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“La sociedad porteña: cuatro siglos de cambios”. En: Clarín. Atlas total de la República Argentina. 8. Ciudad de Buenos Aires. Buenos Aires, Clarín, 2007. La sociedad porteña: cuatro siglos de cambios I. La ciudad colonial, 1536-1806 ¿Qué es una ciudad? Una ciudad es la gente que vive en ella, sus diversas prácticas y sus creaciones; en especial, su hábitat, la ciudad material. Cuando Pedro de Mendoza fundó por primera vez Buenos Aires, la gente que lo acompañaba era mucha, pero sus prácticas fueron pocas y simples: comer cada día y sobrevivir al hambre. Su hábitat, eran apenas unas casas de barro y paja, apiñadas en poco más de una manzana y rodeadas por un precario muro. Muchos españoles murieron de hambre, y otros fueron víctimas de los belicosos querandíes. Los sobrevivientes despoblaron Buenos Aires en 1537 y se trasladaron a Asunción, río arriba, dejando algunas vacas. En 1580 Juan de Garay bajó desde allí con poca gente –unos setenta “mancebos de la tierra”- para fundar la ciudad de la Trinidad. Esta vez. el ganado, que se había multiplicado, los resguardó del hambre. El hábitat fue al principio igualmente modesto, pero las perspectivas eran mucho más amplias. De acuerdo con las ordenanzas reales, se labró un acta y se trazó un plano, donde se indicaba la ubicación de la plaza mayor, los edificios públicos e iglesias, los lotes asignados a los fundadores, así como las chacras y suertes de estancia que se repartían entre ellos. De a poco, Buenos Aires comenzó a parecerse a una ciudad. Se extendía entre las actuales calles Chacabuco/Maipú, Independencia y Viamonte. En 1605 comenzó a construirse el Fuerte, donde residía el gobernador de la provincia del Río de la Plata, que comprendía Santa Fe y Corrientes. En el otro extremo de la plaza se levantó el Cabildo, y cerca, la iglesia Catedral. En las inmediaciones estaban las iglesias de Santo Domingo, San Francisco y San Ignacio; en la Vuelta de Rocha funcionaba el puerto. Al principio Buenos Aires tuvo una vida comercial bastante activa, pues los comerciantes portugueses introducían productos manufacturados y esclavos, para venderlos en el Potosí, a cambio de plata allí producida. Desde 1625 la Corona decidió cerrar esta puerta trasera, que afectaba su régimen de monopolio. Algunos funcionarios reales, como el gobernador Hernandarias, se esforzaron por impedir el tráfico ilegal; otros alentaron un comercio del que dependía la subsistencia de todos. El cerrojo mercantil atemperó el crecimiento de la ciudad, que en 1620 tenía 1000 habitantes y hacia 1750 solo llegaba a 14.000. En esa sociedad austera y casi pobre, la mayoría de la población era de sangre mezclada y las diferencias sociales no se notaban demasiado. A lo largo del siglo XVIII las cosas empezaron a cambiar. Los monarcas borbones decidieron mejorar la administración del imperio, y cerrar las fisuras más gruesas. Una de ellas se encontraba en el flanco sur, codiciado por portugueses, franceses e ingleses. En 1776 crearon un nuevo virreinato, con capital en Buenos Aires, que incluía el Alto Perú, con el cerro Potosí. En 1778 habilitaron para el comercio una serie de puertos americanos, y entre ellos Buenos Aires. Así, en poco tiempo, la modesta ciudad se convirtió en la capital de un extenso territorio, en el puerto de un hinterland igualmente extenso y en el bastión sur del Imperio. Buenos Aires contó con una respetable guarnición militar, un denso aparato burocrático, que presidía el virrey, y una organización eclesiástica más extensa y calificada. También había un grupo de comerciantes recién venidos de España – como los Álzaga o los Anchorena- que manejaban el gran comercio. Ellos constituyeron el principal estamento de una ciudad que pasó de 24.000 habitantes en 1778 a 45.000 hacia 1810. La ciudad creció. Hacia el sur, se poblaron el Alto de San Pedro (San Telmo), Barracas y la Boca. Hacia el norte, en Retiro o barrio Recio, estaban las barracas de negros y la plaza de toros, y más allá, el convento de los recoletos. Hacia el oeste, comenzó a extenderse a lo largo de la calle de las Torres (Rivadavia). En los alrededores se poblaron las quintas y las chacras, que proveían al abasto urbano, y más allá aún, en la llanura abierta comenzaban a organizarse las estancias. En la Recova que dividió la Plaza Mayor, estaban las tiendas de lujo, y las pulperías o esquinas se diseminaban en las calles céntricas. Los mercados de abasto se instalaron en los huecos o plazas de carretas, como Lorea y Monserrat. En las casas, el ladrillo y las tejas remplazaron al barro y la paja; en los interiores aparecieron los tapizados y los muebles refinados. El virrey Vértiz comenzó a empedrar las calles y a iluminarlas con faroles. A fines del