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INTRODUCCIÓN SOBRE LA IMPORRTANCIA DEL DERECHO
ROMANO
Tres veces Roma ha dictado leyes al mundo y tres ha servido de nexo
entre los pueblos: primero, por la unidad del Estado, cuando el pueblo romano se hallaba todavía en la plenitud de su poderío; después, por la unidad de la Iglesia a raíz de la caída del Imperio, y finalmente, por la unidad del Derecho al adoptarse éste durante la Edad Media. La opresión exterior y la fuerza de las armas trajeron por primera vez el resultado de la propagación de la fuerza intelectual del derecho, que se sobrepone a las de las dos épocas anteriores. La importancia y la misión de Roma en la historia universal se resumen en una palabra. Roma representa el triunfo de la idea de universalidad sobre el principio de las nacionalidades. Podrán gemir dolorosamente los pueblos bajo el peso de las cadenas materiales e intelectuales con que Roma los esclaviza, y sostener rudos combates antes de poder sacudir su yugo; pero la ventaja que la historia y los pueblos recogen de estas luchas, la llevan en los mismos males que han tenido que atravesar. Fruto de los primeros combates de Roma victoriosa fue la restauración de la unidad del antiguo mundo. Era necesario que los hijos de la vieja civilización viniesen a reunirse en Roma para que reanudara la historia, surgiese la nueva civilización cristiana: porque en el cristianismo, al que ella había preparado la senda, es donde la dominación romana encuentra su justificación. Sin el centralismo de la Roma pagana la Roma cristiana no habría nacido. La segunda denominación universal de Roma produjo la educación moral y religiosa de los nuevos pueblos; el romano hacía mucho tiempo que había desaparecido, quedando sólo el yermo solar de su grandeza. Por segunda vez el mundo recibió sus leyes, a pesar de que entre ellas y la antigua Roma mediaba ya un abismo. Cuando por tercera vez las nuevas generaciones se remontaron hasta un abismo. Cuando por tercera vez las nuevas generaciones se remontaron hasta Roma a buscar sus leyes, entonces la Roma antigua fue quien se las dio. La vida romana, la esencia íntima de Roma, resucitó bajo una forma más preciosa y más original que todo lo que el pueblo romano había legado de notable a la posteridad en las artes y en las ciencias, se vio germinar la flor más bella, madurar el más opimo fruto de su espíritu. ¡Fenómeno extraordinario! Vuelve a la vida un derecho muerto, escrito en una lengua extraña, accesible sólo a los sabios, chocando por todas partes contra mil resistencias que se le ofrecen, y sin embargo, consigue imponerse y triunfa. Lo que no había podido hacer floreciente y en pleno vigor, regenerar el derecho de los otros pueblos, lo cumple medio siglo más tarde; tenía que morir para poder dilatarse en toda la plenitud de su fuerza. ¡Qué grande la gloria de su triunfo! ¿Cuál fue su origen? Una sencilla gramática colocada en manos de hombres ávidos de instruirse, que no tardó en elevarse a código de leyes, y que revistió, después que su autoridad en lo exterior hubo sido debatida y casi aniquilada, una perfectísima forma que ha llegado a ser la regla de nuestro pensamiento jurídico. La importancia del Derecho Romano para el mundo actual no consiste sólo en haber sido por un momento la fuente u origen del derecho: ese valor fue sólo pasajero. Su autoridad reside en la profunda revolución interna, en la transformación completa que ha hecho sufrir a todo nuestro pensamiento jurídico, y en haber llegado a ser, como el cristianismo, un elemento de la civilización moderna, No hay punto de comparación entre la tercera fase de la soberanía de Roma con la de los dos períodos anteriores. Tal vez estos ofrecen un espectáculo más interesante y dramático a los ojos y la fantasía, más accesible a la inteligencia común; pero el de que tratamos, casi fabuloso en el sentido de cómo se desarrolla el Derecho Romano, cautivará en alto grado al espíritu del hombre pensador, que le contará siempre como uno de los fenómenos más maravillosos de la historia y entre los triunfos más extraordinarios de la fuerza intelectual entregada a sí misma. Dicho esto, ¿no debería presumirse que por parte de los jurisconsultos se han debido hacer profundos trabajos para dar al hecho de que hablamos la explicación