Domingo III de Pascua (ciclo B)
(Comentarios sobre las Lecturas propias de la Santa Misa para meditar y preparar la homilía)
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DEL MISAL MENSUAL
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BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
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SAN AGUSTÍN (www.iveargentina.org)
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FRANCISCO – Regina Caeli 2015 y 2018 - Homilías 2014 y 2018
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BENEDICTO XVI – Regina Caeli 2012
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DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los
Sacramentos
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RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
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PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
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FLUVIUM (www.fluvium.org)
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PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
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BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
─ Homilías con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
─ Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
─ Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
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HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
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Rev. D. Jaume GONZÁLEZ i Padrós (Barcelona, España) (www.evangeli.net)
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EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
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DEL MISAL MENSUAL
LA REALIDAD DE LA RESURRECCIÓN
Hech 3, 13-15. 17-19; Sal 4; 1 Jn 2, 1-5; Lc 24, 35-48
Domingo III de Pascua (B)
Parece que, para algunos, la resurrección de Jesús fue tan sorprendente y sobrecogedora que creyeron
que era una ficción, una alucinación, o un caso de fantasmas. Estaban más dispuestos a creer en
supersticiones que en la verdad. Por lo tanto, Lucas hace todo lo posible para enfatizar dos
afirmaciones importantes: Jesús resucitado es la misma persona que los discípulos conocieron antes
de su muerte en la cruz, aunque se ha transformado en algún sentido; y este Jesús resucitado es real,
verdadero y vivo. El evangelista hace estas afirmaciones de manera narrativa. Primero, Jesús muestra
sus manos y sus pies exclamando “soy yo mismo”. Luego, toma el pez asado y lo come. ¡Un
fantasma no come pez! Si todavía no entienden, hace precisamente lo que hizo antes de su muerte:
enseña la verdad a sus discípulos, explicando el sentido de las Escrituras.
ANTÍFONA DE ENTRADA Cfr. Sal 65, 1-2
Aclama a Dios, tierra entera. Canten todos un himno a su nombre, denle gracias y alábenlo.
Aleluya.
ORACIÓN COLECTA
Dios nuestro, que tu pueblo se regocije siempre al verse renovado y rejuvenecido, para que, al
alegrarse hoy por haber recobrado la dignidad de su adopción filial, aguarde seguro su gozosa
esperanza el día de la resurrección. Por nuestro Señor Jesucristo...
LITURGIA DE LA PALABRA
PRIMERA LECTURA
Ustedes dieron muerte al autor de la vida, pero Dios lo resucitó de entre los muertos.
Del libro de los Hechos de los Apóstoles: 3.13-15.17-19
En aquellos días, Pedro tomó la palabra y dijo: “El Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, el Dios de
nuestros padres, ha glorificado a su siervo Jesús, a quien ustedes entregaron a Pilato, y a quien
rechazaron en su presencia, cuando él ya había decidido ponerlo en libertad. Rechazaron al santo, al
justo, y pidieron el indulto de un asesino; han dado muerte al autor de la vida, pero Dios lo resucitó
de entre los muertos y de ello nosotros somos testigos.
Ahora bien, hermanos, yo sé que ustedes han obrado por ignorancia, de la misma manera que sus
jefes; pero Dios cumplió así lo que había predicho por boca de los profetas: que su Mesías tenía que
padecer. Por lo tanto, arrepiéntanse y conviértanse para que se les perdonen sus pecados”.
Palabra de Dios.
SALMO RESPONSORIAL
Del salmo 4, 2. 4. 7, 9.
R/. En ti, Señor, confío. Aleluya.
Tú que conoces lo justo de mi causa, Señor, responde a mi clamor. Tú que me has sacado con bien
de mis angustias, apiádate y escucha mi oración, R/.
Admirable en bondad ha sido el Señor para conmigo, y siempre que lo invoco me ha escuchado; por
eso en él confío. R/.
En paz, Señor, me acuesto y duermo en paz, pues sólo tú, Señor, eres mi tranquilidad. R/.
SEGUNDA LECTURA
Cristo es la víctima de propiciación por nuestros pecados y por los del mundo entero.
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Domingo III de Pascua (B)
De la primera carta del apóstol san Juan: 2, 1-5
Hijitos míos: Les escribo esto para que no pequen. Pero, si alguien peca, tenemos como intercesor
ante el Padre, a Jesucristo, el justo. Porque él se ofreció como víctima de expiación por nuestros
pecados, y no sólo por los nuestros, sino por los del mundo entero.
En esto tenemos una prueba de que conocemos a Dios: en que cumplimos sus mandamientos. Quien
dice: “Yo lo conozco”, pero no cumple sus mandamientos, es un mentiroso y la verdad no está en él.
Pero en aquel que cumple su palabra, el amor de Dios ha llegado a su plenitud, y precisamente en
esto conocemos que estamos unidos a él.
Palabra de Dios.
ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO Cfr. Lc 24, 32
R/. Aleluya, aleluya.
Señor Jesús, haz que comprendamos la Sagrada Escritura. Enciende nuestro corazón mientras nos
hablas. R/.
EVANGELIO
Está escrito que Cristo tenía que padecer y tenía que resucitar de entre los muertos al tercer día.
+ Del santo Evangelio según san Lucas: 24, 35-48
Cuando los dos discípulos regresaron de Emaús y llegaron al sitio donde estaban reunidos los
apóstoles, les contaron lo que les había pasado por el camino y cómo habían reconocido a Jesús al
partir el pan.
Mientras hablaban de esas cosas, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: “La paz esté con
ustedes”. Ellos, desconcertados y llenos de temor, creían ver un fantasma. Pero él les dijo: “No
teman; soy yo. ¿Por qué se espantan? ¿Por qué surgen dudas en su interior? Miren mis manos y mis
pies. Soy yo en persona. Tóquenme y convénzanse: un fantasma no tiene ni carne ni huesos, como
ven que tengo yo”. Y les mostró las manos y los pies. Pero como ellos no acababan de creer de pura
alegría y seguían atónitos, les dijo: “¿Tienen aquí algo de comer?”. Le ofrecieron un trozo de
pescado asado; él lo tomó y se puso a comer delante de ellos.
Después les dijo: “Lo que ha sucedido es aquello de que les hablaba yo, cuando aún estaba con
ustedes: que tenía que cumplirse todo lo que estaba escrito de mí en la ley de Moisés, en los profetas
y en los salmos”.
Entonces les abrió el entendimiento para que comprendieran las Escrituras y les dijo: “Está escrito
que el Mesías tenía que padecer y había de resucitar de entre los muertos al tercer día, y que en su
nombre se había de predicar a todas las naciones, comenzando por Jerusalén, la necesidad de
volverse a Dios para el perdón de los pecados. Ustedes son testigos de esto”.
Palabra del Señor.
ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS
Recibe, Señor, los dones que, jubilosa, tu Iglesia te presenta, y puesto que es a ti a quien debe su
alegría, concédele también disfrutar de la felicidad eterna. Por Jesucristo, nuestro Señor.
ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Lc 24, 35
Los discípulos reconocieron al Señor Jesús, al partir el pan. Aleluya.
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Domingo III de Pascua (B)
O bien: Lc 24, 46-47
Era necesario que Cristo padeciera y resucitara de entre los muertos al tercer día y que, en su
nombre, se exhortara a todos los pueblos el arrepentimiento para el perdón de los pecados. Aleluya.
ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN
Dirige, Señor, tu mirada compasiva sobre tu pueblo, al que te has dignado renovar con estos
misterios de vida eterna, y concédele llegar un día a la gloria incorruptible de la resurrección. Por
Jesucristo, nuestro Señor.
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BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)
El Dios de Abrahán ha glorificado a su Hijo Jesús (Hch 3,13-15.17-19)
1ª lectura
Tras la curación del cojo que se acaba de narrar, se introduce este segundo discurso de San
Pedro. Tiene dos partes: en la primera (vv. 12-16), el Apóstol explica que el milagro se ha realizado
en el nombre de Jesús y por la fe en su nombre; en la segunda (vv. 17-26), subraya que en Jesús se
cumplen las profecías del Antiguo Testamento y mueve a penitencia a la multitud reunida,
responsable también de alguna manera de la muerte de Cristo. Al final (vv. 25-26), Pedro anotará un
motivo común en la predicación apostólica (cfr 2,39): la salvación se dirige en primer lugar al pueblo
elegido, pero está abierta a todos.
El discurso se refiere a Jesús con términos fáciles de entender por judíos en sentido
mesiánico. Se le llama Hijo (v. 13), Cristo (vv. 18.20), y también «profeta» (v. 22). Las expresiones
«el Santo» y «el Justo» (v. 14), novedosas aquí, se emplean ya como predicado o título mesiánico de
Jesús en otros lugares (7,52; Mc 1,24; Lc 4,34). «Santo» y «Justo» son palabras equivalentes, como
lo son también santidad y justicia.
San Pedro (v. 17), como después San Pablo (13,27), habla de la ignorancia de las gentes y de
los jefes en la condena a Jesús. Con ello, no hacen sino repetir las palabras de Jesús en la cruz (Lc
23,34). De la misma manera, el gesto del pueblo que se convierte (4,4) evoca el momento en que las
gentes se golpeaban el pecho tras la muerte del Señor (Lc 23,48).
Tenemos un abogado ante el Padre: Jesucristo (1 Jn 2,1-5)
2ª lectura
Para llevar una vida de unión con Dios, el cristiano debe reconocerse pecador y luchar contra
el pecado. Así, Cristo, que es el abogado ante el Padre (2,1), le purifica de todo pecado con su sangre
(cfr. 1 Jn 1,7). La acogida de la misericordia divina exige de cada uno de nosotros la confesión de sus
faltas. La penitencia impuesta en el sacramento de la Reconciliación nos ayuda a configurarnos con
Cristo que es el Único que expió nuestros pecados de una vez por todas (cfr Catecismo de la Iglesia
Católica, n. 1460).
«El apóstol San Juan —comenta San Alfonso Mª de Ligorio— nos exhorta a evitar el pecado;
pero, temiendo que decaigamos de ánimo, al recordar nuestras pasadas culpas, nos alienta a esperar
el perdón, con tal que tengamos la firme resolución de no caer, diciéndonos que tenemos que
habérnoslas con Cristo, que no murió sólo para perdonarnos, sino que además, después de muerto, se
ha constituido abogado nuestro ante el Padre celestial» (Reflexiones sobre la Pasión 9,2).
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Domingo III de Pascua (B)
A lo largo de esta carta, «conocer a Dios» no significa un saber teórico sino estar unidos a Él
por la fe y por el amor, viviendo la vida de la gracia.
Les abrió el entendimiento para que comprendiesen las Escrituras (Lc 24,35-48)
Evangelio
En la narración de las apariciones parece percibirse la pedagogía de Jesús para enseñar a sus
discípulos los pormenores de la resurrección. Una vez que éstos se han convencido de la resurrección
(cfr 24,34), les muestra que no es un simple espíritu (v. 37) sino que tiene carne (vv. 39.41-43) y que
es el mismo que murió en la cruz (vv. 39-40): «Yo, por mi parte, sé muy bien y en ello pongo mi fe
que, después de su resurrección, permaneció el Señor en su carne. Y así, cuando se presentó a Pedro
y a sus compañeros, les dijo: Tocadme, palpadme y comprended que no soy un espíritu incorpóreo.
Y al punto le tocaron y creyeron, quedando persuadidos de su carne y de su espíritu (...). Es más,
después de su resurrección comió y bebió con ellos, como hombre de carne que era, si bien
espiritualmente estaba hecho una cosa con su Padre» (S. Ignacio de Antioquía, Ad Smyrnaeos 3,1-3).
Tras las muestras de su identidad, y antes de volver junto al Padre, Jesús confía la misión a
sus discípulos. En las últimas palabras del Señor se compendia todo lo que San Lucas desarrollará
después en el libro de los Hechos de los Apóstoles: está en el designio de Dios la predicación del
misterio de Cristo (vv. 46-47), del que aquéllos han sido testigos (v. 48), para la salvación universal
(v. 47). La misión apostólica comenzará en Jerusalén (v. 47) porque allí culmina el «éxodo» de Jesús
(cfr 9,31).
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SAN AGUSTÍN (www.iveargentina.org)
Aparición a los apóstoles
(Lc 24, 36-53)
1. La lectura del evangelio, sagrada e imperecedera, nos descubre al verdadero Cristo y a la
verdadera Iglesia para que no caigamos en error respecto a ninguno de los dos o para que ni
atribuyamos al santo esposo otra esposa en lugar de la suya, ni a la santa esposa otro esposo que no
sea el propio. Así, pues, para no errar en ninguno de los dos, escuchemos el evangelio cual acta de su
matrimonio.
