la cabeza. Insatisfecho, el oficial cogió un látigo de la silla de montar. Volvió
a gritar al prisionero, que respondió con un murmullo. Con un resoplido airado, el Defensor
de ojos enloquecidos lo azotó varias veces.
La hija de Hotak se irguió. La pronta brutalidad con que la figura de la armadura
había golpeado al prisionero la había dejado perpleja. Hizo girar su montura.
Arochus situó su caballo frente al de Maritia con un movimiento brusco.
—¡Nos retrasaremos y perderemos al emperador! Perdonadme, señora, ¡pero
debemos continuar o correremos el riesgo de llegar tarde!
El oficial no esperó su respuesta, sino que dio un golpe fuerte en un costado del
caballo con la maza para obligarle a continuar. El corcel se encabritó, pero Maritia logró
controlarlo. Arochus, que ya se había alejado, no se disculpó.
Maritia volvió la vista hacia el interrogatorio, pero su escolta le tapaba la imagen.
Con las orejas echadas hacia atrás, la hija de Hotak intentó apartar de su mente lo que había
visto. Los hablarían a hermano de ese desagradable incidente. Los Defensores servían a las
órdenes de Ardnor. Sin duda, él castigaría cualquier acción que excediera su autoridad.
Ante sus ojos apareció el templo. Maritia comprobó que el oficial se había quedado
corto al hablar del anexo. Parecía que su madre estaba construyendo una segunda estructura
tan grande como la primera, junto a ésta. La imponente muralla que rodeaba las tierras del
templo había sido demolida por la parte este, así como la calle y los edificios que se alzaban
enfrente. Haciendo un esfuerzo, Maritia recordó que algunas de las construcciones
derruidas habían alojado los clanes leales a su padre.
El capitán debía de observarla más atentamente de lo que Maritia pensaba, porque
se apresuró a decir:
—Traidores, mi señora. Descubiertos por los esfuerzos conjuntos del templo y el
trono. Vuestro hermano tomó sus propiedades y las cedió a la suma sacerdotisa como
recompensa por su buen servicio. Como vuestro padre hacía, estos clanes se han rechazado
oficialmente; sus nombres no volverán a pronunciarse y sus historias caerán en el olvido.
—¿Todos?
Arochus asintió con vehemencia.
—Al fin y al cabo, estaban en las listas de lady Nephera.
Una amenazadora fila de Defensores hacía guardia en la entrada; casi se confundían
con las sombrías estatuas del interior. El comandante, de ojos centelleantes, hizo un gesto
de asentimiento a Arochus casi sin prestar atención a Maritia, y le dio paso.
A pesar de lo avanzado de la hora, las obras estaban repletas de minotauros
enfrascados en duros trabajos, como arrastrar bloques de piedra o levantar vigas. Sin
embargo, no parecían tan entusiasmados como ella había imaginado. Tampoco esperaba ver
tantos Defensores vigilando los avances de la construcción.
—¿Por qué hay tantos guardias?
—Por los asesinatos, por supuesto, mi señora.
Maritia levantó la vista y vio la alta silueta oscura del anexo. Lo cubriría una
bóveda. Los fieles podrían acudir allí y escuchar la predicación de su madre.
Dos guardias tomaron sus monturas. Dejaron a la escolta detrás, y el capitán la
condujo al interior. A su paso se inclinaban los acólitos con las típicas túnicas blancas y
doradas. A Maritia le llamaron más la atención otros que vestían elegantes ropajes negros.
Se trataba de los sacerdotes y las sacerdotisas de más alto rango de su madre, el círculo
privado que la asistía en las ceremonias íntimas. Estaban incluso más demacrados y
ojerosos que el resto de acólitos. Por lo visto, imitaban a la suma sacerdotisa tanto en su
aspecto como en su profunda devoción.
Maritia vaciló. La recorrió un escalofrío. No le sirvió de mucho sentir que también
Arochus estaba inquieto. Justo delante de ellos se alzaba la primera de las colosales
estatuas, los Predecesores, e incluso desde donde estaba, las figuras sobrenaturales lograban
asustarla. «No son más que estatuas», se recordó a sí misma la hija de Hotak; eran simples
bloques de mármol esculpidos con destreza. Casi parecía que tenían vida, si podía decirse
algo así de los espíritus de los muertos. No había nada que temer, menos aún una curtida
veterana de la legión.
Sacando los dientes, Maritia se obligó a continuar. Sintió, ya que no vio, los
semblantes envueltos en sombras, las formas amortajadas. Las voces que le susurraban al
oído eran las corrientes de aire, no voces reales. La sensación de que figuras oscuras se
movían junto a ella era una mera ilusión, provocada por la luz temblorosa de las antorchas.
A pesar de todo, para Maritia fue un alivio llegar a las habitaciones personales de su
madre. Las dos guardias saludaron a Maritia con sequedad. No muy lejos, dos enormes
Defensores observaban en silencio.
—Mi señora —dijo la hembra de más edad—, sed bienvenida. La suma sacerdotisa
y el maestre os esperan.
—Os dejo aquí —murmuró el capitán Arochus, haciendo una profunda
reverencia—. Vuestra montura será atendida y estará preparada para vuestra partida.
Maritia hizo un gesto de asentimiento y entró. Si los salones exteriores le habían
parecido débilmente iluminados, aquella estancia podía considerarse a oscuras. El tenue
resplandor de una lámpara de aceite, redonda y de bronce, junto a una mesa alta, era
prácticamente toda la iluminación de la habitación. También había dos velas a punto de
consumirse en dos nichos de la pared.
Desde la mesa, con una mirada tan fija que sobresalió a Maritia por su similitud con
la de las estatuas, su madre dijo:
—Bienvenida a casa, hija mía. —Sonrió, pero Maritia no sintió calidez ni ternura—.
Esperaba tu llegada con impaciencia.
Maritia se quitó el yelmo y se arrodilló. Con los cuernos inclinados hacia el suelo, la
comandante de la legión contestó:
—Gracias por tu bienvenida. Lo único que deseo es merecerla. Los ogros…
—Sí —le interrumpió Nephera—, sé de qué va el doble juego de Golgren. Llegará
su momento cuando los rebeldes hayan sido aplastados.
—En cuanto a eso, me temo que el retraso les ha dado tiempo para acercarse a
Mithas. No tenía ningún mensaje vuestro, porque decidí que lo mejor era acudir
directamente aquí.
La suma sacerdotisa se levantó. La túnica colgaba de su cuerpo como colgaría de un
esqueleto. Estaba muy demacrada y escondía una mano en la amplia manga.
—Mucho se ha pensado sobre los acontecimientos que se avecinan. Has decidido
sabiamente dirigir tu flota hacia casa, en vez de perseguir a los rebeldes. Resulta más
apropiado que el fin de esta insurrección estúpida tenga lugar en la cuna de nuestra
civilización, a la sombra del templo.
—Los renegados vendrán con todo lo que disponen.
Nephera hizo un gesto despectivo con la mano para alejar esa preocupación.
—La brisa intentando derribar un bosque.
—Tal vez sería conveniente enviar las flotas situadas en Mito, Amur y…
—Están ocupadas en sus propias misiones cruciales —repuso la suma sacerdotisa,
sin dar más explicaciones.
Maritia asintió.
—Exceptuando las unidades que están en la misma capital, a partir de ahora tienes
autoridad sobre todas las legiones y las guarniciones de la isla imperial. Los almirantes ya
han recibido la orden de que te sigan. Sólo tendrás que rendir cuentas ante tu hermano.
Maritia alzó los ojos, asombrada ame esa muestra de confianza. Las unidades de
élite, sumadas a las fuerzas que ya controlaba, suponían un poder asombroso.
—Yo…, yo estoy muy agradecida.
—Ya se ha redactado una proclama y ha sido enviada a todos aquellos a los que
concierne.
—Empezaré las preparaciones en cuanto parta. Calculo que necesitaré dos días o
tres para ponerlo todo en marcha, siempre que Faros no esté ya a las puertas.
—Todavía no lo está —le aseguró Nephera—, pero lo espero pronto.
—Organizaré todos los navíos.
—Tenemos plena confianza en tus estrategias, hija mía. No necesitas justificarlas.
Simplemente, haz lo que consideres mejor.
Maritia sintió que la cabeza le daba vueltas. Ambeon había sido un desuno
importante por sí mismo, pero era un puesto fronterizo. En ese momento, acababan de
concederle una autoridad casi tan importante como la que había ostentado Bastion poco
antes de ser elegido heredero del trono.
Bastion. El recuerdo de su otro hermano empañó su alegría, pero, gracias a su nuevo
puesto, pronto podría vengarlo.
De repente, se dio cuenta de que no había visto al único hermano que le quedaba
con vida.
—¿Dónde está Ardnor? Creía que estaría aquí.
—Aquí estoy, hermana.
Maritia se sobresaltó. El motivo no era que la voz saliera de la oscuridad tan de
improviso. No; la causa estaba en la voz en sí. Era la de Ardnor, por supuesto, pero había
algo diferente en ella que le erizaba el vello de la nuca.
Cuando el emperador salió de las sombras —parecía incluso que la oscuridad daba
forma a su cuerpo—, Maritia estuvo a punto de pegar otro salto. Reconocía a su hermano,
sí, pero vagamente. Era más corpulento y más alto que cualquier minotauro que hubiera
visto jamás. Cada músculo de su cuerpo estaba firme, cada vena perfectamente dibujada.
Parecía que Ardnor contuviera en su interior una furia inimaginable a punto de explotar.
Llevaba la armadura de los Defensores; los dibujos dorados lo identificaban como el
maestre de la orden. Del cinturón colgaba una maza enorme, casi tan larga como el brazo
de su hermana, terminada en una pesada cabeza.
Pero lo que dejó a Maritia sin aliento fueron los ojos de Ardnor. Antaño siempre
inyectados en sangre, entonces eran de un intenso verde sobrenatural; incluso las pupilas
tenían ese color. Maritia no podía enfrentarse a su mirada directamente, algo que en
apariencia divertía a su hermano.
—Lo…, lo siento —dijo tartamudeando—. No te había visto.
Eso pareció divertirle aún más.
—Llevada por la emoción…
Maritia descubrió que si no miraba al emperador directamente a los ojos, podía
relajarse un poco.
—No pretendía desairarte, Ardnor. —La comandante de la legión empezó a
arrodillarse demasiado tarde—. Sé que ordenaste mi arresto llevado por la idea equivocada
de que había traicionado al reino…
—Ya no hace falta preocuparse más por ese asunto —dijo lady Nephera—. Pronto
se te consideró inocente. El Gran Señor fue muy valioso a la hora de descubrir la verdad.
Que Golgren recurriera a sus pequeños trucos es algo por lo que pagará… en el futuro.
La hija de Hotak no estaba muy segura de entender todo lo que decía su madre, pero
sabía que el templo siempre encontraba la manera de adivinar las cosas. Ardnor también
parecía satisfecho.
—Podrás redimirte en el campo de batalla, hermana. Por fin, tendrás todos los
soldados que siempre has querido para jugar con ellos. Serás igual que nuestro padre.
—¡Basta de chácharas! —exclamó, de repente, Nephera, lo que hizo que sus dos
hijos la miraran—. ¡Siento que ese gusano de Kalin anda cerca! Las batallas amenazan el
corazón del imperio aquí y allá, ¡pero él no está con los rebeldes! Por tanto, debe de
encontrarse cerca de Mithas.
—Con vuestro permiso —intervino Maritia, convenida de nuevo en el soldado
perfecto—, debo empezar a trabajar de inmediato. Hay mucho que hacer; fortificar las
guarniciones del norte, reforzar las fuerzas del interior, situar a la flota en la posición
adecuada y…
El emperador se echó a reír con gran estrépito.
—¡Como acabo de decir, más parecida a nuestro padre que ninguno de sus hijos!
—Sea como sea, vas con mi bendición.
Nephera rodeó la mesa, entre un aleteo de pergaminos. Se acercó a Maritia.
Resultaba imponente y, de alguna manera, espeluznante al mismo tiempo. Junto a su
hermana, Ardnor se arrodilló respetuosamente.
La suma sacerdotisa le tocó el hocico y después la cabeza cubierta por el yelmo.
Luego se volvió hacia su hija. Maritia aceptó gustosamente la caricia en el hocico y en la
frente, pues sabía que esos gestos significaban mucho para su madre. Nephera hizo que sus
dos hijos se levantaran.
—Que los Predecesores os protejan y guíen —recitó Nephera—. ¡Ellos y el poder
que los invoca harán pedazos a nuestros enemigos!
—Que así sea —contestó su hijo.
Maritia se limitó a asentir con la cabeza.
—Ardnor, quédate conmigo un momento más —dijo la suma sacerdotisa—. Tú ya
puedes retirarte, hija.
Maritia besó la mano de su madre, y después se volvió y se inclinó ante su hermano.
—¿Alguno de los generales ha recibido ya órdenes?
—Ordena lo que desees. Yo tengo mis propios generales —contestó el emperador
con una sonrisa enigmática.
Maritia esperó a que dijera algo más, pero Ardnor se quedó mirándola con aquellos
ojos perturbadores.
—Haré como dices, entonces.
Maritia hizo otra reverencia y se marchó. A pesar de las inquietantes imágenes que
había visto, la embargó un sentimiento de euforia. Tendría a sus órdenes una fuerza que
podría compararse a la de su padre o a la de Bastion. El superviviente de los Kalin moriría
en el campo de batalla. Después, se dijo a sí misma, Nethosak recuperaría su gloria
original. Por fin, el reino emprendería el camino hacia el futuro.
Finalmente, el sueño de su padre se haría realidad.
XXIV
A TRAVÉS DE LA CORDILLERA
Después del intento fallido de los esclavos minotauros de tomar las minas
imperiales de Vyrox, los legionarios de Bastion habían obligado a los supervivientes a
cruzar la cordillera de Argon hacia los barcos de los ogros que los aguardaban. El camino
había sido arduo y para algunos mortal. Los soldados no habían mostrado compasión.
Faros no se había mostrado más comprensivo con su ejército. Todo había ido bien
hasta que habían salido de la cordillera de Argon. Agotados por la marcha entre las
montañas, no prestaron la atención suficiente al puesto que había más adelante.
Seguramente, ni siquiera en Nethosak se recordaba la insignificante y solitaria estructura.
Podría alojar a una docena de soldados como máximo, pero teniendo en cuenta el penoso
camino a través de las montañas, su existencia apenas tenía sentido.
Botanos, que guiaba a su caballo por el escabroso terreno, se dio de bruces con el
primer soldado del imperio, que salió corriendo para advertir a sus compañeros.
—¡Cogedlo! —gritó Faros desde detrás del capitán, soltando las riendas de su
montura.
Los rebeldes gateaban entre las rocas, pero el guardia conocía los caminos y
consiguió adelantarse. Allí se alzaba el cuartel, pequeño y cuadrado. Cuando llegó más
cerca, el legionario empezó a gritar. De repente, una flecha se le clavó en la espalda. El
soldado chocó contra la puerta de madera gastada y cayó al suelo.
La puerta se abrió al momento y salieron tres figuras armadas. A pesar de que se
enfrentaban a cientos de guerreros, los tres soldados no retrocedieron ni un milímetro. La
puerta se cerró tras ellos. Las fuerzas eran tan desiguales que la batalla seria ridícula, pero
estaba claro que lo que los legionarios pretendían era ganar tiempo para que un compañero
mandara un mensaje, seguramente con un pájaro.
