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Antología de Cuentos Piuranos Contemporaneos.

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ANTOLOGÍA DE CUENTOS

PIURANOS

 I.E. “XYZ”
 Estudiante: Enrique de los Palotes
 Grado y sección: 2° “único”
 Nivel: Secundaria

1
DEDICATORIA

Con mucho cariño para mis padres y mis abuelitos

2
PRESENTACIÓN

Mi muy estimado profesor y estimados compañeros, Para mí es un un honor y


un privilegio dar a conocer mi trabajo de investigación que lleva por título “Los
escritores piuranos de la narrativa contemporánea”, en donde voy a presentar
un análisis de los diez escritores piuranos más sobresalientes de nuestra
narrativa y así, como algunas de sus obras más representativas del género
narrativo.

Esta colección de cuentos está confeccionada para mejorar la lecto-escritura


en la comunidad estudiantil, ponemos a disposición de los lectores niños y
adolescentes.

Cabe resaltar, el desarrollo personal, gracias a las buenas costumbres, de


aquellos ciudadanos de a pie que han luchado por una convivencia pacífica
logrando la tranquilidad y la felicidad, con lo poco o mucho que tenían, no
dejando de lado el cuidado y preservación la naturaleza.

Se produce este documento que sirva a los estudiantes, como medio para
contextualizar, las actividades académicas, que permitan el logro de
aprendizajes significativos y así fomentar la lectura en los niños y niñas de
nuestra provincia, de nuestra región y por ende de nuestro país.

3
ÍNDICE
Presentación............................................................................................Pag. 03

Introducción.............................................................................................Pág. 05

La hormiguita que quería ser escritora................................................pág. 06

Cronwell Jara Jiménez

El guacabó .............................................................................................Pág. 11

Genaro Maza Vera

La respetación ......................................................................................Pag. 14

Jorge Eduardo Moscol Urbina

Confesiones de medianoche................................................................Pag. 13

Ángel Hoyos

El alfarero rebelde.................................................................................pag. 17

Carlos Espinoza León.

El abuelo.................................................................................................pag.22

Mario Vargas Lllosa

Coliseo Romano......................................................................................pag. 27

Mikel López-Dávila

El hombre Lobo......................................................................................Pág. 28

María Isabel Lozada Lloclla

Huanchaquitos a la orilla del rio Chira..................................................Pág. 31

César Augusto Aguirre Navarro

Marcelino en apuros................................................................................Pág. 35

Mónica Karina Sánchez Rivera

4
INTRODUCCIÓN

En la presente investigación se refiere al tema de los escritores piuranos de la


narrativa contemporánea, que se le pueden definir al grupo de autores que
comparten ciertas técnicas, estilos, lenguaje literario y una temática con
respecto al relato corto, escritos desde la década de los setenta del siglo
pasado hasta nuestros días, y que cultivaron cuentos cortos con ciertos rasgos
naturalista y costumbristas en sus diversas producciones narrativas. Sus obras
están ambientadas mayormente en el medio rural y en donde alude las
costumbres, tradiciones, usos, modos de vida y sobretodo la idiosincrasia de
los pueblos.

Así mismo, las características de las obras de estos autores que podemos
encontrar en nuestra narrativa contemporánea regional son, el equilibrio entre
el relato natural y el programado, así como entre lo objetivo y lo subjetivos.
Prevalecen, cada vez con mayor fuerza, la fantasía y la imaginación, con
ciertas combinaciones que podría acercarse a las tendencias de vanguardia del
surrealismo o al mágico maravilloso.

Por lo tanto, los escritores piuranos de nuestra narrativa contemporánea


buscan mostrarnos ese intento de revelar el panorama de las vivencias
pueblos, debido a que sus temas son casi recurrentes, los relatos basados en
la leyenda o la tradición, así como el bandolerismo y acontecimientos sociales
de gran relevancia en el pasado. También aparece el tema fantástico, la
supervivencia de la raza, las luchas sociales campesinas, costumbres
ancestrales, recuerdos de la infancia, la soledad, la frustración, la familia, el
amor, la muerte y otros.

5
LA HORMIGA QUE QUERÍA SER ESCRITORA

Era una hormiga muy pequeña, insignificante si se la comparaba con los


demás animales de la tierra. Pero era muy voluntariosa.
Quería ser escritora, pero sus demás amigos que habían tenido también sus
mismos deseos, arrepentidos ahora, mucho la habían tratado de desanimar. La
hormiga los escuchó con paciencia, pero no les hizo caso. Ella, obstinada,
quería ser escritora.
- Pues, si quieres serlo, mira esa pesada roca -le aconsejó una anciana
hormiga de mucha experiencia, señalándole una enorme peña en la orilla del
camino.
- ¡Guau! -exclamó la hormiga que quería ser escritora - ¡A mi lado es del
tamaño de una montaña!
- Si quieres ser escritora tendrás que levantarla para que llegues a descubrir la
cueva que ella oculta. Si lo logras, se te abrirán ante los ojos las cosas más
maravillosas que jamás has imaginado. ¡Allí se guardan las experiencias, las
sabidurías y los sueños de los más grandes escritores! -explicó emocionada la
vieja hormiga, acariciándose la blanca barba.
- ¡Claro que sí moveré esa montaña! -sin dudar, dijo la pequeña hormiga.
- ¿Estás segura? ¿Estás muy segura que lo harás?
- ¡Espera y verás! -le dijo impaciente la hormiga que quería ser escritora.
- Calma, entonces -la serenó la vieja hormiga-. Permíteme ayudarte. Toma,
recibe estas cuatro bolsitas.
- ¿Qué son? ¿Qué contienen?

La vieja hormiga le dijo:


- Las utilizarás cuando estés en apuros. La primera contiene rocíos de "Ingenio
y Astucia"; la segunda, rocíos de "Fuerza y Perseverancia"; la tercera, rocíos
de "Autenticidad y Espejo de sí mismo"; y la cuarta, rocíos de "Experiencia".
La vieja hormiga se fue, y la hormiga que quería ser escritora quedó sola, muy
sola.

Y se enfrentó ante la roca, ¡era grande y seguramente más pesada de lo que


había imaginado!; pero, sin embargo, no se desanimó.
Iba a intentar levantarla y hacerla a un lado, cuando una enorme culebra se
encaramó sobre la roca y se enroscó ahí para solearse.
- ¡Sal de la roca, culebra! -le gritó.
La culebra alzó la cabeza para ver quién la molestaba y se rio burlona al ver
que era una pequeña criatura.
- ¿Y para qué quieres que salga?

6
- sobre otro obstáculo, pero, si tú sales, estoy segura de poder alzarla. ¡Vete
ya!Para levantar y apartar la roca sobre la que tú estás. Tu peso es un
obstáculo
La culebra carcajeó y se enroscó más.
- Pues, ¡no quiero salir! Yo aquí estoy muy bien bajo este sol tan agradable -
dijo y cerrando los ojos, se preparó para dormir -; además, ¿por qué tú, una
miserable hormiga, tienes tanto interés en apartar esta roca tan grande?
- ¡Porque quiero ser escritora! -respondió la pequeña -. Y al apartar la roca me
veré ante una cueva. Mis ojos se llenarán de cosas maravillosas. Y tendré
experiencia, sabiduría…

La culebra entonces abrió los ojos para ver a la hormiga con mucho respeto.
Sin duda estaba ante un insecto interesante. Pero dijo:
- Bah, ¡vete y déjame dormir! Además… ¿Qué podrías hacerme si no lo hago?
-y se quedó dormida.
- ¿Ah, sí? -exclamó molesta la hormiga-. Pues, te las verás conmigo.

Y se dispuso a luchar. Pero, ¿Cómo podría luchar una pequeñísima hormiga


contra una enorme culebra, por lo demás: indiferente e ignorante?
Recordó las bolsitas y abrió la primera, de la que bebió una gotita de rocío y,
con gran astucia, escaló sobre la cima de la montaña. Segura de que iba a
ganar porque se tenía mucha fe, con gran ingenio pícara picó en la cola de la
culebra.

La enroscada gritó y saltó en el aire como si la estuvieran comiendo viva:


- ¡Ay! -se dolió- ¿Quién es el gigante invisible que me quiere tragar entera?
Y escapó de la roca saltando como un rayo, alejándose para jamás volver. La
hormiga volvió a colocarse ante la roca, pero cuando intentó otra vez alzarla
apareció un gavilán y se posó sobre la cima.
- ¡Gavilán, sal de la roca! -se molestó la hormiga.
Era un gavilán de pico filoso y garras grandes y duras como el acero.
- ¿Y para qué quieres que salga? -le respondió.
- Porque quiero ser escritora -contestó orgullosa la hormiga.

El gavilán la miró con atención y con mucha envidia, le dijo:


- Ah, yo también quise ser escritor, ¡siendo un señor gavilán! Pero nunca lo he
sido, aunque ves mi prestancia, la belleza de mis plumas y mi vuelo
maravilloso, no sé por qué. Pero tú, insecto despreciable, qué lo vas a ser.
- Eres el peso que está demás en la roca que estoy por levantar -le indicó la
hormiga-. Si sales, estoy segura de alzarla.
- ¿Y para qué quieres moverla?
- La roca cubre la entrada a una cueva. Si logro ingresar, mis ojos se llenarán
de cosas maravillosas. Y obtendré experiencia, sabiduría.

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El gavilán le tuvo odio y, soberbio, acrecentó su envidia:
- Pues, si es así, ¡no saldré! Si yo que gozo de la libertad y de los cielos del
universo y además de ser ave de plumaje espléndido, no he podido ser
escritor, ¡tú tampoco lo serás!... Y vete, que te podría aplastar, si yo quisiera,
bajo mis garras. Además ¿qué guerra podrías darme si no salgo? -dijo y, en un
gesto de amenazante poder, batió airoso las alas.
- ¿Ah, sí? -reclamó con gran valor la hormiga -¡Pues, te las verás conmigo!

