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Agencia, Voz y Ethos en Conflicto

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Agencia, voz y ethos en conflicto. La escritura


académica como experiencia de silenciamiento

Gregorio Hernández Zamora

Este escrito no pretende hacer generalizaciones estadísticas, sino


identificar y visibilizar, a través de casos particulares, un fenómeno
recurrente que he observado como investigador, docente y asesor
académico en diversas instituciones de educación superior mexica-
nas: la escritura académica como experiencia de silenciamiento y
sufrimiento, especialmente en la elaboración de la tesis. Se presen-
tan casos específicos de estudiantes de posgrado en el área de cien-
cias sociales y humanidades que ilustran este fenómeno. Se adopta
una perspectiva cualitativa, cuyo fin es comprender cómo los casos
particulares en instituciones particulares nos permiten ver y enten-
der contextos generales que producen ese tipo de particularidades.
Epistemológicamente se pone en juego aquí la idea de que si diver-
sos particulares comparten algo en común, ello implica que estamos
ante una propiedad o fenómeno que existe en un plano general o
universal, y se manifiesta en casos particulares. La validez del análi-
sis no depende, por tanto, de la cantidad de casos presentados, sino
de la cualidad en la conceptualización del fenómeno, y la evidencia
que le da sustento.

T erapia académica

En un post de Facebook, una alumna de una universidad pública


mexicana, a quien llamaré “Cecilia”, escribió lo siguiente:

¿Les doy un consejo de amigos? ¡NUNCA SE LES OCURRA ESTU-


DIAR UN DOCTORADO! Es tan limitado el espacio para decir algo
que uno acaba diciendo lo que te dicen que digas. Lloras, sufres, no
entiendes, acabas dudando de tus principios más básicos, y todo ¿para
qué? Para que te digan que estás completamente sobrecalificado y estés
más desempleado que un barrendero.

Además de ser alumna del doctorado, Cecilia fue tutora de un


alumno de maestría que batalló muchísimo también con su tesis.
Cecilia le escribió un post a su alumno en el que le decía:

¿Quién dijo que aprender era sencillo? Tu trabajo me ha hecho reír a


carcajadas y es toda una inspiración para que yo continúe mi propia ruta
infernal de la titulación, y me impulsa a no morir en el intento y encon-
trarle sentido a todas las penas que he sufrido en este camino de la ¡ES-
TRUCTURADA, LIMITANTE Y HORROROSA escritura académica!

Desde un inicio en las múltiples reuniones de terapia académica


que tuve con esta alumna-profesora, me di cuenta de que el suyo
no era un caso aislado. Por años he escuchado ese tipo de comen-
tarios entre estudiantes de licenciatura y posgrado en las diversas
instituciones mexicanas donde he sido asesor, profesor, investiga-
dor, conferencista o amigo de Facebook. Lo perturbador en el caso
de Cecilia, no es sólo que además de alumna sea también profesora
universitaria, sino que es una persona con una larga trayectoria de
vida como lectora y escritora asidua. Incluso ha tenido reconoci-
mientos como promotora de lectura y como autora de textos lite-
rarios. ¿Cómo es posible entonces que una lectora-escritora deteste
escribir en la universidad? Tengo múltiples evidencias grabadas y
documentadas de estudiantes que dan cuenta del mismo fenómeno.
Sin embargo, no deja de sorprenderme la elocuencia con que esta
alumna en particular articulaba en nuestras sesiones terapéuticas el
sentir que otros sólo alcanzan a titubear. Tras una de esas sesiones
escribí la siguiente nota de observación clínica:

Apenas me siento frente a ella en el vips donde me citó para hablar


sobre su tesis, Cecilia me recibe con este cubetazo de agua helada:
“¡¡Odio la tesis, la odio!!” Repite y no se cansa de repetir, mientras

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su rostro y su cuerpo se contorsionan dando testimonio de verdadero
sufrimiento. Su cabeza se agita de lado a lado, su ceño se frunce, sus
dientes se aprietan entre frase y frase, sus puños se cierran, su mano
da palmadas en la frente mientras su cabeza se agacha, su mirada se
pierde mientras sus ojos pasan del desencanto a la desesperación y a
la auto-incriminación: “¿Por qué me metí a esto? ¿Por qué me acepta-
ron?”, gime, y luego elabora una interesante conclusión: “La culpa la
tienen las universidades. Es como con los alumnos de licenciatura, si
en verdad no tienen el nivel, no deberían aceptarlos, pero los aceptan.
Y entonces los maestros los reprueban, con justa razón. Así es en el
doctorado: ¿por qué nadie te dice de qué se trata? ¿Por qué no te dicen
que aquí tienes que escribir académicamente? ¡Odio escribir académi-
camente, lo odio!, y no me sale”.

Semanas más tarde me textea al celular un mensaje inquisitivo


y desesperado: “No conozco a NADIE que disfrute la tesis, al con-
trario, todos la sufren! ¿Tú conoces a alguien que disfrute la tesis?”.
“Sí —le contesto—, siempre he conocido nerds como yo a los que sí
les gusta leer, escribir y pensar académicamente. No lo sufren, más
bien les gusta”.
Su respuesta fue el silencio. La imaginé dándose un cabezazo en
la pared al leer mi respuesta en su celular. Pero es la verdad. En mi
caso personal, además de múltiples trabajos y ensayos, he escrito
cuatro tesis: dos de licenciatura, una de maestría y una de doctora-
do, ¡y nunca las he sufrido! ¿La razón? Siempre he usado la escritura
para decir cosas que exigen ser dichas. Palabras que en mi cabeza
agonizan por salir. Ideas anudadas que luchan por desenredarse y
volar libres.
Pero no es sólo eso. Cecilia y muchos otros estudiantes que he
conocido también tenían cosas que querían decir cuando empezaron
sus estudios. Sólo que la manera “académica” de decirlo nunca les
acomodó. En mi caso personal, siempre vi las maneras académicas
como un vestuario de actor para juguetear con mi propia identidad.
Por eso no me molestó hablar a veces en primera persona plural,
o en voz pasiva, ni tampoco citar autores densísimos como Zizek o
Bourdieu. Aunque tampoco excluí de mis escritos la narrativa per-

