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Cavilar y Contar

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En

Cavilar y contar, Azorín, poeta de las pequeñas cosas, como en tantas ocasiones
ha señalado la crítica, más que en lo físico o material, fija su preciso aparato
estilístico sobre lo humano. La novedad de esta obra estriba en el hecho de que en
ella Azorín ha volcado todo su profundo conocimiento de la vida. La anécdota es a
veces minúscula, inesencial, pero siempre ilumina algo de nosotros mismos.
Partiendo de lo cotidiano y vulgar, incide Azorín sobre sentimientos e instintos
decisivos. Por esa honda inquietud por el destino humano y su misterio, esta
colección de pequeñas anécdotas tan admirablemente elaboradas cobra trascendencia,
y nos deja algo más que el placer de un arte y un estilo logrados: nos deja una
emoción, y un pálpito de humanidad. Pequeños relatos que revelan un Azorín
preocupado por la inquietud en el juego constante del azar, y que impresionan
profundamente, alejados en todo momento de una fácil truculencia, sencillos, suaves,
pero vigorosos por la fuerza de los «momentos» que viven sus personajes.

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Azorín

Cavilar y contar
Áncora & Delfín - 1

ePub r1.1
Titivillus 04.10.2022

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Título original: Cavilar y contar
Azorín, 1942

Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1

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A JULIO RAJAL,
mi sobrino e inestimable secretario,
para recuerdo de su continuada
y afectuosa cooperación inteligente.
Pectore toto.

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C AVILAR y contar: ése es el oficio del cuentista. Primero, naturalmente, se
cavila, y luego se cuenta. Primero surge —cuando surge— un embrión de
cuento en la mente, y más tarde se pone en el papel lo que se ha imaginado. El
embrión lo hace nacer cualquier accidente imprevisto o previsto; un encuentro con
un desconocido, las palabras de un amigo, una puerta cerrada, un pasillo al cabo del
cual hay un balcón, el son de una esquila en el campo, el paisaje que contemplamos,
la nube que pasa. Poco a poco ese tenue embrión va cobrando cuerpo; ya hay casi
una trama en movimiento; luego esa trama se amplía otro poco más. No pensamos en
el cuento que hemos de escribir, y cuando no pensamos es cuando el cuento sigue su
evolución. Volvemos a él en plena conciencia; quitamos y añadimos; redondeamos lo
que estaba esquinado; suprimimos efectos que nos habían placido en el primer
instante… ¡Y ya está el cuento!
Falta contar, es decir, escribirlo. ¿Pondremos en el papel todo lo que hemos
imaginado? Un cuento ha de ser narración breve. En esos términos angostos se ha
de encerrar lo siguiente: exposición, desenvolvimiento y epílogo. Si el cuento no
guarda armonía, proporción, equilibrio en todas sus partes, no será cuento bueno. La
brevedad no ha de empecer tampoco a la plenitud artística. Dentro de tan apretados
límites, bien se puede —si se sabe— encerrar una obra de arte. Obras de arte son los
cuentos de Pedro Antonio de Alarcón, de Leopoldo Alas y de Emilia Pardo Bazán;
estos tres cuentistas modernos son ya clásicos. En Alarcón domina el efecto
dramático, en Leopoldo Alas, la observación moral y psicológica, en la Pardo Bazán
el deseo —muy femenino— de desconcertar al lector. El cuento es cosa moderna;
nace con el periódico; la necesidad de constreñir la narración a una o a dos
columnas hace que surja el cuento, narración abreviada. Cervantes hubiera sido, en
nuestros días, con la necesidad periodística, un admirable cuentista; al igual que
Maupassant, hubiera dejado dos o tres novelas y tres o cuatro centenares de cuentos.
Los comentaristas tendrían motivos sobrados para encontrar en todos esos cuentos
contradicciones e incoherencias. En los cuentos de Cervantes hubiera descollado, sin
duda, la pintura fina de costumbres, la descripción del paisaje y una grata ausencia
de tendencia aleccionadora. No existe tampoco esa tendencia en Pío Baroja, gran
cuentista, entre los actuales; el lector de esos cuentos, habituado a esos cuentos, no
experimenta el temor de que a un prejuicio sea sacrificada la belleza de la narración.
La Naturaleza —contradictoria siempre— manda en esas páginas, y la Naturaleza es
obedecida.

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He reunido en este volumen algunos de los cuentos que he escrito con más
cariño; los escribí cuando tenía aún entusiasmo por las fábulas un tanto
complicadas; a esa complicación fui desde la primitiva sencillez; a la primitiva
sencillez creo que he retornado luego. No existe, sin embargo, en estos cuentos,
sacrificio de lo natural a lo sorprendente trivial. Hay, sí, en muchos de ellos, un
deseo de penetrar en un mundo misterioso. En la lejanía, más allá de las apariencias
cercanas, he procurado que se entrevea una región ignota; en esa región ignota, a lo
que a nosotros nos parece azar es un orden preestablecido, y lo que reputamos
misterio es claridad eterna.

AZORIN

Madrid, octubre 1941.

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EN EL ESPEJO

L A TERTULIA del café Belgrado, en la calle de Alcalá, la formábamos seis u ocho


amigos. Allí estaba el general Garmellas, un redactor de «Horizonte», un
catedrático del Instituto Juan de Valdés, el dueño de los almacenes Cosmos de la calle
de Carretas, el juez vigesimoquinto de Madrid, Paco Garrido, etc. Dejo para
nombrarlo aparte al doctor Miralles. El doctor Miralles no era en realidad doctor.
Había seguido como aficionado tres o cuatro cursos de Medicina. Su pasión era la
Anatomía. Estaba al tanto de las novedades terapéuticas. Alguna vez recetaba a los
amigos en las indisposiciones leves. Solía asistir también a las operaciones realizadas
en las clínicas de cirujanos amigos.
Durante una temporada tuve el capricho de visitar los pisos desalquilados. Hacía
con ello ejercicio físico y me complacía en meditaciones sentimentales. Los pisos
desalquilados son ámbitos que descansan. Han sido henchidos del afán humano —
esperanzas, decepciones, dolores, alegrías— y ahora esperan volver a su florescencia
emocional. Unas veces me acompañaban los porteros y otras me daban las llaves y
subía yo solo. Estaba visitando una mañana un piso desalquilado. No era grande.
Poco a poco iba yo recorriendo sus estancias. Llegué a un cuartito interior que daba a
un patio. Enfrente había una ventana por la que se veía un espejo. La casa de enfrente
correspondía a otra calle. En el espejo se reflejaba la imagen de un lavabo. En un
reloj de la vecindad daban las once. Y en este momento apareció en el espejo la
figura de un hombre. Era el doctor Miralles. Lo estaba viendo yo tal como era.
Llevaba un traje azul a rayas. La corbata era de color de amaranto. El doctor Miralles,
con gesto lento, un poco sofocado, se lavaba las manos en el lavabo. Las manos las
tenía enfundadas en unos guantes de goma. En el espejo se reflejaban todos los
movimientos del doctor. Acabó el doctor Miralles de lavarse las manos, sin quitarse
los guantes, y desapareció.
Por la tarde, en la tertulia de Belgrado, al llegar el juez, Paco Garrido, dijo:
—He tenido esta mañana un telegrama del doctor Miralles. Me telegrafiaba desde
Alcalá de Henares y me pedía una recomendación para el juez de esa ciudad. He
telegrafiado al juez, y horas más tarde el juez me telegrafiaba también y me decía que
había tenido mucho gusto en complacer a nuestro amigo.
—¿A qué hora le ha telegrafiado a usted el doctor Miralles? —he preguntado yo a
Garrido.
—A las once. Aquí tiene usted el telegrama.
La tertulia de Belgrado era agradable, entre otras cosas, porque nunca se hablaba
en ella de lo que por casualidad supiéramos los contertulios unos de otros. Al día
siguiente se descubrió el crimen de la calle de Romerales. La víctima era un viejo
usurero muy conocido en todo Madrid. La casa en que se había cometido el crimen

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era la misma que yo estuve observando desde la ventana del patio. El cuartito con el
lavabo pertenecía a esa casa. El crimen comenzó a interesar a las gentes. Se había
realizado en condiciones excepcionales de misterio. Nadie en la casa sabía nada. Ni el
portero había visto entrar a nadie en la casa, ni había visto tampoco salir a nadie. Los
periódicos publicaban extensas informaciones. Le había tocado instruir el sumario a
nuestro contertulio el juez Paco Garrido. La constancia, la escrupulosidad y la
clarividencia que el juez ponía en su trabajo eran verdaderamente admirables. Pero no
se descubría ni el más leve indicio de quién fuese el autor del crimen.
El autor había realizado una perfecta obra maestra en cuanto a crímenes. El
tiempo pasaba. Se iba agotando el tema y los periódicos tenían acerbas censuras para
la Policía y para el juez. Paco Garrido, con la fatiga de tan enorme trabajo, se
mostraba irritable y exasperado. En la tertulia del café solíamos comentar las
particularidades del crimen. Semejaba un día que habíase logrado una pista. El interés
de la opinión se reavivaba. Poco a poco se iba viendo que la pista descubierta era
falsa. Había, por lo tanto, que comenzar otra vez. El doctor Miralles, como los demás
contertulios, daba sus opiniones sobre los aspectos diversos del crimen. No había
alterado su vida. No dejaba de concurrir asiduamente a la tertulia. Su palabra y su
gesto eran, como siempre, reposados. Al cabo de un mes el asunto estaba casi
olvidado. De pronto se hizo una detención importante y el crimen recobró su
actualidad. Pero también esta vez la Policía y el juez habían recorrido un camino
falso. Todas las tardes, al entrar Paco Garrido, procurábamos hablar animadamente de
los incidentes del crimen. Como veíamos a Paco Garrido ensimismado,
preocupadísimo, no queríamos con nuestro silencio aumentar la preocupación penosa
de nuestro amigo. Al despedirnos una tarde, el juez, en presencia de todos, me dijo:
—Voy a realizar esta tarde una nueva inspección en la casa del crimen. ¿Quiere
usted, Antonio, acompañarme?
—Con mucho gusto, querido Garrido —contesté.
Nos pusimos en marcha hacia el Juzgado. De allí nos trasladamos a la calle de
Romerales. El piso que visitamos era reducido y estaba amueblado sumariamente.
Había sido atraída a este piso, con engaño amoroso, la víctima del crimen. En tanto el
juez realizaba la inspección, yo fui recorriendo todos los aposentos. Sobre un velador
había aún una botella de coñac y dos copas a medio vaciar. Se había respetado
escrupulosamente el estado del cuarto en el momento de ser descubierto el crimen.
En el cuartito del espejo estuve un momento. Abrí el grifo del agua y estuve
lavándome las manos tal como hizo la figura que yo vi reflejada en el espejo. Desde
la ventana opuesta imaginaba yo que me estaba contemplando otro ciudadano, que
también, como yo, tenía el capricho de visitar los cuartos desalquilados. El reloj que
yo había oído volvió a sonar. Iba yo a ser víctima, no de un crimen, sino de una
alucinación, cuando me llamó el juez dando una gran voz. No sé qué particularidad
extraña había descubierto. Conversamos sobre ello un instante y vimos que no tenía
trascendencia ninguna. Lo que yo encontré sí era curioso. En el suelo, en el mismo

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cuarto en que el crimen había sido cometido, al pie de una cama deshecha, en cuya
almohada había un largo cabello rubio, encontré un botón. Lo recogí sin que el juez
lo advirtiera. Al llegar por la noche a la tertulia de Belgrado observé al doctor
Miralles. El doctor Miralles se sentaba junto a mí. Vi que en su chaleco faltaba un
botón. Los botones eran idénticos al que yo había recogido en la casa del crimen.
—¡Ya se conoce, doctor —dije—, que vive usted en una pensión y no tiene quien
le cuide! ¡Es usted un desastrado! Le falta un botón en el chaleco y yo voy a dárselo.
Aquí lo tiene usted.
El doctor Miralles tomó el botón. En aquel momento se sentaba en la tertulia el
juez. El doctor Miralles, con el botón en la mano, exclamó dirigiéndose al juez:
—¡Paco, ya ha aparecido el autor del crimen!
—¿Quién es el autor del crimen? —preguntó el juez.
—El autor del crimen soy yo. Y aquí tiene usted la prueba. Antonio ha estado esta
tarde con usted en la casa del crimen. En la casa ha encontrado este botón. Y
precisamente este botón es el que me falta a mí.
Sin poder contener todo su reconcentrado despecho, el despecho de tantos días, el
juez profirió:
—¡Es decir, que me ve usted hostilizado, combatido, zarandeado, pateado por
todos los periódicos y viene usted a poner encima una bromita! ¡No hay derecho,
querido doctor! ¡Bromas, no! Le tolero a usted todo lo que usted quiera, menos que
venga usted a darme un pescozón encima de los palizones que me están dando.
Ocho días después, el doctor Miralles nos invitaba a todos a un almuerzo. Había
sido nombrado para un cargo importante en una gran Empresa industrial de San
Francisco de California. A la comida asistió también el director de la Empresa,
Samuel Priestley, de paso en Madrid. La comida transcurrió animada y cordialísima.
Tres días más tarde el doctor Miralles embarcaba en Gibraltar.

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EL SANTUARIO ABANDONADO

P AULINO SOJO, en una reunión de amigos, de unos pocos amigos íntimos, habla
de esta manera:
—Todos habéis hablado del espectáculo que más os agrada. Ahora me toca a mí.
Voy a decir yo qué es lo que más me place en el mundo. No son los libros. No es el
teatro. No son los viajes. No son los museos. No es el campo. De todo esto tomo un
poco. En todas estas cosas se agrada, sí, mi espíritu. Pero lo que yo más prefiero es
contemplar en silencio, con avidez, el espectáculo de la psicología humana. ¿Y dónde
se puede observar este espectáculo mejor que en las multitudes? Lo individual me
place; pero lo colectivo me seduce irresistiblemente. Y en lo colectivo, el sentimiento
es la flor de la psicología. El sentimiento, en su forma más prístina y sincera, es para
mí el espectáculo más delicado que se pueda contemplar. Suelo ir de tarde en tarde a
Lourdes. No voy ni como creyente, ni como artista, ni como crítico, ni como
historiador. Me lleva a esos parajes el deseo de ver en vivo el sentimiento humano. Y
siempre que voy me precede la visión de un rostro pálido detrás de los vidrios de una
ventana, durante meses y meses. El rostro de un ser humano que sufre en silencio,
rodeado de los seres queridos, que saben irremediable el mal y que sonríen contra su
voluntad para animar al doliente. En Lourdes, el dolor humano alienta la esperanza.
La esperanza, en estos parajes, se nos muestra pura, limpia, etérea, vibrando en el aire
que se respira. Paso a paso sigo yo en mis visitas a Lourdes las muchedumbres
endoloridas. El mundo no existe. Las riquezas y maravillas del mundo desaparecen.
El color, las formas, las exterioridades brillantes se han desvanecido. Intacto y
doloroso está allí el sentimiento. Hay rostros de una expresión inenarrable y manos
que se crispan con movimientos que no se pueden expresar. Y en este punto dejo a
Lourdes y emprendo otro viaje.
—Vamos donde quieras.
—Te acompañamos todos.
—Nos llevas contigo.
—¿Que os lleve yo conmigo? No os arrepentiréis de venir en mi compañía. En mi
vida existe un punto central y recatado. Estamos hablando aquí en la intimidad. No
hablaría yo de esto si no fuera con vosotros. Lo más íntimo de mi espíritu es la
atracción que siento hacia los caídos. Los vencidos me atraen. La actitud muda,
reposada, dolorosa, de un vencido me hace acercarme a ese hombre con profundo
respeto. La prosperidad se lleva tras sí a las gentes. En torno a los caídos se hace un
círculo de silencio. La Saleta se encuentra en decadencia. He ido varias veces a la
Saleta. En 1846, la Virgen se apareció a dos muchachos, Maximino y Melania, en los
Alpes franceses, obispado de Grenoble. La aparición no prosperó. El arzobispo de
Lyon se opuso desde el primer momento al nuevo culto. En 1858, la Virgen se

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apareció en los Pirineos a una muchacha. Bernarda tuvo más fortuna que Melania y
Maximino. La Saleta quedó desierta. Las muchedumbres corrieron a Lourdes. Y en la
Saleta yo me abismaba pensando en las fortunas del mundo. ¿Conocemos el mundo?
¿Sabemos todo lo que encierra el cosmos? No creo en el azar. El azar es azar porque
no conocemos lo insondable. Siempre, ante un caso de azar, me siento estremecido.
No es la Saleta el único santuario abandonado que he visto en mis andanzas. El que
más me ha impresionado se halla en España.
—A ese santuario vamos nosotros también.
—En España estamos todos.
—Todos queremos a España.
—Nadie me gana a mí en amor a España. De todo lo de España, lo que más me
agrada son los días grises. Soy un coleccionista de días grises. Conozco los días
grises de Galicia, y los de Vasconia, y los de Castilla, y los de Andalucía. En
Alicante, el cielo es siempre de un azul purísimo y elevado. No llueve apenas. El aire
vibra en su sequedad. El paisaje es gris. La tierra es gris. Las montañas son grises.
Los grises se desenvuelven suavísimamente. El azul del cielo, sobre las cosas y sobre
el paisaje, hace realzar la tenuidad de lo gris. En los días grises —rarísimos días— es
cuando en esta tierra el paisaje surge con todo su valor profundo. Entonces una
dulzura inefable impregna las cosas. En uno de estos contados días grises visité yo el
santuario de la Virgen del Hinojar. Hace treinta años, en un matorral de hinojos, se
descubrió una Virgencita gótica. Construyose un santuario. Los devotos de los
contornos acudían el 15 de junio, día de la Virgen, en bulliciosa romería. Centenares
de carros se colocaban en torno a la iglesia. Se pasaba allí la noche. Multitud de
fogatas elevaban sus llamas en las tinieblas, en tanto que arriba fulgían en el límpido
cielo las estrellas. Se supo años después que la Virgen había sido colocada en el
hinojar por un devoto indiscreto. Se perdió la fe. Antes se producían curaciones
maravillosas. El milagro es la recompensa de la fe. Desde que se descubrió el
misterio de la aparición no se volvió a producir ningún milagro. Y al santuario no
acudió nadie. El valle de Elda es uno de los más bellos de la provincia de Alicante.
En el fondo corre el Vinalapó entre cañares y se aleja la vía férrea. Allá, en un
recuesto, se halla Petrel. Y en lo hondo del valle está Elda. Arriba, sobre una colina
desnuda, aparece Monóvar. La peña del Cid se levanta a un lado. Tiene de elevación
1.111 metros. La peña del Cid avanza cuadrada, sólida, fornida, sobre el valle. Se
descubre por encima de los otros montes desde muchas leguas a la redonda. Por
delante, en la parte que se asoma al valle, se corta como un acantilado. Por detrás se
forma una larga rampa que llega hasta la inmensa terraza. En una de las estribaciones
posteriores de la peña del Cid fue edificado el santuario de la Virgen del Hinojar. Un
matrimonio joven, Pepeta y Chimo —es decir, Pepa y Joaquín—, guarda la iglesia.
Las paredes del santuario relucen de blanca cal. El piso está pavimentado con anchas
baldosas rojas. De la reducida sacristía parte una escalerita que conduce al camarín de
la Virgen. Al lado de la iglesia se halla una casa donde viven Pepeta y Chimo y donde

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se puede alojar algún huésped efímero. Desde el camarín de la Virgen contemplaba
yo el reducido y blanco ámbito de la iglesia. Ni una desconchadura, ni una grieta.
Todo limpio, albo e intacto. El placer estético era profundo. Llegué por la tarde,
andando desde la carretera, donde había dejado el autobús de línea, y quería regresar
al día siguiente. Fue emocionante el momento de la despedida. Pepeta y Chimo eran
ya mis amigos queridos. Subí otra vez al camarín. Otra vez gocé del breve espacio
blanco y silencioso. Al salir del camarín noté en la pierna algo extraño. Había
estrenado yo dos días antes un traje. El paño, finísimo, de color azul, me lo habían
enviado de Londres. Al detenerse mi mano en el paño me complacía yo en palpar esta
suavidad de la fina urdimbre. Y ahora, de pronto, al salir del camarín, un clavo
inoportuno abría un terrible siete en mi pantalón.
—¡Ahí tienes el milagro!
—¡Ahí está el portento!
—¡Ya está ahí el hecho peregrino!
—No os contesto. Continúo mi narración. No hago comentarios. Expongo el
hecho escueto. Y el hecho es que no pude yo salir aquella mañana a la carretera a
tomar el autobús. Dejé el viaje para el día siguiente. Había que arreglar el desastre.
Las manos diligentes y cuidadosas de Pepeta lo hicieron. El zurcido fue perfecto. Nos
sentamos luego los tres, Chimo, Pepeta y yo, en la puerta de la hospedería. El día gris
era maravilloso. En el aire trinaba, invisible, una alondra. Pocos momentos después
supimos la catástrofe. El autobús que yo debía haber tomado acababa de despeñarse
por un hondo barranco.

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LA TRISTEZA HUMANA

H ABÉIS contado cada uno vuestra aventura. Ahora voy yo a contar la mía. Lo
que vosotros habéis contado es la cosa más notable que os ha ocurrido en la
vida. Lo que voy a contar ahora es lo más notable que me ha ocurrido a mí. Hace de
esto ya muchos años. Me hallaba yo veraneando en San Sebastián. Vivía en el Clarke
Hotel. La vida de los grandes hoteles me encanta. No puedo sufrir la vida del hogar.
Soy un hombre errático y tornadizo. Para mí tienen una atracción profunda los
vestíbulos de los grandes hoteles, donde se mezclan y charlan gentes diversas venidas
de los cuatro puntos cardinales del planeta. Y los pasillos largos, silenciosos,
alfombrados con recias alfombras. Y los cuartos claros y cómodos. Y los comedores
con nítidos manteles y flores que entre la fina porcelana resaltan en la blancura. El
Clarke Hotel es un soberbio hotel. Hay en él una cosa admirable. Se goza a todas
horas, en todos los ámbitos de la casa, un profundo silencio. Ni gangueos de
altavoces, ni golpazos de puertas. Vivía yo tranquilo, frente al mar, en el Clarke
Hotel. Un día, a la hora del almuerzo, reparé en un caballero que comía en una mesita
cercana. Donde yo comía era en un apartado ángulo del vasto comedor. El caballero
iba vestido sencillamente. La pulcritud en toda su persona era extremada. El cuello se
erguía blanco. En la abertura del chaleco se veía un plastrón de seda, con una perla.
Nunca pude notar ni en la camisa ni en el traje la más pequeña mácula o el más ligero
deslucimiento. Usaba el caballero barba corta. El pelo, los ojos y la barba eran
negros. Lo que realmente impresionaba en este hombre era la expresión profunda de
tristeza que se advertía en su rostro. Desde el primer día puse cuidado en observarle.
Todas las tardes, a las dos en punto, entraba en el comedor y se dirigía lentamente
hacia su mesita. Sólo cambiaba breves palabras con el camarero. Al final sacaba una
pitillera de plata, encendía un cigarrillo y dejaba la pitillera sobre la mesa. Entonces,
mientras lanzaba al aire un ligero humo, era cuando se marcaba en su rostro más
intensamente la melancolía. Su vida era seguramente como este humillo que se
elevaba perezoso en el aire. En los ojos, al hacer el ademán de arrojar el humo, se
reflejaba un profundo dolor. ¿Y qué dolor era éste? ¿De dónde venía el caballero?
¿Adónde se encaminaría cuando se marchara del hotel?
—Muchas preguntas son ésas.
—Un poco melodramático todo.
—Consideraciones de novelista.
—Decid todo lo que queráis. No he visto yo nunca expresión más intensa, más
fina, más atrayente de melancolía. Daba vueltas en el magín al problema y no podía
hallarle solución. La solución quería hallarla yo mismo. Tal vez, si hubiera
preguntado, habría sabido lo que me proponía saber. No lo hice. Lo único que por
casualidad supe era que la fortuna de este hombre estaba comprometida. Pero esta

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situación precaria de un hombre que vivía en un hotel de lujo y procuraba encubrir su
estrechez, añadía interés a la figura. Todo lo soportaría este hombre menos decaer en
la estimación pública. A costa de mil sacrificios mantendría las prerrogativas de su
rango y de su posición social. Sufriría en secreto las más crueles necesidades y en
público se mostraría digno y sereno. El caballero entraba todos los días en el comedor
y yo ya estaba allí esperándole. Desde el momento en que lo divisaba a lo lejos,
avanzando entre las mesas, me sentía conmovido. Había yo llegado a crear en su
torno toda una leyenda poética. Sí, éste era un noble caballero español. Sí, este
hombre vivía en una vieja ciudad. Sí, en la vieja ciudad —Burgos, León, Ávila,
Zamora— este caballero moraba en un palacio antiguo. Detrás había un vasto jardín
inculto. Las salas eran vastas. Por ellas caminaba como una sombra el caballero.
Había un ambiente de luto en la casa. Seres queridos habían muerto. De la casa había
desaparecido la voz femenina que la animaba. Manos blancas y delicadas no tocaban
ya ligeramente, con la punta de los dedos, los sutiles encajes que ornaban los paños
blancos que cubrían los muebles. La hacienda de la familia había sufrido mermas
considerables. El caballero contemplaba impasible ese desmoronamiento. Pero la
impasibilidad había dejado filtrar poco a poco, gota a gota, la melancolía. Y aquí
estaba ahora el caballero, terminando el almuerzo, hincado el codo en la mesa,
lanzando al aire con gesto de profundo cansancio una bocanada de humo.
—¿Y no reparó nunca en ti?
—No lo sé. No puedo contestar. El caballero permanecía profundamente absorto.
He dicho que no lo sé y tengo que rectificar. El caballero llevaba en el hotel una larga
temporada. Su cuarto estaba junto al mío. No sé lo que pude advertir en los últimos
días. Presentía yo una íntima desazón en su persona. Detalles para fundamentar mi
sospecha no los había. Y, sin embargo, yo tenía el presentimiento de que aquel
hombre tan digno, tan sereno, se debatía en apuros económicos angustiosos. Y yo
sufría, sí, con los sufrimientos callados de este hombre. Se había llegado a establecer
entre su persona y la mía un contacto espiritual. Me preguntabais si él me dijo alguna
vez algo. No, no me dijo nada. Estaba muy abstraído, es verdad. Pero su inteligencia
fina captaba como al descuido mis sentimientos. Ya casi yo no le miraba. Ni él
reparaba en mí tampoco. Sentíamos, sin embargo, los dos al unísono.
—¿Y qué pasó después?
—Lo que pasó es mucho y no es nada. Lo que pasó, no siendo nada, es lo más
extraordinario que a mí me ha sucedido. Una mañana compré un tarjetero de piel
roja. En mi cuarto del hotel lo embutí de billetes de mil pesetas. Representaba todo
una cantidad crecidísima. El dinero, ya lo sabéis, no me ha importado a mí nunca
nada. Si el dinero no sirve para satisfacer un placer estético, ¿para qué sirve? Y lo que
ahora yo me ofrecía no era una acción filantrópica, sino un regodeo de estética.
Llegada la noche, esperé que el caballero se acostara. Los momentos eran para mí
angustiosos. No sabía cómo iba a desenvolverse mi aventura. La luz desapareció del
cuarto del caballero. A las dos de la madrugada todo reposaba en el hotel. En este

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instante abrí la puertecita que franqueaba los dos cuartos. No os diré, ni hace falta, de
qué medios me valí para el caso. Ya estaba yo en el cuarto contiguo. El caballero
dormía profundamente. Al lado de la cama estaba una silla con la ropa. En el asiento
de esa silla dejé el abultado tarjetero. Y nada más.
—¡Interesante, interesante!
—Lo interesante es lo que sucedió luego. Al día siguiente, a las dos de la tarde, en
el comedor del Clarke Hotel, el corazón me latía con violencia. De pronto apareció el
caballero a lo lejos. Caminaba con los mismos pasos sosegados de siempre. Se sentó
a la mesa con el mismo gesto de cansancio. Y comió como todos los días. Al final
sacó la pitillera, encendió un cigarrillo y con el mismo movimiento que antes lanzó al
aire bocanadas de humo. Por la noche fue al Casino. Subí a la sala de juego. Diez
minutos después entraba el caballero. Estuvo contemplando un momento el juego que
se hacía y sacó el tarjetero que yo había dejado en su cuarto. No os describiré mi
ansiedad. El caballero jugaba desatinadamente. Ponía a puñados las fichas sin mirar
dónde las ponía. No he visto nunca una suerte más loca. Parecía que él se obstinaba
en perder y que la suerte le acosaba. Se había hecho en torno de la mesa un denso
círculo de espectadores. Todos seguían anhelantes las jugadas enormes del caballero.
El caballero se mostraba impasible. Después de haber hecho saltar la banca se retiró
lentamente, lanzando al aire las bocanadas de humo de su cigarrillo.
—¿Y no pasó más?
—Ahora entra lo original de la aventura. Al día siguiente, a las dos en punto,
como siempre, el caballero entró en el comedor. No se advertía ni el más ligero
cambio en su persona. Terminado el almuerzo, el caballero, al levantarse, sacó el
tarjetero rojo y lo dejó sobre la mesa. Entonces, cuando ya se había marchado el
caballero, me acerqué yo a la mesa y lo cogí. La cantidad que contenía era la misma
que yo había puesto. El caballero desapareció del hotel. No he vuelto a verlo más.

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TESORO EN VALLADOLID

T ODOS los años, a primeros de julio, paso en el rápido por Valladolid, camino de
San Sebastián. El rápido llega a Valladolid a las dos y treinta de la tarde. Al
dejar el tren la estación, me pongo a la ventanilla para observar los arrabales de la
ciudad y la campiña circundante. La llanada en que se despliega Valladolid es amplia
y risueña. El caserío va desapareciendo. A lo lejos, por encima de las techumbres,
resalta en el azul, si el día es claro, la aguda torre de la Asunción. Se ve ahora entre la
verdura de un camino bordeado de altos y corpulentos cipreses. Nada más
majestuoso. Ningunos cipreses más bellos. Al extremo del camino se levanta una
iglesia y detrás se extiende el cementerio. Lo que sorprende al viajero es la magnitud
de la iglesia. La capilla usual en los camposantos es aquí vasto templo. La
explicación es sencilla. En este lugar se erguía antaño un convento de Carmelitas
descalzos. La iglesia pertenecía al convento. El convento fue derruido y su dilatada
huerta se dedicó a cementerio. En esta iglesia existe una capilla del Carmen adonde
acudían las gentes en romerías alegres durante los días de Pascua de Pentecostés. El
alborozo discurría antaño por el camino de los cipreses majestuosos y ahora discurre
el dolor infinito.
Hace algunos años llegó a Valladolid un valenciano, Enrique Llop, que se
estableció en la calle de Platerías. Representaba a una fábrica de Manises. Su carácter
era franco, abierto, jovial. Semanas después de llegar, ya era popular en Valladolid
Enrique Llop. Sus maneras, su gesto, sus palabras alegres, prendaban todos los
corazones. Se le quería en todo Valladolid. Hombre contristado que se acercara a su
persona, era hombre que a los pocos momentos rebosaba jovialidad. La sonrisa estaba
constantemente en los labios de Enrique Llop. Cuando pasaba por las calles todos le
saludaban con cariño. Enrique Llop llegó a ser consustancial con la vieja y noble
ciudad. «¡Eh, Enrique Llop! ¿Dónde va usted?», le decía uno. «¡Anoche no le vi a
usted en el Casino, Enrique Llop!», le interpelaba otro. Y un tercero, poniéndole la
mano cariñosamente en el hombro, le decía: «¡Si todos los hombres fueran como
usted, Enrique Llop, el mundo gozaría de paz profunda!» Enrique Llop frecuentaba el
Casino, asomaba por las tertulias de los cafés, iba por las noches a algún colmado. No
podía imaginarse Valladolid sin Enrique Llop. Faltar Enrique Llop de Valladolid era
como sentir sobre la ciudad un denso ambiente de tristeza.
Y un día comenzó a circular por Valladolid un rumor extraño. Se referían esos
comentarios raros a Enrique Llop. No lo quería creer la gente. Enrique Llop se pasaba
las tardes en el cementerio. Los amigos y conocidos le habían visto muchas veces.
Cuando los entierros penetraban en el cementerio y caminaban con lentitud en busca
de la fría tumba, allá a lo lejos, de rodillas ante algún sepulcro, veían todos con
profunda estupefacción a Enrique Llop. Durante toda la tarde allí en el cementerio

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estaba Enrique Llop. Paseaba unas veces lentamente, con la cabeza baja, mirando
fijamente el suelo. Se detenía absorto otras. De pronto se solía arrodillar delante de
alguna sepultura. En Valladolid se comentaba el hecho apasionadamente. No se
comprendía cómo este hombre tan regocijado en todo momento, respirando alegría,
pletórico de urbanas chanzas, llegada la tarde se encaminaba al cementerio y allí
permanecía absorto, taciturno y ensimismado horas y horas. El hecho no ofrecía duda
ninguna. Cualquiera que lo deseara podía ver a Enrique Llop entregado a sus
meditaciones fúnebres.
Pero lo más raro no era esto, con serlo mucho, sino que por la noche, desde el
crepúsculo, vuelto Enrique Llop a Valladolid tornaba a su alegría acostumbrada. El
cambio era brusco y extrañísimo. Durante la noche, en el Casino, en los cafés, en el
teatro, Enrique Llop volvía a reír y a chancear. Ni el hombre del cementerio parecía el
hombre de la mañana, ni el hombre de la noche semejaba el hombre de la tarde. La
separación psicológica se mostraba profunda y tajante. En el Casino se hacían
profusos comentarios.
—Señores —decía uno—, eso es lo más absurdo que se ha visto nunca en
Valladolid.
—Yo he visto a Enrique Llop esta tarde —decía otro— arrodillado ante la tumba
de doña Eufrasia López. ¿Quién era doña Eufrasia López? No lo sé. ¿Qué motivos
tiene Enrique Llop para contristarse ante la tumba de doña Eufrasia López? Tampoco
lo sé.
—Ayer entré yo en el cementerio con el entierro de un amigo y vi también a
Enrique Llop arrodillado ante el sepulcro de don Nemesio Revuelta. Digo lo que
usted. ¿Quién era don Nemesio Revuelta? ¿Y por qué Enrique Llop estaba arrodillado
ante su tumba?
—Y lo raro es que por la noche, en el colmado de La Cepa de Oro, Enrique Llop
se estaba riendo a carcajadas.
—¡Ahí tienen ustedes la teoría alterna de Kirchener!
—Doctor, yo no sé quién es ese Kirchener…
—Kirchener, de Cracovia.
—Kirchener, de Cracovia o de donde sea. Yo les digo a ustedes que ni ese
Kirchener ni el sabio Salomón pueden explicar el caso de Enrique Llop. Nadie podría
demostrarme que un hombre que se pasa las tardes en el cementerio tiene después
humor para juerguearse en La Cepa de Oro.
—¡Está loco Enrique Llop!
—¿Quién ha dicho que está loco? No he visto hombre más normal, más
equilibrado y más sereno. Y si no, entren ustedes en su almacén de la calle de
Platerías y cómprenle una partida de azulejos.
—¡Problema insoluble!
—Y que sólo el tiempo podrá aclarar.

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El tiempo lo aclaró, en efecto. Enrique Llop tenía su despacho en la calle de
Platerías. Enfrente vivía Cristina Ansúrez. Cuando Enrique Llop se ponía un
momento en la puerta, Cristina aparecía en el balcón. Enrique Llop saludaba con una
ligera inclinación de cabeza y Cristina contestaba con otra leve inclinación. La vida
de Enrique Llop en Valladolid se deslizaba tranquilamente. Aparte de los asuntos
comerciales, Enrique Llop tenía la pasión de las antigüedades. Un día compró un
bufetillo antiguo. Lo acababan de llevar a la tienda del anticuario. En su casa, al
limpiar el mueble, Enrique Llop reparó en un cajoncito secreto. Lo abrió y encontró
un papel amarillento. El papel decía así: «Soy un fraile del convento de Carmelitas
descalzos, de Valladolid. El convento se halla en el camino real de Burgos. Yo me
llamo fray Domingo Barrientos. El convento va a ser demolido. Tengo en mi poder
un capital. Todas las noches contemplo y palpo amorosamente estas monedas de oro.
¡Es mi secreto pecado! Soy viejo. Voy a morir dentro de poco. La Comunidad se
dispersa. Y yo me separo de este tesoro preciadísimo. Sí, he llegado a la abnegación.
Ya mis manos no acariciarán más estas bellas y áureas monedas. Voy a enterrar el
tesoro en la huerta del convento. El lugar preciso lo marcaré en un añadido a este
papel, después que el tesoro sea enterrado. Y allí estará para quien, andando el
tiempo, encuentre este papel que escondo en el bufetillo. ¿Quién será el dichoso? ¿Y
podrá atinar con el sitio en que el tesoro está enterrado?»
Enrique Llop se quedó absorto. La huerta del antiguo convento de Carmelitas era
lo que hoy es el cementerio. Desde aquel día Enrique Llop no pensó más que en
buscar el tesoro. Se veía ya una noche, de vuelta del cementerio, abriendo la caja
misteriosa o rompiendo el cántaro hermético y sintiendo entre sus dedos chorrear las
áureas monedas. El papel, en su añadimiento, señalaba el punto en que el tesoro había
sido enterrado. Pero era difícil el dar con ese paraje. Enrique Llop, fingiéndose triste
y desconsolado, recorría en todas sus direcciones el cementerio. Creyó, al fin,
encontrar el suspirado lugar. Y una noche asaltó el cementerio. La travesura,
sorprendido en ella, le costó quince días de cárcel. Todos los días iba a visitarle
Cristina Ansúrez. Tres meses más tarde, en la iglesia de la Asunción, se casaban
Cristina Ansúrez y Enrique Llop.
—¿Y el tesoro?
—¿Le parece a usted poco tesoro, lector, el tener una mujer bonita, discreta,
afectuosa, abnegada, como Cristina Ansúrez y, además, descendiente del conde Pedro
Ansúrez, fundador de Valladolid?