Empuñando las hachas, los tres soldados formaron una línea delante de la angosta
entrada. Faros, a la cabeza de los rebeldes, se desvió hacia la izquierda, seguido por
Botanos y otros minotauros. Corrieron alrededor de los tres defensores desesperados. Un
segundo después, los soldados ya tenían encima a cuatro rebeldes, mientras el resto del
contingente se abalanzaba sobre la construcción.
Dejando el repiqueteo de las armas a su espalda, Faros y Botanos treparon por una
valla que guardaba a los caballos imperiales. Faros corrió hacia la parte trasera de la
construcción, pero casi lo detuvo una hacha que se clavó en la madera a escasas pulgadas
de su estómago. Cargó sobre el legionario que había estado esperándolo y le atravesó la
armadura y el pecho con su espada.
Desde el interior, alguien disparó una flecha, y el rebelde que llegaba justo detrás de
Faros se desplomó. Botanos, que estaba al otro lado del líder de los rebeldes, señaló,
furioso, un hueco pequeño que había en la parte superior de la construcción.
La vieja tabla de roble se abrió lentamente. Al entrar, oyeron los ruidos de una jaula
y los graznidos nerviosos de un pájaro. Faros quiso ir hacia allí, pero algo se le enredó en el
pie y la espada salió volando. Botanos se acercó y clavó el hacha en el soldado moribundo
que sujetaba a su líder por el tobillo.
La jaula se abrió. Por puro instinto, Faros se tiró hacia la forma marrón que salía por
la ventana. En sus manos estalló una bola de plumas y garras. Un pico bien afilado se le
clavó en el antebrazo. Un ala lo cegó. Faros se retorcía, intentando matar al ave, pero ésta
logró zafarse de él y salió volando. Se alzó en el cielo dando bandazos, esforzándose por
llegar a las nubes.
El ruido de los cuerpos luchando, los gritos furiosos y el breve entrechocar del
acero, anuncio del fin de los soldados, llenaron el interior del cuartel.
—Lo dejaste herido —comentó Botanos, señalando la sangre y las plumas que
manchaban las manos de su líder, restos de la refriega con el pájaro—. Lo más probable es
que muera antes de llegar a ningún sitio.
Después de limpiarse las manos lo mejor que pudo, Faros recogió la espada.
—Si no es así, ya no podremos contar con el elemento sorpresa —respondió
gravemente.
Sin perder más tiempo, se hicieron con los caballos y los víveres del cuartel, y
siguieron avanzando hacia la llanura. Aquella región de Mithas apenas ofrecía protección
contra las fuerzas de la naturaleza. La lluvia persiguió a los rebeldes día y noche, hasta que,
incapaces de seguir luchando contra la tormenta, hicieron un alto en el camino. A pesar de
las dificultades, habían recorrido un buen trecho. Si continuaban a ese ritmo, a última hora
de la mañana siguiente ya vislumbrarían Nethosak en el horizonte.
Los relámpagos iluminaban la zona, seguidos de truenos ensordecedores. No cabía
ni plantearse siquiera la posibilidad de encender una hoguera, así que además de
empapados, los minotauros estaban muertos de frío.
La lluvia cesó justo antes de que amaneciera. Con el pelo chorreante, los
desharrapados minotauros se levantaron del barro como si fueran cadáveres que volvían a
la vida y salían de sus tumbas abiertas. Faros apenas les concedió un rato para arreglarse,
consciente de que el tiempo apremiaba más que nunca.
Justo cuando ensillaba su montura, Faros oyó un graznido que parecía de un ave
mensajera imperial. El minotauro levantó la vista, pero no vio nada. Mientras avanzaban,
Faros dispuso a los guerreros en una formación muy abierta. Avanzaban a buen ritmo, en
parte gracias a que sólo tenían las armas que llevaban consigo, mientras que las legiones,
mucho más lentas, transportaban balistas, catapultas y provisiones, Por suerte, el pueblo de
Gaerth les había dado comida suficiente y espadas fuertes y resistentes.
Faros entregó los pocos caballos que tenían a sus mejores exploradores y les ordenó
que se adelantaran. El primero regresó sin nada que señalar, pero los que habían llegado
más lejos por fin volvieron diciendo que habían visto las afueras de Nethosak y el primer
asentamiento.
También habían identificado dos legiones, las primeras de otras muchas. Faros hizo
llamar a los pocos oficiales que seguían con vida y que habían pertenecido a las legiones
antes de unirse a él, Los exploradores explicaron lo mejor que pudieron lo que habían visto,
en especial todo lo referente a las banderas.
Uno de los estandartes de las legiones enemigas tenía el dibujo de una zarpa marrón
y ancha, con la silueta negra de un oso detrás.
—La Legión de la Zarpa de Oso —indicó un antiguo centurión—. Seguramente su
comandante siga siendo el general Gularius. Organiza una defensa fuerte y compacta,
combinada con un ataque poderoso y metódico.
Faros atiesó las orejas.
—¿Metódico, o ingenioso?
—No usaría la palabra ingenioso para describirlo, mi señor.
La segunda legión, la que estaba más cerca, se identificaba por un rubí rojo sobre un
fondo de rayas diagonales doradas. Ninguno de los antiguos soldados recordaba ese
símbolo, y ni siquiera Botanos, que había sido militar durante muchos años, podía
relacionarlo con nada.
—Quizá sea un grupo nuevo —aventuró el capitán.
Faros asintió.
—Ese símbolo me parece propio del templo.
—Hemos oído que se han formado algunas legiones bajo el control de los
Defensores; algunas están compuestas sólo por fieles. Podría tratarse de una de ellas.
—¡Hmmm…! Su entrenamiento y experiencia serán inferiores a los de las demás
legiones. —Dirigiéndose a los exploradores, Faros preguntó—: ¿Dónde está esa Legión del
Rubí? —Cuando se lo indicaron, dibujando las posiciones en el suelo, miró a Botanos—.
¿Qué piensas?
—Si tienen un punto débil, sin duda es ése…, pero ése es un si… muy grande,
señor.
El líder de los rebeldes volvió a mirar a los jinetes.
—Indicadme dónde están las catapultas y las balistas.
Señalaron todas las que habían visto y se aventuraron a adivinar dónde se escondían
más.
—Reunid a todos los que hayan trabajado juntos con alguna de esas armas. Lo que
quiero que hagan es…
Dos horas más tarde, los rebeldes ya estaban en movimiento, guiados por lo
exploradores. Faros no podía dejar de pensar en el pájaro mensajero que se le había
escapado. Entonces, vieron a la legión. Las primeras señales fueron el humo y los ruidos
del campamento. Faros y Botanos treparon hasta un alto y observaron el lugar, estudiando
al enemigo. Los soldados iban de un lado a otro con aire despreocupado, lo que era la
confirmación definitiva de que no eran legionarios bien entrenados y curtidos en la batalla.
—Tiene Defensores al mando, apuesto lo que sea —murmuró el capitán Botanos,
esperanzado—. Demasiado seguros de sí mismos.
Faros ya había desenvainado.
—No podemos vacilar. —Se volvió hacia un subordinado—. Da la señal.
Un rebelde ondeó un par de banderas blancas y verdes. La señal silenciosa pasó de
sección en sección del ejército. Cuando llegó la respuesta de que todos estaban listos, Faros
se levantó y balanceó la espada. Unidos en un único rugido, los rebeldes se lanzaron a la
carga.
Les había dado tiempo de recorrer la mitad de la distancia hasta el perímetro
exterior cuando se oyeron los primeros cuernos dando la voz de alarma. Minotauros con
armadura se apresuraron a cubrir su posición. En su honor hay que decir que pronto
formaron una defensa.
—¡A la izquierda! —gritó Botanos cuando su ojo experto descubrió el punto más
débil—. ¡El flanco izquierdo está desorganizado!
—¿Qué hacemos con los Zarpa de Oso? —preguntó un rebelde que se encontraba a
su altura. La segunda legión no estaba a la vista pero era seguro que acudiría al rescate.
—Si acabamos pronto con éstos, ¡estaremos listos para recibirlos! —contestó Faros.
—¡Otro si muy grande! —bromeó el marino mientras seguía a Faros, que ya se
había lanzado al ataque.
Una sombra amenazadora pasó velozmente sobre ellos. Algo cortaba el aire.
Aterrizó con un fuerte golpe mucho más al norte, desviándose bastante del flanco de los
rebeldes. Faros sonrió sin dejar de correr y dar órdenes. Una catapulta manejada por
minotauros bien preparados nunca habría errado tanto.
Al frente, seguían formándose las líneas. Los oficiales a caballo chillaban órdenes.
Las lanzas se posicionaron mientras se preparaban los arcos.
Faros miró al guerrero que daba las señales.
—¡Fuego! ¡Ordénales abrir fuego!
El rebelde tocó una nota con el cuerno. Muchos miembros del harapiento ejército se
detuvieron, apuntaron y dispararon los arcos. Sabían cómo disparar sobre la marcha. Un
centenar de flechas cayó sobre los legionarios. Muchas rebotaron sobre los escudos y las
armaduras, otras cayeron al suelo pisado sin causar ningún daño, pero otras muchas se
clavaron en su objetivo. Los soldados caían por doquier. Algunos se llevaban las manos a
las heridas. Apresuradamente, quitaron los cadáveres de las filas.
La legión devolvió el ataque. Muchos de los rebeldes que estaban en primera línea
cayeron. Los que venían detrás esquivaron los cadáveres y siguieron avanzando. La última
esperanza de los guerreros caídos estaba en sus compañeros. El flanco izquierdo del
enemigo ya parecía más organizado. Los encargados de las balistas las habían girado y
estaban preparados para disparar.
Faros balanceó la espada. Los cuernos volvieron a tocar. Una segunda descarga
cavó sobro el flanco izquierdo de la legión. Murieron muchos más soldados y, a partir de
entonces, Faros sólo pudo ver los rostros serios de los legionarios que tenía justo delante de
él. Se concentró en uno y buscó su mirada.
Un segundo después, los dos ejércitos se encontraron.
Armada con nueva confianza, Maritia abandonó Nethosak para tomar el mando en
el campo de batalla. Todavía recordaba la forma caótica de luchar de los esclavos en
Vyrox. Entonces, eran un grupo numeroso, pero muchos habían caído y sus mejores líderes
habían encontrado la muerte. Que el sobrino de Chot hubiera sobrevivido había sido un
descuido lamentable.
A diferencia de algunos de sus oficiales, Maritia no había creído sin más que toda la
fuerza de Faros estuviera en Mito. No, el líder de los rebeldes era inteligente, eso tenía que
reconocerlo aunque le costara, y seguramente se trataba de un truco. Había sido toda una
sorpresa que Ardnor se mostrara tan dispuesto a que ella decidiera las posiciones de los
contingentes más importantes. En el breve lapso de tiempo que había pasado desde las
últimas noticias de los movimientos de Faros, había ideado estrategias para todas las
situaciones posibles.
La costa estaba patrullada por partidas muy poderosas, menos la zona a la que daba
la cordillera de Argon. Maritia no tenía los poderes sobrenaturales de su madre, pero había
un ir y venir incesante de jinetes que la mantenía en contacto con las diferentes legiones,
mientras los pájaros mensajeros le indicaban todo lo que sucedía en el mar.
Estaba contemplando los preparativos de la Legión del Corcel de Guerra, cuando
llegó un mensajero procedente del oeste con una misiva para ella.
—¡Lady Maritia! ¡Acaba de llegar!
Al leer la nota, el corazón le dio un vuelco. Se habían avistado varios navíos
rebeldes al oeste. Uno parecía ser el Cresta de Dragón, la embarcación más escurridiza de
toda la flota rebelde. ¡Ojalá pudiera atraparlo intacto y pasearlo como trofeo por la capital!
A Maritia no le cabía duda de que Faros habría conseguido de alguna manera dejar a sus
guerreros en algún lugar al norte o al noroeste, quizá cerca de Varga.
—Envía un pájaro a Varga. Pide que te respondan de inmediato.
—¡Sí, mi señora!
La hija de Hotak miró en derredor.
—¿Dónde está el enlace con la Legión del Ónice?
Ésa era una de las legiones más nuevas y a Maritia le costaba recordar los nombres.
Para ella, los nuevos nombres carecían de la grandeza de los wyverns o del Grifo Volador.
—¡Quiero que confirmen su posición! —Miró a lo lejos—. ¿Por qué la legión del
general Domo está desviándose hacia el este? ¡Van a dejar un hueco por el que podría
colarse todo el Mar Sangriento!
Los edecanes de Maritia se apresuraron a ocuparse de todos esos asuntos. Uno de
sus guardias personales apareció a caballo.
—Un jinete del norte, mi señora.
Era el mensajero de la Legión del Ónice. A pesar de su melena rapada y la mirada
alucinada, había demostrado ser un correo muy eficiente y describió a la perfección la
posición de su mando. Maritia se relajó un poco al escuchar el informe que cubría los
huecos que ella no sabía.
—Todo va bien, padre —murmuró, distraída.
—¿Perdón, mi señora? —preguntó el mensajero, confuso.
—Nada.
La hembra de minotauro miró más allá del mensajero de la Legión del Ónice y vio
que, por fin, las fuerzas del general Domo corregían su rumbo. Al comprobar que se
dirigían hacia la posición asignada, Maritia dejó escapar un suspiro de alivio. Casi todo y
todos estaban listos. La flota perseguía a los barcos rebeldes. Cada vez estaban más cerca
de Faros. El líder de los rebeldes había actuado exactamente como Maritia había predicho.
Hasta sentía cierta desilusión al pensar en lo fácil que sería la victoria.
Procedente del este, llegó un pájaro mensajero malherido que anunció su presencia
con débiles graznidos. Maritia observó con impaciencia cómo descendía hacia los
cuidadores. ¿Quién le enviaría un mensaje del este? Allí no había más que dos legiones; era
una posición sin valor estratégico.
—Del puesto cerca de Tagla, mi señora —informó el soldado que le llevó la nota
sellada—. El pájaro está herido —añadió muy serio.
—Tagla. —Maritia echó las orejas hacia atrás mientras leía la inscripción del
estuche—. Este pájaro debería haber continuado hasta la capital. Los fuertes vientos de las
montañas deben de haberlo desviado y decidió detenerse en el primer lugar conocido que
encontró.
En el sello distinguía el corcel de guerra negro. El mensaje era corto y sencillo…, y
demasiado sorprendente para creerlo: «¡Rebeldes por las montañas! ¡Un gran ejército! A
dos millas al sur de Vyrox, en dirección…».
En dirección a Nethosak.
Con las aletas de la nariz hinchadas, Maritia releyó el mensaje. Era de tres días
atrás. La verdad era que el pájaro herido se había desviado mucho.
Maritia miró hacia el este, consciente de que allí su defensa era débil.
—¡Un mapa! —gritó a uno de los guardias—. ¡Tráeme un mapa de la cordillera de
Argon!
AI encontrar Tagla en el mapa y descubrir la difícil ruta entre las montañas, se dio
cuenta de que había pasado por alto una posibilidad crucial para todos sus planes. Entonces,
por increíble que pareciera, Faros Es-Kalin estaba detrás de sus líneas y muy cerca de la
capital.
