Schökel.JONÁS
Schökel.JONÁS
Schökel.JONÁS
SCHÖKEL-L-ALONSO
/Jon/01/01-04: El libro de Jonás se abre con una fórmula profética clásica y solemne: «El
Señor dirigió la palabra a Jonás, hijo de Amitay». Es el mismo Señor que se dirigió, de
manera semejante, a Isaías, Jeremías... para encomendarles un mensaje. El lector que abre
este libro se siente muy pronto en ambiente y sabe qué tiene ante los ojos. Pero, al seguir
leyendo, puede enseguida experimentar un sentimiento de extrañeza, porque no se trata
aquí de un oráculo, sino de un relato, forma atípica en la profecía. Y la extrañeza llegará a
inesperado escándalo al leer que este hombre es un profeta rebelde que hace lo contrario
de lo que se le manda.
JONAS/QUIEN-ERA: Se ha intentado identificar a este personaje original y fantástico.
¿Quién era Jonás? El autor utiliza una figura que aparece en los libros narrativos, para
hacer un cuento con mano maestra. El nombre de Jonás Ben Amitay sería en castellano
algo así como «Paloma, hijo de Berat», tipo de fantasía que se convierte en el primer
«Colón» de la historia -Colombo, paloma-, que va a emprender un arriesgado viaje en
barco, primero de superficie, y después en el submarino de la ballena, adelantándose a
Julio Veme.
A Jonás se le ordena: «Levántate y vete a Nínive, la gran metrópoli, y proclama en ella
que su maldad ha llegado hasta mí» (1,2). Ya este mandato resulta a primera vista extraño.
Lo profético sería mandarle al reino del norte, presentarse al rey o a los príncipes y
anunciar.... pero dentro del territorio nacional del pueblo escogido. Si se le manda a la
pagana Nínive, debería ser como mensajero de un oráculo de condena por su maldad,
como otros oráculos del AT. El tema de los pecados de Nínive explica algo, porque parecen
reclamar a alguien que denuncie esa maldad que ha subido hasta Dios.
Jonás se levantó, pero, en vez de ir, huyó; y en lugar de ir a Nínive, se dirigió en
dirección a Tarsis, al contrario de lo que se le había mandado. Aparece desde el principio
como un antiprofeta. ¿Por qué esa actitud de Jonás? El narrador se cuida de insinuarlo
procediendo con extraordinaria finura, en un relato breve pero denso, lleno de alusiones y
juegos de correspondencias o antítesis, explotando hasta agotarlo el significado de las
palabras.
Los autores antiguos hablan por su cuenta de los motivos de la huida, pero el autor no
quiere decir nada todavía. Un lector bíblico lee cualquier texto dentro de una mentalidad
hecha de otros textos que conoce. En esos textos se habla de huir de la presencia del
Señor con las expresiones de «subir» o «bajar». Hay dos textos clásicos. Uno se encuentra
en el capítulo 9 de Amós, donde se habla también de un conato de huida hasta el extremo
de oriente, resultando, sin embargo, imposible la huida del Señor. El otro texto se lee en los
salmos.
Conocemos la fuga de un profeta anónimo que no interesa aquí (1 Reyes, 13). Es muy
importante y clásica la fuga de Elías huyendo de Jezabel a través del reino del sur y del
desierto, hasta llegar a Berseba. Esta fuga de Elías está pesando en el autor del libro de
Jonás; pero, mientras que la fuga de Elías termina en un encuentro con Dios sobre el
monte Horeb, ¿terminará la fuga de Jonás también en un encuentro con Dios? Jonás puede
huir de la presencia cúltica, puede apartarse del templo, pero ¿puede huir verdaderamente
de la presencia del Señor?
Hay un dato interesante que nos presenta el autor en su pretendido juego de palabras, y
recae sobre el verbo «bajar». En su sentido propio, la palabra está condicionada por la
configuración orográfica de Palestina. Jerusalén está a 700 m. sobre el nivel del mar.
Dirigirse de Jerusalén a Jafa es bajar. Pero, a lo largo del relato, esta palabra bajar se va
tiñendo de valor simbólico. El mismo juego y simbolismo se da, antitéticamente, en la
palabra subir.