2. No han faltado ni faltan quienes se engañan, respecto a Cristo el Señor, creyendo que no
tuvo verdadera carne. Escuchen lo que acabamos de oír nosotros. Él está en el cielo, pero se deja oír
aquí; está sentado a la derecha del Padre, pero conversa con nosotros. Indique él quién es,
manifiéstese a sí mismo; ¿qué necesidad tenemos de buscar otro testigo para que nos hable de él?
Escuchémosle a él mismo. Se apareció a sus discípulos, presentándose de forma repentina en medio
de ellos. Lo oísteis cuando se leyó. Ellos se sintieron turbados y creían que estaban viendo un
espíritu. Es lo mismo que piensan quienes creen que él no tuvo verdadera carne: los maniqueos, los
priscilianistas y cualquier otra peste que ni siquiera merece ser nombrada. No es que piensen que
Cristo no existió; no, no es esto; pero piensan que era un espíritu sin carne. ¿Qué piensas tú, oh
Católica? ¿Qué piensas tú, su esposa, no una adúltera? ¿Qué piensas tú sino lo que aprendiste de su
boca? En efecto, no has podido encontrar mejor testimonio sobre él que el dado por él mismo. ¿Qué
piensas, pues, tú? Tú aprendiste que Cristo constaba de la Palabra, alma humana y carne humana.
¿Qué sabes respecto a la Palabra? En el principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a
Dios, y la Palabra era Dios; ésta existía al principio junto a Dios. ¿Qué aprendiste referente al alma
humana? E, inclinada la cabeza, entregó su espíritu. ¿Qué te enseñó respecto a la carne? Escúchalo.
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Domingo III de Pascua (B)
Perdona a quienes piensan ahora lo que antes pensaron los discípulos que estaban en error; error en
el que, sin embargo, no permanecieron. Los discípulos pensaron lo mismo que hoy piensan los
maniqueos, los priscilianistas, a saber, que Cristo el Señor no tenía carne verdadera, que era
solamente un espíritu. Veamos si el Señor los dejó errar. Ved que el pensar eso es un perverso error,
pues el médico se apresuró a curarlo y no lo quiso confirmar. Ellos, pues, creían estar viendo un
espíritu; pero quien sabía lo dañinos que eran esos pensamientos, ¿qué les dijo para erradicarlos de
sus corazones? ¿Por qué estáis turbados? ¿Por qué estáis turbados y suben esos pensamientos a
vuestro corazón? Ved mis manos y mis pies; tocad y ved, que un espíritu no tiene carne ni huesos,
como veis que yo tengo. Contra cualquier pensamiento dañino, venga de donde venga, agárrate a lo
que has recibido; de lo contrario, estás perdido. Cristo, la Palabra verdadera, el Unigénito igual al
Padre, tiene verdadera alma humana y verdadera carne, aunque sin pecado. Fue la carne la que
murió, la que resucitó, la que colgó del madero, la que yació en el sepulcro y ahora está sentada en el
cielo. Cristo el Señor quería convencer a sus discípulos de que lo que estaban viendo eran huesos y
carne; tú, sin embargo, le llevas la contraria. ¿Es él quien miente y tú quien dice la verdad? ¿Eres tú
quien edifica y él quien engaña? ¿Por qué quiso convencerme Cristo de esto sino porque sabía lo que
me es provechoso creer y lo que me perjudica no creer? Creedlo, pues, así; él es el esposo.
3. Escuchemos también lo referente a la esposa, pues no sé quiénes, poniéndose también a
favor de los adúlteros, quieren alejar a la verdadera y poner en su lugar una extraña. Escuchemos lo
referente a la esposa. Después que los discípulos hubieron tocado sus pies, manos, su carne y huesos,
el Señor añadió: ¿Tenéis algo que comer? En efecto, la consumición del alimento era una prueba
más de su verdadera humanidad. Lo recibió, lo comió y repartió de él; y, cuando aún estaban
temblorosos de miedo, les dijo: ¿No os decía estas cosas cuando aún estaba con vosotros? ¿Cómo?
¿No estaba ahora con ellos? ¿Qué significa: cuando aún estaba con vosotros? Cuando era aún
mortal, como lo sois todavía vosotros. ¿Qué os decía? Que convenía que se cumpliese todo lo que
estaba escrito de mí en la ley, en los profetas y en los salmos. Entonces les abrió la inteligencia para
que comprendiesen las Escrituras; y les dijo que convenía que Cristo padeciera y resucitase de entre
los muertos al tercer día. Eliminad la carne verdadera, y dejará de existir verdadera pasión y
verdadera resurrección. Aquí tienes al esposo: Convenía que Cristo padeciera y resucitase de entre
los muertos al tercer día. Retén lo dicho sobre la cabeza; escucha ahora lo referente al cuerpo. ¿Qué
es lo que tenemos que mostrar ahora? Quienes hemos escuchado quién es el esposo, reconozcamos
también a la esposa. Y que se predique la penitencia y el perdón de los pecados en su nombre.
¿Dónde? ¿A partir de dónde? ¿Hasta dónde? En todos los pueblos, comenzando por Jerusalén. Ve
aquí la esposa; que nadie te venda fábulas; cese de ladrar desde un rincón la rabia de los herejes. La
Iglesia está extendida por todo el orbe de la tierra; todos los pueblos poseen la Iglesia. Que nadie os
engañe: ella es la auténtica, ella la católica. A Cristo no lo hemos visto, pero sí a ella: creamos lo que
se nos dice de él. Los apóstoles, por el contrario, le veían a él y creían lo referente a ella. Ellos veían
una cosa y creían la otra; nosotros también, puesto que vemos una, creamos la otra. Ellos veían a
Cristo, y creían en la Iglesia que no veían; nosotros que vemos la Iglesia, creamos también en Cristo,
a quien no vemos, y, agarrándonos a lo que vemos, llegaremos a quien aún no vemos. Conociendo,
pues, al esposo y a la esposa, reconozcámoslos en el acta de su matrimonio para que tan santas
nupcias no sean objeto de litigio.
(Lugar: Hipona. Fecha: Probablemente, el miércoles de Pascua. Entre el 400 y 412)
(Sermones (4º), O.C. (XXIV), BAC Madrid 1983, pp. 438-42)
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Domingo III de Pascua (B)
FRANCISCO – Regina Caeli 2015 y 2018 - Homilías 2014 y 2018
Regina Caeli 2015
Testigos de Jesús resucitado
Queridos hermanos y hermanas ¡buenos días!
En las lecturas bíblicas de la liturgia de hoy resuena dos veces la palabra «testigos». La
primera vez es en los labios de Pedro: él, después de la curación del paralítico ante la puerta del
templo de Jerusalén, exclama: «Matasteis al autor de la vida, pero Dios lo resucitó de entre los
muertos, y nosotros somos testigos de ello» (Hch 3, 15). La segunda vez, en los labios de Jesús
resucitado: Él, la tarde de Pascua, abre la mente de los discípulos al misterio de su muerte y
resurrección y les dice: «Vosotros sois testigos de esto» (Lc 24, 48). Los apóstoles, que vieron con
los propios ojos al Cristo resucitado, no podían callar su extraordinaria experiencia. Él se había
mostrado a ellos para que la verdad de su resurrección llegara a todos mediante su testimonio. Y la
Iglesia tiene la tarea de prolongar en el tiempo esta misión; cada bautizado está llamado a dar
testimonio, con las palabras y con la vida, que Jesús ha resucitado, que Jesús está vivo y presente en
medio de nosotros. Todos nosotros estamos llamados a dar testimonio de que Jesús está vivo.
Podemos preguntarnos: pero, ¿quién es el testigo? El testigo es uno que ha visto, que recuerda
y cuenta. Ver, recordar y contar son los tres verbos que describen la identidad y la misión. El testigo
es uno que ha visto, con ojo objetivo, ha visto una realidad, pero no con ojo indiferente; ha visto y se
ha dejado involucrar por el acontecimiento. Por eso recuerda, no sólo porque sabe reconstruir de
modo preciso los hechos sucedidos, sino también porque esos hechos le han hablado y él ha captado
el sentido profundo. Entonces el testigo cuenta, no de manera fría y distante sino como uno que se ha
dejado cuestionar y desde aquel día ha cambiado de vida. El testigo es uno que ha cambiado de vida.
El contenido del testimonio cristiano no es una teoría, no es una ideología o un complejo
sistema de preceptos y prohibiciones o un moralismo, sino que es un mensaje de salvación, un
acontecimiento concreto, es más, una Persona: es Cristo resucitado, viviente y único Salvador de
todos. Él puede ser testimoniado por quienes han tenido una experiencia personal de Él, en la oración
y en la Iglesia, a través de un camino que tiene su fundamento en el Bautismo, su alimento en la
Eucaristía, su sello en la Confirmación, su continua conversión en la Penitencia. Gracias a este
camino, siempre guiado por la Palabra de Dios, cada cristiano puede transformarse en testigo de
Jesús resucitado. Y su testimonio es mucho más creíble cuando más transparenta un modo de vivir
evangélico, gozoso, valiente, humilde, pacífico, misericordioso. En cambio, si el cristiano se deja
llevar por las comodidades, las vanidades, el egoísmo, si se convierte en sordo y ciego ante la
petición de «resurrección» de tantos hermanos, ¿cómo podrá comunicar a Jesús vivo, como podrá
comunicar la potencia liberadora de Jesús vivo y su ternura infinita?
Que María, nuestra Madre, nos sostenga con su intercesión para que podamos convertirnos,
con nuestros límites, pero con la gracia de la fe, en testigos del Señor resucitado, llevando a las
personas que nos encontramos los dones pascuales de la alegría y de la paz.
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Regina Caeli 2018
Un gran respeto y cuidado de nuestro cuerpo y el de los demás
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
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Domingo III de Pascua (B)
En el centro de este tercer domingo de Pascua está la experiencia del Resucitado hecha por
sus discípulos, todos juntos. Eso se evidencia especialmente en el Evangelio que nos introduce de
nuevo otra vez en el Cenáculo, donde Jesús se manifiesta a los apóstoles, dirigiéndoles este saludo:
«La paz con vosotros» (Lucas, 24, 36). Es el saludo del Cristo Resucitado, que nos da la paz: «La
paz con vosotros». Se trata tanto de la paz interior, como de la paz que se establece en las relaciones
entre las personas. El episodio contado por el evangelista Lucas insiste mucho en el realismo de la
Resurrección. Jesús no es un fantasma. De hecho, no se trata de una aparición del alma de Jesús, sino
de su presencia real con el cuerpo resucitado.
Jesús se da cuenta de que los apóstoles están desconcertados al verlo porque la realidad de la
Resurrección es inconcebible para ellos. Creen que están viendo un espíritu, pero Jesús resucitado no
es un espíritu, es un hombre con cuerpo y alma. Por eso, para convencerlos, les dice: «Mirad mis
manos y mis pies; soy yo mismo. Palpadme y ved que un espíritu no tiene carne ni huesos, como veis
que yo tengo» (v. 39). Y puesto que esto parece no servir para vencer la incredulidad de los
discípulos, el Evangelio dice también una cosa interesante: era tanta la alegría que tenían dentro que
esta alegría no podían creerla: «¡No puede ser! ¡No puede ser así! ¡Tanta alegría no es posible!». Y
Jesús, para convencerles, les dice: «¿Tenéis aquí algo de comer?» (v. 41). Ellos le ofrecen un pez
asado; Jesús lo toma y lo come frente a ellos, para convencerles.
La insistencia de Jesús en la realidad de su Resurrección ilumina la perspectiva cristiana
sobre el cuerpo: el cuerpo no es un obstáculo o una prisión del alma. El cuerpo está creado por Dios
y el hombre no está completo sino es una unión de cuerpo y alma. Jesús, que venció a la muerte y
resucitó en cuerpo y alma, nos hace entender que debemos tener una idea positiva de nuestro cuerpo.
Este puede convertirse en una ocasión o en un instrumento de pecado, pero el pecado no está
provocado por el cuerpo, sino por nuestra debilidad moral. El cuerpo es un regalo maravilloso de
Dios, destinado, en unión con el alma, a expresar plenamente la imagen y semejanza de Él. Por lo
tanto, estamos llamados a tener un gran respeto y cuidado de nuestro cuerpo y el de los demás. Cada
ofensa o herida o violencia al cuerpo de nuestro prójimo, es un ultraje a Dios creador. Mi
pensamiento va, en particular para los niños, las mujeres, los ancianos maltratados en el cuerpo.