El duelo ya estaba pactado. Pero no bien aceptó el reto la hormiga, el poderoso


viento surgido de las alas del gavilán, con gran menosprecio la arrojó lejos, por
los aires.
"Por lo visto, este gavilán es soberbio y envidioso", meditó la hormiga. Y
sacando la segunda bolsita, bebió su rocío.
Al verla volver, "qué terca", dijo el gavilán y agitando sus alas nuevamente hizo
gran viento. Y hecho esto, quedó dormido, creyendo que aquel ridículo insecto
ya no molestaría.

El gran viento, para la hormiga, fue como una tempestad; pero perseverando
sacó fuerzas y se agarró bien con sus patitas para seguir avanzando.
Con mucha paciencia subió sobre un arbusto que había al lado de la roca,
encaramó sus ramas y descolgó de una hoja sobre la cabeza del gavilán. Era
color tierra y no tan bello como el mismo gavilán decía. Con sigilo ingresó a
uno de sus oídos. Y ya dentro, gritó:
- ¡Te dije que te fueras, feo gavilán! ¡Y bien te lo advertí! -y testaruda, picándole
ahí, en el pequeño agujero-: ¡Vete! ¡Lárgate ya!

El gavilán saltó en el aire creyendo que acaso le había picado una gran avispa,
pero no viendo a nadie:
- ¡Ay! -gritó acobardada y quejándose - ¿Cuál será esa fiera tan grande e
invisible que habrá querido devorarme, empezando por mi cabeza?
Y elevó el vuelo para jamás volver.

La hormiga saltó a la roca, descendió de ella y se enfrentó luego bajo su


enormidad, disponiéndose nuevamente a levantarla.
Pero, antes de realizar el esfuerzo, un alacrán con mucha parsimonia escaló
sus paredes y se posó en la cima.
Sin desalentarse y, por el contrario, volviendo a mostrar paciencia, la hormiga
otra vez insistió:
- ¡Alacrán, por favor, aléjate de la roca!

El alacrán, que era brillante como el sol, alzó el aguijón amenazante y


ponzoñoso, y mirando con el mayor desdén a la hormiga:
- ¿Y para qué demonios quieres tú que yo salga?

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- Porque quiero ser escritora -contestó esta vez con humildad la hormiga. Y si
tú sales, yo podré levantar la roca. Y entonces ingresaré a la cueva. Mis ojos
verán cosas maravillosas. Y adquiriré experiencias y sabiduría para mi oficio.

El alacrán, extrañamente, se interesó en verdad por lo que oyó. Miró y remiró


desde lo alto a la hormiga y le dijo:
- Qué curioso. Sin embargo, a mí me gustan tanto las lecturas. ¡Y gozo con
criticar! Pero, es más: sin haberte leído, ¡ya no me gusta tu obra! Eres fea,
hormiga, y no me caes bien. ¡Nunca saldré! Y considérame desde hoy tu peor
obstáculo. ¿Y quieres saberlo por qué? Muy bien, pues: ¡mira, mira este
aguijón donde guardo mi ponzoña!
- No te temo -le amenazó la hormiga-. Tendré entonces que enfrentarte.
- Ni lo intentes. Si me muevo será sólo para devorarte, despreciable criatura.
Además, ¿qué podrías hacerme? ¡Me dan risa tus amenazas! Vete y déjame
dormir.
- ¡Ah, sí! -aceptó el reto la hormiga - ¡Pues, te las verás conmigo!
Pero, reflexionó: "¿cómo podría vencerlo?"
Con paciencia y segura de sus habilidades, la hormiga volvió a escalar el
arbusto, encaramó la alta rama justo sobre el gran tórax donde estaban los
ojos del alacrán y, soltando el rocío de la tercera bolsita, ¡chas!, le mojó la
visión.

El alacrán que dormitaba, despertó empapado. Y viéndose por primera vez así
mismo, como ante un espejo:
- ¡Ay! -gritó - ¡Qué ridículo y detestable ser! ¡cómo leo la más profunda envidia
y frustración de artista, en sus ojos! Morirás por asustarme, ¡toma! ¡y toma!
¡prueba de mi aguijonazo maligno!

Saltó el alacrán de la roca y se hundió por la maleza, quejándose:


- ¡Ay!, ¡ay!, ¡ay! -y así, sin dejar de picarse, desapareció.
Y cuando por fin sola la hormiga que quería ser escritora se vio ante la enorme
roca, antes de intentar alzarla, se dijo:
- ¡Pero, caray! Tanto esfuerzo para llegar a este final, para de nuevo
encontrarme con este, el más grande obstáculo, puesto que la piedra no podría
oírme si yo le hablara que salga por ella sola… Pero, no me acobardo. ¡La
levantaré y llegaré a la cueva!

Sin embargo apareciendo un grillo, nada agresivo, se impresionó al ver a la


hormiga en actitud de querer alzar la roca.
- Te he estado observando desde un inicio -le dijo el grillo-; y sé que quieres
ser escritora. Es admirable, pero ¿puedo verte en este tu último esfuerzo?
- Sí -le respondió la hormiga -: con tal que no intentes desalentarme. Tendría
que luchar también contra ti, y no quisiera.

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- Oh no, yo admiro a los escritores -dijo el grillo-, y no te interrumpiré en tu
destino. Sigue… aunque, no olvides. Te queda aún una bolsita.
- ¡La de la experiencia! ¡Cierto! -se alegró la hormiga y tomó su contenido.

La hormiga, entonces, sujetó la enorme piedra, alta y pesada como podría ser
un edificio de cinco pisos; pero pujó y hábilmente experta, poniendo duras y
tensas las patitas, apretó las uñas firmemente en la roca; y luego, ¡increíble!,
¡el edificio de roca se movió y fue levantado en peso!
Con fácil naturalidad la hormiga que quería ser escritora, hizo a un lado la roca.
¡Y apareció la cueva! Era una enorme biblioteca. ¡Eran los libros más
hermosos! ¡Los títulos más bellos!

La hormiga que quería ser escritora no cabía en ella de tanta alegría.


El grillo, no obstante, quedó perplejo:
- No puede ser -le dijo a la hormiga-; yo creí que habías llegado al final, ¡y
tienes que leer todos estos libros!
Feliz la hormiga, ya diestra en resolver tantos problemas, le respondió:
- Pues me alegro que sea así. Que todo fin sea también el principio de un
camino. Todos ellos me llevarán a mi destino, lo sé: ¡y seré escritora!
- Sin duda que ya lo eres -le dijo llegando a la cueva aquella vieja hormiga de
la barba blanca-: porque has sabido vencer todos los obstáculos que se te
presentaron.
- Las cuatro bolsitas mágicas me ayudaron, ¡gracias a usted! -le dijo la hormiga
joven.
La hormiga anciana le contestó:

- ¿Qué cuatro bolsitas mágicas? ¡No tenían nada, sólo rocío, agua y aire! ¡Y
nada más! ¡Todo salió de ti: fue el poder de tu hermosa imaginación!

Cronwell Jara Jiménez

10
EL GUACABÓ

Aquella oportunidad visitábamos a don Hortensia, el fantasma del Guacabó


flotaba en el silencio de la noche.
Aquejado de un fuerte dolor de estómago, lanzaba preocupadores gemidos
desde su lecho. Había tenido mala suerte porque después de las tres de la
tarde los escasos camiones que llegan ya han retornado a Sullana, dejando
aislada esa parte de la frontera. Así son las cosas:
Mientras doña Mariana se afanaba en rezos y tizanas que curaran la
enfermedad
de su esposo, varios familiares y amigos, congregados en la amplia sala de la
casad de don Hortensia esperaban atentos su mejoría, pues don Hortensia era
una persona muy querida y respetada por que era muy colaborador con las
fiestas patronales , las escuelas y con sus vecinos ya que era muy privilegiado
al poseer una extensa chacra a orillas del Chira y apreciable cantidad de
ganado por todo ese lado de la frontera .
Ya era más de media noche y nadie se movía. El enfermo había dejado de
quejarse y don Martín compadre de don Hortensia, nos entretenía con historias
que hablaban de sequías concluidas y anhelos realizados. Dotado de un
espíritu inventivo y poético, nos hacía pasable la vida por esas tristes cerrerías
Luego nos había planteado un acertijo:
A ver, quien de ustedes podría decirme:
¿Cuáles son esas tres cosas que hacen que una mujer sea verdaderamente
una mujer?
¿La pérdida de la virginidad?
¿La maternidad?
Ante su negativa, aventurábamos nuevas respuestas: respuestas que fueron
interrumpidas por unos gritos que provenían de cerro abajo:
Hortensia!, Hortensia! ¡Vamos a tomar una buena ""Mallorca" ...
Minutos después, ante la puerta de la amplia casa de tabique, apareció
bambaleándose por los efectos del alcohol, el cabo Valdivia, el hombre de las
alucinaciones y gran amigo de don Hortensia. Siempre lo escuchábamos
hablar de muertos y fantasmas que lo asediaban, periódicamente, impidiéndole
dormir, cuando sufría esa crisis bebía hasta embrutecerse. Sus compañeros
del destacamento fronterizo le achacaban n problemas de conciencia. Dos
años atrás había capturado a tres narcotraficantes que, por un pasaje secreto
intentaban pasar una gran cantidad de drogas al Ecuador. Y eso gracias al
soplo del mismo narcotraficante que les había proveído la droga. El cabo para

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apoderarse de ella y salvaguardar la integridad del proveedor con quien la
negociaría, empezó a liquidar fríamente a sus prisioneros. Los sorprendidos
hombres se llenaron de terror. Ante la inminencia de la muerte se arrodillaron,
imploraron, hablaron de mujeres e hijos desamparados. Uno a uno fueron
recibiendo la descarga mortal, Ahora su conciencia se había convertido en un
fiscal implacable.

