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San Juan - Max Aub

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No es, como el título podría hacer creer, una obra hagiográfica, sino el

nombre de una nave de transporte en la que viaja toda la vivencia imaginada


de Aub.
En 1938, un grupo de judíos se vio obligado a peregrinar de nación en nación
sin que jamás les fuera concedido a los prófugos el permiso de bajar a tierra.
Casi todos los estamentos sociales están representados: jóvenes y viejos,
pobres y ricos, un grupo de rebeldes, una joven enamorada capaz de traicionar
a su hombre, judíos comunistas… La integración de caracteres y pasiones
posibilita la transformación en una situación, en un ambiente cargado de
simbolismo y de tragedia. Se muestran, a través de los grupos, la miseria, el
fatalismo, el egoísmo, la resignación. Es el grito de una esperanza sin
esperanza, es el odio y el amor de todos los que no llegan a comprender el fin
y la finalidad de una suerte común. El naufragio, la muerte como único medio
de libertad, como única posibilidad de escapar a la incomprensión, a la
incongruencia, a la intransigencia. Max elige este final para su obra, logrando,
de forma sublime, un cuadro de gran intensidad, de gran dramatismo. La
tragedia del San Juan es la tragedia en que está sumida la Europa de 1938.

Página 2
Max Aub

“San Juan”
(Tragedia)

ePub r1.0
Titivillus 09.11.2021

Página 3
Título original: “San Juan”
Max Aub, 1943

Editor digital: Titivillus


ePub base r2.1

Página 4
A Celestino Gorostiza,
Rodolfo Usigli
y Xavier Villaurrutia.

Si México, para mal de la dignidad humana, hubiese sido cualquier


otro país, nunca hubiese podido escribir esta obra que vi, clara,
maniatado en la bodega de un barco francés peor que este San Juan
de mi tragedia; a ustedes, que son hoy el teatro mexicano —que aun
sin estar, es—, la dedico en prenda de agradecimiento, amistad y
esperanza.

M. A.

Página 5
PERSONAJES

LOS JÓVENES: LOS DE A BORDO:

EFRAÍM EL CAPITÁN
CARLOS EL OFICIAL 1.º
LEVA EL OFICIAL 2.º
EZEQUIEL EL MÉDICO
OTRO JOVEN EL JEFE MAQUINISTA
RAQUEL UN MARINERO
SONIA UN ENFERMERO
MINE

LOS VIEJOS: LOS NIÑOS:

EL RABINO ERICH
GUEDEL COMODORO
CHENE YANKEL
BORIS LUIS
BERNHEIM NIÑO PEQUEÑO
SIMÓN PRISIONERO
WEISSMANN NIÑA
ABRAHAM
EL VIEJO MOISÉS
VIEJO 1.º OTROS:
VIEJO 2.º
LÁZARO EL POLICÍA
ESTHER UN NEGRO
ISABEL EMIGRANTES
LÍA JÓVENES Y VIEJOS
SARA NIÑOS Y NIÑAS
RUTH MARINEROS

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E L decorado, que ha de servir para toda la tragedia, representa el corte
vertical, de babor a estribor, del buque de carga San Juan,
acondicionado para transporte de pasajeros. A derecha e izquierda de la
bodega corren literas superpuestas. En primer término, equipajes
amontonados, que sirven de asientos. En el centro de la escena, una escalera
movible conduce a la cubierta. Encima de ésta se levanta la superestructura
del puente de mando.
La luz del día llega a la bodega por todo lo que comprende el espacio de
la escalera a la embocadura; por el contrario, la parte trasera y cubierta de la
cala permanece en completa oscuridad mientras no se encienda luz artificial.
En los dos primeros actos cuelga, hasta media altura, una manga de aire.
El buque, en los dos primeros actos, está anclado a la vista de un puerto
del Asia Menor; el tercero, en alta mar. El primer acto, a las dos de la tarde; el
segundo, a las nueve de la noche del mismo día; el tercero, en los últimos
momentos del atardecer del día siguiente. Verano de 1938.

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ACTO PRIMERO

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(Pleno sol. Sentada en uno de los escalones más altos, cose la vieja
SARA y estorba el paso a cuantos suban o bajen. Varios hombres
descansan o duermen en las literas.)

UNA VOZ DE NIÑO. (Desde cubierta.) ¡Haooo!…


OTRA VOZ DE NIÑO. (Desde la bodega.) ¡Kikirikí!
ERICH. (Doce años, escondido.) ¡Calla!

(Cinco NIÑOS de diversas edades aparecen en cubierta y bajan a la


bodega con grandes precauciones. Cuando están abajo, una docena
de chiquillos y chiquillas se abalanzan sobre ellos; uno de ellos lleva
una bandera negra. Gran batalla de sables de madera.)

EN LA BODEGA

VOCES. ¡Rendíos! ¡Rendíos! ¡Daos prisioneros!


VOCES DE LAS PERSONAS QUE DESCANSAN. ¡Chist! ¡Chist! ¡Niños, callaos!
VOCES DE LOS CHICOS. ¡Prisioneros! ¡Prisioneros! Vengan las cuerdas. Atadlos.
UNA NIÑA. ¡Yo no quiero ser prisionera! ¡Yo no quiero ser prisionera! No
vale. No juego.
UN NIÑO. Las mujeres siempre sois igual. Cuando os toca perder, no jugáis.
NIÑA. ¡Yo no juego!
ERICH. ¡Aquí no juega nadie! Eres prisionera, quieras o no.
NIÑA. ¡No quiero ser prisionera! ¡Mamá! ¡Mamá!
ERICH. ¡Tapadle la boca! (Así lo hacen con un pañuelo.) ¡Comodoro!
EL NIÑO. (El que hace de COMODORO.) A la orden, mi Capitán.
ERICK. ¿Cuántos prisioneros?
COMODORO. Cinco, Capitán.

(Un NIÑO empieza a subir la escalera.)

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ERICH. ¿Dónde va ése?
NIÑO. (En la escalera.) Me duele la barriga.
ERICH. A los piratas no les duele nada. Baja.
NIÑO. ¡Me duele la barriga!
ERICH. ¡A por él! ¡Cien latigazos ante toda la tripulación! (Intentan cogerlo,
pero el muchacho se escapa y desaparece por la cubierta.) Dejadlo.
Luego lo colgaremos del palo mayor.
UNO MUY PEQUEÑO. (A ERICH.) Oye. No me divierto.
ERICH. Los piratas no se divierten. ¿Eres un pirata o no?
NIÑO PEQUEÑO. Sí.
ERICH. Entonces, ¿qué más quieres? (A uno de los prisioneros.) ¿Dónde está
el tesoro?
PRISIONERO. No lo sé. Y aunque lo supiera, no lo diría.
ERICH. ¡Ahora veremos!
PRISIONERO. Haz lo que quieras: he dado mi palabra.
ERICH. ¡Descalzadle! (Mientras le descalzan.) ¿Quién estaba de guardia
arriba?
UN NIÑO. Samuel.
SAMUEL. ¡Mentira!
NIÑA. No se dice mentira; se dice «no es verdad».
ERICH. ¿Por qué?
NIÑA. No sé. Papá dice que decir «mentira» es de mal educados.
ERICH. Los piratas siempre son mal educados. (Han descalzado al
Prisionero.) ¡Tú! Hazle cosquillas en los pies. (Así lo hacen entre risas.)
Si os reís todos, no vale.

(Asoma una MUJER en cubierta, inclinándose hacia la bodega.)

MUJER. ¡Luisa!
NIÑA. ¿Mamá?
MUJER. Sube en seguida.
NIÑA. No puedo.
MUJER. ¡Sube en seguida!
NIÑA. ¡Ya te he dicho que no puedo!
MUJER. ¿Quieres que baje yo?
NIÑA. ¡Estoy prisionera!

Página 10
(La MUJER baja; todos se quedan quietos. La MUJER coge a la NIÑA, le
da de pescozones, se la lleva escaleras arriba.)

MUJER. ¡Ya te enseñaré a ser prisionera cuando te llama tu madre!


YANKEL. (El recién llegado.) ¡He visto las máquinas!
ERICH Y LOS DEMÁS. ¡No! ¡No puede ser! ¡Está prohibido bajar! Es un cuento.
Mentiroso, mentira y mentira.
YANKEL. Bajé con un Marinero. Me lo ha explicado todo. ¡Siete pisos de
máquinas! Pero es muy fácil manejarlas.
NIÑA. ¿Son muy grandotas?
ERICH. ¡Eso crees tú!
YANKEL. Podríamos hacernos con el barco. Y ser piratas de los de verdad.
NIÑA. ¿Y no podríamos ir todos a verlas?
YANKEL. ¿Qué te has creído?
UN NIÑO. ¿Sólo se las enseñan a los hijos de los rabinos?
LUIS. (Que es un niño mayor.) Si me dais algo, yo os las enseñaré.
YANKEL. No es verdad. No puede ser. Estaba mi papá hablando con un
marinero, por eso…
LUIS. ¿Qué me dais?
ERICH. Dos canicas.
LUIS. (A otro.) ¿Y tú?
NIÑA. Una estampa.
YANKEL. Es mentira.
LUIS. ¿Apuestas el trompo?
YANKEL. ¡Va!
LUIS. ¡Vamos allá!

(Los NIÑOS suben la escalera.)

NIÑA. (A ERICH, subiendo.) Oye, ¿cuánto cuesta el barco?


ERICH. Dos millones.
NIÑA. ¿De zlotys?
ERICH. ¿Qué te has creído? De dólares.
LUIS. Hay que ir cerca de la chimenea. El que tenga miedo que no venga.
NIÑA. ¿Y sería para nosotros? ¡Seríamos ricos! Porque a nosotros nos lo han
quitado todo; pero mi tío de Chicago…

Página 11
(Los NIÑOS salen por la cubierta. Un largo silencio. Uno ronca, otro
chasca la lengua.)

VIEJO 1.º (Que roncaba, despertándose, muy mosca, al VIEJO 2.º.) ¡Aún dirá
usted que yo roncaba! ¡No dormía! Esperando que usted viniera con el
cuento. ¡Ya lo he cogido! ¿Qué dice?

(El VIEJO 2.º no contesta; algunas voces reclaman silencio. Por la


escalera bajan EFRAÍM, veinticinco años, pobremente vestido, como
todos, y RAQUEL, veinte años. Se sientan en los equipajes, bajo la
manga de aire.)

EFRAÍM. Me duelen los ojos.


RAQUEL. El sol…
EFRAÍM. Con este mar tan quieto… Parece un espejo de oro.
RAQUEL. ¿Por qué estabas arriba?
EFRAÍM. Creí que haría menos calor. Pero en todas partes es igual.
RAQUEL. Aquí, bajo la manga, corre un poco de aire.
EFRAÍM. ¡Qué ganas tengo de echar a andar!
RAQUEL. ¡Antes, lo que queríamos era llegar aquí!
EFRAÍM. Porque pensábamos desembarcar.
RAQUEL. ¿Qué dicen por ahí?
EFRAÍM. No sé, esperan contestaciones. ¡Tres meses esperando
contestaciones! ¡Tres meses de súplicas y negativas!
RAQUEL. ¿No te importa?
EFRAÍM. Creo que no.
RAQUEL. ¿Cómo puedes decir eso?
EFRAÍM. Figúrate que llegara esta noche la orden que nos permita
desembarcar.
RAQUEL. Sí. ¿Y qué?
EFRAÍM. Quizá no nos volveríamos a ver. (RAQUEL calla.) ¿No es verdad?
(RAQUEL coge una mano de EFRAÍM.)
NIÑO. (Desde cubierta,) ¡Efraím!
EFRAÍM. (Levanta la cabeza.) ¿Qué quieres?
NIÑO. ¡Tiburones!

Página 12
EFRAÍM. No hay tiburones en las costas del Asia Menor. Ni en el resto del
Mediterráneo.
NIÑO. ¿Serán sirenas? ¡Eh! Di… ¡Efraím!
EFRAÍM. Sí, y ten cuidado, no se te vayan a llevar.
RAQUEL. No lo creas, son delfines. (El NIÑO se marcha.) ¡Sí! Ya lo sé; no me
mires así. Ya sé que no soy ni bonita ni fea. Ni inteligente ni tonta. Ni alta
ni baja. Un panecillo nuestro de todos los días, cuando había panecillos
calientes por la mañana. No he soñado nunca con una vida extraordinaria,
nunca supuse caer en la miseria. Hecha para una vida corriente, media,
como la de tantas…
EFRAÍM. Te quiero, Raquel, te quiero. No sé cómo, ni cuánto, ni de qué
manera. Pero te quiero. Igual te quiere mi dedo meñique, que mi frente o
mis labios. Sólo soy dichoso cuando pienso que me quieres. Me llenas
todo; me arrancarían la piel, y debajo te hallarían. Me muevo en ti. Me
miras, y tus ojos son para mí el zaguán del palacio soñado cuando chico.
Me siento pequeño, hecho un ovillo entre tus manos. Mi único consuelo
es pensar que crees que te quiero. Y mi único dolor dudar de que me
quieres.
RAQUEL. ¿Lo dudas de verdad?
EFRAÍM. No. Si lo pienso, no lo dudo. Pero a veces dudo sin pensar, y me
pincha el corazón.
RAQUEL. ¡Qué romántico eres, Efraím!
EFRAÍM. No lo sé, ni me importa. Pero te quiero y vivo mal, con el miedo de
perderte. Tengo miedo de salir de aquí. Llevamos tres meses a bordo del
«San Juan». Tres meses de angustia, de suciedad, y hasta de hambre. Me
repugna la comida, siempre lo mismo, y esa grasa infecta… Sin embargo,
temo desembarcar. Aquí me quieres, aquí te tengo. Pero…, ¿y hiera?
RAQUEL. ¿En tan poco me tienes?
EFRAÍM. Ya sabes que no. Soy yo. No tengo nada que ofrecerte. Nada, Raquel.
Soy más pobre que las ratas que corren por aquí, porque ésas, por lo
menos, no le hacen asco a roer lo que no es suyo. ¿Qué te traigo? Sé
hablar cuatro idiomas y sé algo de derecho. ¿Tú crees que una pareja
puede vivir comiendo derecho? Un poco de derecho romano para
desayunar, un poco de derecho civil a mediodía…
RAQUEL. (Riendo.) Cenar penal y dormir abrazados al derecho canónico…
EFRAÍM. Añade tu familia.