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EL VIAJE A SAN SEBASTIÁN

S ENÉN REGLERO vive en Arévalo. Hace veinte años que no ha salido del pueblo.
Su edad es la de cuarenta y cinco. La última vez que viajó estuvo en Guipúzcoa.
Senén lleva una vida plácida y ordenada. Todo es acompasado, uniforme y simétrico
en su vivir. Se levanta con el alba. Desde este momento, cada cosa que hace es con el
mismo ritmo del día anterior. La ropa, por la noche, al acostarse, la coloca en una
butaca baja, junto a la cama. La disposición de la ropa en la butaca ofrece la misma
forma, sin añadir ni quitar detalle, todas las noches. Luego, por la mañana, los pasos
que da desde que pone los pies en tierra son iguales, en el mismo sentido, con la
misma pauta de todos los días. El tiempo se desliza sin sentir en la vida de Reglero.
La casa es amplia y vieja. Lee mucho Reglero. Ha formado copiosa y selecta
biblioteca. Cuando se cansa de leer da largos paseos por el campo.
Deudos y amigos de Senén le instaron para que saliera una temporada del pueblo.
Un viaje corto no cuesta trabajo. La idea le pareció absurda a Senén. Los familiares
insistían. Desde su sillón, en la amplia biblioteca, con un libro en la mano, junto al
balcón, Senén se reía de las andanzas mundanas. No necesitaba él salir de Arévalo
para saberlo todo. Y todo lo sabía, en efecto. Lo sabía por los libros que iba leyendo
gustosamente. No hubo, al fin, más remedio que aceptar la idea del viaje. Su
realización estaba lejana. Sólo confiado en esta distanciación había Senén aceptado,
por no porfiar, por no oír más las cariñosas instancias de sus deudos, el salir de
Arévalo por un mes. Sin embargo, lo que parecía nebulosa inconcreta al principio se
fue concretando. Los días pasaban y la fecha del viaje se iba aproximando. Habían
decidido todos que Senén iría a San Sebastián. Los preparativos para el viaje fueron
lentos y escrupulosos. Todavía tenía tiempo Reglero para leer dos o tres libros nuevos
que había recibido. Entretanto, la ropa y los efectos que había de llevar iban siendo
depositados en las sillas y en las mesas de la sala. Senén pasaba ante ellos sin
mirarlos. Si acaso la vista tropezaba en ellos, Reglero se sentía ligeramente
desazonado. Las costumbres cotidianas habían sido un tanto alteradas. Las variantes
introducidas eran escasas, pero molestas. Senén se sentía un poco nervioso. Y esta
nervosidad enturbiaba sus lecturas.
Al fin llegó el día de la partida. No había más remedio. Todo había sido previsto
cuidadosamente. El rápido número 9 no para en Arévalo. Senén había de tomar un
automóvil e ir a Medina del Campo. Ese tren llega a Medina del Campo a la una y
cincuenta de la tarde y reanuda su marcha a la una cincuenta y cinco. Hasta Medina
del Campo fueron acompañando a Senén muchos deudos y amigos. Consideraban
todos como un triunfo el viaje del ser querido. Durante tres meses habían estado
luchando por conseguirlo. Al cabo, la batalla había sido ganada. Por el andén de la
estación de Medina del Campo, esperando el rápido, paseaban todos. Senén Reglero

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se mostraba jovial en apariencia. En apariencia nada más. Por dentro le desconcertaba
la nervosidad. Todas sus costumbres diarias, todo su sincronismo en el vivir
cotidiano, toda su menuda pauta vital se desvanecían. Estaba todo deshecho como en
un terremoto formidable. Había que sonreír, sin embargo. Lo que le consolaba era
que tal vez de este cataclismo de ahora saldría una nueva serenidad. El país vasco es
hermoso. Sus montañas son maravillosas. El verde panorama vasco había encantado
durante muchos años a Senén. Desde lo alto de una montaña —el Hernio, el Andatza,
el Izarraitz o el Aranzazu—, Senén había contemplado lleno de emoción las cañadas
profundas y soledosas, los bosques densos, los riachuelos transparentes y espumosos,
las nieblas espesas y blancuzcas que se van desgarrando en los picachos cenicientos.
La serenidad profunda de estos paisajes había puesto en la sensibilidad de Senén,
fatigada por el trabajo mental, irritable por el cansancio, una dulce e inefable
sedancia. Y luego, la comodidad, el aseo, la ordenación grata de la bella ciudad le
atraían profundamente. De pie en la plataforma del tren, Senén sonreía ya franco y
afectuoso. Sus amigos estaban todavía allí; él les estrechaba por última vez la mano.
El tren iba a partir. Dentro de unas horas sentiría gratamente en sus nervios la
influencia del cielo bajo y gris de Vasconia, del verde intenso y húmedo y de la luz
dulce y cernida. El tren partió. A las ocho y treinta de la noche llegaba Senén Reglero
a San Sebastián.
No había que pensar más. Lo que procedía era entregarse sumisamente en brazos
del destino. Y el destino estaba en un cuarto claro y cómodo que por telégrafo se
había mandado reservar en el Hotel Mundial. Este hotel se halla en el centro de La
Concha. Desde sus balcones se atalaya, más allá de la isla de Santa Clara, la
inmensidad marina. El mar lo iba a ver —no a ver, a presentir— dentro de un
momento Senén Reglero. No podría ver, por las sombras de la noche, la lejanía del
mar. Contemplaría, sí, las lucecitas de los barcos y el fulgor intermitente de los faros.
Pero al día siguiente, desde la aurora, ya estaría él en el balcón. La noche fue un poco
molesta. Dormir en cama desconocida, aunque esta cama sea cómoda, se presta a la
desazón. Durante la noche escuchó Senén la sirena de algún barco. No sabía entre
sueños si estaba en Arévalo o en San Sebastián. La luz del día se marcó en las
junturas de las maderas. Pero no podía conjeturar Senén por esas líneas luminosas la
hora que sería. Lo que lograba repentinamente en Arévalo no lo lograba en San
Sebastián. Se encontraba desorientado. Encendió la luz y vió que eran las siete. Al
levantarse de la cama sufrió una ligera contrariedad. Todo en el cuarto estaba limpio
y todo era grato. Pero el ritmo de las acciones en Senén había sufrido un cambio.
Aquí, sin costumbres, sin pausa instintiva en los movimientos, tenía que hacer cosas
que en Arévalo no hacía. Desde la cama a la silla en que iba a vestirse, y desde la silla
al cuarto de baño, el trayecto resultaba —con todo lo que había que hacer— fatigoso
en extremo. Había que comenzar una nueva vida. El trabajo resultaba abrumador.
Tomó Reglero un libro y comenzó a leer. Se puso triste. No, no; no era esto. La
lectura no tenía el mismo sabor que en Arévalo. Cuando acabó de vestirse se sentó en

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un sillón, abatido, nervioso. No tenía ganas de ver el mar. ¿Qué es lo que él iba a
hacer? ¿Qué determinación cabía tomar? De pronto apretó el botón de un timbre.
—¿A qué hora sale el tren? —preguntó al camarero.
—El primer tren, o sea el rápido número 10, sale a las nueve y veinte.
—Pues entonces —contestó resueltamente Senén— tráigame la cuenta, puesto
que me marcho en ese tren.
En su «Cuaderno rojo» escribe Benjamín Constant: «En general, lo que más me
ha ayudado en mi vida a tomar partidos verdaderamente absurdos, pero que parecían
denotar una gran entereza de carácter, era precisamente la ausencia absoluta de
decisión y el sentimiento que he tenido siempre de que lo que yo hacía era
irrevocable en mi espíritu.» Senén Reglero justificaba su absurda decisión pensando
—y pensaba mucho en ello— que esa decisión había llegado a ser en él irrevocable.
No había más remedio que hacer lo que había hecho. El rápido número 10 llega a
Medina del Campo a las cuatro y veinte de la tarde. En Medina tenía que tomar Senén
un automóvil para ir a Arévalo, puesto que el tren no para en dicha estación. Pero
¿qué iba a decir Senén en Arévalo? ¿Cómo iban a recibirle deudos y amigos? ¿De
qué modo iba él a justificarse? Ya en el automóvil, Senén dio orden de que le llevaran
a Ataquines. En Ataquines fue a visitar a un antiguo amigo. Le recibieron con los
brazos abiertos. Senén podría estar allí todo el tiempo que quisiera. Estuvo un mes
Senén en Ataquines. La casa era destartalada e incómoda. En la cama, con los
colchones llenos de duros burujos de lana, no se podía dormir. Un calderero de la
vecindad turbaba las lecturas de Senén. Niños que entraban y salían en la habitación
le revolvían y rompían libros y papeles. Un mes más tarde, Senén llegaba a Arévalo.
Estaba ya en su cuarto. Se hallaba tendido en su blanda cama. Gozaba de un dulce
silencio. Del bochorno ante deudos y amigos se había librado con la estancia en
Ataquines. Pero ¿y de su propio bochorno? Senén estaba dolido consigo mismo.
Luchaba por justificarse ante sus propios ojos. No podía dormir. Al fin se ha hecho
una lucecita en su cerebro. Ha encontrado la justificación. Las imágenes tienen la
culpa. Él es una víctima de las imágenes. La imagen para él es superior a la realidad.
Flaubert, hablando de su poder imaginativo, ha dicho: Une lecture m’émeut plus
qu’un malheur réel. La realidad vasca es bellísima; pero la imagen que él tiene de esa
realidad es todavía más bella. Y al ponerse en contacto con la realidad ¿no corría
Senén el riesgo de destrozar la imagen?

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CRIMEN EN VERANO

J OAQUÍN FARFÁN era un idealista. El mundo no existe. La realidad es pura


imaginación. La idea lo es todo. Lo que atraía apasionadamente a Joaquín eran
los crímenes sensacionales. Los leía con avidez en los periódicos. Sobre todo, gustaba
de los crímenes en verano. La ciudad está casi desierta. El éxodo de los veraneantes
se halla en su plenitud. A media tarde todo reposa. En estos momentos, cuando los
periódicos carecen de asuntos, se produce un crimen misterioso y sensacional.
Joaquín Farfán quiso cometer un crimen en pleno verano. La idea no se presentó de
pronto en su cerebro. Primero fue como un vago deseo. Poco a poco el deseo fue
concretándose, hasta convertirse en ineluctable imperativo. En la calle de
Cambroneras, número 23, principal izquierda, vivía doña Francisca Aguado. Era una
anciana atrabiliaria. Vivía sola, sin trato alguno humano. En la vecindad se susurraba
que su fortuna era cuantiosa; y, sin embargo, su vivir no podía ser más miserable. El
cuarto de la derecha era idéntico al de la izquierda. Durante una temporada en que se
quedó desalquilado, Joaquín logró sacar un plano. Con el plano en su cartera, con la
cartera repleta de papeles, Joaquín iba todos los días a un café solitario. Preparar un
crimen cuesta mucho. Se necesita estudio minucioso y, a veces, bastante dinero.
Joaquín entraba lentamente en el café. Se sentaba en un rincón. La cartera reposaba
en la banqueta. Sobre la mesa se extendían los papeles. Allí estaba el plano de la casa,
con los numerosos apuntes referentes al proyecto. Durante horas, con el lápiz en la
mano, absorto en profunda meditación, Joaquín Farfán preparaba un crimen. La
realidad no existía. Sólo existía, imperativamente, la idea.
El crimen estaba ya tramado hasta en sus menores detalles. El verano avanzaba.
Un día desapareció Joaquín Farfán del café. Madrid, a mediados de agosto, estaba
desierto. La tarde del domingo que Joaquín había elegido, la calle en que vivía doña
Francisca Aguado aparecía solitaria. Lo inundaba todo un vivo resplandor. Todo
reposaba en profundo silencio. Allá lejos, en los merenderos de la Bombilla,
sonarían, para regocijo de sirvientas y soldados, los pianillos y las charangas. El
martes siguiente, como doña Francisca hiciera dos días que no salía de su cuarto, los
porteros llamaron fuertemente a la puerta. No contestaba nadie. Poco después un
cerrajero forzaba la cerradura. En el cuarto a nadie se encontró. En la cocina se
notaban manchas de sangre a medio lavar. Se vió que un armario y varios cajones
estaban violentados. El crimen comenzó a apasionar a la gente. Los periódicos
publicaban informaciones sensacionales. ¿Dónde estaría el cuerpo de la víctima?
¿Cómo había desaparecido la anciana?
Entretanto, Joaquín Farfán, seguro de sí mismo, continuaba su vida ordinaria.
Indudablemente, se trataba de un descuartizamiento. El ya clásico proceder francés
había sido trasladado a España con toda perfección. El cuerpo de la anciana, metido,

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sin duda, en un baúl, había sido sacado con todo secreto de la casa. En algún pozo
debía de hallarse, o en el fondo del Tajo o del Jarama, o en una lejana estación, en el
almacén de pequeña velocidad, en Sevilla, en Cádiz, en Valencia o en Badajoz
esperando a que el hedor revelara su existencia. (Dos días antes de descubrirse el
crimen, doña Francisca Aguado salía, sin que nadie lo viera, de su casa; emprendía el
camino de La Coruña, y allí era embarcada, con nombre supuesto, para Nueva
Zelanda). El interés que, poco a poco, había ido produciéndose en la opinión era ya
enorme. El gran diario «Andando» publicaba informaciones sensacionales. Planas
enteras estaban dedicadas al misterioso crimen. Y Joaquín Farfán, tranquilo,
ecuánime, entregado al puro idealismo, daba sus paseos, leía, pasaba algún rato en el
café y asistía a los estrenos. Como todo había sido calculado escrupulosamente, él
estaba seguro de que el crimen quedaría impune. Su mayor placer ahora era leer los
periódicos en el café. Compraba una pila de periódicos, y en tanto que el humillo del
cigarro se elevaba en azules espirales, él iba leyendo con ligera sonrisa los relatos de
los diarios. ¿No era curioso lo que decía el juez? ¿Y lo que opinaba el comisario
Benayas, encargado de descubrir al criminal?
La tarde del hecho hacía un calor bochornoso. Joaquín dejó su sombrero sobre
una mesa, en la misma casa del crimen. Los actores saben que el dejar un sombrero
sobre la mesa es nuncio de desgracia. Al salir de la casa Joaquín había olvidado el
sombrero. Por muy finamente que se planee un crimen, siempre queda un cabo suelto
que, tarde o temprano, recoge la Policía. Joaquín había estado fumando en la casa.
Fumaba cigarrillos con boquilla dorada. Joaquín Farfán era un lector asiduo de «Le
Temps», de París. Una tarde estaba en una lechería. Le gustaban a Joaquín esos
establecimientos cuando son limpios y claros. Sobre la mesa tenía, en el blanco
mármol, un vaso de leche. Lo blanco marfileño de la leche se fundía en lo blanco
níveo del mármol. Joaquín desplegó «Le Temps» y, mientras daba chupadas a su
cigarrillo, iba leyendo. Aquella tarde, a la hora en que Joaquín estaba en la lechería,
pasaba por la calle el comisario Benayas. El automóvil sufrió una ligera avería. Se
apeó el comisario y divagó unos momentos por la calle, en tanto la reparaban. La
reparación se prolongaba, y Benayas entró en la lechería y pidió un vaso de leche.
Desde su mesa acabó por fijarse con insistencia en el señor que estaba enfrente
leyendo el periódico. Extraño era que en una apartada lechería de un barrio popular
hubiera un caballero leyendo «Le Temps». En el cerebro del comisario se hizo una
súbita luz. El sombrero que se había encontrado en la casa del crimen tenía la marca
de un sombrerero de Buenos Aires. Debajo de la badana había un pedazo de
periódico para estrecharla. Se vió que ese periódico era «Le Temps». La colilla que se
había recogido en un rincón tenía la boquilla dorada. Joaquín se levantó para
marcharse. Al levantarse tiró el extremo de su cigarrillo. Se abalanzó rápidamente a
recogerlo el comisario y, casi al mismo tiempo, cogió fuertemente por el brazo a
Joaquín. Mientras estuvo Joaquín detenido en la Dirección de Seguridad, se hizo un
minucioso registro en su casa. Al descubrirse la cartera con el plano de la casa del

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crimen y los demás apuntes, hubo en los periódicos un grito de júbilo. Por fin estaba
descubierto el autor del crimen. Días después, en el kilómetro 19 de la línea de
Madrid, Zaragoza y Alicante, entre Getafe y Pinto, se descubrió, al pie del terraplén,
un maletín con un serrucho y un martillo ensangrentados. Pudo comprobarse que
Joaquín Farfán, días después del crimen, había hecho un viaje en tren a Aranjuez.
Pero, ¿y el cuerpo de la víctima? ¿Dónde estaba el cadáver de la infortunada doña
Francisca Aguado? Joaquín estaba en la cárcel, y los folios de la causa iban
rápidamente aumentando. No le importaba a él nada. La realidad no existía. Lo
mismo daba estar en la cárcel que en otra parte. Lo extraordinario del caso era que no
había sido posible descubrir el cadáver de la víctima. Todo acusaba a Joaquín, sin
embargo, y Joaquín fue condenado. Su actitud ante el Tribunal fue, como
correspondía a su idealismo, de perfecta impasibilidad. A los cuatro años de presidio,
el idealismo no contrarrestaba ya la clausura. Joaquín Farfán decidió descubrir la
verdad. Escribió un libro titulado «Lo que yo imaginé». Escrito escuetamente, sin
consideraciones morales, el libro tuvo un gran éxito de crítica y de librería. Pero no
convenció a nadie. El gran diario «Andando», que antes había alcanzado con sus
informaciones un gran aumento en su tirada, quiso ahora realizar otros reportajes
sensacionales a la inversa. Si antes «hizo» periodísticamente el crimen, ahora quiso
«deshacerlo». Envió a Nueva Zelanda, siguiendo las indicaciones del libro, un agudo
reportero para que buscase a doña Francisca Aguado. Al cabo de tres meses regresó a
España el informador. En Nueva Zelanda, recorrida en todas sus direcciones, no había
rastro de tal doña Francisca. En atención a la duda que el libro había suscitado se
incluyó a Joaquín Farfán en un indulto general.
El año pasado, a primeros de julio, me dirigía yo a San Sebastián en el rápido
diurno. A la hora de comer ocupé en el coche restaurante una mesita de dos cubiertos.
Enfrente de mí comía un caballero silencioso, un poco pálido. Parecía de una cortesía
exquisita. Sólo cambiamos durante el almuerzo breves frases. Al terminar, el
caballero se marchó, y yo me quedé pagando mi cuenta. Le pregunté al camarero:
«¿Conoce usted a ese señor que ha comido aquí? Parece un hombre interesante.» El
camarero, bajando la voz, me contestó: «Es el autor del crimen de la calle de
Cambroneras. Va a San Sebastián a dar una conferencia.»

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LOS VASCOS DE MINGORRÍA

A LAS siete y diez de una mañana de junio de 1895 salía de su casa don Bernardo
Echeveste. Era don Bernardo Echeveste vecino de San Sebastián y vivía en la
calle de Churruca, número 8, encima de la librería Pedagógica y objetos de escritorio
de Luis Serván. Tenía setenta y cinco años y había sido durante mucho tiempo
capitán del transatlántico español «Tubalia». El correo de Madrid salía de San
Sebastián, en 1895, a las siete y cuarenta. Paseando, con un maletín en la mano, se
dirigía don Bernardo Echeveste a la estación. La mañana estaba deliciosa. El cielo se
hallaba encapotado. La luz suave y opaca hacía resaltar el verde intenso de arboledas
y prados. Habían salido ya los periódicos de la mañana. Don Bernardo Echeveste
compró «La Unión Vascongada» y, ya sentado en el tren, se puso a leer. Ningún viaje
de los que por todo el Planeta había hecho don Bernardo le impresionara más que
éste. Había estado en Groenlandia, en el mar Pacífico, en la Patagonia, en
Norteamérica. No había rincón del Planeta que él no hubiese registrado. Se había
visto en trances angustiosos. Tifones formidables había capeado él en los mares del
Sur que a otro navegante hubieran achicado el corazón. Sonriente, sin dar
importancia a las tormentas, se había sobrepuesto don Bernardo Echeveste a los más
serios peligros. Y ahora, retirado ya, lejos de las terribles procelas, se sentía un poco
emocionado. El tren corría hacia Castilla y don Bernardo Echeveste estaba sumido en
su lectura. Pero, a ratos, su pensamiento dejaba el periódico y volaba por otras partes.
Mingorría es pueblo de Ávila y está situado en la línea de Madrid a Irún, en el
kilómetro 128, entre el apeadero de Pedrosilla y la estación de Velayos. Fue fundado
el pueblo por un puñado de vascos. Guipúzcoa es un pontón amarrado a España. De
todas las ciudades marítimas de España, Guipúzcoa es la que tiene más costas con
relación a su superficie. Se ha dicho que el nombre de Guipúzcoa procede de «egui
puzua», o sea, pozo de montes. Ninguna soledad más profunda que la de un pozo.
Cuando se desciende de la alta meseta hacia Guipúzcoa, al pasar del cielo radiante al
cielo ceniciento, del suelo desnudo al suelo cubierto de verde intenso, se tiene la
sensación profunda —profunda y dulce— de penetrar en un ámbito gratísimo de
quietud y silencio. Habituados los vascos a la soledad verde de sus montañas, había
de serles familiar la soledad azul del mar. Desde primera hora de la civilización
hispana han navegado los vascos por todos los mares del mundo. Guipúzcoa ha
tenido el honor de suscitar los celos de Inglaterra. Los navegantes de Guipúzcoa
corrían tanto por los mares como los navegantes britanos. Y San Sebastián ha sufrido
los efectos, dolorosos efectos, de esa celera.
Al día siguiente de su salida de San Sebastián, don Bernardo Echeveste estaba
sentado ante una puerta de Mingorría. El cielo era alto, limpio y de un azul profundo.
Don Bernardo Echeveste, como en el puente de un vapor, observaba con la cabeza

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erguida el alto cielo. Una nube blanca pasaba navegando. Cruzó un niño por delante
de don Bernardo y éste le preguntó:
—¿Cómo te llamas tú?
—Jaime Noblejas —contestó el niño.
La mañana se deslizaba plácida. El pueblo se hallaba sumido en silencio. De tarde
en tarde discurría por la calle un labriego que se encaminaba al campo. Se oía a lo
lejos el tintineo de una herrería y allí cerca resonaban los martillazos de un
carpintero. Pasó otro niño y don Bernardo le preguntó:
—¿Cómo te llamas tú?
—Federico Donoso —repuso el niño.
Don Bernardo Echeveste tornó a sumirse en su sopor. Al cabo de estar escrutando
el cielo, alto y límpido cielo, don Bernardo había caído en una dulce somnolencia.
Toda su febril actividad de la juventud estaba compensada ahora por estos momentos
gustosos de paz. A la esperanza había sucedido en su espíritu la decepción. De pronto
salió de la carpintería vecina un niño de unos siete años. Llevaba en las manos el cazo
de la cola y unas astillas. Don Bernardo le hizo una seña y el niño se le acercó:
—¿Cómo te llamas tú?
—Víctor —contestó el niño.
—¿Víctor, qué? —insistió don Bernardo.
—Víctor Arosteguieta.
Los ojos de don Bernardo se encendieron con viva luz y las manos del anciano
temblaron ligeramente. Dos días después, en San Sebastián, don Bernardo Echeveste
bajaba a la playa de La Concha llevando de la mano a Víctor Arosteguieta. Se
acercaron los dos al mar. Las olas, en blando ir y venir, avanzaban por la dorada
arena y se retiraban dejando una orla de blanca espuma. Don Bernardo cogió en el
hueco de la mano un poco de agua e hizo que Víctor la probara. Al mismo tiempo
decía:
—El agua del mar está salada y nadie sabe por qué está salada. No lo sabe nadie
ni lo sabrá jamás. La salinidad del mar es un misterio profundo que eternamente
tendrá ante sí el hombre.
Y tras una pausa en que los dos, anciano y niño, contemplaban el mar, don
Bernardo, sacudiendo sus dedos mojados sobre la cabeza del niño, dijo:
—Víctor, yo te bautizo. Tú serás, como tus antecesores remotos, marino. Tú,
como ellos, navegarás por todos los mares del Globo.
Un mes más tarde, acomodada en San Sebastián, la familia de Víctor, don
Bernardo y el niño embarcaban para Brest y desde allí pasaban a Plymouth. La vida
de Víctor Arosteguieta fue varia y fecunda. Desde el fondo de su espíritu se sentía él
atraído por el mar. Siendo ya hombre solía contar que la primera vez que vió el mar,
llevado ante el mar por su protector, experimentó la sensación de ver algo que ya
había visto muchas veces. En cualquier parte del mundo estaba él como en su casa.
Pero allá en lo más recóndito de su personalidad, en esos momentos en que se

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encontraba a millares y millares de kilómetros de su patria, Ávila, tenía para Ávila un
pensamiento de amor. Si don Bernardo Echeveste no había perdido nunca la
serenidad, de pie, erguido en el puente del transatlántico, ante el gigantesco iceberg o
combatido por las ráfagas formidables de un tifón, Víctor Arosteguieta, afable
siempre, con la sonrisa en los labios, afrontaba los más pavorosos trances. Cortés,
acogedor, cuantos le rodeaban se sentían seguros ante sus gestos y sus palabras. Y
pasó el tiempo. Las olas vienen y tornan a venir. Los años vienen y no tornan más. La
juventud no se vive dos veces. Habían transcurrido cuarenta años. Una tarde de julio,
un automóvil llegó hasta doscientos metros de Mingorría. Descendió del coche un
caballero y se dirigió al pueblo. El caballero era don Víctor Arosteguieta, capitán del
transatlántico inglés «Caledonia». El «Caledonia» estaba anclado fuera de la bahía de
La Concha, frente a la isla de Santa Clara. Víctor se sentó, en Mingorría, ante una
casa. Contemplaba el cielo alto y limpio como si nunca lo hubiera contemplado. Pasó
un niño y Víctor le preguntó:
—¿Cómo te llamas tú?
—Miguel Pelayo.
Víctor Arosteguieta volvió a su contemplación. Pasó otro niño.
—¿Y tú, cómo te llamas?
—Jacinto Brochero.
El pueblo se hallaba en silencio y el corazón de Víctor palpitaba con fuerza. Lo
que el peligro no había hecho antes, lo hacía ahora esta placidez de su pueblo natal.
El tiempo había pasado y todo estaba lo mismo. Habían desaparecido unos hombres y
habían nacido otros. Como en el mar, se sucedía eterno el oleaje humano.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó Víctor a otro niño.
—Pedro Muñagorri —contestó el niño.
Los ojos de Víctor se alegraron. En un instante cambió en Víctor Arosteguieta el
curso de sus pensamientos. Dos días más tarde, Víctor Arosteguieta y Pedro
Muñagorri llegaban a San Sebastián y embarcaban en una lancha para dirigirse al
«Caledonia». Pero el niño se sentía cohibido. Trataba de tranquilizarle Víctor y el
niño oponía una resistencia tenaz. Huraño y ensimismado, permanecía en el barco
encogido medrosamente, como un animalito selvático. No quería probar bocado.
Cuatro días más tarde, acompañado de un marinero del «Caledonia», Pedro
Muñagorri tornaba a Mingorría. La tierra, esta vez, había podido más que el mar.

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EL MAYOR FRACASO

H ABLANDO de Eladia Pía con el doctor Carral, me decía el doctor: «No he


asistido más que a una sola sesión de Eladia Pía. Fue un completo fracaso. Ni
afirmo ni niego. No soy materialista ni idealista. Materialismo e idealismo no tienen
para mí sentido. Nadie puede demostrar la existencia de la materia. Vivimos rodeados
de misterio. He leído a todos los grandes filósofos. No me han enseñado nada. He
meditado sobre la “Crítica de la razón pura”, de Kant. Para mí ese libro no pasa de ser
un juguete infantil. Para que Kant hubiera dicho algo nuevo, hubiera sido preciso que
Kant pensara con un instrumento distinto del cerebro humano. El cerebro de Kant es
idéntico al cerebro de un labriego. El cerebro de Kant y el cerebro de un labriego son
iguales a los cerebros de todos los hombres. La herramienta es igual en todos; lo que
varía en Kant es la sutilidad y perfección. No hay más que espacio y no espacio,
tiempo y no tiempo. Trate usted de imaginar algo distinto y no podrá conseguirlo. No
lo consiguió Kant ni lo conseguirá ningún filósofo. ¿Y podemos decir que no exista
más que tiempo y no tiempo, espacio y no espacio? ¿Tan locos seremos que
habremos de negar esa posibilidad? Lo más que alcanza el cerebro humano es a
imaginar que fuera de ese círculo inexorable puede haber otra cosa. Y ahí nos
detenemos. La otra cosa que puede haber es lo que no podemos concebir. ¿Qué quiere
usted que le diga de Eladia Pía? Las apariciones del espectro Katie King, o sea de la
difunta Annie Owen Morgan, en 1874, no las niego. Entendámonos; lo que hago es
ser un lector imparcial. No sé si apariciones análogas se pueden o no producir.
Hombres eminentes han afirmado la verdad de los fenómenos a que aludo. Eladia Pía
posee una fuerza extraordinaria y misteriosa. No lo niego tampoco. Lo que afirmo es
que cuando trabajó en mi presencia sufrí un profundo desencanto. No se produjo nada
de lo que esperábamos. Ante mí, Eladia Pía fue una mujer vulgar. No hubo ni la más
ligera manifestación de su poder extraordinario. Todas las experiencias que se
hicieron fracasaron. La misma Eladia Pía lo reconoció así. No había más que hablar.
No he vuelto a verla. Luego he visto en los periódicos elogios fervorosos. Y repito lo
que antes: ni afirmo ni niego. Lo que hago es concretarme a mi propia experiencia.»
No volví a hablar más con el doctor Carral de Eladia Pía. A Eladia Pía no la
conocía yo personalmente. Dos años más tarde viajaba yo de Madrid a San Sebastián.
No tenía prisa. En julio de 1897, don Antonio de Noreña y don Miguel de Asúa
hicieron un viaje de Madrid a Santander en faetón de capota. El coche iba tirado por
cuatro briosos caballos. El viaje lo realizaron en quince jornadas. Con mucho gusto
hubiera ido yo de Madrid a San Sebastián en un faetón de capota. Pero no lo tenía, y
tomé el tren correo, que sale de Madrid a las once y veinte de la noche y llega a San
Sebastián al otro día a las seis cincuenta de la tarde. El día era claro y caluroso. Las
llanuras de Castilla estaban espléndidas bajo el alto y límpido cielo azul. Tengo en la

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retina la marcha del tren, despaciosamente, por la tierra llana, la tierra parda, la tierra
desnuda, entre dos filas de altos álamos. Las cigarras cantan, y un momento se
escuchan, al pasar el tren. Se pierde repentinamente su canto, y de nuevo, al cabo de
un instante, se oye el chirrido estridente de otras cigarras, que se apaga a poco
también. En mi coche no había nadie. Creo que sucedió esto que estoy contando entre
Burgos y Miranda de Ebro. No puedo decir, sin embargo, que la visión del tren entre
los álamos corresponda a este trayecto. A media mañana, con tanto sol, con tanto
calor, yo sentía una dulce somnolencia. Bajé los cristales de las ventanillas, cerré la
puerta del pasillo y me tumbé en el asiento, de cara a la pared. No sé cuánto tiempo
pasé. El sueño era gratísimo. Tras la intensa fatiga cerebral, ocasionada por lecturas y
trabajos, este reposo profundo y suave reparaba mis nervios. Y de pronto advertí que
el tren, con ímpetu poderoso, se precipitaba por un barranco. En un instante se
produjo todo esto. Escuché gritos dolorosos, ruido formidable de tablas y hierros que
se rompen y estrépito de escombros que caen revueltamente. De un salto me tiré del
asiento. Y no pasaba nada. El tren corría normalmente por la vía y las cigarras
cantaban en los álamos bajo el azul. Abría yo los ojos asombrado y ante mí,
sonriente, con una sonrisa levísima, estaba una señora. Sentada en un ángulo, tenía
sobre las rodillas un maletín. Iba vestida con un sencillo traje gris de levita y se
tocaba con un sombrerito de fieltro ceniciento. Los zapatos eran rojos. Toda su
persona respiraba sencillez y distinción. En los ojos, verdes, extraños, de una
profundidad misteriosa, había una luz que me sobrecogió. La dama había sacado del
maletín un saquito de bombones y me ofreció uno. Rehusé cortésmente. Se puso ella
a comer, y al mismo tiempo que comía sentía yo en mi boca, como si lo estuviera
comiendo, el gusto de un bombón. No decía yo nada. Permanecía extático. En
seguida la señora cogió un periódico y se puso a leer. Y en este momento en mi
cerebro iban apareciendo, cual si yo mismo leyera, las líneas de un artículo. Leía yo
esto, lentamente, en el periódico: «En los círculos internacionales se estima que estas
declaraciones de principio serán bastante enérgicas; pero que todos los delegados se
esforzarán en no pronunciar palabras irreparables.» Cuando terminó esta lectura volví
a leer las mismas líneas: «En los círculos internacionales se estima…» Así hasta tres
veces. La señora tenía oculto el rostro por el periódico. Lo bajó de pronto y yo pude
ver en su rostro una sonrisa más pronunciada que la de antes.
—¿Está usted jugando conmigo, Eladia Pía? —dije.
—¿Yo jugando con usted, Román Portal? —dijo ella.
—¿Trabaja usted mucho?
—Cuando no trabajo nada es cuando trabajo.
—Eso me pasa a mí. Por eso defiendo mis ocios.
—El ocio es creador. Soñar es crear.
El tren corría y la conversación se hizo cada vez más cordial.
—¿Usted ha conocido al doctor Carral, Eladia Pía?

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—No me hable usted. El doctor Carral representa en mi vida el mayor fracaso. El
mayor fracaso y el mayor éxito.
—¿Quiere usted explicarme esa contradicción?
—El doctor Carral era un buen trabajador científico. Sabía ser espectador ante el
hecho insólito. Sabía también que las hipótesis son las madres de las ciencias. La
hipótesis disparatada de hoy es la certidumbre de mañana. La hipótesis es el ensueño.
La ciencia, en el fondo, no se diferencia en nada de la poesía. El doctor Carral quiso
conocerme. Había ya sufrido un ataque de hemiplejía. Pero, como Pasteur, que
después de un ataque de hemiplejía es cuando realizó sus más bellos trabajos, Carral
conservaba toda su lucidez de su cerebro. Después de ese ataque es cuando el doctor
trabajó más y mejor. Le acompañaba siempre un criado. El criado era su hombre de
confianza. Con él vino a verme. Convinimos en que yo trabajaría ante varios amigos.
Todas las experiencias que se hicieron fracasaron. Ante mí tenía al doctor y a su
criado. Desde el momento en que yo vi a este hombre, me sentí conmovida
profundamente. Estaba yo leyendo en lo más íntimo de su ser. Y lo que yo leía en este
hombre de la confianza del doctor era terrible. Sí, no cabía duda; allí, ante mis ojos,
había una tragedia latente. Una tragedia que veía yo en ese hombre y que iba
ineluctablemente a realizarse. Comprenderá usted que en esas condiciones mi trabajo
había de ser infructuoso. No atendía yo a las experiencias que se hacían, sino a la
tragedia que estaba viendo en lo futuro. La sesión terminó y se planteó para mí un
problema angustioso. ¿Cuál era mi deber? ¿Debía yo revelar al doctor lo que sabía? Y
si advertía al doctor, ¿qué éxito iban a tener mis revelaciones? Acababa yo de
fracasar ruidosa y totalmente ante el doctor ¿y el doctor me iba a creer a mí? El
tiempo fue pasando. Los informes que yo procuré tomar discretamente respecto del
criado del doctor eran inmejorables. Le cuento a usted esas cosas sin reserva ninguna.
Si usted, novelista, las revelara, nadie las creería. Tuve que ausentarme de Madrid.
Las andanzas de la vida iban haciendo empalidecer la imagen trágica. El tiempo y el
espacio —el tiempo y el espacio que preocupaban tanto al doctor Carral— hacían su
labor. No recuerdo ahora dónde yo me encontraba. No sé si en París, en Florencia o
en Berlín. El caso es que un día, en la calle, en un quiosco de periódicos, compré un
periódico español, y al desplegarlo y esparcir la vista por sus planas vi que allí estaba,
en grandes letras, la terrible y fatal noticia.

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SENTADO EN EL ESTRIBO

J UAN VALFLOR se había despedido ya dos veces del toreo. Volvía ahora por tercera
vez al redondel. No había podido resistir a la tentación. Durante el invierno no se
había acordado de los toros. De tarde en tarde los amigos charlaban de toros y Juan
permanecía indiferente. Llegó la primavera. Los periódicos comenzaron a publicar
informaciones de toros. Se celebraban las primeras corridas. Todo esplendía,
rejuvenecido, en el aire. La luz era intensa y los árboles se vestían de nuevo follaje.
Juan Valflor se sentía fuerte y ágil. No había perdido ni la menor de sus facultades. El
impulso de la primavera le arrastraba. Evocaba sin quererlo sus pasadas hazañas. La
plaza, henchida de un público fervoroso, llena de luz y de colores, se le representaba
a cada momento. Y Juan se ponía triste. No podía coger un periódico en que se
hablara de toros, ni podía soportar una conversación sobre el arte. Su tristeza
aumentaba. En la familia observaban todos su cambio con vivísima contrariedad. No
podía Juan continuar de este modo. Casi era preferible que volviese al toreo a que
continuase con esta murria dolorosa. Al fin, una voz femenina le dijo: «Torea y pase
lo que pase.» Juan repuso vivamente, como saltando de alegría: «Toreo y no pasa
nada.»
Juan Valflor está en el cuarto del hotel vistiéndose para torear la primera corrida
de la temporada. Con él se halla su íntimo amigo Pepe Inesta. Desde la muchachez,
Pepe ha ayudado en todas sus luchas a Juan. Le ayudó pecuniariamente cuando
principiaba como novillero. Le ha aleccionado con sus consejos. No se aparta de él ni
un minuto. Le acompaña a todas las corridas.
—Pepe —dice Juan—, tú no me has visto todavía torear. No me has visto torear
nunca. No te rías. Esta tarde me vas a ver torear por primera vez. A gusto mío no he
toreado yo nunca. Y no he toreado porque no he tenido toros. No podía yo retirarme
sin torear bien, aunque no fuera más que un toro. Me habéis hablado del cuarto de
esta tarde. Decís que es un toro noble, claro y poderoso. Si los hechos responden a la
lámina, esta tarde tú y toda la plaza me veréis torear. Juan Valflor toreará por primera
vez esta tarde. ¿Te sigues riendo?
—¿No me he de reír, Juan? Tú has toreado siempre superiormente. ¿El toro de
esta tarde? ¿El toro cuarto? Un gran toro. «Careto» es un toro soberbio.
Juan Valflor hizo un movimiento brusco al ponerse las medias, y un espejito de
mano que había sobre una mesa cayó al suelo y se hizo pedazos. Juan y Pepe
quedaron absortos. Durante un instante reinó en la estancia un silencio profundo.
Pepe continuó luego hablando. No daba importancia al accidente. Juan había
olvidado ya la aciaga rotura. La conversación proseguía cordial y animada. Un perro
se puso a aullar en la casa de enfrente. Su aullido era largo, triste, plañidero. En los
primeros instantes ni Juan ni Pepe advirtieron tan fúnebres aullidos. La persistencia

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en el ladrar hizo que los dos amigos pararan su atención en el hecho. En el silencio
resonaban malagoreros los ladridos del can. Salió un momento del cuarto Pepe y
volvió al cabo de un rato. «¿No podías hacer que callara ese perro?», dijo Juan. «Ya
he mandado recado —contestó Pepe—; pero resulta que los dueños de la casa se han
marchado y han dejado el perro en el balcón.» El tiempo pasaba. Se iba acercando la
hora de la corrida. La expectación en toda la ciudad por ver a Juan Valflor era
enorme. Los pasillos del hotel estaban llenos de amigos y admiradores que
aguardaban a que Juan acabara de vestirse para irle acompañando a la plaza. Pepe
había dado orden terminante de que no entrase nadie en el cuarto. El perro continuaba
aullando lúgubremente. La alegría con que antes se deslizaba la conversación de los
dos amigos había cesado. Juan se iba vistiendo con movimientos lentos. Había en el
ambiente algo que causaba tenaz preocupación.
De pronto, la puerta se abrió y se precipitó en el cuarto un caballero que se arrojó
en los brazos de Juan. Era un antiguo e íntimo amigo a quien Juan no había visto
desde hacía muchos años. Cuando se separaron, Juan pasó por su amigo la vista de
arriba abajo y vió que iba vestido de riguroso luto. Se le había muerto a este caballero
un deudo cercano hacía poco tiempo. No sabía Juan lo que decir. No decía nada Pepe.
Callaba el recién venido. En este denso y embarazoso silencio los persistentes
aullidos del perro resaltaban trágicamente. Todo había cambiado ya. No era el mismo
Juan. Ni era el mismo Pepe. A veces Pepe, violentamente, con alegría forzada,
soltaba algún chiste. No se reía nadie. Otras veces, venciendo su emoción, evocaba
recuerdos pasados. Nadie le secundaba en la charla. La hora de partir estaba próxima.
Faltaban sólo algunos momentos para abandonar el cuarto. El caballero enlutado
había desaparecido. Ante el espejo, Juan daba los últimos toques a su atavío. Durante
un instante, al volverse del espejo, Juan se encontró cara a cara con Pepe. Fue éste un
momento largo, interminable, eterno. Los dos entrañables amigos parecía que se
estaban viendo por primera y por última vez. Lo que Juan estaba pensando no quería
decirlo. Y Pepe por nada del mundo hubiera dicho lo que él tenía en este minuto en el
cerebro. Lentamente, sin quererlo ni uno ni otro, avanzó el uno hacia el otro y se
fundieron en un estrechísimo y silencioso abrazo.
En la puerta resonaron unos golpes. «En marcha», dijo Juan. Y dejaron el cuarto.
En el pasillo, el tropel de los admiradores envolvía a Juan. El cariño y el halago
afectuoso de todos logró atenuar momentáneamente la preocupación penosa de Juan.
Aquí estaba ya Juan Valflor, el gran torero, el único. Y se encontraba dispuesto a
torear, bien toreado, como no había toreado nunca, a ese toro que había de saltar al
redondel en cuarto lugar. Sí, se despedía para siempre, con esta temporada, de los
toros. Pero se despedía después de haber toreado bien al menos un solo toro. Los
demás no contaban. Y ya en el automóvil, camino de la plaza, bajo el cielo azul, al
pasar raudo por la calle, la mirada de Juan se detuvo un instante en una mancha
negra. Al mismo tiempo Juan se estremecía profundamente. Lo había olvidado todo y
todo volvía. La mancha negra era un féretro. El entierro se cruzaba un momento con

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el coche, camino de la plaza. Y de nuevo Pepe y Juan sintieron en el espíritu un peso
formidable. La plaza estaba atestada de un público pintoresco y clamoroso. En el
momento de despedirse de Pepe, Juan dijo en voz baja, casi imperceptible: «Pepe,
daría cualquier cosa por no torear esta tarde.» Estaba ya Juan en el redondel. Había
tirado con desgaire su rico capote de paseo a una barrera. Desde los tendidos le
saludaban a voces. Había hecho el paseo de un modo desgarbado. Parecía que se le
desmadejaban los miembros. Pero en este momento de abrir el capote por primera
vez ante el toro, Juan era otro. Se había transformado. De desmañado y caído se había
trocado en un hombre rígido, apuesto, señoril en todos sus ademanes. Despacio, con
elegancia insuperable, parados los pies, Juan, en la cabeza del toro, iba llevando a
éste suavemente de un lado para otro entre los pliegues de la tela. Su primer toro lo
toreó bien. Llegó el cuarto.
El toro salió lentamente del toril y se paró con la cabeza alta en medio de la plaza.
Su actitud era soberbia. El magnífico animal entusiasmó a todos. La plaza entera
vibraba de pasión. Y allí estaba Juan, reposado, elegante, con un gesto de supremo
estoicismo. Con ese mismo gesto lento cogió la muleta y el estoque. El momento
supremo había llegado. En la plaza se produjo un profundo silencio. Arriba, el cielo
purísimo esplendía en su azul. Los primeros trasteos arrancaron ovaciones
entusiastas. Juan Valflor no había toreado nunca como toreaba ahora. Dueño de sí
mismo y dueño del toro, sin alegrías inoportunas, sobriamente, con elegancia austera,
el gran torero jugaba con el noble animal. La muleta pasaba y repasaba y las astas del
toro cruzaban bajo los brazos de Juan. Y, de pronto, sobrevino la tragedia.
Juan estaba con la muleta desplegada a un paso del toro. Se produjo en la barrera
que ocupaba Pepe Inesta un ligero rumor. Los espectadores cercanos a Pepe se
levantaban y lo rodeaban. Juan se apartó del toro y fue hacia la barrera.
Transcurrieron unos minutos de confusión. Al fin se vió que se llevaban a Pepe entre
varios espectadores. Comprendió Juan lo que había sucedido. Las voces de los
circunstantes lo decían. «¿Ha muerto Pepe? —preguntó Juan a uno de los peones—.
Di la verdad. No me engañes.» «Sí —repuso el peón—. Ha muerto.» Juan Valflor
estaba intensamente pálido. Impasible, más erguido que antes, volvió al toro y
continuó la faena. El silencio en la plaza era imponente. Juan Valflor, pálido, inmóvil,
citó a recibir y consumó la suerte de un modo prodigioso. El toro se desplomó en el
acto. En la plaza resonó una ovación delirante. Bajó Juan la cabeza y levantó la
muleta en señal de saludo. Lentamente se fue al estribo, se sentó, puso los codos en
los muslos, escondió la cara entre las manos y rompió a llorar como un niño.