posible? Pues bien, no: el extraño carácter que reviste este fenómeno histórico le acompaña hasta en sus destinos literarios. No será aquí solamente donde haré de esta cuestión (trabajo que no ha sido emprendido con actividad sino en el siglo actual), y cuyo descuido contrasta de una manera singular con el afán y la ciencia que en todos los tiempos se han consagrado al estudio del Derecho Romano. A este propósito diré de pasada que, a pesar de todo lo hecho después de Savigny sobre la história del Derecho Romano en la Edad Media, queda aún por escribir la historia de la causa de su adopción. Yo me propongo exponer cómo ha permanecido en la oscuridad la apreciación científica de la importancia del renacimiento del Derecho Romano. Por paradójico que pueda parecer mi aserto a los ojos de los ignorantes, no es menos cierto que reina actualmente una teoría sobre la naturaleza y la ciencia del derecho positivo, que no permite darse cuenta desde el punto de vista de la filosofía de la história. Me refiero a la teoría del carácter nacional de los derechos preconizada y extendida por Savingny, que ha hecho de ella la base y primera piedra de la escuela histórica que pretendió fundar. “La escuela histórica, dice Savigny al formular su programa, admite que la sustancia del derecho ha sido dada por el entero pasado de una nación, no ciertamente de una manera arbitraria y determinada sólo por el azar, sino saliendo de las propias entrañas de la nación y de su historia”. Como se ve, es la condenación del mismo Derecho Romano, porque ¿qué hay de común entre el Derecho Romano y el entero pasado, las entrañas propias y la historia de las naciones modernas? Si el Derecho Romano no es un advenedizo que nada tiene que invocar en su favor, para ser lógico Savigny y la escuela histórica hubieran debido antes que nadie clamar enérgicamente contra su exclusión. Pero, por el contrario, ellos fueron los que más le cubrieron con su apoyo en nombre de la teoría de las nacionalidades. ¡Extraña ironía de los distintos científicos! Para salvar la vida del Derecho Romano se ha invocado la idea sola que debía darle el golpe de la muerte; pero se ha hecho precisamente en provecho suyo, y contra los que querían hacer la teoría de la nacionalidad un axioma se ha enarbolado la bandera misma de la nacionalidad del derecho. El Derecho Romano, se dice, ha llegado a ser, con el transcurso de los años, el nuestro, y esquivando la cuestión creen poder cubrir con el principio de las nacionalidades. El hecho es posible, pero ¿cómo se justificará que el Derecho Romano de haya convertido en nuestro derecho? Cuando por primera vez llamó a nuestra puerta no lo era ciertamente aún: “el pasado de nuestra nación, sus entrañas, su historia” se levantaban contra él, y sin embargo, hemos franqueado el paso al advenedizo. ¿Por qué? He aquí el problema que la escuela de que se trata deja sin respuesta; pero dada sus conclusiones, la aceptación del Derecho Romano no se comprende sino como en un extravío inexplicable de la historia, como una apostasía del principio histórico, y en una palabra, como un enigma indescriptible para la ciencia. ¿Estoy por ventura lejos de creer que los móviles de la ciencia, a la que se ha dado el nombre de historia y que ha producido inapreciables trabajos para el estudio de la historia del Derecho Romano, no han conseguido motivar y justificar científicamente el hecho que forma la base de todo nuestro edificio jurídico y que caracteriza, como lo aprobaré más adelante, todo el desenvolvimiento del derecho en la época moderna? Muy al contrario. Pero inútilmente se querrán alegar razones exteriores, invocar las causas que pragmáticamente expliquen este hecho, con la amplitud que la escuela que antes hemos rebatido ha considerado la teoría de la nacionalidad del derecho como la única justificada; porque esta teoría vendrá a tropezar siempre con una contradicción inconciliable con su principio, y que estriba en el hecho de la aceptación del Derecho Romano en la Edad Media. Nunca el Derecho Romano penetrará en la ciencia por la puerta del principio de la nacionalidad. Esta sola consideración condena la idea que acabamos de combatir. El prohijamiento del Derecho Romano por todos los pueblos es uno de esos hechos que la ciencia no puede rehuir y que necesita explicar, cualquiera que