Al enterarse de la enfermedad de don Hortensio, todo su entusiasmo alcohólico


se apagó. Su rostro descompuesto y la mirada perdida traslucían una
interioridad atormentada.
Se quitó el kepí y se dispuso a sentarse. En aquel instante, por encima del
techo de tejas y entre el sólido s ilencio que reinaba, se expandió un canto
agudo, más propiamante hablando, un graznido:
"G uá...bó...Guá...bó...Guá...bó".
Era el tan temido y agorero canto del guacabó. Doña Mariana soltó el llanto,
mientras los demás presentes se santiguaban. Se hizo un silencio hondo y
reverente que testimoniaba el profundo apego de aquello seres por sus
creencias y supersticiones, maraña espesa que si bien los atenazaba, también
les hacía más llevadera su existencia.
Fue don Martín elque se encargó de romper el desconcierto:
Bueno, bueno, no hay que tomar muy a pecho esa abusión, es una creencia
nomás.
¿Acaso no han escuchado hablar el cuento del guacabó?.
Sin esperar nuestra respuesta empezó a narrar:
Fíjense que en una cerrería como ésta, vivan una viuda y sus tres hijas solteras
que se dedicaban nomás a criar animalitos. Un día, la madre se sintió enferma
y por la noche se dejó escuchar el canto del guacabó. La madre desde su
lecho, llamó a sus tres hijas para decirles: "Quiero que sigan unidas, como
hasta ahora. El guacabó ha cantado y voy a morir.
Así fue, murió.
Pasaron algunos años y la hermana mayor enfermó. Nuevamente el guacabó
soltó su malero canto. Y también murió.
Después de algún tiempo, la segunda hermana se sintió indispuesta y, por
tercera vez, el canto del guacabó resonó por esas sólidas cerrerías.
Nomás quedó la menor de las hermanas. Un día que se encontraba enferma
volvió a escucharse el canto del pájaro agorero. La joven, apenas lo escuchó,
se levantó colérica gritando: "iAh, guacabó desgraciado, te has llevado a mi
madre y a mis hermanas, pero a mí no me vas a fregar!".
De inmediato se escuchó una gran explosión y una voz de trueno. Era la voz
del guacabó que decía: "¡Has vencido, muchacha, no te has dejado llevar por
mi canto y has ganado la vida!".
Así fue, se casó después con un cerreño y vivió feliz durante largos años.
Por eso, no hay que dejarse llevar por esa abusión - terminó sentenciando don
Martín -, es una creencia nomás.

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Su relato tuvo la virtud de tranquilizarnos.
-Buen cuento, buen cuento -gangueó el cabo- pero esas creencias son ciertas,
son como los muertos, como los fantasmas que sí existen. Yo los he visto, yo
los veo... -empezó a vociferar con vehemencia- iYo los veo! ¡Se me arrodillan!
iSe me...
Salió gritando en una desbocada carrera. Comentábamos su extraña conducta,
cuando unas palabras claras y tranquilas resonaban desde el interior:
-Una bebidita, Mariana, tengo sed...

Era la voz inequívoca de don Hortensio. Estaba sentado en su cama con una
expresión serena. Tal como había enfermado, había mejorado:
repentinamente.
Doña Mariana, muy contenta, empezó a comentar:
-El cuento de mi compadre Martín no ha dejado que la abusión se cumple...
Un estruendo interrumpió sus palabras y fragmentó en mil pedazos el augusto
silencio que reinaba afuera. Ayudados con linterna de mano corrimos cerro
abajo. En una hondonada y enredado entre las ramas secas y crujientes de
unos overa les y borracheras se hallaba tirado el cabo Valdivia. Había
descargado un balazo sobre su propia cabeza.
Don Martín, sacando a relucir esa serenidad que caracterizaba a los hombres
de frontera, se santiguó para afirmar rotundo:
-Bueno, después de todo, el canto del guacabó se ha cumplido.

Genaro Maza Vera

13
LA RESPETACIÓN

-¡Güenos diyas nos dé dios, comadrita!


-¡Güenos diyas nos dé dios, compadrito!
Y mirando al compadre todo sudado montado en su pollino, agregó
entusiasmada:
-¡Venga osté!... ¿dionde güeño, compadrito? ¡Apéyese!
-¡Ay comadrita ¡ de puay nomá vengo , de muy lejos …
- Cansado a di andar pue…
-¡Velay! como me ve comadrita.
-¡Andee!... ¡apéyese…! Venga pa que aprebe como está la blanquita.
-¿El pillar no me va envitar, comadrita?
-¡Gua, compadre! Nua de faltar puay alguna cachemira.
- Me apeyo enton, comadrita.
-¡Apéyese pue!

El cholo se desmontó del piajeno, bajó las alforjas, se quitó el poncho y soltó la
soga para que el animal pudiera buscar algunas yerbas y entró optimista en la
ramada de totora que la encontró fresca, acogedora.
-¡Que guena questá!...aquí siace freco.
-¡Ay la tiene, compadrito…venga…haga lugar.

Y le ofreció el único banco tallado en algarrobo que tenía para que se sentara.
-¿Ques de mi compadre don meche?
-Se jue pa la paña.
- Velay, comadrita, ¿enton ta solita?
-Solitititita mi alma, como me ve….
-¿Y qué es de la Getrudis mi aijada?
-¿La Getrudis? Se fue ya, con el soldao anda puay…
- Enton, ¿ta solita?
-Ya le dije, compadrito, solita toy pue…

La china sirvió de un cántaro gordiflón un poco de chica fresca y sabrosa en un


poto seco que estaba colgado en la quincha, donde la chicha al caer se
espumó todita, provocando el deseo del cholo que había llegado sediento:
-Tenga, compadrito pa quia aprebe.

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-Salu con oste, comadrita.
-Salú pue.
Comenzó así el cambio de “bebes”. Tomaba muchos tragos él y tomaba ella.
Contra su costumbre la china se servía entusiasmada por la presencia de su
compadre, quien le obligaba cada vez más.
-No bese el poto comadrita.
-¡Gua! ¿Quién dice?

Vino el picao de cachema que la china preparó sin dejar de hablar con el
compadre informándolo de todo y otro picao más de carnecita de cabra seca
quemada a las brasas y el día entre tanto iba declinando. Más y más potos de
chicha los ayudaron a ponerse comunicativos. De pronto el cholo se dio cuenta
que ya estaba oscuro en el rodiao.La china se apresuró a prender el candil que
comenzó a humear y a negrear la choza más de lo que estaba. El cholo seguía
bebiendo, tratando de calmar la sed que le había dado el desierto.

-¡Ay mariya purísima, compadrito a los tiempos!


-Desde cuánto no veniya puaqui, comadrita.
- ¡Velay!,¿por qué compadrito?
-¡Así es, comadrita, trabajando pue, cruzando el desierto con los carguíos de
sal
…salú, pue, con osté…
-Diallá venga, pue, tome pue , ¡ay mariya purísima!, ¿qué no le gusta la
chicha?
Y continuaron bebiendo hasta que se hizo de noche.
-¡Ay compadrito!
-¿Qué le pasa comadrita?
-Questoy pensando nomá
-¿Qué piensa osté comadrita?
-¡Ay mejor no le digo!
-¡Ay mariya purísima! Diga nomá comadrita.
-Güeno, pue, si sabrás cholo.
-¿Qué vua a saber, comadrita?
-¡Velay que pienso quioy me va a faltar osté la respetación.
-¿Cómo dice, comadrita?

La china bajó la cabeza y se quedó callada. El cholo volvió a preguntarle:


-¿Qué dijiste vos comadrita?
Y bebió otra vez alcanzándole el poto a ella después que terminó un trago
largo. La china recibió el mate con sus manos temblorosas y bebió como él
tragos largos, insaciables y luego dijo:
-¡Ay mariya purísima! Tengo miedo compadrito.
-¿Miedo? ¿De qué comadrita?
-Quiosté, aprovechándose de la oscuridad, me vaya a faltar la respetación.

15
-No tenga miedo comadrita.
-¿Y si osté se guelve un diablo compadrito?
- No lo creya comadrita.
-Que tengo miedo, mucho miedo…
-Si así miocurriera, osté se echa a correr pue.
-¡Ay compadrito! Ése es el peligro porque toy coja, compadrito.
-Pue enton se pone a grita.
-¡Ay mariya purísima!...más miedo entuviya
-¿Por qué comadrita?
-No puedo gritar cholo, me duele la garganta...
-¡Enton comadrita!

El cholo bebió el concho que quedaba en el poto y se puso de pie. El candil lo


humeaba todo. El cholo lo apagó. Todo quedó oscuro en la choza y afuera en
el despoblado. La china agachó la cabeza y se quedó como dormida inclinada
sobre la mesa. El perro, a sus pies, roncaba desde hacía media hora. Sólo una
brasa de candela aparecía entre las cenizas, en la cocina, como aguaitando a
la noche negra. El cholo cargó a la china y caminó hacia el rodiao recordando
una canción que cantaba su compadre don meche, el marido de su comadrita:

-“¡Me estás queriendo y dices que no…!”


Cuando entraba al rodiao, la china, en sus brazos, se despertó asustada:

-¿Y la respetación, compadrito?


-¿La respetación?...una felicidad más, comadrita.

Jorge Moscol Urbina.

