Tener o Ser - Erich Fromm
Tener o Ser - Erich Fromm
Tener o Ser - Erich Fromm
¿Tener o ser?
ePub r1.2
Titivillus 25.07.16
PREFACIO
En este libro continúo dos tendencias de
mis escritos anteriores. Primero,
prolongo el desarrollo del psicoanálisis
radical y humanista, y me concentro en
el análisis del egoísmo y del altruismo
como dos orientaciones básicas del
carácter. En la Tercera Parte de este
libro amplío más el tema que traté en
Psicoanálisis de la sociedad
contemporánea y en La revolución de
la esperanza: la crisis de la sociedad
contemporánea y la posibilidad de
encontrarle soluciones. Me fue
inevitable repetir algunos pensamientos
expresados antes, mas espero que el
nuevo punto de vista desde el que
escribo esta pequeña obra y los
conceptos ampliados compensarán a los
lectores familiarizados con mis escritos
anteriores.
En realidad, el título de este libro y
los títulos de otras dos obras son casi
idénticos: Être et avoir de Gabriel
Marcel, y Haben und Sein de Balthasar
Staehelin. Estos tres libros están
escritos, con espíritu humanista, pero
cada uno enfoca el tema de modo muy
distinto: Marcel escribe desde un punto
de vista teológico y filosófico; el libro
de Stachelin es un examen constructivo
del materialismo en la ciencia moderna
y una contribución al
Wirklichkeitsanalyse; en este volumen
hago un análisis social y psicológico
empírico de dos modos de existencia.
Recomiendo los libros de Marcel y
Staehelin a los lectores interesados en
este tema (hace poco supe de la
existencia de una traducción inglesa del
libro de Marcel; pero yo había leído una
excelente traducción inglesa preparada
para mi uso parxistencia. Recomiendo
los libros de Marcel y Staehelin a los
lectores interesados en este tema (hace
poco supe de la existencia de una
traducción inglesa del libro de Marcel;
pero yo había leído una excelente
traducción inglesa preparada para mi
uso parxistencia. Recomiendo los libros
de Marcel y Staehelin a los lectores
interesados en este tema (hace poco
supe de la existencia de una traducción
inglesa del libro de Marcel; pero yo
había leído una excelente traducción
inglesa preparada para mi uso
parxistencia. Recomiendo los libros de
Marcel y Staehelin a los lectores
interesados en este tema (hace poco
supe de la existencia de una traducción
inglesa del libro de Marcel; pero yo
había leído una excelente traducción
inglesa preparada para mi uso
parxistencia. Recomiendo los libros de
Marcel y Staehelin a los lectores
interesados en este tema (hace poco
supe de la existencia de una traducción
inglesa del libro de Marcel; pero yo
había leído una excelente traducción
inglesa preparada para mi uso
parxistencia. Recomiendo los libros de
Marcel y Staehelin a los lectores
interesados en este tema (hace poco
supe de la existencia de una traducción
inglesa del libro de Marcel; pero yo
había leído una excelente traducción
inglesa preparada para mi uso
parxistencia. Recomiendo los libros de
Marcel y Staehelin a los lectores
interesados en este tema (hace poco
supe de la existencia de una traducción
inglesa del libro de Marcel; pero yo
había leído una excelente traducción
inglesa preparada para mi uso
parxistencia. Recomiendo los libros de
Marcel y Staehelin a los lectores
interesados en este tema (hace poco
supe de la existencia de una traducción
inglesa del libro de Marcel; pero yo
había leído una excelente traducción
inglesa preparada para mi uso
parxistencia. Recomiendo los libros de
Marcel y Staehelin a los lectores
interesados en este tema (hace poco
supe de la existencia de una traducción
inglesa del libro de Marcel; pero yo
había leído una excelente traducción
inglesa preparada para mi uso
parxistencia. Recomiendo los libros de
Marcel y Staehelin a los lectores
interesados en este tema (hace poco
supe de la exist
INTRODUCCIÓN:
LA GRAN
PROMESA, SU
FRACASO Y
NUEVAS OPCIONES
EL FIN DE UNA
ILUSIÓN
LA GRAN promesa de un Progreso
Ilimitado (la promesa de dominar la
naturaleza, de abundancia material, de la
mayor felicidad para el mayor número
de personas, y de libertad personal sin
amenazas) ha sostenido la esperanza y la
fe de la gente desde el inicio de la época
industrial. Desde luego, nuestra
civilización empezó cuando la especie
humana comenzó a dominar la naturaleza
en forma activa; pero ese dominio fue
limitado hasta el advenimiento de la
época industrial. El progreso industrial,
que sustituyó la energía animal y la
humana por la energía mecánica y
después por la nuclear, y que sustituye la
mente humana por la computadora, nos
hizo creer que nos encontrábamos a
punto de lograr una producción ilimitada
y, por consiguiente, un consumo
ilimitado; que la técnica nos haría
Omnipotentes; que la ciencia nos
volvería omniscientes. Estábamos en
camino de volvernos dioses, seres
supremos que podríamos crear un
segundo mundo, usando el mundo natural
tan sólo como bloques de construcción
para nuestra nueva creación.
Los hombres y, cada vez más, las
mujeres tenían un nuevo sentimiento de
libertad; se convertían en amos de sus
vidas: las cadenas feudales habían sido
rotas y el individuo podía hacer lo que
deseara, libre de toda traba, o así lo
creía la gente. Aunque esto sólo era
verdadero en relación con la clase alta y
la media, sus logros podían hacer que
los demás tuvieran fe en que
posteriormente la nueva libertad llegaría
a extenderse a todos los miembros de la
sociedad, siempre que la
industrialización continuara
progresando. El socialismo y el
comunismo rápidamente cambiaron, de
movimientos cuya meta era una nueva
sociedad y un nuevo hombre en
movimientos cuyo ideal era ofrecer a
todos una vida burguesa, una burguesía
universalizada para los hombres y las
mujeres del futuro. Se suponía que
lograr riquezas y comodidades para
todos se traduciría en una felicidad sin
límites para todos. La trinidad
“Producción ilimitada, libertad absoluta
y felicidad sin restricciones” formaba el
núcleo de una nueva religión: el
Progreso, y una nueva Ciudad Terrenal
del Progreso remplazaría a la Ciudad de
Dios. No es extraño que esta nueva
religión infundiera energías, vitalidad y
esperanzas a sus creyentes.
Lo grandioso de la Gran Promesa,
los maravillosos logros materiales e
intelectuales de la época industrial
deben concebirse claramente para poder
comprender el trauma que produce hoy
día considerar su fracaso. La época
industrial no ha podido cumplir su Gran
Promesa, y cada vez más personas se
dan cuenta de lo siguiente:
¿HAY UNA
ALTERNATIVA
PARA EVITAR LA
CATÁSTROFE?
Todos los datos mencionados aquí han
sido publicados y son bien conocidos.
Lo casi increíble es que no se haya
hecho un verdadero esfuerzo por evitar
lo que parece un decreto final del
destino. Aunque en la vida privada
nadie, excepto un loco, permanecería
pasivo ante una amenaza a su existencia,
los encargados de los asuntos públicos
prácticamente no hacen nada, y los que
les han confiado su destino les permiten
continuar inactivos.
¿Es posible que hayamos perdido el
más fuerte de todos los instintos, el de
conservación? Una de las explicaciones
más obvias es que los gobernantes hacen
muchas cosas que les permiten fingir que
están actuando eficazmente para evitar
una catástrofe: sus interminables
conferencias, sus resoluciones y
conversaciones sobre desarme causan la
impresión de que los problemas se han
identificado y que están haciendo algo
para resolverlos. Sin embargo, no hacen
nada realmente importante; pero
gobernantes y gobernados anestesian sus
conciencias y su voluntad de sobrevivir,
aparentando que conocen el camino y
que avanzan en la dirección correcta.
Otra explicación es que el egoísmo
que genera el sistema hace que los
gobernantes antepongan su éxito
personal a su responsabilidad social. Ya
no nos sorprende cuando los dirigentes
políticos y los “ejecutivos” de los
negocios toman decisiones que parecen
beneficiarlos, y que al mismo tiempo
son nocivas y peligrosas para la
comunidad. Desde luego, si el egoísmo
es un pilar de la ética práctica
contemporánea, ¿por qué habrían de
actuar de otra manera? No parecen saber
que la avaricia (como la sumisión)
vuelve a la gente estúpida aun en lo que
atañe a su verdadero interés, al interés
de sus propias vidas y de las vidas de
sus esposas y sus hijos (cf. J. Piaget, El
juicio moral del niño). Al mismo
tiempo, el público en general está tan
egoístamente preocupado por sus
asuntos particulares que presta muy poca
atención a los problemas que
trascienden el terreno personal.
Sin embargo, hay otra explicación
más del debilitamiento de nuestro
instinto de conservación: en la vida se
requerirían cambios tan enormes que la
gente prefiere una catástrofe futura al
sacrificio que tendría que hacer hoy día.
La descripción que hace Arthur Koestler
de algo que le ocurrió durante la Guerra
Civil Española es un ejemplo notable de
esta actitud común: Koestler se
encontraba en una cómoda quinta de un
amigo cuando le informaron que
avanzaban las tropas de Franco; sin
duda llegarían durante la noche, y muy
probablemente lo asesinarían; podía
salvar su vida huyendo, pero la noche
era fría y lluviosa, y la casa tibia y
cómoda. Se quedó, fue hecho prisionero,
y casi milagrosamente salvó su vida
muchas semanas después gracias a los
esfuerzos de algunos amigos periodistas.
Así también se comportan los que
prefieren arriesgarse a morir a soportar
un examen que podría revelar una
enfermedad grave, la cual requeriría una
gran operación quirúrgica.
Además de esta explicación de la
fatal pasividad humana en cuestiones de
vida o muerte, hay otra, que es una de
mis razones para escribir este libro. Me.
refiero al concepto de que no tenemos
otras alternativas que los modelos del
capitalismo cooperativista, el
socialismo socialdemócrata o soviético,
o un “fascismo (tecnocrático) con una
cara sonriente”. La difusión de este
concepto se debe a que hemos hecho
muy pocos esfuerzos por estudiar la
posibilidad de crear modelos sociales
enteramente nuevos y de experimentar
con éstos. Desde luego, mientras los
problemas de la reconstrucción social,
aunque sólo sea parcialmente, no
preocupen a nuestros mejores científicos
y técnicos, nos faltará imaginación para
crear alternativas nuevas y realistas.
El fin principal de este libro es
analizar los dos modos básicos de la
existencia: tener y ser. En el Capítulo I
presento algunas observaciones “a
primera vista” relativas a la diferencia
entre estos dos modos. En el Capítulo II
muestro la diferencia, tomando varios
ejemplos de la vida diaria que los
lectores fácilmente podrán relacionar
con su experiencia personal. En el
Capítulo III presento los modos de tener
y de ser que aparecen en el Antiguo y en
el Nuevo Testamento, y en los escritos
del maestro Eckhart. En los capítulos
siguientes me remito al problema más
difícil: el análisis de la diferencia entre
tener y ser, e intento sacar conclusiones
teóricas basadas en datos empíricos.
Hasta este punto, el libro trata
principalmente de los aspectos
individuales de los dos modos básicos
de la existencia, pero en los capítulos
finales me refiero a la importancia de
estos modos en la formación de un
Hombre Nuevo y de una Sociedad
Nueva, y estudio las posibilidades de
ofrecer alternativas al individuo
enfermo y débil, y al catastrófico
desarrollo socioeconómico del mundo.
PRIMERA PARTE
LA DIFERENCIA
ENTRE TENER Y
SER
I. UNA PRIMERA
OJEADA
LA IMPORTANCIA DE LA
DIFERENCIA ENTRE
TENER Y SER
LA ALTERNATIVA entre tener que se
opone a ser, no atrae al sentido común.
Parece que tener es una función normal
de la vida: para vivir, debemos tener
cosas. Además, debemos tenerlas para
gozarlas. En una cultura cuya meta
suprema es tener (cada vez más), y en la
que se puede decir de alguien que “vale
un millón de dólares[2]”, ¿cómo puede
haber una alternativa entre tener y ser?
Al contrario, parece que la misma
esencia de ser consiste en tener; y si el
individuo no tiene nada, no es nadie.
Sin embargo, los grandes Maestros
de la Vida han considerado la
alternativa entre tener y ser como el
punto más importante de sus respectivos
sistemas. Buda enseña que para alcanzar
la etapa más elevada del desarrollo
humano, no debemos anhelar
posesiones. Jesucristo enseña: «Porque
cualquiera que quisiera salvar su vida,
la perderá; y cualquiera que perdiere su
vida por causa de mí, éste la salvará.
Porque ¿qué aprovecha al hombre, si se
granjeara todo el mundo, y se pierda él a
sí mismo, o corra peligro de sí?» (San
Lucas 9:24-25). El Maestro Eckhart
enseñó que no tener nada y permanecer
abierto y “vacío”, no permitir al ego ser
un estorbo en nuestro camino, es la
condición para lograr salud y fuerza
espiritual. Marx enseñó que el lujo es un
defecto, tanto como la pobreza, y que
nuestra meta debe consistir en ser
mucho, y no en tener mucho. (Me refiero
aquí al verdadero Marx, al humanista
radical, y no a la falsificación vulgar
que presenta el comunismo soviético).
Durante muchos años he estado
profundamente impresionado por esta
distinción, y he buscado su base
empírica estudiando concretamente
individuos y grupos, mediante el método
psicoanalítico. Lo que he observado me
lleva a concluir que esta distinción,
junto con la del amor a la vida y el amor
a la muerte, representa el problema más
crucial de la existencia. Los datos
empíricos, antropológicos y
psicoanalíticos, tienden a demostrar que
tener y ser son dos modos
fundamentales de la experiencia, las
fuerzas que determinan la diferencia
entre los caracteres de los individuos y
los diversos tipos de caracteres
sociales.
EJEMPLOS EN VARIAS
EXPRESIONES
POÉTICAS
Como introducción para comprender
la diferencia entre los modos de tener y
ser de la existencia, usaré como
ejemplos dos poemas de contenido
similar que el extinto D. T. Suzuki cita
en Lectures on Zen Budhism. Uno es el
haikai del poeta japonés Basho (1644-
1694); el otro poema es de un poeta
inglés del siglo XIX, Tennyson. Cada
poeta describe una experiencia similar:
su reacción ante una flor que ve durante
un paseo. El verso de Tennyson dice así:
Descubrimiento
Vi en la sombra
una florecilla
brillante como las estrellas,
como unos bellos ojos.
La tomé
con raíces y todo
y la llevé al jardín
de una bella casa,
y la planté de nuevo
en un lugar tranquilo
donde ahora ha crecido
y florece.
La propiedad
Observaciones antiguas:
Du Marais-Marx
Las consecuencias nefastas de esta
confusión se reconocieron en el siglo
XVIII. Du Marais planteó con mucha
precisión el problema en su obra
póstuma Les veritables principes de la
grammaire (1769). Escribió: «En el
ejemplo, tengo un reloj, tengo debe
entenderse en su sentido propio; pero si
afirmo tengo una idea, tengo sólo se dice
de manera imitativa. Es una expresión
prestada. Tengo una idea significa
pienso, concibo algo de esta manera o
de esta otra. Tengo ganas significa
deseo, etc.» (le agradezco al Dr. Noam
Chomsky la referencia a Du Marais).
Un siglo después de que Du Marais
observó el fenómeno de la sustitución de
nombres por verbos, Marx y Engels se
refirieron al mismo problema, pero en
forma más radical, en La sagrada
familia. En su “Crítica crítica” a Edgar
Bauer hay un ensayo pequeño, pero
importante, sobre el amor, en el que se
hace referencia a la siguiente afirmación
de Bauer: «El amor… es un dios cruel
que, como toda deidad, aspira a
adueñarse del hombre, en su totalidad y
no se da por satisfecho hasta que éste no
le ha sacrificado no solamente su alma
sino también su yo físico. Su culto es la
pasión, y el punto culminante de este
culto el sacrificio de sí mismo, el
suicidio».
Marx y Engels comentan: Bauer
«convierte al amor en un “dios”, y no en
un dios cualquiera, sino en un “dios
cruel”, haciendo del hombre
enamorado, del amor del hombre, el
hombre del amor, para lo cual separa al
“amor” del hombre como un ser aparte».
Marx y Engels señalan aquí el factor
decisivo en el uso del sustantivo en vez
del verbo. El sustantivo “amor”, que
sólo es una abstracción de la actividad
de amar, se convierte en algo distinto
del hombre. El amante se vuelve el
hombre del amor. El amor se convierte
en un dios, en un ídolo en que el hombre
proyecta su amor; en este proceso de
enajenación deja de sentir amor, y sólo
está en contacto con su capacidad de
amar por su sometimiento al dios del
amor. Ha dejado de ser una persona
activa que siente; se vuelve un adorador
enajenado de un ídolo, y se siente
perdido cuando no está en contacto con
su ídolo.
Uso contemporáneo
Durante 200 años desde Du Marais,
esta tendencia a sustituir los sustantivos
por verbos ha aumentado en una
proporción que él difícilmente podría
haber imaginado. Éste es un ejemplo
típico, aunque levemente exagerado, del
lenguaje actual. Una persona que busca
la ayuda del psicoanalista inicia la
conversación con la siguiente frase:
«Doctor, tengo una preocupación; tengo
insomnio. Tengo una casa bonita, hijos
hermosos y un matrimonio feliz, pero
tengo muchas preocupaciones». Hace
algunas décadas, en vez de “tengo una
preocupación”, el pariente
probablemente habría dicho: “Estoy
preocupado”; en vez de “tengo
insomnio”, “no puedo dormir”; en vez
de “tengo un matrimonio feliz”, habría
dicho “soy feliz en mi matrimonio”.
El modo de hablar más reciente
indica el alto grado de enajenación
prevaleciente. Al decir “tengo una
preocupación”, en vez de “me siento
preocupado”, se elimina la experiencia
subjetiva: el yo de la experiencia se ve
remplazado por la posesión. Transformo
mi sentimiento en algo que poseo: la
preocupación; pero “preocuparse” es
una expresión abstracta que se aplica a
todo tipo de dificultades. No puedo
tener una preocupación, porque no la
puedo poseer; sin embargo, ésta puede
poseerme. Es decir, transformo mi yo en
“una preocupación” y soy poseído por
mi creación. Esta manera de hablar
revela una alienación oculta,
inconsciente.
Desde luego, se puede alegar que el
insomnio es un síntoma físico, como el
dolor de garganta o de muelas, y que por
consiguiente es legítimo afirmar que se
tiene insomnio, como se dice que se
tiene un dolor de garganta. Sin embargo,
hay una diferencia: un dolor de garganta
o de muelas es una sensación corporal
más o menos intensa, pero tiene poca
calidad psíquica. Se puede tener un
dolor de garganta porque se tiene una
garganta, o un dolor de muelas porque se
tienen muelas. Al contrario, el insomnio
no es una sensación corporal, sino un
estado mental, el de no poder dormir. Si
hablo de “tener insomnio” en vez de
decir “no puedo dormir”, revelo mi
deseo de eliminar la experiencia de
angustia, inquietud, tensión, que me
impide dormir, y tratar el fenómeno
mental como si fuera un síntoma
corporal.
Veamos otro ejemplo: carece de
sentido decir: “tengo un gran amor”. El
amor no es algo que se pueda tener, sino
un proceso, una actividad interior a la
que se está sujeto. Puedo amar puedo
estar enamorado, pero al amar, no
tengo… nada. De hecho, cuanto menos
tenga, más puedo amar.
EL ORIGEN DE LOS
TÉRMINOS
“Tener” es una expresión
engañosamente sencilla. Todo ser
humano tiene algo: un cuerpo[3], ropas,
casa, y el hombre y la mujer modernos
tienen un auto, una televisión, una
lavadora, etc. Es virtualmente imposible
vivir sin tener algo. ¿Por qué, pues,
tener constituye un problema? Sin
embargo, la historia lingüística de
“tener” indica que esta palabra es un
problema. A los que creen que tener
constituye la categoría más natural de la
existencia humana puede sorprenderles
enterarse de que en muchos idiomas no
hay palabra que signifique “tener”. Por
ejemplo, en hebreo “yo tengo” debe
expresarse en la forma indirecta jesh li
(“es para mí”). De hecho, predominan
los idiomas que expresan la posesión de
esta manera, y no con “tener”. Es
interesante observar que en el desarrollo
de muchas lenguas la construcción “es
para mí” más tarde se transforma en
“tengo”; pero como señaló Emile
Benveniste, la evolución no ocurre en la
dirección inversa[4]. Este hecho sugiere
que la palabra tener se desarrolló en
relación con la propiedad privada, y
ésta no existe en las sociedades en que
la propiedad es predominantemente
funcional; esto es, una posesión sólo
sirve para usarse. Los futuros estudios
sociolingüísticos deberán decidir si esta
hipótesis resulta válida y hasta qué
grado.
Tener parece un concepto
relativamente sencillo, pero ser
constituye una forma muy complicada y
difícil. “Ser” se usa de diferentes
maneras: 1) Como cópula: como en “yo
soy alta”, “yo soy blanco”, “yo soy
pobre”, o sea, una denotación gramatical
de identidad (en muchos idiomas no se
usa la palabra “ser” en este sentido; en
español se distinguen las cualidades
permanentes que pertenecen a la esencia
del sujeto con el verbo ser, y las
cualidades contingentes que no son
esenciales con el verbo estar); 2) Como
forma pasiva de un verbo: por ejemplo,
“soy golpeado” significa que soy objeto
de la actividad de otra persona, y no el
sujeto de mi actividad, como en
“golpeo”; 3) Con el significado existir:
como Benveniste mostró, “ser” cuando
significa existir es un término diferente
de “ser” como cópula que expresa
identidad: «Las dos palabras han
coexistido y aún pueden coexistir,
aunque son totalmente distintas».