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sonal, el lenguaje poético, o incluso los coloquialismos. Pero éste no
es el caso de muchos estudiantes. Tal y como lo veo ahora, desde mi
posición como profesor, muchos alumnos escriben porque TIENEN
QUE escribir, lo cual es muy estresante. Pero donde se produce la
parálisis y los ataques de ansiedad es cuando los alumnos se topan
con profesores y autoridades cuya visión de la escritura académica
es cuadrada y tiesa, como una caja de cartón. Al parecer son mayo-
ría, y este tipo de académicos son exactamente como las rondas, que
dan penas, hacen daño, y se acaba por llorar. O bien son asesores
ausentes que rara vez miran los escritos de sus alumnos y menos
aún proveen el andamiaje indispensable para elevar su capacidad
de apropiarse de nuevas formas de pensar, entender y expresar. El
resultado es que, incluso estudiantes de posgrado que llegan con
intereses y pasiones definidas; o que en su historia personal han sido
buenos lectores y escritores, acaban odiando la escritura académica.
La pregunta que debemos plantear, me parece, es ¿cómo hacen las
universidades para lograr con tanto éxito ahuyentar a los alumnos
de un modo de discurso que se supone debería ser liberador?

S ilenciamiento académico

Titulé este texto “La escritura académica como experiencia de silen-


ciamiento”, porque ésa es la tesis central que guía mis actuales in-
vestigaciones. Tanto la teoría dialógica que sustenta mi perspectiva
como las múltiples evidencias empíricas que tengo me hacen pensar
que una persona nunca va a hablar una lengua ajena si siente que
hacerlo implica acallar su propia voz y personalidad. Es a esto a lo
que llamo conflicto de agencia, voz y ethos, que enseguida paso a
explicar.

Agencia

Comencemos con el tema de la “agencia”. Ésta es una palabra cu-


riosa. A primera vista, o a primer oído, a mucha gente “agencia” le

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suena a “tienda de coches”, como cuando decimos “agencia Volks-
wagen”. Pero no. En teoría social tiene un sentido muy distinto. La
idea central es que el desarrollo del sentido de agencia de uno mismo
es una dimensión y una condición crucial del aprendizaje, y agencia
se define de varias formas. Para Holland, agencia es “el descubri-
miento de la propia capacidad de actuar sobre el mundo” (Holland,
Lachicotte, Skinner y Cain, 1998: 23). Por su parte, Vygotski (1998)
sostiene que los procesos intelectuales superiores se caracterizan por
lograr un control voluntario sobre el propio pensamiento y el pro-
pio comportamiento, idea muy cercana a lo que otro ruso famoso,
Bakhtin (1981) sintetiza con la frase: “capacidad de auto-autoría”;
es decir, tanto para Vygotski como para Bakhtin, sentido de agencia es
la capacidad de una persona de ser autora de sí misma. Finalmente,
una definición distinta pero afín a las anteriores es la de Murray,
quien define sentido de agencia como “el poder satisfactorio de ac-
tuar significativamente y ver los resultados de nuestras propias deci-
siones y elecciones” (Murray, 1997: 126).
Hasta aquí la definición. El concepto de agencia es crucial para
entender muchas cosas acerca de cómo funcionamos los seres huma-
nos, y nos permite ver que una persona no es sólo un sujeto sujetado
a las normas y decisiones ajenas, sino un actor o agente que busca
elegir y decidir sobre su propia vida, al menos parcialmente en aque-
llo que más valora, aprecia o desea. Y algo que casi todo mundo
desea es “ser uno mismo” cuando se trata de hablar y pensar. No
nos gusta recitar palabras ajenas ni nos gusta fingir que pensamos
lo que no pensamos. Pero las instituciones educativas logran mila-
grosamente retorcer las leyes sociales y hacen que los alumnos finjan
escribir y pensar “académicamente”. Es cierto que los mexicanos
tendemos a usar máscaras, como bien lo explicó Paz (1981), pero
ésa es otra historia y será contada en otra parte.
La cuestión es que el análisis de decenas de historias de vida que
he realizado desde hace años, confirma que, al igual que en el caso
de Cecilia, el desarrollo de una persona como hablante y escritor
de una lengua, al igual que el desarrollo intelectual y personal, está
inextricablemente ligado al ejercicio de su agencia, y ésta, a su vez,
está ligada a su creciente y cambiante sentido de identidad. Len-

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guaje, agencia e identidad son, entonces, aspectos inseparables en el
desarrollo intelectual, personal y comunicativo.
Este planteamiento se sustenta simultáneamente en la teoría e
investigación dialógica, sociocultural y poscolonial (Bakhtin, 1981;
Cazden, 1992; Vygotski, 1998; Dyson, 1993; Dyson y Freedman,
2003; Gee, 1991, 1996; Canagarajah, 2002, 2007; Hernández-Za-
mora, 2010), y cuestiona la idea común de que aprender a escribir en
general, y aprender la escritura académica en particular, es asunto de
adquirir habilidades técnicas tales como escribir de acuerdo con las
convenciones gramaticales, textuales y retóricas de los textos acadé-
micos. En cambio, apropiarse de la escritura académica y de otras
formas de expresión escrita se ve más bien como un acto dramatúr-
gico, un atreverse a probar una máscara para hacer un performance
que, sin ser totalmente nuestro, sí nos haga sentir dueños de nuestra
propia voz y de nuestro propio ser en el mundo. En palabras de
Anne Dyson, investigadora de la literacidad en eu, “escribir un texto
es escribir un lugar para uno mismo en el mundo” (to write a text is
to write a place for oneself in the world).
El caso de la alumna-profesora Cecilia muestra con gran elo-
cuencia que lo que menos siente un estudiante cuando se enfrenta a
la escritura académica, es un mínimo sentido de agencia. Más bien
lo contrario. Como ella lo expresa: “Es tan limitado el espacio para
decir algo que uno acaba diciendo lo que te dicen que digas. Lloras,
sufres, no entiendes, acabas dudando de tus principios más básicos”.
Una consecuencia de esto es que muchos alumnos no sólo no logran
aprender a escribir académicamente, sino que desarrollan una férrea
resistencia a hacerlo. Desde esta perspectiva, los “malos escritos” de
muchos alumnos no son tanto la manifestación de una ignorancia,
sino la persistencia de un sentido de agencia que se niega a ser total-
mente suprimido.
Urge abandonar, por tanto, la visión del discurso académico
como un edificio hecho de ladrillos, varillas y cemento rígidos e ina-
movibles, y comenzar a verlo como un flujo de agua que de manera
natural adopta la forma de nube, mar o río. Y es que, parafrasean-
do a Michael Ende en su novela Momo, en la universidad también
operan los hombres grises que se esfuerzan inútilmente en entubar