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RAQUEL. Mis padres se convencerán, no te preocupes. Carlos…, Carlos se
aguantará. ¡No sé por qué va a mandar mi hermano en mí! No seas tan
pesimista. Desembarcaremos algún día.
EFRAÍM. ¡Ni los nuestros nos admiten!
RAQUEL. No mandan. No importa. No nos van a tener en el barco toda la vida.
Un día pisaremos tierra.
EFRAÍM. Y nos marearemos. No te lo digo en broma: sucede.
RAQUEL. Encontrarás trabajo. Yo trabajaré. Trabajaremos todos.
EFRAÍM. No puedo pensar en una vida normal. Como si hubiese sido otra vida.
Una vida que ya no conoceremos, ni nosotros, ni nadie. ¿Te representas
una calle con anuncios eléctricos? ¡Un cine! Una casa, con sillas de
verdad. ¿Te das cuenta de lo que es un sillón? ¿Un sillón con respaldo alto
y orejeras? Donde puedas descansar los brazos… ¡Y los pies en
zapatillas…! ¿Quién me devolverá a mi madre? ¿Quién a mi padre? Ahí,
tirados en el arroyo, como dos sacos de paja, como dos peleles…
RAQUEL. Pero tú vives. O qué, ¿también vas a llorar? ¿No te da vergüenza
igualarte a los viejos? ¿O es que en vez de tener veinticinco años tienes
cincuenta y dos? ¡Este barco de lamentaciones…! A veces pienso que está
bien cuanto nos sucede, porque sólo sabemos quejarnos…

(Suena la campana de los cuartos. Aparece el OFICIAL 2.º en el


entrepuente, consulta algo y luego sale.)

EFRAÍM. ¿Quieres que vayamos a proa?


RAQUEL. No estás bien en ninguna parte.
EFRAÍM. Quieras o no, aquí nos escuchan todos. Sal tú primero. Voy a buscar
mis gafas para el sol.
RAQUEL. (Se levanta, sube por la escalera.) Espérame allá cinco minutos.
Bajo un momento al dormitorio.

(RAQUEL sale por la cubierta. EFRAÍM se levanta y va hacia el fondo.


Le sale CARLOS al encuentro. CARLOS es algo más joven que EFRAÍM;
es un muchacho espléndido, rubio y fuerte.)

CARLOS. (Cortándole el paso.) No, no te preocupes: hoy estoy de buenas. Te


he estado escuchando. ¡Oh, por pura casualidad! Y qué, ¿qué vas a ser?
Basurero, ¿no? ¿No te gustaría ser basurero? ¿Quizá destripaterrones?
¿No te sientes con vocación de ganapán? Una azada, unos callos… Eras

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estudiante del tercer año de leyes, sí: ya ves como tengo buena memoria.
Y luego te pusiste a estudiar la carrera Hitler. ¿Tú crees que es una carrera
nueva? ¡Ahí es donde te equivocas! Es una carrera de siempre: Adán y
Eva ya la estudiaron. ¿No eran ya unos refugiados? ¿No los echó Dios del
Paraíso? ¿O es que no crees en esas historias? ¿No? De entonces viene la
corriente. ¿O no eran de tu raza? ¿No te gusta basurero? (EFRAÍM se ha
sentado, parece no escuchar.) Mira, Efraím, por última vez: deja a mi
hermana en paz. ¿Qué le ofreces? ¿Una vida segada? ¿Es que no te basta
haberte convertido en un escombro y quieres seguir sudando escombros?
¿Qué eres?
EFRAÍM. ¿Y tú? ¡Medio centro del Sportverein! ¡Medio médico! ¡Médico
partido por la mitad…!
CARLOS. ¿Es que en el país que nos acoja —si es que esa breva cae algún día
— vas a empezar de nuevo, en un idioma que no es el tuyo, a estudiar el
Digesto? ¿A estudiar tus cinco, tus seis años?… Y aunque así fuera: ¿de
qué ibais a vivir mientras tanto Raquel y tú? Basurero, Efraím, basurero…
O la tienda, el despacho, el negociejo, la sanguijuela. Un porvenir de
sanguijuelas. No quiero tener sobrinos en forma de sanguijuelas.
Lleguemos donde lleguemos, Raquel puede casarse con un «ciudadano».
Olvidar la sangre que Dios nos ha dado, ese Dios para todos que dicen que
tus abuelos inventaron. Esa sangre que no notamos y que todos nos sacan
a la cara.
EFRAÍM. Allá tú. Yo quiero a Raquel, ella me quiere. Si no estás conforme, lo
siento mucho. Te lo digo de veras: lo siento. Pero contra ti, contra todos,
me casaré con ella.
CARLOS. Si tuviera valor, te mataría. Si tuviese una pistola. Apretar un gatillo
no es nada. Pero no me siento capaz de hundir un cuchillo en el vientre de
nadie. ¡Es lo que le debo a mi padre! Pero lo que es la paliza, si te vuelvo
a encontrar con Raquel, ¡ésa no te la quita nadie!

(Durante esta última réplica EFRAÍM se ha levantado, ha subido la


escalera y, sobre las últimas palabras, sale. Desde una de las literas
donde estaba tumbado, habla LEVA; es joven, no ha llegado a los
treinta años; durante la conversación, se levanta, arregla la ropa,
etc.)

LEVA. Todo ese odio, todo ese resentimiento, ¿por qué no lo empleas en algo
útil, en algo de provecho?

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CARLOS. ¿Crees que se puede hacer algo de provecho aquí, en esta ratonera de
hierro recalentado?
LEVA. Siempre se puede hacer algo, sea donde sea.
CARLOS. ¿Aquí? ¿De qué iba a servir?
LEVA. Aunque sólo fuera para que te olvidaras.
CARLOS. Mira: métete en lo que te importa. ¿Estamos? ¿O es que el
comunismo te da el derecho de entrar de rondón en casa de todos? No
dudáis de nada. ¡Allá va, porque lo digo yo! ¡Estaría bonito un mundo
regido por vosotros!
LEVA. Pues una quinta parte del universo…
CARLOS. No, si ya sé que sois los hombres más felices del mundo… No lo
digo en broma: habéis vencido a los católicos, que ya era vencer. Tenéis el
paraíso a la mano. ¡Menuda ventaja! Pero yo no quiero paraísos. ¿Me
oyes?
LEVA. Quizá porque te serían negados. Y no olvides una cosa: vence siempre
el más fuerte.
CARLOS. Sin duda: la cuestión es marcar goles aunque el dominio sea de los
otros. Pero por ahora nosotros somos los débiles…
LEVA. ¿Quiénes somos nosotros? Miles y millones…
CARLOS. Para la burra. No estás aquí por comunista, sino por tu triste
ascendencia. Dirás: «¿qué tiene que ver?» ¡Oh, ciego! ¿No estás aquí?
¡No! Vives en las nubes. ¿Sabéis lo que sois? Unos asquerosos
idealistas… (RAQUEL baja la escalera, CARLOS la interpela.) ¿Qué?
¿Buscas a Efraím? Se marchó muerto de miedo: al coco, que soy yo.

(LEVA va a la parte oscura de la bodega.)

RAQUEL. ¿No nos vas a dejar en paz? ¿Qué te importa?


CARLOS. Por ahí dicen que eres mi hermana. Se lo preguntaré a los papás…
RAQUEL. Le quiero.
CARLOS. ¡Qué novedad! ¿Qué quieres? ¿Su esqueleto? ¿Su cráneo? ¿Sus
dientes? ¿Su esternón? ¿Sus fémures? ¿No son sus fémures? Entonces,
¿qué? ¡Ah, sí! ¿Sus mondongos, su estómago, sus bíceps? ¿Tampoco?
Entonces, ¿qué? ¡Ah, claro, su sangre! ¡Haberlo dicho antes! ¿No es eso
lo que quieres? Entonces, ¿qué? Porque todo eso te lo puedo dar con una
sencilla navaja: todavía sé viviseccionar. No serán sus labios, ¿verdad,

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hermana? ¿Quizá su columna vertebral? ¿Quieres abrazar su columna
vertebral?
RAQUEL. Calla; estás loco.
CARLOS. Lo que quieres son hijos, claro, hijos. Estás en la edad. ¿Para qué?
Para que vayan huyendo, como nosotros, de pueblo en pueblo, de hora en
año, y que no solamente se avergüence la mano derecha de la izquierda,
sino la derecha de la derecha. ¿No te basta contigo? Quieres más, más…
Mientras yo viva, no. Estás demasiado sana, demasiado bien constituida:
vivirían todos…
RAQUEL. ¿Por qué no dejas vivir a los demás?
CARLOS. Porque los demás no me dejan vivir a mí.
RAQUEL. Un día acabará.
CARLOS. Jamás. Es una idea tan vieja como el mundo. Acabará cuando acaben
con nosotros. Creen en el poder purificador de nuestra sangre. Bonito
regalo de renegados, como no podía menos de suceder. Creen de verdad
que somos elegidos. Nos matan por reconcomios de inferioridad. La
mejor manera de burlarlos es acabar con nosotros mismos. ¿No has
pensado nunca en suicidarte?
RAQUEL. ¡Carlos! Se lo diré a mamá.
CARLOS. Déjate de bobadas sentimentales. Morirse. ¿Eh? Piénsalo un
momento siquiera… Ya no tener calor. Ya no oler a cuadra. Ya no esperar
telegramas. No suponer ya, ni prejuzgar qué cochino país te permitirá
pisar tierra, posar los pies en su suelo. Limosna que ya no tendrás que
agradecer toda la vida. ¡Como si fuese natural que por haber nacido no
tuvieras ese derecho! ¡No comer más, hermana! ¡No lavarse más! ¡No
tener que afeitarse uno cada mañana! ¿No te gusta? ¿No te entusiasma?
¡No tener que aguantar más judíos! ¡Dormir, dormir, dormir! Que todo sea
descanso, alivio, sueño, nada, nada… ¿Qué? ¿No? ¡Ah, perdona, olvidaba
que tienes el corazón enamorado! ¿No es eso? ¿No le quieres? ¿No
puedes vivir sin él?
RAQUEL. (Sale corriendo escaleras arriba,) ¡Madre! ¡Madre!

(CARLOS sube pausadamente la escalera, mientras empieza a haber


cierto movimiento en la bodega. Un MARINERO pasa por el puente,
CARLOS le interpela.)

CARLOS. Me hace el favor… (El MARINERO se para.) ¿A qué distancia estamos


de la costa exactamente?

Página 17
MARINERO. Una milla, milla y media.

(Salen juntos por la cubierta. En el entrepuente aparecen el OFICIAL


1.º y SONIA.)

EN EL ENTREPUENTE

OFICIAL 1.º. Ven.


SONIA. ¿Corre un poco de aire?
OFICIAL 1.º. Si en algún sitio lo ha de haber, es aquí. Toma, te he traído estas
naranjas.
SONIA. Eres muy amable. Muchas gracias. (Como un animalito, se pone a
chupar una de las frutas.)
OFICIAL 1.º. ¿Cómo no serlo contigo?
SONIA. ¡Qué bien planchada traes la chaqueta!
OFICIAL 1.º. Una chaqueta es siempre una chaqueta. Tus ojos…
SONIA. ¿Están mal planchados?
OFICIAL 1.º. Tus ojos…
SONIA. En cada puerto…
OFICIAL 1.º. Eso se queda para los oficiales de los trasatlánticos, o para los
marinos de guerra. Nosotros, los de carga…
SONIA. (Señalando.) ¿Qué es aquello?
OFICIAL 1.º. Una motora. (Aprovecha el gesto para abrazarla.)
SONIA. ¡Quieto! Aquí, no.
OFICIAL 1.º. Mírame.

(Se quedan más o menos quietos, mirándose, callados. Mientras


tanto, en la bodega se ha ido formando un grupo, que se sienta en los
equipajes, enjugándose el sudor. Alguno ha bajado de cubierta. Allí
están GUEDEL, padre de RAQUEL; CHENE, padre de SONIA; BORIS,
ABRAHAM, WEISSMANN, y otros varios, todos ellos viejos, la mayoría
tocados con gorro. El RABINO, seguido de SIMÓN, otro viejo, baja la
escalera. La llegada del RABINO produce curiosidad y se agrupan a su
alrededor.)

EN LA BODEGA

Página 18
GUEDEL. ¿Hay noticias?
RABINO. Nada. Nada. El Capitán no ha vuelto.
ABRAHAM. ¡Ponga usted cincuenta dólares de telegramas! ¡Más valdrían
cincuenta dólares de arenques!
GUEDEL. ¿Qué dice la radio?
RABINO. Los republicanos españoles han empezado una ofensiva por el Ebro.
BORIS. (Siempre con un dejo insolente.) ¡Para lo que les ha de servir!…
CHENE. ¡Ya podía haber llegado una contestación de Londres! ¿Cuándo salió
el último cable?
RABINO. Hace cuatro días.
BORIS. ¿De verdad creéis que les importamos un comino en Londres o en
Washington? Además, Washington no existe.
WEISSMANN. No hay que perder las esperanzas.
BORIS. Yo no las puedo perder. Moriremos aquí; como ratas, no, porque las
ratas acabarán con nosotros. (Ríe.) ¿No os hace gracia? A mí, sí. (Ríe.)
ABRAHAM. (Que se ha acercado al RABINO, molestando a los demás.) ¿Habló
usted con el Capitán?
RABINO. Ya te he dicho que está en tierra.
ABRAHAM. ¿Y con el Segundo?
RABINO. Es inútil.
ABRAHAM. ¡Pero si no puede ser! ¡Si tengo un primo establecido aquí y otro
en Estambul! Mire, mire. (Enseña unas cartas.) Se comprometen a
acogernos, a darnos lo necesario para vivir. ¡Yo y mi familia! Tengo seis
hijos, Rabino, seis. ¿Por qué no nos dejan desembarcar? ¿Qué mal hemos
hecho? Mi primo tiene una tienda, un establecimiento, dinero.
(Insoportablemente llorón.) Tiene buena fama. ¿Qué inconveniente puede
haber? Ustedes se quedarán más anchos. Micha está enfermo, se puede
morir. (Ha ido hablando alternativamente con varios. Vuelve al RABINO.)
¿No se lo ha dicho al Segundo? ¿Por qué? ¡Están ahí, a media legua! ¡Mi
primo tiene una confitería! Ahí tengo casa, familia, dinero. ¿Eh? ¿Por
qué? ¡Dígaselo al Segundo!
RABINO. Es inútil. No dejan desembarcar a nadie. Yo lo intenté para hablar
por teléfono con Jerusalén. Ni eso quieren permitir. Telegramas sí. Y
pidámosle al Señor que nos dejen estar donde estamos.
GUEDEL. ¡Usted sabe algo!
RABINO. Nada nuevo.