El estudio de Benveniste arroja una
nueva luz sobre el significado de “ser”
como verbo por su propio derecho, y no
como cópula. “Ser”, en las lenguas
indoeuropeas, se expresa con la raíz es,
que significa “existir, encontrarse en la
realidad”. Existencia y realidad se
definen como “lo auténtico, consistente,
verdadero”. (En sánscrito, sant significa
“existente”, “un bien verdadero”,
“verdad”; el superlativo Sattama,
significa “lo mejor”). “Ser” en su raíz
etimológica significa, pues, más que una
afirmación de identidad entre el sujeto y
el atributo. Es más que un término
descriptivo de un fenómeno. Denota la
realidad de la existencia de lo que es o
quien es; afirma la autenticidad y la
verdad (de él, de ella, de ello). Al
afirmar que alguien o algo es, nos
referimos a la esencia de la persona o
de la cosa, y no a su apariencia.
Este examen preliminar del
significado de tener y ser nos lleva a
estas conclusiones:
1. Con ser o tener no me refiero a
ciertas cualidades o propiedades de un
sujeto en afirmaciones como éstas:
“Tengo un auto” o “soy blanco” o “soy
feliz”. Me refiero a dos modos
fundamentales de existencia, a dos tipos
distintos de orientación ante el yo y ante
el mundo, a dos tipos distintos de
estructura del carácter cuyo predominio
respectivo determina la totalidad del
pensamiento, de los sentimientos y de
los actos de la persona.
2. En el modo de existencia de tener,
mi relación con el mundo es de posesión
y propiedad, deseo convertir en mi
propiedad todo el mundo y todas las
cosas, incluso a mí mismo.
3. En el modo de existencia de ser,
debemos identificar dos formas de ser.
Una se opone a tener, como se ilustra en
la afirmación de Du Marais, y significa
una relación viva y auténtica con el
mundo. La otra forma de ser se opone a
la apariencia y se refiere a la verdadera
naturaleza, a la verdadera realidad de
una persona o cosa que se opone a las
apariencias engañosas, como se ilustra
en la etimología de ser (Benveniste).
LOS CONCEPTOS
FILOSÓFICOS DE SER
La discusión del concepto de ser
resulta más complicada, porque “ser” ha
sido tema de miles de libros filosóficos,
y “¿qué es ser?” ha sido una de las
preguntas críticas de la filosofía
occidental. El concepto de ser se tratará
aquí desde el punto de vista
antropológico y psicológico, pero la
discusión filosófica, desde luego,
también se relaciona con el problema
antropológico. Como hasta una breve
presentación del desarrollo del concepto
de ser en la historia de la filosofía,
desde los presocráticos hasta la
filosofía moderna, rebasa los límites de
este libro, sólo mencionaré un punto
crítico: el concepto de proceso,
actividad y movimiento como elemento
de ser. Como ha señalado George
Sirnmel, la idea de ser implica un
cambio, significa devenir, y tiene sus
dos representantes más grandes y más
firmes en el inicio y en el cenit de la
filosofía occidental: en Heráclito y en
Hegel.
Afirmar que ser constituye una
sustancia permanente, intemporal e
inmutable, y que es lo opuesto a devenir,
como lo expresaron Parménides, Platón
y los escolásticos “realistas”, sólo tiene
sentido basándose en la noción idealista
de que el pensamiento (idea) es la
realidad última. Si la idea de amar (en
el sentido platónico) es más real que la
experiencia de amar, se puede decir que
el amor como idea es permanente e
inmutable; pero cuando nos basamos en
la realidad de los seres humanos que
existen, aman, odian y sufren, entonces
no existe un ser que al mismo tiempo no
se transforme y cambie. Las estructuras
vivas sólo pueden existir si se
transforman y cambian. El cambio y el
desarrollo son cualidades inherentes al
proceso vital.
El radical concepto de la vida de
Hegel y Heráclito como proceso y no
como sustancia tiene un paralelo en el
mundo oriental, en la filosofía de Buda.
No hay lugar en el pensamiento budista
para el concepto de sustancia
permanente y durable, ni para las cosas
ni para el yo. Nada es real, sino los
procesos[5]. El pensamiento científico
contemporáneo ha producido un
renacimiento de los conceptos
filosóficos del pensamiento del proceso
al descubrirlos y aplicarlos a las
ciencias naturales.
TENER Y CONSUMIR
Antes de examinar algunos ejemplos
sencillos de los modos existenciales de
tener y de ser, debo mencionar otra
manifestación de tener: incorporar.
Incorporar una cosa, por ejemplo,
comiendo o bebiendo, es una forma
arcaica de poseerla. En cierto momento
de su desarrollo, el niño tiende a
meterse en la boca las cosas que desea.
Así el niño toma posesión, cuando su
desarrollo corporal aún no le ofrece
otras formas de dominar sus posesiones.
Descubrimos la misma relación entre
incorporación Y posesión en muchas
formas de canibalismo. Por ejemplo, al
comerme a otro ser humano, adquiero
sus poderes (el canibalismo puede ser el
equivalente mágico de adquirir
esclavos); al comerme el corazón de un
hombre valiente, adquiero su valor; al
comerme un animal totémico, adquiero
la sustancia divina que el animal
totémico simboliza.
Desde luego, la mayoría de los
objetos no pueden ser incorporados
físicamente (aunque fuera así, se
perderían de nuevo en el proceso de
eliminación); pero también hay una
incorporación simbólica y mágica. Si
creo que he incorporado la imagen de
Dios, de un padre o de un animal, ésta
no me puede ser arrancada ni eliminada.
Devoro el objeto simbólicamente, y creo
en su presencia simbólica dentro de mí.
Por ejemplo, Freud explicó el superego
afirmando que era la suma total
introyectada de las prohibiciones y las
órdenes del padre. Una autoridad, una
institución, una idea, una imagen pueden
introyectarse de la misma manera: las
tengo eternamente protegidas en mis
entrañas, por decirlo así (“introyección”
e “identificación” a menudo se usan
como sinónimos, pero es difícil
determinar si realmente constituyen el
mismo proceso. De cualquier manera, la
palabra “identificación” no debe usarse
descuidadamente cuando se quiere
hablar de imitación o subordinación).
Hay muchas otras formas de
incorporación que no se relacionan con
las necesidades fisiológicas y que, por
ello, no son limitadas. La actitud
inherente al consumismo es devorar
todo el mundo. El consumidor es el
eterno niño de pecho que llora
reclamando su biberón. Esto es obvio en
los fenómenos patológicos, como el
alcoholismo y la adicción a las drogas.
Evidentemente, destacamos estas
adicciones porque sus efectos afectan
las obligaciones sociales de la persona
adicta. Fumar compulsivamente no se
critica, porque, aun cuando también es
una adicción, no modifica las funciones
sociales del fumador, sino posiblemente
“sólo” la duración de su vida.
Más adelante en este libro
estudiaremos otras formas del
consumismo cotidiano. Aquí sólo
señalaré que, en lo que al ocio se
refiere, los automóviles, la televisión,
los viajes y el sexo son los principales
objetos del consumismo actual, y aunque
los denominamos actividades de los
momentos de ocio, sería mejor llamarlos
pasividades de los momentos de ocio.
En resumen, consumir es una forma
de tener y quizá la más importante en las
actuales sociedades industriales ricas.
Consumir tiene cualidades ambiguas:
alivia la angustia, porque lo que tiene el
individuo no se lo pueden quitar; pero
también requiere consumir más, porque
el consumo previo pronto pierde su
carácter satisfactorio. Los consumidores
modernos pueden identificarse con la
fórmula siguiente: yo soy = lo que tengo
y lo que consumo.
II. TENER Y SER
EN LA
EXPERIENCIA
COTIDIANA
Como la sociedad en que vivimos se
dedica a adquirir propiedades y a
obtener ganancias, rara vez vemos una
prueba del modo de existencia de ser, y
la mayoría considera el modo de tener
como el modo más natural de existir, y
hasta como el único modo aceptable de
vida. Esto hace especialmente difícil
comprender la naturaleza del modo de
ser, y hasta entender que tener sólo es
una de las posibles orientaciones. Sin
embargo, estos dos conceptos están
enraizados en la experiencia humana.
Ninguno debe ni puede examinarse de
manera puramente abstracta e
intelectual; ambos se reflejan en nuestra
vida cotidiana y deben tratarse
concretamente. Los siguientes ejemplos
bastante sencillos de cómo tener y ser
aparecen en la vida cotidiana pueden
ayudar a los lectores a comprender estos
dos modos de existir.
EL APRENDIZAJE
En el modo de existencia de tener
los estudiantes asisten a clases,
escuchan las palabras del maestro y
comprenden su estructura lógica y su
significado. De la mejor manera posible,
escriben en sus cuadernos de apuntes
todas las palabras que escuchan; así más
tarde podrán aprender de memoria sus
notas y ser aprobados en el examen;
pero el contenido no pasa a ser parte de
su sistema individual de pensamiento, ni
lo enriquece ni lo amplía. En vez de
ello, los alumnos transforman las
palabras que oyen en conjuntos fijos de
pensamientos o teorías, y las almacenan.
Los estudiantes y el contenido de las
clases continúan siendo extraños entre
sí, pero cada estudiante pasa a ser
propietario de un conjunto de
afirmaciones hechas por alguien (que las
creó o las tomó de otra fuente).
En el modo de tener, los estudiantes
sólo tienen una meta: retener lo
“aprendido”. Con este fin lo depositan
firmemente en su memoria, o lo guardan
cuidadosamente en sus notas. No deben
producir ni crear algo nuevo. De hecho,
los individuos del tipo de tener se
sienten perturbados por las ideas o los
pensamientos nuevos acerca de una
materia, porque lo nuevo los hace dudar
de la suma fija de información que
poseen. Desde luego, para quien tener es
la forma principal de relacionarse con el
mundo, las ideas que no puede definir
claramente (o redactar) le causan temor,
como cualquier cosa que se desarrolla y
cambia y que no puede controlarse.
En el modo de ser, el proceso de
aprender es de una calidad enteramente
distinta para los estudiantes en su
relación con el mundo. En primer lugar,
no asisten a las clases, ni aun a la
primera clase, con la mente en blanco.
De antemano han pensado en los
problemas que se tratan en las clases, y
tienen en mente ciertas cuestiones y
problemas propios. Se han ocupado del
tema, y les interesa. En vez de ser
recipientes pasivos de las palabras y de
las ideas, escuchan, oyen, y lo que es
más importante, captan y responden de
manera productiva y activa. Lo que
escuchan estimula la actividad de su
pensamiento. En su mente surgen nuevas
preguntas, nuevas ideas y perspectivas.
Para ellos oír es un proceso vital.
Escuchan con interés lo que dice el
maestro, y espontáneamente le dan vida
a lo que oyen. No sólo adquieren
conocimientos que pueden llevar a casa
y recordar. El estudiante se siente
afectado y cambia: es distinto después
de la clase. Desde luego, este modo de
aprender sólo puede existir si la clase
ofrece material estimulante. En el modo
de ser, la charla vacía no ayuda, y en
estas circunstancias, en el modo de ser,
los estudiantes descubren que es
preferible no oír, y concentrarse en sus
propios pensamientos.
Por lo menos de paso debemos
referimos a la palabra “interés”, que en
el lenguaje común se ha vuelto una
expresión pálida y desgastada. Sin
embargo, su significado esencial se
encuentra en su raíz latina: “inter-esse;
estar en [o] entre”. Este interés activo se
expresaba en el inglés antiguo con el
verbo “to list” (adjetivo, listy; adverbio,
listily). En el inglés moderno, “to list”
sólo se usa en el sentido espacial: “A
ship lists” (un barco se inclina a la
banda); el significado original en el
sentido psíquico sólo queda en la forma
negativa “listless” (indiferente). “To
list” en una época significó “esforzarse
activamente” o “estar genuinamente
interesado”. La raíz es la misma que la
de “lust” (codicia), pero “to list” no es
una codicia que arrastra, sino un
interés o esfuerzo activo y libre. “To
list” es una, de las expresiones básicas
del autor anónimo (de mediados del
siglo XIV) de The Cloud of Unknowing
(Evelyn Underhill, ed.). Que el lenguaje
sólo haya conservado la palabra en su
sentido negativo es característico del
cambio de espíritu de la sociedad desde
el siglo XIII hasta el XX.
LA MEMORIA
La memoria puede ejercerse en el
modo de tener y en el de ser. Lo más
importante para la diferencia entre las
dos formas de recordar es el tipo de
relación que se hace. En el modo de
tener, recordar es una relación
enteramente mecánica, como cuando la
relación entre una palabra y la siguiente
está firmemente establecida por la
frecuencia con que aparece; o las
relaciones pueden ser puramente
lógicas, como la relación entre los
opuestos, o entre conceptos
convergentes, o de tiempo, espacio,
tamaño, color, o dentro de un sistema
dado de pensamiento.
En el modo de ser, se recuerdan
activamente las palabras, las ideas, las
escenas, las pinturas, la música; o sea,
se relaciona un dato sencillo que se
recuerda con muchos otros datos con los
que éste tiene relación. En el caso de
ser, las relaciones no son mecánicas ni
puramente lógicas, sino vitales. Un
concepto se relaciona con otro mediante
un acto productivo de pensar (o sentir)
que se realiza cuando se busca la
palabra exacta. Un ejemplo sencillo: si
asocio la palabra “dolor” o “aspirina”
con “dolor de cabeza”, me refiero a una
asociación lógica y tradicional; pero si
asocio la palabra “tensión” o “ira” con
“dolor de cabeza”, relaciono el dato con
sus posibles consecuencias, y obtengo
este conocimiento estudiando el
fenómeno. Este último tipo de memoria
constituye en sí un acto de pensamiento
productivo. El ejemplo más notable de
este tipo de memoria vital es “la
asociación libre” descubierta por Freud.
Los que no se sienten inclinados a
almacenar datos reconocen que su
memoria, para funcionar bien, necesita
un interés poderoso e inmediato. Por
ejemplo, se sabe de individuos que
recordaron palabras de una lengua
extranjera aunque hace mucho la habían
olvidado, cuando tuvieron la necesidad
vital de hacerlo. Por experiencia sé que,
aunque no estoy dotado de muy buena
memoria, recuerdo el sueño de alguien
que he psicoanalizado dos semanas o
cinco años antes, cuando de nuevo me
enfrento y me concentro en toda la
personalidad de ese paciente; pero,
cinco minutos antes, en frío, por decirlo
así, no puedo recordar ese sueño.
En el modo de ser, recordar implica
dar vida a algo que vimos u oímos antes.
Podemos ejercitar esta memoria
productiva tratando de imaginar la cara
de una persona o un panorama que
vimos en el pasado. No somos capaces
de recordar instantáneamente en ambos
casos; debemos recrear el sujeto, darle
vida en nuestros pensamientos. Este tipo
de memoria no siempre es fácil; para
recordar plenamente una cara o un
panorama debemos haberlas observado
con suficiente concentración. Cuando se
logra plenamente esta manera de
recordar, la persona cuya cara se
recuerda es tan viva, el panorama
recordado tan vívido, como si la
persona o el panorama realmente se
encontraran físicamente presentes.
En el modo de tener, cómo se
recuerda una cara o un panorama se
caracteriza por la manera como la
mayoría de la gente reacciona ante una
fotografía. Ésta sólo sirve para ayudar a
la memoria a identificar a una persona o
un panorama, y la reacción usual es
afirmar: “Sí, éste es”, o “Sí, yo he
estado allí”. La fotografía se convierte,
para la mayoría de la gente, en una
memoria enajenada.
El recuerdo que se confía al papel es
otra forma de memoria enajenada.
Cuando escribo lo que deseo recordar,
estoy seguro de tener esa información, y
no trato de grabármela en la memoria.
Estoy seguro de mi posesión; pero
cuando pierdo mis notas, también olvido
la información. Pierdo mi capacidad de
recordar, porque mi banco de memoria
(mis notas) se ha convertido en una parte
externalizada de mí.
Debido a la multitud de datos que en
nuestra sociedad contemporánea
necesitamos recordar, es inevitable
tomar apuntes y recurrir a la información
depositada en los libros; pero la
tendencia a no ejercitar la memoria está
alimentando más allá de toda proporción
razonable. Se puede observar fácilmente
que cuando apuntamos las cosas
disminuye nuestra capacidad de
recordar: algunos ejemplos típicos
pueden resultar útiles.
Un ejemplo cotidiano se advierte en
las tiendas. Hoy día el empleado o la
empleada de una tienda rara vez hacen
de memoria una suma sencilla de dos o
tres cantidades, sino que inmediatamente
se vale de la máquina. El aula ofrece
otro ejemplo. Los maestros pueden
observar que los estudiantes que
escriben cuidadosamente todas las
palabras de una clase, muy
probablemente comprenden y recuerdan
menos que los alumnos que confían en su
capacidad de comprender y, por
consiguiente, de recordar al menos lo
esencial. Además, los músicos saben
que los que más fácilmente leen una
partitura tienen más dificultad para
recordar la música sin ella[6].
(Toscanini, cuya memoria era
extraordinaria, es un buen ejemplo de un
músico con el modo de ser). Daré un
último ejemplo: en México he
observado que los analfabetos o los que
saben escribir muy poco tienen mejor
memoria que los habitantes cultos de los
países industrializados. Entre otros
hechos, esto sugiere que saber leer no es
una bendición, como se asegura
especialmente cuando se usa este
conocimiento sólo para leer materiales
que disminuyen la capacidad de
experimentar y de imaginar.
LA CONVERSACIÓN
La diferencia entre los modos de
tener y ser puede observarse fácilmente
en dos ejemplos de comunicación
verbal. Imaginemos una discusión típica
entre dos hombres, en la que A tiene una
opinión X, y B tiene una opinión Y.
Cada uno se identifica con su propia
opinión, y desea encontrar argumentos
mejores, o sea más razonables para
defender su opinión. Ninguno espera
cambiar su propia opinión, ni la de su
oponente. Cada uno teme modificar su
opinión, porque es una de sus
posesiones y perderla significaría
empobrecerse.
La situación es distinta en una
conversación que no pretende ser un
debate. ¿Quién no ha sido presentado a
una persona distinguida o famosa o hasta
con cualidades reales, o a una persona
de la que desea obtener algo: un buen
empleo, ser amado o admirado? En estas
circunstancias, muchos individuos
suelen sentirse angustiados, y a menudo
“se preparan” para el importante
encuentro. Piensan en los temas que
podrían interesar al otro; planean de
antemano cómo podrán iniciar la
conversación; algunos hasta determinan
toda la parte que les corresponde de la
charla. O pueden animarse recordando
lo que tienen: sus éxitos pasados, su
personalidad encantadora (o su
personalidad: agresiva, si este papel es
más eficaz), su posición social, sus
relaciones, su apariencia y su traje. En
una palabra, mentalmente hacen un
balance de su valor, y basándose en esta
evaluación, exhiben sus mercancías en
la conversación. El que es muy hábil en
esto impresiona a muchas personas, pero
la impresión causada se debe sólo en
parte al desempeño individual, y más
bien a la pobreza de juicio de la
mayoría de la gente. Si el actor no es tan
bueno, su actuación parecerá rígida,
artificial, aburrida, y no despertará
mucho interés.
En contraste, existen individuos que
se enfrentan a una situación sin
prepararse, y no se valen de ningún
recurso. En vez de esto, responden
espontánea y productivamente; se
olvidan de sí mismos, de sus
conocimientos y de su posición social.
Su ego no les estorba, y precisamente
por ello pueden responder plenamente a
la otra persona y a sus ideas. Inventan
ideas, porque no se aferran a nada, y así
pueden producir y dar. Mientras que en
el modo de tener las personas se apoyan
en lo que tienen, en el modo de ser los
individuos se basan en el hecho de que
son, de que están vivos y que algo nuevo
surgirá si tienen el valor de entregarse y
responder. Se entregan plenamente a la
conversación, y no se inhiben, porque no
les preocupa lo que tienen. Su vitalidad
es contagiosa, y a menudo ayuda al otro
a trascender su egocentrismo. Así, la
conversación deja de ser un intercambio
de mercancías (información,
conocimientos, status) y se convierte en
un diálogo en que ya no importa quién
tiene la razón. Los duelistas comienzan a
danzar juntos, y no se separan con un
sentimiento de triunfo o de tristeza
(igualmente estériles), sino de alegría.
(El factor esencial en la terapia
psicoanalítica es esta cualidad
vivificante del terapeuta. Ninguna
interpretación psicoanalítica servirá si
el ambiente psicoanalítico es pesado,
aburrido y poco vital).
LA LECTURA
Lo que se aplica a la conversación
igualmente puede decirse de la lectura,
que es, o debería ser, una conversación
entre autor y lector. Desde luego, en la
lectura (como en una conversación) es
importante a quien leo (o con quien
habló). Leer una novela mediocre,
burda, es una forma de soñar despierto.
No permite una reacción productiva; el
texto se devora como un programa de
televisión o como las papas fritas que se
comen mientras se ve televisión; pero
una buena novela, por ejemplo de
Balzac, puede leerse con una
participación interior, productivamente
(esto es, en el modo de ser). Sin
embargo, probablemente la mayor parte
del tiempo ésta también se lea según el
modo de consumir, o de tener. Después
de que a los lectores se les despierta la
curiosidad, desean conocer la trama: si
el héroe muere o vive, si la heroína es
seducida o resiste. Los lectores desean
conocer las respuestas. La novela sirve
como una especie de “avance” para
excitarles; el final feliz o infeliz es la
culminación de su experiencia: cuando
los lectores conocen el final, poseen
toda la historia, casi con tanta realidad
como si surgiera de su imaginación;
pero no han aumentado su cultura; no han
comprendido a los personajes de la
novela, no han ampliado su
conocimiento de la naturaleza humana,
ni han logrado conocerse a sí mismos.
