Location via proxy:   [ UP ]  
[Report a bug]   [Manage cookies]                

Lección 3. La Iglesia Apostólica y Post-Apostólica (Siglos I y II)

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 19

Lecciones de Historia de la Iglesia Antigua

Lección 3. La Iglesia apostólica y post-apostólica (siglos I y II)

Lecturas complementarias:

— J. DANIÉLOU, Teología del judeocristianismo, Cristiandad, Madrid 2004, 14-19 y 455-475.

— Mensaje evangélico y cultura helenística, Cristiandad, Madrid 2002, 17-46 y 157-191.

— J. N. D. KELLY, Primitivos credos cristianos, Secretariado Trinitario, Salamanca 1980, 15-27.

— R. MINNERATH, “La position de l'Eglise de Rome aux trois premiers siècles”, en M. MACCARRONE (cur.),
Il primato del vescovo di Roma nel primo millennio. Ricerche e testimonianze, Libreria Editrice Vaticana,
Vaticano 1991, 139-171.

— K. SCHATZ, El primado del papa. Su historia desde los orígenes hasta nuestros días, Sal Terrae,
Santander 1996, 23-37.

— R. TREVIJANO, Orígenes del cristianismo. El trasfondo judío del cristianismo primitivo, UPSA,
Salamanca 1996, 387-392.

En esta Lección se completará en parte lo referido en la lección anterior, con el


recurso a las fuentes extrabíblicas y se avanzará tanto en la narración de los
acontecimientos principales como en la descripción de los desarrollos institucionales y
teológicos hasta finales del siglo II, excluyendo la cuestión de las relaciones con el poder
político, que se afrontarán en la Lección 4.

1. Fin de la comunidad palestinense, “pervivencia” del judeocristianismo y


expansión entre los gentiles

La práctica desaparición del cristianismo palestinense tras la destrucción de


Jerusalén hizo que, desde el punto de vista externo, solo quedara lo que hemos
denominado en la lección anterior como “cristianismo gentil”, que debió expandirse en
un contexto político y social que ya no era el judaísmo sino, fundamentalmente, el propio
del Imperio romano.

43
Nicolás Álvarez de las Asturias

Sin embargo, la desaparición material de la comunidad palestinense no supuso el


fin del judeocristianismo, que puede considerarse la primera inculturación del mensaje
cristiano y que fue el bagaje teológico e institucional con el que los cristianos
emprendieron la evangelización del mundo pagano. Solo a mediados del siglo II se
producirá el encuentro con el pensamiento griego y, consiguientemente, una segunda
inculturación del cristianismo, también de enorme trascendencia, que afrontaremos en el
último apartado de esta lección.

En el desarrollo de esta lección y en el enfoque escogido para la presentación de los tres


primeros siglos del cristianismo, sigo fundamentalmente el planteamiento historiográfico de Jean
Daniélou, que ha sabido descubrir la literatura cristiana primitiva como fuente de indudable valor
histórico. Además, ha encontrado un “modelo narrativo” convincente a partir de lo que pueden
ser denominadas como “tres simbiosis sucesivas” del cristianismo: con el pensamiento judío (y
sus categorías), en el que nace; con el pensamiento helenista y, en general, con las peculiaridades
del mundo pagano respecto al judío; y, finalmente, con el pensamiento y forma organizativa latina
que, siendo una evolución del mundo helenista, aporta una visión social y jurídica que será
relevante para el desarrollo eclesiológico e institucional1. Se trata de un modelo narrativo que,
como todos, puede matizarse. Más aún, muchas de sus caracterizaciones de las fuentes estudiadas
son hoy tenidas por superadas en el ámbito de la Patrología. Sin embargo, considero que permite
enfocar adecuadamente el desarrollo del cristianismo, evitando caer en una historia
prevalentemente política que en estos primeros siglos es profundamente inconveniente para captar
los problemas fundamentales.

1.1. El fin de la comunidad palestinense

El fin de la comunidad palestinense debe situarse poco después de la destrucción


del Templo de Jerusalén en el año 70, con el que se puso fin a la revuelta iniciada por los
judíos en el año 66. En efecto, aunque los cristianos no participaron en la revuelta,
yéndose la mayoría de Jerusalén en el año 66, para volver solo a partir del año 70, el
hecho es que consta su desaparición muy poco tiempo después.

1
Cf. J. DANIÉLOU, Teología del judeocristianismo, Cristiandad, Madrid 2004; ID., Mensaje evangélico y
cultura helenística. Siglos II y III, Cristiandad, Madrid 2002; e ID., Los orígenes del cristianismo latino,
Cristiandad, Madrid 2006

44
Lecciones de Historia de la Iglesia Antigua

Dos parecen haber sido las razones de esta desaparición, no necesariamente


excluyentes entre sí. La primera tiene que ver con la desaparición del Templo y de muchas
instituciones judías, a la que los cristianos palestinenses se sentían ligados hasta entonces.
Desparecidas dichas instituciones, su asimilación a lo que hemos llamado cristianismo
gentil resultaba más sencilla. La segunda, testimoniada por Eusebio de Cesarea, que
recoge aquí una noticia de Hegesipo, es que buena parte de ella habría caído en la herejía
tras el martirio de Santiago y la muerte de Simón, su sucesor en la sede de Jerusalén.