Jonás inicia una primera bajada a la costa. Desde el muelle del puerto no «sube», sino
que «baja» al barco; y más tarde bajará al fondo de las bodegas, y posteriormente, dentro
del vientre del pez, al océano, hasta rozar las puertas del abismo y de la muerte. Sólo la
intervención de Dios evitará que esa bajada sea definitiva.
«Se levantó Jonás para huir a Tarsis, lejos del Señor; bajó a Jafa y
encontró un barco que zarpaba para Tarsis; pagó el precio y embarcó
para navegar con ellos a Tarsis, lejos del Señor» (1,3).
Este primer dato puede parecer a primera vista un castigo. Lo que hace, en realidad, es
cortar la retirada al profeta fugitivo, no permitiéndole alejarse. Un israelita ve fácilmente en
una tormenta la acción y la presencia de Dios. Jonás podría interpretar la tormenta como
una teofanía de Dios irritado, pero ha cerrado ojos y oídos y no descubre en la tormenta la
presencia del Señor. Los marineros sí, y con ello entra en escena un personaje nuevo e
imprevisto. Jonás tenía que ir a Nínive, en tierra firme, y aquí nos encontramos con unos
hombres de mar, capitán y tripulación, en función de hilos de la historia que Dios controla y
dirige. Paralelamente encontraremos más tarde otro grupo de actores en la persona del rey
y habitantes de Nínive. Ninivitas y marineros son hombres paganos, y todos temen: unos
ante la tormenta; los otros ante la palabra de Dios.
Entra en juego el verbo yaré', con sentido de temor-pánico: temieron los marineros, y
cada uno gritaba a su dios; arrojaron los pertrechos al mar para aligerar la nave, mientras
Jonás dormía profundamente. El verbo temer es un verbo clave que vamos a encontrar
repetido estratégicamente.
Primero se produce un temor normal ante la tormenta, pero inmediatamente se traduce
en respeto a la divinidad. Los marineros eran, presuntamente, de diversa extracción; y si la
nave cruzaba el Mediterráneo, tenía que ser de gran tonelaje, con tripulación numerosa y
variada. Cada uno se dirige a su dios en el peligro, y aquí se inicia el juego de los
contrastes. Lo primero que hacen es rogar a su dios y dar mazazos, arrojando la carga por
la borda: están en el mar y han aprendido a orar poniendo ellos mismos manos a la obra.
Jonás, mientras tanto, dormía profundamente. La palabra enlaza con el sueño de Adán y el
de Abrahán (Gn 15), con el de Sísara y el de Elías huyendo de Jezabal. Ese dormir en
letargo profundo tiene sugerencias de muerte y es una nueva bajada de Jonás; es también
un contraste irónico entre el profeta sordo a Dios y los marineros invocando a sus
divinidades. Es una presentación de los buenos y los malos, pero ¿quién es quién aquí?
Hay un profeta de Dios, israelita, y unos hombres paganos. ¿Quién representa el bien y
quién es responsable del mal? El capitán del barco entiende que Jonás debe ser bueno.
Por eso va a él, lo despierta y le pide confiado que invoque a su Dios para verse todos
libres del peligro. Hay un concierto de divinidades que produce el desconcierto a bordo.
Nadie parece ser timonel experto en tormentas, y en el extremo peligro acuden al dios del
extranjero, por si él puede intervenir y salvar la nave y las vidas. ¡No hay derecho a que un
pasajero esté tranquilamente durmiendo, desentendido de la situación! Es un simple y
justificado reproche del capitán. No se trata de monoteísmo o politeísmo; se trata de arrimar
todos el hombro. Y si el extranjero no puede trabajar en cubierta, que rece al menos. Los
tripulantes se decían unos a otros: echemos suertes para ver por culpa de quién nos viene
esta calamidad. Al ver que no amaina la tormenta, concluyen que tiene que haber a bordo
algún culpable, alguien al que una divinidad invisible persigue, le ha dado alcance y lo está
castigando, y por culpa de él están todos en peligro. Hay que identificar al culpable para
conjurar el peligro. Es el mismo procedimiento que utilizaron Josué y Saúl en situaciones
semejantes: identificar al culpable por medio de las suertes.