—Ha llegado la hora, mi señor —susurró la suma sacerdotisa desde su trono bajo
los iconos—, el final de la era de Sargonnas y el comienzo de la del gran Morgion.
Nephera estaba impaciente por exhibir los cadáveres de los rebeldes, especialmente
el de ese Kalin. La muerte de cada uno de los rebeldes fortalecería a su dios y ayudaría a
que el señor de la torre de bronce reinara por encima de los demás dioses.
Se estremeció al sentir el primer choque entre los insurrectos y las legiones en
Tagla. La muerte alimentaba su placer, pues cada muerto se convertía de inmediato en otro
de sus sirvientes, y así su poder crecía.
Gracias a los fantasmas, Nephera sabía desde hacía tiempo que los rebeldes estaban
avanzando por el este, pero había decidido no avisar a Maritia. No era mala idea probar a su
hija. Además, la suma sacerdotisa quería que el sobrino de Chot se sintiera confiado,
llevarlo como un cordero al matadero…, y Faros estaba complaciéndola en todo.
—Con tu permiso, mi señor —dijo a los símbolos brillantes.
La suma sacerdotisa cerró los ojos y vio a su hijo. Ardnor esperaba
impacientemente sus órdenes, rodeado por un mar de figuras oscuras.
—Ardnor, querido hijo, ha llegado el momento.
En su visión, lady Nephera pudo distinguir la sonrisa de su primogénito. Lanzando
una carcajada, el emperador se ajustó el yelmo. La suma sacerdotisa sintió los poderes con
que le había bendecido su dios, con los que le había despertado a una vida malévola.
Nephera abandonó la visión y volvió a concentrarse en la batalla. Todo marchaba
según sus deseos.
XXV
LUCHA Y TRAICIÓN
Marchaban por las calles de Nethosak en perfecta formación. Era una lúgubre
multitud de guerreros fanáticos que tenían un único objetivo: obedecer los deseos de su
señor. Asomados a las ventanas y apoyados en los quicios de las puertas, los ciudadanos de
la capital del imperio los contemplaban con desasosiego. No había minotauro que no
apreciara el arte de la guerra, la devoción por la batalla, pero lo que los Defensores
inspiraban era terror. El río negro avanzó hasta las puertas de la ciudad, irradiando un aura
oscura que hacía que hasta los guerreros más veteranos se refugiaran en la tranquilidad de
sus casas.
A la cabeza de aquella fuerza monstruosa marchaba el gran emperador. Ardnor
tenía la mirada clavada en el camino que se extendía ante él, sin pronunciar palabra, como
si su cabeza estuviera en otra parte. Sus dientes asomaban en una sonrisa siniestra,
impasible: la mano crispada junto a la maza.
Sobre el río inacabable de Defensores ondeaba, orgulloso, un nuevo estandarte.
Muchos no le prestaron atención, pues la imagen del emperador y sus guerreros atraía todas
las miradas. No obstante, aquellos que sí se fijaron en él, si eran lo suficientemente mayores
y tenían buena memoria, tal vez descubrieron algo familiar en el símbolo que había elegido
su gobernante.
Un hacha invertida.
Maritia envió mensajeros a las legiones del este lo más rápidamente que pudo, pero
oyó los cuernos en esa dirección apenas unos minutos después. Lanzó una risa forzada y se
concentró en las posiciones que había que corregir con celeridad. Faros había sido más listo
que ella, pero lo remediaría en poco tiempo.
Inevitablemente, admiraba su determinación. El modo en que había arrastrado a sus
seguidores a través de las montañas, tan de prisa además, era una hazaña propia de un
general del imperio. Pero ningún oficial con experiencia se habría aventurado en un viaje
tan peligroso teniendo tanto que perder. De todos modos, al final esa gesta no le serviría de
nada. Los generales Gularius y Domo ya debían de estar cercando a los rebeldes en ese
mismo instante, y la Legión de Ónice avanzaba hacia su posición. AI noroeste, los
legionarios del Grifo habían recibido la orden de estregar sus filas para facilitar la marcha
de la otra legión. Maritia había enviado un mensaje urgente a las legiones cerca de Varga
para que regresaran de inmediato, por si la batalla se alargaba más de un día.
—¿Preparados? —preguntó.
Tras comprobar que todos eran gestos de asentimiento, montó en su corcel y dio la
señal. Un trompeta tocó las notas. La Legión del Corcel de Guerra marchaba hacia la
batalla.
Maritia la había mantenido en la retaguardia en una muestra de astucia. En ellas
residía la posibilidad de infligir una derrota aplastante a los rebeldes. Era cierto que al
emplear al ejército de los Corceles de Guerra dejaría, por un período corto de tiempo, a la
Guardia Imperial y del Estado como únicos defensores de la capital y que ambos cuerpos se
encontraban muy mermados. Pero cuando llegara la Legión del Ónice, el peligro habría
pasado.
Maritia volvió la vista hacia sus tropas y observó con orgullo a la fuerza con más
honores de todo el imperio avanzando hacia el encuentro con los rebeldes.
—Guía nuestras armas, padre… —murmuró—. Haz que nuestras hachas sean
afiladas y nuestras espadas veloces…, y te prometo que yo misma mataré al sobrino de
Chot en tu nombre…
—Hija…
Maritia atiesó las orejas. Por un momento, pensó que su padre respondía a sus rezos,
pero entonces se dio cuenta de que era otra voz muy conocida la que la llamaba.
—¿Madre?
—Ardnor te ordena que avances más hacia el norte —susurró Nephera en su
mente—. Al límite de la cordillera; después, desvíate hacia el este.
Aunque sorprendida por la orden, Maritia se repuso rápidamente. El poder de su
madre nunca dejaba de admirarla, pero no podía seguir sus directrices a ciegas.
—¿A la cordillera? ¡Eso supondrá un tiempo precioso!
—Ésta es una orden imperial. ¿Una legionaria leal como tú desobedecería a su
hermano, el emperador?
Maritia no tenía preparada una respuesta. En su opinión, era mejor desviarse hacia
el sur y después encaminarse directamente hacia la batalla. La Legión del Corcel de Guerra
no sólo alcanzaría antes a Faros, sino que lo rebasaría.
Pero… como había dicho su madre, se trataba de una orden imperial.
Se volvió hacia su oficial.
—¡Llama a los jinetes! ¡Nuevas órdenes! ¡Avisa a todos de que vamos hacia el
norte hasta llegar a la primera montaña, después al este! —gritó.
El otro minotauro la miró un momento con curiosidad; sin duda, se preguntaba la
razón de aquel rodeo tan complicado.
Mientras se transmitía la orden, Maritia empezó a sentirse mejor. Cogió las riendas
con firmeza. No tenía la menor idea de lo que planeaba su hermano, pero necesitaba creer
que había pensado algo especial para los rebeldes, algo que aplastaría a Faros sin remedio.
El flanco izquierdo, por fin, se rindió. Los guerreros de Faros lo atravesaron y
obligaron a los soldados a dispersarse y defenderse por muchos frentes al mismo tiempo.
Los centuriones y otros oficiales gritaban órdenes sin descanso, pero los legionarios
novatos reaccionaban despacio y en medio de la confusión.
Faros atravesó el pecho de un soldado y esquivó el hacha de otro. Al frente se
encontraban las catapultas y las balistas del enemigo. Las primeras estaban en plena carrera
para no caer en manos de los rebeldes, pero las balistas apuntaban hacia los atacantes.
Una de las balistas disparó. Se oyeron gritos cuando empezaron a llover lanzas
sobre los guerreros. Pero en su prisa por abrir fuego, los soldados no sólo estaban matando
rebeldes, sino también a sus propios compañeros. El fragor metálico ahogaba todos los
demás ruidos. Los minotauros luchaban cuerpo a cuerpo. El hacha de un legionario
atravesó la garganta de un rebelde. Otros dos rebeldes lanceaban a un dekariano; las picas
arrojaron el cuerpo entre los soldados imperiales.
Un treveriano a caballo salió de la nada y golpeó a Faros con una maza. La cabeza
pesada del arma cayó sobre el brazo del líder de los rebeldes, le levantó la piel y machacó
el hueso. Por suerte, consiguió esquivar un segundo golpe del oficial. Unos ojos fanáticos
lo miraron con ferocidad, mientras el minotauro con yelmo volvía a balancear la maza.
—¡Hereje! —gritó de repente el treveriano—. ¡Criminal!
Faros esquivó el golpe y levantó el puño. El puñetazo cerró la boca del legionario y
le abrió el yelmo, que descubrió su cabeza afeitada. Temblando a causa del ataque, el
oficial cargó. El extremo afilado de la espada estuvo a punto de clavarse en la garganta de
Faros.
Faros asió el arma por la empuñadura y tiró. El treveriano cayó hacia adelante.
Emitió un sonido extraño cuando Faros volvió la espada hacia él y la hoja lo atravesó. El
líder de los rebeldes tiró el cuerpo a un lado y echó un vistazo alrededor. Por momentos se
abría un camino hacia las armas de guerra. Botanos, a la cabeza de un grupo de guerreros,
se dirigía a una catapulta. Otra partida se encaminaba hacia las balistas.
Faros y su grupo atacaron a los soldados responsables de otra catapulta. Un soldado
intentó golpearlo con un hacha. El líder de los rebeldes se deshizo de él con una sola
estocada y saltó a lo alto de la máquina. Junto a la parte trasera, otro legionario intentaba
colocar los misiles del arma gigantesca. Faros le propinó una patada y saltó por encima de
él.
En ese momento, apareció una rebelde para luchar contra el legionario. El soldado
rechazó el ataque y le clavó el hacha en el estómago. La rebelde se desplomó, y el
minotauro dio un último corte a la cuerda para disparar los misiles. Pero en ese momento la
espada de Faros le cercenó el brazo izquierdo. El soldado lanzó un chillido de dolor, y
mientras trataba de sostener el hacha, Faros le cortó la cabeza.
Los rebeldes rodeaban la máquina por completo y dos soldados se rindieron. Pero
Faros contaba con sus propios seguidores expertos en manejar catapultas para hacerse cargo
de ellas.
—¡El flanco derecho! ¡Disparad!
Cuando ambas máquinas ya estaban apuntando hacia las fuerzas del imperio, Faros
se volvió hacia las balistas. Dos seguían bajo el control de la legión, pero todas las demás
que podían verse estaban en manos de los rebeldes. Faros cogió a uno de los suyos, señaló
un sitio y empezó a gritar órdenes.
Los rebeldes prorrumpieron en gritos cuando una de las balistas de la legión disparó
a una de las que había caído en manos de los atacantes y mató a los que la manejaban. Las
nuevas balistas de la legión eran diferentes de las que antes utilizaban las fuerzas imperiales
o las de los navíos. Disparaban flechas más pequeñas, pero en cantidades tres o cuatro
veces mayores. Era como si una cortina de flechas, pequeña pero increíblemente ligera,
saliera lanzada a la altura de los minotauros. El efecto era devastador.
—¡Haceos con esas dos! —ordenó Faros a un grupo de guerreros—. Id por su
izquierda.
Las balistas en manos de los rebeldes respondieron al ataque y alcanzaron la
retaguardia de la legión. Cayeron muchos soldados imperiales, entre ellos varios oficiales a
caballo.
Había llegado el momento de disparar una catapulta manejada por los rebeldes. La
pesada roca cayó entre los legionarios, la tierra se levantó y los cuerpos salieron volando.
El enorme proyectil dejó un cráter en medio de las fuerzas enemigas. Con eso, la legión
podía considerarse derrotada. El capitán Botanos, cubierto de sudor pero exultante, apareció
junto a Faros.
—¡La primera victoria es nuestra! ¡Cayeron como un castillo de naipes!
—¡No eran guerreros experimentados! Sus mandos eran Defensores. Los demás
serán mejores.
La batalla iba apagándose. Una hembra con el brazo sanguinolento en cabestrillo
informó:
—¡Su general ha muerto! ¡Apenas quedan ya focos en lucha! ¿Los matamos o
intentamos coger prisioneros?
—Dadles una oportunidad, y si vacilan, haced lo que debáis. ¡No tenemos tiempo
que perder!
Las catapultas dispararon unas cuantas veces más a objetivos diferentes, y después
Faros ordenó que se detuvieran. Los rebeldes iban a necesitar cada proyectil y cada
cuadrillo.
Regresaron los exploradores de los rebeldes. Uno de ellos gritó nada más llegar:
—¡La Legión de la Zarpa de Oso avanza al norte!
—¿Al norte? —gruñó Botanos—. ¿Es que su general se ha vuelto loco?
—Otra legión está de camino, una más poderosa todavía. También se dirige al norte.
—No tiene sentido… —ladró el marino—. Se están desviando hacia el norte. ¡No
nos cogerán hasta que casi hayamos llegado a la capital! ¡Tiene que ser un truco! ¿Qué
piensas tú?
Faros no lo dudó.
—No me importa. Nosotros avanzaremos de todos modos. Si les dejamos que se
acerquen y nos enfrentamos a ellos, nunca llegaremos a Nethosak. Mermarían nuestras
fuerzas.
Los rebeldes reunieron todo lo que pudieron y emprendieron la marcha. Uno de los
flancos se separó y se dirigió hacia el norte. Faros incorporó un nuevo elemento a la cabeza
del ejército: doscientos minotauros ataviados con los petos deslustrados de la legión
vencida y con las manos atadas a la espalda. Los rebeldes los obligaban a caminar con las
espadas.
Los exploradores no dejaban de informar sobre la legión del norte, que por lo visto
no sólo se movía en una dirección extraña, sino que lo hacía a un ritmo muy lento.
El capitán Botanos frunció el entrecejo.
—¡Su comportamiento no es normal, muchacho! Casi parece que lo que intentan es
evitar la batalla.
—Asegúrate de que los exploradores los vigilen constantemente —murmuró el líder
de los rebeldes—. Todavía pueden sorprendernos.
—¿Y si se quedan lejos?
—Lo único que importa ahora es Nethosak —fue la respuesta de Faros, que pensaba
en el hogar que no veía desde hacía años—. Lo único.
La ola negra cruzó las puertas de Nethosak como un río de sangre y cubrió todo el
paisaje. Gigantescos timbales de cobre marcaban el ritmo. El entusiasmo que movía a los
Defensores era aterrador. Estaban seguros de su poder, seguros de la gloria que alcanzarían
después de aquella victoria.
Entre las filas se repartían las cinco temibles sombras que había invocado Ardnor
para mantener el orden entre sus fuerzas. Los espectros apenas eran visibles, parecían
insustanciales, pero nadie dudaba de su presencia. Cabalgaban sobre corceles putrefactos,
muertos mucho tiempo atrás. Los guerreros que avanzaban a su lado no parecían inquietos
en absoluto por tener compañeros tan monstruosos, pues lo interpretaban como un signo
más de la grandeza del dios al que servían, aunque desconocieran su nombre.
En torno al emperador se arremolinaban otros fantasmas. Se trataba de sus
asistentes, ojos fantasmagóricos que Nephera le había concedido para que estuviera al
corriente de todo lo que sucedía cerca y lejos. A través de ellos, Ardnor fue testigo de la
derrota de la primera legión y vio los movimientos de los rebeldes.
Pero no podía penetrar en la mente de su líder. Una niebla envolvía al miembro de
los Kalin. Era inútil que Ardnor torturara cruelmente a las rastreras sombras con el poder
que Morgion le había concedido, pues no podían decirle lo que Faros pretendía hacer a
continuación.