Página 19
BORIS. ¡Que nos lanzarán de nuevo al mar en este casco viejo, a ver si,
hundiéndonos, les dejamos de una vez en paz con tantos telegramas! Y si
no, vuelta a Rumania, a Hungría, a Alemania…, a Austria sí preferís…
GUEDEL. Ya no hay Austria que valga.
ABRAHAM. Y yo tengo familia ahí…
BORIS. No sea usted pesado.
SIMÓN. ¡Yo también tengo, y Goldenfinger, y no decimos nada!
GUEDEL. E Inglaterra, callada, y América, callada.
BORIS. ¡Si por lo menos callaran!… Pero dicen que sí, que ya se enterarán.
Ellos a enterarse y nosotros a enterrarse. Y menos mal si tuviésemos tierra
para cavar fosas.
SIMÓN. (A GUEDEL.) ¿No puede usted dejarme veinte céntimos? Es lo que me
falta para poder comprar un paquete de tabaco. Se lo devolveré mañana…,
mañana cobraré un giro de mi hermano.
GUEDEL. No.
SIMÓN. Usted tiene dinero. No está bien que me lo niegue.
GUEDEL. Hace dos meses que dice que va a recibir dinero.
SIMÓN. Me faltan veinte céntimos.
GUEDEL. Nada. (SIMÓN va a uno y otro durante el resto de la conversación,
limosneando.) ¿Y las asociaciones de Londres y de Nueva York? ¿Qué
hacen? Me dijeron que Menkevitz ha recibido un telegrama.
RABINO. Siempre lo mismo: hacen lo que pueden.
SIMÓN. (A CHENE.) Me faltan quince céntimos para poder comprar unas
galletas. ¿Por qué no indica a los demás que hagan una colecta para mí?
GUEDEL. Han pasado los siglos, y estamos frente al Asia Menor. Y ni siquiera
nos dejan pisar tierra. Si yo supiese nadar…
ABRAHAM. Ya lo he pensado. Pero ¿y mi familia? Además no sé nadar.
BORIS. Tendrás tiempo para aprender.

(LÍA, la madre de SONIA, llama a grandes voces a su marido, desde la


cubierta; ha visto a su hija con el OFICIAL 1.º.)

LÍA. ¡Chene! ¡Chene!


CHENE. ¿Qué hay? ¿Qué quieres? No es ésa manera de llamar.
LÍA. No has visto a Sonia, ¿verdad?

(SONIA la oye y desaparece del entrepuente.)

Página 20
CHENE. No sé. No chilles así.
LÍA. ¡Será nuestra eterna vergüenza!
CHENE. ¡No chilles así!
LÍA. Mira, mira.
CHENE. ¿Dónde?
LÍA. Mira, la perdida. ¡Mírala! ¡Sonia! ¡Ven aquí! (LÍA desaparece para
volver a poco con su hija, a quien, a arrastrones, hace bajar a la bodega.)
¡Vergüenza! ¡Vergüenza! ¡Vergüenza!
BORIS. (Aparte, a SIMÓN.) Mucha vergüenza. Pero, ¡a ver quién se come los
mejores platos y quién almuerza filetes a media mañana! Mucho chillar,
pero tomamos lo que el señor Oficial ofrece.

(Los hombres se apartan para dejar paso a las mujeres.)

LÍA. (A CHENE.) ¡Háblale tú, que eres su padre!


BORIS. Las mujeres sólo se acuerdan de que es uno padre de sus hijos
cuando…
CHENE. ¡Sonia! ¡Sonia! ¿Quieres nuestra perdición eterna?
BORIS. ¡Qué suerte! En esta familia todo es eterno.
CHENE. Te hemos prohibido mil veces hablar con… con…
LÍA. ¿Es todo lo que se te ocurre decir?
CHENE. ¿No comprendes que no es de los nuestros? ¿Quieres condenarte
eternamente?
LÍA. ¡Eso, eso! ¡Y condenar a tus padres por no haberte sabido mantener en el
recto camino!… ¿Te habló de matrimonio? ¡Eh, contesta, di!
SONIA. (Imperceptiblemente.) Sí.
LÍA. ¡Del matrimonio de su ley!
SONIA. No sé…
LÍA. ¡Nunca! ¿Lo oyes? ¡Nunca! Nunca consentiremos mezclarnos con
herejes.
LEVA. (Saliendo de la parte oscura.) ¿Os dais cuenta de que predicáis lo
mismo que nos tiene aquí?
LÍA. ¿Quién te mete a ti…, mequetrefe? ¿Qué sabes?
LEVA. La misma intolerancia que os echó de Colonia… Por el mismo motivo,
por las mismas razones. ¿No ha oído nunca este grito?: «¡No
consentiremos que nuestra sangre se mezcle con otra impura!». ¿No le
suena?

Página 21
LÍA. ¿Y qué tiene que ver? ¡Lo nuestro es de siempre!
CHENE. (A LEVA.) ¡No te metas en lo que no te importa!
LEVA. ¿Y por qué no me va a importar?
BORIS. Pues ya tienes trabajo.
LEVA. (A SONIA.) ¿Tú le quieres?
SONIA. (Bajo.) No sé… Él me quiere a mí.
LÍA. ¡Desvergonzada!
LEVA. Si le quieres, grítalo alto…
LÍA. Ven aquí y calla. Si los demás no saben cuál es su deber, yo sí. Siempre
he estado sola. Cuando más necesitas de la ayuda de alguien, éste se
escurre y falla.

(CHENE se encoge y procura pasar inadvertido entre los demás,


mientras su mujer y su hija suben la escalera y salen por el puente.
Tres NIÑOS bajan en ese momento.)

ERICH. ¡Anda, corre, que nos cogen!

(Otros tres NIÑOS los persiguen, produciendo un cierto barullo.)

ABRAHAM. (Abriendo un maletín, a BORIS.) Mira. (Le enseña una fotografía.)


¿Qué te parece? Era mi tienda.
SIMÓN. ¿Qué vendías?
ABRAHAM. Bragueros. Era un negocio muy bueno.
CHENE. (Al RABINO.) ¿Cuándo cree usted que volverá el Capitán?
BORIS. Puede esperar con calma. Cuando baja a tierra…
GUEDEL. ¿No haría usted lo mismo? (Al RABINO.) ¿Usted cree que por fin nos
dejarán desembarcar?
RABINO. ¡Cualquiera sabe! Al principio parecía imposible. Ahora…
UN NIÑO. (En el puente.) ¡Ahí vuelve el Capitán!
CHENE. (A BORIS.) ¿Ve usted, ave de mal agüero?
BORIS. ¡Cante! ¡Cante!

(Movimiento general hacia la escalera; algunos empiezan a subir.)

RABINO. (Al que le sigue.) ¿Cree usted que el Capitán habrá conseguido
legumbres frescas?

Página 22
(Por la cubierta pasan BERNHEIM, banquero, seguido de LÁZARO, judío
pobre.)

EN LA CUBIERTA

LÁZARO. ¿Por qué será Hitler antisemita? ¿Qué le hemos hecho? Porque si no
fuera antisemita, yo no tendría nada contra él.
BERNHEIM. Vamos pronto, antes de que llegue esa morralla…

(Salen BERNHEIM y LÁZARO; cruzante con ISABEL, la madre de RAQUEL


y CARLOS. Ésta, a pesar de sus cincuenta años, lleva una peluca rubia
muy ostentosa.)

ISABEL. (A Guedel, que va subiendo la escalera,) ¿No has visto a Carlos?


GUEDEL. No. Andará espiando a su hermana, para no faltar a la costumbre.
ISABEL. ¡No! ¡No! Le dijo a Raquel que se pensaba matar…
GUEDEL. Sería para asustarla. No te preocupes.
ISABEL. ¡Pero no lo encuentro en ninguna parte!
GUEDEL. No te preocupes, ya saldrá.
ISABEL. ¡Parece como si no fuera tu hijo!

(Los hombres salen por el puente. ISABEL baja a la bodega y va


llamando a CARLOS. Cuando se convence de que no está, sube a la
cubierta y sale. Esto sucede mientras en el entrepuente ha entrado el
CAPITÁN, seguido por BERNHEIM)

EN EL ENTREPUENTE

BERNHEIM. ¿Se puede?


CAPITÁN. Adelante, señor Bernheim.
BERNHEIM. ¿Qué tal, mi Capitán? ¿Qué noticias trae usted?
CAPITÁN. Pocas y malas.
BERNHEIM. ¿Qué daño les hacemos anclados aquí?
CAPITÁN. No es ése problema de mi incumbencia. Yo sólo puedo obedecer las
órdenes de mi compañía.
BERNHEIM. ¿Usted cree que nos vamos a hacer de nuevo a la mar?

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CAPITÁN. No sé. Es lo más probable.
BERNHEIM. ¿Cuándo, señor Capitán?
CAPITÁN. No lo sé.
BERNHEIM. Capitán: usted sabe que yo soy banquero, ¿no?
CAPITÁN. Sí. Sí, señor Bernheim.
BERNHEIM. Usted sabe que mi banco es importante, ¿no?
CAPITÁN. Usted me lo dice, yo lo creo.
BERNHEIM. Muchas gracias, señor Capitán. ¿Usted cree que es humano lo que
están haciendo con nosotros?
CAPITÁN. Usted conoce mi opinión.
BERNHEIM. ¡Qué peligro representamos para la humanidad! ¿Eh? ¡Qué peligro
para América! ¡Qué peligro para Inglaterra! ¡Qué peligro para Turquía!
¡Seis contables, ciento cuarenta comerciantes, cincuenta y tres abogados,
dos rabinos, veinte agricultores, ciento y pico dependientes de comercio,
tres directores de escena, seis periodistas, doscientos viejos y viejas que
ya no pueden con su alma, treinta y cinco niños…! ¿Es que el Brasil no es
bastante grande? ¿Ya no cabe nadie en Palestina? ¡Qué peligro estos
huidos de los nazis! ¿Cuánto gana usted, Capitán? Polacos, alemanes,
austríacos… ¡Usted no cobrará en dólares, claro! ¡Oh, perdone! Soy
indiscreto. Estoy muy mal educado, un self made man. Mi fortuna la he
hecho yo. Sé lo que cuesta reunir un poco de dinero y las necesidades de
la familia… Empecé… ¡Para qué le voy a contar mi historia!… Pero…,
¿no le parece a usted un crimen que yo, con el dinero que poseo, tenga
que ir por estas costas dando bandazos como todos estos pobrecitos que
no tienen dónde caerse muertos? No, si yo no me quejo del trato de a
bordo: hacen ustedes lo que pueden… Pero, vamos a ver, mi Capitán: ¿no
habría un medio de… desembarcarme? Un medio… natural, legal.
CAPITÁN. Lo siento mucho, señor Bernheim.
BERNHEIM. No sé si usted me entiende, señor Capitán.
CAPITÁN. Perfectamente.
BERNHEIM. Yo estaría dispuesto a dar lo que me pidiesen. (Pausa.) Cinco mil
dólares, Capitán.
CAPITÁN. Tengo trabajo, señor Bernheim.
BERNHEIM. (Lloroso.) Comprenda, señor Capitán. ¿Para qué me sirve aquí el
dinero? Tengo cuatro hijos. ¡Usted tiene hijos! Siete mil dólares, Capitán.
CAPITÁN. Para esto, se hubiese usted podido ahorrar los lloros sobre los
demás.

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BERNHEIM. ¿Acepta? Una vez en tierra…
CAPITÁN. No, señor Bernheim Si pudiera, lo haría por nada. Pero es
imposible. Además, han redoblado la vigilancia.
BERNHEIM. ¿Como si fuésemos apestados?
CAPITÁN. Usted lo ha dicho, señor Bernheim Y perdóneme, que tengo mucho
que hacer.

(El CAPITÁN sale hacia lo que se supone su camarote, y BERNHEIM, por


la derecha. En la bodega, después de la salida de ISABEL, los NIÑOS se
han posesionado de nuevo de los equipajes. Por la cubierta, mientras
tanto, pasea la vieja ESTHER con su hija MINE, esta última en estado
muy avanzado de gestación. MINE es boba. Se ha asomado a la
bodega. A la última réplica del CAPITÁN, dice.)

EN LA CUBIERTA

MINE. ¡Yo quiero bajar!

(Los NIÑOS la ven y le hacen grandes fiestas; algunos suben a


reunirse con ella.)

NIÑA. ¡Oh, sí, señora, déjela usted bajar!


ESTHER. ¿No veis que está mala?
NIÑA. ¡Ande, déjela!
MINE. ¡Yo quiero bajar!
ESTHER. Te caerías.
ERICH. (Desde abajo.) ¡Oh, no! Nosotros la ayudaremos. No tenga cuidado.
ESTHER. Pero, hija, ¿por qué quieres bajar?
MINE. Por ver…
NIÑA. Y sentarse bajo la manga. Se está muy fresco y muy bien.
NIÑO. (Desde abajo.) Baja, baja. Y te contaremos un cuento… (A los demás.)
Es tonta; ya veréis cómo nos divertimos. El otro día le colgamos un cartel
en la espalda que decía: «Adivina lo que tengo en la barriga…»
MINE. Sí, sí. Me contarán un cuento.

(Por la cubierta aparece el MÉDICO; tiene más de cuarenta años;


cansado.)

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ESTHER. ¡Doctor! ¡Doctor!
MÉDICO. ¡Cerca de cuarenta a la sombra!
NIÑA. Treinta y dos; yo lo he visto en el termómetro de mi papá.
ESTHER. Mine quiere bajar. Yo digo que no.
LOS NIÑOS. (Al MÉDICO.) ¿Verdad que sí? ¿Por qué no puede bajar?
MÉDICO. Con mucho cuidado, sí.
NIÑOS. ¡Olé, olé! ¡Vamos!
NIÑA. (Marisabidilla.) Muchas gracias.
BERNHEIM. (Entra por la cubierta.) Buenas tardes, doctor.
MÉDICO. Buenas tardes. ¿Qué tal se encuentra ahora?
BERNHEIM. Muy mal, doctor, muy mal.
MÉDICO. ¿No le hicieron efecto las pastillas?
BERNHEIM. Poco, poco. (Llevándoselo.) Las noticias son malas; parece que
salimos de madrugada. ¿Usted sabe algo?
MÉDICO. No.
BERNHEIM. ¿No le parece una barbaridad? ¿Qué peligro representamos para el
mundo? Ciento ochenta comerciantes, diez contables…

(El MÉDICO y BERNHEIM salen. Los NIÑOS han bajado a la bodega con
MINE y ESTHER, y las han sentado con grandes precauciones bajo la
manga de aire.)

