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singular LA LARGA CRISIS ARGENTINA Del siglo XX al siglo XXI LUIS ALBERTO ROMERO Índice Introducción 1. La Argentina vital y conflictiva Un estado potente Una economía próspera Una sociedad móvil y democrática Ilusiones democráticas Debilidad republicana, avance militar El conflicto social, las corporaciones y el estado Rojo, Alberto Borges y la física cuántica: Un científico en la biblioteca infinita.1ª ed.- Buenos Aires: Siglo Veintiuno Editores, 2013. 160 p.; 21x14 cm.- (Singular) ISBN 978-987-629-265-8 1. Estudios Literarios. I. Título CDD 807 © 2013, Siglo Veintiuno Editores S.A. Diseño de cubierta: Juan Pablo Cambariere ISBN 978-987-629-265-8 Impreso en Gráfica Del Valle // Las Heras 5047, Villa Martelli en el mes de abril de 2013 Hecho el depósito que marca la ley 11.723 Impreso en Argentina // Made in Argentina 2. Clímax y anticlímax La oleada revolucionaria La vuelta de Perón La dictadura militar: lo nuevo y lo viejo 3. La Argentina decadente El paraíso neoliberal en versión argentina La nueva Argentina La paradójica democracia El pozo de la crisis 4. El nuevo siglo: los años de los Kirchner La salida de la crisis La economía: una nueva oportunidad Estado y gobierno: la “caja” y los subsidios La pobreza organizada La política: los votos y el discurso 9 17 19 22 25 29 33 38 47 49 57 62 71 73 77 82 90 97 99 106 108 110 114 8 La larga crisis argentina El modelo en crisis Cristina sola La crisis argentina 117 Introducción 120 126 Bibliografía 135 Agradecimientos 139 Este libro es una versión ampliada y extendida de la que escribí en 2003, en circunstancias muy diferentes. Lo titulé entonces La crisis argentina. Una mirada al siglo XX. Los historiadores no suelen hacer libros por entregas, ni agregan en cada reedición nuevas peripecias. Pero este no es exactamente un texto historiográfico sino un ensayo de reflexión, abierto y en desarrollo, que quiero compartir en su provisionalidad. Mi ánimo es intervenir en la actual discusión ciudadana, ciertamente trascendente. En 2003 concluía con un interrogante. Es posible –decía– que delante de nuestros ojos se estén gestando formas de sociabilidad y de gestión de la política novedosas y creativas, y debemos mirarlas con seriedad, interés y una moderada esperanza. Hoy conocemos una parte de las respuestas, pero tenemos otras preguntas. Sobre todo, al igual que hace diez años, muchos creemos estar ante una encrucijada, quizás una crisis. La palabra “crisis”, que organiza este libro, tiene un sentido tan extenso como ambiguo. Por un lado está la crisis vivida: una experiencia incontrastable, un trastrocamiento del orden, una emergencia. Por otro lado está la crisis interpretada por quien descubre en un proceso histórico una reversión, un cambio de sentido. A veces –cuando se tiene la edad suficiente– este descubrimiento resulta de un trabajo de memoria, reflexión y balance personal. Este es mi caso, pues a partir de la emergencia de 2002, traté de entender el largo proceso de transformación de la Argentina que, en mi opinión, se inicia a mediados de la década de los setenta. Conocí la Argentina 10 La larga crisis argentina anterior a esos años, conozco la actual y tengo una opinión clara sobre los cambios ocurridos y sobre sus causas principales. Pero se trata sin duda de un balance subjetivo, en el que pesan mis elecciones y mis aspiraciones. Durante 2002 los argentinos contemplamos el fondo de la crisis. Nos miramos a nosotros y a nuestras conductas casi sin velos, cuestionándolo todo: los políticos, la economía, los comportamientos cotidianos, las bases mismas del contrato social. La penetración de esa mirada sólo se compara con la de 1989, el año de la hiperinflación, los saqueos y el abrupto final de la presidencia de Raúl Alfonsín. Lo de entonces fue breve: una mirada rápida, pronto distraída por la promesa de una salida que, superada la penuria inicial, conduciría a la tranquilidad, a la seguridad, al primer mundo. Con la experiencia de 2002 finalmente pasó lo mismo; pero lo cierto es que durante un año no tuvimos más remedio que enfrentarnos con nuestra realidad. Lo hicimos de una manera que se estaba volviendo habitual. Natalio Botana caracterizó por entonces este ciclo recurrente en el estado de ánimo colectivo: primero la ilusión, cuando todo parece posible; después el descreimiento, acompañado de resignación, cuando advertimos la resistencia de los datos duros de la realidad; finalmente la ira, intensa y fugaz, cuando la realidad nos golpea. En su conclusión Botana señaló: esta hora final es la de los jacobinos, de derecha e izquierda, que a la impugnación global suman la demanda de regeneración total. Los días memorables de diciembre de 2001 iniciaron la hora de los iracundos, tanto entre los que tenían algo que reclamar como entre los políticos e intelectuales que eligieron la actitud apocalíptica. Ya entonces pudo decirse, con Jorge Edwards, que “intelectual” no es sinónimo de inteligente, y que un intelectual frecuentemente está sometido a las pasiones ideológicas, que son las más fuertes. Hubo otros que con la mirada más serena –sine ira et studio– procuraron examinar la crisis con mayor distancia, sacarla Introducción 11 de su contexto inmediato –donde es posible atribuir culpas personales– y relacionarla con procesos más generales de la Argentina. A la vez que dudaban de las salidas mágicas y las regeneraciones totales, no dejaron de valorar lo que había de generoso y creativo en los movimientos de la sociedad que las sustentaban. Pero advertían que, de acuerdo con la experiencia, nada se construye ex nihilo; que probablemente la solución de la crisis habría de seguir un camino tortuoso; que habrían de utilizarse materiales humanos, sociales, institucionales, culturales y políticos deteriorados, impuros, pues ellos mismos eran parte de la crisis. En 2003, aunque los remezones de 2001 eran todavía fuertes, la resolución de la crisis política y la elección normal de un presidente –contra los pronósticos más catastróficos– permitieron vislumbrar una salida. Sin embargo el cambio más importante no vino del lado de la política y las instituciones. Desde 2003, de manera sorpresiva, la situación económica cambió sustancialmente. Mejoró la demanda mundial y los precios de las exportaciones agropecuarias, y el sector productivo respondió con eficiencia a ese estímulo. El país resurgió de sus cenizas y tuvo una nueva oportunidad. Pudo solucionar los problemas más urgentes sin tener que pensar en los más profundos. Se olvidó todo lo que la crisis produjo en materia de pensamiento reflexivo y sólo quedó la imagen de un infierno, cada vez más lejano, pero siempre evocado para señalar las diferencias con un presente venturoso y un futuro de promisión. Diez años después, las certezas son menores. Mientras se insinúan conflictos políticos y sociales, se ha instalado una pregunta: ¿se aprovechó la oportunidad? Hoy las opiniones acerca de la situación del país se encuentran profundamente divididas, y este es uno de los datos de la encrucijada actual. Para un sector importante, los diez años de los Kirchner se caracterizaron por el crecimiento económico y la inclusión social, e iniciaron una transformación que continuará y se profundizará, a medida que se resuelvan los épicos combates 12 La larga crisis argentina contra lo que llaman “las corporaciones”. Según una versión más matizada, se hicieron muchas cosas buenas y en general todo está mejor. Otros, en cambio, admiten esas mejoras –por ejemplo, la reactivación económica o la recuperación del empleo–, pero las atribuyen simplemente a los beneficios del boom exportador; además, hacen la lista de los problemas pendientes y concluyen que el gobierno malgastó en estos diez años una oportunidad quizás irrepetible. Lo singular no son estas diferencias de evaluación, similares a las suscitadas por muchos gobiernos antes, sino la pasión con que las posiciones son defendidas y la imposibilidad de ambas partes para debatir sobre ellas. Hay discrepancias categóricas sobre los datos de la realidad, como la inflación o el empleo. Hay explicaciones generales construidas sobre esos datos, que transcurren en mundos paralelos, sustentados en principios y valores incompatibles. Hay intenciones recíprocamente atribuidas –unos sólo ven la corrupción, y otros, el ánimo destituyente– y sobre todo hay pasiones facciosas, que hacen difícil la convivencia. Aunque participo de esa polémica, como cualquier ciudadano, como historiador en cambio hago un esfuerzo para tomar distancia. Por eso, trato de incluir estas emergencias que en forma periódica sacuden a la Argentina dentro de una explicación más general, separando los problemas, distinguiendo causas cercanas y remotas y dando su justo valor a las acciones de las personas, siempre menor al que les atribuyen sus contemporáneos. El argumento que desarrollaré es simple. Hubo una Argentina vital, pujante, sanguínea y conflictiva, que se construyó a fines del siglo XIX y aún era reconocible al concluir la década de 1960. A partir de 1980, por el contrario, vivimos en una Argentina decadente y exangüe, declinante en casi cualquier aspecto que se considere, con dos excepciones paradójicas. Una fue el intento fallido de construcción, en medio de la decadencia, de un régimen político y un sistema de convivencia democrático y plural. Fue un fruto tardío; quizás el canto Introducción 13 del cisne del viejo país. La otra fue la “nueva oportunidad” del siglo XXI: la inesperada afluencia de riqueza, finalmente utilizada sólo para construir un sistema político autoritario, ineficaz y vicioso. Entre ambos momentos, en la larga década de 1970, hubo una crisis en la que se condensaron los conflictos acumulados durante la etapa próspera y vital. Un combate con ganadores y perdedores. Su drástica liquidación definió el rumbo actual de la Argentina, aun cuando sus efectos se van revelando lentamente; son como bombas de efecto retardado que –cuando la guerra ya terminó– explotan al paso de los confiados caminantes. En esos años giró el destino de la Argentina, que fue un país con futuro, llegó a ser un país sin presente y hoy tiene otra vez la posibilidad de recuperar su futuro. Pero es solamente eso: una posibilidad. Se trata de una versión muy estilizada –si se quiere, gruesamente simplificada– de un proceso histórico infinitamente más complejo. Observo más las tendencias, o las raíces lejanas de los problemas, antes que los ciclos y coyunturas, que serían más importantes para otro tipo de análisis. La misma organización de los contenidos parecerá discutible para quien frecuente buenas obras de historia; en nuestro oficio se sabe que las rupturas sólo se entienden en el contexto de las continuidades, y que estas sólo se explican bajo la forma de los cambios constantes. Se trata, pues, de un ensayo de reflexión, antes que de una cabal reconstrucción historiográfica. Esa reflexión gira alrededor de tres problemas relacionados: el estado, la sociedad y la política, considerados en contextos económicos que de manera sucesiva fueron tendencialmente de expansión y de contracción. Sobre esos problemas básicos, que son la urdimbre del texto, la trama se organiza en torno de dos preguntas vinculadas con la democracia, las instituciones y el estado. La primera surge de la confrontación entre la sociedad y la democracia. En la primera mitad del siglo XX la sociedad fue igualitaria, móvil y democrática, y el régimen político fue predominantemente democrático 14 La larga crisis argentina plebiscitario. Luego de la última dictadura pudo conformarse un régimen democrático republicano, pero en el contexto de una formidable desigualdad e inequidad social, que en las últimas décadas dejó paso a un autoritarismo democrático más acorde con esas tendencias sociales. Cabe preguntarse, entonces, si existen hoy condiciones sociales para una democracia republicana. La segunda se refiere a las posibilidades de construir una economía sustentable, una sociedad justa e igualitaria y un régimen político institucional cuando el estado ha sido sistemáticamente destruido y pulverizado. ¿Es posible revertir los efectos de la larga crisis sin la herramienta estatal? ¿Puede ponerse límites a los gobiernos autoritarios sin un estado sólido? ¿Es posible hoy gobernar sin manejar el estado a los golpes? Para estos interrogantes no se encontrarán en este ensayo respuestas categóricas –ellas sólo son posibles a partir de una mirada conspirativa, bastante frecuente entre los legos pero ajena a los historiadores–. Espero en cambio que este libro contribuya a mirar situaciones paradójicas, que chocan con muchos de los relatos habituales del pasado argentino, y sirva para reconsiderarlas. Soy consciente de que propondré una versión más: no hay un relato único de nuestro pasado; no puede ni debe haberlo. En el mío, se reconocerá una fuerte impronta generacional, pues viví intensamente tres experiencias, ya lejanas para muchos de los argentinos: la movilización y violencia de los años sesenta y setenta; la represión del Proceso, es decir, la última dictadura militar, y la construcción de la democracia en 1983. Puedo reconocer en mi modo de explicar el pasado el peso de esas tres experiencias, y percibir la radical diferencia de puntos de vista de quienes tienen en su haber dos de ellas, o una, o hasta ninguna. Esta lectura del pasado no tiene, en cada una de sus partes, nada de estrictamente original. Salvo algunos puntos específicos, que estudié personalmente, me baso ampliamente en lo que escribieron mis colegas, como lo hice en mi Breve historia Introducción 15 contemporánea de la Argentina. Por fortuna, se trata de una producción excelente, compuesta por un conjunto de estudios clásicos y por una gran cantidad de libros, monografías e interpretaciones elaborados a partir de la renovación universitaria de 1984. Tanta, que no podría dar cuenta de toda ella. Es obra de historiadores, y en buena medida también de los que me gustaría llamar historiadores por adopción, aunque suelen ser considerados economistas, sociólogos o politólogos. Menciono en el texto las deudas más notables, y al final, una pequeña selección de lo mucho y bueno que se ha escrito. Sobre mi aporte, diría que me he limitado a elegir, de entre lo que mis colegas hicieron, aquello que, de acuerdo con mi punto de vista, permite desarrollar la idea de este ensayo. Al igual que en 2003, tiene su final abierto: acaso todavía no hayamos terminado de recorrer el camino de la crisis; acaso ya hayamos comenzado el largo camino de la reconstrucción. 1. La Argentina vital y conflictiva Un estado potente En muchos aspectos, la Argentina moderna fue creación de su estado, consolidado en 1880. La calificación de liberal, habitualmente aplicada a su etapa inicial, antes de la Primera Guerra Mundial, encubre lo que fue una activa participación estatal en la resolución de cuestiones cruciales. Luego del fin de las guerras civiles, en 1880, se completó el montaje institucional y se dio un fuerte impulso al crecimiento económico. Después de que el Ejército terminara de consolidar las fronteras, el estado realizó el traspaso de la tierra pública a manos privadas, a bajo costo y en grandes extensiones. Promovió las inversiones extranjeras, garantizando su rendimiento, y se endeudó para realizar obras públicas; impulsó la inmigración y emitió moneda de manera poco ortodoxa, a menudo en beneficio de inversores locales, que recibieron créditos generosos. Al estado se debe el excelente sistema educativo, tanto en su rama básica como en la media, que tuvo una enorme incidencia en la manera como se conformaron la sociedad, la economía y la política. También preocupó a estos liberales, a menudo tachados de cosmopolitas, la nacionalización de los habitantes, muchos de ellos extranjeros por entonces. El sistema educativo y el servicio militar obligatorio actuaron en forma mancomunada para crear una base cultural e identitaria, consolidar la lealtad de la sociedad al estado y fortalecer su soberanía. Finalmente, en el estado se fue formando una burocracia es- 20 La larga crisis argentina Un acto escolar hacia 1905. La educación pública fue uno de los grandes proyectos estatales. Combinó gratuidad, obligatoriedad y excelencia. Formó a los argentinos, en un país con muchos extranjeros. También formó ciudadanos y contribuyó a constituir una sociedad integrada y móvil. Fue, en suma, la cuna del nacionalismo y de la democracia. [Fotografía: Archivo General de la Nación.] La Argentina vital y conflictiva 21 pecializada en el análisis de los problemas y preparada para intervenir en su solución. Tanto la Primera Guerra Mundial como la llegada al poder del radicalismo en 1916 tuvieron como consecuencia el desarrollo de nuevas funciones estatales. Los ensayos iniciales maduraron luego de la crisis económica de 1930, y desde entonces se establecieron las instituciones necesarias para la dirección de la economía: el Banco Central, las Juntas Reguladoras, el control de cambios, los sistemas arancelarios y un financiamiento del estado independiente de los ciclos del comercio exterior. También se introdujo un régimen de coparticipación federal de los recursos, que benefició a las provincias más pobres. Luego de 1945, durante el gobierno de Perón, aumentó la intervención estatal. Se nacionalizaron el crédito bancario y la mayoría de las empresas de servicios públicos. El estado asumió un papel muy activo redistribuyendo ingresos, del agro a la industria y de los empresarios a los trabajadores. También encaró la justicia social: con ese lema se conformó una variante local, bastante laxa, del llamado estado de bienestar. Por último, actuó fuertemente en la regulación de la conflictividad social y en la aplicación de mecanismos para su concertación. En 1955 cayó el gobierno peronista. Pese al retorno de los llamados liberales, el estado no renunció a ninguna de esas funciones de intervención. Continuaron vigentes los mecanismos de regulación del ciclo económico y de los conflictos laborales. Pero además los gobernantes iniciaron ambiciosos proyectos de transformación económica. Arturo Frondizi (1958-1962) lanzó su propuesta desarrollista, y poco después el general Juan C. Onganía (1966-1970) dio un fuerte impulso al sector empresarial más concentrado y eficiente; no se trataba sólo de propuestas económicas: también se proyectaban a lo social y a lo político. Sin duda, era un estado que actuaba con energía y apostaba fuerte. Sin embargo, ya acusaba signos de debilidad, que resultan significativos si se los mira en perspectiva. La hege- 22 La larga crisis argentina monía de los Estados Unidos en el subcontinente incorporó a la Argentina a la Guerra Fría, y los gobiernos fueron presionados a asumir el problema de la seguridad interior. Los problemas cíclicos de la economía se tradujeron en la presencia recurrente del Fondo Monetario Internacional, con la consiguiente reducción de la autonomía estatal. Un factor político al que se aludirá con posterioridad –la proscripción del peronismo y los recurrentes golpes militares– redujo la legitimidad de los gobernantes. En el mismo sentido obró la interpenetración de intereses corporativos y públicos, que debilitó la unidad de acción del estado y fraccionó a su burocracia en segmentos relativamente independientes. El deterioro salarial, las secuelas del faccionalismo político y el clientelismo menoscabaron la calidad de la burocracia estatal. A fines de la década de 1960 comenzó una suerte de gran rebelión de la sociedad contra el estado. En 1973, cuando retornó al gobierno Juan Domingo Perón, su propuesta de reconstrucción de la autoridad estatal pareció un objetivo atractivo y posible a la vez. Una economía próspera La Argentina supo tener una economía próspera y distribuyó beneficios tales que permitieron la conformación de una sociedad móvil y de oportunidades. A lo largo de cien años, en el marco de los parámetros establecidos por el estado, y aprovechando adecuadamente las coyunturas internacionales, se articularon sucesivos ciclos de crecimiento, separados uno de otro por crisis que en su momento parecieron graves pero que, en perspectiva, se superaron en forma satisfactoria. El primero de esos ciclos fue el más espectacular y permitió una amplia capitalización del país, en especial en la infraestructura y los servicios. Se extendió entre las décadas finales del siglo XIX y el comienzo de la Primera Guerra Mundial, La Argentina vital y conflictiva 23 y fueron sus soportes la producción y exportación de lana, carne y cereales. En esos años se combinaron, de manera óptima, las ventajas naturales de las praderas argentinas, la disponibilidad de excedentes demográficos europeos prestos a trasladarse y de capitales internacionales que buscaban oportunidades para invertir. Sobre todo, fue decisivo el fluido funcionamiento del mercado mundial y la necesidad de alimentos para las economías industriales en expansión. A partir de esas condiciones, el estado aportó lo suyo, que fue decisivo. La producción pampeana creció de manera espectacular, y a diferencia de otros casos, como los enclaves mineros de Perú o Bolivia, sus beneficios se repartieron entre los inversores extranjeros, los productores e intermediarios locales, las economías urbanas y hasta las provincias no favorecidas. La industria –contra lo que afirma un viejo mito– creció al compás de las exportaciones, con la elaboración de materias primas y con manufacturas sencillas para el mercado interno. Además, el país construyó sus puertos, sus servicios urbanos, edificios públicos monumentales, mansiones privadas y vastas urbanizaciones para los nuevos sectores medios. También se instaló una red ferroviaria que sobrevivió sin grandes transformaciones hasta que –signo de los tiempos– a partir de 1991 comenzó a ser sistemáticamente desmantelada. Este primer ciclo, de crecimiento fácil y notorio, llegó hasta 1914; entonces comenzaron las dificultades en el mercado exterior, que culminaron en 1929 con la Gran Crisis y el crack del comercio mundial, las inversiones y la inmigración. Esos eran los elementos dinámicos de la economía argentina en expansión, de modo que representaron también el fin del crecimiento fácil y el comienzo de una época más compleja. Hubo escasez de inversiones, necesidad de administrar las divisas y un problema serio con el presupuesto estatal. A la vieja metrópolis, Gran Bretaña, se sumaron los Estados Unidos, y mantener ambos vínculos resultó complejo, en un mundo que abandonaba el patrón oro y se dividía en áreas comerciales cerradas. El aprendizaje fue difícil, como lo constató la 24 La larga crisis argentina primera administración del radical Hipólito Yrigoyen (19161922), que no pudo resolver muchas de las dificultades. Aunque dura, la crisis de 1929 se superó de manera relativamente rápida; a mediados de la década de 1930, el crecimiento de las industrias que sustituían importaciones permitió el comienzo de un nuevo ciclo expansivo, centrado en el mercado interno pero sustentado en última instancia en los beneficios del comercio exterior. La industria aprovechó la capacidad instalada, recibió nuevas inversiones, locales y extranjeras, y absorbió nutridos contingentes de trabajadores, que se trasladaron de las áreas rurales en crisis a la periferia de los centros urbanos. Gracias a la protección estatal y al sostenido aporte del sector agrario, que suministraba las divisas necesarias para pagar insumos y maquinarias, el crecimiento se sostuvo y el empleo industrial se expandió de modo notable. Beneficiados con los ingresos de origen agrario, prosperaron a pasos parejos los industriales, los trabajadores y los consumidores en general, protagonistas de un nuevo crecimiento de los grandes conglomerados urbanos, en especial de sus cinturones suburbanos. En 1952, una nueva crisis puso en evidencia las limitaciones de este tipo de crecimiento: por una parte, debilidad agraria y crónica escasez de divisas, y por otra, ineficiencia de una industria protegida en exceso y escasamente capitalizada. Por entonces hubo una reorientación en la política económica, que se completó y profundizó luego de 1958. Se apeló a las empresas de capital extranjero, a las que se les concedió importantes ventajas –privilegios fiscales, mercados cautivos– para el desarrollo de las ramas industriales complejas: petróleo y petroquímica, siderurgia, automotores. Desde entonces, y hasta mediados de la década de 1970, hubo un nuevo ciclo de crecimiento, tanto en la industria como en la producción agropecuaria, y se recuperó el tiempo perdido desde 1914. Para sus contemporáneos, lo más problemático de este crecimiento era la fuerte desigualdad –entre regiones y entre ramas de la economía–, así como la declinación de buena parte La Argentina vital y conflictiva 25 del sector industrial menos eficiente, que había prosperado en la etapa anterior. Todo ello solía