En la carne de estas personas encontramos el cuerpo de Cristo. Cristo herido, burlado,
calumniado, humillado, flagelado, crucificado... Jesús nos ha enseñado el amor. Un amor que, en su
Resurrección demostró ser más poderoso que el pecado y que la muerte, y quiere salvar a todos
aquellos que experimentan en su propio cuerpo las esclavitudes de nuestros tiempos. En un mundo
donde prevalece la prepotencia contra los más débiles y el materialismo que sofoca el espíritu, el
Evangelio de hoy nos llama a ser personas capaces de mirar profundamente, llenas de asombro y
gran alegría por haber encontrado al Señor resucitado. Nos llama a ser personas que saben recoger y
valorar la novedad de vida que Él siembra en la historia, para orientarla hacia los cielos nuevos y la
tierra nueva. Que nos sostenga en este camino la Virgen María, a cuya materna intercesión nos
encomendamos con confianza.
***
Homilía del 24 de abril de 2014
Ningún miedo a la alegría
Hay muchos cristianos que tienen “miedo a la alegría”. Cristianos “murciélagos”, los definió
“con un poco de humor” el Papa Francisco, que van con “cara de funeral”, moviéndose en la sombra
en lugar de dirigirse “a la luz de la presencia del Señor”.
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Domingo III de Pascua (B)
El hilo conductor de la meditación en la capilla de la Casa Santa Marta fue precisamente el
contraste entre los sentimientos que experimentaron los Apóstoles después de la resurrección del
Señor: por una parte, la alegría de saber que había resucitado, y, por otra, el miedo de verlo de nuevo
en medio de ellos, de entrar en contacto real con su misterio viviente. Inspirándose en el Evangelio
de san Lucas propuesto por la liturgia, el Papa recordó, en efecto, que “la tarde de la resurrección los
discípulos estaban contando lo que habían visto”: los dos discípulos de Emaús hablaban de su
encuentro con Jesús durante el camino, y así también Pedro. En resumen, “todos estaban contentos
porque el Señor había resucitado: estaban seguros de que el Señor había resucitado”. Pero
precisamente “estaban hablando de estas cosas, cuando se presenta Jesús en medio de ellos” y les
dice: “Paz a vosotros”.
En ese momento, observó el Papa, sucedió algo diferente de la paz. En efecto, el Evangelio
describe a los apóstoles “aterrorizados y llenos de miedo”. No “sabían qué hacer y creían ver un
fantasma”. Así, prosiguió el Papa, “todo el problema de Jesús era decirles: Pero mirad, no soy un
fantasma; palpadme, ¡mirad mis heridas!”.
Se lee además en el texto: “Como no acababan de creer por la alegría...”. Este es el punto
focal: los discípulos “no podían creer porque tenían miedo a la alegría”. En efecto, Jesús “los llevaba
a la alegría: la alegría de la resurrección, la alegría de su presencia en medio de ellos”. Pero
precisamente esta alegría se convirtió para ellos en “un problema para creer: por la alegría no creían
y estaban atónitos”.
En resumen, los discípulos “preferían pensar que Jesús era una idea, un fantasma, pero no la
realidad”.
“El miedo a la alegría es una enfermedad del cristiano”. También nosotros, explicó el
Pontífice, “tenemos miedo a la alegría”, y nos decimos a nosotros mismos que “es mejor pensar: sí,
Dios existe, pero está allá, Jesús ha resucitado, ¡está allá!”. Como si dijéramos: “Mantengamos las
distancias”. Y así “tenemos miedo a la cercanía de Jesús, porque esto nos da alegría”.
Esta actitud explica también por qué hay “tantos cristianos de funeral”, cuya “vida parece un
funeral permanente”. Cristianos que “prefieren la tristeza a la alegría; se mueven mejor en la sombra
que en la luz de la alegría”. Precisamente “como esos animales –especificó el Papa– que logran salir
solamente de noche, pero que a la luz del día no ven nada. ¡Como los murciélagos! Y con sentido del
humor diríamos que son “cristianos murciélagos”, que prefieren la sombra a la luz de la presencia del
Señor”.
En cambio, “muchas veces nos sobresaltamos cuando nos llega esta alegría o estamos llenos
de miedo; o creemos ver un fantasma o pensamos que Jesús es un modo de obrar”. Hasta tal punto
que nos decimos a nosotros mismos: “Pero nosotros somos cristianos, ¡y debemos actuar así!”. E
importa muy poco que Jesús no esté. Más bien, habría que preguntar: “Pero, ¿tú hablas con Jesús?
¿Le dices: Jesús, creo que estás vivo, que has resucitado, que estás cerca de mí, que no me
abandonas?”. Este es el “diálogo con Jesús”, propio de la vida cristiana, animado por la certeza de
que “Jesús está siempre con nosotros, está siempre con nuestros problemas, con nuestras dificultades
y con nuestras obras buenas”.
Por eso, reafirmó el Pontífice, es necesario superar “el miedo a la alegría” y pensar en cuántas
veces “no somos felices porque tenemos miedo”. Como los discípulos que, explicó el Papa, “habían
sido derrotados” por el misterio de la cruz. De ahí su miedo. “Y en mi tierra hay un dicho que dice
así: el que se quema con leche, ve una vaca y llora”. Y así los discípulos, “quemados con el drama de
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Domingo III de Pascua (B)
la cruz, dijeron: no, ¡detengámonos aquí! Él está en el cielo, está muy bien así, ha resucitado, pero
que no venga otra vez aquí, ¡porque ya no podemos más!”.
El Papa Francisco concluyó su meditación invocando al Señor para que “haga con todos
nosotros lo que hizo con los discípulos, que tenían miedo a la alegría: abrir nuestra mente”. En
efecto, se lee en el Evangelio: “Entonces les abrió el entendimiento para comprender las Escrituras”.
Así pues, el Papa deseó “que el Señor abra nuestra mente y nos haga comprender que Él es una
realidad viva, que tiene cuerpo, está con nosotros y nos acompaña, que ha vencido: pidamos al Señor
la gracia de no tener miedo a la alegría”.
***
Homilía del 18 de abril de 2018
Si no creemos que Cristo está vivo no seremos buenos cristianos
Los discípulos sabían que Jesús había resucitado, porque lo había dicho María Magdalena por
la mañana; después Pedro lo había visto, después los discípulos que habían vuelto de Emaús habían
contando el encuentro con Jesús resucitado. Lo sabían: ha resucitado y vive. Pero esa verdad no
había entrado en el corazón. Esa verdad, sí, la sabían, pero dudaban. Preferían tener esa verdad en la
mente, quizá. Es menos peligroso tener una verdad en la mente que tenerla en el corazón. Es menos
peligroso.
Estaban todos reunidos y apareció el Señor. Y ellos desde antes se asustaron y creían que era
un espíritu. Pero Jesús mismo les dijo: «¡No, mirad, tocadme. Ved las llagas. Un espíritu no tiene
cuerpo. Mirad, soy yo!». ¿Pero por qué no creían? ¿Por qué dudaban? Hay una palabra en el
Evangelio que nos da la explicación: «Pero ya que por la alegría no creían todavía y estaban llenos
de estupor...». Por la alegría no podían creer. ¡Era mucha esa alegría! ¡Si esto es verdad, es una
alegría inmensa! «Ah, yo no creo. No puedo». No podían creer que hubiera tanta alegría; la alegría
que lleva a Cristo.
Nos pasa también a nosotros cuando nos dan una buena noticia. Antes de acogerla en el
corazón decimos: «¿Pero es verdad? ¿Pero cómo lo sabes? ¿Dónde lo has escuchado?». Lo hacemos
para estar seguros, porque si esto es verdad, es una alegría grande. Esto nos sucede a nosotros en lo
pequeño, ¡imaginad a los discípulos! Era tanta la alegría que era mejor decir: «No, yo no lo creo».
¡Pero estaba allí! Sí, pero no podían. No podían aceptar; no podían dejar pasar en el corazón esa
verdad que veían. Y al final, obviamente, creyeron. Y esta es la «renovada juventud» que nos dona el
Señor. En la oración Colecta lo hemos hablado: la «renovada juventud». Nosotros estamos
acostumbrados a envejecer con el pecado... El pecado envejece el corazón, siempre. Te hace un
corazón duro, viejo, cansado. El pecado cansa el corazón y perdemos un poco la fe en Cristo
Resucitado: «No, no creo... Sería mucha alegría esto... Sí, sí, está vivo, pero está en el Cielo por sus
cosas...». Pero ¡sus cosas soy yo! ¡Cada uno de nosotros! Pero esta unión no somos capaces de
hacerla.
El apóstol Juan, en la segunda lectura, dice: «Si alguno ha pecado tenemos un abogado ante
el Padre». No tengáis miedo, Él perdona. Él nos renueva. El pecado nos envejece, pero Jesús,
resucitado, vivo, nos renueva. Esta es la fuerza de Jesús resucitado. Cuando nosotros nos acercamos
al sacramento de la penitencia es para ser renovados, para rejuvenecer. Y esto lo hace Jesucristo. Es
Jesús resucitado quien hoy está en medio de nosotros: estará aquí sobre el altar; está en la Palabra...
Y sobre el altar estará así: ¡resucitado! Es Cristo que quiere defendernos, el abogado, cuando
nosotros hemos pecado, para rejuvenecernos.
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Hermanos y hermanas, pidamos la gracia de creer que Cristo está vivo, ¡ha resucitado! Esta
es nuestra fe, y si nosotros creemos esto, las demás cosas son secundarias. Esta es nuestra vida, esta
es nuestra verdadera juventud. La victoria de Cristo sobre la muerte, la victoria de Cristo sobre el
pecado. Cristo está vivo. «Sí, sí, ahora recibiré la comunión…». Pero cuando tú recibes la
Comunión, ¿estás seguro de que Cristo está vivo ahí, ha resucitado? «Sí, es un poco de pan
bendecido...». No, ¡es Jesús! Cristo está vivo, ha resucitado en medio de nosotros y si nosotros no
creemos esto, no seremos nunca buenos cristianos, no podremos serlo.
«Pero ya que por la alegría no creían todavía y estaban llenos de estupor». Pidamos al Señor
la gracia de que la alegría no nos impida creer, la gracia de tocar a Jesús resucitado: tocarlo en el
encuentro mediante la oración; en el encuentro mediante los sacramentos; en el encuentro con su
perdón que es la renovada juventud de la Iglesia; en el encuentro con los enfermos, cuando vamos a
visitarles, con los presos, con los que están más necesitados, con los niños, con los ancianos. Si
nosotros sentimos las ganas de hacer algo bueno, es Jesús resucitado quien nos empuja a esto. Y
siempre la alegría, la alegría que nos hace jóvenes.
Pidamos la gracia de ser una comunidad alegre, porque cada uno de nosotros está seguro,
tiene fe, ha encontrado a Jesús resucitado.
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BENEDICTO XVI – Regina Caeli 2012
La presencia real de Cristo en su Palabra y la Eucaristía
¡Queridos hermanos y hermanas!
Hoy, tercer domingo de Pascua, encontramos en el evangelio de Lucas a Jesús resucitado que
se presenta en medio de los discípulos (cf. Lc. 24,36), los cuales, incrédulos y atemorizados,
pensaban que veían un espíritu (cf. Lc. 24,37). Romano Guardini escribe: “El Señor ha cambiado. No
vive ya como antes. Su existencia... no es comprensible. Sin embargo, es corpórea, incluye... todo lo
que vivió; el destino atravesado, su pasión y su muerte. Todo es real. Aunque sea cambiada, pero
siempre una tangible realidad” (Il Signore. Meditazioni sulla persona e la vita di N.S. Gesù Cristo,
Milano 1949, 433). Dado que la resurrección no borra los signos de la crucifixión, Jesús muestra sus
manos y sus pies a los apóstoles. Y para convencerlos, les pide algo de comer. Así que los discípulos
“le ofrecieron un trozo de pescado. Lo tomó y comió delante de ellos” (Lc. 24,42-43). San Gregorio
Magno comenta que “el pescado asado al fuego no significa otra cosa que la pasión de Jesús,
Mediador entre Dios y los hombres. De hecho, Él se dignó esconderse en las aguas de la raza
humana, aceptó ser atrapado por el lazo de nuestra muerte y fue como colocado en el fuego dado los
dolores sufridos en el momento de la pasión” (Hom. in Evang XXIV, 5: CCL 141, Turnhout, 1999,
201).
Gracias a estos signos muy reales, los discípulos superaron la duda inicial y se abrieron al don
de la fe; y es esta fe lo que les permite entender las cosas escritas sobre Cristo “en la Ley de Moisés,
en los Profetas y en los Salmos” (Lc. 24,44). Leemos, por cierto, que Jesús «abrió sus inteligencias
para que comprendieran las Escrituras y les dijo: ‘Así está escrito: que el Cristo debía padecer y
resucitar de entre los muertos al tercer día y que se predicaría en su nombre la conversión para
perdón de los pecados... Ustedes son testigos’» (Lc. 24, 45-48). El Salvador nos asegura su presencia
real entre nosotros a través de la Palabra y la Eucaristía. Tal como los discípulos de Emaús, que
reconocieron a Jesús al partir el pan (cf. Lc. 24,35), así también nosotros encontramos al Señor en la
celebración eucarística. Explica, en este sentido, santo Tomás de Aquino que “es necesario reconocer
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de acuerdo a la fe católica, que Cristo todo está presente en este sacramento... porque jamás la
divinidad ha abandonado el cuerpo que ha asumido” (S. Th. III q. 76, a.1).