EN LA BODEGA

NIÑO. Cuenta el de la Bella Durmiente.


OTRO. No, el de Cenicienta.
OTRO. ¡El Gato con Botas!
ERICH. ¿Tú cuál quieres, Mine?
MINE. El de Caperucita.
NIÑA. El de Blanca Nieves.
ERICH. Mine quiere el de Caperucita.
VARIOS. El de Caperucita.
NIÑA. (A un NIÑO) ¡Quítate! Me molestas.
NIÑO. Calla.
OTRA NIÑA. ¡Me está pellizcando!
ERICH. ¡Estate quieta!

Página 26
MINE. ¡El cuento!
NIÑA. «Esto era una vez… La mamá llamó a Caperucita y le dio una cesta…»

(Del fondo de la bodega salen cinco muchachos de veinte a


veinticinco años, entre ellos LEVA.)

LEVA. (A uno.) Tú se lo dices a Efraím.


ISAAC. De acuerdo.
LEVA. (A otro.) Tú, a EZEQUIEL. Y todos, a las nueve, aquí. ¿De acuerdo?
NIÑA. (Acercándose a LEVA.) Leva, ¿no podríais hablar más bajo? ¿No veis
que está contando un cuento?

(Por la cubierta pasa RAQUEL, desesperada, con una chaqueta en la


mano, gritando.)

RAQUEL. ¡Madre! ¡Madre! ¿Dónde está Carlos?

(Los jóvenes suben rápidamente la escalera y salen.)

MINE. No hagas caso. Sigue, sigue. Anda, Marta, sigue.


NIÑA. «El lobo, con las orejas largas, largas, largas…»

(Un NEGRO aparece por la borda, pasa por encima de la barandilla.


Mira a derecha e izquierda, ve a la vieja SARA, que sigue cosiendo
sentada en lo alto de la escalera. Los NIÑOS se callan y miran,
curiosos.)

EN LA CUBIERTA

NEGRO. (A SARA.) ¿Usted es de a boldo?


SARA. Sí.
NEGRO. ¿De las que viajan?
SARA. Sí.
NEGRO. ¿Judía?
SARA. Sí.
NEGRO. (Muy desesperado.) ¡He peldido!
SARA. ¿Qué ha perdido?

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NEGRO. Una apuesta. Me dijelon que elan como todos. Yo no lo podía cleel.
Polque, si son como todos, ¿pol qué no los habían de dejal desembalcal,
no?
SARA. ¿Qué creía que éramos?
NEGRO. (Tras una duda, vergonzosamente.) Neglos…

TELÓN

Página 28
ACTO SEGUNDO

Página 29
(Las nueve de la noche. Con las luces encendidas, ni muchas ni
fuertes, aparece la parte trasera de la bodega. Las literas siguen los
paramentos del buque. El fondo, ya estrecho, es aprovechado por los
emigrantes como altar. Frente a él, de espaldas al público, el RABINO
celebra su oficio durante la primera mitad del acto. El murmullo de
los rezos forma un fondo a las conversaciones. Los orantes hacen sus
reverencias e inclinaciones. En primer término, luz más viva que da
un reflector colgado cerca de la escalera, dejando rincones oscuros a
derecha e izquierda. Algunas bombillas dan poca luz a la cubierta.
En el entrepuente, luz más viva donde el OFICIAL 2.º trabaja sentado
ante una mesa. En las literas, gentes acostadas. En el entrepuente
entra el OFICIAL 1.º, que se pone a charlar familiarmente con el
OFICIAL 2.º.)

EN EL ENTREPUENTE

OFICIAL 2.º. Qué, ¿nos vamos?


OFICIAL 1.º. Es lo más probable. Esperamos la orden definitiva.
OFICIAL 2.º. ¿A estas horas? Parece mentira… Creí que por hoy ya estábamos
tranquilos.
OFICIAL 1.º. Tienen unas ganas de perdernos de vista que no pueden con su
alma. ¡Con lo que necesitamos la cala seca!…
OFICIAL 2.º. Como el mar se ponga pesado…
OFICIAL 1.º. De otras más duras hemos salido.
OFICIAL 2.º. Llevábamos caballos en vez de hombres.
OFICIAL 1.º. Esto le produce más a la compañía.
OFICIAL 2.º. ¿Bajaste a tierra?
OFICIAL 1.º. No.
OFICIAL 2.º. ¿No estabas libre?

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OFICIAL 1.º. No tuve ganas. ¡Para lo que hay que ver en ese pueblo de mala
muerte!…
OFICIAL 2.º. ¡Ah! ¡Es verdad! ¿Cómo van esos amores? ¿De veras estás tan
«colao» como dice Magropápoulos?
OFICIAL 1.º. Mira, voy a dar una vuelta.
OFICIAL 2.º. Bueno, bueno, Don Callado.

(El OFICIAL 1.º sale. El otro se queda trabajando. En el primer


término de la bodega se han ido reuniendo LEVA, EFRAÍM, EZEQUIEL y
cuatro jóvenes más.)

EN LA BODEGA

LEVA. ¿Estamos todos?


EZEQUIEL. Sí. Tal como dispusiste, Andrés se quedó en popa.
LEVA. No podemos perder tiempo. El barco zarpará de madrugada.
EFRAÍM. ¿Para dónde?
LEVA. No lo sé. Ni siquiera creo que lo sepa a estas horas el Capitán. No nos
quieren tener más tiempo cerca de tierra; y más, después de esa absurda
historia de Carlos. ¿A quién se le ocurre escaparse de día, delante de
todos?
EZEQUIEL. En tierra habrán creído que era uno que se bañaba. ¿Lo han
cogido?
LEVA. No hay noticias. Pero casi seguro que sí. Pero no nos hemos reunido
para hablar de un loco.
UNO. Si ésta es una reunión del Partido, yo no soy…
LEVA. Lo sabemos. Pero también tu simpatía hacia nosotros, y creemos que
debes oír lo que voy a proponer. Camaradas: estamos perdiendo el tiempo
miserablemente a bordo de este montón de hierro viejo cuando en otras
partes del mundo hay una lucha efectiva. Hemos preparado nuestra
marcha. No pensábamos que fuera tan pronto; pero, al saber que
zarparíamos probablemente esta madrugada, hemos adelantado el plan. En
tierra nos esperan.
EFRAÍM. Pero ¿cómo…?
LEVA. Tú no te preocupes.
EZEQUIEL. ¿Y una vez en tierra?
LEVA. Probablemente, a España.

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UNO. Contad conmigo.

(Del fondo se adelantan lentamente WEISSMANN y SIMÓN, tanto por


huir de los rezos como para enterarse de la conversación de los
jóvenes.)

WEISSMANN. Yo en seguida haré negocios…


SIMÓN. ¿Sin capital?
WEISSMANN. Si lo tuviera, entonces es cuando no los haría: los demás se
encargarían de hacerlos por mí.
SIMÓN. ¿Entonces?
WEISSMANN. ¿Y el crédito?
SIMÓN. ¿Quién te lo abrirá?
WEISSMANN. Cualquiera. ¿Tú has sido comerciante?
SIMÓN. ¡Hum!… Toda la vida.
WEISSMANN. ¿Qué vendías?
SIMÓN. Gomas para los paraguas.
WEISSMANN. ¡Bah! ¡Eso no es comercio!
SIMÓN. ¡Ah! ¿Con que no? Entonces, ¿qué es?
WEISSMANN. Mendicidad.
SIMÓN. ¿Y lo tuyo?
WEISSMANN. Pieles, abrigos de astrakán, abrigos de skunks, abrigos de
petigrís. Zorros plateados…
SIMÓN. ¿Y cómo te las arreglas?
WEISSMANN. Es cosa de niños: vas a una tienda y dices que puedes vender una
piel —una piel la vende cualquiera—. A la tercera, te fían todo lo que
quieras. A la sexta, pones una tienda. Te fía el dueño del local, te fía el
decorador, te fían los fabricantes proveedores de la casa amiga donde
pediste las primeras pieles. Te fía todo el mundo. Si el negocio marcha
bien, pagas. Si no, no. A eso llamo yo comercio. He tenido tiendas en
Berlín, en Viena, en Budapest, con grandes escaparates y muchos letreros
de cristal dorado: «English spoken», «Se habla español», «Si parla
italiano», «On parle français».
SIMÓN. ¿Y eres rico?
WEISSMANN. Varias veces.
SIMÓN. ¿Millonario?

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WEISSMANN. No. Varias veces rico, varias veces pobre. Ahora toca
emigrado…
SIMÓN. ¿No podrías dejarme media piastra?
WEISSMANN. Estoy limpio, lo que se dice limpio…

(Han vuelto al fondo, ya que los jóvenes han permanecido


ostensiblemente callados.)

EFRAÍM. Ése tiene un tipo de chivato…


LEVA. Dentro de tres cuartos de hora, en popa. ¿Qué hora tenéis?
EZEQUIEL. Las nueve y veinte.
LEVA. Y ni una palabra a nadie, ¿me oís? A nadie.
EZEQUIEL. Mi madre…
LEVA. Ni a tu madre, Ezequiel.
EZEQUIEL. ¿Qué pensará?
LEVA. Se alegrará de saberte salido de este infierno. Pero aunque así no fuera,
no nos podemos exponer a una indiscreción. Al saber que nos hemos
marchado siete, comprenderá.
EZEQUIEL. Pero…
LEVA. No hay pero que valga, ni por qué discutir. Ahora bien, si quieres
quedarte, estás a tiempo.
EZEQUIEL. No se trata de eso.
LEVA. Entonces, ¿de acuerdo? Equipaje: ninguno. Papeles: ningunos. Quizá
tengamos que nadar.
EFRAÍM. Yo no sé.
UNO. Yo, tampoco.
LEVA. Se hará lo que se pueda. Ahora nos separaremos. Y nada de
despedidas. A las diez…

(Se separan. Unos van a las literas, otros suben al puente, donde
desde hace un momento RAQUEL ha estado observando al grupo.
Luego, baja y se acerca a EFRAÍM.)

RAQUEL. ¿Qué pasa?


EFRAÍM. Nada. ¿Te sientas?
RAQUEL. Si no pasa nada, ¿por qué pones esa cara?
EFRAÍM. ¿Qué cara pongo?

Página 33
RAQUEL. La de un chico al que le han quitado un pastel… ¿Qué te pasa?
EFRAÍM. De verdad: nada.
RAQUEL. ¿Me vas a mentir? Ya te conozco bastante…
EFRAÍM. No te lo puedo decir, Raquel.
RAQUEL. Muy bien. ¿Hay algo que valga para ti más que yo?
EFRAÍM. No. Entre los seres humanos, no.
RAQUEL. ¿El Partido? (EFRAÍM no contesta.) ¿No contestas?
EFRAÍM. (Echándolo a broma.) ¿Vas a tener celos del Partido?
RAQUEL. ¿Zarpamos?
EFRAÍM. Todavía no se sabe nada seguro.
RAQUEL. ¿Es de eso de lo que estabais hablando?
EFRAÍM. Sí.
RAQUEL. ¿Y es eso lo que no me podías decir?
EFRAÍM. Sí.
RAQUEL. ¿Por qué me mientes descaradamente? ¿Es ésa la confianza que
tienes conmigo? Se puede una fiar… Si ya no me quieres, puedes
decírmelo cara a cara. Sabes que soy fuerte.
EFRAÍM. ¿Por qué dices tonterías? No me hablarías así si dudaras de que te
quiero.
RAQUEL. Entonces, ¿qué te pasa?
EFRAÍM. Raquel: te lo pido por favor; déjame un momento. Luego subiré a
cubierta. (RAQUEL se levanta, ofendida. EFRAÍM la sigue.) No, no he
querido decirte eso.
RAQUEL. ¿No has querido decírmelo? Pues yo lo he oído muy claro. Y te
obedezco. Ahí te quedas. Y buen provecho.
EFRAÍM. ¡Raquel, Raquel! Siéntate a mi lado. No me digas nada. Dame tu
mano. Te quiero, Raquel. Te quiero. ¿No me crees? (RAQUEL no contesta.)
¿No me crees, di?
RAQUEL. Sí, te creo. Pero, entonces, dime lo que te pasa.
EFRAÍM. No puedo.
RAQUEL. ¿Cómo quieres que crea que me quieres?
EFRAÍM. He prometido no decírselo a nadie.
RAQUEL. ¿Soy algo extraño a ti?
EFRAÍM. ¿Me prometes no decírselo a nadie?
RAQUEL. No te prometo nada. Si no tienes confianza en mí, no me lo digas.
EFRAÍM. ¡Si supieras cómo me dueles!

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(Pausa. Las oraciones se oyen mejor.)

RAQUEL. ¿Os vais? (Pausa.) ¿Os fugáis? (Pausa.) ¿Me dejas? (Suenan las
campanadas del cuarto.) ¿Di, Efraím? ¿Me dejas? ¿Sin decir palabra…?
¿Te marchas con Leva? ¿Con Ezequiel? Carlos, ¡y luego tú!… ¿Dónde
vais, infelices, a dónde? ¡Os cogerán!
EFRAÍM. Todavía no han cogido a Carlos.
RAQUEL. ¿Con que confiesas que os marcháis? ¿Y eras capaz de hacerlo sin
decirme una palabra? ¿Y a dónde vais?
EFRAÍM. (Bajo.) España…

(Pausa.)

RAQUEL. No quiero, ¿me oyes? No quiero. ¡Yo también tengo mi vida, y no


quiero que te marches, te quiero tener conmigo! ¡A menos que quieras que
me vaya con vosotros!
EFRAÍM. Ni hablar. Tú no sabes nada, nada. ¡Júrame no decir nada a nadie!
¡Júramelo!
RAQUEL. No. Es tarde. Si no me prometes ahora mismo quedarte, gritaré por
ahí…, y ni siquiera tus compañeros se podrán fugar… (Más bajo.) ¿Crees
de verdad que tu esfuerzo personal puede arreglar el mundo? ¿Crees que
si no vas a España los republicanos perderán la guerra? Y, mientras tanto,
yo qué. ¿Leer en los ojos de mis padres, a cada momento: «Carlos tenía
razón»?
EFRAÍM. ¿Cómo te puedo explicar…?
RAQUEL. Mejor es que calles. Sé todo lo que me vas a decir: el mundo, los
compañeros, el porvenir… Pero ¿y yo? ¿Es que yo no tengo porvenir? ¿Es
que el porvenir del mundo es de carne y hueso? Si te marchas, no nos
volveremos a ver. ¿No has pensado que podemos tener hijos, hijos…? No
lo has pensado, no. Un hombre no piensa en esas cosas. El gusto, y
gracias. (Pausa.) Si te quieres ir, vete. (Bajo.) Si te quedas, tendrás
mañana de mí todo lo que me pidas.
LEVA. (Desde arriba de la escalera, a EFRAÍM.) ¡Efraím! ¿No ha vuelto
Ezequiel?
EFRAÍM. No.
LEVA. Si le ves, dile que le espero; él sabe dónde.
RAQUEL. (Subiendo rápidamente la escalera, a LEVA.) Espera. Efraím quiere
hablarte.