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el agua, dictando normas y reglas que anulan el pensamiento crea-
tivo y la voz expresiva de los alumnos. Creo que es una tarea inútil
porque es imposible evitar las fugas, cuando no las rupturas totales
de la tubería. Como lo expresa Bertha, otra alumna de posgrado en
una prestigiada institución pública, que eventualmente terminó su
tesis y se graduó, pero a costa de producir un escrito en el que no se
sentía representada:

Yo pensé que estando en antropología podría hablar como una sujeta


hablante y pensante, pero te aniquilan […] En lo personal, yo no soy
académica de alto grado, ni intento, ni quiero. No, yo quería hacer un
texto decente […] Pero al no tener un discurso académico, yo me ha-
cía unas bolas conmigo misma. Decía: ¿será el lenguaje?, ¿no he leído
mucho?, ¿qué me pasa? Entonces, yo quería acceder gradualmente a
ese discurso académico pero aquí no hay ninguna gradualidad. Aquí o
estás conmigo o estás en mi contra. Y “estás en mi contra” es: “tienes
qué hablar así; si no hablas como yo, estás en mi contra”.

Voz

Hasta aquí el tema de la agencia. No es de extrañar el rechazo tajan-


te y emocional a la escritura académica. Pasemos al tema de la voz
en la escritura. Fue también el teórico literario Mijaíl Bajtín quien
usó el término voz en sentido metafórico para referirse a la identi-
dad parlante del sujeto que habla o escribe. Es decir, voz no significa
el sonido producido por el hablante al expeler aire a través de las
cuerdas vocales, sino la identidad desde la que hablamos; o sea, la
persona que utilizamos al producir un enunciado. Y aquí “perso-
na” es un término interesante porque en su etimología grecolati-
na persona significaba “máscara” o “máscara del actor”. Entonces,
cuando hablamos o escribimos lo hacemos con la voz de una cier-
ta persona, que puede ser la persona que consciente y libremente
elegimos ser, o bien la persona que se nos impone ser, o incluso la
persona que creemos que se nos impone aun cuando no sea total-
mente impuesta. Como investigador encuentro que sí hay prácticas

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fuertemente autoritarias e impositivas, sobre todo en instituciones
conservadoras y burocratizadas, que intimidan a los alumnos y les
hacen perder seguridad expresiva o incluso los enmudecen y para-
lizan. Pero también creo que del lado de los estudiantes tiende a
haber una percepción agigantada del discurso académico, que los
intimida, inhibiendo su proceso de expresión.
El punto es que, como afirma Bajtín, los hablantes no tomamos
las palabras de un diccionario, sino que nos las apropiamos de
las bocas o de los escritos de otros hablantes. Por esto la palabra
es siempre medio propia y medio ajena, por lo que un hablante y
escribiente es inevitablemente un ventrílocuo que mueve la boca (o
los dedos) para articular palabras de alguien más. Y esto es parti-
cularmente cierto en el discurso académico, dado su carácter fuer-
temente intertextual. Es en este contexto complejo e inevitable que
el sujeto que aprende un discurso enfrenta una difícil lucha interna
por hacer sonar su propia voz, especialmente en situaciones donde
se le exige hablar con voces ajenas, que es lo típico de la escritura
académica.
Una consecuencia de estas ideas de Bakhtin es que nos permite
cuestionar la visión cognitivista predominante de que un escritor
académico se desarrolla en forma lineal desde un estado A de incom-
petencia a un estado B de competencia, y plantea que los aprendices
de la lengua enfrentan conflictos de voz en su proceso de apropia-
ción del discurso ajeno.
Esto es especialmente fuerte en la apropiación del discurso aca-
démico debido al elevado estatus que se asigna al capital lingüístico
en la educación superior, y por la dificultad de tomar una posición
clara en una arena discursiva caracterizada por debates y antagonis-
mos teóricos, disciplinarios y hasta metodológicos (Bourdieu, 1991;
Watson, Nind, Humphris y Borthwick, 2009; Cazden, 1992; Lee,
2004; Sung-Yul y Wee, 2008). La siguiente cita de Cazden acerca de
Bakhtin, sintetiza elocuentemente este punto:

Los escritos de Bakhtin ponen atención en […] las complejidades de en-


contrar una voz, de ser comunicativamente competente, en situaciones
sociales heteroglósicas, donde las voces (y los roles que éstas expresan

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en la estructura social) son sentidas por el hablante o el escritor como
voces en conflicto (Cazden, 1992: 200, traducción mía).

En mi investigación (Hernández-Zamora, 2009, 2012, 2015a,


2015b; Hernández-Zamora, Ruiz y Magaña, 2013; Hernández-
Zamora y Zotzmann, 2014) he encontrado también que lo que los
docentes perciben sólo como “deficiencias” en los conocimientos y
habilidades de escritura de los alumnos, no se explica sólo ni prin-
cipalmente por lo cognitivo (conocimiento sobre la lengua y los
textos), sino también (y quizás principalmente) por la aversión y
resistencia que muchos desarrollan hacia las prácticas discursivas
académicas, debido a la imposibilidad de hallar una voz propia y
autorizada en un contexto donde el lenguaje y sus condiciones de
producción están sometidos a relaciones de poder y saber que desca-
lifican sus conocimientos y prácticas nativas y que suelen silenciar-
los en formas abiertas o veladas. Como resultado se anula el deseo
de apropiarse de ese tipo de discurso. Por tanto, las dimensiones del
poder, saber y querer se entrelazan de manera tal que adoptar las
formas académicas del discurso les provoca a muchos estudiantes
una crisis de orden ideológico, cognitivo, ético e incluso emocional
que paraliza su capacidad expresiva, especialmente cuando se trata
de demostrar y defender sus ideas y su conocimiento.
Desde un punto de vista teórico, Bakhtin sostiene que hay tres
posibles casos en la relación del hablante con su voz, que él denomi-
na voz fuerte, voces conflictivas y ausencia de voz. Voz fuerte signi-
fica tener una voz estable, un punto de vista definido desde el cual
todos los enunciados son construidos. Voces conflictivas: cuando
dos voces contradictorias pero igualmente poderosas operan dentro
del habla interna del sujeto y, por tanto, cuando la personalidad no
sabe a cuál voz obedecer; este caso evidencia la presencia de luchas
y antagonismos sociales transferidos a la arena de la conciencia in-
dividual. Finalmente, ausencia de voz es lo que yo llamo condición
de inexpresividad o silenciamiento. Bakhtin divide la ausencia de
voz en dos posibilidades: la primera es no tener voz como resultado
de un silencio impuesto externamente, y se traduce en escritos donde
no hay un punto de vista definido, donde se ventilan ideologías di-

