San Juan - Max Aub
San Juan - Max Aub
San Juan - Max Aub
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Max Aub
“San Juan”
(Tragedia)
ePub r1.0
Titivillus 09.11.2021
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Título original: “San Juan”
Max Aub, 1943
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A Celestino Gorostiza,
Rodolfo Usigli
y Xavier Villaurrutia.
M. A.
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PERSONAJES
EFRAÍM EL CAPITÁN
CARLOS EL OFICIAL 1.º
LEVA EL OFICIAL 2.º
EZEQUIEL EL MÉDICO
OTRO JOVEN EL JEFE MAQUINISTA
RAQUEL UN MARINERO
SONIA UN ENFERMERO
MINE
EL RABINO ERICH
GUEDEL COMODORO
CHENE YANKEL
BORIS LUIS
BERNHEIM NIÑO PEQUEÑO
SIMÓN PRISIONERO
WEISSMANN NIÑA
ABRAHAM
EL VIEJO MOISÉS
VIEJO 1.º OTROS:
VIEJO 2.º
LÁZARO EL POLICÍA
ESTHER UN NEGRO
ISABEL EMIGRANTES
LÍA JÓVENES Y VIEJOS
SARA NIÑOS Y NIÑAS
RUTH MARINEROS
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E L decorado, que ha de servir para toda la tragedia, representa el corte
vertical, de babor a estribor, del buque de carga San Juan,
acondicionado para transporte de pasajeros. A derecha e izquierda de la
bodega corren literas superpuestas. En primer término, equipajes
amontonados, que sirven de asientos. En el centro de la escena, una escalera
movible conduce a la cubierta. Encima de ésta se levanta la superestructura
del puente de mando.
La luz del día llega a la bodega por todo lo que comprende el espacio de
la escalera a la embocadura; por el contrario, la parte trasera y cubierta de la
cala permanece en completa oscuridad mientras no se encienda luz artificial.
En los dos primeros actos cuelga, hasta media altura, una manga de aire.
El buque, en los dos primeros actos, está anclado a la vista de un puerto
del Asia Menor; el tercero, en alta mar. El primer acto, a las dos de la tarde; el
segundo, a las nueve de la noche del mismo día; el tercero, en los últimos
momentos del atardecer del día siguiente. Verano de 1938.
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ACTO PRIMERO
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(Pleno sol. Sentada en uno de los escalones más altos, cose la vieja
SARA y estorba el paso a cuantos suban o bajen. Varios hombres
descansan o duermen en las literas.)
EN LA BODEGA
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ERICH. ¿Dónde va ése?
NIÑO. (En la escalera.) Me duele la barriga.
ERICH. A los piratas no les duele nada. Baja.
NIÑO. ¡Me duele la barriga!
ERICH. ¡A por él! ¡Cien latigazos ante toda la tripulación! (Intentan cogerlo,
pero el muchacho se escapa y desaparece por la cubierta.) Dejadlo.
Luego lo colgaremos del palo mayor.
UNO MUY PEQUEÑO. (A ERICH.) Oye. No me divierto.
ERICH. Los piratas no se divierten. ¿Eres un pirata o no?
NIÑO PEQUEÑO. Sí.
ERICH. Entonces, ¿qué más quieres? (A uno de los prisioneros.) ¿Dónde está
el tesoro?
PRISIONERO. No lo sé. Y aunque lo supiera, no lo diría.
ERICH. ¡Ahora veremos!
PRISIONERO. Haz lo que quieras: he dado mi palabra.
ERICH. ¡Descalzadle! (Mientras le descalzan.) ¿Quién estaba de guardia
arriba?
UN NIÑO. Samuel.
SAMUEL. ¡Mentira!
NIÑA. No se dice mentira; se dice «no es verdad».
ERICH. ¿Por qué?
NIÑA. No sé. Papá dice que decir «mentira» es de mal educados.
ERICH. Los piratas siempre son mal educados. (Han descalzado al
Prisionero.) ¡Tú! Hazle cosquillas en los pies. (Así lo hacen entre risas.)
Si os reís todos, no vale.
MUJER. ¡Luisa!
NIÑA. ¿Mamá?
MUJER. Sube en seguida.
NIÑA. No puedo.
MUJER. ¡Sube en seguida!
NIÑA. ¡Ya te he dicho que no puedo!
MUJER. ¿Quieres que baje yo?
NIÑA. ¡Estoy prisionera!
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(La MUJER baja; todos se quedan quietos. La MUJER coge a la NIÑA, le
da de pescozones, se la lleva escaleras arriba.)
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(Los NIÑOS salen por la cubierta. Un largo silencio. Uno ronca, otro
chasca la lengua.)
VIEJO 1.º (Que roncaba, despertándose, muy mosca, al VIEJO 2.º.) ¡Aún dirá
usted que yo roncaba! ¡No dormía! Esperando que usted viniera con el
cuento. ¡Ya lo he cogido! ¿Qué dice?
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EFRAÍM. No hay tiburones en las costas del Asia Menor. Ni en el resto del
Mediterráneo.
NIÑO. ¿Serán sirenas? ¡Eh! Di… ¡Efraím!
EFRAÍM. Sí, y ten cuidado, no se te vayan a llevar.
RAQUEL. No lo creas, son delfines. (El NIÑO se marcha.) ¡Sí! Ya lo sé; no me
mires así. Ya sé que no soy ni bonita ni fea. Ni inteligente ni tonta. Ni alta
ni baja. Un panecillo nuestro de todos los días, cuando había panecillos
calientes por la mañana. No he soñado nunca con una vida extraordinaria,
nunca supuse caer en la miseria. Hecha para una vida corriente, media,
como la de tantas…
EFRAÍM. Te quiero, Raquel, te quiero. No sé cómo, ni cuánto, ni de qué
manera. Pero te quiero. Igual te quiere mi dedo meñique, que mi frente o
mis labios. Sólo soy dichoso cuando pienso que me quieres. Me llenas
todo; me arrancarían la piel, y debajo te hallarían. Me muevo en ti. Me
miras, y tus ojos son para mí el zaguán del palacio soñado cuando chico.
Me siento pequeño, hecho un ovillo entre tus manos. Mi único consuelo
es pensar que crees que te quiero. Y mi único dolor dudar de que me
quieres.
RAQUEL. ¿Lo dudas de verdad?
EFRAÍM. No. Si lo pienso, no lo dudo. Pero a veces dudo sin pensar, y me
pincha el corazón.
RAQUEL. ¡Qué romántico eres, Efraím!
EFRAÍM. No lo sé, ni me importa. Pero te quiero y vivo mal, con el miedo de
perderte. Tengo miedo de salir de aquí. Llevamos tres meses a bordo del
«San Juan». Tres meses de angustia, de suciedad, y hasta de hambre. Me
repugna la comida, siempre lo mismo, y esa grasa infecta… Sin embargo,
temo desembarcar. Aquí me quieres, aquí te tengo. Pero…, ¿y hiera?
RAQUEL. ¿En tan poco me tienes?
EFRAÍM. Ya sabes que no. Soy yo. No tengo nada que ofrecerte. Nada, Raquel.
