Location via proxy:   [ UP ]  
[Report a bug]   [Manage cookies]                

Educacion Inclusiva ARNAIZ L

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 48

PILAR ARNAIZ SÁNCHEZ

LA EDUCACION INCLUSIVA

EN EL SIGLO XXI.

AVANCES Y DESAFÍOS

UNIVERSIDAD DE MURCIA
2019
PILAR ARNAIZ SÁNCHEZ
Catedrática de Didáctica y Organización Escolar
Departamento de Didáctica y Organización Escolar
Facultad de Educación

LA EDUCACION INCLUSIVA
EN EL SIGLO XXI.
AVANCES Y DESAFÍOS

LECCIÓN MAGISTRAL LEÍDA


EN EL ACTO ACADÉMICO DE
SANTO TOMÁS DE AQUINO
EL 28 DE ENERO DE 2019

UNIVERSIDAD DE MURCIA
2019
 Pilar Arnaiz Sánchez
Universidad de Murcia
Servicio de Publicaciones, 2019

Depósito Legal: MU 71 — 2019

Imprime: Servicio de Publicaciones. Universidad de Murcia


LA EDUCACION INCLUSIVA EN EL SIGLO XXI.
AVANCES Y DESAFÍOS

7
SUMARIO

1. INTRODUCCIÓN ............................................................................................. 12

2. MIRANDO AL PASADO PARA COMPRENDER EL PRESENTE ........... 12

3. LOS NIÑOS DEFICIENTES COMIENZAN A IR A LA ESCUELA:


LA ERA DE LA INSTITUCIONALIZACIÓN .............................................. 16

4. LA DIFERENCIA COMO NORMALIDAD: LA INTEGRACIÓN


ESCOLAR .......................................................................................................... 20

5. LA EDUCACIÓN INCLUSIVA EN EL SIGLO XXI .................................... 28

6. MIRANDO AL FUTURO ................................................................................. 38

7. REFERENCIAS .................................................................................................. 41

9
Sr. Rector Magnífico de la Universidad de Murcia,
Excmo. Sr. Consejero de Empleo, Universidades, Empresa y Medio Ambiente,
Sr. Presidente del Consejo Social,
Ex–Rectores y Medallas de Oro,
Miembros del Consejo de Dirección,
Sres. Decanos y Directores de Centros,
Sras. Directoras de Escuelas de Prácticas,
Excmas. e Ilmas. Autoridades,
Miembros de la Comunidad Universitaria,
Nuevos Doctores
Premiados
Familiares de Premiados e Investidos,
Sras. y Sres.,
Amigos y amigas

Es para mi un honor poder impartir la primera lección del curso 2018‐2019.

He de confesar que, a lo largo de mi vida académica, cuando asistía a este ac‐


to, muchas veces soñé con poder dar esta lección algún día, me parecía un gran
privilegio y hoy ese sueño se ha hecho realidad.

Deseo que el tema que he elegido para la misma, La educación inclusiva, resulte
de interés en esta ocasión tan especial, y permita, por una parte, poner de manifies‐
to la importancia y el compromiso que todos tenemos de educar con equidad y jus‐
ticia en la sociedad del siglo XXI. Y, por otra, que muestre el trabajo que se viene
realizando en el seno del grupo de investigación “Educación inclusiva: una escuela
para todos” sobre esta temática desde 1997.

11
1. Introducción

La evolución seguida por la atención educativa a las personas con discapaci‐


dad, desde sus primeros momentos hasta nuestros días, ha seguido una trayectoria
con características propias que ha propiciado el nacimiento de la Educación Especial
a principios del siglo XIX, dando paso a lo que hoy en día constituye la Educación
Inclusiva. Este itinerario ha estado marcado por diferentes hitos que muestran la
importante evolución que se ha producido en el ámbito de la atención a la diversi‐
dad desde la antigüedad hasta nuestros días, dando identidad a este proceso, cuya
exposición constituye el núcleo de esta lección1.

Reseñaremos el naturalismo psiquiátrico en los siglos XVI y XVII, donde se co‐


menzó a entrever un carácter más científico de la conducta humana; así como los
avances propiciados por la Revolución Industrial y la Ilustración en los siglos XVIII y
XIX, que coadyuvarán al nacimiento de las primeras instituciones educativas. Como
consecuencia de ello, y tras la promulgación de la Enseñanza Obligatoria, la Era de la
Institucionalización (desde principios del siglo XX hasta 1950‐1980, según los países)
mostrará la creación de las primeras instituciones con carácter educativo para la edu‐
cación de las personas ciegas, sordas y con retraso mental.

A continuación, se expondrá la Era de la Normalización (1950‐1990), que puso


en marcha el proceso de la Integración Escolar. Su desarrollo y valoración de lo
acontecido durante su transcurso, nos llevará hasta el surgimiento de la Educación
Inclusiva. Realizaremos un recorrido por su conceptualización, caracterización e im‐
plementación, así como por los desafíos que supone este nuevo modelo educativo en
el siglo XXI.

2. Mirando al pasado para comprender el presente

Desde los primeros tiempos de la humanidad, las personas retrasadas o con al‐
guna alteración manifiesta han sido excluidas, rechazadas y marginadas por parte de
los miembros de su propio grupo social. En cualquier sociedad, comprendidas las

1Esta lección ha sido realizada a partir de trabajos anteriores sobre temática similar (Arnaiz, 1996; Ar‐
naiz, 2003; Arnaiz, 2011; Arnaiz, 2012; Arnaiz, 2018; Arnaiz y Moriña, 2017).

12
tribus más primitivas, han existido individuos normalmente capaces, miembros más
capaces y otros menos, variando la consideración de la debilidad individual y gene‐
rándose distintas expectativas y conciencia social al respecto.

Desde la antigüedad, los modelos demonológicos dificultaron, en gran medida, la


explicación científica de la conducta humana en cuanto a todo aquello que se desvia‐
ba de la norma. El desconocimiento de la Anatomía, la Fisiología y la Psicología de‐
terminó que se dieran explicaciones de tipo mítico y misterioso con respecto a estos
fenómenos. No obstante, encontramos alguna excepción en estos planteamientos. Tal
es el caso de Hipócrates (460 a. C.‐ 370 a.C.), Asclepiades (124 o 129 a. C.‐ 40 a.C.) y
Galeno (129‐201), iniciadores de lo que más tarde sería el naturalismo psiquiátrico, al
situar la génesis de la conducta anormal en los mismos procesos físicos del cuerpo y
no fuera de él.

Más tarde, durante la Edad Media, comienza a gestarse una comprensión más
amplia, pero aún limitada, del retraso mental. Las obras de médicos como Paracelso
(1495‐1541) y Platter (1536‐1614) ilustran cómo el retraso mental era correctamente
identificado por los facultativos de la época, pero se consideraba intratable por toda
una serie de razones físicas y astrales. A las personas con algún déficit se las conside‐
raba poseídas por el demonio o como espíritus infernales, sometiéndolas a exorcis‐
mos y en algún caso a la hoguera. Se les dejó de considerar inocentes del Señor para
pasar a ser vistos como productos del demonio y del pecado.

Estas circunstancias permiten constatar un retroceso respecto de momentos an‐


teriores, como pone de manifiesto el siguiente ejemplo narrado por Schhreenberger
(1984, 40), en el que Hipócrates (400 a.C.) afirmaba sobre la epilepsia: ʺNo me parece
que sea ni más divina ni más sagrada que las otras enfermedades sino que, como
cualquier otra afección, no tiene causa natural que la origina... y así se verá que no es
un dios el que daña o castiga al cuerpo, sino la enfermedadʺ. En cambio, en 1472, die‐
ciocho siglos más tarde, B. Metliper afirmaba que la epilepsia era: ʺUna conducta in‐
moral en la vida de la madre mientras lleva en su seno al hijo, lo cual da aposento ... a
la imbecilidad que se genera en la cabeza del feto por influencia de los astrosʺ
(Schhreenberger, 1984, 40). Otro autor de la época, Ambroise Paré (1573), consideraba
que las causas más importantes en el origen de las malformaciones del recién nacido
eran la gloria y la ira de Dios.

13
El período comprendido entre los siglos XVI al XVIII se caracterizó por el llama‐
do naturalismo psiquiátrico. En este momento empieza a desaparecer la idea de tras‐
cendencia presente en años anteriores, para dar paso a una noción de naturaleza que
se basta a sí misma y se rige por sus propias leyes. A partir de esta nueva concepción,
los desórdenes del comportamiento humano empiezan a buscarse en la naturaleza
misma y no en hechos externos a ella y de difícil credibilidad. Se produce, por tanto,
una evolución importante en las concepciones médicas que inician una modificación
de actitud con respecto a las personas ʺenfermas mentalmenteʺ. Este cambio también
está relacionado con los avances habidos en el pensamiento humano a través de las
aportaciones de filósofos anteriores a este período, como Bacon (1214‐1292), y las
propias de Descartes (1588‐1610) y Locke (1632‐1704).

A la vista de estos acontecimientos, se inician las primeras experiencias y res‐


puestas a los problemas de la educación manifestados por las personas con discapaci‐
dad. Las mismas se llevarán a cabo desde iniciativas privadas, generalmente institu‐
ciones de carácter religioso o filantrópico bajo un enfoque asistencial. La naciente evolu‐
ción de la revolución industrial creó cada vez un mayor número de zonas de margi‐
nación constituidas por aquellas personas que no eran útiles para el sistema producti‐
vo. Debido a esta influencia y al pensamiento de que era necesario proteger a la socie‐
dad de estas personas anormales, se las recluye en instituciones (asilos y hospitales)
donde la atención y el cuidado eran muy escasos. En ellas convivía toda una gama
indiscriminada de enfermos mentales, miserables, indigentes, delincuentes, crimina‐
les, dementes, etc.. Sin embargo, aparecen algunos cambios concretados en diferentes
trabajos llevados a cabo con personas con deficiencias sensoriales debidas a problemas
auditivos y visuales, siendo estas deficiencias las primeras que fueron tratadas en el
contexto educativo.

Será a finales del siglo XVIII cuando, como consecuencia de la Revolución Francesa
(1848), se aborde la reforma de las instituciones que propició que se empezara a pres‐
tar asistencia a las personas recluidas en ellas y se tuviesen en cuenta sus anomalías,
dándoles un trato más humanitario. Dentro de esta nueva corriente también cabe
destacar la influencia de la filosofía de Rousseau (1712‐1778) que, con su obra, Emilio,
tuvo un gran impacto en la Pedagogía.

14
Sin embargo, será en el siglo XIX cuando se produzcan cambios importantes. El
movimiento científico y cultural que se inició a finales del siglo XVIII va a culminar
con el movimiento de la Ilustración que dará lugar a insignes avances científicos. Po‐
demos identificar en este momento los primeros atisbos de lo que sería la Educación
Especial, ya que empiezan a crearse instituciones dedicadas a la atención y a la ense‐
ñanza de personas ciegas, sordomudas y con retraso mental como respuesta al pro‐
blema que suponía su escolarización en los centros públicos ordinarios.