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LA MANO EN LA MANO

E L 24 de febrero de 1881, en París, la sirvienta L. salía del hospital de dar a luz.


Llevaba a su niño en brazos. La comadrona, Anne Jeannessé-Vermorel, le hizo
proposiciones para que le cediera el niño. Se realizó la cesión. Al día siguiente la
sirvienta estaba arrepentida. El comisario de Policía averiguó que el niño había sido
cedido a una parturienta. La parturienta había dado a luz un niño muerto. Para
evitarse la emoción de su desgracia, había ideado la familia sustituir el niño muerto
con otro vivo. El hecho lo transcribimos del libro titulado «Faits divers de l’année
1881», publicado en París por el editor Jules Rouff en 1882. Un hecho análogo se ha
producido en España en tiempos más recientes. Paz Urquiola se casó en 1912, siendo
muy joven, en Madrid. Pertenecía a una opulenta familia de Álava. El marido era un
perdulario. En 1913, Paz dio a luz un niño muerto. La familia de Paz, para evitar la
terrible emoción de la desgracia, sustituyó el niño muerto con otro vivo. Se deshizo el
cambio. La familia tuvo que dar con muchas precauciones la noticia a Paz. El niño, a
quien esperaba un seguro y brillante porvenir, fue devuelto a su verdadera madre. El
desconsuelo de Paz fue hondo. A esa profunda decepción se añadían los escándalos
cotidianos del marido. Dos años después, el marido moría. Paz Urquiola se retiró a
Guevara, pueblecito de Álava, en el partido judicial de Salvatierra.
La vida había tenido una experiencia terrible para Paz Urquiola. Un instante sintió
una ilusión gratísima. Fue cuando vió el niño en sus brazos, risueño, sonrosado.
Había escrito el nombre de este niño en un papel que guardaba en el fondo de un
bufetillo. El niño podría ser su hijo. Se llamaba Ventura Cros. Se hallaba Paz
Urquiola muy lejos de Madrid, geográfica y espiritualmente. La vida que hacía era
sencilla. Vivía mezclada a los campesinos que cultivaban las tierras. Se levantaba al
nacer el día y se recogía temprano. El trajín del campo le hizo olvidar poco a poco las
amarguras pasadas. A lo largo de los años sus deudos habían ido muriendo. Se
encontraba ya sola. El tiempo había pasado rápidamente. Con la corriente del tiempo
se habían ido recuerdos, sensaciones, esperanzas, angustias. Todos los recuerdos, no.
De tarde en tarde, en las horas primeras de la noche, cuando todo reposaba ya en la
casa, abría el bufetillo, revolvía sus papeles y se quedaba en éxtasis ante una cuartilla
en que ponía: «Ventura Cros. Madrid, 1913.» Ya sería un niño crecido ese niño. Ya
caminaría de la mano de no sabía quién por las calles de Madrid. Ya travesaría en los
jardines. Ya llevaría a la espalda por las mañanas una cartera abultada con libros. No
podía imaginarse Paz Urquiola cómo sería este niño. Y allí podía estar junto a ella,
contemplándole él a ella y mirándole arrobada ella a él. Allí podían estar los dos en
íntima y amorosa conversación. Sí, ella, Paz Urquiola, sería la madre de este niño.
Ella no sabría nada. El secreto se lo habrían guardado cuidadosamente. Los

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sentimientos maternales de Paz serían tan hondos, tan finos, tan entrañables, como si
realmente Venturita fuera su hijo.
¿Y qué iba a ser en el mundo de Venturita? Las riquezas que ella tenía, ¿para
quién iban a ser? En cambio, Ventura Cros seguramente encontraría en el mundo sólo
abrojos, sinsabores y amarguras. Paz Urquiola, al cabo de tantos años, no sabía nada
de Ventura. No quería saber nada de Madrid. La evocación de Madrid representaba
para ella el dolor y la decepción profunda. Donde había creído encontrar la felicidad,
había hallado el desengaño más cruel. El tiempo se deslizaba. Paz Urquiola, en
Guevara, a orillas del Zadorra, sentía que la vida en pleno campo la enrudecía un
poco. Para desbastarse pasaba cortas temporadas en San Sebastián, en Burdeos y en
París. Hacia la alta meseta no quería ascender. Tenía la aprensión siempre de que le
iba a acontecer algo penoso. A la sospecha de un seguro dolor, se mezclaba de pronto
el recuerdo de Ventura Cros. Ahora tendría veinte años. Sería un mozo gallardo. Paz
tenía la impresión, recordando la robustez del recién nacido, de que el niño sería al
presente un apuesto doncel. Una noche, en tanto que lucían las estrellas límpidamente
—se veían por la ventana abierta— y que ladraba en la lejanía, casi imperceptible, un
perro, tomó la pluma y comenzó a escribir a una amiga de Madrid. Le pedía que
averiguara el paradero de Ventura Cros. Al escribir estas líneas se sentía conmovida.
Hubo un instante de tregua. De pronto cogió el papel y lo hizo añicos. Valía más no
saber nada. No había que correr el riesgo de que otra infausta sensación viniera a
unirse a la sensación dolorosa de su marido. No quería pensar que Ventura Cros fuera
un indeseable. Rebelábase enérgicamente al pensarlo. Y, sin embargo, la idea amarga
de su marido, tan honda, tan indeleble, se sobreponía a esta otra remembranza. Para
sufrir, ya había sufrido bastante. Dejaría correr la vida. No se acordaría de Ventura
Cros. Pero, ¿lo podía hacer ella? ¿No se estaba ella engañando, por exceso de tristeza,
a sí misma? Tales perplejidades acongojaban dolorosamente a Paz Urquiola.
Y un día, al descoger las planas de un periódico, experimentó una profunda
sorpresa. Sí, ponía eso. No lo podía negar. Lo estaban viendo sus ojos. Ponía al pie de
unos versos: «Ventura Cros». Los versos eran bonitos. ¿Sería éste el Ventura Cros
suyo? ¿Sería éste su hijo? Al pronunciar mentalmente la palabra hijo se conmovía.
Los años habían pasado también para ella. Pero la vida sana del campo la había
conservado lozana y ágil. En 1934 Paz Urquiola parecía una moza. Tres o cuatro
veces leyó los versos de Ventura Cros. No era posible que este Ventura fuera el suyo.
Y, sin embargo, todo en ella, desde lo más profundo de su ser, lo afirmaba. El 10 de
julio de 1935 decidió Paz ir a San Sebastián. A punto de meterse en el automóvil
llegaron a Guevara unos amigos. Dejó el viaje para el día siguiente. Al otro día le
ocurrió al automóvil un serio percance y Paz tuvo que tomar el rápido de Salvatierra.
El tren iba atestado de veraneantes. En Zumárraga bajó, para encaminarse a Cestona,
una familia que llenaba el departamento en que iba Paz. Paz Urquiola se puso un
momento a la ventanilla. El tren, arrastrado por la locomotora eléctrica, corría
vertiginosamente. Al quitarse Paz de la ventanilla se sentó para arreglarse el pelo,

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alborotado por el viento, ante un espejito. Y al dejar el espejo miró a un viajero que
tenía enfrente y se puso intensamente pálida.
Dos meses antes, los periódicos habían publicado el retrato del autor de una obra
estrenada en el Español. El autor era Ventura Cros. Paz Urquiola había recortado el
retrato y lo había contemplado largamente noches y noches. Y aquí estaba ante ella,
sí, no cabía duda, Ventura Cros. Lo tenía sentado enfrente. Lo estaba mirando. Era un
mozo de tez morena, ojos negros, busto fuerte y erguido. Sí, éste, Paz Urquiola, éste
que tienes delante, es tu propio hijo. Y tú no lo habías visto hasta ahora. Y ahora,
¿qué vas a hacer? ¿Cómo le vas a hablar? Cuando suene el metal de su voz —voz que
será melodiosa— tú ¿qué vas a sentir? Paz Urquiola estaba pálida. El joven la miraba
atento. Corría el tren. De Zumárraga a San Sebastián el rápido tarda una hora. No
había que perder tiempo. La voz de Ventura Cros sonó. Se le metió en el alma a Paz
Urquiola. Ventura, ante Paz, espléndida en su otoñada lozana, sentía la atracción del
adolescente por la mujer que declina. Paz, ante Ventura, no sabía qué sentimientos
experimentaba. Le daba miedo a ella misma el saberlo. Se entrecruzaron las dos
voces. Fulgían los ojos. Paz seguía ávidamente los menores movimientos de Ventura.
Hubiera querido no estar enfrente de él, separada por un breve espacio, sino a su lado.
La conversación se mantenía en generalidades. Pero la menor palabra, la palabra más
anodina, tenía para Paz y para Ventura un significado profundo.
El tren llegaba ya a San Sebastián. Los dos sonreían. En la estación, un momento
permanecía Paz en la plataforma del coche. Ventura le daba la mano para que
descendiese. Con su mano en la mano de Ventura, Paz se retardaba en la plataforma.
Este instante en que sentía aprisionada su mano por la de Ventura ansiaba ella
prolongarlo indefinidamente. Sentía en lo más hondo de su organismo una
voluptuosidad indecible. Y de nuevo, en la puerta de la estación, al despedirse, entre
el turbión de los viajeros, la mano de Paz se abandonó en la mano de Ventura.
—En el Garden Hotel.
—En el Hostel Vasconia.

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LA ALQUERÍA DEL POMELL

L A ALQUERÍA del Pomell, es decir, del pomo o ramo, era propiedad de Sinibaldo
Mompó. Se hallaba situada cerca de Valencia, en el término de Alfafar. Hacía
mucho tiempo que Sinibaldo no iba a Valencia. Vivía en Madrid. La alquería del
Pomell había permanecido cerrada durante veinte años. Sinibaldo Mompó me invitó a
ir a Valencia. Pasaríamos una temporada en su alquería. El viaje fue agradable.
Salimos de Madrid, en automóvil, a las diez de la mañana y a las cuatro estábamos en
Alfafar. De todas las ciudades españolas, Valencia es, por diversos motivos, la que
más honda impresión me causa. Durante el viaje hablamos de varios asuntos. Se
había publicado por aquellos días un volumen en que estaban reunidas varias
historias de fantasmas ingleses. Sinibaldo Mompó comentó el libro. En Inglaterra
suele haber casas encantadas y no escasean los fantasmas. En los países latinos los
fantasmas no son tan pululantes. Por mi parte, hice una exposición de uno de los
«Pensieri» de Leopardi. Un amigo del poeta vió en Florencia, dos noches, una
multitud atropada ante la ventana de un entresuelo, en un viejo palacio. La gente
contemplaba toda despavorida, tutta spaventata, un fantasma que agitaba sus brazos
en la ventana. El amigo de Leopardi se encaramó en los hombros de un transeúnte y
logró ver lo que era el trasgo. Era una rueca en donde estaba colgado un delantal
negro. Leopardi concluye que no hay fantasmas. La conclusión del poeta la
compartíamos nosotros.
La alquería del Pomell es una casa vieja y ancha, de paredes blancas. Dos
cipreses centenarios se yerguen frente a la puerta. La puerta es de medio punto y
encima, en el blanco muro, se ve un cuadro de cenicientos azulejos. En el centro del
cuadro resaltan en lo gris tres rosas atadas con una cinta gualda: una rosa bermeja,
otra blanca y otra amarilla. De ahí el título de alquería del Pomell que lleva la casa.
Tres días antes de nuestra llegada, Sinibaldo había mandado limpiar la alquería.
Entramos y fuimos recorriendo todas las habitaciones. El sol había resecado las
maderas de los balcones y en los tableros se habían abierto largas grietas. Me asomé
al balcón principal y estuve, de pechos sobre los hierros, contemplando el paisaje.
Ansiaba beber, por decirlo así, este azul claro, pálido, tenue, del cielo de Valencia.
Desde el fondo de mi espíritu ascendían a la conciencia multitud de sensaciones
remotas. La estancia que se me había destinado estaba situada en el centro del piso
principal. En un ángulo se extendía la cama. Se hallaba la cama —era de banquillos
con tablas— frente al balcón. No quisimos ir a Valencia el día del arribo y nos
acostamos temprano. No se suele dormir bien la primera noche en una cama extraña.
Pero mi sueño fue profundo. De tarde en tarde me revolvía en el lecho y sonaba
ligeramente la márfega de hojas de maíz que estaba debajo de los blandos colchones.
Una rayita tenue de luna entraba por una de las hendiduras del balcón.

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El sueño era denso, profundo. Y sin embargo, tenía yo idea de oír algo insólito.
Me parecía entre sueños escuchar un ligero susurro y un vago lamento. No daba
importancia al hecho. Prisionero del sueño, la inconsciencia me impedía reflexionar.
Al otro día, con la luz de la mañana, había ya olvidado las incidencias de la noche. La
dulzura de la paz y del silencio en la casa, después de una noche de descanso
reparador, embargaba voluptuosamente mis nervios. La visita a Valencia la estaba
ansiando como lo más exquisito que se habría de producir en la excursión. Las horas
en Valencia fueron, en efecto, deliciosas. Al regresar a la alquería del Pomell, nos
sentamos un rato ante la puerta, entre los dos cipreses. Frente a mí tenía, bajo el cielo
de pálido azul, la blanca casa, y en la casa, resaltante en el cuadro de azulejos, el
pomo de las tres rosas: la roja, la blanca y la amarilla. Llegaba la noche. Una estrella
fulguraba en el cielo límpido. Comenzaban a cantar con su ritmo no aprendido los
grillos. De un árbol lejano llegaba de cuando en cuando la nota aflautada y melódica
de un cuclillo. En el ángulo del salón principal me esperaba la cama. Ancha, blanda,
formada por dos colchones sobre la márfega, allí estaba aguardando mi cuerpo. El
sueño no llegó tan pronto como la noche anterior. Me dormí, al cabo, y de pronto,
después de no sabía cuánto tiempo, me despertó un leve rumor. A prima noche la
rayita de luz lunar se marcaba en el piso. Había ya desaparecido esa luz y la sala
estaba completamente a oscuras. Lo que yo percibía ahora era algo así como un
respirar leve. De cuando en cuando se oía también un largo y débil gemido. No
conocía yo los ruidos de la casa, ni había reparado en si había o no en ella algún
animal doméstico. Tal vez esto que estaba escuchando no se producía allí mismo en
la sala, sino en otra estancia inmediata. Escuché con más atención. La emoción que
me embargaba era profunda. En el silencio de la estancia, el jadear se percibía con
toda claridad, y el lamento angustioso volvió a oírse más distinta y terriblemente que
antes. No cabía duda: era allí mismo, junto a mi cama, donde el fenómeno se
producía. Dormir era ya imposible. Jamás he tenido tal impresión de espanto.
Comprendí entonces toda la verdad de la frase «ponérsele a uno carne de gallina». Al
escuchar junto a mi cama el jadeo penoso y el lamento de angustia, la piel de todo mi
cuerpo se volvió repentinamente granujienta. Encendí la luz. No había nadie en la
sala. Toda la noche la pasé en el balcón. Estuve dudando si hablaría del caso a mi
amigo. Decidí esperar a otro día y confirmar durante la noche lo observado
anteriormente.
El jadear y los lamentos volvieron a producirse. Tenía yo la sensación de que
alguien empujaba la cama. Parecía como si se deseara que yo desapareciese, con la
cama, de aquel lugar. Sinibaldo Mompó se mostró escéptico. Había yo padecido, sin
duda, una alucinación. Durmió él a la otra noche en la sala que yo ocupaba. Y a la
mañana siguiente, Sinibaldo, ceñudo, taciturno, vino hacia mí y me estrechó la mano
en silencio. La impresión que él había sentido de querer separar la cama era la misma
sentida por mí. ¿Y por qué no podríamos colocar la cama en otro sitio de la estancia?
A la noche siguiente, colocada la cama en otro lugar de la sala, el hecho no se

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produjo. Sinibaldo, que había dormido en la sala, no advirtió nada. Quedaba por
hacer la contraprueba. Tornamos a colocar la cama en su sitio primitivo, y Sinibaldo,
al día siguiente, estaba tan ceñudo como la primera noche. Se cerró la sala, ocupé yo
otro cuarto y no hablamos más del asunto.
Una tarde fui a Valencia, y al regresar vi que estaba con Sinibaldo una anciana
vestida de negro. Los dos habían tenido una larga conversación, y luego habían
visitado detenidamente la casa. La anciana era una antigua criada de la familia. Se
llamaba Senteta, abreviación de Visenteta. Había entrado en la casa a los veinte años,
y tenía ahora setenta. Cuando murió la madre de Sinibaldo, Senteta, gratificada con
un legado, se retiró a Valencia. Y ahora, al saber la llegada de Sinibaldo, había venido
a visitarle. La conversación con Senteta produjo hondo efecto en Sinibaldo. Le vi
preocupadísimo durante la cena. No quise decirle nada, pero comprendí que el
misterio de la sala estaba aclarado. Terminó nuestra temporada en la alquería del
Pomell y volvimos a Madrid. Dos años más tarde, Sinibaldo Mompó, en una
conversación íntima y cordial, me habló del misterio de la alquería. Sinibaldo había
estado en América veinte años. Durante la ausencia murió su madre. La alquería del
Pomell había sido cerrada. Senteta, al recorrer con Sinibaldo la casa, se había
quedado absorta ante la cama del salón principal. En aquel sitio era donde se
colocaban la madre de Sinibaldo y su hija Amparito para trabajar. Amparito tenía
dieciocho años y era delicada y sensitiva. Una tarde, estando con su madre trabajando
en aquel lugar, se sintió de pronto enferma. Cuando la madre levantó la cabeza de la
labor que estaba haciendo, Amparito estaba ya expirando. Murió en aquel mismo
sitio de un ataque cerebral. Y la madre, en recuerdo de aquel trance luctuoso, había
colocado en aquel mismo lugar una mesita y un retrato de Amparo. Todos los días, un
ramo de flores frescas era colocado en la mesa ante el retrato de la niña. Al morir la
madre, los muebles de la sala fueron cambiados, y en el sitio en que estaba la mesa
fue colocada una cama.

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«IL VIAGGIO FELICE»

C ARLO GOLDONI tiene una comedia en un acto titulada «Il viaggio felice». La
acción se desarrolla en Vercelli. Se halla Vercelli en el Piamonte, en el camino
de Turín a Milán. Vercelli es pueblo grande. A la hostería de la Posta llegan dos
amigos. Uno es Leonardo de Fiorellini, y otro el teniente Malpresti. Han llegado
también un padre y una hija. Desde el punto en que el teniente Malpresti entra en la
posada, se apresura a averiguar lo que hay que comer. Pregunta al posadero y da una
vuelta por la cocina. ¿Hay buen vino? Vino lo hay excelente. Un vino tiene el
posadero, vino de Monferrato, que es cosa exquisita. Sí, sí, beveremo del Monferrato,
grita el teniente. Leonardo va a Milán. Ha salido de Turín, donde vive. La misión que
le lleva a Milán es trascendental: va a casarse. El teniente se extraña de que Leonardo
quiera enajenar su libertad. Pero no hay más remedio. Y lo raro es que Leonardo no
conoce a la novia. La familia de la novia tiene parientes en Turín. Las dos familias, la
de Leonardo y la otra, han concertado el matrimonio. Son los días del verano.
Leonardo desea partir dentro de unas horas y el teniente se encuentra muy a gusto en
la posada. El vinillo de Monferrato promete unas horas deliciosas. No se debe viajar
con tanto sol, tanto polvo y tanto calor. El teniente pregunta al posadero quiénes son
los otros dos viandantes. Leonardo desea también saber de quién se trata. Pudieran
comer todos juntos. Leonardo y Malpresti van a ingeniarse de modo que todos coman
a una mesa. Sale de su cuarto la joven viajera. El momento es interesante. Leonardo
se acerca a la joven. Se inicia la comedia.
—Signora, la riverisco umilmente.
—Serva divota.
La joven es bonita, simpática. De unas en otras, en animada charla, Leonardo
averigua quién es el padre de la muchacha. Se llama Roberto di Ripa Lunga.
¿Entonces, la joven con quien está hablando Leonardo es su prometida? Así es, en
efecto. La joven se llama Beatrice. Leonardo se finge amigo de sí mismo. No es
ahora Leonardo de Fiorellini, sino un amigo de Leonardo. Y poco a poco va sabiendo
todo lo que desea. La joven no sospecha que este galán es la propia persona con quien
ella se va a casar. El carácter de Beatrice es excelente. No se puede pedir una
prometida más inteligente, más discreta y más bonita. ¿Y Leonardo? ¿Qué le parece a
Leonardo de su novia? El teniente Malpresti va de un lado para otro en la posada. Ya
van a aparejar la mesa. El vino de Monferrato aguarda. ¡Sí, sí, beveremo del
Monferrato! Y en este punto cerramos el libro. Continuaremos la lectura otro día.
Otras ocupaciones embargan ahora al lector. Pero la lectura ha calado en la
sensibilidad del lector. Carlo Goldoni tiene inspiración humana, cordial y graciosa. El
lector va haciendo otras cosas y su imaginación está llena de Goldoni. No vive ahora
este lector de Goldoni. Se ha trasladado al Piamonte y se halla en la hostería de la

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Posta, en Vercelli, a mediados del siglo XVIII. La realidad ha desaparecido en
absoluto. Con el lector están Beatrice, Leonardo y el teniente Malpresti. Y aquí está
también el posadero, con un jarrito en la mano, del que va escanciando vino de
Monferrato. El vivo sol de verano esplende en la calle. La penumbra fresca de la
estancia hace agradable las horas. Pero, ¿qué va a pasar en la comedía? ¿De qué
modo va a desenlazar la acción Goldoni? Echamos la imaginación a volar. Nos place
imaginar un argumento distinto del que tendrá el autor. No queremos leer ni una línea
más.
En el comedor, sentados a la mesa, se hallan Beatrice y su padre, Leonardo y el
teniente Malpresti. Los ánimos se han alegrado con el vinillo. Las palabras son
afectuosas. De pronto se perciben voces en el zaguán de la posada. Acaban de llegar
unos viajeros. Los que llegan son un padre y una hija. La hija es preciosa. Viste un
sencillo traje de color verde oscuro y va tocada con un ancho y liviano sombrero de
blanca paja. Sonríe al entrar. Hay que disponer las figuras de modo que Leonardo
pueda entablar conversación con la recién llegada. Leonardo ha quedado suspenso,
absorto, al verla. Acabada ya la comida, sentados en varios lugares de la estancia,
dialogan los personajes. Leonardo y la nueva viajera conversan en un rincón.
—Signora, la riverisco umilmente.
—Serva divota.
Y en el curso de la charla, la muchacha dice que su padre es Roberto di Ripa
Lunga. Ella se llama Beatrice. Leonardo no comprende. Se detiene sorprendidísimo.
No sabe qué responder. ¿De qué modo si la otra es Beatrice di Ripa Lunga puede ser
ésta también Beatrice di Ripa Lunga? No se atreve a preguntar nada. De cuando en
cuando, el teniente Malpresti llega hasta este ángulo en que están Leonardo y
Beatrice y profiere algún dicho ingenioso. Procúrese que esta escena se represente
animadamente. El ambiente ha cambiado. Del tono plácido y lógico de Goldoni
hemos pasado a la farsa elegante. Hay ahora aquí un cierto matiz de irrealidad
espiritual. Como por encanto, el carácter de todos los personajes se ha transformado.
Todo era lógico antes y todo es un poco arbitrario ahora. Sin embargo, en esta farsa
ligera es preciso no pasar de ciertos límites. En realidad, todo lo que va a acontecer
puede darse en la vida. Y está todo esto también muy dentro del ambiente tradicional
italiano. Algo de la Comedia del Arte se respira en el escenario.
¿De qué modo hay dos Beatrice? ¿Y qué hace Leonardo de Fiorellini? ¿Y qué
está haciendo el teniente Malpresti? El rumor de las voces se apaga. Otros dos
viajeros acaban de entrar en la hostería. Son un padre y una hija. La hija es
verdaderamente bella. Viste un traje de seda color de violeta y se cubre con una ancha
pamela blanca. Todos se levantan al ver entrar a los nuevos huéspedes. Leonardo
queda otra vez pasmado. En la escena, las tres muchachas forman un grupo
encantador. La primera Beatrice viste un traje de color de rosa y lleva también una
pamela ancha. La gracia y la elegancia de la Italia clásica se condensan en estas tres
figuras. Verde oscuro, rosa y violeta son las tres notas —las notas de los trajes de fina

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seda— que resaltan sobre un fondo de viva blancura. Y otra vez Leonardo se pone en
campaña.
—Signora, la riverisco umilmente.
—Serva divota.
La conversación es ahora tan cordial como las anteriores. La nueva viajera se
llama también Beatrice y su padre es Roberto di Ripa Lunga. No puede imaginarse
Leonardo lo que le sucede. ¿Es realidad todo esto o es un sueño? El teniente
Malpresti se mueve alegremente en la escena. Y aquí ante Leonardo, sobre
blanquísimo fondo, destacando como tres figuras de Correggio, se hallan las tres
Beatrices. Las tres son sus prometidas. Las tres son maravillosas. La felicidad no
puede alcanzar punto mayor. Nadie ha tenido jamás un viaje más feliz que el de
Leonardo. Pero se necesita un nuevo cuadro. Goldoni hará lo que quiera. Nosotros
vamos a idear un desenlace distinto. Han transcurrido varias horas. Llega la noche.
Leonardo no sabe por quién decidirse. ¿Cuál de las tres Beatrices será la verdadera?
Una es blanca y rubia. La otra morena, con los ojos negros. La tercera es de un
delicioso color trigueño. Las tres sonríen afectuosas. Llegada la noche, todos se han
retirado a descansar. ¿Serán hermanas las tres Beatrices? ¿Se habrán puesto de
acuerdo previamente? Leonardo iba a Milán para conocer a su novia. Beatrice iba a
Turín para averiguar secretamente noticias de su prometido. ¿Y si se han concertado
las tres hermanas para embromar al prometido de una de las tres?
Ha pasado la noche y ante la puerta del cuarto de Leonardo aparece Malpresti.
Poco después salen las tres Beatrices. Es decir, entra la verdadera Beatriz y además
Chiaretta y Lucrezia. El teniente golpea la puerta de Leonardo con el puño de la
espada. Nadie responde. En tanto que se abre la puerta entonan todos alegremente
una arietta de Metastasio:

Amo te solo;
Te solo amai;
Tu fosti il primo;
Tu pur sarai
L’ultimo oggetto
Che adoreró…

Nuevos golpes y nueva espera. Extraño es que no responda nadie. Ríen todos
estrepitosamente pensando en el bromazo que le van a dar a Leonardo. Y Leonardo
no contesta. Después de llamar otra vez, deciden abrir. No hay nadie en el cuarto.
Leonardo no está. Leonardo, de madrugada, ha saltado por la ventana —se trata de la
planta baja— y se ha marchado sin avisar a nadie. Era demasiada felicidad. «Los
hartazgos de felicidad son mortales», ha escrito nuestro Gracián. Sí, el viaje era
excesivamente feliz. Y Leonardo de Fiorellini ha tenido miedo.

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EL VIAJE DEL ALMA

E L SEÑOR obispo se levantó antes del amanecer. Dijo su misa y se retiró un


momento a orar. Poco después entraba en su recámara y tenía entre las manos
una sotanilla vieja. Lo desastrado y mísero de esta sotana no se puede pintar. Raída,
hecha casi jirones, allí la tenía entre sus manos el señor obispo. Había también en la
estancia unos zapatos rotos. Lentamente Su Ilustrísima se despojó de los ricos atavíos
episcopales y se vistió la deslucida sotana. Luego se calzó los rotos zapatos. Reinaba
en el palacio un silencio profundo. El día se anunciaba con la tenue claridad del alba.
El obispo, vestido desastradamente, era otro. Los primeros resplandores de la aurora
fulgieron en el horizonte. Lux ecce surgit aurea. Como en el himno del Breviario
Romano, surgirá áurea la luz. La sacra poesía continúa en la traducción de Zorazábal:

Traiga serenidad esta luz pura;


Préstenos la pureza que respira.
Nada hablemos con visos de mentira,
Ni pensemos jamás en cosa oscura.

El señor obispo permaneció silencioso, inmóvil, en la estancia. No se decidía a


moverse. La luz limpia de la mañana prometía un día radiante. La luz había de traer
serenidad al espíritu. ¿Estaba limpio y sereno el espíritu del señor obispo? ¿Sería
decisiva la prueba que iba a intentar? No sabemos lo que un nuevo día puede traer a
nuestra vida. No lo sabía el señor obispo. Al levantarse por la mañana había hecho
propósito de sondear su propia alma. No era él, sino su propia alma la que iba a
emprender el viaje. Este viaje del alma sería decisivo para Su Ilustrísima. Nuestra
alma es para nosotros el más grande de los enigmas. Creemos conocerla en todos sus
recovecos y de pronto quedamos sorprendidos ante un misterio que en el fondo del
espíritu se nos revela. El obispo continuaba inmóvil con un librito de rezos entre las
manos. Ya el rosicler de la aurora —carmín, nácar y oro— esplendía en el cielo. Era
la hora de partir. Lo tenía decidido el obispo. Pero ¿partiría de veras? Ataviado
míseramente, era el más pobre y lacerado de todos los clérigos que de él dependían.
¿Cómo tornaría el alma de su viaje? Hagamos propósito, al anunciarse la mañana, de
ser a lo largo de todo el día tan limpios como la limpia luz. No pensemos, como se
nos recomienda en el himno sacro, en cosas oscuras. Y sin embargo, allí en la soledad
de la estancia, apartado de todos sus familiares, a solas consigo mismo, un minuto
antes de emprender el viaje —el viaje del alma—, el señor obispo dudaba. Acaso
tenía miedo de sí mismo. El hombre antiguo e impuro, ¿había desaparecido
totalmente en él? ¿Era él otro hombre? ¿Había domado todas las pasiones?
El señor obispo comenzó a caminar y después de recorrer unos pasillos se
encontró ante una puertecita. La abrió y traspuso sus umbrales. Aguardaba ya en la

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calle un carro tirado por una mula. Las calles de la ciudad estaban todavía desiertas.
Nadie, ni en palacio ni en la ciudad, tenía noticia de su marcha. Nadie le hubiera
reconocido en los míseros arreos con que estaba disfrazado. El día era claro y puro.
El camino se extendía unas veces a lo largo del mar y otras bordeando espesos
bosques. El mar, azul, límpido, reverberaba bajo el vivo sol. El alma del señor obispo
ansiaba en estos momentos ser tan cristalina como la mañana. Todo era presente y
nada era pasado. Lo afirmaba en su interior el señor obispo. Y al afirmarlo surgían
también del fondo de su alma unos fulgores tenues de duda que le desazonaba.
Mediada la mañana, el señor obispo mandó parar el carro. Bajó un momento y se
acercó al mar. Un tropel de recuerdos afluía a su memoria. Se hallaba Su Ilustrísima
sobre una roca eminente. Abajo, en un recodo de la costa, se hacía un quieto remanso.
Esplendía en toda su inmensidad el mar y aquí, en la penumbra que formaban los
cóncavos riscos, el agua cobraba tonalidades suaves de verde, de morado y de azul.
En lo alto, asomada al acantilado, una higuera extendía sus anchas y frescas hojas.
Dejó la contemplación del mar el obispo y cruzó el camino para volver al otro lado.
En el otro lado se veía un bosque de olivos. La plata oxidada de sus follajes resaltaba
sobre el ocre del terruño. Ante un olivo, de espaldas, cortando poco a poco las ramas
superfluas, se hallaba un labrador. Había llegado el momento decisivo. El obispo se
acercó a él y lo tocó ligeramente. Volvióse el labrador, miró al obispo y éste
lentamente le dijo:
—¡Yo he sido Papa!
El labrador abrió tamaños los ojos y estuvo mirando un momento absorto al
mísero clérigo. Luego movió la cabeza de un lado para otro, y poniéndole la mano en
el hombro al obispo le señaló silenciosamente con la otra mano el camino. Volvióse
después hacia el olivo y continuó podando las inútiles ramas. El obispo, con la cabeza
baja, tornose al carro.
El viaje prosiguió. Horas después llegaba Su Ilustrísima a un pueblecito. Todo era
elemental y rústico en el pueblo. La hora meridiana había sonado. El viaje había
despertado vehemente apetito en Su Ilustrísima. Vio el obispo una puerta abierta y
penetró en la casa. La familia se hallaba comiendo. La estancia era ancha y blanca.
Sobre blanca mesa de pino reposaban las viandas. Al acercarse Su Ilustrísima, se
levantó de la mesa un hombre alto y fuerte. El señor obispo, con la misma lentitud de
antes, dijo:
—¡Yo he sido Papa!
Todos experimentaron un profundo asombro. ¿Cómo este mísero clérigo, tan
desastrado y roto, osaba decir que él había sido Papa? Al fin, el hombre, empujándole
suavemente, le hizo sentar a la mesa. Y una mujer exclamó, mirándole, en tanto que
con el índice hacía ademán de barrenarse la sien: «¡Pobrecito!» El señor obispo
comenzaba a estar un poco inquieto. No esperaba él este resultado. ¿De qué modo iba
a volver de su viaje el alma? Caminaba a pie, seguido del carro, por las calles del
pueblo. En el zaguán de una casa se oía el traqueteo rítmico de un telar. Penetró en el

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zaguán el obispo. Había allí, puesto el pie en la premidera, un tejedor que mientras
tejía canturreaba una canción popular. El obispo, acercándose al tejedor, exclamó:
—¡Yo he sido Papa!
Le miró el tejedor un momento y luego reanudó su canción. No dijo nada. Al
marcharse el obispo el tejedor decía para sí: «¡Está loco!» La tarde mediaba. Estaba
abierta una iglesia. Sentía Su Ilustrísima deseos de recogerse sobre sí mismo. Y al
propio tiempo le causaba terror el sondear en el silencio, en la soledad, en lo sagrado
del recinto, su propia alma. La iglesia se hallaba desierta. En la sacristía comenzaban
a reinar las sombras. La luz de la tarde declinante penetraba por una alta ventana
enrejada. Se respiraba un vago y grato olor de incienso. En un espejo colgado sobre la
cajonería se reflejaban los expirantes fulgores de la tarde. El señor obispo penetró en
la sacristía. Allá lejos, sentado en un sillón, estaba un sacerdote anciano. Sonaron los
pasos del obispo y el anciano miró hacia la puerta. En la penumbra se erguía la figura
de Su Ilustrísima. El anciano, al ver al pobre clérigo, se puso repentinamente en pie.
Su actitud fue primero de asombro y luego de respeto. Avanzaba el obispo hacia el
sacerdote y se inclinaba el sacerdote con un movimiento de profunda sumisión. El
obispo exclamó:
—¡Yo he sido Papa!
Dudó un momento el anciano. En este breve espacio, en la mente del sacerdote se
produjo un penoso conflicto. Fue a decir algo y se contuvo. Se contuvo y sintió ansias
luego de decir lo que primitivamente quería expresar. Al fin, sonriendo
bondadosamente, como quien condesciende con un capricho pueril, prorrumpió:
—¡Sí, sí! ¡Ya lo sé! ¡Es cierto!
El obispo abandonó la iglesia. En su rincón de la sacristía, el anciano sacerdote
pensaba: «¿Y qué hubiera ganado yo con decir la verdad? Lo he conocido desde que
apareció en la puerta. No podía yo decirle que él no ha sido Papa. En Peñíscola no fue
Papa. Elegido por dos o tres cardenales refugiados en Peñíscola, no podía ser Papa.
Sucesor de Pedro Luna, años atrás, en 1424, no podía ser Papa Gil Sánchez Muñoz.
Durante seis años creyó ser Papa y no lo fue. El Papa verdadero, Martino V, le
nombró después obispo de Mallorca. ¿Y por qué el obispo de Mallorca, nuestro
obispo, se viste ahora con ropas andrajosas y dice que ha sido Papa? ¿Es para suscitar
la irrisión de las gentes? ¿Y es que busca con este escarnio una humillación, una
profunda humillación, que limpie de ruindades su alma? ¿O habrá acaso en el fondo
una voluptuosa complacencia?»
En tanto el obispo, de regreso por el camino que corre junto al mar, contemplaba
el resplandor último del día sobre la inmensa llanada.

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EL ARTE DEL ACTOR

S E INAUGURABA el teatro Excelsior. El teatro era magnífico. La víspera del día


señalado se dio una representación privada. Allí estaban literatos, periodistas,
poetas, actores, parlamentarios. El teatro disponía de todos los recursos del más
moderno arte escenográfico. El juego de luces era espléndido. Se contaba con un
escenario múltiple y con otro giratorio. El autor dramático podía echar a volar su
fantasía. Seguro estaba de que en esta escena, todas sus concepciones iban a tener
realización acabada. Durante la representación de la obra vivimos en un mundo
fantástico. El color de las luces —rojo, verde, azul, amarillo— nos hechizaba. Y al
propio tiempo, en el escenario, pasábamos instantáneamente de un lugar a otro. Ya
estábamos en una ciudad, ya en la montaña, ya en el mar, ya en un suntuoso salón.
Las ovaciones de la concurrencia eran frecuentes y entusiastas. Pero en el entreacto
del segundo al tercer acto ocurrió una cosa que el selecto público no advirtió. Estaba
cayendo el telón, y antes de que llegara a las tablas, antes de que los aplausos
estallasen, don Antonio Valdés se levantó rápido de su butaca y comenzó a caminar
precipitadamente por el pasillo central. Llevaba las manos metidas en los bolsillos de
la americana. Alta la cabeza, corto el paso, según su modo de andar, iba refunfuñando
cierta palabra estercolaria.
Estaba yo en un extremo de las butacas. Al pasar Valdés junto a mí me levanté y
salí con él al zaguán.
—¿Qué te pasa, Antonio? —le dije.
Y él, ceñudo el gesto, con su voz gutural, después de proferir dos o tres veces el
supradicho vocablo, me preguntó:
—¿Y el texto? ¿Dónde está el texto? ¿Y los actores? ¿Dónde están los actores?
Vete mañana, a las tres, por el teatro Castilla. Estamos ensayando.
Al día siguiente, a las tres, estaba yo en una butaca del teatro Castilla. La sala se
encontraba en tinieblas. Apareció Antonio Valdés en el escenario. Caminaba despacio
y daba unas órdenes. Avanzó hacia las candilejas y gritó:
—¡Pepe, Pepe! ¿Estás ahí? Sí; te veo, te presiento. Oye lo que te voy a decir.
Aquí no hay escenarios múltiples ni giratorios. Aquí no hay más que texto limpio y
actores. Texto limpio y actores que saben trabajar. Tú sabes que todos los actores y
empresarios de España se quejan. Sus quejas son absurdas. Se quejan de que el
público no va a los teatros. ¿Y por qué no va el público a los teatros? En España hay
cuarenta o cincuenta compañías. Todas esas compañías hacen el mismo repertorio.
Vista una, vistas todas. Nadie se cuida de tener una especialidad. La especialidad
supone trabajo e imaginación. Y es mejor hacer lo que está hecho. Es mejor seguir
por la senda ya trillada. A Valladolid, por ejemplo, llegan todos los años cuatro o seis
compañías. La primera da su repertorio. La segunda da el mismo repertorio. La

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tercera insiste en lo mismo. Cuando llega la cuarta, ya todo el mundo sabe de
memoria ese repertorio. ¿Y para qué van a ir al teatro? ¿Oyes lo que te estoy
diciendo, Pepe?
—Sí, Antonio, oigo. Te oigo desde las profundas tinieblas.
—Te decía que yo he querido tener repertorio propio. Si no te lo he dicho antes,
lo digo ahora. Y lo tengo. ¿Qué repertorio tengo yo? Cuatro obras clásicas. Con estas
cuatro obras voy a recorrer toda España. Pero esas obras clásicas, obras del dominio
público, dirás tú que las puede hacer todo el que quiera. Eso no es tener repertorio
especial. Claro que tú añadirás que yo las represento como no las representa nadie.
Gracias, querido Pepe. Pero es que esas obras clásicas tienen algo ahora que no tenían
antes. Cuatro autores amigos míos —creo que lo habrás leído en los periódicos— han
hecho cada uno un acto cuarto para esas obras. La compañía que yo llevo a
provincias se llama del «Cuarto acto». Ahora vas a ver el ensayo del acto cuarto de
«La vida es sueño». Los actos finales en todas las obras son ficticios. Acaba así una
obra como puede acabar de otro modo. Yo he hecho que ese final sea otro. Y eso son
los actos cuartos que me han escrito algunos amigos. ¿Oyes, Pepe?
—Oigo, Antonio.
—¿Tú crees que termina «La vida es sueño» con aquel final? ¿Tú crees que no le
pasa ya nada a Segismundo?
—Yo no creo nada, Antonio.
—Pues si no crees nada, lo crees todo. Dentro de un momento vas a ver lo que le
ocurre a Segismundo. Ya recuerdas la obra. Segismundo es hijo de un rey. Le han
dicho al padre que su hijo va a ser una fiera. El rey recluye a Segismundo, recién
nacido, en una torre. La torre está en el campo. Vive en la sociedad Segismundo. Le
dan un día un brebaje. Lo duermen y lo llevan a palacio. Desea el rey saber lo que
será Segismundo en el trono. Selvático y violento, Segismundo, a las primeras de
cambio, tira a un cortesano por el balcón. El rey lo torna, dormido, a su torre. No ha
pasado nada. Segismundo ha tenido un sueño. Creía, soñando, que era rey. Pero el
pueblo ama a Segismundo. Y el pueblo va a la prisión y saca a Segismundo en
triunfo. Ya está Segismundo de nuevo en el trono. Ya es rey de veras. Ya reina a
satisfacción de todos. La obra termina. ¿Y por qué ha de terminar aquí la obra?
Segismundo no puede reinar. Segismundo, pasados unos años, se siente
desilusionado. La soledad le atrae. La soledad ha formado su espíritu y la soledad le
domina. Hay en su espíritu una inquietud profunda que le desazona. Todo esto,
magnificencias del reinar, pompas de palacio, tiene para él sabor de ceniza. Todo esto
es humo y vanidad. Juan Deza, el poeta que ha escrito el cuarto acto, ha visto que si
la renuncia al trono de Segismundo obedeciera a desamor del pueblo, el acto sería
vulgar. Ni al despego del pueblo ni a las pasiones de las banderías obedece esta
profunda inapetencia de Segismundo. La sátira política está lejos de este cuarto acto.
No, no; la fuga de Segismundo tiene su origen en el propio espíritu del monarca. Ha
llegado ya el momento de partir. No ha dicho Segismundo nada a nadie. Sólo un fiel

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sirviente lo sabe. A medianoche, en silencio el palacio, sin que nadie pueda indiciar la
fuga, Segismundo se marcha. Y verás ahora el momento en que yo, es decir,
Segismundo, está en su cuarto y sale de él para no volver jamás.
El ensayo comenzó. Los actores representaban bien. Antonio Valdés, escrupuloso,
lo hizo todo maravillosamente. Llegado el trance de salir de su cuarto, Segismundo
permanece un momento en silencio y lo va mirando todo con cariño supremo.
Lentamente avanza hacia la puerta y desaparece.
Dos meses más tarde me hallaba yo en Valencia. La compañía de Antonio Valdés
actuaba en el teatro Principal. La sala, la noche a que me refiero, estaba henchida de
un público fervoroso y entusiasta. Se representaba «La vida es sueño». Los tres actos
conocidos habían sido interpretados en compenetración perfecta del público con los
actores. Del escenario a la sala se había establecido un contacto magnético. Vibraba
el actor y vibraba el público. Antonio Valdés estaba desconocido. Pálido, con sus
manos temblorosas, con su voz gutural, esa voz inolvidable, parecía exhalar de su
persona un fluido poderoso. En el cuarto acto, la emoción de los espectadores era
inenarrable. Valdés ya no sabía lo que hacía. Representaba en un estado de completa
alucinación. Salía de la escena de su cuarto en palacio para no volver más y de pronto
en la puerta se detuvo. En silencio volvió al centro del escenario. Había allí una mesa
y un sillón. Avanzó Valdés, se detuvo junto al sillón y luego, como había hecho tantas
veces, como ya no haría más, se sentó en el sillón. Puso el codo en la mesa y estuvo
así, como tantas veces había estado, como ya no estaría más, un instante soñando, con
la cabeza en la mano. El público comprendió instantáneamente todo lo que
representaba el gesto. Una inmensa ovación llenó la sala.