Queridos amigos, en el tiempo pascual, generalmente la Iglesia suele administrar la primera
comunión a los niños. Por lo tanto, insto a los párrocos, a los padres y catequistas, a preparar bien
esta fiesta de la fe, con gran fervor, pero también con sobriedad. “Este día queda grabado en la
memoria, con razón, como el primer momento en que... se percibe la importancia del encuentro
personal con Jesús” (Exhort. ap. postsin. Sacramentum Caritatis, 19). Que la Madre de Dios nos
ayude a participar dignamente en la mesa del sacrificio eucarístico, para convertirnos en testigos de
la nueva humanidad.
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DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los
Sacramentos
52. En primer lugar existe la oportunidad, en especial durante los tres primeros domingos [de
Pascua], de transmitir las diversas dimensiones de la lex credendi de la Iglesia en un tiempo
privilegiado como este. Los párrafos del Catecismo de la Iglesia Católica que tratan de la
Resurrección (CEC 638-658) son, en sí mismos, la explicación de muchos de los diversos textos
bíblicos claves proclamados en el tiempo Pascual. Estos párrafos pueden ser una guía segura para el
homileta que tiene la tarea de explicar al pueblo cristiano, sobre la base de los textos de la Escritura,
lo que el Catecismo, por su parte llama, en diversos capítulos, «el acontecimiento histórico y
trascendente» de la Resurrección, el significado «de las apariciones del Resucitado», «el estado de la
humanidad resucitada de Cristo» y «la Resurrección – obra de la Santísima Trinidad».
53. En segundo lugar, en los domingos del Tiempo de Pascua la primera lectura no está tomada del
Antiguo Testamento sino de los Hechos de los Apóstoles. Muchos pasajes narran ejemplos de la
primera predicación apostólica, en los que podemos reconocer que los propios
Apóstoles emplearon las Escrituras para anunciar el significado de la muerte y la Resurrección de
Jesús. Otros narran las consecuencias de esta última y sus efectos en la vida de la comunidad
cristiana. A partir de estos pasajes, el homileta tiene en su mano algunos de sus más fuertes y
fundamentales instrumentos. Observa cómo los Apóstoles se han servido de las Escrituras para
anunciar la muerte y Resurrección de Jesús y se comporta del mismo modo, no solo a propósito del
pasaje que está tratando sino adoptando un estilo similar para todo el año litúrgico. Reconoce,
además, la potencia de la vida del Señor resucitado, que actúa en las primeras comunidades, y
proclama con fe al pueblo que la misma potencia está todavía operante entre nosotros.
54. En tercer lugar, la intensidad de la Semana Santa con el Triduo Pascual, seguido de la gozosa
celebración de los cincuenta días que culminan en Pentecostés, es para los homiletas un tiempo
excelente para tejer vínculos entre las Escrituras y la Eucaristía. Justamente en el gesto de «partir el
pan» – recuerda la entrega total de sí por parte de Jesús en la Última Cena y después en la Cruz – los
discípulos se dan cuenta de cuánto ardía su corazón mientras el Señor les abría la mente para
comprender las Escrituras. Todavía hoy es deseable un esquema análogo de comprensión. El
homileta se prepara con diligencia para explicar las Escrituras pero el significado más profundo de
cuanto dice emergerá del «partir el pan» en la misma Liturgia, siempre que haya sabido resaltar esta
conexión (cf. VD 54). La importancia de tales vínculos ha sido mencionada claramente por el Papa
Benedicto XVI en la Verbum Domini:
«Estos relatos muestran cómo la Escritura misma ayuda a percibir su unión indisoluble con la
Eucaristía. “Conviene, por tanto, tener siempre en cuenta que la Palabra de Dios leída y anunciada
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por la Iglesia en la Liturgia conduce, por decirlo así, al sacrificio de la alianza y al banquete de la
gracia, es decir, a la Eucaristía, como a su fin propio”. Palabra y Eucaristía se pertenecen tan
íntimamente que no se puede comprender la una sin la otra: la Palabra de Dios se hace
sacramentalmente carne en el acontecimiento eucarístico. La Eucaristía nos ayuda a entender la
Sagrada Escritura, así como la Sagrada Escritura, a su vez, ilumina y explica el misterio eucarístico»
(VD 55).
CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA
La Eucaristía y la experiencia de los discípulos en Emaús
1346. La liturgia de la Eucaristía se desarrolla conforme a una estructura fundamental que se ha
conservado a través de los siglos hasta nosotros. Comprende dos grandes momentos que forman una
unidad básica:
– La reunión, la liturgia de la Palabra, con las lecturas, la homilía y la oración universal;
– la liturgia eucarística, con la presentación del pan y del vino, la acción de gracias consecratoria y la
comunión.
Liturgia de la Palabra y Liturgia eucarística constituyen juntas “un solo acto de culto” (SC 56); en
efecto, la mesa preparada para nosotros en la Eucaristía es a la vez la de la Palabra de Dios y la del
Cuerpo del Señor (cf. DV 21).
1347. He aquí el mismo dinamismo del banquete pascual de Jesús resucitado con sus discípulos: en
el camino les explicaba las Escrituras, luego, sentándose a la mesa con ellos, “tomó el pan, pronunció
la bendición, lo partió y se lo dio” (cf Lc 24,13-35).
Los Apóstoles y los discípulos dan testimonio de la Resurrección
642. Todo lo que sucedió en estas jornadas pascuales compromete a cada uno de los Apóstoles - y a
Pedro en particular - en la construcción de la era nueva que comenzó en la mañana de Pascua. Como
testigos del Resucitado, los apóstoles son las piedras de fundación de su Iglesia. La fe de la primera
comunidad de creyentes se funda en el testimonio de hombres concretos, conocidos de los cristianos
y, para la mayoría, viviendo entre ellos todavía. Estos “testigos de la Resurrección de Cristo” (cf.
Hch 1, 22) son ante todo Pedro y los Doce, pero no solamente ellos: Pablo habla claramente de más
de quinientas personas a las que se apareció Jesús en una sola vez, además de Santiago y de todos los
apóstoles (cf. 1 Co 15, 4-8).
643. Ante estos testimonios es imposible interpretar la Resurrección de Cristo fuera del orden físico,
y no reconocerlo como un hecho histórico. Sabemos por los hechos que la fe de los discípulos fue
sometida a la prueba radical de la pasión y de la muerte en cruz de su Maestro, anunciada por él de
antemano (cf. Lc 22, 31-32). La sacudida provocada por la pasión fue tan grande que los discípulos
(por lo menos, algunos de ellos) no creyeron tan pronto en la noticia de la resurrección. Los
evangelios, lejos de mostrarnos una comunidad arrobada por una exaltación mística, los evangelios
nos presentan a los discípulos abatidos (“la cara sombría”: Lc 24, 17) y asustados (cf. Jn 20, 19). Por
eso no creyeron a las santas mujeres que regresaban del sepulcro y “sus palabras les parecían como
desatinos” (Lc 24, 11; cf. Mc 16, 11. 13). Cuando Jesús se manifiesta a los once en la tarde de
Pascua “les echó en cara su incredulidad y su dureza de cabeza por no haber creído a quienes le
habían visto resucitado” (Mc 16, 14).
644. Tan imposible les parece la cosa que, incluso puestos ante la realidad de Jesús resucitado, los
discípulos dudan todavía (cf. Lc 24, 38): creen ver un espíritu (cf. Lc 24, 39). “No acaban de creerlo
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Domingo III de Pascua (B)
a causa de la alegría y estaban asombrados” (Lc 24, 41). Tomás conocerá la misma prueba de la duda
(cf. Jn 20, 24-27) y, en su última aparición en Galilea referida por Mateo, “algunos sin embargo
dudaron” (Mt 28, 17). Por esto la hipótesis según la cual la resurrección habría sido un “producto” de
la fe (o de la credulidad) de los apóstoles no tiene consistencia. Muy al contrario, su fe en la
Resurrección nació -bajo la acción de la gracia divina- de la experiencia directa de la realidad de
Jesús resucitado.
857. La Iglesia es apostólica porque está fundada sobre los apóstoles, y esto en un triple sentido:
− Fue y permanece edificada sobre “el fundamento de los apóstoles” (Ef 2, 20; Hch 21, 14), testigos
escogidos y enviados en misión por el mismo Cristo (cf Mt 28, 16-20; Hch 1, 8; 1 Co 9, 1; 15, 7-8;
Ga 1, l; etc.).
− Guarda y transmite, con la ayuda del Espíritu Santo que habita en ella, la enseñanza (cf Hch 2, 42),
el buen depósito, las sanas palabras oídas a los apóstoles (cf 2 Tm 1, 13-14).
− Sigue siendo enseñada, santificada y dirigida por los apóstoles hasta la vuelta de Cristo gracias a
aquellos que les suceden en su ministerio pastoral: el colegio de los obispos, “a los que asisten los
presbíteros juntamente con el sucesor de Pedro y Sumo Pastor de la Iglesia” (AG 5):
Porque no abandonas nunca a tu rebaño, sino que, por medio de los santos pastores, lo proteges y
conservas, y quieres que tenga siempre por guía la palabra de aquellos mismos pastores a quienes
tu Hijo dio la misión de anunciar el Evangelio (MR, Prefacio de los apóstoles).
995. Ser testigo de Cristo es ser “testigo de su Resurrección” (Hch 1, 22; cf. 4, 33), “haber comido y
bebido con El después de su Resurrección de entre los muertos” (Hch 10, 41). La esperanza cristiana
en la resurrección está totalmente marcada por los encuentros con Cristo resucitado. Nosotros
resucitaremos como El, con El, por El.
996. Desde el principio, la fe cristiana en la resurrección ha encontrado incomprensiones y
oposiciones (cf. Hch 17, 32; 1 Co 15, 12-13). “En ningún punto la fe cristiana encuentra más
contradicción que en la resurrección de la carne” (San Agustín, psal. 88, 2, 5). Se acepta muy
comúnmente que, después de la muerte, la vida de la persona humana continúa de una forma
espiritual. Pero ¿cómo creer que este cuerpo tan manifiestamente mortal pueda resucitar a la vida
eterna?
Cristo, la llave para interpretar las Escrituras
102. A través de todas las palabras de la Sagrada Escritura, Dios dice sólo una palabra, su Verbo
único, en quien él se dice en plenitud (cf. Hb 1,1-3):
Recordad que es una misma Palabra de Dios la que se extiende en todas las escrituras, que es un
mismo Verbo que resuena en la boca de todos los escritores sagrados, el que, siendo al comienzo
Dios junto a Dios, no necesita sílabas porque no está sometido al tiempo (S. Agustín, Psal. 103,4,1).
En el centro de la catequesis: Cristo
426. “En el centro de la catequesis encontramos esencialmente una Persona, la de Jesús de Nazaret,
Unigénito del Padre, que ha sufrido y ha muerto por nosotros y que ahora, resucitado, vive para
siempre con nosotros... Catequizar es... descubrir en la Persona de Cristo el designio eterno de Dios...
Se trata de procurar comprender el significado de los gestos y de las palabras de Cristo, los signos
realizados por El mismo” (CT 5). El fin de la catequesis: “conducir a la comunión con Jesucristo:
sólo Él puede conducirnos al amor del Padre en el Espíritu y hacernos partícipes de la vida de la
Santísima Trinidad”. (ibid.).
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427. “En la catequesis lo que se enseña es a Cristo, el Verbo encarnado e Hijo de Dios y todo lo
demás en referencia a Él; el único que enseña es Cristo, y cualquier otro lo hace en la medida en que
es portavoz suyo, permitiendo que Cristo enseñe por su boca... Todo catequista debería poder
aplicarse a sí mismo la misteriosa palabra de Jesús: ‘Mi doctrina no es mía, sino del que me ha
enviado’ (Jn 7, 16)” (ibid., 6)
428. El que está llamado a “enseñar a Cristo” debe por tanto, ante todo, buscar esta “ganancia
sublime que es el conocimiento de Cristo”; es necesario “aceptar perder todas las cosas... para ganar
a Cristo, y ser hallado en él” y “conocerle a él, el poder de su resurrección y la comunión en sus
padecimientos hasta hacerme semejante a él en su muerte, tratando de llegar a la resurrección de
entre los muertos” (Flp 3, 8-11).