La suerte recayó en Jonás, y entonces empieza el interrogatorio: ¿quién eres tú, de
dónde vienes, cuál es tu oficio ... ? Es un procedimiento normal de identificación personal.
Jonás oculta su profesión, pero declara de dónde viene; y añade un dato que no le han
pedido: yo soy hebreo y adoro al Señor, Dios del cielo, del mar y de la tierra firme. Con la
expresión 'ibrí parece indicar que representa al pueblo hebreo, pero sólo es verdad en su
aspecto negativo. Muy a pesar suyo, el profeta fugitivo se convierte de alguna manera en
predicador del Dios de Israel entre los paganos: Dios ha ganado ya una baza. Jonás huía a
Tarsis, al extremo del mundo; pero, atrapado entre la tormenta y el interrogatorio del
capitán, empieza a anunciar al Señor del cielo y de la tierra. Y si ese Dios lo controla todo,
podrá intervenir para hacerles arribar a puerto.
Esta profesión de fe de Jonás impresiona a los miembros de la tripulación. Habían
sentido un primer temor ante la tormenta, y ahora sienten otro temor ominoso ante el Señor
de la tormenta. Es un temor mezcla de terror y respeto; temor reverencial que sobrecoge al
sentirse en presencia del Señor de cielo, mar y tierra, que parece estar irritado. Han
entrado ya en una zona religiosa. No significa conversión, pero sí una reflexión religiosa al
oir el nombre de Yahvé. Es un primer paso de acercamiento a Dios por la palabra de
Jonás.
Aquellos hombres le preguntaban atemorizados: ¿qué has hecho? La suerte le había
designado a él como culpable de la tormenta. Ahora bien, el hecho de adorar al Señor de
cielo, mar y tierra no es culpa ninguna. Algo grave y oculto queda por desvelar, pero no
sabían qué hacer. Jonás les saca de su indecisión pidiendo: «Arrojadme al mar y amainará
la tormenta, porque sé que por mi culpa sucede todo esto». Se reconoce culpable sin
ulterior explicación y acepta su castigo para salvar a los demás. Es el juego del bueno que
no acepta el sufrimiento de los inocentes, en favor de los cuales se confiesa pecador. En
este sentido altruista fue citado este pasaje ya por algunos comentaristas antiguos, como S.
Atanasio, etc.
Jonás ha aceptado libremente la muerte. Los paganos reaccionan con perplejidad y
tienen miedo. Para librarse del peligro evitando cargar con la responsabilidad de una vida,
buscan otra salida. «Remaban para alcanzar tierra firme y no podían, porque el mar seguía
embraveciéndose» (v.13). Invocan a Yahvé, Dios de Jonás. No significa conversión. En su
mentalidad politeísta, están dispuestos a invocar al dios que haga falta. Por una parte, no
quieren arrojar al mar a Jonás, que es su huésped, en cuanto que el capitán lo ha aceptado
a bordo; por otra, nada pueden sus esfuerzos de remeros experimentados. La única salida
la encuentran en la invocación del Dios de Jonás: «Señor, que no perezcamos por culpa de
este hombre, no nos hagas responsables de una sangre inocente. Tú, Señor, puedes hacer
lo que quieras» (v.14). Piensan: si Jonás se queda en la nave, pereceremos todos; si lo
arrojamos al mar, no por ello pretendemos ser asesinos, sino únicamente ejecutar la
sentencia que él mismo ha dictado. ¡No nos imputes este homicidio!
Dicho esto, «tomaron en vilo a Jonás y lo arrojaron al mar, y el mar calmó su furia. Y
aquellos hombres temieron mucho al Señor, ofrecieron un sacrificio e hicieron votos (vv.
15-16).
Empieza ahora Jonás a aceptar a Dios desde el panteón viviente del enorme animal. Ha
cumplido una función profética a pesar suyo. Ha sido un «profeta a palos», pero ha
cumplido su misión. Así termina el primer capítulo.