considerarse una consecuencia inevitable del imperialismo y de la dependencia. Pero a la larga, y visto desde otra perspectiva, los beneficios de ese crecimiento balancearon los aspectos negativos y alcanzaron a un sector significativo de las empresas nacionales, que maduraron y pudieron desenvolverse razonablemente bien dentro de los estándares establecidos por las empresas extranjeras. Es posible discutir sobre el momento en que la Argentina perdió la oportunidad de alcanzar a las economías más desarrolladas del mundo. No obstante, hacia 1973 los diagnósticos señalaban que, más allá de los importantes problemas, la economía argentina estaba fuerte y tenía alternativas. Una sociedad móvil y democrática Durante cien años, y considerados de una manera tendencial, los frutos de la prosperidad económica, apropiados ciertamente de manera desigual, se derramaron sobre amplios sectores de la sociedad. La consecuencia más notable fue su capacidad para incorporar a sucesivos contingentes poblacionales a los beneficios de la vida moderna. En primer lugar, durante cincuenta años o más –los últimos grupos llegaron a fines de la Segunda Guerra Mundial– se incorporaron los inmigrantes europeos, sobre todo italianos y españoles. Desde 1930 fue el turno de la inmigración interna, atraída a las ciudades por la crisis agraria y el crecimiento industrial: primero arribaron de la pampa gringa y más tarde del interior tradicional, identificados como “cabecitas negras”. Desde las décadas de 1950 y 1960 se sumaron los migrantes de Bolivia, Paraguay, Chile y Uruguay, así como contingentes menores pero muy visibles del Lejano Oriente. Participar de la vida moderna significó, en primer lugar, tener trabajo. En términos generales, más allá de ciclos y crisis, hasta mediados de siglo todos pudieron emplearse, aunque 26 La larga crisis argentina luego de 1955 comenzaron en la industria los procesos de racionalización laboral. Desde entonces, mantener la fuente de trabajo fue el objetivo prioritario de las organizaciones sindicales. El empleo abría caminos concurrentes para el ascenso y la integración. Uno consistió en acumular un pequeño ahorro y pasar del trabajo dependiente a la condición de cuentapropista, en el comercio o en la pequeña manufactura, quizás vinculada con un establecimiento industrial; esta vía funcionó bastante bien hasta mediados de siglo y luego se fue estrechando. Otro camino fue tener la casa propia, acaso en alguno de los nuevos suburbios de las grandes ciudades; alcanzar esa posesión era señal de que se había completado una etapa importante en la vida familiar. La vivienda, de material, era la base de un hogar establecido, es decir, una familia, y todo conformaba un modelo aceptado para la incorporación de los sectores en ascenso. También significaba participar en una empresa colectiva: la transformación por parte de los vecinos del espacio rural en urbanización, como ocurrió con los barrios de las ciudades en las décadas posteriores a 1920 o, de manera algo distinta, en los asentamientos de emergencia en los años sesenta. La educación fue la vía por excelencia de la integración y el ascenso. Gobiernos de todos los signos –la oligarquía, el radicalismo y el peronismo– coincidieron en la importancia de consolidar el sistema educativo público. La educación técnica facilitaba el progreso en el empleo industrial; los empleos estatales se ofrecían a quienes habían completado los distintos ciclos educativos, y la educación universitaria habilitaba para las profesiones liberales o la política. Con el título de “doctor” –libremente asignado a médicos y abogados– culminaba la incorporación. De la educación dependía también la seguridad de pertenecer a una comunidad, a una nación, compartiendo derechos y obligaciones. Sobre la base de los derechos civiles, asegurados inicialmente, se desarrollaron luego los restantes derechos sociales: salario justo, jubilación, salud, vacaciones y todo aquello que constituía el bienestar de la sociedad. La Argentina vital y conflictiva 27 Comunión de hombres en el Congreso Eucarístico Internacional de 1934. Las muestras públicas de fervor católico entre los hombres fueron una novedad. La Iglesia ganó fuerzas para desplegar el programa papal de recristianizar la sociedad y el estado. Acción Católica conformó una densa red de jóvenes militantes, de convicciones católicas y nacionalistas. [Fotografía: Selección fotográfica de los solemnes actos eucarísticos: Buenos Aires, 8 al 14 de octubre de 1934. Recuerdo inolvidable de los momentos que vivió Buenos Aires con motivo del XXXII Congreso Eucarístico Internacional, Buenos Aires, Tamburini, 1934, p. 21.] 28 La larga crisis argentina En la aventura del ascenso hubo fracasados, pero los exitosos dejaron una huella más fuerte en el imaginario colectivo. Durante mucho tiempo, era habitual que las nuevas generaciones alcanzaran una situación más ventajosa que las anteriores. Todos aspiraban a ello y construían su vida en función de esa aspiración. A diferencia de las sociedades industriales europeas, fueron excepcionales los momentos de consolidación de identidades de clase sólidas y consistentes, y pocas veces los conflictos de intereses se expresaron en términos polares. Predominó una ideología espontánea, no teorizada, de la movilidad social, surgida de la experiencia y asentada en el sentido común. Como señaló José Luis Romero, la ideología de la justicia social, ampliamente implantada por el peronismo, no la contradijo sino que la confirmó. Puesto que cada individuo tenía derecho a mejorar su posición personal, el estado concurría a solucionar los problemas iniciales de los menos favorecidos, para que luego cada uno hiciera su experiencia. En las décadas iniciales mantuvo vigencia un sector poco afectado por este proceso de movilidad e incorporación: la llamada oligarquía conservó su posición, por razones económicas, pero sobre todo de familia, educación, prestigio y consideración. Sin embargo, esta elite era en realidad mucho más abierta de lo que indicaba su propia imagen. La experiencia peronista, fuertemente democratizadora, terminó de diluir este fragmento de Antiguo Régimen. De ahí en más las elites surgieron principalmente sobre la base de la capacidad de los individuos, o la de aprovechar en beneficio propio las oportunidades, franquicias o prebendas que, como se verá enseguida, creaba el estado en su relación con corporaciones o grupos de interés. Fue una sociedad en la que predominaron las gradaciones y faltaron los cortes tajantes, donde las diferencias no estaban consolidadas en términos de nacimiento, de tez o siquiera de apariencia. Fue una sociedad de masas de clases medias. Pero este término, que ha sido ampliamente utilizado en los aná- La Argentina vital y conflictiva 29 lisis sociológicos, es poco útil si se considera a la clase media como un segmento fijo de la sociedad, con atributos deducibles de su posición intermedia. Es sugestivo en cambio si se lo considera desde la perspectiva de una sociedad dinámica, donde cada uno de sus miembros está de alguna manera en tránsito. En suma, aquella fue una sociedad móvil que generó un imaginario coincidente, de amplia aceptación. Ilusiones democráticas ¿Cómo procesó sus conflictos esta sociedad próspera y democrática, guiada por un estado fuerte y activo? Como en cualquier sociedad capitalista contemporánea, estos transcurrieron simultáneamente en dos escenarios. Uno estaba idealmente regido por el principio democrático de la soberanía popular, el interés general, la igualdad política y la representación. En el otro, los intereses de la sociedad se organizaban, confrontaban y negociaban en los marcos progresivamente creados por el estado. Una de las singularidades de la experiencia argentina reside en la debilidad del primero y en el carácter fuertemente colusivo, normalmente corrupto, del segundo. La democracia ilusionó, aunque luego su práctica defraudó. En 1912, la reforma política impulsada por el presidente Roque Sáenz Peña estableció que el sufragio, que ya era universal para los varones desde 1853, fuera además secreto y obligatorio; también se dispuso el uso del padrón militar y un sistema de representación de mayoría y minoría. La reforma pretendía corregir vicios y deficiencias largamente criticados. Uno de ellos era la baja participación electoral y la manipulación de los resultados electorales por el gobierno y sus agentes. Otro era el presidencialismo, ya establecido por la Constitución y acentuado por la práctica institucional, en la que el presidente era también el jefe del partido de gobierno. Por otra parte, este ejercicio de la autoridad coincidió con la 30 La larga crisis argentina amplia vigencia de las libertades civiles y con la existencia de un activo espacio público de debate. En 1912 culminó un proceso de democratización de la vida política argentina. En él, la acción de las elites gobernantes, sus preocupaciones y su estrategia fueron más importantes que las demandas de participación, por entonces acotadas a reducidos grupos cívicos: lo concedido pesó mucho más que lo conseguido. Sin duda el proyecto reformista de 1912 tomaba nota del empecinado reclamo de la Unión Cívica Radical, dirigida por Leandro N. Alem primero y por Hipólito Yrigoyen después, que desde 1890 impugnaba lo que llamaban “el régimen”. Natalio Botana ha explicado que la exigencia de esta minoría disidente pesó menos que las circunstancias internas de la elite política: ruptura de la unidad, preocupación por la legitimidad, búsqueda de la integración de la sociedad en torno del estado y creencia en la potencia regeneradora de la competencia electoral, que concluiría –en sus cálculos– en la inclusión de un tercio minoritario. Hubo un imperativo estatal para la transformación de habitantes en ciudadanos, que el presidente Sáenz Peña expresó con la fórmula “Quiera el país votar”. La necesidad de consolidar las bases de legitimidad coincidió con una preocupación más general: la construcción de la nacionalidad y el desarrollo de mecanismos de identificación e integración de la sociedad en torno del estado. Tal preocupación, común a todas las culturas democráticas de entonces, era aquí más viva debido al carácter inmigratorio –aluvial, según la fórmula de José Luis Romero– de la sociedad, así como a la necesidad de fundamentar adecuadamente la soberanía internacional del estado. En forma progresiva, la cuestión de la nacionalidad se tornó conflictiva. Lilia Ana Bertoni ha señalado la declinación de la concepción originaria, en la que la patria era entendida en términos de un contrato voluntario entre ciudadanos, preocupados por la garantía estatal de las libertades y los derechos individuales. Desde fines del siglo XIX –aquí y La Argentina vital y conflictiva 31 en muchas otras partes– se desarrolló una preocupación por encontrar un fundamento de la nación más allá de las contingencias históricas: una unidad fundada en la raza, la lengua, el territorio o quizás en el pasado histórico, cuando la nación, una realidad eterna, cobraba existencia efectiva. La definición de la nacionalidad implicó discusiones y polémicas, pues ninguno de sus rasgos era evidente por sí mismo, y al dar prioridad a alguno se establecía quién pertenecía plenamente a la esencia nacional, quién quedaba relegado a un lugar marginal, residual, y quién era ajeno a la nación y hasta su enemigo. ¿El gaucho era un tipo residual y primitivo o, por el contrario, la esencia misma del ser nacional? Muchos intérpretes de lo nacional tuvieron la tentación de imponer su propio criterio mediante un acto de autoridad. Por ese camino, paradójicamente, lo que debía ser prenda de unión se convirtió en fuente de inacabables querellas, que se entrelazaron con las surgidas de la práctica democrática. En suma, la búsqueda de la unidad nacional fue traumática y conflictiva. Esas querellas fueron tanto más vivas debido al entusiasmo con que la sociedad aceptó en 1912 las nuevas reglas del juego político. Los ciudadanos comenzaron el aprendizaje de la democracia y la construcción de un imaginario democrático que iba a soportar sin fisuras muchas confrontaciones con las poco halagüeñas prácticas de la democracia realmente existente. Las identidades políticas que se constituyeron desde entonces –la radical primero, y la peronista luego– tuvieron un arraigo y una fuerza singulares que trascendieron lo electoral, a tal punto que muchas de las prácticas sociales se politizaron profundamente. Los ciudadanos aprendieron a serlo de maneras diversas pero concurrentes. Hubo una forma amplia, generalizada y más superficial: los nuevos partidos reclutaron sus cuadros entre grupos disidentes de las fuerzas tradicionales, y las nuevas identidades políticas, de carácter nacional, se adecuaron al cuadro de las luchas facciosas locales. En las provincias más tradicionales, los gobiernos siguieron usando el patronazgo, 32 La larga crisis argentina los empleos públicos y otras dádivas, financiadas de una u otra manera por el presupuesto público. En otros casos, el ingreso a la política consistió en la lealtad a los líderes, canalizada a través de imágenes y signos identitarios: desde el mate o el pañuelo con la figura de Yrigoyen –con frecuencia asimilado con un santón o con el mismo Jesús– hasta el retrato de Perón y Evita o la marcha peronista. Otra clase de aprendizaje caló más hondo, y tuvo como escenario distinto tipo de asociaciones civiles, que resultaron verdaderas escuelas de la democracia. En mutuales, clubes deportivos y sobre todo en sociedades de fomento, bibliotecas populares y cooperativas hubo un aprendizaje de la participación: hablar en público, escuchar, proponer, consensuar, liderar, seguir. Estas prácticas se nutrieron de una corriente cultural proveniente de los sectores intelectuales progresistas –los socialistas fueron los más visibles–, que difundieron ampliamente las ideas y valores propios del ciudadano educado, consciente, responsable y conocedor de los problemas sociales y políticos y de las alternativas. Con el peronismo se desarrollaron e impusieron otros ámbitos de socialización, como los sindicatos, y otro modelo de ciudadano, más preocupado por los nuevos derechos sociales y la incorporación a los beneficios del consumo. La nueva política de partidos y la construcción de las maquinarias electorales, que permitían iniciar desde abajo una carrera política, abrieron una nueva vía para la aventura del ascenso, característica de esta sociedad. Así, las nuevas actividades ciudadanas se entrelazaron con las prácticas sociales y se potenciaron recíprocamente. Entendida como participación, la democracia fue un valor y una ilusión que se mantuvo firme aun en períodos en que avanzó la manipulación gubernamental de las elecciones, en particular después de 1930. En 1931, el presidente Uriburu, especulando con el gran desprestigio de la derrocada UCR, jugó en una elección su proyecto de reforma constitucional corporativista y recibió un contundente rechazo. En 1936, en pleno “fraude patrió- La Argentina vital y conflictiva 33 tico”, la bandera de la democracia unificó al menos transitoriamente un frente popular de constitución problemática; los sindicatos comunistas y socialistas invitaron al ex presidente Marcelo T. de Alvear, jefe de la UCR, a participar en el acto del 1º de Mayo como “obrero de la democracia”. En 1946, en una elección decisiva y singularmente limpia, la Unión Democrática, que fue derrotada, reunió sin embargo las voluntades de algo menos de la mitad del electorado. Juan Domingo Perón, triunfador en la ocasión, levantó a su vez la bandera de la democracia real, que contrapuso a la meramente formal. Debilidad republicana, avance militar Hasta entonces, la práctica democrática no se había traducido en instituciones representativas eficientes –las de la Constitución, revitalizadas por el impulso democrático–, por lo que estos ejemplos de fervor cívico resultaban más llamativos. Más allá de la legitimada y fortalecida autoridad presidencial, el impulso democrático no llegó a plasmarse en instituciones que intervinieran eficazmente en el procesamiento de los intereses y los conflictos sociales. En parte puede atribuirse a la insuficiencia de la revolución democrática de 1916 y de la regeneración institucional proclamada por un radicalismo que pronto sacó beneficio de los viejos usos políticos. A eso puede sumarse, luego de 1930, la práctica sistemática del fraude electoral, que algunos presentaron como virtuoso. Pero había algo más. No pueden negarse las credenciales democráticas de Hipólito Yrigoyen y Juan Domingo Perón, líderes de las dos grandes experiencias democráticas de la primera mitad del siglo XX: la radical (1916-1930) y la peronista (1946-1955). Ambos triunfaron cabalmente en las elecciones en que se presentaron y ambos encarnaron de manera legítima el ideal de la voluntad popular. Puede discutirse sobre los alcances de sus políticas de gobierno respecto de la concreción de los 34 La larga crisis argentina Eva Perón reparte bicicletas a niños cuidadores de petisos del Parque Tres de Febrero de Buenos Aires, 17 de noviembre de 1948. Por entonces cobró forma la imagen de la “abanderada de los humildes”, o simplemente el “hada buena”, que extendía la acción del Estado hasta los sectores más desprotegidos. Con la bandera de la justicia social, el gobierno peronista distribuyó los beneficios de un país enriquecido e impulsó la democratización social. [Fotografía: Archivo General de la Nación.] La Argentina vital y conflictiva 35 intereses populares: al respecto caben tantas opiniones como definiciones haya del “pueblo”. Para lo que aquí se analiza, en cambio, es pertinente señalar que ambos, cada uno a su manera, hicieron poco por empalmar adecuadamente la institucionalidad constitucional previa con las nuevas formas políticas democráticas. Quizás ese empalme no fuera simple, e implicara tensiones y hasta incompatibilidades del estilo de las discutidas durante el siglo XIX, cuando se contraponía la libertad con la igualdad. Pero además ambos dirigentes no creían demasiado en esas instituciones, que eventualmente podían limitar su mandato popular y su obra regeneradora. Un primer dato es la escasa relevancia que para ambos tuvo el Congreso. Durante la presidencia de Yrigoyen una mayoría por lo general opositora obstaculizó casi cualquier iniciativa presidencial; a su vez, Yrigoyen se preocupó poco por lo que allí se pudiera discutir o acordar. Puede aducirse que esto se debió a mayorías sistemáticamente hostiles, tanto para Yrigoyen como luego para Alvear. Con Perón el gobierno tuvo amplia mayoría en las dos cámaras legislativas, de modo que no había bloqueo; sin embargo, el Congreso se limitó a aprobar las iniciativas del Ejecutivo, y este sólo requirió de él esa confirmación. Algunos años más tarde el presidente Frondizi –siempre jaqueado por el poder militar y el poder sindical–, pese a disponer de una amplia mayoría parlamentaria, no recurrió a esa institución para paliar en alguna medida su inmensa orfandad política. Tampoco el presidente Arturo Illia (1963-1966) se preocupó por gestar en el Congreso acuerdos políticos amplios que compensaran su debilidad de origen. En suma, lo que debía ser el centro de la política democrática republicana, la discusión y el acuerdo en el Parlamento, nunca jugó un papel importante. En cambio, la autoridad presidencial, potenciada por la figura del caudillo de masas, creció aún más. A medida que la organización del estado se hacía más compleja, un número mayor de funciones dependía directamente del vértice pre- 36 La larga crisis argentina sidencial. La imbricación entre estado y partido de gobierno avanzó hasta extremos asombrosos. Por otra parte, el radicalismo y luego el peronismo no se definieron como partidos –es decir, la parte de un conjunto– sino como la encarnación del pueblo o de la nación, investidos con la misión de regenerar la sociedad. Pueden señalarse dos fuentes de esta concepción de la política. Por un lado, se trataba de un pensamiento democrático en estado puro, sin pizca de contaminación con la tradición liberal. Por otro, era la manifestación política de la idea integral de nación. Cada uno a su turno, los dos grandes partidos democráticos asumieron ser la expresión del pueblo y de la nación: el radicalismo fue la “causa nacional”, y la doctrina justicialista devino “doctrina nacional”. Los adversarios políticos fueron no sólo enemigos del pueblo sino de la nación misma, y la política se hizo inevitablemente facciosa. En esos años, la distancia entre los enunciados y las prácticas era grande; ceñida a las palabras, la violencia política era por entonces mínima, en comparación con lo que llegó a ser posteriormente. Pero, sin pasar a los hechos, salvo en forma excepcional, un discurso político de ese tipo no asignaba a la oposición un lugar legítimo, como no fuera el de enemigo de la patria o antipueblo: el “régimen falaz y descreído” de Yrigoyen o la “oligarquía” de Perón. En esos términos, la nueva política democrática recogió la tradición facciosa del siglo XIX y la potenció con el imaginario de la política de masas. Lo llamativo es que ese faccionalismo se desarrollara en una sociedad donde, como se verá enseguida, los conflictos de intereses se desplegaban de una manera en extremo mesurada. Así, durante el peronismo la conflictividad fue sobre todo política, y si se quiere cultural, antes que específicamente social. Este dato cambió con rapidez luego de 1955 y correspondió tanto a una agudización de la conflictividad social como a una intensa politización de los conflictos. En 1955, la proscripción del peronismo y de sus principales dirigentes –una revancha acorde con el carácter faccioso de la La Argentina vital y conflictiva 37 política durante el peronismo– fue una decisión de enorme trascendencia: desde entonces comenzó la decadencia acelerada del imaginario democrático. Cuanto más predicaban los gobernantes de la Revolución Libertadora (1955-1958) acerca de la democracia y la libertad, más vacías resultaban las instituciones, deslegitimadas por la proscripción, así como lo estaban los presidentes electos en esas condiciones: Frondizi e Illia. Por otra parte, esa misma proscripción contribuyó a galvanizar la identidad peronista y a nuclearla alrededor de quienes, ausente el líder, resultaron ser la única voz del pueblo peronista. El enorme poder que tuvieron en el escenario corporativo, como se verá, se nutrió de esa representación vicaria. La debilidad de las instituciones democráticas fue en aumento, y facilitó y justificó la presencia creciente de las Fuerzas Armadas, que pasaron del pretorianismo a la dictadura. A lo largo del siglo XX, las Fuerzas Armadas habían avanzado hasta instalarse en el centro de la vida política, en parte por la debilidad del escenario democrático, que abría el camino a quien era uno de los más poderosos actores del escenario corporativo, y en parte porque la evolución ideológica y cultural de la sociedad política autorizó una imagen que esas fuerzas cultivaron largamente: su carácter de instancia última, de depositarias y garantes de los supremos valores de la nación. Desde principios de siglo el Ejército se consolidó como institución y afirmó su presencia en la sociedad. Con el establecimiento del servicio militar obligatorio, todos los ciudadanos debían pasar por sus filas al cumplir los veinte años. De acuerdo con su propia versión de la historia nacional, el Ejército, que nació con la patria, la acompañó en cada paso de su crecimiento. Muchos otros políticos e intelectuales apelaron a definiciones de la nacionalidad que soslayaban su dimensión democrática y constitucional, como los discípulos locales de Charles Maurras. Pero el discurso más eficaz fue el de la Iglesia católica, que desde 1910 se sumó al elenco de quienes querían apropiarse de la definición de la nación. 