sea, por otra parte, su doctrina sobre la esencia histórica del Derecho. Pro ¿tan difícil es hallar el verdadero punto de vista en el que sea preciso colocarnos? Abramos los ojos. He ahí la historia, que se nos impone a cada paso. La vida de los pueblos no es una coexistencia de seres aislados: así como la reunión de los individuos forma el Estado, ella constituye una comunidad, que se traduce en un sistema de contingencia y de acción recíproca, práctica y belicosa, de abandono y de ocupación, de empréstito y de préstamo ; en una palabra, un gigantesco cambio que abraza todas las fases de la existencia humana. La ley del mundo físico es también la del mundo intelectual. La vida se compone de la admisión de las cosas de afuera y de su apropiación íntima, recepción y asimilación son las dos funciones fundamentales cuya presencia y equilibrio forman las condiciones de existencia y de vitalidad de todo ser viviente poner obstáculos a la admisión de las cosas de afuera, condenar el organismo a desenvolverse de dentro a fuera, es matarlo. La expansión de dentro a fuera no comienza sino en el carácter. El individuo no puede sustraerse a esta ley sin exponerse a la muerte física o intelectual, porque su vida no es más que una continua aspiración intelectual y física. Por lo que se refiere a los pueblos, no les sería ciertamente imposible concentrarse en sí propios y rechazar toda influencia de afuera. En efecto, en la gran familia de los pueblos hay una nación, verdadero Don Quijote del principio de las nacionalidades, que ha querido realizar tan extraño sistema: el pueblo chino. Pero se nos dirá: si ese país se encuentra bien como está, si renuncia a las ventajas que pudieran procurar el cambio de comercio y de relaciones con otros pueblos, él solo sufrirá las consecuencias. La objeción sería justa si cada pueblo no existiera más que para sí propio; pero existen también para los demás, y los otros tienen el derecho de estar en relación con él. La ley de la división del trabajo regula también la vida de las naciones. Un suelo no lo produce todo; un pueblo no lo puede todo. Con el auxilio mutuo y la expansión recíproca se equilibran en los pueblos la imperfección de cada uno de ellos en particular. La perfección no brota más que en el conjunto en la comunidad. El cambio de producciones materiales e intelectuales es la forma por medio de la cual se allanan las desigualdades geográficas naturales e intelectuales del haber de los pueblos. Gracias a este cambio, la parsimonia de la naturaleza ha sido vencida, y la idea de la justicia absoluta se realiza en la historia universal. El sol de las Indias no luce sólo para las Indias, sino que el habitante de los países del Norte tiene también derecho al excedente del calor y de la luz que la naturaleza ha derramado allí con mano pródiga. En contraposición, el que vive en los trópicos tiene a su vez derecho a las producciones de la zona más fría, al hierro que allí se encuentra, que allí se fabrica; a los trabajos de la industria, del arte, de la ciencia, y a todas las bendiciones de la religión y de la civilización. Dejemos al Derecho Internacional proclamar que todo pueblo tiene para sí solo lo que posee y lo que produce; principio tan verdadero y tan falso como cuando se afirma para el individuo. La historia ha tenido cuidado de inculcar a los pueblos la máxima de que su propiedad no existe en absoluto, es decir, independientemente de la comunidad. Cuando un pueblo se muestra incapaz se utiliza el suelo que la naturaleza le ha dado debe ceder su puesto a otro. La tierra pertenece a los brazos que la saben cultivar. La injusticia aparente que la raza anglosajona comete en América contra los indios indígenas, es desde el punto de vista de la historia universal el uso de un derecho, y los pueblos europeos no están menos en el suyo cuando abren por la fuerza los ríos y los puertos del Celeste Imperio y del Japón, obligando a aquellos países a hacer el comercio. Este comercio, o en un orden de ideas más general, el cambio de los bienes materiales e intelectuales, no es solamente una cuestión de interés dependiente de la libre voluntad de los pueblos, es un derecho y un deber. Rehusar cumplir este último es sublevarse contra el orden de la naturaleza, contra los mandamientos de la historia. Una nación que se