Página 35
LEVA. (Bajando, a EFRAÍM.) ¿Qué hay? ¿Qué quieres?
EFRAÍM. Me quedo.
LEVA. Si tuviera un arma, te mataría como a un perro. ¡Traidor!
EFRAÍM. No soy un traidor. Comprende… (LEVA le vuelve la espalda y sube la
escalera.) ¡Siempre lleváis las cosas al último extremo! Yo no soy…
(LEVA sale por la cubierta. En el entrepuente, entra el MÉDICO.)

EN EL ENTREPUENTE

MÉDICO. (Al OFICIAL 2.º.) ¿Está el Capitán?


OFICIAL 2.º. Dentro.
CAPITÁN. (Saliendo.) ¿Qué se te ofrece, Médico?
MÉDICO. Mira: hay un enfermo grave. Aquí no lo podemos tener. Hay que
evacuarlo al hospital. Cuanto antes, mejor.
CAPITÁN. ¿Qué tiene?
MÉDICO. Apendicitis.
CAPITÁN. ¿Quién es?
MÉDICO. El señor Bernheim.
CAPITÁN. ¿El banquero?
MÉDICO. Sí.
CAPITÁN. (Al OFICIAL 2.º.) ¿Me permite un momento?
OFICIAL 2.º. (Levantándose.) A sus órdenes. (Sale.)
CAPITÁN. Con que el señor Bernheim, ¿no?
MÉDICO. Ya te lo he dicho.
CAPITÁN. ¿Cuánto tiempo hace que navegamos juntos, Médico?
MÉDICO. Tú lo sabes tan bien como yo. Trece años.
CAPITÁN. ¿No te ha ido mal?
MÉDICO. No. Pero ¿a qué viene…?
CAPITÁN. Muy feliz no digamos que eres, pero mejor que lo pasabas en tu
casa… Y fui yo quien te ofreció esta solución. ¿Quieres perderla? ¿Te ves
con fuerzas suficientes para empezar ahora, de nuevo, a hacerte una
clientela, que nunca tuviste, y aguantar las veinticuatro horas del día a tu
suegra? ¿Quieres volver a tu poblacho? ¿Cuánto te ha dado Bernheim por
tu certificado? A mí no me importaría que desembarcaran no uno, sino
todos. Tú sabes que he hecho lo posible. Pero a lo que no estoy dispuesto,
por todo el oro del mundo, es a que desembarque uno solo, y que ese uno,

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además, sea el más rico de los pasajeros. ¿Entiendes? ¿Cuánto te ofreció?
Anda, dímelo. Si a mí también…
MÉDICO. Con ese dinero yo me hubiese marchado, marchado a América.
Libre. Otro.
CAPITÁN. ¿Y tu mujer?
MÉDICO. Tiene a su madre. Su madre por todas partes. De pronto yo les hacía
esa jugada formidable: creo que acepté únicamente por figurarme la cara
que pondrían cuando se enteraran de que no me iban a volver a ver, ¡y yo
vivo!… Trece años de tu barcucho, Capitán, trece años de estiércol,
caballos a la derecha, caballos a la izquierda, caballos por el Mar Negro,
caballos por los Dardanelos. ¡Caballos, caballos! He sido más veterinario
que médico a bordo de tu barcucho indecente. Y aun ahora, que hace más
de seis meses que no ha pisado un caballo las bodegas de tu inmundo
pontón, todo esto huele a caballo, a excremento de doscientos mil
caballos… Y ahora que llega, como caída del cielo, la posibilidad de
librarme de todo esto, ahora, por tu imbécil rectitud, quieres, quieres…

(Se sienta, vencido.)

CAPITÁN. Quiero.
MÉDICO. Pero tú sabes que si yo quiero, puedo…

(Es un último esfuerzo que sabe inútil.)

CAPITÁN. No puedes.

(Desde hace un momento se ha oído un ruido de motor. Cesa. Entra


un MARINERO en el entrepuente.)

MARINERO. Policía del puerto.


CAPITÁN. Que suban. (Al MÉDICO.) Y ni siquiera quiero que permanezca ese
tipo en la enfermería; otros habrá…

(El MÉDICO sale. Entra un POLICÍA con CARLOS. Éste va esposado y


trae la cara morada. ABRAHAM llega corriendo por la cubierta a la
escalera y llama desde arriba.)

ABRAHAM. ¡Guedel! ¡Guedel! ¡Han traído a Carlos!

Página 37
(Del fondo de la bodega salen GUEDEL y algunos más. El rito ha
terminado. ABRAHAM se vuelve por donde vino.)

EN EL ENTREPUENTE

POLICÍA. (Al CAPITÁN.) Aquí le traemos esta buena pieza.


CAPITÁN. ¿Por qué no se quedaron con ella?
POLICÍA. No sé.
CAPITÁN. ¿Cuándo le cogieron?
POLICÍA. A media tarde. El que se nos escape a nosotros…
CAPITÁN. Está bien; suéltelo.
POLICÍA. ¿No lo encierra?
CAPITÁN. Ya veremos. Por la cara que trae, no me parece que tenga ganas de
reincidir. (A CARLOS.) No salga de la bodega.

(CARLOS sale sin articular palabra.)

POLICÍA. En la Comandancia de Marina me dieron este pliego para usted. Si


me hace el favor de firmar el recibí… (Le tiende unos papeles.) Hubo una
bronca formidable en el cuartelillo. Empezó gritando que él no era judío,
que no tenía por qué estar a bordo.
CAPITÁN. Sí. Creo que su madre no es israelita.
POLICÍA. Entonces el comisario empezó a despotricar contra los judíos. ¡Si
hubiera visto usted la que se armó! Porque, de pronto, el joven ése
empezó a defenderlos. No debe de estar bien de la cabeza. Por lo menos el
comisario se la sentó, pero que bien sentada.
CAPITÁN. ¿Algo más?
POLICÍA. Nada. (El CAPITÁN entra en su departamento, rasgando el sobre que
el POLICÍA le ha entregado. Al OFICIAL 2.º.) ¿No podría ver al sobrecargo?
OFICIAL 2.º. ¿Qué desea?
POLICÍA. En barcos como éstos, siempre se presenta la ocasión de comprar
algo…, alguna ganga…, los compañeros me dijeron…
OFICIAL 2.º. Creo que le han engañado.
POLICÍA. (Corrido.) Buenas noches.

Página 38
(Sale. El OFICIAL 2.º le contesta con un gruñido. En la bodega,
después de acabar el rito, poco a poco se han ido formando corros.)

EN LA BODEGA

SIMÓN. (A WEISSMANN.) ¿No podría darme un arenque? Nada más que un


arenque. El Rabino me ha dado un trozo de pan… Para acompañar, nada
más que para acompañar. (Más bajo.) Al Rabino, por eso de ser rabino, le
dan un plato más.

(En la cubierta, donde se habían quedado parados varios de los que


subieron al saber la vuelta de CARLOS, se produce un revuelo; entra
éste seguido de ISABEL, a quien no hace maldito el caso; se le acerca
su padre; CARLOS lo aparta y baja a la bodega, donde le siguen.)

ISABEL. ¡Hijo! ¡Hijo!


CARLOS. Déjese de historias, madre.
ISABEL. ¡Cómo he padecido todo el día! ¡Alabado sea el Señor porque has
vuelto!
CARLOS. ¿Se alegra? ¿Se alegra de que me cogieran? ¿Se alegra de volver a
verme en esta cárcel?
ISABEL. ¡Cómo te han puesto, Señor, cómo te han puesto! ¿Qué hubiese sido
de ti, solo? ¿Qué hubiese sido de mí, sin noticias tuyas?
GUEDEL. ¡Hijo!
CARLOS. Ya sé que soy hijo tuyo. Para lo que me ha lucido…
GUEDEL. (Avanza.) ¡Carlos!
CARLOS. ¿Qué? ¿O es que no tengo razón? ¿Por qué me engañaron?
ISABEL. ¿Quién te engañó?
CARLOS. ¡Usted y usted! (Por sus padres.) Nunca se les ocurrió decirme que
usted era judío. Como si fuera una vergüenza… ¡Y ahora lo siento como
si fuera una vergüenza! Eso no se lleva pintado en la cara. Si alguna vez
oí hablar de religión en casa, ¿qué éramos? ¡Ah, sí! Protestantes…
GUEDEL. ¡Calla!
CARLOS. ¿Por qué? Hace tres meses que no sabemos lo que es estar solos.
Todos juntos para comer, todos juntos para dormir, todos juntos para…
todo. ¿Le da vergüenza? ¡Haberlo pensado antes!

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GUEDEL. ¡Calla!
CARLOS. Ya sé que todo consiste en callar y rezarle al Señor, mi buen padre
Guedel, que antes se llamaba Guillermo…
RABINO. ¿Por qué odias así a los demás?
CARLOS. Si me odio a mí mismo, ¿cómo quiere usted que ame a los otros?
(Ha medio subido la escalera a reculones; al pie de la misma se han
agolpado bastantes personas.) ¿Qué? ¡Ahí estáis todos, como borregos!
Os vais a dejar llevar de nuevo al matadero. Porque vamos a levar anclas
con el día. Si no lo sabéis, os lo digo yo. Ningún país quiere nada con
nosotros. El mundo es demasiado pequeño. No hay sitio: han puesto el
cartel de «Completo». Y sois los más, aquí a bordo, y harán con vosotros
lo que les dé la gana. ¿No sentís vibrar vuestros puños? Estáis todos
muertos, montón pestilente. Cadáveres hediondos, putrefactos… ¿Hasta
cuándo? ¿No hay nada en vosotros de la semilla de los hombres? ¡Judíos
habíais de ser, despreciables! Preferís lamer la bota del César, creyendo
que con despreciarlo y odiarlo en vuestro corazón os basta para salvaros.
Relamiéndoos la baba del odio os consoláis, creyéndoos superiores
porque os va por la cabeza que la única vida verdadera es la que corre por
los adentros. Vivís de poner trampas: ¡borregos, cobardes! (Un OFICIAL
pasa por la cubierta, escucha, y sale.) ¿Qué esperáis para coger el timón?
¿Qué esperáis para haceros con el barco? Un solo verdugo basta para
conduciros a la muerte. ¡Y vosotros, satisfechos con vuestra costra de
miseria, pensando que es una marca del Señor! ¿No se os suben las
entrañas a la garganta? Ahora os volverán a los presidios, a las minas, al
látigo, al estiércol. Llorad: «¡Qué desgraciados somos! ¡Qué
perseguidos!». Cuanto más os insultan, más os hundís en vuestra miseria.
Os encenagáis de propia compasión. ¡Puercos, alzaos! ¡Gritad, incapaces!
¡Muertos impotentes! ¿Tanto os pesa vuestro Dios que no os podéis
mover? ¿No se levanta una voz? Murmullos, no: ¡una voz! ¡No os sentís
capaces…!

(Dos MARINEROS agarran a CARLOS por los brazos, lo arrastran hasta


la cubierta y se lo llevan.)

ISABEL. ¡No, no!


GUEDEL. (Cae de rodillas ante El RABINO.) ¡Yo tengo la culpa! ¡Todo el
castigo para mí, por haber abandonado la Ley! ¡Mátenme! ¡Lapídenme!

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Mi hijo no ha pecado, mi hijo no ha pecado… ¡Oh, padre, vuélvame a
admitir!
ISABEL. (A GUEDEL.) ¡Capón! ¡Capón! ¡Capón!

(Cae con un ataque de nervios, y entre varios se la llevan a la parte


posterior de la bodega, al mismo tiempo que bajan rápidamente la
escalera RAQUEL y EFRAÍM. RAQUEL se dirige en seguida hacia su
madre.)

BORIS. Se me olvidó preguntarle al joven que a dónde llevábamos el «San


Juan». Por lo visto, para él, los mares están rodeados de costas
hospitalarias donde nos esperan con los brazos abiertos…
RABINO. ¡Y os calláis como si todo lo que acabáis de oír fuese cierto! ¿Es que
no hay ninguno de vosotros para gritar su orgullo? ¿Es que no somos más
que eso? ¿No hemos llevado la levadura del saber por el mundo entero?
¿No hemos hecho por la civilización más que todos los demás juntos?
¿No empuja nuestra sangre el mundo hacia adelante? ¿Quién dio con Dios
sino Abraham?
BORIS. Y por si acaso nos equivocábamos, de nuestras alforjas sacamos a
Jesús y a Marx.
RABINO. ¿Olvidáis que nadie ha llegado con la pluma en la mano más allá de
Job, más allá del Cantar, más allá del Eclesiastés?
BORIS. El libro de mayor éxito. Más ediciones que nadie. Por lo menos
debieran pagarnos los derechos de autor…
ABRAHAM. ¡Calla, rejalgar!
RABINO. ¡Os dejáis pisotear por el primer insultador que se os enfrenta!
¿Echáis en olvido todas nuestras virtudes? ¿Es que le llegan siquiera al
calcañar nuestros más cacareados defectos? Y si no, ¿dónde está en el
mundo una raza como la nuestra? ¿Dónde quedan los egipcios, los
mesopotámicos, los romanos que nos persiguieron? No nos azotan por
fuertes, sino por inteligentes. Si no fuera por la perseverancia, el trabajo,
el sentimiento de la familia…
BORIS. Y las persecuciones, que siempre ayudan…
RABINO. Y lo único que pedimos es paz. Llegará un día en que todos se
pregunten: «¿Cómo pudo ser eso de los judíos?».
BORIS. Todavía hay gentes por el mundo que creen que llevamos cola.
EL VIEJO MOISÉS. Dejadlos hablar, dejadlos decir. Y usted mismo (al RABINO),
¿por qué protesta? Cállese, no diga nada. No vale la pena. Saben y no

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saben. Chillan por miedo de decir. (Todos oyen con respeto.) Porque
llegará el día de la vuelta a Sión y nos recibirán en estas mismas costas
que nos niegan, con alegría y con trabajo. Y volverá la flor de Israel a la
tierra de Palestina. Dejadles gritar, dejadles callar. ¿Qué más da?
SIMÓN. Está loco.
ABRAHAM. No.
SIMÓN. ¿Tú crees? ¿Tú crees que yo podré venir a Jerusalén y sentirme en mi
casa y sentir que la tierra huele a algo mío? Saber seguro que es mía, sin
miedo…
EFRAÍM. (A BORIS.) ¿Qué hora es, por favor?
BORIS. No sé. ¡Qué importa! ¿No ha oído a Moisés?
EFRAÍM. ¿No tiene reloj?
BORIS. Sí.
EFRAÍM. Dígame qué hora es.
ABRAHAM. Las diez y cuarto.