siglo XVIII Buenos Aires tuvo su teatro –el de la Ranchería-, un Colegio de Estudios Universitarios, una imprenta y un periódico: El Telégrafo Mercantil. Toda esa actividad cultural se concentraba en la “manzana de las luces”. La sociedad se diversificó. Por debajo del estamento principal de grandes funcionarios y comerciantes estaban los miembros de la burocracia, los comerciantes criollos y los profesionales. Más abajo, los tenderos y artesanos, un amplio sector popular, blanco y mestizo, generalmente desocupado, y los esclavos negros, a cargo de las actividades productivas. Los criterios de casta, comunes en la sociedad hispanoamericana, empezaron a ser tenidos en cuenta, y comenzó a pesar la distinción entre los criollos y españoles. II. La ciudad criolla, 1806-1880 En 1806, con las Invasiones inglesas, la guerra y la política se instalaron en Buenos Aires. En 1810 Buenos Aires se proclamó capital de la nueva República. En 1820 los caudillos del Litoral acabaron con ese sueño, y Buenos Aires pasó a ser, solamente, una capital provincial. Luego, unitarios y federales compitieron por el predominio. En 1828 el ejército, otro actor de fuste, apoyó a los unitarios y depuso al gobernador Dorrego; pero un año después fue derrotado por Rosas, comandante de las milicias rurales, quien llegó al gobierno de la provincia dotado de facultades extraordinarias. En 1833 la gente del suburbio y las orillas rurales lo llevó nuevamente al gobierno, ahora con la suma del poder público. Para restaurar el orden y las leyes –tal su propósito declarado- apeló a medios legales y de los otros, como las feroces degollinas de opositores en el turbulento año de 1840, recordadas por Mármol en Amalia. El ciclo de Rosas concluyó en 1852. El 3 de febrero desfilaron en Buenos Aires las tropas de su vencedor, el gobernador entrerriano Urquiza. Unitarios y federales porteños se unieron y en setiembre de 1852 proclamaron la autonomía de Buenos Aires. La vida cívica floreció en la ciudad, que encontró un caudillo a su medida en Bartolomé Mitre. Vencedor de Urquiza en Pavón en 1862, construyó la unidad nacional desde Buenos Aires, convertida de hecho en la capital de la nueva nación. Aunque todavía de manera provisoria, era la sede de un estado que se levantó aceleradamente en las dos décadas siguientes y desarrolló sus propias instituciones y su ejército, nutrido con hombres de todas las provincias. El estado fue imponiendo su autoridad y desmontando la resistencia de las provincias. Finalmente le tocó el turno a la propia provincia de Buenos Aires, estrepitosamente derrotada en 1880. Ese año, Buenos Aires se convirtió en Distrito federal y sede del gobierno nacional. La libertad comercial, establecida en 1809, le dio una nueva importancia a las rentas que percibía la Aduana, y su usufructo fue motivo de conflictos hasta 1880. Quienes más aprovecharon la libertad comercial fueron los comerciantes de origen británico, que controlaron el lucrativo comercio de importación. Desde 1820, la frontera sur de la provincia se extendió considerablemente y se pobló de estancias. Los gobiernos apoyaron esta expansión, disciplinando a una mano de obra levantisca y renuente al trabajo regular. En poco tiempo se construyó el escenario que inmortalizó, décadas después, José Hernández en Martín Fierro. La zona rural bonaerense comenzó a suministrar los principales productos de exportación: los cueros vacunos, la carne salada y el sebo, elaborados en los saladeros. Con ellos, en los alrededores de la ciudad surgió un entorno rural –arrieros, matarifes, peones- que Rosas cultivó. Los cueros se embarcaban con destino a Europa y la carne salada se vendía en Brasil o Cuba. Los barcos traían todo tipo de productos europeos, algunos para el consumo refinado de las elites y otros para el consumo más extendido de los muchos trabajadores, rurales y urbanos. Desde mediados de siglo la lana comenzó a ser demandada; las ovejas poblaron la llanura bonaerense, y para cuidarlas llegaron nutridos contingentes de irlandeses y vascos. El comercio exterior se multiplicó y en la ciudad comenzaron a aparecer signos de la nueva modernidad capitalista: bancos, un complejo servicio de diligencias y un ferrocarril. También, talleres manufactureros de cierta complejidad y algunas fábricas. Sobre la base de la prosperidad rural, Buenos Aires estaba ya lista para el gran salto. Aunque la vida económica dependía del comercio ultramarino, la ciudad carecía por entonces de puerto y el desembarco era penoso. En 1857 se construyó un muelle de pasajeros y poco después comenzaron a trazarse las primeras vías férreas. La población creció más rápidamente: se pasó de unos 76.000 en 1852 a casi 180.000 en 1869. El crecimiento agudizó el problema de los servicios. En Buenos Aires