Al final, estaba tan furioso que Nephera apareció en su mente para tranquilizarlo
—¡Detén esos intentos vanos, hijo mío! ¡Pronto Faros Es-Kalin será tuyo!
—Pero ¿por qué no puedo ver a ese gusano? —gruñó, sin preocuparse de que estaba
hablando en voz alta. Ninguno de los que lo rodeaban se atrevería a cuestionar su extraño
comportamiento—. ¿Qué lo protege del poder de Morgion?
—Los esfuerzos lamentables de un dios agonizante…, sólo eso. ¡El último acto
desesperado del Dios de los Grandes Cuernos! Era de esperar…, aunque al final no le
servirá de nada, ni a él ni a su marioneta.
La mano de Ardnor volvió a deslizarse hacia la maza. Se moría de ganas de hundirla
en la cabeza de Faros.
—Da igual. Lo importante es que los aplastaremos antes de que lleguen a las
murallas.
La fuerza con que se reveló la presencia de la suma sacerdotisa estuvo a punto de
tirar a Ardnor de la silla.
—¡No harás nada de eso! ¡Seguirás mis instrucciones al pie de la letra!
El emperador abrió la boca para responder, pero la voz que resonaba en su mente
volvió a apoderarse de él.
—¡No le apartarás de los planes! ¡Faros será tuyo, hijo mío, eso te lo prometo!
—¡Pero Maritia! Ella lo alcanzará primero.
—¡Y cumplirá con su cometido! ¡Harás lo que convenimos! El día de hoy será
testigo de la destrucción total de los rebeldes y el pueblo conocerá la superioridad del
templo y del Único. ¡Sabrán que no puede haber otro emperador más que tú! Tú, Ardnor…
Olvidó sus protestas.
—Yo…
¡El resultado está asegurado! ¡Sigue el camino que se te ha señalado y no te
preocupes por el papel de tu hermana! Pronto serás tú quien ocupe el lugar más
importante.
La voz se apagó en su cabeza. A Ardnor el corazón seguía latiéndole con tuerza.
Esbozando una sonrisa propia de un depredador, susurró:
—Ese gusano de Kalin sigue siendo mío.
Los que estaban más cerca de él fingieron no haberlo oído.
Por fin, Faros tenía Nethosak a su alcance. Hasta los ciudadanos nacidos en las
poblaciones más remotas visitaban Nethosak por lo menos una vez en la vida. La capital
representaba el imperio. Había sido arrasada una y otra vez, pero siempre había resurgido
después de cada debacle, más fuerte e imponente que antes.
Faros contempló sus torres; le costaba creer que estuviera en casa. Entonces, oyó un
cuerno y vio el estandarte al norte. Minutos después, llegó un explorador sin aliento.
—¡Es el estandarte de la Legión del Corcel de Guerra, mi señor! ¡Se acercan
velozmente!
—Averigua si los Zarpa de Oso siguen alejándose —dijo el líder de los rebeldes a
otro explorador. Mientras éste se alejaba raudo, Faros añadió—: Vamos al encuentro de la
Legión del Corcel de Guerra, capitán.
—Sí, muchacho. Ya no podríamos escapar de nuestro destino aunque quisiéramos.
La Legión del Corcel de Guerra representaba al imperio más que ninguna otra
legión. Si la vencían, la noticia de su victoria se propagaría por todas las demás legiones y
minaría la determinación de los soldados imperiales.
Los rebeldes se desviaron hacia la fuerza que se acercaba. Incluso desde tan lejos, la
legión de Maritia era impresionante. Los legionarios avanzaban sin un solo hueco en sus
líneas, sin vacilaciones. Sus petos relucían. Los oficiales a caballo se adelantaban y
retrasaban con movimientos precisos. De repente, a medio camino, la legión se detuvo sin
más.
—Nos está retando a que rayamos a ella, Botanos. —Faros intentó descubrir la
posición de las catapultas y las balistas, pero no podía distinguirlas a tanta distancia. Tal
vez enviara a sus fuerzas a una trampa mortal. El instinto le decía que cuanto antes actuara,
mejor—. No vamos a defraudarla. Ella y yo tenemos asuntos pendientes.
—Sí, mi señor.
A la señal de los cuernos, los rebeldes avanzaron hacia el enemigo. Los prisioneros
estaban al frente. «Dejemos que Maritia crea que somos unos animales sin honor», pensó
Faros. De todos modos, lo más probable era que ya lo creyera.
La distancia entre los dos bandos era cada vez menor. Entonces ya podía distinguir
los rostros de los legionarios y, por fin, encontró a quien buscaba. ¡Allí! El símbolo de los
comandantes identificaba a Maritia. Sus rasgos seguían siendo vagos, pero aquella figura
con el yelmo empenachado y una capa púrpura no podía ser más que ella. Sólo una Droka
montaría con gesto tan poderoso. Ya los había visto antes en Vyrox.
—¡Todavía no han disparado! —gritó Botanos—. ¡Los prisioneros los confunden!
—¡Deja que se confundan más todavía! —Faros hizo un gesto brusco con las
manos.
Los rebeldes aminoraron el paso. Empujaron a los legionarios cautivos y después
los dejaron ir. Los prisioneros reaccionaron lentamente, vacilantes, pero en cuanto
estuvieron más lejos de los rebeldes echaron a correr hacia la libertad.
Los soldados de la vanguardia de los Corceles de Guerra gritaban para animarlos.
Cuando llegaron los primeros, las filas se abrieron rápidamente para dejarlos pasar. Muchos
legionarios les daban palmaditas en la espalda. Más de uno utilizó su propia espada para
cortar las ataduras.
—La primera fase completada —murmuró Faros—. Ahora a por la segunda.
De repente, azuzó a su caballo al trote. Botanos ahogó un grito e intentó cogerle del
brazo, pero Faros ya se había alejado demasiado.
A medio camino, el líder de los rebeldes se detuvo y esperó. Consiguió lo que
quería. Segundos después de haberse parado, la figura que había tomado por Maritia se
quitó la capa y el yelmo, y cabalgó hacia él.
—Faros Es-Kalin —le escupió la hembra de minotauro.
—Mi señora. Ha pasado mucho tiempo desde Vyrox.
Ella lanzó un resoplido.
—¡Ojalá hubiera acabado allí contigo!
—Yo siento exactamente lo mismo —repuso.
—Todavía puedes rendirte, rebelde. Prometo que tu ejecución será rápida y que haré
todo lo que pueda por los que te son leales.
—¿Puedes devolvernos a nuestras familias? ¿A mi padre? ¿A mi madre? ¿A todos
los asesinados vilmente aquella noche sólo porque teníamos la misma sangre que el
emperador?
—¡Era necesario! —contestó Maritia—. ¡Necesario por el bien del reino!
—¿Y honroso?
La minotauro lo miró con fiereza.
—Sólo quiero que sepas una cosa, mi señora. Hacemos lo que nos han obligado a
hacer.
Con esas palabras, el líder de los rebeldes hizo dar media vuelta a su caballo y se
alejó de la comandante, mientas ésta lo miraba fijamente con gran sorpresa.
Al reunirse con Botanos, el capitán parecía furioso con su líder.
—¡¿Qué ha sido todo eso?! —bramó—. Lo único que podías conseguir era que un
arquero impaciente te disparara o que incluso lo hiciera la misma señora, ¡y tú habrías caído
en la trampa o, peor aún, estarías muerto!
—Eso no habría sido honroso.
Faros volvió su montura justo a tiempo para ver a Maritia desparecer por un hueco
en la primera línea de sus tropas,
—Tienen dos catapultas en el flanco izquierdo, bastante detrás, que apuntan justo a
nuestro centro —dijo Faros, enérgicamente—. Detrás de las tres primeras líneas hay cuatro
balistas. La segunda y tercera filas tienen un hueco en esos puntos. Pueden verse por los
pequeños banderines rojos que ondean en cada posición. ¿Los ves?
Botanos, perplejo, asintió con la cabeza.
—Estabas…
El líder de los rebeldes lo interrumpió y añadió rápidamente:
—Otra catapulta muy a la derecha, apuntando justo a la izquierda respecto a nuestro
centro. Tal vez allí haya otra más. Cuentan con una reserva de caballería cerca;
seguramente vendrán cuando la batalla haya comenzado. Además, están los arqueros detrás
de las líneas principales, con los arcos ya listos. Nos dispararán cuando estemos más o
menos a la distancia que se quedó ella. Tres partidas de soldados detrás de las que vemos
ahora, la que pude ver mejor estaba liderada por un centurión, así que supongo que tienen
trescientos guerreros en la retaguardia.
—¡Es la legión más numerosa que haya visto nunca! —Botanos sacudió la cabeza.
Faros bufó.
—¿Creías que sólo había ido a admirar a su comandante?
—Sinceramente, esa idea se me había pasado por la cabeza, sí.
En ese momento, los alcanzó el explorador que había enviado antes. El minotauro
recién llegado no dijo nada, sólo asintió con la cabeza.
El hijo de Gradic se movió sobre la silla.
—La legión del Corcel de Guerra se está impacientando y no quiero que mis
seguidores también pierdan los nervios. Asegúrate de que todos siguen mis señales.
—¿Después de lo que has dicho? Yo mismo gritaré las órdenes si es necesario.
—Entonces, vamos allá.
Un trueno retumbó en el cielo, inquietando a los caballos. Faros se fijó en que su
anillo brillaba por un momento. No le habría sorprendido que a su alrededor estuvieran
sucediendo otras cosas, cosas fuera del alcance de la comprensión humana.
—¡Dad la orden de avanzar!
Tras la nota de un único cuerno, los rebeldes se lanzaron a la carga.
La suma sacerdotisa presenciaba la escena desde la perspectiva de su hija. Intentó
superar sus límites y alcanzar los pensamientos de Faros, pero una barrera volvió a
bloquearla. El poder de Sargonnas ocultaba algo, pero Nephera no sentía nada que pudiera
preocuparla especialmente.
Tanto los Defensores como las legiones estaban en las posiciones adecuadas. Era
una pena que su hija desconociera por completo la estrategia de la suma sacerdotisa, pero
los sacrificios eran necesarios. Con este último pensamiento, volvió a embargarla la
inquietud. Nephera dio un gruñido y miró rápidamente por encima del hombro, pero el
único que estaba allí era Takyr, aguardando sus órdenes.
Hotak no estaba, ni tampoco su mirada condenatoria…
Resoplando al pensar en su propio nerviosismo tonto, la suma sacerdotisa volvió a
concentrarse en la batalla. Los rebeldes empezaban a avanzar. Era el momento de disfrutar
de su destrucción.
Los legionarios esperaban inmóviles, con expresión de cautela. Tenían las armas
levantadas, pero aguardaban la señal convenida. Faros midió la distancia. Agitó la espada
mirando al trompeta. Dos notas cortas, seguidas de otra más larga, se propagaron en el aire.
La parte trasera de las legiones prorrumpió en gritos. Enormes rocas surcaron el
aire. En las primeras filas, los soldados se apartaron para dejar paso a las balistas
escondidas.
De repente, la primera línea del ejército de Faros se partió en dos.
—¿Qué están haciendo? —gruñó Maritia.
Miró al cielo y vio los proyectiles que caían. Aterrizaron con toda la fuerza de la
gravedad y su peso; eran enormes piedras diseñadas para provocar la peor de las
carnicerías, siempre que cayeran sobre algo.
Los rebeldes se movían ágilmente; cambiaban su ordenada formación rectangular
por un medio círculo en constante movimiento, en el que la mayoría de rebeldes se
desplazaban hacia los lados. Los proyectiles caían donde antes había estado el centro,
dejaban enormes cráteres, lanzaban piedras…, pero todo en vano. Uno o dos rebeldes se
retorcieron como si alguna esquirla los hubiera herido, pero todos los demás siguieron sin
problemas.
Dos balistas dispararon de nuevo antes de que la comandante tuviera tiempo de
ordenar que pararan. Una logró detener a un rebelde que se había interpuesto en su camino,
pero las demás lanzas cayeron de forma inofensiva.
—¡Dejad de disparar! —ordenó Maritia—. ¡Parad!
Había creído que Faros era un tonto fatalista que se había encontrado con ella en un
último acto desafiante para dar ánimo a sus tropas. Entonces se daba cuenta de la realidad.
Lo que había hecho era medir sus fuerzas disimuladamente. Por eso le había parecido que
sus palabras eran bastante absurdas, porque la mente del rebelde estaba ocupada en cosas
mucho más importantes.
Por supuesto, Maritia también había aprovechado para analizar a su enemigo, pero
casi no tenía máquinas de guerra y contaba con muy pocas unidades a caballo. Aunque
Faros había localizado catapultas y las balistas, no podía adivinarlo todo. Era seguro que no
sabía lo que había reservado para ese momento.
—El general Domo debería estar en su posición —dijo para sí misma—. ¡Te
atraparemos en medio y acabaremos contigo, Faros Es-Kalin! —Dirigiéndose a un
trompeta, Maritia gritó—: ¡Da la señal!
Al compás de los cuernos, la legendaria legión empezó a desplegarse lenta y
metódicamente en dirección a la horda que avanzaba hacia ellos.
—¡Arqueros preparados!
Cuatrocientos arcos se tensaron.
Maritia midió la distancia.
—¡Fuego!
Los rebeldes estarían distraídos con el avance de los soldados de infantería. No
estarían preparados para la lluvia mortal que caería sobre ellos; pero entonces volvió a oírse
una serie de señales del bando contrario. En cuanto las flechas surcaron el aire, fue evidente
que su trayectoria tendría que haber sido más alta y en forma de arco. La fuerza de los
rebeldes volvió a cambiar de forma.
La táctica no fue tan eficaz como con las catapultas, y muchos rebeldes cayeron o
quedaron atrás. Sin embargo, no tuvo lugar la matanza que Maritia esperaba.
—Si así lo queréis, recurriremos a las hojas afiladas de las espadas —gruñó la
minotauro.
Volvió a calcular rápidamente el número de los rebeldes. Ella tenía la ventaja, sin
duda. Además de su ejército de más confianza, contaba con los supervivientes de la otra
legión, a los que habían rearmado rápidamente. En ese momento, esperaban detrás de la
caballería.
Con la espada levantada, Maritia guió el flanco derecho hacia adelante para rodear a
la fuerza de los rebeldes. En esa ocasión, la hija de Hotak no subestimó al adversario, pues
sabía que muchos de ellos eran antiguos soldados. Incluso algunos seguían llevando los
emblemas de los Exterminadores de Dragones, quizá para hacer dudar a sus tropas.
—¡Esos arqueros, a la derecha! —gritó la hija de Hotak mientras intentaba localizar
a Faros, impaciente por tener la oportunidad de hacerse con él.
Los gruñidos y los gritos lo cubrían todo. Muchos rebeldes cayeron, pero también
legionarios. Un minotauro enorme, con los aros dorados típicos de los marinos, se
materializó frente a ella; con el hacha atravesaba el yelmo y el cuello de un soldado.
Maritia lo identificó como un posible subcomandante, pero antes de que pudiera acercarse a
él, la batalla lo engulló de nuevo.
