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II Comprobación de Lectura

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UNIVERSIDAD CATÓLICA DE COSTA RICA

LITURGIA Y CELEBRACIÓN

II COMPROBACIÓN DE LECTURA
EL ESPACIO Y EL TIEMPO EN LA LITURGIA

PBRO. GREIDYN JOHANNY VARGAS NAVARRO, LIC.

WAYLER S. MORA SALAS

Sede Central
Octubre 2022
Capítulo I
Cuestiones preliminares sobre la relación de la liturgia con el espacio y el tiempo

La venida de Cristo y la difusión de la Iglesia por todo el mundo, la transición del


sacrificio del templo a la adoración universal “en espíritu y verdad”, constituye un importante
primer paso, un paso hacia el cumplimiento de la promesa del Antiguo Testamento. Pero es
evidente que la esperanza todavía no ha llegado a su pleno cumplimiento.

Por ello, los Padres describieron las fases del cumplimiento no sólo mediante la
contraposición entre Antiguo y Nuevo Testamento, sino por medio de un esquema en tres pasos:
sombra-imagen-realidad. En la Iglesia del Nuevo Testamento, la sombra es sustituida por la
imagen. Pero estamos aún en el tiempo de la aurora en el que se mezclan la oscuridad y la
claridad. Ya está amaneciendo, pero aún no ha despuntado el sol. De esta forma, el tiempo del
Nuevo Testamento constituye un peculiar momento intermedio, que mezcla el “ya” pero
“todavía no”.

De esta comprensión del Nuevo Testamento como tempo de transición, como imagen
entre sombra y realidad, resulta la forma específica de la teología litúrgica. Tal forma se nos
aclara más aún si tenemos presente los tres niveles fundamentales para la constitución del culto
cristiano. Existe el nivel intermedio, estrictamente litúrgico, que a todos nos es familiar: se
manifiesta en las palabras ya acciones de Jesús en la Última Cena.

El verdadero acto interior que no existiría sin el acto exterior, sobrepasa el tiempo, pero
por proceder del tiempo, siempre puede ser en él recuperado. Por ello es posible la
simultaneidad.

Existe el nivel del acontecimiento fundante y, en segundo lugar, el de la rememoración y


actualización litúrgica, es decir, el nivel propiamente litúrgico. Ambos niveles están
interrelacionados. Esta liturgia no es sustitución excluyente, sino que tiene una función vicaria.
Aquí se hace patente el significado de esta distinción. Lo que se sacrifica no son animales, no es
un “algo” que al fina y al cabo, sigue siendo ajeno a mí. Esta liturgia se basa en la pasión vivida
por un hombre que son su yo, ciertamente toca el ministerio del Dios vivo mismo que es “Hijo”.
Por tanto, nuca podrá ser una mera actio litúrgica.
La simultaneidad con la Pascua de Cristo que tiene lugar en la Eucaristía de la Iglesia es,
después de todo, también una realidad antropológica. La celebración no es solo un rito, no es
solo un “juego” litúrgico, pues quiere ser logike latreia, transformación de mi existencia en
dirección al logos.

Por ello, el martirio se consideraba en la Iglesia antigua como una verdadera celebración
eucarística, la realización extrema de la simultaneidad con Cristo.

Un esquema de tres pasos: la Liturgia, según hemos visto, se caracteriza por la tensión
con la Pascua histórica de Jesús (cruz y resurrección), su fundamento real. En la singularidad de
este acontecimiento se ha constituido algo permanente que -y este es el segundo paso- por medio
de la acción litúrgica se introduce en nuestro presente, y -tercer paso- quiere abarcar a partir de
aqúi la vida de los celebrantes, y el último extremo, toda la realidad histórica. El acontecimiento
inmediato -la liturgia- sólo tiene sentido y significado para nuestra vida porque lleva dentro de sí
las otras dos dimensiones; pasado, presente y futuro se compenetran y tocan la eternidad.