se bebía el agua del río, y solo las familias ricas tenían en sus casas aljibes. En 1871, la epidemia de fiebre amarilla se llevó 30.000 vidas. En 1874 comenzó a funcionar, de manera parcial, un servicio de aguas corrientes. Por entonces, la ciudad se extendía hasta las actuales calles San Juan, Pueyrredón y Santa Fe. Dos pueblos suburbanos, San José de Flores y Belgrano, fueron incorporados al ejido de la Capital Federal cuando se fijaron sus límites definitivos en 1887. Hasta mediados de siglo, las casas de ladrillo, pintadas a la cal, de uno o dos pisos, eran características de la ciudad criolla. Se organizaban en torno de tres patios, el ultimo destinado a la servidumbre y los servicios. En la primera mitad de la década de 1820, bajo la influencia de Rivadavia, se construyeron algunos edificios públicos destacados: la Sala de Representantes y la nueva fachada de la Catedral, ambos en estilo neoclásico francés. Desde mediados de siglo la gente distinguida, que hasta entonces vivía en el barrio al sur de la Catedral, comenzó a trasladarse al norte, en torno de la calle Florida. Las casonas del barrio sur empezaron a convertirse en conventillos, que se prolongaban hacia San Telmo, Constitución, la Boca y Once. Los cambios edilicios fueron acelerados y llamativos. Proliferaron las casas de tres pisos, destinadas a renta: negocias en la planta baja y residencia en los pisos principales. El gobierno dispuso la construcción de la Legislatura – hoy en el interior del Palacio de Hacienda- y de un nuevo edificio para el Correo, adosado a la Casa de Gobierno. También se construyeron la Aduana Nueva, la Iglesia Redonda de Belgrano y el Hospital Italiano. Se empedraron las principales calles, se instaló la iluminación a gas y se estableció un servicio de tranvías. La sociedad criolla estaba dividida entre gente decente y plebeyos. Hacia 1840, el corazón popular de la ciudad se hallaba en las orillas, en los saladeros y en el matadero, que evocó Esteban Echeverría. Allí abundaban arrieros, abastecedores y matarifes, rodeados por las “negras achuradoras”, y una levita de corte europeo o unas patillas a la inglesa podían traer consecuencias desagradables. Gradualmente la inmigración fue cambiando el perfil de los sectores populares: los gallegos se ofrecían como jornaleros o changadores en el centro de la ciudad, y vascos y genoveses pululaban en el puerto de la Boca, centro del comercio fluvial. Entre la gente decente hubo cambios de importancia. Declinaron los políticos y los militares, hijos de la revolución, y prosperaron los hacendados y los comerciantes. Su estilo de vida era austero y severo. En tiempos de Rivadavia lo europeo estuvo de moda, en la ropa y en las costumbres, como por ejemplo, cenar “a la inglesa” o asistir al teatro para ver la ópera. En tiempos de Rosas se afirmó el criollismo, como expresión de las antiguas costumbres –el asado o el puchero, la siesta, las tertulias “de confianza”- y también como una afirmación cultural y política, que se condensaba en la divisa federal de uso obligatorio. Desde mediados de siglo, esta elite se convirtió en un patriciado. Sustentados intelectualmente por una generación de notables estadistas, como Mitre y Sarmiento, asumieron plenamente su misión de construir la patria desde Buenos Aires. Las costumbres cambiaron, tanto como estaba cambiando la ciudad física, y Vicente Fidel López dejó de ella un colorido cuadro en La gran aldea. Los bailes en el Club del Progreso, con sus elegantes salones, remplazaron a las reuniones familiares y fueron escuela de la nueva sociabilidad, que se desplegaba también en el paseo de la Alameda y en el de Palermo, diseñado por Carlos Thays. Gradualmente, sectores nuevos comenzaron a crecer entre los dos extremos de la sociedad. Estaban los abasteros de carne, “guarangos platudos” admitidos a regañadientes en la buena sociedad. Ebanistas, modistas y fabricantes de botas, muchos de origen europeo, prosperaron abasteciendo a una elite que se refinaba y europeizaba. Otros abrieron los primeros talleres o fábricas, de fideos, alpargatas o carruajes, para atender un consumo estándar en expansión. Entre los nuevos sectores medios estaban los empleados de una administración pública cada vez más numerosa, los profesionales –médicos, abogados, arquitectos-, los periodistas o los docentes. El estado se hizo cargo con entusiasmo de la educación pública. Brillaron las escuelas primarias, que impulsó Sarmiento, el Colegio Nacional Buenos Aires que dirigió Amadeo Jacques, cuya figura ha quedado en las páginas de Juvenilia, de Miguel Cané, o la Universidad, que había sido fundada en 1821 y que renació en 1861, dirigida por Juan María Gutiérrez. En la huella del Salón Literario, que en 1837 reunió de manera efímera a los intelectuales