429. De este conocimiento amoroso de Cristo es de donde brota el deseo de anunciarlo, de
“evangelizar”, y de llevar a otros al “sí” de la fe en Jesucristo. Y al mismo tiempo se hace sentir la
necesidad de conocer siempre mejor esta fe. Con este fin, siguiendo el orden del Símbolo de la fe,
presentaremos en primer lugar los principales títulos de Jesús: Cristo, Hijo de Dios, Señor (Artículo
2). El Símbolo confiesa a continuación los principales misterios de la vida de Cristo: los de su
encarnación (Artículo 3), los de su Pascua (Artículos 4 y 5), y, por último, los de su glorificación
(Artículos 6 y 7).
“Muerto por nuestros pecados según las Escrituras”
601. Este designio divino de salvación a través de la muerte del “Siervo, el Justo” (Is 53, 11; cf. Hch
3, 14) había sido anunciado antes en la Escritura como un misterio de redención universal, es decir,
de rescate que libera a los hombres de la esclavitud del pecado (cf. Is 53, 11-12; Jn 8, 34-36). S.
Pablo profesa en una confesión de fe que dice haber “recibido” (1 Co 15, 3) que “Cristo ha muerto
por nuestros pecados según las Escrituras” (ibidem: cf. también Hch 3, 18; 7, 52; 13, 29; 26, 22-23).
La muerte redentora de Jesús cumple, en particular, la profecía del Siervo doliente (cf. Is 53, 7-8 y
Hch 8, 32-35). Jesús mismo presentó el sentido de su vida y de su muerte a la luz del Siervo doliente
(cf. Mt 20, 28). Después de su Resurrección dio esta interpretación de las Escrituras a los discípulos
de Emaús (cf. Lc 24, 25-27), luego a los propios apóstoles (cf. Lc 24, 44-45).
2763. Toda la Escritura (la Ley, los Profetas, y los Salmos) se cumplen en Cristo (cf Lc 24, 44). El
evangelio es esta “Buena Nueva”. Su primer anuncio está resumido por San Mateo en el Sermón de
la Montaña (cf. Mt 5-7). Pues bien, la oración del Padre Nuestro está en el centro de este anuncio. En
este contexto se aclara cada una de las peticiones de la oración que nos dio el Señor:
La oración dominical es la más perfecta de las oraciones... En ella, no sólo pedimos todo lo que
podemos desear con rectitud, sino además según el orden en que conviene desearlo. De modo que
esta oración no sólo nos enseña a pedir, sino que también forma toda nuestra afectividad. (Santo
Tomás de A., s. th. 2-2. 83, 9).
Cristo, nuestro abogado en el cielo
Nuestra comunión en los Misterios de Jesús
519. Toda la riqueza de Cristo “es para todo hombre y constituye el bien de cada uno” (RH 11).
Cristo no vivió su vida para sí mismo, sino para nosotros, desde su Encarnación “por nosotros los
hombres y por nuestra salvación” hasta su muerte “por nuestros pecados” (1 Co 15, 3) y en su
Resurrección para nuestra justificación (Rom 4,25). Todavía ahora, es “nuestro abogado cerca del
Padre” (1 Jn 2, 1), “estando siempre vivo para interceder en nuestro favor” (Hb 7, 25). Con todo lo
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que vivió y sufrió por nosotros de una vez por todas, permanece presente para siempre “ante el
acatamiento de Dios en favor nuestro” (Hb 9, 24).
662. “Cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí” (Jn 12, 32). La elevación en la
Cruz significa y anuncia la elevación en la Ascensión al cielo. Es su comienzo. Jesucristo, el único
Sacerdote de la Alianza nueva y eterna, no “penetró en un Santuario hecho por mano de hombre...
sino en el mismo cielo, para presentarse ahora ante el acatamiento de Dios en favor nuestro” (Hb 9,
24). En el cielo, Cristo ejerce permanentemente su sacerdocio. “De ahí que pueda salvar
perfectamente a los que por él se llegan a Dios, ya que está siempre vivo para interceder en su favor”
(Hb 7, 25). Como “Sumo Sacerdote de los bienes futuros” (Hb 9, 11), es el centro y el oficiante
principal de la liturgia que honra al Padre en los cielos (cf. Ap 4, 6-11).
La celebración de la Liturgia celestial
1137. El Apocalipsis de S. Juan, leído en la liturgia de la Iglesia, nos revela primeramente que “un
trono estaba erigido en el cielo y Uno sentado en el trono” (Ap 4,2): “el Señor Dios” (Is 6,1; cf Ez
1,26-28). Luego revela al Cordero, “inmolado y de pie” (Ap 5,6; cf Jn 1,29): Cristo crucificado y
resucitado, el único Sumo Sacerdote del santuario verdadero (cf Hb 4,14-15; 10, 19-21; etc), el
mismo “que ofrece y que es ofrecido, que da y que es dado” (Liturgia de San Juan Crisóstomo,
Anáfora). Y, por último, revela “el río de Vida que brota del trono de Dios y del Cordero” (Ap 22,1),
uno de los más bellos símbolos del Espíritu Santo (cf Jn 4,10-14; Ap 21,6).
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RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
En verdad ha resucitado
Podríamos resumir el mensaje de este tercer Domingo del tiempo pascual con una frase: «el
triunfo de la resurrección». En la primera lectura, a propósito de Jesús, hemos oído al apóstol Pedro
proclamar ante la muchedumbre:
«Dios lo resucitó de entre los muertos, y nosotros somos testigos».
El Evangelio nos hace asistir a una de tantas apariciones del Resucitado. Los discípulos de
Emaús, jadeantes, apenas acababan de llegar a Jerusalén y estaban contando lo que les había
sucedido a lo largo del camino, cuando Jesús en persona se les presentó en medio de ellos
diciéndoles: «La paz con vosotros». En primer lugar, el susto, como si hubieran visto a un fantasma;
después, la sorpresa, la incredulidad y, en fin, la alegría. Es más, la incredulidad y la alegría juntas o
a la vez:
«Se dijeron uno a otro: “¿No estaba ardiendo nuestro corazón dentro de nosotros cuando nos
hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?”... Llenos de miedo por la sorpresa, creían ver
un fantasma».
La suya es una incredulidad especial del todo. Es el planteamiento de quien ya cree (si no, no
habría alegría); pero, no sabe convencerse, casi no se arriesga a creer a sus propios ojos. Como quien
dice: ¡demasiado hermoso para ser verdadero! La podemos llamar como una incongruencia, una fe
incrédula. Para convencerles, Jesús les pide algo para comer, dado que no hay nada que confirme y
cree comunión como el comer juntos.
Todo esto nos dice algo importante sobre la resurrección. Ésta no es sólo un gran milagro, un
argumento o una prueba a favor de la verdad de Cristo. Es más. Es un mundo nuevo, en el que se
entra por la fe, acompañada por el asombro y la alegría. La resurrección de Cristo es la «nueva
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creación». No se trata, por lo tanto, de creer sólo que Jesús es el resucitado; se trata de conocer y
experimentar «el poder de su resurrección» (Filipenses 3, 10).
Para beneficiar esta dimensión más profunda de la Pascua, esta vez, nos hacemos ayudar de
nuestros hermanos los ortodoxos. Para los cristianos de la Ortodoxia, la resurrección de Cristo lo es
todo. También, nosotros los católicos creemos, naturalmente, todo lo que ellos creen; pero, cada gran
Iglesia cristiana tiene su carisma específico, un don suyo a compartir con las otras Iglesias. El don
propio de la Iglesia ortodoxa es el fortísimo sentimiento, que tiene ella de la resurrección. El puesto
central, que ocupa el crucifijo en las iglesias y basílicas católicas, para ellos lo ocupa la imagen del
Resucitado, llamado el Pantocrator.
Durante el tiempo pascual, cuando se encuentran con alguien, ellos le saludan diciendo:
«¡Cristo ha resucitado!», a lo que el otro responde: «Verdaderamente ha resucitado». Esta costumbre
está de tal manera enraizada en el pueblo que se cuenta esta anécdota, acaecida en los inicios de la
revolución bolchevique. Había sido organizado un debate público sobre la resurrección de Cristo.
Primeramente, había hablado un ateo, demoliendo, a su parecer, para siempre la fe de los cristianos
en la resurrección. Habiendo él descendido del estrado, subió al podio el sacerdote ortodoxo, quien
debía hablar en su defensa. El humilde pope miró a la muchedumbre y dijo sencillamente: «¡Cristo
ha resucitado!» Instintivamente, a coro, todos respondieron: «Verdaderamente ha resucitado». Y el
sacerdote descendió del podio en silencio.
Lo que ha impedido al comunismo cancelar la fe del corazón de la gente ha sido precisamente
la Pascua. Ceaucescu, en Rumanía, había hecho tabla rasa de todo; pero, no pudo tocar los ritos y las
tradiciones pascuales. Sabía que una batalla del género habría sido perdida ya de partida. Me
encontré en Iasi, en Rumanía, para celebrar la Pascua ortodoxa no mucho después de la caída del
régimen comunista y he visto qué es allí la Pascua. Es algo que está en la sangre de la gente. Toda la
ciudad, por la tarde, se dirige a la catedral para oír al obispo, quien hace el anuncio de la
resurrección. Habiéndole escuchado, cada uno enciende su candela y comienzan a cantar una especie
de estribillo, que se repetirá casi hasta el infinito durante todo el tiempo pascual:
«Cristo ha resucitado de los muertos;
con su muerte ha destruido la muerte
y en los sepulcros ha dado
la vida a los muertos».
Otro canto, frecuentemente repetido en la liturgia pascual ortodoxa, hace pensar en el himno a
la alegría de la Novena Sinfonía de Beethoven. Dice:
«¡Es el día de la Resurrección!
Irradiemos alegría por esta fiesta,
abracémonos.
Llamemos hermano,
incluso, a quien nos odia.
Todo lo perdonamos
por amor de la Resurrección».
Cuán bella es esta última observación, si se aplica a las relaciones, frecuentemente difíciles,
entre nuestras dos Iglesias, la católica y la ortodoxa: «Todo lo perdonamos por amor de la
Resurrección». La resurrección de Jesús ha dejado su impronta indeleble, no sólo en la liturgia sino
también en la literatura, en la música, en el arte y en el folklore de los pueblos eslavos (una de las
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obras más conocidas de Tolstoi, precisamente, se titula Resurrección y uno de los fragmentos más
vibrantes de la música rusa es la Gran Pascua rusa de Rimskij-Korsakov).
El mundo tiene necesidad no sólo de creer en la resurrección de Cristo, sino de vivirla y hacer
experiencia de ella. Esto es posible porque también nosotros hemos resucitado con Cristo; si aún no
en el cuerpo, al menos, en el corazón, en la fe y en la esperanza. San Pablo escribe:
«Dios, rico en misericordia, por el grande amor con que nos amó, estando muertos a causa de
nuestros delitos, nos vivificó juntamente con Cristo, por gracia habéis sido salvados, y con él nos
resucitó y nos hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús» (Efesios 2, 4-6).
«Nos ha resucitado», estamos «resucitados con Cristo» (Colosenses 3,1). Se trata de vivir este
dato de nuestra fe. Y, también, la aportación de la espiritualidad ortodoxa nos resulta de ayuda en
esto. Conocemos cómo viene figurada la resurrección en la tradición occidental. Tomemos la
Resurrección de Piero della Francesca, que es quizás el cuadro más célebre sobre este asunto. ¿Qué
vemos en él? Jesús que sale del sepulcro enarbolando la cruz como un estandarte de victoria. El
rostro inspira una confianza y seguridad maravillosas. Es ciertamente una obra extraordinaria. Sin
embargo, su victoria es sobre sus enemigos externos, terrenos. Las autoridades habían puesto
precintos en su tumba y guardias para vigilar; y he aquí que los precintos han sido rotos y los
guardias duermen. Los hombres están presentes sólo como testigos inertes y pasivos; no toman
verdaderamente parte en la resurrección.
Ahora, volvamos a pensar cómo está representada la resurrección en un icono oriental. La
escena es totalmente distinta. No se desarrolla a cielo abierto, sino bajo tierra. Jesús en la
resurrección no sube, sino que desciende. Él con extraordinario brío coge de la mano a Adán y Eva,
que esperaban en el reino de los muertos, y se los lleva consigo mismo hacia la vida y la
resurrección. Y detrás de los dos antecesores nuestros, a una muchedumbre innumerable de hombres
y de mujeres, que esperaban la redención. Jesús golpea las puertas de los infiernos, que él mismo
apenas ha acabado de desquiciar y ha roto. En la parte inferior, oscura, en donde se agitan los
espíritus rebeldes, dos ángeles encadenan para siempre a Satanás. La victoria de Cristo no es tanto
sobre los enemigos visibles, cuanto sobre los invisibles, que son los más extraordinarios: la muerte,
las tinieblas, la angustia, el demonio.