Los modos de leer se aplican
igualmente a un libro de filosofía o de
historia. La manera de leer un libro de
filosofía o de historia se forma (o mejor
se deforma) por la educación. La
escuela intenta darles a los estudiantes
cierta cantidad de “propiedad cultural”,
y al final de los cursos certifica que los
estudiantes tienen por lo menos una
cantidad mínima. A los alumnos les
enseñan a leer un libro para que puedan
repetir los principales pensamientos del
autor. Así es como los estudiantes
“conocen” a Platón, Aristóteles,
Descartes, Spinoza, Leibniz, Kant,
Heidegger o Sartre. La diferencia entre
los diversos niveles de educación,
desde la preparatoria hasta la
universidad, consiste principalmente en
la cantidad de propiedad cultural que se
adquiere, que corresponde
aproximadamente a la cantidad de
propiedad material que los alumnos
esperan recibir en su vida posterior. Los
llamados estudiantes excelentes pueden
repetir con mayor exactitud lo que ha
dicho cada uno de los filósofos. Son
como un catálogo de museo bien
documentado; pero no aprenden lo que
se encuentra más allá de este tipo de
propiedad cultural. No aprenden a
cuestionar a los filósofos, a hablarles;
no aprenden a advertir las
contradicciones de los filósofos, si
eluden ciertos problemas o si evaden
determinados temas; no aprenden a
distinguir lo que era nuevo y lo que los
autores no pudieron dejar de pensar
porque era considerado de “sentido
común” en su época; no aprenden a oír
para distinguir cuando los autores sólo
hablan con su cerebro, y cuando hablan
con su cerebro y su corazón; no
aprenden a descubrir si los autores son
auténticos o falsos; y muchas cosas más.
En el modo de ser, los lectores a
menudo advierten que hasta un libro muy
admirado carece enteramente de valor o
tiene un valor muy limitado; o logran
comprender plenamente un libro, a
veces mejor que el autor, quien pudo
haber considerado que todo lo que
escribió era igualmente importante.
EL EJERCICIO DE LA
AUTORIDAD
Otro ejemplo de la diferencia entre
los modos de tener y de ser es el
ejercicio de la autoridad. El punto
crítico es la diferencia entre tener
autoridad y ser una autoridad. Casi
todos ejercemos la autoridad por lo
menos en alguna época de nuestra vida.
Los que crían a sus hijos deben ejercer
la autoridad (deseen hacerlo o no) para
protegerlos de los peligros y darles por
lo menos los consejos indispensables
para que sepan actuar en diferentes
situaciones. En una sociedad patriarcal,
también las mujeres están sometidas a la
autoridad de la mayoría de los hombres.
La mayor parte de los miembros de una
sociedad burocrática organizada
jerárquicamente, como la nuestra, ejerce
la autoridad, salvo la gente de los
niveles más bajos de la sociedad, que
sólo está sometida a la autoridad.
Comprender la autoridad en los dos
modos depende de reconocer que “la
autoridad” es un término amplio con dos
significados totalmente distintos: puede
ser “racional” o “irracional”. La
autoridad racional se basa en la
capacidad, y ayuda a desarrollarse a la
persona que se apoya en ésta. La
autoridad irracional se basa en la fuerza
y explota a la persona sujeta a ésta. (Ya
he analizado esta distinción en El miedo
a la libertad).
En las sociedades más primitivas,
las de los cazadores y recolectores,
ejerce la autoridad la persona
generalmente reconocida con capacidad
para esa tarea. Las cualidades que
integran esta capacidad dependen mucho
de las circunstancias específicas, pero
hay la impresión de que deben incluir la
experiencia, la sabiduría, la
generosidad, la habilidad, la “buena
presencia”, el valor. No hay autoridades
permanentes en estas tribus, pero surgen
en caso de necesidad. O hay diferentes
autoridades para distintas ocasiones: las
guerras, los actos religiosos, la
conciliación de disputas. Cuando
desaparecen o se debilitan las
cualidades en que se basa la autoridad,
ésta también desaparece. Una forma muy
similar de autoridad puede observarse
en muchas sociedades primitivas, en que
la capacidad a menudo no se basa en la
fuerza física, sino en cualidades como la
experiencia y la “sabiduría”. En un
experimento muy ingenioso con monos,
J. M. R. Delgado (1967) mostró que si
el animal dominante pierde aun
momentáneamente las cualidades que le
dan competencia, su autoridad termina.
Ser autoridad se basa no sólo en la
capacidad para realizar ciertas
funciones sociales, sino igualmente en la
esencia misma de una personalidad que
ha conseguido un alto grado de
desarrollo e integración. Estas personas
irradian autoridad y no tienen que dar
órdenes, amenazar ni sobornar. Son
individuos muy desarrollados que
muestran por lo que son (y no
principalmente por lo que hacen o
dicen) cómo pueden ser los humanos.
Los grandes Maestros de la Vida
tuvieron este tipo de autoridad, y con un
grado menor de perfección, individuos
así pueden encontrarse en todos los
niveles culturales y en las culturas más
diversas. (El problema de la educación
depende de este punto. Si los padres
lograran un desarrollo mayor y se
apoyaran en sus propios centros, la
contradicción entre la educación
autoritaria y la del tipo laissez-faire
apenas existiría. Por necesitar la
autoridad, el niño reacciona ante ésta
con gran avidez; por otra parte, el niño
se rebela contra las presiones, el
descuido o “el exceso de cuidado” de la
gente que muestra con su conducta que
no ha hecho los esfuerzos que el niño
espera que haga.
Cuando se formaron las sociedades
basadas en un orden jerárquico, más
grandes y más complejas que las de
cazadores y recolectores, la autoridad
basada en la capacidad fue sustituida
por la autoridad basada en la posición
social. Esto no significa que la autoridad
sea necesariamente incompetente, sino
que la capacidad no constituye un
elemento esencial de la autoridad.
Apenas hay relación entre la capacidad
y la autoridad en el caso de la autoridad
monárquica (en la que la lotería de los
genes decide las cualidades de
competencia), o de un criminal sin
escrúpulos que logra llegar a la
autoridad mediante el crimen y la
traición, o de la democracia moderna, en
que se elige al candidato, con frecuencia
por su fisonomía fotogénica o por el
dinero que puede gastar en la elección.
Hay serios problemas en los casos
de autoridad basada en alguna
capacidad: un dirigente puede ser
competente en un campo, e incompetente
en otro. Por ejemplo, un estadista puede
tener capacidad para dirigir una guerra y
ser incompetente en la paz; o un
dirigente que es honrado y valiente al
principio de su carrera, pierde estas
cualidades por la seducción del poder; o
la edad y las enfermedades pueden
llevarlo a la decadencia. Finalmente,
debemos considerar que para los
miembros de una pequeña tribu resulta
mucho más fácil juzgar la conducta de
una autoridad que para millones de
personas en nuestro sistema, que sólo
conocen a su candidato por la imagen
artificial que le ofrecen los especialistas
en relaciones públicas.
Sean cuales fueren las razones de la
pérdida de las cualidades que forman la
capacidad, en la mayoría de las
sociedades más grandes y organizadas
jerárquicamente ocurre el fenómeno de
la alienación de la autoridad. La
capacidad inicial, verdadera o supuesta,
se transfiere al uniforme o al título de la
autoridad. Si ésta usa el uniforme
adecuado u ostenta el título apropiado,
su signo externo de capacidad remplaza
a la capacidad verdadera y sus
cualidades. El rey (usamos este título
como símbolo de este tipo de autoridad)
puede ser estúpido, vicioso, malo, o sea
totalmente incompetente para ser una
autoridad; sin embargo, tiene autoridad.
Mientras conserve el título, se supondrá
que tiene las cualidades de la
capacidad. Aunque el emperador esté
desnudo, todo el mundo cree que usa
bellas ropas.
La gente no confunde en forma
espontánea los uniformes y los títulos
con las cualidades verdaderas de la
capacidad. Los que tienen estos
símbolos de autoridad y los que se
benefician con ellos deben embotar el
pensamiento crítico y realista de la gente
para que crea la ficción. El que estudie
esto advertirá las maquinaciones de la
propaganda, los métodos con que se
destruye el juicio crítico, cómo la mente
es adormecida por medio de clichés
para someterla, cómo la gente se atonta
al volverse dependiente y perder su
capacidad de confiar en sus ojos y en su
juicio. La ficción en la que cree le
oculta la realidad.
TENER
CONOCIMIENTOS Y
CONOCER
La diferencia entre el modo de tener
y el modo de ser en la esfera del
conocimiento se expresa con dos
fórmulas: “Tengo conocimiento” y
“conozco”. Tener conocimiento es tomar
y conservar la posesión del
conocimiento disponible (la
información); conocer es funcional y
sólo sirve como medio en el proceso de
pensar productivamente.
Nuestra comprensión de la cualidad
de conocer en el modo de existencia de
ser puede ampliarse con los
pensamientos de Buda, de los profetas
hebreos, de Jesucristo, del Maestro
Eckhart, de Sigmund Freud, de Karl
Marx. Según su punto de vista, el
conocimiento empieza con la conciencia
del engaño de lo que perciben nuestros
sentidos en el sentido de que nuestro
panorama de la realidad física no
corresponde a lo que “realmente es” y,
principalmente, en el sentido de que la
mayoría de la gente está semidespierta,
semidormida, y no advierte que la mayor
parte de lo que cree verdadero y
evidente es una ilusión producida por la
influencia sugestiva del mundo social en
que vive. Así pues, el conocimiento
empieza con la destrucción de las
ilusiones, con la desilusión
(Enttäuschung). Conocer significa
penetrar a través de la superficie, llegar
a las raíces, y por consiguiente a las
causas. Conocer significa “ver” la
realidad desnuda, y no significa poseer
la verdad, sino penetrar bajo la
superficie y esforzarse crítica y
activamente por acercarse más a la
verdad.
Esta cualidad de la penetración
creadora se expresa en la palabra
hebrea jadoa, que significa conocer y
amar, en el sentido de la penetración
sexual masculina. Buda, el Despierto,
pide a la gente que despierte y que se
libere de la ilusión de que codiciar
cosas produce felicidad. Los profetas
hebreos piden a la gente que despierte y
le dicen que sus ídolos no son sino obra
de sus manos, ilusiones. Jesucristo dice:
“La verdad os hará libres”. El Maestro
Eckhart muchas veces expresa su
concepto de conocer; por ejemplo,
cuando habla de Dios afirma: “El
conocimiento no es un pensamiento
particular, sino que arranca (todas las
cubiertas) y es desinteresado y corre
desnudo hacia Dios, hasta que lo toca y
lo ase” (Blakney, p. 243). (“Desnudez” y
“desnudo” son las expresiones favoritas
del Maestro Eckhart y también de su
contemporáneo, el autor anónimo de The
Cloud of Unknowing). Según Marx, es
necesario destruir las ilusiones para
crear las condiciones que las volverán
innecesarias. El concepto freudiano del
conocimiento de sí mismo se basa en la
idea de destruir las ilusiones
(“racionalizaciones”) para tener
conciencia de la realidad inconsciente.
(Último de los pensadores de la
Ilustración, Freud puede ser llamado un
pensador revolucionario de acuerdo con
la filosofía de la Ilustración del siglo
XVIII, y no con la del siglo XX).
A todos estos pensadores les
preocupaba la salvación humana; todos
criticaban las pautas de pensamiento
socialmente aceptadas. Consideraban
que la meta del conocimiento no era la
certidumbre de “una verdad absoluta”,
algo con lo que es posible sentirse
seguro, sino el proceso de afirmar la
razón humana. Para alguien que sabe, la
ignorancia es tan buena como el
conocimiento, ya que ambos forman
parte del proceso del saber, aunque la
ignorancia de este tipo es distinta de la
ignorancia del que no reflexiona. En el
modo de ser, el conocimiento óptimo es
conocer más profundamente. En el
modo de tener, consiste en poseer más
conocimientos.
Nuestra educación generalmente
intenta preparar al estudiante para que
tenga conocimientos como posesión,
que por lo general se evalúan por la
cantidad de propiedad o prestigio social
que probablemente tendrá más tarde. El
mínimo que recibe el alumno es la
cantidad que después necesitará para
desempeñar adecuadamente su trabajo.
Además, a cada uno le dan “un paquete
de conocimientos de lujo” para aumentar
su sentimiento de valor, y el tamaño de
cada paquete está de acuerdo con el
probable prestigio social que tendrá la
persona. Las escuelas son las fábricas
que producen estos paquetes de
conocimientos generales, aunque
usualmente afirman que intentan poner a
los estudiantes en contacto con los
logros más elevados del pensamiento
humano. Muchas universidades son
especialmente hábiles para alimentar
estas ilusiones. Ofrecen una gran
variedad de conocimientos, desde
pensamiento y arte de la India hasta
existencialismo y surrealismo para que
los estudiantes elijan un poco de cada
tema, y en nombre de la espontaneidad y
la libertad no les exigen que se
concentren en una materia, y ni aun que
terminen de leer un libro. (La crítica
radical de Ivan Hich al sistema escolar
pone en relieve muchas de estas fallas).
LA FE
En un sentido religioso, político o
personal, el concepto de la fe puede
tener dos significados totalmente
distintos, si ésta se aplica en el modo de
tener, o en el modo de ser.
En el modo de tener, la fe es la
posesión de una respuesta de la que no
se tiene una prueba racional. Consiste en
fórmulas creadas por otros, que el
individuo acepta porque se somete a los
otros, generalmente a una burocracia.
Esto ofrece un sentimiento de
certidumbre debido al poder real (o sólo
imaginario) de la burocracia. Es un
boleto de entrada para poder reunirse
con un numeroso grupo humano. Alivia
al individuo de la pesada tarea de
pensar por sí mismo y de tomar
decisiones. Así nos convertimos en uno
de los beati possidentes, los felices
propietarios de la fe verdadera. En el
modo de tener, la fe brinda certidumbre;
pretende ofrecer un conocimiento
último, final, que es creíble porque
parece muy firme el poder de los que
proclaman y protegen la fe. Desde luego,
¿por qué no aceptar la certidumbre, si
sólo requiere renunciar a la propia
independencia?
Dios, originalmente el símbolo del
valor más elevado que podemos
experimentar dentro de nosotros, se
convierte, en el modo de tener, en un
ídolo. Según el concepto de los profetas,
un ídolo es una cosa que hacemos
nosotros y en la que proyectamos
nuestros poderes, y que por ello nos
empobrece. Nos sometemos a nuestra
creación, y con nuestra sumisión nos
ponemos en contacto con nosotros
mismos en una forma enajenada. Puedo
tener un ídolo porque es una cosa, pero
al someterme a éste, simultáneamente él
me posee. Después de que Dios se
convierte en un ídolo, las supuestas
cualidades divinas tienen muy poca
relación con mi experiencia personal,
como sucede con las doctrinas políticas
enajenadas. El ídolo puede ser
proclamado Señor de la Misericordia;
pero cualquier crueldad puede
someterse en su nombre, así como la fe
enajenada en la solidaridad humana
justifica cometer los actos más
inhumanos. En el modo de tener, la fe es
un apoyo para los que desean estar
seguros, para los que desean una
respuesta a la vida y no se atreven a
buscarla ellos mismos.
En el modo de ser, la fe constituye
un fenómeno totalmente distinto.
¿Podemos vivir sin la fe? ¿No debe
tener fe el niño de pecho en los senos
maternos? ¿No debemos tener fe en
otros seres, en los que amamos y en
nosotros mismos? ¿Podemos vivir sin
tener fe en la validez de las normas de
nuestra vida? En realidad, sin fe nos
volvemos estériles, perdemos toda
esperanza y le tememos a la esencia
misma de nuestro ser.
En el modo de ser, la fe no consiste,
en primer término, en creer en ciertas
ideas (aunque también puede serlo), sino
en una orientación interior, en una
actitud. Mejor sería decir que se está en
la fe y no que se tiene fe. (La distinción
teológica entre la fe que es creencia
—fides quae creditur— y la fe como
creencia —fides qua creditur— refleja
una distinción similar entre el contenido
y el acto de la fe). Se puede estar en la
fe hacia uno mismo y en los otros, y la
persona religiosa puede estar en la fe en
Dios. El Dios del Antiguo Testamento
es, ante todo, una negación de los
ídolos, de los dioses que podemos
tener. Aunque concebido como analogía
con un rey oriental, el concepto de Dios
se trasciende desde el mismo principio.
Dios no debe tener nombre, ni debemos
hacer una imagen de Dios.
Más tarde, en el desarrollo judío y
cristiano, se intentó eliminar totalmente
la idolatría a Dios, o luchar con el
peligro de la idolatría postulando que ni
aun las cualidades de Dios pueden
formularse. O más radicalmente en el
misticismo cristiano (desde el falso
Dionisio Areopagita hasta el
desconocido autor de The Cloud of
Unknowing y el Maestro Eckhart) el
concepto de Dios tiende a ser el del
único, la “Divinidad” (la no-cosa), y así
se unen los puntos de vista expresados
en los Vedas y en el pensamiento
neoplatónico. Esta fe en Dios se ve
confirmada por la experiencia interior
de las cualidades divinas que existen en
uno mismo; es un proceso continuo,
activo, de una creación de sí mismo, o
como dice el Maestro Eckhart: de Cristo
que eternamente renace en nosotros.
La fe en mí mismo, en los demás, en
la humanidad, en nuestra capacidad de
llegar a ser plenamente humanos,
también implica certidumbre, pero
basada en mi experiencia, y no en mi
sumisión a una autoridad que impone
una creencia dada. Es la certidumbre de
una verdad que no puede demostrarse
con una evidencia racionalmente
concluyente; sin embargo es una verdad
de la que estoy seguro debido a mi
evidencia subjetiva, experiencias. (La
palabra hebrea que designa fe es
emunah “certidumbre”; amen significa
“ciertamente”).
Aunque esté seguro de la integridad
de un hombre, nunca podré demostrar su
integridad hasta su último día;
estrictamente hablando, si su integridad
permanece inviolada hasta el momento
de su muerte, ni aun esto excluye la idea
positivista de que quizá habría podido
haber manchado su integridad si hubiera
vivido más tiempo. Mi certidumbre se
basa en mi conocimiento profundo de
los otros y en mi experiencia del amor y
de la integridad. Este tipo de
conocimiento sólo es posible en el
grado en que pueda librarme de mi ego y
ver a los otros hombres en su mismidad,
reconocer la estructura de sus poderes,
verlos en su individualidad y al mismo
tiempo en su humanidad universal.
Entonces sabré lo que los otros pueden
hacer, lo que no pueden hacer, y lo que
no harán. Desde luego, no quiero decir
que yo pueda predecir toda su conducta
futura, sino sólo las líneas generales de
su conducta que están enraizadas en los
rasgos básicos del carácter, como la
integridad, la responsabilidad, etc.
(Véase el capítulo “La fe como un rasgo
de carácter” en Ética y psicoanálisis).
Esta fe se basa en hechos; por
consiguiente es racional; pero los
hechos no pueden reconocerse ni
“demostrarse” según el método de la
psicología positivista convencional; yo,
la persona viva, soy el único
instrumento que puede “registrarlos”.
EL AMOR
Amar también tiene dos significados,
según se hable en el modo de tener o en
el modo de ser.
¿Es posible tener amor? Si se
pudiera, el amor necesitaría ser una
cosa, una sustancia susceptible de
tenerla y poseerla. La verdad es que no
existe una cosa concreta llamada
“amor”. “El amor” es una abstracción,
quizá una diosa o un ser extraño aunque
nadie ha visto a esa diosa. En realidad,
sólo existe el acto de amar, que es una
actividad productiva. Implica cuidar,
conocer, responder, afirmar, gozar de
una persona, de un árbol, de una pintura,
de una idea. Significa dar vida, aumentar
su vitalidad. Es un proceso que se
desarrolla y se intensifica a sí mismo.
Experimentar amor en el modo de
tener implica encerrar, aprisionar o
dominar al objeto “amado”. Es
sofocante, debilitador, mortal, no dador
de vida. Lo que la gente llama amor la
mayoría de las veces es un mal uso de la
palabra, para ocultar que en realidad no
ama. Puede dudarse de que muchos
padres amen a sus hijos. Lloyd de
Mause afirmó que durante los pasados
dos milenios de historia occidental ha
habido informes de crueldad para con
los hijos, desde tortura física y psíquica,
descuido, franca posesividad y sadismo
tan terribles que puede creerse que los
padres amantes son la excepción y no la
regla.
Lo mismo puede afirmarse de los
matrimonios. Ya sea que el matrimonio
se base en el amor, como el matrimonio
tradicional del pasado, o en la
conveniencia social o en las costumbres,
los esposos que verdaderamente se
aman parecen ser la excepción. La
conveniencia social, la costumbre, el
interés económico mutuo, el interés
compartido en los hijos, la dependencia
mutua, o el odio o el temor mutuos se
experimentan conscientemente como
“amor”, hasta el momento en que uno o
ambos esposos reconocen que no se
aman, y que nunca se han amado. Hoy
día se pueden observar algunos
progresos en este aspecto: las personas
se han vuelto más realistas y sinceras, y
muchas ya no creen que sentirse
sexualmente atraído signifique amar, o
que una relación amistosa, aunque
distante, sea una manifestación del amor.
Este nuevo punto de vista ha impuesto
mayor sinceridad, y también más
frecuentes cambios de pareja. Esto no
necesariamente ha hecho que se ame con
más frecuencia, y los esposos modernos
pueden amarse tan poco como los
antiguos.
El cambio de “rendirse al amor” a la
ilusión de “tener” amor a menudo puede
observarse en detalles concretos en la
historia de las parejas que “se rinden al
amor”. (En El arte de amar he señalado
que la palabra “rendirse” en la frase
“rendirse al amor” es una contradicción.
Como amar es una actividad productiva.
Sólo se puede estar enamorado o
enamorarse; no es posible “rendirse” al
amor, porque esto denota pasividad).
Durante el noviazgo nadie está
seguro todavía de su pareja, pero cada
uno trata de conquistar al otro. Ambos
son vitales, atractivos, interesantes, y
hasta bellos, ya que la vitalidad
embellece el rostro. Ninguno tiene al
otro; por consiguiente las energías de
ambos están dirigidas a ser, es decir, a
dar y a estimular al otro. En el
matrimonio, la situación con frecuencia
cambia fundamentalmente. El acta
matrimonial le da a cada esposo la
posesión exclusiva del cuerpo, de los
sentimientos y de las atenciones del
otro. Ninguno de los dos debe
conquistar, porque el amor se ha
convertido en algo que se tiene, en una
propiedad. Los esposos dejan de
esforzarse por ser amables y dar amor,
por ello se aburren, y su belleza
desaparece. Se sienten desilusionados y
confundidos. ¿Ya no son las mismas
personas? ¿Cometieron un error al
casarse? Cada cónyuge generalmente
busca en el otro la causa del cambio, y
ambos se sienten defraudados, pero no
advierten que ya no son los mismos que
cuando se amaban; que el error de creer
que se puede tener amor, ha hecho que
dejen de amarse. En vez de amarse,
llegan a un acuerdo para compartir lo
que tienen: el dinero, la posición social,
la casa, los hijos. Por ello, en algunos
casos el matrimonio que se inicia con
amor, se transforma en una asociación
amistosa, en una empresa en la que dos
egotismos se reúnen en uno solo: el de
“la familia”.