Los primeros pasos de la Educación Especial tienen lugar gracias a los avances
significativos acontecidos en el campo de la Medicina sobre las enfermedades menta‐
les a través de las aportaciones de figuras tales como Pinel (1745‐1826), Esquirol (1772‐
1840), Itard (1774‐1838) y Séguin (1812‐1880), en Francia; Arnold (1742‐1816) en Ingla‐
terra; y Chiaruggi (1759‐1820) en Italia. También se ha de destacar las figuras de Pesta‐
lozzi (1746‐1827) y Fröebel (1782‐1858), quienes dieron gran auge a la educación de los
niños ʺnormales y anormalesʺ, principalmente a los sordos y ciegos. Ambos enfatiza‐
ron el método de la educación intuitiva, natural y activa con la infancia abandonada.
Esta situación trajo consigo un mayor conocimiento y comprensión del retraso mental
y la aparición de tratamientos caracterizados por una atención médico‐pedagógica a la
infancia anormal.

Otras contribuciones importantes fueron las de Binet y Simon cuyas aportacio‐


nes dieron lugar a la Psicometría, introduciendo con ella un modelo psicopedagógico en
el estudio de los deficientes. La definición que hacen de la inteligencia, concebida
como una capacidad compleja o global del individuo, se introduce en el naciente ám‐
bito de la Educación Especial. Para medir esta capacidad, apareció la primera prueba
de inteligencia diseñada en 1905 por Binet (1973), con la finalidad de descubrir desde
los primeros años de vida a aquellos sujetos demasiado limitados para seguir la edu‐
cación ordinaria.

Y otro hecho importante fue la aparición del concepto de cociente intelectual o


C.I. formulado por Stern en 1912, el cual fue aceptado universalmente de manera in‐
mediata. A partir de este momento, la corriente de evaluación psicométrica fue ex‐
tendiéndose, dando lugar a la aparición de numerosas pruebas para evaluar la inteli‐
gencia entre las que cabe destacar: Factor G de Catell (1947), Stanford‐Binet (1960) y
Wechsler (1955, 1967, 1974). Esta forma de medir la inteligencia favoreció la clasifica‐
ción y etiquetación de las personas sea cual fuere la dimensión de su inteligencia.

15
También reforzó la ya establecida separación médica entre lo normal y lo patológico
y se dio carta blanca, en aras de la cientificidad, para establecer una total separación
entre las personas normales y anormales. Según su C.I. lo indicara, se adscribían a
escuelas regulares o especiales.

Si bien todas estas aportaciones contribuyeron notablemente a la consideración e


inicio de la educación de las personas con deficiencias, por el contrario, el movimien‐
to social de la eugenesia que se produce en los Estados Unidos en esta misma época
desarrolló actitudes y creencias negativas hacia las personas con retraso mental, con‐
tribuyendo definitivamente a su institucionalización.

3. Los niños deficientes comienzan a ir a la escuela: la era de la


Institucionalización

Un hecho importante que se produjo en el contexto europeo y de América del


Norte, a finales del siglo XIX y principios del XX, fue el establecimiento de la Obliga‐
toriedad de la Enseñanza, acontecimiento que tendría una importante repercusión en
el ámbito de la Educación Especial. Su consecuencia más inmediata fue la necesidad
de crear numerosas escuelas que acogieran al elevado número de alumnos que em‐
pezaba a acudir a ellas. Por consiguiente, niños con alguna deficiencia, sobre todo
ligera en el caso del retraso mental, que tradicionalmente habían estado en sus casas
o en asilos, pasaron a recibir enseñanza junto al resto de los niños de su entorno.

La masificación de las escuelas se produjo y fue surgiendo la necesidad de que


los niños anormales, especialmente los débiles mentales, abandonaran la escuela or‐
dinaria. Cabe indicar que esta exclusión provino esencialmente de la opinión y del
ambiente generado por “expertos” y filántropos del momento, más que por la opi‐
nión de personas provenientes del ámbito educativo y del profesorado. Conforme la
educación obligatoria escolarizaba más alumnos, la presencia de personas deficientes
era mayor y se iban complicando y diversificando sus problemas de aprendizaje. En
un intento de sistematizar los mismos, se empezaron a aplicar diferentes clasificacio‐
nes sobre las personas anormales, estableciendo sus distintos grados y tipos. Se pen‐
saba que esto ayudaría a mejorar su educación.

Como consecuencia de la clasificación de los alumnos que se producía tras su


diagnóstico, se pensó que la especialización de los servicios educativos era la mejor

16
opción para su educación. Así, se fueron creando centros de educación especial y
emplazando a los alumnos en ellos, mediante agrupaciones en las aulas lo más
homogéneas posibles. La información básica la proporcionaba el C.I. obtenido tras la
medición psicométrica. Para la instrucción se establecieron programas, métodos y
servicios diferentes para cada uno de los subgrupos identificados. Esto condujo a la
aparición de distintos tipos de centros especializados por deficiencias (centros para
sordos, para ciegos, para deficientes mentales).

El proceso de clasificación, etiquetación y segregación de las personas con algún


déficit estaba en marcha. De este modo, la obligatoriedad de la enseñanza, que pre‐
tendía que todos los alumnos estuvieran escolarizados dentro del sistema ordinario,
el único existente (García Pastor, 1988; Prudhommeau, 1976), derivó en la segrega‐
ción a un sistema especial paralelo al ordinario de aquellos alumnos que presentaban
alguna deficiencia y, consecuentemente, en la aparición cada vez mayor de progra‐
mas y técnicas especializadas.

Molina y Gómez (1992) argumentan dos coordenadas por las cuales se justifica
la aparición de las escuelas especiales. En primer lugar, lo atribuyen a las contradic‐
ciones existentes entre los diferentes profesionales del momento. Existía un desmedi‐
do interés de la clase médica porque sus teorías primaran en la escuela, interés que se
trasladó un poco más tarde al ámbito psicológico. Sólo así se puede comprender la
ausencia en este escenario de los maestros cuya labor se hacía indispensable ante el
hecho de la obligatoriedad de la enseñanza. El segundo argumento guarda relación
con el papel que desempeña la escuela como garante del orden social establecido y
controlado por las clases dominantes, científicos e intelectuales. Era normal que las
clases tuvieran una media de 70‐80 alumnos. Aumentar el presupuesto destinado a
ampliar el número de escuelas y mejorar la formación del profesorado hubiera sido la
solución más acorde. Pero no se dio esta solución, sino que se optó por la creación de
escuelas de educación especial, surgiendo una ideología pedagógica que legitimaba
la escuela capitalista. En adelante, los alumnos procedentes de clases altas tendrían el
camino más fácil en la escuela ordinaria, mientras que se haría más complicado y di‐
fícil para los alumnos que tuvieran algún problema o que provinieran de clases so‐
cialmente desfavorecidas, ya que serían considerados como débiles mentales y segre‐
gados a los centros específicos.

17
La Educación Especial se configuró separada del sistema educativo general y las
escuelas especiales empezaron a proliferar rápidamente por todos los países. Surge
toda una red de escuelas especiales para los alumnos que por alguna causa “no podí‐
an estar” en el sistema ordinario. Esta situación lleva a afirmar a Jiménez (1996, p. 56)
que se produce: “una evolución de la educación especial que va desde la Edad Media
a mitad del siglo XIX para seguir una etapa de aparición de instituciones especializa‐
das que se extiende desde principios del siglo XX hasta mediados del mismo, y fi‐
nalmente una tercera etapa hasta la década de los sesenta que se caracteriza por la
especialización de las instituciones”.

La llamada Era de la Institucionalización está en marcha y se extiende desde me‐


diados del XIX hasta mitad del siglo XX. En muchos países este período se alarga
mucho más, como es el caso de España donde perdura hasta 1985. Durante esta épo‐
ca, la segregación se justifica desde presupuestos de la ciencia positivista olvidándose
los principios de la sociedad liberal emergidos cien años atrás, y que hicieron girar la
mirada hacia las personas con alguna deficiencia. En este periodo se observan dos
actitudes sociales claramente contrapuestas hacia la persona deficiente: por una par‐
te, se piensa que hay que proporcionarle custodia, ayuda y educación; pero, por otra,
se considera que su conducta es anormal y constituye por ello un peligro para la so‐
ciedad. No obstante, ambas actitudes conducen a que las personas deficientes sean
emplazadas en instituciones especializadas, separadas y segregadas del resto de la
sociedad.

A pesar de estas características, esta época debe ser considerada como de pro‐
greso ya que por primera vez se piensa que las personas deficientes son susceptibles
de educación. Como consecuencia de ello, se inicia el paso de tratamientos meramen‐
te asistenciales a tratamientos médico‐psicológico‐educativos. Se establece así un
puente entre el ámbito médico y el pedagógico, aunque la supremacía del modelo
médico es evidente todavía.

A la vista de todos estos acontecimientos, la Educación Especial se configura


como una disciplina dirigida hacia los alumnos deficientes, con la finalidad de tratar
su déficit de manera diferenciada del resto de los alumnos, en centros específicos y en
clases especializadas. Desde esta perspectiva, establece sus propios objetivos, técnicas
especializadas y demanda el rol de un docente especializado para atender a estos
alumnos.

18
Tomlinson (1982), socióloga de la educación, en el análisis que realiza sobre los
beneficios de los aspectos humanitarios de la Educación Especial desarrollados en la
era de la institucionalización, alude a que fueron los intereses sociales y económicos
los que guiaron la segregación implícita en el modelo médico‐psicológico. En su opi‐
nión, y desde un punto de vista social, la revolución industrial que tuvo lugar en el
siglo XIX requería cuerpos dóciles y personas productivas.

Si desplazamos la mirada hacia instituciones tales como los manicomios y las


cárceles, comprobaremos que su funcionamiento fue heredado por las instituciones
educativas. A partir de este momento, como nos indican diferentes analistas sociales
(Álvarez‐Uría, 1996; Foucault, 1967), las escuelas pasan a tener un papel central en el
mantenimiento del orden social, puesto que garantizan la producción de sujetos
“normales”, adaptados, sumisos, dóciles y útiles requeridos por los intereses de las
modernas sociedades industriales. Así se comprende que las instituciones adquieran
un papel nuclear y no marginal como cabría esperar, y que a la Educación Especial,
recién nacida, se le otorgue un papel relevante en el ámbito de la pedagogía escolar.

A su vez, la segregación de los alumnos deficientes mentales en las escuelas es‐


peciales proporcionó a las aulas regulares, entre otros, un trabajo más tranquilo, y
permitió que la homogeneidad se enarbolara como bandera fundamental y básica
para una buena educación, así como un derecho de los no discapacitados. Esta defen‐
sa todavía no ha terminado en la actualidad, y sigue siendo primordial para muchos
padres y profesores, especialmente, en la etapa de la Educación Secundaria.