románticos, surgieron Ateneos, academias y publicaciones culturales. En ese y en otros aspectos, Buenos Aires había llegado a ser, finalmente, “la gran capital del Sur”. III. La ciudad moderna, 1880-1930 En 1880, luego de una revolución, Buenos Aires se convirtió en la Capital Federal. La ciudad se llenó de políticos, venidos de las provincias, y también de edificios públicos. En las dos décadas siguientes se concluyó la Casa Rosada, sede del Ejecutivo, y se construyeron los palacios del Congreso, los Tribunales y el Correo, símbolos de la sólida esplendidez del nuevo estado, que también proveyó a la salud pública y a la educación con otros magníficos edificios, como los destinados al Consejo Nacional de Educación y a las Obras Sanitarias. Pujantes intendentes, como Torcuato de Alvear, remodelaron el caso viejo y abrieron las vías para el desarrollo de la ciudad nueva. La demolición de la vieja recova permitió fundir las dos plazas existentes en la actual Plaza de Mayo. El Cabildo fue recortado y se abrió la Avenida de Mayo, que simbólicamente unía la Casa de Gobierno con el Congreso, donde se exhibió la moderna arquitectura art nouveau. Desde 1914 corrió por debajo de ella el primer subterráneo que se construyó en Hispanoamérica. También se abrieron el camino del Bajo, la avenida Alvear y la Costanera. Algunos grandes parques, como Patricios, Rivadavia o Centenario, interrumpían la monotonía de la cuadrícula de calles. Ésta ya cubría, de modo ideal, las 19.000 hectáreas de la ciudad, mucho antes de que las viviendas comenzaran a urbanizar la pampa. La ciudad contó finalmente con servicios de aguas corrientes y de cloacas, y poco después de electricidad. En estas cinco décadas la economía agropecuaria tuvo un desempeño excepcional, que sustentó el crecimiento del país y de la ciudad. La exposición anual de la Sociedad Rural daba cuenta de esos progresos. En 1882 comenzó a construirse el demorado puerto, dirigido por el ingeniero Madero y concluido en 1897; por entonces ya resultaba insuficiente, y pronto se agregó el Puerto Nuevo. Las mercaderías se almacenaban en los grandes depósitos. Los ferrocarriles acercaban los cereales y las carnes a la ciudad, donde se levantaron sus lujosas terminales, como Retiro, Constitución u Once. En el puerto, los cereales se convertían en harina en los molinos, mientras que las carnes se procesaban en los frigoríficos, trasladados al otro lado del Riachuelo. En el centro de la ciudad, la city, se instalaron las casas comerciales importadoras y exportadoras, los bancos, en donde los inversores extranjeros tenían fuertes intereses, las compañías de servicios, y las grandes tiendas, como Harrods o Gath y Chaves. También la Bolsa de Comercio, donde en los años de especulación podían hacerse y deshacerse fortunas en un día, como testimonió Carlos Martel en La Bolsa. Crecieron los talleres fabriles y también las fábricas, ubicadas en los barrios del sur o del oeste, como la de Alpargatas, Bagley, Bieckert o los talleres Vasena. En 1914 había 50.000 establecimientos industriales, que empleaban unos 400.000 trabajadores, dedicados a producir para las necesidades de la gran ciudad, cuya población creció vertiginosamente. Pasó de 180.000 habitantes en 1869 a unos 665.000 en 1895, más de 1,5 millones en 1914 y casi 2,5 millones en 1936. Hacia 1900, Buenos Aires era una verdadera Babel, donde se mezclaban lenguas, razas, costumbres y religiones de todas partes del mundo. En ese torbellino aluvional, los sectores populares crecieron y se modificaron profundamente. La ciudad ofrecía trabajo, precario pero abundante, en las obras públicas, la construcción, el puerto o las fábricas, donde empezó a delinearse un incipiente proletariado industrial. En los bordes de la ciudad, los inmigrantes convivían con trabajadores criollos, en un mundo de hombres solos, reunidos en despachos de bebidas o prostíbulos, cuya épica de guapos y malevos, yiras y minas fieles, y también tanos laburadores contaron el tango o el sainete. Los trabajadores vivían en los conventillos del centro o de la Boca, en una ciudad todavía con pocos medios de transporte. Al hacinamiento y la promiscuidad de la pieza de conventillo se agregaba el alto costo del alquiler, que motivó en 1907 una huelga de inquilinos, dirigida por los anarquistas. Fueron ellos, y también los socialistas, quienes organizaron los primeros sindicatos de trabajadores y dirigieron las huelgas, en protesta contra condiciones laborales precarias. Hubo episodios espectaculares, como las huelgas del Centenario o las de la “Semana Trágica” de enero de 1919, que fue una verdadera explosión social. Pero gradualmente los trabajadores canalizaron sus demandas y negociaron a través de gremios, como los ferroviarios y los marítimos, organizados