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Rodriguez de Ayala, V - Pacto T - Kamparina

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PACTO TENEBROSO

 
V. Rodríguez de Ayala

Han transcurrido muchos años desde aquello. Apenas ya si me


acuerdo de los detalles que lo envolvieron. Y ahora ustedes me
obligan a contárselo... ¿Por qué me obligan a hacerlo? Yo prefiero
no recordarlo: ha pasado ya tanto tiempo...

Las tardes se me hacen más breves ahora. Me dejan salir al jardín y


allí, al menos, pues me distraigo. Me gusta seguir el silbido que deja
el viento a su paso, como me gusta detenerme ante el arrullo que
proviene de las copas de los árboles. Ya casi los distingo por ese
leve rumor que llega de todo el patio. A veces presiento que justo
hasta mis pies se acercan algunas palomas y tengo entonces la
tentación de tomarlas en mis manos, pero luego escucho su brusco
aleteo, casi asustadizo, y yo me quedo turbado.

¿Pero por qué me obligan a contarles aquello? Yo jamás se lo he


contado a ellos tampoco... Nunca se lo había contado a nadie y
nunca pensaba hacerlo. Ellos estuvieron hurgándome en la cabeza,
y muy hondo. Querían saber si yo estaba loco. Eso es lo que
querían saber ellos: si yo estaba loco. Pero no les di ocasión de
comprobarlo, porque nunca les hablé de aquello. Ji, ji, ji, y se van a
quedar con las ganas de conocerlo...

Entonces éramos jóvenes, muy jóvenes. Y yo veía. Y también


andaba. Yo corría más que Dot y siempre presumía de ello. A él no
le irritaba demasiado, pero sé que en ocasiones le dolía
reconocerlo... Porque Dot era más fuerte que yo, más corpulento. Y
además él hacía extraños ejercicios para mantenerse en forma
permanentemente.

Dot y yo habíamos vivido juntos en un viejo apartamento del Soho


de Londres, cuando el Soho era un barrio alegre y bullicioso, cuando
las puertas de los pubs y los establecimientos no se cerraban en
toda la noche, ni se apagaban las luces hasta que el sol del día
siguiente nos picaba en los ojos.
Íbamos a ser amigos eternos. Allí habíamos compartido de todo:
penas, muchas alegrías, ilusiones, hambre y penuria y también
muchas noches de entusiasmo, de sueños y de proyectos. Pero Dot
no era un tipo sumamente alegre, como yo lo he sido. Muchas veces
tenía que arrastrarle yo a la juerga, llenándole el apartamento de
otros amigos y de mucho ruido. A Dot le entretenían más sus
sesiones de espiritismo: siempre le gustó aquello. A mí, a veces,
hasta llegaba a asustarme cuando invocaba y yo advertía que
llegaba al trance, siendo siempre testigo mudo. La verdad es que
nunca ocurrió nada que hoy pueda parecerme extraño.

Pero me acuerdo bien del día que tuvimos que despedirnos.


Nuestros estudios, por fin, habían concluido. Y entonces teníamos
que abandonarnos, con todo el dolor que suponía aquello. Cada uno
de nosotros regresaba al punto de donde procedíamos. Pero lo
hicimos controlando nuestro dolor, brindando, haciéndonos
promesas de amigo; para no separarnos nunca, para poder
encontrarnos siempre en cualquier sitio...

—Tienes que prometerme esto como jamás en tu vida algo más has
prometido —me dijo de pronto, en un tono muy trascendente.

Y yo, que había bebido ya mucho whisky, y que cuando Dot adquiría
aquel tono no podía reprimir la risa, quizás porque sabía que le
dañaba en lo más íntimo, sin dejar de reír, y sin saber de qué se
trataba, le dije que sí, claro que sí, cómo no iba a prometérselo.

—Te advierto que se trata de una promesa muy seria... —acabó


diciéndome sin renunciar a aquel tono, que me parecía casi
perverso.