No sabemos que hubiera ballenas en el Mediterráneo en aquellos tiempos, pero los
naturalistas no tendrán inconveniente en introducir una ballena poética. Lo que en el texto
original se indica es un gran cetáceo, un pez gigantesco. Con él entra en escena otro
personaje más popular que el mismo Jonás: la ballena hospitalaria. Para muchos es la
ballena el recuerdo más indeleble de la historia de Jonás, hasta el punto de identificar todo
el relato con el gran cetáceo.
Como primer aviso de esta historia, había enviado Dios una tormenta. La tormenta frenó
la marcha del profeta y le obligó a ir a misionar entre paganos, contra su voluntad. Muchos
miembros de la tripulación podían muy bien ser fenicios, contra los que existen profecías. Y
Dios, que controla el mar y cuanto en él habita, despacha un gran cetáceo que se acerca
oportuno y engulle a Jonás cuando éste es arrojado a las enfurecidas aguas:
Esta es la salvación del desafortunado Jonás. Podemos tomar la figura del cetáceo en
sentido propio. Es una bella ficción poética ese espacio de tres días y tres noches, con su
silencio obligado como tiempo de reflexión. Hay «midrás», narraciones y leyendas antiguas
que fantasean desde allí y describen maravillosos viajes submarinos: cómo llega hasta la
raíces de los montes, hasta las bases de Jerusalén; algunos edifican un sinagoga
fantástica en el vientre del gran pez, una lámpara y otras cosas... Todas esas visiones
fantásticas no interesan a nuestro intento. Sí es interesante la posible ambigüedad de la
ballena, que puede funcionar con sentido simbólico. Tiene una primera función como
personaje de un cuento donde, como en todos los cuentos, los animales son inteligentes,
saben hablar y hacen cosas que no son capaces de repetir en la realidad, ni siquiera en los
circos o parques zoológicos... El cetáceo en cuestión tiene una función narrativa en el
cuento y entraña, además, una función simbólica. Porque de alguna manera este cetáceo
es el seol que engulle a los hombres para matarlos. De alguna manera, Jonás baja a lo
profundo de la tierra, al seol, reino de la muerte. Permaneciendo en la vida va a estar
muerto y no muerto. Por lo tanto, esta referencia juega en el relato una segunda virtualidad
simbólica, además del valor narrativo del cetáceo. De hecho, el vientre de la ballena es un
sepulcro que se convierte en refugio protector y providente. Y dentro de este sepulcro,
convertido en refugio, Jonás ora ante el peligro, cosa que no había hecho antes. Hasta
entonces había estado en el letargo y no en las aguas; ahora aprende a orar en el peligro;
pero su oración encaja y no encaja, porque es la oración de un hombre que llega a las
puertas de la muerte sumergido en el océano que engulle la vida. El mundo de la muerte es
el mundo subterráneo, pero por debajo de la tierra está todavía el océano. La tierra está
plantada sobre el océano; por eso puede el hombre bajar también desde el mar hasta las
raíces de la tierra, al mundo del sepulcro y de la muerte. La oración de Jonás expresa este
doble movimiento de bajada primero, y después de ascensión, hasta llegar a Dios. En toda
la iconografía antigua son Daniel en el fuego, Susana y Jonás las tres grandes figuras de la
resurrección. Jonás aparece en todas las formas posibles de miniaturas, mosaicos... y la
lectura es expresión simbólica del océano y del dragón. El océano, el dragón y la muerte
tienen que vomitar al muerto y devolverlo a la vida, que está en tierra firme. Todo esto está
en el texto leído en su contexto cultural, y así lo han leído los autores antiguos. Este breve
alusión nos permite comprender los términos de la plegaria:
La ciudad se presenta como una versión nueva de aquel gigantesco cetáceo. Es una
ciudad devoradora, y desde el principio parece que Jonás va a desaparecer engullido por
ella. ¿Qué puede hacer Jonás, indefenso y extranjero, en esa ciudad, la más grande del
mundo, que requiere tres días enteros para ser recorrida? Esto es también parte de la
ficción poética.