por sindicalistas y socialistas. La inmigración y la nueva riqueza provocaron cambios igualmente profundos entre la clase alta. La “gente distinguida” abandonó los hábitos severos del antiguo patriciado y exhibió una moral más relajada, en la Bolsa, el despacho ministerial o los prostíbulos del centro. La riqueza fue esencial para esta nueva burguesía, cuyo lujo agresivo sustentaba un estilo de vida exclusivo. Se manifestaba en sus viviendas: los palacetes o petit hotels del Barrio norte, donde se mezclaban los clásicos estilos francés o italiano con el art nouveau. Se lo exhibía en la calle Florida, en el Hipódromo, pues era de buen tono ser turfman, en Palermo, donde los automóviles fueron desplazando a los carruajes, y sobre todo en el Jockey Club, fundado en 1882 por Carlos Pellegrini y Miguel Cané con el propósito de educar en la vida refinada a una clase aristocrática algo tosca, con huellas visibles del origen vacuno de su fortuna. La educación de la elite consistía en estar al tanto de las últimas novedades de París –el impresionismo, el modernismo, el ultraísmo- o de la ropa de moda en Londres. Pero gradualmente, ese europeísmo que marcaba la distinción fue dejando paso a un revalorado criollismo, cuando la elite advirtió las pretensiones de ascenso de los primeros contingentes de inmigrantes enriquecidos. Los enfrentó exhibiendo sus apellidos, su abolengo criollo y un nacionalismo exclusivista que se manifestó con vehemencia en los festejos del Centenario de la Revolución de Mayo. El progreso económico y el desarrollo del estado fueron disgregando el polo popular de esta sociedad. Muchos inmigrantes lograron poner un negocio o un taller por cuenta propia, o consiguieron mejores empleos, en la administración pública o en las oficinas particulares, sobre todo si habían aprovechado la buena educación básica que ofrecía el estado y si se habían argentinizado, borrando en parte las huellas de su origen inmigratorio. Otro aspecto de esta transformación tiene que ver con lo que fue la aspiración principal de los sectores en ascenso de esta época: la casa propia. Desde 1900, los tranvías eléctricos, los ómnibus, los trenes suburbanos y los subterráneos acortaron las distancias entre los lugares de trabajo y los nuevos barrios que se abrían en la ciudad, en los terrenos baldíos que la acción de las compañías loteadoras comenzaban a convertir en ciudad. Algunos levantaron una vivienda precaria, ampliada lentamente, y otros contrataron a un maestro de obras italiano para que construyera la casa chorizo, con molduras italianas en el frente, típica de los nuevos barrios. La casa sintetizó muchos de los valores de estos sectores en ascenso, luego conocidos como clases medias: trabajo tesonero, ahorro, decencia, estabilidad familiar, confianza en la educación y en la posibilidad de abrir camino para los hijos, que debían estar mejor que los padres. Así surgieron los nuevos barrios, dentro del ejido de la ciudad que había sido delimitado en 1887, cuando todavía era casi todo “pampa y barro”. Hubo barrios obreros, como Pompeya, Barracas o Nueva Chicago, y otros más acomodados, como Villa Ortúzar, Villa Urquiza o Villa Devoto. En todos ellos se conformó una sociedad nueva, coligada por las urgencias de la vida urbana: el empedrado, la iluminación, la escuela, el vigilante, fueron tareas de las sociedades de fomento, que reunieron a los “vecinos conscientes”. Similares funciones urbanizadoras, unidas a las más propiamente espirituales, cumplieron las parroquias, mientras que los clubes sociales y deportivos, o los cafés, funcionaron como ámbitos de sociabilidad. Todos ellos se ocupaban de suministrar ofertas para el tiempo libre, que aumentaba a medida que la jornada de trabajo se acortaba, o que una cierta holgura permitía a la esposa quedarse en la casa, para criar a los hijos y hacer vida de barrio. Antes de que el cine y la radio suministraran los nuevos grandes entretenimientos de la sociedad urbana, había bailes, familiares y de los otros, conferencias, cursos de capacitación, fútbol en los potreros o básquet en el club. Los muchachos también solían, los sábados, “ir al centro”. El centro era la calle Corrientes, todavía estrecha, y también el Abasto o Palermo. Allí había restoranes y cantinas, teatros por secciones y cine, cafés, dancings y prostíbulos, para la “farra”, en el Armenonville o en lo de Hansen, junto a los portones de Palermo. En el centro, guapos y niños bien dirimían supremacía a trompazos en Corrientes y Esmeralda, antes de que unos y otros se juntaran en el Luna Park para ver boxeo. El centro fue la zona de encuentro entre los diversos mundos de Buenos Aires, que también se integraban, de manera simbólica, en las letras de molde de los diarios populares, y sobre