Cuando una pareja no puede
sobreponerse al anhelo de renovar el
antiguo sentimiento de amor, uno o
ambos esposos puede tener la ilusión de
que un nuevo compañero (o
compañeros) calmará su deseo
vehemente. Creen que sólo desean tener
amor; pero para ellos el amor no es una
expresión de su ser; es una diosa a la
que desean someterse. Necesariamente
fracasan en el amor, porque “el amor es
hijo de la libertad” (como dice una
antigua canción francesa), y el culto a la
diosa del amor llega a ser tan pasivo
que causa aburrimiento, y él o ella
pierden los restos de su antiguo
atractivo.
En esta descripción no intentamos
implicar que el matrimonio no puede ser
la mejor solución para dos personas que
se aman. La dificultad no reside en el
matrimonio, sino en la posesiva
estructura existencias de los esposos y,
en último análisis, de su sociedad. Los
partidarios de tan modernas formas de
unión como el matrimonio en grupo, el
cambio de pareja, el sexo en grupos,
etc., hasta donde puedo advertir sólo
tratan de evitar su dificultad de amar y
aliviar el aburrimiento con estímulos
siempre nuevos y tratan de tener
“amantes”, aunque no sean capaces de
amar a nadie. (Véase el análisis de la
distinción entre estímulos “activos” y
“pasivos” en el Capítulo 10 de la
Anatomía de la destructividad
humana).
SEGUNDA PARTE
ANÁLISIS DE LAS
DIFERENCIAS
FUNDAMENTALES
DE LOS MODOS DE
EXISTENCIA
IV. ¿QUÉ ES EL
MODO DE TENER?
LA SOCIEDAD
ADQUISITIVA: BASES
DEL MODO DE TENER
Nuestros juicios se encuentran muy
deformados porque vivimos en una
sociedad que tiene como pilares de su
existencia la propiedad privada, el lucro
y el poder. Adquirir, poseer y lucrar son
los derechos sagrados e inalienables del
individuo en la sociedad industrial[13].
No importan los orígenes de la
propiedad, y la posesión no les impone
obligaciones a los propietarios. El
principio es: «A nadie le importa en
dónde y cómo adquirí mi propiedad ni
lo que haga con ésta; mientras no viole
la ley, mi derecho es ilimitado y
absoluto».
Este tipo de propiedad puede
llamarse privada (del latín privare,
“privar”, porque la persona o personas
que la poseen son sus dueños absolutos,
y tienen poder pleno para privar a los
demás de su uso o gozo. Se supone que
la propiedad privada es una categoría
universal y natural, pero, de hecho
constituye la excepción y no la regla, si
consideramos toda la historia humana
(incluso la prehistoria), y en especial las
culturas no europeas en que la economía
no era la principal preocupación del
hombre. Además de la propiedad
privada hay la propiedad creada por sí
misma, que es exclusivamente el
resultado del propio trabajo; la
propiedad limitada, que está limitada
por la obligación de ayudar al prójimo;
la propiedad funcional o personal, que
consiste en las herramientas para
trabajar o los objetos para divertirse; la
propiedad común, que un grupo
comparte con un espíritu común, como
los kibbutzim de Israel.
Las normas con que funciona la
sociedad también moldean el carácter de
sus miembros (el carácter social). En
una sociedad industrial, éstas son: el
deseo de adquirir propiedades,
conservarlas y aumentarlas; o sea,
obtener ganancias, y los propietarios son
admirados y envidiados como seres
superiores; pero la vasta mayoría no
tiene propiedades en el sentido real del
capital y de los bienes de capital. Se
plantea una pregunta desconcertante:
¿cómo pueden satisfacer o aun
enfrentarse a su pasión de adquirir y
conservar las propiedades, o cómo
pueden creerse propietarios los que no
tienen propiedades?
Desde luego, la respuesta obvia es
que aun los que tienen pocas
propiedades poseen algo, y aprecian sus
escasas posesiones tanto como los
capitalistas aprecian las suyas. Como
los grandes propietarios, los pobres
también sienten obsesión por conservar
lo que han conseguido y por aumentarlo,
aunque sea en una cantidad infinitesimal
(por ejemplo, ahorrar algunos centavos
todos los días).
Quizá el placer más grande no
consiste en poseer cosas materiales,
sino seres vivos. En una sociedad
patriarcal hasta el hombre más
miserable de las clases más pobres
puede ser propietario de su esposa, de
sus hijos, de sus animales, y cree ser su
dueño absoluto. Por lo menos para el
hombre en una sociedad patriarcal,
engendrar muchos hijos es la única
manera de poseer personas sin
necesidad de trabajar para conseguir su
propiedad, y sin invertir capital. Como
el peso total de la crianza de los hijos
recae sobre la mujer, difícil sería negar
que la procreación de los hijos en una
sociedad patriarcal es una cruda
explotación de las mujeres. Sin
embargo, a su vez las madres tienen su
forma de propiedad: los hijos mientras
son pequeños. Esto es un eterno círculo
vicioso: el marido explota a la esposa,
ella explota a los hijos pequeños, y los
varones adolescentes pronto se unen a
los hombres adultos en la explotación de
las mujeres, etcétera.
La hegemonía del varón en el orden
patriarcal ha durado casi seis o siete
milenios, y aún prevalece en los países
pobres y en las clases más pobres de la
sociedad. Sin embargo, declina
lentamente en las sociedades o en los
países más ricos; y las mujeres, los
niños y los adolescentes parecen
conseguir su emancipación en el grado
en que asciende el nivel de vida de la
sociedad. Con el desplome del
anticuado tipo patriarcal de propiedad
de las personas, ¿cómo pueden los
ciudadanos más pobres y comunes de las
sociedades industriales plenamente
desarrolladas satisfacer su pasión de
adquirir, conservar y aumentar la
propiedad? La respuesta es: lo logran
extendiendo el campo de la propiedad
hasta incluir amigos, amantes, salud,
viajes, obras de arte, Dios y el propio
yo. Max Stirner ha ofrecido un brillante
panorama de la obsesión burguesa por la
propiedad. Las personas se transforman
en cosas; sus relaciones mutuas
adquieren el carácter de propiedades. El
“individualismo”, que en su sentido
positivo significa liberarse de las
cadenas sociales, en su sentido negativo
significa “ser propietario de sí mismo”,
tener el derecho (y la obligación) de
gastar nuestras energías en alcanzar el
éxito personal.
Nuestro yo es el objeto más
importante para nuestro espíritu de
propietario, porque incluye muchas
cosas: nuestro cuerpo, nuestro nombre,
nuestra posición social, nuestras
posesiones (incluso nuestros
conocimientos), la imagen que tenemos
de nosotros y la imagen que deseamos
que los otros tengan de nosotros. El yo
es una mezcla de cualidades verdaderas,
como conocimientos y facultades, y de
ciertas cualidades ficticias que
colocamos en torno del núcleo de
realidad; pero el punto esencial no es
cuál es el contenido del yo, sino que
consideramos el yo como algo que
poseemos, Y esta “cosa” es la base de
nuestro sentimiento de identidad.
En este examen de la propiedad
debemos notar que una importante forma
de apego a la propiedad que floreció en
el siglo XIX ha disminuido en las últimas
décadas desde el fin de la primera
Guerra Mundial, y es poco evidente hoy
día. En el periodo anterior, todo el
mundo apreciaba sus propiedades, las
cuidaba, y las usaba hasta los límites de
su utilidad. Se compraba para
“conservar”, y el lema del siglo XIX
podía haber sido: “Lo antiguo es bello”.
Hoy día se hace hincapié en el consumo,
no en la conservación, y adquirir se ha
convertido en comprar para
“deshacerse” de las cosas. Si alguien
compra un auto, un vestido o una
baratija, después de usarlo durante algún
tiempo se siente aburrido, desecha el
modelo “viejo” y compra el último.
Adquirir → tener y usar transitoriamente
→ desechar (o si es posible, realizar un
cambio provechoso para comprar un
modelo mejor) → una nueva
adquisición, constituyen el círculo
vicioso de consumir y comprar. Hoy día
el lema podría ser: “Lo nuevo es bello”.
Quizás el ejemplo más sorprendente
del actual fenómeno de comprar y
consumir sea el automóvil particular.
Nuestra época merece llamarse “la Edad
del Automóvil”, porque toda nuestra
economía se basa en la fabricación de
automóviles, y nuestra vida en gran parte
se ve determinada por las altas y bajas
del mercado de autos.
Para los que tienen auto, éste es una
necesidad vital; para los que aún no lo
tienen, en especial la gente de los
estados llamados socialistas, el auto es
un símbolo de gozo. Sin embargo,
evidentemente el amor al propio auto no
es profundo ni duradero, sino una breve
aventura amorosa, porque los
propietarios cambian con frecuencia de
auto. Después de dos años, aun después
de un año, el propietario se cansa del
“auto viejo”, y empieza a visitar las
agencias para cerrar “un buen trato” con
un nuevo vehículo. Desde que se visitan
las agencias hasta el momento de la
compra, toda la transacción parece un
juego en que aun el engaño parece un
elemento básico, y un “buen trato” se
goza tanto, si no más, que la
adquisición: el modelo nuevo.
Deben considerarse varios factores
para resolver el enigma de la
contradicción aparentemente flagrante
de la relación del propietario con su
automóvil y su breve interés en éste. En
primer lugar, está el elemento de la
despersonalización en la relación del
propietario con el auto; éste no es un
objeto amado por su dueño, sino un
símbolo de posición, una extensión del
poder, un constructor del ego; al
comprar un auto, el propietario
realmente adquiere un nuevo fragmento
de ego. El segundo factor es que
comprar un nuevo auto cada dos años,
en vez de cada seis, por ejemplo,
aumenta la emoción del comprador. El
acto de poseer un nuevo auto es una
especie de desfloración; aumenta el
propio sentimiento de poder, y cuanto
más a menudo sucede más emoción se
siente. El tercer factor es que comprar
con frecuencia un auto significa la
oportunidad frecuente de “cerrar un buen
trato” (obtener una ganancia con el
cambio), satisfacción profundamente
arraigada en los hombres y en las
mujeres actuales. El cuarto factor es muy
importante: la necesidad de sentir
nuevos estímulos, porque los viejos
estímulos se agotan después de poco
tiempo. En un examen anterior de los
estímulos (Anatomía de la
destructividad humana), distinguí entre
los estímulos “activantes” y los
“pasivantes”, y sugerí la siguiente
fórmula: “Cuanto más “pasivante” es un
estímulo, con más frecuencia debemos
cambiar su intensidad o su tipo o ambas
cosas; cuando más “activante” es, tanto
más se conserva su calidad de estímulo,
y es menos necesario cambiar su
intensidad y su contenido”. El quinto
factor, y el más importante, es el cambio
del carácter social que ocurrió en el
pasado siglo y medio, o sea, del carácter
“acumulativo” al carácter “mercantil”.
El cambio no elimina la orientación de
tener, pero sí la modifica
considerablemente. (Este desarrollo del
carácter mercantil se examina en el
Capítulo VII).
El espíritu de propietario también se
manifiesta en otras relaciones, por
ejemplo con los médicos, los dentistas,
los abogados, los patronos y los
obreros. La gente lo expresa diciendo:
“mi médico”, “mi dentista”, “mis
obreros”, etc.; pero además de su actitud
de propietario de los seres humanos, la
gente considera que son de su propiedad
un número infinito de objetos y hasta de
sentimientos. Por ejemplo, la salud y la
enfermedad. El que habla de su salud lo
hace con espíritu de propietario, y se
refiere a sus enfermedades, sus
operaciones, sus tratamientos, sus
dietas, sus medicinas. Los individuos
evidentemente consideran que la salud y
las enfermedades son propiedades; su
relación de propietario con su mala
salud es análoga, digamos, a la del
accionista cuyas acciones pierden parte
de su valor original en una baja del
mercado.
Las ideas, las creencias y hasta los
hábitos pueden convertirse en
propiedades. Por ejemplo, el que toma
un desayuno idéntico a la misma hora
cada mañana puede sentirse molesto si
se introduce un ligero cambio en esa
rutina, porque su hábito se convierte en
una propiedad, cuya pérdida pone en
peligro su seguridad.
El cuadro de la universalidad del
modo de existencia de tener puede
impresionar a muchos lectores como
demasiado negativo y unilateral; y desde
luego lo es. Primero, deseo describir la
actitud que prevalece socialmente para
ofrecer el panorama más claro posible;
pero hay otro elemento que puede dar a
este panorama cierto equilibrio, y es la
actitud creciente de la generación joven,
que es muy distinta de la mayoría. Entre
estos jóvenes podemos encontrar pautas
de consumo que no son formas ocultas
de adquirir y de tener, sino expresiones
de gozo genuino de hacer lo que se
desea sin esperar a cambio algo
“duradero”. Estos jóvenes recorren
grandes distancias, a menudo sufriendo
penalidades, para oír la música que les
agrada, para visitar un lugar que desean
ver, o para conocer a una persona. No
está a discusión aquí si sus metas son tan
valiosas como ellos creen. Aunque no
tienen suficiente seriedad, preparación
ni concentración estos jóvenes se
atreven a ser, y no les interesa lo que
obtienen a cambio, ni lo que pueden
conservar. Además, parecen mucho más
sinceros que la generación de los
adultos, aunque a menudo son ingenuos
en filosofía y en política. No pulen sus
egos todo el tiempo para ser “objetos”
tentadores en el mercado. No protegen
su imagen mintiendo todo el tiempo,
conscientemente o no; ni gastan sus
energías en reprimir la verdad, como lo
hace la mayoría. Frecuentemente
impresionan a los adultos con su
sinceridad, porque los adultos en
secreto admiran a los que pueden ver o
decir la verdad. Entre ellos hay grupos
políticos y religiosos de todo tipo, pero
también muchos no tienen una ideología
o doctrina particular, y afirman que sólo
están “buscando”. Acaso no se han
encontrado a sí mismos o una meta que
los guíe en la vida práctica; pero están
buscándose a sí mismos en vez de
dedicarse a tener y consumir cosas.
Este elemento positivo del panorama
necesita examen. Muchos de estos
jóvenes (su número ha disminuido
notablemente desde fines de la década
de 1960) no han progresado de la
libertad de a la libertad para;
sencillamente se rebelaron sin intentar
encontrar una meta, excepto librarse de
las limitaciones y la dependencia. Como
el de sus padres burgueses, su lema fue:
“Lo nuevo es bello”, y sintieron
desinterés, casi fobia, contra todas las
tradiciones, incluso las ideas de los
grandes pensadores. Con una especie de
narcisismo ingenuo, creyeron que
podrían descubrir solos todo lo que vale
la pena conocer. Básicamente, su ideal
era convertirse en niños pequeños, y los
autores como Marcuse les inventaron
una ideología conveniente, según la cual
retomar a la infancia (y no alcanzar la
madurez) era la meta última del
socialismo y de la revolución. Se
sintieron felices mientras fueron lo
bastante jóvenes para que les durara la
euforia; pero muchos que pasaron este
periodo sintieron una gran desilusión,
sin haber adquirido convicciones
sólidas, sin tener un centro dentro de sí
mismos. A menudo terminaron siendo
personas desilusionadas, apáticas, o
infelices fanáticos de la destrucción.
No todos los que empezaron
sintiendo grandes esperanzas terminaron
desilusionados, pero por desgracia es
imposible saber cuántos son. Creo que
no disponemos de estimaciones sólidas
ni de datos estadísticos válidos, y
aunque los tuviéramos, sería casi
imposible saber con seguridad cómo
calificar a los individuos. Hoy día,
millones de personas en los Estados
Unidos y en Europa tratan de ponerse en
contacto con las tradiciones y con
maestros que puedan mostrarles el
camino; pero en gran parte las doctrinas
y los maestros son un engaño o están
viciados por el sensacionalismo de las
relaciones públicas, o se mezclan con
los intereses financieros y el prestigio
de los respectivos gurús. A pesar de
tanto engaño, algunos pueden
beneficiarse realmente con estos
métodos; otros los utilizan sin la
intención seria de realizar un cambio
interior; pero sólo un análisis
cuantitativo y cualitativo detallado de
los nuevos creyentes podría mostrar
cuántos pertenecen a cada grupo.
Personalmente, calculo que los
jóvenes (y algunos adultos) que se
encuentran seriamente dedicados al
cambio del modo de tener al modo de
ser no sólo son unos cuantos individuos
dispersos. Creo que muchos grupos e
individuos se están desplazando hacia la
dirección de ser, que representan una
nueva tendencia que trasciende la
orientación mayoritaria de tener, y que
no carecen de importancia histórica. No
sería la primera vez en la historia que
una minoría indicara el curso que
seguirá el desarrollo histórico. La
existencia de esta minoría nos hace
esperar que se produzca un cambio
general de la actitud de tener a la de ser.
Esta esperanza es tanto más real cuanto
que algunos de los factores que hicieron
posible el surgimiento de esta nueva
actitud son cambios históricos que
difícilmente podrían invertirse: el
desplome de la supremacía patriarcal
sobre las mujeres, y la desaparición del
dominio de los padres sobre sus hijos.
Aunque la revolución política del siglo
XX, la revolución rusa, ha fracasado (es
demasiado pronto para juzgar el logro
final de la revolución china), las
revoluciones victoriosas de nuestro
siglo, aunque sólo se encuentran en sus
primeras etapas, son la revolución de
las mujeres, la de los hijos, y la del
sexo. Sus principios ya han sido
aceptados por muchas conciencias, y a
medida que transcurre el tiempo las
viejas ideologías parecen ser más
ridículas.
LA NATURALEZA DE
TENER
La naturaleza del modo de existencia
de tener surge de la naturaleza de la
propiedad privada. En este modo de
existencia, lo único importante es
adquirir propiedades y el derecho
ilimitado de conservar lo adquirido. El
modo de tener excluye a los otros; no
requiere que yo haga ningún otro
esfuerzo por conservar mis propiedades
ni que haga un uso productivo de éstas.
A este modo de conducta el budismo lo
denominó codicia, y las religiones judía
y cristiana lo llamaron ambición; esto
transforma a todo el mundo y todas las
cosas en algo muerto y sometido al
poder de otro.
La frase “yo tengo algo” expresa la
relación entre el sujeto, yo (o él,
nosotros, usted, ellos), y el objeto. Esto
implica que el sujeto y el objeto son
permanentes; pero ¿es permanente el
sujeto?, o ¿lo es el objeto? Yo moriré;
puedo perder la posición social que me
garantiza el tener algo. De modo similar,
el objeto no es permanente: puede
destruirse, perderse, o perder su valor.
Hablar de tener algo permanentemente
se basa en la ilusión de una sustancia
permanente e indestructible. Parece que
lo tengo todo, pero (en realidad) no
tengo nada, ya que tener, poseer,
dominar un objeto es sólo un momento
transitorio en el proceso de vivir.
En último término, la afirmación “yo
(sujeto) tengo O (objeto)” expresa una
definición de yo mediante mi posesión
de O. El sujeto no soy yo, sino que yo
soy lo que tengo. Mi propiedad
constituye mi yo y mi identidad. El
pensamiento subyacente en la afirmación
“yo soy yo”, es “yo soy yo porque tengo
X”: X se equipara aquí a todos los
objetos naturales y las personas con que
me relaciono mediante mi capacidad de
dominarlos, de hacerlos
permanentemente míos.
En el modo de tener, no hay una
relación viva entre mi yo y lo que tengo.
Las cosas y yo nos convertimos en
objetos, y yo las tengo, porque tengo
poder para hacerlas mías; pero también
existe una relación inversa: las cosas
me tienen, debido a que mi sentimiento
de identidad, o sea, de cordura, se apoya
en que yo tengo cosas (tantas como me
sea posible). El modo de existencia de
tener no se establece mediante un
proceso vivo, productivo, entre el sujeto
y el objeto; hace que objeto y sujeto
sean cosas. Su relación es de muerte, no
de vida.
EL TENER EXISTENCIAL
Para apreciar plenamente el modo
de tener al que nos referimos aquí,
parece necesario otro examen más, el
del funcionamiento del tener
existencias; porque la existencia humana
requiere que tengamos, conservemos,
cuidemos y usemos ciertas cosas para
sobrevivir. Esto también puede decirse
de nuestros cuerpos, en cuanto al
alimento, la habitación y los vestidos, y
en cuanto a los instrumentos necesarios
para satisfacer nuestras necesidades.
Esta forma de tener puede denominarse
“existencias” porque está enraizada en
la existencia humana. Es un impulso
racionalmente dirigido a sobrevivir, en
contraste con el tener caracterológico
al que nos hemos referido hasta ahora,
que es un impulso apasionado por
conservar y retener, que no es innato,
sino que se ha desarrollado como
consecuencia de la repercusión de las
condiciones sociales sobre la dotación
biológica de la especie humana.
El tener existencial no se encuentra
en conflicto con el ser; el tener
caracterológico sí. Aun el “justo” y el
“santo”, mientras sean humanos, deben
desear tener en el sentido existencias,
mientras que la persona común desea
tener en el sentido existencial y en el
caracterológico. (Véase el examen de la
dicotomía existencias y caracterológica
en Ética y psicoanálisis).