Nosotros estamos incluidos en esta representación. Asimismo, la resurrección de Cristo es
nuestra resurrección. Cada hombre, que echa un vistazo al cuadro, está invitado a identificarse. con
Adán y cada mujer con Eva; y a extender sus manos para dejarse coger y arrastrar fuera del sepulcro
por Cristo. Es éste el nuevo y universal éxodo pascual. Dios ha venido «con mano fuerte y tenso
brazo» (Salmo 136, 12) para liberar de una esclavitud mucho más dura y universal que la de Egipto a
su pueblo. Mirando un icono desde lejos y estando delante de él en oración (los iconos sirven para
esto), el misterio se graba en la mente, se viene a estar contagiado de la misma fe, que animaba al
pintor. El icono es como una ventana sobre lo invisible abierta de par en par.
Demos gracias a los hermanos ortodoxos, que nos han ayudado a entender algo más el eterno
significado de la resurrección de Cristo y les saludamos como nos ha enseñado uno de ellos, san
Serafín de Sarov: «¡Alegría mía, Cristo ha resucitado!»
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PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes
Recibir y llevar la paz
La paz es el dulce fruto que Cristo resucitado nos vino a traer.
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Paz de espíritu, para los condenados que Él, con su muerte en la cruz, ha salvado.
Paz interior, que da la seguridad de saberse hijos de Dios, que tanto nos ha amado que ha
enviado a su único Hijo para salvarnos.
Paz del alma, que reconforta, renueva, disipa toda tristeza, infunde alegría, quita todo miedo y
temor, aumenta la confianza, rechaza toda duda, y siembra esperanza.
Paz que puede alcanzar todo aquel que se vuelva a Dios para el perdón de sus pecados.
Pero para tener paz, los hombres deben primero creer en Jesucristo, el Hijo de Dios, en las
Escrituras, y en que en Él se cumple toda profecía. Él es el mismo ayer, hoy y siempre.
Se ha cumplido lo que de Él estaba escrito, y se cumplirá hasta la última letra, cuando vuelva
con todos su poder y su gloria, para juzgar a vivos y a muertos.
Quien cumple sus mandamientos goza de la paz de su conciencia y espera con ilusión a que el
Resucitado vuelva para llevarlo con Él a vivir en su paraíso.
Recibe la paz de Cristo, a través del sacramento de la Reconciliación. Deja que convierta tu
corazón, para que arda de amor y de celo apostólico.
Reconócelo en la Eucaristía, siéntate en su mesa y come con Él. Aliméntate de Él, y pídele
que te abra el entendimiento para que comprendas su Palabra, y puedas transmitirla a los demás,
dando testimonio de su amor, llevando su paz, para que lo conozcan, para que crean en Él y sean
partícipes de la vida de su resurrección.
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FLUVIUM (www.fluvium.org)
A pesar todo, esperanza
El evangelio de la Santa Misa nos presenta hoy, en un primer momento, a los apóstoles
atemorizados tras la muerte del Señor, desconocedores aún de su resurrección. Todavía Jesús no se
había aparecido resucitado a los once que se sienten derrotados, fracasados, con la impresión de que
no había valido la pena seguir a Cristo. Los dos de Emaús habían tenido ya la experiencia del
encuentro con Jesús y, vueltos incluso a Jerusalén, lo contaban a los demás. Pero seguramente, a
pesar de todo: después de la muerte del Señor y de haber sido enterrado; después de tres días de
triunfo de sus enemigos y muy conscientes de su culpabilidad habiéndole abandonado; pensarían los
Apóstoles que el fracaso de Cristo y el de ellos mismos era definitivo e irremediable. Otros
razonamientos no tenían sentido.
Muchas veces habían contemplado los milagros del Señor. Sin embargo, todos esos
prodigios, por grandes que hubieran sido, parecían haber fracasado. ¿Llevarían razón los judíos que
se burlaban frente a la Cruz? Salvó a otros, y a sí mismo no puede salvarse, declaraban con
desprecio. Y ahora, los días transcurridos desde viernes anterior parecían darles la razón: Jesús había
sido tan sólo una ilusión, un ideal demasiado hermoso para ser cierto en un mundo lleno de
discordias, de rivalidades, de egoísmos; en el que triunfaban –como siempre– los poderosos, los
poderosos de siempre, los que contaban con abundantes medios materiales o con influencia política y
social.
Bienaventurados los pobres (...), los mansos (...), los que lloran (...), los que pasan
hambre y sed (...), los misericordiosos (...), los limpios (...), los pacíficos (...), los que padecen
persecución (...). Esta doctrina de Jesús había llenado de esperanza, de ilusión a muchos: los débiles
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podrían triunfar por encima de los poderosos, si amaban a Dios y acogiéndose en Él. Pero, sin
embargo, estando muerto y enterrado Jesús, el desengaño parecía tan evidente como su desaparición
de entre los vivos. Sin duda, Jesús y su enseñanza habían aparecido como una bocanada de aire puro
y fresco en la atmósfera contaminada y viciosa de un mundo judío, olvidado ya casi completamente
de la ley del Señor y obsesionado con el cumplimiento de preceptos ridículos. De todas formas su
brusca desaparición, tan notoria y humillante, parecía confirmar la autoridad –de siempre, por otra
parte– de los escribas y fariseos, aunque fueran, de hecho, los impulsores eficaces e interesados de
esas prácticas vacías.
El desánimo en los apóstoles de Jesús no podía ser mayor. Sin embargo, no consintió que
permanecieran en ese estado demasiado tiempo. Él mismo vino en su ayuda, como cuando tuvieron
miedo en el lago por la tempestad. Esta vez, glorioso ante ellos, confirmando con su presencia el
triunfo que echaban de menos, volvía a ser para sus discípulos el de siempre. Y fueron de nuevo
actuales la seguridad que sentían con Él y la admiración que se había despertado en ellos tantas veces
con ocasión de los grandes milagros. Deseaba Jesús que quedaran bien persuadidos de que era Él
mismo: el mismo que había sido tan injustamente humillado y muerto. Deseaba que comprendieran
cómo todo había sucedido en cumplimiento de las Escrituras que desde el tiempo de los Patriarcas se
referían a Él. Quería, en fin, mostrarles, con la evidencia de su muerte y su resurrección la prueba
más definitiva de su divinidad.
Ya no tenían dudas. En adelante confiarían plenamente en la palabra y el poder de Jesús,
muerto y resucitado; porque ellos mismos, en persona, eran testigos para siempre de su muerte y de
su resurrección. El propio Jesús les hace considerar la gran realidad de la que son testigos: Vosotros
sois testigos de estas cosas. Y una vez más les recuerda el sentido de su presencia, como Hijo de
Dios, en el mundo de los hombres: su pasión, muerte y resurrección –y antes su enseñanza– habían
sido para nuestra salvación. Ellos, los discípulos que Él había escogido, quedaban con la misión de
dar testimonio por todas partes de lo que habían visto y oído. Sobre los apóstoles recayó la
responsabilidad de difundir entre la gente que el Creador del mundo ha querido ser el Padre de los
hombres; y de persuadir a todos que es responsabilidad de cada uno arrepentirse de lo que no es
conforme a su voluntad en la vida personal y convertirse a Él.
La madre de Jesús y madre nuestra, Santa María, es la primera testigo –y la más eficaz– de la
salvación que quiso Dios traer al mundo: mi alma proclama la grandeza del Señor (...), su
misericordia se derrama de generación en generación sobre los que le temen, proclama gozosa.
Y también nosotros, apoyados en su intercesión ante Dios en favor de sus hijos, queremos ser
testigos gozosos del Evangelio de Jesucristo.
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PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
Testigos de su Resurrección
El pasaje evangélico que hemos escuchado terminaba con las palabras: De esto ustedes son
testigos. Era una consigna difícil que Jesús daba a los suyos. Ellos vivían todavía escondidos después
de su muerte, temerosos de ser reconocidos por las autoridades como discípulos del Nazareno. Y he
aquí que Jesús les pide que salgan afuera para proclamar que él había resucitado de los muertos el
tercer día y para predicar en su nombre a todas las naciones la conversión y el perdón, comenzando
precisamente por Jerusalén.
Esta empresa imposible es la que vemos verificarse puntualmente en la primera lectura. Al
día siguiente de Pentecostés, Pedro dice al pueblo de Jerusalén: Ustedes mataron al autor de la vida,
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pero Dios lo ha resucitado de los muertos y de esto nosotros somos testigos... Arrepiéntanse y
cambien de vida. Quedando pocos y solos, con el encargo de predicar el evangelio en todo el mundo
(Mc. 16,15), los apóstoles no se desanimaron. Comprendieron que su tarea era una sola: dar
testimonio de lo que habían oído y visto cumplirse en Jesús de Nazaret. El resto lo habría hecho él
mismo obrando junto con ellos y confirmando su palabra con los prodigios (cfr. Mc 16,20).
“Apóstol” llega a ser sinónimo de testigo de la resurrección (cfr. Hch, 1,22). Dios lo resucitó y
nosotros somos testigos de esto: es el resumen de su predicación (cfr. Hech. 2,32; 3,15; 10.40 ss).
Hemos visto y damos testimonio, exclama Juan (cfr. 1 Jn. 1.2).
Este testimonio los llevó uno tras otro al martirio. Pero, entretanto, en pocos decenios, se
llevó a cabo aquella empresa que pareció imposible a los hombres, es decir, predicar el evangelio a
todo el mundo, haciendo discípulos entre todas las gentes.
Los apóstoles no tardaron en darse cuenta de que no eran los únicos que daban testimonio de
Jesús; otro testimonio, silencioso pero irresistible, se unía al de ellos cada vez que hablaban de Jesús,
el del Espíritu Santo: De estos hechos hemos sido hechos testigos nosotros y el Espíritu Santo que
Dios dio a aquéllos que se someten a él (Hech. 5,32). El Espíritu de la verdad que procede del Padre
–había predicho Jesús– me dará testimonio; pero también ustedes me darán testimonio (Jn. 15,26
ss).
Este testimonio que podemos llamar “oficial” (en cuanto ligado al ministerio apostólico)
continúa también hoy en la Iglesia. El Concilio Vaticano II ‘le dio gran importancia hablando de los
obispos y de los sacerdotes como “testigos de Cristo y del evangelio’’ (Lc 21, 25). La jerarquía
entera en la Iglesia –el Papa y los concilios comprendidos– puede ser vista bajo esta luz: como la
parte que preside el testimonio sobre Jesucristo y vela por la autenticidad de este testimonio (la
ortodoxia). A ella debemos mirar necesariamente y por ella debemos dejarnos guiar. Pero no
debemos absolutamente detenernos en él considerándonos dispensados de dar nuestro propio
testimonio. Al testimonio “oficial” debe unirse aquél que el Espíritu Santo es capaz de suscitar en
cada bautizado. Precisamente de éste queremos hablar hoy de un modo particular, del testimonio del
Espíritu Santo.
También los laicos son testigos de la resurrección de Cristo. “Todo laico debe ser delante del
mundo un testigo de la resurrección y de la vida del Señor Jesús y un signo del Dios vivo” (La 38).
Yo creo que los tiempos que estamos viviendo exigen que se dé un sentido nuevo a estas palabras de
por sí antiguas. El sentido nuevo es éste: los laicos cristianos deben dejar de considerarse sólo
testigos pasivos de la fe para convertirse en testigos activos y creativos. ¿Qué significa esto?
Significa que los laicos no se pueden contentar con ser repetidores de las palabras oídas de la
jerarquía o del celebrante durante la misa dominical, sino que deben apropiarse de la palabra de Dios,
interpretarla y comprenderla a la luz del Espíritu Santo que les ha sido dado y de las experiencias
concretas de su vida, testimoniándola así de un modo “original”. “Reapropiación” es un término que
se usa con gusto hoy en día a propósito de los conflictos sociales; pero vale también en el campo de
la fe. Hay que volver a aquella palabra que nos ha sido dada por Cristo en el bautismo, bajo el
símbolo de una pequeña vela encendida. Hay que redescubrir qué significa ser pueblo profético y
sacerdotal.
Es un problema de credibilidad y antes todavía, de honestidad. No se puede testimoniar lo
que se conoce solamente por haberlo sentido decir. El testigo no es creíble sino cuando habla de
cosas que ha visto u oído, en otras palabras, de lo que ha vivido. Yo puedo testimoniar que Cristo ha
resucitado y vive sólo si él ha resucitado en mí y vive dentro de mí. Cuando experimento su
presencia y su consolación, cuando me da la fuerza de abrirme a los demás, de perdonar y estar
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Domingo III de Pascua (B)
alegre, entonces comprendo que él realmente resucitó y estoy capacitado para testimoniarlo a los
demás. Todo el resto, por más que esté lleno de cultura histórica y de elocuencia, no convence. Es
como el sol pálido de invierno, que ilumina, pero no calienta.