Desde un punto de vista económico, el fin de la educación era calmar la ansie‐


dad de las clases trabajadoras y conseguir una clase culta capaz de ampliar las fronte‐
ras comerciales. Se trataba de lograr que fueran “productivos tantos discapacitados
como fuera posible y al mismo tiempo mantener el coste de cualquier iniciativa edu‐
cativa bajo mínimos, de modo que los gobiernos central y local no tuvieran que gas‐
tar demasiado del dinero de los contribuyentes” (Tomlinson, 1982, p. 38). La educa‐
ción se utilizaba como un mecanismo de control y el término deficiente se convirtió
en sinónimo de personas non gratas, problemáticas que provenían de clases trabaja‐
doras que no daban “la talla” según el estándar nacional. La Educación Especial “se
veía como una industria que podía producir beneficios siempre y cuando el coste de
la educación de estos niños (los discapacitados) se mantuviera al mínimo” (Vlachou,
1999, p. 29).

19
Por este motivo, Rieser y Mason (1992) afirman que la historia social de la disca‐
pacidad se caracteriza por los discursos morales que establece respecto del peligro
que suponen las personas discapacitadas para la sociedad. Pero, a pesar de que de‐
fiende una moral que presenta la segregación como una forma de reconocimiento y
de protección de las necesidades de los deficientes, encubre fines económicos y políti‐
cos de control social.

Otra de las críticas que se establece a estas instituciones es su carácter de espacio


cerrado con una estructura piramidal, al ser los técnicos, depositarios del saber, los
responsables de ejercer el poder, auxiliados de una serie de subalternos. El aislamien‐
to terapéutico de los enfermos en las instituciones, al estar prescrito por especialistas
y por expertos en aras del saber científico, proporciona legitimidad a las instituciones
y las constituye en garantes con capacidad para producir la normalización de las per‐
sonas recluidas en ellas.

En definitiva, en la era de la institucionalización, la discapacidad se configura


como una categoría compleja en cuanto a sus procedimientos, que determina que las
personas discapacitadas lleven unas vidas inusualmente provisionales y en conflicto
con aquellos que detentan el poder dentro de un contexto cada vez más cuestionado,
fruto de ideologías que justifican las jerarquías, el poder y la autoridad (Apple, 1999).
Ante esta situación se levantan numerosas voces para su desmantelamiento, lo que
da paso a la lucha por la democracia perdida que constituirá el denominado proceso
de normalización.

4. La diferencia como normalidad: la Integración Escolar

Las críticas aparecidas en torno a la institucionalización de las personas con dis‐


capacidad, muy evidentes en la década de los años cincuenta y sesenta del pasado
siglo, hicieron cada vez más insostenible que los centros de educación especial fueran
la única opción para su escolarización. El ambiente de estos centros carecía de los es‐
tímulos suficientes para el aprendizaje y la socialización de las personas con alguna
deficiencia, ya que muchas veces estaban más dedicados a su cuidado que a su ense‐
ñanza, al creerse que su inteligencia y sus competencias eran inferiores a lo que real‐
mente correspondía a sus capacidades (Bautista, 1993; Fierro, 1987; Ingalls, 1982).

20
Se empieza, por tanto, a gestar un cambio ante esta situación. Destaca del mismo
la lucha emprendida por los padres y por las propias personas con discapacidad, que
empiezan a asociarse y a luchar desde estas instancias por la escolarización de las
personas con discapacidad en centros ordinarios, pretendiendo terminar así con los
guetos en los que se habían convertido las instituciones. Los padres se cuestionaban
la razón por la que sus hijos estaban segregados del medio familiar y tenían que ir a
escuelas diferentes de las de sus hermanos y amigos (Ortiz, 1995), y decidieron tomar
medidas para cambiar esta situación. Se asociaron para reivindicar sus derechos y
fruto de ello fue la constitución en EE.UU. de la National Association for Retarded
Children (NARC, 1950). Gracias a su influencia, de los años sesenta a los ochenta, se
multiplicaron las clases especiales en las escuelas ordinarias, no sólo para los niños
más prometedores, sino inclusive para los que apenas se podían capacitar y para los
gravemente retrasados, ganando en los juzgados muchos casos para que esto suce‐
diera.

La preocupación por la protección de los derechos humanos y el reconocimiento


de los derechos de las personas deficientes, determinó que la Asamblea General de
las Naciones Unidas (1957) especificara en su artículo 5º que: “El niño deficiente físi‐
co, mental o social debe recibir el tratamiento, la educación y los cuidados especiales
que necesite su estado o situación”. Será en 1971 cuando la misma organización, en la
Declaración de los Derechos Fundamentales del Deficiente, especifique que éste tie‐
ne, entre otros derechos, el de recibir atención médica y tratamientos físicos adecua‐
dos; derecho a una instrucción, formación y readaptación, así como a las orientacio‐
nes que puedan ayudarle a desarrollar al máximo sus capacidades y aptitudes. Como
consecuencia de ello, en 1968 el informe realizado por expertos de la UNESCO plan‐
teaba que su objetivo era definir y hacer una llamada a los gobiernos sobre la necesi‐
dad de una dotación suficiente de servicios para los niños minusválidos, facilitando
la igualdad de acceso a la educación y a la integración de todos los ciudadanos en la
vida económica y social de la comunidad.

A partir de 1969, el concepto de normalización, y su puesta en marcha a través de


la integración escolar, se extendió por América del Norte, Canadá y el resto de Euro‐
pa, gracias a las reuniones y aportaciones de la UNESCO publicadas en 1977 (Fine,
1996; Kivirauma y Kivinen 1996; O’Hanlon, 1995; Richardson y Parker, 1996; Tropea,
1996). El desarrollo de la integración en los diferentes países va a estar en estrecha

21
consonancia con las coordenadas sociopolíticas vigentes en los mismos (García Pastor,
1993). En los países más democráticos, con una política social y educativa dirigida a
todos los ciudadanos sin distinciones entre grupos, llega más lejos consiguiendo su‐
perar la discriminación que muchas personas sufren por el hecho de ser consideradas
como deficientes y, por tanto, diferentes. En cambio, cuando la atención a las personas
discapacitadas constituye una organización diferenciada de los servicios sociales y
educativos, la discriminación es mayor y el proceso integrador resulta más lento y
problemático.

En el Reino Unido es preciso destacar las aportaciones del Informe Warnock


(1978), elaborado por una comisión de expertos, que introduce el término necesidades
educativas especiales para dirigirse a los alumnos anteriormente etiquetados como defi‐
cientes. De igual forma, en el año 1981, el Acta de Educación propone la abolición de
las categorías o tipologías de deficiencias, destacando la importancia de que los pro‐
gramas de Educación Especial se centren en las necesidades particulares de cada
alumno. En España, aunque la integración llega a mitad de la década de los ochenta,
encuentra un buen clima para su desarrollo, a lo que contribuye la política educativa
establecida por el gobierno (LOGSE, 1990). En países europeos como Alemania,
Holanda, Bélgica y Francia, el movimiento de la integración escolar se plantea con
mucha más timidez, debido al fuerte arraigo de la educación especial planteada en
centros específicos.

La integración, como principio ideológico, supone un importante avance en la


valoración positiva de las diferencias humanas puesto que su filosofía va más allá de
la mera ubicación de un sujeto en la sociedad e implica, fundamentalmente, que estas
personas formen parte de pleno derecho de la sociedad a la que pertenecen. Es una
consecuencia obligada de la normalización en la prestación de servicios a las perso‐
nas con deficiencias en edad escolar, con el objetivo de promover su desarrollo inte‐
gral y facilitar su integración en la sociedad como miembros activos de ésta. Exige,
por tanto, la acomodación mutua entre integradores e integrados y el cambio progre‐
sivo de las estructuras sociales para dar respuesta a las necesidades reales de las per‐
sonas con alguna discapacidad.

Centrándonos en el terreno educativo, la integración propugna la escolarización


conjunta de alumnos “normales” y con discapacidades, y aboga por la inserción de la
Educación Especial en el marco educativo ordinario, prestando siempre la atención

22
adecuada y necesaria a cada alumno, según sus diferencias individuales. Significa el
acceso a los centros de educación ordinaria de las personas con alguna discapacidad
y el compromiso por parte de los mismos de que no sean discriminadas por actitudes
de rechazo o formas de organización escolar que disminuyan sus posibilidades de
aprender y socializarse.

En el marco de estas coordenadas, la integración escolar se plantea ofrecer, en un


mismo marco educativo, una serie de servicios a todos los alumnos sobre la base de
sus necesidades de aprendizaje. No pretende la eliminación de la Educación Especial,
sino evitar la identificación de ésta con los centros especiales de educación, defen‐
diendo la atención a las características y necesidades de cada alumno de forma indivi‐
dualizada, adaptando los programas, los métodos y los recursos en cada caso concreto
en el marco de la educación regular. Por consiguiente, puede ser definida como la uni‐
ficación de la educación ordinaria y la educación especial, con la finalidad de ofrecer a
todos los alumnos los servicios educativos necesarios en razón de sus necesidades in‐
dividuales (Birch, 1974). Esto supone una oferta diversa en los procesos de enseñanza‐
aprendizaje que permita el acceso del alumno con necesidades educativas especiales
hacia formas más integradoras (valoraciones o revisiones periódicas sobre la modali‐
dad educativa más apropiada); y un desafío a la escuela ordinaria en su estructura y
funcionamiento (amplitud de los recursos personales, materiales y organizativos).

A la vista de estos cambios, la conceptualización de la Educación Especial se


modifica en su definición y objeto debido a tres factores, esencialmente (González
Manjón, 1993): la incorporación del principio de normalización en el marco educati‐
vo; la quiebra del modelo innatista e inmanentista del trastorno que ha dado paso a
una visión mucho más dinámica e interactiva del desarrollo humano que confiere
una especial importancia al entorno familiar, social, cultural y educativo en el que se
desenvuelve la persona con discapacidad; y al importante cambio establecido en la
concepción de la naturaleza y funciones del currículum en el ámbito de la educación
escolar en general, considerado ahora más funcional.

La integración escolar ha puesto de manifiesto que determinadas formas de


plantear la atención en el centro y de actuar en el aula no son las más apropiadas para
la respuesta a las necesidades educativas de cualquier alumno, ni mucho menos para
las necesidades educativas especiales de algunos alumnos. Esto ha provocado que la
Educación Especial no se defina como la educación dirigida a un grupo puntual de

23
alumnos, sino que su interés se centre en considerar aquellas medidas y acciones
desarrolladas en el ámbito escolar, que permitan al profesorado dar respuesta a los
alumnos con necesidades educativas especiales.

El viejo modelo médico de diagnosticar las deficiencias y establecer métodos es‐


pecíficos de enseñanza, impartidos exclusivamente por especialistas como idea de la
Educación Especial, empieza a desterrarse ya que denota una concepción centrada en
el déficit, heredada del modelo médico‐psicológico. Se trata ahora de dejar de consi‐
derar como problemas a los alumnos con deficiencias y a éstas como fuente de difi‐
cultades, para entrar en una dinámica de trabajo que permita aprender con ellas e
integrarlas en la práctica ordinaria.