16
CONFESIONES DE MEDIANOCHE

El sargento Martín Barrientos era el encargado de los operativos antiterroristas


en el Alto Huallaga cuando me mandaron a trabajar allá, a la provincia de
Ambo. Para el resto del pueblo él era un hombre irreprochable, muy correcto,
alguien completamente serio. Pero para nosotros, los que atendíamos la
cantina de El Negrito, el sargento Barrientos era, a lo mucho, un buen cliente.
Ya le conocíamos varios trapitos sucios que sus compañeros de trago solían
sacarle -como el que mantenía una relación clandestina con la esposa de un
general o el que a veces se aprovechaba de su investidura para pedir
descuentos en las tiendas del pueblo- acusaciones a las que solía responder
con un: Es que así está el país pes compadrito. Sí, sabíamos que borracho era
un sujeto
Bastante común; alegre, parlanchín y a veces incluso sentimental.

Por lo demás, el sargento bajaba al pueblo por períodos de quince días y


durante su estancia venía al bar cada noche: siempre con un grupo de milicos
con los que se sentaba a beber caja tras caja de cerveza. Fumaban, jugaban
cachito, contaban chistes. Eran celebraciones que podían durar hasta la
mañana siguiente y que ellos justificaban en las altas posibilidades que había
de morir cuando salían de operativo. Esos terrucos son unas bestias, solían
comentar entre tragos. Tú no sabes, chino; no sabes lo que son capaces de
hacer estos animales, me decía el sargento mientras les alcanzaba la siguiente
ronda de cervezas. Yo sólo le sonreía, para luego devolverme a mi hueco
detrás de la barra. Cómo no iba a saber.

Y así, todo siguió normal, hasta anoche. Hacía algunas semanas que los
milicos habían salido de operativo y ya les tocaba bajar. No me sorprendió
verlo ahí, pero me sorprendió ver a Barrientos llegar al bar por primera vez
solo. Se le veía nervioso. Tras beber un par de cervezas, se levantó de su
mesa y se acercó para pedirme que mejor le sirviera aguardiente, luego jaló
una silla y se sentó ahí, frente a mí. Se le notaba con ganas de hablar por lo
que apagué el televisorcito blanco y negro que teníamos para los clientes.
Nadie se quejaría pues el bar estaba vacío. Saqué una botella de la mejor
Primera que teníamos a disposición. Le serví un vaso.

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– Esto está muerto ¿qué ha pasado? -preguntó algo mareado-.
– Nada, sólo que estamos a mitad de semana y pasa de la media noche, casi
nunca hay nadie a esta hora.
– Mejor, así puedo chupar tranquilo sin tanto idiota mirándome.

Se tomó de una sola lo que le había servido y me hizo un gesto para que le
sirviera más. Vaso tras vaso se avanzó botella y media de aguardiente. Ya
considerablemente ebrio me empezó a hablar en un tono más íntimo.
– Tú sabes -me dijo- que esto es una guerra, que el país está en guerra.
¿Sabes o no? -preguntó brusco, esperando una respuesta. Le hice un gesto
afirmativo.
– Pues bien -continuó- en la guerra muere gente, y muchas veces hay que
hacer sacrificios para alcanzar un bien mayor -dijo esto y empezó a mirarse las
manos, como si algo pesado pendiera de ellas.

Fue entonces cuando me di cuenta de las manchas de sangre secas en sus


uñas y sobre su uniforme.
Se tomó otro vaso. Luego, empezó a contarme una historia que yo ya había
oído antes de los labios de otros tantos hombres. Él acababa de asesinar a
sangre fría. Barrientos y su grupo habían entrado a la casa de un maestro con
supuestos contactos terroristas. Lo habían sacado a la fuerza, en medio del
llanto de su mujer y de su hija, y amparados en la oscuridad de la noche lo
habían subido a una camioneta que los llevó lejos de la ciudad.

– Nadie es completamente inocente -dice Barrientos-, ninguno de ellos lo es.


Manejando la camioneta se adentraron en un bosque y llegaron hasta un claro
a orillas de una poza de oxidación. El hombre esposado con las manos atrás
fue bajado de la camioneta y obligado a colocarse de rodillas. Lo golpearon e
interrogaron, pero el maestro lo negaba todo. Se cansaron de volarle dientes a
punta de patadas pero el sujeto no cambió su historia. Entonces lo amenazaron
con secuestrar también a su mujer y a su hija. El maestro intentó fingir
indiferencia pero finalmente empezó a soltar todo lo que sabía, lo poco que
sabía. Luego preguntó inocentemente, entre sollozos, si lo dejarían ver a su
familia una vez en la cárcel. Pero ellos no lo podían dejar volver. Barrientos se
colocó detrás de él y lo ejecutó de un tiro en la nuca. Luego lo fondearon en las
oscuras aguas de la poza. Al volver al pueblo los otros oficiales dijeron que
mejor dormirían, pero él no había podido. El cargo de consciencia embargaba
su cuerpo y tirado en su cama no dejaba de pensar en la cara del pobre
maestro, de su mujer, de su hija. Decidió ahogar la culpa en alcohol.

Terminó su historia a empujones, temblando como si muriese de frío, sus ojos


no osaban posarse sobre los míos, encendió un cigarro y aspiró una bocanada.
Luego cruzó los brazos sobre la barra y escondió la cabeza entre ellos. No

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pude evitar sentir desprecio por ese hombre. Sus incongruencias, su falta de
carácter. Si había decidido llevar esa vida no tenía por qué sufrir. Era parte de
su trabajo matar y ser matado. Por ello no debía dejarse afectar por
sentimentalismos, lo llevaban a descuidarse. Y ninguno de los que vivimos bajo
esta ley podemos darnos ese lujo.

Cuando saqué mi arma Barrientos ni se percató de ello en medio de su


borrachera. Y como -a diferencia suya- no puedo matar a alguien por la
espalda, le pasé la voz. Debieron haber visto su rostro, camaradas, cuando vio
el arma en mi mano apuntándole en medio de los ojos, cuando le decía las
últimas palabras que escucharía en su perra vida:
– Martín Barrientos… tú sabes que esto es una guerra. Lo sabes ¿no?

Ángel Hoyos

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EL ALFARERO REBELDE

Simbilac apareció un día. Nadie sabe de dónde o por cuál de los caminos ingresó
al poblado indígena, causando asombro entre los moradores por la forma en que
tocaba su quena, lo que motivó que todos dejaran sus quehaceres para
escucharlo.

Era tan tierna y dulce la melodía que de los carrizos escapaba, que los pájaros
callaban sus trinos para aprender nuevas tonalidades. La sin igual música invadía
todo el frondoso valle y hasta en las paredes de piedra y de arcilla vibraba el eco,
para el agrado y deleite del curaca, de su esposa, y de toda la servidumbre. De
los ojos de los más viejos brotaban lágrimas, irrigando los surcos de sus curtidos
rostros.

Cada día al amanecer, cuando el sol despertaba y el resplandor de su bostezo


fulguraba en el Oriente, se escuchaba la quena. Lo mismo al mediodía y en la
última y fresca hora de la tarde, cuando la penumbra rondaba el lugar. El
pueblo lo quería mucho porque en la mañana les anunciaba a los hombres la
hora de trabajar la tierra y a las mujeres la de preparar los alimentos y tejer los
mantos, y al mediodía invitaba a detener la faena para darle un momentáneo
descanso al cuerpo y continuar con más empeño hasta el final de la tarde,
cuando se escuchaba otra vez su cautivante melodía, llamándolos a recoger
sus herramientas y retornar al poblado.

Era además Simbilac un hábil alfarero, y enseñó a los hombres del curacazgo
a elaborar –de la arcilla–, hermosos huacos y vasijas que les servían para uso
doméstico, como ollas para preparar sus alimentos y tinajas para guardar el
agua y las semillas, ya que hasta entonces los habitantes solo sabían hacer
ollas rústicas y se valían del fruto del poto, como mates, limetas, guaces y
lapas para esos menesteres. Los adiestró hábilmente en el quemado de las
piezas utilizando la hojarasca y el puño de algarrobo. Los colores y la arcilla
que usaba Simbilac, y que conseguía de las canteras sagradas adonde sólo él
podía ingresar, eran el blanco y el amarillo rojizo. El blanco representaba el
cielo al amanecer y el rojizo al Sol en la última hora de la tarde. Además,
aprendieron a representar mediante la arcilla los frutos, tubérculos, animales y

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paisajes cotidianos que habitaban tanto en la paz como en la guerra.

Cuando todo era prosperidad en el curacazgo, fueron de pronto conquistados


por un poderoso ejército venido del Norte y que procedía de un lugar en
donde gobernaba un Rey, quien venía cargado por sus nobles en litera de oro;
y que, valiéndose de su poderío, pueblo que no se sometía lo arrasaba
castigando con la hoguera a los que oponían resistencia, destruyendo sus
templos y palacios para imponerle, por las buenas o por las malas, sus ídolos,
dioses y costumbres, y so pretexto de aceptar las tradiciones de los pueblos
oprimidos, los sometía a la servidumbre aprovechándose de sus riquezas, y
anunciando que sus dioses peste y muerte a quienes no aceptasen las
nuevas leyes.

Simbilac reunía secretamente a los jóvenes del pueblo, arengándolos a no


someterse fácilmente y a declararse en rebeldía contra el invasor. Así fue que
les enseñó a confeccionar ceramios diferentes que mostraban el dolor del
pueblo marcando a perfección en los huacos el rostro del sufrimiento, la
angustia y el cautiverio. Esto motivó que los guerreros del pueblo acordarán
una rebelión contra los invasores.

Simbilac fue hecho prisionero al descubrirse la actividad que desempeñaba y


se le encerró en una gran jaula de gruesos maderos donde deberían
permanecer por mucho tiempo hasta el día en que se celebrase la fiesta en
homenaje a los dioses del invasor, para ser quemado vivo. Pero el prisionero
no probaba el alimento que se le alcanzaba, prefería morir antes de seguir
cautivo. Así fue que al tercer día desapareció de su jaula.