VI. OTROS
ASPECTOS DE
TENER Y DE SER
SEGURIDAD O
INSEGURIDAD
No avanzar, permanecer donde estamos,
retroceder, en otras palabras, apoyarnos
en lo que tenemos, es muy tentador,
porque sabemos lo que tenemos;
podemos aferrarnos y sentirnos seguros
en ello. Sentimos miedo, y en
consecuencia evitamos dar un paso
hacia lo desconocido, hacia lo incierto;
porque, desde luego, aunque dar un paso
no nos parece peligroso después de
darlo, antes de hacerlo nos parecen muy
peligrosos los aspectos desconocidos, y
por ello nos causan temor. Sólo lo viejo,
lo conocido, es seguro, o por lo menos
así parece. Cada paso nuevo encierra el
peligro de fracasar, y esta es una de las
razones por las que se teme a la
libertad[20].
Naturalmente, en cada etapa de la
vida lo viejo y lo conocido es diferente.
Cuando somos niños sólo tenemos
nuestro cuerpo y los senos de nuestra
madre (originalmente aún
indiferenciados). Luego comenzamos a
orientarnos hacia el mundo, iniciamos el
proceso de ganarnos un lugar propio en
él. Empezamos a desear tener cosas:
tenemos a nuestra madre, a nuestro
padre, a nuestros hermanos, nuestros
juguetes; más tarde adquirimos
conocimientos, un empleo, una posición
social, una esposa, hijos, y después
tenemos una especie de vida futura,
cuando adquirimos un terreno en el
cementerio, un seguro de vida y
redactamos nuestra “última voluntad”.
Y sin embargo, aunque tener cosas
ofrece seguridad, la gente admira a los
que tienen una visión de lo nuevo, a los
que abren nuevos caminos, a los que se
atreven a avanzar. En la mitología, este
modo de existencia está representado
simbólicamente por el héroe. Los héroes
son los que se atreven a dejar lo que,
tienen (su tierra, su familia, sus
propiedades) y avanzan no sin temor,
pero sin sucumbir a él. En la tradición
budista, el Buda es el héroe que
abandona todas sus posesiones, toda la
certidumbre contenida en la teología
hindú (su rango, su familia) y avanza en
busca de una vida sin ataduras. Abraham
y Moisés son los héroes de la tradición
judía. El héroe cristiano es Jesucristo,
que no tenía nada y (a los ojos del
mundo) no era nadie. Sin embargo,
actuaba con la plenitud de su amor a
todos los seres humanos. Los griegos
tenían héroes seculares, cuya meta era la
victoria, la satisfacción de su orgullo, la
conquista. Sin embargo, como los héroes
espirituales, Hércules y Odiseo
avanzaron sin temer a los riesgos y los
peligros que les esperaban. Los héroes
de los cuentos de hadas satisfacen el
mismo criterio: se alejan, avanzan, y
soportan la incertidumbre.
Admiramos a estos héroes porque
creemos firmemente que nos gustaría
seguir su camino, si pudiéramos; pero al
sentir miedo, creemos que no podemos
ser como ellos y que sólo los héroes
pueden hacerlo. Los héroes se vuelven
ídolos; les transferimos nuestra
capacidad de avanzar, y nos quedamos
donde estamos, “porque no somos
héroes”.
Puede parecer que este examen
implica que, aunque ser héroe es
deseable, resulta insensato y va contra
nuestros intereses. De ninguna manera.
Las personas cautas en el modo de tener
gozan de seguridad, pero necesariamente
son muy inseguras. Dependen de lo que
tienen: del dinero, del prestigio y de su
ego; es decir, de algo exterior a ellas;
pero ¿qué les sucedería si perdieran lo
que tienen? Pues, sin duda, todo lo que
se tiene puede perderse. Obviamente,
las propiedades pueden perderse (y con
éstas generalmente la posición y los
amigos) y en cualquier momento el
individuo puede (y tarde o temprano les
sucede a todos) perder la vida.
Si yo soy lo que tengo, y si lo que
tengo se pierde, entonces ¿quién soy?
Nadie, sino un testimonio frustrado,
contradictorio, patético, de una falsa
manera de vivir. Como puedo perder lo
que tengo, necesariamente en forma
constante me preocupa esto. Tengo
miedo a los ladrones, de los cambios
económicos, de las revoluciones, de la
enfermedad, de la muerte, y tengo miedo
a la libertad, al desarrollo, al cambio, a
lo desconocido. Por ello estoy
continuamente preocupado, y sufro una
hipocondría crónica, en relación no sólo
con la pérdida de la salud, sino con
cualquier otra pérdida de lo que tengo;
me vuelvo desconfiado, duro, suspicaz,
solitario, impulsado por la necesidad de
tener más para estar mejor protegido.
Ibsen ofreció en su Peer Gynt una bella
descripción de esta persona concentrada
en su yo. El héroe sólo está lleno de sí
mismo; en su egoísmo extremo cree que
él es él mismo, porque es “un costal de
deseos”. Al final de su vida reconoce
que como su existencia se estructuró
alrededor de las propiedades, no logró
ser él mismo, que es como una cebolla
sin pulpa, un hombre inconcluso, que
nunca fue él mismo.
La angustia y la inseguridad
engendradas por el peligro de perder lo
que se tiene no existen en el modo de
ser. Si yo soy lo que soy, y no lo que
tengo, nadie puede arrebatarme ni
amenazar mi seguridad y mi sentimiento
de identidad. Mi centro está en mí
mismo; mi capacidad de ser y de
expresar mis poderes esenciales forma
parte de mi estructura de carácter y
depende de mí. Esto también es cierto en
el proceso normal de vivir. Desde luego,
no en circunstancias como una
enfermedad que incapacita, la tortura, u
otros casos de poderosas limitaciones
externas.
Mientras que tener se basa en algo
que se consume con el uso, ser aumenta
con la práctica. (La “zarza ardiendo”
que no se consume es el símbolo bíblico
de esta paradoja). Los poderes de la
razón, del amor, de la creación artística
e intelectual, todos los poderes
esenciales aumentan mediante el
proceso de expresarles. Lo que se gasta
no se pierde, sino, al contrario, lo que se
guarda se pierde. La única amenaza a mi
seguridad de ser está en mí mismo: en
mi falta de fe en la vida y en mis
poderes productivos, en mis tendencias
regresivas; en mi pereza interior y en la
disposición a que otros se apoderen de
mi vida; pero estos peligros no son
inherentes al ser, como el peligro de
perder las cosas es inherente al tener.
SOLIDARIDAD-
ANTAGONISMO
La experiencia de amar, de gustar, de
gozar de algo sin desear tenerlo es a la
que se refiere Suzuki al comparar el
poema inglés con el japonés (véase el
Capítulo l). Desde luego, no es fácil
para el Hombre moderno occidental
sentir placer independientemente de
tener. Sin embargo, esto tampoco es
enteramente ajeno a nosotros. El
ejemplo de la flor de Suzuki no podría
aplicarse si en vez de contemplar una
flor el viandante mirara una montaña, un
prado, o algo que no puede tomarse
físicamente. Desde luego mucha gente, o
la mayoría, no vería realmente la
montaña, excepto como un clisé; en vez
de verla desearía conocer su nombre y
su altura, o desearía subirse a ella, lo
que puede ser otra forma de tomar
posesión; pero algunos pueden ver
genuinamente la montaña y gozarla. Lo
mismo puede decirse en la relación con
apreciar las obras musicales: esto es,
comprar un disco de música que nos
gusta puede ser un acto de poseer la
obra, y quizá la mayoría que goza con el
arte en realidad lo “consume”; pero una
minoría probablemente aún reacciona
ante la música y el arte con placer
genuino y sin el impulso de “poseer”.
A veces podemos leer las reacciones
de la gente en sus expresiones faciales.
Hace poco vi una película en la
televisión sobre los extraordinarios
acróbatas y malabaristas del Circo
Chino, y la cámara repetidamente
enfocaba al público, para registrar las
reacciones de los espectadores en la
multitud. La mayoría de las caras
estaban iluminadas, llenas de vida,
embellecidas por la función graciosa y
vital. Sólo una minoría parecía
indiferente e inconmovible.
Otro ejemplo de gozar sin desear
poseer puede advertirse fácilmente en
nuestra reacción ante los niños
pequeños. Aquí también sospecho que
con esta conducta nos engañamos
mucho, porque nos gusta desempeñar el
papel de amantes de los niños; pero
aunque hay razones para desconfiar,
creo que una reacción genuina, vital ante
los niños no es totalmente rara. Esto
puede ser, en parte, porque, en
oposición con sus sentimientos hacia los
adolescentes y los adultos, la mayoría
no siente miedo de los niños y se siente
libre de reaccionar amorosamente, lo
que no podría hacer si el temor se
interpusiera en su camino.
El ejemplo más pertinente de gozar
sin la codicia de tener lo que se disfruta,
puede encontrarse en las relaciones
interpersonales. Un hombre y una mujer
pueden disfrutar mutuamente en muchos
terrenos; cada uno puede gozar con las
actitudes, los gustos, las ideas, el
temperamento y toda la personalidad del
otro. Sin embargo, sólo a los que
necesitan tener lo que les gusta, este
goce mutuo habitualmente les produce el
deseo de la posesión sexual. Los que se
encuentran en el modo de ser pueden
disfrutar de la otra persona, y aun
sentirse atraídos eróticamente, pero no
deben ser “tomados” (para hablar en los
términos del poema de Tennyson) para
gozarse.
Las personas centradas en tener
desean tener a la persona que les agrada
o admiran. Esto puede advertirse en las
relaciones entre padres e hijos, entre
maestros y estudiantes, y entre amigos.
Ningún miembro de la pareja se
satisface sencillamente gozando del
otro; cada uno desea tener a la otra
persona para sí. Por ello, cada uno
siente celos de los que también desean
“tener” al otro. Cada miembro de la
pareja busca al otro como un marinero
que en un naufragio se aferra a una tabla:
para sobrevivir. Predominantemente, las
relaciones de “tener” son pesadas,
cargantes, llenas de conflictos y celos.
En términos más generales, los
elementos básicos en la relación entre
los individuos del modo de existencia
de tener son la competencia, el
antagonismo y el temor. El elemento del
antagonismo en la relación de tener
proviene de su naturaleza. Si tener es la
base de mi sentimiento de identidad,
porque “yo soy lo que tengo”, el deseo
de tener produce el deseo de tener
mucho, de tener más, de tener lo más que
se pueda. En otras palabras, la codicia
es el producto natural de la orientación
de tener. Puede ser la codicia del avaro
o la codicia del ansioso de lucro o la
codicia del cazador de mujeres o de
hombres. Sea lo que sea lo que codicie,
el codicioso no puede tener bastante, no
puede quedar saciado. En oposición a
las necesidades fisiológicas, como el
hambre, que tienen un punto definido de
saciedad debido a la fisiología del
cuerpo, la codicia mental (toda la
codicia es mental, aunque se satisfaga a
través del cuerpo) no tiene un punto de
saciedad, ya que la consumación no
llena el vacío interno, el aburrimiento,
la soledad y la depresión que se supone
que debe satisfacer. Además, como lo
que el individuo tiene le puede ser
arrebatado de una manera u otra, debe
tener más para fortalecer su existencia
contra ese peligro. Si todo el mundo
desea tener más, todo el mundo debe
temer a las intenciones agresivas del
vecino que desea quitarnos lo que
tenemos. Para prevenir este ataque, el
individuo debe volverse más poderoso y
preventivamente agresivo. Además, ya
que la producción, por grande que sea,
no podrá mantenerse al ritmo de los
deseos ilimitados, debe haber
competencia y antagonismo entre los
individuos en lucha por obtener el
máximo. Y la lucha continuará aun si
pudiera alcanzarse un estado de
abundancia absoluta; los que tienen
menos en materia de salud física,
atractivos, dones, inteligencia,
amargamente envidiarán a los que tienen
“más”.
Que el modo de tener y la
consiguiente codicia necesariamente
producen rivalidad interpersonal es algo
que también puede decirse de las
naciones como de los individuos. Pues
mientras una nación esté compuesta de
ciudadanos cuya principal motivación
sea tener y codiciar, no podrán evitarse
las guerras. Necesariamente codiciará lo
que tenga otra nación, e intentará obtener
lo que desea mediante la guerra, la
presión económica, o las amenazas. Se
valdrá de estos procedimientos primero
contra las naciones más débiles, y
formará alianzas que sean más fuertes
que la nación que pretende atacar.
Aunque sólo tenga pocas oportunidades
de ganar, una nación iniciará una guerra,
no porque sufra económicamente, sino
porque el deseo de tener más y de
conquistar estará profundamente
arraigado en su carácter social.
Desde luego, hay épocas de paz;
pero se debe distinguir entre la paz
duradera y la transitoria, que es un
periodo para recobrar las fuerzas, para
reorganizar la industria y el ejército; en
otras palabras, entre la paz que es un
estado permanente de armonía, y la que
esencialmente sólo es una tregua. En los
siglos XIX y XX ha habido periodos de
tregua, pero caracterizados por un
estado de guerra crónica entre los
principales actores del escenario
histórico. La paz como estado de
relaciones armoniosas duraderas entre
las naciones sólo se logra cuando la
estructura de tener se ve remplazada por
la estructura de ser. La idea de que se
puede fomentar la paz mientras se
alientan los esfuerzos de posesión y
lucro, es una ilusión, y peligrosa, porque
le impide a la gente reconocer que se
enfrenta a una clara alternativa: un
cambio radical de su carácter o la
guerra permanente. Desde luego, esta es
una vieja alternativa; los dirigentes han
elegido la guerra, y los pueblos los han
seguido. Hoy y mañana, con el increíble
aumento de la destructividad de las
nuevas armas, la alternativa no es la
guerra, sino el suicidio colectivo.
Lo que es cierto para las guerras
internacionales igualmente puede
aplicarse a la guerra de clases. La
guerra entre clases, esencialmente los
explotadores y los explotados, siempre
ha existido en las sociedades basadas en
el principio de la codicia. No hubo
guerra de clases donde no existió
necesidad o posibilidad de explotar, ni
carácter social codicioso; pero
necesariamente hay clases en cualquier
sociedad, hasta en la más rica, cuando
predomina el modo de tener. Como ya se
ha observado, si hay deseos ilimitados,
ni aun la mayor producción puede
mantenerse al ritmo de la fantasía
universal de tener más que los vecinos.
Necesariamente, los más fuertes, más
astutos, o más favorecidos por otras
circunstancias, tratarán de establecer
una posición favorable, e intentarán
aprovecharse de los menos fuertes, sea
por la fuerza y la violencia o por la
sugestión. Luego las clases oprimidas
derrocarán a sus gobernantes, y así
sucesivamente. La lucha de clases quizá
podría volverse menos violenta, pero no
podrá desaparecer mientras la codicia
domine el corazón humano. La idea de
una sociedad sin clases en un llamado
mundo socialista lleno del espíritu de
codicia es una idea tan ilusoria (y
peligrosa) como la paz permanente entre
naciones codiciosas.
En el modo de ser, la posesión
privada (la propiedad privada) tiene
poca importancia afectiva, porque yo no
necesito poseer algo para gozarlo, y ni
siquiera para usarlo. En el modo de ser,
muchas personas (de hecho millones)
pueden compartir el gozo del mismo
objeto, ya que nadie necesita (o desea)
tenerlo como condición para gozarlo.
Esto no sólo evita la lucha, sino que
crea una de las formas más profundas de
la felicidad humana: el gozo compartido.
Nada une más (sin limitar la
individualidad) que compartir la
admiración o el amor a una persona;
compartir una idea, una pieza de música,
una pintura, un símbolo, un rito o aun las
penas. La experiencia de compartir
forma y mantiene viva la relación entre
dos individuos vitales; es la base de
todos los grandes movimientos
religiosos, políticos y filosóficos. Desde
luego, esto sólo es verdadero mientras
(y en el grado en que) los individuos
genuinamente amen o admiren. Cuando
los movimientos religiosos y políticos
se petrifican y la burocracia dirige al
pueblo mediante sugestión y amenazas,
se deja de compartir.
La naturaleza inventó, por decirlo
así, el prototipo (o quizá el símbolo) del
placer compartido en el acto sexual,
pero empíricamente el acto sexual no
necesariamente es un placer que se
comparte; los amantes con frecuencia
son tan narcisistas, están tan interesados
en sí mismos, y son tan posesivos que
sólo se puede hablar de un placer
simultáneo, pero no compartido.
En otro aspecto, sin embargo, la
naturaleza ofrece un símbolo menos
ambiguo para distinguir entre tener y ser.
La erección del pene es enteramente
funcional. El macho no tiene una
erección como una propiedad o una
cualidad permanente (aunque no
sabemos cuántos hombres desearían que
fuera así). El pene está en erección
mientras el hombre permanece excitado,
mientras desea a la mujer que ha
despertado su excitación. Si por una
razón u otra algo interfiere en su
excitación, el hombre no tiene nada. A
diferencia de casi todos los otros tipos
de conducta, la erección no puede
fingirse. George Groddek, uno de los
más grandes psicoanalistas, aunque
relativamente poco conocido,
acostumbraba comentar que un hombre,
después de todo, sólo lo es durante unos
minutos; la mayor parte del tiempo es un
niño pequeño. Desde luego, Groddek no
quiere decir que el hombre se vuelve
totalmente un niño pequeño, sino sólo en
ese aspecto, que para muchos hombres
es la prueba de su hombría. (Véase el
ensayo que escribí [1943] sobre “Sexo y
carácter”].
ALEGRÍA-PLACER
El Maestro Eckhart pensaba que la
vitalidad conduce a la alegría. El lector
moderno quizá no le preste mucha
atención a la palabra “alegría” y la lea
como si Eckhart hubiese escrito
“placer”. Sin embargo, distinguir entre
alegría y placer es critico,
especialmente en relación con la
distinción entre los modos de ser y de
tener. No es fácil apreciar la diferencia,
ya que vivimos en un mundo de
“placeres sin alegría”.
¿Qué es el placer? Esta palabra se
usa de distintas maneras, pero
considerando su uso en el pensamiento
popular, parece conveniente definirlo
así: la satisfacción de un deseo que no
requiere actividad (en el sentido vital).
Este placer puede ser muy intenso: el
placer de tener éxito social, ganar más
dinero, sacarse la lotería; el
convencional placer sexual; de comer
hasta hartarse; de ganar una carrera; el
estado producido por las bebidas
alcohólicas, el trance o las drogas
heroicas; el placer que produce
satisfacer el propio sadismo, la pasión
de matar o de desmembrar lo que está
vivo.
Desde luego, para hacerse ricos o
famosos, los individuos deben mostrarse
muy activos en el sentido de estar
ocupados, pero no en el sentido de
“nacer dentro de sí mismos”. Cuando
han alcanzado su meta pueden sentirse
“emocionados”, “intensamente
satisfechos”, creer que han alcanzado la
“cumbre”; pero ¿cuál cumbre? Quizá la
de la excitación, de la satisfacción, un
estado de trance o de orgía; pero pueden
haber alcanzado esto impulsados por
pasiones que, aunque humanas, sin
embargo son patológicas, ya que no
conducen a una solución intrínsecamente
adecuada para la condición humana.
Tales pasiones no producen mayor
desarrollo y fortaleza, sino, al contrario,
una invalidez humana. El placer del
hedonismo radical, la satisfacción de
nuevos deseos, los placeres de la
sociedad contemporánea producen
distintos grados de excitación, pero no
alegría. De hecho, la falta de gozo
obliga a buscar placeres siempre
nuevos, cada vez más excitantes.
En este aspecto, la sociedad
moderna se encuentra en la misma
posición que los hebreos de hace tres
mil años. Al hablarle al pueblo de Israel
acerca del peor de sus pecados, Moisés
le dijo: “Por cuanto no serviste a Jehová
tu Dios con alegría y con gozo de
corazón, por la abundancia de todas las
cosas” (Deuteronomio 28:47). La
alegría es concomitante de la actividad
productiva. No es una “cumbre de la
experiencia”, que culmina y termina de
pronto, sino más bien una meseta, un
sentimiento que acompaña la expresión
productiva de nuestras facultades
humanas esenciales. La alegría no es el
éxtasis momentáneo, sino el resplandor
que acompaña al ser.
El placer y la emoción conducen a la
tristeza después de alcanzada la llamada
cumbre; porque el estremecimiento se ha
sentido, pero el recipiente no ha
crecido. El propio poder interior no
aumentó. Se intentó terminar con el
aburrimiento de la actividad
improductiva y por un momento se
unieron todas las energías, excepto la
razón y el amor. El individuo intentó
volverse sobrehumano, sin ser humano.
Parece haber alcanzado el triunfo, pero
éste va seguido de una profunda tristeza,
porque nada ha cambiado dentro de él.
El dicho “Después del coito el animal se
siente triste” (“Post coitum animal
triste est”) expresa el fenómeno del
sexo sin amor, que es una “cumbre de la
experiencia”, de la excitación intensa, y
por consiguiente de la emoción y el
placer, y necesariamente va seguido de
una desilusión, porque termina. La
alegría por el sexo sólo se siente cuando
la intimidad física es al mismo tiempo la
intimidad del amor.
Como es natural, la alegría debe
desempeñar un papel importante en los
sistemas religiosos y políticos que
proclaman que ser constituye la meta de
la vida. El budismo, aunque rechaza el
placer, concibe un estado de Nirvana,
que es un estado de felicidad, el cual se
manifiesta en las descripciones y en los
dibujos que representan la muerte de
Buda. (Estoy en deuda con el finado D.
T. Suzuki por señalarme esto en un
famoso dibujo que representa la muerte
de Buda).
El Antiguo Testamento y la posterior
tradición judía, aunque condenan el
placer que surge de la satisfacción de la
codicia, consideran la alegría como el
estado de ánimo que acompaña al hecho
de ser. El Libro de los Salmos termina
con un grupo de 15 salmos que son uno
de los grandes himnos a la alegría, y los
salmos dinámicos comienzan con temor
y tristeza y terminan con alegría y
júbilo[21]. El Sabbath es el día del gozo,
y en el Tiempo Mesiánico la alegría será
el estado de ánimo que prevalecerá. En
la literatura profética abundan las
expresiones de alegría, como este
pasaje: «Entonces la virgen se holgará
en la danza, los mozos y los viejos
juntamente; y su llanto tornaré en gozo, y
los consolaré, y los alegraré de su
dolor» (jeremías 31:13) y «sacaréis
aguas con gozo» (Isaías (2:3). Dios
llama a Jerusalén: «ciudad de mi gozo»
(jeremías 49:25).