Desde el momento en que las diferencias de la denominada “norma” no se con‐


sideran como un motivo de exclusión sino que existe la posibilidad de que cada per‐
sona pueda desarrollar al máximo sus posibilidades, las definiciones sobre Educación
Especial adoptan contenidos, metas y procedimientos mucho más próximos a la
Educación General. La Educación Especial se propone, pues, el logro de los niveles
más elevados de autonomía e independencia personal, así como de adaptación e in‐
tegración social, a los que puedan acceder los sujetos con necesidades educativas es‐
peciales. Como consecuencia de ello, sus funciones pueden concretarse en: acoger en
el ámbito escolar a todos los sujetos adaptándose a sus necesidades, favorecer el de‐
sarrollo armónico de la personalidad y de las capacidades, y aproximar al sujeto a las
actividades de la vida normal, promoviendo su integración social y laboral.

Se puede afirmar que el marco de la normalización está establecido y que la in‐


tegración está en curso. Sin embargo, después de 35 años, se observan señales en los
centros educativos y se escuchan voces críticas que hacen dudar a los padres de las
personas con discapacidad y a éstas, además del profesorado, investigadores y a
otras instancias educativas, de que el desarrollo de la Integración Escolar esté dando
los frutos esperados, y logrando los fines fijados. En consecuencia, se llevan a cabo
evaluaciones para conocer con mayor certeza lo que está sucediendo.

Los resultados muestran que el proceso integrador no iba tan bien como se
había proyectado. Cabría esperar, dados los planteamientos teóricos y prácticos que
lo sustentaban, que su devenir hubiera mejorado y solucionado muchos de los pro‐
blemas asociados al modelo médico‐psicológico que caracterizaba la Educación Espe‐

24
cial en ese momento. Si bien es innegable que la integración estaba realizando gran‐
des aportaciones en este ámbito, también es cierto que este término estaba siendo
conceptualizado de formas muy diferentes y unido a ideologías y prácticas igualmen‐
te asociadas al controvertido modelo médico‐psicológico, debido a la influencia de
parámetros sociopolíticos de diversa índole.

Bajo la integración escolar muchas personas discapacitadas han sido segregadas


y excluidas de las prácticas ordinarias y percibidas como diferentes e inferiores en los
centros regulares. De nuevo en todos los ámbitos (político, social, económico, educa‐
tivo) se ha seguido considerando la discapacidad como “categoría” que segrega y
excluye, lo que ha sido vivido por los propios discapacitados como una tragedia per‐
sonal, al sentirse etiquetados por una categoría de opresión (Abberley, 1998; Oliver,
1998). Barton (1986) afirma que mientras que la sociedad ha defendido y hasta ha
alardeado del progreso que se ha conseguido y se ha proporcionado a las personas
discapacitadas bajo la integración escolar, las voces que empiezan a oírse cada vez
más de las personas discapacitadas hablan de sentimientos de explotación, exclusión
y deshumanización.

Fulcher (1989), en esta línea crítica, considera que la discapacidad se ha conver‐


tido en una categoría política, y el proceso de integración en un escenario ideal para
su desarrollo. Por una parte, porque ha reproducido la dualidad en el tratamiento de
la discapacidad en un sistema único de enseñanza (los alumnos considerados “nor‐
males” y los discapacitados); y, por otra, porque el principio de normalización, ade‐
más de haber sido utilizado para renovar la definición de discapacidad, ha sido utili‐
zado para legitimar la segregación y la devaluación de aquellos que no se ajustan a
las imágenes de lo que se considera como “normal”. Se ha obviado que “el modo en
que damos forma a nuestras percepciones sobre lo que constituye la ‘normalidad’
está estrechamente relacionado con nuestros valores, orientaciones, educación, nece‐
sidades, prioridades y otras experiencias”, estableciéndose en torno a la discapacidad
una vacua retórica que ha favorecido discursos de exclusión al olvidar que “en un
mundo lleno de diferencias, la normalidad no existe” (Vlachou, 1999, p. 40).

A numerosos alumnos, por el hecho de ser clasificados como alumnos con nece‐
sidades educativas especiales, se les ha supuesto una discapacidad sin tenerla. La in‐
tegración se ha convertido en una noción muy controvertida, siendo del todo necesa‐
rio que se identifiquen aquellas barreras que discapacitan más que la propia discapa‐

25
cidad, con el fin de poder actuar contra ellas. Quizás por esta circunstancia, la aplica‐
ción de las políticas de integración no se ha desarrollado de manera neutra, sino de‐
ntro de un marco cultural y político de discriminación contra las personas discapaci‐
tadas (Oliver, 1987). Esta afirmación pone de manifiesto el significado en el que ha
quedado inmersa la integración tras su puesta en marcha, de manera que para mu‐
chos profesores implica que los individuos a los que se refiere sean considerados, y
ellos mismos se consideren, como diferentes e inferiores puesto que continuamente
son segregados de las prácticas educativas que se desarrollan en las aulas de las es‐
cuelas ordinarias.

Por esta causa, la integración se percibe como una práctica ligada exclusivamen‐
te a los alumnos con discapacidad y, consecuentemente, la imprecisión de este térmi‐
no facilita la proyección de incoherencias inherentes a la elaboración de políticas que
perpetúan la diferencia y la inferioridad, propiciando prácticas exclusivas.

Las prácticas ligadas al movimiento de la integración escolar han quedado redu‐


cidas en muchos contextos a prácticas realizadas desde una perspectiva individualis‐
ta, caracterizada por percibir al alumno con discapacidad como el centro de toda su
atención. De ahí que sea fácil encontrar en las aulas que el trabajo que realiza el
alumno con necesidades educativas especiales está descontextualizado de su gru‐
po/clase, o ver cómo estos alumnos generalmente reciben los apoyos fuera del aula
junto a otros alumnos del centro que también tienen dificultades. Este planteamiento
de la integración escolar conlleva procesos de instrucción diferentes, especiales, sepa‐
rados y siempre dirigidos a alumnos con discapacidades como ha sido indicado por
diferentes autores. Los apoyos fueron entendidos más como delegación y separación
que como procesos de colaboración y responsabilidad compartida entre el profesora‐
do (Moya, 2001; Muntaner, 1999; Parrilla, 1996; Parrilla y Daniels, 1998).

Los profesores regulares se han sentido incapaces de atender a estos alumnos,


dejando esta responsabilidad para los profesores de apoyo, considerados como au‐
ténticos especialistas y, por lo tanto, los responsables y artífices de la atención a los
alumnos con necesidades educativas especiales. Por ello, el profesor de apoyo se ha
convertido en muchos casos en una barrera humana, al ser el principal profesor y a
veces el único del alumno con necesidades educativas especiales aun estando éste a
tiempo completo en una clase regular. Realidad que ha puesto de manifiesto que la
formación inicial y permanente del profesorado debe ser revisada y actualizada.

26
Estas prácticas han creado entornos de desintegración y de exclusión puesto que
evidencian y materializan claramente para el alumnado la idea de que si eres diferen‐
te tienes que marcharte a otra clase (aula de apoyo, o en situaciones más extremas a
un centro de educación especial) porque no puedes compartir nuestras mismas expe‐
riencias (Sapon‐Shevin, 1995).

Con demasiada frecuencia, la integración de los alumnos con necesidades edu‐


cativas especiales en la clase regular ha quedado atrapada bajo las características de
la educación especial segregada. Muchos alumnos se han encontrado situados en
pupitres separados de los demás, al lado o junto a la mesa del profesor o del compa‐
ñero encargado de ayudarle, o con un cierto aislamiento para minimizar la distrac‐
ción. Separación en la clase regular que podría considerarse como preludio de la se‐
paración y de la falta de integración social constatada en la vida de estas personas
dentro y fuera del ambiente escolar.

A finales de los años ochenta y principios de los noventa de la pasada década, es


del todo evidente que el movimiento de la integración requiere cambios, precisa un
enfoque institucional bajo el cual la educación general y la especial constituyan real‐
mente un modelo unitario de actuación (Arnaiz, 2000; García Pastor, 1996; Goodlad y
Lovitt, 1993; Stainback y Stainback, 1989). Bajo este nuevo prisma la atención a la di‐
versidad se convertirá en una tarea y en una responsabilidad asumida por todos, en‐
tendida como un proceso de mejora para el centro en su conjunto, y no como una
respuesta educativa cerrada dirigida a un grupo concreto de alumnos, que se asume
son “especiales” (Ainscow, 1995).

Por consiguiente, el proceso de la integración es cuestionado, y comienza a ser


repensado y redefinido. No basta con que los alumnos estén integrados en los cen‐
tros, lo que se reduce a un proceso muchas veces demasiado físico y desajustado.
Realmente hace falta que los alumnos con necesidades educativas especiales estén
incluidos, formen parte de la vida del centro, sean uno más de la comunidad y de su
barrio, valorados, reconocidos y que constituyan un reto para el quehacer educativo.
Se necesita otra cultura de la integración, preconizaba López Melero (1990), el reco‐
nocimiento de que las escuelas son para todos (Arnaiz, 1996). En definitiva, un cam‐
bio de valores y de actitudes hacia el que es diferente, hacia las personas vulnerables
y en riesgo de exclusión como reivindica la escuela del siglo XXI mediante la educa‐
ción inclusiva.

27
5. La educación inclusiva en el siglo XXI

Las críticas a la Integración Escolar inician un importante debate en el ámbito


anglosajón acerca de lo que significa estar integrado e incluido o excluido en el siste‐
ma educativo y, por lo tanto, en la vida social y laboral. Por primera vez se argumenta
la prevalencia de un único sistema educativo: todos los alumnos, sin excepción, debe‐
rán estar escolarizados en las aulas ordinarias y recibir una educación eficaz en ellas,
sin tener que separarse de sus compañeros para tener que ir al aula de integración o
de compensatoria. Las separaciones a causa de la lengua, género, religión, pertenencia
a un grupo étnico minoritario o por tener alguna discapacidad, deberían ser mínimas
y siempre estar justificadas de manera razonada. Por ello, profesionales, padres y las
propias personas con discapacidad defienden la necesidad de reformar la educación
general y la especial para que haya un único sistema educativo que constituya el ma‐
yor recurso para todos los estudiantes. El movimiento de la Inclusión se pone en mar‐
cha a nivel internacional, denominándose así por el mayor significado de acogida y
pertenencia que el término to include tiene en inglés comparado con to integrate.

Tras las evidencias constatadas en diferentes investigaciones, la inclusión educa‐


tiva cuestiona el concepto de necesidades educativas especiales y establece una fuerte
crítica hacia las prácticas de la educación general, al argumentar que las dificultades
que experimentan muchos alumnos en el sistema educativo no se deben a sus pro‐
pias dificultades, como siempre se venía afirmando, sino que son el resultado de de‐
terminadas formas de organizar los centros y de enseñar (Ainscow, Hopkins, Sout‐
worth y West, 2001).