De repente, se oyó un estruendoso ruido metálico detrás del flanco derecho. Los
legionarios empezaron a girar en círculo de forma caótica. Algunos se miraban,
confundidos, y otros, comportándose de manera muy extraña, bajaron las armas. Entonces,
para su total desconcierto, un legionario que estaba cerca de ella hizo oscilar la espada y
poco faltó para que le hiciera una profunda herida en la pierna.
Maritia logró escapar con un corte a lo largo del muslo y devolvió el ataque al
traidor con una certera estocada en la garganta. Mientras el soldado se tambaleaba hacia
atrás, Maritia lo miró con incredulidad…, y se dio cuenta, demasiado tarde ya, de que no
era uno de los suyos. En su peto lucía el símbolo del rubí.
¿Los prisioneros?
El caos se apoderó de la retaguardia de la legión. Por todas partes, los prisioneros
liberados caían sobre sus confusos compañeros. Las filas se deshicieron. Los soldados
encargados de las catapultas tuvieron que abandonarlas para defenderse. La caballería se
desorganizó; muchos caballos cabalgaban sin sus jinetes.
La verdad se le reveló con toda su crudeza. Los prisioneros que Faros había
entregado a los Corceles de Guerra podían llevar las armaduras legión, pero en realidad
eran rebeldes.
«¡Qué tonta he sido al caer en una trampa así!», —pensó Maritia con amargura.
Tendría que haberse asegurado. Tendría que haberlos apartado. La hija de Hotak jamás
habría esperado un truco tan vil. Los falsos prisioneros no serían doscientos, pero con la
fuerza principal atacando por el frente, los legionarios se veían acosados por todas partes.
—¿Dónde está Domo? ¡Maldito sea! ¿Dónde se ha metido?
No había ni rastro de la legión que había reservado para un caso de necesidad, ni
rastro. Algo había fallado estrepitosamente en sus planes.
XXVI
LA OLA NEGRA
EL PODER DE LA OSCURIDAD
Debilitados por la plaga, obligados a luchar contra los vivos y los muertos
resucitados, los rebeldes resistían lo mejor que podían. A pesar del inevitable fin, no
querían, no podían rendirse. Seguían luchando porque era lo único que les quedaba. Habían
sido esclavos y renegados, pero eran minotauros y morirían como tales.
Los Defensores parecían encantados de darles la oportunidad de continuar
combatiendo. La ola negra avanzaba implacablemente, arrasando a su paso a los
desesperados rebeldes. Las figuras negras como el ébano se habían entregado al aura que
rodeaba a Ardnor y se habían convertido en extensiones de la depravación y el odio del
emperador.
Al capitán Botanos le parecía que se enfrentaban a un enemigo imparable, pero, al
igual que sus compañeros, no abandonaba la lucha. Esa había sido la orden de Faros. Los
rebeldes tenían que resistir mientras su líder se medía contra Ardnor. Sólo si Faros vencía al
emperador habría lugar para la esperanza, pero cuando el marino miró alrededor, lo atenazó
el miedo de que el duelo no hubiera ido como Faros había planeado.
—Mi padre dijo que no sintió ningún placer al matar a tu tío —gruñó Ardnor
alegremente—. Mi padre era un idiota. No se me ocurre nada que me dé más placer que
derramar tu sangre.
Hizo un movimiento amplio con la maza.
El anillo de Faros lanzó un destello. La luz inesperada sorprendió a Ardnor el
tiempo suficiente. Esa breve vacilación bastó para que el hijo de Gradic rodara sobre sí
mismo y se librara del terrible golpe de la maza mágica que sacudió el suelo.
Ardnor dio un grito de rabia y golpeó de nuevo. Empuñando la espada, Faros se
alejó de la figura negra justo lo necesario. Sargonnas no le había dado más que un respiro,
eso era todo, pero la espada tiraba de él, casi como si le exigiera que la utilizara. Parecía
que quería luchar contra lo que era imposible imponerse.
Los ojos del rebelde recorrieron al gigante, estudiándolo minuciosamente. Con
expresión salvaje, el emperador volvía a lanzarse al ataque.
Ardnor se echó a reír.
—¿Quieres que te conceda otro intento inútil antes de despedazarte? —Abrió los
brazos—. ¿Por qué no? ¡Tú mismo, Kalin!
—Como quieras —murmuró Faros.
Pegó un salto, empuñando la espada con todas sus fuerzas. La hoja dejó escapar un
lamento mientras buscaba su blanco: la garganta de Ardnor. La estocada casi lo degüella.
La cabeza de Ardnor rebotó hacia atrás, lanzando al suelo el yelmo, y dejó escapar un
sonido ahogado, hueco. El cuerpo del gigante empezó a balancearse hacia adelante y hacia
atrás.
Ante la mirada asombrada de Faros, Ardnor se colocó la cabeza con la mano
cubierta por el guantelete. El cuello se unió y sólo quedó una cicatriz larga y fea.
Los ojos monstruosos de Ardnor se abrieron como platos.
—¡Buen golpe! No creí que tuvieras tanta fuerza…, aunque tampoco te sirve de
nada, ¿verdad?
Su adversario no respondió, perplejo por su nuevo intento fallido y por lo que había
debajo del yelmo caído. Los ojos del emperador resultaban terroríficos por sí solos, pero
allí, en su frente, brillaba el símbolo de Morgion. El hacha invertida irradiaba el mal.
Relució intensamente hasta que el cuello de Ardnor estuvo por completo curado; después,
el resplandor se apagó un poco.
—Una pena, maldito Kalin —se burló el inmenso guerrero. Sopesó el arma
sobrenatural—. Bueno, ya te has divertido bastante… ¡Ahora es mi turno!
Ardnor se movió demasiado de prisa para Faros. La maza le golpeó en el hombro
con tanta fuerza que se oyó el crujido del hueso. Faros lanzó un grito, y la espada le resbaló
de la mano.
—No te resistas más —le recomendó Ardnor con voz suave—. Esta vez acepta tu
final. Te prometo que primero te machacaré la cabeza. Así ya no sentirás lo que venga
después.
Con lágrimas de dolor surcándole el rostro, Faros trató de ordenar a la espada que
volviera a su mano. Pero aunque el arma le obedeció, no tenía fuerza en los dedos para
sostenerla. Cayó de nuevo al suelo con un ruido metálico.
—¡Es interesante esa espada tuya, gusano!
Cuando el emperador se echó sobre él, vio que los ojos le brillaban con la misma
intensidad que el símbolo de su frente. Ardnor sonrió más abiertamente y se agachó para
recoger la espada.
—¡Tal vez debería matarte con tu propia espada endeble! Sería un detalle que les
encantaría a los poetas, ¿no crees?
Una vez más, Faros intentó llamar a su arma.
—¡Ríndete, Kalin! ¡Muere con un poco de dignidad, no como el resto de tu familia!
La espada voló a Faros…, pero fue a parar a su otra mano. Se sentía raro cogiéndola
así.
—Padre —dijo con voz entrecortada el minotauro herido—, guía mi brazo…
Cargó con todas sus fuerzas.
Ardnor esperó el ataque. El emperador torturaba a Faros rechazándolo con gran
facilidad.
—¿Por qué continuar con esta farsa? ¡Ya sabes lo que va a pasar! ¡Eres el mismo
tonto e inútil que recordaba!
Faros tropezó y quedó desprotegido.
—¡Haré un buen servicio a nuestra raza librándola de ti! —gruñó el emperador
burlonamente, tras lo cual volvió a balancear la maza con toda su fuerza.
El minotauro más pequeño giró alrededor de la maza y levantó la espada al mismo
tiempo. Ardnor volvió a prever el ataque y lanzó una carcajada; incluso se atrevió a ofrecer
su garganta a la hoja metálica.
En el último momento, Faros desvió la espada y pasó por alto el cuello, el hocico, y
apuntó a la frente del su enemigo. Reuniendo las pocas fuerzas que le quedaban, Faros
clavó el arma mágica en el símbolo de Morgion.
La risa del gigante se transformó en un chillido. Faros empujó la espada contra la
cabeza, resistiendo como buenamente pudo las fuerzas sobrenaturales que intentaban
rechazarlo a él y a su espada. No soltó la espada ni siquiera cuando Ardnor agitó el brazo y
estuvo a punto de decapitarlo.
El grito de Ardnor sacudió la tierra. Alrededor, todos los minotauros se detuvieron
en medio de la batalla para mirar hacia él. Hasta los muertos vacilaron; sus siluetas
temblaban como si cualquiera que fuese el poder que les daba vida entonces se viera
amenazado.
Llamas verdes envolvieron la espada de Faros, pero su tacto era helado en vez de
caliente. Faros sintió el frío que le agarrotaba los dedos. El minotauro tembló, pero no por
eso se retiró. El fuego verde ya lo cubría por completo. Su grito se unió al de Ardnor. El
mundo alrededor parpadeaba, oscilaba entre el campo de batalla y una tierra húmeda y
oscura en la que, al borde de un acantilado que se asomaba a un precipicio sin fin, se alzaba
una torre de bronce sin brillo que lo dominaba todo. Unas figuras en diferentes estados de
putrefacción avanzaban hacia él con pasos vacilantes. Las cuencas vacías de sus ojos
imploraban un descanso que él no podía otorgarles.
Faros hizo rechinar los dientes y se concentró únicamente en la espada y en su
enemigo. El terrible paisaje se desvaneció y volvió a encontrarse en el campo de batalla.
De alguna manera, Ardnor, que no había dejado de gritar, había conseguido soltar
su arma, que desapareció al alejarse de sus dedos. El emperador levantó las dos manos y
tiró de la espada que tenía clavada en la frente, sin reparar en que la hoja le cortaba las
palmas y los dedos. Una sustancia espesa manaba de todas sus heridas.
A pesar de los esfuerzos de Faros, el gigante empezó a arrancarse la espada
lentamente. El hijo de Gradic volvió a empujarla, seguro de que en cuanto Ardnor se
liberase, no quedaría ninguna esperanza. Pero, de repente, la espada se soltó ella sola. Salió
lanzada hacia atrás y arrastró consigo a Faros como si no pesara nada.
De la garganta de Ardnor se escapó un grito más desgarrador que el primero, que se
ovó en todo el campo de batalla. De la herida salían cada vez más llamas verdes y, a
medida que arrojaba ese fuego, Ardnor de-Droka empezó a encogerse. Su carne se secaba y
se pudría. Incluso la armadura perdió su brillo. El terrible corte que Faros le había hecho en
el cuello volvió a abrirse y la enorme cabeza del minotauro cayó a un lado. La herida en el
pecho también se abrió y empezó a escupir más fuego verde y frío.
El grito dio paso a un chillido agudo. Faros observó, atónito, que los ojos del
emperador se apagaban y se hundían en el rostro. Ardnor intentó sujetarse el ojo izquierdo
con dedos torpes, pero fue inútil. Dio un paso adelante y se le quebró la pierna izquierda, El
emperador se tambaleó. Trató de apoyarse sobre su enemigo con una mano carcomida. A
pesar del estado en que se encontraba, su odio parecía no decaer. Logró girar la cabeza
hacia Faros, pero de sus labios no salieron las palabras que el señor de los Defensores
deseaba pronunciar.
Entonces, Ardnor lanzó un aullido animal y se desplomó. De su interior escapó la
última llama. Su piel se convirtió en polvo, sus huesos se ennegrecieron como si hubiera
muerto mucho tiempo atrás. El cráneo rodó sobre el suelo.
Cuando todo hubo acabado, la tierra volvió a temblar. El efecto sobre los muertos
fue inmediato. Como si fueran uno solo, dejaron caer las armas y se derrumbaron,
uniéndose al hijo de Nephera en el olvido.
Alguien gritó y señaló hacia las montañas. Muy lejos de allí, al nordeste, una
columna de humo negro se abrazaba al cielo tormentoso. A ésa se le unió otra, y después
otra más, hasta que fueron cinco las columnas de humo. Los volcanes de la cordillera de
Argon habían entrado en erupción.
El cielo se cubrió de graznidos. De las nubes turbias descendieron miles de pájaros.
En esa ocasión no acudieron a los muertos, sino que se posaron sobre los vivos. La enorme
bandada atacó a los Defensores, a los que seguían con vida, es decir, a los que hasta ese
momento habían permanecido inmóviles como cadáveres.
Faros jadeó en busca de aire y miró a sus seguidores. Todos los síntomas de la plaga
habían desaparecido con Ardnor. Pero más importante que eso era que aquellas dos señales
grandiosas de Sargonnas, como Señor del Cóndor y de los Volcanes, sumadas a la victoria
de su líder sobre un enemigo invencible, habían alentado a los rebeldes. Mientras los
Defensores, confusos y desesperados, intentaban comprender la magnitud de su tragedia,
los rebeldes gritaban y se lanzaban de nuevo a la batalla.
Los Defensores intentaron oponer resistencia, pero sus oficiales estaban
desmoralizados y los guerreros espectrales habían desaparecido. Ya nada podría detener a
los minotauros de Faros. El ejército negro se desintegró. Desapareció toda antigua
organización. Continuaban las luchas cuerpo a cuerpo, pero los Defensores ya no eran el
mismo enemigo temible.
De repente, el capitán Botanos apareció junto a Faros. El marino desmontó y ayudó
a Faros a sobreponerse. Al ver los restos espeluznantes del emperador, el veterano guerrero
se estremeció.
—¡Por todos los dioses, Faros! ¡Has conseguido lo imposible, mi señor!
—Por todos los dioses, no —respondió el minotauro más joven con gran esfuerzo.
A regañadientes añadió—: Por un dios, quizá. —Frunció el entrecejo—. Ahora… necesito
un caballo.
—¿Para qué? —le preguntó Botanos mientras le ayudaba a montar sin perder
tiempo.
—Todavía queda el templo —contestó Faros, palpándose las heridas y azuzando al
caballo con cuidado—. Todavía está la suma sacerdotisa, Nephera.
—Nooo… —lady Nephera cayó al suelo entre gemidos.
Maritia apartó a las sacerdotisas y se arrodilló junto a su madre.
—¿Qué ha pasado? ¿Qué sucede?
—Se ha ido… se ha ido… se ha ido… —repetía la suma sacerdotisa
incansablemente.
—Ardnor… —dijo Maritia en voz baja—. ¡Es imposible! ¡Nada puede vencerlo!
Nephera no le respondió, sólo repetía las mismas palabras una y otra vez. Su hija la
sujetó mientras intentaba pensar. Tan cerca de su madre, se asustó al ver el aspecto tan
demacrado, tan cadavérico de Nephera.
En el interior del edificio resonaron los cuernos. Uno de sus oficiales entró
corriendo en la estancia, sin dar tiempo a los perplejos centinelas a reaccionar.
—¡Lady Maritia! ¡Menos mal que os encuentro! ¡Los rebeldes ya están en las
puertas! ¡Los Corceles de Guerra y los guardias tratan de detenerlos, pero los Defensores
están sumidos en el caos! ¡Es como si fueran unas armaduras huecas!
Maritia hizo un gesto a una de las sacerdotisas para que se ocupara de su madre y se
levantó.
—El emperador ha muerto.
—¡Señora!
—¿Cuántos de tu rango quedan?
—Alrededor de dos docenas a caballo —respondió el oficial rápidamente.
—Consígueme un caballo. Nos reuniremos en la parte de delante. —Cuando el
edecán se alejó corriendo para cumplir sus órdenes, Maritia miró a su madre, confusa y
afligida—. Haremos lo que podamos.