38 La larga crisis argentina También la Iglesia descubrió que había estado presente en el nacimiento de la patria y en cada una de sus instancias decisivas, e hizo un prolijo inventario de los sacerdotes participantes de cada uno de los eventos patrios. A la vez, la Iglesia y sus militantes desarrollaron la versión integrista del catolicismo, que dominaba la Iglesia romana desde principios del siglo XX; afirmaron que el católico debía comportarse como tal en cada uno de los actos de su vida y sostuvieron que la Argentina era una nación católica, y que quienes no pertenecían a tal confesión no eran en esencia argentinos. Como ha mostrado Loris Zanatta, Ejército e Iglesia se vincularon y potenciaron en torno a la noción radical y excluyente de nación católica, tan fuerte en 1943 como en 1966. Con estas ideas, los militares irrumpieron una y otra vez en la política, derribaron gobiernos democráticos en 1930 y en 1955, acabaron con la tambaleante legalidad en 1943 y condicionaron otra tambaleante legalidad en 1962. Las Fuerzas Armadas desarrollaron otra versión de la política facciosa: el enemigo fueron primero los liberales y masones, y luego los antidemocráticos, secuaces del dictador prófugo. Desde 1960, con la incorporación de la “Doctrina de la seguridad nacional”, fruto de estrechas relaciones con las Fuerzas Armadas estadounidenses, el comunismo se instaló en el centro de la definición del enemigo de la patria, que poco después se transformó en el “subversivo apátrida”. En cada paso de la escalada, el escenario político resultaba corroído de una manera más definitiva. Consecuentemente, la negociación de los conflictos y los intereses se trasladó al escenario corporativo. El conflicto social, las corporaciones y el estado Las instituciones representativas fueron débiles en dos sentidos: para expresar el interés general, primero, y para constituirse como un control y balance eficaz en la negociación La Argentina vital y conflictiva 39 Azules y Colorados se enfrentan en las calles de Buenos Aires en 1963. Los porteños, ya acostumbrados a “golpes” y “planteamientos”, se apresuraban a comprar alimentos y juntar agua. Desde 1955 las Fuerzas Armadas se politizaron y se dividieron en facciones. Tutelaron a los gobiernos civiles, intervinieron en la definición de los conflictos políticos y finalmente se hicieron cargo del poder. [Fotografía: Archivo General de la Nación] 40 La larga crisis argentina particular de los intereses. Este control se mantuvo ajeno al Congreso y se instaló en distintas esferas del estado, dependientes del Poder Ejecutivo. Uno de los primeros casos donde se revelaron tensiones entre un interés general ideal e intereses particulares concretos se manifestó en la relación entre el gobierno nacional y los provinciales. El lugar de negociación fue el Congreso, y en especial el Senado. De acuerdo con la forma federal de gobierno establecida en la Constitución de 1853, las provincias estaban allí representadas en paridad, independientemente de su población, de modo que la Cámara de Senadores resultó clave para los acuerdos institucionales entre el gobierno nacional y los provinciales. Una manifestación de la compleja negociación fueron las leyes votadas en el Congreso que, más allá de otros significados y valores, representaron transferencias de los ingresos generados por la prosperidad litoral hacia distintos sectores de provincias pobres pero con peso en el escenario político. Esas leyes protegieron, mediante aranceles a la importación, la producción de azúcar y vino de Tucumán y Cuyo; fueron beneficiosas para esas industrias, pero resultaron onerosas para los consumidores, residentes en su mayoría en el litoral, que debían pagar un precio más elevado por productos de consumo cotidiano. La creación de empleos públicos pagados con recursos fiscales nacionales –por ejemplo, en educación– benefició a los sectores educados y pobres de las provincias, destinatarios de esos puestos. En otros casos, los beneficios derivados de la política fueron más personales: políticos de provincia que alcanzaban alguna relevancia en el plano nacional pudieron aprovechar los créditos de bancos estatales u otros beneficios, y labrar sólidas fortunas en el próspero litoral. Luego de 1916, con el crecimiento del estado, en las provincias se multiplicaron oficinas y establecimientos; cada uno significó empleos públicos, tanto más importantes cuanto más pobre era la provincia en cuestión. En 1932, en el conjunto de medidas para enfrentar la crisis, se estableció el sistema de La Argentina vital y conflictiva 41 coparticipación impositiva federal y se asignó a cada provincia una porción fija de lo recaudado, pero luego se modificó por otras consideraciones políticas. La proporción asignada fue otra de las cuestiones a negociar entre el gobierno nacional y las provincias. Se estableció un criterio de equidad pero a la vez se disoció la función de recaudación de la de ejecución y gasto; libres de responsabilidad y control, los gobiernos provinciales pudieron disponer sin trabas del presupuesto provincial con fines de patronazgo, al mismo tiempo que se subordinaban a la fuente principal de sus ingresos: el gobierno nacional. También desde 1930 se generalizó la protección selectiva de las economías regionales: el algodón, la yerba mate o el tabaco. A partir de 1958, en el contexto del desarrollismo, se generalizó la promoción de actividades industriales mediante la exención impositiva; el mecanismo servía tanto a las grandes empresas como a las provincias menos favorecidas, donde se abrirían nuevas fuentes de empleo. Todos estos instrumentos, que implicaban la transferencia de fondos del presupuesto nacional a los estados provinciales, eran objeto de negociaciones políticas complejas, donde era factible el intercambio de favores. Por otra parte, a lo largo del siglo XX el crecimiento económico y la complejidad cada vez mayor de la vida social dieron a los intereses económicos y profesionales un perfil cada vez más nítido, que se vio reforzado cuando fueron asumidos por instituciones corporativas, creadas para defenderlos. Estas instituciones surgieron como parte de un movimiento asociacionista singularmente intenso desde fines del siglo XIX. Las primeras asociaciones apuntaron sobre todo a la ayuda mutua y la defensa de los intereses de sus miembros. Hubo mutuales de tipo étnico, cooperativas, sociedades de fomento vecinal, profesionales y en menor medida patronales, de evolución más lenta. Singular importancia tuvieron las organizaciones sindicales. Desde 1920, el sindicalismo de orientación anarquista fue desplazado por organizaciones inclinadas a la 42 La larga crisis argentina negociación, cuyo modelo fueron durante mucho tiempo los gremios ferroviarios. En la década de 1930, la sindicalización se incrementó por impulso del crecimiento industrial, y luego de 1943 por estímulo del estado, a través de la Secretaría de Trabajo y Previsión. En 1945, los sindicatos tenían ya peso suficiente como para ser decisivos en la llegada al poder de Juan Domingo Perón. En el marco de las asociaciones, tomaron forma los intereses sectoriales conflictivos. Tempranamente se apeló al estado para que definiera las reglas, mediara en los conflictos y garantizara los logros, franquicias y privilegios de cada corporación. Esa apelación coincidió con el avance estatal para controlar y regular los distintos espacios de la sociedad. Así, el crecimiento del movimiento corporativo acompañó, pari passu, el desarrollo del estado. Si se trataba de las modestas sociedades de fomento de Buenos Aires, encargadas del mejoramiento edilicio del barrio, hubo una proliferación de demandas, dirigidas a los niveles más bajos del estado municipal: el funcionario de jerarquía menor o el representante en el Concejo Deliberante. Según ha estudiado Luciano de Privitellio, desde los años veinte el gobierno municipal reglamentó el funcionamiento de estas sociedades y creó el mecanismo del reconocimiento, que habilitaba para gestionar a una de ellas por cada sección de la ciudad. Ante esta franquicia, muchas sociedades de fomento quedaron marginadas o se dedicaron a otra cosa. Pero donde no las había, la nueva reglamentación las hizo surgir, estimuladas pero a la vez controladas por el estado, para aprovechar los beneficios de esa franquicia, La concesión u obtención de una franquicia estatal fue un mecanismo propio de todas las asociaciones organizadas para la defensa de intereses sectoriales, que devinieron verdaderas corporaciones. Fue el caso de los sindicatos. Hasta 1916, su reconocimiento por parte del estado era mínimo. Yrigoyen inició esta política de mediación, en particular en el caso de las grandes huelgas de los ferroviarios y maríti- La Argentina vital y conflictiva 43 mos, que afectaban la exportación, pero lo hizo basándose en su autoridad, sin que hubiera un desarrollo de instituciones estatales específicas. En la década de 1930 el estado, que estableció los grandes instrumentos de intervención en la economía, aprendió a laudar entre los intereses y a regular la competencia entre exportadores, productores rurales, importadores e industriales. Por entonces, los sindicatos obreros habían crecido en forma considerable, sobre todo producto del desarrollo industrial de los años treinta. Salvo en casos aislados, como los trabajadores ferroviarios, no contaban con reconocimiento formal del estado ni de los patronos, aunque hubo esbozos de regulación de las huelgas y de concertación estatal. A partir de 1943 el estado se volcó a resolver por esa vía lo que proclamaba como una amenaza para el orden social: promovió la sindicalización, acompañada del reconocimiento del peso gremial y político de los sindicatos. La Ley de Asociaciones Profesionales determinó la existencia del sindicato único por rama de industria, la personería gremial otorgada por el estado y el descuento de la cuota sindical por planilla. En los diez años de gobierno peronista, este intervino ampliamente en la conformación de las direcciones sindicales, desplazando a aquellos dirigentes que querían mantener una acción política o gremial independiente, y asegurando a los sindicalistas disciplinados el monopolio de la representación gremial. Los conflictos sociales, muy intensos inmediatamente después de la Primera Guerra Mundial y también durante la década de 1930 y la Segunda Guerra, se atenuaron durante el peronismo. Si la conflictividad política fue muy intensa, la específicamente social se apaciguó, debido a la prosperidad general, a las políticas de redistribución y promoción social, y también al estricto control por parte del estado. La Comunidad Organizada, una concepción organicista formulada por Perón, extendió al conjunto de la sociedad –al menos idealmente– este modelo de organización corporativa, y le agregó 44 La larga crisis argentina un ingrediente político ideológico: la unanimidad en torno de la Doctrina Nacional Justicialista. Asimismo, los sindicatos ocuparon un lugar destacado en el estado y participaron en la definición de las políticas. Un buen ejemplo de este balanceo e interpenetración –estudiado por Susana Belmartino– fue el fracaso del proyecto gubernamental de seguro de salud único, bloqueado por los sindicalistas en favor de las incipientes obras sociales, que tomaban como modelo el Hospital Ferroviario. A principios de la década de 1940, la Unión Ferroviaria, modelo de sindicato gestionado por socialistas, había construido su Hospital Ferroviario. Desde 1943, obtuvo de Perón concesiones varias: afiliación obligatoria de todos los trabajadores del sector y descuento automático por planilla. El ejemplo cundió, y muchas organizaciones, sobre todo de trabajadores estatales, reclamaron un régimen similar, lo que hizo fracasar el proyecto de seguro de salud que por entonces impulsaba el ministro Ramón Carrillo. Cada sindicato tendría, a la larga, los beneficios sociales que pudiera pagarse con los aportes de sus afiliados o con las contribuciones patronales que pudiera negociar. El estado se plegó ante el vigor del interés corporativo, pese a que este régimen no equitativo ponía en cuestión la propuesta de la justicia social. Puede vislumbrarse aquí el comienzo de la combinación de un estado con alta capacidad de intervención y de distribución de franquicias y prebendas, y a la vez con escasa capacidad de acción autónoma frente a los intereses que él mismo alentaba. Luego de la caída de Perón en 1955, los sindicatos fueron expulsados del centro del poder político y las políticas de racionalización capitalista, esbozadas desde 1952, pudieron desplegarse plenamente. Hubo recortes en el poder sindical en los lugares de trabajo, retroceso en los ingresos y reducción del empleo. Arreció la conflictividad social: la proscripción política del peronismo dio a la resistencia gremial una bandera y una identidad política con gran capacidad de agrega- La Argentina vital y conflictiva 45 ción. Esta historia, espectacular y heroica, tuvo otro costado, menos visible pero igualmente importante. Luego de 1955 el estado conservó y acrecentó los instrumentos para intervenir en la economía y en la sociedad. Su capacidad para regular y conceder franquicias –que aumentó con la política desarrollista– estimuló el fortalecimiento de las corporaciones: las sindicales, que recuperaron la ley que regulaba sus privilegios; las profesionales, que avanzaron en la colegiación, y las patronales, desagregadas para la defensa de intereses sectoriales y agregadas para los grandes combates sobre políticas estatales. Además de fijar el rumbo general, el estado adoptó permanentemente decisiones coyunturales para enfrentar los ciclos económicos –devaluaciones, retenciones y gravámenes–, que pusieron a las corporaciones –en particular las distintas organizaciones patronales y sindicales– en estado de permanente movilización para presionar, defender y negociar. Por entonces, el deterioro del escenario específicamente político trasladó el grueso de la negociación social a la puja entre corporaciones, a la que se sumaron la Iglesia, defensora de una imprecisa doctrina social, y las Fuerzas Armadas, convertidas cada vez más en el árbitro de última instancia. El estado se fue desgarrando en esta puja y no pudo defender un interés general que trascendiera los intereses corporativos. Retomando a Susana Belmartino, en 1970 el Ministerio de Bienestar Social extendió el sistema de obras sociales: todo trabajador debía aportar obligatoriamente a la de su sindicato. Según sus recursos, las habría ricas y pobres. Los dirigentes sindicales recibieron así una prebenda inmensa –desde entonces esos fondos financian las actividades gremiales y políticas y alimentan una vasta corrupción–, cuya defensa pasó a ser el objetivo primero de la militancia sindical. Lo curioso es que la decisión bloqueó el proyecto de creación de un seguro social único, que la Secretaría de Salud Pública negociaba simultáneamente con la corporación de los médicos. Un segmento de la burocracia estatal, en acuerdo con los dirigentes 46 La larga crisis argentina sindicales, logró un triunfo a costa de otro segmento, que negociaba con la otra corporación implicada. Médicos y sindicalistas compitieron en el seno de un estado que sacrificaba su autonomía y se convertía en el premio mayor de la disputa. 2. Clímax y anticlímax Tres procesos –la crisis del ideal democrático, la exacerbación de los reclamos corporativos y las pasiones autoritarias de autopostulados salvadores de la nación– se conjugaron de manera catastrófica entre 1966 y 1976. Pero en otro sentido fue una década admirable, en la que la sociedad toda se puso en movimiento, buscando plasmar un futuro mejor, al margen del estado y en franca rebeldía contra él. Fueron diez años de conflicto en los que las elecciones de 1973 y el retorno de Perón constituyeron una tregua, superficial y efímera. También fueron años de ilusión. La combinación de viejos conflictos y nuevas expectativas tuvo un efecto explosivo y destructor: un violento combate cuyos protagonistas no coincidían con lo que ellos mismos afirmaban ser y en el que las opciones en juego eran confusas y engañosas. Hubo bandos, pero no alternativas. Al final, se estableció una paz sepulcral, la Argentina vital desapareció y quedó instalada la Argentina de la decadencia. Analizaremos aquí este movimiento de clímax y anticlímax. La oleada revolucionaria En 1966 las Fuerzas Armadas asumieron el poder del estado de manera institucional y designaron presidente al general Onganía. La Revolución Argentina –tal el nombre autoasignado– se proponía una refundación completa de la sociedad de acuerdo con un plan en etapas que, según decían, tenía 50 La larga crisis argentina objetivos y no plazos. En primer lugar, sanear y expandir la economía; luego, atender a las necesidades sociales y promover una nueva organización comunitaria; finalmente, dar forma a una nueva institucionalidad, basada en la representación funcional y orgánica. La democracia representativa había quedado definitivamente abolida, algo que –síntoma de los nuevos tiempos– pocos lamentaron por entonces. Respecto del primer objetivo, contaban con el apoyo del sector más concentrado del empresariado, para quien la puja corporativa significaba un obstáculo y una molestia. El ejercicio dictatorial del poder permitió al estado acallar los reclamos sectoriales –el sindical en primer término– e imprimir un rumbo definido a la economía; la política del ministro Adalbert Krieger Vasena favoreció a las empresas más grandes, en su mayoría de capital transnacional, mediante premios a la eficiencia y protección al mercado interno. El desarrollo de las fuerzas productivas, aunque en lo inmediato creó conflictos y tensiones, fue importante en el mediano plazo y generó condiciones favorables también para una parte no menor de las empresas argentinas, incluido el renovado sector agropecuario. Hacia 1973 –cuando se celebraron las elecciones que trajeron a Perón de nuevo al poder–, el sector productivo estaba funcionando a pleno, aun cuando se padecían los problemas de una de las habituales crisis cíclicas. La distribución de los frutos de esa bonanza dependía en buena medida de decisiones del poder estatal –en materia cambiaria, salarial o impositiva–, de modo que el crecimiento exacerbó los tradicionales conflictos sectoriales y la puja por la distribución, un ingrediente importante para comprender la movilización y politización de esos años. Visto desde una perspectiva más larga, puede advertirse que esta última modalidad de crecimiento comenzaba a alterar algunos de los rasgos salientes de la larga expansión, en particular por la tendencia a la contracción del mercado de trabajo y la aparición de la desocupación tecnológica. Esta situación tuvo consecuencias negativas sobre la tendencia de la sociedad a la Clímax y anticlímax 51 Asunción de H. J. Cámpora en mayo de 1973. Montoneros y la Juventud Peronista canalizaron la extensa movilización política, ganaron las calles, ocuparon porciones de poder y libraron una guerra contra la “burocracia” sindical y otros sectores “inflitrados” en el peronismo. Afirmaron ser la auténtica voz de Perón y denunciaron a su esposa Isabel y a López Rega por aislarlo de su pueblo. Finalmente, la relación con el líder se rompió. [Fotografía: Presidencia de la Nación.] 52 La larga crisis argentina movilidad y la incorporación. En las dos décadas anteriores a 1976 ya era visible que ese tránsito resultaba cada vez más lento, e incluso que el carril de retorno se ensanchaba. Desde mediados de la década de 1960 fue evidente que un título universitario estaba lejos de garantizar una buena posición social, que el obrero altamente calificado rara vez se convertiría en pequeño tallerista, y que la anhelada casa propia sólo sería una casilla o un rancho mejorados. Es posible advertir en estos cambios las raíces de una mayor crispación en los conflictos sociales. La movilización de la sociedad, hasta entonces aquietada por la represión autoritaria, se inició a fines de 1968 y tuvo un primer episodio espectacular en el Cordobazo de mayo de 1969. De ahí en más, se desplegó, en un crescendo que no se detuvo hasta 1973, cuando asumió el gobierno peronista; después se mantuvo, pero sin la unanimidad e inocencia iniciales. Fue una movilización variada y con una gran capacidad de agregación. Por un lado, un nuevo sindicalismo, que desbordaba los límites de la tradicional burocracia sindical –fortalecida desde 1955 en la negociación de retaguardia– y ensayaba nuevas formas de protesta y de organización. Por otro, distintos segmentos de empresarios y comerciantes, pequeños y medianos, con base en las economías regionales. También un movimiento estudiantil que se politizó profundamente. Y como jalones, distintas explosiones urbanas, en las que estos y muchos otros salían a la calle y durante dos o tres días desbordaban los controles policiales o militares. Todo sumaba fácilmente en la lucha contra el enemigo común: la dictadura y el imperialismo, personificados en las figuras del presidente Onganía y su ministro Krieger Vasena. Junto con las banderas de lucha contra la dictadura y el imperialismo surgió una movilización de conciencia revolucionaria. En el imaginario social, se nutría de diversas fuentes: la experiencia cubana, la guerrilla latinoamericana, los movimientos estudiantiles, la prédica de los sacerdotes tercermundistas. Mensajes tan diversos, y en muchos aspectos Clímax y anticlímax 53 inconciliables, se combinaron y fundieron con un reclamo menos reflexivo pero hondamente arraigado en la experiencia: la vuelta de Perón, que para sus antiguos y fieles seguidores, y para los recién llegados al movimiento, sería sin lugar a dudas la panacea. Se trató de un proceso social y cultural con pocos precedentes, por la rapidez y hondura del arraigo y lo contundente de sus efectos. Para todos los que, de una u otra manera, participaban de este espíritu, la sociedad ideal estaba al alcance de la mano: bastaba una acción política firme y bien dirigida para cambiar los datos de la realidad. Era una acción intrínsecamente buena, aunque recurriera a métodos discutibles, pues se trataba del bienestar del pueblo, al que sólo podían oponerse sus enemigos. No se admitían intereses particulares que pudieran anteponerse a la acción en beneficio de todos, pues en realidad lo personal y lo público se fusionaban en un único y gran combate. Brotó todo tipo de organizaciones que enlazaban su práctica particular con la gran transformación: a los sindicatos obreros y los estudiantes se agregaron los pequeños empresarios, los abogados, los artistas, psicoterapeutas, arquitectos, sacerdotes y hasta militares. La creatividad social de estos años fue notable, como lo fue la emergencia de la solidaridad, el sacrificio y otros valores igualmente estimables. Fue una primavera de los pueblos. La fórmula política concebida para semejante despliegue de activismo y buena voluntad fue mediocre y sesgada. Un dato significativo fue la ausencia de propuestas democráticas, y en general su escasa valoración, por el rápido y profundo deterioro local de la idea democrática y por el atractivo universal de otras opciones. También fallaron otro tipo de propuestas fundadas en la confrontación de clases, como la del sindicalismo antiburocrático, fuerte en Córdoba. Agustín Tosco pudo ser, en un momento, quien sintetizara el nuevo sindicalismo y las corrientes democráticas de izquierda. Las alternativas centradas en la acción armada, surgidas a partir del ejemplo cubano, tuvieron en cambio fuerte predicamento. Surgieron de 54 La larga crisis argentina núcleos políticos ideológicos variados, provenientes del socialismo radicalizado, de distintas fracciones trotskistas, del catolicismo y del peronismo. Su formación no remitía al Cordobazo y a la movilización social; eran anteriores y, por su estrategia, estaban preparadas para actuar sin una respuesta popular inmediata. Pero al desencadenarse la movilización, se acercaron al movimiento social en sus distintas expresiones, en parte para reclutar nuevos miembros y en parte para darles una dirección política a las acciones espontáneas. En este terreno, les pasó algo parecido a lo ocurrido con las organizaciones de izquierda más clásicas: aunque pudieron recoger simpatías, chocaron con un límite, pues un sector importante de los movilizados confiaba, en primer lugar, en la vuelta de Perón. Triunfó la propuesta que supo combinar el imaginario revolucionario con la mítica aspiración a la vuelta de Perón. La organización armada Montoneros logró una fuerte inserción en el movimiento popular. Sus cuadros iniciales provenían del activismo católico, y en muchos casos conservaban la impronta de la intransigencia integral de los años de entreguerras, combinada con los contenidos doctrinarios de Medellín y el tercermundismo. Se acercaron al peronismo sin arrastrar ni un pasado ni culpa alguna, como les ocurría a los grupos de izquierda; tampoco debían excusarse ante los peronistas, que tenían una desconfianza visceral por los “zurdos”. Ambas características han sido señaladas por Carlos Altamirano. Él agrega otra diferencia con los grupos de izquierda: en ese acercamiento no vieron en el peronismo una figuración o velo de la clase obrera, el auténtico sujeto revolucionario, sino que lo tomaron como lo que ellos pretendían ser, el pueblo peronista, y asumieron que su tarea consistía en profundizar la contradicción política entre peronistas y antiperonistas. Su acto fundacional fue el asesinato del general Pedro E. Aramburu, responsable de los fusilamientos de 1956 y figura emblemática del “gorilismo” o antiperonismo. Esta acción nos lleva al planteo de otra dimensión de la política en el clímax argentino: la violencia asesina. Clímax y anticlímax 55 El origen de la violencia como práctica política es muy anterior a los años sesenta, aunque nunca había alcanzado la virulencia de entonces. En 1880, concluido el ciclo de las guerras civiles que condujo a la formación del estado argentino, la violencia política quedó replegada en un lugar marginal, más episódico que constitutivo. Sin embargo, no estuvo del todo ausente. Hubo violencia en 1910, con los anarquistas y las “bandas blancas”, y entre 1917 y 1921, cuando la Liga Patriótica acompañó la represión militar; también en 1930, con torturas y fusilamientos, y durante los años de gobierno de Perón, cuando hubo torturados, al menos dos asesinatos políticos y también un despliegue de terrorismo antiperonista. Por otra parte, junto con el advenimiento de la política de masas, fue creciente la pasión discursiva, la apelación verbal a la violencia regeneradora, que corroyó la noción de derechos y garantías. Es posible relacionarla con las concepciones integristas de la nacionalidad y la política, y la división del campo en propios y ajenos, amigos y enemigos. Progresivamente se instaló la idea de que, dadas ciertas circunstancias, en política los fines justificaban los medios. En 1956 hubo un salto cualitativo: el gobierno de la Revolución Libertadora ordenó fusilar a los jefes de un levantamiento militar peronista, mientras hacía lo mismo de manera casi clandestina con un número indeterminado de civiles. A lo largo de los años sesenta, creció la guerrilla, inspirada en Cuba y en sus secuelas; también la contrainsurgencia, que los militares aprendieron en la Escuela de Panamá y que empujó al estado a la acción clandestina. Ubicada en el contexto revolucionario de los sesenta, la violencia se justificó por la violencia del enemigo pero, sobre todo, era un instrumento adecuado para el cambio. Un paso más en esa dirección fue afirmar que la violencia constituía –resuenan los ecos de Sorel y de los movimientos fascistas– no ya un instrumento sino la práctica fundadora de la revolución: matar al enemigo era construir la nación. 