Soy más pobre que las ratas que corren por aquí, porque ésas, por lo
menos, no le hacen asco a roer lo que no es suyo. ¿Qué te traigo? Sé
hablar cuatro idiomas y sé algo de derecho. ¿Tú crees que una pareja
puede vivir comiendo derecho? Un poco de derecho romano para
desayunar, un poco de derecho civil a mediodía…
RAQUEL. (Riendo.) Cenar penal y dormir abrazados al derecho canónico…
EFRAÍM. Añade tu familia.
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RAQUEL. Mis padres se convencerán, no te preocupes. Carlos…, Carlos se
aguantará. ¡No sé por qué va a mandar mi hermano en mí! No seas tan
pesimista. Desembarcaremos algún día.
EFRAÍM. ¡Ni los nuestros nos admiten!
RAQUEL. No mandan. No importa. No nos van a tener en el barco toda la vida.
Un día pisaremos tierra.
EFRAÍM. Y nos marearemos. No te lo digo en broma: sucede.
RAQUEL. Encontrarás trabajo. Yo trabajaré. Trabajaremos todos.
EFRAÍM. No puedo pensar en una vida normal. Como si hubiese sido otra vida.
Una vida que ya no conoceremos, ni nosotros, ni nadie. ¿Te representas
una calle con anuncios eléctricos? ¡Un cine! Una casa, con sillas de
verdad. ¿Te das cuenta de lo que es un sillón? ¿Un sillón con respaldo alto
y orejeras? Donde puedas descansar los brazos… ¡Y los pies en
zapatillas…! ¿Quién me devolverá a mi madre? ¿Quién a mi padre? Ahí,
tirados en el arroyo, como dos sacos de paja, como dos peleles…
RAQUEL. Pero tú vives. O qué, ¿también vas a llorar? ¿No te da vergüenza
igualarte a los viejos? ¿O es que en vez de tener veinticinco años tienes
cincuenta y dos? ¡Este barco de lamentaciones…! A veces pienso que está
bien cuanto nos sucede, porque sólo sabemos quejarnos…
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estudiante del tercer año de leyes, sí: ya ves como tengo buena memoria.
Y luego te pusiste a estudiar la carrera Hitler. ¿Tú crees que es una carrera
nueva? ¡Ahí es donde te equivocas! Es una carrera de siempre: Adán y
Eva ya la estudiaron. ¿No eran ya unos refugiados? ¿No los echó Dios del
Paraíso? ¿O es que no crees en esas historias? ¿No? De entonces viene la
corriente. ¿O no eran de tu raza? ¿No te gusta basurero? (EFRAÍM se ha
sentado, parece no escuchar.) Mira, Efraím, por última vez: deja a mi
hermana en paz. ¿Qué le ofreces? ¿Una vida segada? ¿Es que no te basta
haberte convertido en un escombro y quieres seguir sudando escombros?
¿Qué eres?
EFRAÍM. ¿Y tú? ¡Medio centro del Sportverein! ¡Medio médico! ¡Médico
partido por la mitad…!
CARLOS. ¿Es que en el país que nos acoja —si es que esa breva cae algún día
— vas a empezar de nuevo, en un idioma que no es el tuyo, a estudiar el
Digesto? ¿A estudiar tus cinco, tus seis años?… Y aunque así fuera: ¿de
qué ibais a vivir mientras tanto Raquel y tú? Basurero, Efraím, basurero…
O la tienda, el despacho, el negociejo, la sanguijuela. Un porvenir de
sanguijuelas. No quiero tener sobrinos en forma de sanguijuelas.
Lleguemos donde lleguemos, Raquel puede casarse con un «ciudadano».
Olvidar la sangre que Dios nos ha dado, ese Dios para todos que dicen que
tus abuelos inventaron. Esa sangre que no notamos y que todos nos sacan
a la cara.
EFRAÍM. Allá tú. Yo quiero a Raquel, ella me quiere. Si no estás conforme, lo
siento mucho. Te lo digo de veras: lo siento. Pero contra ti, contra todos,
me casaré con ella.
CARLOS. Si tuviera valor, te mataría. Si tuviese una pistola. Apretar un gatillo
no es nada. Pero no me siento capaz de hundir un cuchillo en el vientre de
nadie. ¡Es lo que le debo a mi padre! Pero lo que es la paliza, si te vuelvo
a encontrar con Raquel, ¡ésa no te la quita nadie!
LEVA. Todo ese odio, todo ese resentimiento, ¿por qué no lo empleas en algo
útil, en algo de provecho?
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CARLOS. ¿Crees que se puede hacer algo de provecho aquí, en esta ratonera de
hierro recalentado?
LEVA. Siempre se puede hacer algo, sea donde sea.
CARLOS. ¿Aquí? ¿De qué iba a servir?
LEVA. Aunque sólo fuera para que te olvidaras.
CARLOS. Mira: métete en lo que te importa. ¿Estamos? ¿O es que el
comunismo te da el derecho de entrar de rondón en casa de todos? No
dudáis de nada. ¡Allá va, porque lo digo yo! ¡Estaría bonito un mundo
regido por vosotros!
LEVA. Pues una quinta parte del universo…
CARLOS. No, si ya sé que sois los hombres más felices del mundo… No lo
digo en broma: habéis vencido a los católicos, que ya era vencer. Tenéis el
paraíso a la mano. ¡Menuda ventaja! Pero yo no quiero paraísos. ¿Me
oyes?
LEVA. Quizá porque te serían negados. Y no olvides una cosa: vence siempre
el más fuerte.
CARLOS. Sin duda: la cuestión es marcar goles aunque el dominio sea de los
otros. Pero por ahora nosotros somos los débiles…
LEVA. ¿Quiénes somos nosotros? Miles y millones…
CARLOS. Para la burra. No estás aquí por comunista, sino por tu triste
ascendencia. Dirás: «¿qué tiene que ver?» ¡Oh, ciego! ¿No estás aquí?
¡No! Vives en las nubes. ¿Sabéis lo que sois? Unos asquerosos
idealistas… (RAQUEL baja la escalera, CARLOS la interpela.) ¿Qué?
¿Buscas a Efraím? Se marchó muerto de miedo: al coco, que soy yo.
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hermana? ¿Quizá su columna vertebral? ¿Quieres abrazar su columna
vertebral?
RAQUEL. Calla; estás loco.
CARLOS. Lo que quieres son hijos, claro, hijos. Estás en la edad. ¿Para qué?
Para que vayan huyendo, como nosotros, de pueblo en pueblo, de hora en
año, y que no solamente se avergüence la mano derecha de la izquierda,
sino la derecha de la derecha. ¿No te basta contigo? Quieres más, más…
Mientras yo viva, no. Estás demasiado sana, demasiado bien constituida:
vivirían todos…
RAQUEL. ¿Por qué no dejas vivir a los demás?
CARLOS. Porque los demás no me dejan vivir a mí.
RAQUEL. Un día acabará.
CARLOS. Jamás. Es una idea tan vieja como el mundo. Acabará cuando acaben
con nosotros. Creen en el poder purificador de nuestra sangre. Bonito
regalo de renegados, como no podía menos de suceder. Creen de verdad
que somos elegidos. Nos matan por reconcomios de inferioridad. La
mejor manera de burlarlos es acabar con nosotros mismos. ¿No has
pensado nunca en suicidarte?