aísla, no sólo comete un crimen contra sí misma al privarse de los medios de perfeccionar su educación, sino que se hace también culpable de una injusticia hacia los otros pueblos. El aislamiento es el crimen capital de las naciones, porque la ley suprema de la historia es la comunidad. El país que rechaza toda idea de contacto con otra civilización, es decir, de la educación por la historia, pierde por este acto el derecho de existir. El mundo tiene derecho a su caída. Tal es la vida; tal es el destino de los pueblos. La sucesión no interrumpida de importados elementos forma y compone la prosperidad y el desarrollo de un país. Su lengua, sus artes, sus costumbres, su civilización toda, en una palabra, su individualidad o su nacionalidad, son, como el organismo físico e intelectual del individuo, producto de innumerables acciones ejercidas por el mundo exterior o de prestaciones hechas a éste. ¿Quién podría, en presencia de este gigantesco cambio entre los pueblos, formar ni aun aproximadamente el balance de sus importaciones y de sus exportaciones? ¿Quién podría enumerar uno por uno los mil movimientos, analizar una por una las mil influencias que una nación ejerce sobre otra? El comerciante que acarrea el oro deja atrás de sí, con sus productos fabricados, un modelo que imitar y el germen de la industria. La lengua, las costumbres, la religión, las palabras, las ideas, las preocupaciones, la fe, las supersticiones, la industria, el arte, la ciencia… todo obedece la ley de la reciprocidad y a la acción internacional. ¿Y será todo el derecho quien se sustraiga a esa ley general de la civilización? Porque he aquí la consecuencia a que conduce la teoría de la escuela histórica, que sostiene que éste no se desenvuelve más que en el seno de la nacionalidad. Esta teoría yo la rechazo, y debo combatirla para que conquiste en la ciencia su puesto el Derecho Romano. ¿No podremos, porque no ha nacido en el suelo natal, introducir el jurado entre nosotros? El gobierno constitucional es un producto importado. ¿Sería eso motivo suficiente para condenarlo? Equivaldría a que vacilásemos en deber el vino de otra nación porque no lo hemos fabricado, o a no comer naranjas porque no han brotado en nuestros huertos. El que quiera impedirnos adoptar las leyes e instituciones extranjeras debe exigir que se borre la influencia que el estudio de la antigüedad ha ejercido en la civilización moderna. La adopción de instituciones jurídicas extrañas, más bien que cuestión de nacionalidad, lo es de oportunidad y de necesidad. Nadie irá a buscar lejos aquello que puede encontrar en su morada con igual grado de perfección do superior si cabe. Solamente un loco rechazará las naranjas con pretexto de que no han madurado en su jardín. Basta una rápida ojeada sobre la historia del derecho para convencerse de que siempre se ha verificado así la ley civilizadora ya indicada. La antigüedad y el Oriente nos suministran pruebas de escasa importancia, pero tanto en Grecia como en Roma existía la creencia de haberse adoptado instituciones de origen extranjero; la tradición que se perdía en parte en la oscuridad de los tiempos heroicos, y en parte se remontaba a la época histórica (formación de la ley de las Doce Tablas). En el último estado del Derecho Romano se descubren vestigios sueltos que atestiguan la introducción de instituciones jurídicas extrañas (por ejemplo, la ley Rodia), o que por lo menos lo hacen presumir, apoyándose en el origen extranjero de ciertas voces (por ejemplo, hypotheca, emphyteusis, antichresis). Pero donde el desenvolvimiento de esta ley halla su verdadero teatro es en el mundo moderno, y procede de una manera tal que el conjunto del actual movimiento jurídico, comparado con el oriental antiguo, ofrece el carácter más opuesto. Este contraste gira en dos polos: el principio de la nacionalidad y el de la universalidad, ideas que dividen la historia universal del derecho en dos épocas muy distintas. En Oriente, en la antigüedad, el derecho se desarrolla realmente de la manera que dice Savigny: de dentro a afuera, emana del seno mismo de la vida moderna de universalidad, que ya trataba de realizarla en las relaciones internacionales, el jus gentium había crecido sobre el suelo de Roma. En vano buscamos en el oriente y en la antigüedad un lazo común entre los