Nephera no dijo nada, con la mirada perdida en otro lugar. Maritia salió detrás de su
oficial con paso firme, aunque con reticencia.
Las sacerdotisas revoloteaban alrededor de su señora sin saber qué hacer. Una llevó
un poco de vino, pero la mirada de Nephera se perdía en la lejanía, mientras abría y cerraba
la boca como si pronunciara palabras mudas. Entonces, la suma sacerdotisa parpadeó.
Sus ojos se iluminaron con una luz aún más salvaje, lo que hizo que sus acólitas
retrocedieran, asustadas.
—Se ha ido… —murmuró Nephera para sí—. Igual que antes, ¡no! ¡Igual no! ¡Esta
vez no! ¡Todavía hay tiempo!
Una de las sacerdotisas extendió una mano hacia ella.
—¡Señora! ¡Lamentamos la pérdida de vuestro hijo!
Nephera la agarró por la muñeca con pulso firme, a pesar de su aspecto cadavérico.
—¡No lloréis por él! ¡Todavía hay tiempo! ¡Todavía siento el poder! —Miró más
allá de sus temerosas sirvientes, hacia el altar—. Todavía puede haber tiempo.
Los rebeldes se abalanzaron sobre las puertas. Los que primero les opusieron
resistencia fueron los guerreros supervivientes de la Legión del Corcel de Guerra. Vieron
frenado su avance, pero la victoria estaba de su parte. Ni siquiera los miembros de la
Guardia que se habían unido a los legionarios pudieron detenerlos.
Faros se abrió paso en medio del tumulto, en busca de un camino que lo condujera
al templo. Le llamó la atención la ventana abierta de un edificio cercano. Un minotauro de
pelo gris, que había perdido parte de la oreja izquierda en alguna batalla antigua, miraba de
soslayo al jinete que luchaba bajo su ventana. De repente, cerró bruscamente la ventana con
el puño derecho.
Faros maldijo. El pueblo de Nethosak podía cambiar el curso de los acontecimientos
si decidía apoyar a los seguidores de Ardnor y al templo.
—¡Romped esa fila! —gritó a varios rebeldes—. ¡Deprisa!
Los legionarios resistían. Era imposible que no supieran que su causa estaba
perdida, pero jamás se rendirían. Faros pensó, con una punzada de dolor, que hasta podía
considerarse un gesto honorable por su parle.
Entonces, justo detrás de los soldados, una silueta se escabulló entre dos edificios.
Faros reconoció al minotauro de más edad. Llevaba una armadura vieja y blandía un hacha
maciza. Después salió otra minotauro, una hembra un poco más joven armada con una
espada. A los dos primeros los seguían más con gran cautela. Faros vio a dos jóvenes que
corrían hacia otros edificios, seguramente para atacar a sus vecinos. El hijo de Gradic
maldijo en voz alta. Si ciudadanos se unían a la legión, ¿qué pasaría?
Uno de los oficiales se dio la vuelta por casualidad y vio al grupo.
Le gritó algo al minotauro que iba a la cabeza. El macho de pelo entrecano no se
detuvo.
El legionario empuñó el hacha y, al mismo tiempo, alertó a otro oficial. El guerrero
de más edad se abalanzó sobre ellos. El resto lo siguieron. Varios legionarios se volvieron
para hacer frente al inesperado ataque. Por fin, los rebeldes pudieron abrirse camino entre la
fila sumida en el caos.
El guerrero entrecano y el primer oficial luchaban entre sí. El legionario era fuerte,
pero le faltaba rapidez. Al final cayó, no sin antes herir gravemente a su oponente. La
hembra que lo había seguido de cerca remató al oficial.
Los defensores se dispersaron. Los rebeldes avanzaron y dividieron a los legionarios
en dos grupos pequeños. Faros se echó al galope. Por las calles adyacentes aparecían más
minotauros, todos con alguna arma en la mano. Muchos lanzaban vítores cuando veían a los
rebeldes y a su líder entrando en la capital.
De repente, un guardia imperial se interpuso en el camino de Faros, pero apenas le
prestó atención. Una muchedumbre le pisaba los talones; en la persecución se mezclaban
jóvenes y viejos por igual. A su derecha peleaban dos grupos de ciudadanos, prueba de que
no todos estaban del lado de los rebeldes.
Cuanto más se adentraba en la ciudad, más violenta se hacía la situación. En todos
los rincones reinaba la anarquía. Pasó junto a varios guardias muertos y dejó atrás un
edificio en llamas del que nadie se preocupaba. Se oyeron gritos por el norte, después voces
que provenían del este. Mirara donde mirara, lo que veía era lucha.
Justo cuando Faros y los que lo acompañaban llegaron al desvío hacia el templo,
por la esquina apareció a toda velocidad un grupo de jinetes con el símbolo de los Corceles
de Guerra. Faros se enfrentó a una soldado, acabó con ella y se abrió camino entre las filas
tumultuosas.
Delante de él se alzaba el templo. Las puertas estaban abiertas y sin vigilancia.
Faros ascendió por el elegante camino. Cuando estaba desmontando, oyó un ruido a su
espalda y descubrió que una unidad de caballería había seguido sus pasos hasta el templo.
Dos legionarios desmontaron e intentaron cerrar las puertas, pero la multitud se abalanzó
sobre ellas. Otros tres jinetes huyeron hacia el enorme edificio, dejando atrás a sus
compañeros.
Faros se sobresaltó al oír un chirrido. Se había distraído y no se había dado cuenta
de que un Defensor subía sigilosamente los peldaños. Con los ojos inyectados en sangre, el
guardia lanzó un golpe mortal a Faros con la maza. El hijo de Gradic levantó la espada y la
clavó en la parte inferior de la mandíbula. La figura de armadura negra tropezó con los
escalones, y Faros lo remató en el suelo.
Subió la escalera de un salto y se encontró con otro guarda. A diferencia de los
Defensores en el campo de batalla, este parecía tan entregado como en los buenos tiempos.
Primero intentó herir al rebelde en las piernas. Faros esquivó el golpe y luego se lanzó
sobre él. La hoja de la espada atravesó limpiamente la armadura y, por desgracia, el
Defensor no contaba con ninguna magia divina que lo curara.
Mientras el cadáver caía ruidosamente escaleras abajo, Faros se atrevió a mirar
hacia atrás por encima del hombro. Rebeldes y ciudadanos a la par tomaban el templo al
asalto. Seguido de varios minotauros que le eran leales, Faros atravesó la puerta exterior. Al
instante lo atacaron dos guardias. Rechazó al primer atacante y lo mató. Otros dos rebeldes
se ocuparon del segundo, y así Faros pudo seguir avanzando.
Con el rabillo del ojo, el hijo de Gradic vislumbró el destello de una armadura.
Volvió la cabeza a tiempo para ver a dos legionarios que enfilaban un pasillo. No
intentaban escapar, sino que habían entrado en el templo por otro pasadizo.
Sólo podían dirigirse a un lugar…, la cámara donde se encontraba la suma
sacerdotisa. Era seguro que los legionarios querían llevársela de allí.
Corrió tras ellos.
Había perdido la batalla.
Había perdido el imperio.
Maritia ni siquiera pudo llegar a las puertas. La batalla la atrapó antes de que
hubiera recorrido la mitad del camino. Los rebeldes ocupaban toda la capital y, lo que era
peor, la mayoría de ciudadanos que había visto no sólo los recibían con los brazos abiertos,
sino que se unían a sus filas. Por un instante, se preguntó por qué los ciudadanos se
levantarían contra su madre y su hermano tan jubilosamente. Sabía que los legionarios y los
guardias no podrían contener a una fuerza tan numerosa.
Sus pensamientos volvieron a su madre. Tenía que ayudarla a escapar a uno de los
puertos menores y desde allí podrían partir hacia Ansalon. Una vez que llegaran, con la
ayuda de los wyverns y los Sabuesos Terribles, y tal vez incluso de las fuerzas de Pryas,
podrían levantar una nueva base de operaciones. Lo que había funcionado a los rebeldes
también podía servirle a ella. Los Droka recuperarían el imperio.
Sintió una punzada al darse cuenta de lo que estaba pensando. ¿Abandonar
Nethosak? ¿Abandonar el corazón del imperio en manos de los rebeldes? No tenía muchas
más opciones. Fue corriendo en busca de su madre. A medida que se acercaba a las puertas,
Maritia vio que, además de los guardias anteriores, había dos Defensores recelosos.
—¡Dejadme pasar! ¡Es imperioso que saquemos a la suma sacerdotisa de aquí!
—Ha ordenado que no entre nadie —dijo el guardia de más rango.
—¡Es nuestra última oportunidad de salvarla de los rebeldes, idiota!
El líder de los guardias dudó y acabó por asentir. Maritia echó un vistazo a la
pequeña comitiva.
—¡Quedaos aquí! ¡Ayudadlos a vigilar la entrada hasta que os llame!
Pasó entre los soldados y se deslizó hacia la cámara. Lo que encontró le hizo olvidar
de inmediato su preocupación por tener que llevarse a su acongojada madre a la fuerza.
Los símbolos gigantescos irradiaban un brillo plateado siniestro. Su luz ahogaba la
de las antorchas. El resplandor plateado daba a la cámara un aire sobrenatural, lúgubre, que
se veía aún más realzado por la extraña figura de su madre.
Nephera miró a su hija sin moverse.
—Así que has vuelto.
—¡Madre! ¡Los rebeldes están en el templo! ¡Ven conmigo! Todavía tenemos
alguna posibilidad…
—¡Sí! —la interrumpió la minotauro de más edad; en su expresión se reflejaba de
repente una nueva determinación y fanatismo—. ¡Sí, queda una! ¡No me ha dejado
completamente abandonada! A pesar de que yo no pueda sentirlo, ¡los iconos demuestran
su lealtad!
—¿De qué estás hablando? —Maritia miró los símbolos, esperanzada—. ¿De quién
hablas? ¿Ha…, ha regresado Sargonnas a nuestro pueblo?
—¿Sargonnas? —respondió la suma sacerdotisa con desprecio, intentando contener
la risa—. Está del lado de ese perro, Faros.
De repente, la joven minotauro comprendió sus palabras. Estaba perpleja. No,
seguro que no la había oído bien. ¡Era imposible que hubiera dicho eso! ¡El dios de su
pueblo prefería al líder de los rebeldes!
—¿Faros? —repitió Maritia—. ¿Quieres decir que el de los Grandes Cuernos está a
favor de…, de los rebeldes?
—Para lo que importa.
—Pero… yo creía… Pero ¡los Predecesores…,! —Maritia hizo un gesto hacia los
símbolos—. ¿Quién…?
Lady Nephera esbozó una sonrisa coqueta que su hija no veía desde hacía mucho
tiempo, cuando se la reservaba sólo a Hotak, su marido, el usurpador ya muerto que había
desencadenado tantos años de violencia después de la Noche Sangrienta.
—¡El que está al final de todas las cosas! ¡El que nos da la vida con su sufrimiento!
¡El que contempla la eternidad sentado en su torre de bronce al filo del Abismo!
Nacida y criada en las legiones en un tiempo en que los dioses no eran más que
recuerdos, Maritia sólo conocía bien a Sargonnas y a Kiri-Jolith, pero las palabras de su
madre le hicieron recordar otra deidad, cuyo nombre despreciable se abrió camino hasta su
lengua temblorosa.
—Madre…, no puedes referirte a… No puedes… ¿Morgion?
La expresión beatífica que iluminó el rostro de Nephera fue respuesta suficiente.
Maritia retrocedió; todo su mundo se vino abajo.
—¿Todo este tiempo?
—¡Ella me abandonó! —gritó bruscamente la suma sacerdotisa, adoptando una
expresión de miedo y traición. Nephera volvió a calmarse casi a la misma velocidad—. ¡El
único dios verdadero, sí! —Le brillaban los ojos—. ¡Cuando vino a mí, todo volvió a estar
bien! ¡El poder volvía a ser mío! ¡Podía mantener el control sobre el imperio! Sólo eran
necesarios algunos sacrificios. —Su rostro se endureció y dio la espalda a Maritia, absorta
en una especie de ensueño—. Hasta ahora. ¡Ahora es comprensible que exija más! Algo
más valioso…
Unos sonidos tristemente familiares llegaron de fuera y sacaron a Maritia de su
horror. Al reconocer los ruidos de la batalla, volvieron a ella sus antiguos reflejos. Los
rebeldes habían llegado a las puertas. La comandante de la legión inspeccionó la
habitación, tratando de descubrir las salidas secretas que sabía que, sin duda, había en algún
sitio.
Sin embargo, lo que Maritia encontró fue el cadáver de una sacerdotisa. Dio un paso
hacia la pobre criatura, y entonces se dio cuenta de que no era el único cuerpo que había en
la cámara.
—Madre…
Nephera había sumergido las manos en el gran cuenco que descansaba sobre un pie
de mármol. En vez del agua que imaginaba su hija, los dedos de la suma sacerdotisa
salieron cubiertos de una sustancia roja.
—Debe ser un sacrificio valioso —prosiguió Nephera para sí misma—. Sacrifiqué a
mi marido, a mi hijo. ¡Le entregué mis seguidores más estimados, pero no fue suficiente!
Lo he disgustado y la única forma de que me perdone es darle todo lo que tengo…
Marina, al oír sus palabras, la miró, horrorizada. Se oyó un golpe fuerte en la puerta.
—¡Madre! ¡Ya están aquí! ¡Se acaba el tiempo!
—Sí… tienes razón. —La suma sacerdotisa se acercó al cuenco y sacó una daga,
también cubierta de un tono carmesí.
Maritia empezaba a perder los nervios.
—¡No puedes enfrentarte a ellos con eso! No puedes…
La puerta se abrió de golpe. Uno de los legionarios entró dando traspiés hasta el
centro de la estancia. Un fornido Defensor intentaba defenderse de los rebeldes con su
maza mientras avanzaba de espaldas. El otro Defensor también se replegó hacia el interior;
su único adversario era un minotauro de mirada intensa y cubierto de heridas que manejaba
una espada negra con la rapidez de un rayo.
Faros Es-Kalin.
El Defensor intentó lanzar un ataque y levantó la maza por encima de su cabeza. El
líder de los rebeldes lo rechazó con la espada y después la bajó con fuerza. La hoja atravesó
la mandíbula inferior del Defensor hasta la garganta. El corpulento guardia dejó escapar un
grito y cayó sobre un costado.
Maritia desenvainó la espada; en sus ojos se reflejaba la determinación de su alma.
Unos pocos pasos por detrás, lady Nephera los contemplaba, impasible.
—Ríndete —le ofreció Faros—. Ríndete y no perderás la vida.
—Eso lo dudo mucho —gruñó Maritia, interponiéndose entre el rebelde y su madre.
Para sorpresa de ambos, la suma sacerdotisa se encaminó tranquilamente al estrado,
donde se alzaba una silla tallada y de respaldo alto, casi como un trono, bajo las enormes
representaciones de los símbolos de los Predecesores.
—¡Madre! Vuelve aquí…
La suma sacerdotisa se detuvo en uno de los escalones. Sin prestarles atención,
levantó las manos manchadas y gritó a los iconos:
—¡Único! ¡Te daré lo que deseas! ¡No me abandones! ¡Todavía puedes reinar por
encima de todos! —Nephera miró a faros con desprecio—. Todavía puedes tener su alma y
la de otros muchos…
Faros avanzó hacía la figura ataviada con una túnica, pero Maritia volvió a
bloquearle el paso.