(Por la cubierta llega ERICH, corriendo, se asoma a la bodega.)

ERICH. ¡Se han escapado muchos! En el bote. ¡Han cortado la cuerda!

(Todos suben atropelladamente las escaleras, menos EFRAÍM, que


permanece sentado. En el fondo sigue un grupo alrededor de ISABEL, y
gentes en las literas. En el entrepuente entran el CAPITÁN y el OFICIAL
1.º.)

EN EL ENTREPUENTE

CAPITÁN. (Habla por una bocina.) Dígale a Diglapópoulos que suba. (Al
OFICIAL 1.º.) ¿Cuántos?
OFICIAL 1.º. Seis o siete, los que cabían.
CAPITÁN. Así, muy bajo, le diré que me alegro. Y les deseo la mejor suerte. Y
si los cogen, éstos no tendrán tiempo de devolvérnoslos. Salimos de
madrugada.
OFICIAL 1.º. No van a ser flores lo que recojamos por ahí…
CAPITÁN. (Dirigiéndose al OFICIAL 2.º.) Ya no está este barco para muchos
trotes sin carenarlo de firme.
OFICIAL 2.º. O venderlo para chatarra. ¿Y de Londres, nada?

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CAPITÁN. Ni de América.
OFICIAL 2.º. Otra vez a dar bandazos por ahí. Es un crimen.
CAPITÁN. Nosotros no podemos hacer nada. Ya hice presente a la compañía el
estado del «San Juan»; cablegrafié muy claramente que no respondía…
Aquí está la contestación: «Aténgase a las órdenes. Tomamos nota de sus
observaciones». No hablemos más del asunto.
OFICIAL 2.º. Luego dirán que los judíos… ¡Y pensar que los principales
accionistas de la compañía son calvinistas…! ¡Y son más de seiscientas
vidas!

(En el entrepuente entra el JEFE MAQUINISTA, mientras BORIS cruza la


cubierta y baja a la bodega.)

JEFE MAQUINISTA. Evidentemente, Capitán, si usted manda levar anclas,


salimos. Pero, por curiosidad, venga usted a ver la calidad del carbón que
han embarcado…

(Salen del entrepuente el CAPITÁN, el OFICIAL 1.º y el JEFE


MAQUINISTA.)

EN LA BODEGA

BORIS. (A EFRAÍM.) ¿Qué haces ahí, tan solo?


EFRAÍM. Nada.
BORIS. Qué, ¿tú no has intentado dar el salto?
EFRAÍM. Ya ve.
BORIS. Pues son tus amigos los que lo han pegado.
EFRAÍM. ¿Ah, sí?
BORIS. Y han hecho bien. ¿Por qué no te has ido tú? No te ha dejado la novia,
¿eh? Y ahora pica ahí dentro, ¿no? Ya conozco, ya conozco…
EFRAÍM. ¿Y usted qué era?
BORIS. Periodista, periodista vendido…

(Dos VIEJOS disputan en el fondo,)

VIEJO 1.º. Esta cuchara es mía.


VIEJO 2.º. Perdone, es mía.
VIEJO 1.º. Le digo que esta cuchara es mía.

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VIEJO 2.º. Está equivocado.
VIEJO 1.º. Mírela bien. Esta cuchara es mía.
VIEJO 2.º. Pues… tiene usted razón. Yo tengo otra igual.
VIEJO 1.º. Igual o no igual, esta cuchara es mía. Y no es la primera vez que me
la quita.
VIEJO 2.º. Perdone, pero tengo otra igual.
VIEJO 1.º. Ni «i», ni «a». Ya me estoy cansando de que me la quiten unos y
otros.
VIEJO 2.º. Pero si nadie…
VIEJO 1.º. Yo ya me entiendo. Esta cuchara es para mí. Para mi boca y para
nadie más. Con esta cuchara come el hijo de su papá y nadie más.
VIEJO 2.º. ¡Déjese de historias! Eso le sucede a cualquiera. Mire esta mía: ¿es
igual o no es igual?
VIEJO 1.º. ¿Y a mí qué me importa? Ésta, ¿era mía? ¿Sí o no? Conteste.
VIEJO 2.º. Entonces, ¿para qué vamos a discutir?
VIEJO 1.º. ¡Si yo no discuto!
VIEJO 2.º. Ni yo tampoco. ¡Lo único que digo, y se la enseño, es que tengo
otra igual!
VIEJO 1.º. Todo lo iguales que quiera. Pero ésta es mía y bien mía. Y no
quiero que nadie me la quite.
VIEJO 2.º. ¡Si no se la quita nadie!
VIEJO 1.º. ¿Cómo que no me la quita nadie? ¿Usted no me la había quitado?
VIEJO 2.º. Sí, pero por equivocación.
VIEJO 1.º. ¡Qué equivocación ni qué ocho narices! Esta cuchara no es de nadie
más, y yo tengo derecho…
VIEJO 2.º. ¡Ya me está usted cargando con tanta historia de que si es suya o
deja de serlo!
VIEJO 1.º. ¡Mía y muy mía!…
VIEJO 2.º. ¡Tan suya como de todos!
VIEJO 1.º. ¿Qué? ¿Qué dice?
VIEJO 2.º. ¡Tan del comedor como la mía!
VIEJO 1.º ¡Ladrón!
VIEJO 2.º. A ver: ¿repita?

(BORIS y algunos más se han acercado a los VIEJOS.)

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BORIS. Un poco de calma, un poco de orden. Hay quien duerme. (Los VIEJOS
se apaciguan, rezongando. BORIS vuelve al lado de EFRAÍM.) Las vidas de
cien mil hombres, puestas una tras otra, no alcanzan el volumen de tu vida
trashumana.
EFRAÍM. ¡Enajenáis vuestra libertad para salvar vuestra problemática vida
futura! ¿He de enajenar la mía por salvar mi vida presente? Eso está bien
para vosotros, que creéis en el paraíso.
BORIS. Sí, joven, y en mi hígado. El mundo gira alrededor de mi hígado. ¿Tú
no lo sabías? ¡Hermosa víscera! Prometeo encadenado… y sin fuego. A lo
sumo, defendí lo que aborrecía. Todo deja de existir frente al dolor.
¡Pínchate la yema de los dedos y ama a tu dama al mismo tiempo! ¡A ver
si puedes! Ten los pies enfurecidos de callos y ¡corre tras su gracia
prometedora! No hay quien pueda con el hígado. Lo demás no tiene la
menor importancia. ¿Salimos? ¿No salimos? ¡Qué más da! El hígado es
otra cosa… ¡En qué se encierra el mundo!… ¿Qué es un callo? Una
avellanita, nada. ¿A ti no te duele nada?
EFRAÍM. No.
BORIS. A mí me duele el hígado. Estoy atornillado a la tierra; es un decir: aquí
en el barco. ¿Quieres saber un secreto?
EFRAÍM. (Desganado.) Diga.
BORIS. El mundo es un gran hígado, un hígado tremendo, el formidable
hígado de Dios.
EFRAÍM. ¿Así que usted cree que a Dios le duele el hígado?
BORIS. No quiero perderme por pensar mal. A cada momento me digo:
«Nunca me ha dolido tanto». Cuando pienso que no me duele es cuando
empieza a dolerme. Voy a ver si el médico me regala un poco de sueño.
(Empieza a subir la escalera.) ¿Ves tú, muchacho? Las constelaciones
giran alrededor de mi hígado. ¡Ah!, y en cuanto a tu dolor del alma, no te
preocupes: cada día presenta mil ocasiones de sacrificarse.

(La vieja ESTHER entró hace un momento, de uno de los rincones


oscuros; lleva a MINE de la mano.)

MINE. Estoy cansada.


ESTHER. Es tu hígado. Siéntate. (Se sientan en los dos últimos peldaños de la
escalera.) ¡Qué saben los hombres! ¡El hígado! Hablan, hablan como si lo
supieran todo. Y hacen la guerra para olvidarse de los demás. Y críos para
que el mundo no se acabe. Que no se entere la mano derecha… ¡El

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hígado! ¡Lo que le importa a ese señor es su hígado! Si hubiese conocido
al padrecito Simón Petliura y sus «atamanes», mucho que le importaría su
hígado… El «atamán» Engel, el «atamán» Chepela, el «atamán»
Ossokilko, el «atamán» Zabolotny. «Si quieres vivir, mata», decían que
decía. ¡Su hígado! En Nowo-Petrowetz, en 1919, hubiera querido verle
yo: los judíos en el Dniéper, y los oficiales en las barcas y en las orillas
tirándoles con granadas de mano. Y si alguno tenía fuerzas para llegar a la
orilla, a palos. Y la vieja Chaila contando con los dedos los muertos y los
abrasados vivos. Petliura, Denikin, Koltchak, Balaklovich. Más de mil
quinientos «pogroms». ¡A ver si la palabra le suena a su hígado! ¡A ver si
hay algo más que su hígado! Yo vivía entonces en Elizabethgrad. Pillaje,
violación, incendios y muerte. ¿Y todavía se asombran de que no nos
quieran acoger?… ¿Quiénes pagaban al «batko» Petliura? Pagar, pagar…
Al vecino de casa le pidieron ciento cuarenta mil rublos. Colgado por los
pies, le iban quemando la cabeza. Los dio. Mi padre le decía luego: «Si se
los hubieses dado en seguida, eso te habrías ahorrado». Él le contestó:
«Hubiesen pedido más». Había que darles todo…

(Pausa.)

ABRAHAM. Lo que importa es conservar la vida.

(Silenciosamente la gente se para a escuchar. Por la cubierta pasa el


Capitán seguido por BERNHEIM, suplicante.)

BERNHEIM. Capitán, mi Capitán, señor Capitán. ¿Dónde vamos? ¿Dónde


vamos a tocar? Necesito poner cables. Necesito saberlo. Es monstruoso,
es un crimen…

(El CAPITÁN no le contesta; salen. En la bodega, RAQUEL ha venido a


sentarse al lado de EFRAÍM. Éste no le hace ningún caso, acaba
levantándose; sube la escalera, RAQUEL le sigue. Todo esto durante el
monólogo de ESTHER.)

ESTHER. Tomaban una ciudad: para festejarlo, «pogrom». Perdían una ciudad:
en venganza, pogrom. Yo he visto en Jitomir mujeres en trozos, niños
entreabiertos. (A ABRAHAM, que es el que tiene más cerca.) ¿No es a ti a
quien te duele el hígado?
ABRAHAM. ¡No, a Dios gracias! Lo que me duele es el estómago.

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ESTHER. Éramos ricos, habíamos sido ricos. Atravesamos un pueblo, huyendo;
un pueblo donde sólo había muertos, perros y cuervos. Clavaban a los
muchachos en cruz, enterraban vivos a los niños, abrían a las mujeres en
canal. Griegos, franceses, ingleses, y Petliura, y Denikin. ¿Aún os quejáis
hoy? Yo creía entonces que el mundo entero iba a levantarse y vengarnos.
Sí, sí… Nada. Nada. El silencio. La nieve sobre las ruinas. Y el olvido.
¡Estar bajo la violencia de los demás y no poder hacer más que
reconcomerse los hígados!… (A SIMÓN.) ¿No eres tú el del hígado?
(Pausa.) ¡Cuando pierdan, las pagarán todas juntas! ¡Fiaros! Así tuve yo a
ésta. Y así tiene ella…, ese hígado a punto de reventar… No sé por qué
estas cosas no se han de decir. Habíamos ido a parar a Checoeslovaquia…
Bajo la garantía de Francia y de Inglaterra. ¿No? ¿No es así? ¿Me
equivoco?… (Pausa.) Uno cayó muerto encima de mí. Cuando una ve las
bayonetas caladas en los fusiles, se pregunta: «¿Para qué sirve aquello?»
Sirven para pinchar los vientres de las embarazadas. Y no chillen, ¡que no
es para tanto! Los hombres le tenéis miedo al dolor. A la muerte; algunos,
no. Mi padre… Luego estuve en Kiev. (Pausa.) Nadie por las calles.
Nieve. Nadie. Y de pronto —el atardecer es muy buena hora para esto—,
unos gritos terribles, unos gritos horrendos a través de la ciudad. Son los
judíos que chillan a muerte, los judíos…

(Atruena la sirena del barco. Todos se sobrecogen.)

TELÓN

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ACTO TERCERO

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(La tarde siguiente, ya muy anochecido. Alta mar. Tempestad. Se oye,
jadeante, el luchar desacompasado de los motores, el ulular del
viento, el ruido de las olas al romper contra el casco del San Juan.
Todos estos ruidos se combinan mientras no digan nada en contra las
acotaciones. La luz eléctrica, amarillenta y débil, disminuye muy
poco a poco. En el entrepuente, luz más fuerte. Los OFICIALES 1.º y
2.º, vestidos con impermeables brillantes. En la bodega, trajinar de
pasajeros mareados. Por la cubierta y el entrepuente corre el viento.
El RABINO está sentado en los equipajes.)

EN LA BODEGA

LÍA. (Se acerca, tambaleándose, a la litera de CHENE.) ¡Chene! ¡Chene!