Este cambio de paradigma se plantea con carácter internacional. Cabe destacar


en relación a ello, la importante labor que están realizando organismos como la
UNICEF y la UNESCO en pro de que la educación llegue a todos los niños y jóvenes
en edad escolar, como se puede comprobar en la serie de acciones y reuniones inter‐
nacionales que han ido convocando para conseguir llamar la atención del mundo a
este respecto. Destacamos entre éstas la Convención de los Derechos del Niño, celebrada
en Nueva York en 1989; la Conferencia Mundial de Educación para Todos que tuvo lugar
en Jomtiem (Tailandia) en 1990; la Conferencia Mundial sobre Necesidades Educativas Es‐
peciales desarrollada en Salamanca en 1994; en el año 2000, la llevada a cabo en Dakar
(Senegal) bajo el título de Foro Consultivo Internacional para la Educación para Todos; la

28
Reunión Mundial sobre Educación para Todos que tuvo lugar en Mascate (Omán) en 2014;
y, finalmente, el Foro Mundial sobre la Educación celebrado en Incheon (República de
Corea) en 2015.

Dos de estos eventos merecen mayor atención. En primer lugar, la Conferencia


Mundial sobre Necesidades Educativas Especiales promovida en 1994, por ser la que de
manera más decisiva y explícita ha contribuido a impulsar la Educación Inclusiva en
todo el mundo. En la misma se reconoció la necesidad y la urgencia de que toda la
niñez y juventud, sean cuales fueren sus diversidades y necesidades, tengan acceso y
participación plena en los procesos generales de enseñanza‐aprendizaje en el marco
de una escuela y un currículo que reconozca, valore y responda como es preciso a la
diferencias personales y sociales.

Con este fin, los expertos allí reunidos establecieron un marco de acción cuyo
principio rector expone que las escuelas deben acoger a todos los niños, independien‐
temente de sus condiciones físicas, intelectuales, sociales, emocionales, lingüísticas u
otras. A partir del mismo, las escuelas se enfrentan al reto de desarrollar una pedago‐
gía capaz de educar con éxito a todos los niños, incluso a aquellos que sufren disca‐
pacidades graves. Además, plantea que las escuelas deben ser comunidades que aco‐
jan a todo el alumnado, tomando en consideración sus necesidades y persiguiendo su
participación plena en la educación y en los aprendizajes que los centros escolares
están llamados a garantizar.

Y, en segundo lugar, por su actualidad y vigencia, el Foro Mundial sobre Educación


que dio lugar a la Declaración de Incheon (República de Corea) en cuya agenda, esta‐
blecida hasta 2030, la educación ocupa un lugar primordial para un desarrollo soste‐
nible, al ser considerada como un factor inclusivo y crucial que promueve la democra‐
cia y los derechos humanos, afianza la ciudadanía mundial, la tolerancia, el compro‐
miso cívico y el desarrollo sostenible. “La educación facilita el diálogo intercultural y
promueve el respecto de la diversidad cultural, religiosa y lingüística, que son vitales
para la cohesión social y la justicia” (UNESCO, 2016a, p.26).

Su marco de acción pretende, tal y como se recoge en su objetivo 4, “garantizar


una educación inclusiva y equitativa de calidad y promover oportunidades de
aprendizaje permanente para todos”. Como la propia declaración indica, la consecu‐
ción de este objetivo requiere una nueva visión de la educación con carácter huma‐

29
nista que se sustente sobre “los derechos humanos y la dignidad, la justicia social, la
inclusión, la protección, la diversidad cultural, lingüística y étnica, sin olvidar, la res‐
ponsabilidad y la rendición de cuentas compartidas” (p.7). Por ello la educación se
considera como un derecho humano y habilitador fundamental, y como un bien pú‐
blico para todos que garantiza el acceso a una educación inclusiva y equitativa, de
calidad, gratuita y financiada con fondos públicos, y que dure doce años, de los que
al menos nueve deberían ser obligatorios. Con este fin, la Declaración insta a los esta‐
dos a que plateen políticas encaminadas a erradicar estas lacras que generalmente
afectan a las poblaciones más desfavorecidas posibilitando oportunidades de apren‐
dizaje de calidad a lo largo de la vida a través de la educación formal y no formal
(UNESCO, 2016b).

Esta defensa de la educación inclusiva está en consonancia con uno de los pro‐
blemas más importantes con los que actualmente se enfrenta nuestra sociedad: la ex‐
clusión social. En los inicios del siglo XXI las desigualdades de naturaleza social, eco‐
nómica y civil son mayores que en cualquier otro período posbélico, incluso mayores
que después de las dos últimas guerras mundiales (Barton y Slee, 1999). Los centros
educativos no son ajenos a ello, debiendo ser conscientes del papel que pueden llegar
a representar en la legitimación de las desigualdades (Connell, 1997).

Cada vez más en nuestro entorno social, económico y educativo, las situaciones
de exclusión son mayores, y comúnmente asociadas a la pobreza y a la marginación,
lo que evidentemente contrasta con la riqueza de determinadas sociedades en Europa
y en América del Norte. Así, debemos plantearnos:

¿Por qué se sigue favoreciendo la desigualdad y se justifican políticas de exclu‐


sión? ¿Por qué se considera éticamente correcto “educar a los mejores y cuidar al re‐
sto”, aceptando la validez de una “clase inferior” permanente en nuestra sociedad?

Como manifiestan Pearpoint y Forest (1999, p. 15), “si podemos construir bom‐
barderos Stealth, con un precio de casi mil millones de dólares por avión, no cabe
duda de que podemos educar a todos nuestros niños al máximo de sus capacidades.
Es una cuestión de valores”.

Por ello, cuando se habla de competición y selección en el sistema educativo es


necesario considerar las condiciones socio‐económicas, de las que la educación es una

30
parte (Delors, 1996). En medio de esta situación, la discapacidad ha sido considerada
y tratada desde un modelo deficitario y patologizante, que ha situado la causa de los
problemas dentro de la persona y/o en su familia como una parte más del conjunto
de “desigualdades y de relaciones sociales institucionalizadas que perpetúan las
ideologías y las prácticas excluyentes” (Vlachou, 1999, p. 9).

Históricamente, las personas discapacitadas han tenido que demostrar que se


podían beneficiar de la escuela ordinaria antes de que se les diera cabida en ella. Estas
condiciones obedecen a elementos socio‐políticos que han pensado y tratado las limi‐
taciones personales como barreras importantes e inevitables para participar en la so‐
ciedad o en las escuelas regulares. Para Morris (1991) es una ironía, ya que considera
que el problema no es éste, sino que estriba en la dificultad de la sociedad, de los cen‐
tros educativos para tratar las limitaciones de las personas discapacitadas en sus acti‐
vidades normales. “El problema somos nosotros, nuestros propios límites conceptua‐
les […] para diseñar un mundo diferente, un sistema escolar diferente y no homogé‐
neo, en el que cada cual pueda progresar, junto con otros, en función de sus necesi‐
dades particulares [….]. El problema es, en definitiva, nuestra fuerza y disposición
para transformar la realidad que nos rodea” (Echeita, 1994, p. 67).

Ante ello, uno de los aspectos que revisa la inclusión es el constructo social esta‐
blecido en torno al concepto de discapacidad, instituido a merced de los cambiantes
contextos políticos, sociales y económicos, y con una naturaleza muy marginal y dis‐
criminatoria. La construcción social de la discapacidad ha llevado consigo ideas y
prácticas de segregación, valoraciones y actitudes sociales negativas, así como creen‐
cias en que las dificultades de los individuos son realidades estáticas e inmodifica‐
bles, todo lo que ha sido criticado fuertemente por los defensores de la inclusión. “El
pesimismo sobre las posibilidades de las personas con discapacidad puede llevar a
verlas como analfabetas, incompetentes, desinteresadas por la cultura y los conteni‐
dos académicos” (Biklen, 2000, p. 339).

Esta consideración obvia las vivencias y las explicaciones de las autobiografías


de personas en riesgo de exclusión, que se resisten a admitir que la discapacidad es
estática e imperturbable como tantas veces se cree. Ante ello, la inclusión proclama
que los educadores no deberían limitar con su actitud a las personas con discapaci‐
dad, siendo necesario que asuman que éstas pueden progresar puesto que son com‐
petentes, inteligentes, potencialmente capaces de expresarse e interactuar. Deben en‐

31
tender que las dificultades para demostrar habilidad no son exclusivamente una
muestra de incompetencia intelectual. Muchas veces el rendimiento de estas personas
depende del contexto, de manera que una persona puede parecer muy incompetente
en determinados momentos y, sin embargo, en otras circunstancias mostrar bastante
competencia.

En este discurso referido a la exclusión‐inclusión es fundamental escuchar las


voces, entre otros, de los discapacitados, tantas veces silenciadas (Ballard, 1999; Hig‐
gins y Ballard, 2000; Oliver, 1998; Sellin, 1995), puesto que viven en su propia piel las
repercusiones sociales, morales y educativas de la exclusión. La exclusión educativa y
social en la vida de una persona discapacitada, afirman, pone de manifiesto el poder
institucional para excluir y cómo ello afecta al bienestar social, emocional y a la auto‐
estima de las personas excluidas. “Las ideologías sociales de competencia, selección y
segregación están institucionalizadas en definiciones de ‘fracaso’ y ‘necesidad’ que
excluyen a las personas cuyas vidas –quizás temporalmente y a veces para siempre‐
no son útiles y por lo tanto carecen de valor dentro del orden social existente” (Arms‐
trong, Dolinski y Wrapson, 1999, p. 28).

Conviene prestar atención, asimismo, a aquellas personas, estudiantes o grupos


de ellos que fracasan en el sistema educativo vigentes porque se han desvinculado
del mismo porque aquello que les propone y ofrece no tiene sentido para ellos. Es el
caso de los “objetores escolares”, quienes, en palabras de Escudero (2000), han sido es‐
tigmatizados por un discurso caracterizado por el individualismo competitivo, la se‐
lección y el logro de estándares, que de ese modo provoca su exclusión, confinándo‐
los en los “márgenes de las escuelas”, en programas académicos afectados por bajas ex‐
pectativas que les resultan desmotivadores y ajenos a las comunidades desestructu‐
radas en las que viven.

Con mucha frecuencia, el fracaso de estos alumnos es visto como el resultado de


un comportamiento problemático e inaceptable, falto de habilidades intelectuales, con
defectos lingüísticos (especialmente en las minorías étnicas cuya lengua materna es
diferente a la de la escuela), sin deseo y motivación por aprender. Son alumnos que
desafían al profesorado hasta el límite de su compromiso y de sus habilidades (Wang,
Reynolds y Walberg, 1995). Por consiguiente, conseguir escuelas eficaces, equitativas,
de calidad, ante sistemas políticos que defienden estándares y clasificaciones, resulta
realmente difícil. Se requieren, pues, reformas a medio y largo plazo en los sistemas

32
educativos que desarrollen formas más equitativas y socialmente cohesivas que den
las mismas oportunidades educativas a todos los alumnos y que no se caractericen
por reproducir las pautas de desigualdad existentes.