56 La larga crisis argentina En lo político, Montoneros fue la más exitosa de las agrupaciones guerrilleras. Nació de un asesinato a sangre fría; durante su existencia continuó con las ejecuciones y además practicó un verdadero culto de la muerte heroica. Sus enemigos dentro del peronismo, vinculados con el ministro José López Rega, no eran muy diferentes. La consigna de una de sus publicaciones decía: “El mejor enemigo es el enemigo muerto”. Quince años antes, el presidente Perón podía proclamar “al enemigo, ni justicia”, sin que sus palabras se tradujeran en actos irrevocables, pero a comienzos de los setenta no sólo se pasaba a la acción sino que esta era ampliamente celebrada. Si no se conocía la causa, la opinión concedía a sus ejecutores el beneficio de la duda: por algo habría sido. Montoneros se identificó plenamente con el peronismo y con Perón. Este, exiliado en Madrid desde 1955, los incorporó dentro del amplio ejército con el que venía librando una batalla de final incierto, destinada a desestabilizar cualquier alternativa política que no lo incluyera. De modo que los bendijo y los usó como ariete contra el gobierno militar y contra otros sectores peronistas a los que quería limitar en su accionar, como los que aspiraban a un peronismo sin Perón. Montoneros, a su vez, desarrolló una notable habilidad para identificar sus consignas y su línea política con las palabras y directivas de un Perón lejano, que difícilmente hubiera querido o podido desmentirlos. Esa libertad discursiva, analizada por Eliseo Verón y Silvia Sigal, les permitió, finalmente, movilizar y encuadrar a un vasto conjunto de agrupaciones sectoriales que daban una expresión primaria a las inquietudes políticas del movimiento social, incluyéndolas a todas en la Juventud Peronista. Este organismo de masas, más espontáneo en su base, y encuadrado y disciplinado por Montoneros, resultó muy adecuado para la acción en la etapa siguiente, cuando el gobierno militar rehabilitó la escena política y reabrió el juego electoral. Obsérvese la distancia entre las ilusiones iniciales, ciertamente difusas, de la movilización social, y la última expresión, Clímax y anticlímax 57 acotada en sus fines y más que pragmática en sus medios, encarnada en Montoneros. A partir de 1971 el presidente del gobierno militar, general Alejandro Lanusse, estableció un intenso diálogo con los partidos políticos y con la cúpula de las organizaciones sindicales: se trataba de neutralizar la ola de descontento social, potenciada por las organizaciones armadas, y llegar a unas elecciones concertadas. La negociación tuvo muchas idas y venidas hasta concluir en un punto mínimo: ni Perón ni Lanusse serían candidatos. Así, el anciano caudillo pudo retornar al país, recuperar su grado militar, acordar con todas las fuerzas políticas democráticas, organizar su propia propuesta electoral y designar un candidato de plena confianza: Héctor J. Cámpora, su delegado personal. En ese escenario, que en pocos meses había cambiado completamente, Montoneros también cambió: decidió participar en las elecciones y movilizar tras la candidatura de Cámpora al conjunto de la Juventud Peronista. En realidad, se disponía a luchar para convertirse en la cabeza del movimiento peronista. La vuelta de Perón En 1973, en elecciones sin proscripciones, se impuso el candidato propuesto por Juan Domingo Perón. Seis semanas después de asumir, el presidente Cámpora renunció y poco después Perón fue electo presidente, con amplia mayoría. Se trató de una singular experiencia democrática, más plebiscitaria que republicana, que a falta de instituciones asentadas reposaba en la atribuida capacidad de Perón para neutralizar y encauzar los conflictos. Como en experiencias democráticas anteriores, estos conflictos, que eran muchos, no se procesaron en los espacios institucionales establecidos sino en otros, de acuerdo con reglas en las que el número, la fuerza, la organización y hasta el entrenamiento bélico se anteponían a la razón. Mientras tanto, en el Congreso las fuerzas políticas 58 La larga crisis argentina Perón cansado y desesperado. En 1973 el anciano líder puso en juego todo su prestigio para encauzar los enfrentamientos sociales y políticos, agudizados por la inflación y la movilización social y política. La ruptura con la JP y Montoneros afectó su autoridad. El fracaso del pacto social reveló su impotencia. [Fotografía: Presidencia de la Nación.] Clímax y anticlímax 59 minoritarias se esforzaban en colaborar con el presidente y ayudarlo a mantener una legalidad que progresivamente se hizo más ardua de sostener. Hubo en 1973 un consenso general: Perón era el único capaz de desanudar la crisis, presente en varios frentes a la vez. Pero las expectativas y las dificultades exacerbaron los conocidos conflictos corporativos y fue muy difícil para Perón acordar soluciones transaccionales y concretar su programa de reconstrucción del estado. Puso en juego su prestigio personal, respaldado por una masiva legitimidad plebiscitaria. No resultó, y en parte se debió a sus propias falencias: por entonces el anciano presidente se parecía tan poco al Perón de 1945 como el estado de 1973 al de la segunda posguerra. Ya era otro país. Lo decisivo fueron los problemas objetivos. Se advertían en 1973 síntomas de agotamiento de la tendencia expansiva de la economía, acechada tanto por los problemas del mundo –la primera crisis petrolera– como por sus propias y acumuladas dificultades: inflación, conflictos distributivos, recurrencia a la recesión como remedio. Quizá se trataba de una nueva dificultad cíclica, en la que cabía una recuperación; quizá la vasta reestructuración capitalista de las décadas finales del siglo indicaba el límite de este tipo de crecimiento, fundado en el mercado interno y la regulación estatal. En cualquier caso, los problemas de 1973 se traducían en complicaciones crecientes para el secular proceso de ampliación e incorporación social; en particular, se manifestaba en la imposibilidad de satisfacer las ilusiones de quienes habían confiado en que el retorno de Perón fuera también el retorno de la bonanza de 1945. A fines de 1973 la crisis cíclica activó la clásica reacción de las partes: cada corporación se dedicó a presionar al estado para arrancarle una solución satisfactoria, haciendo valer el poder acumulado mediante el control de alguna de sus oficinas. Había un dato nuevo: desde 1972 el activismo popular había salido de la semiclandestinidad y se había volcado ampliamente a las calles; a la movilización electoral siguió, sin solución de con- 60 La larga crisis argentina tinuidad, la reivindicativa. Otra vez, Montoneros mostró una gran capacidad para encuadrarla: una de sus ramas, la Juventud Trabajadora Peronista, presionó desde las fábricas sobre la dirección de los sindicatos, de modo que sus dirigentes –la burocracia sindical, ducha en el arte de la transacción– tuvieron un margen mucho más estrecho para negociar y debieron hacerse cargo de numerosos reclamos. Los empresarios, por su parte, prefirieron no oponerse a las condiciones impuestas por los sindicalistas, ahora poderosos, y se limitaron a trasladar a los precios los mayores costos salariales. Muchos de quienes apoyaron la vuelta de Perón esperaban de él una mano fuerte, y que el estado recuperara su capacidad para conducir con autoridad los conflictos, y en especial la puja distributiva. En 1973 parecía factible volver a poner en pie al estado. Con el respaldo de una legitimidad plebiscitaria, Perón utilizó la fórmula de 1945, el pacto social. Se firmó un acuerdo entre la cúpula de los empresarios, cuya unión se forzó, y la cúpula sindical, por el que una y otra parte se comprometían a mantener estables los precios y los salarios. Perón constató así la estructural infidelidad de sus firmantes. Los peronistas, viejos o nuevos, podían ofrecer el sacrificio de su vida, pero no el de sus intereses. En su último discurso público, una fría mañana de junio de 1974 en la Plaza de Mayo, Perón calificó de “sabotaje de pigmeos” las acciones de sindicalistas y empresarios y proclamó que ya habían pasado los días de exclamar “la vida por Perón”. Si bien el conflicto interno del peronismo ocupó el primer plano en esos tres años notables, fue el colapso del pacto social el que signó el fracaso del gobierno. Así lo ha señalado Juan Carlos Torre. Perón apenas consiguió mantener un precario equilibrio entre empresarios y sindicatos, que se derrumbó a poco de su muerte. Después, la puja corporativa se desmadró –en 1975 la jerarquía sindical hizo por primera vez una huelga general a la viuda de Perón y presidenta de la República– y la economía entró en la espiral de inflación y parálisis propia de las crisis clásicas. Clímax y anticlímax 61 Al mismo tiempo, se derrumbaron los mecanismos de control que mantenían dentro de parámetros relativamente civilizados la lucha política que dividía al peronismo. De un lado, toda la tendencia revolucionaria, que encabezaba Montoneros y se movilizaba tras las banderas de la Juventud Peronista. Del otro, los cuadros del sindicalismo y, junto a ellos, otros segmentos provenientes del peronismo político. En cierto sentido, dividía a quienes provenían de la experiencia de la movilización social reciente y a quienes, mejor insertados en los aparatos sindicales y políticos tradicionales, la habían contemplado a distancia. En otro sentido, la división provenía de dos lecturas distintas de las palabras de Perón y, consecuentemente, del sentido de su retorno. Para unos se trataba de la restauración del viejo peronismo, fundado en la distribución de la prosperidad; para otros, del comienzo de una profunda transformación hacia lo que, de manera no muy precisa, se denominaba la patria socialista. En términos más pobres, los que chocaron fueron dos poderosos aparatos que querían ganar el control del movimiento peronista, adivinando quizá que la vida del líder se acercaba a su fin. En su lucha, unos y otros recurrían al viejo argumento: atribuirse la representación del pueblo y colocar a sus enemigos en el campo de los enemigos del pueblo. ¿Cuál era el lugar de Perón? Desde que retornó definitivamente al país, no cesó de indicar con claridad su repudio a Montoneros y su opción por los viejos dirigentes, a quienes necesitaba de manera imprescindible para el pacto social. Montoneros optó por no darse por aludido y sostuvo que Perón estaba cercado por su entorno. Desde 1972 la lucha entre las dos tendencias se dirimió en las calles, a veces con violencia, como en Ezeiza el día del regreso al país de Perón. Progresivamente, la competencia callejera fue sustituida por los asesinatos y la guerra de aparatos militares: el de Montoneros y el que se construyó con grupos de choque sindicales y elementos policiales, conocido como Triple A. Después de la muerte de Perón, Montoneros pasó 62 La larga crisis argentina Clímax y anticlímax 63 a la clandestinidad, mientras que las Fuerzas Armadas se hacían cargo de la represión, por orden de la presidenta Isabel Perón, y desplazaban a los grupos paramilitares de la Triple A. En 1975 obtuvieron un primer éxito contundente con el exterminio del foco guerrillero montado en Tucumán por el trotskista Ejército Revolucionario del Pueblo. En marzo de 1976 se derrumbó el gobierno de Isabel Perón, las Fuerzas Armadas se hicieron cargo del poder y comenzó la fase más terrible de la violencia política. La dictadura militar: lo nuevo y lo viejo Con su intervención, las Fuerzas Armadas pusieron fin a la crisis política, mediante unos procedimientos que excedieron largamente los alcances de intervenciones militares anteriores. Al tiempo que restablecían la estabilidad política, destruyeron las bases de la Argentina vital. Diremos aquí algo sobre la manera en que hicieron las cosas, y dejaremos para el próximo capítulo las cosas hechas, irrevocables. La forma militar de resolver la crisis fue excepcional, desmesurada y horrorosa. Pero no fue inesperada ni del todo original. El Proceso de Reorganización Nacional –tal la denominación que adoptó la última dictadura militar– trabajó con materiales conocidos, y quizá por esa familiaridad logró al menos inicialmente el consenso que necesitaba. La violencia ejercida de manera clandestina por el estado desde marzo de 1976 alcanzó niveles nunca vistos en el país. Hubo una cantidad inmensa de muertes y desapariciones; también campos de concentración, tortura y exterminio, depredación de bienes y robo de niños. Pero la violencia asesina no era nueva: estaba ya instalada en la vida política y naturalizada, aunque sin duda las diferencias de cantidad hacen a las de calidad. Sebastián Carassai ha registrado en la publicidad comercial de los años setenta la presencia habitual de la muerte violenta. Lo novedoso fue que desde 1976 la ejecutó El teniente general Jorge R. Videla, el almirante Eduardo E. Massera y el brigadier general Orlando R. Agosti, en un homenaje a Guillermo Brown. El Ejército, la Marina y la Aeronáutica compartieron el poder entre 1976 y 1983 y ejecutaron un plan sistemático de terrorismo clandestino de estado para eliminar no sólo a las organizaciones armadas sino a cualquier otra disidencia política. Divididos por diferencias políticas y por disputas de intereses, no lograron una efectiva unificación de la autoridad. [Fotografía: Presidencia de la Nación.] 64 La larga crisis argentina Las Madres de Plaza de Mayo contra la ley de Obediencia Debida, en mayo de 1987. Las marchas semanales de las Madres, iniciadas en 1977, desafiaron a la dictadura militar en nombre de principios éticos incontrastables, como el derecho de las madres a conocer la suerte de sus hijos. La represión cayó también sobre ellas, pero no las silenció, y su mensaje, con ecos en el mundo, dañó seriamente al discurso oficial. La defensa de los derechos humanos, por encima de las identidades políticas, fue uno de los pilares de la construcción de la democracia. [Fotografía: gentileza diario Tiempo Argentino.] Clímax y anticlímax 65 un estado clandestino, que operaba de noche y aparentaba normalidad de día; además de matar, derrumbaba la fe en las instituciones y en las leyes, sistemáticamente violadas por quienes debían custodiarlas. Otra vez, se trató de diferencias cuantitativas, dentro de un rumbo ya conocido: las actividades del terrorismo de estado eran reconocibles y hasta aceptadas por muchos, pues arraigaban en tradiciones y prácticas políticas conocidas. El Proceso se caracterizó por la convicción de que un rígido autoritarismo y la concentración del poder, no limitado por restricciones jurídicas, solucionarían el problema de la falta de autoridad del estado. La idea tenía precedentes, no sólo en los períodos de gobierno militar sino en las etapas democráticas que, como se vio, fueron escasamente republicanas. En este aspecto el Proceso –que continuó la tradición militar de denunciar el desgobierno en los civiles ignorando la anarquía en su propio campo– fracasó en forma contundente. No logró nunca que el poder tuviera un punto de concentración, y el singular experimento de dividirlo entre las tres fuerzas naufragó estrepitosamente. El general Jorge Videla, presidente durante los cinco años iniciales, fue un protagonista mediocre, y sus sucesores mucho más. Cada fuerza se reservó un área de influencia para el ejercicio de la represión y del gobierno, y los jefes de cuerpos militares transformaron los gobiernos provinciales en sus feudos, de modo que los complejos procesos de negociación de intereses en el seno del estado continuaron de manera aún más espuria. También caracterizó a los gobernantes del Proceso su voluntad de identificarse imaginariamente con la nación. Al declarar que asumían la custodia de sus intereses supremos, las voces divergentes o alternativas pudieron ser eliminadas en nombre de la nación; y lo fueron no sólo de manera discursiva como hasta entonces, sino también físicamente. Ambas maneras se complementaron. El terror, la tortura y las desapariciones también permitieron a los militares acallar toda otra voz y hasta negar su existencia legítima: cualquier disi- 66 La larga crisis argentina dencia era atribuible a la subversión apátrida y estaba, por definición, fuera de la nación. Es difícil ignorar las profundas raíces que esta negación del otro tiene en nuestra cultura política contemporánea: tuvieron éxito porque machacaron en terreno conocido. Incluso apelaron, también con éxito, a la pasión nacionalista y a su habitual combinación de soberbia y paranoia. Según una arraigada tradición ideológica, plasmada hasta en los libros de texto, la Argentina tiene asignado un destino de grandeza, no concretado aún por la falta de temple de la mayoría y por la acción concertada del enemigo externo y del interno. Desde entonces, esa pasión estuvo muchas veces lista para emerger, apenas se frotaba la lámpara, a fin de legitimar los autoritarismos. Los militares lo intentaron con el Campeonato Mundial de Fútbol –que se jugó en la Argentina en 1978–, con el conflicto con Chile ese mismo año, y finalmente con la Guerra de Malvinas. Con esta última casi lo lograron: en 1982, la iniciativa bélica produjo un momento de enajenación, cuando tantos argentinos creyeron que el destino nacional se asociaba con esa nueva aventura militar. La guerra selló el destino de la dictadura; la sociedad la culpó, no tanto por el intento de querer consagrarse con una guerra triunfal cuanto por haber fracasado en ese intento. En buena medida, la política económica elegida estuvo en consonancia con el propósito de reducir el conflicto político que, según un diagnóstico perspicaz, tenía una de sus raíces en las pujas corporativas. La política del ministro José Alfredo Martínez de Hoz, que condujo la economía entre 1976 y 1981, sirvió –deliberadamente o no, poco importa– a los fines de la represión: quitar su base a los militantes, aplacar los conflictos sociales y en particular los industriales, así como la ríspida lucha entre corporaciones de patronos y trabajadores, y la consecuente y necesaria acción mediadora del estado. A juicio de los nuevos gobernantes, esto desembocaba en dos situaciones que se habían tornado intolerables: enfrentamientos que desbordaban la capacidad de control o asocia- Clímax y anticlímax 67 Plata dulce fue filmada en 1982. La especulación financiera generada por la política del ministro de Economía J. A. Martínez de Hoz se extendió a amplios sectores sociales, que disfrutaron de una efímera prosperidad. Esta historia concluyó cuando la crisis de 1981 provocó la quiebra de muchas entidades financieras y dejó un tendal de ahorristas arruinados e indignados. La película, filmada durante la dictadura, registró en clave de farsa estos diversos humores sociales. 68 La larga crisis argentina ciones de intereses, espurias y colusivas. De acuerdo con la nueva doctrina neoliberal, el mercado debía disciplinar a la sociedad. La solución fue la apertura de la economía y la reducción de la intervención del estado. Una sangría que bajó la fiebre del enfermo pero lo dejó exangüe. Se logró reducir la potencia de los actores del conflicto industrial –los sindicatos y las corporaciones empresarias sectoriales– y a la vez se achicó el premio de la lucha: la capacidad de intervención del estado empezó a ser desmantelada. Sin embargo, este camino fue recorrido sólo a medias; los militares no renunciaron a lucrar con las empresas estatales y de paso enriquecer a los empresarios que actuaban como contratistas. Por entonces, grandes grupos económicos se constituyeron, crecieron exprimiendo al estado y se convirtieron en soportes del régimen. La decadencia del estado se profundizó a medida que se acentuaba la corrupción de sus instituciones. Amplios sectores de las Fuerzas Armadas y de seguridad participaron en la rapiña que acompañó al terror; hicieron de las armas estatales el instrumento de negocios privados y perdieron definitivamente los límites éticos e institucionales, sin que los gobiernos posteriores a 1983 pudieran revertir esa situación. Los acompañó un sector de los jueces, que aprendieron a tolerar, encubrir y participar, y por ese camino siguió una buena parte de los funcionarios. Muchos empresarios se habituaron a jugar con esas reglas, preparándose para el proceso de privatización posterior a 1989. La corrupción impregnó hasta las normas legales mismas: el estado, aun en su parte diurna y legal, hizo gala de la arbitrariedad, subordinando la norma jurídica al ejercicio discrecional del poder. De modo que a aquellas prácticas del terrorismo de estado se agregó una segunda cadena de complicidades, que se hundió en lo profundo de la sociedad y llegó a convertirse en hábito aceptado. Todo ese proceso dejó una herencia de funcionarios, policías y jueces corruptos y acostumbrados a vivir en la corrupción, y una pobre idea del respeto a la ley, Clímax y anticlímax 69 El presidente Galtieri saluda desde el balcón de la Casa de Gobierno a la multitud reunida el 2 de abril de 1982 para celebrar la ocupación de las Islas Malvinas. Ningún presidente se había animado a repetir un ritual identificado con el peronismo. La audaz operación militar encendió las pasiones nacionalistas, con su habitual combinación de soberbia y paranoia. La dictadura cosechó un efímero apoyo popular, que se desmoronó con la inevitable derrota. [Fotografía: archivo de la revista Todo es Historia.] 70 La larga crisis argentina siempre subordinada a otras necesidades prácticas. Hubo una exitosa pedagogía de la corrupción y la arbitrariedad, que derrumbó al estado y también su credibilidad. 