1.2. La inculturación judeocristiana: características e instituciones principales

El fin de la comunidad palestinense cierra el primer proceso de unificación del


cristianismo, sin que esto deba entenderse de modo absoluto, pues se dan muchas
diferencias entre las distintas comunidades. Pero todas ellas se reconducen al cristianismo
gentil, en el que no quedan rastros de observancia de prescripciones propias del judaísmo.

Sin embargo, resulta esencial percibir que “internamente” el cristianismo gentil


se expresa en categorías e instituciones que solo pueden entenderse si se tiene en cuenta
el origen judío del cristianismo o, si se prefiere, que su primera inculturación fue en la
cultura —esencialmente religiosa— judía. Por ello, internamente, el primer cristianismo
gentil fue judeocristiano. No podía ser de otra manera; expresa la novedad cristiana,
inicialmente, a través de las categorías propias del judaísmo:

“Lo propio de esta teología judeocristiana es que se expresa en el marco del pensamiento judío
de la época, es decir, en género apocalíptico... La esencia de la fe cristiana es afirmar que solo
Jesucristo ha penetrado más allá del velo y que solo él ha abierto los sellos del libro sellado. Pero
esta afirmación la teología cristiana la desarrolla por medio de categorías que eran de la
apocalíptica”2.

En el Nuevo Testamento podemos observar estas categorías sobre todo en la Carta


a los Hebreos y en el Apocalipsis. Además, las principales fuentes de la teología cristiana
pueden subdividirse en los siguientes grupos:

2
DANIÉLOU, Teología del judeocristianismo, 12.

45
Nicolás Álvarez de las Asturias

- Los Apócrifos del Antiguo Testamento de origen cristiano, como la Ascensión de


Isaías, los Testamento de los XII Patriarcas, el Libro II de Henoc, etc.

- Los Apócrifos del Nuevo Testamento, como el Evangelio de Pedro, el Evangelio


de Santiago, el Evangelio según los Hebreos, El Evangelio según los Egipcios,
etc.

- Los ordenamientos eclesiásticos de la Iglesia Antigua o “colecciones Pseudo-


Apostólicas”. Se trata de escritos con contenido moral, litúrgico y disciplinar que,
escritos en un lugar concreto, se difunden por toda la Iglesia, adaptándose a las
necesidades concretas de cada lugar. Los principales son la Didaché, la
Didascalia, la Traditio Apostolica de Hipólito y las Constituciones Apostólicas.
Su atribución a los Apóstoles fue un modo de expresar su carácter originario y
vinculante, sin que deba entenderse como una afirmación histórica3.

- La Epístola de Bernabé y el Pastor de Hermas, manual de catequesis el primero


y sobre la penitencia el segundo.

- Las Cartas de Ignacio de Antioquía y de Clemente Romano.

- Algunas tradiciones de los presbíteros: Papías y Clemente de Alejandría.

Estas fuentes atestiguan, entre otras cosas, cómo se plasmaron originariamente


cuatro instituciones fundamentales para la vida de la Iglesia y que construyen una especie
de transición entre el cristianismo original y su expresión en el ambiente greco-romano.
A través de ellas la Iglesia continúa la obra de Cristo y mantiene la certeza que Cristo se
encuentra presente en ella hasta nuestros días.

(i) El Bautismo. En el Nuevo Testamento el Bautismo se presenta como el modo


establecido por Cristo para que cuantos creen en él se incorporen a su Vida y misión. Su
carácter de oferta de salvación hizo que el cristianismo se percibiera como una más entre
las religiones novedosas provenientes de Oriente y que ponían el acento en la necesidad
del hombre de ser salvado. Su articulación primera ofrece ya algunos elementos que se
convertirán en permanentes:

3
Cf. J. J. AYÁN, ‘Ordenamientos disciplinares de la Iglesia Antigua (colecciones Pseudo-Apostólicas)’, en
J. OTADUY - A. VIANA - J. SEDANO (dir.), Diccionario general del derecho canónico, vol. V, Aranzadi,
Pamplona 2012, 791-793.

46
Lecciones de Historia de la Iglesia Antigua

En primer lugar, el Bautismo como una realidad que, para ser recibida, necesita
de una catequesis previa de contenido tanto dogmático/doctrinal como moral. La
existencia desde el principio en la insistencia de esta catequesis previa pone de manifiesto
dos convicciones originarias: primero, que la oferta cristiana se dirige tanto a la
inteligencia como a la voluntad; y segundo que exige por parte del hombre una respuesta
libre y comprometida, puesto que comporta la conversión. La catequesis moral unida a la
doctrinal (desde el comienzo se exhorta: «convertíos y creed») comportan una repuesta
libre en términos de conversión. La fuerza de la gracia recibida y la radicalidad con la
que debe ser acogida, caracterizarán la catequesis y la reflexión teológica sobre el
Bautismo en estos primeros siglos.

En segundo lugar, el efecto en que más se incide es en el del perdón de los


pecados, verdadero mal del que el hombre necesita ser salvado.

En tercer lugar, respecto a su modo de celebración, el uso del agua y de la fórmula


trinitaria aparecen desde los orígenes. En algunas fuentes encontramos también la unción
post-bautismal, a la que se da el nombre de sello. Esta unción sería la manera que tuvo el
judeocristianismo de explicitar el carácter novedoso del Bautismo cristiano, relacionado
con la efusión del Espíritu Santo. Finalmente, la imposición de la vestidura blanca aparece
ya atestiguada en algunas fuentes.