En su lugar estaba un pájaro pequeño, de pecho blanco y espalda rojiza,


similares a los colores que Simbilac utilizaba en la confección de los huacos.
Esto causó pánico en el invasor y nadie se atrevió a tocar al pequeño pájaro.

Al amanecer del día siguiente, se escuchó por todo el poblado un trino que
escapaba de la jaula, muy parecido a las notas de la quena que tocaba
Simbilac y el pueblo oprimido se levantó, pero en lugar de tomar sus
herramientas para ir al forzado trabajo, desenterró sus armas y peleó
ardorosamente toda la mañana contra el ejército opresor, y cuando al
mediodía ya desfallecían los pobladores, volvieron a escuchar el trino de
aliento y reiniciaron con más fuerzas la batalla, derrotando al enemigo al
atardecer, recogiendo sus muertos y heridos cuando el padre Sol ya se
ocultaba. Y volvieron a escuchar el dulce trino del pájaro que volaba ya libre
por el horizonte.

Después aparecieron, día a día, gran cantidad de esos hermosos pájaros y


construyeron sus nidos u olleros con paja y barro que, en un ir y venir
constante, extraían de las canteras sagradas adonde solo Simbilac podría

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entrar. Hasta ahora, ese pájaro llamado Chilalo, cuando se le somete al
cautiverio, se deja morir de rabia antes que perder su libertad.

Carlos Espinoza León

EL ABUELO
Cada vez que crujía una ramita, o croaba una rana, o vibraban los vidrios de la
cocina que estaba al fondo de la huerta, el viejecito sal- taba con agilidad de su
asiento improvisado, que era una piedra chata, y espiaba ansiosamente entre
el follaje. Pero el niño aún no aparecía. A través de las ventanas del comedor,
abiertas a la pérgola, veía en cambio las luces de la araña encendida hacía
rato, y bajo ellas sombras imprecisas que se deslizaban de un lado a otro, con
las cortinas, lentamente. Había sido corto de vista desde joven, de modo que
eran inútiles sus esfuerzos por comprobar si ya cenaban o si aquellas sombras
inquietas provenían de los árboles más altos.
Regresó a su asiento y esperó. La noche pasada había llovido y la tierra y las
flores despedían un agradable olor a humedad. Pero los insectos pululaban, y
los manoteos desesperados de don Eulogio en torno del rostro, no conseguían
evitarlos: a su barbilla trémula, a su frente, y hasta las cavidades de sus
párpados, llegaban cada momento lancetas invisibles a punzarle la carne. El
entusiasmo y la excitación que mantuvieron su cuerpo dispuesto y febril
durante el día habían decaído y sentía ahora cansancio y algo de tristeza. Le
molestaba la oscuridad del vasto jardín y lo atormentaba la imagen,
persistente, humillante, de alguien, quizá la cocinera o el mayordomo, que de
pronto lo sorprendía en su escondrijo. "¿Qué hace usted en la huerta a estas
horas, don Eulogio? “Y vendrían su hijo y su hija política, convencidos de que
estaba loco. Sacudido por un temblor nervioso, volvió la cabeza y adivinó entre
los macizos de crisantemos, de nardos y de rosales, el diminuto sendero que
llegaba a la puerta falsa esquivando el palomar. Se tranquilizó apenas, al
recordar haber comprobado tres veces que la puerta estaba junta, con el
pestillo corrido, y que en unos segundos podía escurrirse hacía la calle sin ser
visto.
"¿Y si hubiera venido ya? ", pensó, intranquilo. Porque hubo un instante, a los
pocos minutos de haber ingresado cautelosamente a su casa por la entrada

22
casi olvidada de la huerta, en que perdió la noción del tiempo y permaneció
como dormido. Sólo reaccionó cuando

el objeto que ahora acariciaba sin saberlo, se desprendió de sus manos y le


golpeó el muslo. Pero era imposible. El niño no podía haber cruzado la huerta
todavía, porque sus pasos asustados lo hubieran despertado, o el pequeño, al
distinguir a su abuelo, encogido y dormitando justamente al borde del sendero
que debía conducirlo a la cocina, habría gritado.
Esta reflexión lo animó. El soplido del viento era menos fuerte, su cuerpo se
adaptaba al ambiente, había dejado de temblar. Tentando los bolsillos de su
saco, encontró el cuerpo duro y cilíndrico de la vela que compró esa tarde en el
almacén de la esquina. Regocijado, el viejecito sonrió en la penumbra:
rememoraba el gesto de sorpresa de la vendedora. Él había permanecido muy
serio, taconeando con elegancia, batiendo levemente y en círculo su largo
bastón enchapado en metal, mientras la mujer pasaba bajo sus ojos, cirios y
velas de diversos tamaños. "Esta", dijo él, con un ademán rápido que quería
significar molestia por el quehacer desagradable que cumplía. La vendedora
insistió en envolverla pero don Eulogio no aceptó y abandonó la tienda con
premura. El resto de la tarde estuvo en el Club Nacional, encerrado en el
pequeño salón del rocambor donde nunca había nadie. Sin embargo,
extremando las precauciones para evitar la solicitud de los mozos, echó llave a
la puerta. Luego, cómodamente hundido en el confortable de insólito color
escarlata, abrió el maletín que traía consigo y extrajo el precioso paquete. La
tenia envuelta en su hermosa bufanda de seda blanca, precisamente la que
llevaba puesta la tarde del hallazgo.
A la hora más cenicienta del crepúsculo había tomado un taxi, indicando al
chofer que circulara por las afueras de la ciudad; corría una deliciosa brisa
tibia, y la visión entre grisácea y rojiza del cielo sería más enigmática en medio
del campo. Mientras el automóvil flotaba con suavidad por el asfalto, los ojitos
vivaces del anciano, única señal ágil en su rostro fláccido, descolgado en
bolsas, iban deslizándose distraídamente sobre el borde del canal paralelo a la
carretera, cuan- do de pronto lo divisó.
-"¡Deténgase!” -dijo, pero el chofer no le oyó-. "¡Deténgase! ¡Pare!". Cuando el
auto se detuvo y en retroceso llegó al montículo de piedras, don Eulogio
comprobó que se trataba, efectivamente, de una calavera. Teniéndola entre las
manos, olvidó la brisa y el paisaje, y estudió minuciosamente, con creciente
ansiedad, esa dura, terca y hostil forma impenetrable, despojada de carne y de
piel, sin nariz, sin ojos, sin lengua. Era pequeña, y se sintió inclinado a creer
que era de niño. Estaba sucia, polvorienta, y hería su cráneo pelado una
abertura del tamaño de una moneda, con los bordes astillados. El orificio de la
nariz era un perfecto triángulo, separado de la boca por un puente delgado y

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menos amarillo que el mentón. Se entretuvo pasando un dedo por las cuencas
vacías, cubriendo el cráneo con la mano en forma de bonete, o hundiendo su
puño por la cavidad baja, hasta tenerlo apoyado en el interior entonces,
sacando un nudillo por el triángulo, y otro por la boca a manera de una larga e
incisiva lengüeta, imprimía a su mano movimientos sucesivos, y se divertía
enormemente imaginando que aquello estaba vivo.
Dos días la tuvo oculta en un cajón de la cómoda abultando el maletín de
cuero, envuelta cuidadosamente, sin revelar a nadie su hallazgo. La tarde
siguiente a la del encuentro permaneció en su habitación, paseando
nerviosamente entre los muebles opulentos de sus antepasados. Casi no
levantaba la cabeza; se diría que examinaba con devoción profunda y algo de
pavor, los dibujos sangrientos y mágicos del círculo central de la alfombra, pero
ni siquiera los veía. Al principio, estuvo indeciso, preocupado; podían
sobrevenir complicaciones de familia, tal vez se reirían de él. Esta idea lo
indignó y tuvo angustia y deseo de llorar. A partir de ese instante, el proyecto
se apartó sólo una vez de su mente: fue cuando de pie ante la ventana, vio el
palomar oscuro, lleno de agujeros, y recordó que en una época aquella casita
de madera con innumerables puertas no estaba vacía, sin vida, sino habitada
por animalitos grises y blancos que picoteaban con insistencia cruzando la
madera de surcos y que a veces revoloteaban sobre los árboles y las flores de
la huerta. Pensó con nostalgia en lo débiles y cariñosos que eran:
confiadamente venían a posarse en su mano, donde siempre les llevaba
algunos granos, y cuando hacía presión entornaban los ojos y los sacudía un
brevísimo temblor. Luego no pensó más en ello. Cuando el mayordomo vino a
anunciarle que estaba lista la cena, ya lo tenía decidido. Esa noche durmió
bien. A la mañana siguiente olvidó haber soñado que una perversa fila de
grandes hormigas rojas invadía súbitamente el palomar y causaba desasosiego
entre los animalitos, mientras él, desde su ventana, observaba la escena con
un catalejo.