También san Pablo, después de haber examinado todas las apariciones del Resucitado a los
apóstoles, a las mujeres, a los hermanos añade su experiencia personal como aquélla que convalida
todas las demás: Se me apareció también a mí (1 Cor. 15,8).
Habría que bajar a lo concreto para comprender cuándo existe verdaderamente este
testimonio vivo de Jesús y no un testimonio tan sólo repetido y apagado. Un solo ejemplo. Un
testimonio loable, pero insuficiente, es el de una madre que en estos días, en la inminencia de la
primera comunión ayuda a su hijo a repasar el catecismo, a aprender de memoria las respuestas. Un
testimonio mucho más vivo es en cambio el de una madre y un padre que con su modo de reprender
y perdonar a su hijito y de perdonarse entre ellos, tácitamente le enseñan a hacer la experiencia del
perdón de Dios. Que partiéndole el pan sobre la mesa y llenándole con amor su plato, poco a poco,
con poquísimas palabras o recordando frases del evangelio lo llevan a comprender el gesto del Padre
celestial que alimenta a todos los hombres y el gesto de Jesús que se da a sí mismo en comida a sus
amigos. En un congreso internacional de teólogos un indio decía cómo entendía él el sacramento de
la penitencia y la Eucaristía: “Viendo a papá que dividía entre nosotros el poco pan que había,
dejando a sí mismo como último, entendí qué significaba creer que Cristo nos da de comer su propia
carne”. Todas las doctísimas disquisiciones teológicas nos parecieron desteñidas frente a este
testimonio.
¿No se portó Cristo así con los suyos? Multiplicando para ellos el pan, comiendo con ellos –
como se lee en el evangelio de hoy– un pedazo de pescado asado, los hizo comprender su don
espiritual.
La palabra de Dios debe volver, entonces, a llenar los espacios y los tiempos de la vida
cotidiana y para que esto acontezca es necesario que todos los creyentes vuelvan a apropiarse de la
palabra, a familiarizarse con ella, a sentirse personalmente responsables y depositarios de ella en la
familia y en los lugares de su vivir cotidiano. No hay que desalentarse diciendo: el evangelio es
difícil; ¿qué puedo comprender yo de él, cómo puedo hablar de él? ¿Cómo aplicarlo a las
circunstancias a veces ambiguas de la vida concreta? A estas dificultades contesta en alguna manera
el mismo evangelio de hoy: Mientras ellos hablaban de estas cosas, Jesús en persona apareció en
medio de ellos... Entonces les abrió su mente a la inteligencia de las Escrituras. Jesús no nos dejará
solos para hablar de él; se hará presente con su Espíritu y nos abrirá la mente para comprender las
Escrituras. Las circunstancias de la vida en las que debemos aplicar la palabra de Jesús serán ellas
mismas un maestro más eficaz que los libros y los bancos de escuela porque la palabra ilumina la
vida y se deja iluminar por la vida.
Que la Eucaristía nos impulse hoy a responder con un “sí” humilde y valiente a la propuesta
que Jesús nos ha hecho de ser “testigos” de su resurrección.
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BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
Homilía con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II
Homilía en la parroquia de los Santos Protomártires (21-IV-1985)
– Pasión y Resurrección
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“Señor, Jesús..., enciende nuestro corazón mientras nos hablas”.
La Iglesia presenta hoy esta oración al Señor Jesús, al cantar su “Aleluya”. En ella se encierra
el eco de las palabras que pronunciaron los discípulos de Emaús, cuando, después de “partir el pan”
pudieron reconocer a Cristo resucitado: “¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el
camino y nos explicaba las Escrituras?” (Lc 24,32).
En la primera lectura Simón Pedro habla de la pasión y resurrección de Jesús. Habla a
oyentes que habían tomado parte en los acontecimientos, y algunos de ellos podían ser llamados
“coautores” de la pasión y de la muerte del “Santo y Justo”. Dice, pues, dirigiéndose en segunda
persona a sus oyentes: “El Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, el Dios de nuestros padres, ha
glorificado a su siervo Jesús, a quien vosotros entregasteis y de quien renegasteis ante Pilato, cuando
éste estaba resuelto a ponerle en libertad. Vosotros renegasteis del Santo y del Justo, y pedisteis que
se os hiciera gracia de un asesino, y matasteis al Jefe que lleva a la Vida. Pero Dios le resucitó de
entre los muertos, y nosotros somos testigos de ello” (Hch 3,13-15). Está bien que nos detengamos
un momento en esta contraposición: Nosotros... Vosotros.
Vosotros, los asesinos de Cristo que lo rechazasteis y repudiasteis. Nosotros, los testigos de la
resurrección, que hemos sido llamados a anunciarlo también a vosotros. Nosotros hemos sido
elegidos para ser Apóstoles, precisamente a fin de llevaros a la fe, para que, creyendo, podáis, por un
inefable don de conversión, haceros por vuestra parte testigos de la resurrección de Aquel a quien
rechazasteis.
– Llamadas a la conversión
En esta contraposición viene a estar la historia de cada alma que pasa del pecado a la
conversión, de cada hombre a quien Cristo llama a la fe y lo hace suyo. De este modo, el hombre que
no había reconocido a Jesús y que lo había condenado, es invitado a convertirse, mediante un
misterioso don de gracia, en el buen terreno que hace nacer y fructificar la semilla con abundancia
(cfr. Lc 8,15).
Sí, Pedro es testigo, junto con los Apóstoles. Es el primero entre los testigos, ha visto al Señor
resucitado, lo ha encontrado, ha hablado con Él.
Pedro estaba presente en el Cenáculo cuando tuvo lugar allí el acontecimiento pascual que se
describe en el Evangelio de Lucas.
Pedro oyó, juntamente con los otros Apóstoles, el saludo del Señor “Paz a vosotros”. Quedó
turbado por la inesperada aparición de Cristo, al que creía definitivamente muerto, y experimentó la
interna alegría de reconocerlo vivo y de comer todavía con Él: “Palpadme y ved... Le ofrecieron un
trozo de pez asado. Él lo tomó y comió delante de ellos”. Pedro quedó iluminado por las palabras de
Jesús, que le abrieron la mente para entender las Escrituras, y sintió como dirigidas a él las palabras
del Maestro que trazaban ya el programa de su misión de Apóstol: “Se predicará la conversión y el
perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén”.
Así, pues, Pedro es testigo. Como testigo del Resucitado habla en los Hechos de los
Apóstoles al pueblo reunido en Jerusalén.
El discurso continúa así: “Hermanos, sé que lo hicisteis por ignorancia y vuestras autoridades
lo mismo” (Hch 3,17).
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A pesar de esto, precisamente mediante esta ignorancia y culpa, se cumplió el eterno designio
salvífico, el designio de Dios: “Pero Dios cumplió de esta manera lo que había dicho por los
Profetas: que su Mesías tenía que padecer” (Hch 3,18).
Las últimas palabras de Pedro son una apremiante llamada a la penitencia y a la conversión:
“Por tanto arrepentíos y convertíos, para que se borren vuestros pecados” (Hch 3,19).
Arrepentirse y cambiar de vida son los momentos esenciales de la conversión. Arrepentirse,
es decir, recoger el juicio sobre el mal que brota del misterio de Cristo muerto y resucitado, a fin de
obtener un sincero y profundo dolor de nuestras culpas y pecados; de los personales, pero también de
los que caracterizan a nuestra época y a nuestra sociedad. Nuestro dolor deberá ser sincero y
verdadero, capaz de cambiar radicalmente los sentimientos del alma, iluminado por la esperanza de
podernos transformar y de conseguir el perdón.
Si hubiéramos rechazado a Jesucristo, tendríamos que cambiar de opinión sobre Él y
reconocerlo como Hijo de Dios y Señor. Esta fe renovada nos permitirá rectificar nuestro camino,
nos dejará ir por el camino de Dios, hacer nuestro designio y su proyecto para nuestra vida.
– Esperanza en Cristo
El pasaje de la primera Carta de Juan, que hemos leído, nos propone otro pensamiento
consolador: “Cristo, abogado ante el Padre, víctima de propiciación”.
Si miramos seriamente a la seriedad e irreversibilidad de nuestra conversión, nos sentimos
con frecuencia pobres y frágiles, porque nuestra santificación todavía no está consumada en
nosotros, mientras vivimos en el tiempo. Su cumplimiento está más allá, y nosotros continuamos
constatando nuestra pequeñez. Pero sabemos que Cristo “se entregó por nosotros para rescatarnos de
toda impiedad y prepararse un pueblo purificado” (Tit 2,14). Él ha realizado una liberación definitiva
que transciende el tiempo, porque se funda en la potencia de su sacrificio y de su sangre. En esta
sangre nuestra reconciliación y nuestro rescate se han convertido en un hecho definitivo, en ella
nuestra paz con Dios se ha hecho eterna. En la potencia infinita de este martirio del Justo se funda
nuestra esperanza: Cristo inmolado intercede por nosotros para un juicio de salvación. El crucificado
implica para nosotros un juicio de Dios que nos salva, porque los pecados de los hombres han muerto
con su muerte.
Hoy al cantar “Aleluya”, suplicamos: “Señor Jesús: explícanos las Escrituras. / Enciende
nuestro corazón mientras nos hablas”.
Sí. Tú, Cristo, nos hablas por medio de los testigos de tu pasión y resurrección. Tú nos hablas
por medio de Pedro y de los Apóstoles. Tú hablas también por medio de aquellos Protomártires que –
en su mayoría– creyeron, aunque no habían visto. Y después de haber creído, dieron la vida por
Cristo. Nosotros somos herederos de este testimonio. ¡Tenemos que ser dignos de esta heredad!
ellas.
Buscamos su fuente en la Sagrada Escritura: “Explícanos las Escrituras”. Tú nos hablas en
Y aunque no te veamos personalmente, como tantas generaciones de cristianos en esta
Ciudad Eterna, sin embargo, en la Escritura encontramos siempre la misma fuente de la fe. Tú nos
hablas en ellas.
¡Señor, enciende nuestro corazón! ¡Enciende el corazón! ¡Permítenos amar la verdad, la
verdad de tu pasión y resurrección! Permítenos vivir de la fuerza de tu misterio pascual.
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Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
Las apariciones de Cristo Resucitado contrastan con las escenas del Jesús que los discípulos
habían conocido y tratado antes de su muerte en la Cruz. La seguridad de estar ante una persona
excepcional sí, pero de carne y hueso, que come, duerme, se cansa, se alegra y llora, sufre y muere,
contrasta con estas súbitas apariciones y desapariciones de Cristo glorioso y triunfador de la muerte.
Las dudas ante lo que cuentan los que le han visto y la perplejidad de quienes le están viendo
pensando que se trata de un fantasma o una ilusión, se nos comunica en el Evangelio de la Misa de
hoy.
“¿Por qué os alarmáis?, ¿por qué surgen dudas en vuestro interior? Mirad mis manos y mis
pies: soy yo en persona. Palpadme y daos cuenta de que un fantasma no tiene carne y huesos, como
veis que yo tengo”. “Es el mismo Jesús el que, tras la resurrección, se pone en contacto con los
discípulos con el fin de darles el sentido de la realidad y disipar la opinión (o el miedo) de que se
trata de un fantasma y por tanto de que fueran víctimas de una ilusión. Efectivamente, establece con
ellos relaciones directas, precisamente mediante el tacto... Palpadme y ved. Les invita a constatar que
el cuerpo resucitado, con el que se presenta ante ellos, es el mismo que fue martirizado y crucificado.
Ese cuerpo posee sin embargo al mismo tiempo propiedades nuevas: se ha hecho espiritual y
glorificado y por lo tanto ya no está sometido a las limitaciones habituales a los seres materiales...
Jesús entra en el Cenáculo a pesar de que las puertas estuvieran cerradas, aparece y desaparece, etc.
Pero al mismo tiempo ese cuerpo es auténtico y real. En su identidad material está la demostración
de la resurrección de Cristo” (Juan Pablo II).
La certeza de que Cristo había resucitado no fue un producto de la credulidad o sugestión de
los discípulos, sino de las repetidas apariciones y ofrecimientos de pruebas con las que el Señor les
fue ayudando a que aceptaran un hecho tan sobrenatural. De ahí que cuando hubieron de proclamar
esta verdad que, por otra parte acusaba de un deicidio a quienes condujeron a la muerte a Jesús, al ser
intimidados con torturas y amenazas de muerte si no se callaban, Pedro y Juan contestaron: “¿Puede
aprobar Dios que os obedezcamos a vosotros en vez de a él? Juzgadlo vosotros. Nosotros no
podemos menos de contar lo que hemos visto y oído” (Act 4, 19-20).
“Entonces les abrió el entendimiento para comprender las Escrituras. Y añadió: Así estaba
escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día...”. Con esta luz
absolutamente nueva ilumina en sus ojos incluso el acontecimiento de la Cruz y están en condiciones
de anunciar estas cosas a todos los pueblos.