RAQUEL. ¡Carlos! Se lo diré a mamá.
CARLOS. Déjate de bobadas sentimentales. Morirse. ¿Eh? Piénsalo un
momento siquiera… Ya no tener calor. Ya no oler a cuadra. Ya no esperar
telegramas. No suponer ya, ni prejuzgar qué cochino país te permitirá
pisar tierra, posar los pies en su suelo. Limosna que ya no tendrás que
agradecer toda la vida. ¡Como si fuese natural que por haber nacido no
tuvieras ese derecho! ¡No comer más, hermana! ¡No lavarse más! ¡No
tener que afeitarse uno cada mañana! ¿No te gusta? ¿No te entusiasma?
¡No tener que aguantar más judíos! ¡Dormir, dormir, dormir! Que todo sea
descanso, alivio, sueño, nada, nada… ¿Qué? ¿No? ¡Ah, perdona, olvidaba
que tienes el corazón enamorado! ¿No es eso? ¿No le quieres? ¿No
puedes vivir sin él?
RAQUEL. (Sale corriendo escaleras arriba,) ¡Madre! ¡Madre!
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MARINERO. Una milla, milla y media.
EN EL ENTREPUENTE
EN LA BODEGA
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GUEDEL. ¿Hay noticias?
RABINO. Nada. Nada. El Capitán no ha vuelto.
ABRAHAM. ¡Ponga usted cincuenta dólares de telegramas! ¡Más valdrían
cincuenta dólares de arenques!
GUEDEL. ¿Qué dice la radio?
RABINO. Los republicanos españoles han empezado una ofensiva por el Ebro.
BORIS. (Siempre con un dejo insolente.) ¡Para lo que les ha de servir!…
CHENE. ¡Ya podía haber llegado una contestación de Londres! ¿Cuándo salió
el último cable?
RABINO. Hace cuatro días.
BORIS. ¿De verdad creéis que les importamos un comino en Londres o en
Washington? Además, Washington no existe.
WEISSMANN. No hay que perder las esperanzas.
BORIS. Yo no las puedo perder. Moriremos aquí; como ratas, no, porque las
ratas acabarán con nosotros. (Ríe.) ¿No os hace gracia? A mí, sí. (Ríe.)
ABRAHAM. (Que se ha acercado al RABINO, molestando a los demás.) ¿Habló
usted con el Capitán?
RABINO. Ya te he dicho que está en tierra.
ABRAHAM. ¿Y con el Segundo?
RABINO. Es inútil.
ABRAHAM. ¡Pero si no puede ser! ¡Si tengo un primo establecido aquí y otro
en Estambul! Mire, mire. (Enseña unas cartas.) Se comprometen a
acogernos, a darnos lo necesario para vivir. ¡Yo y mi familia! Tengo seis
hijos, Rabino, seis. ¿Por qué no nos dejan desembarcar? ¿Qué mal hemos
hecho? Mi primo tiene una tienda, un establecimiento, dinero.
(Insoportablemente llorón.) Tiene buena fama. ¿Qué inconveniente puede
haber? Ustedes se quedarán más anchos. Micha está enfermo, se puede
morir. (Ha ido hablando alternativamente con varios. Vuelve al RABINO.)
¿No se lo ha dicho al Segundo? ¿Por qué? ¡Están ahí, a media legua! ¡Mi
primo tiene una confitería! Ahí tengo casa, familia, dinero. ¿Eh? ¿Por
qué? ¡Dígaselo al Segundo!
RABINO. Es inútil. No dejan desembarcar a nadie. Yo lo intenté para hablar
por teléfono con Jerusalén. Ni eso quieren permitir. Telegramas sí. Y
pidámosle al Señor que nos dejen estar donde estamos.
GUEDEL. ¡Usted sabe algo!
RABINO. Nada nuevo.
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BORIS. ¡Que nos lanzarán de nuevo al mar en este casco viejo, a ver si,
hundiéndonos, les dejamos de una vez en paz con tantos telegramas! Y si
no, vuelta a Rumania, a Hungría, a Alemania…, a Austria sí preferís…
GUEDEL. Ya no hay Austria que valga.
ABRAHAM. Y yo tengo familia ahí…
BORIS. No sea usted pesado.
SIMÓN. ¡Yo también tengo, y Goldenfinger, y no decimos nada!
GUEDEL. E Inglaterra, callada, y América, callada.
BORIS. ¡Si por lo menos callaran!… Pero dicen que sí, que ya se enterarán.
Ellos a enterarse y nosotros a enterrarse. Y menos mal si tuviésemos tierra
para cavar fosas.
SIMÓN. (A GUEDEL.) ¿No puede usted dejarme veinte céntimos? Es lo que me
falta para poder comprar un paquete de tabaco. Se lo devolveré mañana…,
mañana cobraré un giro de mi hermano.
GUEDEL. No.
SIMÓN. Usted tiene dinero. No está bien que me lo niegue.
GUEDEL. Hace dos meses que dice que va a recibir dinero.
SIMÓN. Me faltan veinte céntimos.
GUEDEL. Nada. (SIMÓN va a uno y otro durante el resto de la conversación,
limosneando.) ¿Y las asociaciones de Londres y de Nueva York? ¿Qué
hacen? Me dijeron que Menkevitz ha recibido un telegrama.
RABINO. Siempre lo mismo: hacen lo que pueden.
SIMÓN. (A CHENE.) Me faltan quince céntimos para poder comprar unas
galletas. ¿Por qué no indica a los demás que hagan una colecta para mí?
GUEDEL. Han pasado los siglos, y estamos frente al Asia Menor. Y ni siquiera
nos dejan pisar tierra. Si yo supiese nadar…
ABRAHAM. Ya lo he pensado. Pero ¿y mi familia? Además no sé nadar.
BORIS. Tendrás tiempo para aprender.
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CHENE. No sé. No chilles así.
LÍA. ¡Será nuestra eterna vergüenza!
CHENE. ¡No chilles así!
LÍA. Mira, mira.
CHENE. ¿Dónde?
LÍA. Mira, la perdida. ¡Mírala! ¡Sonia! ¡Ven aquí! (LÍA desaparece para
volver a poco con su hija, a quien, a arrastrones, hace bajar a la bodega.)
¡Vergüenza! ¡Vergüenza! ¡Vergüenza!
BORIS. (Aparte, a SIMÓN.) Mucha vergüenza. Pero, ¡a ver quién se come los
mejores platos y quién almuerza filetes a media mañana! Mucho chillar,
pero tomamos lo que el señor Oficial ofrece.
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LÍA. ¿Y qué tiene que ver? ¡Lo nuestro es de siempre!
CHENE. (A LEVA.) ¡No te metas en lo que no te importa!
LEVA. ¿Y por qué no me va a importar?
BORIS. Pues ya tienes trabajo.
LEVA. (A SONIA.) ¿Tú le quieres?
SONIA. (Bajo.) No sé… Él me quiere a mí.
LÍA. ¡Desvergonzada!
LEVA. Si le quieres, grítalo alto…
LÍA. Ven aquí y calla. Si los demás no saben cuál es su deber, yo sí. Siempre
he estado sola. Cuando más necesitas de la ayuda de alguien, éste se
escurre y falla.