Antonio Valdés hizo entonces lo que un segundo antes no sabía él que iba a hacer.
Cuando se habla del arte del actor se cita indefectiblemente a Diderot. ¿Es cálculo o
es sensibilidad el arte del actor? Diderot dice que si es cálculo, el actor, reflexivo,
escrupuloso, establecerá de una vez para siempre su papel. Y en todas ocasiones el
actor estará en ese papel igualmente inmejorable. Si es, por el contrario, sensibilidad
el arte del actor, el actor fluctuará de una representación a otra según sienta más o
menos. Diderot olvida el factor «público». El público, en compenetración con el
actor, manda. El público mandó en el acto cuarto representado por Antonio Valdés. El
público, cuando se llega a establecer la corriente magnética, es quien decide lo que ha
de hacer el actor. Por bien establecido que se tenga el papel, siempre, ante la actitud
fervorosa del público, surge en la sensibilidad del artista lo inesperado.

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EN LO INSONDABLE

L OS PERSONAJES de la obra son: Román Portal, novelista y autor dramático; don


Felipe de Guevara, el doctor Rodil y Pablo, criado del doctor. La acción se
desenvuelve en el cuarto de trabajo del doctor Rodil. La pieza es reducida, con
estantes de libros. Un alto ventanal, cerrado por vidriera de colores, ventanal que da a
un parque, deja filtrar una luz suave. En el fondo hay una puertecita que comunica
con la clínica. En cuanto a muebles, dos sillones de cuero y un ancho y muelle diván.
Son los últimos momentos de la tarde. La estancia se halla sumida en grata
penumbra. La hora de la consulta —de tres a cinco— ha terminado hace rato. La luz
opaca del crepúsculo va haciendo cada vez más indefinibles los contornos de las
cosas. Se abre la puerta y entra Román Portal. El novelista es íntimo amigo del
doctor. No está en casa el doctor. No tardará en llegar. Cuando una persona no está en
casa y se ansía verla, llega siempre tarde. Román Portal se ha hundido en el blando
diván y se dispone a esperar todo lo que haga falta. De la calle no llega ni el más leve
rumor. En el parque a que da la alta ventana el silencio es profundo. Se puede leer
aquí y se puede meditar. Román Portal se halla meditando cuando la puerta se abre y
entra un caballero. Don Felipe de Guevara se detiene un momento en el umbral y
luego avanza. Su porte es señoril. La moda a que ajusta su indumentaria pasó hace
tiempo. Un cuello de pajaritas se abre sobre ancho y negro plastrón en que luce una
gruesa perla. El traje es oscuro. El caballero usa barbita que ya es cenicienta, y dos
gruesos cristales de cegato espejean ante los ojos. Avanza don Felipe de Guevara
hacia el centro de la estancia y de pronto se fija en Román Portal. No le ve bien. Cree
distinguir una figura humana. Vacila unos instantes y luego, apresurando el paso, se
enfrenta con Román Portal, que ya se ha puesto en pie.
—¡Ah, doctor! Perdone. Soy Felipe de Guevara. No le había visto. Yo
buscándole, y usted ahí. ¿Dónde tengo la vista? Soy tan miope como siempre. Pero,
¿acabo de decir que soy miope? ¡Ja, ja, ja! ¿Me permite usted que me ría, doctor?
Parece impropio. ¿No es verdad? Y sin embargo, eso es lo cierto. Tenía ganas de reír
y he reído.
Román Portal ha desenlazado sus manos de las manos de don Felipe de Guevara,
que se las tenía asidas y las sacudía suavemente. Consideraba de arriba abajo al
caballero y después ha dicho:
—No soy el doctor.
—¿Que no es usted el doctor? No, ya lo sé. El doctor Rodil no es el doctor Rodil.
El doctor Rodil es ahora, para mí, que soy Felipe de Guevara, el amigo entrañable.
No habla conmigo ahora como doctor, sino como amigo cordial. ¿No es así, doctor?
¿Y por qué no nos sentamos? Estaremos mejor, querido doctor. Sentémonos. Hemos
de hablar largamente.

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La luz de la estancia va decreciendo. Se han hecho ya casi las tinieblas. En el
piélago de las sombras no se ven más que los bultos de las cosas que emergen
vagamente. Se han sentado Román Portal y don Felipe de Guevara. Se hallan los dos
en el sofá par a par. Don Felipe de Guevara ha puesto las manos sobre sus muslos. Da
en ellos unas palmaditas y prosigue:
—Tenía que venir a verle a usted, doctor. Felipe de Guevara no podía prescindir
de esta visita. Y vengo porque le quiero bien. Le he hecho a usted, doctor, muchas
visitas. He venido a verle muchas veces angustiado por el dolor. ¡En cuántas
ocasiones ha paliado usted, ha remediado, ha suprimido en mí las causas del dolor! Y
era justo que yo viniera a visitarle cuando no siento nada.
—No soy el doctor —repite Román Portal.
—Sí, sí; lo sé. La amistad de usted es cordialísima. Usted me recibe ahora como a
un amigo querido. Y es el amigo a quien yo también visito. ¿Y qué tal la salud,
doctor? ¡Cosa rara que yo venga a preguntar por su salud! La salud es lo principal. En
el mundo es lo que más vale. ¿Quiere usted que le haga una confidencia? Pues se la
voy a hacer. ¡A mí, doctor, no me importa ya la salud! Usted dirá que eso es una cosa
rara. ¡Decirle a un doctor que no le preocupa a uno la salud! ¡Ja, ja, ja! Otra vez me
río, doctor. Aquí se está muy bien. El despacho es reducido, cómodo y silencioso.
Aquí estudia usted. Aquí puede usted soñar. ¡Soñar! En el mundo es lo más
delectable. No hay nada tan grato como soñar. ¡Soñar, vivir, dormir! Y en este
momento, puesto a enfilar verbos… soñar, vivir, dormir…, iba a pronunciar otro.
Pero no lo pronuncio. ¿Sabe usted, doctor, cuál es el verbo que yo iba a pronunciar?
Sí, lo sabe usted. Pero a mí ese verbo ya no me interesa. ¡Ja, ja, ja! Nunca lo hubiera
creído. Usted sigue trabajando, luchando, viviendo con afanes. Le interesan las cosas
del mundo. Lee usted libros y más libros. Todo eso para mí no vale ya nada. ¡Cuántas
ganas tenía de verle a usted, querido doctor!
Don Felipe de Guevara se detiene un momento. Hay una pausa henchida de
misterio. Román Portal, emocionado, no sabe si lo que se desenvuelve ante su
persona es realidad o ensueño. Casi en las tinieblas, la voz de don Felipe de Guevara
suena como cosa lejana.
Arriba, en el ancho ventanal de colores, un rezago de luz crepuscular esclarece la
blancura indefinida del muro.
—¿Y no me dice usted nada, doctor? —prosigue don Felipe de Guevara—. He
venido a verle a usted, traído por mi cariño, y usted permanece mudo. Lo que quiere
de usted ahora Felipe de Guevara no es que le dé, como otras veces, una norma de
vida. Nada de eso. Mi visita es completamente desinteresada. Le veo a usted ahora
como no le había visto nunca. No hay apenas luz en esta sala y, sin embargo, yo veo
todos los pormenores de las cosas y de la persona de usted. Y eso que soy cegato.
Todo lo veo ahora con luz distinta. Doctor, querido doctor Rodil, aquí me tiene usted
a su lado. Felipe de Guevara está tan agradecido a usted como siempre.
—No soy el doctor —repite una vez más Román Portal.

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El novelista va a levantarse y don Felipe de Guevara, con una seña de la mano, le
detiene.
—Pero ¿es que le importuna mi visita? Pero ¿es que yo no puedo tener
expansiones cordiales con el amigo? No estoy aquí con usted más que unos minutos.
En seguida me marcho. Lo que yo quiero, doctor, es testimoniarle a usted todo mi
afecto. ¿Y rechaza usted mi gesto cordial? ¿Y se pone usted en pie para despedirme?
Pues si quiere usted que termine la entrevista, la doy por terminada. Adiós, doctor.
No se mueva usted. Conozco el camino. Desde este diván hasta la puerta sólo hay
unos pasos.
Don Felipe de Guevara, caminando lentamente hacia la puerta, casi en la
oscuridad la estancia, va repitiendo con voz lenta:
—¡Adiós!, ¡adiós!
Y cuando está en la puerta, a punto de trasponerla, se vuelve hacia Román Portal
y ríe:
—¡Ja, ja, ja!
Román Portal torna a sentarse. Se halla hundido en un ángulo del diván. En las
tinieblas, en el silencio, su imaginación da vueltas, frenética, a lo que acaba de
experimentar. ¿Sueño? ¿Realidad? ¿Locura? No lo sabe. Todo en estos momentos
favorece la fantástica irrealidad.
Entra en el despacho el doctor Rodil, que mueve el resorte de la luz e ilumina el
salón.
—¿Has esperado mucho, Román?
—Un rato. Y aquí he estado con un cliente tuyo. Hombre raro, extraño, ese don
Felipe de Guevara.
—¿Don Felipe de Guevara?
—Sí, un señor de pergeño antiguo. Por cierto que me ha hecho pasar unos
momentos inquietantes.
—¿Don Felipe de Guevara? No le conozco, Román. No tengo ningún cliente que
se llame así. No he oído nunca ni hablar de don Felipe de Guevara. ¿Tú estás seguro?
—Aquí ha estado un rato. Me ha tomado por ti y era inútil que yo tratara de
disuadirle.
—No, no, Román; estás equivocado. Don Felipe de Guevara no existe.
Suenan unos golpecitos en la puerta. Entra Pablo, el criado del doctor, y dice:
—Señor, acaban de telefonear que don Felipe de Guevara ha muerto hace una
hora.

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EL PIE DE LA DUQUESA

D ON José Vega, el gran poeta, comenzó así su relato:


—Yo llegué a Madrid hace treinta años; tenía entonces… No me acuerdo
ahora; no es esencial para la narración; mi cabeza, ya lo ven ustedes, está blanca. Yo
llegué a Madrid hace treinta años; era la primera vez que entraba en la corte; venía a
conquistar la gloria. En mi pueblo había ido poco a poco, como una abeja que va de
flor en flor, componiendo un libro de versos. El libro, lo conocen ustedes, se titulaba
«La fuentecita». ¡La fuentecita! En esas páginas, imaginadas en el campo,
compuestas lentamente, como quien gusta de un licor exquisito; en esas páginas había
ido yo poniendo —¡con qué delectación!— mi amor a la Naturaleza. Mi amor a las
nubes, a los árboles, a las montañas; mi amor a las recatadas y sensitivas higueras
que, en lo hondo de los barranquitos, bien abrigadas, amigas del silencio, en un suelo
húmedo, extienden sus hojas anchas, verdes, olorosas; mi amor a los tomillos, los
romeros, los tomillos de las montañas, de las montañas levantinas, tan secas, tan
moderadas en su altura; hierbas aromáticas todas que embalsaman el aire
transparente, límpido, de cristal puro; mi amor, en fin, para no cansar a ustedes, a las
fontecitas susurrantes, cristalinas, que brotan de un peñasco y se van deslizando entre
guijos blancos, haciendo culebreos, retratando, al paso, la hojarasca de los árboles,
hasta allá a lo hondo. Y este libro que yo había compuesto, «La fuentecita», yo lo
traía a Madrid en la maleta. Mi padre, notario del pueblo, no creía en mí; cuando le
hablaban de mis versos movía la cabeza a un lado y a otro, daba con el pie en el
suelo, y exclamaba: «¡Este chico! ¡Este chico!» Pero mi madre… mi madre, tan
santa, tan cándida, tan sonriente siempre, venía a mi cuartito por las noches, cuando
ya se habían acostado todos, y me hacía leer los versos que yo había compuesto por el
día. Entonces, cuando yo acababa de leer, ella elevaba sus ojos al cielo, juntaba las
manos como en un éxtasis, y decía: «¡Qué bonito! ¡Qué bonito!» y poco a poco había
ido reuniendo unos dineritos, que la víspera de mi marcha me entregó, a escondidas,
para que yo imprimiese el libro.
De mi libro imprimí trescientos ejemplares; yo llevé a las Redacciones los
ejemplares que destinaba a los periódicos. Sentía yo una profunda emoción; cuando
iba por las calles, para repartir mi libro, llevaba los ejemplares junto al pecho, como
quien lleva, amorosamente, a una criaturita. Pasaban los días; yo compraba los
periódicos. Pasaban los días; yo leía ávidamente, con ansiedad, todos los periódicos.
Pasaban los días; yo recorría, por la mañana y por la noche, las anchas planas de los
periódicos. Pasaban los días; ningún periódico se ocupaba de mi libro. Yo sentía un
profundo desconsuelo; en un ángulo de mi cuartito, allá en un quinto piso, sobre una
silla, reposaba un rimero de ejemplares de La fuentecita, y yo lo miraba, lo tornaba a
mirar con profundo amor mezclado de pena.

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No decían nada los periódicos. Y un día, al volver a casa desolado, encontré sobre
mi mesa una carta. La carta era pequeñita. La abrí, y decía de esta manera: «Señor
poeta: He leído su libro “La fuentecita”. ¡Qué bonito libro! Hacía mucho tiempo que
yo no leía un libro tan hermoso. ¡Cómo veo yo el claro, límpido, translúcido cielo de
Levante en las páginas de su libro! ¡Cómo huelo las hierbas montaraces, de olor tan
penetrante, y cómo oigo el susurro cadencioso de las fontecitas! Señor poeta: ¿querría
usted venir a verme un ratito? Estoy en casa todos los lunes, desde las cinco de la
tarde. ¿Será usted tan bondadoso que venga? Y le ruego reserva; no se lo diga usted a
nadie. Leeré yo, en voz alta, una de sus poesías. ¿Convenimos en ello?» Y después, la
firma. Y la firma era ésta: La duquesa de Rodero.
La carta me produjo una honda emoción. ¿Sería verdad lo que estaba leyendo?
¿Sería verdad que hay duquesas que se enamoran de los poetas? Yo no sabía lo que
pensar. No acertaba a decidir nada. Con la carta en la mano, permanecí absorto,
ensimismado, un largo rato. Sí, sí, evidentemente. Había duquesas geniales,
apasionadas de la poesía, generosas, que les escribían a los poetas. Y la prueba de ello
era que yo tenía entre mis manos una carta de una duquesa. Yo, señores, era un poco
romántico, es decir, ingenuo, en aquellos años, los años de mi juventud. Decidí al fin,
naturalmente, acudir a la cita de la duquesa. Llegó el lunes; me encaminé hacia el
palacio de los duques de Rodero. Llegué ante la puerta; traspuse el umbral y pregunté
al portero. El portero me hizo subir por una escalera magnífica. Arriba me hicieron
entrar en una sala ancha, cubiertas las paredes de cuadros, con el piso de madera
luciente. El más profundo silencio reinaba en la estancia. El tiempo iba pasando;
cuando transcurrió el primer cuarto de hora yo no sentí extrañeza ninguna; en un
palacio el tiempo es otra cosa que en un cuchitril de un quinto piso. Después de la
media hora de espera, ya la impaciencia iba entrando en mi espíritu. Al pasar tres
cuartos de hora yo me sentía desasosegado. No podía explicarme esta dilación; la
duquesa debía de saber que yo estaba allí esperando. Si lo sabía, ¿por qué no me
había hecho ya pasar a otra sala y había acudido a ella? Pero, en fin, yo no conocía,
después de todo, las costumbres de los palacios. Y, de pronto, crujió levemente el
piso de madera; yo me volví con un movimiento repentino. Y me hallé frente a un
viejecito que avanzaba hacia mí; era un viejecito de patillas blancas; la blancura de
las patillas hacía resaltar lo colorado de sus pómulos; sonreía y se refregaba las
manos una contra otra. Cuando estuvo ante mí se inclinó con ligera reverencia; yo me
incliné también.
—¿Qué desea usted, caballero? —me dijo.
—Ver a la señora duquesa —dije yo.
El viejecito volvió a sonreír, se refregó con más fuerza las manos, y repuso:
—¡Ah, la señora duquesa! La señora duquesa, la señora duquesa, la señora
duquesa…
Yo creí que no iba a acabar nunca su letanía de duquesas.

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—Estoy citado aquí —le atajé—; la duquesa ha tenido la bondad de mandarme
venir.
Y el viejecito:
—De mandarle venir, de mandarle venir, de mandarle venir…
—Sí, sí —insistí yo un poco nervioso—; sí, sí; de mandarme venir. Tengo una
carta suya.
Y otra vez el viejecito:
—Una carta suya, una carta suya, una carta suya…
—¡La tengo aquí! —exclamé yo—. ¡La tengo aquí!
Hubo una pausa. El viejecito me miraba sonriendo. En silencio cogió la carta que
yo le tendía, la examinó ligeramente, y dijo:
—Ésta, joven, no es letra de la duquesa.
—¿Cómo? ¿Que no es la letra de la duquesa? —exclamé yo, emocionado, pálido.
—No, no, no, no… Ésta no es letra de la duquesa… Una mixtificación, una
mixtificación, una mixtificación…
Y no añadió más. En un momento, lo creerán ustedes, todo mi romanticismo, mi
ingenuidad de mozo, el candor que traía del pueblo, del campo, sufrió un rudo
quebranto. Desde aquel instante comenzaba yo a ser otro hombre. Salí corriendo de
casa de la duquesa. Pasaron los días; creo que transcurrieron dos o tres semanas. Y
una mañana, al volver a casa, encontré, como la otra vez, otra carta encima de mi
mesa. El papel era el mismo; la letra era distinta. La carta decía así: «Querido poeta:
¡Cuánto lo sentí! ¡Cuánto sentí, cuando me enteré del lance que le ocurrió en esta
casa! Fue un error; perdóneme usted; una falsa interpretación de órdenes mías hizo
que no pudiera usted llegar hasta mí. ¿Me perdona usted? Sí; usted es bueno,
generoso; usted es un poeta; usted me perdona; me perdona, y acudirá el lunes, a las
cinco, a esta casa. La carta anterior no la escribí yo de mi mano; ésta, sí. Quiero
desagraviar a usted. Hasta el lunes, pues. Y sigo leyendo, releyendo, tornando a leer
“La fuentecita”. ¡Qué versos tan finos, tan delicados, tan sutiles! Adiós, querido
poeta; hasta el lunes.» Y debajo: La duquesa de Rodero.
Ya no era yo el hombre ingenuo, candoroso, de hacía veinte días; pero la cita me
hizo una profunda impresión. Sí; esta carta era evidentemente de la duquesa de
Rodero. ¡Y qué bien hablaba de mis versos! Decidí acudir. Y cuando traspuse los
umbrales, no me llevaron, como la vez anterior, a una sala magnífica, no. Me hicieron
recorrer pasillos, corredores; luego más corredores y pasillos; después subí, bajé,
atravesé patios, volví a subir y bajar. Yo estaba cansado, mareado; me parecía
extraño, profundamente extraño, que para ver a la duquesa hubiese que correr tanto
por su palacio. Yo estaba inquieto, exasperado. Y atravesábamos grandes salas,
recorríamos pasillos, bajábamos al piso principal, tornábamos a subir al tercer piso. Y
así durante media hora, tres cuartos de hora. Por fin me vi en una ancha estancia, en
donde estaban inclinados sobre pupitres seis u ocho personajes. Al entrar me llevaron

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ante uno de estos señores; estuve un momento ante él; él escribía sin verme. De
pronto levantó la cabeza y me dijo:
—¿La trae usted?
—¿Qué es lo que he de traer? —repuse yo.
—¡La factura! —exclamó él con voz bronca, indignado.
—Yo no tengo factura —repuse yo, con malos modos también—. Traigo una
carta de la duquesa.
—¿Qué carta es ésta? —replicó el escribiente.
—Esta carta que he recibido de la duquesa de Rodero.
Se la entregué; la leyó rápidamente y me la devolvió, diciendo, en tono grosero:
—¿Para qué viene usted aquí a fastidiarnos? ¿Es que nosotros podemos perder el
tiempo en fruslerías? Ésta es la Administración de la casa de Rodero. Si trae usted
alguna factura, se le pagará; eso es una carta que no tiene importancia.
Y se puso a escribir de nuevo. Y yo me marché; irritado, indignado conmigo
mismo. La poca ingenuidad que en mí quedaba había desaparecido totalmente. No,
no había duquesas geniales, románticas, en el mundo. ¿Una duquesa que se enamora
de un poeta? ¡Ja, ja, ja! Pasaron diez, doce, quince días. Una tarde llamaron a mi
puerta; abrí y entró un señor elegante, correcto. La misión que traía era delicada;
venía de parte de la duquesa. La duquesa lamentaba todo lo ocurrido; no había
querido escribirme; me mandaba a su intendente, su mayordomo, para que me
presentara toda clase de excusas. El señor que me visitaba se expresaba con una
cortesía, una sinceridad tan hondas, que yo quedé encantado. Quedé encantado y
prometí acudir dentro de tres días, el próximo lunes, a la cita que la duquesa se
dignaba concederme. Y llegó el lunes; me encaminé hacia el palacio de Rodero. Entré
en la sala en que había esperado la primera vez. Transcurrieron diez minutos, pasó un
cuarto de hora. Ya comenzaba yo a impacientarme, cuando se abrió la puerta del
fondo… ¿Y qué dirán ustedes que apareció por esa puerta? De espaldas, vi a un joven
vestido de blanco, como un médico en su clínica. Un médico era, en efecto, el que
apareció. Dio la vuelta, se puso de frente y vi, horrorizado, que entre sus manos
llevaba un pie humano, un pie negruzco, color de caoba, sanguinolento, tumefacto;
otro médico, también vestido de blanco, aparecía después; traía éste un ancho frasco
de cristal lleno de alcohol. Metieron el pie en el frasco y lo estuvieron examinando
cerca de una ventana. Un tercer señor se acercó a mí, y me dijo que la duquesa
acababa de ser operada. Una heridita ligera, descuidada al principio, había
determinado un estado gangrenoso; no se había podido atajar la gangrena y había sido
preciso cortar el pie. Y allí, en el frasco de alcohol, junto a la ventana, sobre una
mesa, estaba el pie, sí, el pie de la duquesa. Y la duquesa estaba dispuesta a recibirme
a mí, el poeta, en el acto, si yo quería; pero me hacía presente la situación en que se
hallaba… Yo, naturalmente, emocionado, hondamente emocionado, me marché del
palacio. Y prometí volver dentro de quince días, cuando la duquesa estuviera ya bien.

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Y, en efecto, a los quince días, volví. No tuve que esperar mucho rato; apenas
llegado a la sala donde estuviera dos veces, anteriormente, pasé a otra salita. En esa
salita estaba —¡al fin!— la duquesa de Rodero. La duquesa era una señora de unos
cuarenta años; iba apoyada en dos muletas; su traje era un poco descuidado;
descuidado también su peinado; caían largas greñas por los lados de la cara. El
descuido de la duquesa en su atavío se lo atribuía yo, naturalmente, a la enfermedad
sufrida. Con palabras de profundo respeto, yo me lamenté del lance desgraciado de la
gran dama; al lado de la duquesa había una camarista jovencita, linda, de picarescos
ojos. Estuvimos un rato charlando; yo comencé a sospechar algo anormal en la
duquesa. No era posible el descuido ya anotado en su persona; por otra parte, la
camarista que tenía al lado me intrigaba. Y de pronto, caminando por la sala la
duquesa, apoyada en sus dos muletas, yo noté que apoyaba en el suelo los dos pies.
Sí, sí; los dos pies. ¿Cómo podía ser esto? ¿No le habían amputado uno? Y al mismo
tiempo, al hacer esta observación sorprendente, yo veía que en el pecho de la linda y
elegante camarista lucía una coronita ducal de brillantes. ¡Todo había sido una farsa!
Y la duquesa no era la duquesa. La duquesa era esta linda camarista, no la otra señora
apoyada, fingidamente, en las muletas. En un instante pasé del respeto a la audacia.
Sí, yo había sido juguete de una mujer que se había querido divertir conmigo. ¡Pues
ahora veríamos quién jugaba con quién! Y con un ademán brusco, repentino, cogí
entre mis brazos a la linda camarista, es decir, a la verdadera duquesa, y comencé a
darle besos, besos apasionados, besos en la cara, en los ojos, en los labios…
—¿Y qué pasó después, querido don José?
—Pasó después, señores, queridos amigos, que ocho días más tarde, invitado por
la duquesa de Rodero para asistir a una comida literaria, yo acudí prestamente. Y me
encontré con que la señora de las muletas era, en efecto, la duquesa. Y la camarista
era la camarista. La broma había sido perfecta. Con la duquesa estaban diez o doce de
los más ilustres literatos españoles. La duquesa, con exquisita cortesía, me presentó a
todos. Un criado entró trayendo en una bandeja de plata diez o doce ejemplares de
«La fuentecita»; estaban todos encuadernados con verdadero arte. La duquesa entregó
un ejemplar a cada uno de sus invitados. Todos conocían ya mi libro. Desde aquel día
fui ya famoso. A la genial, generosísima duquesa de Rodero se lo debo.
—¿Y el pie de la duquesa?
—¿El pie? Era de artificio, hecho de cera, untado con sangre de carnero.
—¡Ya no hay duquesas geniales!
—¡Ah, qué duquesa la duquesa de Rodero! —exclamó don José Vega, el gran
poeta.
Y luego, imitando al viejecito de las patillas blancas:
—¡Ah, qué duquesa, qué duquesa, qué duquesa, qué duquesa…!

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EL TIEMPO Y LAS COSAS

S E DETUVO un momento; se sentó a descansar un instante. A mitad del camino —


de la estación a la vieja ciudad— había un humilladero: una casa de piedra,
sobre cuatro o seis gradas, bajo un tejadillo cuadrangular. Un momento estuvo
sentado en una de las gradas; el equipaje lo había entregado a un labriego; él, Virgilio
Prado, el novelista, había querido caminar a pie un rato, entrar poco a poco en la
ciudad natal, después de tantos años. Y sentado, inmóvil, con la cara en la palma de la
mano, el codo en el muslo, meditaba un momento. El cielo estaba azul; corrían por la
bóveda sidérea, allá lejos, rápidas, unas redondas nubes blancas. A un lado y a otro
del camino se extendían huertecillos de hortalizas, cuadros de terrenos, y entre los
bancales, en los linderos, algún olivo, algún pomposo nogal, algún frágil y sensitivo
almendro. Cruzaban rápidas —henchidas de la voluptuosidad de la serena hora— las
golondrinas. Comenzaban a oírse, viniendo de lo lejos, las campanadas del Ángelus.
Y el valle todo, fresco, húmedo, exhalaba un penetrante, gratísimo olor a heno.
Después de meditar y descansar un momento, Virgilio Prado emprendió de nuevo el
viaje a la ciudad. Ya asomaban las torres de la catedral por encima de la arboleda. Ya
iba el viajero notando, aspirando, sorbiendo sus delicias —y evocando su infancia—,
el aroma vago de leña quemada: la leña de sarmientos, de olivo, de almendro, que en
este momento del crepúsculo, propincua la cena, quemaban en todos los hogariles.
Cuando comenzó a entrar en las primeras callejas de la ciudad —la noble y
centenaria Nebreda— una profunda emoción oprimía su pecho. Ya estaba en la
ciudad nativa. Ya iba echando la vista por lo interior de los zaguanes. Ya iba
rememorando quién vivía —hacía treinta años— en esta casa y en la otra. Ya iba
oyendo, recogiendo con ansiedad, volviendo a oír al cabo de tanto tiempo los gritos
de los niños, las voces de algún vendedor, el piar, en torno a las altas torres, de las
giratorias golondrinas. En el pueblo no le esperaban; no había escrito a nadie. Sólo
tenía en la ciudad un viejo amigo de la infancia; llamaría a su puerta, se hospedaría en
su casa. De nombre, por la fama, sí le conocían todos. Pero a lo largo del camino de
la vida, poco a poco, habían ido desapareciendo sus amigos, sus conocidos, sus
relaciones de la niñez y de la adolescencia. Y las nuevas generaciones no le habían
visto nunca en Nebreda.
Virgilio Prado, al comenzar la vejez, desilusionado de todo, había querido
proporcionarse este instante de suprema rememoración. Iba al pueblo nativo a gozar
un segundo —en medio de la poderosa corriente del tiempo— de la vida pasada.
Cuando todo acababa para él; cuando habían ya desaparecido tantas cosas para el
novelista; cuando su mundo ideal era un mundo pretérito, de recuerdos, él volvía a
Nebreda a pretender fijar, durante un segundo, una milésima de segundo, toda una
vida que ya estaba a punto de escaparse.

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El amigo de la infancia tuvo una gran alegría al verle.
—Quiero —le dijo— que goces la paz del silencio profundo de la ciudad. Tu
cuarto lo tendrás a espaldas de la casa; desde esa parte se descubre todo el valle;
verás la campiña verde que tú tantas veces has recorrido: contemplarás, en estos días
de luna, cómo la luz suave, plateada, va infiltrándose en el follaje y haciendo rebrillar
el agua diamantina de las caceras.
El cuarto de Virgilio daba a una galería con barandada de cuadradillos de hierro.
Desde la galería se descubría el panorama del valle. A primera hora de la noche el
novelista había recorrido la ciudad; lentamente había ido pasando y repasando por los
lugares que vieron su infancia y su adolescencia. Muchas cosas habían sido ya
cambiadas en el pueblo; otras —fenómeno conocido— le parecían más exiguas que
en su niñez. La casa en que se hospedaba era vieja, ancha. Los pasos resonaban en los
anchos y largos corredores. La luz de la palmatoria que llevaba en la mano hacía
danzar, tembletear, ir de un lado para otro las sombras en las paredes desnudas y
grises; un rayo de luz se colaba por un ancho ventanal y bajaba dulcemente, hasta el
piso de losetas blancas y negras. El reposo era profundo; el cansancio del viaje había
avivado el apetito en el novelista. La cena, sobria, suculenta, le había producido al
novelista una grata, voluptuosa sensación de bienestar y somnolencia. Sentado ahora
en su cuarto, frente al paisaje del valle —del valle inundado por la luna—, sentía una
sensación extraña; era una sensación de dulzura y de melancolía a la vez. Su vida
declinaba; su obra, una extensa labor literaria, estaba realizada. Y en este minuto de
su vida —en este minuto en que se hallaba sentado en la casa callada— él hubiera
querido fijar, inmovilizar, tener parado el tiempo. El tiempo era la obsesión del
novelista. La obsesión del tiempo había comenzado a sentirla desde el promedio de la
vida. Antes, en la adolescencia, en la juventud, el correr de las cosas a lo largo de los
años era para él indiferente; desde los cuarenta, los cincuenta años, este deslizarse de
la realidad, rápida, vertiginosa, por el canal del tiempo, era su obsesión dolorosa. Ya
este minuto delicioso, profundo, inefable, no tornaría a vivirlo. Ya esta sensación tan
aguda en su placer no tornaría a experimentarla… El tiempo corría, corría sin
detenerse. Y esta sensación que no había de tornar, era un segundo, una parte casi
imperceptible de un segundo; del otro lado de esa milésima de segundo que era el
pasado, el terrible pasado.
La luna iluminaba vaga, dulce, calladamente el valle. El silencio era profundo. De
pronto resonó en la estancia un débil maullido; Virgilio Prado levantó la cabeza. En la
galería se veía un gatito blanco; tenía los cuatro pies casi juntos, el lomo encorvado y
el rabo en alto. Maullaba débilmente y se frotaba el costillar contra la barandilla… El
novelista miró un momento al gatito; era raro que a estas horas viniera por esta
galería un gatito blanco; es decir, raro, no; no tenía la aparición nada de extraño. No
tenía nada de extraño, y, sin embargo, una sensación indefinible había sacudido el
espíritu del novelista. Avanzaba el gatito blanco hacia Virgilio; estaba ya junto al
novelista; no cesaba de runrunear y de frotarse contra los muebles. El novelista tendió

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la mano y la pasó sobre el lomo del gatito… Y en el mismo instante dio un grito. Lo
que había tocado no era un gato; tenía la impresión de haber acariciado una cara
humana. Y antes de que pudiera reponerse de la terrible emoción, el gatito blanco se
había convertido en un gnomo. Delante de sí tenía el novelista un hombre barbudo,
de anchos y rientes ojos, que se pasaba suavemente la mano por la larga barba y le
miraba con dulzura.
—No extrañes mi presencia —le dijo el gnomo al novelista—; soy un buen amigo
tuyo; voy a proporcionarte el placer más grande de tu vida; quieres fijar el tiempo,
fijar un minuto del tiempo, y yo voy a hacer que se realice ese prodigio.
Virgilio Prado estaba absorto, inmóvil. Con la cabeza, en silencio, asentía. El
minuto de tiempo —este minuto tan profundo y delicioso de ahora— iba a ser fijado
indefinidamente.

Cuando Virgilio se levantó de la cama, al día siguiente, la decoración de la


estancia había cambiado; no estaba en una vieja casa. El menaje del cuarto era nuevo,
vulgar; en el pasillo se extendía, por el centro, una tira de linóleum; se abrían muchas
puertas al corredor; delante de algunas de ellas se veía un par de botas o zapatos.
Estaba en un hotel. No se atrevía a preguntar nada; lo hubieran tomado por loco.
Salió a la calle. La ciudad estaba transformada. En una esquina vio una lápida. En la
lápida se leía: «Calle de Virgilio Prado. 1870-1926». La lectura de esa lápida le causó
una profunda estupefacción. Sí; él estaba muerto; él había muerto en 1926. ¿En qué
año estaríamos ahora? Preguntó discretamente a un transeúnte. Se le dijo que Virgilio
Prado fue un novelista que nació en la ciudad; había muerto hacía cincuenta años; el
pueblo le había dedicado ese recuerdo.
Todo estaba cambiado en la ciudad; muchas callejitas habían sido destruidas; se
habían abierto anchas y rectas vías; pasaban por esas calles corriendo con estrépito
pesados camiones; a lo lejos, el azul cielo se veía manchado por nubarrones de humo
que despedían las chimeneas de las fábricas. Virgilio Prado, con honda emoción…

—¿Se puede, querido maestro?


—Adelante, adelante, pase usted.
El gran novelista Leonardo Durán, que estaba escribiendo, se detuvo; en la puerta
había aparecido su discípulo predilecto.
—Adelante, adelante —repetía el gran novelista.
—Perdone usted; me habían dicho que había usted terminado de trabajar —
respondió el joven.
—¡No importa! ¡No importa! —gritaba cariñosamente el maestro—. No había
terminado; pero iba a terminar. Y me alegro de que haya venido usted. Voy a leerle un
cuento que estaba escribiendo.
El maestro leyó el anterior cuento al joven discípulo.

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—¿Qué le parece a usted? —le preguntó al acabar la lectura.
—Muy bonito; pero…
Dudaba en expresar su pensamiento el joven.
—Con franqueza, sea usted sincero —le decía el maestro.
Y el joven dijo:
—Perdón, querido maestro; un poco inverosímil.
Entonces hubo una pausa; el maestro sonrió con dulzura y con melancolía,
replicó:
—¿Inverosímil? No, no; desgraciadamente, no. Lo que yo imagino en este
momento está ocurriendo todos los días.
—¿Todos los días, querido maestro? —preguntó ansioso el joven.
—Todos los días, sí; todos los días —respondió el gran novelista—. Todos los
días estamos sabiendo que el tiempo se fija, se inmoviliza para nosotros. Se
inmoviliza cuando penetramos en la vejez. El gnomo fijó un momento en la vida de
Virgilio Prado; en tanto que Virgilio Prado se inmovilizaba en un segundo, todo lo
demás iba marchando seguidamente. El segundo inmóvil de Prado fueron cincuenta
años. Cuando penetramos en la vejez, sobre todo los artistas, los pensadores,
comenzamos a fijar el tiempo; no podemos remediarlo; luchamos por evitar esa
inmovilidad; pero el tiempo se fija para nosotros. Todo marcha, corre, evoluciona, y
nosotros estamos fijos; están fijas las ideas, los sentimientos, las sensaciones, que son
las nuestras, las de nuestra juventud: pero que no son las de las nuevas generaciones.
Todo marcha, y nosotros estamos inmóviles. Las ideas, los sentimientos, las teorías
de los jóvenes, nos esforzamos en comprenderlas, pero no logramos compenetrarnos
con ellas; una barrera infranqueable nos separa de las nuevas generaciones. Nos
hemos fijado en un segundo del tiempo. Y en nuestro alrededor, en nuestro torno,
todo ha ido inexorable, rápida, terriblemente marchando…
Y el maestro volvió a sonreír con dulzura y con tristeza.

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UN HUMORISTA

T OME el lector en la Puerta del Sol —o donde quiera— un tranvía de Rosales.


Llegue al paseo de Rosales; descienda; comience a bajar por uno de los
caminos que llegan a la carretera que atraviesa el parque del Oeste. Caminando por
esa carretera, hacia abajo, se llega al paseo de Ruperto Chapí; la placa en que se
estampa ese nombre está ya completamente borrada. El segundo camino que parte de
la izquierda, bajando por dicho paseo, llega hasta un paso a nivel. En lo alto de la
cuesta se yergue un hermoso olmo de copa redonda, tupida, airosa. Cerca del paso a
nivel crecen, a la derecha, otros umbrosos olmos; debajo de ellos, a su sombra, se ven
dos bancos. Y enfrente, rebozada entre la fronda de los árboles, colocada en un
alterón, se ve la techumbre de la casilla del guardabarrera. Saliendo de la estación del
Norte, el primer paso a nivel es el de San Antonio de la Florida; después viene éste;
luego surge el puente de los Franceses. Todas las tardes, a las tres en punto, sale de la
estación un largo tren de mercancías; al final lleva un coche de viajeros, coche con
varios departamentos de segunda y tercera.
Y todas las tardes, en el mes de junio, a la hora de pleno sol, a las dos y media,
llegaba hasta el paso a nivel un señor correcto, elegante, un poco viejo. A esa hora
todo el parque del Oeste está desierto. El sol cae a torrentes entre el follaje de los
árboles. Grandes y resplandecientes manchas de luz brillan entre las sombras.
Chirrían perseverantes las cigarras; cantan en los estanques y caceras las ranas. De
cuando en cuando rasga los aires el silbido de una locomotora. El señor correcto y
elegante permanecía sentado en el banco junto al paso a nivel hasta que veía pasar el
tren de las tres. El tren pasaba todavía lento, majestuoso. En la chimenea de la
poderosa locomotora el caballero leía: 245, o 488, o 514… Luego, un poco pensativo,
un poco triste, sacaba de una cartera roja un papelito, escribía unas palabras, lo
doblaba y lo tornaba a guardar. La guardabarrera —era una anciana— salía al oír
resoplar el tren de lejos, cerraba la verja del paso a nivel y presentaba, al paso del
tren, el banderín verde enrollado. He dicho que guardaba el paso a nivel una mujer;
quien lo guardaba realmente era un anciano, víctima de un accidente del trabajo, cojo,
achacoso, muy enfermo; pero quien salía al paso de los trenes era una mujer.
Después, cuando pasaba el tren, todas las tardes, la mujer, se llegaba hasta un
corralito que había —y sigue habiendo— detrás de los dos mencionados bancos,
frente a la casa, y volvía a salir con tres o cuatro huevos en las manos, tres o cuatro
huevos que unas gallinas castellanas, pequeñitas, acababan de poner. Y las cigarras
chirriaban. Y las ranas croaban. Y las sirenas de las locomotoras lanzaban lejanos y
agudos gritos…
La llegada al paso a nivel a esta hora, en verano, bajo el ardiente sol, de un
caballero elegante, rico al parecer, era una cosa extraña. Meses antes, en este paso a

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nivel, se había arrojado un caballero. La cosa era para inspirar cuidado. Pero este
caballero parecía un hombre pacífico, dulce, cordial, un poco, sí, un poco soñador.
—¿Sabe usted dónde va este tren? —preguntó una tarde el caballero a la
guardabarrera—. Seguramente que sí lo sabe usted. ¿Tiene usted la bondad de
decírmelo?
El tren iba a Segovia; muchos de estos vagones, de Segovia seguían más adelante;
en unos ponía: Medina; en otros, Alsasua; en otros, San Sebastián… Las pocas
palabras cambiadas con la guardabarrera esta tarde se convirtieron en más, muchas
más, a la tarde siguiente. Las preguntas que hacía el caballero misterioso eran todas
referentes a los trenes. Hablaban los tres —el anciano, la anciana y el caballero—
cordialmente. Pero la sospecha, el recelo, la suspicacia de los viejos no acababa de
disiparse. Decididamente, este señor tramaba algo; algo raro debía estar meditando.
¿Cómo un señor elegante —debía de ser rico— venía al paso a nivel del parque del
Oeste a estas horas insólitas? ¿Y por qué permanecía absorto, meditabundo, sentado
en un banco, bajo el frondoso olmo? Y las cigarras chirriaban. Y las ranas cantaban.
Y las locomotoras, a lo lejos, silbaban largamente.