—Te prometo lo que tú desees, Dot; te lo prometo.

Y nos comprometimos en aquel juego. Renunciando luego a mis


ansias de juerga, tuve que decirle muy seriamente que sí, que me
comprometía por mi vida que al morir, estuviera donde estuviese, yo
iría a avisarle, a decírselo.
Y él, dotando a su juramento de un cierto misterio en una extraña
ceremonia, ante la que tuve que hacer ímprobos esfuerzos para no
estallar de risa, me prometió lo mismo: si él moría antes que yo,
estuviera donde estuviese, acudiría a comunicármelo. Naturalmente,
nunca me atreví a decirle a Dot que aquello tan sólo me parecía una
broma, o un simple juego de adolescentes cuando únicamente
persiguen trascender a la amistad, que fatalmente siempre perece.
Porque la verdad es que Dot y yo no volvimos a vernos.

El encuentro fue mucho después, cuando habían transcurrido ya


varios años. Dot era para mí tan sólo un viejo recuerdo, un recuerdo
de la juventud. Ni siquiera sabía qué había hecho de su profesión, ni
en qué lugar del país vivía, ni qué postura política había adoptado,
él que siempre había sido un crítico radical y aventajado en las
aulas de la universidad.

No sé por qué me obligan hoy a contarles todo esto. Me había


jurado yo mismo no hacerlo jamás: me lo había jurado. Y, sin
embargo..., estoy sintiendo como un cierto alivio, porque alguien
quiere saberlo todo, no con afán de despiezar mi cerebro, sino por
conocer a fondo lo que tanto me tortura y me sigue atormentando.

Yo vivía en un gran caserón al este de Londres, donde tenía


instalado también mi despacho. Confieso que era sumamente feliz
por aquel entonces. Una noche de otoño, entre las tres y las cuatro
de la madrugada, cuando mi mujer y yo estábamos en el sueño más
profundo, me pareció percibir al final del pasillo unos golpes que
procedían de la puerta. Pero quise pensar que tan sólo eran
producto del sueño. Los mismos golpes, más persistentes, volvieron
a sonar en la puerta. Entonces fue mi mujer quien me preguntó si no
los había oído.

—Sí, he oído unos golpes; pero si es alguien que viene a estas


horas, me imagino que usará el timbre, como todo el mundo...
Sin embargo, al poco volvieron a sonar los mismos golpes que
habíamos escuchado al principio. Y aunque no estaba dispuesto a
seguir prestando atención a aquellos intempestivos ruidos, los
mismos golpes seguían intermitentemente insistiendo.

—Will —me dijo mi mujer, sobrecogida—, te aseguro que están


llamando... Ve a ver quién puede ser.

Me tiré de la cama de un salto. Aquellos golpes tan insistentes,


efectivamente, también me habían crispado. Antes de llegarme
hasta la puerta quise cerciorarme de si los niños seguían
durmiendo. Me alegró que gozaran de aquel profundo sueño. Luego,
procurando hacer algún ruido con mis pasos, me acerqué hasta la
puerta y sin poder evitar una extraña vibración en mi voz pregunté
antes de abrir los cerrojos:

—¿Quién es?... ¿Quién llama a estas horas?

Nadie me respondió; pero volvieron a sonar los golpes de nuevo...

No me atrevía tampoco a levantar la mirilla: siempre he sentido gran


precaución por ello. Volví a preguntar, ahora más angustiado:

—¿Quién está ahí? ¿Quién llama?

Y siguió el silencio como respuesta. ¿Quién podía ser que no


quisiera utilizar el timbre, que no tuviera voz para responderme?...
Seguramente algún vagabundo desfallecido, pero fuera quien fuese
no podía negarle mi auxilio. Y los golpes volvieron a sonar de
nuevo... Mis manos no atinaron bien con los cerrojos. Tuve que
recomponer mi figura, armarme de valor; estaba dispuesto a todo
cuando descorrí el segundo cerrojo. Y nada más entreabrir la
puerta, allí, en la penumbra... advertí sus ojos. Envejecido, pero era
él mismo: Dot.