RABINO. (Al que le sigue.) ¿Cree usted que el Capitán habrá conseguido
legumbres frescas?
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(Por la cubierta pasan BERNHEIM, banquero, seguido de LÁZARO, judío
pobre.)
EN LA CUBIERTA
LÁZARO. ¿Por qué será Hitler antisemita? ¿Qué le hemos hecho? Porque si no
fuera antisemita, yo no tendría nada contra él.
BERNHEIM. Vamos pronto, antes de que llegue esa morralla…
EN EL ENTREPUENTE
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CAPITÁN. No sé. Es lo más probable.
BERNHEIM. ¿Cuándo, señor Capitán?
CAPITÁN. No lo sé.
BERNHEIM. Capitán: usted sabe que yo soy banquero, ¿no?
CAPITÁN. Sí. Sí, señor Bernheim.
BERNHEIM. Usted sabe que mi banco es importante, ¿no?
CAPITÁN. Usted me lo dice, yo lo creo.
BERNHEIM. Muchas gracias, señor Capitán. ¿Usted cree que es humano lo que
están haciendo con nosotros?
CAPITÁN. Usted conoce mi opinión.
BERNHEIM. ¡Qué peligro representamos para la humanidad! ¿Eh? ¡Qué peligro
para América! ¡Qué peligro para Inglaterra! ¡Qué peligro para Turquía!
¡Seis contables, ciento cuarenta comerciantes, cincuenta y tres abogados,
dos rabinos, veinte agricultores, ciento y pico dependientes de comercio,
tres directores de escena, seis periodistas, doscientos viejos y viejas que
ya no pueden con su alma, treinta y cinco niños…! ¿Es que el Brasil no es
bastante grande? ¿Ya no cabe nadie en Palestina? ¡Qué peligro estos
huidos de los nazis! ¿Cuánto gana usted, Capitán? Polacos, alemanes,
austríacos… ¡Usted no cobrará en dólares, claro! ¡Oh, perdone! Soy
indiscreto. Estoy muy mal educado, un self made man. Mi fortuna la he
hecho yo. Sé lo que cuesta reunir un poco de dinero y las necesidades de
la familia… Empecé… ¡Para qué le voy a contar mi historia!… Pero…,
¿no le parece a usted un crimen que yo, con el dinero que poseo, tenga
que ir por estas costas dando bandazos como todos estos pobrecitos que
no tienen dónde caerse muertos? No, si yo no me quejo del trato de a
bordo: hacen ustedes lo que pueden… Pero, vamos a ver, mi Capitán: ¿no
habría un medio de… desembarcarme? Un medio… natural, legal.
CAPITÁN. Lo siento mucho, señor Bernheim.
BERNHEIM. No sé si usted me entiende, señor Capitán.
CAPITÁN. Perfectamente.
BERNHEIM. Yo estaría dispuesto a dar lo que me pidiesen. (Pausa.) Cinco mil
dólares, Capitán.
CAPITÁN. Tengo trabajo, señor Bernheim.
BERNHEIM. (Lloroso.) Comprenda, señor Capitán. ¿Para qué me sirve aquí el
dinero? Tengo cuatro hijos. ¡Usted tiene hijos! Siete mil dólares, Capitán.
CAPITÁN. Para esto, se hubiese usted podido ahorrar los lloros sobre los
demás.
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BERNHEIM. ¿Acepta? Una vez en tierra…
CAPITÁN. No, señor Bernheim Si pudiera, lo haría por nada. Pero es
imposible. Además, han redoblado la vigilancia.
BERNHEIM. ¿Como si fuésemos apestados?
CAPITÁN. Usted lo ha dicho, señor Bernheim Y perdóneme, que tengo mucho
que hacer.
EN LA CUBIERTA
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ESTHER. ¡Doctor! ¡Doctor!
MÉDICO. ¡Cerca de cuarenta a la sombra!
NIÑA. Treinta y dos; yo lo he visto en el termómetro de mi papá.
ESTHER. Mine quiere bajar. Yo digo que no.
LOS NIÑOS. (Al MÉDICO.) ¿Verdad que sí? ¿Por qué no puede bajar?
MÉDICO. Con mucho cuidado, sí.
NIÑOS. ¡Olé, olé! ¡Vamos!
NIÑA. (Marisabidilla.) Muchas gracias.
BERNHEIM. (Entra por la cubierta.) Buenas tardes, doctor.
MÉDICO. Buenas tardes. ¿Qué tal se encuentra ahora?
BERNHEIM. Muy mal, doctor, muy mal.
MÉDICO. ¿No le hicieron efecto las pastillas?
BERNHEIM. Poco, poco. (Llevándoselo.) Las noticias son malas; parece que
salimos de madrugada. ¿Usted sabe algo?
MÉDICO. No.
BERNHEIM. ¿No le parece una barbaridad? ¿Qué peligro representamos para el
mundo? Ciento ochenta comerciantes, diez contables…
(El MÉDICO y BERNHEIM salen. Los NIÑOS han bajado a la bodega con
MINE y ESTHER, y las han sentado con grandes precauciones bajo la
manga de aire.)
EN LA BODEGA
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MINE. ¡El cuento!
NIÑA. «Esto era una vez… La mamá llamó a Caperucita y le dio una cesta…»
EN LA CUBIERTA
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NEGRO. Una apuesta. Me dijelon que elan como todos. Yo no lo podía cleel.
Polque, si son como todos, ¿pol qué no los habían de dejal desembalcal,
no?
SARA. ¿Qué creía que éramos?
NEGRO. (Tras una duda, vergonzosamente.) Neglos…
TELÓN
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ACTO SEGUNDO
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(Las nueve de la noche. Con las luces encendidas, ni muchas ni
fuertes, aparece la parte trasera de la bodega. Las literas siguen los
paramentos del buque. El fondo, ya estrecho, es aprovechado por los
emigrantes como altar. Frente a él, de espaldas al público, el RABINO
celebra su oficio durante la primera mitad del acto. El murmullo de
los rezos forma un fondo a las conversaciones. Los orantes hacen sus
reverencias e inclinaciones. En primer término, luz más viva que da
un reflector colgado cerca de la escalera, dejando rincones oscuros a
derecha e izquierda. Algunas bombillas dan poca luz a la cubierta.
En el entrepuente, luz más viva donde el OFICIAL 2.º trabaja sentado
ante una mesa. En las literas, gentes acostadas. En el entrepuente
entra el OFICIAL 1.º, que se pone a charlar familiarmente con el
OFICIAL 2.º.)
EN EL ENTREPUENTE
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OFICIAL 1.º. No tuve ganas. ¡Para lo que hay que ver en ese pueblo de mala
muerte!…
OFICIAL 2.º. ¡Ah! ¡Es verdad! ¿Cómo van esos amores? ¿De veras estás tan
«colao» como dice Magropápoulos?
OFICIAL 1.º. Mira, voy a dar una vuelta.
OFICIAL 2.º. Bueno, bueno, Don Callado.
EN LA BODEGA
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UNO. Contad conmigo.
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WEISSMANN. No. Varias veces rico, varias veces pobre. Ahora toca
emigrado…
SIMÓN. ¿No podrías dejarme media piastra?