Generalmente, los jóvenes que son excluidos de las escuelas ordinarias presen‐
tan una historia asociada al fracaso escolar, a problemas familiares, o desafección
afectiva y social. Las instituciones pueden contribuir a aumentar este fracaso al de‐
fender ideologías que excluyan a las personas que viven alguna de estas dificultades
o contribuir a su “rehabilitación”. Sin embargo, la experiencia de las personas que lo
han vivido y hablan sobre ello muestra que este proceso hasta ahora no se está des‐
arrollando desde la filosofía y la práctica de la inclusión, como un respeto a las dife‐
rencias, sino desde la premisa de la “asimilación al sistema”.

Las personas excluidas del sistema educativo por alguna causa destacan que te‐
ner la posibilidad de reintegrarse en el mismo con ciertas garantías de éxito provoca
en ellas una gran alegría, una oportunidad que les ayuda a reconceptualizar su com‐
portamiento, rompiéndose así el ciclo de desamparo en el que muchas veces se en‐
cuentran atrapadas, al no sentirse comprendidas, ni lo suficientemente atendidas en
los centros. Critican que muchas veces, dada su condición de alumnos difíciles, no
son bien vistos ni se les escucha; es más, tanto su punto de vista como el de su familia
está ausente, siendo silenciados continuamente. Su experiencia es que cuando se ex‐
cluye a un alumno del centro, de su entorno, de su aula, su autoestima decae y fácil‐
mente queda influenciado por las bajas expectativas que los demás tienen sobre él.
Por ello, responden de una determinada manera, quizás con sensación de fracaso y
rebeldía, para “cumplir” las expectativas de los adultos.

Ante esta situación, la educación inclusiva se plantea eliminar todas estas for‐
mas de opresión y luchar por conseguir un sistema de educación para todos, funda‐
mentado en la igualdad, la participación y la no discriminación, en el marco de una
sociedad verdaderamente democrática. La educación inclusiva es contraria a la com‐
petición y a la selección centrada en modelos de logro individualizado, porque en‐
tiende que es una cuestión de derecho, de equidad, de lucha contra la desigualdad.
Su fin es que todo ciudadano pueda recibir una educación acorde a sus características
que se constituya en la puerta de entrada a la sociedad del conocimiento (Escudero,
2001). Está en contra de la selección, reclamando políticas de igualdad y equidad que
hagan posible que la educación llegue a todos. Considera los centros como comuni‐

33
dades escolares inclusivas cuyos objetivos se centran en la responsabilidad social, la
ciudadanía activa, la solidaridad y la cooperación, respetando y reconociendo los di‐
versos grupos culturales, como alternativas válidas, no sólo como substratos margi‐
nados (Corbett, 1996).

En definitiva, la educación inclusiva puede ser definida como una actitud, como
un sistema de valores, de creencias, no como una acción ni como un conjunto de ac‐
ciones meramente técnicas. Se centra en cómo apoyar las cualidades y las necesidades
de cada alumno y de todos los alumnos en la comunidad escolar, para que se sientan
bienvenidos, seguros, y alcancen éxito (Arnaiz, 2003; Pearpoint y Forest, 1999).

Llegados a este punto es el momento de preguntarnos: ¿Debe estar presente la


educación inclusiva en la enseñanza universitaria? ¿Las Universidades son responsa‐
bles de formar al profesorado desde esta perspectiva?

En cuanto a la respuesta a la primera pregunta cabe indicar que el modelo de


educación inclusiva también está siendo asumido por parte de las universidades y en
la actualidad lo conforman políticas, prácticas y acciones que tienen en cuenta sus
principios (Arnaiz y Moriña, 2017). De hecho, la normativa española universitaria
ampara el enfoque inclusivo que promulga la Convención de la ONU sobre los Dere‐
chos de las Personas con Discapacidad (2008). En España, la Ley Orgánica 4/2007 de
Universidades hace mención explícita a la inclusión de personas con discapacidad en
la educación superior, estableciendo la garantía de igualdad de oportunidades, acce‐
sibilidad universal y la no discriminación hacia las mismas.

Un rasgo común en los sistemas universitarios actuales estriba en que cada vez
hay una mayor diversidad entre el alumnado, o como Thomas (2016) ha planteado, la
participación en la universidad es más amplia, debido a la incorporación progresiva
de colectivos que tradicionalmente estaban al margen de la enseñanza superior. En
las aulas pueden estar presentes estudiantes de diferentes nacionalidades, edades,
culturas, situaciones socioeconómicas o capacidades. Esta diversidad creciente, que
está transformando las aulas, está adquiriendo mayor protagonismo científico, de
forma que cada vez más investigaciones tratan de abordar cómo responde la educa‐
ción superior a esta nueva situación. Muchos de estos trabajos se centran en colecti‐
vos no‐tradicionales, concepto que incluye a estudiantes que necesitan medidas adi‐
cionales de apoyo, pudiendo ser, en función del país, estudiantes con discapacidad,

34
alumnado de grupos culturales minoritarios, universitarios de origen socio‐
económico bajo, entre otros (Weedon y Riddell, 2016). De igual forma, diferentes es‐
tudios se centran de esta manera más específica en los estudiantes con discapacidad
(Leyser, Greenberger, Sharoni, y Vogel, 2011; Moriña, López, y Molina, 2015) cuyo
número no deja de aumentar año tras año. En el caso específico de España, el número
de estudiantes con discapacidad matriculados en el curso 2016/2017 alcanzaba casi
22.000 estudiantes (Fundación Universia, 2018), frente a los 18.418 estudiantes del
curso 2011‐2012.

Sin embargo, no basta con la existencia de estas declaraciones y normativas para


asegurar el derecho de este alumnado a una educación de calidad, sin discriminacio‐
nes y basada en los principios de la educación inclusiva en la enseñanza superior.
Trabajos recientes (Gibson, 2015; Thomas, 2016) concluyen que no es suficiente con
garantizar el acceso de estudiantes diversos, ya que como se ha estudiado, los estu‐
diantes con discapacidad presentan un mayor riesgo de abandonar prematuramente
sus estudios universitarios en comparación con el resto (Mamiseishvilli y Koch,
2011). Solo un 6% de las personas con discapacidad tienen una titulación universita‐
ria en España frente al 40% de la Unión Europea.

En este sentido, no son pocos los autores (Doughty y Allan, 2008; Hardy y
Woodcock, 2015), que reclaman la necesidad de que el aprendizaje en las universida‐
des sea inclusivo, siendo éstas responsables de dar una respuesta educativa acorde a
las necesidades de todo el alumnado. Como Gairín y Suárez (2014) concluyen, las
universidades de calidad lo son, si son también inclusivas. Casi todas las universida‐
des han empezado a implementar alguna forma de intervención para incrementar la
permanencia y el éxito de todos los estudiantes a través de los Servicios de Atención
a la Diversidad. Su finalidad, como es el caso del Servicio de Atención a la Diversidad
y Voluntariado de la Universidad de Murcia, es favorecer que todo el alumnado y,
especialmente el que presenta alguna discapacidad, permanezca en la universidad y
finalice sus estudios con éxito (Arnaiz, 2000).

Otro elemento fundamental en el desarrollo de este modelo inclusivo es el pro‐


fesorado. Los estudiantes con discapacidad se benefician del profesorado que se pre‐
ocupa y conoce sus características y necesidades, e incorpora en sus prácticas estrate‐
gias de adaptación curricular ligadas al diseño universal de aprendizaje favoreciendo
así que el aprendizaje llegue a todos (Getzel, 2008).

35
Respondiendo a la segunda pregunta formulada anteriormente, cabe afirmar
que las Universidades son responsables de formar al profesorado universitario y no
universitario desde un modelo inclusivo.

Respecto al profesorado universitario, la oferta de cursos, a través por ejemplo de


la modalidad de formación “blended‐learning,” mejoraría su capacitación y por con‐
siguiente facilitaría su tarea docente ante las características diversas del alumnado.
Los contenidos a abordar en estos cursos serían: conocimiento de sus obligaciones le‐
gales, técnicas en el diseño del currículo, ajustes en la enseñanza, información sobre
recursos disponibles para estudiantes con discapacidad, uso efectivo de prácticas ins‐
truccionales, conocimientos de las características de la discapacidad o información
sobre cómo acceder a los servicios que las universidades tienen para estos estudiantes
(Moriña, 2018).

Los propios estudiantes universitarios con discapacidad han destacado que el


profesorado universitario debe estar informado, formado y sensibilizado para que
pueda ayudarles a superar las barreras que encuentran en la realización de los estu‐
dios superiores. En algunas de las investigaciones realizadas por Moriña y Perera
(2018), se concluye que la actitud del profesorado mejora una vez que éste se forma y
cuenta con más experiencia sobre cómo responder a las necesidades de los estudian‐
tes con discapacidad. El profesorado no debe llevar a cabo actuaciones que dependan
de su buena voluntad sino que, con el apoyo de los Servicios de Atención a la Diver‐
sidad, debe conocer las normativas que regulan las modificaciones que se pueden
hacer del currículo y los derechos que tienen los estudiantes con discapacidad. De
esta manera estará informado y formado, y será más capaz de realizar proyectos do‐
centes accesibles que den cabida a todos los estudiantes. Todo ello son factores clave
para que la educación inclusiva sea una realidad en la enseñanza superior.

En lo que se refiere a la formación inicial y permanente, se requieren docentes que


reflexionen sobre su enseñanza, colaboradores, investigadores y críticos, que afronten
con profesionalidad, y desde una perspectiva democrática, los retos de su tarea edu‐
cativa en esta época de cambios sociales y educativos que estamos viviendo en los
inicios del siglo XXI (Cochran‐Smith, 1998). Ya no son los profesores especialistas los
principales y únicos responsables, como en épocas anteriores, de los alumnos con
necesidades de apoyo educativo, sino que todo el profesorado es responsable de la
atención a la diversidad en los centros. Todos están obligados a dar una respuesta

36
educativa acorde a las necesidades del alumnado tengan o no dificultades, puesto
que las aulas son los espacios por excelencia donde todos los alumnos deben encon‐
trar una respuesta educativa óptima a su manera de ser y de aprender.

Por ello, en los Estudios de Grado vigentes en Educación Infantil y Primaria,


aunque con un número menor de créditos del que se requeriría, los futuros maestros
reciben una formación básica para atender las diversas características del alumnado.
El profesorado universitario debe de tener en cuenta, como expone Darling‐Hamond
(1998), que la formación de todo profesor en la sociedad de hoy en día, para poder
llevar a cabo una educación inclusiva en los centros, comprenderá conocimientos que
permitan entender y conocer las diferencias de los alumnos en cuanto a género, capa‐
cidad, cultura, etc., así como una gran variedad de estrategias de enseñanza que les
posibilite plantear de distinta manera los mismos objetivos, adaptarse a variadas si‐
tuaciones y trabajar de manera colaborativa con sus compañeros.