—¡Dot, muchacho, qué alegría! ¿Qué haces ahí?... Pasa de una


vez.
Le encontré pálido, demacrado, terriblemente flaco, inexpresivo.
Pero la sangre volvió a circular relajadamente por todos los
conductos de mi cuerpo. Y Dot sin inmutarse siquiera. Yo quería
demostrarle mi alegría al verle de nuevo, después de tantos años;
pero no me atreví a abrazarle.

Atropelladamente, le preguntaba, sin dejarle ninguna posibilidad de


respiro:

—¿De dónde vienes a estas horas, muchacho? ¿Cómo no me


avisaste que llegabas?... Te hubiera esperado...

Pero pese a mi alegría y a todos mis esfuerzos, su semblante me


seguía resultando extraño, macilento, casi cadavérico... ¿Tan mal
podía haberle ido durante aquellos años que habían transcurrido?...

—Sólo vengo a cumplir mi promesa, Will —me espetó de una


manera siniestra, para añadir tras una pausa—: He muerto... y
vengo a comunicártelo.

Quizás aquella visión no durase entonces más de unos segundos.


¿Podía dar crédito a aquello?... Fue como si mi espalda recibiera
toda ella la punzante mordedura de un puñal de hielo. Y luego una
sensación de espanto y de desconsuelo. Quise cerciorarme de todo
y me encontré solo, absolutamente solo, en el pasillo. Dot ya no
estaba allí dentro: inexplicablemente había desaparecido. Pero yo le
había visto. Puedo asegurar que le había visto, que hubiera podido
tocarle incluso... Porque había entrado por mi puerta, cuando yo
descorrí los cerrojos.

Abrí de nuevo la puerta, salí hasta el rellano y miré por las


escaleras... Le llamé por su nombre. Nada: ni el menor rastro de
Dot. La mano de mi mujer se posó sobre mi espalda y no pude
evitar un brusco sobresalto, al que ella respondió preguntando, con
un miedo espantoso reflejado en su rostro, que quién había venido.

—¡Nadie!
Yo mismo tuve que repetirlo por dos veces para ser consciente de lo
que estaba diciendo:

—Nadie, nadie ha venido.

Pero ella insistía en que yo había estado hablando con alguien. Y


tuve que negárselo reiteradamente, aunque siguiera absorto. Ni por
un momento se asomó a mi imaginación el deseo de transmitir a mi
mujer lo que había sucedido. ¿Cómo podía entenderlo?...

Durante toda la mañana estuve haciendo esfuerzos ímprobos por


localizar en algún sitio, por lejano que fuese, a mi amigo Dot. Pero
no podía dar con su pista. ¿Dónde diablos estaría metido?...
¿Dónde habría estado viviendo durante todo aquel tiempo?... Pese
a haberlo intentado todo, no hallé el menor rastro.

Cuando concluyó el día me sentía derrotado, completamente


vencido. Y tras aquel extraño acontecimiento tan sólo podía llegar a
una conclusión definitiva: Dot, efectivamente, había muerto y,
respetando su promesa, había venido, desde algún lejano lugar del
mundo, a comunicármelo.

Pero lo que comenzó a turbar mi existencia fue lo que sucedió a


partir de aquel desdichado momento. ¡Maldito Dot! ¿Por qué diablos
se había empeñado en aquella promesa y por qué me había
convertido ahora en su trágica víctima y conmigo a todos los
miembros de mi familia?

Aquella misma noche, durante la madrugada, volví a escuchar


golpes en la puerta. Mi mujer, que no conseguía conciliar el sueño,
también los escuchó nada más fueron emitidos.

—Will, están llamando de nuevo, como anoche...