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vagantes, o donde el autor enfatiza la autocrítica o el autodesprecio.
El segundo tipo de ausencia de voz, señala Bakhtin, es la locura; es
decir, la desintegración total de la conciencia y la alienación de la
personalidad (Voloshinov, 1930/1973).
Veamos, para ilustrar, otro fragmento de la entrevista clínica que
tuve con Bertha, alumna de maestría en antropología:

Mi primera hoja de este trabajo era que a mí me gustaba cierta escri-


tora, que me interesaba esta mujer que hace literatura y periodismo,
y que me interesa por esto y aquello […] De ahí partí, y la Dra. X, no
voy a decir su nombre, dijo “ni madres, aquí tu ‘yo’ nos vale. Tu ‘yo’
no, NOSOTROS hemos investigado […]”. Y yo le decía: “¿quiénes
somos nosotros, doctora?” No, que está Fulano y Mengano. “Pero Fu-
lano no ha estudiado a esta escritora”. “¡No, aquí lo pones con NO-
SOTROS!” Desde ahí, yo dije “puta madre”, o sea una inseguridad me
dio, una desconfianza […] “No, es que así se habla en la academia, y
tú no sabes hablar como académica”. Me dijo así, y yo le dije: “no, yo
no soy académica y ni siquiera intento serlo […]”. Eso a mí me trajo
como consecuencia una profunda inseguridad. Cada vez que yo ponía
“yo”, me lo quitaba […] porque estaba construyendo algo a partir de
lo que yo sabía […] pero me dijeron que en la academia no se escribe
desde un yo, que lo que yo piense y lo que yo sienta “mucho gusto, no
importa”. En resumen, se trata de glosar SU trabajo, no de producir
tus propias ideas…

Ethos

Los anteriores son sólo dos casos de estudiantes al borde de un ata-


que de nervios que he conocido en universidades y centros de inves-
tigación, de cuyos nombres no quiero acordarme, pero gracias a los
cuales establecí mi práctica privada de terapia académica, lo cual me
lleva al tema del ethos en la escritura.
En la teoría retórica de Aristóteles, logos, ethos y pathos son los
tres elementos que todo discurso que busca ser persuasivo debe po-
ner en juego. Logos se refiere al uso del razonamiento lógico; pathos

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implica apelar a las emociones del destinatario; y ethos es la imagen
que el autor del discurso busca proyectar para hacer creíble y con-
vincente su palabra. Lo normal y estándar en el discurso académico
occidental es proyectar un ethos de autoridad intelectual, que exhibe
una racionalidad lógica e impecable, y la sustenta en un abundante e
intimidante aparato crítico. Pero esto nos plantea un serio conflicto
ético a muchos mexicanos, dado que nos desagrada la pedantería
“intelectual”, además de que, como dice Villoro (2008), la lógica no
es lo nuestro. Es decir, por un lado lo que menos queremos es pavo-
near un ethos pretencioso y pagado de sí, un ethos falsamente disfra-
zado de formas de enunciación impersonal, como la voz pasiva o el
plural “nosotros”, que tan elocuentemente cuestiona Bertha. De igual
forma, para muchos, el uso de citas y pies de página a granel resulta
más un obstáculo comunicativo y una forma de arrogancia intelec-
tual que un recurso expresivo y persuasivo.
Ahora bien, entender la idea del ethos va más allá de su función
retórica en el discurso. Ethos no es sólo un medio del hablante para
dar credibilidad a sus palabras. A mi juicio, las palabras mismas son
el medio en que se expresa el ser en el mundo. Así, un texto es la
configuración temporal que adopta el sujeto-autor en un momento
dado. Es el gesto, la pose o figura que adopta el ser que habla justo
al momento de hablar. Y sólo se puede someter la figura expresiva
mediante la fuerza bruta. Algunos llaman a esa fuerza “convencio-
nes de escritura” y, para asegurar su aplicación, la convierten en
ley e institucionalizan su cumplimiento. En inglés esto es lo que se
denomina “to enforce the law” (forzar el cumplimiento de la ley),
y es la función que el Estado asigna al aparato policiaco-judicial.
Guardando las distancias, pero manteniendo las semejanzas, existe
en el medio educativo una idea predominante que ve en la escritura
académica un problema de incumplimiento de normas y, por tanto,
se crean mecanismos para hacer cumplir dichas normas, tales como
reglamentos de titulación, comités tutorales, y demás.
Ésta es una idea difícil de explicar, pero es justo el objeto de estu-
dio en mis actuales investigaciones. Provisoriamente, lo expreso así:
aunque el texto parece hecho de un lenguaje gobernado por reglas
gramaticales, textuales y retóricas, en realidad todas esas reglas no