3. La Argentina decadente Las políticas iniciadas en 1976 y mantenidas en el cuarto de siglo siguiente con cambios sólo menores definieron los principales rasgos de una nueva Argentina, decadente y pauperizada: economía abierta a los fluctuantes capitales financieros, fuerte endeudamiento estatal, destrucción del aparato productivo, altas tasas de desocupación, una sociedad empobrecida y polarizada y un estado corroído, débil e impotente. Paradójicamente, esta Argentina en declive intentó construir, desde 1983, una democracia republicana y liberal que se desgastó en forma gradual. Esta decadencia estuvo jalonada por sucesivas crisis, cada vez más violentas, hasta la desencadenada en diciembre de 2001. Pareció el final, pero no lo fue. El paraíso neoliberal en versión argentina Las políticas de Martínez de Hoz mencionadas antes eran parte de un proceso común al mundo capitalista: el advenimiento del nuevo consenso económico neoliberal –el llamado Consenso de Washington–, caracterizado por la doble propuesta de la reforma y el ajuste. Según la nueva fe, las crisis recurrentes, juzgadas insolubles en el marco del estado de bienestar, se superarían con la apertura de la economía, la eliminación de los controles al flujo de los capitales financieros y la supresión de la protección y otros subsidios estatales. Este conjunto de estímulos habría de provocar el fin de los secto- 74 La larga crisis argentina res ineficientes, sobre todo los industriales, y el crecimiento de los más competitivos. La reducción de subsidios era parte de una propuesta más general de ajuste de los gastos estatales –se juzgaba que las economías no estaban en condiciones de solventarlos de manera genuina– e incluía la eliminación de sus partes más débiles y poco eficientes, pero también la retracción en campos vinculados con el bienestar social, e incluso la educación y la salud, donde su acción sólo debía ser subsidiaria. Se trataba de una línea de acción genérica. Según una conocida imagen, se abrieron las puertas de la jaula estatal y el tigre capitalista comenzó a correr libremente, destrozando hasta a aquellos que por un instante habían logrado cabalgarlo. Esta línea general podía ejecutarse en cada caso de manera diversa, según se atendiera más o menos a la gradualidad, la previsión y la equidad, que son las tareas propias del estado. En la mayoría de los casos, en la Argentina se adoptó la peor manera, pues la liberalización estuvo acompañada de la destrucción sistemática del estado. La experiencia del Proceso mostró que era más fácil abrir la economía y reducir los instrumentos de control del estado que erradicar a quienes medraban con él. El endeudamiento externo, producido durante el período de afluencia de capitales entre 1978 y 1981 –en nuestra memoria, la “plata dulce”–, dejó al estado fuertemente condicionado frente a los acreedores y a los organismos internacionales de crédito, interesados en la aplicación del nuevo rumbo económico; de ese modo, desde entonces resultó muy difícil retroceder en el camino adoptado. Así fue durante el primer gobierno democrático tras la última dictadura, presidido por Raúl Alfonsín (1983-1989). Aunque la transformación económica no estuvo entre sus prioridades –definió su gestión como de transición democrática–, debió encarar la cuestión al comprobar que la situación de vulnerabilidad externa dejada por el endeudamiento transformaba las crisis cíclicas en fenómenos ingobernables. La de La Argentina decadente 75 El presidente R. Alfonsín con su ministro de Economía J. Sourrouille. Su gobierno debió enfrentar el endeudamiento externo, que redujo los recursos fiscales, y un conjunto de demandas sociales, acumuladas a lo largo de los años de dictadura. El resultado fue una pertinaz inflación. Para detenerla, en abril de 1985 se lanzó el Plan Austral, que contó inicialmente con amplio apoyo y obtuvo resultados rápidos, que se mantuvieron durante algo más de un año. [Fotografía: Presidencia de la Nación.] 76 La larga crisis argentina 1985 se superó mediante el Plan Austral, que tuvo éxito en estabilizar la moneda. De allí en más, parece haber habido una coincidencia general con la propuesta de reforma y modernización, en su versión más gradual, previsora y equitativa; así lo indica el discurso pronunciado por Alfonsín en Parque Norte, que muestra, por otra parte, la amplia gama de posibilidades existentes en el proyecto. Pero Alfonsín, que priorizó otras cuestiones, sólo encaró el problema en el último tramo de su gobierno, cuando ya carecía de fuerza política para ponerlo en marcha. Finalmente, una nueva y más profunda crisis cíclica lo obligó a abandonar la presidencia en 1989, unos meses antes del término de su mandato. Ese año, poco después de estallar la hiperinflación, fue electo presidente el justicialista Carlos Menem (1989-1999), reelecto en 1995, luego de haberse reformado la Constitución en 1994. A diferencia de Alfonsín, y alejándose de su tradición política, Menem asumió plenamente el programa de la reforma y el ajuste. Lo aplicó en su versión más simple, tosca, brutal y destructiva: apertura financiera irrestricta y privatización descontrolada de las empresas estatales. Vicente Palermo y Marcos Novaro han señalado que, para llevar adelante lo que llamó “cirugía mayor sin anestesia” y reunir el poder político necesario, debió realizar innumerables concesiones –la anestesia que decía no utilizar– con quienes podían oponerse: empresarios contratistas, gobiernos provinciales, sindicalistas y congresistas. Su éxito inicial se correspondió –como le habría sucedido antes a Martínez de Hoz– con un período de gran afluencia de capitales externos y de fácil endeudamiento. Eso le permitió estabilizar la moneda al atarla, mediante la Ley de Convertibilidad, a un dólar que llegaba fluidamente y se acumulaba en el Banco Central. Fue una gran victoria que impresionó a la opinión mundial, pero construida sobre bases endebles. Se trataba de capitales especulativos que circulaban libremente por el mundo, y el estado se privaba de la posibilidad de correcciones parciales. Como en los casos de 1981 y 1989, el La Argentina decadente 77 límite del éxito, visible desde 1997, lo marcaron su rápido retiro ante las primeras dificultades y el final de la afluencia fácil del financiamiento externo, que preparó una nueva y más violenta crisis. La nueva Argentina Fueron, en suma, tres golpes de volante para un giro copernicano, cuyos efectos quedaron en evidencia en la crisis de 2001: la nueva Argentina de la decadencia se parecía entonces muy poco a la vieja Argentina de la prosperidad. Como ocurre en las crisis, los protagonistas son más sensibles a lo que se derrumba que a lo que emerge. Muchas cosas se destruyeron en esos años, y los costos fueron altos, pero a la vez otras nuevas emergieron, robustas. En la economía, la mayor destrucción se produjo en el sector industrial tradicional, surgido entre los años treinta y el fin de la Segunda Guerra Mundial. Era un sector poco eficiente, orientado al mercado interno y protegido por variados regímenes arancelarios, impositivos y de promoción. Pablo Gerchunoff calculó que en 1989 el total de subsidios estatales al sector era equivalente al déficit fiscal. El gobierno de Menem redujo drásticamente todos esos beneficios y abrió la economía a la competencia con el mundo. La consecuencia fue el cierre de muchas empresas y una gran pérdida de empleos. Esto se sumó a lo ocurrido en las empresas del estado, donde, con la transferencia a manos privadas, se eliminó mucho personal excedente. En cambio, en el sector agropecuario se aceleró la transformación iniciada décadas antes: el uso de fertilizantes y semillas híbridas y la introducción de la siembra directa incrementaron la productividad y expandieron la frontera agraria. A la vez, se flexibilizó la organización de la producción, de modo que el sector estuvo listo para aprovechar las nuevas oportunidades en el mercado externo. También aumentó la eficiencia 78 La larga crisis argentina en la siderurgia, la petroquímica, el aluminio y el petróleo, así como en la industria automovilística, que se integró con la brasileña, aprovechando las facilidades del Mercosur. En suma, el balance es complejo, con algunos ganadores y muchos perdedores. Se perfilaba una nueva inserción de la Argentina en la economía mundial integrada, basada en la exportación de productos agropecuarios, algunos bienes industriales y automóviles. Otros sectores quedaron en el camino. No estaba claro qué capacidad tenía el reducido sector modernizado para influir en el conjunto y restablecer el dinamismo de la economía capitalista. Tampoco cuál era la capacidad del estado para eliminar los comportamientos prebendarios. En el corto plazo, lo que más pesó fue el endeudamiento externo. Desde 1976, las fases de prosperidad y las de contracción coincidieron con el flujo y reflujo de los fondos internacionales, en su mayoría especulativos, favorecidos por la eliminación de los controles estatales. Como las mareas, estos subían y bajaban, y al retirarse arrastraban el ahorro interno acumulado. El resultado fue la acumulación de una impresionante deuda externa, imposible de pagar para el estado, que debió apelar una y otra vez a la intervención salvadora de los organismos internacionales de crédito. Estos le exigieron siempre que ajustara sus gastos y aumentara así su capacidad de pago, con el argumento de que, además, un estado menos pródigo ayudaría a la eficiencia general de la economía. La modalidad del ajuste, los sectores donde se limitó y donde se mantuvo la afluencia de fondos fiscales, así como la política impositiva, sus rigideces y permisividades, han de ser, para quien sepa interpretarlas, una verdadera radiografía del estado. Marcelo Cavarozzi ha hablado del fin del modelo estado-céntrico. Actor principal de la fase de construcción y responsable de sus virtudes y de sus defectos, el estado perdió protagonismo, iniciativa y hasta unidad. El endeudamiento acotó su soberanía; el ajuste afectó su funcionamiento, sin reducir su colonización por parte de los intereses corporativos. La Argentina decadente 79 Buscando ganar confianza, se ató las manos con la Convertibilidad, una ley que vedaba la emisión monetaria por encima de las reservas en divisas y lo obligaba a cambiar un peso por un dólar. En su intento por atenuar oposiciones y obtener aliados, los gobernantes concedieron mucho a los grupos empresarios y también a los dirigentes políticos, una corporación que se sumó a las restantes en la patriótica empresa de vivir a costa del presupuesto nacional. Entre ellos, los dirigentes de los estados provinciales y sus representantes en el Senado de la Nación se convirtieron en insaciables demandantes de prebendas, tanto mayores cuanto más débil era el centro del poder político. Mientras la crisis económica y la desocupación disminuyeron la masa de contribuyentes, el deterioro administrativo redujo la capacidad para recaudar. Con menos ingresos, el estado achicó un poco las prebendas y las eliminó drásticamente donde era más fácil: en la educación, la salud y la seguridad. Por otro lado, las agencias del estado dedicadas al control de los actores económicos privados se deterioraron, en parte por decisiones deliberadas, como en el caso de las privatizaciones, y en parte por la corrupción. Vieja como el mundo, esta creció de modo espectacular en dos momentos: durante la última dictadura militar y en los diez años de gobierno de Menem; nada de lo que hicieron era absolutamente novedoso, pero, como en el caso del Proceso militar y la violencia, una diferencia cuantitativa se convirtió en cualitativa. En suma, en la Argentina de la decadencia –y por una serie de factores concurrentes–, el estado resultó cada vez más incapaz de financiarse, de actuar con autonomía, de imponer normas, de dirigir. Además, por obra del consenso dominante, fue sistemáticamente descalificado y convertido en la bête noire, por razones legítimas e ilegítimas: las que tienen que ver con su carácter prebendario y también las relativas a sus funciones de control y de equidad. El estado se licuó y hasta los mejores gobernantes podrían haber hecho poco con semejante instrumento. 80 La larga crisis argentina A la luz de la crisis de 2001, era evidente que ya no existía aquella sociedad argentina democrática y móvil, donde la integración pasaba por el acceso al trabajo. María del Carmen Feijóo trazó a fines de los noventa un cuadro preciso de los cambios. Del pleno empleo de los años cincuenta se pasó a una desocupación muy alta: desde mediados de la década de 1990 el índice se instaló en el 18% de la población económicamente activa, y al entrar en la de 2000 superaba con holgura el 20%, sin contar a los que sólo tenían una ocupación temporal. Por entonces, la generación de los jóvenes no había conocido un empleo estable y la mayoría de sus padres tampoco. Los sindicatos, expresión final de la Argentina democrática y a la vez corporativa, perdieron su relevancia y poco gravitaron en el vasto mundo de la pobreza, donde no resultaba fácil precisar los límites entre las clases laboriosas, los desocupados y las clases peligrosas. En términos de identidad y organización, el lugar de los sindicatos fue ocupado por las organizaciones de desocupados, los “piqueteros”, que empezaron a crecer. Quienes se manifestaban cortando caminos eran ciertamente la voz de los excluidos; sus reclamos eran las migajas que aún tenía el estado para la asistencia social. Por otra parte, las clases medias, emblema de la sociedad democrática y móvil, se encontraban en plena licuación; muchos se sumaban al mundo de la pobreza y, uno tras otro, iban perdiendo los signos de su dignidad. El segmento de los ganadores no fue despreciable: eran lo suficientemente numerosos como para animar un mundo de consumo y visibilidad. Pero debieron encerrarse y protegerse. La sociedad móvil, continua, sin cortes estamentales, fue reemplazada por otra en la que la polarización llevó a la segmentación. La ciudadanía social, el logro final de la Argentina de la expansión, quedó arrasada: empleo estable, seguridad social, jubilación pasaron a ser variables excepcionales. La violencia social y la delincuencia llevaron a los gobiernos a aplicar una mano dura que la ciudadanía civil cuestionó seriamente. ¿Qué ocurrió con la ciudadanía política? La Argentina decadente 81 La paradójica democracia Lo curioso es que, por primera vez en su historia, la sociedad argentina conoció desde 1983 un régimen político democrático y republicano, fundado en el estado de derecho. No lo había conocido antes la sociedad democrática, cuando estaba en su plenitud. El Proceso militar fue decisivo para esta construcción de la democracia, casi ex novo. Quizá porque puso en evidencia, en su extremo, las lacras de las experiencias políticas anteriores, tanto dictatoriales como democráticas. Quizá también porque bastaba referirse al Proceso para unir voluntades, minimizar diferencias y construir en el discurso la figura clásica de la democracia: el pueblo derrotando a sus enemigos. Lo cierto es que, de las ruinas de la dictadura militar, abatida por la derrota de Malvinas, surgió una nueva convicción ciudadana, simétrica y opuesta al Proceso: la democracia sería tan poderosa como aquel y tan capaz de lo bueno como el Proceso lo había sido de lo malo. El cielo y el infierno. A la enorme confianza en las potencialidades de la fórmula política se sumó una novedosa convicción acerca de las bondades del pluralismo. En la política democrática habría adversarios pero no enemigos, y en la construcción del interés general se valorarían la diferencia y la confrontación. También hubo un nuevo aprecio por la ley y las formas institucionales. Y en primer lugar, fundamentándolo todo, un consenso acerca del valor absoluto de los derechos humanos y un rechazo total a la violencia. En ese sentido, se trataba de una democracia sin precedentes en la Argentina. Casi no tenía tradiciones en que fundarse, ni dirigentes entrenados en esas prácticas, ni siquiera ciudadanos conocedores de sus rutinas. La nueva democracia se sostuvo en la ilusión acerca de sus potencialidades. Quizá fue una ilusión algo boba. Pero es difícil imaginar que la democracia –un sistema político profano, que debe fundarse en una convicción compartida– hubiera podido constituirse sin esa fe inicial, tal vez desmesurada. 82 La larga crisis argentina El entusiasmo cívico se tradujo en prácticas políticas pertinentes: la afiliación masiva a los partidos políticos, su organización formal, la renovación de dirigentes y también de ideas. Ningún partido, ni siquiera el peronismo, pretendió ser la encarnación única del pueblo y de la nación. Por otra parte, las pasiones nacionalistas amenguaron, y hasta pudieron concluirse, mediante un plebiscito, las diferencias con Chile por cuestiones fronterizas. La democracia se construyó con algunas debilidades originarias. Probablemente entre los partidos hubo más búsqueda de consenso que debate a fondo sobre alternativas. Se postergaron las cuestiones que significaban elegir un rumbo, y finalmente, cuando llegó la hora de las decisiones, estas fueron tomadas fuera del marco deliberativo por un Poder Ejecutivo que avanzó sobre los otros poderes del estado, violentando la norma republicana. Los ciudadanos, por su parte, entendieron que había llegado la hora de ajustar cuentas con un estado otrora opresor, de modo que hubo más reclamos de derechos que asunción de deberes, empezando por el básico de pagar los impuestos. Cualquier intento de exigir el cumplimiento de esas u otras obligaciones fue descalificado como un intolerable retorno a los tiempos del autoritarismo dictatorial. En esos años iniciales –entre mediados de 1982 y mediados de 1985–, los argentinos se tomaron un recreo para la utopía, como lo habían hecho, en otro contexto, al comenzar los setenta. Durante ese breve período fue posible no sólo olvidar que la Argentina había cambiado de manera irrevocable luego de 1976, sino también creer que su estado conservaba la eficiencia y los atributos soberanos de 1973; y que las viejas corporaciones, protagonistas de los antiguos y duros conflictos, estaban domesticadas, atrapadas en la red de los partidos políticos, la representación y la civilidad, es decir, el conjunto de hombres de buena voluntad que construían el interés común. Pronto se descubrió que no era así y, en ese ciclo anímico, a la ilusión siguió, por etapas, el desencanto. La Argentina decadente 83 En 1985 la Justicia condenó a los integrantes de las Juntas militares. La Conadep realizó una investigación exhaustiva, que sirvió de base a la acusación. El fallo fue impecable: se basó en evidencia comprobada y las penas fueron distintas según los casos. El Juicio a las Juntas consagró el establecimiento del estado de derecho y constituyó un hito definitivo en la cuestión, que ni siquiera el posterior indulto a los condenados pudo modificar. [Fotografía: pool de fotógrafos.] 84 La larga crisis argentina El impulso progresista del primer gobierno democrático se detuvo pronto. Lo hizo ante los sindicatos, que se resistieron a ser reformados; ante la Iglesia, que peleó duramente en el terreno del laicismo, y ante las Fuerzas Armadas, que toleraron el juzgamiento de sus antiguos jefes, ya retirados –el Juicio a las Juntas fue el logro más importante de la civilidad–, pero resistieron con éxito el juzgamiento de oficiales en actividad. El gobierno de Alfonsín fracasó en sus intentos de revisar la deuda externa o de organizar un frente de países deudores. En cuanto a los grupos económicos concentrados, que eran por entonces las cumbres del nuevo ordenamiento de la economía, ni siquiera se insinuó la batalla. Hacia 1987 el impulso había encontrado su freno, y el primer gobierno democrático convocó al gabinete a los representantes de los grandes intereses corporativos: los sindicalistas más tradicionales y los empresarios más prominentes. En realidad, se habían constatado dos límites: el del instrumento de acción, el estado, sin la capacidad de otrora para modificar el orden establecido de las cosas, y el de la civilidad, un actor político de enorme potencialidad para algunas acciones pero inútil para otras. Todo su respaldo no alcanzó para que, en la Semana Santa de 1987, el presidente pudiera encontrar un solo oficial del Ejército dispuesto a disparar contra sus camaradas rebelados. Allí se quebró por primera vez la ilusión ciudadana, y esto afectó al grupo más alerta y militante de la civilidad, el más comprometido con la construcción democrática. Quienes se negaban a aceptar la realidad tal cual era culparon, naturalmente, al gobierno, por claudicar ante los enemigos del pueblo. Sobre la desilusión ciudadana, los peronistas encontraron la posibilidad de recuperar el terreno perdido en 1983 y vencieron en las elecciones de 1987 y 1989. El fin de esa primavera de los pueblos, efímera como todas, dejó lugar a una relación menos apasionada de la sociedad y sus actores con sus gobernantes. En 1989, con la hiperinflación y el fin adelantado del gobierno de Alfonsín, hubo una La Argentina decadente 85 segunda desilusión que afectó al conjunto de los habitantes: la democracia no sólo fracasaba al intentar solucionar los problemas sino que los agravaba, y hasta perdía en la comparación con un gobierno militar de imagen ya más borrosa en el recuerdo colectivo. Al breve entusiasmo un poco mesiánico suscitado por Menem en 1989 siguió una mansa y pragmática aceptación de las reglas del juego, que el discurso oficial presentaba como inapelables. Si el fantasma del Proceso sustentó la democracia, el fantasma de la hiperinflación sostuvo largamente la Convertibilidad. Por entonces el sistema democrático había arraigado, convertido en práctica normal que podía prescindir de las manifestaciones cotidianas de apoyo. Sus éxitos no fueron menores: elecciones regulares, al menos cada dos años; tres gobiernos de signo opuesto que se sucedieron entre 1983 y 1999, y algunos datos un poco más idiosincrásicos: el peronismo, el partido-pueblo, perdió una elección presidencial en 1983 y otra en 1999, esta vez como oficialismo. Instituciones que funcionaron, congresos que legislaron y jueces que juzgaron con alguna autonomía fueron logros significativos si se los compara con las experiencias militares anteriores, y no sólo con ellas, aunque desde otra perspectiva las imperfecciones eran abrumadoras en comparación con el deber ser o la letra constitucional. Pero cualquier democracia realmente existente es inferior al modelo: es deber del ciudadano denunciarlo, y tarea del historiador comprenderlo. ¿En qué se apartó esta democracia realmente existente del modelo democrático-republicano contra el que eligió medirse? En primer lugar, sus dirigentes se plegaron a la realidad, admitieron que las instituciones sustentadas en el sufragio y fundadas en el interés común, que gobernaban un estado desarmado, no podían modificar muchos de los rasgos ya definidos de la economía y la sociedad, ni afectar la actuación de los intereses corporativos instalados en el estado. Durante la década de 1990 este pensamiento se impuso, sin términos medios. Esa aceptación de la reali- 86 La larga crisis argentina Durante el gobierno de Alfonsín, el sindicalista Saúl Ubaldini y el teniente coronel Aldo Rico encabezaron dos fuertes grupos de interés. La CGT organizó una docena de paros generales y movilizaciones, que expresaron el descontento general por la situación económica. Rico encabezó el primer alzamiento de los militares “carapintadas”. Aunque no se trató de un golpe de Estado, su acción mostró los límites de la subordinación de las Fuerzas Armadas al poder civil. [Fotografía Ubaldini: 7 Días, año XV, núm. 798, septiembre de 1982 / Fotografía de Rico: archivo Clarín.] La Argentina decadente 87 dad, visible ya en el segundo tramo del gobierno de Alfonsín, fue plena en el de Menem, que hasta exageró un poco para que le creyeran. Las instituciones democráticas, aunque algo hicieron, cumplieron mal su papel de balancear los poderes corporativos. En segundo lugar, se alteró el equilibrio de poderes propio de la república. Los gobernantes timonearon en medio de las tormentas; en plena turbulencia, en nombre de la gobernabilidad, el Ejecutivo incursionó sobre los otros poderes alterando el equilibrio republicano. En el marco de la crítica coyuntura en que inició su gobierno, y fortalecido por la tradición peronista de la conducción, Menem avanzó mucho por ese camino y su jefatura se alejó notoriamente de la tradición republicana. Contó con la aprobación segura de la Corte Suprema y su “mayoría automática”. El Congreso, en cambio, en ciertos momentos supo recordar que había algunos límites. En tercer lugar, la llamada clase política no lució. En lo suyo fue eficiente y profesional. Los partidos produjeron elecciones aceptables, con bajo costo en materia de enfrentamientos y polarizaciones. Los representantes fueron flexibles a la hora de realizar acuerdos. Lobbystas y operadores dieron forma a un subsuelo de la política, donde los debates públicos se convertían en provechosos acuerdos privados. Algo sin duda criticable; pero hasta un cierto punto, propio de cualquier sistema político. Todo se hizo muy profesionalmente: se compara con ventaja –no hay otra coyuntura similar– con el período 1916-1930. Pero, a la vez, no se trató exactamente de una clase política como la pensó Gaetano Mosca: no tenía tradición de gobierno ni ejemplos y valores con los que confrontarse. En materia de funcionarios, pocos tenían credenciales democráticas intachables. Algunos tenían en su historial las prácticas, relaciones personales y compromisos del Proceso con el que habían convivido. Otros quizá provenían de la experiencia de las organizaciones armadas, y en su conversión a la democracia había tanto de pragmatismo como de convicción. Las 88 La larga crisis argentina La Argentina decadente 89 instituciones en que debían desempeñar su acción estaban ellas mismas corroídas en sus valores, en esa ética burocrática que –según suele decirse– sostiene los estados modernos: la Policía Bonaerense, la “maldita Policía”, es al respecto paradigmática. En los primeros años de la democracia, la ciudadanía militante los vigiló de cerca, recordándoles que sus prácticas debían ajustarse a los valores proclamados. Pasado el impulso inicial, producida la primera desilusión, desatenta la sociedad que los miraba de lejos, los políticos generaron su propio corporativismo, hecho de prebendas, privilegios y enjuagues, y por esa vía, quien más quien menos, se corrompieron. ¿Fueron los únicos? Al fin, hicieron lo mismo que cualquier grupo de argentinos: empresarios, sindicalistas, profesionales, docentes, desocupados, pues nuestro deporte nacional es organizarnos en corporación para mojar nuestro pan en la salsera del estado. Es cierto que con Menem se instaló una banda depredadora organizada –el famoso “robo para la corona”–, con el agravante de que hacía ostentación de la impunidad, de modo de convertir en valiosa y recomendable una conducta que hasta entonces sólo era tolerada con resignación. Pero actuó sobre un terreno ya preparado durante décadas de practicar la corrupción del estado. En suma, los políticos no fueron ni mejores ni peores que la sociedad de la que provenían. El pozo de la crisis La prosperidad internacional de la primera mitad de los noventa, que se derramó sobre la Argentina bajo la forma de un amplio financiamiento externo, disimuló durante varios años esa decadencia e hizo concebir desmedidas expectativas acerca de los frutos de la Convertibilidad. Los problemas comenzaron a hacerse evidentes hacia 1998 cuando, al estrecharse el flujo financiero externo, se inició un largo ciclo re- En 1989, durante la hiperinflación y la crisis política, se produjeron saqueos a supermercados y comercios. Fue la primera emergencia del nuevo mundo de la pobreza, que desde entonces no pudo ser ignorado. Hiperinflación y saqueos conformaron la imagen de una sociedad al borde del abismo. El recuerdo de la situación de emergencia fue luego usado por C. Menem para reclamar poderes especiales y justificar distintas medidas excepcionales. [Fotografía: archivo Crónica.] 