Encontramos el mismo hincapié en
el Talmud: «La alegría de un mitzvah (el
cumplimiento de un deber religioso) es
la única manera de encontrar al Espíritu
Santo» (Berakoth 31, a). La alegría se
considera tan fundamental que, según la
ley del Talmud, el luto por un pariente
cercano, cuya muerte haya ocurrido
durante la semana, debe interrumpirse
por la alegría del Sabbath.
El movimiento asideo (cuyo lema
tomado de un verso de los salmos es:
«Sirve a Dios con alegría») creó una
forma de vivir en que la felicidad era
uno de los elementos sobresalientes. La
tristeza y la depresión se consideraban
signos de error espiritual, si no de
franco pecado.
En el desarrollo cristiano, hasta el
nombre del Evangelio (buena nueva)
muestra el lugar central del júbilo y la
alegría. En el Nuevo Testamento, la
dicha es el fruto de haber renunciado a
tener, mientras que la tristeza es el
estado de ánimo del que se aferra a las
posesiones. (Véase, por ejemplo, San
Mateo 13:44 y 19:22). En muchas
expresiones de Jesucristo, el gozo se
concibe como concomitante de vivir en
el modo de ser. En su última alocución a
los apóstoles, Jesús les habló de la
alegría en la forma final: «Estas cosas
os he hablado, para que mi gozo esté en
vosotros, y vuestro gozo sea cumplido»
(San Juan 15:11).
Como se indicó antes, la alegría
también desempeña un papel supremo en
el pensamiento del Maestro Eckhart.
Aquí en sus palabras se encuentra una de
las expresiones más bellas y poéticas de
la idea del poder creador de la risa y la
alegría: «Cuando Dios le ríe al alma y el
alma le responde con su risa a Dios, se
engendran las personas de la Trinidad.
Hablando en hipérbole, cuando el Padre
le ríe al Hijo y el Hijo le responde
riendo al Padre, esa risa causa placer,
ese placer causa alegría, esa alegría
engendra el amor y ese amor crea a las
personas [de la Trinidad] de las cuales
una es el Espíritu Santo» (Blakney, p.
245).
Spinoza otorga a la alegría un lugar
supremo en su sistema antropológico-
ético, cuando dice: «La alegría es la
transición del hombre de una menor a
una mayor perfección. La tristeza es la
transición del hombre de una mayor a
una menor perfección» (Ética, 3, defs. 2,
3, p. 155).
Las afirmaciones de Spinoza sólo se
comprenden plenamente si las
colocamos en el contexto de todo su
sistema de pensamiento. Para no decaer,
debemos tratar de acercarnos a “un
modelo de la naturaleza humana”, esto
es, debemos ser óptimamente libres,
racionales, activos. Debemos llegar a
ser lo que podemos ser. Esto debe
entenderse como el bien que es
potencialmente inherente a nuestra
naturaleza. Spinoza entiende por
“bueno” “aquello que sabemos
ciertamente que es un medio para
acercarnos más y más al modelo de la
naturaleza humana que nos hemos
propuesto”; y “por malo, en cambio,
entiendo aquello que sabemos
ciertamente que nos impide reproducir
ese mismo modelo” (Ética, 4, Prefacio,
p. 174). La alegría es el bien; la tristeza
(tristitia) es el mal. La alegría es una
virtud; la tristeza es un pecado.
La alegría, pues, es lo que sentimos
en el proceso de acercarnos más a la
meta de ser nosotros mismos.
EL PECADO Y EL
PERDÓN
En el concepto clásico del
pensamiento teológico cristiano y judío,
el pecado esencialmente se identifica
con la desobediencia a la voluntad de
Dios. Esto es obvio en la fuente
comúnmente sostenida del primer
pecado: la desobediencia de Adán. En
la tradición judía, este acto no se
considera un pecado “original” que
heredan todos los descendientes de
Adán, como en la tradición cristiana,
sino que sólo es el primer pecado, que
no necesariamente mancha a los
descendientes de Adán.
Sin embargo, el elemento común es
la idea de que la desobediencia a los
mandamientos de Dios es pecado, sean
cuales fueren éstos. Ello no es
sorprendente si consideramos que la
imagen de Dios en esa parte de la
historia bíblica es de una autoridad
estricta, modelada sobre el papel de un
rey de reyes oriental. Además, no es
sorprendente si consideramos que la
Iglesia, casi desde sus comienzos, se
adaptó a un orden social (entonces era el
feudalismo y hoy día es el capitalismo)
que exigía para funcionar la obediencia
estricta de los individuos a las leyes,
sirvieran éstas o no a sus verdaderos
intereses. Cuán opresivas o cuán
liberales son las leyes y cuáles son los
medios para su cumplimiento son cosas
de poca importancia en relación con el
problema capital: la gente debe
aprender a temer a la autoridad, y no
sólo a los policías que “hacen cumplir
la ley” con sus armas. Este temor no
basta para salvaguardar el
funcionamiento adecuado del Estado; el
ciudadano debe internalizar este temor, y
transformar la obediencia en una
categoría moral y religiosa: el pecado.
La gente no sólo respeta por miedo
la ley, sino también porque se siente
culpable si desobedece. Este
sentimiento de culpa puede quedar
superado por el perdón que sólo la
misma autoridad puede otorgar. Las
condiciones para este perdón son: el
arrepentimiento del pecador, su castigo,
y al aceptar el castigo someterse de
nuevo. La secuencia es: pecado
(desobediencia) → sentimiento de culpa
→ nueva sumisión (el castigo) → el
perdón, lo que es un círculo vicioso, ya
que la desobediencia produce un
aumento de la obediencia. Sólo unos
cuantos no se dejan intimidar. Prometeo
es su héroe.
A pesar del cruel castigo que le
aplicó Zeus, Prometeo no se sometió, ni
se sintió culpable. Él sabía que quitarles
el fuego a los dioses y dárselos a los
humanos era un acto de compasión; él
desobedeció, pero no pecó. Como
muchos otros héroes del amor (mártires)
de la especie humana, rompió la
ecuación entre desobediencia y pecado.
Sin embargo, la sociedad no está
formada por héroes. Como las mesas
sólo fueron servidas para una minoría, y
la mayoría había de servir a los fines de
la minoría y sentirse satisfecha con lo
que le dejaban, hubo de cultivar la idea
de que la desobediencia es pecado. El
Estado y la Iglesia la cultivaron, y
trabajaron juntos, porque ambos debían
proteger sus jerarquías. El Estado
necesitaba de la religión para tener una
ideología que fundiera la desobediencia
y el pecado; la Iglesia necesitaba
creyentes a los que el Estado hubiera
disciplinado, en la virtud de la
obediencia. Ambos aprovecharon la
institución de la familia, cuya función
era educar a los hijos en la obediencia
desde el primer momento en que
mostraran voluntad propia
(generalmente, por lo menos, desde el
inicio del control de esfínter). La
voluntad propia del niño debía quedar
doblegada para prepararlo para su
ulterior funcionamiento adecuado como
ciudadano.
El pecado en el sentido secular y
teológico tradicional es un concepto de
la estructura autoritaria, y ésta pertenece
al modo de existencia de tener. Nuestro
centro humano no se apoya en nosotros,
sino en la autoridad a la que nos
sometemos. No llegamos al bienestar
con nuestra actividad productiva, sino
con la obediencia pasiva y la
consiguiente aprobación de la autoridad.
Tenemos un jefe (secular o espiritual,
rey o reina o Dios) al que le tenemos fe;
tenemos seguridad… mientras no
somos… nadie. Que la sumisión no es
necesariamente consciente como tal, que
puede ser leve o profunda, que la
estructura psíquica y social no necesita
ser total sino sólo parcialmente
autoritaria, no debe cegarnos ante el
hecho de que vivimos en el modo de
tener en la medida en que
internalizamos la estructura
autoritaria de la sociedad.
Alfons Auer ha hecho hincapié muy
sucintamente en que el concepto de
autoridad, de desobediencia y de pecado
de Santo Tomás de Aquino es humanista;
o sea, el pecado no consiste en
desobedecer a la autoridad irracional,
sino en ir contra el bienestar humano[22].
Así, Santo Tomás de Aquino afirmó: «A
Dios no podemos ofenderlo, a menos
que actuemos contra nuestro propio
bienestar» (S. c. gent. 3, 122). Para
apreciar esta posición, debemos
considerar que para Santo Tomás de
Aquino el bien humano (bonum
humanum) no está arbitrariamente
determinado por deseos puramente
subjetivos, ni por deseos instintivamente
dados (“naturales” en el sentido
estoico), ni por la voluntad arbitraria de
Dios. Está determinado por nuestra
comprensión racional de la naturaleza
humana y de las normas que, basadas en
esta naturaleza, fomentan nuestro
desarrollo y bienestar óptimos. (Debe
advertirse que como hijo obediente de la
Iglesia y partidario del orden social
existente opuesto a las sectas
revolucionarias, Santo Tomás de Aquino
no podía ser un representante puro de la
ética no autoritaria; su uso de la palabra
“desobediencia” para ambos tipos de
desobediencia sirvió para ocultar la
contradicción implícita en su posición).
Aunque el pecado como
desobediencia forma parte de la
estructura autoritaria, de la estructura de
tener, posee un significado totalmente
distinto en la estructura no autoritaria,
que está enraizada en el modo de ser.
Este otro sentido también está implícito
en la historia bíblica de la Caída, y
puede comprenderse mediante una
interpretación distinta de esa historia.
Dios puso al Hombre en el jardín del
Edén y le advirtió que no comiera del
Árbol de la Vida ni del Árbol de la
Ciencia del Bien y del Mal.
Considerando que no era bueno que el
Hombre estuviera solo. Dios creó a la
Mujer. Hombre y Mujer debían llegar a
ser una sola persona. Ambos estaban
desnudos, y “no se sentían
avergonzados”. Esta afirmación
generalmente se interpreta en relación
con las convencionales costumbres
sexuales, según las que, naturalmente, un
hombre y una mujer deben sentirse
avergonzados si están descubiertos sus
órganos genitales; pero esto no es todo
lo que el texto tiene que decir. En un
nivel más profundo, esta afirmación
podría implicar que, aunque el Hombre
y la Mujer se enfrentaban totalmente, no
se sentían ni podían sentirse
avergonzados, porque no se
consideraban extraños, diferentes, sino
sólo “uno”.
Esta situación prehumana cambió
radicalmente después de la Caída,
cuando hombre y mujer se volvieron
plenamente humanos, o sea, dotados de
razón, con conciencia del bien y del mal,
conscientes de que cada uno era distinto
y de que su unicidad original estaba rota
y que se habían vuelto extraños uno del
otro. Estaban juntos, sin embargo se
sentían separados y distantes. Sentían la
vergüenza más profunda: la de
enfrentarse a un prójimo estando
“desnudo”, y simultáneamente
experimentaron un alejamiento mutuo, un
abismo indescriptible que separa a uno
de otro. “Se hicieron delantales”, y así
trataron de evitar el pleno encuentro
humano, la desnudez en que se veían;
pero la vergüenza, y también la culpa,
no pueden eliminarse con el
ocultamiento. Ellos no se amaban; quizá
se deseaban físicamente, pero la unión
física no remedia el alejamiento
humano. Que no se amaban lo indican
sus actitudes: Eva no trató de proteger a
Adán, y él evitó el castigo
denunciándola como la culpable, y no la
defendió.
¿Qué pecado cometieron?
Enfrentarse uno al otro como seres
humanos separados, aislados, egoístas,
incapaces de superar su separación con
la unión amorosa. Este pecado está
enraizado en nuestra existencia humana.
Separados de la armonía original con la
naturaleza, la característica del animal
cuya vida está determinada por los
instintos innatos, dotados de razón y
conciencia de nosotros mismos, no
podemos dejar de sentir nuestra
separación de cualquier otro ser
humano. En la teología católica este
estado de existencia, de completa
separación y alejamiento, sin la
redención del amor, es la definición del
“infierno”. Es insoportable para
nosotros. Debemos superar de algún
modo la separación absoluta: mediante
la sumisión o mediante el dominio, o
tratando de acallar la razón y la
conciencia. Sin embargo, estos caminos
sólo ofrecen un éxito momentáneo, y
bloquean el camino de una verdadera
solución.
Sólo hay una vía para salvarnos de
este infierno: dejar la prisión de nuestro
egocentrismo, salir y unirnos con el
mundo. Si la separación egocéntrica es
el pecado capital, entonces éste se expía
mediante el amor. La palabra misma
“atonement” [expiación] expresa este
concepto, porque su etimología se
deriva de “atonement[23]”. que en inglés
antiguo significa “unión”). Como el
pecado de la separación no es un acto de
desobediencia, no necesita ser
perdonado, sino remediado; y el amor,
no la aceptación del castigo, es el
elemento curativo.
Rainer Funk me indicó que el
concepto de pecado como desunión ha
sido expresado por algunos Padres de la
Iglesia, que siguieron el concepto no
autoritario de pecado que tenía
Jesucristo, y me sugirió los siguientes
ejemplos (tomados de Henri de Lubac):
Orígenes dijo: «Donde hay pecado hay
diversidad; pero donde reina la virtud
hay singularidad, hay unidad». Máximo
el Confesor dijo que por el pecado de
Adán la especie humana “que debía ser
un todo armonioso, sin conflictos entre
lo tuyo y lo mío, se transformó en una
nube de polvo de individuos”.
Pensamientos similares relativos a la
ruptura de la unidad original en Adán,
también pueden encontrarse en las ideas
de San Agustín y, como ha indicado el
profesor Auer, en las enseñanzas de
Santo Tomás de Aquino. De Lubac dijo
resumiendo: «Como obra de
“restitución” (Wiederherstellung), el
hecho de la salvación parece necesario
como recuperación de la unidad
perdida, como restauración de la
sobrenatural unidad con Dios y al mismo
tiempo la unidad de los hombres entre
sí» (véase también “El concepto de
pecado y arrepentimiento” en Seréis
como dioses, donde examino todo el
problema del pecado).
En resumen, en el modo de tener, y
por ello en la estructura autoritaria, el
pecado es la desobediencia, y se supera
con el arrepentimiento → «el castigo»
→ una sumisión renovada. En el modo
de ser, en la estructura no autoritaria, el
pecado es un alejamiento sin solución,
pero se supera con el pleno desarrollo
de la razón y el amor, y con la unión.
Desde luego, la historia de la Caída
puede interpretarse de ambas maneras,
porque la historia misma es una mezcla
de elementos autoritarios y liberadores;
pero en sí mismos los conceptos de
pecado como desobediencia y
alienación, respectivamente, son
diametralmente opuestos.
La historia de la Torre de Babel en
el Antiguo Testamento parece contener
la misma idea. La especie humana había
alcanzado allí la unión, simbolizada por
el hecho de que toda la humanidad tenía
un solo idioma. Por su ambición de
poder, por su codicia de tener la gran
torre, el pueblo perdió su unidad y se
dispersó. En este sentido, la historia de
la torre es una segunda “Caída”: el
pecado de la humanidad histórica. La
historia se complica porque Dios siente
miedo de la unidad del pueblo y del
poder que le daría esto. «Y dijo Jehová:
He aquí el pueblo es uno, y todos éstos
tienen un lenguaje: y han comenzado a
obrar, y nada les retraerá ahora de lo
que han pensado hacer. Ahora, pues,
descendamos y confundamos allí sus
lenguas, para que ninguno entienda el
habla de su compañero» (Génesis 11:6-
7). Desde luego, la misma dificultad ya
existía en la historia de la Caída: Dios
siente miedo del poder que el hombre y
la mujer ejercerían si comieran el fruto
de ambos árboles.
TEMOR A LA MUERTE-
AFIRMACIÓN DE LA
VIDA
Como hemos dicho antes, el temor
del individuo a perder sus posesiones es
consecuencia inevitable del sentimiento
de seguridad que se basa en lo que uno
tiene. Desarrollaré un poco más estos
pensamientos.
Podríamos no aferrarnos a las
propiedades y, por consiguiente, no
temer perderlas; pero ¿qué sucedería
con el temor de perder la vida, con el
miedo a morir? ¿Sólo sienten este temor
los viejos o los enfermos? ¿O todo el
mundo teme a la muerte? El hecho de
que forzosamente debamos morir,
¿invade toda nuestra vida? El temor a
morir, ¿se hace más intenso y consciente
cuando nos acercamos al límite de la
vida, cuando somos viejos o estamos
enfermos?
Es necesario que los psicoanalistas
hagan amplios estudios sistemáticos, que
investiguen este fenómeno desde la
infancia hasta la vejez, y que analicen
las manifestaciones inconscientes y
conscientes del temor a la muerte. Estos
estudios no necesitan limitarse a casos
individuales; se pueden examinar
grandes grupos mediante los actuales
métodos del sociopsicoanálisis. Como
estos estudios no existen hoy día,
debemos sacar conclusiones
provisionales de muchos datos
dispersos.
Quizá el dato más importante es el
deseo de inmortalidad, profundamente
enraizado, que se manifiesta en muchos
ritos y creencias que intentan conservar
el cuerpo humano. Por otra parte, la
negación moderna (específicamente
norteamericana) de la muerte mediante
el “embellecimiento” del cuerpo señala
igualmente la represión del temor a
morir disfrazando la muerte.
Sólo hay una manera (que enseñaron
Buda, Jesucristo, los estoicos, el
Maestro Eckhart) de superar
verdaderamente el temor a la muerte, y
consiste en no aferrarse a la vida ni
experimentarla como una posesión. El
temor a morir no es en realidad lo que
parece: el miedo a dejar de vivir. La
muerte no nos preocupa; dijo Epicuro:
«Mientras existimos, la muerte no está
aquí; pero cuando la muerte está aquí, ya
no somos» (Diógenes Laercio).
Seguramente, puede haber miedo a sufrir
y al dolor que puede preceder a la
muerte, pero este temor es diferente del
de morir. Aunque el miedo a la muerte
puede parecer irracional, no lo es si la
vida se concibe como posesión. No
sentimos miedo a morir, sino a perder lo
que tenemos: el temor de perder mi
cuerpo, mi ego, mis posesiones y mi
identidad; de enfrentarme al abismo de
la nada, de “perderme”.
En la medida en que vivimos en el
modo de tener, tememos a la muerte.
Ninguna explicación racional suprimirá
este temor; pero puede disminuirse, aun
a la hora de la muerte, mediante nuestra
reafirmación de nuestro vínculo con la
vida, mediante una respuesta al amor de
los otros que puede inflamar nuestro
propio amor. La pérdida del miedo a
morir no debe comenzar como
preparación para la muerte, sino como
esfuerzo continuo por reducir el modo
de tener y aumentar el modo de ser.
Como decía Spinoza: Los sabios
piensan en la vida, no en la muerte.
La instrucción sobre cómo morir es,
desde luego, la misma que la instrucción
sobre cómo vivir. Cuanto más nos
libremos del afán de poseer en todas sus
formas, en especial de nuestro
egocentrismo, menos poderoso será el
temor a la muerte, ya que no tendremos
nada que perder[24].
AQUÍ AHORA-PASADO,
FUTURO
El modo de ser sólo existe aquí y
ahora (hic et nunc). El modo de tener
sólo existe en el tiempo: en el pasado,
en el presente y en el futuro.
En el modo de tener, estamos
vinculados con lo que hemos acumulado
en el pasado: dinero, tierras, fama,
posición social, conocimientos, hijos,
recuerdos. Pensamos en el pasado, y lo
experimentamos recordando los
sentimientos (o los que parecen ser
sentimientos) del pasado. (Ésta es la
esencia del sentimentalismo). Somos el
pasado; podemos decir: «Yo soy lo que
fui».
El futuro es una anticipación de lo
que se convertirá en el pasado. En el
modo de tener, esto se concibe como el
pasado, y se expresa cuando se dice:
«Esta persona tiene futuro», lo que
significa que tendrá muchas cosas,
aunque hoy día no tenga nada. El lema
publicitario de la Compañía Ford: «Hay
un Ford en su futuro», subraya el hecho
de tener en el futuro, como en ciertas
transacciones comerciales se compran o
se venden “bienes a futuro”. La
experiencia fundamental de tener es la
misma, nos refiramos al pasado o al
futuro.
El presente es el punto donde se
unen el pasado y el futuro, una frontera
en el tiempo, pero no distinto en calidad
de los dos reinos que une.
El ser no necesariamente ocurre
fuera del tiempo, pero éste no es la
dimensión que gobierna al ser. El pintor
debe luchar con los colores, con las
telas y los pinceles, el escultor con la
piedra y el cincel; sin embargo, el acto
creador del artista, su “visión” de lo que
creará, trasciende al tiempo. Ocurre
como en un relámpago o en muchos
relámpagos; pero el tiempo no se
percibe en la visión. Lo mismo puede
decirse de los pensadores. Escribir sus
ideas ocurre en el tiempo, pero
concebirlas es un acto creador que está
fuera del tiempo. Es lo mismo para
cualquier manifestación de ser. La
experiencia de amar, de gozar, de captar
la verdad no ocurre en el tiempo, sino en
el aquí y ahora. El aquí y el ahora es la
eternidad, o sea, la intemporalidad;
pero la eternidad no es, como se
interpreta mal comúnmente, el tiempo
indefinidamente prolongado.
Sin embargo, debe hacerse una
importante salvedad respecto a la
relación con el pasado. Aquí nos hemos
referido a recordar el pasado, a pensar
en éste y meditar sobre él. En este modo
de “tener” el pasado, éste se encuentra
muerto; pero también podemos volverlo
a la vida. Se puede experimentar una
situación del pasado con la misma
frescura que si hubiera ocurrido en el
aquí y ahora; esto es, se puede recrear el
pasado, darle vida (resucitar a los
muertos, hablando simbólicamente). En
el grado en que se hace esto, el pasado
deja de ser pasado; es el aquí y ahora.
También se puede experimentar el
futuro como si ocurriera aquí y ahora.