(ii) La Eucaristía. Aparece desde el principio como el acto central y específico


del culto cristiano. Su celebración inicialmente unida a un banquete fraterno desapareció
pronto por el riesgo de que el primero oscureciera el carácter eminentemente sacro que la
celebración tuvo desde el principio. Respecto a la estructura de la celebración, la lectura
de las Escrituras y la acción de gracias en la que se hace presente a Cristo en el pan y el
vino, la Comunión y el recuerdo de los pobres, aparecen como elementos esenciales.

Respecto a la comprensión del misterio eucarístico que tuvieron las primeras


generaciones cristianas, Cullman la sintetiza del siguiente modo:

“La Didaché nos enseña que se pronunciaba también el Maranatha en el momento de la


Cena, en el marco de la liturgia eucarística. Debió tener, pues, un papel de primera importancia
en el culto primitivo, ya que Pablo la cita en arameo en una epístola escrita en griego.
Contrariamente a otras oraciones eucarísticas que contiene la Didaché y que recuerdan a menudo

47
Nicolás Álvarez de las Asturias

hasta en sus términos las oraciones judías, tenemos en el Maranatha un elemento específicamente
cristiano de las oraciones litúrgicas primitivas, es decir, una conexión muy estrecha con la
resurrección de Cristo que se festejaba cada domingo; debido a que en un domingo Cristo se había
aparecido a los discípulos durante una comida, se le pedía que volviese a aparecer en el momento
de la Cena… Y como esta presencia espiritual de Cristo en su Iglesia es la prenda de su regreso
al final de los tiempos, esta antigua oración es, a la vez, recuerdo de su aparición el día de su
resurrección, llamada para que se renueve en el momento de la Santa Cena y anuncio de la parusía
final, que debe también hacerse en el marco del banquete mesiánico.”4

Así, la presencia de una expresión típicamente cristiana, atestiguada por la


Didaché como perteneciente a la liturgia eucarística, nos abre a la primitiva comprensión
de la Eucaristía, que es un recuerdo (memorial), una presencia y una espera (prenda). Los
primeros cristianos, cuando se reunían a celebrar la Eucaristía eran, pues, absolutamente
conscientes de que Jesucristo había resucitado, de que se hacía presente en la Eucaristía
y de que, de esa manera, les sostenía en la espera de su vuelta gloriosa.

(iii). La oración. En un principio la oración debía hacerse tres veces al día, como
los esenios y también partir la noche. Una característica particular era la orientación, ya
que los primeros cristianos rezaban siempre mirando a Oriente, Daniélou encuentra su
sentido original en una lectura cristológica de algunas afirmaciones del Antiguo
Testamento (Gn 2, 8; Ez 43, 1-5; Ez 47, 1-2; Zac 14,4, por ejemplo) y en algunas palabras
explícitas de Cristo (Mt 24, 27; Lc 1, 78; Hch 1,11, etc.). El Padrenuestro cobrará desde
el principio una importancia fundamental en la oración cristiana.

(iv). El sacerdocio. Inicialmente puede distinguirse entre un sacerdocio local, al


servicio de las comunidades ya establecidas, y un sacerdocio misionero o itinerante, con
una doble finalidad: la expansión del cristianismo y garantizar el vínculo entre las
comunidades establecidas y el apóstol o comunidad que les dio origen.

4
O. CULLMANN, Le culte dans l’Église primitive, Paris 1945, 12-13, cit. por DANIÉLOU, Teología del
judeocristianismo, 433-434

48
Lecciones de Historia de la Iglesia Antigua

1.3. La expansión misionera

Una de las características más sorprendentes del cristianismo desde sus orígenes
es su constante expansión. Algunos estudiosos la han cifrado de un crecimiento del 40%
cada década, si se toma por cierto que a comienzos del siglo IV entre 8 y el 12% de la
población del Imperio romano era cristiana. La pregunta por las causas puede plantearse
de muchos modos y nos acompañará a lo largo de las siguientes lecciones. En este
epígrafe se señalarán tan solo algunos elementos que ayuden a formarse una visión crítica
con los datos de que disponemos.

a) Fuentes, narrativa y “modelos narrativos”

En primer lugar y más que nunca, ayuda distinguir entre fuentes y narrativa. Es
un hecho que disponemos de pocos datos de los primeros tiempos cuya credibilidad
histórica pueda asegurarse de modo completo. Por ello, un camino para explicar el hecho
de la difusión del cristianismo en tantos lugares ha sido el de narrarlo partiendo, bien de
la situación posterior, bien de convicciones teológicas o “estratégicas” que permitieran
explicar la realidad de un modo conveniente. Discernir qué hay de verdad y qué hay de
reconstrucción interesada es una de las tareas más importantes de los historiadores de este
periodo, partiendo de la base de que es muy difícil llegar a afirmaciones incontrovertibles.

En cualquier caso, sí deben conocerse al menos dos caminos de los que dispone
el historiador, así como una cautela metodológica que debe tener. Los caminos son 1) el
recurso a los testimonios de la arqueología por una parte, 2) y el de la verificación de la
antigüedad real de las noticias acerca de hechos concretos que nos transmiten algunas
fuentes cristianas, por otra. Así, por ejemplo, la presencia del sepulcro de Pedro en Roma
(dato arqueológico) y la antigüedad y pluralidad de testimonios acerca de su presencia y
martirio en Roma, dan una consistencia plena a la veracidad de este hecho histórico. La
cautela es no dar un peso absoluto al argumento del silencio de las fuentes, toda vez que
las fuentes conservadas son escasas y, en ocasiones, parciales.