Una tarde el caballero —era a fines de junio— dijo a los viejos del paso a nivel:
—Mañana me marcho; me marcho muy lejos de aquí; a América. Pero quiero
dejarles a ustedes un recuerdo mío. Yo salgo mañana, por la mañana, en el tren de las
nueve; voy a Hendaya. Les ruego que estén atentos al paso del tren. Yo estaré en la
ventanilla y les tiraré a ustedes una cajita; en ella irá el recuerdo que les dedico. Y se
lo dedico a ustedes por las gratas horas de soledad y de silencio que he pasado en este
paso a nivel.
En efecto, al día siguiente los dos viejos estaban atentos en el paso a nivel. Pasó
el tren rápido de las nueve. El caballero iba en una ventanilla. Al pasar el tren el
caballero arrojó una cajita. Después hizo un saludo cariñoso con la mano.
Y no pasó más. Los viejos recogieron la cajita arrojada. La abrieron con
curiosidad. ¿Qué vendría dentro? ¿De qué extravagancia sería capaz este misterioso
señor que ellos ni sabían cómo se llamaba? Dentro de la cajita —¡oh sorpresa!—
venían colocados unos sobres, henchidos, abultadísimos. En los sobres ponía en letras
grandes: Billetes de Banco. ¡Qué ansiedad la de los pobres viejos! ¡Qué profunda
emoción! Se miraban uno a otro estupefactos: tenían ante sí un tesoro. Y los dos,
febriles, comenzaron a abrir uno de los sobres. ¡Y ahora la estupefacción fue mucho
mayor! Dentro de este sobre, y del otro, y del otro, venían colocados, como billetes
de Banco, recortes de periódicos. La cajita cayó de las manos de los viejos. El señor
misterioso era un farsante, un loco. Razón tenían ellos, sí; razón tenían para
sospechar de un caballero que a la hora de pleno sol, en verano, iba a sentarse en un
banco al lado de un paso a nivel. Sí; era un loco, un farsante.

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—¿Ha terminado el cuento, señor? ¡Pues sí que era ese caballero un humorista!
—No ha terminado el cuento; espere usted un poco.
La cajita quedó en un rincón; pasaron muchos días. Una tarde, un nietecito de los
viejos se puso a jugar con los sobres henchidos de recortes de periódicos. Iba
abriéndolos todos y esparciendo por el suelo los papeles. Había muchos. De pronto,
de uno de los sobres comenzaron a salir otros papelitos; papelitos que tenían pintado
el Palacio Real, el mismo palacio que se veía desde la casita de los guardabarreras. Y
habían veinticinco o treinta papelitos de éstos. Los viejos se acercaron al niño. Su
sorpresa fue ahora tan grande como antes la desilusión. Sí, sí; el señor misterioso era
un perfecto caballero. Se le veía; no, no podía ser otra cosa. ¡Tenían entre las manos
los dos viejos, los dos pobres viejos, cinco o seis mil duros! Cinco o seis mil duros en
billetes, nuevecitos, maravillosos, de mil pesetas. Y la vida de los dos viejos fue
cambiando poco a poco; compraron muchas cosas; tenían ahora, en los días fríos de
la vejez, un poco de felicidad.

—¡Perfectamente, señor! ¿Ha terminado ya el cuento?


—Todavía no, caballero; espere usted un poco; tenga la bondad.
Los viejos contaban a todos las aventuras del señor misterioso. Nadie los creía. La
cosa era totalmente absurda. Un día se cometió un robo importante en un hotel del
paseo de Rosales. La policía husmeó por todo el contorno; cerca de la casilla del paso
a nivel se encontraron, entre unas matas, algunos de los efectos robados. El dinero no
aparecía. El robo coincidió con la historia del personaje misterioso. La Policía
prendió a los viejos. La historia que ellos contaban para justificar la posesión de las
treinta mil pesetas era ridícula, inadmisible. Pasaron muchos días; el viejecito, de
pesar, murió en la cárcel; la mujer, sola, amargada también, no tardó en seguir en el
sepulcro a su marido. Y en el paso a nivel del parque del Oeste hay al presente otros
guardabarreras.

—¿Ha terminado usted, señor?


—Sí, señor; he terminado.
—¿Quién es el humorista en este cuento?
—El Azar. ¿Le parece a usted poco?
—¡Pues sí que es un humorista!
—¡Ya lo creo! Y el más terrible de todos.

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LA LISTA GRANDE

N O SE sabía si era de día o de noche. El cuartito estaba lleno, henchido, repleto


de una sombra espesa, densa, opaca, sólida. Y por la ventana se divisaba,
entre la lluvia, cerca, un panorama de tejados grises, pardos. Y allí abajo, vago, se
veía un hondo y lóbrego patio. Pero el silencio era profundo, inquebrantable. Fidel
Campa gozaba de este sosiego delicioso. La lluvia no cesaba de caer. El dulce
silencio de que gozaba Fidel se avivaba con este ruidito persistente, perseverante, de
la lluvia que caía desde por la mañana. Y sin ese ruidito, casi imperceptible, el goce
del silencio hubiera sido menor. No sabía Fidel dónde principiaba la realidad y dónde
el ensueño. Se veía, se sentía, se notaba —profunda, íntimamente— invadido por un
sopor vago, indeterminado. Desde hacía algunos años, su inquietud no le permitía
gozar de las cosas. A cada momento, en cada instante, se veía precisado a prender su
atención en un incidente desagradable, doloroso. Y ahora se contemplaba aquí en la
gran ciudad, en París, en un quinto piso, encerrado en un cuartillo estrecho, limpio. El
crepúsculo vespertino iba avanzando. Las sombras habían sido iguales, uniformes,
durante todo el día. Desde media mañana, la luz no había aumentado ni disminuido;
era una luz sucia, gris; cenicienta; parecía que se tocaba con la mano, y que para
coger un objeto un poco distante había que apartarla a un lado. Y precisamente —¡tan
lejos de su tierra!— esta luz, opaca y densa, le hacía bien a los nervios. Con el
silencio profundo, esta claridad fosca hacía un maridaje grato. En este ambiente
denso, sobre la gran ciudad, ignorado de todos, Fidel se sentía vivir. Gozaba de cada
minuto que iba transcurriendo. ¿Vendría alguien a llamar a su puerta? No, no; no
vendría nadie. ¿Le traerían de pronto un telegrama y él tendría que cogerlo y estar
con el papelito azul un momento en la mano, absorto, vagamente atemorizado? No,
no: no vendría nadie. ¿Oiría de repente un grito, una imprecación iracunda, y
resonaría un golpazo furioso contra un mueble? No, no; no oiría un grito ni resonaría
un golpazo en un mueble. La lluvia, los hilos de la lluvia, las lágrimas largas de la
lluvia corrían por los cristales de la ventana; mansamente, con suavidad, desde lo alto
—extendiéndose, alargándose—, bajaban por el limpio cristal. En la lejanía, sobre las
techumbres grises, se elevaba de algunas chimeneas un humito ceniciento, negro.
Ahora ya la luz, igual durante todo el día, comenzaba a decrecer; los rincones del
cuarto estaban ya repletos de negra sombra. Sobre la mesa, los papeles blancos se
iban anegando en el piélago de lo negro. Y conforme avanzaba la negrura desde los
rincones al centro de la estancia la paz espiritual de Fidel iba siendo más grande, más
honda era su voluptuosidad en el goce del silencio, del ruidito de la lluvia, de la
soledad en que se contemplaba. No; nadie vendría a interrumpirle. Siempre la
preocupación de ver atajado por un grito, por un denuesto, por un sarcasmo el
momento en que gozaba de la paz, del sosiego, del silencio, impedía que ese goce

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fuera pleno e intenso; pero ahora, no; ahora, por primera vez, desde hacía muchos
años, estaba disfrutando de una calma, de una paz, de una serenidad perfectas. Las
tinieblas aumentaban; desde los ángulos de la estancia ya se habían extendido por
todo el ámbito los negros jirones; los blancos papeles habían ya perdido casi su
blancura. Y la lluvia, persistente, incansable, seguía cayendo y se desparramaba como
una cortina movible por el ancho y limpio cristal.

En una casa española, lejos de París, lejos de este cuartito que ahora ocupa Fidel,
cuatro, o seis, u ocho mujeres. Desde por la mañana hasta por la noche, estrépito,
vociferaciones, escándalo, gresca. A veces se hace el silencio; pero inmediatamente, a
los dos minutos, un grito iracundo resuena en la casa; el estrépito comienza otra vez.
Las criadas van despeinadas y sucias de una parte a otra como atontadas por los
gritos, los improperios. Nunca las cosas están a punto. Fidel, evidentemente, tiene la
culpa de todo. Si él hubiera hecho tal cosa, no pasaría lo que está pasando. Si en vez
de hacer lo que hizo hubiera hecho lo que se le aconsejó, otra hubiera sido la suerte
de los moradores de la casa. Fidel es un tonto; si él no fuera tonto, no se reirían de él.
Encima de los muebles hay ropas sucias, abandonadas; los platos que se ponen en la
mesa están sin secar. La comida no se halla nunca a punto; un día la sirven a una hora
y otro día a otra. Por el menor gesto de protesta, por un mohín de disgusto por parte
de Fidel se promueve un escándalo formidable de gritos y golpes en los muebles…
No sabe el buen Fidel Campa qué es lo que ha de hacer él; desea marcharse fuera de
casa; pasear por las afueras; no permanecer entre las paredes de su hogar sino el
tiempo estricto de las comidas; pero ni aun esto le permiten al pobre. Y todo su
consuelo es Adolfito. Cuando Adolfito tiene entre sus manos la mano ruda, dura, ya
vieja, de Fidel, de su tío Fidel, el buen caballero se siente indemnizado de todo. Y
luego, cuando a solas un momento en todo el día, allá arriba, en el sobrado, Adolfito
arranca al violín una melodía dulce, larga, plañidera, conmovedora, Fidel lo olvida
todo. Desde las ventanas del sobrado se atalaya la campiña: primero, cerca, el boscaje
de unos olmos; luego, la huerta del pueblo; después, una montaña gris, cenicienta,
desnuda. No está este monte bastante lejos para ser azul; la vista, desde el sobrado de
la casa de Fidel, puede ir registrando sus senos, cañadas, vereditas —vereditas
blancas en lo gris—, sus matorrales. Pero Adolfito no puede ver la montaña ni los
terrenos de la huerta. No puede ver nada; sus ojos están apagados. Con la cabeza un
poco enhiesta, camina despacito por la casa. Cuando acaba de tocar en su violín una
de esas largas y plañideras melodías, su cara muestra una expresión inefable, divina,
de bondad. En esos momentos, sus manos avanzan hacia la persona de su tío. Las
manos son blancas, suaves, finas como las de una niña. Las manos de Adolfito
encuentran la ruda y vieja mano de su tío. Y con delicadeza la cogen, la aproximan a
la persona del niño, la retienen prisionera, la acarician, la aprietan suavemente. No
hablan nada en esos momentos el tío y el sobrino. La melodía parece resonar todavía

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en el aire; aún las notas melodiosas diríase que vibran en el silencio del sobrado. Y
los dos, tío y sobrino, silenciosos, absortos, parecen escuchar las últimas, suavísimas
imperceptibles vibraciones. Fidel piensa en el grande y maravilloso artista que
Adolfito será cuando llegue a ser hombre.

Cenó sobriamente Fidel y se dispuso a acostarse. El frío era intenso fuera. Dentro,
no; aquí tenía el buen caballero una estufa que templaba el ambiente del cuarto.
Siempre, al acostarse, acostumbraba Fidel a leer una página o dos en un libro de
buena prosa castellana. La obra que leía siempre Fidel era el «Libro de la oración y la
meditación», de fray Luis de Granada. Está acostado el buen caballero y tiene entre
sus manos el volumen.
Su pensamiento va, un instante, por encima de los Pirineos, allá lejos, hacia la
casa del pueblo. En la casa él ve la figura del niño. Del niño con la cabeza un poco
enhiesta, con la cara serena, plácida. Y siente vivamente, con agudeza desgarradora,
dolorosa, no poder tener su mano dura, vieja, entre las finas manos del niño. Y él
también se acordará de su tío. Y en la casa, con improperios, con denuestos, con
sarcasmos, tratarían todos de borrar, de manchar, de hollar en el espíritu del niño la
imagen —queridísima por éste— de su tío Fidel.
Dentro de un momento va a apagar la luz el caballero. El ruidito de la lluvia no
cesa. Lo que ahora lee Fidel es lo siguiente:
«Conozco yo una persona que tenía hecho un memorial de todas las personas
señaladas que en este mundo había conocido en todo género de estados, que eran ya
difuntos; alguna vez lo leía o pasaba por la memoria: en cada uno de ellos se le
presentaba sumariamente toda la tragedia de su vida, la burlería y engaño de este
mundo y el paradero y fin de las cosas humanas.»
El caballero medita durante un rato, apaga la luz y se duerme.

Una oficina vasta, llena de empleados. Suenan las máquinas de escribir. No sabe
Fidel dónde se encuentra. ¿En qué parte del mundo se halla esta oficina? ¿Está en el
mundo acaso? No, no; esto no es la tierra. Hay aquí algo que no es como todo lo
demás que Fidel ha visto. Pero no tiene tiempo para reflexionar el buen caballero.
Vienen hacia él y lo introducen en un despacho. Una dama esbelta, bella, se acerca a
él; la señora lleva en el pelo un broche de oro y brillantes. Los ojos de Fidel no
pueden apartarse de esa joya: representa una guadaña chiquita. La dama sonríe al ver
la insistencia con que el caballero contempla su guadañita.
—¿Usted quiere conocer la lista para el año próximo? ¿No es eso?
Fidel asiente. La dama prosigue:
—Puesto que es usted bueno; puesto que usted ha sufrido tanto en el mundo,
vamos a complacerle.

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La hermosa señora se encamina hacia un escritorio; antes se vuelve hacia Fidel y
torna a preguntar, sonriente:
—¿Se asustará usted?
Fidel hace signos negativos con la cabeza. La dama toma un papel del escritorio y
se lo entrega al caballero. Fidel lo tiene en la mano un momento sin mirarlo; sus ojos
denotan espanto, profundo terror.
—Vamos, vamos… ¿No quería usted ver la lista, la lista de las personas
conocidas de usted que han de morir en el año próximo? Lea, lea…
Las manos de Fidel tiemblan. Su faz está pálida; la respiración del caballero es
anhelante. Por fin, Fidel Campa comienza a leer.
La lista es larga.
—¡Es la lista grande! —exclama, interrumpiendo, la dama. Y sonríe, sonríe con
una sonrisa terrible.
Aquí, en la lista de los muertos del año próximo, están personas que Fidel conoce,
trata; aquí están parientes, amigos, convecinos; aquí hay hombres eminentes a
quienes el caballero ha conocido en sus viajes a Madrid… de pronto Fidel da un
grito, un grito desgarrador, un grito que le sale del fondo del alma.
—¡No, no! ¡Por favor! ¡Dios mío! ¡No quiero, no quiero! ¡Adolfito, no; eso
nunca!
Y rápidamente se arroja a los pies de la dama. La señora ha cesado de reír. Fidel
coge impetuosamente sus manos; el tacto de esas manos es el de un esqueleto.
—¡No, Adolfito, no! —grita desesperadamente el caballero.
Y después, irguiéndose, terrible:
—¡Mi vida! ¡Doy mi vida por la de ese niño! ¡Sí, sí, mi vida!
La dama de la guadañita de oro ha sonreído. Y ahora, tristemente, con violencia.
El caballero sacudía las manos de la señora.
—¡Doy mi vida, mi vida, por la de ese niño! —repetía exaltado.
Y la dama, lentamente, ha dicho, al cabo:
—¡No puede ser! ¡No puede ser!
—¿Por qué? ¿Por qué? —gritaba exaltado Fidel.
Y la señora ha añadido:
—Porque usted está ya muerto.

A las doce de la mañana la dueña de la casa ha llamado a la puerta del cuarto de


Fidel; ya había llamado antes dos o tres veces. Ahora, alarmada, se decide a abrir la
habitación. Fidel Campa duerme en su cama. Duerme para siempre. El ambiente en el
cuarto es irrespirable, letal; hay que abrir inmediatamente la ventana. La lluvia, desde
el cielo gris, bajo, ceniciento, sigue cayendo, persistente, monótona, como el día
anterior.

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LA MAYOR EMOCIÓN

E STA rosa blanca, esta bella rosa, ¿a quién se la doy yo? Yo le doy esta rosa
blanca a quien nos cuente, a quien nos cuente…
La gentil condesita de la Llana tenía en su fina, delicada mano, una hermosa rosa
blanca. En la mano rosada lucía una gruesa esmeralda. Y enhiesta la mano, veíanse
en el aire, resaltando sobre el blanco mantel, sobre el fondo verde de la espesura, lo
rosado de la mano, lo verde de la esmeralda y lo blanco de la rosa. Había terminado
la comida. Comíamos, invitados por la condesa de la Llana, ocho o diez amigos
íntimos de la casa. La comida se celebraba en el jardín; en un cenador, bajo un
entoldado de anchos y frescos pámpanos, entretejidos con la yedra y con los rosales,
había sido colocada la mesa. Después de la comida, en dulce languidez, charlamos
los comensales de todo lo humano y lo divino. El ambiente espiritual era de
intimidad, de libre expansión. Y el ambiente físico era templado, suave, delicioso.
Estábamos en el comedor de la primavera. Las rosas —blancas, amarillas, rojas—
daban al aire su olor y ponían en la verdura sus notas de color.
—¿A quién le regalo yo esta rosa blanca, esta bella rosa blanca? —repetía la
gentil condesita.
Y, al decir esto, miraba la ilustre dama a tres de sus invitados; miraba a Fernando
Robles, el dramaturgo; a Luis Matienzo, el novelista, y a Antonio Palacios, el poeta.
—Yo se la doy, yo le doy esta rosa blanca —decía la dama— a quien nos cuente
su mayor emoción; es decir, a quien, después de contadas todas las mayores
emociones, resulte que es quien ha sentido la emoción más honda, más intensa.
—¡Sí, sí! —exclamamos todos. Y todos poníamos nuestra vista en el dramaturgo,
en el novelista y en el poeta.
—¡Sí, sí! —repetíamos—. Que cuenten Robles, Matienzo y Palacios las mayores
emociones que hayan experimentado en la vida.
—Que comience Robles —dijo la condesita de la Llana.
Fernando Robles, el dramaturgo, trató de excusarse; insistimos todos, y él
comenzó diciendo:
—Ya saben ustedes que yo principié muy tarde mi carrera dramática; yo, hasta los
cincuenta y cuatro años, he estado dedicado a los trabajos de Historia y de Filosofía.
Tengo ahora sesenta años; hace seis que estrené mi primera obra; desde entonces he
escrito diez o doce; el público ha tenido la bondad de otorgarme sus aplausos; pero,
habiendo comenzado tarde la carrera de autor dramático, el principio fue
emocionante para mí.
—Tan tarde como usted, querido maestro —dijo uno de los invitados—; tan tarde
como usted, a los cincuenta y cuatro años, comenzó su carrera de gobernante el
político más grande que ha tenido España.

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—¿Quién? ¿Cisneros? Lo sé —repuso vivamente Robles—. Cisneros y yo,
perdonen ustedes mi inmodestia, hemos comenzado tarde nuestras carreras, y yo, por
mi parte, no me puedo quejar. Y supongo que Cisneros, claro está, tampoco se
quejaría. Iba diciendo, no sé si lo he dicho, ustedes lo saben, que mi primera obra se
titulaba «El pasado». Los actores no tenían confianza en ella; no me decían a mí
nada; eran bondadosos y corteses; respetaban mis trabajos literarios en otros órdenes;
pero, por frases sueltas, por referencias, por reticencias inevitables, yo sospechaba,
tenía la certidumbre, de que mi obra les inspiraba una aprensión terrible. Les
inspiraba la aprensión del fracaso. Y llegó el estreno. El teatro estaba rebosante de
público. Todos mis amigos, mis compañeros, estaban en el teatro. Las primeras
escenas fueron escuchadas con un profundo silencio. A mitad del primer acto había
un episodio en que yo había puesto un gran interés, un gran cuidado; el episodio pasó
inadvertido. En cambio una escena vulgar, de relleno, que no tenía nada de particular,
arrancó entusiastas aplausos. Yo, con estos viceversas, estaba un poco sorprendido.
Porque el trastrueque se repitió un poco más adelante. Comenzaba yo a comprender
que el teatro no se parece a nada. Se aplaudía lo para mí escrito con desgana y se
pasaba en silencio aquello en que yo había puesto ternura, delicadeza, emoción. Bajó
el telón al acabar el primer acto, y hubo un silencio aterrador… Todos, actores y
autor, estábamos tristes, mohínos. En el segundo acto ocurrió un incidente que
provocó violentas protestas. Exasperado con el silencio de la sala —el silencio seguía
en el segundo acto—, un amigo mío se puso en pie, en las butacas, y dirigiéndose a
los palcos, vociferó: «¡Esto es muy hermoso! ¡Basura para quienes no aplauden!» No
dijo basura este amigo indiscreto; empleó otro vocablo. Y su protesta suscitó en el
acto una tempestad de gritos, de golpazos, de silbidos. Yo estaba anonadado. La
emoción que experimentaba era profunda, indecible. Y todavía la emoción fue mayor,
más honda, al final del acto, cuando el silencio se trocó en ovación entusiasta,
delirante. El entusiasmo continuó, se agrandó en el tercer acto… Y no necesito decir
más. Ésa ha sido mi mayor emoción.
Luis Matienzo, el novelista, habló después, y dijo:
—La mayor emoción la he experimentado yo hace muchos años. Y, a pesar del
tiempo transcurrido, todavía, cuando pienso en ello, se me angustia el corazón.
Ocurría esto en los postreros días del otoño; la templanza del ambiente se despedía;
íbamos a entrar en los rigores del invierno. Yo tenía en mis manos una mano fina,
blanca. La mano que yo tenía entre mis manos cada día iba volviéndose más
translúcida, más diáfana. Y unos ojos anchos, melancólicos, me miraban con una
mirada larga, larga, acariciadora… Se moría esta persona de quien hablo. Estábamos
en una casita de un bosque, y, al mismo tiempo que caían de los árboles a centenares
las hojas amarillas, doradas, se escapaba la vida de este organismo débil. Yo estaba
entonces escribiendo mi primer libro, «Lo fatal». Todos los días, al atardecer, durante
el crepúsculo, en tanto que los áureos rayos del sol se filtraban por la enramada, leía a
mi amiga el capítulo escrito por la mañana.

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—¡Qué bonito! ¡Qué bonito! —exclamaba ella—. ¿No es verdad, Luis, que es
muy bonito?
Yo decía que sí, y que gracias a ella, gracias a su influencia bienhechora, el libro
tendría un brillante éxito. Y ella sonreía, sonreía, sin saber que no podría ver
terminado, impreso, el libro. No había de verlo. Su vida se acababa… Su vida acabó
con los últimos días del otoño. Yo tenía su mano entre mis manos. Y sus ojos me
miraron por última vez con una mirada larga, acariciadora. Y en sus labios se dibujó
una sonrisa inefable, divina.
El novelista acabó de hablar. Todos callamos un momento, emocionados. En el
aire flotaba el olor vago, penetrante, dulcemente penetrante de las rosas, los claveles
y los geranios.
Y el poeta, Antonio Palacios, comenzó a hablar:
—Hace ocho años —dijo— hice un viaje por Oriente. Después de recorrer el
Mediterráneo, me detuve unos días en Alejandría. Llegué por la noche, y me acosté
en el hotel. A la mañana siguiente, muy temprano, salí a recorrer la población. No
llevaba guía. No me gustan los guías. Me place ir descubriendo poco a poco,
trabajosamente, las ciudades que visito. Y de todas las visiones, de todos los
recuerdos que me llevo de una ciudad, tal vez esta primera visión incompleta,
incoherente, alocada, es la que estimo más y la que guardo con más perennidad.
Iba yo recorriendo las callejitas y visitando tiendecillas y cafés. El tiempo pasaba
deliciosamente. Charlando con tipos de la calle y con mercaderes, llegué a saber que
en uno de los barrios de la ciudad vivía un famoso estrellero. No soy supersticioso ni
creo en la astrología; pero, puesto a ver curiosidades, quise visitar a este mago. La
casa en que vivía era pobre. Ascendí por unas escalerillas casi desfondadas, y llegué,
allá en lo alto, a una puertecilla. Llamé y me abrió una viejecita. Hablamos, y me
hizo pasar a una estancia tapizada de negro. Esperé un momento. Yo creí que iba a
encontrarme frente a un anciano barbudo, con un empinado cucurucho en la cabeza.
Y apareció un viejecito limpio, menudo, rapado. Lo más notable de sus facciones era
una nariz desmesurada, doblada, ganchuda, y unos ojuelos chiquitos, como dos
granos de mostaza, pero fulgentes, brillantes con irisaciones y brillos eléctricos. Yo le
hablaba en francés; pero al acaso, en la conversación ligera, se me escaparon unas
palabras españolas. El anciano, al oírlas, sonrió y señaló a una de las paredes. Yo vi
colgada una gran llave; él me dijo:
—Esa llave es la de la puerta de nuestra casa, la casa de mis antecesores, en
Toledo.
Decía esto en un español arcaico, absurdo. En español continuamos hablando.
—Puesto que es usted español —me dijo—, voy a hacerle ver a usted, en su
obsequio, la mayor maravilla que habrá visto en su vida.
En la estancia había un ancho cristal con un marco. Detrás del cristal se veía un
paño negro. Fue quedándose en tinieblas la habitación; del cristal fue surgiendo,

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como un fulgor misterioso, una luz verde, violácea. Y, poco a poco, en el ancho
vidrio fue dibujándose una figura…
El poeta se detuvo un momento. Luego preguntó:
—¿Ustedes conocen mi vida? ¿Ustedes saben los dolores, las penalidades, las
desdichas, las tragedias de mi vida?
Todos conocíamos, en efecto, la serie de desastres y angustias de la vida del gran
poeta: muertes trágicas de personas de su familia, incendio de su casa, la única que
Palacios poesía en el campo; quiebra de un Banco en que tenía su modesta fortuna,
etc., etc.
El poeta prosiguió:
—Poco a poco fue dibujándose en el cristal una figura. Yo seguía con ansiedad la
concreción en el vidrio de este personaje. El personaje que iba lentamente
dibujándose en el cristal era un niño.
—En el momento en que usted se acerque al cristal y lo toque —me había dicho
el mago—, la figura desaparecerá. No se acerque usted.
Pero yo, sin poderlo remediar, me iba poco a poco acercando. Y de pronto di un
grito. La figura del cristal era un niño: un niño inclinado sobre un pupitre, un niño
que escribía, un niño pálido, con ambos ojos melancólicos. Yo di un grito. El niño era
yo mismo, yo mismo a los diez años. Yo mismo, ante quien se extendía, para volverla
a vivir, una vida de cuarenta años, de cuarenta años de dolores, angustias, tragedias.
Y los ojos del niño tenían esa expresión de tristeza inefable como si presintieran las
amarguras de la vida en que el niño iba a entrar. Di un grito y, sin poderlo evitar, con
un impulso punible, sintiendo una emoción profunda, desgarradora, dolorosísima;
con una emoción en que se mezclaba la ternura, la piedad y el terror, me acerqué al
cristal y le di al niño, a mí mismo, un beso en la frente. En el mismo instante la visión
desapareció. Y ahora mismo, mientras cuento la aventura, experimento, pueden
ustedes creerlo, la misma emoción terrible de entonces.
Hubo un instante de silencio. La blanca rosa aparecía erguida en la rosada mano
de la gentil condesita. En la mano resaltaba la verde esmeralda.
—La rosa para el poeta —dijo el dramaturgo, Fernando Robles.
—Para nuestro amigo Palacios la rosa —corroboró el novelista.
—¡Sí, sí, para el poeta! —exclamamos todos.
La bella condesita entregó, con un gesto de suprema elegancia, la bella rosa al
poeta. Y el poeta, delicadamente, puso un beso en la rosa.

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DIEZ MINUTOS DE PARADA

–¡ E —¿Me dice usted a mí?


¡Eh! Aquí…
H!

—¿A quién le he de decir? Estoy llamando hace medía hora.


—Hace media hora, no.
—¿Me va usted a dar ahora una lección?
—No, señor; digo la verdad.
—¿Está usted en el restorán de la estación para decir la verdad o para servir a los
viajeros?
—Todo se puede hacer, caballero.
—¿Acabará usted de cobrar? Se marcha el tren.
—Y yo no tengo la culpa; yo creí que se quedaba usted en la estación.
—¿Y para qué me iba a quedar yo en la estación?
—¿Puedo yo saber los secretos de usted?
—Yo no tengo secretos.
—Eso usted lo sabrá.
—¿Se ríe usted, señorita?
—Perdone usted, caballero; yo no me río de usted.
—¡Ah! Creí que…
—¿Por qué me iba a reír de usted?
—Podría parecerle a usted el lance gracioso.
—Gracioso, ¿por qué?
—Por ver a un viajero que se queda en tierra.
—He visto ya muchos, señor.
—¿Quiere usted que sea yo uno de ellos?
—¿Tiene usted interés en quedarse aquí?
—Antes no tenía ninguno; ahora voy teniendo ya un poquito.
—¿De veras?
—Con toda sinceridad.
—¿Y por qué tiene usted ya un poquito de interés de quedarse en la estación?
—Por ver los dientecitos blancos y menudos y los labios rojos de una señorita
cuando se ríe.
—¿Le atrae a usted ese espectáculo?
—Una barbaridad. ¡Ni que decir tiene!
—Está pitando el tren, señor.
—Déjelo usted que pite, señorita.
—Le llaman a usted desde la plataforma del sleeping.
—Déjelos usted que llamen.

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—¿Se llama usted Adolfo?
—¿Por qué lo sabe usted?
—Porque lo están diciendo a voces aquellos amigos que están en la plataforma.
—¡Ay, qué cansado estoy!
—Siéntese, siéntese; hágame el favor.
—Aquí, en el andén, sentado ante una mesita de éstas se está perfectamente.
¿Usted no se sienta?
—Decía usted que estaba cansado…
—¿Usted no se sienta?
—No, señor; yo soy la dueña del restorán; es decir, el dueño es mi padre; pero yo
soy la encargada.
—¡Caray, qué encargada! ¿Quiere usted que le diga una cosa, señorita encargada?
—Ya está marchándose el tren. ¡Ya lo ha perdido usted!
—Lo que he perdido yo es otra cosa.
—¿Qué ha perdido usted?
—El juicio, la serenidad, la ecuanimidad… Todo eso, viéndola a usted,
naturalmente. ¿Quiere usted que le diga una cosa, señorita?
—Si no es inconveniente la cosa.
—Yo no tengo cosas inconvenientes, señorita. ¿Sabe usted que voy creyendo en
esa cosa que dicen los novelistas que se presenta, algunas veces, de pronto?
—¿Una cosa que algunas veces se presenta de pronto? El tren se habrá llevado…
¡ya lo creo!… el equipaje de usted…
—Deje usted mi equipaje. ¿Quiere usted saber cómo se llama ese sentimiento que
a veces se presenta repentinamente?
—¿Se va usted a marchar al pueblo o va usted a esperar a otro tren?
—Yo no espero nada, señorita; yo espero tan sólo… Yo espero…
—El pueblo está un poco lejos; pero seguramente hay todavía ahí algún coche.
—Yo espero, señorita; yo espero…
—¡Ah, el pueblo es precioso! ¿Le gustan a usted las iglesias románticas?
—Yo espero, señorita; yo espero…

—Oídme, Pepe, Antonio; estamos ya llegando…


—Sí, querido Adolfo; estamos llegando a la estación, a la célebre estación. ¿Tú
vas a bajar allí?…
—¡Yo bajar! No he bajado nunca desde que salí de ella; cuando paso por aquí, y
paso muchas veces, siempre me pongo en el costado opuesto del coche. No quiero ni
ver la estación.
—Exageras un poco, querido Adolfo.
—Pepe, Antonio, vosotros podéis suponer la emoción que yo siento al pasar por
esta estación. Veinte años he vivido en ella; vosotros conocéis la historia. Paso

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muchas veces por aquí; pero siempre que paso me pongo en el lado opuesto del
coche. No quiero ni ver el sitio en que he vivido los mejores años de mi vida.
—Y si han sido los mejores…
—Han sido, sí, los mejores; pero la muerte de mi mujer trastornó mi vida; todo se
marchó con ella; todo, reposo, felicidad, calma dulce de un día tras otro… Antonio,
Pepe, vosotros, cuando lleguemos a la estación, ahora dentro de un instante, bajad a
desayunaros; yo os espero aquí.
—No, no; no bajamos.
—Te acompañamos aquí; si tú no bajas no bajamos nosotros.
—¿Por qué no? Si tú, Antonio, no quieres bajar, que baje Pepe; Pepe es joven; en
dos saltos se pone desde el coche en el andén. Yo no podría ver esas mesitas puestas
en el andén, donde yo un día…
—A ver si Pepe se queda también, como tú hace veinte años, en la estación.
—Hace veinte años; parece que me está ocurriendo ahora el lance. Yo estaba
sentado en una mesita del restorán en el andén. El mozo no venía a cobrar el
desayuno. Yo le llamé; discutimos; vi que una señorita se estaba riendo…
—¿Se reía de ti?
—No, no se reía de mí; pero entablamos conversación. Yo os digo que eso del
amor repentino que cuentan los novelistas es la pura verdad.
—¿Perdiste el tren?
—Perdí el tren…, y me casé con la señorita de la estación.
—Ya hemos llegado. ¿De veras? ¿No quieres bajar, Adolfo?
—No, no. Perdí el tren, y me casé con la señorita de la estación… Que baje Pepe,
que es joven… Y me puse al frente del restorán. El padre de mi mujer era viejo;
estaba cansado de trabajar. Yo estaba cansado también; pero de correr por toda
España de viaje. No paraba yo en ninguna parte… Oye, Pepe, si Antonio se quiere
estar aquí conmigo, vete tú al restorán… Veinte años estuve en esta estación; me
encantaba escuchar el paso de los trenes, entre sueños, por las noches, y ver, a la
madrugada, alguna vez, cuando tenía que levantarme, disolverse en la luz del alba,
allá a lo lejos, los faros rojos y verdes… ¿Por qué no bajas tú también, Antonio? Yo
os espero aquí.
—No, no; yo te acompaño.
—Oye, Antonio; cuando yo liquidé el negocio del restorán se quedó con él un
señor viejo con una hija muy guapa; era la muchacha más bonita del pueblo. Yo no la
conozco.
—¿Cómo es eso? ¿No interviniste tú en el traspaso?
—No; veréis… Pero ya estamos en la estación. Diez minutos de parada… Diez
minutos de parada, como aquella vez. Diez minutos que fueron veinte años. Yo no
conozco al nuevo dueño del restorán ni a su hija… Pepe ya estará sentado en las
mesitas del andén.
—Sí, ya está sentado. ¿No quieres asomarte?

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—No, no. Yo aquí, en el fondo del coche, en el lado opuesto… Cuando se murió
mi mujer todo acabó para mí. Ya el restorán de la estación me era insoportable… Un
día, al paso del primer expreso, subí a un coche para saludar a un amigo… Y no
descendí… El tren se puso en marcha y yo seguí en el tren.
—Lo contrario de antes.
—Eso es; todo lo contrario… Cuando llegué a la frontera telegrafié a un amigo
para que liquidara el negocio del restorán… Y comencé a viajar constantemente por
toda España. Desde entonces mi vida es un trajín perpetuo.
—Es curioso.
—Como decía Heráclito… Me lo dijo una vez en el restorán un señor con
melenas, un filósofo, sin duda… Como decía Heráclito, «… el Tiempo es un niño que
juega a los dados».
—¡Qué le vamos a hacer! Así es la vida: azares, casualidades…

—¡Eh, Pepe, Pepe! ¡Que se marcha el tren! ¡Que nos vamos!


—¿No viene?
—No, no; no se mueve del andén.
—¿Qué hace? Yo no quiero mirar.
—Está hablando con una señorita.
—¿Y había estado llamando antes al camarero?
—No sé; ahora charla muy animadamente con esa joven.
—¿Y es bonita?
—¡Preciosa! ¡Pepe, Pepe! ¡Que nos marchamos! ¿No vienes?
—¿No quiere venir?
—No se mueve.
—Pues nosotros ya nos movemos. El tren está ya en marcha.
—Pepe se está riendo con la señorita.
—¿Se ríen los dos?
—Se ríen los dos.
—¡Diez minutos de parada! Veinte años… Adiós, adiós, querido Pepe. ¡Adiós,
juventud! El Tiempo es un niño que juega a los dados…

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LOS TRES REMANSOS

V ÍCTOR BRENES, el poeta, ha salido de Madrid; está en el tren. No nos


extrañemos los que conocemos a Brenes; el viaje es corto. El poeta no cree en
los viajes. Ha viajado mucho; desde hace años —va siendo ya viejo— vive en
Madrid, sin salir más que los veranos, hacia el Cantábrico. Y en Madrid todos los días
hace lo mismo; su vida se halla acoplada escrupulosamente, siempre del mismo
modo, a las horas del día. En las horas del día se puede desenvolver, diversa y
múltiple, una personalidad; la variedad puede mostrarse, de hora en hora, a lo largo
del día. La vida cotidiana de Brenes, hora por hora, es siempre igual. No quiere él ser
diverso y múltiple en la apariencia. Su mayor voluptuosidad es contemplar el cielo,
tendido en un diván, desde su cuarto de estudio. El cuarto es estrecho, modestísimo,
todo repleto de libros. Hay libros en estantes que llegan hasta el techo; hay libros, a
montones, en el suelo. La ventana es ancha; delante, a lo lejos, a la otra parte del
patio, no cierran el horizonte más que unos tejados bajos. Se descubre un gran pedazo
de cielo. Hasta este aposento no llegan los ruidos de la calle. Y en el silencio, en el
sosiego, en la calma profunda —¡tan deliciosa!—, el poeta, cansado del trabajo,
rendido, fatigado, después de haber creado seis u ocho páginas admirables, se tiende
en el diván, y, sin pensar en nada, lo va sintiendo todo. El azul del cielo —cuando
está azul— le llena los ojos; las nubes, si pasan nubes, resaltan en el azul. En los días
grises, cenicientos, esa nota de melancolía celeste, de tristeza en el firmamento, le
penetra en el fondo del espíritu. Sin ver nada, sin mirar ni el azul ni el gris, lo va
sintiendo todo. Va sintiéndose, en la soledad y en el silencio, bajo el azul o el gris,
deslizar con suavidad en la corriente de las cosas. Su personalidad, en este ambiente
sin inquietudes, se siente dueña de sí misma. Los hechos, gestos y movimientos que
resaltan en la vida cotidiana de estos hombres desaparecen. La acción del poeta es
casi nula. El movimiento exterior disminuye. No pasa nada en el espíritu del poeta.
No hace nada Brenes, ni espera nada. Y entonces, frente al cielo, que se ve por la
ventana, es cuando el espíritu del poeta se explaya por las cosas. Desapareciendo
momentáneamente lo que da relieve a la vida, adquieren vigor y fuerza en la mente
de Brenes, en toda su alma, en toda su sensibilidad, otros hechos, rasgos,
características de las cosas que en la vida diaria están ahogados por el tráfago y el
movimiento. Todo un mundo escondido, oculto en la mayoría de las horas, se revela
al poeta en estos minutos de soledad. El espíritu entra en contacto con esa realidad
insospechada. Las cosas tienen en esos minutos matices, particularidades, accidentes
que no tenían antes. El tiempo parece que se detiene. Se coloca el poeta, diríase, fuera
del tiempo. A veces, momentos sentidos, gozados, idénticos a éste, hace dos meses,
hace un año, resurgen, con agudeza dolorosa, y se superponen a éste. Entonces Víctor
Brenes, gratamente sorprendido al principio, acaba por sentir angustia. Parécele que

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se halla al borde de un abismo; no sabe si vive ahora, en este minuto del presente año,
o si está viviendo lo pretérito, lo pasado, como viviera hace dos meses, hace un año,
con las mismas sensaciones, con idéntico estado espiritual.
¿Para qué ha de viajar por el mundo el poeta Víctor Brenes? Parte de Europa es
del poeta conocida; casi toda España ha sido recorrida por él; pero ahora, ya en la
primera vejez, el viajar no puede decirle nada. Lo que le dice es esta identificación de
su espíritu con la realidad oculta del mundo. Y para llegar a esta identidad, a ver y
sentir todos los matices de las cosas, necesita sentirse dueño de sí mismo, no hacer
nada, no prodigar su personalidad en andanzas, en movimientos vanos, en gestos
exteriores, en el trato inútil y cansado de las gentes.