todo de Crítica, que a su modo, también construyó la ciudad en el imaginario de sus habitantes. A unos y a otros también los juntó la política. La movilidad social creó en Buenos Aires una sociedad democrática, sin cortes tajantes. La elite, la gente distinguida o la oligarquía – distintas formas de llamar al sector más alto- fue diluyéndose gradualmente y perdiendo influencia. La política contribuyó a ello. Hasta 1912, la lucha política había sido cosa de engolados tribunos y de turbias máquinas electorales, capaces de ganar una elección por la violencia. En 1912, con la ley Sáenz Peña, llegó el sufragio universal, obligatorio y secreto. Desde 1917, los vecinos de Buenos Aires eligieron su Concejo Deliberante, que compartió el poder con el Intendente, designado por el presidente de la República. Regularmente, todos los años o cada dos, hubo elecciones. Los partidos políticos se organizaron para convocar y canalizar el voto popular. Hubo programas e ideas, pero también nuevas formas de organización: en cada barriada apareció un comité, y otros más en vísperas de elecciones importantes. Para muchos, la política se convirtió en una profesión y una carrera, y los nuevos sectores, educados y socialmente consolidados, pudieron aspirar a las concejalías y hasta a las diputaciones, aunque los más altos cargos estuvieron reservados, por un tiempo más, a las clases más tradicionales. Socialistas y sobre todo radicales movilizaron a los electores. Los grandes diarios, como Crítica, formaron la opinión. La política se hizo en los comicios y en las calles. Una multitud acompañó en 1916 a Hipólito Yrigoyen en su paso desde el Congreso a la Casa Rosada. Otra mucho mayor salió a la calle en 1928, luego de que el anciano caudillo ganara la elección de modo aplastante. Pero dos años después, en setiembre de 1930, fueron sus opositores los que inundaron las calles, vivando a los jefes del golpe de estado. La opinión volvió a tornar en 1933, cuando las masas salieron a la calle a llorar la muerte de Yrigoyen. Buenos Aires había entrado ya en la era de las masas. IV. La ciudad de masas, 1930-1990 En 1940 Ezequiel Martínez Estrada consagró una imagen de Buenos Aires: la “cabeza de Goliat”, enorme aglomeración urbana que succionaba las energías de un cuerpo raquítico. Por entonces, el casco viejo experimentaba grandes transformaciones: la apertura de la Avenida Nueve de Julio y de las dos Diagonales, el ensanche de la calle Corrientes y la construcción del Obelisco, nuevo icono urbano. En los barrios, bancos y oficinas, junto con cines, teatros, restaurantes y confiterías, multiplicaron los “centros” de una ciudad extensa. El ejido se terminó de poblar en los años de 1960, con el saneamiento del Bajo de Flores. Por entonces vivían en Buenos Aires unos tres millones de personas, y desde entonces la cifra se ha mantenido estable. Muchísima otra gente entraba y salía cada día de la ciudad, para trabajar, divertirse o usar sus servicios. El conurbano ha crecido sin pausa desde principios del siglo XX. Hoy, nueve millones de personas viven en el área metropolitana, que se extiende, sin solución de continuidad, desde Zárate a Pilar y La Plata. Durante varias décadas, fue la industria fabril la que motorizó su crecimiento, y en torno a las fábricas se aglomeraron los trabajadores, que migraban desde las provincias. Aunque desde 1970 se agotó este ciclo, el área metropolitana siguió creciendo y desbordando la oferta de servicios. La red de colectivos se hizo densa y flexible, pero el suministro de agua corriente fue siempre insuficiente y los desagües cloacales casi inexistentes. Los migrantes más antiguos pudieron comprar sus lotes y construyeron sus casas, más o menos humildes, en barrios ordenados. Los nuevos migrantes, en cambio, ocuparon los terrenos vacíos, a menudo inundables, sin la protección jurídica de la propiedad, y construyeron las viviendas que pudieron: “villas miseria” fue el nombre genérico para estas nuevas barriadas, que se extendieron también en la ciudad de Buenos Aires. Hasta mediados de los años setenta, la sociedad de Buenos Aires conservó sus clásicos rasgos de movilidad. Quienes llegaban a la ciudad -primero los migrantes internos y luego los de países limítrofes- encontraron trabajo, educación y salud. Desde 1945, el peronismo profundizó la inclusión. Las políticas laborales mejoraron el salario, la estabilidad y el tiempo libre, y las políticas sociales protegieron a mujeres, niños y ancianos. Hubo vacaciones pagas, policlínicos y planes de vivienda. Los sábados por la noche la gente desbordaba en los lugares de entretenimiento. Cada hogar tuvo su radio, y la familia se reunía para escuchar los programas cómicos o los radioteatros. La quincena de vacaciones comenzó a ser frecuente. La matrícula