Tiene especial importancia considerar dos temas. El primero es el hecho mismo de la ida
a Nínive; el segundo se refiere al contenido de la predicación de Jonás.
Nínive, capital de Asiria, era el enemigo capital de los israelitas. Era para ellos como la
encarnación del imperio agresor, la potencia más fuerte y cruel de la antigüedad, más cruel
que Egipto y Babilonia, con su política de represión, de deportación forzada de pueblos,
con implantación de colonos, símbolo de matanza, de saqueo y de muerte. No hubo en la
antigüedad otro pueblo como Nínive, contra la que existen oráculos principalmente en el
libro de Nahún, quien predica contra Nínive probablemente pocos años antes de la
destrucción del reino de Asiria. Este dato es ya por sí mismo importante, porque Dios envía
al profeta a una ciudad pagana, hostil a Dios y enemiga del pueblo escogido. ¡Es lo último
que se podía pensar!
El segundo tema consiste en lo paradójico del primer mensaje. Porque, si Dios quiere
castigar a la ciudad, no necesita profeta. Basta que haga bajar fuego del cielo que la
destruya mientras Jonás puede contemplar el espectáculo, como Nerón el incendio de
Roma, disfrutando del castigo de Dios sobre el enemigo. Eso sería más sencillo. ¿Qué
sentido tiene entonces el anuncio a plazo fijo de cuarenta días? Si Dios viene como
enemigo, lo mejor es no avisar, para que el castigo caiga por sorpresa. Pero el profeta
habla. Amenaza con un castigo próximo, pero no inmediato. ¿Son esos días un plazo sádico
de espera ante lo inevitable, insinuación para evacuar la ciudad o un tiempo útil para
invalidar la amenaza?
El verbo de la amenaza, arrasar, es en hebreo hapak, que en el sentido más común
significa volcar una cosa, cambiar de posición o de postura. Se usa especialmente referido
a las ciudades. En el recuerdo literario israelita ha quedado este verbo intensamente
asociado a la catástrofe de Sodoma y Gomorra. Tiene correlación con el término griego
catástrofe -katastrepho-, que significa igualmente volcar, dar la vuelta; pero en sentido
traslaticio puede significar igualmente cambio de actitud, de conducta o de manera de ser.
San Jerónimo y otros antiguos comentaristas latinos se fijaron bien en este aspecto y lo
explotaron con acierto . Es una finura literaria del narrador. Este dar la vuelta de la ciudad,
¿debe entenderse como un arrasamiento material o como un cambio de conducta moral?
San Jerónimo opina: Non muri sed mores: no se trata de las murallas, sino de las
costumbres; non everre sed convertere: no de arrasar, sino de convertir. La ambigüedad
del anuncio, «Nínive será arrasada», es una ambigüedad sustanciosa. ¿En qué sentido?
Aquí sucede lo increíble. Este profeta extranjero anuncia una sentencia sin denunciar
previamente culpa alguna. Se supone que la culpa es evidente y aceptada por esos
hombres a los que se dirige el anuncio. Por la palabra del extranjero creyeron los ninivitas a
Dios -no se habla de Yahvé-, proclamaron un ayuno general y se vistieron de saco
pequeños y grandes. Dicho esto como anticipación programática, hay que explicar cómo
sucedió.
Mientras que los judíos -autoridades y rey- no hicieron caso de la predicación de los
profetas, ni siquiera de Jeremías cuando anunció la ruina de Jerusalén, sucede ahora que
los paganos por excelencia de la pecadora Nínive aceptan la palabra de un profeta
extranjero y creen: creyeron a Dios y proclamaron una penitencia de toda la ciudad.
Esta penitencia se describe como una marea en ascenso, algo que va entrando,
penetra, avanza, se agranda y sube hasta el palacio real:
La reacción del rey es inmediata y total: cree en el mensaje, y él mismo inicia los ritos de
penitencia, deponiendo el manto real, sentándose en tierra como cualquier humilde
ciudadano, destronándose a sí mismo, vistiéndose de sayal y promulgando un decreto de
penitencia para toda la ciudad.