90 La larga crisis argentina cesivo que habría de durar al menos cinco años. En medio de la recesión hubo elecciones presidenciales y la Alianza, que reunió a la UCR y a grupos procedentes del peronismo, ganó con cierta holgura. En su programa de gobierno, proponía una administración más racional y transparente, pero sobre todo insistía en la continuidad de la Convertibilidad, cuestionada en cambio por el candidato peronista Eduardo Duhalde. La Convertibilidad era por entonces un valor socialmente aceptado, en parte porque se creía en sus méritos y en parte porque nadie imaginaba cómo se podía salir de ella de una manera que no fuera catastrófica. Hoy se discute si todo estaba jugado cuando asumió el gobierno Fernando de la Rúa (1999-2001), o si fueron su notoria ineptitud y su decisión de no emprender ningún camino riesgoso las que malograron las pocas oportunidades de evitar una resolución catastrófica. Las disensiones en el gobierno hicieron abortar los débiles intentos de reforma estatal; mientras tanto, la lógica de la Convertibilidad, en tiempos de recesión, obligó al gobierno a profundizar las políticas de ajuste fiscal, buscando vanamente volver a atraer a los capitales especulativos. La convocatoria al gobierno de Domingo Cavallo, antiguo ministro de Menem, ilustra esa política, a la vez errática y fijada en un único propósito. Cavallo sólo logró postergar el final anunciado y hacerlo más catastrófico. El cataclismo se produjo a fines de 2001. Primero, una fenomenal corrida bancaria, secuela de la retirada presurosa de las inversiones financieras, llevó a una congelación de todos los depósitos –el “corralito”– y, en consecuencia, a una crisis económica vertiginosa. Paralelamente, se agudizó la protesta social, impulsada por las organizaciones sindicales y piqueteras; se extendieron los saqueos –algunos espontáneos, otros promovidos por los aparatos partidarios peronistas– y creció la movilización ciudadana en Buenos Aires y otras grandes ciudades, exasperada por una represión descontrolada. En pocos días este conjunto de circunstancias provocó la renuncia del presidente, institucionalmente agra- La Argentina decadente 91 vada por la previa renuncia, un año antes, del vicepresidente Carlos “Chacho” Álvarez. Más allá de la extensa e indignada movilización popular, la caída del gobierno fue impulsada desde el frente político, dentro del marco de las instituciones. Fue ejecutada por los gobernadores peronistas, apoyados por buena parte del radicalismo, quienes en el momento culminante retiraron de modo ostensible su apoyo a De la Rúa. Le tocó a la Asamblea Legislativa salvar el débil hilo de la legitimidad, designando sucesivamente, entre algunos interinatos, a dos presidentes: el gobernador de San Luis Adolfo Rodríguez Saá y el senador por Buenos Aires Eduardo Duhalde, candidato presidencial derrotado en 1999. Con Duhalde comenzó a restablecerse un centro mínimo de autoridad política, que durante varias semanas había girado en el vacío, como una rueda loca. Su fragilidad se puso en evidencia cuando en junio de 2002 fueron asesinados por la Policía Bonaerense dos militantes piqueteros, Maximiliano Kosteki y Darío Santillán, lo que obligó a Duhalde a anticipar el llamado a elecciones y a autoexcluirse de la candidatura. En su breve presidencia, Rodríguez Saá había anunciado que dejaba de pagarse la deuda externa. Poco después el “corralito” se convirtió en “corralón”, incluyendo todo tipo de acreencias y ahorros. A ello siguió una devaluación del 40%, que se aplicó de manera diferente a deudores y acreedores. En medio de tal descalabro, y por caminos algo tortuosos, se realizó un ajuste económico de gran magnitud, que pasó inadvertido entre las protestas cruzadas y la indignación general. En 2002 la crisis se desplegó en toda su hondura. Ya la hiperinflación de 1989 había terminado con las ilusiones de 1983 acerca de la potencia democrática, obligando a enfrentar la realidad del país. Pero esa inicial madurez quedó pronto oscurecida por un nuevo velo: la ilusión de la Convertibilidad. El año 2002 acabó con ella y creó las condiciones para poder mirar, a fondo y en forma descarnada, los problemas argentinos. En muchos ámbitos así ocurrió. 92 La larga crisis argentina Menem anuncia, el 16 de febrero de 1990, el restablecimiento de las relaciones con Inglaterra. A su lado, el entonces ministro de Relaciones Exteriores, Domingo Cavallo. Durante cinco años formaron una dupla exitosa. El presidente, hábil negociador, convenció a los dirigentes peronistas de que aceptaran medidas que contrariaban su tradición. El ministro logró negociar la deuda pública y restablecer el crédito externo. Ordenó las privatizaciones de empresas estatales, equilibró el presupuesto nacional y controló la inflación mediante la Convertibilidad, que ató el valor de la moneda nacional con el dólar. La medida fue muy efectiva en lo inmediato pero generó las condiciones para la crisis de 2001. [Fotografía: archivo de la revista Todo es Historia.]º La Argentina decadente 93 Estaba el problema del default y todos los derivados de medidas ad hoc, confusas y contradictorias. Varios de los signos emergentes de la crisis apuntaban a la crisis del estado, visiblemente impotente. Entre ellos, la falta de una moneda nacional y la proliferación de bonos provinciales de dudoso valor. El cuestionamiento de todos los contratos comerciales. La creciente inseguridad pública y el recrudecimiento de los actos criminales, quizá por la desesperación de los delincuentes, quizá por la corrupción de las fuerzas policiales, a menudo dedicadas a protegerlos y hasta a organizarlos. Y finalmente, la dudosa existencia del orden jurídico, por la incapacidad estatal de hacer cumplir la ley y por el descrédito de quienes eran los encargados de administrar justicia. La crisis terminó de pulverizar la antigua sociedad integrada, móvil y democrática, sacó a la superficie la hondura de la transformación social calladamente desarrollada en las décadas anteriores y llevó al primer plano a nuevos actores, algunos circunstanciales y otros que llegaron para quedarse. Mónica Gordillo trazó un cuadro comprensivo de este momento. Tres figuras sociales pueden sintetizar la nueva realidad: los “caceroleros”, los “cartoneros” y los “piqueteros”. Entre los caceroleros –un heterogéneo conjunto de sectores de clase media–, algunos reclamaban ante los bancos o las sedes gubernamentales por sus ahorros perdidos o por la corrupción de los políticos, expresando así la protesta rabiosa e irreflexiva de los defraudados. Los cartoneros, que por las noches revolvían la basura para juntar los valiosos papeles y cartones, semejaban la invasión de los ejércitos de las tinieblas sobre la “ciudad propia”. Los piqueteros, desocupados que se manifestaban cortando calles y rutas, eran la voz de los excluidos, terrible y justa a la vez. Es fácil ver en ellos el signo de la disgregación y hasta de la explosión del orden social, y el inicio de un camino de desastres sin fin. Sin embargo, no eran ni anárquicos ni destructivos: sólo estaban desconcertados. Los caceroleros amainaron pronto, y muchos pasaron a animar las asambleas barriales, 94 La larga crisis argentina que combinaban la ilusión de la democracia directa con la más prosaica gestión de las necesidades locales. Los cartoneros se convirtieron en engranajes de las empresas dedicadas al reciclaje, de modo que en general se concentraban en lo suyo, eficiente y pacíficamente. Los piqueteros –estudiados por Maristella Svampa– llevaron hasta sus últimas consecuencias la técnica, largamente conocida, de organizarse para reclamarle beneficios al estado; presionaron lo necesario para no ser olvidados. Algunos de estos nuevos actores tuvieron una existencia más durable que otros, pero todos mostraron, para quienes podían superar el espanto, la gestación de nuevos tipos de organización, sociabilidad y reclamo sectorial, y un principio de orden en el caos. Pero 2002 fue, en lo más visible, el año de la ira y de los jacobinos. También, el del voluntarismo. Caceroleros, ahorristas, asambleístas y piqueteros, superpuestos pero no unidos, conformaron un coro de protesta generalizado, cuya voluntad crítica y capacidad analítica se resumieron en la consigna dominante: “Que se vayan todos”. Sobre ese estado de ánimo iracundo, un conjunto de políticos e intelectuales –es decir, los responsables de interpretar los problemas y proponer las soluciones– eligió la actitud apocalíptica: el sistema político estaba podrido hasta sus raíces y la sociedad –que se conservaba pura e incontaminada– debía reconstruir desde sus bases las instituciones y la política. Así, se reclamó una reorganización total, una suerte de asamblea constituyente en la que, más allá de la cuestionada mediación política, pudieran expresarse las fuerzas puras de la sociedad. Surgió una nueva ilusión: la regeneración, que se expresaba en la volátil adhesión a alguna figura política considerada impoluta, mientras los partidos políticos, trabajosamente construidos desde 1983, entraron en un proceso de desprestigio y disgregación del que no se han recuperado. Desde 1983 habían coexistido, para asombro de los analistas, una democracia política que funcionaba y una sociedad que por obra de la pobreza ya no era democrática, aunque, a La Argentina decadente 95 diferencia de otras, lo había sido y todavía podía recordarlo. Pero en los años siguientes la sociedad se vació gradualmente de ciudadanía y perdió la ilusión fundadora. Un sistema basado en la igualdad política –un hombre, un voto– era incapaz de modificar la tendencia de la sociedad hacia la desigualdad creciente. Un sistema de partidos eficiente y aceitado puede funcionar sin la participación cotidiana de la ciudadanía. Sin embargo, es difícil que se sostenga si no hay entre los representados algo del fuego sagrado de la fe; sobre todo si esta carencia no es compensada con alguna valoración de la eficacia gubernamental. Y en el año de la crisis, la única imagen del estado era la del caos. 4. El nuevo siglo: los años de los Kirchner La salida de la crisis Durante 2002, cuando la percepción social de la crisis era más aguda, comenzó a advertirse una reversión de la tendencia negativa que, con algunas treguas, había caracterizado la situación económica y social desde 1975. Un año después, los cambios ya eran contundentes. Como escribió Hugo del Campo en un lúcido análisis de la Argentina contemporánea, el país resurgió “como el Ave Fénix”. En lo inmediato, se manifestaron los previsibles efectos de rebote que una crisis genera. El go del ciclo trienal de stop and go. Las drásticas medidas tomadas por Duhalde, que pasaron casi inadvertidas en medio de las encendidas protestas, produjeron, como los clásicos ajustes, una fuerte caída de los salarios y las jubilaciones, y una mejora de las finanzas fiscales y la rentabilidad empresaria. La reducción de las importaciones alentó la recuperación para la producción de la capacidad instalada ociosa, lo que mejoró la ocupación y activó el mercado interno. Pero, simultáneamente, hubo algo nuevo: un cambio notable en la demanda mundial de alimentos, y en particular de soja, alentada por las grandes compras de China y la India. Los precios comenzaron a subir en forma sostenida y la producción se expandió a pasos parejos, aprovechando la gran transformación productiva de los años noventa. Fluyeron las divisas, y el estado se quedó con una gran porción de ellas mediante retenciones a la exportación. Del mismo modo, hubo un buen clima para el resto de las exportaciones 100 La larga crisis argentina agrarias, así como para el petróleo, el acero o los automotores, beneficiados por la devaluación y también por las notables mejoras en su eficiencia y productividad que se habían introducido en la década precedente. La tendencia se consolidó y se mantiene hasta el presente. Combinando algunos aspectos de la gran transformación de los noventa y un cambio en los precios internacionales, la Argentina encontró una salida para una crisis que parecía terminal. También obtuvo algo más: una segunda oportunidad. La salida de la crisis fue conducida por el presidente Duhalde y su ministro de Economía Roberto Lavagna. El final exitoso proporcionó un sentido unitario a muchas medidas de emergencia, a menudo contradictorias. Duhalde soportó el embate de una cuestionada Corte Suprema, que en función de su propia supervivencia varias veces amenazó con derrumbar el precario equilibrio económico. Logró transformar las reticencias de los gobernadores en apoyo franco cuando se excluyó de la carrera presidencial y se convirtió en el gran elector de su sucesor. También consiguió apaciguar la crisis social, con el plan Jefes y Jefas de Hogar, que en un año ya se extendía a un millón de familias de desocupados. Entre otros beneficios, el plan contribuyó a encauzar la acción de las organizaciones piqueteras, que, sin disminuir su presencia cotidiana en las calles, se concentraron en participar de su distribución. La protesta perdió su dimensión disruptiva y, aunque no faltaron momentos de enfrentamiento, el gobierno amplió su margen de negociación. En ese estrecho espacio construido por Duhalde, Lavagna comenzó a desactivar la bomba de tiempo surgida de la salida traumática de la Convertibilidad. Continuó desarrollando su tarea en los años iniciales de la presidencia de Néstor Kirchner (2003-2007), hasta finales de 2005. Los conflictos locales eran muchos y muy trabados, y las soluciones transaccionales que eligió Lavagna no conformaron plenamente a nadie. Pero la cuestión principal no estaba en el frente interno sino en la discusión con el FMI, reacio a renegociar El nuevo siglo: los años de los Kirchner 101 R. Lavagna fue ducho en economía y en política. En 2002, respaldado por el presidente Duhalde y eludiendo las soluciones drásticas, fue desarmando la bomba de tiempo creada por la devaluación, la pesificación asimétrica y el default. Negoció con los acreedores externos, ordenó las cuentas fiscales y sentó bases sólidas para el crecimiento que por entonces se iniciaba. Ya como ministro de N. Kirchner, negoció la deuda externa y se salió del default. Su renuncia, a fines de 2005, marcó el comienzo de una política económica menos preocupada por el orden y el equilibro fiscal. 102 La larga crisis argentina su deuda, a menos que el gobierno tomara una serie de medidas drásticas que Lavagna había decidido evitar. En enero de 2003, después de muchas zozobras, se llegó a un acuerdo provisorio. Sobre esa base el Ministro, ahora junto con Kirchner, emprendió la gran negociación con los acreedores privados, afectados por el default. A principios de 2005 habían llegado a un acuerdo con la mayoría, sobre la base de una quita sustancial y una refinanciación que permitió salir del default y recuperar la normalidad financiera. Quedaron algunas deudas chicas, quizás olvidadas sin querer, que de momento no perturbaron. A lo largo de esos cuatro años Lavagna dejó establecidas las bases de un modelo económico fundado en los beneficios de las exportaciones. Sus columnas fueron los “superávits gemelos”: el externo, sustentado en las exportaciones, y el fiscal, fruto del saneamiento y de un manejo mesurado del gasto público. El tipo de cambio se mantuvo alto –un dólar caro–, en beneficio de las exportaciones y también del mercado interno reactivado. Esas fueron las bases –simples pero difíciles de establecer– de un “modelo” que se tradujo, hasta 2006, en tasas de crecimiento cercanas al 9% anual. Kirchner agregó algunos toques personales. Aumentaron las obras públicas, de fuerte impacto en el empleo, y los subsidios sociales directos e indirectos, a través de las tarifas de los servicios públicos. Se restablecieron las negociaciones paritarias, los salarios subieron en forma moderada y las organizaciones sindicales recuperaron su fortaleza. Sindicatos y organizaciones piqueteras amigas fueron el sustento social más importante de su gobierno. La llegada de Néstor Kirchner a la presidencia no había sido sencilla. En la segunda mitad de 2002, el llamado a elecciones presidenciales reflotó a los políticos, aunque no a los partidos existentes antes de la crisis. La regeneración institucional quedó postergada por la cuestión de las candidaturas. El gobierno modificó sobre la marcha la ley electoral, que preveía elecciones internas abiertas, porque no había El nuevo siglo: los años de los Kirchner 103 acuerdo en el seno del justicialismo, que finalmente concurrió con tres candidatos. Uno de ellos fue el gobernador de Santa Cruz, Néstor Kirchner, elegido por Duhalde luego de descartar otras alternativas que le eran más afines. Otro fue el ex presidente Menem, que conservaba un fuerte arraigo en el peronismo y se impuso en la primera vuelta, seguido por Kirchner. Hubo dos candidatos, que se habían separado del radicalismo y que encarnaron alguna de las dimensiones de la crisis de representatividad: Ricardo López Murphy aportó una combinación de ética republicana y ortodoxia económica; Elisa Carrió expresó la vertiente regeneracionista. En la segunda vuelta habrían de competir Menem y Kirchner. Un amplio arco político, hasta entonces desarticulado, encontró en Menem un referente negativo contra quien unirse. Aunque su retirada final impidió que la historia se consumara de manera plena, Menem ayudó a dar forma a la clásica figura democrática en la que el pueblo se une para derrotar al enemigo del pueblo. Ungido presidente en mayo de 2003 con pocos votos reales pero muchos potenciales, Kirchner –a fin de cuentas, un miembro de la clase política repudiada en 2002– logró extraer de ese mandato constitucional una fuerza impensable para quienes, apenas seis meses antes, pronosticaban que las elecciones simplemente acelerarían la disgregación del régimen político y del estado mismo. Sin embargo, la legitimidad de Kirchner no era plena: sólo podía exhibir un magro 22% de los votos, aportados en su mayoría por Duhalde, de modo que su tarea inicial fue construir una base propia. El camino que siguió puso en evidencia cuánto habían cambiado las prácticas democráticas desde 1983. Para liberarse de la tutela de Duhalde, de la liga de gobernadores peronistas y del Partido Justicialista, Kirchner buscó apoyos fuera del peronismo, en el campo del llamado progresismo. Los encontró en una corriente de opinión huérfana de referentes desde la crisis de la Alianza y en un conjunto de organizaciones civiles y sociales ajenas a la órbita peronista. 104 La larga crisis argentina Piquetes de protesta en junio de 2002, por la muerte de M. Kosteki y D. Santillán, víctimas de la Policía Bonaerense. Durante la crisis, los movimientos piqueteros se expandieron, cortaron calles y rutas, fueron reprimidos a veces, pero lograron la atención de un estado dispuesto a negociar. Progresivamente, las organizaciones piqueteras se institucionalizaron y desarrollaron mecanismos para distribuir los subsidios y para reclamar cuando los pagos se demoraban. Pero el corte de calles y rutas quedó consagrado como método normal de protesta. [Fotografía: Graciela García Romero.] El nuevo siglo: los años de los Kirchner 105 Sus primeras medidas conmovieron al progresismo, más allá de algunas imperfecciones formales que, aunque anunciaban el giro decisionista de su gobierno, fueron poco significativas por entonces. La Corte Suprema fue renovada, forzando la renuncia de los jueces más desprestigiados mediante el poco republicano expediente de la intimidación. Sus reemplazantes fueron figuras independientes, muy prestigiosas y designadas luego de un novedoso método de escrutinio público. Se derogaron las leyes de Punto Final y de Obediencia Debida –con un discutible efecto retroactivo– y fueron encausados todos los denunciados por participar en la represión clandestina. Ambas medidas tuvieron amplio respaldo en el Congreso y en la opinión. Kirchner convocó a Madres y Abuelas de Plaza de Mayo –las organizaciones emblemáticas de los derechos humanos– y les asignó –junto con diversos beneficios– un lugar preferencial en la representación pública del gobierno. También convocó a las mayores organizaciones piqueteras, que ocuparon algunas posiciones de gestión y de administración de los fondos públicos, y a la CTA, la central sindical alternativa de la CGT. Se sumó al grupo la mayoría de los dirigentes del antiguo Frepaso y numerosos dirigentes de otras fuerzas políticas. El conglomerado se llamó “transversal”, para indicar su independencia del PJ. Lo articuló un discurso que combinaba el progresismo radical posdictatorial con apelaciones a la militancia de los años setenta. Por otra parte, Kirchner afirmó su poder sobre bases más tradicionales, que también eludían a los partidos políticos: los poderes administrativos territoriales, de los gobernadores provinciales e intendentes del conurbano. Se apeló a todos, justicialistas o no, con el mismo método: una combinación de premios y castigos presupuestarios, vitales para administraciones crónicamente deficitarias, que incluía también la realización de obras públicas manejadas directamente por el gobierno nacional. No era un recurso nuevo –Menem ya lo había empleado–, pero en cambio era nueva 106 La larga crisis argentina la dureza del interlocutor presidencial y la firme disciplina que imponía. Quedaba un escollo: Eduardo Duhalde, el antiguo jefe, que aún conservaba fuerza en la provincia de Buenos Aires. Aunque Duhalde no era hostil a Kirchner, la coexistencia era imposible en un movimiento de líder como el peronismo. La ocasión para la ruptura llegó en 2005, en las elecciones de renovación parlamentaria. Kirchner presentó sus propias listas y derrotó a Duhalde en la provincia de Buenos Aires misma, donde Cristina Fernández, su esposa, ganó la banca de senadora que también disputaba Hilda “Chiche” Duhalde, esposa del ex presidente. La victoria mostró con claridad que la dirigencia territorial bonaerense se había subordinado al presidente. Kirchner obtuvo en esas elecciones el 40% de los votos, una cifra ajustada pero suficiente para vencer con amplitud a sus competidores. Su liderazgo quedó claramente ratificado. Poco después, le pidió la renuncia a Lavagna y comenzó a gobernar solo. Se cerraba la crisis y comenzaba la era kirchnerista. La economía: una nueva oportunidad En 2005 la locomotora sojera ya traccionaba plenamente al conjunto de la economía, que creció a tasas del 8 o 9% anual. La producción cerealera respondió al aumento de los precios y la demanda, y llegó en 2010 a 100 millones de toneladas, el doble que en 2005. Las exportaciones industriales –acero, aluminio, automóviles– aportaron lo suyo, y en otra escala, también la minería del oro, que se desarrolló en la zona andina. Varios encadenamientos funcionaron de manera virtuosa. Toda la región pampeana, extendida al norte hasta Salta, participó del derrame de la soja, y el mercado interno se expandió beneficiado por las políticas estatales de subsidios. El empleo y los salarios en aumento impulsa- El nuevo siglo: los años de los Kirchner 107 ron la producción local de bienes y servicios, y la industria recuperó su capacidad productiva, aunque sugestivamente hubo muy pocas inversiones nuevas. Un gran go prolongaba la recuperación de 2002, pero esta vez sin perspectivas de un stop a la vista. El estado recibió una porción de los beneficios del crecimiento y lo gastó, a veces de manera desconcertante y difícil de inscribir en el llamado “modelo de crecimiento de matriz diversificada con inclusión”. Subsidió generosamente a los transportes y las empresas de combustible, manteniendo bajas las tarifas, sobre todo en beneficio de los consumidores del Gran Buenos Aires, ricos y pobres. También subsidió a las industrias agroalimentarias –en su mayoría grandes grupos corporativos– para abaratar los consumos populares, pero extendió esos beneficios promocionales a Techint o Aluar a fin de estimular sus exportaciones. Muchos recursos se destinaron a obras públicas, de fuerte incidencia en el empleo. Las campañas “para todos” promovieron el consumo de rubros variados, de los cuales el más costoso fue el del fútbol televisado. También subsidió a empresas reestatizadas, como Aerolíneas Argentinas, fuertemente deficitaria, así como a muchos artistas populares, periodistas, cineastas y hasta historiadores. Cada grupo pudo mojar su pan en la salsa de un estado superavitario y dadivoso. Estas políticas tuvieron efectos contradictorios. Expandieron el mercado interno pero no alentaron la inversión, algo que se constató con la fuerte emigración de dólares. Desde 2006 reapareció el problema de la inflación, que el gobierno enfrentó con intervenciones tan fuertes como poco efectivas, desde los acuerdos de precios hasta la eliminación de la información que suministraba el Indec. El desaliento a la inversión se advirtió en las empresas del área de la energía, con precios internos congelados. Con pocos estímulos y escasa vigilancia estatal, las empresas redujeron su expansión y comenzó a crecer el déficit energético, que obligó a onerosas importaciones de petróleo y gas, de fuerte incidencia en la balanza de pagos. 