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son sino ingredientes que usa el sujeto-autor para crear una cierta
imagen de sí mismo y ofrecerla ante el mundo en un performance
que exige una ficcionalización del yo (Scollon y Scollon, 1981). En el
texto académico, quizás más que en cualquier otro, el yo del sujeto
debe convertirse en personaje ficticio para poder actuar los distintos
roles del discurso académico: el rol de curioso y preguntón; de com-
pilador, copista y criticón de textos ajenos; de antagonista y cues-
tionador; de sabiondo argumentador; de erudito y creador de ideas
nuevas, etc. Escribir académicamente implica estar dispuesto a jugar
esta variedad de roles (Castelló, 2009), pero esto es tremendamente
difícil para estudiantes cuyas culturas nativas rechazan por principio
un ethos de criticón sabelotodo.
He comenzado a visualizar este conflicto ético a través de mis
largas y terapéuticas charlas con diversos estudiantes mexicanos, es-
pecialmente de las áreas de ciencias sociales y humanidades, tanto
de licenciatura como de posgrado. Retomando el caso de Cecilia,
ésta fue una de las cosas que más me impactaron y a la vez me ilumi-
naron en nuestras conversaciones. La manera explícita con que ella
articulaba su posición ética respecto al discurso académico me dejó
ver con claridad esta dimensión de realidad poco o nada explorada
en la literatura. Veamos algunos rasgos de este ethos que podría de-
nominarse “antiacadémico”, pero que en realidad es representativo
de una matriz cultural compartida por muchos estudiantes e incluso
académicos mexicanos:

a) Rechazo al discurso explícito y directo. Durante largas sesiones


de trabajo sobre su tesis, quedó claro que Cecilia no aceptaba
escribir de manera explícita y desde el inicio de su tesis (en el re-
sumen y la introducción) cuál era su afirmación y sus hallazgos
principales (su “tesis” y argumentos), que para ese momento ya
estaban claros, pues eran resultado del propio estudio realizado.
Su razonamiento era que no podía decir “por adelantado” los
resultados porque “se pierde el suspenso”.
b) Rechazo al discurso expositivo-argumentativo. Cecilia insistía
en que ella no quería discutir ni argumentar nada: “yo sólo quie-
ro contar lo que hice, no quiero argumentar nada, sólo mostrar

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lo que se puede o se debe hacer en la escuela”. En posteriores
conversaciones con estudiantes de posgrado de distintas institu-
ciones he explorado explícitamente esta cuestión y, para mi sor-
presa, me he encontrado con que efectivamente para muchos ha-
cer una tesis, incluso de doctorado, no implica discutir o debatir
el conocimiento previo ni participar en los debates del campo de
estudios. Como me lo dijo otra estudiante de doctorado: “yo soy
muy buena para describir con detalle lo que observo, y eso es lo
que quisiera hacer en mi tesis, si me dejaran”.
c) Rechazo o desdén por apoyar argumentos con evidencias (citar
datos). En diversos momentos, tanto la asesora formal de Cecilia
como yo mismo, le hicimos notar que no era adecuado hacer
afirmaciones sin apoyarlas con evidencias; es decir, sin citar los
datos que ella misma estaba recogiendo en su trabajo de campo.
Para Cecilia eso era innecesario y redundante.
d) Rechazo a analizar-interpretar (desde un marco teórico). Las pri-
meras versiones de su tesis eran esencialmente una larga narrati-
va de su trabajo de campo en una escuela pública. Cuando se le
dijo que todo eso no era sino materia prima que debía analizar
e interpretar utilizando categorías ligadas a algún marco o refe-
rente teórico, Cecilia cayó prácticamente en shock. No sólo no
comprendía la necesidad de hacer eso, sino que se oponía tajan-
temente. Se podría pensar que esto era producto de una postura
epistemológica positivista o empirista pero, a mi juicio, era pro-
ducto de una postura ética, según la cual analizar “datos” usando
teoría era una especie de inaceptable intrusión inmoral.
e) Rechazo al género textual (“odio la tesis, ¡¡la odio!!”). Durante
meses y prácticamente años, Cecilia expresó su rechazo al géne-
ro discursivo “tesis” justo por su carácter argumentativo. A ella
no le interesaba mostrarse como una “experta” que discute y
argumenta en contra de otros, sino como una especie de testigo
que describe y narra lo que observa.
f) Rechazo al estilo apa. Pese a sus 22 años de escolaridad con-
tinua (6 de primaria, 3 de secundaria, 3 de preparatoria, 4 de
licenciatura, 2 de maestría y 4 de doctorado), a Cecilia le tenía
sin el menor cuidado utilizar un sistema de citación y referen-

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ciación convencional, particularmente el sistema apa. No lo vio
nunca como un rasgo de identidad deseable, por lo que nunca
lo adoptó: “que alguien más lo haga”. Simplemente contrató a
un corrector de estilo para que regularizara todas las citaciones
y referencias en la tesis. De nuevo, no es sólo el caso de Cecilia;
muchos estudiantes de maestría y doctorado hacen lo mismo.
g) Rechazo a la investigación como práctica social. Al igual que
Bertha, y muchos otros estudiantes de posgrado que he conoci-
do, Cecilia nunca tuvo en mente la idea de llegar a ser una aca-
démica o investigadora: “odio el doctorado, yo no quiero ser in-
vestigadora, lo odio”. Por tanto, en la escritura de su tesis nunca
consideró mostrar un ethos académico, no tanto por ignorancia
de las reglas y convenciones de escritura, sino por convicción de
que académica-investigadora era justo lo que no quería ser. Por
lo mismo, también vio como un sinsentido tratar de dar a su te-
sis una estructura propia de un texto académico (introducción,
métodos, resultados analíticos, discusión).
h) Fuerte sensación de pérdida de imagen y voz (“esto no es lo que yo
quiero decir, no soy yo, pero voy a poner lo que me digan que
ponga”). En conjunto, la experiencia de escribir la tesis repre-
sentó para Cecilia un proceso de anulación de su verdadero yo.
Muy a su pesar, terminó concediendo en diversas demandas de
su asesora con el fin expreso de titularse.

El epílogo de la historia de Cecilia es notable. Años después,


cuando estaba a unos días de obtener el grado de doctora, y cuando
tenía ya algunos meses de trabajar como académica en una impor-
tante universidad privada, tuvimos este pequeño diálogo, en el que
me confesó que realmente no había asumido una identidad acadé-
mica, pero sí “el disfraz” de académica. El intercambio tuvo lugar
a propósito de un congreso académico internacional al que Cecilia
envió una ponencia, la cual elaboró dos horas antes de la fecha y
hora límites para enviarla:

Gregorio: Entonces, ¿por fin asumiste la identidad académica?


Cecilia: No, asumo el disfraz de académica, nada más.