Había imaginado que limpiar la calavera sería algo muy rápido, pero se
equivocó. El polvo, lo que había creído polvo y era tal vez excremento por su
aliento picante, se mantenía soldado a las paredes in- ternas y brillaba como
una mina de metal en la parte posterior del cráneo. A medida que la seda
blanca de la bufanda se cubría de lamparones grises, sin que desapareciera la
capa de suciedad, iba creciendo la excitación de don Eulogio. En un momento,
indignado, arrojó la calavera, pero antes que ésta dejara de rodar, se había
arrepentido y estaba fuera de su asiento, gateando por el suelo hasta
alcanzarla y levantarla con precaución. Supuso entonces que la lim- pieza seria
posible utilizando alguna sustancia grasienta. Por teléfono encargó a la cocina
una lata de aceite y esperó en la puerta al mozo

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a quien arrancó con violencia la lata de las manos, sin prestar atención a la
mirada inquieta con que aquél intentó recorrer la habitación por sobre su
hombro. Lleno de zozobra empapó la bufanda en aceite y, al comienzo con
suavidad, después acelerando el ritmo, raspó hasta exasperarse. Pronto
comprobó entusiasmado que el remedio era eficaz; una tenue lluvia de polvo
cayó a sus pies, y él ni siquiera no- taba que el aceite iba humedeciendo
también el filo de sus puños y la manga de su saco. De pronto, puesto de pie
de un brinco, admiró la calavera que sostenía sobre su cabeza, limpia,
resplandeciente, in- móvil, con unos puntitos como de sudor sobre la ondulante
superficie de los pómulos. La envolvió de nuevo, amorosamente; cerró su
maletín y salió del Club Nacional. El automóvil que ocupó en la Plaza San
Martin lo dejó a la espalda de su casa, en Orrantia. Había anochecido. En la
fría semioscuridad de la calle se detuvo un momento, temeroso de que la
puerta estuviese clausurada. Enervado, estiró su brazo y dio un respingo de
felicidad al notar que giraba la manija y la puerta cedía con un corto chirrido.
En ese momento escuchó voces en la pérgola. Estaba tan ensimismado, que
incluso había olvidado el motivo de ese trajín febril. Las voces, el movimiento
fueron tan imprevistos que su corazón parecía el balón de oxígeno conectado a
un moribundo. Su primer impulso fue agacharse, pero lo hizo con torpeza,
resbaló de la piedra y cayó de bruces. Sintió un dolor agudo en la frente y en la
boca un sabor desagradable de tierra mojada, pero no hizo ningún esfuerzo por
incorporarse y continuó allí, medio sepultado por las hierbas, respiran- do
fatigosamente, temblando. En la caída había tenido tiempo de elevar la mano
que conservaba la calavera de modo que ésta se mantuvo en el aire, a
escasos centímetros del suelo, todavía limpia.
La pérgola estaba a unos veinte metros de su escondite, y don Eulogio oía las
voces como un delicado murmullo, sin distinguir lo que de- cían. Se incorporó
trabajosamente. Espiando, vio entonces en medio del arco de los grandes
manzanos cuyas raíces tocaban el zócalo del comedor, una silueta clara y
esbelta y comprendió que era su hijo. Junto a él había otra, más nítida y
pequeña, reclinada con cierto abandono. Era la mujer. Pestañeando, frotando
sus ojos trató angustiosamente, pero en vano, de divisar al niño. Entonces lo
oyó reír: una risa cristalina de niño, espontánea, integral, que cruzaba el jardín
como un animalito. No esperó más; extrajo la vela de su saco, a tientas juntó
ramas, terrones y piedrecitas y trabajó rápidamente hasta asegurar la vela
sobre las piedras y colocar a ésta, como un obstáculo, en medio del sendero.
Luego, con extrema delicadeza para evitar que la vela perdiera el equilibrio,
colocó encima la calavera. Presa de gran excitación, uniendo sus pestañas al
macizo cuerpo aceitado, se alegró: la medida era justa, por el orificio del
cráneo asomaba el puntito blanco de la vela, como un nardo. No pudo
continuar observando. El padre había elevado la voz y, aunque sus palabras
eran todavía incomprensibles, supo que se dirigía al niño. Hubo como un
cambio de palabras entre las tres personas: la voz gruesa del padre, cada vez

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más enérgica, el rumor melodioso de la mujer, los cortos grititos destemplados
del nieto. El ruido cesó de pronto. El silencio fue brevísimo; lo fulminó el nieto,
chillando: "Pero conste: hoy acaba el castigo. Dijiste siete días y hoy se acaba.
Mañana ya no voy". Con las últimas palabras escuchó pasos precipitados.
¿Venia corriendo? Era el momento decisivo. Don Eulogio venció el ahogo que
lo estrangulaba y concluyó su plan. El primer fósforo dio sólo un fugaz hilito
azul. El segundo prendió bien. Quemándose las uñas, pero sin sentir dolor, lo
mantuvo junto a la calavera, aun segundos después de que la vela estuviera
encendida. Dudaba, porque lo que veía no era exactamente lo que había
imaginado, cuando una llamarada súbita creció entre sus manos con brusco
crujido, como de un pisotón en la hojarasca, y entonces quedó la calavera
iluminada del todo, echando fuego por las cuencas, por el cráneo, por la nariz y
por la boca. "Se ha prendido toda", exclamó maravillado. Había que- dado
inmóvil y repetía como un disco "fue el aceite, fue el aceite", estupefacto,
embrujado ante la fascinante calavera enrollada por las llamas.
Justamente en ese instante escuchó el grito. Un grito salvaje, un ala- rido de
animal atravesado por muchísimos venablos. El niño estaba ante él, las manos
alargadas, los dedos crispados. Lívido, estremecido, tenía los ojos y la boca
muy abiertos y estaba ahora mudo y rígido pero su garganta,
independientemente, hacía unos extraños ruidos roncos. "Me ha visto, me ha
visto", se decía don Eulogio, con pánico. Pero al mirarlo supo de inmediato que
no lo había visto, que su nieto no podía ver otra cosa que aquella cabeza
llameante. Sus ojos estaban inmovilizados con un terror profundo y eterno
retratado en ellos. Todo había sido simultáneo: la llamarada, el aullido, la visión
de esa figura de pantalón corto súbitamente poseída de terror. Pensaba
entusiasmado que los hechos habían sido más perfectos incluso que su plan,
cuando sintió voces y pasos que venían y entonces, ya sin cuidarse del ruido,
dio media vuelta y a saltos, apartándose del sendero, destrozando con sus
pisadas los macizos de crisantemos y rosales que entreveía a medida que lo
alcanzaban los reflejos de la llama, cruzó el espacio que lo separaba de la
puerta. La atravesó junto con el grito de la mujer, estruendoso también, pero
menos sincero que el de su nieto. No se detuvo, no volvió la cabeza. En la
calle, un viento frío hendió su frente y sus escasos cabellos, pe- ro no lo notó y
siguió caminando, despacio, rozando con el hombro el muro de la huerta
sonriendo satisfecho, respirando mejor, más tranquilo.

Mario Vargas Llosa

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COLISEO ROMANO
Etrusca frenó su corrida en seco al ver a su hermana mayor quedarse
contemplando con regocijo el inmenso monumento de bronce de Luperca.
—Dicen que el Imperio Romano se forjó a partir de una loba que amamantó a
dos pequeños niños, Rómulo y Remo —dijo Capitolina a Etrusca que ahora se
hallaba elevando la vista a aquel monumento que, frente al Coliseo, le
recordaba tanto a su madre.
—¿Y de ella parte nuestro origen? —preguntó Etrusca.
—Así es hermanita —respondió Capitolina, muy orgullosa de sentir que
aportaba conocimiento a una novata que ahora la miraba con admiración.
—¿No entiendo cómo tal cosa puede ser cierta? ¿Una loba amamantando a
dos niños? ¿Una especie salvaje e inferior capaz de matar a su propia
especie?
—Es cierto hermanita, pero no te compliques. Aprenderás mucho observando
desde el gran Coliseo. Podrás ver lo salvajes que son las peleas de humanos.
—¡Sí! ¡sí! —exclamó Etrusca dando pequeños brinquitos mientras aullaba
emocionada
— ¡Vamos rápido! ¡Ya quiero entrar! —concluyó dándole un pequeño mordisco
a la oreja de Capitolina para jalarla hacia la puerta en la que ya se veía una
enorme cola ordenada de lobos a la espera de su ingreso.

Mikel López-Dávila

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EL HOMBRE LOBO
Era primavera en la que los estudiantes realizaban sus paseos para admirar la
naturaleza y los docentes aprovechan las vivencias para reforzar los temas de
las diferentes asignaturas.
Roger y Silvia estudiantes de la secundaria, disfrutaban al máximo un viaje a la
playa, por atracción propia de la edad y sin presagiar las consecuencias que
desencadenaría por pertenecer a mundos diferentes.

La adolescente pese a saber que sus padres nunca aceptarían los amoríos, no
se resistía ante el muchacho alto de tez blancuzco, con ojos grandes de color
esmeralda, de escasa cabellera ensortijada y de radiante sonrisa. Era la
oportunidad para ambos declararse el inmenso sentimiento que a la vista era
reciproco.
Ya faltaba poco para terminar el hermoso paseo, y ella dio la iniciativa para que
se concrete el prohibido amor. Cruzaron sus miradas, se acercaron y
aprovecharon aquellos últimos minutos en el que se Juraron amor eterno y
mantenerlo en secreto.
De vuelta a la escuela los tortolos fingían no haber nada entre ellos, actuando
de lo más normal, pero un día, el menos pensado, la madre entra a su
habitación y revisa las cosas de su hija y descubre las cartas enviadas a la
muchacha, la madre esperó que llegará Silvia para pedirle explicaciones que lo
que supuestamente estaba ocurriendo.