Víctor Brenes está en el tren; va a Segovia. Es una mañana de primavera.


Domingo. El coche en que viaja el poeta es un coche de tercera, pero todo está en él
limpio. Desde las plataformas del coche, de pie, se puede ir respirando a plenos
pulmones el aire vivo y sutil de la montaña y contemplar el paisaje. Con Brenes viaja
un amigo. Los dos viajeros contemplan el paisaje a ratos, charlan un poco y leen unas
cuantas páginas. Lo que Víctor Brenes lee son las coplas de Jorge Manrique en la
glosa de don Rodrigo de Valdepeñas. Este glosador del gran poeta fue prior del
monasterio del Paular. Las glosas de don Rodrigo, sentidas, delicadas, van poniendo
detalles y circunstancias en los versos de Jorge Manrique; lo que el gran poeta no
hace más que indicar, su glosador lo detalla y precisa. Y así la agitación febril y el
fausto de los Trastamaras adquieren a nuestros ojos un relieve que no tenían antes. Y
vemos en las coplas primitivas; vemos ahora, después de leer la glosa, lo vemos con
más detalles, cómo el tiempo ha ido llevándose, deshaciendo, hundiendo en la nada,
las cortes de aquellos príncipes y reyes tan fastuosos e inquietos. Víctor Brenes tiene
pasión profunda por este librito, que él acaricia entre sus manos; en el viaje a
Segovia, el poeta gusta de leer, particularmente, esta glosa fina del poema de Jorge
Manrique; el paisaje del Guadarrama se identifica con el poema; el monje del Paular,
el glosador, debió meditar, sentir, vivir profundamente ante este mismo paisaje. Y los
tres poetas —Jorge Manrique, don Rodrigo de Valdepeñas y Víctor Brenes— se
juntan en espíritu, fuera del tiempo, en un mismo haz de sensibilidad, en este mismo
espacio de la tierra del Guadarrama. La imaginación de Brenes va divagando,
triscando, vagando de un lado para otro; el poeta tiene entre sus manos el librito; a
veces parece que todo el cuerpo de Brenes se estremece; la meditación más honda en
este momento alcanza la morbosa agudeza de los instantes capitales: el poeta ha
llegado a la superposición dolorosa de las imágenes.

Todo va hacia el olvido, hacia la nada.

Nuestras vidas son los ríos

Página 78
que van a dar en la mar

Todo se deshace en el tiempo; nuestra personalidad es un instante brevísimo en


este deslizarse de los años. Terriblemente, inexorablemente, nos sentimos empujados,
llevados hacia el no ser. Intentamos detener el tiempo asiéndonos a un momento
dichoso, placentero, y el momento pasa veloz, vertiginoso.

Nuestras vidas son los ríos


que van a dar en la mar

El compañero de Víctor Brenes, de pronto, dice:


—¡Cuántas erratas tiene este libro!
El poeta levanta la cabeza y mira a su amigo. El amigo añade:
—Muchas erratas; pero no tantas como tus artículos.
Desde hace doce o catorce años, Víctor Brenes escribe en un gran periódico; su
letra es enrevesada, enormemente ininteligible. En posesión de una idea, obseso por
una sensación, la pluma del poeta corre y corre veloz por las cuartillas. Si alguna
tachadura hace, no es para enmendar el texto, sino para escribir la misma palabra
tachada un poco más claramente. En la imprenta del periódico, los operarios deben de
pasar trabajos terribles para descifrar los garrapatos de Brenes.
En el coche en que el poeta y su amigo viajan sólo está otro viajero. Es un
hombre correcto, bien vestido, con traje de obrero rico, bien tallado. Al oír la
observación del amigo del poeta, este viajero sonríe y dice:
—Es verdad que los artículos del señor Brenes tienen erratas; pero, vaya, me río
yo de la letrita…
El poeta y el amigo miran sorprendidos al viajero.
—¿Conoce usted mi letra? —pregunta Brenes.
Y el viajero contesta:
—¡Ya lo creo! ¡Estoy componiendo los artículos de usted, señor Brenes, desde
hace diez años!
El poeta no conocía a este tipógrafo. En los talleres del periódico donde Brenes
escribe, este tipógrafo está dedicado a descifrar, a componer los artículos del poeta.
El encuentro, tan inopinado, sume a Brenes en una profunda meditación. Durante
años, este obrero, cada seis u ocho días, tiene en sus manos las cuartillas del poeta,
contempla su enrevesada letra, trata de descifrarla, va poco a poco, con ímprobo
trabajo, haciendo inteligible lo enmarañado… El espíritu del poeta está todo en esa
letra; momentos de honda sensibilidad han sido condensados en esa maraña de letras.
Y este obrero que lucha y trabaja ante las cuartillas de Brenes viene a ser como un
remanso de la personalidad del poeta. Por el río de la vida baja una hojita, ligera,
presta; la hojita —la persona de Brenes— llega a un remanso y se detiene un poco; el
remanso es la persona de este tipógrafo. Después de la ligera detención, la hoja sigue
su marcha, llevada por la corriente inexorable.

Página 79
Han llegado el poeta y su amigo a la ciudad de Segovia. Van a visitar a una
persona dilecta a la amistad. Hace años, tres o cuatro, que este caballero se ha
quedado ciego. Es ciego, y gusta seguir, en su soledad, el movimiento literario de su
país. Víctor Brenes y su amigo llegan a la casa. No se encuentra en ella el señor. Ha
salido, y no tardará en volver. Esperan los dos amigos, y charlan con una anciana que
les ha recibido.
—¿Qué hace don Dámaso? —pregunta Brenes—. ¿Pasea mucho por el campo?
—Pasea mucho, sí, señor; pero le gusta más que le lean libros, periódicos.
Y, tras una breve pausa, esta anciana, de faz tan noble, de voz tan llena e
insinuante, añade:
—¡Qué bonitas cosas escribe usted, señor Brenes!
El poeta se estremece al escuchar estas palabras.
La anciana añade:
—Yo soy la que le lee al señor; yo le leo todos, todos los artículos de usted.

Nuestras vidas son los ríos


que van a dar en la mar…

Por la corriente inexorable va bajando la hojita deleznable. Ha salido de un


remanso, y ahora, después de caminar un rato, entra en otro. Este otro remanso de la
personalidad del poeta es esta noble y buena anciana. En su marcha hacia la nada,
hacia la disolución, la personalidad espiritual del poeta se ha detenido en un segundo
remanso del río.
Ha vuelto de su paseo el amigo de Brenes y su compañero. En la anchura y la paz
de una vieja casa han charlado los tres. Se hallan departiendo como tres sabios
antiguos, cuando la charla es interrumpida por una voz que suena en la calle. Un
ciego pasa y entona una larga canción. El ciego de la estancia ha sonreído… En su
faz serena ha florecido una sonrisa de bondad y de satisfacción. Brenes, al mismo
tiempo, tornaba, por tercera vez en la mañana, a sentirse hondamente estremecido. El
señor de la casa ha explicado que él ha dado a este ciego de la calle, como a otros, las
poesías populares de Brenes; este mendigo ciego, en vez de entonar romances de
crímenes, canta por las calles las bellas poesías del gran poeta. Y Brenes, el gran
poeta, se estremecía pensando en la hojita que baja por el río. Su personalidad se
detenía en otro remanso. ¿Hacia dónde iría luego? Hacia la mar de la nada, hacia el
no ser. Todo es cuestión de siglos, de tiempo. La personalidad del poeta, ¿qué
importaba? No era nada absolutamente en la marcha del Universo hacia la nada.
Como una hojita insignificante, esa personalidad de Víctor Brenes bajaba por el
ancho río de la vida, se detenía un poco en los remansos y luego seguía hacia la
eternidad…

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EL PÉNDULO

T ODAS las tardes, Juanito viene a ver a sus tíos. Sus tíos no tienen hijos. Cuando
Juanito viene a la casa, se pone a correr por los pasillos como un loco,
desordena los muebles, rompe cacharros, revuelve libros. Sus tíos se lo perdonan
todo. Pero el niño se aburre; jugar solo es aburrido. Si tuviera otro niño con quien
jugar, él pasaría la tarde divertido. En sus correrías por la casa, Juanito suele entrar en
la cocina. La cocinera está preparando la merienda. Ha entrado hace poco al servicio
en la casa. La cocinera, al ver entrar al niño, se detiene; con una mirada larga, fija,
intensa, lo contempla. Luego se acerca a él, pasito, silenciosa, lo coge, se sienta y lo
pone sobre sus rodillas. Y al cabo de estar un rato mirándolo, los ojos de la mujer se
humedecen; de los ojos comienzan a caer lágrimas.
¿Por qué llora esta buena mujer cada vez, todas las tardes, que sienta sobre sus
rodillas a Juanito y le mira a los ojos, fijamente, con una mirada larga, intensa? En la
casa han advertido estos llantos silenciosos de la buena mujer. No se los explican;
esta sirvienta vivía sola; es soltera; sus parientes —no tiene padres— viven en un
pueblo lejano. Poco a poco, el tío de Juanito —que es un poco aficionado a
escudriñar misterios psicológicos— va aclarando, allá en su interior, este problema de
los lloros. Un día llama a la cocinera; la buena mujer llega inquieta a la sala donde la
aguardan.
—Paula —le dice el señor, afectando una gran severidad—; Paula, sé que usted
llora todas las tardes, cuando Juanito viene a casa y usted le acaricia en la cocina. No
comprendo esos lloros; usted es soltera; no puede usted evocar, al ver al niño, el
recuerdo de otro niño. Y yo tengo derecho a saber qué misterio se esconde en esas
llantinas de usted.
La buena mujer se queda suspensa; no acierta a decir nada; pronuncia, al fin,
algunas palabras incoherentes… El señor la escucha, fingiendo la misma severidad
del principio. Lentamente, con trabajo, el misterio se va aclarando. El misterio es
cosa corriente, de todos los días. Sí, desgraciadamente, para las mujeres infortunadas,
desvalidas, desamparadas, de todos los días.
—¡Paula! —grita al cabo, de pronto, el señor—. ¡Eso es incorrecto! ¡Usted nos ha
engañado!
Paula tiembla, gime, llora; sus manos se tienden, suplicantes, hacia el terrible
señor. Y el señor, súbitamente, exclama:
—Paula, ¡deme usted esas manos! Así, su mano en mis manos. ¡No llore usted!
Mañana mismo va usted a traer a su hijo. A traer a su hijo, para que juegue con mi
sobrino y para que sea atendido aquí y no pase necesidades…

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Hay en alguna parte —fuera del tiempo, en la eternidad— un péndulo misterioso,
inexorable, que marcha, para dos personas, de una parte a otra, lento, implacable, y
que une las dos vidas de esas personas y las separa. En la eternidad, obedeciendo a
leyes que no conocemos, dos personas son unidas, por el afecto, por la desgracia, y
luego separadas por la adversidad, por la muerte. Con un ritmo de dolor, o de alegría,
o de tragedia, o de muerte, el péndulo va de una parte a otra, de la derecha a la
izquierda, de la izquierda a la derecha; las dos personas cuyas vidas están reguladas
por ese péndulo marchan por el mundo, tienen negocios, aman, ambicionan, sienten
tristezas, se exaltan con alegrías, y cronométricamente, con regularidad fatal, llega un
momento en que se acercan, se unen, y la una hace la desgracia o la fortuna de la otra.

Juan Griñón y Pedro Maillo han jugado mucho, juntos, ellos dos solos, de niños.
La casualidad los unió. Varios años permanecieron en la misma casa. Juan iba a
visitar todas las tardes a sus tíos. Pedro era hijo de una buena mujer infortunada.
Pasaron varios años; Pedro recibió la primera educación en casa de los tíos de
Juanito; nada le faltaba; el niño era afectuoso e inteligente. Un día, al cabo de varios
años, murió, en el pueblo lejano, un pariente de la madre de Pedro; ese pariente era
rico; no perdonó nunca, en vida, la falta, la caída, el infortunio de la buena mujer. Al
morir, arrepentido de su crueldad, legó la fortuna a su parienta.

—¿Eh? Señor, un momento…


El capitán del barco puso delicadamente la mano en el hombro del pasajero. El
barco se hundía por instantes; reinaba una espantosa confusión sobre cubierta. A
primera hora de la noche, después de cenar, en tanto que la orquesta tocaba en el
salón, mientras los pasajeros charlaban, fumaban, indolentemente recostados en las
anchas butacas, se percibió un estrépito formidable. El barco había chocado contra
una roca, contra un témpano enorme de hielo, contra otro barco. No se sabía nada en
los primeros momentos. Al estupor siguió el espanto. Un momento antes, todo era
placidez, sosiego, bienestar. Cada pasajero, independientemente de los otros, llevaba,
en el tiempo, su ruta ideal; ruta de satisfacciones o de dolores; el azar los había unido
en este buque, sobre la inmensidad del mar. Idealmente, con los ojos del espíritu,
podríamos ver que del barco, del suntuoso salón de este barco, donde los pasajeros se
hallaban reunidos, salían en todas direcciones, hacia Europa, hacia América, hacia
todas las partes del mundo, como hilos invisibles, haces de hilos sutiles, que se
cruzaban y entrecruzaban en el espacio, y que representaban las vidas de todos estos
hombres. Y ahora, de pronto, una mano poderosa e invisible había caído
violentamente sobre el barco, y al caer había perforado, hundido, desgarrado, la trama
sutil e invisible de todos esos hilos. ¿Cuántos hilos de esos, en la espantosa

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perforación de la malla, iban a quedar destrozados? ¿Cuántos, por feliz azar, iban a
resultar indemnes?
—¡Eh, caballero! Un momento…
Y el capitán del barco ponía suavemente la mano en el hombro de un pasajero. De
un pasajero que, entre la terrible confusión, luchaba por ganar uno de los botes de
salvamento.
El caballero se volvió hacia el capitán.
—No se apresure usted —le dijo el capitán—; un poco de tranquilidad, aunque
tener tranquilidad cueste mucho en estos momentos.
—¡No puedo! ¡No puedo! —gritaba el caballero a quien el capitán hablaba.
—Calma, calma, un poco de calma —volvió a repetir el capitán.
Y en seguida añadió:
—Hay botes para todos; espere usted un poco; no tenga ningún temor; deje usted
pasar a esos pasajeros; usted irá en aquel bote de allá que están preparando.
—¿En aquel de allá? —preguntó, tendiendo la vista por la cubierta, el caballero.
—Sí, sí; ése es el último bote; el último; pero el más vacío; podrá usted ir en él
sin peligro ninguno.
—¿Sin peligro ninguno? —tornó a preguntar, lleno de espanto, el caballero.
Y, al decir esto, su mirada se posaba insistentemente en la cara del capitán.
—¡Hay tiempo sobrado! —exclamó serenamente el capitán.
El pasajero observaba la fisonomía del capitán del barco. Del fondo de su
conciencia, de allá de lo pretérito, salía a la sobrehaz del espíritu un vago recuerdo.
Profundamente, en presencia de este hombre, todo su ser se sentía conmovido.
—¿Y usted, capitán? —preguntó, al cabo de un momento de silencio.
—¿Yo? No se preocupe usted…
—¿De quién deberé acordarme siempre? —tornó a preguntar.
—Del capitán del Hispania.
—¿A quién deberé agradecer este auxilio supremo?
—Mi nombre no importa nada.
—Capitán, yo le ruego: deseo saber su nombre.
—Mi nombre es Pedro Maillo…

En alguna parte, en el espacio y en el tiempo, cuatro paredes, que forman una


estancia, y otras cuatro paredes, que forman otra estancia. Hay un cielo azul; azul
unas veces, gris otras, y a veces también por él caminan, lentas, unas nubes blancas.
En la inmensidad de afanes humanos, en el torbellino inmenso de azares de la
Humanidad, estas cuatro paredes en un lado y las otras cuatro paredes en el otro,
guardan, como en unos casilleros herméticos, los afanes y los azares de dos vidas.
En medio de la vorágine de alegrías y de penas —de eternidad a eternidad; de la
eternidad del pasado a la eternidad de lo futuro— estos dos cubos de paredes blancas,

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cerradas, contienen, un instante, un segundo, entre las dos eternidades, el alentar de
dos vidas. Arriba, el cielo, con su inmensa cantidad de universos, iguales al nuestro.
Enturbiándolo todo, materia y espíritu, el misterio. Y en el planeta, frágil, deleznable,
estos dos cubos fugaces de cuatro paredes en una parte y cuatro paredes en otra. En
uno de los casilleros, un hombre, Pedro Maillo, sufre la tortura de los celos. Su vida
va a ser aniquilada. Después de caminar tanto por el mundo, de luchar tanto, un poco
de felicidad había llegado hasta él; ahora la felicidad comienza a disiparse. Sí; Pedro
sufre la tortura de los celos. En el ámbito de las cuatro paredes, poco a poco va
experimentando toda la amargura de su desgracia. Las cuatro paredes contienen,
repesan, guardan meditaciones dolorosas, abstracciones de profunda melancolía,
momentos de ira, cóleras terribles, desesperanzas, proyectos fugaces de suicidio. El
cubo de los muros herméticos, entre la vorágine de las muchedumbres, sobre el
planeta frágil, marcha —durante un segundo— hacia la eternidad.
En el otro casillero de paredes alienta la alegría, la voluptuosidad, el contento de
vivir. Juan Griñón no sabe quién es esta mujer que le proporcionara la felicidad, una
felicidad pasajera. Pasajera, sí, pero no por eso menos intensa, menos cierta. El azar
de la vida ha hecho que estos dos seres se encuentren. No sabe ninguno nada del otro.
¡Y qué importa!, Lo que importa es la dicha y el amor. Arriba, cielo azul, gris,
surcado por nubes blancas. Detrás y delante, la eternidad. Y en los dos casilleros se
desenvuelve, durante un segundo, la vida, la vida de dos seres, de tres seres, sobre el
planeta frágil. Un día, la satisfacción es honda, gratísima, entre las cuatro paredes de
los amantes. Diríase que en el tiempo y en el espacio ha cristalizado, por milagro
único, la felicidad. Será un momento nada más; la vida continuará después con su
mezcla de alegrías y de pesares; pero en este minuto, nada hay que empañe la
limpidez de esta cristalización. El silencio, la paz, el contentamiento interior de los
dos amantes, la perspectiva risueña de lo por venir, la evocación grata de los
comienzos del impuro amor, la salud de los dos amadores, todo, todo, en fin, hace
inmenso y único este amor.
Y de pronto, en la paz deliciosa de este momento, en el silencio maravilloso,
rompiendo la exquisita voluptuosidad, suena un disparo. ¿Ha sonado en la habitación
inmediata, en la escalera, en la calle, bajo los balcones? Un hombre ha caído muerto;
se ha matado él mismo; se llama Pedro Maillo.
El péndulo —en lo Infinito— ha ido de la derecha a la izquierda, de la izquierda a
la derecha, fatal e inexorablemente. Y ahora ha traído la muerte para uno de los dos
seres que su marcha inexorable unía.

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EL BÚHO ATENIENSE

D ON VENANCIO, el glorioso autor dramático, ha aparecido en la puerta del


saloncillo.
—¡Caramba, don Venancio! —grita, al verlo, Laura, la primera actriz.
—¡Diablo, don Venancio! —exclama Roberto, el primer actor.
Y don Venancio, sonriendo, afable, avanza y exclama también:
—¡Laurita, Roberto!
—Pero, ¿cuándo ha llegado usted? —pregunta Laurita.
—Esta mañana, hijita; esta mañana —dice don Venancio, sentándose,
repantigándose en el ancho diván.
—¡Y sin decirnos nada! —dice, con un tonillo de teatro, entre reproche y
melancolía, la gran actriz.
—¡Y sin avisarnos! —corrobora el gran actor.
Y don Venancio, sacando una petaquita del bolsillo y tomando de ella un cigarro
que enciende lentamente, después de hacer mover tres, o cuatro, o seis veces el
resorte del encendedor:
—¡Ah, la vida, la vida!
Todos miran absortos, en silencio, al eminentísimo autor dramático.
—¿Y dónde ha estado usted tanto tiempo, don Venancio? —preguntaba al cabo
Laurita.
—¡Ah, la vida, la vida! —repite sentenciosamente, con profunda sabiduría, don
Venancio—. ¿Que dónde he estado?
Un momento se detiene, da una chupada al cigarrito, arroja a lo alto el humo, y
añade:
—En el Peloponeso.
Al oír esta respuesta, Laurita y Roberto no saben si reír o tomarlo en serio.
—¿En el Peloponeso? —exclama Roberto.
—¿En el Peloponeso? —dice Laurita.
Y los dos piensan: «¿Dónde estará el Peloponeso?» El gran autor arroja otra
bocanada de humo y agrega:
—¡Y en Atenas!
—¡Oh, Atenas! —dice Laurita, por decir algo.
—¡Bella ciudad, bella ciudad! —añade Roberto, por no quedar callado.
—Y de allí —continúa don Venancio— os he traído un recuerdo.
—¿Que nos ha traído usted un recuerdo? —pregunta Laurita.
—¡Oh, don Venancio, qué bondadoso, qué amable! —exclama Roberto.
—Lo vais a ver en seguida —dice el gran autor.

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Laurita espera, naturalmente, un collar de perlas. Roberto aguarda, es lógico, una
pitillera con su cifra en brillantes. Los dos miran con profunda gratitud —un poco
anticipada— al glorioso dramaturgo.
Y el glorioso dramaturgo añade:
—Está abajo en el coche; que vayan a traerlo.
A escape, corriendo, Laurita manda un mensajero a traer el recuerdo que les
dedica don Venancio, el regalito traído de Atenas. El mensajero, al cabo de unos
minutos, vuelve trayendo un cuadro. La actriz y el actor miran el cuadro, miran a don
Venancio y se miran uno a otro; esto no es lo esperado. Pero, en fin…, don Venancio
coge el cuadro, lo pone a la luz, y dice:
—Vean ustedes.
—¡Qué raro! —exclama Laurita.
—¿Qué es esto? —dice Roberto.
—Esto —explica don Venancio— es un búho ateniense… ¿Eh? Un búho
ateniense. En Atenas hay muchos búhos de éstos…
—¡Sí, es raro! —exclama Laura.
—Pero, bien, don Venancio, ¿este búho…? —dice Roberto.
—Este búho es el símbolo de la sabiduría… Ya lo sabéis vosotros…
—Sí, sí —asegura Laura.
—¡Es claro! —repite Roberto.
Y los dos, que no saben nada de los búhos atenienses, se vuelven a mirar en
silencio.
—Símbolo de la sabiduría, ¿eh? —dice el gran dramaturgo—. ¡Ah, un bello
búho! Un búho ateniense. En Atenas se respetaba mucho a los búhos. Los búhos
representaban…, si, representaban… Oye, Laurita, ¿no te gusta a ti este búho? Mira,
mira, qué ojos tan anchos tiene…
—¡Muy bonitos, muy bonitos, don Venancio! —exclama Laurita.
—¡Preciosos! —dice Roberto.
—Los búhos velaban durante la noche, naturalmente, durante la noche, y
advertían de todo lo que pasaba a Minerva… Minerva había tomado bajo su
protección a los búhos. Y yo me he dicho, me dije estando en Atenas: «Ea, les llevo
un buhito a Laura y a Roberto, para que lo coloquen en el saloncillo y les advierta de
todo y vele por ellos durante la noche…» Y aquí está el buhito.
—¡Bravo, bravo, don Venancio! —grita Roberto, con fingido entusiasmo.
—¡Qué bonito! ¡Qué bonito! exclama Laura, al mismo tiempo que piensa en lo
extravagante del regalo de don Venancio.

El búho ateniense fue colocado en el sitio de honor del saloncillo; se trataba de un


regalo del más glorioso de los dramaturgos españoles.

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—¡Qué expresión tiene este búho! —exclamaba éste, sentado enfrente del
avechucho.
Y todos habían de corroborar la admiración de don Venancio.
—¡Sí, sí, muy expresivo, muy expresivo! —repetían.
La primera noche después de colocado el búho en su sitio —el sitio de honor—,
Laurita, al ir a salir a escena, dio un traspiés, y por poco cae cuan larga era en el
escenario. El tropezón la impresionó; ya no pudo decir con serenidad su papel. Todas
las noches, al decir un parlamento en esta escena, lograba una calurosa ovación; esta
noche, intranquila, nerviosa, no se lució en su papel; los aplausos no sonaron. Dos
días después cayó enfermo Roberto; fue una dolencia ligera, pero se hubo de
suspender la representación de la famosa obra que estaba en los carteles, y fue preciso
representar otra cosa. Ocho días más tarde, del techo del teatro se desprendió un
pedazo de moldura; resultó muerto un espectador y dos más quedaron gravemente
heridos.
El búho, en el saloncillo, miraba y miraba con sus ojos anchos, sin pupilas,
espantadizos, asombrados.
—¡Qué expresivo! ¡Qué expresivo! —exclamaba, cada dos o tres noches, cuando
iba por el teatro, el gran dramaturgo.
Y ya sus exclamaciones no eran corroboradas. Laura y Roberto empezaron a
advertir que el búho no armonizaba con el decorado de la estancia. En el búho
ateniense había algo que ellos no se explicaban. Del estreno próximo, un estreno muy
esperado, se aguardaba un triunfo brillante, indiscutible. La obra, estrenada en medio
de la mayor expectación, fue un tremendo fracaso. Ocurrió lo que no había ocurrido
nunca en el teatro: se oyeron agudos y terribles silbidos. Por primera vez en su vida,
Laurita, la gran actriz, había escuchado silbidos; silbidos, no para ella, naturalmente,
sino para la obra que ella interpretaba. Y el búho, en el saloncillo, miraba y miraba
con sus ojos anchos, de asombro.

Tras el fracaso de la obra estrenada, vino la reposición de una comedia de


repertorio; Laurita estaba maravillosamente en su papel; siempre había logrado en esa
obra un resonante triunfo personal. Con profundo estupor, la noche de la primera
representación, el silencio fue inquebrantable en la sala. Los críticos no hablaron
tampoco nada de la obra; Laurita se hallaba entristecida, asombrada. Quince días
después se estrenaba otra obra. Roberto y Laurita esperaban tener un gran lucimiento
en la nueva comedia; habían ensayado la obra con gran entusiasmo. En los
periódicos, por adelantado, circulaban —mandadas por la Empresa— gacetillas en
que se hablaba ya de la interpretación prodigiosa que a sus papeles iban a dar Laura y
Roberto. La noche del estreno llegó. Y dos papeles secundarios, de segundo plano,
por uno de esos efectos no raros en el teatro; dos papeles de segundo plano, uno de
hombre y otro de mujer, pasaron a ocupar la primera línea de la escena; los papeles

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de Laura y de Roberto quedaban obscurecidos, eclipsados por los dos personajes
secundarios. El triunfo de esa actriz y de ese actor secundarios era brillante,
evidentísimo; lo reconocían y proclamaban todos los periódicos.
Y el búho, en el saloncillo, miraba y miraba con sus anchos ojos.
—¡Qué expresivo! ¡Qué expresivo! —exclamaba don Venancio, en tanto que
lanzaba al aire bocanadas de humo.
Y Laura y Roberto callaban y dirigían una mirada de odio, de despecho, de ira, al
avechucho ateniente.

—¡Hombre! —exclamó una noche don Venancio—. ¿Qué pasa aquí?


—¿No sabe usted, don Venancio? —replicó Laurita.
—¡Qué desgracia, don Venancio! —dijo, falsamente compungido Roberto.
—¡El búho! —exclamó el gran autor.
—¡El búho, sí, el búho! Lo han robado esta noche pasada. ¡Qué tristeza! ¡Qué
contrariedad! —exclamaba Laurita.
—¿Han robado el búho? ¿Lo han robado?
—¡No se puede uno fiar de nadie! ¡Descuidos de los porteros! —dijo Roberto—.
¡Yo he tenido un disgusto esta tarde!
—¡Hemos tenido un disgusto…! —exclamó Laurita.
—¡Y tan expresivo que era! —decía don Venancio.
—¡Sí, sí, tan expresivo! —contestaban a coro los actores.
—¡Pobrecito! —exclamaba el gran dramaturgo.
—¡Pobrecito, pobrecito! —repetían Roberto y Laura.
Y pensaban; «¡Así lo ahorquen!»

Un mes después, don Venancio entraba radiante, exultante, en el saloncillo del


teatro.
—¡Denme ustedes la enhorabuena! —gritaba—. ¡Sí, la enhorabuena!
—¡Pues enhorabuena! —exclamaba Laura.
—¡Enhorabuena! —repite Roberto.
—¡Ah, qué encuentro! ¡Qué dichoso encuentro!
—¿Qué ha sido ello? —pregunta ansiosa Laura.
—¡Hable, hable usted, don Venancio! —vocea Roberto.
—Verán ustedes… Yo suelo ir alguna vez por el Rastro… En el Rastro no se
encuentra ya casi nada; no es lo mismo el Rastro de ahora que el de hace treinta
años… Yo suelo ir por el Rastro… Hoy, domingo, he querido dar por allí una
vueltecita… Voy buscando siempre libros viejos; a veces, también me fijo en los
cuadros… Y esta mañana…, esta mañana pasaba yo por delante de un puesto, y de
pronto…
—¿Qué? —pregunta ansiosa Laura.

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—¿Qué ha sucedido? —interroga Roberto.
Y don Venancio, dando una gran voz:
—¡El búho! ¡Nuestro búho!
—¡El búho! —exclaman llenos de espanto los dos actores.
—¡Y ahí lo tengo, abajo, en el coche! Anda, anda, Laurita; que suban el búho.
Vamos a colocar aquí otra vez a nuestro querido búho.
—¿A nuestro querido búho? —pregunta con voz de tercer acto de tragedia,
Roberto.
—¿A nuestro querido búho? —repite con la misma voz de angustia Laurita.
—¡Oh, qué expresivo! ¡Qué expresivo! —exclama el glorioso dramaturgo.

A la mañana siguiente, al abrir los periódicos, los lectores tropezaban con un


título en grandes letras que decía: «Formidable incendio en el teatro Hispania». Un
cortocircuito, según se decía, había producido, durante la madrugada, el siniestro.

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UN LIBRITO DE VERSOS

T ODO el mundo sabe que, entre la poesía lírica española moderna, resalta —
como un purísimo brillante— el librito «Jardín del divino amor», de fray
Damián Ovalle, religioso franciscano. Y todo el mundo sabe también, no lo habrá
olvidado nadie, que Ovalle murió joven, en plena juventud, a los veinticuatro años.
«Jardín del divino amor» se publicó en 1900; dos años más tarde moría el gran poeta;
moría en el convento de la Pasión, cerca de Vitoria, donde Ovalle profesara. El
convento de la Pasión se halla —lo hemos dicho— no lejos de la capital de Álava; le
precede un extenso huerto. Está colocado el edificio muy próximo a la vía de Madrid
a París, dando espaldas al camino de hierro. En los primeros días de otoño pasado,
una tarde de fines de septiembre, di yo un paseo por los alrededores de Vitoria y
llegué hasta el convento de la Pasión. Me detuve un momento en la puerta. Ya he
dicho que ante el edificio se extiende un vergel —flores y frutos— extenso, tupido y
verde; una alta cerca de sillarejos lo cierra. La puerta es ancha, con grueso enrejado.
Estaba entornada; al tratar yo de abrirla más para pasar sonó una campanita. Entré; a
mi vista se ofreció un pomposo manzanal; brillaban, relucientes, con manchas
sonrosadas, como mejillas de niño, las manzanas entre el follaje. Suave fragancia —
en la frescura del crepúsculo— ascendía de unos cuadros de flores. Me detuve un
poco; espaciaba mi vista por los manzanos, por las flores; la elevaba después hasta las
redondas nubes que, en la serenidad de la tarde, de la tarde muriente, caminaban
lentas, pesadas, por un cielo de azul claro. De pronto, entre las hileras de manzanos,
vi avanzar una figura parda; la figura de un religioso. Llevaba en las manos unas
relucientes manzanas; era gordezuelo, un poco mofletudo, con los ojillos vivarachos,
joviales. Se inclinó ante mí cuando estuvo a dos pasos de mi persona, y me dijo:
—Yo me llamo Francisco, para servir a Dios y a usted; soy donado en el
convento.
Y al decir esto sonreía, con sonrisa inocente, con sonrisa de niño. Yo le dije
también quién era; comenzamos una cordial conversación.
—Si el señor no tiene prisa —me dijo luego—, en cuanto yo acabe de coger unas
manzanas le acompañaré al convento.
No tenía yo prisa; había venido al convento de la Pasión para visitar la celda en
que fray Damián Ovalle escribiera su maravilloso librito. Me senté en un ribazo; el
donado Francisco iba palpando, acariciando, entre las hojas, las manzanas que le
parecían más en sazón; después, con un movimiento suave, como si temiera hacerles
daño, hacer daño también al árbol, las arrancaba y las ponía en una cestita. Yo había
venido a visitar la celda de fray Damián.
—Sí, sí; fray Damián —dijo con cierta enigmática sonrisa el donado Francisco.

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Yo hice la observación, tantas veces hecha por la crítica, de que es raro, muy raro,
que siendo Ovalle un gran poeta, fluido, espontáneo, originalísimo, no escribiera más
que los sesenta sonetos de su librito.
—¿Que no escribiera más? —preguntó, con otra sonrisa enigmática, el donado.
—Sí; que no escribiera más; tuvo tiempo para haber publicado otros libros. Y, sin
embargo, no publicó más que el «Jardín del divino amor».
Y entonces el donado pronunció estas palabras:
—No lo escribió él.
—¿No lo escribió él? —pregunté yo extrañado.
El donado Francisco se apartó un poco del manzano cabe el cual estaba; subió al
caminito, al borde del cual me hallaba yo sentado; este caminito, bordeado de álamos,
conducía al convento. Echó una mirada por el camino adelante el donado para
cerciorarse de que no venía nadie, y añadió:
—El librito del padre Ovalle no lo escribió él; lo escribió la Virgen.
Y calló, un poco pálido. Me miraba en silencio; yo callaba también. Después, el
donado Francisco me contó la historia de fray Damián Ovalle.

Fray Damián, joven, impetuoso, se halla en su celdita. La celdita tiene una


ventana. La ventana se abre en la trasera del edificio, y por ella se columbra la vía. La
vía está cerca. Se ven, con todos sus pormenores, pasar vertiginosos los trenes. Por
las mañanas, por las noches corren los trenes, frente a la ventana, sobre los brillantes
rieles. Estos rieles que pasan por aquí llegan a Madrid; llegan a la frontera de Francia.
Fray Damián se ha inclinado ante una blanca hoja de papel; va escribiendo
rengloncitos cortos con un ligero son de la pluma. Ya es de noche; el convento se
halla en profundo sosiego. De pronto rasga los aires un profundo silbido… Cruza
rápido un tren; la luz vivísima de las ventanillas ilumina el campo. Se rompen un
instante las tinieblas. Fray Damián se estremece todo. Ese tren vertiginoso es el
misterio, el renombre, la gloria. Ese tren va a Madrid; va a París. La mano del
religioso, que estaba escribiendo —escribiendo rengloncitos cortos—, ha
tembloteado. Fray Damián se ha levantado y ha ido a colocarse en la ventana.

De pronto, el donado Francisco se ha echado a reír y ha dado un manotazo en el


aire. Una mariposita blanca revolaba en torno a su persona.
—¿Ha visto usted? las mariposas me conocen; todas las tardes viene alguna a
visitarme.
El donado, sonriendo, corre un instante tras la mariposa; manotea en el aire; no
puede atraparla. No quiere él tampoco atraparla; pero les dice cosas; las regaña; las
llama «picaruelas», «traviesas», «loquitas».

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Fray Damián está en la ventana inmóvil, silencioso. Las estrellas brillan en lo
alto. Ya el farol del tren, el farol del último coche del tren, se ha perdido, como una
luciérnaga, en la lejanía. El religioso vuelve a sentarse ante la mesa; pero no puede
escribir; con la pluma en alto, pensativo, permanece un largo rato. No; no; él no
puede escribir; es decir, sí, sí escribe; pero lo que escribe no es lo que escribiría si él
estuviera en otra parte, si escribiera en otro ambiente. Las poesías que hasta ahora ha
escrito Ovalle están todas dedicadas a la Virgen. En su celdita blanca, él tiene una
imagen de Nuestra Señora, y cada vez que se sienta a escribir, él pone antes sus ojos
en la imagen, como pidiéndole inspiración.
En el convento conocen todos la íntima desesperanza del padre Damián. Todas las
mañanas, el prior entra un momento en la celda del joven religioso.
—¡Padre Damián, padre Damián! —le dice cariñosamente el prior a Ovalle.
Y es sabido que Ovalle alarga al prior dos o tres cuartillas, las cuartillas que el
poeta ha emborronado la noche antes, y que el prior, hombre fino, culto, un sabedor
profundo de cosas divinas y humanas, con dulzura, con suavidad, después de haber
leído la poesía de Ovalle, rasga las cuartillas. Las rasga, procurando que el papel no
haga ruido, no se queje. El poeta, en prueba de humildad, aprueba esta decisión del
prior. Hoy todavía no están inspirados los versos; mañana, sí; mañana u otro día
pueden estarlo. Y todas las mañanas las cuartillas son rasgadas, callandito, por el
buen superior.

—¡Mírela usted; mírela usted! —exclama de pronto el donado Francisco, y señala


con la mano extendida a una blanca piedra.
En la piedra, quietecita, ha venido a colocarse una lagartija.
—¡Qué modosita es! —vuelve a exclamar Francisco.
La lagartija, brillante, con su piel matizada de puntitos, levanta la aguda cabeza y
mira al donado. En los ijares, la piel se levanta y se deprime, como si el animalito
viniera de un largo camino y estuviera jadeando.
—Nos conocemos; somos amigos —añade el donado—; todas las tardes viene y
nos miramos un rato en silencio; después ella se marcha a su agujerito.

El paso de los trenes, de los trenes vertiginosos, fastuosos, llenaba de emoción a


fray Damián. No podía escribir. Cuando la puerta del hogar se abría en las
locomotoras, el vivísimo resplandor rojizo se reflejaba en las nubes bajas. Todo el
campo parecía incendiado. Y luego, a lo lejos, el farolito de cola, rojo, se disolvía en
las tinieblas. ¡Y fray Damián podía escribir un libro tan hermoso en loor de Nuestra
Señora! Pero aquí no, no podía escribirlo. Le faltaba el estimulante de una atmósfera
intelectual. Necesitaba respirar otro ambiente. Deseaba vivir, conocer el mundo y los

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hombres. Las estrellas fulgían en la altura y un silbido agudo rasgaba el sosiego
profundo de la noche.
Una mañana, con las cuartillas de Ovalle en la mano, después de leídas, el prior
posó su mirada largo rato en el semblante del poeta. La cara del buen religioso
mostraba profunda extrañeza. El poeta esperaba ansioso a que el superior hablara.
—¡Oh! —exclamó, al cabo, el religioso—. Esto sí que está bien, muy bien.
Y después, tras una pausa, en tanto doblaba cuidadosamente las cuartillas y las
colocaba en la manga, añadió:
—Siga, siga; esto ya es otra cosa; mañana veremos…
Y a la mañana siguiente se repetía la misma escena. El superior no salía de su
asombro; este poeta, que no había acertado a escribir hasta entonces sino versos
mediocres, duros, ramplones, ahora, de pronto, era como el hilo fresco, fluido y
armonioso de una fuentecita.
—Siga, siga, padre Ovalle; hasta mañana —repetía el prior.
Así, poco a poco, un soneto cada día, fueron escritos los sesenta sonetos del
maravilloso librito «Jardín del divino amor».

El donado Francisco se ha detenido de nuevo; escuchaba atento.


—¿Oye usted? —ha dicho luego—. Ya han comenzado a cantar.
—¿Quién? —le pregunto yo.
—Un grillo que canta en aquel tablar; es el primero que canta todas las tardes; yo
le conozco; él me conoce también a mí. Todas las tardes yo le pongo una hoja de
lechuga a la puerta de su agujero, y él sale mansito a comérsela.

Una mañana, apenas rota el alba, entraba por el caminito del huerto, hacia el
convento, fray Damián. Estaba escuálido, palidísimo. Caminaba con la cabeza baja,
las manos metidas en las mangas, cruzados los brazos sobre el pecho. A los pocos
pasos andados le salió al encuentro el buen padre guardián.
—Padre Damián, padre Damián —le dijo cariñosamente—; pronto ha salido al
campo hoy; no olvide la tarea.
La tarea consistía en corregir unas pruebas —las pruebas del «Jardín del divino
amor»— que estaban sobre la mesa de Ovalle, en la celdita blanca. La emoción del
religioso fue profunda; se arrodilló, primero, ante la imagen de Nuestra Señora y
juntó la frente con el suelo. Dos meses había estado ausente del convento. Y en esos
dos meses otro Damián Ovalle, gran poeta, fino poeta, había ido escribiendo cada día
—por disposición de Nuestra Señora— un soneto maravilloso. La colección de esos
sesenta sonetos, únicos en nuestra lírica moderna, forman el libro «Jardín del divino
amor», purísimo como un diáfano diamante.