WEISSMANN. Estoy limpio, lo que se dice limpio…
(Se separan. Unos van a las literas, otros suben al puente, donde
desde hace un momento RAQUEL ha estado observando al grupo.
Luego, baja y se acerca a EFRAÍM.)
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RAQUEL. La de un chico al que le han quitado un pastel… ¿Qué te pasa?
EFRAÍM. De verdad: nada.
RAQUEL. ¿Me vas a mentir? Ya te conozco bastante…
EFRAÍM. No te lo puedo decir, Raquel.
RAQUEL. Muy bien. ¿Hay algo que valga para ti más que yo?
EFRAÍM. No. Entre los seres humanos, no.
RAQUEL. ¿El Partido? (EFRAÍM no contesta.) ¿No contestas?
EFRAÍM. (Echándolo a broma.) ¿Vas a tener celos del Partido?
RAQUEL. ¿Zarpamos?
EFRAÍM. Todavía no se sabe nada seguro.
RAQUEL. ¿Es de eso de lo que estabais hablando?
EFRAÍM. Sí.
RAQUEL. ¿Y es eso lo que no me podías decir?
EFRAÍM. Sí.
RAQUEL. ¿Por qué me mientes descaradamente? ¿Es ésa la confianza que
tienes conmigo? Se puede una fiar… Si ya no me quieres, puedes
decírmelo cara a cara. Sabes que soy fuerte.
EFRAÍM. ¿Por qué dices tonterías? No me hablarías así si dudaras de que te
quiero.
RAQUEL. Entonces, ¿qué te pasa?
EFRAÍM. Raquel: te lo pido por favor; déjame un momento. Luego subiré a
cubierta. (RAQUEL se levanta, ofendida. EFRAÍM la sigue.) No, no he
querido decirte eso.
RAQUEL. ¿No has querido decírmelo? Pues yo lo he oído muy claro. Y te
obedezco. Ahí te quedas. Y buen provecho.
EFRAÍM. ¡Raquel, Raquel! Siéntate a mi lado. No me digas nada. Dame tu
mano. Te quiero, Raquel. Te quiero. ¿No me crees? (RAQUEL no contesta.)
¿No me crees, di?
RAQUEL. Sí, te creo. Pero, entonces, dime lo que te pasa.
EFRAÍM. No puedo.
RAQUEL. ¿Cómo quieres que crea que me quieres?
EFRAÍM. He prometido no decírselo a nadie.
RAQUEL. ¿Soy algo extraño a ti?
EFRAÍM. ¿Me prometes no decírselo a nadie?
RAQUEL. No te prometo nada. Si no tienes confianza en mí, no me lo digas.
EFRAÍM. ¡Si supieras cómo me dueles!
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(Pausa. Las oraciones se oyen mejor.)
RAQUEL. ¿Os vais? (Pausa.) ¿Os fugáis? (Pausa.) ¿Me dejas? (Suenan las
campanadas del cuarto.) ¿Di, Efraím? ¿Me dejas? ¿Sin decir palabra…?
¿Te marchas con Leva? ¿Con Ezequiel? Carlos, ¡y luego tú!… ¿Dónde
vais, infelices, a dónde? ¡Os cogerán!
EFRAÍM. Todavía no han cogido a Carlos.
RAQUEL. ¿Con que confiesas que os marcháis? ¿Y eras capaz de hacerlo sin
decirme una palabra? ¿Y a dónde vais?
EFRAÍM. (Bajo.) España…
(Pausa.)
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LEVA. (Bajando, a EFRAÍM.) ¿Qué hay? ¿Qué quieres?
EFRAÍM. Me quedo.
LEVA. Si tuviera un arma, te mataría como a un perro. ¡Traidor!
EFRAÍM. No soy un traidor. Comprende… (LEVA le vuelve la espalda y sube la
escalera.) ¡Siempre lleváis las cosas al último extremo! Yo no soy…
(LEVA sale por la cubierta. En el entrepuente, entra el MÉDICO.)
EN EL ENTREPUENTE
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además, sea el más rico de los pasajeros. ¿Entiendes? ¿Cuánto te ofreció?
Anda, dímelo. Si a mí también…
MÉDICO. Con ese dinero yo me hubiese marchado, marchado a América.
Libre. Otro.
CAPITÁN. ¿Y tu mujer?
MÉDICO. Tiene a su madre. Su madre por todas partes. De pronto yo les hacía
esa jugada formidable: creo que acepté únicamente por figurarme la cara
que pondrían cuando se enteraran de que no me iban a volver a ver, ¡y yo
vivo!… Trece años de tu barcucho, Capitán, trece años de estiércol,
caballos a la derecha, caballos a la izquierda, caballos por el Mar Negro,
caballos por los Dardanelos. ¡Caballos, caballos! He sido más veterinario
que médico a bordo de tu barcucho indecente. Y aun ahora, que hace más
de seis meses que no ha pisado un caballo las bodegas de tu inmundo
pontón, todo esto huele a caballo, a excremento de doscientos mil
caballos… Y ahora que llega, como caída del cielo, la posibilidad de
librarme de todo esto, ahora, por tu imbécil rectitud, quieres, quieres…
CAPITÁN. Quiero.
MÉDICO. Pero tú sabes que si yo quiero, puedo…
CAPITÁN. No puedes.
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(Del fondo de la bodega salen GUEDEL y algunos más. El rito ha
terminado. ABRAHAM se vuelve por donde vino.)
EN EL ENTREPUENTE
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(Sale. El OFICIAL 2.º le contesta con un gruñido. En la bodega,
después de acabar el rito, poco a poco se han ido formando corros.)
EN LA BODEGA
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GUEDEL. ¡Calla!
CARLOS. Ya sé que todo consiste en callar y rezarle al Señor, mi buen padre
Guedel, que antes se llamaba Guillermo…
RABINO. ¿Por qué odias así a los demás?
CARLOS. Si me odio a mí mismo, ¿cómo quiere usted que ame a los otros?
(Ha medio subido la escalera a reculones; al pie de la misma se han
agolpado bastantes personas.) ¿Qué? ¡Ahí estáis todos, como borregos!
Os vais a dejar llevar de nuevo al matadero. Porque vamos a levar anclas
con el día. Si no lo sabéis, os lo digo yo. Ningún país quiere nada con
nosotros. El mundo es demasiado pequeño. No hay sitio: han puesto el
cartel de «Completo». Y sois los más, aquí a bordo, y harán con vosotros
lo que les dé la gana. ¿No sentís vibrar vuestros puños? Estáis todos
muertos, montón pestilente. Cadáveres hediondos, putrefactos… ¿Hasta
cuándo? ¿No hay nada en vosotros de la semilla de los hombres? ¡Judíos
habíais de ser, despreciables! Preferís lamer la bota del César, creyendo
que con despreciarlo y odiarlo en vuestro corazón os basta para salvaros.
Relamiéndoos la baba del odio os consoláis, creyéndoos superiores
porque os va por la cabeza que la única vida verdadera es la que corre por
los adentros. Vivís de poner trampas: ¡borregos, cobardes! (Un OFICIAL
pasa por la cubierta, escucha, y sale.) ¿Qué esperáis para coger el timón?