Estas dificultades objetivas han tenido, sin embargo, un efecto beneficioso: el de


plantear la explicación de la expansión del cristianismo no solo a partir de la obra de
personajes conocidos, sino como resultado de la acción evangelizadora y testimonial de
muchos cristianos, tanto personal como colectivamente. Se trata de un “modelo narrativo”
que se forma a partir de lo que dejan entrever las fuentes sin explicitarlo: la conciencia

49
Nicolás Álvarez de las Asturias

misionera de todos los cristianos y el fuerte impacto testimonial de sus vidas y


comunidades. Ambas causas explicarían el éxito y ampliarían en protagonismo más allá
de la obra de las figuras cuya memoria se ha conservado.

En cualquier caso, no debe descartarse el “modelo narrativo” tradicional, que liga


a la obra de cada apóstol y de sus colaboradores inmediatos la primera expansión del
cristianismo. Se trata de un modelo complementario al anterior, cuando sus afirmaciones
resisten a una mínima crítica.

b) La obra evangelizadora de los Apóstoles y su fundamento histórico

La obra evangelizadora de san Pablo es, sin duda, la más conocida por el Nuevo
Testamento, en el que también encontramos algunos elementos para conocer la acción de
Pedro y de Juan.

En el caso de Pedro, tras su marcha de Jerusalén, la referencia de Pablo en la carta


a los Gálatas nos permite situarle en Antioquía, y tanto los datos arqueológicos como la
credibilidad que merecen las fuentes que lo mencionan, permiten afirmar su muerte y
sepultura en Roma en tiempos de Nerón. Igualmente puede afirmarse la muerte y
sepultura de Pablo en la misma ciudad.

Por lo que respecta a Juan, su traslado a Éfeso, junto con la Virgen María, debe
tenerse por cierto. Del mismo modo que su acción evangelizadora en Asia Menor,
siempre desde Éfeso, muriendo a finales del siglo I. Otros relatos acerca del final de su
vida gozan de menor certeza.

Para el resto de los Apóstoles, si dejamos de lado los relatos más insostenibles de
algunos evangelios apócrifos, contamos con la afirmación de Orígenes, transmitida por
Eusebio de Cesarea, según la cual “a Tomás se le asignó, según la tradición, el país de los
Partos; a Andrés, Escitia; a Juan, Asia”. Por su parte, Rufino, añadió a este pasaje “a
Mateo se le asignó la región de Etiopía, y a Bartolomé la India del Este”. Otros
testimonios hablan de la predicación de Tomás en la India, donde se venera su sepulcro.

Finalmente, si exceptuamos los martirios de Santiago el Mayor en Jerusalén, los


de Pedro y Pablo en Roma y la muerte de Juan en Éfeso, las noticias de acerca del martirio

50
Lecciones de Historia de la Iglesia Antigua

de los restantes Apóstoles, en conexión con el relato de su acción misionera, provienen


de tradiciones cuya historicidad es difícil de establecer5.

c) El origen del cristianismo en España6

Manuel Sotomayor, uno de los mayores estudiosos del origen del cristianismo en
España, parte de la siguiente afirmación:

“La Iglesia en España no hay que considerarla como una Iglesia importada desde fuera,
como algo ya definido y hecho, sino como una comunión de iglesias o comunidades que van
surgiendo y desarrollándose a partir de una múltiple predicación y ejemplo de diversos elementos
cristianos que van llegando a los puntos más diversos de la Península.”7

Se trata de una afirmación que busca poner de relieve el origen plural de la


presencia del cristianismo en España, no reconducible a la actividad evangelizadora ni de
una única persona ni de un único grupo de personas. Esto permite explicar el primer
cristianismo hispano también en términos plurales, con diferentes acentos entre los
primeros grupos, que se irían homogeneizando progresivamente.

En este contexto deben explicarse como complementarias las distintas tradiciones


acerca de la primera difusión del cristianismo en España:

(i) La predicación del apóstol Santiago. Se objeta el silencio de las fuentes hasta
muy tarde y la dificultad (no imposibilidad) cronológica. La presencia de su
sepulcro en Compostela es una cuestión relacionada pero no idéntica. En
cualquier caso, la altísima probabilidad de que sea su verdadero sepulcro, a
la luz de los últimos estudios arqueológicos, dota de mayor consistencia a la
tradición acerca de su predicación en España, despojando de carácter absoluto
al argumento del silencio de las fuentes.

5
Cf. ÁLVAREZ GÓMEZ, 67-68.
6
Cf. Ibid., 71-84.
7
M. SOTOMAYOR, “La Iglesia en la España Romana”, en R. Gª-VILLOSLADA (dir.), Historia de la Iglesia
en España, vol. 1, BAC, Madrid 1979, 13.

51
Nicolás Álvarez de las Asturias

(ii) La predicación de san Pablo en España se sustenta en su doble afirmación en


la carta a los Romanos, sin que sea una afirmación absolutamente
concluyente. La tradición de su entrada en Tarragona es tardía.

(iii) La tradición de los siete varones apostólicos se origina en torno al siglo X,


recargando de datos una tradición precedente de siete varones –Torcuato,
Segundo, Indalecio, Tesifonte, Eufrasio, Cecilio y Hesiquio– que habrían sido
enviados desde Roma por san Pedro y san Pablo para evangelizar España.
Con toda probabilidad, el fondo de un “origen romano”, entre otros, del
cristianismo en España debe mantenerse.