Si pasamos a la formación de los docentes de Educación Secundaria, en el Mas‐


ter de Formación del Profesorado de Educación Secundaria Obligatoria y Bachillera‐
to, Formación Profesional, Enseñanza de Idiomas y Enseñanzas Artísticas, se requiere
un currículum articulado en torno a una capacitación científica especializada por
áreas de conocimiento y una formación pedagógica basada en una concepción del
profesor como profesional reflexivo, práctico y crítico. Las prácticas son un compo‐
nente vertebrador de la formación, y los contenidos estarán referidos a las diferencias
individuales y socioculturales. También son imprescindibles los conocimientos y las
habilidades para adaptar la enseñanza en el área correspondiente y reconocer la co‐
nexión con otras áreas del saber, lo que facilitará la interdisciplinariedad y la funcio‐
nalidad de los aprendizajes.

La formación permanente del profesorado tiene la finalidad de ampliar y mejo‐


rar sus funciones profesionales para ayudarle a desarrollar un currículum en contex‐
tos organizativos diferenciados, que promuevan la calidad en los aprendizajes de los
alumnos, atendiendo a valores y principios de justicia y equidad educativa. Por ello,
es necesaria una formación cuyos contenidos y procesos desarrollen, con el profeso‐
rado, la reflexión sobre su propia práctica y la conformación de sus roles profesiona‐
les como agentes de cambio y de innovación. Una vía de formación que debería se‐
guir los principios de observación de la propia práctica, análisis de la misma y aplica‐
ción de la teoría, evaluación y desarrollo del currículum, y trabajo en equipo (Ashton,

37
Henderson y Peacock, 1989), formando parte de comunidades profesionales de
aprendizaje en los centros y otros espacios de acceso y creación de conocimiento.

Entendiendo la formación como cambio y el cambio como formación (Escudero,


1992a y 1992b, Fullan, 1990), el profesorado podrá construir su identidad profesional
mediante su implicación en la construcción de centros inclusivos y de calidad, en‐
trando en contacto con valores, prácticas y personas que favorecen su desarrollo pro‐
fesional. Se podría decir que la educación integral de todos los alumnos y la forma‐
ción del profesorado ha de entenderse como una manera de conseguir una mejor
educación para todos los alumnos y unos mejores profesionales de la enseñanza. Este
objetivo, y los cambios necesarios para su consecución, no pueden entenderse inde‐
pendientemente de los aspectos sociales, históricos, profesionales e ideológicos que
condicionan la práctica docente y las políticas de reforma educativa. En ese sentido,
lo diverso del alumnado no ha de suponer un profesorado, un currículum, unos cen‐
tros diferentes y específicos, sino un profesorado, un currículum y unos centros edu‐
cativos que tengan, como uno de los objetivos primordiales de su función educativa,
la justicia social y el compromiso con valores democráticos de equidad.

6. Mirando al futuro

Realizado este recorrido por los avances que la educación inclusiva ha conse‐
guido en las últimas décadas, debemos plantearnos los siguientes desafíos para el
futuro.

En primer lugar, el discurso de la educación inclusiva ha de pasar desde el te‐


rreno de los principios y de los ideales al escenario del aula y de los centros educati‐
vos y, consecuentemente, al de las políticas y decisiones educativas y sociales que son
necesarias para facilitarlo. Si bien es cierto que en los últimos años se han conseguido
numerosos avances, nuestro compromiso debe renovarse con el fin de que en las
próximas décadas se produzcan cambios profundos a nivel organizativo, curricular y
metodológico en el seno de las instituciones educativas y más allá de las mismas.

Los distintos actores más directamente implicados en la educación, profesorado,


familias, alumnado y otros agentes de la comunidad educativa, están llamados a sos‐
tener valores, creencias y prácticas acordes con el proyecto ambicioso y justo de la
escuela inclusiva. No corresponde ni interpela solo al profesorado más vinculado a

38
las tareas de atención a los alumnos con necesidades de apoyo educativo, sino que ha
de abarcar a todos y cada uno de los centros escolares y agentes formativos de acuer‐
do con un enfoque global y sistémico de la educación.

El énfasis debe ir dirigido, por lo tanto, a lograr una mayor implicación social,
comunitaria, institucional y personal, apostando firmemente para que la educación
inclusiva sea una realidad normalizada y generalizada, no una experiencia puntual y
limitada a casos particulares. Escuchar las voces del alumnado y de las familias, así
como promover su participación activa, será fundamental, puesto que ello permitirá
conocer mejor sus necesidades e incluir sus puntos de vista. Estas contribuciones son
insoslayables y deben ir acompañadas en los centros y en las aulas con proyectos y
prácticas comprometidas con la garantía universal del derecho a la educación de to‐
das las personas.

En el futuro inmediato y a largo plazo, el profesorado y su formación inicial y


continuada habrán de ser objeto de una atención preferente. Sin docentes bien prepa‐
rados, capaces y comprometidos con la educación inclusiva, este proyecto tan ambi‐
cioso como ético en esencia, no será posible, como tampoco lo será que haya centros y
políticas educativas aglutinadas en torno al mismo.

Para ello, no bastará una formación específica destinada a especialistas (Pedago‐


gía Terapéutica, Audición y Lenguaje), sino que será necesario que la preparación de
todo el profesorado, y sus contribuciones a una renovación pedagógica genuina, gi‐
ren en torno al modelo inclusivo en todos los niveles del sistema educativo. Habrá de
proyectarse, por consiguiente, sobre los contenidos de la profesionalidad y profesio‐
nalización docente, sobre las condiciones del puesto de trabajo y sobre los procesos
de aprendizaje sostenido del oficio, antes y durante el ejercicio de la profesión.

Ya que el despliegue y el sostenimiento de un proyecto de educación inclusiva


requiere una visión amplia y un enfoque sistémico, no solo será preciso crear y refor‐
zar centros, docentes y comunidades educativas ampliadas que asuman la inclusión
y la realicen en sus respectivos ámbitos, sino que los gobiernos, poderes públicos y
administraciones sociales y educativas deberán asumir y llevar a cabo las tareas y las
responsabilidades que propiamente les incumben. En este sentido, su liderazgo será
clave en: la promoción efectiva de la inclusión, la creación de políticas y condiciones
que puedan favorecerla, la vigilancia proactiva y efectiva para prevenir o corregir

39
cuando sea necesario la existencia de espacios institucionales y sociales donde pudie‐
ran estarse vulnerando los valores y los principios de una sociedad más humana, jus‐
ta, solidaria y habitable por todos y para todos.

Por último, debemos ir más allá de la proliferación de medidas específicas para la


atención al alumnado más vulnerable que, sin dejar de ser importantes y beneficiosas,
no son, en muchos casos, totalmente coherentes con el proyecto de educación inclusi‐
va. En consecuencia, otro gran reto a abordar es la creación de una verdadera convic‐
ción política que dé una cobertura económica, social y cultural a la Educación Inclusi‐
va, para así llegar a articular un desarrollo normativo que vaya más allá de los gran‐
des principios e ideales.

Así, pues, como comunidad educativa implicada y comprometida con los valo‐
res y derechos de todas las personas, debemos avanzar desde la educación segregada
a un sistema inclusivo caracterizado por un aprendizaje significativo centrado en el
discente. Solo de esta manera lograremos la transformación de nuestra sociedad, tan‐
tas veces intolerante y temerosa, para que acoja y celebre la diversidad como algo
natural.

Confiemos en que con nuestro esfuerzo y compromiso podamos ver cumplidos


todos estos desafíos en el siglo XXI.

40
7. Referencias

Abberley, P. (1998). Trabajo, utopía e insuficiencia. En L. Barton (Ed.), Discapacidad y


sociedad (pp. 77‐96). Madrid: Morata.

Álvarez‐Uría, F. (1996). La configuración del campo de la infancia anormal. En B. M.


Franklin (Comp.), Interpretación de la discapacidad. Teoría e Historia de la Educa‐
ción Especial (pp. 90‐122). Barcelona: Pomares.

Ainscow, M. (1995). Necesidades educativas especiales. Madrid: Narcea‐UNESCO.

Ainscow, M.; Hopkins, D.; Soutworth, G. y West, M. (2001). Hacia escuelas eficaces
para todos. Manual para la formación de equipos docentes. Madrid: Narcea.

Apple, M.W. (1999). Creating profits by creating failures: standards, markets and
inequality in education. Ponencia presentada en el Congreso Internacional de
AEDES: “Reto social para el próximo milenio: educación para la diversidad”. Madrid.

Armstrong, D.; Dolinski, R. y Wrapson, Ch. (1999). What about Chantel? From in‐
side about: an insider’s experience of exclusion. International Journal of Inclu‐
sive Education, 3(1), 27‐36.

Arnaiz Sánchez, P. (1996). Las escuelas son para todos. Siglo Cero, 27(2), 25‐34.

Arnaiz Sánchez, P. (2000). La diversidad como valor educativo. En I. Martín (Coord.),


El valor educativo de la diversidad (pp. 87‐103). Valladolid: Grupo Editorial Uni‐
versitario.

Arnaiz Sánchez, P. (2003). Educación inclusiva: una escuela para todos. Málaga: Aljibe.

Arnaiz Sánchez, P. (2011). Luchando contra la exclusión: buenas prácticas y éxito


escolar. Revista de Innovación Educativa, 21, 23‐35.

Arnaiz Sánchez, P. (2012). Escuelas eficaces e inclusivas: cómo favorecer su desarro‐


llo. Educatio Siglo XXI, 30(1), 25‐44.

Arnaiz Sánchez, P. (2018). Educación inclusiva en la Etapa Secundaria. En M.J. León


y T. Sola (Ed.), Liderando investigación y prácticas inclusivas (pp. 43‐51). Grana‐
da: Universidad.

Arnaiz, P. y Moriña, A. (2017). Los procesos de inclusión en estudiantes universita‐


rios: una propuesta para la acción. En M. Pérez Ferra y J. Rodríguez Pulido
(Ed.), Buenas prácticas docentes del profesorado universitario (pp. 67‐80). Madrid:
Octaedro.

41
Asthon, P.M.; Henderson, E.E. y Peacock, A. (1989). Teacher Education Trough Evalua‐
tion: The Principles and Practices of IT‐INSET. London: Routledge.

Ballard, K. (Ed.) (1999). Inclusive Education. International Voices on Disability and Jus‐
tice. London: Falmer Press.

Barton, L. (1986). The politics of special educational needs. Disability, Handicap and
Society, 1(3), 273‐290.

Barton, L. y Slee, R. (1999). Competition, selection and inclusive education: some ob‐
servations. International Journal of Inclusive Education, 3(1), 3‐12.

Bautista Jiménez, R. (1993). Una escuela para todos: La integración escolar. En R.


Bautista (Comp.), Necesidades educativas especiales (pp. 23‐38). Málaga: Aljibe.

Biklen, D. (2000). Constructing inclusion: lessons from critical, disability narratives.


International Journal of Inclusive Education, 4(4), 337‐353.

Binet, A. (1973). Les idées modernes sur les enfants. París: Flammarion.

Birch, J.W. (1974). Mainstreaming: Educable mentally retarded children in regular classes.
Reston: The Council for Exceptional Children.

Cochran‐Smith, M (1998). Teacher Development and Education Reform. In A. Har‐


greaves, A.; Lieberman, M.; Fullan y D. Hopkins (Eds), International Handbook
of Education Change (pp. 916‐951). Londres: Kluwer Academic Publishers.