Esto ocurre cuando un estado futuro se
anticipa tan plenamente en la propia
experiencia que sólo es “objetivamente”
futuro, o sea, en el hecho externo, pero
no en la experiencia subjetiva. Ésta es la
naturaleza del pensamiento utópico
genuino (en oposición al soñar despierto
utópico); esta es la base de la fe
genuina, que no necesita realizarse
externamente “en el futuro” para volver
real su experiencia de éste.
Todo el concepto de pasado, de
presente y de futuro, o sea, del tiempo,
participa en nuestras vidas debido a
nuestra existencia corporal: la duración
limitada de nuestra vida, las demandas
constantes de nuestro cuerpo, la
naturaleza del mundo físico que
debemos usar para mantenernos. Desde
luego, no podemos vivir en la eternidad;
por ser mortales, no podemos olvidar el
tiempo ni escapar de él. El ritmo de la
noche y el día, del suelo y la vigilia, del
crecimiento y la vejez, la necesidad de
sustentarnos con el trabajo y de
defendernos, todos estos factores nos
obligan a respetar el tiempo si
deseamos vivir, y nuestros cuerpos nos
hacen desear vivir; pero respetar el
tiempo es una cosa; y otra someterse a
él. En el modo de ser, respetamos el
tiempo, pero no nos sometemos a él; mas
el respeto al tiempo se vuelve sumisión
cuando predomina el modo de tener. En
este modo, no sólo las cosas son cosas,
sino que todo lo vivo se vuelve cosa. En
el modo de tener, el tiempo se vuelve
nuestro amo. En el modo de ser, el
tiempo es destronado; ya no es el ídolo
que gobierna nuestra vida.
En la sociedad industrial, el tiempo
es el gobernante supremo. El actual
modo de producción exige que cada acto
esté exactamente “programado”, y no
sólo en la banda de transmisión de la
línea de ensamble sinfín sino que, en un
sentido menos burdo, la mayor parte de
nuestras actividades es gobernada por el
tiempo. Además, éste no sólo es tiempo,
sino que “el tiempo es dinero”. La
máquina debe utilizarse al máximo; por
ello la máquina le impone su ritmo al
obrero.
Por medio de la máquina, el tiempo
se volvió nuestro gobernante. Sólo en
nuestras horas libres parece que tenemos
cierta oportunidad de elegir. Sin
embargo, generalmente organizamos
nuestros ocios como programamos
nuestro trabajo, o nos rebelamos contra
la tiranía del tiempo siendo
absolutamente perezosos. Al no hacer
nada, excepto desobedecer las
demandas del tiempo, tenemos la ilusión
de que somos libres, cuando estamos, de
hecho, sólo en libertad bajo palabra
fuera de la prisión del tiempo.
VII. RELIGIÓN,
CARÁCTER Y
SOCIEDAD
Este capítulo plantea la tesis de que el
cambio social interactúa con un cambio
del carácter social; que los impulsos
“religiosos” aportan la energía
necesaria para mover a hombres y
mujeres a realizar un radical cambio
social, y que, por ello, sólo puede
crearse una nueva sociedad si ocurre un
cambio profundo en el corazón humano,
si un nuevo objeto de devoción toma el
lugar del actual[25].
LOS FUNDAMENTOS
DEL CARÁCTER SOCIAL
El punto inicial de estas reflexiones
es la afirmación de que la estructura de
carácter del individuo medio y la
estructura socioeconómica de la
sociedad de la cual forma parte son
interdependientes. A la combinación de
la esfera psíquica del individuo y la
estructura socioeconómica la denomino
yo carácter social. (Mucho antes, en
1932, me valí del término “estructura
libidinoso de la sociedad” para expresar
este fenómeno). La estructura
socioeconómica de la sociedad modela
el carácter social de sus miembros, para
que deseen hacer lo que deben hacer.
Simultáneamente, el carácter social
influye en la estructura socioeconómica
de la sociedad, actuando como
pegamento para dar más estabilidad a la
estructura social o, en circunstancias
especiales, como dinamita que tiende a
romper la estructura social.
El carácter social frente a
la estructura social
La relación entre el carácter social y
la estructura social no es estática, ya que
en esta relación ambos elementos son
procesos interminables. Un cambio de
un factor significa un cambio de ambos.
Muchos políticos revolucionarios creen
que primero se debe cambiar
radicalmente la estructura política y
económica, y después, como segundo
paso casi necesario, el espíritu humano
también cambiará: que una vez
establecida la nueva sociedad, casi
automáticamente producirá el ser
humano nuevo. No advierten que la
nueva élite, motivada por el mismo
carácter que la antigua, tenderá a recrear
las condiciones de la sociedad antigua
en las nuevas instituciones
sociopolíticas que ha creado la
revolución; la victoria de ésta será su
derrota como revolución, aunque no
como fase histórica que allane el camino
para el desarrollo socioeconómico que
antes no había logrado su pleno
desarrollo. Las revoluciones rusa y
francesa son buenos ejemplos. Es
interesante advertir que Lenin, quien no
creía que la calidad del carácter fuera
importante para el funcionamiento
revolucionario de la persona, cambió
radicalmente de opinión en el último
año de su vida, cuando advirtió
penetrantemente los defectos del
carácter de Stalin, y pidió en su
testamento que, por estos defectos,
Stalin no fuera su sucesor.
Por otra parte, hay quienes afirman
que primero debe cambiar la naturaleza
de los seres humanos (su conciencia, sus
valores y su carácter), y que sólo
entonces podrá crearse una sociedad
verdaderamente humana. La historia de
la especie humana demuestra que están
equivocados. El cambio puramente
psíquico ha permanecido siempre en la
esfera privada y se ha limitado a
pequeños oasis, o ha sido
completamente ineficaz cuando la
prédica de los valores espirituales se
combinó con la práctica de los valores
opuestos.
EL CARÁCTER SOCIAL
Y LAS NECESIDADES
“RELIGIOSAS”
El carácter social tiene otra función
importante: además de servir a las
necesidades de cierto tipo de carácter
social y satisfacer las necesidades de la
conducta del hombre, condicionadas por
su carácter. El carácter social debe
satisfacer las necesidades religiosas
inherentes a cualquier ser humano. Para
aclarar esto, diré que el término
“religión”, como lo uso aquí, no se
refiere a un sistema que necesariamente
se relaciona con el concepto de Dios o
de los ídolos, ni aun con un sistema
percibido como religión, sino a
cualquier sistema de pensamiento y
acción compartido por un grupo, que
ofrece al individuo un marco de
orientación y un objeto de devoción.
Desde luego, en el sentido más amplio
de la palabra, ninguna cultura del
pasado o del presente, y parece que del
futuro, puede considerarse como carente
de religión.
Esta definición de “religión” no nos
dice nada sobre su contenido específico.
El hombre puede rendir culto a
animales, árboles, ídolos de oro o de
piedra, un Dios invisible, un santo o un
jefe diabólico, sus antepasados, su
nación, su clase o su partido, el dinero o
el éxito. Su religión puede conducir al
desarrollo de la destructividad o del
amor, de la dominación o de la
solidaridad; puede fomentar su
capacidad de pensar o paralizarla. El
hombre puede estar consciente de su
sistema como religioso, distinto de los
sistemas seculares, o puede creer que no
tiene religión, e interpretar su devoción
a ciertas metas supuestamente seculares,
como el poder, el dinero o el éxito, sólo
como un interés en lo práctico y lo
conveniente. El dilema no es ¿religión o
no religión?, sino ¿qué tipo de
religión? ¿Es algo que fomenta el
desarrollo humano, los poderes humanos
específicos, o que los paraliza?
Una religión específica, con tal de
que sea eficaz para estimular la
conducta, no es una suma total de
doctrinas y creencias; está enraizada en
una estructura específica del carácter
del individuo y, siempre que sea la
religión de un grupo, en el carácter
social. Por ello, nuestra actitud religiosa
puede considerarse un aspecto de
nuestra estructura de carácter, porque
somos aquello a lo que nos
consagramos, y a lo que nos
consagramos es lo que motiva nuestra
conducta. Sin embargo, a menudo los
individuos no son conscientes de los
objetos reales de su devoción personal,
y confunden sus creencias “oficiales”
con su religión verdadera, aunque
secreta. Por ejemplo, si un hombre
adora el poder y al mismo tiempo
profesa una religión de amor, la religión
del poder es su religión secreta,
mientras que su pretendida religión
“oficial”, por ejemplo, el cristianismo,
sólo es una ideología.
La necesidad religiosa está
enraizada en las condiciones básicas de
la existencia de la especie humana.
Somos una especie, como la especie del
chimpancé o del caballo o de la
golondrina. Cada especie puede ser
definida, y lo es, por sus características
anatómicas y fisiológicas específicas.
Hay un acuerdo general sobre la especie
humana en su aspecto biológico. Yo he
sugerido que la especie humana (o sea,
la naturaleza humana) también puede
definirse psíquicamente. En la evolución
biológica del reino animal, la especie
humana surgió cuando se encontraron
dos tendencias de la evolución animal.
Una tendencia es la determinación
decreciente de la conducta por los
instintos (“instinto” no se usa aquí en el
sentido antiguo de instinto que excluye
el aprendizaje, sino en el sentido de
impulso orgánico). Aun tomando en
cuenta las muchas opiniones
controversibles sobre la naturaleza de
los instintos, generalmente se acepta que
cuanto más un animal asciende por las
etapas de la evolución, menos se
determina su conducta por los instintos
programados filogenéticamente.
El proceso de la decreciente
determinación de la conducta por los
instintos puede trazarse como un
continuo, en cuyo extremo cero
encontraremos las formas inferiores de
la evolución animal, que tienen el grado
más alto de determinación instintiva;
ésta disminuye a través de la evolución
animal y llega a cierto nivel en los
mamíferos; disminuye más en el
desarrollo que va hasta los primates, y
aun aquí encontramos un gran abismo
entre los pequeños monos y los grandes
simios (como lo mostraron R. M. Yerkes
y A. V. Yerkes en su investigación
clásica, 1929). En la especie del Homo,
la determinación por los instintos ha
alcanzado el mínimo.
La otra tendencia que se encuentra
en la evolución animal es el crecimiento
del cerebro, en especial de la
neocorteza. Aquí también podemos
trazar la evolución como un continuo: en
un extremo se encuentran los animales
inferiores, que tienen la estructura
nerviosa más primitiva y un número
relativamente pequeño de neuronas; en
el otro extremo se encuentra el Homo
sapiens, que tiene una estructura
cerebral más grande y compleja, en
especial una neocorteza tres veces
mayor que la de nuestros antepasados
los primates, y un número
verdaderamente fantástico de
conexiones interneuronales.
Considerando estos datos, la
especie humana puede definirse como
el primate que surgió en un punto de la
evolución en que la determinación por
los instintos ha llegado al mínimo, y el
desarrollo del cerebro al máximo. Esta
combinación de una determinación
instintiva mínima y un desarrollo
cerebral máximo nunca había ocurrido
en la evolución animal, y constituye, en
lo biológico, un fenómeno
completamente nuevo.
Carente de la capacidad de actuar
por órdenes de los instintos, la especie
humana, si bien tiene capacidad de tener
conciencia de sí misma, razón e
imaginación (cualidades nuevas que
superan la capacidad de pensar
instrumentalmente aun de los primates
más avanzados), necesita un marco de
orientación y un objeto de devoción
para subsistir.
Sin un mapa del mundo natural y
social (una descripción del mundo y del
lugar que el individuo ocupa en éste, que
esté estructurado y tenga cohesión
interna), los seres humanos se sentirían
confusos, y no podrían actuar con
finalidad y con coherencia, porque no
podrían orientarse, ni encontrar un punto
fijo que les permitiera organizar las
impresiones que experimenta todo
individuo. El mundo tiene sentido para
nosotros, y nos sentimos seguros con
nuestras ideas, por el consenso de los
que nos rodean. Aun si el mapa está mal
hecho, cumple con su función
psicológica; pero el mapa nunca ha
estado enteramente mal hecho, ni ha sido
enteramente correcto. Siempre ha sido
una aproximación a la explicación de
los fenómenos, que sirve para vivir.
Sólo en la medida en que la práctica de
la vida se vea libre de sus
contradicciones y de su irracionalidad,
el mapa podrá corresponder a la
realidad.
El hecho impresionante es que no se
ha descubierto ninguna cultura en que no
exista este marco de orientación;
tampoco ningún individuo. A menudo los
individuos pueden negar que tengan un
panorama total y creer que responden a
los varios fenómenos e incidentes de la
vida según el caso, y que su juicio los
guía; pero puede demostrarse con
facilidad que sencillamente dan por
sentada su filosofía, porque para ellos
sólo es sentido común y no son
conscientes de que sus conceptos se
apoyan en un marco de referencia
comúnmente aceptado. Cuando se
enfrentan con una visión del mundo
totalmente distinta de la suya, la
consideran “loca” o “irracional” o
“infantil”, pero ellos se consideran
“lógicos”. La profunda necesidad de un
marco de referencia es particularmente
evidente en los niños. A cierta edad, los
mitos a menudo construyen su marco de
orientación de una manera ingeniosa,
usando los pocos datos que tienen
disponibles.
Pero un mapa no basta para guiarnos
en la acción, también necesitamos una
meta que nos señale a dónde ir. Los
animales no tienen esos problemas. Sus
instintos les ofrecen un mapa y también
metas; pero ya que nosotros no somos
determinados por los instintos y tenemos
un cerebro que nos permite pensar en
muchas direcciones a donde podemos ir,
necesitamos un objeto de devoción total,
un punto para enfocar todos nuestros
esfuerzos y una base para nuestros
valores efectivos, y no sólo declarados.
Necesitamos ese objeto de devoción
para dirigir nuestras energías en una
dirección, para trascender nuestra
existencia aislada, con todas sus dudas e
inseguridades, y para satisfacer nuestra
necesidad de darle sentido a la vida.
La estructura socioeconómica, la
estructura del carácter y la estructura
religiosa son inseparables. Si el sistema
religioso no corresponde al carácter
social dominante, si se encuentra en
conflicto con la práctica social de la
vida, sólo es una ideología. Debemos
buscar detrás de él la estructura
religiosa verdadera, aunque podemos no
estar conscientes de ella como tal, a
menos que las energías humanas
inherentes a la estructura religiosa del
carácter actúen como dinamita y tiendan
a minar las condiciones
socioeconómicas dadas. Sin embargo,
hay excepciones individuales al carácter
social dominante, y también hay
excepciones individuales al carácter
religioso dominante: a menudo son los
dirigentes de las revoluciones religiosas
y los fundadores de las religiones
nuevas.
La orientación “religiosa”, como
núcleo experimental de todas las
religiones “superiores”, en su mayor
parte se ha pervertido en el desarrollo
de estas religiones. No importa cómo
conciben conscientemente los individuos
su orientación personal. Pueden ser
“religiosos” sin considerar serio, o
pueden ser no religiosos aunque se
consideren cristianos. No tenemos una
palabra que denote el contenido
experiencial de la religión, aparte de su
aspecto conceptual e institucional. Por
ello, pondré comillas para denotar la
orientación subjetiva y experiencial
“religiosa”, sin importar la estructura
conceptual en que se exprese la
“religiosidad” de la persona[26].
¿ES CRISTIANO EL
MUNDO OCCIDENTAL?
Según los libros de historia y la
opinión de la mayoría, la conversión de
Europa al cristianismo se realizó
primero en el Imperio Romano durante
el reinado de Constantino, y fue seguida
por la conversión de los paganos en el
norte de Europa, obra de San Bonifacio,
el “Apóstol de los Germanos” y de otros
más en el siglo VIII; pero
¿verdaderamente se convirtió Europa
al cristianismo?
A pesar de la respuesta afirmativa
que generalmente se da a esta pregunta,
un análisis más profundo muestra que la
conversión de Europa al cristianismo
fue falsa en gran parte; cuando mucho, se
puede hablar de una conversión limitada
al cristianismo entre los siglos XII y XVI,
y antes y después de estos siglos la
conversión fue, para la mayor parte, a
una ideología y a una sumisión más o
menos seria a la Iglesia no significó un
cambio del corazón, o sea, de la
estructura de carácter, salvo por parte de
los numerosos movimientos
genuinamente cristianos.
En esos 400 años, Europa había
empezado a volverse cristiana. La
Iglesia trató de aplicar los principios
cristianos sobre el manejo de las
propiedades, los precios y el
mantenimiento de los pobres. Surgieron
muchos dirigentes y sectas herejes, en
gran parte bajo la influencia del
misticismo que exigía el retorno a los
principios de Cristo, incluso que se
condenara la propiedad. El misticismo,
que culminó el Maestro Eckhart,
desempeñó un papel decisivo en este
movimiento humanista antiautoritario, y
no fue accidental que las mujeres se
destacaran como maestras y estudiantes
de mística. Muchos pensadores
cristianos proclamaron ideas de una
religión mundial o de un cristianismo
sencillo y no dogmático; hasta se puso
en duda la idea del Dios bíblico. Los
humanistas, teólogos y no teólogos del
Renacimiento, en su filosofía y en sus
utopías continuaron la línea de
pensamiento del siglo XIII, y desde
luego, entre el otoño de la Edad Media
(el “Renacimiento Medieval”) y el
Renacimiento propiamente dicho no
existe una línea divisoria definida. Para
mostrar el espíritu del alto y del bajo
Renacimiento, cito una descripción
breve de Frederick B. Artz:
El “carácter mercantil” y
“la religión cibernética”
El hecho más importante Para
comprender tanto el carácter como la
religión secreta de la sociedad
contemporánea, es el cambio del
carácter social desde la primera etapa
del capitalismo hasta la segunda parte
del siglo XX. El carácter acumulativo-
obsesivo-autoritario que comenzó a
desarrollarse en el siglo XVI, y continuó
siendo la estructura dominante del
carácter, por lo menos en la clase media,
hasta fines del siglo XIX, fue lentamente
remplazado o se mezcló con el carácter
mercantil. (He descrito las
combinaciones de las varias
orientaciones del carácter en Ética y
psicoanálisis).
Llamé a este fenómeno “el carácter
mercantil” porque se basa en
considerarse como una mercancía, y el
propio valor no como “valor de uso”,
sino como “valor de cambio”. El ser
humano se convierte en una mercancía
en “el mercado de personalidades”. El
principio de evaluación es el mismo en
el mercado de personalidades y en el de
mercancías: en uno, la personalidad se
ofrece en venta; en el otro, las
mercancías. En ambos casos el valor es
de cambio, porque “el valor de uso”
constituye una condición necesaria, pero
no suficiente.
La proporción de habilidades y
cualidades humanas, por una parte, y la
personalidad por otra parte varía como
requisito previo para el éxito, pero el
“factor de la personalidad” desempeña
un papel decisivo. El éxito depende en
gran parte de que las personas se vendan
bien en el mercado, de que puedan
imponer sus personalidades, de que sean
un buen “paquete”; de que sean
“alegres”, “sólidos”, “agresivos”,
“confiables”, “ambiciosos”; además,
influyen sus antecedentes familiares, los
clubes a que pertenecen, si conocen a la
gente “adecuada”. El tipo de
personalidad requerido depende en
cierto grado del campo de la
especialidad que se escoge para
trabajar. Un corredor de bolsa, un
vendedor, una secretaria, un “ejecutivo”
de los ferrocarriles, un profesor
universitario, o un gerente de hotel
deben ofrecer un tipo de personalidad
diferente que, aparte de sus diferencias,
debe satisfacer una condición: tener
demanda.
Lo que modela la actitud ante sí
mismo es el hecho de que no bastan la
capacidad y las facultades para
desempeñar una tarea dada; para tener
éxito se debe ser capaz de “imponer la
personalidad” en competencia con
muchos otros. Si para ganarse la vida se
pudiera depender de lo que se sabe y lo
que se puede hacer, la propia estima
estaría en proporción con la propia
capacidad, o sea, con el valor de uso;
pero como el éxito depende en gran
medida de cómo se vende la
personalidad, el individuo se concibe
como mercancía o, más bien,
simultáneamente como el vendedor y la
mercancía que vende. Una persona no se
preocupa por su vida y su felicidad, sino
por convertirse en algo pignorable.
La meta del carácter mercantil es la
adaptación completa, ser deseable en
todas las condiciones del mercado de
personalidades. Las personas con
carácter mercantil no tienen ego (como
lo tenía la gente del siglo XIX) para
aferrarse a él, que le pertenezca y que no
cambie. Constantemente cambian su ego
según el principio: «Yo soy como tú me
deseas».
Los que tienen una estructura de
carácter mercantil carecen de metas,
excepto estar activos, actuar con la
mayor eficacia. Si les preguntan ¿Por
qué deben actuar tan aprisa? ¿Por qué
las cosas deben hacerse con la mayor
eficacia? No tienen una respuesta
genuina, sino que ofrecen
racionalizaciones: “para crear más
empleos”, o “para que la empresa
continúe creciendo”. Sienten poco
interés (por lo menos conscientemente)
por las cuestiones filosóficas o
religiosas, como ¿por qué vivo?, ¿por
qué voy en una dirección y no en otra?
Tienen grandes egos, siempre
cambiantes, pero nadie tiene un yo, un
núcleo, un sentido de identidad. La
“crisis de identidad” de la sociedad
moderna es en realidad la crisis
producida por el hecho de que sus
miembros se han vuelto instrumentos sin
yo, cuya identidad descansa en su
participación en las empresas (o en las
burocracias gigantescas), como la
identidad del individuo primitivo se
apoyaba en pertenecer al clan.
El carácter mercantil no ama ni odia.
Estas emociones “anticuadas” no
encajan en una estructura de carácter que
funciona casi enteramente en los niveles
cerebrales y evita los sentimientos, sean
buenos o malos, porque son obstáculos
para llegar a la meta principal del
carácter mercantil: vender y cambiar, o
más precisamente, funcionar de acuerdo
con la lógica de la “megamáquina” de la
que forman parte, sin formular
preguntas, excepto si funcionan bien,
según lo indiquen sus ascensos en la
burocracia.