La penitencia es expresión de dolor, pero en la concepción israelita sirve también para
conmover a Dios, como el padre que castiga a su hijo, pero luego se conmueve por sus
gritos de dolor. Dios contempla esa penitencia, a la que el pueblo se somete
voluntariamente, como signo de conversión de su mala conducta; y se apiada incluso de los
animales, y perdona: «Tú socorres a hombres y animales» (Ps 36,7).
Pero, en contrapunto a esta penitencia de toda la ciudad, hay que escuchar el fracaso
de la predicación profética en Judá. Los ninivitas se convierten, los judíos no hacen caso.
Es intención clara del texto bíblico oponer estas conductas. La conversión de los ninivitas
no es un paso del paganismo al yahvismo. Aquí se habla siempre de Dios y nunca de
Yahvé. Es una conversión ética, de conducta, sobre todo de abandono de la violencia, la
injusticia y todos los vicios. Es una transformación ética de las conductas ligada al sentido
religioso respecto a su propio Dios, no al Yahvé de Israel. Los profetas predican también
esta conversión ética insistentemente, pero el pueblo no hace caso ni se convierte. Los
ninivitas sí. Y con su conversión pretenden que Dios también se convierta de su amenaza y
los perdone. Con esta conducta quieren neutralizar el anuncio profético. ¿Tendrá más
fuerza la actitud de un pueblo penitente que la palabra de Dios amenazante? ¿Se cumplirá
o no la palabra de Dios? El autor deja colgando la respuesta.
Siendo Nínive enemiga de los judíos, éstos no pueden desear el perdón, sino su
destrucción. Pero los judíos, más abiertos y con sentido más religioso, se alegrarán de la
conversión y del perdón. Ese pueblo poderoso, agresor y criminal... dejará de serlo; ya no
serán amenaza, sino amistad y ayuda.
La conversión del hombre pudo más que la palabra profética. De ahí, una interesante
pregunta: ¿se cumple siempre la palabra profética o admite excepciones?
La palabra de Dios se cumple siempre en su finalidad. El mensaje de Jonás buscaba la
conversión. Si se ha producido la conversión, la palabra está cumplida sin necesidad de
que se cumpla el castigo, que ha sido invalidado, contrarrestado por la conducta penitente
de los hombres. Y, al ser invalidado, ha sido convalidado, porque la finalidad se cumple.
Según Ezequiel, Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva. ¿Se
puede ampliar esta voluntad también a los paganos? Sí, y esta es la fe que predica el libro
de Jonás.
Así termina el capítulo tercero, y aquí podría terminar toda la historia si no faltara todavía
la conversión del propio Jonás, porque también él necesita convertirse.
PERDON-D/ESCAN-JONAS /Jon/04/02-11: Jonás no acepta este desenlace en el caso
de Nínive. Es un «desenlace rosa» que hace fracasar su anuncio; además, él no puede
aceptar el perdón liberalmente otorgado a un imperio enemigo, opresor y maldito. Jonás
sintió un gran disgusto e, irritado, se dirigió al Señor. Su oración refleja la mentalidad
estrecha de un hebreo y se caracteriza por dos componentes. El primero es el hecho del
perdón otorgado a un imperio enemigo y agresor. ¿Dónde queda la justicia? Y piensa
Jonás que, si Dios es tan fácil en perdonar, ya nadie se puede fiar de nadie, porque el
mayor criminal puede hacer penitencia, y las cosas seguirán igual. Además, el perdón de
Nínive supone una amenaza para Israel, porque la conversión puede no significar más que
un entusiasmo pasajero para volver a las mismas. Jonás no lo acepta.