¿Qué esperáis para haceros con el barco? Un solo verdugo basta para
conduciros a la muerte. ¡Y vosotros, satisfechos con vuestra costra de
miseria, pensando que es una marca del Señor! ¿No se os suben las
entrañas a la garganta? Ahora os volverán a los presidios, a las minas, al
látigo, al estiércol. Llorad: «¡Qué desgraciados somos! ¡Qué
perseguidos!». Cuanto más os insultan, más os hundís en vuestra miseria.
Os encenagáis de propia compasión. ¡Puercos, alzaos! ¡Gritad, incapaces!
¡Muertos impotentes! ¿Tanto os pesa vuestro Dios que no os podéis
mover? ¿No se levanta una voz? Murmullos, no: ¡una voz! ¡No os sentís
capaces…!
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Mi hijo no ha pecado, mi hijo no ha pecado… ¡Oh, padre, vuélvame a
admitir!
ISABEL. (A GUEDEL.) ¡Capón! ¡Capón! ¡Capón!
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saben. Chillan por miedo de decir. (Todos oyen con respeto.) Porque
llegará el día de la vuelta a Sión y nos recibirán en estas mismas costas
que nos niegan, con alegría y con trabajo. Y volverá la flor de Israel a la
tierra de Palestina. Dejadles gritar, dejadles callar. ¿Qué más da?
SIMÓN. Está loco.
ABRAHAM. No.
SIMÓN. ¿Tú crees? ¿Tú crees que yo podré venir a Jerusalén y sentirme en mi
casa y sentir que la tierra huele a algo mío? Saber seguro que es mía, sin
miedo…
EFRAÍM. (A BORIS.) ¿Qué hora es, por favor?
BORIS. No sé. ¡Qué importa! ¿No ha oído a Moisés?
EFRAÍM. ¿No tiene reloj?
BORIS. Sí.
EFRAÍM. Dígame qué hora es.
ABRAHAM. Las diez y cuarto.
EN EL ENTREPUENTE
CAPITÁN. (Habla por una bocina.) Dígale a Diglapópoulos que suba. (Al
OFICIAL 1.º.) ¿Cuántos?
OFICIAL 1.º. Seis o siete, los que cabían.
CAPITÁN. Así, muy bajo, le diré que me alegro. Y les deseo la mejor suerte. Y
si los cogen, éstos no tendrán tiempo de devolvérnoslos. Salimos de
madrugada.
OFICIAL 1.º. No van a ser flores lo que recojamos por ahí…
CAPITÁN. (Dirigiéndose al OFICIAL 2.º.) Ya no está este barco para muchos
trotes sin carenarlo de firme.
OFICIAL 2.º. O venderlo para chatarra. ¿Y de Londres, nada?
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CAPITÁN. Ni de América.
OFICIAL 2.º. Otra vez a dar bandazos por ahí. Es un crimen.
CAPITÁN. Nosotros no podemos hacer nada. Ya hice presente a la compañía el
estado del «San Juan»; cablegrafié muy claramente que no respondía…
Aquí está la contestación: «Aténgase a las órdenes. Tomamos nota de sus
observaciones». No hablemos más del asunto.
OFICIAL 2.º. Luego dirán que los judíos… ¡Y pensar que los principales
accionistas de la compañía son calvinistas…! ¡Y son más de seiscientas
vidas!
EN LA BODEGA
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VIEJO 2.º. Está equivocado.
VIEJO 1.º. Mírela bien. Esta cuchara es mía.
VIEJO 2.º. Pues… tiene usted razón. Yo tengo otra igual.
VIEJO 1.º. Igual o no igual, esta cuchara es mía. Y no es la primera vez que me
la quita.
VIEJO 2.º. Perdone, pero tengo otra igual.
VIEJO 1.º. Ni «i», ni «a». Ya me estoy cansando de que me la quiten unos y
otros.
VIEJO 2.º. Pero si nadie…
VIEJO 1.º. Yo ya me entiendo. Esta cuchara es para mí. Para mi boca y para
nadie más. Con esta cuchara come el hijo de su papá y nadie más.
VIEJO 2.º. ¡Déjese de historias! Eso le sucede a cualquiera. Mire esta mía: ¿es
igual o no es igual?
VIEJO 1.º. ¿Y a mí qué me importa? Ésta, ¿era mía? ¿Sí o no? Conteste.
VIEJO 2.º. Entonces, ¿para qué vamos a discutir?
VIEJO 1.º. ¡Si yo no discuto!
VIEJO 2.º. Ni yo tampoco. ¡Lo único que digo, y se la enseño, es que tengo
otra igual!
VIEJO 1.º. Todo lo iguales que quiera. Pero ésta es mía y bien mía. Y no
quiero que nadie me la quite.
VIEJO 2.º. ¡Si no se la quita nadie!
VIEJO 1.º. ¿Cómo que no me la quita nadie? ¿Usted no me la había quitado?
VIEJO 2.º. Sí, pero por equivocación.
VIEJO 1.º. ¡Qué equivocación ni qué ocho narices! Esta cuchara no es de nadie
más, y yo tengo derecho…
VIEJO 2.º. ¡Ya me está usted cargando con tanta historia de que si es suya o
deja de serlo!
VIEJO 1.º. ¡Mía y muy mía!…
VIEJO 2.º. ¡Tan suya como de todos!
VIEJO 1.º. ¿Qué? ¿Qué dice?
VIEJO 2.º. ¡Tan del comedor como la mía!
VIEJO 1.º ¡Ladrón!
VIEJO 2.º. A ver: ¿repita?
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BORIS. Un poco de calma, un poco de orden. Hay quien duerme. (Los VIEJOS
se apaciguan, rezongando. BORIS vuelve al lado de EFRAÍM.) Las vidas de
cien mil hombres, puestas una tras otra, no alcanzan el volumen de tu vida
trashumana.
EFRAÍM. ¡Enajenáis vuestra libertad para salvar vuestra problemática vida
futura! ¿He de enajenar la mía por salvar mi vida presente? Eso está bien
para vosotros, que creéis en el paraíso.
BORIS. Sí, joven, y en mi hígado. El mundo gira alrededor de mi hígado. ¿Tú
no lo sabías? ¡Hermosa víscera! Prometeo encadenado… y sin fuego. A lo
sumo, defendí lo que aborrecía. Todo deja de existir frente al dolor.
¡Pínchate la yema de los dedos y ama a tu dama al mismo tiempo! ¡A ver
si puedes! Ten los pies enfurecidos de callos y ¡corre tras su gracia
prometedora! No hay quien pueda con el hígado. Lo demás no tiene la
menor importancia. ¿Salimos? ¿No salimos? ¡Qué más da! El hígado es
otra cosa… ¡En qué se encierra el mundo!… ¿Qué es un callo? Una
avellanita, nada. ¿A ti no te duele nada?
EFRAÍM. No.
BORIS. A mí me duele el hígado. Estoy atornillado a la tierra; es un decir: aquí
en el barco. ¿Quieres saber un secreto?
EFRAÍM. (Desganado.) Diga.
BORIS. El mundo es un gran hígado, un hígado tremendo, el formidable
hígado de Dios.
EFRAÍM. ¿Así que usted cree que a Dios le duele el hígado?
BORIS. No quiero perderme por pensar mal. A cada momento me digo:
«Nunca me ha dolido tanto». Cuando pienso que no me duele es cuando
empieza a dolerme. Voy a ver si el médico me regala un poco de sueño.