—¡Atrás!
Se quedó inmóvil al ver que el anillo destellaba repentinamente. Faros se volvió.
Desde las profundidades de las sombras aparecieron una especie de tentáculos y lo
agarraron por las piernas. A causa de la oscuridad no podía más que vislumbrar un rostro
quemado, corrompido. Sintió el hedor pestilente de algo que se pudre en el mar.
Nephera se echó a reír. El resto de combatientes, incluso los sirvientes de la suma
sacerdotisa, huyeron de la estancia al ver aquella forma demoníaca. De la oscuridad
surgieron unos dedos retorcidos y huesudos, directos al cuello de Faros.
Faros lanzó un grito gutural y agitó la espada sin control. Los tentáculos, parte de la
amplia capa que vestía el fantasma, salieron disparados en todas las direcciones. Los trozos
desaparecían antes de tocar el suelo. Entonces, el líder de los rebeldes dio una estocada al
brazo alargado hacia él. El espectro dejó escapar un gemido de dolor cuando la extremidad
espectral se separó del cuerpo.
Faros cargó contra la oscuridad y ensartó a Takyr con su espada. El lamento del
fantasma era ensordecedor. La monstruosa sombra se retorcía y giraba, intentaba aferrarse
al aire en vano. La hoja de Sargonnas atraía y absorbía al siniestro espíritu sin remedio. El
fantasma intentaba resistirse, pero era inevitable. En sus rasgos, antaño malvados, se veía
entonces una expresión de desconsuelo.
Cuando el último vestigio de Takyr desapareció en la hoja negra, cesó el lamento.
El arma latía con fuerza propia cuando Faros se volvió hacia las Droka.
Maritia ahogó un grito, incapaz de comprender lo que acababa de presenciar. Lady
Nephera, con una mirada asesina, bajó los escalones hacia su hija.
—¡Pagarás por tantos problemas como has causado, Kalin! ¿Comprendes todo lo
que has destrozado? ¡Tantas listas, tantas cosas por hacer para crear el reino perfecto!
¡Ningún sacrificio era demasiado!
—Madre… —Maritia se puso delante de la suma sacerdotisa. Ya no parecía tan
decidida—. Faros, si nos rendimos…, si… ¿Nos concederías un exilio permanente en unas
de las colonias más alejadas? Sólo yo, mi madre y quizá un par de ayudantes para ella.
—Vigiladas por mis guardias… y jamás podríais regresar.
Marina echó hacia atrás las orejas.
—Así debe ser. Con tal de salvar su vida…
—Una vez más, me sorprendes y defraudas, hija mía —intervino Nephera con un
tono de voz tan agudo y estremecedor que a los dos jóvenes se les puso el pelo de punta—.
Lo he sacrificado todo por alcanzar la gloria, ¡y tú la entregas en un abrir y cerrar de ojos!
—Es la única solución, madre —argumentó Maritia, sin apartar los ojos del rebelde.
—Todavía queda otra solución, ¡si uno está dispuesto a sacrificarse! —La suma
sacerdotisa agarró con firmeza la daga. Su mirada también se dirigía a Faros—. ¡Incluso él,
que ha sufrido tanto, lo sabe! —Bajó otro peldaño y se detuvo junto a su única hija con
vida—. Kolot murió por el imperio. Tu padre murió por el imperio. ¡También Bastion, y
ahora Ardnor!
—Ya lo sé…
—Pobre Hotak, pobre tonto. Jamás debería haber nombrado a Bastion su sucesor
—continuó Nephera—. ¡Ése fue el momento en que dejó de darse cuenta de lo que había
que hacer! ¡Lo habíamos dispuesto todo, habíamos creado el plan perfecto! Pero él
cambiaba de idea todo el tiempo, siempre quería más lujos. Cuando intenté corregir las
cosas, ¡lo único que hizo fue enfadarse más! ¿Sabes?, él no valoraba al templo, y a mí no
me quedó más remedio que comprender que, si había de llegar una época dorada, ¡tenía que
eliminar el problema! ¡Había que hacer un sacrificio, y yo lo hice!
Maritia apartó los ojos de Faros.
—Tú…, ¿qué?
—Justo cuando parecía que ya conducía el imperio por el buen camino… ¡llega
Bastion a estropear de nuevo las cosas! Bastion, ¡que ya debería haber muerto! ¡Intentó
derrotar a su hermano y dividir a las legiones contando mentiras a su hermana! —La suma
sacerdotisa sacudió la cabeza—. ¡Debería haberme imaginado que ese bruto de los
colmillos me traería problemas! Mezclar sus sentimientos con sus obligaciones…
La hija de Nephera la contemplaba con los ojos como platos.
—Sí, hija, ¡tu padre y tus hermanos se sacrificaron por la causa correcta! ¿No lo
entiendes? ¡Vaya, a veces puedes ser tan tonta! Yo asumo la responsabilidad. ¡Nadie más
podía mantener el orden! ¡En cuanto acababa una lista, ya hacía falta otra nueva! La
rebelión no dejaba de extenderse. Tu padre fracasó, ¡igual que tu hermano! —Se golpeó el
pecho con el puño que sostenía la daga; la hoja y la mano dejaron una estela a su paso—.
¡Si no fuera por mí, todos estaríamos sumidos en la anarquía!
—No…, ¡no!
Maritia miró a Faros, y se encontró con sus ojos furiosos.
—Sólo yo estaba dispuesta a hacer sacrificios, ¡sin importar cuántos fueran
necesarios! Incluso en este momento, ¡la victoria está a mi alcance! Ellas no eran lo
suficientemente… —Con un gesto despreocupado señaló a las sacerdotisas muertas—.
¡Pero seguro que me concede el poder que necesito para el hechizo si le entrego lo que me
pide! Así fue con tu padre, después con tu hermano y ahora contigo…
La suma sacerdotisa alzó la daga.
—Sí, es tu turno, querida hija mía.
Maritia se alejó de ella. Nephera se detuvo en mitad de la frase, ahogando un grito.
La daga se escurrió entre los dedos temblorosos. Sacudió la cabeza y señaló más allá de los
dos. Maritia miró hacia allí, pero no vio nada.
—¡Aléjate de mí! —ordenó Nephera al aire—. ¡Ya te lo dije! ¡No pienso tolerar tus
reproches estúpidos!
Faros parpadeó, incapaz también él de ver nada, y entonces decidió entrar en acción.
A pesar de que Nephera estaba muy débil, era imposible saber cuánta magia conservaba y
no podía arriesgarse a que intentara utilizarla. Depositando su confianza en el poder de la
espada y en su benefactor, el hijo de Gradic asió el arma con ambas manos y, lanzando un
aullido que resonó en toda la cámara, se lanzó sobre la sacerdotisa.
Nephera levantó una mano cadavérica hacia Faros justo en el momento en que éste
empujaba a la sorprendida Maritia a un lado.
—Ya que amas tanto a tu dios —rugió—, ¡únete a él!
A medida que se acercaba a la sacerdotisa, Faros sentía que su cuerpo se movía más
lentamente, como si el aire que lo rodeaba fuera espeso como miel. Empujó hacia adelante,
enfrentándose a la magia. La suma sacerdotisa no dejaba de señalarlo, aunque le temblaba
la mano y tenía expresión cada vez más cansada.
El esfuerzo debilitó a Faros. Al final, acabó por entender que no podría llegar a
Nephera, así que se concentró en la mano extendida. La suma sacerdotisa se dio cuenta y
cambió de postura.
La punta de la espada apenas le arañó el dorso de la mano. Faros cayó sobre una
rodilla en los escalones, pero la espada le sirvió de punto de apoyo. Por encima de él, lady
Nephera se miraba el arañazo, divertida.
—Así que esto es todo lo que tu dios puede…
No terminó la frase. En la mano, que era poco más que hueso, empezaron a salirle
unos forúnculos pequeños y rojos. Nephera se miró la otra mano, que empezaba a cubrirse
de idénticas heridas.
—¿Qué…? —La suma sacerdotisa frunció el entrecejo y sufrió una sacudida—. El
calor… —dijo con voz entrecortada—. El calor…
Maritia hizo un amago de acercarse a su madre, pero retrocedió, horrorizada. Unas
venas rojas, palpitantes, cruzaban el hocico y el rostro cadavérico de Nephera. Faros
también se alejó, pues el calor que emanaba lady Droka quemaba el aire.
—Esto no… Él no…
Nephera se derrumbó sobre la silla. Sudaba profusamente; el sudor le empapaba el
pelaje. Empezaron a caérsele grandes mechones de pelo, que cubrieron el estrado.
Comenzó a arrancarse la ropa y desgarró la parte de arriba de la túnica. Su
respiración se convirtió en una tos seca y, en las zonas donde se le había caído el pelo, la
carne se tiñó de un intenso color carmesí.
—Así lo has ordenado —dijo la voz de la espada a Faros—. Así actúa el Señor de
la Venganza. La sirviente se presenta a su señor cubierta de la maldad que ella ha
proyectado sobre los demás.
Faros retrocedió lentamente.
Nephera alargó una mano empapada hacia el vacío que había tras ellos y algo hizo
que Faros y Maritia volvieran a mirar las sombras.
Allí vieron una figura ataviada con una armadura adornada con los símbolos de los
Corceles de Guerra y cubierta de sangre. Miraba fijamente a la agonizante sacerdotisa con
su único ojo sano.
—¡Padre! —exclamó Maritia, perpleja, pues tanto ella como Faros podían ver al
extraño y desdichado espíritu.
Detrás de esa sombra se iban formando muchas más, hasta que la cámara estuvo
llena de figuras transparentes y silenciosas. Todas ellas observaban a Nephera, que se
retorcía en su agonía. Los rostros de los fantasmas no revelaban ninguna emoción, pero al
contemplarlos era imposible no sentir la acusación que pesaba en sus miradas.
Hotak, con el rostro totalmente destrozado por la caída que le había causado la
muerte, ascendió los peldaños con paso cansado.
Sus legiones lo siguieron al momento. Al pasar cerca de Faros, tocó la espada, pero
los fantasmas pasaron a través de él. Lo único que sintió fue un leve escalofrío, nada más.
Miró por encima del hombro y vio que Maritia también intentaba apartarse del camino de
los espectros. Miraba fijamente a su padre, presa de una gran confusión, pero, aunque
Hotak desvió los ojos haca ella un momento, nada indicó que la reconociera. Al igual que
los demás fantasmas, sólo parecía interesado en llegar junto a su consorte.
Los fantasmas se arremolinaron alrededor de la suma sacerdotisa. A pesar de que
tenían la consistencia del aire, Nephera actuaba como si una multitud real la aprisionara y
no le dejase escapar Los empujaba y les clavaba la daga, e incluso, a veces, parecía que
lograba abrirse camino, pero nunca conseguía moverse de donde estaba. Sus movimientos
eran cada vez más frenéticos.
Como si ya no pudiera más, la suma sacerdotisa se derrumbó sobre el trono, presa
de terribles convulsiones y con todo el cuerpo cubierto de ampollas.
Hotak alargó una mano translúcida. Nephera, como hipnotizada, avanzó hacia la
mano de su marido, pero antes de que pudiera llegar a ella, se le desprendió la piel
enrojecida de los dedos.
—Los…, los sacrificios fueron… necesarios —consiguió decir una vez más, con
expresión ceñuda—. Todos los…
De repente, Nephera dejó escapar un gemido y empezó a convulsionarse, cada vez
más hundida entre sus propios ropajes. Hotak bajó la mano y contempló la escena, como
hacían todos los demás. La sacerdotisa lanzó un chillido ensordecedor y, llevándose una
mano al cuello, lady Nephera de-Droka murió en su trono entre espasmos.
El último resplandor plateado se apagó. Con él desaparecieron las infinitas legiones
de espíritus que hasta entonces había dominado la suma sacerdotisa. El último en
desvanecerse fue Hotak.
El poder de los Predecesores había muerto.
XXIX
El silencio se impuso en la cámara del templo, aunque finalmente fue roto por un
arañazo metálico que provenía de Maritia de-Droka. Faros apenas tuvo tiempo de levantar
la espada para rechazar la de la hembra de minotauro. Maritia emitió un gruñido feroz
mientras intentaba empujarlo escaleras abajo.
—¡Maldito seas! ¡Todo esto es culpa luya! —Intentó obligarlo a arrodillarse y lo
que consiguió fue que Faros se retorciera de forma muy rara.
—¡Iba a sacrificarte a su dios! —le recordó él—. ¡A Morgion!
Brotaron lágrimas de sus ojos.
—¡No voy a permitir que destruyas el sueño de mi padre!
—¡Ella mató a tu padre y también a tus hermanos!
—¡Te arrancaré la lengua!
Faros mostró los dientes y se defendió.
—¡Si te rindes, todavía te ofrezco el exilio!
—¡Jamás! ¡Mis ojos te verán muerto!
La hija de Hotak lanzó una estocada. Faros recuperó el equilibrio y frenó la hoja con
la suya.
La espada mágica cortó el arma de Maritia por la mitad. La minotauro parpadeó,
angustiada, y retrocedió varios pasos. Blandiendo la espada rota, gruñó:
—¡Atrás!
—¡Aparta eso! —la advirtió él—. O…
—¡Él está aquí! —dijo la voz de la espada—. ¡Él está aquí!
Fue como si un velo cubriera la cámara. Faros miró hacia la entrada por encima del
hombro, pero sólo vio sombras. No había salidas. Lo único que parecía real era la parte de
la habitación donde estaban él y la hija de Nephera, y la expresión perpleja de Maritia
demostraba que ella estaba viviendo el mismo fenómeno.
—¡Te saludo, Faros, emperador de los minotauros, héroe del imperio! —La voz
resonó en todos los rincones.
El antiguo esclavo pegó un salto hacia un lado y lanzó un gruñido cuando reconoció
la inmensa figura, con armadura y capa, de pelaje llameante y ojos de color carmesí.
—¡Tú!
—¡Tengo una gran deuda contigo, mortal! —anunció Sargonnas, asintiendo—.
Acabaste con los sirvientes del Señor de la Putrefacción y los distrajiste tal como
necesitaba. La situación ha dado un giro y el conflicto ha llegado a su fin. Morgion ha
aprendido cuál es su lugar… para su infinita desesperación. —El dios dedicó una sonrisa
breve al hijo de Gradic.
—¿Y los fantasmas?
—Los muertos…, todos los muertos…, han ido al lugar donde deben estar…
—Que así sea.
Faros no quería ni necesitaba una explicación más clara de palabras de la deidad. Lo
único que le importaba era saber que su familia descansaba en paz. Miró de reojo a Maritia,
que presenciaba la escena atónita, y entonces apoyó la espada en el suelo, terriblemente
agotado.
—¿Y ahora qué?
—Mis hijos deben volver a ser uno solo. —Sargonnas echó un vistazo a los restos
de Nephera—. La suma sacerdotisa no se equivocaba en una cosa: es necesario hacer
sacrificio. Tú, Faros Es-Kalin, debes aceptar el manto de Ambeoutin, de Toroth, de Makel.
Debes convertirte en el emperador que una al reino, que lo gobierne como debe ser
gobernado.