educativa se expandió notablemente, sobre todo en la enseñanza media, preanunciando el gran crecimiento de la universitaria. Los beneficios de la prosperidad se repartieron de manera más equitativa y la dignificación del trabajador impulsó la democratización de las relaciones sociales. Pese a los cambios políticos, el impulso se mantuvo aún en los años sesenta y consolidó la homogeneización de la sociedad porteña. Fue una sociedad de masas de clase media. La antigua elite quedó arrinconada, y se consagraron nuevas elites, de empresarios, políticos, militares o sindicalistas. Los edificios de propiedad horizontal invadieron los barrios igualando paisajes urbanos. El jean dominó la vestimenta e igualó diferencias, al igual que la televisión, que creó formas de hablar, códigos y tópicos comunes. El automóvil familiar –el Citroën del padre de Mafalda- completó la utopía de la clase media integrada y también acortó las distancias. El cine fue la primera gran expresión del entretenimiento de masas: densas muchedumbres cubrían la calle Lavalle los sábados por la noche, y más tarde se reprodujeron en Belgrano, Recoleta o Caballito. Impulsado por la prensa masiva y la radio, el fútbol se convirtió en espectáculo de masas, al igual que el boxeo o el automovilismo. El tango, que había sido la expresión musical de la ciudad moderna, retrocedió ante el folklore o la música estadounidense, popularizada por otra industria de masas, la discográfica. La editorial universitaria EUDEBA estableció en los años sesenta un puente entre la cultura masiva de los sectores populares y medios y la de las elites. Después de 1955, la cultura de los intelectuales se modernizó rápidamente, adecuándose a las tendencias del mundo, que reprodujo y amplificó. Buenos Aires fue una de las capitales del psicoanálisis; se leyó ávidamente a Sartre y a los marxistas. El Instituto Di Tella popularizó el arte de vanguardia y la Universidad de Buenos Aires se convirtió en un centro científico de alta calidad. También, en el escenario de debates intensos, que los estudiantes trasladaron con frecuencia a la calle. Se trataba del eco de otros conflictos más profundos de una sociedad que empezaba a conocer los límites de la inclusión. En los años sesenta, la educación universitaria no garantizaba el ascenso social, como lo mostraban muchos arquitectos que trabajaban como taxistas. La vivienda propia se parecía cada vez más a una casilla en una villa de emergencia –aunque con televisión- y el empleo empezaba a ser problemático. A la vez, la modernización acelerada de los sesenta despertó reacciones en los sectores tradicionales, que se manifestaron primero durante la dictadura militar de Onganía y luego en los años de plomo del Proceso. Buenos Aires era la sede del gobierno nacional, y las manifestaciones políticas en sus calles tenían una repercusión mucho mayor que en cualquier otra ciudad del país. La práctica de salir a la calle se intensificó luego de 1930, como respuesta al deterioro de los mecanismos políticos institucionales. Una de las movilizaciones más notables fue la del 17 de octubre de 1945, cuando hicieron su aparición pública los sectores trabajadores y populares del Gran Buenos Aires. El episodio significó la legitimación plebiscitaria de un nuevo régimen político, fundado en la delegación de la voluntad popular en el coronel Perón, y fue repetido, en forma ritual, en los años siguientes, en un contexto de gran polarización política. Pero además, fue un episodio culminante del largo proceso social de inclusión y democratización. Provocó molestias entre quienes ya estaban incluidos, pero la conflictividad social profunda fue mínima. Treinta años después, en medio de otra oleada de politización y movilización en las calles, la situación era muy distinta. Desde 1969 se desplegaba un movimiento de reacción contra la dictadura militar que se transformó en un vasto y profundo conflicto social. A ello se sumó una dimensión política: la lucha en el interior del peronismo entre dos sectores que, luchando por la conducción, declaraban ser los auténticos representantes del pueblo. La calle fue el escenario de este combate donde lo simbólico tenía un peso enorme: ocupar espacios en las manifestaciones significaba ganar espacios políticos. En un contexto de violencia desatada, y ante la pasividad de los poderes públicos, la lucha se dirimió a tiros, como ocurrió en Ezeiza el 20 de junio de 1973. En 1976 la dictadura militar vació las calles a fuerza de terror, y creó una ficticia sensación de orden. La conflictividad social, que era la expresión natural de una sociedad pujante y vital, fue acallada con el terrorismo de estado, y durante algunos años imperó el miedo. El campeonato mundial de fútbol, que se jugó en Buenos Aires y