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—¿Eh? ¡Palomito! ¡Palomito! —exclama el donado Francisco.
Y dice estas palabras dirigiéndose a un perrito, que ha venido corriendo hasta
colocarse entre las piernas del donado.
—¿Cómo ha sido tardar tanto hoy? ¡Cuidadito, cuidadito con hacer esas faltas!
¿Sabes Palomito? Yo no te lo voy a perdonar.
El perrito escuchaba humilde la reconvención del donado; meneaba el rabo, ponía
su cuerpo a ras de tierra y se hacía un ovillito.
—Ahora, toma esta cestita de manzanas —añadió el donado dirigiéndose al can
—; toma esta cesta de manzanas y vámonos a casa.
El perrito ha cogido entre sus dientes la cesta, y los tres, el donado, el can y yo,
nos hemos ido por el camino de los álamos hacia el convento.

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EL TOPACIO

¿Q UIÉN soy yo? ¿Félix Vargas, el poeta? No lo sé. ¿Pienso? Sí, pienso; pero no
soy. No tengo noción del tiempo ni del espacio. La luz refleja en el ancho
espejo; me inclino un poco y veo en la tersa superficie retratada mi imagen. ¿Mi
imagen? No, no; que no es Félix Vargas. Las paredes son blancas; cuatro paredes
lisas, blancas, con filetes dorados. Hace bien el sutil trazo dorado en la extensión
nítida. Y por la ventana, abierta de par en par, ancha… No, no es mi imagen esa del
espejo. ¡Ha huido Félix Vargas y me ha abandonado! No sé dónde se habrá
marchado; hacia lo pretérito, hacia los siglos pasados. Pero, ¿es que Félix Vargas
puede sentir el pasado? Por la ventana abierta, ancha, en la noche clara, de otoño,
diáfana… No puedo sentir el pasado. Ya no tengo emociones. Se las ha llevado Félix
Vargas; mi yo, huido, fugitivo, se ha marchado con esa plaquita fina, sutil,
delicadísima, como si fuera de acero y de niebla al mismo tiempo, que llevamos en
nosotros y que vibra al menor contacto con las cosas bellas, con un paisaje, un libro,
una mujer interesante, de líneas armoniosas. ¡Con las cosas que son bellas! O con las
cosas que hacemos bellas nosotros… ¡Y yo no puedo hacer ya nada bello! No puedo
hacer que un paisaje, un libro, una vieja callejuela, un palacio vetusto, unos ojos
negros o azules sean bellos para mí. La noche está sosegada, serena; por la ventana
abierta veo la transparencia del cielo negro, de un azul fosco. Y esas estrellas
brillando en la inmensidad. Pero ya no puedo sentir nada; antes me decían muchas
cosas esas estrellas; ahora las miro impasible. Y estas luces eléctricas tan rojas, tan
violentas, me desazonan; las apago. Entra esa claridad difusa, vaga, densa, por la
ancha ventana. He sentido en el pulpejo de los dedos esa sensación de suavidad al
apretar el botón, pulido, brillante, para apagar la luz. Voy anotando mis últimas
sensaciones. Dentro de un momento, nada; una detonación, un cuerpo que cae a
tierra… y nada. No vendrá nadie; están lejos todos; entrarán mañana en el cuarto.
Ahora, dentro de un instante, el sosiego, la paz. Por la ventana abierta, en la noche
sosegada, entrará el efluvio húmedo, fragante, del jardín.
Del jardín que ya no me dice nada tampoco. ¿Dónde está Félix Vargas? Se ha
marchado; me ha dejado a mí. Si yo fuera Félix Vargas, me llenaría el poder de la
emoción. Y eso, no; no puedo ya emocionarme. Y esto es lo más terrible, lo más
trágico que puede ocurrirle a un ser humano. Este otoño no he podido sentir el
misterio, la poesía, la sugestión honda de esta época del año. El otoño era para mí
siempre la estación de ciertas obras clásicas, la estación de la segunda parte del
«Quijote», por ejemplo. Leía yo el «Quijote» en estos días del otoño y asociaba estas
páginas de un estilo, no de oro, no ardiente, sino de plata, ceniciento, de un gris
dulce, suave; asociaba yo estas páginas a los viejos álamos de la llanura castellana, a
los caserones viejos, a un desván por el que se ve —a través de una ventanita angosta

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— el panorama de una vega, con sus herrenes y sus cortinales, a una higuera
pomposa que —como un ser vivo—, posa, apoya, acuesta sus hojas anchas sobre las
piedras doradas de un viejo muro, el ábside de una iglesia o el paredón de un palacio
en ruinas… Y en estos días del otoño, en estas horas suaves, rodeado de un ambiente
gratísimo, sin los ardores del verano, sin los fríos del invierno, al declinar el año, yo
fundía, en una sensación suprema, todo el presente con el pasado. Pero este otoño no
he podido ya sentir nada. Se ha marchado el poeta Félix Vargas. No sé dónde se ha
ido. No tengo ya imágenes del presente. El presente lo fabricamos con el pasado.
¿Dónde tengo yo un pretérito en que poder colgar las imágenes del presente? Me
siento frente a la mesa; en el cajón de la derecha… No, no; me sentaré ante el espejo.
Sí; en el cajón de la derecha… Mis dedos van a abrir ese cajón. La claridad difusa de
las estrellas —tan hermosas, tan resplandecientes, tan remotas—; la claridad de las
estrellas llega hasta los papeles blancos de la mesa. ¿Iré yo ahora a sentir un poco de
emoción? ¿Me salvarán las lejanas estrellas? No, no; no siento nada; mi mano avanza
hacia el cajón del escritorio. ¡Mis imágenes! ¡Me han robado mis imágenes! Y por
eso dentro de un momento ya me habré marchado yo también; me habré marchado
del mundo. En busca de Félix Vargas. Félix Vargas no soy yo. Yo no puedo
emocionarme; el poeta Félix Vargas, sí, se emocionaba. No tengo ya dónde colgar las
imágenes; me falta el muro del pasado. Pero, ¿es que tengo yo imágenes? Acabemos;
mi mano abre el cajón del escritorio…

Un altavoz: ¿Eh? ¡Cuidado! ¡Cuidado! ¿Qué es lo que se hace? ¡Pena de muerte


al que se suicide! ¡Ja, ja, ja! ¿Conque esas tenemos? Nada, nada; al que se suicide lo
condenamos a muerte. La pena mayor de todas. ¡Ja, ja, ja! Félix Vargas, ¿eh? ¿Qué
hace usted? ¿Desvaría usted, amigo? ¿No ha reparado usted en lo que hay debajo de
la mesa? Incline usted la cabeza, hombre; no se precipite usted. Vea usted qué cosa
más bonita, más linda, más superferolítica hay allí. ¡Ja, ja, ja! Coja esa cosita, señor, y
hasta luego. Cuidado con suicidarse. ¡Ja, ja, ja!

Debajo de la mesa, en efecto, luce, en un rincón, un objeto. Su luz es amarillenta,


gualda; no se sabe cómo en la obscuridad puede brillar tanto. Félix Vargas se inclina
y tiende la mano hacia el fulgente objeto. Y entre sus dedos tiene ya un anillo, un
anillo con un grueso, bello, claro topacio. ¿De dónde ha venido esta sortija? ¿Quién la
habrá perdido? En la piedra hay un brillo, un esplendor, una luz que no parecen
naturales.
La amarillez del hermoso topacio subyuga al poeta. Con el anillo en la mano, en
la palma de la mano, Félix Vargas contempla, como un breve lago de aguas
amarillentas, cristalinas, límpidas, el fondo del maravilloso topacio.
Con este topacio en el dedo, el poeta, durante un año, podrá gozar de todos los
espectáculos del mundo: el poder magnífico, exquisito de emociones, le será

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devuelto. Félix Vargas, el fugitivo, se habrá reintegrado a Félix Vargas el presente.
Todo lo ha explicado el ser misterioso que hablaba en el altavoz. Pero antes de
finalizar el año, el poeta habrá de entregar el bello topacio a un ser humano. Y ese ser
humano habrá irremisiblemente de morir. Félix Vargas, sin el anillo, seguirá viviendo
dichoso como durante los doce meses en que lo llevara puesto. Y no valdrá arrojar el
anillo, desprenderse de él de otro modo.

Han pasado ya once meses; el poeta, sensible otra vez a la emoción, ha gozado de
todos los más bellos matices de las cosas y ha escrito uno de sus hermosos libros. En
este último mes del año ha de desprenderse del anillo. Está ahora en un café; se halla
sentado con un conocido, un compañero de letras. El compromiso de entregar el
topacio a otro ser humano es terrible; Félix sabe que ese regalo ocasionará la muerte a
quien reciba el topacio. Pero, ¿no hay gentes en el mundo cansadas de vivir, como él
lo estaba antes? Este compañero de letras con quien el poeta está sentado acaba de
perder a una mujer a quien él amaba profundamente; no hay para él consuelo; al pasar
por la calle, Félix le ha visto y ha hecho que se detenga con él un momento. Ya antes
había oído hablar del dolor, de la desesperación de este camarada. Y no se puede
dudar de su íntimo, profundo dolor al verle; al ver su continente lacio, sus ojos
apagados, su cara escuálida… Hablan los dos compañeros un momento; la mano de
Félix acaricia, en el fondo del bolsillo, el terrible topacio. Ya se levantan para
despedirse. En este momento, una airosa, esbelta, sugestiva mujer pasa rozando al
inconsolable camarada; durante un segundo, como un relámpago, se enciende una
mirada en los ojos del hombre triste. En el fondo del bolsillo, los dedos de Félix dejan
de acariciar el topacio.

Diciembre, quince. Faltan quince días para terminar el año. Félix está ahora en la
casa de unos amigos; son amigos recientes; él no conocía ni al marido ni a la mujer;
ha procurado entrar en intimidad con ellos. La vida en este hogar es verdaderamente
terrible; todas las horas del día se suceden en riñas, pendencias, improperios,
recriminaciones. Marido y mujer se acometen por cualquier motivo; un ambiente de
agresividad y de exasperación les rodea. Debe ser una dicha el que alguno de los
consortes desaparezca. Toda la familia —hijos, hermanos, padres, sobrinos—
respirará tranquila. El pueblo todo descansará de estos escándalos y estas terribles
grescas. Y, sin embargo…, una ausencia breve del marido o de la mujer, sume en la
melancolía, en la desesperación, a la mujer o al marido. Ni la mujer puede vivir sin el
marido, ni el marido sin la mujer. Y no podrían vivir tampoco en un ambiente de paz,
de sosiego, de cordialidad; mutuamente necesitan la agresión, el antagonismo, la
pugna para ser felices.
Los dedos de Félix Vargas abandonan otra vez, en el fondo del bolsillo, el
topacio.

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—Y usted, don Pascual, ¿qué hace? —pregunta a este viejecito Félix Vargas.
—¿Yo? Nada; tengo ochenta años; no hago ya nada en el mundo; lo mismo me da
morirme hoy que dentro de un mes.
—¿De modo que no desea usted nada? —torna a preguntar el poeta, en tanto que
sus dedos acarician el bello topacio.
—Nada, nada —ratifica el viejecito.
Se detiene un poco y luego añade:
—El otro día me llevaron al teatro; la función era bonita; me interesó; pero al ir a
comenzar el tercer acto vinieron a llamarme y tuve que salir del teatro. ¿Quiere usted
que le diga la verdad? Tengo ilusión de ver cómo acaba esa comedia; pero me han
dicho que hasta el año que viene, es decir, hasta enero, no la vuelven a echar. Sí;
tengo verdadera ilusión. ¡Ya ve usted qué cosas! Y he de ver cómo acaba esa obra…
Y los dedos del poeta tornan a soltar —para siempre— el maravilloso, el trágico,
el mortífero topacio.

El altavoz: ¡Ja, ja, ja, Félix Vargas! Todos tienen su ilusión, y tú no tienes
ninguna. ¡Ea, a vivir! ¡A procurarse una ilusión! ¡A luchar por una ilusión! ¡A tener la
ilusión de la ilusión! ¡Ya lo has visto! Sé joven siempre. ¡Ja, ja, ja! ¡Pena de muerte al
que se suicide!
¡Ilusiones de ilusiones! ¿Has oído bien? ¡Cuidado con la pintura! ¡Ja, ja, ja! No
admito engaños. A vivir. Las estrellitas te están haciendo guiños, míralas bien. Y deja
en el cajón lo que allí está guardado; no lo toques. ¡Ja, ja, ja! ¡Piensa que yo te estoy
mirando!…

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EL SECRETO ORIENTAL

–¿ Q pasando…
quiere otro? ¡Por diez céntimos nada más! Pasen, pasen; vayan
UIÉN
El secreto oriental; el gran secreto oriental… Aquí lo
encontrarán ustedes, señores. ¡Cosa maravillosa! Diez céntimos tan sólo… ¡Vayan
pasando!
—¿Qué dice éste? Se ha vuelto loco. Oye, tú, ¿qué estás diciendo?
—Dejadlo; dejadlo.
—¡Habla, habla!
—¡El verdadero, el maravilloso, el estupendo secreto oriental! El Oriente
regenerador del Occidente. ¡Pobre Occidente! Caduco, valetudinario… Borracho,
temulento, señores; óiganlo bien, temulento de maquinismo, de acción, de fiebre
industrial. No puede tenerse en pie el pobre. ¡Y aquí está el Oriente regenerador, vital,
con un gran secreto de la sabiduría! Pasen, pasen; vayan pasando.
—¡Está loco!
—Dejadlo, que Pepe nos va a contar ahora un cuento oriental.
—¡Esto, eso; un cuento oriental! ¡Sí, os lo voy a contar! ¿Os acordáis vosotros de
Félix Vargas, el poeta Félix Vargas?
—Félix Vargas es una invención tuya, Pepe.
—¿Una invención mía? Félix Vargas…

El poeta Félix Vargas vive en una casita de la montaña. ¿En qué montaña? ¿No se
ve desde lo alto, desde la cumbre más elevada, allá lejos, muy lejos, una mancha azul,
extensa, inmensa, inmóvil, como si fuera de cristal? Sí; desde la cumbre más
eminente —en los días límpidos— se ve el mar. Y en las laderas hay barrancos
silenciosos; un almendro silvestre ha nacido tal vez en una pared lisa de piedra y hace
esfuerzos por elevar su copa hacia el azul. Félix Vargas ama la soledad, la soledad y
el silencio. Poco a poco ha ido apartándose del mundo; primero vivía en una gran
capital —en Madrid o en París—; después se fue a una solitaria vieja ciudad; más
tarde se marchó a un pueblecito. Si quisiéramos representar su modalidad espiritual
por círculos concéntricos, veríamos, primero, un anchísimo círculo; dentro de su
ámbito se ven personalidades de diversos géneros: amigos, parientes, conocidos,
gentes que nos escriben sin conocernos y otros que se acercan a nosotros en la calle y
estrechan nuestra mano, sin que sepamos quiénes son. Y como argamasa que une tan
heterogéneos materiales, pasiones, envidias, recelos, falacias, artimañas, ingratitudes.
El poeta se ha evadido del primer círculo; ha entrado en otro más angosto. Dentro de
su área hay amigos, deudos, admiradores; pero de afectos y sentimientos más
acendrados. De cuando en cuando, una mala pasión, una deslealtad que no
esperábamos, viene a conmover todo el ambiente espiritual de este recinto, como una

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descarga eléctrica conmueve la atmósfera. Y como son más espaciados estos
incidentes, la impresión dolorosa en la sensibilidad es más aguda. Salgamos también
de este círculo; Félix Vargas ha salido de él; ha entrado en otro más reducido. De las
amistades ha hecho una selección discreta; con suavidad, sin violencia, por un
harnero ideal, ha ido ahechando relaciones de amigos, deudos y admiradores; han
quedado en la zaranda pocos; el poeta vive más tranquilo; puede sentir ahora más,
con más intimidad, con mayor efusión, la relación de su espíritu con las cosas. Ha
avanzado ya en edad. Ha pasado de los cuarenta y cinco años. Vive ya en la montaña.
La casita es clara y limpia. Los pasos del poeta resuenan en las estancias solitarias.
Todavía, estando retraído en la montaña, Félix Vargas ha estrechado más aún el
círculo de afectos y sentimientos en que había acabado por encerrarse. Pocas cartas
recibe; poquísimos son los que se aventuran a llegar hasta la casita del poeta. El poeta
no recibe a nadie. ¿Para qué quiere él saber cosas del mundo? Lo más grave, lo más
importante, lo más trascendental del mundo ya lo sabe él. Sabe que se ha de morir. La
muerte es su preocupación. La idea de la muerte, en el silencio, en la soledad, en
meditación constante de todos los días, de todos los minutos, adquiere una gravedad
imponente. Los más sutiles matices de las cosas son recogidos en toda su magnitud
por la sensibilidad del poeta. Si el mundo es, en realidad —hagamos esta hipótesis—,
como diez, el poeta recoge esa representación exacta de diez sin que se pierda un solo
grado. Los demás mortales, aun los grandes artistas que vivan en las ciudades, no
recogerán acaso de esa cifra diez, sino cuatro, seis o, a lo más, ocho. Félix Vargas
vive plenamente la realidad; el color, la forma, los ruidos más leves, las tonalidades
más suaves de la luz, del paisaje, llegan en toda su integridad al espíritu del poeta. Un
minuto es para Félix Vargas un año. Y sobre la luz, las formas, los ruidos, las
sombras, el color, pesa fluctuante en el aire, la idea de la muerte. Alguien que viera al
poeta sin conocerle experimentaría una sensación de extrañeza indefinible. Hay algo
en los ojos, en los movimientos, en el andar del poeta que no es lo mismo que en los
demás mortales. Y, conociéndole, al departir con él, al conversar íntimamente con él,
se tiene la sensación de estar ante una figurita fragilísima, sutilísima, de cristal, que
va a romperse de un momento a otro. Va a romperse al soplo ligero del aire, al ruido
de una puerta que se cierra violentamente. La muerte ha ido entrando, poco a poco,
con suavidad, en toda la sensibilidad del poeta.

¿Le faltaba algo a Félix Vargas? ¿No tenía en su mano toda la sabiduría del
mundo? Cuando él, por las mañanas, a primera hora, salía de la casa y andaba por la
montaña encontraba, al sentarse, un poco cansado, el supremo placer de la vida. Lo
encontraba al contemplar, en el fondo de un barranco, bajo el cielo azul, extenderse la
fronda verde de un árbol bañado por la luz virginal de la mañana. ¿Le faltaba algo al
poeta? Tal vez; él había pensado ya mucho en este asunto. Y había escrito algunas
cartas; en tal o cual revista había también mostrado Félix Vargas sus preocupaciones.

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Un día llegó hasta la casita de la montaña un señor anciano, venerable, de larga barba
blanca. Era un sabio orientalista. Dio su nombre, y el poeta —que conocía sus libros
— le acogió cordialmente. Lo que venía a comunicarle el anciano al poeta era cosa
importante…
—Vamos a ver: ahora viene lo bueno.
—¡Callar, callar!
—Si os ponéis así, no sigo hablando.
—¡Que hable, que hable!
—Pasen, pasen, señores. ¡El secreto de Oriente! ¡El Occidente, caduco, decrépito!
¡No sirve para nada; necesita la regeneración oriental! ¡Aquí está el grande, el
estupendo, el maravilloso secreto del Oriente!
—¡Ea, Pepe, sigue tu cuento!
—¡Que siga, que siga!
—Allá voy. Lo que venía a decirle el anciano al poeta era cosa extraordinaria.
Félix Vargas se había preocupado siempre de la existencia de los noluntitas. ¿Lo
entendéis bien? Los noluntitas. El noluntismo es la más vieja y la más misteriosa de
las religiones de la India. La noluntad es lo opuesto a la voluntad. Los noluntitas
ponen todo el ideal en la negación del deseo, de la acción, de la voluntad. No se sabe
cuál es, en realidad, su secreto. Pero los noluntitas han llegado a resolver el problema
de la felicidad humana. Sólo que… no quedan apenas noluntitas en el Planeta. Y los
que quedan no se sabe ni dónde están ni quiénes son. Se sospecha que en Europa, en
toda Europa, deben de quedar diez o doce, y —¡oh, maravilla!— uno debe ser
español. Sí, sí; el venerable orientalista que visitaba al poeta tenía la evidencia de que
en España, en Madrid, precisando más, había un noluntita. El poeta quedó
maravillado, suspenso. En este estado de hiperestesia a que había llegado, la noticia
le conmovió profundamente. No sabía ya Félix Vargas cuál era el ensueño. Y esta
noticia la escuchaba él como fluctuando entre el ensueño y la realidad…

Fragmentos del diario de Félix Vargas.


«Me acuerdo mucho de mi casita en la montaña; pero no había más remedio que
hacer este viaje, que volver a Madrid. He de encontrar ese último noluntita. Se halla
en Madrid; lo sabemos ya de ciencia cierta. Pero ¿cómo descubrirlo? El más
profundo secreto rodea a los noluntitas. La empresa en que estoy empeñado es —lo
comprendo— francamente absurda. Dudo; pienso ya en el regreso a la montaña.»

«¡Qué angustia! ¡Qué terrible emoción cuando ayer vi aquel niño en el paseo! Ya
contaré el lance en mis memorias; ahora no hago más que tomar ligeros apuntes para
que los detalles de los sucesos no se me olviden. Al ver al niño, de pronto di un grito;
me debió de tomar por loco la institutriz. El niño llevaba, prendido en el pecho, el
misterioso emblema de los noluntitas: una equis de oro con un pequeño topacio. Me

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acerqué temblando de emoción al niño. Sí; no cabía duda; era el emblema de los
noluntitas. Sobre él ha publicado una extensa monografía, en Berlín, el sabio Otto
Maixer. Pero ¿cómo podía traer un niño este emblema? Confieso que no estuve hábil;
entablé conversación con la institutriz, y, como estaba tan emocionado, dije tales
incongruencias que la señorita creyó que yo era un desequilibrado. Comenzó a gritar;
vino gente; fue imposible hablar con tranquilidad. ¡Y el niño y la institutriz se
marcharon corriendo! Horrible, horrible. Mañana volveré al Retiro. ¿Estarán también
la institutriz y el niño? Pero ¿cómo puede tener este niño el emblema de los
noluntitas? Es absurdo; me voy a volver loco. No, no; ya lo estoy.»

«Al día siguiente de mi encuentro con el niño llovió; al otro día, también. Yo me
levantaba todas las mañanas y miraba al cielo ansiosamente… Mi angustia era
terrible. Y, al fin, amaneció un día claro, despejado. Y volví al Retiro. Hablé con la
institutriz. El niño ya no llevaba el emblema misterioso. Voy abreviando; ya, cuando
escriba el libro que preparo, expondré ampliamente, con toda clase de pormenores,
esta aventura de mi vida.»

«He estado sin escribir una porción de días. ¡Terrible cosa! Me vuelvo a la
montaña. Después de todo, este final es el que debiera ser. La religión noluntita, el
noluntismo puro, integral, lo representan hoy, en España —y pudieran representarlo
en todo el Planeta—, un niño… y un anciano. El emblema que llevaba el niño se lo
había cogido, para jugar, a su abuelo. Y el abuelo… Imposible entenderse con el
abuelo; es sordo, mudo y ciego. ¿Noluntismo? ¿Felicidad suprema? Ése es el secreto;
entregarse de lleno a la corriente de las cosas: ser como mudo, sordo y ciego. Me
vuelvo a la casita de la montaña.»

—¿Quién quiere otro? ¡El secreto oriental! ¡El gran secreto! ¡Pobre Occidente!
¡Que se nos va a morir! ¡Que se nos muere! Pasen, pasen, señores. Y vean, vean el
Oriente regenerador, salvador, fortalecedor…

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EL TESORO DESHECHO

–¿ D —Del tesoro de mi tranquilidad.


tesoro habla usted, don Dámaso?
E QUÉ

—¿Presente?
—No; la pasada.
El tesoro de la tranquilidad, de la dulzura, del sosiego espiritual de don Dámaso,
en lo pasado, durante veinte años, era indestructible. Durante veinte años había vivido
don Dámaso en esta casa. Y seguía viviendo. La casa, en Nebreda, la vieja ciudad, era
antigua, sólida, noble; tenía balcones de forja y un ancho escudo sobre la puerta. Los
aleros del tejado, en la fachada principal, eran saledizos, y los extremos de las vigas
estaban esculpidos. Don Dámaso, cuando niño, era de una sensibilidad extremada. No
podía ver matar, en la cocina, un pollo o unos pichones; se ponía pálido, intensamente
pálido, y se desmayaba. No había otro niño en la casa; los padres disponían de una
holgada fortuna. Cuando Dámaso fue mayor lo sacaron de la ciudad; lo llevaron a
Madrid; hicieron que aprendiera idiomas, y le acompañaron a un largo viaje por el
extranjero.
—Cuando se tienen cincuenta años —decía él, aludiendo a la muerte—, cada año
que pasa es un nuevo cero en la ruleta de la vida. Ya tengo cincuenta y tres años;
juego, por lo tanto, a una ruleta con tres ceros.
Y el caballero, bondadosamente, sonreía. No tenía ambiciones; sentía un dulce,
inefable desconsuelo del mundo, un desconsuelo que él no podía explicarse. Los
inviernos los pasaba en Madrid; durante la primavera hacía algún viaje por Francia,
Inglaterra o Italia. En el verano vivía en su casa de Nebreda. La casa tenía, detrás, un
amplio jardín. A este jardín venían todos los días, a las tres de la tarde, cuatro o seis
amigos del caballero. Y entre los árboles, amparados en la grata y fresca sombra,
tomaban lentamente, a sorbitos gustosos, el rico, espeso, negro aromático café con
que les regalaba don Dámaso, y veían, perezosamente, ascender por el aire, en
azuladas volutas, el humo de los magníficos vegueros con que también, generoso,
desprendido, les obsequiaba el amable escéptico.

Y hablaban de todo. Todos eran discretos, corteses. Hablaban —los años habían
puesto nieve en las cabezas de casi todos ellos—, hablaban, principalmente, del
tiempo pasado.
—Yo estimo —decía uno— que lo más grato es haber tenido muchas aventuras
en la vida, haber vivido una vida accidentada, azarosa, y después, paladear, en la
vejez, en una vejez serena, el recuerdo de todos esos lances.
—Yo creo lo mismo —añadía otro—. Quien no ha tenido algo en la vida, alguna
aventura, algún episodio, no puede en la vejez disponer de un escalón ideal en que

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apoyar sus recuerdos.
—Don Dámaso —agregaba un tercero— ha tenido una vida un poco agitada…
—¿Quién? ¿Yo? —interrumpía el caballero—. Mi vida ha sido plácida, dulce; he
leído los libros que me han agradado; he visitado los países por los cuales he sentido
curiosidad, y…
—¿Y qué? —exclamaban en coro los amigos—. ¿Y qué, don Dámaso? Siga
usted, siga usted; no se detenga. ¿Aventuras de amor? ¿Lances de buena fortuna?
—Señores —decía don Dámaso sonriendo—. Señores, nada de grandes
aventuras. Un paladeo discreto, dulce, y nada más.
—Y eso basta para endulzar toda una vida —comentaba uno de los contertulios.
—¡Ya lo creo! —corroboraba otro.
—Lo que pasa —añadía un poco sentencioso don Dámaso—, lo que pasa es que,
suceda lo que suceda, a mí nadie puede quitarme ya la dulzura, la suavidad, la
sensación sosegada, exquisita, de las horas que durante veinte años he pasado en esta
casa.
Hasta los treinta años, la vida del caballero había sido un poco tumultuosa;
tumultuosa —si no suena a paradoja—, con discreción y mesura. El dinero allanaba
todas las dificultades; el dinero lo facilitaba todo. Don Dámaso había gozado
discretamente de la vida, y luego, sosegado ya, amansadas las pasiones, se había
retirado a Nebreda, y durante veinte años, día por día, hora por hora, había vivido en
una perfecta, absoluta maravillosa ataraxia. Y estos años, estos días, estas horas de
placidez suprema, y no las discretas turbulencias de antes, eran los que constituía el
hechizo, el encanto de la vida del caballero. Esos veinte años de paz dulcísima eran el
tesoro de don Dámaso.

Desde su alcoba, por la mañana, él atisbaba el cielo azul y la cresta del arbolado
verde del huerto. Desde su alcoba, por las mañanas, indolentemente, veía pasar, con
lentitud —cuando pasaban—, las nubes blancas por el cielo. Leía a ratos en su cuarto;
meditaba; volvía a leer. Y su sensibilidad fina, delicadísima, casi morbosa, gozaba
con el recuerdo, con la evocación suave de las horas pasadas, durante veinte años, en
esta bella casa.
—¿Quién podrá destruir este tesoro de tranquilidad pasada?
Se hablaba de desgracias, dramas y tragedias ocurridas a conocidos y amigos. Se
lamentaba el lance infeliz ocurrido a un hombre bondadoso en la ciudad. Todos
coincidían, naturalmente, en que, de pronto, una vida dichosa, ecuánime, puede verse
interrumpida, turbada, por el infortunio. Pero el pasado, ¿cómo podrá ser destruido?
El pasado es intangible, indestructible.
—A mí podría ocurrirme ahora una desgracia; nadie está libre de ello —decía don
Dámaso—; pero siempre me quedará el placer de saborear el pasado, el gusto del

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recuerdo, el don de gustar, evocándolos, esos días tranquilos que durante veinte años
he pasado en esta casa.
Y todos aprobaban. Es evidente; los lectores lo comprenderán también. En
nuestra vida, si tenemos la dicha de gozarla tranquila, aunque no sea tan tranquila —
es difícil— como la de don Dámaso; en nuestra vida puede surgir un accidente
desgraciado que la envenene y acibare. Pero, ¿y el pasado? ¿De qué manera podrá ser
acibarado y enturbiado un pretérito que ha sido sosegado y dulce? Sí; era verdad. Don
Dámaso tenía razón. Y él gozaba, sí, gozaba profundamente, no con vivir ahora los
días dulces, sino con evocar las horas, los minutos que, a lo largo de los veinte años,
había pasado en esta alcoba de la vieja y noble casa; en esta alcoba desde la que se
veían pasar lentas, pausadas, las nubes blancas por el cielo. Y en esa visión de las
nubes desde la alcoba, tendido en la cama, en tanto meditaba en los problemas del
mundo y de la vida, en esa visión cifraba don Dámaso toda la felicidad de su
existencia.

El pasado era indestructible. ¡Que le quitaran al noble y fino caballero la suavidad


de esas horas exquisitas de meditación en su alcoba! El pasado era indestructible. No
había en el mundo fuerza humana capaz de acibarar un pasado. Y un día don Dámaso
quiso modernizar un poco la casa. El cuarto de baño no estaba en la propia y vieja
casa, sino en una galería que daba al huerto. Don Dámaso quiso que el cuarto de baño
estuviese cercano a su alcoba. Los albañiles comenzaron a trabajar. Había que abrir
brechas en los muros para colocar unas cañerías. Sonaron los picos, que emprendían
su obra en la pared del fondo de la famosa alcoba. Don Dámaso, todos los días,
asistía curioso a la obra de los alarifes. Departía con ellos bondadosamente. Los picos
cavaban en la pared de la alcoba. La cama en que dormía don Dámaso había sido
llevada a otra estancia. De pronto, uno de los picos se quedó clavado en la pared; se
hacía dificultoso el separarlo. Volvió el albañil a clavarlo, y notó que en el muro,
detrás del muro, había un hueco. Sí, había un hueco. ¿Qué sería aquello? Don
Dámaso asistía curioso al descubrimiento. El hueco que se descubría era alto y
estrecho… El albañil, una de las veces en que metió su piqueta en el hueco, dio un
grito. Resonaron en la estancia exclamaciones de todos. Lo que se descubría era nada
menos que un esqueleto; un esqueleto encogido, acurrucado, doblado casi sobre las
piernas. ¡Terrible era el descubrimiento! El esqueleto, de una mujer —de una mujer, a
juzgar por las ropas—, aparecía, acomodado en aquel nicho, a los ojos atónitos,
asombrados, aterrorizados de todos. Indudablemente se trataba de un
emparedamiento. El hecho databa de hacía mucho tiempo, de hacía un siglo, siglo y
medio o dos siglos. Los pedazos de ropa encontrados lo hacían suponer.

Y pasado el primer momento de estupor, el caballero comenzó a meditar. Aquella


mujer, haría dos siglos, había sido emparedada allí. Un día el Padre Ravignan, ilustre

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jesuita, distinguidísimo abogado antes, fue llamado a medianoche en París. Dos
desconocidos deseaban que el piadoso clérigo auxiliase a un moribundo; apenas en la
calle el Padre Ravignan, los dos desconocidos le agarrotaron y le taparon los ojos con
una venda. Una hora estuvo el coche dando vueltas por París. Después, el jesuita y
sus acompañantes ascendieron por una escalera. Cuando le quitaron la venda a
Ravignan, éste se vió enfrente de un nicho a medio tapiar. Asomaba por lo alto una
cabeza. El jesuita confesó a la persona emparedada. Y al terminar la confesión, dos
albañiles acabaron de cerrar el nicho por arriba. No pasó más; nunca el Padre
Ravignan pudo dar razón del sitio a que fuera, en aquella noche trágica, conducido.
Don Dámaso recordaba este caso de emparedamiento. Su cuerpo todo, con una
sacudida nerviosa, se estremecía al pensar en esta mujer emparedada en la noble y
vieja casa. No podía pensar serenamente en el caso. Sufría, se angustiaba al pensar.
Acurrucada, encogida, aquella mujer encerrada allí viva parecía experimentar todavía
el horror inmenso de tal muerte. Los dedos de sus manos estaban crispados. La
cabeza parecía inclinada, con las mandíbulas abiertas. Y precisamente la cabecera de
la cama de don Dámaso se hallaba junto al lugar, en el muro, en que reposaba la
cabeza de la emparedada. Un breve espacio separaba el cráneo de don Dámaso,
acostado en la cama, viendo pasar plácidamente las nubes por el azul, y el cráneo
horrendo, con mueca horrenda, de la trágica mujer. Durante veinte años, día por día,
el caballero había reclinado su cabeza al lado de la otra cabeza; meditaba dulcemente
don Dámaso, se regodeaba en una dulce voluptuosidad espiritual, y la mueca trágica,
con angustia suprema, de aquella calavera, estaba junto a él; la mujer enterrada en
vida, a través de un poco de canto y cal, le contemplaba.
Y huyó la dulzura del pasado. El tesoro estaba deshecho. Ya no era posible evocar
con voluptuosidad aquellas horas, aquellos minutos dulces, inefables, pasados allí
durante veinte años. El pasado podía ser destruido. Y don Dámaso, morador ahora en
otra estancia, se estremecía todo nerviosamente, angustiadamente, cuando por acaso
penetraba en la alcoba donde tantos y tantos minutos dulces había pasado… junto al
esqueleto contraído en trágico encogimiento.

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PASILLO… DE SLEEPING-CAR

–¿ P —Con mucho gusto, caballero. Demasiado estrechos…


usted, señora? Estos pasillos de los sleepings son tan estrechos…
ERMITE

—¡Clarita!
—¡Manolo!
—Pero ¿cómo? Explícame…
—¡Qué sorpresa!
—¿Viajas?
—Ya lo ves.
—Pero, vamos, hablemos… Dime; cuéntame. ¿Tú por aquí?
—Claro; por aquí.
—¿Viajas sola?
—¿Y tú?
—Di. ¿Viajas sola?
—¿Te interesa, saberlo?
—Me interesa todo lo tuyo. ¡Cuánto tiempo sin vernos! Desde aquella noche.
¿Viajas sola?
—Ahora estoy sola en el pasillo.
—Pero, bien, en tu cabina… ¿Vas con alguna amiga? ¡Qué noche aquélla, Clarita!
La última noche que nos vimos…
—¡Qué bonito paisaje, Manolo! Me he levantado a primera hora para contemplar
este campo tan bello de Castilla…
—Sí; desde aquella noche famosa no habíamos vuelto a vernos. Yo no sé lo que
sucedió luego. Tengo curiosidad. Dime, dime, Clara. ¿En qué paró todo aquello?
Vosotros, tú y Lola, y Carmen, y Asunción, con Rodrigo, Antonio y Pepe, os
quedasteis allí. Yo me marché precipitadamente…
—Un poco austero, ¿verdad? este campo de Castilla. Siempre que he pasado por
aquí me he levantado temprano para ver los álamos de esta campiña bañados por la
primera luz del día…
—Sí, sí. Oye; cuando yo me marché, ¿qué es lo que hizo Rodrigo? ¡Qué pesado
estuvo durante toda la noche! Rompió un espejo y un velador.
—La luz es fina, suave, pura en esta campiña castellana. Dentro de un momento
aparecerán las torres de la Catedral de Burgos.
—Hemos hecho, sí, este viaje tú y yo alguna vez. Precioso todo, magnífico,
maravilloso. ¿Es verdad, Clarita, dime, cuéntame que cuando yo me fui a la
madrugada ya casi de día, vosotros…?
—¿No reparas en el color rosado, nacarado de aquellos picachos lejanos de la
sierra?

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—¿Es cierto que Rodrigo y Asunción tuvieron que ir a la Comisaría? Me habló
no sé quién de esto. Yo, al día siguiente, salí de Madrid.
—Ya llegamos a Burgos. Verás cómo van a asomar por entre la arboleda las dos
agujas de las torres de la Catedral…
—Sí, Clarita, sí; preciosas torres; todo este campo es fino y elegante. Un campo
elegante con suaves ondulaciones, con macizos gráciles de álamos. ¿Tú no has vuelto
a ver a Rodrigo, a Antonio, a Pepe? Sí, es natural; los habrás vuelto a ver. Yo, no. He
estado mucho tiempo fuera de España. ¡Qué sorpresa, Clarita, qué sorpresa!
¡Encontrarte en este pasillo del sleeping contemplando el paisaje! Yo he corrido
mucho por Europa. ¡Y siempre la he querido, la simpática Clarita, tan guapa, tan
hechicera!
—¡Ya se ven allá las torres de la Catedral! La luz se filtra por el calado de la
piedra; la piedra parece encaje.
—Oye; supongo que ahora no nos vamos a separar así como así. No, no; yo no te
dejo marchar sola. Pero contéstame…
—¡Burgos! ¡Burgos! Ya entramos en la estación de Burgos. Dentro de un
momento, cuando el tren reanuda la marcha, si fuéramos al otro lado, veríamos la
Cartuja de Miraflores.
—Sí, muchas veces la he visto… Preciosa. ¿Quién me había de decir que había de
encontrar a Clarita en este pasillo del sleeping? Vaya, vaya… Pero bien, querida
Clara; contéstame, infórmame, dame noticias de tu preciosísima persona. Viajas; ya
lo veo. Pero ¿con quién viajas? Porque sola no vas.
—Un momento, un momento. ¡Oigo ruido en mi cabina! ¿Se habrá levantado ya?
—¿Quién? ¿Con quién vienes en la cabina? Vamos, sé franca. ¿Con Rodrigo, o
Pepe, o algún otro amigo?
—Con mi marido.
—¿Con tu marido? Bromas, no, Clarita.
—Con mi marido.
—¿Tú casada?
—Casada.
—¿De veras?
—Recién casada.
—¿Muy reciente?
—De ayer.
—¡Caramba! ¿Y este viaje…?
—Mi viaje de bodas… Lástima que no podamos ver la Cartuja. ¡Es tan bonita!
—Pero bueno, Clara, amiga mía; yo no puedo creer… Me dejas estupefacto,
patidifuso… La Cartuja, preciosa. Pero ¿y tu marido?
—Un momento, un momento… Voy al tocador a arreglarme un poco. Oigo ruido
en mi cabina. Mi marido debe haberse levantado.

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—¿Me permite usted, señor?
—Con mucho gusto, señor.
—Estos pasillos…
—Tan estrechos…
—¡Manolo!
—¡Rafael!
—Pero, chico, ¡quién había de decir!
—¡Encontrarnos ahora en el pasillo de un sleeping!
—¡Y después de tantos años en que no nos habíamos visto!
—¿Qué es de tu vida?
—¿Y de la tuya?
—Ya lo ves, en el tren.
—Y yo también; ya lo estás viendo.
—Vaya, vaya…
—Caramba, caramba…
—Pues, señor bien.
—Bueno, bueno.
—¡Qué alegría, chico!
—Sí, ¡qué alegría!
—¡Qué demonio de casualidades!
—¡Qué azar más dichoso!
—Cuéntame, cuéntame…
—Háblame de tu vida, Manolo.
—Ya ves, Rafael; éste es el mundo.
—Vaya, vaya…
—Caramba, caramba…
—Y tú…
—Y yo…
—Bueno, hombre, bueno.
—Así es la vida, chico.
—Lo menos hace veinte años que no nos habíamos visto.
—Sí; quince o veinte.
—Yo me acuerdo de todos los compañeros de colegio.
—¡Cuando éramos niños! El colegio… Yo también me acuerdo de todos.
—¿Te acuerdas, Manolo, del horror que tenía yo entonces ya al matrimonio?
—¿No me he de acordar, Rafael?
—Después, durante toda la vida, he continuado con aquella antipatía.
—Siempre, siempre has sentido tú una profunda desconfianza hacia las mujeres.
—¡Figúrate tú, querido Manolo! Conozco el género perfectamente.
—¡Ah, sí, sí, Rafael! Conoces bien el eterno femenino.
—He corrido mucho mundo, Manolo.