48 GREGORIO HERNÁNDEZ ZAMORA


Gregorio: ¿Y eso, por qué?
Cecilia: Porque tú y yo sabemos que no domino ese arte [la es-
critura académica] y que aunque fuera muy buena, en dos horas no
se puede hacer una ponencia que valga la pena. Pero todos jugamos a
hacer que escribimos y hacer que evaluamos y a hacer que nos importa
decir algo. Bueno, en este caso sí era importante para mí decir lo que
digo, porque lo tenía adentro de mí…

E xpresión - comprensión - depresión

Cecilia no es un caso aislado. Lo cierto es que muchos estudiantes


adoptan sumisa o utilitariamente estas formas discursivas que de-
testan, pero lo normal en el plano ético, o sea en el plano del ethos,
es que una persona busque expresar su autenticidad cuando habla
o escribe. La paradoja que yo observo es que la escritura académica
lejos de ser un medio para la expresión de un ethos auténtico, es
para muchos sólo un incómodo disfraz que se ponen para “salir en
la foto”, aun cuando lo sientan como una camisa de fuerza que sofo-
ca y anula su propia voz y personalidad. En este sentido, el lenguaje
académico deja de ser un medio de expresión y se vive como una
forma de compresión que conduce directo a la depresión.
La razón es que para muchísimos alumnos, el tono grave y so-
lemne, impersonal, plagado de citas y referencias en formato apa,
del discurso académico, representa justo lo opuesto a sus intenciones
expresivas y a sus estilos y acentos. Y hasta donde lo he visto, tras
años de docencia enfocada en propiciar y andamiar la expresión
propia de los alumnos, por encima de la recitación correcta pero
fingida del lenguaje académico, he encontrado que el discurso na-
rrativo, caótico, indirecto y autobiográfico suele acomodar mucho
mejor las intenciones expresivas de nuestros estudiantes. Siguiendo
con Bakhtin, es este tipo de discurso el que eventualmente resulta
internamente persuasivo, más que el discurso autoritativo, que es la
voz oficial de la institución.
Es interesante que mi elaboración de estos planteamientos no
proviene tanto de la literatura directamente enfocada en la escritura

AGENCIA, VOZ Y ETHOS EN CONFLICTO 49


académica, que a la fecha está fuertemente dominada por un cogni-
tivismo y un “lingüicismo” que parten al sujeto entero en pedacitos y
vuelven objeto de estudio alguna dimensión que en la operación real
del ser humano no está separada de la totalidad de la experiencia
vital. Así, desde una postura holística, la producción de lenguaje no
es sólo un derivado del conocimiento o la “habilidad” del hablante
o escribiente, sino que forma parte inseparable de su presentación y
posicionamiento en el mundo y, como tal, es a la vez una experiencia
ética, estética y dramatúrgica. Por ello, si queremos comprender de
una forma más amplia la relación del sujeto con el discurso, espe-
cialmente el discurso académico, es necesario explorar dimensiones
que sólo nos resultan evidentes desde otro tipo de literatura.
Las teorizaciones de Mandoki (2006) en el campo de la estética,
por ejemplo, nos aportan una explicación del rechazo visceral que
muchos estudiantes sienten por el discurso académico. Su produc-
ción no depende sólo del uso de habilidades y estrategias de escritu-
ra, sino que implica (consciente o inconscientemente) una puesta en
juego de estrategias estéticas en las que el escritor busca negociar su
propia identidad, y al hacer esto no sólo busca lograr credibilidad y
autoridad (el ethos y logos de la retórica argumentativa). De hecho,
con frecuencia lo que se busca no es lograr efectos de credibilidad
y autoridad, sino más bien efectos de simpatía, confianza, cariño y
aceptación social de su texto; es decir, de su propio ser discursi-
vo. Y no hay nada más estéticamente repulsivo que el frío discurso
expositivo-argumentativo que la academia impone. En palabras de
Mandoki:

Puesto que la estética no se trata sólo de percepciones y sentimientos


que en forma pasiva pasan por el sujeto como el “padecer” de Dewey,
sino que implica un “quehacer”; es decir, un despliegue para la pro-
ducción deliberada (consciente o no) de ciertos efectos, tendremos que
hablar propiamente de estrategias estéticas. Son estrategias ya que el
sujeto de la enunciación intenta producir efectos de valoración en los
intercambios sociales para negociar su identidad. Lo que el enunciante
pretende lograr a través de tales estrategias son efectos de credibilidad,
autoridad, cariño, simpatía, integración, confianza, ternura, poder […]

50 GREGORIO HERNÁNDEZ ZAMORA


que constituyen el ethos del enunciante y que el destinatario puede
conceder, negociar o rehusar (Mandoki, 2006: 29).

De igual forma, podemos ver la escritura como un espacio per-


formativo, como un escenario donde el autor se vuelve un actor que
interpreta un papel dentro de una representación teatral de la que él
mismo es el autor. En este sentido, todo acto de escritura es un per-
formance (actuación) en la que el autor-actor presenta no sólo cono-
cimiento (sobre el tema, sobre el lenguaje), sino también representa
su propia imagen o persona para una cierta audiencia. Me refiero
aquí al concepto de presentación dramatúrgica de la persona, teori-
zada por el sociólogo canadiense Goffman (1981), según el cual en
la vida cotidiana toda actividad de un individuo enfrente de otros
opera siempre como un performance en el que el sujeto despliega
identidades diferentes según lo exija la situación o de acuerdo con
sus intenciones específicas. Al trasladar esta idea a la interacción
social mediada por el lenguaje, y por la escritura académica en par-
ticular, resulta claro que para un estudiante, o sea un “aprendiz”
del discurso académico, resulta difícil y con frecuencia incómodo
presentar una autoimagen académica (o sea, desempeñar el rol de
una autoridad académica) dado que el “vestuario” que se le pide
usar está formado en gran parte por símbolos que más que seduc-
ción le provocan repulsión. Esto genera estrategias de identificación
o de distinción (Bourdieu, 1988) que implican no sólo una dimen-
sión cognitivo-lingüística, sino una fuerte carga estética y afectiva.
La hipótesis que desprendo de esto es que en nuestras instituciones
predominan visiones y prácticas normativistas, prescriptivistas y es-
tandarizadoras que crean matrices potencialmente repulsivas para
la emergencia de discursos e identidades auténticas y diversas. Y no
es el discurso académico o científico en sí lo que ahuyenta, sino las
versiones deformadas, puristas, acartonadas y anticreativas que do-
minan el paisaje universitario.
El resultado de exigir una escritura convencional, en sintaxis,
estilo, estructura textual y lógica argumentativa es, en el mejor de
los casos, la producción de textos como las tesis de muchos estu-
diantes: escritos que si uno los lee como sinodal (jurado académico),