(Empieza a subir la escalera.) ¿Ves tú, muchacho? Las constelaciones
giran alrededor de mi hígado. ¡Ah!, y en cuanto a tu dolor del alma, no te
preocupes: cada día presenta mil ocasiones de sacrificarse.
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hígado! ¡Lo que le importa a ese señor es su hígado! Si hubiese conocido
al padrecito Simón Petliura y sus «atamanes», mucho que le importaría su
hígado… El «atamán» Engel, el «atamán» Chepela, el «atamán»
Ossokilko, el «atamán» Zabolotny. «Si quieres vivir, mata», decían que
decía. ¡Su hígado! En Nowo-Petrowetz, en 1919, hubiera querido verle
yo: los judíos en el Dniéper, y los oficiales en las barcas y en las orillas
tirándoles con granadas de mano. Y si alguno tenía fuerzas para llegar a la
orilla, a palos. Y la vieja Chaila contando con los dedos los muertos y los
abrasados vivos. Petliura, Denikin, Koltchak, Balaklovich. Más de mil
quinientos «pogroms». ¡A ver si la palabra le suena a su hígado! ¡A ver si
hay algo más que su hígado! Yo vivía entonces en Elizabethgrad. Pillaje,
violación, incendios y muerte. ¿Y todavía se asombran de que no nos
quieran acoger?… ¿Quiénes pagaban al «batko» Petliura? Pagar, pagar…
Al vecino de casa le pidieron ciento cuarenta mil rublos. Colgado por los
pies, le iban quemando la cabeza. Los dio. Mi padre le decía luego: «Si se
los hubieses dado en seguida, eso te habrías ahorrado». Él le contestó:
«Hubiesen pedido más». Había que darles todo…
(Pausa.)
ESTHER. Tomaban una ciudad: para festejarlo, «pogrom». Perdían una ciudad:
en venganza, pogrom. Yo he visto en Jitomir mujeres en trozos, niños
entreabiertos. (A ABRAHAM, que es el que tiene más cerca.) ¿No es a ti a
quien te duele el hígado?
ABRAHAM. ¡No, a Dios gracias! Lo que me duele es el estómago.
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ESTHER. Éramos ricos, habíamos sido ricos. Atravesamos un pueblo, huyendo;
un pueblo donde sólo había muertos, perros y cuervos. Clavaban a los
muchachos en cruz, enterraban vivos a los niños, abrían a las mujeres en
canal. Griegos, franceses, ingleses, y Petliura, y Denikin. ¿Aún os quejáis
hoy? Yo creía entonces que el mundo entero iba a levantarse y vengarnos.
Sí, sí… Nada. Nada. El silencio. La nieve sobre las ruinas. Y el olvido.
¡Estar bajo la violencia de los demás y no poder hacer más que
reconcomerse los hígados!… (A SIMÓN.) ¿No eres tú el del hígado?
(Pausa.) ¡Cuando pierdan, las pagarán todas juntas! ¡Fiaros! Así tuve yo a
ésta. Y así tiene ella…, ese hígado a punto de reventar… No sé por qué
estas cosas no se han de decir. Habíamos ido a parar a Checoeslovaquia…
Bajo la garantía de Francia y de Inglaterra. ¿No? ¿No es así? ¿Me
equivoco?… (Pausa.) Uno cayó muerto encima de mí. Cuando una ve las
bayonetas caladas en los fusiles, se pregunta: «¿Para qué sirve aquello?»
Sirven para pinchar los vientres de las embarazadas. Y no chillen, ¡que no
es para tanto! Los hombres le tenéis miedo al dolor. A la muerte; algunos,
no. Mi padre… Luego estuve en Kiev. (Pausa.) Nadie por las calles.
Nieve. Nadie. Y de pronto —el atardecer es muy buena hora para esto—,
unos gritos terribles, unos gritos horrendos a través de la ciudad. Son los
judíos que chillan a muerte, los judíos…
TELÓN
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ACTO TERCERO
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(La tarde siguiente, ya muy anochecido. Alta mar. Tempestad. Se oye,
jadeante, el luchar desacompasado de los motores, el ulular del
viento, el ruido de las olas al romper contra el casco del San Juan.
Todos estos ruidos se combinan mientras no digan nada en contra las
acotaciones. La luz eléctrica, amarillenta y débil, disminuye muy
poco a poco. En el entrepuente, luz más fuerte. Los OFICIALES 1.º y
2.º, vestidos con impermeables brillantes. En la bodega, trajinar de
pasajeros mareados. Por la cubierta y el entrepuente corre el viento.
El RABINO está sentado en los equipajes.)
EN LA BODEGA
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EN EL ENTREPUENTE
EN LA CUBIERTA
CAPITÁN. Qué, ¿no quiere tomar el mando del «San Juan» ahora?
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llamábamos a aquellos muertos en nuestro auxilio!» Del «brick» llega una
voz «tan parecida al grito de una garganta humana, que el oído más fino
se hubiera dejado engañar». ¿No la oye, banquero? Había un hombre, los
brazos caídos, sobre la baranda, y en su espalda «se había posado una
enorme gaviota que se regodeaba en aquel horrible manjar, el pico y las
garras hundidos en el cuerpo y el blanco plumaje manchado de sangre».
Levanta el vuelo, el cuerpo cae, le faltan los ojos: comidos los labios y las
mejillas, «quedaban los dientes descubiertos». «¡Tal era la sonrisa que
había alentado nuestra esperanza!» ¿No es un buen final para el «San
Juan», y todos sus cheques al aire?… (A BERNHEIM le dan arcadas, y sale
por la cubierta. CARLOS se queda, aspirando la lluvia y el viento. RAQUEL
pasa y baja a la bodega.) ¡Hola, hermana! (RAQUEL ni lo mira.)
EN LA BODEGA
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(Quedan callados y abrazados. De uno de los rincones oscuros salen
ERICH y el COMODORO.)
EN EL ENTREPUENTE
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(BERNHEIM se precipita a cogerlo, lo abre y lee.)
EN LA BODEGA
EN EL ENTREPUENTE
CAPITÁN. (Al JEFE MAQUINISTA, que acaba de entrar.) Hay que aumentar la
presión.
JEFE MAQUINISTA. No se puede.
CAPITÁN. ¡Hay que aumentar la presión para poder mantener el rumbo!
JEFE MAQUINISTA. Los hombres están muy cansados. El carbón es malo. Las
calderas y las tuberías…
CAPITÁN. No es nuevo. Pero no me importa: ¡hay que aumentar la presión!
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EN LA CUBIERTA
CARLOS. Podrá usted hacerme un bonito barquito de papel con su cable, Don
Banquero, para cuando nos hundamos.
EN LA BODEGA
OFICIAL 1.º. Necesitamos cinco hombres para sacar carbón. Se les pagará.
SIMÓN. ¿Ahora nos van a hacer trabajar?
ABRAHAM. ¿No estás siempre pidiendo?…
SIMÓN. Estoy quebrado, no puedo trabajar.
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OFICIAL 1.º. Es necesario que sea en seguida.
LÍA. (A CHENE, que se ha ido vistiendo muy lentamente.) ¿Le has visto? ¿Le
has visto? Anda, anda…
CHENE. Todo me da vueltas.