(iv) Otros datos, relacionan la primitiva Iglesia española con la Iglesia africana.
Por una parte, nos encontramos con testimonios de la preocupación de la
Iglesia de África por la situación de la Iglesia en España; por otra, algunas
características de la teología hispana posterior sólo se entienden como una
pervivencia de la teología del norte de África en nuestro suelo.

2. Sucesión apostólica y fijación de la estructura jerárquica8

Ya se ha visto en la lección anterior la importancia de las nociones de “sucesión


apostólica” y “depósito de la fe” para la comprensión de la transmisión de naturaleza
sacramental de la autoridad que Cristo confió a sus apóstoles. Como se ha señalado con
acierto, las fuentes cristianas hablan de sucesión cada vez que un depósito desborda a
quien es temporalmente el depositario9.

Así, la primera epístola de Clemente a los corintios (nn. 42 y 44) refleja que la
sucesión apostólica procede en última instancia de Dios mismo: el Padre envió a
Jesucristo, este a su vez a los apóstoles y estos enviaron a las primeras autoridades de las
comunidades, estableciendo que a ellos les sucedieran hombres dignos.

8
Parte de lo que sigue está tomado literalmente de ÁLVAREZ DE LAS ASTURIAS – SEDANO, 59.
9
Cf. R. MINNERATH, “La position de l'Eglise de Rome aux trois premiers siècles”, en M. MACCARRONE
(cur.), Il primato del vescovo di Roma nel primo millennio. Ricerche e testimonianze, Librería Editrice
Vaticana, Vaticano 1991, 139-171.

52
Lecciones de Historia de la Iglesia Antigua

Además, de un modo gradual, con la desaparición de los Apóstoles, la jerarquía


quedó configurada con la distinción entre obispos, presbíteros y diáconos. Esta distinción
se observa ya con claridad en los primeros años del siglo segundo en las cartas de san
Ignacio de Antioquía (†108):

Los obispos ya están establecidos por los confines de la tierra; se debe obediencia al obispo como
a Jesucristo y al presbiterio como a los apóstoles (vid. especialmente las Epístolas a los efesios, a los
magnesios y a los tralianos, así como la Epístola de Policarpo a los filipenses).

El modelo del episcopado monárquico, que surgió ya desde los orígenes de


algunas comunidades, se generalizó a principios del siglo II, aunque en Alejandría se
retrasó hasta finales de dicho siglo. Dicho proceso de institucionalización del ministerio
estuvo sometido a ciertas tensiones con los carismas, como lo reflejan el episodio de
Pablo y Apolo (1 Cor 4, 6) o diversos pasajes de las cartas de san Ignacio (Ef 6, 1; 15, 1-
3; Fil 1, 1)10.

El triunfo de este modelo organizativo, basado en la distinción de tres grados en


el sacramento del Orden y en reservar la plenitud del Orden sacerdotal a los obispos,
obedeció a la conjunción de tres factores:

(i) El primero fue la desaparición de la jerarquía itinerante como


consecuencia de la desaparición de los apóstoles. De este modo, la
dependencia de las diferentes comunidades cristianas respecto a su origen
quedaba necesariamente atenuada, debiendo encontrar los cauces para
mantener la comunión entre sus propios miembros.
(ii) El segundo fue la necesidad de determinar la regla de la fe en cada
comunidad cristiana, que exigía una autoridad única, capaz de
testimoniarla autorizadamente, por encima de las eventuales voces
discordantes entre los distintos responsables de la comunidad. En este
sentido, la finalidad principal de la sucesión apostólica y el
establecimiento del episcopado monárquico convergen.

10
Cf. R. TREVIJANO, Orígenes del cristianismo. El trasfondo judío del cristianismo primitivo, Publicaciones
de la UPSA, Salamanca 1996, 382-392.

53
Nicolás Álvarez de las Asturias

(iii) El tercero fue la reflexión teológica en torno a la cuestión precedente y al


misterio de la Iglesia. Se trata de una teología rica en imágenes, que
vincula la estructura de la Iglesia al misterio de la Trinidad y que tiene sus
principales exponentes en san Ignacio de Antioquía y en la Didascalia:

“Vuestro gran sacerdote y vuestro levita es el obispo; él es quien os administra la palabra


y el que es vuestro mediador; es también para vosotros un maestro y, después de Dios, el padre
que os ha engendrado por medio del agua; él es vuestro jefe y vuestro guía, es el rey poderoso
que os conduce en lugar del Todopoderoso. Honradle tanto como a Dios, puesto que el obispo
os preside como siendo, para vosotros, figura de Dios” (Didascalia II,26,4).

Con todo, la fijación de la estructura jerárquica puso en primer plano otras


cuestiones que recorrerán la vida de la Iglesia, que exigirán una constante atención
teológica y disciplinar y que, de momento, basta con enunciar:

(i) La relación entre ministerio recibido y santidad personal del que lo recibe.
(ii) La necesidad de la Iglesia de protegerse contra un mal obispo y, sobre
todo, contra un obispo hereje. Por ello, el afianzamiento del episcopado
monárquico implica, a la vez, la consolidación de una estructura
conciliar/sinodal de la Iglesia, como instancia superior para resolver este
problema tan grave.
(iii) Los límites de la potestad del obispo, que debe estar circunscrita a su
propia comunidad.
(iv) La distribución de tareas y la consiguiente reflexión teológica sobre el
episcopado, el presbiterado y el diaconado.