AGENCIA, VOZ Y ETHOS EN CONFLICTO 51


fácilmente puede aprobarlos, pues incluyen citas de principio a fin;
tienen introducción, marco teórico, resultados y conclusiones; es-
tán escritas totalmente en modo impersonal; y tienen las partes que
“debe” llevar una tesis. Uno lee una tesis así, en calidad de sinodal, y
la aprueba, punto. Pero eso sólo es posible mediante una lectura su-
perficial y reificada de la tesis en sí. Es decir, si sólo ves la tesis como
texto convencional y no como huellas de un proceso de producción
que consistió en gran medida en suprimir la voz de los alumnos en
tanto autores de su discurso y de sí mismos.
Se produce así un efecto de ventrílocuo, según la terminología
de Bakhtin. Ventrílocuo es una persona que habla a través de un
muñeco al cual le mueve la boca con la mano. Uno ve los gestos
del muñeco y escucha palabras saliendo de su boca, aparentemente,
porque en realidad es el actor quien habla. Bakhtin acuñó el con-
cepto de ventrilocuación para señalar la naturaleza absolutamente
social del habla interna. Hablamos a través de las voces de otros,
que es justo lo que hace el novelista: hablar a través de las voces de
sus personajes. Todo enunciado está lleno de palabras ajenas, dice
Bajtín, la palabra es siempre mitad propia, mitad ajena. Apropiar-
se el lenguaje implica, entonces, según Bakhtin, encontrar el propio
timbre y acento expresivos; esto es, la propia voz, que implica usar
palabras ajenas para expresar nuestras intenciones personales con
nuestro propio acento.
Tal como lo muestran los datos que he recabado durante años,
para muchísimos alumnos, el tono grave y solemne, impersonal, lle-
no de citas y notas al pie en formato apa, del discurso expositivo-
argumentativo académico, representa justo lo opuesto a sus inten-
ciones expresivas y sus estilos y acentos. Y hasta donde lo he visto,
tras años de docencia enfocada en propiciar y andamiar la expresión
propia de los alumnos, por encima de la recitación correcta pero
fingida del lenguaje académico, he encontrado que el discurso na-
rrativo, caótico, indirecto y autobiográfico suele acomodar mucho
mejor las intenciones expresivas de nuestros estudiantes. Y, siguien-
do con Bajtín, es este tipo de discurso el que eventualmente resulta
internamente persuasivo, más que el discurso autoritario, que es la
voz oficial de la institución.

52 GREGORIO HERNÁNDEZ ZAMORA


P ensar con ambos lados del cerebro

Nada de lo dicho hasta ahora significa que yo tenga algo en contra


del pensamiento y el lenguaje académico o científico en sí mismos.
Por el contrario, admiro especialmente las mentes brillantes y las vo-
ces elocuentes que arrojan luz en este mundo asediado por demonios
que, como planteaba Carl Sagan (1995), pese a vivir en plena época
espacial, aún está dominado por el fanatismo religioso, la estupidez
política, las acendradas supersticiones, y una diversidad de formas
de seudociencia que más que iluminar los problemas del mundo,
los oscurecen. Arrojar luz exige, entonces, la claridad y elocuencia
en el discurso, pero nuestras universidades no hacen ningún favor
al mundo ahuyentando a los jóvenes de las formas de pensamiento
y comunicación que les permitirían crecer y expresarse con curiosi-
dad, emoción y pasión. Y es cierto, también, que mucho del discur-
so académico profesional es intencionalmente oscuro, como bien lo
expresa el personaje de una obra de teatro de Juan Villoro (2010),
un filósofo arrogante y decadente, cuando declaraba categórico:
“la virtud de la inteligencia es no ser comprendida”. Personalmente
discrepo de esta concepción de la inteligencia, como algo que para
obtener reconocimiento deba “no ser comprendido”. Como escritor
y como docente prefiero la claridad y la elocuencia. Pero hay muchos
colegas académicos que creen exactamente lo que el filósofo Villoro
declara: entre menos comprensible sea su lenguaje, más “inteligen-
tes” parecerán. Esto es justo lo que a mi juicio rechazan muchos
estudiantes: la idea de parecer inteligente hablando o escribiendo
como gente que no es siquiera capaz de darse a entender.
Pienso que este tipo de discurso académico oscuro y oscurantista
es poco útil para hacer ciencia. En cambio, es muy útil para lograr
que sujetos que han permanecido silenciosos y silenciados por déca-
das en las aulas mexicanas, se abran y expresen algo. Personalmente,
como profesor y como ciudadano de un país donde gente verbal-
mente inepta y poco letrada se ha adueñado de nuestras institucio-
nes y recursos, me parece mil veces mejor dar voz a estudiantes en
apariencia mudos, que aprobar a diestra y siniestra tesis y trabajos
escritos que cubren requisitos formales superficiales, pero que en lo