—Yo no quiero eso —repuso Faros sin más—. Nunca lo quise. Vete y déjame solo,
Dios de los Grandes Cuernos.
—Siempre hay otras opciones, pero no necesariamente las que uno desea.
—Sargonnas volvió sus ojos rojos hacia Maritia, que miraba fijamente a Faros, tratando de
entender su respuesta—. Yo he vencido al dios sin rostro, pero ahora vosotros podéis
mataros o hacer un sacrificio diferente.
—¿Un sacrificio? —murmuró Maritia. Sostenía la espada sin mucho entusiasmo
hacia el dios que le habían enseñado a reverenciar el dios al que su madre había traicionado
y ofendido—. ¿Qué sacrificio?
—Ése tipo de sacrificio, no —respondió el dios, señalando el cuerpo de la suma
sacerdotisa—. Uno más…, más personal. —Se cernió sobre los dos jóvenes; su melena
centelleante arrojaba llamas—. Por el bien del reino, por el bien de vuestra raza…, ambos
debéis uniros en una alianza. Debéis casaros.
—¿Qué? —Faros no pudo reprimirse—. ¿Con ella?
—¡Jamás! ¡Antes lo mataría!
La expresión del dios se volvió amenazadora.
—Lo haréis porque mi decisión es sabia y porque he dicho que es necesario.
—¿Dónde estabas durante el reinado de Chot? ¿Dónde estabas entonces para
decimos lo que era necesario? —exigió Maritia—. ¡Nuestro señor! ¡Ja! ¿Qué derecho tienes
a pedirnos nada?
Faros sacudió la cabeza con vehemencia.
—La sangre de los Kalin y los Droka jamás se mezclará… ¡a no ser que se derrame
ahora en esta habitación!
—Sí me caso con este gusano, será sólo para degollarlo y…
—¡¡Basta!!
Una fortísima honda expansiva tiró a Faros y a Maritia al suelo y lanzó las armas
por los aires, pero eso no fue nada en comparación con la brusca transformación del dios.
Sargonnas se alzó como una torre inmensa de fuego y lava, y en su semblante se adivinaba
tal ferocidad que los dos curtidos guerreros no se atrevían a mirarlo directamente. En sus
hombros nacieron dos enormes alas negras y las manos extendidas se transformaron en las
garras de una gran ave rapaz.
Sargonnas miró a los dos mortales con fiereza. Al ver que ninguno se movía ni
apenas osaba respirar, asintió con la inmensa cabeza astada y volvió a adoptar la forma con
que se les había aparecido.
—¡Ahora escuchadme! —declaró el Señor del Cóndor con voz atronadora—. El
imperio necesita estabilidad. Por un lado, están aquellos que te seguirán a ti, Faros, y por
otro, los que siguen siendo fieles a los Droka. Nethosak es tuyo, líder de los rebeldes, pero
¿por cuánto tiempo? —Su mirada aterradora se volvió hacia Maritia—. ¿Es eso lo que
deseaba Hotak? ¿Cuántos muertos más tiene que haber? ¿Acaso la raza de los minotauros
va a luchar contra sí misma hasta la extinción? ¿Y los ogros? ¡Piensa en eso, hija de Hotak!
¿Permitirías que Ambeon se convierta en el tercer reino de los ogros y que el Gran Señor
Golgren sea su benevolente kan?
Maritia se estremeció al oír el nombre de Golgren, pero contestó en tono desafiante:
—¡No pienso convertirme en el juguete de éste!
—¡No, y tampoco él será el tuyo! ¿No recordáis nada de mis antiguas enseñanzas?
¡Kalin y Droka deben unirse como iguales! ¡Sólo así podrá salvarse nuestro pueblo! ¡No
hago promesas! Convertíos en emperador y su consorte, pero ambos con la misma
autoridad. ¿No es esa igualdad la que nuestra raza ha buscado siempre?
Sus palabras despertaron algo en Faros. El hijo de Gradic intentó negar la verdad
que había en ellas, pero no pudo. Al final, suspiró.
—¡Está bien! —Su tono era de enfado. Sentía como si la decisión lo envenenara.
Mirando a Maritia, Faros añadió—; Por el bien de nuestra raza, acepto. ¿Y tú?
La hembra de minotauro vaciló más tiempo, en su rostro se reflejaba el odio. Por
fin, con las orejas hacia atrás, ladró:
—¡De acuerdo! Y que mi padre me perdone…
—Una demostración de afecto enternecedora —comentó Sargonnas con ironía—,
pero incluso en tierra tan yerma puede brotar algo con el tiempo. —Al ver que ninguno de
los dos respondía, resopló—. ¡No tengo nada más que hacer aquí! ¡Dejo en vuestras manos
la posibilidad de levantar el imperio o hundirlo! Tened eso en cuenta cuando planeéis llevar
una daga a la noche de bodas. —Frunció el entrecejo y se inclinó hacia Faros—. Sin
embargo, hay algo que debo llevarme conmigo, héroe. El anillo y sus secretos te
pertenecen, una señal de mi apoyo. No obstante, la espada debe volver a mí. Tiene otras
misiones que cumplir.
Faros bajó la vista hacia su mano, a la que la espada de piedras preciosas había
regresado sin que se diera cuenta.
—Podría hacer tantas cosas por ti… —susurró el arma al antiguo esclavo—.
Podría convertirte en algo por encima del mejor emperador de los minotauros.
Había algo en el modo en que la espada prometía esas cosas que inquietó a Faros.
Sin pensarlo dos veces, abrió la mano, y el arma voló a la figura carmesí.
Sargonnas sonrió. Asió la empuñadura con firmeza y estudió la espada.
—Un buen trato con tu dueño… esta vez —dijo misteriosamente el de los Grandes
Cuernos a su creación—. Mejor para ti, pues si no tendría que castigarte de nuevo.
Desde donde estaba, a Faros le pareció ver que la mortífera espada se estremecía.
Sargonnas abrió un lado de su capa y metió el arma dentro, donde desapareció sin dejar
rastro. Con las manos vacías de nuevo, inclinó los cuernos hacia el último vástago de los
Kalin.
—Te digo adiós, Faros Es-Kalin, y a ti, Maritia de-Droka. Para lo que pueda
serviros, yo os bendigo. —Empezó a desvanecerse, pero en el último momento dijo a
Faros—: ¡Ah!, una última cosa sobre la boda, mortal.
—¿De qué se trata? —preguntó Faros molesto, mirando a Maritia de reojo.
—Lo más sensato sería celebrarla cuanto antes.
Se logró tener todo dispuesto en un mes, un período de tiempo demasiado largo,
pero para la pareja pasó muy deprisa. Lamentablemente, muchos minotauros murieron
antes de que se propagara la noticia y costó convencer a muchos otros de que lo que oían
era cierto.
Desde Mito llegaron, victoriosos, la capitana Tinza y Napol, acompañados de una
general de la legión llamada Voluna, que había sido crucial a la hora de negociar la
rendición de la isla después de que ella misma matara al gobernador. Desde Ambeon llegó
la capitulación total del procurador general Pryas, quien, según el general Bakkor, parecía
haberse desintegrado en el mismo momento de la muerte de Nephera.
Noticias similares provenían de varios puntos del interior del imperio. Muchos
Defensores de los rangos más altos, aquellos más cercanos ni poder de la suma sacerdotisa,
habían perdido la voluntad y también, en gran medida, la cordura. Carentes de líderes, los
Defensores se sumían en el caos, y sus enemigos aprovechaban la oportunidad.
Eso no quería decir que todos desearan que el clan de Kalin volviera a ocupar el
trono. Cuando Maritia no podía convencer a alguno de los minotauros leales a ella de que
apoyaran el matrimonio, hacía arrestar a los más recalcitrantes y ordenaba que los llevaran
a su presencia. Poco después, se iban completamente convencidos.
Había otras muchas preocupaciones en el imperio, pero, como ocurría con tantas
cosas, tendrían que esperar. Lo primero era celebrar la boda.
En ese lagar que era el corazón del corazón del imperio, el Gran Circo de Nethosak,
se encontraron Kalin y Droka. Hojas frescas de cola de caballo cubrían los dos caminos que
debían recorrer los prometidos. Por la puerta del norte entró Faros. Llevaba la melena
recogida, los cuernos relucientes. Le habían untado el pelaje con aceite de oliva y de palma
para que brillara. Sobre el peto deslumbrante destacaba el símbolo del cóndor de tiempos
pasados. Una capa larga y con vuelo, del color de la medianoche, le cubría la espalda. En el
brazo llevaba colgada la Corona de Toroth. Cruzada a la espalda, el Hacha de Makel, el
Temor de los Ogros. Aquel día no sólo se celebraba la boda de Faros, sino también su
subida al trono. Tras él desfilaban los representantes de su grupo victorioso, con el capitán
Botanos a la cabeza en calidad de patriarca de Faros. Muchos de los integrantes del grupo
habían sido esclavos como Faros.
Por la puerta del sur apareció Maritia. Vestía la armadura de la Legión del Corcel de
Guerra y lucía la melena suelta al viento, como era costumbre entre las hembras de
minotauro en esas ceremonias. Al igual que Faros, había cuidado su pelaje con aceites. Al
brazo, la hija de Hotak llevaba su propio yelmo. La espada envainada estaba sujeta con una
cinta de piel poco apretada, símbolo de que se acercaba a alguien a quien no temía y que
tampoco debía temer nada de ella. El hacha de Faros también estaba atada así.
A ella la asistía el patriarca de la Casa de Droka, el corpulento Zephros. Detrás,
desfilaba un grupo de comandantes de la legión, entre ellos Bakkor y varios oficiales de
alto rango, muchos de los cuales habían sido leales a Hotak en el pasado. En algunos
rostros todavía podía leerse el descontento por la nueva situación.
Los dos caminos se encontraban bajo un arco de madera de roble de treinta pies de
alto, que terminaba en unos pinchos largos y curvos que apuntaban al cielo. A ambos lados
habían tallado la historia de los dos prometidos, con símbolos que señalaban los momentos
más importantes de su vida. Entre los referentes a Faros había una llama y dos eslabones
rotos, la muerte de su familia y la liberación de sus cadenas.
Del arco colgaban dos estandartes, el de Droka y el símbolo del cóndor elegido por
el nuevo emperador. Faros no sentía ningún aprecio por su tío y podía vivir perfectamente
sin la bandera que Chot había creado. El cóndor no sólo recordaba que Sargonnas había
regresado, era también una muestra de la determinación de Faros de volver a las tradiciones
que su padre tanto había valorado.
Con la huida de los dioses, la tradición de que un sacerdote o una sacerdotisa
supervisara la ceremonia había sido sustituida por la figura de un oficial. Sin embargo,
Faros y Maritia habían decidido que ellos mismos dirigirían la ceremonia. En las bodas de
los minotauros no había palabras, sólo gestos que representaban la unión de los prometidos.
Los tambores redoblaban al compás de los movimientos de los dos grupos. Con las
armas alzadas, dos hileras de guerreros flanqueaban el arco, la Casa de Droka al este, los
rebeldes de Faros al oeste. El público, que apenas cabía en el Gran Circo, empezó a patear
al ritmo de los tambores.
A medida que los futuros esposos se acercaban, los tambores dieron paso a las
trompetas, que resonaron en cada extremo del Gran Circo. El público se quedó inmóvil.
Cinco notas agudas señalaron el comienzo de la verdadera ceremonia, momento en el que
el incesante murmullo y todos los demás sonidos de la enorme construcción se silenciaron.
Faros y Maritia avanzaron hasta el arco y cayeron sobre la rodilla izquierda. A su
lado dejaron el yelmo y la corona. Entonces, ambos se inclinaron y levantaron el brazo
izquierdo, apoyándose en la frente del otro y dándose la mano con fuerza.
Los inmensos tambores volvieron a redoblar lentamente. El capitán Botanos, con el
uniforme de la flota, se unió al patriarca de los Droka junto a la pareja. Ataron firmemente
las cabezas y las manos de ambos con unas cintas de piel.
Tras cumplir su cometido, el marino y el anciano se retiraron.
Maritia y Faros se levantaron y empezaron a caminar en círculo. Los tambores
marcaban cada paso, que seguía un intrincado camino. Faros y Maritia no apartaron los ojos
el uno del otro en ningún momento. Tras haber completado cinco vueltas —el número
cinco daría buena suerte al matrimonio—, se detuvieron, y los tambores se callaron.
Los asistentes volvieron a golpear el suelo con los pies, al ritmo de los tambores,
que tocaban de nuevo. Las trompetas emitieron una nota solitaria, y todos los ruidos se
silenciaron otra vez.
Maritia cogió la espada. La hija de Hotak levantó el arma delante del líder de los
rebeldes. Faros juntó su hacha a la espada. Tras entrechocarlas con fuerza, ambos se dieron
la vuelta de un salto, espalda contra espalda, con la espada y el hacha alzadas contra
cualquier enemigo que se acercara a lo lejos.
El público volvió a patalear y rugió con júbilo. Zephros y Botanos se acercaron a la
pareja y cortaron las cintas que los unían por los brazos. Faros y su nueva compañera
envainaron las espadas y volvieron a cogerse de la mano. Levantaron el otro brazo y
saludaron a los asistentes.
—Todo ha pasado en tan poco tiempo —murmuró Maritia.
—Sí, muy poco —convino Faros.
—Juré que haría lo que fuera necesario para que el imperio no se derrumbara, Kalin.
Seguiré haciéndolo, pase lo que pase.
—Entonces, llámame Faros… Maritia —respondió él intencionadamente.
Ella asintió levemente con la cabeza.
—Faros…
Al principio, muchos confundieron el ruido que se oyó con el de un trueno que
hacía temblar el gigantesco coliseo. Pero el nuevo emperador sabía qué era. Los volcanes
habían vuelto a entrar en erupción. Quién podría negar que aquél fuera el momento más
propicio.
Entonces, sin previo aviso, miles de aves oscuras sobrevolaron el Gran Circo. En
sus graznidos parecía escucharse un nombre: Faros.
—¡Por todos los dioses! —bramó Botanos, señalando a lo alto—. ¡Mirad!
A pesar de que era de día, la constelación de Sargonnas lucía intensamente, cada
estrella era un sol diminuto. La multitud aceptó todos aquellos augurios, y los vítores y las
patadas sobre el suelo subieron de intensidad.
—Tienes todo el poder —susurró Maritia—. Él te lo entrega libremente.
—Nosotros tenemos el poder. Eso fue lo que dijo: nosotros.
La hija de Hotak lo miró de forma extraña, apreciativa. Faros la instó a que se
adelantara con él y pidió silencio con un gesto. La acústica de aquella construcción
legendaria permitió que todos los asistentes, y muchos de los que aguardaban fuera,
pudieran oír sus palabras como si estuviera a su lado.
—«Nos han esclavizado, pero siempre hemos roto nuestras cadenas —comenzó a
recitar la tradicional letanía—. ¡Nos han obligado a retroceder, pero siempre hemos vuelto
a luchar más fuertes que antes! ¡Hemos alcanzado nuevas cimas, cuando otras razas se han
derrumbado! ¡Somos el futuro de Krynn, los amos predestinados del mundo entero!
—Faros se detuvo—. ¡Somos los hijos del destino!»
Los minotauros gritaron, vitorearon, rugieron.
Faros miró a Maritia y lo que descubrió en sus ojos le sorprendió y agradó al mismo
tiempo.