Y existe un segundo factor, que consiste en el prestigio profético. Dios le ha mandado a
anunciar la destrucción de Nínive en el plazo de cuarenta días, y no va a pasar nada. Un
verso tardío describe a Jonás en lo alto de un monte esperando impaciente el espectáculo
de la ruina. Pero no pasa nada. El profeta de Dios se ve en ridículo, ha quedado en muy
mal lugar y cree encontrar razones en su propio prestigio para encararse, enojado, con
Dios. No quiere ser profeta, ni siquiera vivir. Jonás sintió un disgusto enorme y rezó a Dios,
citando en su oración una frase litúrgica repetida en varios salmos, en Ex 34 y en Joel. Esta
fórmula litúrgica es conocida para todo israelita, pero Jonás la usa en sentido inverso e
impregnada de sarcasmo amargo:
«El Señor hizo crecer un ricino hasta sobrepasar a Jonás, para que
le diese sombra en la cabeza y lo librase de una insolación. Jonás
estaba encantado con aquel ricino» (4,5-6).
Se prepara la gran lección que va a dar Dios a Jonás. En este gran movimiento de
conversión, primero de los marineros y el capitán, y luego de los ninivitas y el rey, falta
todavía alguien que no se ha convertido, y hay que disponerle para ello con una buena
lección. Va a ser la lección del ricino. Jonás estaba encantado con él.
Una insolación es la locura: dolor de cabeza, calor hasta reventar, algo capaz de
producir la muerte. En ese momento en que le ha fallado todo, el castigo de Nínive y la
sombra del ricino, Jonás se dirige a Dios como a último recurso y pide: quítame la vida;
ante
tanto dolor, más vale morir que vivir.
Es el final del libro, que curiosamente no termina con una afirmación, sino con una
pregunta. El libro es como un pórtico y un postigo: se cierra la puerta del libro, pero esa
puerta es una gran interrogación lanzada a Jonás en el relato y, a través de él, a todos los
que son como Jonás y sus sucesores, que no quieren un Dios clemente para todos, sino
para el limitado número de los buenos, que siempre son ellos. Jonás tiene muchos
discípulos históricos que creen en un Dios misericordioso para sí, pero lo quieren justiciero
para los que no son ni piensan ni sienten como ellos: personas, movimientos, ideologías...
todos esos son malos que no merecen más que el fuego de la cólera de Dios. Pero Dios es
clemente para todos y no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva. Por
eso el libro de Jonás termina con una pregunta que es un desafío para todos.
En el diálogo con Jonás, como en todas las cosas, Dios tiene la última palabra. Esa
palabra es una gran interrogación retórica de ancho respiro, larguísima para los cánones de
la prosa hebrea. Sobre esa pregunta gravita todo el relato, imprimiéndole fuerza de
penetración. La pregunta de Dios va dirigida a Jonás y, a través de él, a todos los lectores
de este libro: a los que se tienen por buenos y desprecian a los que juzgan malos, y a los
que sintiéndose malos buscan motivos de esperanza.
Dice Teodoreto de Ciro: «Como la Palabra unigénita de Dios tenía que aparecer a los
hombres en naturaleza humana para iluminar a todos los pueblos con la luz del
conocimiento de Dios, quiere mostrar a los paganos su solicitud por ellos ya antes de la
Encarnación para confirmar con lo sucedido lo que había de suceder, para enseñar a todos
que no es Dios sólo de los judíos, sino también de los paganos, para mostrar la vinculación
de la antigua y la nueva Alianza». Y San Jerónimo termina su comentario con esta cita:
«Porque este hermano tuyo se había muerto y ha vuelto a vivir, se había perdido y ha sido
encontrado».
D/CASTIGO: Hay que corregir, por no estar de acuerdo con la mentalidad profética, la
mentalidad deformada y sencilla que no sabe ver en los males más que un castigo de Dios,
y a Dios mismo no puede imaginarlo si no es como un gendarme vigilante que descarga el
castigo tras la primera falta. Es una opinión que puede ser común, pero es un común error.
Las calamidades y sufrimientos humanos son consecuencia de la limitación del hombre.
Puede haber casos concretos históricos que admitan una interpretación de castigo, pero la
correspondencia automática entre desgracia y castigo de Dios es, simplemente, falsa.
Quizá pueda interpretarlo cada uno para sí globalmente y con humildad confiada; para los
demás no.
(·SCHÖKEL-L-ALONSO-1. Págs. 155-171)