3. Depósito de la fe y regla de la fe

Ya hemos visto cómo el Nuevo Testamento se hace eco de las primeras


desviaciones del cristianismo, cómo se perfila tanto la noción de herejía como su

54
Lecciones de Historia de la Iglesia Antigua

consecuencia (la excomunión) y la autoridad competente para distinguir la verdad del


error en cuestiones doctrinales (el episcopado).

La historia enseña, además, que el discernimiento de la verdad y del error suele


llevar tiempo y se produce en circunstancias concretas que pueden dificultar su
percepción correcta por parte de muchos. Son factores que, si se tienen en cuenta, ayudan
a comprender la difusión y persistencia de muchas herejías, a pesar de los
pronunciamientos doctrinales en su contra.

La lucha contra las primeras herejías es contemporánea a la formulación de los


primeros símbolos de fe, siendo cuestiones estrechamente conectadas entre sí. También
a la mayor precisión de los vínculos de comunión entre los obispos y los modos de
expresarlos.

3.1. Las primeras herejías11

Un primer grupo de herejías tiene un carácter marcadamente cristológico y tienen


su origen en la comunidad palestinense. Son el primer testimonio de una cuestión que
acompañará a la Iglesia durante todo el primer milenio: cómo hacer compatible la
profesión de fe en el monoteísmo con la divinidad de Cristo. Bajo el nombre de ebionitas
se engloban distintas herejías que niegan la divinidad de Cristo, bien reduciéndole a un
puro hombre, bien reconociéndole estar particularmente ungido o bendecido por Dios,
como el mayor de los profetas.

Un segundo grupo de herejías se caracterizan por un sincretismo religioso,


buscando interpretar la fe cristiana desde las especulaciones intelectualistas y los mitos
de origen oriental. La más importante es el gnosticismo o, mejor dicho, los distintos
gnosticismos. Los gnósticos procuraban explicar racionalmente las verdades de la fe a
través de especulaciones filosófico-religiosas ajenas al cristianismo. El resultado fue que
se acabó postulando la existencia de una doble revelación y una doble Iglesia: una para
los sencillos y otra secreta para los elegidos y capacitados. La excesiva importancia dada
a la inteligencia comportó, además, un desprecio a todo lo material, incluida la
Encarnación y, por supuesto, los sacramentos. La lucha contra el gnosticismo fue la

11
Cf. ÁLVAREZ GÓMEZ, 203-208. Estas corrientes heterodoxas serán objeto de estudio en profundidad tanto
en Cristología como en Patrología.

55
Nicolás Álvarez de las Asturias

primera de envergadura que debió afrontar el cristianismo, como testimonia, por ejemplo,
la Primera Carta de Juan (1 Jn) y, sobre todo, la obra de san Ireneo de Lyon.

Un tercer y último grupo es el de las herejías de carácter prevalentemente moral.


Entre ellas destaca en primer lugar el nicolaísmo, corriente que justificaba los
comportamientos inmorales puesto que la salvación ya había sido dada. En segundo lugar,
sobre todo, el montanismo, de marcado carácter rigorista. Éste se basaba tanto en la espera
de la inmediata venida de Cristo como en la necesaria radicalidad con la que debía
recibirse el bautismo, para negar validez al matrimonio y dudar seriamente de la
capacidad de la Iglesia para perdonar los pecados cometidos después del bautismo.

3.2. Símbolos de fe

Como respuesta a las primeras herejías, la Iglesia continuó condensando su fe en


fórmulas fijas, como hemos visto ya que sucedía desde los mismos inicios. Al ser
fórmulas breves, eran fácilmente transmitibles y memorizables, constituyendo su
conocimiento y profesión un criterio cierto de fe ortodoxa.

Entre los símbolos de este periodo destaca el Símbolo de los Apóstoles, de gran
importancia tanto por la fijación de verdades como por su atribución a los Apóstoles. En
efecto, la atribución apostólica indica la conciencia que la Iglesia tiene de que, al ser ella
misma apostólica, atribuirle algo a ellos es signo de máxima autoridad. El relato posterior
—no histórico— de cómo se habría compuesto este Símbolo es ilustrativo de su
importancia para la Iglesia primitiva:

“Así que, encontrándose a punto de despedirse unos de otros, lo primero que hicieron fue
establecer una norma común para su futura predicación, de modo que cuando no pudieran
encontrarse, por las distancias a que se hallarían, no dieran doctrinas diferentes a los pueblos que
invitaban a creer en Cristo. Así que se reunieron en un lugar determinado y, llenos como estaban
del Espíritu Santo, redactaron, como hemos dicho, el breve compendio de su predicación futura,
aportando cada uno lo que consideraba conveniente. Y todos determinaron que había que
considerar ese compendio como norma doctrinal para los creyentes” (Tiranio Rufino, Comm. in
symb. apost. 2; ca. 404).

56
Lecciones de Historia de la Iglesia Antigua

4. Vínculos de comunión12

4.1. Elementos de unidad

El espíritu de unidad, caridad y fraternidad, inspirado por las enseñanzas de


Jesucristo y que se expresa de una forma modélica en Hch 2, 42-47, no era una cuestión
que implicaba únicamente a las relaciones interpersonales, sino también a las relaciones
entre las distintas comunidades cristianas que iban naciendo –incluso dentro de los límites
de una misma ciudad– en atención a su composición u origen (comunidades
judeocristianas, mixtas, paulinas o joánicas).