Antes habíamos conocido tres fases en la historia de la salvación que -según la fórmula
de los Padres de la Iglesia- avanza desde la sombra hacia la realidad pasando por la imagen. Con
ello habíamos visto que en nuestro tiempo -el tiempo de la Iglesia- nos encontramos en este nivel
intermedio del movimiento histórico: el velo del templo se ha rasgado, el cielo se ha abierto
gracias a la unión del hombre Jesús y, con él, la unión de toda la humanidad con el Dios vivo.
Pero sólo se nos hace partícipes de esta nueva apertura por medio de los signos de salvación. Si
ahora sobreponemos los dos esquema -el histórico y el litúrgico- se pone de manifiesto que la
liturgia es la expresión exacta de esta misma situación histórica, que expresa el carácter
intermedio del tiempo de las imágenes en el que nos encontramos.

Después de que se rasgara el velo del templo y quedara abierto para nosotros el corazón
de Dios en el corazón traspasado del crucificado, ¿todavía necesitamos de un espacio sagrado, de
un tiempo sagrado, de unos símbolos mediadores? Si, los necesitamos, precisamente para que
aprendamos, por medio de la “imagen”, por medio del signo, a ver el cielo abierto, para que
lleguemos a ser capaces de reconocer el misterio de Dios en el corazón traspasado del
crucificado.
La liturgia cristiana ya no es un culto sustitutivo, sino un acercamiento hacia nosotros de
aquel que lo lleva a cabo. En la celebración litúrgica se realiza, por así decirlo, una inversión de
exitus y reditus, la salida se convierte en retorno, el descenso de Dios en nuestro ascenso.

Capítulo II
Lugares sagrados, el significado del templo

La comunidad cristiana necesita un lugar para reunirse.

El hecho de que el templo cristiano recibiera ya desde bien pronto el nombre de “domus
ecclesiae” (casa de la “Iglesia”, de la asamblea del pueblo de Dios) y más tarde y, de forma
abreviada, se utilizara la palabra ecclesia (asamblea, Iglesia) no sólo para la comunidad viva,
sino también para la casa que la acogía, pone de manifiesto una concepción distinta: Cristo
mismo realiza el “culto” ante le Padre, se convierte en culto para los suyos, desde el momento en
que se reúnen con Él y en torno a Él.

El templo cristiano nace en continuidad con la sinagoga. Que la liturgia cristiana incluye
también el templo y no sólo la continuación de la sinagoga.

Esta orientación hacia el templo y, con ella, la conexión de la liturgia de la palabra de la


sinagoga con la liturgia sacrificial del templo, se manifiesta en la forma de la oración.

En la sinagoga aparecen ya las constantes fundamentales del espacio litúrgico cristiano y,


a partir de aquí, se puede deducir más claramente la unidad esencial de los Testamentos.

De la esencia de la fe cristiana resultan tres innovaciones que constituyen el rasgo


propiamente nuevo y específico de la liturgia cristiana, frente a la forma aquí esbozada de la
sinagoga. La primera, es que la mirada ya no se dirige a Jerusalén: el tempo destruido ya no es
considerado como el lugar de la presencia terrenal de Dios.
La segunda novedad respecto de la sinagoga consiste en que aparece un elemento
completamente nuevo que en la sinagoga no podía existir: junto al muro orienta, situado en el
ábside está ahora el altar, sobre el que se celebra el sacrificio eucarístico.

El tercer elemento que hay que mencionar a este propósito es, el hecho de que el arca de
la Escritura mantiene también su lugar dentro del templo, pero con una novedad sustancia. A la
Torá se añaden los Evangelios que son la clave para entender el significado de la Torá “Moisés
escribió de mí” dice Cristo.

La liturgia tiene, por tanto, dos lugares en la estructura de la Iglesia cristiana primitiva. El
primero de ellos es el de la liturgia de la Palabra, en el centro del espacio, durante la cual, los
fieles se agrupan en torno al “bema”, el terreno elevado, en el que se encontraban el trono del
Evangelio, la silla del obispo y el ambón. La celebración de la Eucaristía propiamente dicha,
tiene su lugar en el ábside, junto al altar que es “rodeado” por los fieles que, juntamente con el
celebrante, miran hacia el oriente, hacia el Señor que viene.