108 La larga crisis argentina Finalmente, la expansión del gasto puso en riesgo el superávit fiscal. El gobierno, que había avanzado en el desendeudamiento, decidió prescindir del crédito externo. En busca de recursos extraordinarios para cubrir el déficit, en 2008 apeló a un aumento en las retenciones a la soja. La medida, con grandes errores técnicos, desencadenó un formidable conflicto, y el gobierno recibió una dura derrota política. Pero poco después la estatización de las empresas privadas de jubilación, las AFJP, establecidas en los noventa, le suministró una importante masa de recursos de caja; como muchas veces en el pasado, el dinero de los jubilados solucionaba el déficit corriente. Los problemas se postergaban, sin resolverse, mientras se achicaban el superávit fiscal y el de la cuenta externa, que eran las bases del modelo económico. Estado y gobierno: la “caja” y los subsidios Lo que la lógica económica no permite comprender lo explica la política: el kirchnerismo utilizó el superávit fiscal para acumular poder. Entre la “caja” y el poder se produjo una relación interactiva. Fue similar a la que había establecido Menem en los noventa –ejemplarmente aplicada por Kirchner en Santa Cruz– pero, gracias a la nueva abundancia, tuvo otra dimensión. Los superpoderes concedidos por las leyes de emergencia de los noventa, ampliados durante la crisis de 2002, fueron renovados durante estos años de bonanza por un Congreso de mayoría disciplinada. El Ejecutivo pudo usar con libertad el presupuesto. Las agencias del estado encargadas del control –la Sindicatura General de la Nación, la Fiscalía de Investigaciones y hasta la Auditoría General, encabezada por un opositor– fueron puestas bajo control, al igual que buena parte de los jueces. Ese amplio dominio permitió el manejo discrecional de las relaciones financieras con las provincias, crónicamente El nuevo siglo: los años de los Kirchner 109 endeudadas y deficitarias. Afectó los recursos fiscales no sujetos a coparticipación, que incluían las retenciones a las exportaciones, y aun los coparticipables, pues las transferencias fueron irregulares y dependientes de negociaciones específicas. También fue discrecional el manejo de las obras públicas ejecutadas en todo el país, asignadas según criterios políticos y contratadas por el gobierno central. Todos los caminos condujeron a la dependencia financiera directa, cotidiana, de los gobiernos provinciales y municipales. Oficialistas y opositores debieron negociar con el gobierno nacional y alinearse con él si querían sobrevivir. Los precedentes en los años noventa son evidentes, pero en esta etapa se singularizaron por la práctica desembozada. Desde el punto de vista político, la “caja negra” –integrada por aportes al gobierno no registrados– fue aún más significativa. Con esta se retribuyó a cada uno de los participantes en el proceso de construcción del poder, desde los militantes de base hasta los grandes actores de la cima; sus beneficiarios podían operar en política y a la vez labrarse una posición personal. Por cierto, no fue un “invento argentino”. Tampoco del kirchnerismo. Pero su magnitud le dio una nueva entidad. El gasto público alimentó la “caja negra” por la vía de comisiones, coimas o retornos, cuya base era el 15%. El mecanismo funcionó a pleno en la obra pública, los subsidios al transporte, el juego o los negocios con Venezuela, aunque también hubo otros, específicos u ocasionales. Muchos dependían del poderoso ministro de Infraestructura, Julio de Vido, o del secretario de Transporte Ricardo Jaime. Los beneficiarios de las concesiones simplemente sumaban a sus costos el valor de la contribución, que era pagada por el estado. Fueron empresas de obras públicas, concesiones de ferrocarriles –un negocio que involucró a los sindicatos–, explotaciones petroleras o del juego, rubros en los que sobresalieron dos empresarios de raíz patagónica: Lázaro Báez y Cristóbal López. Los beneficios se extendieron hasta organizaciones ajenas al mundo de 110 La larga crisis argentina El nuevo siglo: los años de los Kirchner 111 los negocios, como la que montó en Jujuy Milagro Sala o la Fundación Madres de Plaza de Mayo, devenida en constructora de viviendas. En esos años, hubo muchos “capitalistas amigos” de riqueza reciente, como Báez, López o los dueños de Electroingeniería de Córdoba, convertida en un megagrupo. La familia Eskenazi, que eran banqueros, recibió sin costo el paquete de gestión de YPF, que luego perdió tras la expropiación de Repsol. Mayor perfil tenían los grandes concesionarios del gas, la electricidad, las telecomunicaciones y los medios, así como las grandes empresas industriales ligadas al gobierno por la compleja normativa fiscal. Con la salvedad de los empresarios agropecuarios, nadie quedó afuera de ese juego de reciprocidades, en el que los funcionarios del estado eran los agentes promotores de su sistemática depredación. La pobreza organizada El crecimiento del empleo y, en forma más gradual, de los salarios se mantuvo gracias a la reactivación económica, el fuerte impulso estatal a la obra pública y –cuando la tracción de estos motores disminuyó– la asignación de planes sociales, que incluían contraprestaciones laborales y se traducían estadísticamente como empleos. Sin embargo, entre el 20 y el 25% de la población –8 o 10 millones de argentinos– siguió viviendo en condiciones de pobreza. Las políticas de inclusión, que constituían una parte importante del “modelo”, tuvieron un límite, en parte por sus propósitos, más coyunturales que de largo plazo, y en parte por las deficiencias en la gestión. El conjunto de los subsidios gubernamentales representó el 4% del PBI, una proporción considerable; sin embargo, los sectores populares y carenciados sólo recibieron una cuarta parte. No está claro si esto fue deliberado o simplemente el resultado de un mal manejo. Los cartoneros fueron una de las imágenes más patéticas de la crisis de 2001. Junto a ahorristas desesperados, vecinos indignados y piqueteros demandantes, testimoniaron el desborde de la desocupación y de la pobreza. Al atardecer los cartoneros inundaban la ciudad, concentrados en su tarea, como un ejército de las sombras. Su marginalidad era relativa, pues pronto se convirtieron en eslabones de empresas dedicadas al reciclado de residuos. 112 La larga crisis argentina Las mismas inconsistencias entre recursos destinados y logros obtenidos se observan en el terreno de la educación, al que por ley se asignó un significativo 6% del PBI. Los magros resultados pueden apreciarse en el crecimiento de la matrícula en las escuelas de gestión privada y la caída equivalente en las estatales, que fueron circunscribiéndose a quienes no podían pagar una cuota, en muchos casos mínima. Similares problemas de gestión se manifestaron en el área de la seguridad, que se convirtió en una de las principales preocupaciones de los argentinos, tanto por la mayor visibilidad de los delitos –que el gobierno atribuyó a una mera sensación– cuanto por los ambiguos y cambiantes criterios que sostuvieron las fuerzas de seguridad y los jueces. En los grandes conurbanos, los problemas fueron más específicos: los pobres debieron coexistir con fuerzas policiales que con frecuencia eran ellas mismas parte de las actividades ilegales y clandestinas. Los planes sociales se propusieron atender las situaciones más urgentes. El emprendimiento más singular fue la Asignación Universal por Hijo, establecida en 2009. Luego de seis años, el gobierno modificó parcialmente su política de subsidios. Estos se entregaban a los padres de familias de desempleados o con empleos precarios de ingresos mínimos y requerían como contraprestación la escolaridad y vacunación de los hijos. Fue una política de intención universal –al viejo estilo del estado potente–, que se ejecutó de manera no discriminada a través de una eficiente agencia estatal, la Anses (Administración Nacional de la Seguridad Social). Hasta entonces los diversos subsidios sólo habían retomado y ampliado el modelo de los noventa –recomendado por el Banco Mundial–, altamente focalizado en la atención de necesidades específicas. La base fue el programa Jefes y Jefas de Hogar, que incluía una contraprestación laboral de definición imprecisa. Este fue reemplazado por otras variantes, como Argentina Trabaja, destinado a promover cooperativas de trabajo. Los beneficios eran otorgados a través de dos vías: los intendentes –en particular los del conurbano El nuevo siglo: los años de los Kirchner 113 bonaerense– o las organizaciones de desocupados, muchas de las cuales se alinearon con el gobierno y recibieron un trato preferencial. En el mundo de la pobreza, los planes sociales tuvieron un impacto profundo, pues reorganizaron la convivencia y fueron la base de nuevas redes de sociabilidad y de poder. Julieta Quirós lo mostró de manera convincente. Obtener un plan y mantenerlo requería el apoyo de alguna de las redes que lo distribuían, y los aspirantes debían optar entre unas y otras, evaluando su eficiencia, entre otro tipo de afinidades. En el caso de las organizaciones sociales, estas percibían una parte, que servía para sostener la estructura de gestión y movilización. Ellas controlaban la ejecución de la contraprestación y evaluaban si el beneficio merecía ser conservado. Como la concesión del plan por parte del estado era precaria, una de sus tareas consistía en presionarlo regularmente para que la mantuviera, o bien para recordar la existencia, magnitud y fidelidad de la organización beneficiaria. Todo ello supuso una gimnasia cotidiana de movilizaciones y negociaciones, que se transformó en el eje de la existencia de quienes vivían bajo planes. Quienes vivían en el mundo de la pobreza fueron transformados por el sistema político kirchnerista en una fuente de votos de enorme importancia. Jorge Ossona mostró la complejidad de este fenómeno. Los ciudadanos carecientes, producto de la crisis, tenían grandes diferencias respecto de los obreros sindicalizados de antaño, cuya identidad social y política se organizaba en el mundo del trabajo. Sobre una genérica y cada vez más imprecisa identidad peronista, el justicialismo desplegó una red de agentes electorales. Su último eslabón, el puntero, se conectaba con alguno de los referentes surgidos de la trama de asociaciones, más o menos formales, que organizaron la sociabilidad de los pobres. Entre unos y otros se operaba un intercambio entre bienes y servicios variados –desde un “plan” hasta un bolsón de comida– y contraprestaciones políticas igualmente diversas, que incluían 114 La larga crisis argentina desde “acompañar” en una movilización hasta sumar su voto a un conjunto –el “paquete”– negociado por el referente. Los ciudadanos carenciados no actuaban en forma individual y su comportamiento se atuvo a una lógica que colocaba, naturalmente, la supervivencia como primera prioridad. La política: los votos y el discurso El kirchnerismo no inventó este procedimiento –sobre esa base se había construido la estructura del duhaldismo– pero lo potenció mediante el sistema de subsidios. De manera parecida funcionó en las provincias cuyos gobiernos dependían de la asistencia financiera del estado, donde los gobernadores o los intendentes repitieron los mecanismos de producción del sufragio y aceptaron las imposiciones de candidaturas por parte del gobierno central. Fuera de esta lógica quedaron algunas provincias más complejas, como Santa Fe o Córdoba, y los grandes centros urbanos –Rosario, Buenos Aires– donde el oficialismo no pudo imponer esta modalidad. En suma, el gobierno organizó un sistema de producción del sufragio, canalizado a través de formas políticas variadas que expresaban la diversidad de situaciones políticas de cada provincia, pero que en definitiva le aportaban gobernantes y legisladores adictos. El principal partido opositor, la UCR, no pudo sobreponerse al golpe a la confianza de 2002, y además sufrió la sangría de gobernadores e intendentes cooptados desde el gobierno. En el resto del arco político aparecieron alternativas con dificultades para consolidarse en el ámbito nacional, mientras adquirían vitalidad las fuerzas políticas provinciales. Con todo, el sufragio fue lo que más perduró de la democracia institucional construida en 1983. Durante los años de Kirchner, la concentración de poder en el Ejecutivo siguió avanzando, las instituciones republicanas retrocedieron y se consolidó el gobierno decisionista. Hugo Quiroga analizó con agudeza la relación entre la “emergencia permanente” El nuevo siglo: los años de los Kirchner 115 y el decisionismo presidencial. A los mecanismos puestos en marcha por Menem, justificados en la emergencia económica, se agregaron otros fundados en la legitimidad plebiscitaria. Una sólida mayoría en el Congreso aseguró la renovación continua de facultades extraordinarias para el manejo del presupuesto. Los integrantes del Poder Judicial fueron presionados y condicionados con más fuerza luego del cambio en la conformación del Consejo de la Magistratura, que incrementó el peso del sector político. Desde allí se presionó a los jueces, y la independencia de la Corte Suprema pesó poco. Los fallos judiciales adversos fueron ignorados sin que hubiera consecuencias. En el ámbito de la opinión, el kirchnerismo disciplinó a la mayoría de los medios de comunicación y organizó un batallón de periodistas militantes, dedicados como los sacerdotes a recitar cotidianamente la verdad revelada. Fuera de su órbita quedaron algunas radios, el diario La Nación y el Grupo Clarín, contra el que el gobierno inició en 2008 un asedio sistemático. En forma gradual se incorporaron otros mecanismos de control de la opinión, como la vigilancia de la agencia de informaciones del estado, la SIDE, o las selectivas inspecciones de la agencia recaudadora, la AFIP. La lucha por la opinión fue un aspecto central en el dispositivo kirchnerista. Se elaboró una interpretación de la realidad –conocida como “el relato”– que sirvió para separarse de la tradición menemista, capturar a buena parte de la opinión progresista, justificar la primacía asignada a la política y fundamentar las virtudes de la jefatura. De acuerdo con este relato, en la Argentina se libra cotidianamente una batalla entre dos polos antagónicos e irreconciliables: el pueblo y sus enemigos, presentados como “las corporaciones”. Esa lucha habría tenido en el pasado dos momentos culminantes: los años setenta y la dictadura. El gobierno transformó la reapertura de los juicios a los represores en una gesta en defensa de los derechos humanos que no había tenido precedentes. Con ella capitalizó la fuerte insatisfac- 116 La larga crisis argentina ción que, después de los logros del Juicio a las Juntas de 1985, habían dejado la Ley de Obediencia Debida de 1987 y la amnistía de Menem, y sumó el prestigioso aporte de las organizaciones de derechos humanos. En la misma línea, aunque de modo más esporádico, se hizo cargo del derecho genérico de las minorías −en particular de algunas de ellas, como la de homosexuales− y de la lucha contra la discriminación. Otra reivindicación, menos explícita, fue la de la experiencia montonera. Comenzó con el elogio del idealismo juvenil de la época, siguió con la valoración del compromiso, la acción heroica y la voluntad política, y culminó con la reivindicación explícita del “montonero”. La figura del “hijo de desaparecido”, convertido en militante kirchnerista, sirvió para unir ambas tradiciones. A estos dos elementos provenientes del “pasado que duele” agregó fragmentos del relato del pasado proveniente del revisionismo histórico; sus enunciadores principales lo hicieron de manera ocasional, mientras que en la periferia hubo un desarrollo más sistemático. La parte principal del relato se concentró en el presente y en el futuro inmediato, que estaba construyéndose por obra del gobierno. A diferencia de los tradicionales relatos revolucionarios, no hubo precisiones sobre un futuro con mejores perspectivas. Expresado en términos de 1973, se trataría de la “reconstrucción”, sin referencias a una “liberación”. Cada acto del gobierno se incluyó en ese relato como parte de una epopeya, una lucha dramática contra las corporaciones, poderosas, siempre vencidas pero, como la hidra, siempre con una cabeza nueva. El relato dividió al progresismo, constituido en 1983 en torno de la democracia y la equidad social, y consolidado en los noventa como oposición a las reformas menemistas. Una parte del progresismo siguió privilegiando la dimensión institucional y el pluralismo de la democracia, mientras que otra apreció el estilo radical del decisionismo, la valoración de la experiencia de los setenta y la recuperación de la movilización política. Esta era una prioridad sensible para quienes ha- El nuevo siglo: los años de los Kirchner 117 bían participado en ella y también para los más jóvenes, que hubieran querido hacerlo. Descartaron los temas propios de la democracia institucional, se plegaron a la versión plebiscitaria de la democracia y aceptaron una jefatura que reivindicaba la autonomía de la política. La fuerza de este relato es llamativa. Instaló como principio rector el conflicto antagónico entre el pueblo y sus enemigos y excluyó en forma tajante el pluralismo y la discusión, una manera de concebir la política que en 1983 parecía arraigada. Cotidianamente, el relato logró minimizar las contradicciones y explicar cuestiones complicadas de entender, como por ejemplo la diferencia entre Telefónica, una corporación amiga del gobierno y perteneciente al campo del pueblo, y Clarín, otra muy similar pero ubicada en el campo adverso. Su función de velo ideológico se robusteció cuando debió justificar, día a día, la distancia entre el relato y hechos difíciles de negar, como la inflación, que atribuyó a la mentira sistemática de los medios. El dato habla de la eficacia de los constructores y difusores del relato, y también de la cultura política de los receptores. Quienes habían hecho su opción en favor del kirchnerismo se radicalizaron, en sus dichos y en su entendimiento, y se profundizó la grieta que los separaba del resto. Ya no se referían a propuestas o valores sino, como en el caso de la inflación o la desocupación, a los hechos mismos y a su diferente percepción. El modelo en crisis En 2008, lo que comenzó como una disputa entre el gobierno y los productores rurales se convirtió en un gigantesco conflicto que envolvió a buena parte del país. El gobierno denunció el carácter “destituyente” de la “oligarquía” y, por su lado, quienes se solidarizaron con “el campo” creyeron llegado el momento de poner límites al gobierno. El conflicto –mostrado a diario por la televisión– se dirimió en las calles, con con- 118 La larga crisis argentina En 2008, los dirigentes de las cuatro organizaciones rurales se unieron para reclamar al gobierno por la elevación de las retenciones a la exportación de soja. El conflicto superó la cuestión fiscal y movilizó a muchos. También se radicalizaron los discursos. El gobierno los calificó de “corporación” destituyente y los dirigentes rurales capitalizaron el reclamo contra el autoritarismo. El enfrentamiento se dirimió en las calles —donde predominaron los partidarios del “campo”— y en el Congreso, donde el sorpresivo voto del vicepresidente Cobos en el Senado impidió la sanción de la ley. El nuevo siglo: los años de los Kirchner 119 centraciones masivas, y en el Congreso. En ambos casos, el gobierno fue derrotado; en el segundo frente debido al voto “no positivo” del vicepresidente Julio Cobos. Meses después, en las elecciones legislativas de 2009, Néstor Kirchner en persona fue derrotado en la provincia de Buenos Aires; en todo el país, la oposición obtuvo una leve ventaja y el número de legisladores necesario para alcanzar una ajustada mayoría en ambas cámaras. Previamente había estallado la crisis económica mundial, cuyos efectos negativos se hicieron notar en el país a lo largo de 2009. Fue una coyuntura adversa que los Kirchner afrontaron con decisión, luchando en todos los frentes hasta lograr la resonante victoria de Cristina Kirchner en las elecciones presidenciales de 2011. La “primacía de la política” se expuso en toda su amplitud, pues en cada uno de los pasos el kirchnerismo apuntó a un objetivo inmediato a costa de comprometer los que hasta entonces habían sido los pilares de su modelo. La decisión más importante fue descartar el recurso al crédito externo, que entonces se ofrecía a tasas muy bajas y era ampliamente utilizado por la mayoría de los países latinoamericanos. Sucedía que los requisitos para convocar a inversores serios les resultaron inaceptables: acordar con el Club de París y mejorar el aspecto de las estadísticas oficiales. Un factor que en alguna medida pesó en la decisión fue el límite impuesto por el “relato”, ya que el desendeudamiento y la inexistencia de la inflación eran piezas centrales. Los Kirchner aprovecharon los últimos meses de 2009, antes de la renovación del Congreso, para hacer aprobar algunas leyes importantes, como la prórroga de los poderes extraordinarios para el presidente o la Ley de Medios. Esta apuntaba a una ambiciosa democratización en el acceso a los medios, pero sobre todo incluía cláusulas que permitían desarmar al Grupo Clarín, al que el gobierno había convertido en su principal enemigo. La pericia de Kirchner se manifestó en la captación de buena parte de la oposición, que en ese, como en otros casos, quedó envuelta en las redes discursivas 120 La larga crisis argentina El nuevo siglo: los años de los Kirchner 121 que apelaban al populismo progresista. Cuando asumieron los nuevos representantes y el kirchnerismo quedó en minoría, bloqueó eficazmente toda iniciativa legislativa, y además desnudó las fisuras entre las diversas fuerzas opositoras, que en poco tiempo perdieron lo ganado en 2009. Con vistas a las elecciones de 2011, el gobierno elevó el gasto fiscal. En 2008, la estatización de las AFJP le había permitido acceder a una caja muy bien nutrida. En este caso también, la retórica estatista sirvió para cosechar apoyos entre la oposición progresista. De allí en más, el gobierno puso la mira en otras bolsas de recursos acumulados, hasta llegar en 2010 a las reservas del Banco Central para enfrentar los compromisos externos, y a la fuerte emisión monetaria para solventar los gastos fiscales. Así, en el último tramo de la vida de Néstor Kirchner, se había modificado profundamente el rumbo inicial de su gobierno: se renunció al superávit fiscal y al externo, así como al dólar alto, que favorecía la exportación, sacrificado en función de atenuar o disimular la inflación. Ya era otro modelo. Cristina sola A finales de 2010, cuando el gobierno iba saliendo con éxito de la crisis de 2009, la muerte de Néstor Kirchner sacudió el tablero electoral y dejó a Cristina Fernández de Kirchner como la única candidata oficialista. Como en otros casos, el kirchnerismo obtuvo una ventaja inmediata, pero se le abrió un problema muy difícil hacia el futuro: el límite para la reelección. La oposición, que había organizado su estrategia para enfrentar a Kirchner, quedó descolocada. La imagen de Cristina Kirchner mejoró de manera notoria, en parte por una eficaz capitalización de la viudez –desde entonces no abandonó el luto– y en parte por la inyección de fondos volcados al consumo, que produjo en lo inmediato una bonanza generalizada. Todos estuvieron tristes por la muerte de Nés- Néstor Kirchner pasa el bastón de mando a Cristina Fernández en 2007. En un país próspero, la pareja gobernante distribuyó subsidios, reguló la economía, transmitió un discurso convincente, creó una vasta red política y extendió el poder presidencial, disciplinando a las autoridades políticas subordinadas. El matrimonio había encontrado la receta para sortear la limitación constitucional de la reelección, pero en 2010 la muerte de N. Kirchner volvió a plantear la cuestión. Sin la presencia de su esposo, el estilo de Cristina se hizo más intransigente y confrontativo. [Fotografía: Presidencia de la Nación.] 