De esta manera, aunque había muchas comunidades, existía una sola Iglesia (Mt
16, 18) en torno a “un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo” (Ef 4, 5), como lo
expresan diversas imágenes neotestamentarias como Templo de Dios (1 Cor 3, 16),
Cuerpo de Cristo (1 Cor 12, 12-13; Rm 12, 5; Ef 5, 30-32) y Esposa (Ef 5, 25-27; Ap 19,
7-9; 21, 1-2), que más allá de la realidad empírica remiten al misterio. San Ignacio fue el
primero en aplicarle el adjetivo de católica, esto es, universal (Esm VIII, 1) y el pan
eucarístico es signo de unidad (1 Cor 10, 17; Didaché IX, 4).

Frente al desafío del gnosticismo y las posteriores corrientes heréticas, la remisión


a testigos particulares ya no era suficiente y fue necesario acudir, como referencia de la
verdadera communio, a la Tradición. Esta Tradición es transmitida por los obispos, que
la recibien en una cadena ininterrumpida desde los apóstoles –sucesión apostólica–,
atestiguada mediante la confección de las primeras listas de obispos. Por otra parte, ya en
las cartas de san Ignacio se encuentran diversas referencias a la sucesión apostólica de los
obispos, así como en los escritos de san Ireneo de Lyon (+ ca. 203), el primer gran teólogo
de la Iglesia, y Tertuliano (+ ca. 220).

Esas desviaciones doctrinales llevaron también a las comunidades de los ss. II y


III a incrementar sus contactos mediante diversos instrumentos: el intercambio de cartas
y la circulación y adaptación de los ordenamientos eclesiásticos, la participación de
obispos vecinos en las ordenaciones episcopales, la convocatoria de concilios y sínodos

12
Este epígrafe está tomado literalmente de ÁLVAREZ DE LAS ASTURIAS – SEDANO, 60-62, ampliándolo
parcialmente.

57
Nicolás Álvarez de las Asturias

regionales, o el papel de supervisión de determinadas Iglesias sobre otras, en el que


destaca la especial posición del obispo de Roma13.

Sobre los concilios, consta la celebración de concilios particulares (reuniones de obispos


de un territorio concreto) desde el siglo II, y ya de modo muy difundido desde el III. No se han
conservado directamente las actas de ninguno de ellos.

De extraordinaria importancia tanto como fuente histórica como vínculo de comunión


fueron los llamados “ordenamientos eclesiásticos de la Iglesia antigua” o “colecciones pseudo-
apostólicas”, ya señalados en el primer epígrafe de esta Lección.

Paulatinamente, la Iglesia católica fue haciéndose consciente de sus señas de


identidad: Sagrada Escritura, regla de fe y Tradición. De este modo se van formulando
las primeras confesiones de fe, necesarias tanto para preservar la verdadera predicación
apostólica frente a las desviaciones, como para la enseñanza y su uso litúrgico.

4.2. El primado petrino

Uno de los medios principales para preservar la unidad de la Iglesia fue el recurso
a lo que posteriormente sería conocido como primado petrino. Ya se vieron en la lección
anterior sus fuertes fundamentos escriturísticos.

Por eso, desde el primer momento, entre las sedes de origen apostólico –Roma,
Antioquía, Alejandría, Filadelfia, Éfeso, Corintio y Tesalónica–, la primera fue
considerada –tras el declive de Jerusalén– como la nueva Iglesia madre en atención al
martirio de Pedro y Pablo.

La Primera carta de Clemente a los corintios (ca. 95) es el primer documento que
refleja la responsabilidad que sentía la comunidad de Roma hacia el resto de las Iglesias.
La carta de san Ignacio de Antioquía a los Romanos aporta también una serie de datos
interesantes. Esta comunidad es designada como la que “preside en la región de los
romanos”, “la que está a la cabeza de la caridad, depositaria de la ley de Cristo”. Aunque
estos términos han recibido múltiples interpretaciones, no cabe duda de que la comunidad

13
Cf. TREVIJANO, 398-402.

58
Lecciones de Historia de la Iglesia Antigua

de Roma gozaba de una especial relevancia religiosa y espiritual: aparece como maestra
y no, como las otras, necesitadas de instrucción14.

De este modo, tanto en Oriente como en Occidente, la comunión con la sede de


Roma es buscada como signo de pertenencia a la comunión católica: la Iglesia de Roma
es criterio de la auténtica tradición apostólica (san Ireneo, Adversus haereses 3,3,1-2); y
Eusebio de Cesarea, en la primera redacción de su Historia Eclesiástica (ca. 324), indica
que la señal de la continuidad de la sucesión apostólica se concentra en las tres sedes
petrinas de Roma, Antioquía y Alejandría, siendo la primera la verdaderamente decisiva
en atención al martirio de Pedro, allí donde continúa su función.

La lista ofrecida por Ireneo, indica así la secuencia de los primeros papas: Pedro (30-64),
Lino, Anacleto, Clemente, Evaristo, Alejandro, Sixto, Telesforo, Higinio, Pío, Aniceto (155-166),
Sotero (166-174) y Eleuterio (174-189), que recibe la visita del mismo Ireneo. Para algunos
historiadores como Duffy o Laboa, el primer obispo de Roma en sentido propio habría sido
Aniceto. Sin dudar de la existencia histórica de los papas intermedios entre Pedro y éste, los ven
más bien como los presbíteros más representativos de cada momento. Se basan para ello en el
origen judío de la comunidad cristiana de Roma, que habría mantenido el modelo presbiteral, pero
minimizando el hecho de que en el modelo presbiteral, tanto en ámbito judío como cristiano, se
distinguía siempre, como hemos visto, uno de entre ellos con funciones de presidencia15.