Una última diferencia entre la sinagoga y las Iglesia de los orígenes: en Israel únicamente
la presencia de los hombres se consideraba fundamental para la celebración del culto. El
sacerdocio universal descrito en Éxodo 19, se refería exclusivamente a ellos. Por consiguiente,
las mujeres en las sinagogas sólo podían encontrar sitio en tribunas y palcos. En la Iglesia de
Cristo, a partir ya de los apóstoles, no existió tal distinción. Aunque a las mujeres no se les
confiera el ministerio público de la palabra, éstas estaban plenamente integradas en el culto igual
que los hombres.
Capítulo III
El altar y la orientación de la oración en la liturgia

Esta transformación de la sinagoga en función de la liturgia cristiana deja entrever con


claridad la continuidad y la novedad entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. La religiosidad
popular, en sus distintas formas, dejaría también, necesariamente, su impronta en el espacio
celebrativo. En todas las evoluciones y reestructuraciones, hay que plantear la siguiente
pregunta: ¿qué corresponde a la liturgia y qué nos aleja de ella?

La universalidad de la idea de Dios es consecuencia de la universalidad cristiana. Pero la


conciencia de esta universalidad es fruto de la revelación: Dios se nos ha manifestado. El
símbolo cósmico del sol que nace expresa por un lado, la universalidad por encima de todos los
lugares y, al mismo tiempo, mantiene el carácter concreto de la revelación divina.

Mientras que en las construcciones bizantinas se mantenía, en líneas generales, la


estructura que acabamos de describir, en Roma se fue desarrollando una disposición diferente.
La sede episcopal se traslada al centro del ábside; por tanto, también el altar se coloca en la nave.

Es evidente que, de esta manera, se ha tergiversado el sentido de la basílica romana y de


la disposición de su altar. A saber, mediante el hecho de que todos los participantes se
encontraban en el mismo lado de la mesa.

Otra consecuencia es que la liturgia sinagogal de la palabra, renovada y profundizada por


el cristianismo, quedó fundida con la memoria de la muerte y resurrección de Cristo en la
“Eucaristía” y, de esta manera, se cumplió con fidelidad el mandato del “haced esto”. Esta nueva
forma integradora, no podía, en cuanto tal, deducirse simplemente de la “comida” sino de la
conexión de templo y sinagoga, de palabra y sacramento, de la dimensión cósmica y la
dimensión histórica.
La orientación de todos hacia el oriente no era una “celebración contra la pared”, no
significaba que el sacerdote “diera la espalda al pueblo”, en ella no se le daba tanta importancia
al sacerdote. Al igual que en la sinagoga todos miraban hacia Jerusalén, aquí todos miran “hacia
el Señor”. Se trataba más bien de una misma orientación del sacerdote y del pueblo, que sabían
que caminaban juntos hacia el Señor.

El problema de gran parte de la ciencia moderna de la liturgia consiste, precisamente, en


que quiere reconocer lo antiguo como el único criterio de autenticidad y, por tanto, como
normativo, calificando como apostasía todo lo desarrollado posteriormente tanto en la Edad
Media como a partir de Trento.

Es importante, e incluso necesario, darse cuenta de que lo antiguo en sí, y en cuanto tal,
no es un criterio en sí mismo, de tal forma que lo que ha venido después haya de ser,
automáticamente, etiquetado como ajeno a los orígenes. No cabe duda de que se puede dar una
evolución viva, en la que la semilla del origen va madurando y da sus frutos.

Otra objeción es que no es necesario fijar la vista en el oriente y en la cruz, porque al


mirarse fieles y sacerdote, estarían contemplando en el hombre la imagen de Dios; por tanto, la
orientación correcta de la oración sería aquella en que unos miran a los otros. No es tan fácil ver
la imagen de Dios en el hombre.

Más importante es la objeción práctica. ¿Tenemos que volver ahora a cambiarlo todo? No
hay nada más nocivo para la liturgia que poner constantemente todo patas arriba, incluso cuando
no se trata de verdaderas novedades.