OFICIAL 1.º. Falta uno. (El RABINO sube.) No, usted no. Hace más falta aquí.
¡Venga, otro!
EN LA CUBIERTA
ERICH. Dime. Todos esos pájaros, las gaviotas, cuando se mueren, ¿dónde van
a parar? Allí en la costa había muchísimas. Por las olas no se ven nunca.
Si el mundo es tan viejo, ¿cómo no forman montones?
CARLOS. Nos hacemos polvo, muchacho.
ERICH. Ya lo sé. Encima del despacho de papá están las cenizas del abuelo.
Pero yo creía que las plumas…
(CARLOS coge al chico por los hombros y empiezan a bajar los dos a
la bodega, muy lentamente. En el entrepuente, entra el CAPITÁN.)
EN EL ENTREPUENTE
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CAPITÁN. El pañol de la carbonera ha cedido. No hemos tropezado con nada y
hay un boquete. No tendría importancia si pudiésemos mantener la
presión.
OFICIAL 2.º. ¿Cómo ha podido suceder?…
CAPITÁN. La sola fuerza del mar… y el carbón, hecho barro. Ahí está lo peor.
Procuren salvar el que puedan. Hay que variar el rumbo y tratar de ganar
la costa más cercana. Pero para virar tenemos que enfrentarnos con el mar
y que no nos gane cuando nos tenga al través. (Coge un teléfono.) ¿A
cuánto la presión? ¡Hay que forzar! ¡Más, más! Tenemos que variar el
rumbo y necesito más presión. ¿Cinco minutos? De acuerdo. (Deja el
aparato. Al OFICIAL 2.º.) ¡Si dentro de cinco minutos no lo hemos
logrado!… (Sale.)
EN LA BODEGA
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OFICIAL 1.º. Necesitamos dos hombres más, para el carbón. Dos voluntarios…
RABINO. (A CARLOS.) ¿No va?
CARLOS. ¿Yo? Por mí, que se hunda el mundo.
CARLOS. (Al RABINO.) No me convencerá usted. Habría que ser más que Dios.
Escrito está, ¿no?, que Dios castigará a los malos. Y nosotros, hechos a su
semejanza, ¿hemos de perdonarles? ¿Presentar la otra mejilla so pena de
perder el cielo? ¡Ni Dios, Padre, o como le llamen!… La URSS no admite
más que comunistas; Francia, Inglaterra y América nos cierran sus
fronteras a canto y lodo. ¿Dónde vamos nosotros, los jóvenes? Un mundo
de técnicos entorpece la civilización. ¡Yo, el mejor medio centro de la
Europa central! ¿Y se extraña de mi… indiferencia? Y me alegro, Rabino:
la casualidad me resuelve lo que no me atrevía a afrontar.
RABINO. ¿Qué, insensato?
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CARLOS. La muerte. Estábamos cercados, ¡y hemos dado con el escotillón,
con el atajo! Mañana el mar tan tranquilo, y aquí no ha pasado nada.
RABINO. Toda su amargura…
CARLOS. No, Rabino, no. Amargura la de la mar salada, madre nuestra de
todas las mañanas venideras. ¡Enhorabuena! ¡Y buen viaje! Véngase a
cubierta: no se pierda este precioso espectáculo de nuestro tiempo. (Va
hacia RAQUEL, sentada cerca.) Me parece que es inútil seguir la pelea de
estos días. Ahora se va a resolver todo equitativamente. No hay que
precipitarse nunca, hermanita. ¿Dónde están nuestros buenos padres?
RAQUEL. Mareados.
CARLOS. Más lo van a estar mañana.
RAQUEL. ¿Tú crees?…
CARLOS. ¿No subes a cubierta? ¡No sólo hay que creer, hermana, hay que ver!
¿Vienes?
RAQUEL. No. Espero a Efraím.
CARLOS. Buen provecho.
EN EL ENTREPUENTE
CAPITÁN. (Al teléfono.) Sí, sí. ¿No? ¿No hay manera de forzar? ¿En absoluto?
(Deja el auricular. Al OFICIAL 2.º.) Hágame el favor de decirle al segundo
radio que venga.
EN LA BODEGA
VIEJO 1.º. ¡No te preocupes! Ya no hay naufragios. Eso era antes, con los
barcos de vela. O durante la guerra, con los submarinos. El mar no puede
con los buques de hierro.
VIEJO 2.º. Es que quiero ver a mis hijos.
VIEJO 1.º ¿Los que están en América? No pienses, es lo mejor. Cuenta hasta
cien y luego vuelves a empezar.
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EN EL ENTREPUENTE
EN LA BODEGA
Página 59
ABRAHAM. El oficial dice que no.
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RAQUEL. Tú sí que estás frío… Abrázame fuerte.
OFICIAL 2.º. (Al CAPITÁN.) La radio transmitirá hasta el último momento. Las
máquinas empiezan a anegarse.
CAPITÁN. ¿Hay alguna contestación?
OFICIAL 2.º. La más cercana, un griego, a ochenta millas. ¿Usted cree que
aguantaremos?
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CAPITÁN. El mar lo tiene que decir. (Pausa.) ¡Qué a gusto mandaría yo ahora
un mensaje a la Cámara de los Comunes!… ¿Todos en sus puestos?
OFICIAL 2.º. Sí.
CAPITÁN. ¿Y Víctor?
OFICIAL 2.º. ¿El Primer Oficial?
CAPITÁN. ¿Conoce usted otro Víctor a bordo?
OFICIAL 2.º. Creo que entró un momento en su camarote.
CAPITÁN. Su lugar…
EN LA BODEGA
ESTHER. Es un niño. ¡Un niño! ¿Ustedes se dan cuenta? Yo siempre creí que
sería una niña. Nunca me pude figurar otra cosa.
BORIS. ¿Por qué?
ESTHER. Porque tenía la seguridad de que dentro de veinte años la violarían. Y
así siempre, siempre… Pero un chico, ¡un chico!
(Sube el ruido del viento y del mar. Todos caen hacia la derecha,
luego a la izquierda.)
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EFRAÍM. Vamos. (Suben a la cubierta.) Vamos a hablar con el Capitán. Pero
¿no crees que si hubiese algo que hacer ya lo intentarían los que mandan?
RAQUEL. Nunca se sabe. Siempre hay que esperar.
(Luz imperceptible.)
EN LA BODEGA
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Si quiere contender con Él,
no le podrá responder a una cosa de mil.
Él es sabio de corazón y poderoso de fortaleza:
¿Quién se endureció contra Él y quedó en paz?
Que arranca los montes con su furor,
y no conocen quien los trastornó:
Que remueve la tierra de su lugar
y hace temblar sus columnas:
Que manda al sol, y no sale;
y sella las estrellas:
El que extiende solo los cielos
y anda sobre las alturas de la mar:
El que hizo el Arturo, y el Orión, y las Pléyadas,
y los lugares secretos del mediodía:
El que hace cosas grandes e incomprensibles
y maravillosas sin número.
He aquí que Él pasará delante de mí, y yo no lo veré;
y pasará, y no lo entenderé.
He aquí, arrebatará; ¿quién le hará restituir?
¿Quién le dirá: «Qué haces»?
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