CHENE. ¿Qué pasa? Estoy muy mal.
LÍA. También yo. Levántate.
CHENE. No puedo.
LÍA. ¡Sonia!
CHENE. ¿Qué pasa con Sonia?
LÍA. No está en su litera.
CHENE. Se habrá levantado; nadie puede resistir… con este mar.
LÍA. No, no. Hace más de una hora. No la encuentro por ninguna parte.
Levántate.
CHENE. No puedo.
LÍA. Levántate. Debe de estar con el oficial ése. No la dejes que se pierda…
BORIS. (Que ocupa la litera superior a la de CHENE.) ¡Déjela! ¿O es que cree
usted que con un tiempo como éste?… Además, no olvide usted que Ruth
no era judía, sino moabita, y fue, nada menos, que la bisabuela de David.
LÍA. Usted no toma nada en serio.
BORIS. Pregúnteselo al Rabino. Además, cuando una chica quiere…
LÍA. Cállese, cállese. Me da vergüenza oírle. (A CHENE.) Y tú, levántate.

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EN EL ENTREPUENTE

OFICIAL 1.º. (Al OFICIAL 2.º.) No hemos andado cuatro millas.


OFICIAL 2.º. Veo, oigo y callo.
OFICIAL 1.º. Falta presión.
OFICIAL 2.º. ¿Qué dice el jefe?
OFICIAL 1.º. Nada.
OFICIAL 2.º. La calidad del carbón… Como llevamos un cargamento de tan
poco valor, no se quieren gastar los cuartos. Si fueran caballos…
OFICIAL 1.º. Y las calderas. Ya no está este trasto para aventuras de esta clase.
¿Qué dice la meteo?
OFICIAL 2.º. Cerrado por todas partes. Habrá que aguantar como se pueda.
OFICIAL 1.º. Menos mal que el casco, aunque viejo, es bueno todavía.

(El CAPITÁN, con impermeable de hule, pasa por la cubierta, le sigue


BERNHEIM.)

EN LA CUBIERTA

BERNHEIM. Mala noche se prepara, ¿eh, Capitán? ¿No se ha recibido ningún


cable para mí?

(El CAPITÁN no le hace el menor caso; antes de salir tropieza con


CARLOS, que entra.)

CAPITÁN. Qué, ¿no quiere tomar el mando del «San Juan» ahora?

(El CAPITÁN sale.)

CARLOS. (Se acerca a BERNHEIM y se resguardan al socaire del entrepuente.)


¿Qué hay, gordo? ¿Vamos a morir, banquero? Qué bien, ¿eh? ¿Usted no
ha leído las aventuras de Arthur Gordon Pym? ¿No? Se las recomiendo.
¿Usted lee poco? Después de mil días perdidos en el océano, ven por fin
llegar hacia ellos un gran velero. Se consideran ya salvados. El velero se
les acerca lentamente. De pronto el viento cambia de rumbo. «¿Olvidaré
jamás el trágico horror de aquel espectáculo?» Treinta cuerpos humanos,
podridos. «¡Vimos que no había alma viva en aquella nave maldita! ¡Y

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llamábamos a aquellos muertos en nuestro auxilio!» Del «brick» llega una
voz «tan parecida al grito de una garganta humana, que el oído más fino
se hubiera dejado engañar». ¿No la oye, banquero? Había un hombre, los
brazos caídos, sobre la baranda, y en su espalda «se había posado una
enorme gaviota que se regodeaba en aquel horrible manjar, el pico y las
garras hundidos en el cuerpo y el blanco plumaje manchado de sangre».
Levanta el vuelo, el cuerpo cae, le faltan los ojos: comidos los labios y las
mejillas, «quedaban los dientes descubiertos». «¡Tal era la sonrisa que
había alentado nuestra esperanza!» ¿No es un buen final para el «San
Juan», y todos sus cheques al aire?… (A BERNHEIM le dan arcadas, y sale
por la cubierta. CARLOS se queda, aspirando la lluvia y el viento. RAQUEL
pasa y baja a la bodega.) ¡Hola, hermana! (RAQUEL ni lo mira.)

EN LA BODEGA

RAQUEL. (Se acerca a la litera de EFRAÍM.) ¡Efraím! ¡Efraím!


EFRAÍM. (Se levanta.) ¿Qué hay? ¿Qué quieres?

(Vienen a primer término, se sientan en los baúles.)

RAQUEL. Tengo miedo. No quiero estar sin ti.


EFRAÍM. No te preocupes. Ya pasamos otro temporal. Será cuestión de horas.
RAQUEL. ¿Por qué me rehuyes? ¿Por qué te apartas de mí?
EFRAÍM. Son suposiciones tuyas.
RAQUEL. No, Efraím, no. Lo siento muy hondo. (Se echa, llorando, en sus
brazos.) Fue tan feo, tan feo… He perdido, Efraím, lo reconozco. Cuando
toquemos puerto, te marcharás. No podría resistir tu sordo reproche.
EFRAÍM. Para eso, mejor hubiese sido ayer.
RAQUEL. Lo mismo da. Yo no cuento para nada. Lo triste es que te quieres ir
no por tus ideas, sino por el qué dirán de tus compañeros. Si de verdad
hubieses estado muy seguro de tu voluntad, te hubieses ido anoche. Ahora
te duele la opinión que de ti tienen tus amigos. Es peor, porque contra tu
amor propio, ¿qué puedo? Y si pudiese, me lo reprocharías toda la vida…
¿Verdad que te marcharás? Prométemelo.
EFRAÍM. Calla. No sé lo que quiero. Te quiero, y me insulto por quererte. Me
has dado lo que tenías, y yo no puedo ofrecerte nada.
RAQUEL. ¡Fue tan feo, tan feo!…

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(Quedan callados y abrazados. De uno de los rincones oscuros salen
ERICH y el COMODORO.)

ERICH. Te digo que es una tempestad.


COMODORO. ¿Tú crees?
ERICH. ¡Nos han prohibido subir a cubierta porque una ola puede llevársenos!
¿Y los otros?
COMODORO. Mareados. ¿Y tú?
ERICH. ¿No me ves?
COMODORO. De verdad, lo que se dice de verdad, yo no creo que esto sea una
tormenta.
ERICH. Pero ¿por qué?
COMODORO. Yo he leído que en las tormentas las olas son tan altas como las
casas de seis pisos: el «San Juan» no llega a tanto; las olas nos pasarían
por encima…
ERICH. Quizá tengas razón. ¿Vamos arriba? Ahora no se fija nadie.
COMODORO. Vamos.

(Con grandes precauciones suben los NIÑOS a la cubierta. En el


entrepuente, entra el CAPITÁN; le sigue BERNHEIM.)

EN EL ENTREPUENTE

CAPITÁN. Ningún pasajero puede entrar aquí. Lo siento.


BERNHEIM. ¡Capitán, tengo mucho dinero, muchísimo dinero: en Londres, en
París, en Nueva York! ¡Por lo que más quiera: déjeme desembarcar en el
próximo puerto! ¡Cincuenta mil dólares!
CAPITÁN. Pídale a Dios… (Se calla.) Señor Bernheim, hágame el favor.

(Entra el OFICIAL 1.º.)

OFICIAL 1.º. No se va a poder mantener el rumbo.


CAPITÁN. ¡A toda costa!
OFICIAL 1.º. Un poco más de presión… (El CAPITÁN toma un auricular.) Y este
cable.
CAPITÁN. (A BERNHEIM, que va a hacer mutis.) Señor Bernheim, un radio para
usted.

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(BERNHEIM se precipita a cogerlo, lo abre y lee.)

BERNHEIM. Con permiso.


CAPITÁN. (Al teléfono.) ¡Hay que aumentar la presión! ¡Pase lo que pase!
¿Qué? Suba en seguida.
BERNHEIM. ¡Buenas noticias! ¡Excelentes noticias! El Secretario del Foreign
Office ha hecho una declaración referente a nosotros en la Cámara de los
Comunes.
CAPITÁN. ¿Y?…
BERNHEIM. Pidió informes acerca de nuestra situación e iniciará
conversaciones con los gobiernos americanos para resolver.

(Sale muy contento.)

EN LA BODEGA

SIMÓN. (Acercándose al RABINO.) Por favor, ¿no tiene usted un poco de


chocolate? Dicen que es muy bueno para el mareo.
RABINO. Toma este medio limón.

EN EL ENTREPUENTE

CAPITÁN. (Al JEFE MAQUINISTA, que acaba de entrar.) Hay que aumentar la
presión.
JEFE MAQUINISTA. No se puede.
CAPITÁN. ¡Hay que aumentar la presión para poder mantener el rumbo!
JEFE MAQUINISTA. Los hombres están muy cansados. El carbón es malo. Las
calderas y las tuberías…
CAPITÁN. No es nuevo. Pero no me importa: ¡hay que aumentar la presión!

(Entra apresuradamente un FOGONERO.)

FOGONERO. ¡Hay agua en la cala del carbón!


CAPITÁN. ¿Qué? ¡Vamos a ver qué es eso!

(Salen todos del entrepuente, menos el OFICIAL 2.º.)

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EN LA CUBIERTA

(Entra BERNHEIM, ve a CARLOS.)

BERNHEIM. ¡Buenas noticias, señor agorero, buenas noticias!

(Se dirige hacia la escalera, blandiendo su telegrama.)

CARLOS. Podrá usted hacerme un bonito barquito de papel con su cable, Don
Banquero, para cuando nos hundamos.

(BERNHEIM baja la escalera, como si no le hubiese oído.)

EN LA BODEGA

BERNHEIM. ¡Buenas noticias! ¡Excelentes noticias!


VOCES. ¿Qué hay? ¿Qué sucede?
BERNHEIM. (Al RABINO y a varios que acuden al pie de la escalera.) Un
radiograma de mi agente de Londres. Puesto ayer y reexpedido de
Estambul: El exministro Edén ha declarado, en la Cámara de los
Comunes, que se ocupa de nosotros.
ABRAHAM. ¡Por fin! Seguramente llegará la orden de que nos dejen
desembarcar. ¿Usted sabe que tengo familia allí?
SIMÓN. Cuando dice eso, puede usted estar seguro de que todo debe de estar
resuelto. Sin eso no hubiese dicho nada. ¡Alabado sea Dios!
BORIS. Hace exactamente tres meses no le hubiera costado más trabajo
enterarse. ¿Qué dice exactamente su radiograma, señor Bernheim?
BERNHEIM. ¿No se fía usted de mí?
BORIS. Vieja costumbre de periodista…; cada uno lee las noticias a su manera
y conveniencia.

(BERNHEIM le tiende el radiograma y se sienta. Entra el OFICIAL 1.º


por la cubierta, se asoma a la bodega desde arriba de la escalera.)

OFICIAL 1.º. Necesitamos cinco hombres para sacar carbón. Se les pagará.
SIMÓN. ¿Ahora nos van a hacer trabajar?
ABRAHAM. ¿No estás siempre pidiendo?…
SIMÓN. Estoy quebrado, no puedo trabajar.

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OFICIAL 1.º. Es necesario que sea en seguida.
LÍA. (A CHENE, que se ha ido vistiendo muy lentamente.) ¿Le has visto? ¿Le
has visto? Anda, anda…
CHENE. Todo me da vueltas.

(Suben cuatro hombres, entre ellos EFRAÍM.)

OFICIAL 1.º. Falta uno. (El RABINO sube.) No, usted no. Hace más falta aquí.
¡Venga, otro!

(BORIS empuja al banquero.)

BORIS. Ande usted, ande.


BERNHEIM. ¡Usted qué se ha creído!

(Sube ABRAHAM. Los hombres salen por la cubierta. Al pasar, CARLOS


coge a EFRAÍM del brazo.)

EN LA CUBIERTA

CARLOS. Qué, ¿ya no nos conocemos?

(EFRAÍM se suelta y sale. Cruzándose con ellos entra ERICH, que se


acerca a CARLOS.)

ERICH. Dime. Todos esos pájaros, las gaviotas, cuando se mueren, ¿dónde van
a parar? Allí en la costa había muchísimas. Por las olas no se ven nunca.
Si el mundo es tan viejo, ¿cómo no forman montones?
CARLOS. Nos hacemos polvo, muchacho.
ERICH. Ya lo sé. Encima del despacho de papá están las cenizas del abuelo.
Pero yo creía que las plumas…

(CARLOS coge al chico por los hombros y empiezan a bajar los dos a
la bodega, muy lentamente. En el entrepuente, entra el CAPITÁN.)

EN EL ENTREPUENTE

OFICIAL 2.º. ¿Qué? ¿Es serio?

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CAPITÁN. El pañol de la carbonera ha cedido. No hemos tropezado con nada y
hay un boquete. No tendría importancia si pudiésemos mantener la
presión.
OFICIAL 2.º. ¿Cómo ha podido suceder?…
CAPITÁN. La sola fuerza del mar… y el carbón, hecho barro. Ahí está lo peor.
Procuren salvar el que puedan. Hay que variar el rumbo y tratar de ganar
la costa más cercana. Pero para virar tenemos que enfrentarnos con el mar
y que no nos gane cuando nos tenga al través. (Coge un teléfono.) ¿A
cuánto la presión? ¡Hay que forzar! ¡Más, más! Tenemos que variar el
rumbo y necesito más presión. ¿Cinco minutos? De acuerdo. (Deja el
aparato. Al OFICIAL 2.º.) ¡Si dentro de cinco minutos no lo hemos
logrado!… (Sale.)

EN LA BODEGA

(CARLOS se va a sentar en el primer escalón de la escalera; lo ve


su madre.)

ISABEL. ¿Te soltaron? ¡Hijo!


CARLOS. En vista de que nos vamos a hundir, no tenían por qué tenerme
encerrado.

(CHENE y LÍA han llegado, por fin, al pie de la escalera.)

CHENE. ¿Qué dice? ¿De veras hay peligro?


CARLOS. ¿Ya hizo testamento?
RABINO. No es razón, porque no puedas vivir en paz, que encizañes a todos.
¡No crean lo que dice este insensato! Le da por divertirse con el miedo de
los demás. ¿Cuántos años tienes?
CARLOS. Los mismos que usted. Los mismos que todos. Los suficientes para
morir. ¿En qué año estamos, Rabino?
RABINO. Cinco mil setecientos tres.
CARLOS. ¡Qué jóvenes son los cristianos: mil novecientos treinta y ocho! Ya
ve: ¿de qué le sirve a usted ser tan viejo?

(Aparece de nuevo el OFICIAL 1.º en el puente; baja hasta la mitad de


la escalera.)

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OFICIAL 1.º. Necesitamos dos hombres más, para el carbón. Dos voluntarios…
RABINO. (A CARLOS.) ¿No va?
CARLOS. ¿Yo? Por mí, que se hunda el mundo.

(LÍA y CHENE se han acercado al OFICIAL 1.º.)

LÍA. ¿Dónde está Sonia?