Uno de los fenómenos verdaderamente absurdos de los últimos decenios está, a mi modo
de ver, en el hecho de colocar la cruz a un lado para ver al sacerdote. ¿Es que la cruz moleta
durante la Eucaristía?
Capítulo IV
La reserva del Santísimo Sacramento

La Iglesia del primer milenio no conoce del tabernáculo. En su lugar existía el escriño de
la Palabra y luego, sobre todo, el altar como tienda sagrada.

La meta de la Eucaristía -y esto ha sido siempre- es nuestra propia transformación, de


modo que lleguemos a ser “un solo cuerpo y un solo espíritu” con Cristo. Se expresó hasta
principios de la Edad Media mediante los conceptos “corpus mysticum” y “corpus verum”.
Mysticum significa lo perteneciente al misterio, al ámbito del sacramento. De modo que lo que se
expresaba mediante la expresión corpus mysticum era el cuerpo sacramental, la presencia
corporal de Cristo en el sacramento. Según los Padres, éste nos ha sido dado a fin de que
nosotros mismos lleguemos a ser corpus verum, cuerpo real de Cristo.

Los cambios que se produjeron en el uso del lenguaje y en las formas del pensamiento
llevaron a una inversión de los significados en la Edad Media. Ahora era el sacramento el que
recibía el nombre de corpus verum (cuerpo verdadero); y a la Iglesia, sin embargo, se la llamaba
corpus mysticum, “cuerpo místico”, si bien “místico” ya no se entendía en el sentido de
sacramental, sino de “místico”, es decir, misterioso.

En los comienzos del Movimiento Litúrgico, en ocasiones, se creía tener que distinguir
entre una concepción “objetiva” de la Eucaristía de la época patrística y otra personalista a partir
de la Edad Media. Según esto, la presencia eucarística no se entendería como una presencia
personal, sino como la presencia de un don distinto de la persona. Eso es absurdo. Quien lea los
textos no podrá encontrar ningún apoyo para estas ideas.

El tabernáculo ha realizado en su totalidad lo que, en otros tiempos, representaba el arca


de la alianza.

La presencia eucarística en el tabernáculo no crea otro concepto de Eucaristía paralelo o


en oposición a la celebración eucarística, más bien constituye su plena realización. Pues es esa
presencia la que hace que siempre haya Eucaristía en la Iglesia.
Capítulo V
Tiempo Sagrado

En el Hijo coexisten tiempo y eternidad. La eternidad de Dios no es simplemente


ausencia de tiempo, negación del tiempo, sino domino sobre el tiempo.

Todo el tiempo es tiempo de Dios. Pero, por otra parte, también es cierto que la estructura
particular del tiempo de la Iglesia que hemos conocido como un “entre” -entre la sombra y la
pura realidad-, exige un signo, un tiempo especialmente elegido y determinado cuyo fin es poner
el tiempo, en su totalidad, en las manos de Dios.

El tiempo es, en principio, una realidad cósmica: el movimiento giratorio de la tierra en


torno al sol da un ritmo al ser al que llamamos tiempo.

Todo ello está presente en la liturgia y en su particular modo de referirse al tiempo. El


espacio sagrado del culto cristiano, por sí mismo, y está abierto al tiempo: la orientación
significa, a fin de cuentas, que la oración se dirige hacia el sol naciente, que ahora se ha
convertido en portador de un significado histórico. Remite al misterio pascual de Jesucristo, a la
muerte y el nuevo comienzo. Remite al futuro del mundo y a la consumación de toda la historia
con la venida definitiva del Redentor.

En la religiosidad veterotestamentaria encontramos doble distinción en lo que respeta al


tiempo: por un lado, la establecida por el ritmo semanal que se dirige hacia el sábado, por otro, la
de las fiestas, que están determinadas, en parte, por la temática de la creación -siembra y
cosecha, además de las fiestas de tradición nómada-, y en parte por la conmemoración de la
actuación de Dios en la historia. Con frecuencia, estos dos orígenes se unen.