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Silvia regresa muy contenta a casa y le pregunta: - ¿Qué significa estas
cartas?
-no lo sé- respondió Silvia
-Tu padre tiene que saberlo- dijo la madre de Silvia
La adolescente entró en llanto, pues sabía que nunca aceptarían dicha
relación. La madre no demoro en contárselo a su esposo en la que
inmediatamente planearon la separación total de la pareja.
En aquel entonces los padres de Silvia se ensañaron con Roger, adolescente
indefenso, por la falta de sus padres e inocente de la maldad que podrían
arremeter contra él. Recurrieron donde una vidente anciana, para que les
prepararan una pócima que haría separar al muchacho de su hija.
Roger, no sabía nada de lo ocurrido y solo lamentaba la ausencia de Silvia,
dejó de asistir a la escuela, ya que sus padres la enviaron a la capital donde
terminaría sus estudios y olvidara por completo a su enamorado.
Los padres de Silvia pidieron ayuda a unos malhechores para que le dieran a
tomar, la cimora, bebida preparada por un cactus llamado San Pedro, los que
toman dicha bebida, quedan medios muertos, fue dado por engaños, quienes
recibieron su gratificante propina que les serviría para sus vicios.
Llegando a su casa se sintió muy mal, pero como él vivía solo, se desmayó,
quedando tendido en el suelo. Su tío al llevarle sus alimentos se da cuenta de
lo sucedido llama a su esposa y le pide apoyo, ambos lo suben a su cama y le
brindan la atención doméstica, quedando muy alterado, alucinando ser un gran
galán.
Los vecinos se asustaron mucho, al ver las reacciones del muchacho, el
descuido por la soledad y la pérdida de su amada hizo que le creciera el
cabello y la barba.
Solo salía por las mañanas y las tardes cuando no estaba presente el astro rey;
la poca alimentación que recibía de sus tíos y a veces de algún vecino
caritativo, hizo sobrevivir al muchacho al que en el barrio le apodaron el
hombre lobo.
Por experiencias de sus antepasados diagnosticaban haber bebido la cimora,
sus tíos, alimentaban, mucho mejor a Roger ya que estaba demasiado débil, el
muchacho solo pedía que lo llevaran a ver a Silvia.
Ante la asistencia y mejor alimentación, pudo restablecerse, regresó a la
escuela y la ausencia de Silvia hacía que se alterara, atacando a sus
compañeros en varias oportunidades, las autoridades educativas ya no podían
más, hasta que fue sacado definitivamente de la escuela.

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Vivía solo y todas las veces que había luna llena se alteraba mucho,
descuidando así más su aspecto físico, le creció cabello en todo el cuerpo, en
la que los vecinos le decían “El hombre lobo”.
Pasaron los años y la demencia acrecentaba en él; ya joven que se asistía solo
y comenzó a realizar actividades agrícolas los dueños de las parcelas lo
contentaban con productos agrícolas y algunos soles que le servía para ir a la
tienda del barrio en la que se abastecía de algunas cosas, los vecinos ya se
habían acostumbrado a sus ocurrencias, sobre todo a mencionar a su amada y
sus padres que en paz descansen.
Llegó un momento en que el hombre lobo se obsesiona por una adolescente
del barrio, la muchacha no podía salir por el temor a ser atacada por el
“hombre lobo” en todo momento husmeaba a la muchacha para divisarla.
Los padres de la muchacha ya se sentían cansados del hombre lobo, tanto así
que el padre se le enfrentaba, exigiéndole que lo se le acercara a su hija,
parecía entender cuando estaba calmado, pero no pasaba igual cuando había
luna llena, el hombre lobo sacaba su huaraca y empezaba a bombardear la
vivienda del padre de la muchacha.
Los días pasaba y el ambiente se tornaba muy tenso, debido a la mayor
agresividad de Roger, no hacía caso de nadie, los vecinos le ayudaban con
ropa y víveres para notar cambios en él, pero la obsesión seguía.
Cierto día, La chica salió a comprar a la tienda en momentos que
supuestamente estaba en el campo y la encuentra, pero rápidamente fue
auxiliada por los vecinos, comenzó con su huaraca a tirar piedras, el padre de
la joven, mortificado, apoyando de una lámina de lata sale para enfrentar al
hombre lobo y este sale mal herido.
Ante lo sucedido los vecinos se solidarizan con el afectado y deciden conversar
con sus familiares para que tenga que llevársele a un centro de rehabilitación
para enfermos mentales; siendo sensibilizados y vieron la forma y el momento
para poder llevarlo a su recuperación.
Los vecinos prepararon bebidas relajantes y conversaban con él, preparando el
momento de su partida, le cortaron el cabello y la barba y le pusieron ropa
limpia con zapatos, le decían que iría a dar un paseo.
Llegó el automóvil que lo conduciría y el hombre lobo se alteró atacando a los
trabajadores del centro de rehabilitación para enfermos mentales, los vecinos
se entristecieron mucho llegando algunos a llorar ya que tuvieron que ponerle
la camisa de fuerza y aplicarle medicamentos para doparlo.
Con ayuda de los vecinos y familiares pudo tener un tratamiento que le permitió
reponerse. Los médicos decidieron darle de alta, llamaron a sus familiares y lo

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llevaron a casa. De vuelta a casa, los vecinos se solidarizaron y le alimentaban
todos los días, se puso más calmado y andaba un poco atontado.
Estuvo varios meses tomando los medicamentos, pero el sentía nostalgia por
lo que le sucedió, se embarcó en la tristeza y la depresión; pese a los intentos
de los vecinos, el hombre lobo decayó, sumido en su modesta cama, poco a
poco fue perdiendo su existencia.
Rápidamente dejo de existir, y en la vecindad se ganó el cariño y aprecio en la
que le dieron una merecida despedida, llevándolo a su última morada. Pese a
contar con pocos familiares, fueron muchas personas que humedecieron sus
mejillas por el dolor que causaba la partida del hombre lobo.

María Isabel Lozada Lloclla

HUANCHAQUITOS A LA ORILLA DEL RIO CHIRA


En la rustica vivienda, en un lugar llamado Monteverde, vivía Casimira junto a
su esposo José e hijos, quienes diariamente alimentaban a las aves de corral
que debían estar listos para su venta y servir para los gastos del colegio de los
muchachos.
Casimira se levantaba muy temprano por el canto de los gallos y el ruido de los
patos, pavos y gallina que había en el corral anunciando el hambre que tenían.
Se dirige al corral para asearles las piezas de cada una de ellos para luego
echar el alimento para que crezcan y engorden para su objetivo.
-Choc, choc, choc- gritaba Casimira ahuyentando al gavilán que pasaba por
allí, por instinto de las aves, revoleteaban y gritaban. Insistentemente el animal
merodeaba el corral, pero ella no dejaba de espantar a dicho animal, luego de
buen tiempo al fin pudo marcharse el gavilán.
Al contar los animalitos, Casimira noto que le faltaban, llegando a la conclusión
de que el gavilán se los estaba comiendo. Los días pasaban y los animales
seguían desapareciendo, entrando a la desesperación, pues estos servirían
para los útiles escolares de sus hijos.
José, escuchó a Casimira de lo que estaba sucediendo, poniéndose en común
acuerdo de poner una trampa para atrapar al asesino de las aves. Al amanecer
después de varios días de espera los esposos escucharon quejidos en el

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corral, se apresuraron cogiendo palos y llegando al lugar se encontraron con el
causante de la muerte de sus aves.
- ¿Qué animal es? - pregunto Casimira.
- Es un Huanchaco- respondió José
Casimira temeroso se acerca a contemplar, al infeliz animal, familia de los
marsupiales, que se caracteriza por su cola un poco desnuda y su marsupio o
bolsa donde se encuentran sus glándulas mamarias que sirven para
amamantarlos en un periodo no mayor de tres meses.
¡-Tiene crías en su bolsa-! Exclama Casimira

Los huanchaquitos salían del marsupio entristecidos por el deceso de su


progenitora y luego se escondían, una y otra vez, gritaban y miraban a los
esposos como diciéndoles asesinos, ustedes mataron a mi madre
Los esposos estaban entre la espada y la pared; la huanchaca, madre había
devorado las aves que con toda dedicación los había criado, pero los retoños
quedaban huérfanos, y no debían pagar la culpa de la madre, eran indefensos
y si los dejaban en el campo morirían o serian carnada de los depredadores.
Después de meditar ante lo sucedido, decidieron adoptarlos hasta que podrían
valerse por sí mismos. A la madre la enterraron en el campo, pero antes
decidieron córtale la cola para disecarla, sus antepasados le tenían mucha fe,
servían para azotar a las mujeres estériles.
Los huanchaquitos alcanzaron crecer y valerse por sí solos. José, tomo su
alforja y los colocó en cada uno de sus agujeros, para llevarlos a orillas del rio
Chira, llegando allí, bajó la alforja y los dejo ir hasta perderse en los matorrales.
José, de regreso a casa, encontró a Casimira, su esposa, que tenía suavizando
la cola de la huanchaca, con un trozo de cebo de vaca, guardándolo, para
algún día, de repente lo necesitase. Los esposos aprendieron la lección,
cuidando mejor a sus aves.
En el monte donde trabajaba de José, conoció a una joven pareja que llevaban
ya varios años de casados y la esposa no lograba quedar embarazada y
debido a su situación económica, no podían acudir a un médico para realizar
un tratamiento que les permitiera lo tan anhelado.
José, le contó a su esposa, de lo que sucedía con la joven pareja, así que
decidió visitarlos a su humilde hogar. Casimira conservadora de las creencias
ancestrales, recordó de la cola de la huanchaca que guardaba, decidiendo
visitarla para proponerle la flagelación con la cola de dicho animal.

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Por la relación de trabajo de muchos años y con el ánimo de apoyar a la joven
pareja, Casimira, visita a Jacinta, la joven mujer estéril, quien después de una
amplia platica, le dice sobre su posible embarazo, basado en la fe de la cola de
la huanchaca, logrando convencerla a su amiga y al final la mujer acepta la
proposición de Casimira, a fin de cuentas, no perdía nada con intentarlo, recibe
la veteada con la cola de dicho animal, manteniendo todo esto en secreto.
Jacinta, mantuvo el secreto por varios meses, pero en ella perduraba la
esperanza de quedar en cinta, siendo los hijos, la razón del esfuerzo de los
padres, además, en el pueblo no faltaban las habladurías de la gente, tildando
al esposo de adjetivos como: papayo macho, entre otras; mientras Casimira, no
dejaba de pedir en sus oraciones por la llegada del primogénito para la joven
pareja.
Al llegar del trabajo, Alfonso, esposo de Jacinta, encuentra a su amada,
desencajada, a punto de desmayarse, la lleva a su habitación.
- ¿Qué te sucede mujer? - le pregunta Alfonso.
_ ¡No puedo más! _ exclama Jacinta.