Así, la sede de Roma fue asumiendo cada vez más una función de centro de la
comunión cristiana, por la cual intervenía de modo puntual en asuntos graves de otras
Iglesias. No obstante, los primeros intentos de asumir esa responsabilidad sobre las
restantes Iglesias no siempre tuvieron un resultado del todo positivo. Hacia el año 160,
san Policarpo de Esmirna acudió a Roma para discutir con el papa Aniceto (155-166)
sobre la celebración de la Pascua, si debía celebrarse el 14 de Nisán, según la costumbre
judía que seguían las Iglesias judeocristianas, o el domingo siguiente, según la tradición
romana. Ninguno de los dos pudo convencer al otro. Tiempo después, en torno al año
195, en una serie de sínodos celebrados en diversas partes del mundo, el papa Víctor (189-

14
Cf. K. SCHATZ, El primado del papa. Su historia desde los orígenes hasta nuestros días, Sal Terrae,
Santander 1996, 29.
15
Cf. E. DUFFY, Santos y pecadores. Una historia de los papas, Acento - PPC, Madrid 1998, 6-11 y J. M.
LABOA, Historia de los Papas: entre el reino de Dios y las pasiones terrenales, La esfera de los libros,
Madrid 2013, 32-33.

59
Nicolás Álvarez de las Asturias

199), apelando a la tradición de Pedro y Pablo, consiguió que muchos obispos aceptaran
los usos de Roma, pero no así los obispos de Asia Menor, liderados por Polícrates de
Éfeso, a pesar de las graves penas conminadas por el papa.

Esta conciencia de los obispos de Roma de heredar la función de Pedro en el seno


de la Iglesia viene corroborada también por el catálogo de los papas elaborado por san
Hegesipo de Jerusalén hacia el año 180, entroncando con Pedro.

De los datos mostrados, se puede apreciar que, desde los primeros tiempos, la
comunidad y el obispo de Roma gozaron de un prestigio y autoridad especiales. Cuestión
distinta es la del modo de ejercicio de esa autoridad que, no obstante las diversas
dificultades afrontadas, fue afirmándose y ampliándose con el paso del tiempo en toda la
Iglesia.

5. El encuentro con la cultura helenista y la “alianza” entre la fe cristiana y la razón


filosófica16

A partir del s. II y durante el s. III el mensaje cristiano debió medirse con el


ambiente helenístico. Se produjo así una segunda y fundamental “inculturación” del
mensaje cristiano, que se encontró de este modo con la filosofía y se apartó, por completo,
del diálogo con las religiones de su tiempo.

Para comprender el motivo de este paso, debe tenerse en cuenta el carácter


ambivalente de la sociedad pagana. Por una parte, crédula hasta la superstición y deseosa
de una salvación que busca en las religiones mistéricas provenientes de oriente. Y, por
otra, racional y convencida del carácter meramente mitológico de la religión tradicional.
De este modo, discurren en paralelo dos discursos diversos: el de la razón, que a veces
llega a Dios, pero no al de las religiones tradicionales, y otras veces al ateísmo completo;
y el de la emoción religiosa, que se encauza por las nuevas formas de religiosidad17.

16
El estudio riguroso de este paso fundamental en la historia del cristianismo corresponde
fundamentalmente a la Patrología. Pueden servir como lecturas de síntesis, complementarias con lo que se
estudia en dicha materia el clásico W. JAEGER, Cristianismo primitivo y paideia griega, FCE, México 1965
y DANIÉLOU, Mensaje evangélico y cultura helenística. Siglos II y III.
17
Una iluminadora descripción del diferente acceso a Dios a partir de las religiones o a partir de la filosofía,
puede leerse en los dos primeros capítulos de J. DANIÉLOU, Dios y nosotros, Cristiandad, Madrid 2003.

60
Lecciones de Historia de la Iglesia Antigua

Ante este doble discurso, la Iglesia optó por el diálogo con el mundo de la razón,
dominado entonces por el neoplatonismo y, en parte, por el gnosticismo. Con ellos
dialogaron tanto Ireneo de Lyon, como los llamados Padres Apologistas. Denominador
prácticamente común a todos ellos es la consideración fundamentalmente positiva de la
filosofía tanto para la preparación a recibir la fe –la praeparatio evangelica–, como para
formularla. Asimismo, se considera útil para la educación de los jóvenes.

Se comprende que esta consideración positiva de la filosofía para la formulación


de la fe supusiera un progresivo abandono de las imágenes y categorías provenientes del
judeocristianismo, para abrazar aquellas provenientes de la filosofía helenista. La
depuración de astas para que pudieran expresar adecuadamente la fe revelada será una de
las grandes tareas de la reflexión teológica de los siglos siguientes.

Por último, debe tenerse en cuenta que el cambio de destinatario principal (del
judío al pagano) de la acción evangelizadora, cambiará en parte los contenidos del primer
anuncio, incluyéndose en él elementos como la fe en la creación o en el juicio final, no
presentes anteriormente por ser comunes a la fe judía. Además, se insiste en la
contraposición entre hechos (o acontecimientos) y mitos. Así, los mitos y sus dioses
aparecen en la primera predicación cristiana como diabólicos, puesto que apartan al
hombre de la verdad y canonizan la inmoralidad. Los hechos de la salvación, en cambio,
ponen al hombre en la verdad y le llevan a vivir una vida recta y virtuosa.

61

También podría gustarte