La tradición judía databa el sacrificio de Abrahán el 25 de marzo. Este día se veía


también como el día de la creación del mundo, el día en el que Dios dispuso “hágase la luz”.
Muy pronto se vio también como el día de la muerte de Cristo y, finalmente, como el día de su
concepción. Una alusión a toda esta serie de consideraciones está, en cierto modo presente en el
pasaje de la Primera Carta de Pedro en el que se define a Cristo como el cordero “sin mancha”
del que habla Ex 12,5, “predestinado antes de la creación del mundo”; las palabras enigmáticas
de Ap 13,3 sobre el ”cordero degollado desde la creación del mundo” podrían entenderse en este
sentido, aunque hay otras traducciones posibles que acentúan, más adelante, la paradoja.

Finalmente debemos considerar, a pesar de todo, que incluso para Israel la Pascua no es
solo una fiesta cósmica, sino que está fundamentalmente dedicada a una memoria histórica: es la
fiesta que celebra la salida de Egipto.

Todo el sentido expresado en la Pascua judía se hace presente en la Pascua cristiana. No


se trata de recordar un acontecimiento pasado e irrepetible, sino hacer lo que ocurrió “una vez”
se convierta en el acontecimiento para “siempre”: el Resucitado vive y da vida.

En este punto surge espontáneamente una pregunta que quisiera afrontar, antes de pasar al
ciclo festivo de la Navidad. El simbolismo cósmico descrito tiene su sentido pleno sólo en la
zona del Mediterráneo y el Próximo Oriente, en el que se formaron las religiones judía y
cristiana. Pero en el hemisferio sur es al contrario: la Pascua cristiana no cae en primavera sino
en otoño, la Navidad no es el solsticio de invierno sino que cae en la mitad del verano. Aquí se
plantea en toda su crudeza el tema de la “inculturación” litúrgica. Pero no es lo histórico lo que
está en función de lo cósmico, sino lo cósmico en función de lo histórico. De tal manera que lo
cósmico encuentra su centro y su meta en lo histórico.

Antes de la reforma postconciliar, el calendario litúrgico conocía un peculiar reparto de


los tiempos que, sin duda, hacía tiempo que no se entendía y se concebía de forma muy
superficial. Según cayese, antes o después, la fecha de la Pascua, había que alagar o acortar el
tiempo posterior a la Epifanía. Esos domingos que no se celebraban, se trasladaban al final del
año litúrgico.

El ciclo de Navidad, que se desarrolló algo más tarde que el orden pascual, deriva de la
Pascua y está en función de ella. El domingo es un elemento esencial en la cronología cristiana,
que se remontan a los orígenes del cristianismo. La teología de la Encarnación se sitúa al mismo
nivel que la teología de la Pascua, sin que se yuxtapongan, sino apareciendo como los dos
centros de gravedad de una misma fe en Jesucristo.
Es difícil determinar con precisión hasta donde se remontan las raíces de la fiesta de
Navidad. En cualquier caso, adquirió su forma definitiva en el siglo III. Surgen, más o menos al
mismo tiempo, en Oriente la fiesta de la Epifanía el 6 de enero y en Occidente la fiesta de
Navidad el 25 de diciembre. Aunque los acentos sean distintos, debido a los diferentes contestos
religiosos-culturales en los que surgieron, las dos fiestas tienen un significado común: celebrar el
nacimiento de Cristo como aurora de la nueva luz, el verdadero sol de la historia.

Posteriormente, se intercalaba entre las dos fechas, del 25 de marzo y el 25 de diciembre,


la fiesta del precursor, Juan Bautista, el 24 de junio, el día del solsticio de verano. La conexión
entre las fechas aparece ahora como la expresión litúrgica y cósmica de las palabras del Bautista:
“Él (Cristo) tiene que crecer, yo tengo que menguar”. La fiesta del nacimiento de Juan coincide
con el momento del año en el que el día comienza a menguar, de la misma manera que la fiesta
del nacimiento de Cristo es el inicio de una nueva aurora.

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