—Sí, maldita sea... Voy a preparar el revólver.


Y mientras disponía del arma y la ponía a punto, volvieron a sonar
insistentes aquellos golpes en la puerta... Me precipité hacia el
pasillo, dispuesto a resolver la incógnita de una vez. Si era Dot de
nuevo, o su fantasma, lo cogería por el brazo y lo zarandearía hasta
que me presentase cara y me diera otra respuesta. Y si no... sacaría
el valor suficiente para dispararle aquel artefacto.

Seguían y seguían sonando los mismos golpes, cada vez con mayor
apremio. Ni siquiera pregunté nada al llegar a la puerta. Descorrí los
dos cerrojos y mientras abría la puerta grité:

—Dot..., ¿a qué estamos jugando?...

Pero allí no había nadie. Dot no estaba. El rellano estaba vacío. Y


escuché los pasos apresurados de Ann, mi mujer, con sus pies
desnudos cruzando el pasillo...

—Will, Will, ¿quién es?... ¿Quién llama?... ¿Qué está pasando?...

Alucinado y hermético, queriendo preservar de otros males a los


míos, traté de acusarme de pesadillas, de convencer a Ann de que
allí no se había escuchado ningún golpe, de que nadie había llegado
hasta nuestra puerta, de que todo eran impresiones falsas de mi
cerebro... Sin embargo, ella insistió en que había escuchado cómo
llamaban a la puerta y cómo habían hecho lo mismo la noche
anterior. Y también había advertido nuestra conversación de
anoche. Quiso convencerme para que llamase a la policía. Y estuvo
a punto de hacerlo ella misma. Precisamente por eso tuve que
contárselo, cosa que en ningún momento estuve dispuesto a
permitirme. Y le di el mayor número de detalles, para que
comprendiera, para que conociera la personalidad, quizá algo
misteriosa de Dot. Y los resultados no vinieron a aliviarla de ningún
modo, como yo había sospechado. Éramos víctimas de un luctuoso
suceso. Y teníamos que aceptarlo...

A partir de entonces, todas las noches, aproximadamente a la


misma hora, entre las tres y las cuatro de la madrugada, en la
puerta de mi casa sonaban los mismos golpes. ¿Se imagina alguien
lo que puede llegar a suponer esta situación para un hombre como
yo, y para toda mi familia?... Dot, ese maldito Dot, me había elegido
como su víctima... ¡Pero no iba a dejarme nunca vivir en paz...! Mi
mujer enfermó de los nervios. Mis hijos, aún pequeños, advirtieron
que algo extraño estaba sucediendo en la casa. Algunas noches se
despertaron sobresaltados, llorando, asustados ante la insistencia
de aquella siniestra llamada en la puerta de nuestra casa.

En alguna ocasión aún llegué a abrir la puerta, pero nunca me


encontraba a nadie. Y entonces los golpes..., que llegaron a ser más
débiles, terminaban. Allí no podíamos seguir viviendo: era
insoportable aquella angustia, aquel pánico, aquel temor a que
llegara la noche y que de nuevo alguien, o el fantasma de alguien,
de mi amigo Dot, viniera a intranquilizarnos solicitando entrada en
nuestra casa, para comunicarnos todas la noches que había
muerto... ¿Pero tendríamos que soportar aquello eternamente?...

No tuve más alternativa que la de buscar otro lugar donde llevarme


a vivir a mi familia. Resultó fácil: a las afueras de Londres, lejos de
la vieja casa, alquilé un bonito chalet-apartamento, donde al menos
los míos estarían a salvo. Pero...

—Yo quiero seguir yendo a dormir al mismo piso —le dije a Ann, mi
mujer—, al menos durante este primer tiempo.

Y aunque ella en ningún momento compartió mis deseos, tuvo que


ceder ante la firme decisión que había tomado.