Alfonso pidió apoyo al vecino para que los llevase en la carreta jalada por el
caballo, a la posta médica. El camino se hacía más largo para Alfonso, quien
no paraba de darle fortaleza a su esposa sin presagiar el regalo que recibiría.
El médico de turno evaluó a la joven mujer y por los síntomas que presentaba
le diagnostico EMBARAZO, pero para salir de dudas, le indico que se realizaría
unos análisis. La mujer le pidió que no le dijera a su esposo, nada, hasta que
estén los resultados, porque en varias oportunidades le habían dicho lo mismo,
entendiendo el medico espero los resultados.

Una vez obtenidos los resultados el médico, llamo al esposo y les da la buena
noticia, serán padres por primera vez, ambos se toman de las manos y se
abrazaron, llorando de alegría.

De regreso a casa la futura madre le dice:


_Tengo que confesarte, algo_ le dice Jacinta
- ¡No me asustes, mujer! - exclamo Alfonso.
_Casimira me propuso que me dejase vetear con la cola de la huanchaca_ dice
Jacinta
-Has tenido, mucha fe, mujer- le responde Alfonso.

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-Sí, no sabes lo feliz, que me siento- responde Jacinta
-debemos agradecer a Casimira, por preocuparse por la felicidad de nosotros-
dice Alfonso.
La joven pareja decidió visitar a Casimira, para contarle de la venida de su
primogénito y agradecerle por la fe, que tiene en un animalito, quien le hizo
perjuicio en su hogar pero que al final, Dios, nos recompensa por las buenas
acciones que hacemos en el trajinar de nuestros días.
Felices los esposos, llegaron a casa de Casimira, encontrándola dando de
comer a sus animalitos en su corral.
_ ¿Qué te paso Jacinta? – pregunta Casimira.
_ ¡No te asustes mujer! – le dice Jacinta
_No tengo palabras para agradecerte lo mucho que has hecho por nosotros_
responde Alfonso.
_No se queden allí, pasen, están en su casa_ dice José.
Las parejas ingresaron a la rustica vivienda, se sentaron y no dejaban de
felicitar a los futuros padres de familia, Casimira, manifestaba que lo aprendió
de su abuela, y contó del efecto que toma este ritual, siempre y cuando se
tenga en primer lugar a Dios, que todo lo que ha creado sirve para hacer su
voluntad. Sabemos que para él no hay nada imposible y que debemos actuar
con responsabilidad defendiendo y valorando lo que nos ha regalado por la
inmensidad de su amor.

César Augusto Aguirre Navarro

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MARCELINO EN APUROS
Como de costumbre el niño Marcelino, se levantaba muy temprano para ir al
corral de las cabras; las tomaba de una de sus piernas traseras y las
incrustabas en las del él, cogía a las cabras que tenían crías, para sacarle la
espumosa leche de sus pesadas ubres.
Ya detenidas, colocaba debajo el balde que serviría para depositar el alimento
matutino de la familia, por la succión de sus delicadas manos. Una vez llenado
el recipiente, lo llevaba a la cocina, donde María su madre la preparaba.
La tía, Luisa al ver mucha leche, Exclama:
- ¡Es demasiada, Marcelino! –
-Sí, pues, después de las torrenciales lluvias, las cabras comen mucho pasto-
respondió el niño.
- ¡No se desperdiciará!, Luisa, haremos, deliciosos quesos- Respondió la
madre de Marcelino.
Muy presuroso, el niño deleitaba del desayuno, para luego encontrarse con los
seres que le inspiraban mucho fervor al creador.
Se dirigía al corral y desataba su puerta, dejándola abierta en su totalidad; con
la bendición de Dios se notaba un gran crecimiento, tenía que ver, a que no
salgan los más pequeños, el lugar donde se pastaba quedaba muy lejos.

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A estas, criaturas de cuatro patas, siempre las llamaba por su nombre e incluso
conversaba con ellas, haciendo que se dirijan en fila india. Estos momentos
eran de lo más maravilloso, la pasaba súper lindo en el pasteo de sus
animalitos, era el lugar perfecto para conversar con la buena madre, para pedir
clemencia por los niños, pobres y oprimidos.
Su constante oración y fe en la madre celestial, María, hacía que desde el
infinito cayeran sobre él, la energía radiante del astro rey, sin importar la hora
que fuese, así como obtener las respuestas del todopoderoso para con él.
Cierto día, tras mucha jornada y concentración en el campo, quedó sumido en
un profundo sueño, las horas transcurrían y sus animales se alistaban para
iniciar su retorno.
De pronto, una luz muy brillante iluminó su cuerpecito y una voz muy suave le
dice:
-Despierta, Marcelino-
-Eres tú, buena madre- respondió Marcelino.
Al abrir sus ojos, observó el descender del sol, dando aviso, el retorno a casa.
Llamó al ganado, pero al parecer le faltaba uno de ellos. Desde el fondo del
terreno espeso y verdusco; se escucha el balar de una cabra, corre hacia la
criatura, se acerca donde ella y le dice:
- ¿Qué pasa, Muca? –
El origen de su nombre era por carecer de los cuernos. Marcelino le toca su
panza, que se encontraba en descenso, pues era el aviso para alumbrar a sus
proles, las contracciones se hacían muy frecuentes, y la madre solo daba
muchos quejidos.
-No te preocupes, Dios hará de ti, una buena madre- expreso el niño Marcelino.
Con ayuda del niño “Muca” expulso al nuevo ser.
-Y ahora, ¿cómo te trasladaré? - dijo Marcelino.
La cabra, aun no podía levantarse, el niño insistía en que se levantase, cuando
de pronto, expulsa el segundo vástago.
- ¡Bendito, sea Dios! - muy alegre responde el niño.
Atender el parto hizo retardar el retorno a casa, ya que fueron dos crías.
Marcelino alistaba a la madre y los hijos para emprender el camino a casa.

Felizmente todo salió bien. Ahora el problema era que los pequeños animalitos
no podían emprender el retorno; llamó al padre de las criaturas y le dijo:

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-Ayudaras a llevar a tus hijos-
Como respuesta el animal dijo:
-Meeee-
Marcelino cogió el bolsico donde su madre le acomodaba sus alimentos para el
resto de día y coloco a cada lado a las crías, con algunos inconvenientes subió
en el lomo del animal a los nuevos integrantes de la familia y la madre como
siempre a su lado.
El recorrido era muy largo y llegó un momento en que el padre se echó al suelo
de cansancio; no le quedó otra al niño Marcelino que descansar. Después de
una pequeña siesta, tomo a una de las crías en hombros hasta dar ciertos
tramos, poco era el resultado para Marcelino, se arrodilló y pidió ayuda a la
buena madre.

Simón, su padre fue a su encuentro en su caballo azabache, a puro galope, la


preocupación no era para menos, en plena oscuridad. Marcelino en su travesía
no sentía ni frio ni dolor, no le temía a la oscuridad, sintiendo en todo momento
la protección de la buena madre.

A muchos metros de recorrido por el ágil, azabache, Simón, padre del niño
Marcelino le volvió el alma al cuerpo, encontrando sano y salvo a su pequeño
niño Marcelino, bajó muy rápido, del brilloso animal, lo abrazó y le pidió una
pronta explicación:
- ¿Qué paso hijo mío? –
El niño muy contento explicaba al padre, las bendiciones obtenidas por Dios,
por las buenas acciones de toda la familia.
- ¿Cuánto crecimiento en el ganado, Dios provee? - dijo el niño.
-Tendremos que vender algunos- expresó el papá.
-El corral está quedando pequeño, papá- dijo Marcelino.
El padre echó a los animalitos en el lomo de caballo, así como al niño
Marcelino. Emprendieron su retorno a casa. Con la plática de padre e hijo se
hizo corto el camino y al fin llegaron a casa.
Tía Luisa y María su madre, esperaban ansiosamente a Marcelino en la puerta
de la casa. Al bajar del caballo el niño abrazo a las preocupadas mujeres. El
niño conto lo sucedido, mientras preparaban su baño y calentaban sus
alimentos.

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-Tengo que seguir con la misión- dijo Marcelino a las mujeres.
Ambas se miraron y no lograban entender nada, la tía Luisa, mientras el niño
degustaba del alimento, hacía entender a Marcelino que toda la vida no iba a
estar solo con el ganado, le imploraba que continuara con las clases que ella le
daba, pues el futuro empresario, también necesita saber leer y escribir.
-Está bien, pero seguiré ayudando en la granja- respondió Marcelino.
Los padres de Marcelino sintieron una gran alegría de escuchar a su hijo
retomar las clases para así cumplir sus sueños con ayuda de Dios por medio
de la buena madre. Lo llenaron de besos y abrazos al niño.

Mónica Karina Sánchez Rivera

Referencias Bibliográficas

1. Sitio Web: https://es.slideshare.net/JOVELE/cuento-y-poesa-costumbrista-


de-mi-sullana
2. Sitio Web: https://elbuenlibrero.com/10-cuentos-piuranos-para-leer-en-
cualquier-momento/
3. Cuento y Poesía Costumbrista de mi Sullana; Aguirre César y otros - 1ª.
Edición – Abril 2019
4. Los jefes, y otros cuentos Mario Vargas llosa; Salvat Editores, S.A. Biblioteca
Básica SALVAT Enero de 1982 - Impreso en España
5. El alfarero Rebelde, Espinoza León, Carlos, 1a. edición digital -octubre de
2018 - De esta edición, Casa de la Literatura
6. JEMU, Un hombre de dos siglos – Rafemole – Primera Edición: Imprenta
San Martín.
7. Aporte para el estudio de la Narrativa – Bravo José A. – Editorial Paramonga
– Perú

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