OFICIAL 1.º. (Sorprendido.) ¿Sonia? En mi camarote.
LÍA. ¡Perro! ¡Alacrán! ¡Ladrón! ¡Asesino!
OFICIAL 1.º. Mañana nos casará el Capitán. (A todos.) He pedido dos hombres
más. ¿Es que voy a tener que bajar a buscarlos?
SIMÓN. ¡Somos pasajeros!
OFICIAL 1.º. Vamos.

(Sale seguido por dos pasajeros.)

LÍA. ¿Dónde está el Capitán? (A CHENE.) ¡Vamos, muévete, muévete!


CHENE. (Mareado.) No puedo. ¿No ves que no puedo?
LÍA. ¿Y vas a dejar que tu hija se pierda para siempre?
CHENE. Un primer oficial gana muy bien su vida. Es joven y pronto será
Capitán.
LÍA. Nunca, ¿lo oyes?, nunca… Vamos. (Intenta hacerle subir la escalera;
CHENE no puede.) ¡Un hombre! ¿Tú eres un hombre? ¿No te da
vergüenza?

(Ayudado por un pasajero, vuelve CHENE a su litera.)

CARLOS. (Al RABINO.) No me convencerá usted. Habría que ser más que Dios.
Escrito está, ¿no?, que Dios castigará a los malos. Y nosotros, hechos a su
semejanza, ¿hemos de perdonarles? ¿Presentar la otra mejilla so pena de
perder el cielo? ¡Ni Dios, Padre, o como le llamen!… La URSS no admite
más que comunistas; Francia, Inglaterra y América nos cierran sus
fronteras a canto y lodo. ¿Dónde vamos nosotros, los jóvenes? Un mundo
de técnicos entorpece la civilización. ¡Yo, el mejor medio centro de la
Europa central! ¿Y se extraña de mi… indiferencia? Y me alegro, Rabino:
la casualidad me resuelve lo que no me atrevía a afrontar.
RABINO. ¿Qué, insensato?

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CARLOS. La muerte. Estábamos cercados, ¡y hemos dado con el escotillón,
con el atajo! Mañana el mar tan tranquilo, y aquí no ha pasado nada.
RABINO. Toda su amargura…
CARLOS. No, Rabino, no. Amargura la de la mar salada, madre nuestra de
todas las mañanas venideras. ¡Enhorabuena! ¡Y buen viaje! Véngase a
cubierta: no se pierda este precioso espectáculo de nuestro tiempo. (Va
hacia RAQUEL, sentada cerca.) Me parece que es inútil seguir la pelea de
estos días. Ahora se va a resolver todo equitativamente. No hay que
precipitarse nunca, hermanita. ¿Dónde están nuestros buenos padres?
RAQUEL. Mareados.
CARLOS. Más lo van a estar mañana.
RAQUEL. ¿Tú crees?…
CARLOS. ¿No subes a cubierta? ¡No sólo hay que creer, hermana, hay que ver!
¿Vienes?
RAQUEL. No. Espero a Efraím.
CARLOS. Buen provecho.

(CARLOS sube a cubierta. Se agarra a la baranda. Luego se quitará el


suéter, y quedará desnudo de medio cuerpo para arriba.)

EN EL ENTREPUENTE

CAPITÁN. (Al teléfono.) Sí, sí. ¿No? ¿No hay manera de forzar? ¿En absoluto?
(Deja el auricular. Al OFICIAL 2.º.) Hágame el favor de decirle al segundo
radio que venga.

(El ruido de las máquinas se hace más intermitente.)

EN LA BODEGA

VIEJO 1.º. ¡No te preocupes! Ya no hay naufragios. Eso era antes, con los
barcos de vela. O durante la guerra, con los submarinos. El mar no puede
con los buques de hierro.
VIEJO 2.º. Es que quiero ver a mis hijos.
VIEJO 1.º ¿Los que están en América? No pienses, es lo mejor. Cuenta hasta
cien y luego vuelves a empezar.

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EN EL ENTREPUENTE

CAPITÁN. (Al RADIOTELEGRAFISTA, que acaba de entrar.) Señale nuestra


posición a todos. Estamos en dificultad. Para el S. O. S. ya le avisaré, si
hay caso. (El RADIOTELEGRAFISTA sale, cruzándose con el OFICIAL 1.º, que
entra. Al OFICIAL 1.º.) ¿Qué?
OFICIAL 1.º. El carbón está prácticamente anegado.
CAPITÁN. Señores: el «San Juan» tiene cada vez menos probabilidades de salir
de ésta. Quisiera saber sus opiniones.
OFICIAL 1.º. ¿No podemos virar en busca de la costa más cercana?
CAPITÁN. No hay presión suficiente.
OFICIAL 1.º. ¿Lanzar al mar un ancla flotante que nos mantuviera…?
CAPITÁN. No hay maderas suficientes a bordo.
OFICIAL 2.º. ¿Dejar correr el aceite para intentar apaciguar el mar a nuestro
alrededor?
CAPITÁN. No tenemos aceite bastante. He aquí un buque intacto… No hemos
cometido una falta. No hay más responsables que su vejez y la calidad del
carbón.
OFICIAL 1.º. ¿Indicamos algo al pasaje?
CAPITÁN. Todavía no. Las embarcaciones no podrían resistir el mar.
OFICIAL 1.º. Hay que probarlo todo.
CAPITÁN. Supongo que usted no lo duda. (Coge el auricular, que ha pitado.)
Sí. (Al OFICIAL 2.º.) Vaya a la radio, diga que lancen el S. O. S. (Sale el
OFICIAL 2.º. Al OFICIAL 1.º.) El agua empieza a llegar a las máquinas. Las
baterías se están descargando. Vaya allá.

(El OFICIAL 1.º sale. La luz empieza lentísimamente a bajar. Por la


cubierta vuelven a la bodega los hombres que fueron llamados para
ayudar, entre ellos EFRAÍM. Varios se les acercan.)

EN LA BODEGA

VOCES. ¿Qué hay? ¿Qué pasa? ¿Qué sucede?


SIMÓN. ¿Os han pagado?
ABRAHAM. Hay agua con el carbón.
RABINO. ¿Es grave?

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ABRAHAM. El oficial dice que no.

(El ruido de los motores es cada vez más intermitente.)

SIMÓN. Me parece que vamos a parar. Sí. Es lo mejor. ¿Dónde vamos a ir


con una tormenta así? Paramos y se ahorra combustible. Y cuando el temporal
amaine, eso llevaremos ganado.
ABRAHAM. ¿Llevaremos?
SIMÓN. Estamos aquí desde hace tanto tiempo, que he llegado a creer que el
barco es un poco nuestro.
ABRAHAM. ¿Tú sabes nadar?
SIMÓN. Yo, no… ¿Y tú?
ABRAHAM. Yo, tampoco.
SIMÓN. ¿Por qué me preguntas eso?
ABRAHAM. Por nada.
SIMÓN. ¿Tú crees que hay peligro? ¿Tú crees que…? ¿No te dijo el primer
oficial que no tenía importancia? A mí me han molestado siempre esas
personas que quieren saber más que los que tienen obligación de estar
enterados.
ABRAHAM. Yo siempre he desconfiado de las gentes de uniforme.
LÍA. ¡Chene! ¡Chene! ¡Se va la luz!
SIMÓN. ¡Hemos parado del todo!

(Efectivamente, los motores han acabado por cesar. Por la cubierta


entra un hombre con bata blanca, que se acerca a la escalera.)

EL HOMBRE DE LA BATA. ¡Señora Esther Fuchs! ¡Señora Esther Fuchs!


ESTHER. (Tumbada en la bodega.) ¿Quién me llama?
RABINO. ¿Qué pasa?
EL HOMBRE DE LA BATA. Su hija está dando a luz.

(Varios ayudan a ESTHER para que se incorpore y suba. Salen juntos


por la cubierta EL HOMBRE DE LA BATA y ESTHER.)

EFRAÍM. (A RAQUEL, que está sentada a su lado.) No tengas miedo. Saldremos


de ésta como hemos salido…
RAQUEL. No, si yo no tengo miedo…
EFRAÍM. Pánico nada más.

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RAQUEL. Tú sí que estás frío… Abrázame fuerte.

(Entra por la cubierta el OFICIAL 1.º; habla desde arriba de la


escalera.)

OFICIAL 1.º. Señores, no se alarmen, no es nada grave. Pero para extremar


precauciones, les ruego se pongan sus chalecos salvavidas siguiendo las
instrucciones de las prácticas…

(Se arma un gran barullo; cada cual busca su chaleco y se lo pone,


ayudándose a veces los unos a los otros. Entra Ruth con seis
chiquillos.)

RUTH. ¡Salomón! ¡Salomón!


RABINO. ¡Calma, mujer, calma!
RUTH. ¡Salomón! (Salomón es el RABINO.)
RABINO. ¿Estáis aquí todos? ¿Todos? Joaquín, Sofía, Yankel, Aarón, Bella.
¿Y Pessia?
NIÑO. Aquí estoy, papá.
RUTH. ¿Tenéis vuestros chalecos?
NIÑO. Sí. Pero el de Yankel es más bonito y se mete por la cabeza.

(En una esquina cae una mujer con un ataque de nervios.)

BORIS. (A BERNHEIM) ¿Qué hacemos ahora con su telegrama?


BERNHEIM. (Como despertando.) ¡Usted lo ha dicho! ¡Usted lo ha dicho! ¡Hay
que hacer algo! ¡Hay que hacer algo!
EN EL ENTREPUENTE

(Algunos sirenazos débiles. En el entrepuente entra el OFICIAL


2.º.)

OFICIAL 2.º. (Al CAPITÁN.) La radio transmitirá hasta el último momento. Las
máquinas empiezan a anegarse.
CAPITÁN. ¿Hay alguna contestación?
OFICIAL 2.º. La más cercana, un griego, a ochenta millas. ¿Usted cree que
aguantaremos?

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CAPITÁN. El mar lo tiene que decir. (Pausa.) ¡Qué a gusto mandaría yo ahora
un mensaje a la Cámara de los Comunes!… ¿Todos en sus puestos?
OFICIAL 2.º. Sí.
CAPITÁN. ¿Y Víctor?
OFICIAL 2.º. ¿El Primer Oficial?
CAPITÁN. ¿Conoce usted otro Víctor a bordo?
OFICIAL 2.º. Creo que entró un momento en su camarote.
CAPITÁN. Su lugar…

(En este momento entran el OFICIAL 1.º y SONIA.)

OFICIAL 1.º. (A SONIA.) Siéntate. ¿Aquí no tienes miedo?


SONIA. No. Pero no te vayas.
OFICIAL 1.º. (Al CAPITÁN.) Capitán, quisiera que nos casara usted.
CAPITÁN. ¡Usted ha perdido la cabeza! ¡A lo suyo en seguida! (A SONIA.)
¡Usted perdone! Ahora tenemos mucho que hacer; mañana…

(La luz baja visiblemente. Muchos pasajeros se ponen a rezar. Por la


cubierta viene ESTHER, baja la escalera.)

EN LA BODEGA

ESTHER. Es un niño. ¡Un niño! ¿Ustedes se dan cuenta? Yo siempre creí que
sería una niña. Nunca me pude figurar otra cosa.
BORIS. ¿Por qué?
ESTHER. Porque tenía la seguridad de que dentro de veinte años la violarían. Y
así siempre, siempre… Pero un chico, ¡un chico!

(Sube el ruido del viento y del mar. Todos caen hacia la derecha,
luego a la izquierda.)

CAPITÁN. (En el entrepuente.) Ya nos cogió de través…


RAQUEL. (A EFRAÍM.) ¿De verdad que vamos a morir? ¡Di! ¿No te levantas
contra esa injusticia? ¿No gritas? ¿Te dejas ir? ¿No intentas nada? ¿Te das
por vencido?
EFRAÍM. ¿Qué quieres hacer?
RAQUEL. Luchar. Sea lo que sea.

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EFRAÍM. Vamos. (Suben a la cubierta.) Vamos a hablar con el Capitán. Pero
¿no crees que si hubiese algo que hacer ya lo intentarían los que mandan?
RAQUEL. Nunca se sabe. Siempre hay que esperar.

(Salen. Viento, mar, rezos.)

LÍA. ¿Qué será de nosotros?


EN EL ENTREPUENTE

(Entran RAQUEL y EFRAÍM.)

RAQUEL. Queremos hablar con el Capitán.


OFICIAL 2.º. No puede ser.
RAQUEL. Capitán, ¿no se puede hacer nada? Nos hundimos, ¿verdad? ¿Por
qué no echan los botes al mar? ¿Por qué no hacemos nada? ¡Yo no quiero
morir! ¿Me oye? ¿Cómo permite esto?
EFRAÍM. Usted perdone, Capitán. No sabe lo que dice.
CAPITÁN. Sí sabe.

(SONIA se ha levantado y se abraza a RAQUEL.)

RAQUEL. No llores. No sirve para nada.


SONIA. ¡Raquel! ¡Raquel!

(Luz imperceptible.)

CARLOS. (En la cubierta, los brazos en cruz, lanza el grito de lucha de su


club.) ¡Sport! ¡Sport! ¡Sport! ¡Ra, ra, ra!

(La luz se apaga. En el fondo de la bodega, el RABINO enciende una


vela. El buque, por el balanceo de la gente, parece moverse de
derecha a izquierda y viceversa.)

EN LA BODEGA

RABINO. (Job, IX, 2-12.)

¿Y cómo se justificará el hombre con Dios?

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Si quiere contender con Él,
no le podrá responder a una cosa de mil.
Él es sabio de corazón y poderoso de fortaleza:
¿Quién se endureció contra Él y quedó en paz?
Que arranca los montes con su furor,
y no conocen quien los trastornó:
Que remueve la tierra de su lugar
y hace temblar sus columnas:
Que manda al sol, y no sale;
y sella las estrellas:
El que extiende solo los cielos
y anda sobre las alturas de la mar:
El que hizo el Arturo, y el Orión, y las Pléyadas,
y los lugares secretos del mediodía:
El que hace cosas grandes e incomprensibles
y maravillosas sin número.
He aquí que Él pasará delante de mí, y yo no lo veré;
y pasará, y no lo entenderé.
He aquí, arrebatará; ¿quién le hará restituir?
¿Quién le dirá: «Qué haces»?

(Se apaga la vela. Suben los ruidos y al momento cesan. Oscuridad,


silencio.)

VOZ DEL RABINO. (Salmo LXXVIII, 39.)

Y acordóse que eran carne; soplo que va y no vuelve.

(Silencio absoluto. A los diez segundos, cae el


TELÓN.)

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