fue ganado por el seleccionado argentino, fue una de las escasas ocasiones en que las calles volvieron a ser ocupadas por multitudes aclamantes. Mientras tanto, las políticas estatales modificaban la forma de funcionamiento de la economía. Las consecuencias fueron una elevada desocupación estructural, la retracción de los mecanismos estatales compensadores –como la educación o la salud públicas- y el reinado de una suerte de capitalismo salvaje, consagrado más tarde por las reformas económicas de los años noventa. El terrorismo de estado, fundador de esta nueva sociedad, dejó su marca en la cultura. Muchos creadores desaparecieron y otros cayeron en el exilio, interior o exterior. La represión impuso un silencio generalizado, que Ricardo Piglia captó en Respiración artificial, mientras que los medios masivos creaban un consenso abrumador a favor de las políticas de orden. Pero, como la cigarra de María Elena Walsh, los ámbitos del disconformismo y la creación renacieron, apenas el régimen militar mostró signos de debilidad. Fue el caso de los festivales de rock nacional o de Teatro abierto, convertidos por sus asistentes en manifestaciones contraculturales. Luego, la transición a la democracia asoció creación artística, ejercicio de la libertad y uso de los espacios públicos. Fue una explosión, que duró hasta fines de los años ochenta, en la que la creatividad se manifestó de diversas maneras: en el Centro Cultural Recoleta, que dio cabida a muchas y diversas expresiones de creatividad artística y convicción ciudadana, en los barrios, a la busca de su historia y tradiciones, o en los grandes festivales, que conservaron su fervor contestatario. 1976 significó también una cesura en la vida de la ciudad, que la dictadura se propuso modernizar. Se apostó al automóvil, y la ciudad fue cruzada por una red de autopistas, que hirieron la trama urbana y destruyeron barrios enteros, sin solucionar el problema de la congestión. Se erradicaron las villas de emergencia de la ciudad, expulsando a sus habitantes hacia la periferia, y se construyeron importantes obras con motivo del Campeonato Mundial de Fútbol. De efecto retardado, pero más profundo, fue el acentuado deterioro del estado, impotente para regular el interés privado y propugnar las políticas de equidad edilicia que habían sido características de Buenos Aires. Ningún servicio público funcionó bien, y en los años noventa se optó por privatizarlos, dejando que las empresas operaran según la lógica del beneficio. V. La ciudad actual Desde 1982 la gente volvió a ganar la calle, acosando al régimen militar que se derrumbaba. En las manifestaciones callejeras se constituyó la civilidad, el actor político que sustentó el proceso de transición y de construcción del régimen democrático. Mientras primó la ilusión, la civilidad se mantuvo unida. Luego, la desilusión generó enfrentamientos en la calle, y finalmente una nueva retracción. Desde 1989, la calle pesó poco en la factura de la política, y los medios masivos de comunicación ocuparon el centro de la escena. En las últimas décadas los cambios sociales han sido profundos. Hay una gran polarización; algunos son muchos más ricos, y los pobres e indigentes de multiplican. Los ricos construyen mundos exclusivos, con sus propios servicios educativos o de salud, y se encierran tras las rejas, en barrios privados, defendidos por sus propios servicios de seguridad. En la ciudad y en el conurbano se multiplican los shoppings y florecen emprendimientos acotados, como el de Puerto Madero. La ciudad próspera florece en algunos barrios recuperados, como Palermo viejo. A la vez, en la zona sur y en el antiguo centro proliferan los barrios sumidos en la miseria, mientras se deteriora la trama urbana barrial, y con ella los sectores medios. Muchos de sus miembros caen en la pobreza, por obra de la desocupación o de alguna de las crisis económicas. Los sectores indigentes crecen de manera explosiva, sobre desde que el conurbano comenzó a volcarse masivamente sobre la ciudad. Desde la gran crisis de 2001, las calles de Buenos Aires son habitualmente ocupadas por cartoneros –una suerte de ejército de las tinieblas, que revuelve y clasifica la basura- y por organizaciones de piqueteros, grupos de desempleados que cortan las calles para demandar al estado diferentes subsidios. Los pobres colman las bailantas los fines de semana. Otras masas, más prósperas, se reúnen en Palermo, el Luna Park o el estadio de River para aplaudir a los Rolling Stones o a Luciano Pavarotti. Hoy Buenos Aires se está convirtiendo en un respetable centro turístico. Algunos tours incluyen una visita a las zonas más degradadas de una ciudad que, por sus contrastes, se asemeja cada vez más a cualquiera de las grandes capitales latinoamericanas.