122 La larga crisis argentina tor, contentos por el festival consumista y confiados en que Cristina, más carismática que su marido, seguiría multiplicando los panes. En la elección presidencial obtuvo el 54% de los votos, una cifra muy importante, pero además le sacó una enorme ventaja al segundo, el socialista Hermes Binner, que apenas reunió el 17%, aventajando al candidato radical Ricardo Alfonsín. En poco tiempo, la presidenta reelecta alcanzó una imagen positiva del 72%. Esa imagen comenzó a deteriorarse de manera leve pero sostenida apenas pasadas las elecciones. Se anunció una “sintonía fina” para volver a equilibrar las distintas variables del modelo y ajustarlas a las nuevas posibilidades. No obstante, la revisión de los subsidios a los servicios debió suspenderse, recién iniciada, no sólo por las reacciones que despertó sino por la incapacidad técnica para modificarlos en forma selectiva. La mala gestión del gobierno, hasta entonces disimulada por la prosperidad y la ejecutividad, y potenciada por la corrupción, salió a la luz con el cruento accidente en la estación ferroviaria de Once. Quedaron allí expuestas las relaciones colusivas entre funcionarios del gobierno de altísimo nivel, empresarios del transporte subvencionado y los sindicatos ferroviarios. Estas conexiones ya habían quedado en evidencia, muy poco antes de la muerte de Kirchner, con el asesinato del joven militante Mariano Ferreyra. Poco después de ese hecho, estalló otro escándalo, más doloroso aún, cuando se descubrió que Madres de Plaza de Mayo, la institución insignia de los derechos humanos, había participado de un fenomenal negocio de construcción de viviendas en el que había desaparecido un par de millones de dólares. También estalló el problema del déficit energético, que implicaba tener que importar gas y petróleo por unos 10 000 millones de dólares al año. El déficit de la cuenta externa se profundizó y, pese al superávit comercial, el gobierno debió racionar la venta de dólares y establecer un inconfesado control de cambios. Como fue habitual en toda la gestión de los Kirchner, los criterios fueron erráticos y arbitrarios, cortando El nuevo siglo: los años de los Kirchner 123 a la vez lo superfluo y lo imprescindible. Finalmente, el déficit fiscal llevó a acentuar la presión impositiva, mediante el simple recurso de ignorar la inflación al establecer los niveles de imposición. El impuesto a las ganancias terminó por afectar a trabajadores de salarios medios y originó un malestar gremial creciente. En suma, los desequilibrios del modelo, que se habían acumulado, salieron a la luz. La manera de enfrentarlos, autoritaria y poco eficiente, desnudó las falencias que en materia de gestión exhibía el kirchnerismo. Sin embargo también en este aspecto, como en otros campos, los hechos fueron percibidos de manera diferente según la fe que se tuviera en el relato oficial. En este marco, Cristina Kirchner, ya sola, aportó un estilo de conducción algo diferente del que había compartido con su marido. Las alianzas que este había establecido fueron abandonadas en forma gradual. Varios empresarios amigos cayeron en una zona oscura, así como los funcionarios que habían oficiado de puente, y hasta Hugo Moyano, el camionero jefe de la CGT, se colocó en la vereda opositora. En cambio, Cristina Kirchner concedió un enorme poder a La Cámpora, una organización de cuadros profesionales jóvenes, con vocación política, que cultivaron la retórica épica del nuevo “cristinismo”, la disciplina interna y la subordinación plena al jefe, al estilo de la antigua Guardia de Hierro. La presidenta les asignó funciones de responsabilidad en los ministerios, las legislaturas, la justicia y las empresas estatales, y en cualquier lugar donde deseaba que se sintiera la presencia de su larga mano. Los alentó a avanzar sobre las posiciones de poder. También les encomendó la organización de una militancia juvenil, que pareció cobrar impulso como reacción a la muerte de Néstor Kirchner. Los resultados fueron magros, pese a que el estado los proveyó de abundantes recursos. Los jóvenes de La Cámpora fueron el instrumento de una conducción personalista más declarada que efectiva, pues la presidenta no dedicó mucho tiempo a la administración ni 124 La larga crisis argentina tampoco delegó atribuciones. La gestión gubernamental se hizo más lenta que en vida de su esposo; la parálisis generalizada se combinó con brotes de agudo decisionismo y mucha publicidad dedicada a resaltar un ejercicio presidencial que, mirado con distancia, presentó deficiencias crecientes. En cambio, Cristina resultó más diestra que su esposo en el terreno de los discursos, que comenzó a cultivar con asiduidad a través de la cadena nacional y la videoconferencia, para potenciar su presencia en todos los rincones del país. En sus discursos, rodeada de un auditorio aplaudidor de funcionarios e invitados, intentó explicar de manera sencilla y campechana, aunque muchas veces equivocada, los problemas de gobierno, ridiculizó a sus adversarios, amonestó a sus funcionarios y, en las videoconferencias, entabló diálogos con la gente común. A muchos les atrajo su presencia casi cotidiana y su estilo cada vez más popular y descontracturado; a otros, por el contrario, les resultó detestable e intolerable. La escisión política se concentró, así, en su figura. El hilo conductor de sus discursos y de las manifestaciones de su compacto grupo íntimo fue que la elección de 2011 los habilitaba a “ir por todo”. La frase aludía a descartar los límites de la institucionalidad republicana y aun los de la democracia misma. La batalla en contra de Clarín –convertida en el objetivo central en 2012– debía no sólo reducir al principal medio opositor sino, sobre todo, demostrar que el poder presidencial no tenía límites. A tal fin la Justicia, que debía resolver sobre el caso, fue presionada, manipulada y fuertemente descalificada en términos que bordeaban la negación de las instituciones de la Constitución. El decisionismo democrático del modelo se fue convirtiendo, paso a paso, en algo que excedía cualquier definición de democracia. Cristina debió asumir el mayor problema generado por la muerte de Kirchner: ya no habría tándem eterno, y postularse a una nueva reelección requería la modificación de la Constitución. Desde el “cristinismo” se lanzó la consigna radical: “Cristina eterna”, y los encargados de la justificación discursi- El nuevo siglo: los años de los Kirchner 125 va trabajaron sobre la idea de que era necesaria una reforma constitucional para actualizarla, independientemente de la cuestión de la reelección. Las dificultades para llevar adelante ese proyecto son muchas, sobre todo por las crecientes manifestaciones de descontento. Los fantasmas de 2002 reaparecen aquí y allá, con semejanzas y diferencias. Los cartoneros de otrora ya forman parte de la vida normal de las grandes ciudades, las organizaciones piqueteras se han adecuado al modelo de organización comunitaria subsidiada por el estado, y los cortes de calles y rutas se han generalizado como forma de protesta. Pero, al igual que a fines de los noventa, la protesta estalla sorpresivamente en sitios lejanos, como Famatina, Caleta Olivia o Bariloche, o amaga en las cercanías, con sorpresivos saqueos. El movimiento sindical, sensible al comienzo del ajuste, comienza a actuar de manera independiente, dividido por diferencias tácticas y políticas. La ciudadanía independiente y no encuadrada, la de los cacerolazos y las asambleas barriales, emerge en frecuentes cacerolazos y en grandes movilizaciones espontáneas de alcance nacional, para expresar un descontento impreciso pero extendido. En respuesta, el gobierno afirmó su imperio y acentuó la embestida contra las voluntades independientes. Al ataque a Clarín sumó una campaña en contra del Poder Judicial debido a que un conjunto de jueces no actuaba con la celeridad y disciplina esperadas. Semana tras semana se suscitan nuevas situaciones tensas, cuya interpretación refleja la escisión política: la militancia oficialista cree estar luchando en contra de los “grandes poderes”, y los opositores sufren previendo los daños a reparar cuando concluya este ciclo político. El kirchnerismo nunca ha dado por perdida una batalla, y probablemente insistirá con la reelección. Las elecciones de 2013 serán decisivas. Pero la posibilidad de que no alcance el éxito modificó por sí sola el campo político. La oposición encontró en la defensa de la Constitución y el rechazo a la reelección indefinida un punto de convergencia sencillo y un 126 La larga crisis argentina tema de campaña adecuado. En el justicialismo, por otra parte, la eventual vacancia abrió la discusión. Los posibles aspirantes a la sucesión comienzan a manifestarse, mientras que otros especulan acerca de cuál sería la jefatura más adecuada para conservar sus posiciones actuales. Sobre todo, la magia parece empezar a romperse, al menos para quienes sólo creyeron medianamente en ella. Retomando a Botana, el ciclo de la ilusión va quedando atrás y se advierten signos del descreimiento, y hasta un poco de ira. Al momento de escribir estas líneas, la Argentina está en una encrucijada, y el gobierno enfrenta la suya. Este final abierto es malo para un libro de historia, pero es bueno para conectar al historiador con la historia que se está haciendo. La crisis argentina Creo que aunque la crisis de 2001 ha sido superada, la larga crisis iniciada en los años setenta sigue abierta. Hoy la Argentina está tan lejos como en 2003 de ser “un país normal”, como lo prometió Néstor Kirchner, o de la aurea mediocritas que hace veinte años yo mismo propuse como un futuro ideal. En estas casi cuatro décadas no faltaron oportunidades para romper el círculo vicioso de la crisis. En los ochenta la democracia pareció ser una salida; en los noventa lo prometió la reforma del estado. En este siglo, la economía mundial ofreció una oportunidad tan inesperada como magnífica. Pero el gobierno no la aprovechó, porque tenía otras prioridades o porque no supo cómo hacerlo. En ese clima de prosperidad, no se repitieron los estallidos, pero perduró el estado de emergencia. La Argentina de los Kirchner se caracterizó por la paradójica coexistencia del esplendor de la soja y la miseria de los conurbanos. La primera fue un plus inesperado; la segunda venía de arrastre y formaba parte de la agenda del nuevo gobierno. En los primeros años, usó disciplinadamente los su- El nuevo siglo: los años de los Kirchner 127 perávits para salir del default, pero luego algo falló y el ciclo económico virtuoso tuvo poca amplitud, insuficiente para dar solución a la pobreza. Los subsidios paliaron los problemas sociales más dramáticos, pero el estado invirtió poco. Los empresarios obtuvieron buenas ganancias con la reactivación del mercado interno y las ayudas generosas del estado, pero no las invirtieron, quizá por falta de confianza, incrementada por la creciente y arbitraria intervención gubernamental. El gobierno privilegió los réditos a corto plazo, postergó problemas importantes, como el de la energía, y finalmente el momento esplendoroso de las tasas de crecimiento elevadas pasó. De manera sorpresiva, desde 2009 reapareció la emergencia fiscal y la escasez de divisas, como en los viejos tiempos del ciclo del stop and go. En los países más normales, el estado suele ser el ancla que limita las improvisaciones y arbitrariedades de los gobiernos. Y allí reside, en mi opinión, el nudo de la larga crisis de la Argentina, donde desde hace cuarenta años hay cada vez menos estado y más gobierno. Desde 1976 se viene demoliendo la maquinaria estatal, hasta llevarla a la situación miserable en que hoy se encuentra. Ese proceso, paralelo al del fortalecimiento del gobierno y del presidente, se profundizó en los años de los Kirchner, pese a su discurso estatista. La escasez también modera las arbitrariedades de un gobierno, de modo que, paradójicamente, los problemas de gestión se agudizaron con la abundancia. El gobierno atemperó con masas de subsidios cada uno de los problemas específicos, que reaparecen en toda su magnitud cuando el fin del ciclo está a la vista: el transporte, la seguridad, la energía, los subsidios, las estadísticas, los dólares, la deuda externa impaga, e incluso la proliferación de prebendados y de una importante corrupción. Hoy el estado no sólo es incapaz de modificar las condiciones sociales de la Argentina de la crisis; tampoco puede manejar sus cuestiones específicas. El mundo de la pobreza se formó durante las cuatro décadas de la larga crisis argentina y explotó cuando la emer- 128 La larga crisis argentina gencia de 2001 puso a los pobres en el centro de la escena. Es la parte más visible y dramática de la crisis argentina, y el mejor indicador de la eficacia de los gobiernos. El problema es extremadamente complejo pues, aunque se originó en el desempleo, ha decantado en un mundo autoorganizado, donde el trabajo, la ley, la educación y hasta la vida tienen un significado nuevo, difícil de modificar y con una gran capacidad para recrearse. Desde 2002, un estado sin capacidad para emprendimientos de magnitud y alcances universales retomó el camino iniciado en los noventa, consistente en acciones focalizadas, en particular en los subsidios. En tiempos de Menem, un estado empobrecido y en default no podía hacer otra cosa. Pero desde 2003 la situación cambió, hubo recursos y para el estado existían otras posibilidades, que se descartaron. La “inclusión” –el camino kirchnerista para salir de la pobreza– tuvo logros innegables pero limitados, por una combinación de estrechez de miras y mala gestión. Sólo una parte de los subsidios llegó a los pobres y, con excepción de la Asignación Universal por Hijo –ejemplo de lo que debería ser una política de estado para la pobreza–, se trató de subsidios focalizados para paliar situaciones de emergencia. Muchos logros dependen de una permanente inyección de fondos estatales, que hoy empiezan a escasear, mientras aumentan los reclamos, tanto de las organizaciones piqueteras como de un movimiento sindical que recuperó su fuerza. Ni a uno ni a otro puede hoy el gobierno ofrecerles mucho. Desde los años setenta, un componente importante de la pobreza es la deserción en sus deberes de las instituciones estatales –en particular las de salud, educación y seguridad–, que prolonga el largo desmantelamiento del estado. Las condiciones empeoraron visiblemente en el transporte –corazón de la “patria concesionaria”–, así como en educación, donde se gastó mucho y sin embargo se profundizó el deterioro de la escuela estatal. La inseguridad ha llegado a la cima de los problemas de los pobres. En cada caso se advierte que los pro- El nuevo siglo: los años de los Kirchner 129 Comedor comunitario en Tartagal, Salta, marzo de 2011. La pobreza creció con el aumento de la desocupación, y aunque las cifras son discutidas, incluye a alrededor de la cuarta parte de la población. Las mejoras en el empleo y los subsidios gubernamentales, generalmente focalizados y administrados con criterios políticos, no alcanzaron para modificar un mundo con una densa social y lo cultural. Por otra parte, muchos encontraron la manera de obtener algún beneficio de los pobres, sobre todo los dirigentes políticos. La pobreza es el testimonio más elocuente de la crisis argentina y el mayor desafío para los dirigentes. [Fotografía: Graciela García Romero.] 130 La larga crisis argentina blemas no se solucionan con sólo volcar recursos, y ni siquiera gestionando efectiva y honestamente políticas focalizadas. Desde el punto de vista político e institucional, Néstor Kirchner tuvo un comienzo promisorio. La emergencia política quedó atrás pronto. La autoridad se recuperó, con el respaldo de la opinión; la reforma de la Corte Suprema solucionó la crisis institucional y el presidente articuló una fuerza política, construida al margen de los partidos, que lo sustentó con eficacia. Pero pronto los Kirchner retomaron el camino de la “democracia delegativa” de Menem y lo profundizaron en sentido decisionista. Avanzaron sobre los poderes Legislativo y Judicial, eliminaron los controles estatales al gobierno y sometieron a los medios de prensa hasta donde pudieron. Desde 2010 Cristina Kirchner profundizó ese avance, que creyó legitimado por el contundente éxito electoral. Las demandas de regeneración institucional y reforma política quedaron en el camino y, en rigor, pocos fueron quienes reclamaron por ellas una vez que la economía se normalizó. La democracia de partidos tampoco se recompuso. La fuerza oficialista tuvo una composición más propia del clásico movimiento peronista que de un partido como los surgidos en 1983. Su maquinaria política, muy eficaz, fue en realidad una prolongación de la estructura del gobierno, cuyos operadores principales eran los gobernadores e intendentes. Muchos recursos fueron puestos al servicio de un discurso confrontativo, que construía enemigos del “pueblo” –los destituyentes, la oligarquía o las corporaciones– y llevó a la democracia por un camino faccioso que se suponía clausurado en 1983. El discurso oficial embretó a los otros partidos, afectados también por el drenaje de sus dirigentes, que eran cooptados por el gobierno. La oposición sólo resurgió cuando la impulsó una movilización social generada en otros ámbitos, como en 2008 o 2012. En suma, la gestión kirchnerista consolidó un estilo político con muchos parecidos con el de los años noventa, aunque con una diferencia importante: el discurso legitimador, y so- El nuevo siglo: los años de los Kirchner 131 bre todo el empeño puesto para instalarlo. La destrucción institucional avanzó, la ciudadanía retrocedió, la opinión pública se faccionalizó y en un amplio sector de la sociedad el sufragio, único remanente del proyecto democrático de 1983, se convirtió en el resultado de un proceso de producción desarrollado desde el poder. Hoy la larga crisis sigue abierta, y hasta parece que nos acercamos a una nueva emergencia. No nos preocupan tanto, como hace diez o veinte años, la deuda externa impagable, la inflación desatada ni una posible maxidevaluación. La crisis reside, en primer lugar, en la mala gestión acumulada y en la explosión de todos los problemas postergados o mal solucionados, como el de la energía. Hoy se advierte la futilidad de las políticas de emergencia aplicadas en estos años, que llevan siempre a nuevas medidas de emergencia. A la vez, una convocatoria a una amplia colaboración de todos los sectores, unida a una gestión razonable, podría poner en marcha las soluciones que, a diferencia de otras ocasiones, no son imposibles. Sin embargo, no hay muchas esperanzas de que el gobierno de Cristina Fernández cambie su orientación. El núcleo de la emergencia que afrontamos es político e ideológico. El estilo de gobierno kirchnerista se salió de madre al comenzar su tercer período, en 2011. Entonces se hizo claro el sentido del lema “ir por todo”. Se trataba de las instituciones de la república, o lo que quedaba de ellas. Sospecho que los objetivos específicos declarados –por ejemplo, aniquilar al Grupo Clarín– son una manera de demostrar que todo el poder del estado está en su jefe de gobierno, y que el régimen político ha dejado de ser republicano para convertirse en un autoritarismo de legitimación democrática. En perspectiva, vemos que los Kirchner descartaron en varias ocasiones la posibilidad de cambiar ese rumbo y, por el contrario, avanzaron más profundamente en ese sentido. Las dificultades que encuentra el proyecto reeleccionario y la posibilidad de transitar los próximos tres años viendo cómo 132 La larga crisis argentina compiten los aspirantes a sucederla probablemente agreguen una dosis adicional de empecinamiento. Pero, a fines de 2012, como antes en 2008 y en 2009, Cristina Kirchner se encuentra con manifestaciones de descontento y oposición muy firmes y diversificadas: en la calle, en los sindicatos, en los partidos, en el Poder Judicial y, de modo incipiente, en el justicialismo, que sigue a los jefes victoriosos pero no a los derrotados a término. Quedan tres años de gobierno de Cristina Fernández. No cumplir el término sería un golpe muy fuerte a las instituciones. A la vez, es difícil imaginar cómo los transitará, si no es dando ella misma esos golpes. ¿Habrá un final wagneriano, con derrumbe del Walhalla? Esperemos que no, y hagamos todo lo posible para que así no sea. Sobre todo porque, si se supera esta peripecia, se avizora un camino posible no sólo para salir de esta emergencia sino para revertir la larga crisis argentina. Por primera vez en mucho tiempo –al menos todo el tiempo que yo puedo recordar–, la Argentina está libre de las grandes condenas económicas. La sólida base de sus exportaciones –construida en parte por esfuerzo propio y en parte por la coyuntura internacional– permitiría salir de la emergencia y reconstruir la economía y la sociedad. Muchas cuestiones están terriblemente enredadas, pero no es imposible recuperar el orden de los superávits, como lo hizo Roberto Lavagna en circunstancias tan complicadas como esta. Los pasos siguientes deberían transmitir ese impulso sectorial al conjunto de la economía, para conducir un crecimiento menos espectacular pero más sustentable, y comenzar el complejo trabajo de disolver el mundo de la pobreza y acabar con la brecha social de la exclusión. Quizá cuando se vean los resultados, la brecha ideológica comience a reducirse. Todo esto requiere una herramienta de la que hoy carecemos: un estado que sea diferente del gobierno. Hoy el estado está destrozado y hay que recomponerlo. Es sin duda la primera tarea. ¿En qué consiste? Significa restablecer las insti- El nuevo siglo: los años de los Kirchner 133 tuciones de la república para volver a equilibrar los poderes y respetar el estado de derecho. Hay que reducir al mínimo la corrupción, que hoy cuesta muy cara. Son condiciones necesarias, pero no suficientes. También hay que recuperar la eficiencia de cada una de las agencias estatales, para que puedan ejecutar y aconsejar. Sobre todo, hay que recobrar la capacidad de dinamizar desde el estado la reflexión de la sociedad, según la transparente formulación de Émile Durkheim. Esto significa promover los circuitos por los que las iniciativas estatales, políticas y técnicas circulan dentro de los órganos de pensamiento de la sociedad –el Parlamento, la prensa, la opinión, los partidos– y retornan al punto de origen con el acuerdo necesario –nunca unánime– para formular políticas sostenidas, políticas de estado. La Argentina ha vivido su larga crisis en emergencia y sólo saldrá de ella con políticas de estado, que vayan más allá de la emergencia. No es imposible. Marzo de 2013 Bibliografía Altamirano, Carlos, Bajo el signo de las masas (19431973), Buenos Aires, Ariel, 2001. –, Peronismo y cultura de izquierda, Buenos Aires, Temas, 2001. Auyero, Javier, La zona gris. Violencia colectiva y política partidaria en la Argentina contemporánea, Buenos Aires, Siglo XXI, 2007. Barsky, Osvaldo y Jorge Gelman, Historia del agro argentino. Desde la Conquista hasta comienzos del siglo XXI, Buenos Aires, Sudamericana, 2009. Belmartino, Susana, La atención médica argentina en el siglo XX, Buenos Aires, Siglo XXI, 2005. Bertoni, Lilia Ana, Patriotas, cosmopolitas y nacionalistas. La construcción de la nacionalidad argentina a fines del siglo XIX, Buenos Aires, FCE, 2000. Botana, Natalio, El orden conservador. La política argentina entre 1880 y 1916, Buenos Aires, Sudamericana, 2ª ed., 1994. 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Como siempre, agradezco el estímulo y la rigurosa lectura de Ana Leonor Romero.