Connell, R.W. (1997). Escuelas y justicia social. Madrid: Morata.

Corbett, J. (1996). The language of Special Needs. London: Falmer Press.

Darling‐Hamond, L. (1998). Policy and change: getting beyond bureaucracy. En A.


Hargreaves, A.; Lieberman, M.; Fullan y D. Hopkins (Eds.), International Hand‐
book of Educational Change (pp. 642‐668). Londres: Kluwer Academic Publishers.

Delors, J. (1996). La educación encierra un tesoro. Madrid: Santillana, Ediciones


UNESCO.

Doughty, H. y Allan, J. (2008). Social capital and the evaluation of inclusiveness in


Scottish further education colleges. Journal of Further and Higher Education, 32(3),
275‐284.

Echeita, G. (1994). A favor de una educación de calidad. Cuadernos de Pedagogía, 228,


66‐67.

42
Escudero Muñoz, J.M. (1992a). La escuela como espacio de cambio educativo: estra‐
tegias de cambio y formación basadas en el centro escolar. En J.M. Escudero y
J. López Yáñez (Coords.), Los desafíos de las reformas escolares (pp. 263‐299). Se‐
villa: Arquetipo.

Escudero Muñoz, J.M. (1992b). Una estrategia de formación centrada en los proyec‐
tos de cambio: nuevos mensajes desde la diseminación y utilización del cono‐
cimiento. En J.M. Escudero y J. López Yáñez (Coords.), Los desafíos de las refor‐
mas escolares (pp. 133.177). Sevilla: Arquetipo.

Escudero Muñoz, J. M. (2000). Diversidad: una buena educación para todos. Ponencia
presentada en el curso de Promoción Educativa de la Universidad de Murcia.

Escudero Muñoz, J.M. (2001). La educación, puerta de entrada o de exclusión a la sociedad


del conocimiento. Ponencia presentada en EDUTEC. Murcia.

Fierro Bardají, A. (1987). La persona con retraso mental. Madrid: MEC.

Fine, J.B. (1996). Base de poder popular: Un determinante para asegurar la igualdad
de oportunidades educativas para los discapacitados. En B. M. Franklin
(Comp.), Interpretación de la discapacidad. Teoría e Historia de la Educación Espe‐
cial (pp. 193‐ 212). Barcelona. Pomares.

Foucault, M. (1967). Historia de la locura en la época clásica. México: Fondo de Cultura


Económica.

Fulcher, G. (1989). Disabling Policies? A comparative approach to education policy and


disability. London: Falmer Press.

Fullan, M. (1990). El desarrollo y la gestión del cambio”. Revista de Innovación e Inves‐


tigación Educativa, 5, 9‐22.

Gairín, J. y Suárez, C. I. (2014). Clarificar e identificar a los grupos vulnerables. En J.


Gairín (Coord.), Colectivos vulnerables en la Universidad. Reflexiones y propuestas
para la intervención (pp. 35‐61). Madrid: Wolters Kluwer España, S.A.

García Pastor, C. (1988). La Educación Especial como disciplina de las Ciencias de la


Educación: situación actual y apuntes para el futuro. En ICE (Ed.), Teoría y
práctica de la Educación Especial (pp. 41‐47). Palma de Mallorca: ICE de la Univ.
de les Illes Balears.

García Pastor, C. (1993). Una escuela común para niños diferentes: la integración escolar.
Barcelona: PPU.

43
García Pastor, C. (1996). La iniciativa para conseguir la reunificación de los sistemas
de educación general y especial en EE.UU. (REI). Siglo Cero, 27(2), 15‐24.

Getzel, E. (2008). Addressing the Persistence and Retention of Students with Dis‐
abilities in Higher Education: Incorporating Key Strategies and Supports on
Campus, Exceptionality, 16(4), 207‐219.

Gibson, S. (2015). «When rights are not enough: What is? Moving towards new
pedagogy for inclusive education within UK universities». International Jour‐
nal of Inclusive Education, 19(8), 875‐886.

González Manjón, D. (Coor.) (1993). Adaptaciones curriculares. Guía para su elaboración.


Málaga: Aljibe.

Goodlad, J.I. y Lovitt, T. C. (1993). Integrating General and Special Education. New York:
Merril.

Hardy, I. y Woodcock, S. (2015). Inclusive education policies: discourses of differ‐


ence, diversity and deficit. International Journal of Inclusive Education, 19(2),
141‐164.

Higgins, N. y Ballard, K. (2000). Like everybody else? What seven New Zealand
adults learned about blindness from the education system? International Jour‐
nal of Inclusive Education, 4(2), 163‐178.

Ingalls, R. P. (1982). Retraso mental: la nueva perspectiva. México: Manual Moderno.

Jiménez Martínez, F. (1996). Currículum y modelos de intervención en educación


especial. Actas de las XIII Jornadas de Universidad y Educación Especial (pp. 55‐
79). Barcelona: Universidad Autónoma.

Kivirauma, J. y Kivinen, O. (1996). El modelo de la escuela moderna y el crecimiento


de la educación especial. En B. M. Franklin (Comp.), Interpretación de la disca‐
pacidad. Teoría e historia de la educación especial (pp. 269‐312). Barcelona. Poma‐
res.

Leyser, Y., Greenberger, L., Sharoni, V. y Vogel, G. (2011). Students with disabilities
in teacher education: changes in faculty attitudes toward accommodations
over ten years. International Journal of Special Education, 26(1), 162‐174.

López Melero, M. (1990). La integración escolar, otra cultura. Málaga: Junta de Andalu‐
cía. Consejería de Educación y Ciencia.

44
Mamiseishvilli, K. y Koch, L. (2011). «First‐to‐second‐year persistence of students
with disabilities in postsecondary institutions in the United States». Rehabilita‐
tion Counselling Bulletin, 54(2), 93‐105.

Ministerio de Educación y Ciencia (1990). Ley Orgánica de Ordenación del Sistema Edu‐
cativo (LOGSE). Madrid: Centro de Publicaciones del MEC.

Molina García, S. y Gómez Moreno, A. (1992). Mitos e ideologías en la escolarización del


niño deficiente mental. Zaragoza: Mira Editores.

Moriña, A. (Ed.)(2018). Formación del profesorado para una educación inclusiva en la uni‐
versidad. Madrid: Síntesis.

Moriña, A., López, R. y Molina, V. (2015). Students with Disabilities in Higher Edu‐
cation: a Biographical‐Narrative Approach to the Role of Lecturers. Higher
Education Research and Development, 34, 147‐159.

Moriña A. y Perera, V.H. (2018). Inclusive Higher Education in Spain: Students With
Disabilities Speak Out. Journal of Hispanic Higher Education. Doi:
10.1177/1538192718777360.

Morris, J. (1991). Pride Against Prejudice. Philadelphia: New Society.

Moya Maya, A. (2001). El profesor de apoyo a la integración: algunas sombras. Revis‐


ta de Ciencias de la Educación, 186, 231‐241.

Muntaner Guaps, J.J. (1999). Bases para la formación del profesorado en la escuela
abierta a la diversidad. Revista Interuniversitaria de Formación de Profesorado, 36,
125‐141.

O’Hanlon, C. (Ed.). (1995). Inclusive Education in Europe. London: David Fulton Pub‐
lisher.

Oliver, M. (1987). Redefining disability: a challenge to research. Research in Special


Needs, 5(1), 12‐24.

Oliver, M. (1998). ¿Una sociología de la discapacidad o una sociología discapacitada?


En L. Barton (Ed.), Discapacidad y sociedad (pp. 34‐58). Madrid: Morata.

Ortiz González, C. (1995). Las personas con necesidades educativas especiales. Evo‐
lución histórica del concepto. En M.A. Verdugo (Dir), Personas con discapacidad
(pp. 37‐78). Madrid: Siglo XXI.

Parrilla Latas, A. (1996). Apoyo a la escuela: un proceso de colaboración. Bilbao: Mensaje‐


ro.

45
Parrilla, A. y Daniels, H. (1998). Creación y Desarrollo de Grupos de Apoyo entre Profeso‐
res. Bilbao: Mensajero.

Pearpoint, J. y Forest, M. (1999). Prólogo. En S. Stainback y W. Stainback: Aulas inclu‐


sivas (pp. 15‐18). Madrid: Narcea.

Prudhommeau, M. (1976). Infancia anormal. Barcelona: Planeta.

Richardson, J.G. y Parker, T.L. (1996). Génesis de la educación especial: el caso de


Estados Unidos. En B. M. Franklin (Comp.), Interpretación de la discapacidad.
Teoría e Historia de la Educación Especial (pp. 125‐162). Barcelona: Pomares.

Rieser, R. y Mason, M. (1992)(Eds.). Disability, Equality in the Classroom: A Human


Rights Issue. London: ILEA.

Sapon‐Shevin, M. (1995). Why gifted Students Belong in Inclusive schools. Educa‐


tional Leadership, 52(4), 64‐70.

Schhreenberger, P. D. (1984). Historia del retraso mental. San Sebastián: SIIS.

Sellin, B. (1995). I Don’t Want To Be Inside Me Anymore: Messages from an Autistic


Mind. New York: Basic.

Stainback, W. y Stainback, S. (1989). Un solo sistema, una única finalidad: la integra‐


ción de la Educación Especial y de la Educación Ordinaria. Siglo Cero, 121, 26‐
28.

Thomas, L. (2016). Developing inclusive learning to improve the engagement, be‐


longing, retention, and success of students from diverse groups. In M. Shah,
A. Bennett y E. Southgate (Eds.), Widening higher education participation. A
global perspective (pp. 135‐159). Oxford: Elsevier.

Tomlinson, S. (1982). A Sociology of Special Education. London: Rouletdge and Kegan


Paul.

Tropea, J. L. (1996). El orden de la escuela primaria y el alumnado especial: ley, bu‐


rocracia y mercado. En B. M. Franklin (Comp.), Interpretación de la discapacidad.
Teoría e Historia de la Educación Especial (pp. 163‐192). Barcelona. Pomares.

UNESCO (2016a). Educación 2030. Declaración de Incheon y Marco de Acción para la rea‐
lización del Objetivo de Desarrollo sostenible 4. París: UNESCO.

UNESCO (2016b). Training Tools for Curriculum Development. Reaching out to all learners:
A Resource Pack for Supporting Inclusive Education. Geneva: International Bureau
of Education.

46
Vlachou, A. D. (1999). Caminos hacia una educación inclusiva. Madrid: La Muralla.

Wang, M.; Reynolds, M. y Walberg, H. (1995). Serving Students at the Margins. Edu‐
cational Leadership, 52(4), 12‐17.

Warnock, M. (1978). Special Educational Needs. Report of the committee of enquiry into the
education of handicapped children and young people. London: HMSO.

Weedon, E. y Riddell, S. (2016). Higher education in Europe: widening participation.


In M. Shah, A. Bennett y E. Southgate (Eds.), Widening higher education partici‐
pation. A global perspective (pp. 49‐61). Oxford: Elsevier.

47

También podría gustarte