progresos efectuados por los diversos derechos nacionales, un centro jurídico, una ciencia común; cada uno de estos derechos existe y se desenvuelve por sí solo, los derechos; pero la historia del derecho, nada. En el mundo moderno, por el contrario, la historia del derecho toma un vuelo más elevado y llega a ser verdaderamente una historia de él. Sus líneas, cesando de ir paralelas, se cruzan, se reúnen, formando un solo tejido, del cual el Derecho romano y el Derecho canónico constituyen la trama primitiva. Centros poderosos ambos derechos, surgen sobre la multitud de los orígenes aislados del derecho, confundiendo la práctica y la ciencia de las naciones más diversas en una acción común. El pensamiento de un jurisconsulto español evitó al sabio de la Alemania grandes esfuerzos; el holandés continuó la obra comenzada por el francés, y la práctica de los tribunales italianos ejerce una influencia determinante sobre la nueva jurisprudencia de los tribunales de los demás países. ¡Cuán digna de envidia fue entonces la suerte de la jurisprudencia! Ciencia joven, completamente nueva, dotada con todo el encanto y la seducción que acompaña a la locura de un bello día científico, se alza repentinamente a la más alta cima de la universalidad europea. Contemplada desde esta altura, ¡cuán mezquinos debían parecer todos esos derechos nacionales, verdaderas barreras científicas, con sus reglamentos positivos, tendiendo a apropiar al círculo estrecho del territorio de un pequeño país el problema que el Derecho romano había resuelto de un modo incomparable para el mundo entero! Compréndase, en efecto, que esta idea de universalidad que surgía ante el mundo de entonces, sobre todo en el estado del Derecho romano, debía tener algo de embriagadora para los jurisconsultos y que debía crear fanáticos. Siempre las ideas grandiosas y nuevas ejercen el mismo prestigio. Son como el despertar del sol en el campo de la historia. La aurora excita más el entusiasmo que el son de medio día. Esta comunidad no se limitó solamente al Derecho romano y al canónico. Junto a ellos y fuera de ellos, surge una serie de instituciones, de cuestiones y de problemas, sobre los cuales se reconcentran el pensamiento y la actividad comunes del derecho de castigar; la abolición del tormento, de la pena de muerte y de los siervos; sociales, políticas, eclesiásticas e internacionales, y ¡cuántas otras todavía! En presencia de esto, ¿cómo dudar de que la historia del derecho no haya entrado después de la Edad Media en vías enteramente nuevas, y que no aspire a llenar otro fin más elevado que la antigüedad? Por muy corto que sea el período histórico que ha transcurrido desde aquella nueva fase hasta nuestros días, ¿no es evidente que la idea de universidad es la que caracteriza y constituye el santo y seña de la era actual del derecho? Bajo la impresión de esta aspiración y de este impulso fue como el derecho natural proclamó su teoría de la generalidad del derecho con independencia de tiempo y lugar. Sin aplaudir demasiado el valor científico de los trabajos verificados en este orden de ideas, puede afirmarse que esta tendencia del derecho natural fue tan conforme a la dirección especial de la historia moderna como le ha sido contraria la de la escuela histórica al hacer prevalecer exclusivamente el principio de las nacionalidades. Lejos de divorciarse de su tiempo y de ignorar las circunstancias existentes: trataba de formular científicamente y de justificar la comunidad y la universalidad reales del derecho moderno. Volviendo la espalda a la historia, en lugar de llamarla en su socorro, como hubiera podido hacerlo la escuela histórica, habría estado plenamente en su derecho al identificar las nociones de historia con las de nacionalidad, y cuando proclamaba estas últimas como solo y único principio del desenvolvimiento jurídico. Creo haber demostrado más arriba que este error está refutado por la historia misma, sobre la cual esta opinión pretende basarse. Hasta que la ciencia no se decida a considerar la idea de universalidad como equivalente de la nacionalidad, penetrará impotente para comprender el mundo en que se mueve y para justificar científicamente el hecho de la adopción del Derecho romano. Viniendo ahora a ese hecho, veremos que la consecuencia de los diferentes préstamos