Por eso, después de haberles instalado el primer día en el nuevo


piso, decidí afrontar mi suerte definitivamente. Lo hice con valor, con
un valor sobrenatural, que llegó a sobrecogerme. Iba a ir en busca
de mi destino. Y al fin mi mujer y mis hijos podrían vivir la calma de
una noche sin sobresaltos.

No pretendía yo acostarme aquella noche. Estaba dispuesto a


seguir un plan minucioso. Primero dejaría que sonaran los primeros
golpes. Después me pondría tras la puerta y trataría de hablar con
Dot. Sí, repetiría de alguna manera la misma escena que habíamos
vivido la primera noche, cuando se decidió a venir hasta mi casa
para comunicarme que había muerto. Y después, teniendo
posiblemente frente a mí al fantasma de Dot o a lo que fuere, le
dispararía sin otras contemplaciones el cargador entero, a bocajarro.
Me sentía seguro y decidido.

Estuve esperando en el despacho, con el batín puesto. Y el reloj fue


avanzando, no sé si con lentitud o apresuramiento. Lo cierto es que
cuando ya dieron las tres las palpitaciones de mi pecho habían
aumentado, porque ya esperaba el momento... Nunca fueron tan
puntuales aquellas llamadas a la puerta. Seguía esperando que
sonaran los primeros golpes... Pero me sobresaltó el grito
inesperado del teléfono, ¡estaba sonando el teléfono...!

Descolgué el aparato y de inmediato, me di cuenta que al otro lado


del hilo, estaba Ann. Ann, completamente histérica, descontrolada y
víctima de un furibundo ataque de nervios, me decía entre sollozos:

—Will, Will, ¡que están llamando a la puertaaaaaaaaaa!...

¿Cómo puedo explicar a nadie hoy lo que pude llegar a sentir en


aquellos indescriptibles momentos?...

Aun tengo su grito metido en mi cerebro:

—¡Que están llamando a la puertaaaaaaaaaa!...

¡Pobre Ann! Desafiándolo todo abandoné a una velocidad inusitada


aquella diabólica mansión, tratando de llegar a tiempo hasta mi
nueva casa. ¡Ah, maldito Dot, como me la jugaste!... Y corrí, corrí
desesperadamente, dispuesto a repetir en aquella casa nueva la
misma escena que ya había ensayado. Cargado de ira, convertido
en un verdadero asesino en pos de su víctima, atravesé la ciudad y
enfilé la carretera que llevaba hasta mi nuevo domicilio. Y
justamente llegando... llegando, comencé a percibir un truculento
espectáculo.

Las llamas ya emergían hacia el cielo. Era mi casa, la nueva casa,


la que estaba ardiendo. ¡Dot, Dot, qué me has hecho!... No sé en
qué condiciones pude penetrar hasta el interior de la vivienda. Todo
me lo encontré envuelto en llamas... Corrí a la habitación de los
niños: estaba vacía. Y luego llegué hasta el dormitorio y allí, allí
mismo, abrazados, me encontré a Ann y los niños, que habían sido
ya víctimas del fuego, completamente abrasados...

Creo que pude arrastrarlos hasta la calle. No me lo pregunten: no sé


cómo. Lo cierto es que a partir de entonces —ya han transcurrido de
esto muchos años— me siento recluido en este lugar tenebroso. Y
nunca quise contar a nadie lo que verdaderamente había sucedido...

—¿Eh?... ¿Quién viene?... Oigo pasos. ¿Son ustedes?...

—No, Will, soy yo.

—¡Ah, enfermera!... Son muy simpáticos estos muchachos.

—Hay en la puerta alguien que pregunta por usted, Will. Dice que es
un viejo amigo suyo. Y es también muy anciano... Se llama Dot.

—¡Dot!... ¿Y querrá ver el monstruo en que me he convertido?...


Dot, Dot, no es posible... Dot, no. Dot ha muerto... Y yo soy ahora un
repugnante monstruo, sin rostro...

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