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—Claro, Rafael. ¡La que te engañara a ti!
—¡La que me engañara a mí bien podía decir que era una maestra de punta!
—De punta; exacto.
—¡Que práctica he tenido yo, querido Manolo, de las mujeres!
—¡Te has dedicado a eso! Es natural.
—Pocos hombres habrá habido que las conozcan como yo…
—¿Y ya te has retirado?
—¡Llegó mi hora! He encontrado una mujer única, admirable…
—¡Qué bonito paisaje, Rafael! Esta campiña de Álava es preciosa.
—He encontrado, sí, una mujer única, maravillosa.
—Mira, mira, Rafael, cómo la luz matinal baña los lejanos picachos de los
montes.
—Y, claro, ya en la edad crítica de la vida y habiendo encontrado esta mujer
ideal…
—¿Y aquel grupo de álamos que se perfila en el horizonte?
—Precioso; muy bonito… Como te decía, encontré, después de correr mucho
mundo, una mujer encantadora, toda ingenuidad…
—Dentro de un momento llegaremos a Miranda. El Ebro, tan ancho, tan
sosegado, en esta hora de la mañana, parece que…
—Sí, querido Manolo, sí; estoy satisfecho, plenamente satisfecho… Un hombre
como yo, conocedor de todas las marrullerías femeninas, era seguro que, al fin,
buscando mucho, había de encontrar una mujer digna, ingenua…
—Después, pasado Miranda, entramos en tierra de Álava… ¡Qué campiña tan
suave y grata! El campo alavés es una mezcla del campo castellano y del vasco.
—Una mezcla, sí; precioso, pintoresco… Y este es mi viaje de bodas, Manolo. Te
presentaré ahora a mi mujer. Debía de estar aquí, en el pasillo. Se habrá ido al
lavabo… ¡Un encanto de viaje!
—La llanura se extiende suave, con ligeras ondulaciones. El árbol, ¿verdad,
Rafael?, tiene aquí un encanto que no tiene en las campiñas muy pobladas.
—Se dan tumbos en la vida, querido Manolo; rueda uno de una parte a otra; trata
uno con mil mujeres de todas clases; conoce uno sus engaños, sus maulas; pero, al
fin, chico, se encuentra lo que uno necesita… una mujer candorosa, sencilla,
confiada…
—Confiada, sí, confiada, querido Rafael. ¡Qué bonito paisaje éste de la tierra
alavesa!
—Por allí viene mi mujer. Te la presentaré… Clarita, mi amigo Manolo Bazán.
—Mucho gusto, señor.
—Señora, el gusto es mío.

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ESTUDIOS HISTÓRICOS

G REGORIO PINO —el gran novelista— estruja el periódico nerviosamente, lo tira


con ímpetu sobre la mesa próxima y le dice a su secretario:
—Oiga usted, Aleas; pocas bromas, si no, me pongo serio. Ni un número más de
este periódico; lo odio; no quiero verlo.
Gregorio Pino habla en tono afectadamente severo; Aleas, el secretario, se echa a
reír:
—¡Ja, ja, ja! Perdone usted, querido maestro; no lo haré más; no verá ni un
número más de este periódico.
El gran novelista deja su tono de severidad fingida y dice llanamente:
—No, si a mí «La Hora Matinal» me gusta; es un excelente periódico; está bien
hecho, tiene buena información. Y no hay en él artículos pedantes. Pero…
—¡Ja, ja! —replica, atajando, el secretario—. ¡Ja, ja! Pero Clemente Liotel…
—Exactamente; eso es —interrumpe el maestro—. Clemente Liotel; me estomaga
ese hombre; no le puedo sufrir.
—Y por no sufrirlo, ¿no quiere usted leer el periódico?
—¡Y lo siento vivamente! No puedo; no puedo. Todos los días, en primera plana,
esa nota de Liotel, ese breve artículo de ese señor, me crispa los nervios.
—¿Y por qué, querido maestro? ¡Pues a mí me gusta Liotel!
—¿Que le gusta a usted Liotel? ¡Qué enormidad! No lo creo.
—Tiene un fondo grande de buen sentido.
—¿De buen sentido? ¡Qué horror! En ese breve artículo de todos los días… ¿No
se titula genéricamente «A la torera»? Sí, «A la torera». Pues Clemente Liotel se salta
en esa nota diaria, se salta a la torera, todo lo más fino, lo más delicado, lo más
original del ingenio humano. No hay gran escritor original, rebelde, que no sea
escarnecido por Clemente Liotel. ¿Y le llama usted a eso buen sentido?
—No, no; lo que a mí me gusta es su equilibrio, su serenidad, su ponderación.
—¡Alegría, albarderos, que se quema el bálago! ¿Se ha vuelto usted loco, Aleas?
Vamos, usted habla en broma, por oírme a mí.
—Hablo en serio, querido maestro.
—Pues hablemos en serio. El buen sentido de Clemente Liotel me fastidia, me
encocora, me exaspera. Y siento no poder leer por ese señor «La Hora Matinal»;
porque el periódico me gusta.
—Lea usted sólo el periódico; es decir, todo el periódico, con excepción del
artículo de Clemente Liotel.
—Lo he intentado, y no puedo. No puedo sufrir ni la sola vista del artículo sin
leerlo.
—Entonces, querido maestro, ¿qué vamos a hacer?

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—No vamos a hacer nada; usted, cuando venga el correo, todas las mañanas,
quita usted del paquete de cartas y periódicos «La Hora Matinal»…, y en paz.
—Yo no quiero privarle a usted de ese periódico.
—¡Pues invente usted algo!
—¡Ya está inventado!
—¿Qué?
—Yo soy la censura; yo cojo unas tijeritas, y con ellas, tras, tras, tras, corto el
artículo de Clemente Liotel.
—¡Hombre! ¡Viva la censura!
—¿Hecho?
—Y con los recortes de los artículos de Clemente Liotel, ¿qué hace usted?
—Pues, sencillamente, una colección para mi uso particular. Como a mí me gusta
Liotel…
—¡Ja, ja, ja!
—No se ría usted… Como a mí me gusta Liotel, pues voy pegando en unos
cuadernitos sus artículos y los guardo.
—¿Para la posteridad?
—Para mis hijos.
—¿Para infundirles la tontería suprema, es decir, el buen sentido de Liotel?
—Para que… hagan con ellos lo que quieran.
—¡Ja, ja, ja! ¡Bravo, Aleas!
—Ni más ni menos, querido maestro.

El director del Instituto de Investigaciones Históricas está en su despacho.


Llaman a la puerta.
El director grita: «¡Adelante!», y entra, pasito, silencioso, Eduardo Madera.
Madera es uno de los alumnos más brillantes del Instituto.
—Querido maestro —dice Madera—, salgo mañana para Pedrel.
—¿Se decide usted, al fin, a ir?
—Creo que debo ir; es preciso; no creo que dé grandes resultados la visita; pero
después de todo, me empapo del medio ambiente en que Gregorio Pino escribió las
mejores de sus novelas. Pedrel me han dicho que es bonito.
—Un pueblecito levantino… El libro de usted sobre Gregorio Pino está bien; he
leído con mucho gusto el manuscrito; es cosa, a mi parecer, definitiva sobre el gran
novelista…
—Gracias, querido maestro…
—No, no; ya saben ustedes que no me gusta lisonjear. El libro está bien; ahora
usted dice que desea conocer el ambiente en que Pino escribió sus mejores novelas, y
yo asiento a ese deseo. La historia, la crítica literaria no deben ser una cosa seca,
abstracta. La filología está bien acompañada del arte, de la sensibilidad. Sí, querido

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Madera, vaya usted a ese pueblecito levantino; visite usted la casa en que Gregorio
Pino escribió tantos libros; contemple usted el paisaje que él contemplaba desde
aquella casa…, y escriba usted un nuevo capítulo en su libro.
—Un nuevo capítulo en que hablaré de las influencias físicas, de ambiente
material, en la obra de Pino.
—Ése es el camino, complete usted así su libro.
—Gracias por todo, querido maestro. Y hasta la vuelta.
—Adiós, hasta la vuelta.

La casa de Gregorio Pino en el pueblecito levantino, en Pedrel, se levantaba en


una callejita cercana la plaza. La fachada tenía un largo balcón de forja que corría
todo a lo largo, de extremo a extremo; arriba, debajo del ancho alero, se abrían unas
ventanitas estrechas cerradas con tela metálica. Detrás del caserón se extendía un
ancho huerto; las ventanas del despacho de Gregorio Pino daban a ese vergel.
Cubrían casi los vanos enredaderas y parras de anchas hojas; en el verano, en los días
calientes, una grata luz verde —penumbrosa, vaga— se filtraba por el tupido follaje e
iluminaba la estancia. En la ancha plaza, tres grandes caños dejaban caer en un tazón
de mármol rojo una agua cristalina. No se veía la fuente desde la casa del novelista;
pero en la noche, en el silencio profundo de la noche, un leve murmurio, continuado,
casi musical, llegaba hasta el fondo de la alcoba en que dormía Pino. Tres o cuatro
meses del año los pasaba el gran novelista en este retiro levantino. El zaguán de la
casa era vasto, empedrado de menudos guijos; las estancias estaban encaladas de cal
nítida; viejas litografías pendían acá y allá en los muros blancos. En los cajones de las
cómodas, de las consolas, se veían, revueltos, papeles amarillentos, cintas de seda,
redecillas para el pelo, algún daguerrotipo pálido. Julio, agosto, septiembre y octubre
transcurrían en esta casa, para el gran novelista, henchidos de paz, de sosiego, de
meditación profunda y voluptuosa. Siempre, hasta el día de su muerte, llevó Pino en
sus ojos, en su espíritu, la imagen de las ventanitas alambradas debajo del alero, los
guijos blancos del ancho zaguán y la luz verdosa, difusa, fría, que se filtraba a través
del pomposo emparrado.

La emoción de Eduardo Madera al entrar en la casa de Gregorio Pino fue intensa.


La casa había estado cerrada desde la muerte del novelista; hacía diez años. Las
puertas rechinaban, gemían débilmente al ser abiertas; en los cajones de las cómodas
se veían los mismos daguerrotipos, las mismas cintas, los mismos papeles
amarillentos de antaño. Lentamente, Madera, el fino erudito, y su acompañante, iban
recorriendo salas y pasillos. Todo lo iba anotando en su memoria Madera; a veces, en
un cuadernito tomaba unas notas. Y desde el sobrado, desde la parte que daba al
valle, contempló el joven filólogo, durante largo rato, el paisaje que tantas veces
contemplara el gran novelista. El sobrado estaba lleno de trastos viejos. ¿Habría allí

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algún cuadro viejo? No podemos separar de la imaginación, cuando visitamos un
desván, la idea de encontrar un Greco, un Murillo o un Velázquez desconocido. Pero
allí no había cuadros olvidados; era absurdo pensar en ello; pero de pronto… Eduardo
Madera había abierto un ancho tomo en folio. Lo tenía entre sus manos e iba pasando
las hojas; era un tomo de la colección de «La Hora Matinal». Y en este periódico —
¡cosa rara!— había sido recortado, en todos sus números, un artículo; se veía en todos
el claro dejado, cuidadosamente, por las tijeras. ¿A qué podían obedecer tales cortes?
Luego, rebuscando entre los trastos del desván, aparecieron muchos cuadernitos en
que habían pegados unos articulitos. Los artículos de estos cuadernitos correspondían
a los cortados en el periódico. El hecho era curioso, singular. Con un cuadernito entre
las manos, un cuadernito formado por artículos de Clemente Liotel, el fino erudito
permanecía absorto, meditativo.

El libro de Eduardo Madera, «Gregorio Pino (1850-1912)», es lo más serio, lo


más escrupuloso, lo más fino que se ha escrito sobre el gran novelista. Y lo
verdaderamente notable en él es la parte dedicada a las influencias; a las influencias
ejercidas por diversos escritores sobre Gregorio Pino. ¿Creerá nadie que un escritor
como Clemente Liotel ha influido tanto sobre el gran novelista? El caso no es nuevo;
sabido es que escritores mediocres pueden influir en espíritus selectísimos. Eduardo
Madera demuestra en su libro —tan documentado— que Clemente Liotel ha influido
hondamente en Gregorio Pino. Tres de las principales novelas de Pino van fechadas
en Pedrel; en ese pueblecito levantino las escribió el maestro. «La corneja en la torre»
lleva la fecha de 1897; «El viñador», la de 1900, y «Lluvia cernida», la de 1902. Pues
bien; a lo largo de cincuenta páginas de su libro, Eduardo Madera muestra a dos
columnas las afinidades, semejanzas y paralelismos, de frases recogidas en esas tres
novelas y otras frases sacadas de los cuadernitos de artículos de Liotel encontrados en
el desván. Es absurdo; pero no podemos negar la evidencia. Gregorio Pino, tan
delicado, tan selecto, se complacía en leer a Clemente Liotel, tan tosco y grosero. Y
no sólo se complacía en esa lectura, sino que llegaba a guardar, recortados
cuidadosamente, sus artículos en cuadernitos, con objeto de no perderlos y tenerlos
siempre a la vista. Y las concomitancias de frases expuestas por Madera en su libro
no dejan duda de esa extraña predilección. Los métodos modernos, en la Historia y en
la Filología, nos pueden procurar perfecta exactitud.

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LA CAMA

D ON Mateo era un hombre de mediana edad; estaba en la frontera crítica que


separa la juventud de la vejez; era todavía joven —se conservaba bien—, y
era, a la par, ya viejo. Había leído mucho, al azar, sin plan ni concierto; había viajado
también bastante. Y lo que él estimaba más, lo que era para él un precioso recuerdo,
lo que le había dado una profunda, aguda, reposada, serena experiencia: había tenido,
a lo largo de sus años mozos, un continuado trato —recatado, secreto, voluptuoso—
con la bella mitad del género humano. Al llegar a los linderos de la vejez, don Mateo
se sentía satisfecho; sus sentidos —voraces antes de intelectualismos y de sensualidad
fina, delicada—, sus sentidos también estaban tranquilos, ahítos. Y se hallaba ahora
don Mateo como un viajero, un paseante, un excursionista que, después de haber
andado mucho por un bello país, por entre frondas y vergeles, se sienta, sin haber
llegado a la fatiga, al borde del camino.
¿Había sido rico don Mateo? No le faltó fortuna; la necesitó para llevar la vida
sosegada y voluptuosa que él llevara. Pero ya no necesitaba tanto dinero como antes.
Los negocios, sus asuntos propios, tampoco iban muy bien. Un poco imaginativo,
don Mateo gastaba de su dinero y no reparaba en cuentas, ni tenía memoria de los
ingresos y las expensas. Y ¿qué hacía ahora el buen caballero? No lo sabía él mismo;
últimamente había sufrido un serio revés en su hacienda. Había tenido que vender dos
o tres fincas —casas y predios rústicos—; de su menaje en la ciudad, de muchos
muebles preciosos, ricos, antiguos, también había tenido que desprenderse. Y ahora le
gustaba más su casa: le gustaba más vivir, pasar las horas, meditar, absorto,
ensimismado, en este cuartito de paredes lisas, blancas, sin cuadros, sin cachivaches
preciosos. De su antigua biblioteca había conservado unos cuantos libros curiosos. Y
al presente, que los paisajes, los monumentos —los tiránicos monumentos que se
llevan en las viejas ciudades todo el tiempo y toda la atención del viajero—; al
presente, repito, que ni los monumentos, ni el paisaje, ni los pueblos históricos le
atraían tanto como en su mocedad, él se refugiaba, con sus libros y con las revistas
que iba leyendo, en el contraste de las puras ideas, en su juego, en sus cambios, en
sus mutaciones, en el desplegarse y replegarse, en fin, a lo largo del tiempo y del
espacio, de la prístina e inmortal inteligencia.
Y pensando, pensando, en su cuartito blanco, fue recogiéndose sobre sí mismo,
estudiándose, observándose. Cuando se llega a cierta edad —la edad de don Mateo—,
muchas cosas que entreveíamos antes confusamente, con vaguedad, en la penumbra,
salen violentamente de la sombra indecisa en que reposaban y aparecen bañadas por
la plena luz. Del mundo tangible y visible se esfuman detalles, pormenores, rasgos
antes perceptibles para nosotros, y, en cambio, todo un mundo espiritual que antes
presentíamos acaso, pero que no veíamos se pone patente a nuestros ojos. De su

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antiguo esplendor, resto de los trastos antiguos y de los cachivaches preciosos, don
Mateo había conservado una cama; era una cama tradicional en la familia; una cama
suntuosa, antigua, puro siglo XVII, en que habían nacido y habían muerto tatarabuelos,
bisabuelos, abuelos, padres. Los nacimientos no le importaban gran cosa a don
Mateo; él ya había nacido, naturalmente, y nadie podía hacer que lo hecho ya no
tuviera efectividad. Pero todas las muertes sí le inquietaban un poco. En la alcoba
desnuda, toda enlucida de blanco, resaltaba la fastuosidad monumental de la cama: de
la cama ancestral y centenaria. Se acostaba todas las noches en ella don Mateo y no
pensaba en nada. Todavía no pensaba en nada; pero en la remota lejanía del horizonte
ya se estaba formando —ignorada de don Mateo— una terrible nebulosa.
Un día un amigo, a quien don Mateo enseñaba la cama, después de un momento
de admiración y de silencio, dijo: «En esta cama morirá usted». El caballero sonrió;
siempre sonreímos, un poco forzadamente, con violencia, cuando, con capa de
burlería afectuosa, se nos dice una cosa terrible. Pero, por lo pronto, don Mateo no
dio importancia a la frase.

Y a la mañana siguiente, al levantarse de la cama, la idea, de pronto, como si


fuera de luz, surgía en su cerebro. Todavía este pensamiento era a modo de un fulgor
tenue; pero el pensamiento —el pensamiento de morir en la cama familiar— estaba
allí. Pasaron varios días; poco a poco, sin querer pensar en ello, volvía don Mateo a
pensar en el hecho probable; probable y angustioso. No podía ya, algunas semanas
después, separar de su cerebro el buen caballero esta idea fatal. Sí; él había de morir,
un día u otro, mañana o el año próximo, en aquella cama, en la cama en que habían
muerto tantos antecesores suyos y en que él se acostaba, tan tranquilo, todas las
noches. ¿Tan tranquilo? Ya su sueño, su reposar con la imaginación despierta, en el
lecho monumental, no era tan sosegado. Y no tenía otro en la casa; la casa se hallaba
—desde el desastre pasado— casi desmantelada. Y don Mateo trataba de sonreír de sí
mismo, de tranquilizarse, de ponerse ejemplos, cogidos en la historia, de estoicismo,
de despreocupación, de suprema indiferencia. Y no lo lograba: la meditación
continuada, su replegarse sobre sí mismo, su desasirse del mundo exterior para
prenderse al mundo espiritual le habían ido acercando a la idea del misterio, a la
persuasión de que fuerzas terribles, poderosas, que no conocemos, nos cercan,
oprimen y rodean. ¿Quién podrá jactarse de conocer todo el misterio del mundo y de
las cosas? La ciencia, continuamente, a lo largo de los siglos, va descubriendo
elementos nuevos, potentes, que antes no conocíamos y que ahora utilizamos; esas
fuerzas, esos elementos, esos factores no son, claro está, todo el misterio, no
representan toda la vastedad de lo desconocido. Son simplemente indicios —e
indicios ligerísimos— de lo que actúa, en torno a nosotros y nosotros no podemos
todavía ver, sentir, tocar, utilizar. ¿Y quién nos dice que muchos detalles, incidencias
y pormenores de la vida corriente, lo que llamamos agüeros, por ejemplo, no son

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como enlaces y entronques visibles con el mundo misterioso e invisible? Y don
Mateo comenzó a preocuparse de esas señales misteriosas que surgen todos los días,
a todas horas, a nuestro paso por la vida. Y esas señales son —no ría el lector; es cosa
seria—, y esas señales son saleros derribados, arañas en espejos, aullidos de perros…
Entre todas esas señales, una cosa había notado don Mateo que descollaba, en su
vida, por encima de todas; no en su mocedad, porque entonces no le preocupaban
estos detalles, sino en su edad madura, cuando comenzara a dar importancia a esos
agüeros, don Mateo había venido observando que lo más terrible y cierto para él era
el oír rodar, en la calle, marchando a impulsos de los puntapiés recibidos, una lata
vacía. Siempre que, en vísperas de un negocio o de algo importante o decisivo, en
vísperas o la misma mañana, había sonado en la calle el ruido desigual y estrepitoso
de una caja o frasco de lata, hecho andar a puntapiés, el negocio había sido desastroso
para el caballero; lo esperado por don Mateo había sido un verdadero fracaso.

No hubo más remedio; fue cosa dolorosa; pero era fatal e irremediable. Don
Mateo, tras muchas indecisiones, tras una larga lucha íntima, vendió la cama
histórica. Ya no dormiría él en aquella cama; ya también no moriría él en aquel lecho
fastuoso y familiar. ¡Había vendido tantas cosas antiguas, preciosas, que ya, después
de meditar mucho no le importaba desprenderse de ésta! La venta estaba hecha; un
famoso anticuario se llevó un día la cama.
Pasaron meses, años tal vez. Un día don Mateo fue invitado por un amigo de
provincia. Había venido a Madrid a pasar una temporada este amigo, y, al marcharse,
se llevó con él a don Mateo. Se detendrían primero —viajaban en automóvil— en una
casa de campo del amigo, y luego irían a la ciudad.
Ya están don Mateo y su amigo en la casa de campo. La casa es espléndida,
cómoda, limpia. Son los días de mediados de otoño. No se sentía muy bien en Madrid
nuestro caballero, y ha querido entonarse un poco dándose este descanso. Todo el día
lo han pasado al aire libre los dos amigos. Por la noche, después de la cena, un criado
acompaña a don Mateo a su habitación. Marchan por un largo pasillo; de pronto se
escucha en un patio el ruidito de una lata que es llevada a puntapiés por el suelo…
Sonríe don Mateo; en otra ocasión el ruidito —su agüero predilecto— le hubiera
preocupado; aquí, en la casa de campo, lejos de la ciudad, no puede temer nada.
Y al penetrar en la estancia, de pronto, en poco está que no dé un grito; allí, en un
ángulo, fastuosa, monumental, está su cama, la cama vendida por él a un anticuario.
Toda la habitación está alhajada con primorosos muebles antiguos. Don Mateo se ha
estremecido todo, hondamente; no, no; él no dormirá en esta cama; una noche pronto
se pasa; la pasará en vela, leyendo; hará todo lo posible por no tenderse en este lecho.

—¿Qué dice usted, doctor?

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—Digo que, sin duda, la mala noche pasada, aquella noche que don Mateo pasó
en vela, fue el origen de su muerte…
—¿Y usted cree que una noche en vela puede matar a alguien?
—Entendámonos; don Mateo estaba ya enfermo; él no quiso acostarse en toda la
noche; después salió también al campo, a la madrugada, aburrido y cansado de estar
en el cuarto despierto tantas horas… Y tal vez ese paseo por el campo fue el que
realmente le hizo agravarse en sus achaques… y morir después.
—¡Es raro!
—Sí, es raro; no murió en la cama, pero la cama fue la causa, por lo menos
inmediata, de su muerte.

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ATROPOS

N O SE sabe ni de qué color son las paredes de esta sala, ni dónde está esta
estancia, ni si es ancha o es angosta. Las leyes de la física se hallan aquí
abolidas. No podemos imaginar verticalidad en los muros, ni fondo en el techo, ni
resistencia en el piso. Todo fluctúa y ondula. Parecen a ratos las paredes de color
azul, azul con rutilantes estrellas; semejan a ratos negras como profundas tinieblas.
Hay silencio y hay, al propio tiempo, un rumor melodioso. Sentimos percepción de
eternidad y a la par los minutos —en un reloj invisible— pasan vertiginosos.
Bosques, cielos, mares, montañas, todo está confuso en nuestra mente cuando nos
esforzamos por imaginar este lugar. Una confusión terrible de todo lo humano y lo
divino se nos aparece en esta estancia. De pronto columbramos una perspectiva de
luz —luz increada—, y repentinamente surgen llamaradas formidables. Se oyen
gritos angustiosos y suena una música deliciosa. Las tres habitadoras de esta morada
—no hay más que tres— parecen viejas y son jóvenes. No, no; son, en efecto, viejas.
No, no; son, sí, jóvenes. Nos atraen y nos repelen. Son graciosas, placientes, y
horrendas, repulsivas. Una tiene en la mano un huso, otra sostiene un hilo, la tercera
muestra unas tijeritas. La primera se llama Cloto; la segunda, Laquesis; la tercera,
Atropos.
¿Qué existe fuera de estas paredes? Se oye repentinamente en el jardín ruido de
pasos; suena una carcajada. Las tres moradoras de la estancia misteriosa se miran. Sí;
alguien ha penetrado en la casa. (¿Es esto casa?) Se oyen pasos allá fuera, en el
jardín; de nuevo suena una carcajada. En la puerta —¿hay aquí puertas?— ha
aparecido un hombre.
—¿Es éste el hombre a quien tú has perdonado la vida? —le pregunta Cloto a
Atropos.
—Sí, sí; le he perdonado la vida —contesta la interpelada.
Y Laquesis pregunta también:
—¿Ha querido suicidarse y tú le has salvado?
—Le he salvado, sí —responde Atropos—. Es un poeta.
El hombre se ha detenido un momento en el umbral. Tenía la cara pálida; de la
sien derecha descendía un hilito de sangre. Las tres moradoras de la sala le
contemplaban en silencio; el intruso ha avanzado despacio hacia las bellas —bellas o
feas— señoras. Atropos le ha perdonado la vida a este poeta. ¿Estará enamorada de
él? En un instante brevísimo, decisivo, terrible, la bella Parca ha tenido piedad de este
poeta. Las tres damas —¿damas o arpías?— charlan con él; en los ojos de Atropos
brilla un fulgor desconocido. Sus manos manejan nerviosas, febriles, las tijeritas de
oro. Con estas tijeritas, a punto de cortar la vida del poeta, ella no ha querido cortarla.

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Ya iba a apretar las tijeritas para que se cerraran, cuando, pensativa, emocionada, se
ha detenido.

Pablo Mansilla, el poeta, se halla sentado en su cuarto de trabajo. Está un poco


pálido; siente una profunda desgana de todo. En su casa, los seres queridos que le
rodean, deudos y amigos, no saben lo que hacer para llevar consuelo a su espíritu. Y
él tampoco, en realidad, sabe lo que le sucede. Su obra literaria está ya realizada;
antes deseaba cosas, honores, distinciones; ya no desea nada. Cada deseo satisfecho
era para él un espectáculo nuevo: espectáculo de las mujeres, de la política, de los
viajes. Ahora ya no tiene deseos. No tener deseos es lo más terrible de todo. En el
transcurrir de las horas, el poeta hunde su imaginación en el tiempo. El concepto de
duración ha adquirido en él —en toda su sensibilidad— una agudeza morbosa. Lejos
del trato humano, para Mansilla el goce supremo, el único goce que le queda es la
percepción del tiempo. Quisiera detener el minuto presente. Todo es pretérito; no hay
nada presente; el segundo que estamos viviendo es ya pasado. Pablo Mansilla lo sabe,
y se aferra desesperadamente, con angustia y voluptuosidad íntimas, a los minutos, a
los segundos que va sintiendo.
En la casa, la mujer del poeta está profundamente contristada; hace esfuerzos por
ocultar su melancolía; pero el poeta, con visión honda y certera, le coge las manos,
las tiene apretadas entre las suyas y la mira, en silencio, intensamente a los ojos. Este
minuto, en que Pablo Mansilla tiene cogidas entre las suyas, apretadas, suavemente
apretadas, las manos finas y blancas de su compañera, ya no lo volverá a vivir él. Y
tal vez, si los ensueños pitagóricos son ciertos, en la sucesión del tiempo, en la
corriente de millones y millones de siglos, otro ser, otro Mansilla —y miles de
Mansillas— volverá a tener entre sus manos las manos finas y blancas de una esposa;
pero esos otros Mansillas, miles de Mansillas que realicen este mismo gesto de ahora,
no tendrán conciencia de haber vivido antes, y será como si no existieran. En esa
sensación de los espectáculos de la materia, en esa congregación de los átomos en la
misma disposición de antes, ¿sabe el poeta Mansilla si se ha dado ya, y cuántas veces,
este momento de ahora? Puede darse en lo futuro, sí; pero puede haberse dado ya
millares y millares de veces en lo pretérito.

—¿Usted no lo sabía? —le pregunta el doctor Perales a la mujer del poeta.


La revelación del hecho trágico es indispensable. El doctor, amigo del poeta, ha
de enterar a la esposa de Pablo Mansilla.
—¿Usted no lo sabía? —dice el doctor Perales.
Es terrible y es necesario. Todos en la casa se preocupan hondamente del estado
del poeta. El doctor y la mujer de Mansilla luchan por salvar a éste del marasmo
dolorido en que se encuentra.

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—Perdone usted; yo no he creído que debía revelar a usted ese secreto. Fue
durante un viaje por América…
El doctor se detiene un momento. La mujer del poeta le mira ansiosamente.
—Fue durante un viaje por América. No fue un accidente, no. Fue un suicidio.
Estuvo el pobre Pablo a punto de morir. Y él cree haber tenido una visión, una visión
rara, extraña, en esas horas en que estuvo entre la vida y la muerte. Dice Pablo que
fue como si entrara en la morada de las Parcas; las vió a las tres; estuvo hablando con
ellas, y eran hermosas… ¿Qué dirá usted que sucedió?
El doctor se ha detenido otra vez. La señora, pálida, angustiada, permanece en
silencio.
—Pues me ha contado Pablo muchas veces que experimentaba la sensación de
que una de las Parcas, la de las tijeritas, Atropos, se enamoraba de él; esa Parca era
quien le había salvado la vida; pero ese amor era a condición…

—Querido doctor; yo sonrío, sonrío tristemente —le dice el poeta al doctor


Perales—. Sonrío tristemente porque comprendo que esto que pienso es francamente
absurdo.
—No, Pablo, no; habla, dime con franqueza lo que piensas, lo que sientes —se
apresura el doctor a decirle.
—Es absurdo y, sin embargo, no puedo apartarlo de mi imaginación; es decir, no
pienso en ello; pero es como si toda mi sensibilidad, sin pensar en nada el cerebro, sin
quererlo, estuviera empapada, infiltrada de esa idea. Sí; yo tengo un pacto con una de
las Parcas: esa Parca es Atropos, la de las tijeritas. Yo las he visto a las tres; una de
ellas se ha enamorado de mí. Y el pacto es éste: cuanto yo más sienta, perciba, sienta
la vida, tanto más cerca de mí estará esa Parca. Cuanto yo más sienta la vida, tanto
más infiel seré a esa parca que me ha salvado de la muerte y que está enamorada de
mí. ¿Comprende usted?
—Comprendo —ha contestado el doctor.
—Todo esto, si usted quiere, es un símbolo; usted sabe que yo no he perdido la
razón; todo esto puede ser un símbolo representativo de un estado de espíritu… El
pacto es ése; yo no puedo faltar a él, y, por otra parte, yo no puedo cumplirlo. Y no
puedo cumplirlo porque para mí la percepción del tiempo es la percepción de los
matices de las cosas, y esa percepción del tiempo, es decir, el sentido de duración, es
el único goce que yo encuentro en el mundo. Atropos me dice: «No te detengas en el
goce del minuto que pasa; detenerse en la percepción del tiempo es renunciar al
torbellino del mundo; la meditación es enemiga de la acción. Lánzate al mundo,
lánzate a la acción; no sientas el tiempo, no te detengas en los matices de las cosas.
Cuanto más te acerques a la esencia eterna del mundo, tanto más te alejarás de mí. Y
el día que me seas infiel, ese día yo cortaré con mis tijeritas de oro el hilo de tu vida.»
Y yo, doctor, medito en esas palabras. ¿Comprende usted?

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—No comprendo muy bien; pero veo el estado en que te encuentras —replica el
doctor.
—¡Ah, el trágico, irreductible conflicto! —exclama el poeta—. ¿No comprende
usted? Sí, sí, comprenda. La acción para mí es la negación de todo. No puedo
lanzarme a la acción y estar ciego ante la esencia de las cosas. Y sin negar yo mismo
la vida, no puedo al mismo tiempo tener la vida. No la tengo, porque al mismo
tiempo en que yo busco la esencia de las cosas, la vida profunda del mundo, cometo
una infidelidad para mi enamorada… Y mi enamorada no me da la vida sino a
cambio de esa negación de la vida que yo practique.

¿Un símbolo? ¿Una realidad? En la morada misteriosa, en donde no se sabe


dónde se está, ni lo que es el espacio, ni el tiempo, han vuelto a resonar pasos allá en
el jardín; se ha escuchado una carcajada. De pronto ha aparecido en la puerta el poeta
Pablo Mansilla. Está un poco pálido. Se ha detenido en el umbral, y Atropos, la de las
tijeritas de oro, ha avanzado lentamente hacia él; pendía un hilo cortado en dos trozos
de las manos de Laquesis.

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CONSEJOS DE OVIDIO

(Fragmentos del «Libro verde de la ilustre casa de Fenollar», en


Nebreda.)

1850, 2 junio.— No sé dónde tengo la cabeza; estoy anonadado, nervioso,


inquietísimo. No sé cómo podré escribir en este estado. ¡Yo, el jefe de la familia de
Fenollar, tan antigua, suegro de Paquita la Castañera! ¡Y mi hijo Juanito casarse con
la Paquita! No puede ser. No puede continuar este estado de cosas. Todo anda de
cabeza en esta casa. La familia está revuelta, indignada. Tíos, hermanos, primos,
parientes lejanos, todos me amonestan, me exhortan, me increpan… ¡Yo no puedo
hacer más de lo que hago! He hablado en todos los tonos a Juanito; le he amenazado,
le he rogado, le he predicado no sé cuántas veces. Y él como si oyera llover…
Paquita le tiene hechizado; Juanito está atontilinado.
Y ahora, hace un momento, nos hemos reunido toda la familia en una asamblea
magna. No ha faltado nadie; han venido todos, hasta de muchas leguas de distancia.
El salón de arriba de la casa, el de los retratos, estaba lleno de tíos, tías, primos,
primas… Todos gritábamos; naturalmente, no se puede discutir de otro modo en
España. Todos vociferábamos; todos clamábamos contra la vergüenza, la indignidad,
la infamia que Juanito prepara a la familia. ¡El título de marqués de Fenollar llevado
por Paquita la Castañera! ¡Por Paquita, la hija de la Pepona y de Paco el Herrador! No
puede ser esto. Pero ¿qué solución dar al asunto? Juanito no escucha razones; su amor
es una violenta pasión. Nadie acertaba a dar una solución; todos gritaban,
vociferaban, chillaban. Y de pronto…
Y de pronto, Leandro, mi hermano Leandro, nos ha dicho que él tenía, sí, una
solución. Leandro es un erudito; tiene la manía de los libros; todo se lo gasta en
libros. Es absurdo que un miembro de la familia Fenollar haga esas cosas. Como
decía Beaumarchais, en una comedia que vi en París, «La madre culpable», «al paso
que vamos pronto no habrá medio de distinguir a un caballero de un sabio». Claro
que Beaumarchais lo decía en tono de sorna… Leandro debiera vivir de otro modo;
no leer tanto; considerar que un caballero como él no necesita andar de acá para allá
con tanto librote y tanto papelucho… Le hemos oído en silencio. Ha estado bien
Leandro. No, si tiene talento… ¡Si no tuviera esa manía de los libros! Leandro ha
dicho que él se encarga de apartar a Juanito de su funesta pasión. No nos ha querido
decir el secreto; pero como hablaba con tanta convicción, con tanto fuego…

3 junio.— Leandro ha estado conmigo un largo rato. Le he preguntado sobre su


secreto para remediar esta infamia de la familia. Me ha sido franco. Me ha dicho que
ya hace muchos siglos un poeta latino, Ovidio, dio soluciones para casos… como éste

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en su libro «Remedios de amor». Para apartar de la mente de un amador la idea de su
amada, es preciso ocupar al amador en otras cosas, en otro asunto, en otros lances.
Distrayendo la calenturienta imaginación, llevándola a otra parte, el amor se debilita,
decae, se desvanece, muere. Leandro va a encargarse de esta delicada operación
respecto a Juanito. Ovidio es digno de fe. Digo, me parece a mí. A menos que él y
Leandro sean unos ilusos. Todo podía ser.

6 junio.— Me dicen que Juanito y Leandro estuvieron anoche en la tiritimba del


Círculo de la Amistad. Juanito perdió quinientas pesetas. Dicen también que iba un
poco alegre. Por otra parte sé —tengo buenos espías— que estos días no ha entrado
Juanito en casa de la Paquita. Adelante; quinientas pesetas de pérdidas… Y ya daría
yo mil, cinco mil, diez mil para que Juanito no volviera a acordarse más de la hija de
la Pepona y de Paco el Herrador.

12 junio.— Juanito ha dado varios espectáculos… ¿Cómo lo diré? Varios


espectáculos poco edificantes. Le han visto ebrio en varios sitios de la ciudad. Ha
perdido en el Círculo diez o doce mil pesetas. A casa, me dice Dámaso, el criado, que
ha venido tambaleándose, de madrugada, varios días. No me gusta el giro que van
tomando las cosas. He consultado a Leandro. Diré, antes de que se me olvide, que
Paquita no ha vuelto a ser visitada por Juanito. Cosa es ésta excelente. Nadie creería
tal milagro. Milagro, sí, aunque por otro lado… ¿No habría medio de que Juanito
bebiera un poco menos? Claro, va borracho al Círculo; no sabe lo que hace; juega sin
tino ni cordura; le engañan… Y pierde; pero el dinero es lo de menos; lo importante
es este espectáculo que Juanito da de beodez pesada, profunda, lastimosa, en la
ciudad. Toda Nebreda está escandalizada.
Decía que he consultado con Leandro. Leandro sonríe; es decir, sonríe, pero está
también un poco receloso. Dice Leandro que Ovidio aconseja que, si se quiere olvidar
la pasión con el vino, se debe beber mucho y no poco. Bebiendo poco no se adelanta
nada. Y me ha citado Leandro los versos de Ovidio en latín. Decía el buen Leandro:

Aut nulla ebrietas…

Y muchos latines más. Y repetía y volvía a repetir:

Aut nulla ebrietas…

Es ése el pasaje en el que el poeta —¡dichoso poeta!— dice que se debe pimplar
copiosamente. Bueno; Juanito no ha vuelto a ver a Paquita la Castañera. Grave cosa
es la beodez; pero no es probable que sea marquesa consorte de Fenollar la hija de
Paco el Herrador.

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2 julio.— Los escándalos de Juanito continúan. Y continúan en aumento
deplorable. Se emborracha a todas horas; es decir, no deja ninguna hora de estar
borracho. Rompe espejos y cuadros en el Círculo; vocifera, grita por las calles. La
familia me ha llamado al orden. Yo soy el jefe de la ilustre casa de Fenollar. ¿Qué he
de contestar yo? El buen Leandro es simple. Sí; lo voy creyendo. ¡Valiente maula ese
Ovidio! Pero el caso es que Paquita la Castañera está olvidada. Ni una sola vez ha ido
a verla Juanito. ¡Gran cosa! No, no es tan candoroso y simplón como parece ese
Fulano Ovidio… Ahora que Juanito no deja de emborracharse. Y parece ser —lo dijo
Leandro— que es preciso libar mucho.

Aut nulla ebrietas…

10 julio.— El escándalo ha sido formidable. Gracias a que el alcalde de Nebreda


depende de mí y de que el jefe político de la provincia es mi íntimo amigo… No
puede ser esto, no podemos continuar así. ¿Está olvidada Paquita la Castañera? Sí, en
efecto; pero… ¿lo digo? ¿Digo mi pensamiento? ¿Me atrevo a decirlo? Sí; lo diré; es
doloroso decirlo. No tengo más remedio que decirlo. Allá va: esto es peor que lo otro.

20 julio.— No podía ser otra cosa. La familia —tíos, primos, parientes lejanos—
ha vuelto a reunirse en esta casa. Todos estábamos allá arriba, en el salón de los
retratos. Todos gritaban, vociferaban. ¡Y todos pedían que volviera Juanito a tener
relaciones con Paquita la Castañera! ¡Qué horror! ¡Qué vueltas da el mundo! Todos
pedían que Juanito reanudara sus relaciones con Paquita. Porque los escándalos que
ha dado mi querido hijo en Nebreda son peores, archipeores, mil veces peores que la
perspectiva de ver a la hija de la Pepona entroncada en la casa de Fenollar. Sí, sí; que
vuelva Juanito a casa de Paquita la Castañera. La necesidad es ley. No hay más
remedio. No se ha podido remediar la infamia. Leandro estaba avergonzado. ¡Anda
allá con Ovidio! ¡Vaya un tío! No sé lo que escribo; creo que ahora hablo yo como si
fuera ya el suegro de Paquita la Castañera.

20 agosto.— Se consumó la obra. El matrimonio de Juanito y Paquita es cosa


descontada. Mi hijo ha vuelto a su vida normal. Van corridas dos amonestaciones. He
hablado con Paquita. No, no; hay que ser justos. Es una muchacha inteligente, fina.
¡Y como guapa…! ¡Diablo! Una muchacha casi… ¡Qué horror! ¡Qué cosas iba a
escribir! Lo borraré después; borraré este pasaje del «Libro verde» de la casa.

20 septiembre.— Se casaron. Se marcharon. Son felices. Ella es guapísima,


encantadora, verdaderamente encantadora. ¿Cómo una gente plebeya puede tener una
hija así? Y ¡ay! he sabido que todo fue una farsa. Todo lo que hizo Juanito fue

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aconsejado por Paquita. No dejaron de verse ni un solo día. Juanito sobornó a mis
espías. Se veían en una casa de las afueras. ¡Y se reirían, seguramente de mí! ¡Y de
Leandro! ¡Y de Ovidio!
En fin; que están casados. Todo ha sido una farsa. Paquita le Castañera nos ha
dado la castaña; es decir, no nos la ha dado; ha sido más lista que todos nosotros. No
nos ha dado la castaña, porque realmente la muchacha es guapa, fina, con talento. ¡Y
será una marquesa de Fenollar que dará brillo a la casa! Vea usted lo que son las
cosas. En cambio, ¡cuántas marquesas auténticas no añadirán una hoja de laurel a los
fastos de las grandes casas! En fin, cosa hecha. Adelante, y ¡viva Paquita la
Castañera, hija de la Pepona y de Juan el Herrador, futura marquesa consorte de
Fenollar! Y como guapa; vamos, que es guapa de veras… Y simpática… Y amable…
Y no digo más. Soy padre y soy suegro.

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