que se reproducen tan a menudo en el mundo, y que responden perfectamente al plan de la historia, constituyen el auxilio, adelantos y educación recíproca de los pueblos. Por de pronto, ofrécesenos como efecto extraordinario el conjunto o la masa de materiales importados, recibidos a la vez, que han producido en nuestro organismo jurídico una plétora, una molestia y una opresión análoga a las perturbaciones que causa en el organismo físico el exceso de alimento. Nada tiene, pues, de extraño que las prestaciones, hechas por un pueblo que ha desaparecido hace largo tiempo, la herencia que dejó al mundo, no hayan sido recogidas sino muchos siglos más tarde. Con el Derecho romano sucede lo mismo que con la civilización griega: no ejerció su reformadora influencia sino después de haber desaparecido. Hay un derecho hereditario para los pueblos, lo mismo que para los individuos; para éstos como para aquéllos existe la vacante de herencia, ese intervalo que transcurre hasta que el heredero acepta. No se rechazan más que las herencias sin valor, las otras encuentran dueño. Así sucede con la de los pueblos, y más especialmente con la que nos ha legado el romano en su derecho. El genio, el trabajo intelectual, la suma de experiencia y de observaciones seculares que se encuentran allí depositadas, ¿tenían menos razón para aprovechar a la humanidad que las obras maestras del arte griego y las ideas de Platón y de Aristóteles? La historia no había reunido en Roma todos los elementos precisos para la prosperidad de su obra ni la había llevado a su punto culminante para aniquilarla con mano homicida. Lo verdaderamente grande no puede acabar en el mundo. Y aun cuando simule desaparecer, sucede como con la planta que muere después de haber hecho caer en el suelo un grano de su semilla, del cual renace, reproducida a su tiempo y abandonada con la nueva juventud cuando el sol de la primavera despierte el germen. Durante la vida el pueblo romano, las nuevas generaciones no tenían aún la madurez bastante para recibir el precioso tesoro que se les destinaba. Era preciso todavía un largo intervalo de tiempo antes de que hubiesen conseguido llegar a ese grado de civilización y madurez, en el que la inteligencia y la necesidad del Derecho romano debían serles reveladas. El Derecho romano esperaba. El Derecho romano fue al principio adoptado como Código de leyes, y este período de su lozanía exterior fue el reinado de la escuela, estado de malestar embarazoso que, aunque transitorio, era legítimo y necesario, y que al cabo tuvo su fin. Cuando los pueblos sintieron que habían pasado de la edad del aprendizaje sacudieron el yugo, y nuevos Códigos ocuparon el lugar corpus juris. ¿Perdió el Derecho romano por esto su importancia? No, como la escuela no la pierde cuando se la abandona, después de haber acabado los estudios, sino que lleva uno consigo lo que en ella aprendió. En el fondo, como en la forma, todas las legislaciones modernas se basan en el Derecho romano, que ha llegado a ser para el mundo moderno, como el cristianismo, como la literatura y el arte griego y romano, un elemento de civilización, cuya influencia no se limita únicamente a las instituciones que le hemos pedido. Nuestro pensamiento jurídico, nuestro método y nuestra forma de institución, toda nuestra educación jurídica, en una palabra, son romanos; si se puede llamar romana una cosa de una verdad universal, que sólo los romanos han tenido el mérito de haber desenvuelto hasta su más alto grado de perfección. ¿Estamos tan seguros de nuestras ventajas que podamos en adelante prescindir el estudio del Derecho romano y abandonarle únicamente a los sabios? Hubo un tiempo que así se creyó, en que las naciones que se daban nuevos Códigos rompieron científicamente con él; pero la experiencia ha demostrado que fue empresa prematura. El vacío y la aridez que caracterizan la primera época literaria de estos nuevos derechos no han dado lugar a una vida más activa sino después que se ha reanudado la cadena. Sin embargo, el estudio del Derecho romano acabará por llegar a ser inútil; sólo pueden dudarlo aquellos que consideren a las naciones modernas como entregadas a una eterna minoría. A través del Derecho romano, en él y más allá de él: tal es para mí la divisa que reasume toda su importancia en el mundo moderno.