Como los caracteres mercantiles no
sienten un afecto profundo por sí mismos
ni por los demás, no les importa nada,
en el sentido profundo de la palabra, y
no porque sean egoístas, sino porque sus
relaciones con los demás y con ellos
mismos son muy débiles. Esto también
puede explicar por qué no les preocupan
los peligros de una catástrofe nuclear o
ecológica, aunque conocen todos los
datos que indican estos riesgos. Que no
les preocupe personalmente el riesgo de
su vida podría explicarse suponiendo
que son muy valientes y poco egoístas;
pero que no les preocupen sus hijos y
sus nietos excluye esta explicación. La
falta de preocupación en estos niveles es
resultado de la pérdida de todo vínculo
emocional, hasta con los seres más
“próximos” a ellos. El hecho es que
nadie está cerca de los caracteres
mercantiles, ni ellos están cerca de sí
mismos.
La enigmática pregunta: ¿por qué a
los seres humanos contemporáneos les
fascina comprar y consumir, y sin
embargo sienten muy poco apego por lo
que compran?, encuentra su mejor
respuesta en el fenómeno del carácter
mercantil. La falta de apego de los
caracteres mercantiles también los
vuelve indiferentes a las cosas. Quizá
les importe el prestigio y la comodidad
que les ofrecen las cosas, pero éstas en
sí no tienen sustancia. Son totalmente
desechables, junto con sus amigos o
amantes, que también son desechables,
ya que no hay ningún vínculo profundo
con ellos.
La meta de los caracteres
mercantiles, “el funcionamiento
adecuado” en las circunstancias dadas,
los hace reaccionar ante el mundo en
forma cerebral. La razón en el sentido
de comprender, es una cualidad
exclusiva del Homo sapiens; la
inteligencia manipuladora como
instrumento para alcanzar finalidades
prácticas, es común a los animales y a
los humanos. La inteligencia
manipuladora sin la razón es peligrosa,
porque hace que los individuos avancen
en direcciones que pueden ser
destructivas para ellos desde el punto de
vista de la razón. De hecho, cuanto más
brillante sea la inteligencia
manipuladora no controlada, más
peligrosa resulta.
Nada menos que Charles Darwin
demostró las consecuencias y la tragedia
humana de tener un intelecto alienado,
puramente científico. Escribió en su
autobiografía que hasta los 13 años gozó
intensamente de la música, la poesía y la
pintura; pero después, durante muchos
años, perdió totalmente el gusto por
estos intereses: «Mi cerebro parece
haberse convertido en una especie de
máquina de deducir leyes generales a
partir de grandes conjuntos de hechos…
La pérdida de estos gustos es una
pérdida de la felicidad, y posiblemente
puede ser dañosa para el intelecto, y
más probablemente para la moral, pues
debilita la parte emocional de nuestra
naturaleza». (Citado por E. F.
Schumacher; op. cit).
El proceso que Darwin describe
aquí ha continuado desde su época a un
ritmo rápido; la separación de la razón y
de los sentimientos es casi completa. Es
de especial interés que no haya sufrido
este deterioro de la razón gran parte de
los principales investigadores en la
mayoría de las ciencias más
revolucionarias y exigentes (por
ejemplo, la física teórica) y que se
hayan sentido profundamente
preocupados por las cuestiones
filosóficas y espirituales. Me refiero a
hombres como A. Einstein, N. Bohr, L.
Szillard, W. Heisemberg y E.
Schrödinger.
La supremacía del pensamiento
manipulador, cerebral, aparece junto con
una atrofia de la vida emocional. Como
las emociones no se cultivan ni se
necesitan, sino que constituyen un
estorbo para el funcionamiento óptimo,
permanecen sin desarrollo y no maduran
más allá del nivel infantil. Por ello los
caracteres mercantiles son
peculiarmente ingenuos en los
problemas emocionales. Pueden sentirse
atraídos por “la gente emotiva”, pero
debido a su ingenuidad a menudo no
pueden juzgar si la gente es genuina o
falsa. Esto puede explicar por qué
muchos farsantes logran éxito en los
campos religiosos o espirituales. Esto
también puede explicar por qué los
políticos que aparentan fuertes
emociones ejercen un gran atractivo
sobre el carácter mercantil, y por qué
éste no puede distinguir entre una
persona genuinamente religiosa y el
producto de las relaciones públicas que
finge fuertes emociones religiosas.
El término “carácter mercantil” no
es la única forma de describir a este
tipo, sino que puede describirse también
con un término marxista: el carácter
alienado; las personas de este carácter
están enajenadas de su trabajo, de sí
mismas, de los demás seres humanos y
de la naturaleza. En términos
psiquiátricos, la persona mercantil
puede denominarse carácter esquizoide;
pero el término puede ser ligeramente
engañoso, porque un esquizoide que
vive con otros esquizoides se
desempeña bien y logra éxito, pues a su
carácter esquizoide le falta enteramente
la sensación de intranquilidad que éste
sufre en un medio más “normal”.
Durante la revisión final de este
libro, tuve oportunidad de leer el
manuscrito de la obra de Michael
Maccoby, El ganador: el nuevo tipo de
líder en los negocios. En este penetrante
estudio, el autor analiza la estructura de
carácter de 250 ejecutivos, gerentes e
ingenieros de dos grandes compañías
norteamericanas. Muchos de sus
hallazgos confirman lo que he descrito
como características de la persona
cibernética, en especial el predominio
de la actividad cerebral y el escaso
desarrollo de la esfera emocional.
Considerando que los ejecutivos y los
gerentes descritos por Maccoby son (y
serán) los dirigentes de la sociedad
norteamericana, es considerable la
importancia social de los hallazgos de
Maccoby.
Los siguientes datos, obtenidos por
Maccoby (hizo de 3 a 20 entrevistas
personales a cada miembro del grupo
estudiado) nos ofrecen un panorama
claro de este tipo de carácter[27].
Profundo interés científico en la
comprensión, sentido dinámico 0%
del trabajo, animado
Centrado, con características del
“artesano”, pero sin interés
científico, profundo, en la 22%
naturaleza de las cosas, despierta
la energía de la gente
El trabajo mismo estimula el
58%
interés, que no se autogenera
Moderadamente productivo, no
centrado; el interés en el trabajo
es esencialmente instrumental; es 18%
un medio para lograr seguridad
económica
No productivo, pasivo, falto de
2%
enfoque
Desprecia el trabajo, rechaza el
0%
mundo real
100%
El reino de la libertad no
comienza hasta que se pasa el
punto en que se requiere trabajar
bajo la compulsión de la
necesidad y de la utilidad
externa. Por la naturaleza misma
de las cosas, el punto se
encuentra más allá de la esfera
de la producción material en el
estricto sentido del término. Así
como los salvajes deben luchar
con la naturaleza para satisfacer
sus necesidades, para
mantenerse y reproducirse, así el
hombre civilizado tiene que
hacerlo, y debe hacerlo en todas
las formas de la sociedad y en
todos los modos de producción
posibles. Con el desarrollo del
hombre, se extiende el reino de
la necesidad natural, porque sus
necesidades aumentan; pero al
mismo tiempo las fuerzas de la
producción crecen, con lo que
quedar satisfechas estas
necesidades. La libertad en este
campo sólo puede consistir en el
hecho de que el hombre
socializado, los productores
asociados, regulen racionalmente
sus intercambios con la
naturaleza, poniéndola bajo su
dominio común, en vez de ser
gobernados por ésta como por un
poder ciego; deben realizar su
tarea con el gasto mínimo de
energías y en las condiciones
más adecuadas para su
naturaleza humana y que sean
más dignas de ésta; pero la
libertad siempre permanece en el
reino de la necesidad. Más allá
de ésta comienza ese desarrollo
del ser humano que es su propio
fin, el verdadero reino de la
libertad, que, sin embargo, sólo
puede florecer basándose en el
reino de la necesidad. La
reducción de la jornada de
trabajo es su premisa
fundamental. (Las cursivas son
mías).
EL HOMBRE NUEVO
La función de la sociedad nueva es
alentar el surgimiento de un Hombre
nuevo, ser cuya estructura de carácter
tendrá las siguientes cualidades:
LA NUEVA SOCIEDAD:
¿TIENE UNA
OPORTUNIDAD
RAZONABLE?
Si consideramos el poder de las
empresas, la apatía y la impotencia de
las grandes masas de la población, lo
inadecuado de los dirigentes políticos
de casi todos los países, la amenaza de
una guerra nuclear, los peligros
ecológicos, para no mencionar
fenómenos como los cambios
climatológicos que pueden producir
hambre en grandes regiones del mundo,
¿existe una oportunidad razonable de
salvación? Desde el punto de vista de
los negocios, no existe esta oportunidad;
ningún ser humano razonable arriesgaría
su fortuna si las probabilidades de ganar
sólo fueran de un 2%, ni haría una gran
inversión en un negocio aventurado con
las mismas pocas oportunidades de
ganar; pero cuando es una materia de
vida o muerte, “una oportunidad
razonable” debe traducirse en una
“posibilidad real”, por pequeña que
pueda ser.
La vida no es un juego de azar ni un
negocio. Debemos buscar en todas
partes una evaluación de las
posibilidades reales de salvación: por
ejemplo, en el arte terapéutico de la
medicina. Si un enfermo tiene la más
leve oportunidad de sobrevivir, ningún
médico responsable afirmaría: “No vale
la pena esforzarnos”, ni usaría sólo
paliativos. Al contrario, haría todo lo
concebible para salvar la vida del
enfermo. Seguramente una sociedad
enferma no puede esperar menos.
Juzgar las actuales oportunidades de
salvación de la sociedad desde el punto
de vista del azar o de los negocios, y no
desde el punto de vista de la vida, es
característico del espíritu de una
sociedad mercantil. Hay poca sabiduría
en el punto de vista tecnocrático de
moda que afirma que no es malo
mantenernos ocupados trabajando o
divirtiéndonos y no sentir nada; y que si
esto no es tan malo, el fascismo
tecnocrático tampoco sería tan malo;
pero estos pensamientos son sólo buenos
deseos. El fascismo tecnocrático
necesariamente producirá una catástrofe.
El hombre deshumanizado se volverá tan
loco que no podrá mantener una
sociedad viable a largo plazo, y a corto
plazo no será capaz de abstenerse del
uso suicida de las armas nucleares y
biológicas.
Sin embargo, algunos factores
pueden infundirnos aliento. El primero
es que un creciente número de personas
hoy día reconoce la verdad que han
expuesto Mesarovic y Pestel, Ehrlich y
Ehrlich, y otros investigadores: que
sobre bases puramente económicas, una
nueva ética, una nueva actitud ante la
naturaleza, la solidaridad y la
cooperación humanas son necesarias si
el mundo occidental no desea verse
destruido. Este llamado a la razón,
aparte de las consideraciones
emocionales y éticas, puede impulsar el
pensamiento de muchas personas. Esto
no debe tomarse a la ligera, aunque,
históricamente, las naciones una y otra
vez han actuado contra sus intereses
vitales y hasta contra su deseo de
sobrevivir. Pudieron actuar así porque
la gente fue persuadida por sus
dirigentes políticos, y éstos se
persuadieron a sí mismos de que no se
trataba de elegir entre “ser o no ser”.
Sin embargo, si hubieran reconocido la
verdad, la reacción normal
neurofisiológica se habría producido, y
su conciencia de la amenaza mortal se
habría traducido en una acción defensiva
apropiada.
Otras señales de esperanza son las
muestras crecientes de insatisfacción
con nuestro presente sistema social. Un
creciente número de individuos sufren la
malaise du siècle: se sienten
deprimidos; están conscientes de esto, a
pesar de todos los esfuerzos por
reprimirlo. Sienten la infelicidad de su
aislamiento, y el vacío de su “unión”;
sienten su impotencia, y advierten la
falta de sentido de sus vidas. Muchos
individuos sienten esto muy clara y
conscientemente; otros lo perciben con
menos claridad, pero tienen plena
conciencia de esto cuando alguien se lo
comunica en palabras.
Hasta hoy día, en la historia del
mundo, sólo a una pequeña élite le fue
posible llevar una vida de placer vacío;
pero permaneció esencialmente sana,
porque sabía que tenía el poder, y que
debía pensar y actuar para no perderlo.
Hoy día, toda la clase media vive la
existencia vacía del consumo; pero
económica y políticamente carece de
poder, y tiene poca responsabilidad
personal. La mayoría del mundo
occidental conoce el placer de
consumir; pero un creciente número de
consumidores sienten que les falta algo.
Están empezando a descubrir que tener
mucho no produce bienestar: las
enseñanzas de la ética tradicional han
sido puestas a prueba, y las ha
confirmado la experiencia.
Sólo los que no gozan del lujo de la
clase media conservan intacta la antigua
ilusión: las clases medias bajas en
Occidente, y la gran mayoría en los
países “socialistas”. Desde luego, la
esperanza burguesa de la “felicidad de
consumir” hoy día es más fuerte en los
países en que aún no se ha realizado el
sueño burgués.
Una de las más graves objeciones a
la posibilidad de superar la codicia y la
envidia es la idea de que su vigor es
inherente a la naturaleza humana, pero
pierde gran parte de su peso después de
examinarla. La envidia y la avaricia no
son fuertes por su intensidad esencial,
sino por la dificultad de resistir la
presión pública de ser un lobo entre los
lobos. Si se cambian el medio social y
los valores que han sido aprobados o
desaprobados, el cambio del egoísmo al
altruismo perderá la mayor parte de su
dificultad.
Así llegamos de nuevo a la premisa
de que la orientación de ser constituye
un poderoso potencial de la naturaleza
humana. Sólo una minoría es gobernada
completamente por el modo de tener, y a
otra pequeña minoría la gobierna
completamente el modo de ser. Ninguna
puede dominar, y la conducta depende
de la estructura social. En una sociedad
orientada principalmente a ser, las
tendencias de tener bienes son
estorbadas, y se alienta el modo de ser.
En una sociedad como la nuestra, cuya
principal orientación es tener, ocurre lo
opuesto; pero el nuevo modo de
existencia siempre ha estado presente,
aunque reprimido. Saulo no se habría
convertido en Pablo si no hubiera ya
sido Pablo antes de su conversión.
Cambiar del modo de tener al de ser,
en realidad es un cambio del equilibrio
de la balanza, y para lograr el cambio
social se favorece lo nuevo y se
combate lo viejo. Además, no se trata de
que el nuevo Hombre sea tan distinto del
antiguo como el cielo de la tierra, sino
sólo de un cambio de dirección. Un paso
en una dirección será seguido por otro, y
si se toma la dirección indicada, estos
pasos significarán todo.
Sin embargo, otro aspecto alentador
que podemos considerar es,
paradójicamente, el que se refiere al
grado de alienación que caracteriza a la
mayoría de la población, incluso a los
dirigentes. Como señalé en mi examen
anterior del “carácter mercantil”, la
codicia de tener y de acumular se ha
modificado por la tendencia a funcionar
bien, y a venderse como mercancía…
que no es nada. Cambiar es más fácil
para el carácter alienado, mercantil, que
para el carácter acumulativo, que se
aferra frenéticamente a sus, posesiones,
y en especial a su ego.
Hace cien años, cuando la mayoría
de la población constaba de individuos
“independientes”, el principal obstáculo
al cambio era el temor y la resistencia a
perder las propiedades y la
independencia económica. Marx vivió
en una época en que el proletariado era
la única gran clase dependiente y, como
pensó Marx, la más enajenada. Hoy día,
la gran mayoría de la población es
dependiente, y virtualmente trabaja
como empleada (según el informe del
Censo de los Estados Unidos de 1970,
sólo un 7.82% del total de la población
económicamente activa, mayor de 16
años, trabajaba por su cuenta, o sea, era
“independiente”); y (por lo menos en los
Estados Unidos) los obreros aún
conservan el carácter acumulativo
tradicional de la clase media, y por ello,
hoy día son menos aptos para el cambio
que la clase media enajenada.
Esto tuvo una gran consecuencia
política: el socialismo antes se
esforzaba por la liberación de todas las
clases (o sea, por lograr una sociedad
sin clases), intentaba atraer sobre todo a
la “clase obrera”, o sea, a los
trabajadores manuales; pero hoy día la
clase proletaria es menor (en términos
relativos) que hace diez años. Para
ganar poder, los partidos
socialdemócratas necesitan conquistar
los votos de muchos miembros de la
clase media, y para alcanzar esta meta,
los partidos socialistas ya han
modificado sus programas, dejando a un
lado la visión socialista, y ofrecen
reformas liberales. Por otra parte, al
considerar a la clase obrera como la
palanca del cambio humanista, el
socialismo necesariamente ataca a los
miembros de otras clases, que creen que
los obreros van a quitarles sus
propiedades y privilegios.
Hoy día, el mensaje de la nueva
sociedad llega a todos los que sufren de
enajenación, los que no tienen empleo, y
aquellos cuyas propiedades no están
amenazadas. En otras palabras, interesa
a la mayoría de la población, y no sólo a
una minoría. No amenaza a nadie con
quitarle sus propiedades, y en lo que se
refiere al ingreso, se elevará el nivel de
vida de los pobres. No deberán
rebajarse los salarios elevados de los
altos funcionarios, pero si el sistema
funciona, ellos no desearán ser los
símbolos del pasado.
Además, los ideales de la nueva
sociedad unen a todos los partidos:
muchos conservadores no han perdido
sus ideales éticos y religiosos (Eppler
los llama “conservadores de los
valores”), y lo mismo puede decirse de
muchos liberales e izquierdistas. Cada
partido político atrae a los votantes
persuadiéndolos de que representa los
verdaderos valores humanistas. Sin
embargo (más allá de todos los partidos
políticos) sólo hay dos campos: el
campo de los que sienten interés y el
campo de los que no sienten interés. Si
todos los que se encuentran en el campo
de los que sienten interés pudieran
eliminar sus lemas de partido y
comprendieran que tienen las mismas
metas, la posibilidad del cambio sería
considerablemente mayor, en especial ya
que la mayoría de los ciudadanos se
interesan cada vez menos por la lealtad
y los lemas de cada partido. Hoy día
anhelamos seres humanos con sabiduría
y convicciones, y la valentía de actuar
de acuerdo con éstas.
A pesar de estos factores de
esperanza, son muy débiles las
posibilidades de que se realicen los
cambios humanos y sociales necesarios.
Nuestra única esperanza depende del
aliciente vigorizador de una nueva
visión. Proponer esta o aquella reforma
que no cambie al sistema, es inútil a
largo plazo, porque no tiene la fuerza
motora de un estímulo fuerte. Una meta
“utópica” es más realista que el
“realismo” de los dirigentes políticos
actuales. La creación de una nueva
sociedad y de un nuevo Hombre sólo es
posible si los antiguos estímulos del
lucro, el poder y el intelecto son
remplazados por otros nuevos: ser,
compartir, comprender; si el carácter
mercantil es remplazado por el carácter
productivo y amoroso; si la religión
cibernética se ve remplazada por un
nuevo espíritu radical y humanista.
Desde luego, para los que no están
auténticamente enraizados en la religión
teísta, la cuestión crucial es la
conversión a una “religiosidad”
humanista sin religión, sin dogmas ni
instituciones, a una “religiosidad”
preparada desde hace mucho por el
movimiento de una religiosidad atea,
desde Buda hasta Marx. No tenemos que
elegir entre un materialismo egoísta o la
aceptación del concepto cristiano de
Dios. La vida social misma (en todos
sus aspectos: en el trabajo, en el tiempo
libre, en las relaciones personales) será
la expresión del espíritu “religioso”, y
no se requerirá tener una religión
determinada. Esta demanda de una nueva
“religiosidad” atea, no institucional, no
es un ataque a las religiones existentes.
Sin embargo, esto significa que la
Iglesia Católica Romana, empezando
por la burocracia romana, deberá
convertirse al espíritu de los
Evangelios. Esto no significa que los
“países socialistas” deban
“desocializarse”, sino que su falso
socialismo sea remplazado por un
genuino socialismo humanista.
La cultura medieval tardía floreció
porque el pueblo tenía la visión de la
Ciudad de Dios. La sociedad moderna
floreció porque el pueblo recibió
energías de la visión del establecimiento
de una Ciudad Terrenal del Progreso.
Sin embargo, en nuestro siglo, esta
visión se ha deteriorado y se ha
convertido en una Torre de Babel que
hoy día empieza a derrumbarse, y a la
postre nos sepultará bajo sus ruinas. Si
la Ciudad de Dios y la Ciudad Terrenal
fueron tesis y antítesis, una nueva
síntesis es la única alternativa al caos:
la síntesis de la esencia espiritual del
mundo medieval tardío y el desarrollo
de un pensamiento racional y científico
renacentista. Esta síntesis es: la Ciudad
de Ser.
ERICH FROMM. Fráncfort del Meno
(Alemania), 1900 - Muralto (Suiza),
1980. Empezó la carrera de Derecho
pero rápidamente se desplazó a la
Universidad de Heidelberg para estudiar
sociología y más tarde a Berlín para
cursas estudios de psicoanálisis. En
1930 es invitado por Max Horkheimer
para dirigir el departamento de
Psicología del Instituto de Sociología de
Frankfurt. Y en 1934, tras la escalada
nazi, huye a Estados Unidos.
En 1943 fue uno de los miembros
fundadores de la filial neoyorquina de la
Washington School of Psychiatry, tras lo
cual colaboró con el William Alanson
White Institute of Psychiatry,
Psychoanalysis, and Psychology. En la
década de los años sesenta ocupó una
cátedra en la Michigan State University.
Se retiró en 1965 y se trasladó a Suiza
donde murió.
Erich Fromm está considerado como
uno de los pensadores más influyentes
del siglo XX, sobre todo por su
capacidad para conjugar la profundidad
y la simplicidad en un estilo accesible y
transparente. Su teoría proviene de la
mezcla de las raíces religiosas de su
familia y la combinación de Freud, el
inconsciente, y Marx el determinismo
social. Fromm añadió a la ecuación la
idea de libertad.
Durante los años 40 Fromm
desarrolló una importante labor
editorial, publicando varios libros luego
considerados clásicos sobre las
tendencias autoritarias de la sociedad
contemporánea. Es autor de El amor a
la vida, La condición humana actual,
El arte de escuchar o Del tener al ser.
CRONOLOGÍA DE
LA VIDA DE ERICH
FROMM