AGENCIA, VOZ Y ETHOS EN CONFLICTO 53


profundo sepultan sus ideas y acallan sus voces. No debería intere-
sarnos sólo formar “buenos escritores académicos”, sino también y
quizás sobre todo sujetos libres, expresivos, reflexivos, creativos y
críticos si es posible. Éste es para mí el mayor logro que he tenido
como profesor y que se materializa en cientos de textos producto de
talleres y cursos en los que ése ha sido mi objetivo central: pararme
de cabeza y hacer malabares para escuchar la voz de los alumnos,
para saber quiénes son los que están sentados frente a mí, y para que
ellos mismos vivan una experiencia de autoconocimiento, pues he
sido testigo de cómo al hacer sonar su propia voz, ellos se descubren
también a sí mismos y es algo que valoran muchísimo. Es decir, en-
seño a escribir no sólo para describir una identidad y una personali-
dad preexistentes, sino para crearla y recrearla en el proceso mismo
de enunciarla.
¿Deben o no, entonces, los estudiantes universitarios aprender el
discurso expositivo-argumentativo? Mi postura es que sería bueno
que lo hicieran, porque eso es como aprender una segunda o tercera
lengua. Es una adquisición que expande y amplifica el poder expresivo
y cognitivo del sujeto hablante y pensante. Pero sería igualmente
bueno que los académicos aprendieran el discurso narrativo expre-
sivo que tanto rehúyen y rechazan. La obsesión académica por la
enunciación impersonal, el registro elevado y demás, puede no ser
sino una forma de enmascarar la propia incapacidad creativa. Es una
forma de vestir de ropajes solemnes un maniquí discursivo carente
de vitalidad, de imaginación, de emoción y de humor. A mi juicio,
argumentación y narración son dos lados de la misma moneda de la
capacidad expresiva, creativa y cognitiva del pensamiento humano.
Rechazar uno u otro es como querer impedir que la gente piense con
ambos lados del cerebro. Un discurso académico sin imaginación,
creatividad y emoción no es sino un páramo seco y espinoso, que
ciertamente aburre y asusta.
No por nada diversos escritores y pensadores han elaborado for-
mas sublimes de referirse a esto. Como Umberto Eco (1980) en su
novela El nombre de la rosa, donde el anciano Jorge de Burgos odia-
ba la risa y prefería envenenar las páginas de los libros antiguos que
enseñaban con humor e ironía, para alejar de sus páginas los ojos

54 GREGORIO HERNÁNDEZ ZAMORA


de los jóvenes novicios. O Michael Ende (1986), en su novela
Momo, donde los hombres grises roban el tiempo de los hombres
haciéndoles creer que todo aquello que los hace felices es una pérdi-
da de tiempo. O como Ken Robinson (2006), quien se convirtió en
celebridad al poner el dedo en la llaga al señalar en una charla ted
que las escuelas matan la creatividad al negar por todos los medios
que los alumnos encuentren y vivan su pasión, de manera que trans-
forman el aprendizaje en una experiencia anestésica, en vez de una
experiencia estética. Personalmente creo que es de esa anestesia de
lo que huyen estudiantes como Cecilia, Bertha, y muchos más, por lo
que mi reto como docente ha sido hacer emerger la voz de los alum-
nos, de lo cual me encantaría hablar, pero eso es otra historia y será
contada en otra parte.

E scenarios posibles

Para ir más allá de señalar un problema no resuelto, propondré dos


escenarios posibles y deseables que, a mi juicio, ayudarían a sacar a
los estudiantes del pantano de la tristeza de la escritura académica
rígida, sin por ello perder la lucidez y el rigor académico.
El primer escenario es reconocer que las oportunidades y de-
mandas para escribir son diversas a lo largo de una licenciatura o
posgrado. Se ganaría mucho si un porcentaje significativo (al me-
nos 50 por ciento) de todas las ocasiones que los alumnos tienen
que escribir algo se les permitiera y animara a utilizar géneros y
modos diversos de representación de conocimiento, tanto escritos
como multimodales, incluidos narrativa, poesía, reportajes, cróni-
cas, entrevistas, infografías, piezas autobiográficas, textos híbridos,
y expresiones multimodales, tales como videos, teatro, performance,
historias digitales, etc. Hemos presentado ejemplos de algunas de es-
tas modalidades en otros trabajos (Hernández-Zamora y Zotzmann,
2014; Hernández-Zamora, 2014, 2015a y 2015b).
En el segundo escenario, cuando la escritura deba adoptar un
género académico “convencional” (por ejemplo, la tesis de grado,
un reporte de investigación, etc.), es imprescindible que las institu-

AGENCIA, VOZ Y ETHOS EN CONFLICTO 55


ciones comiencen a expandir sus concepciones sobre lo que es un
texto académico. He revisado decenas de libros y artículos publi-
cados en editoriales y/o journals internacionales, y encuentro una
diversidad de estilos y modos de expresión que distan mucho de
los formatos rígidos que aún prevalecen en la academia mexicana.
Por citar sólo tres de estas modalidades, están los trabajos basados
en métodos autoetnográficos, en donde el autor es a la vez sujeto y
objeto de estudio (e.g. Wall 2006; Ellis, Adams y Bochner, 2011);
aquellos que están escritos en primera persona o bien donde la voz,
narrativas e ideas del autor se entrelazan de manera explícita con
la exposición y análisis basados en datos de campo (e.g. Meyers
2014; Bohem, 2012; Hernández-Zamora, 2010, 2014), o aquellos
en donde los coautores tejen un diálogo a lo largo del escrito (e.g.
Morgan y Ramanathan, 2009; González-Videgaray y Hernández-
Zamora, 2009). Incluso en el ámbito de las ciencias naturales, hay
innumerables ejemplos de escritura académica (publicada) que no
sólo es rigurosa e inobjetable en términos académicos, sino que ade-
más es interesante, envolvente, apelativa y hasta lúdica. Ahí están
los diversos volúmenes de autores internacionalmente reconocidos,
como Carl Sagan, Michio Kaku o Ken Robinson, lo mismo que de
científicos latinoamericanos como Néstor García Canclini (1990),
Juan Tonda y Julieta Fierro (2005) o Marcelino Cereijido (1994).
Este último ha sido, además, un agudo crítico de las maneras poco
inteligentes de hacer y comunicar la ciencia, como bien lo sugiere el
título de uno de sus libros: Ciencia sin seso, locura doble.
Si algo caracteriza las formas de escritura o de expresión en to-
dos los ejemplos enumerados, es la presencia de un fuerte sentido de
agencia; es decir, de una escritura con voz y personalidad propias,
con intensidad intelectual y emocional, con claridad conceptual y a
menudo con giros narrativos y poéticos. Si eso no fuera suficiente
para convencer de que la escritura y el discurso académicos no tienen
por qué someterse a patrones rígidos e impersonales, basta decir que
en todos los casos mencionados se trata de obra publicada en medios
académicos arbitrados y reconocidos. ¿Por qué negar a los estudian-
tes el derecho a expresarse a sí mismos, como lo hacen los académi-
cos que deciden no usar una escritura acartonada? Habrá quien diga:

56 GREGORIO HERNÁNDEZ ZAMORA


“pero algunas son obras de divulgación”. Sí, algunas lo son, y no por
ello son menos valiosas y reconocidas como obras científicas, ni a sus
autores se les niega reconocimiento como buenos escritores y mejores
académicos.

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