El trato con Jesucristo en la lectura atenta y frecuente de su Palabra y en la Eucaristía, es lo
que nos ayudará a disipar cualquier duda sobre el fundamento de nuestra fe: todo no acaba con la
muerte, Cristo la ha vencido y nos ha dado la posibilidad de que también nosotros la superemos.
Dediquemos un tiempo todos los días a la meditación de la Sagrada Escritura rogando a Dios con las
palabras de la Liturgia de hoy: “Señor Jesús: explícanos las Escrituras. Enciende nuestro corazón
mientras nos hablas. Aleluya”.
***
Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
lugar”
“Creer en la Resurrección es sentirse impulsado por la fe a proclamarla en todo tiempo y
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Domingo III de Pascua (B)
Lo fundamental del discurso de san Pedro es que el llamamiento a la conversión se realiza
sólo a partir del anuncio de la Resurrección. El asombro de quienes se preguntaban cómo san Pedro
había hecho andar al paralítico, había servido de apoyo para invitar a la conversión.
La misma conversión continuada se pide en la segunda lectura. Del conocimiento de
Jesucristo se desprende que el creyente se compromete a cumplir fielmente lo que Dios quiere.
El valor del testimonio está en darlo, es decir, en vivir de tal manera que los demás se sientan
interpelados por una determinada manera de actuar. La diferencia con el “ejemplo” es que éste es
más ocasional y pretende enseñar algo. El testigo no pretende enseñar —y menos dar lecciones—. Se
limita a ser consecuente.
Tal vez nunca la sociedad ha hablado tanto de coherencia y la demanda tanto. Ser coherente,
sin más, no es ni bueno ni malo; depende de con qué se es coherente, la coherencia pide un
fundamento para el obrar. Hoy nuestra sociedad necesitaría cuidar más la correlación entre el “obrar”
y el “ser”.
— Cumplimiento en Cristo de las Promesas:
“Hay un doble aspecto en el misterio Pascual: por su muerte nos libera del pecado, por su
Resurrección nos abre el acceso a una nueva vida. Ésta es, en primer lugar, la justificación que nos
devuelve a la gracia de Dios «a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos...
así también nosotros vivamos una nueva vida» (Rm 6,4). Consiste en la victoria sobre la muerte y el
pecado y en la nueva participación en la gracia. Realiza la adopción filial porque los hombres se
convierten en hermanos de Cristo, como Jesús mismo llama a sus discípulos después de su
Resurrección: «Id, avisad a mis hermanos» (Mt 28,10; Jn 20,17). Hermanos no por naturaleza, sino
por don de la gracia, porque esta filiación adoptiva confiere una participación real en la vida del Hijo
único, la que ha revelado plenamente en su Resurrección” (654).
— Ser testigo de Cristo es serlo de su Resurrección:
“Ser testigo de Cristo es ser «testigo de su Resurrección» (Hch 1,22); «haber comido y
bebido con Él después de su Resurrección de entre los muertos» (Hch 10,41). La esperanza cristiana
en la Resurrección está totalmente marcada por los encuentros con Cristo resucitado. Nosotros
resucitaremos como Él, con Él, por Él” (995; cf. 1303).
— “Los Apóstoles, palabra que significa «enviados», después de haber elegido a Matías,
echándolo a suertes, para sustituir a Judas y completar así el número de doce, y después de haber
obtenido la fuerza del Espíritu Santo para hablar y realizar milagros, como lo había prometido el
Señor, dieron primero en Judea testimonio de la fe en Jesucristo e instituyeron allí iglesias, después
fueron por el mundo para proclamar a las naciones la misma doctrina y la misma fe... Y, por esto,
toda la multitud de Iglesias son una con aquella primera Iglesia fundada por los apóstoles, de la que
proceden todas las otras” (Tertuliano, de presc. haer 20).
El testimonio cristiano puede no ir acompañado de palabras. Pero es imprescindible que vaya
siempre apoyado y avalado por la Palabra de Dios.
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HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org)
Al encuentro del Señor
– Aparición a los Once. Jesús conforta a los Apóstoles. Presencia de Jesucristo en
nuestros sagrarios.
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Domingo III de Pascua (B)
I. Después de haberse aparecido a María Magdalena, a las demás mujeres, a Pedro y a los
discípulos de Emaús, Jesús se aparece a los Once, según nos narra el Evangelio de la Misa1. Él les
dijo: ¿Por qué os alarmáis?, ¿por qué surgen dudas en vuestro interior? Mirad mis manos y mis
pies: soy yo en persona. Palpadme y daos cuenta de que un fantasma no tiene carne y huesos, como
veis que yo tengo.
Les mostró luego las manos y los pies y comió con ellos. Los Apóstoles tendrán para siempre
la seguridad de que su fe en el Resucitado no es efecto de la credulidad, del entusiasmo o de la
sugestión, sino de hechos comprobados repetidamente por ellos mismos. Jesús, en sus apariciones, se
adapta con admirable condescendencia al estado de ánimo y a las situaciones diferentes de aquellos a
quienes se manifiesta. No trata a todos de la misma manera; pero por caminos diversos conduce a
todos a la certeza de su Resurrección, que es la piedra angular sobre la que descansa la fe cristiana.
Quiere el Señor dar todas las garantías a quienes constituyen aquella Iglesia naciente para que, a
través de los siglos, nuestra fe se apoye sobre un sólido fundamento: ¡El Señor en verdad ha
resucitado! ¡Jesús vive!
La paz sea con vosotros, dijo el Señor al presentarse a sus discípulos llenos de miedo.
Enseguida, vieron sus llagas y se llenaron de gozo y de admiración. Ese ha de ser también nuestro
refugio. Allí encontraremos siempre la paz del alma y las fuerzas necesarias para seguirle todos los
días de nuestra vida. “Acudiremos como las palomas que, al decir de la Escritura (Cfr. Cant 2, 14), se
cobijan en los agujeros de las rocas a la hora de la tempestad. Nos ocultamos en ese refugio, para
hallar la intimidad de Cristo: y veremos que su modo de conversar es apacible y su rostro hermoso
(Cfr. Cant 2, 14), porque los que conocen que su voz es suave y grata, son los que recibieron la
gracia del Evangelio, que les hace decir: Tú tienes palabras de vida eterna (S. Gregorio Niseno, In
Canticum Canticorum homiliae, V)”2.
A Jesús le tenemos muy cerca. En las naciones cristianas, donde existen tantos sagrarios,
apenas nos separamos de Cristo unos kilómetros. Qué difícil es no ver los muros o el campanario de
una iglesia, cuando nos encontramos en medio de una populosa ciudad, o viajamos por una carretera,
o desde el tren... ¡Allí está Cristo! ¡Es el Señor!3, gritan nuestra fe y nuestro amor. Porque el Señor se
encuentra allí con una presencia real y sustancial. Es el mismo que se apareció a sus discípulos y se
mostró solícito con todos.
Jesús se quedó en la Sagrada Eucaristía. En este memorable sacramento se contiene
verdadera, real y sustancialmente el Cuerpo y la Sangre, juntamente con el Alma y la Divinidad de
Nuestro Señor y, por consiguiente, Cristo entero. Esta presencia de Cristo en la Sagrada Eucaristía es
real y permanente, porque, acabada la Santa Misa, queda el Señor en cada una de las formas y
partículas consagradas no consumidas4. Es el mismo que nació, murió y resucitó en Palestina, el
mismo que está a la diestra de Dios Padre.
En el Sagrario nos encontramos con Él, que nos ve y nos conoce. Podemos hablarle como
hacían los Apóstoles, y contarle lo que nos ilusiona y nos preocupa. Allí encontramos siempre la paz
verdadera, la que perdura por encima del dolor y de cualquier obstáculo.
– La Visita al Santísimo, continuación de la acción de gracias de la Comunión y
preparación de la siguiente. El Señor nos espera a cada uno.
1
Cfr. Lc 24, 35-48.
SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Amigos de Dios, 302.
3
Cfr. Jn 21, 7.
4
Cfr. CONCILIO DE TRENTO, Can. 4 sobre la Eucaristía, Dz 886.
2
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II. La piedad eucarística, dice Juan Pablo II, “ha de centrarse ante todo en la celebración de la
Cena del Señor, que perpetúa su amor inmolado en la cruz. Pero tiene una lógica prolongación (...),
en la adoración a Cristo en este divino sacramento, en la visita al Santísimo, en la oración ante el
sagrario, además de los otros ejercicios de devoción, personales y colectivos, privados y públicos,
que habéis practicado durante siglos (...). Jesús nos espera en este Sacramento del Amor. No
escatimemos tiempo para ir a encontrarlo en la adoración, en la contemplación llena de fe y abierta a
reparar las graves faltas y delitos del mundo”5.
Jesús está allí, en el sagrario cercano. Quizá a pocos kilómetros, o quizá a pocos metros.
¿Cómo no vamos a ir a verle, a amarle, a contarle nuestras cosas, pedirle? ¡Qué falta de coherencia,
si no lo hiciéramos con fe! ¡Qué bien entendemos esta costumbre secular de las “cotidianas visitas a
los divinos sagrarios”!6. Allí el Maestro nos espera desde hace veinte siglos7, y podremos estar junto
a Él como María, la hermana de Lázaro −la que escogió la mejor parte8−, en su casa de Betania. Os
diré −son palabras de Mons. Escrivá de Balaguer− que para mí el Sagrario ha sido siempre Betania,
el lugar tranquilo y apacible donde está Cristo, donde podemos contarle nuestras preocupaciones,
nuestros sufrimientos, nuestras ilusiones y nuestras alegrías, con la misma sencillez y naturalidad
con que le hablaban aquellos amigos suyos, Marta, María y Lázaro. Por eso, al recorrer las calles
de alguna ciudad o de algún pueblo, me da alegría descubrir, aunque sea de lejos, la silueta de una
iglesia: es un nuevo Sagrario, una ocasión más de dejar que el alma se escape para estar con el
deseo junto al Señor Sacramentado9.
Jesús espera nuestra visita. Es, en cierto modo, la devolución de la que Él nos ha hecho en la
Comunión y “es prueba de gratitud, signo de amor y deber de adoración a Cristo Señor, allí
presente”10. Es continuación de la acción de gracias de la Comunión anterior, y preparación para la
siguiente.
Cuando nos encontremos delante del sagrario bien podremos decir con toda verdad y
realidad: Dios está aquí. Y ante este misterio de fe no cabe otra actitud que la de adoración: Adoro te
devote... Te adoro con devoción, Deidad oculta; de respeto y asombro; y, a la vez, de confianza sin
límites. “Permaneciendo ante Cristo, el Señor, los fieles disfrutan de su trato íntimo, le abren su
corazón pidiendo por sí mismos y por los suyos y ruegan por la paz y la salvación del mundo.
Ofreciendo con Cristo toda su vida al Padre en el Espíritu Santo, sacan de este trato admirable un
aumento de su fe, su esperanza y su caridad. Así fomentan las disposiciones debidas que les permiten
celebrar con la devoción conveniente el memorial del Señor y recibir frecuentemente el pan que nos
ha dado el Padre”11.
– Frutos de este acto de piedad.
III. Comenzaste con tu visita diaria... − No me extraña que me digas: empiezo a querer con
locura la luz del Sagrario12. La Visita al Santísimo es un acto de piedad que lleva pocos minutos, y,
sin embargo, ¡cuántas gracias, cuánta fortaleza y paz nos da el Señor! Allí mejora nuestra presencia
de Dios a lo largo del día, y sacamos fuerzas para llevar con garbo las contrariedades de la jornada;
5
SAN JUAN PABLO II, Alocución, 31-X-1982.
PIO XII, Enc. Mediator Dei, 20-XI-1947.
7
Cfr. SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Camino, n. 537.
8
Cfr. Lc 10, 42.
9
SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Es Cristo que pasa, 154.
10
BEATO PABLO VI, Enc. Mysterium fidei, 3-IX-1965.
11
Cfr. Instrucción sobre el Misterio Eucarístico, 50.
12
SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Surco, n. 688.
6
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allí se enciende el afán de trabajar mejor, y nos llevamos una buena provisión de paz y alegría para la
vida de familia... El Señor, que es buen pagador, agradece siempre el que hayamos ido a visitarle.
“Es tan agradecido, que un alzar de ojos con acordarnos de Él no deja sin premio”13.
En la Visita al Santísimo vamos a hacer compañía a Jesús Sacramentado durante unos
minutos. Quizá ese día no han sido muchos quienes le han visitado, aunque Él los esperaba. Por eso
le alegra mucho más el vernos allí. Rezaremos alguna oración acostumbrada junto a la Comunión
espiritual, le pediremos ayudas −espirituales y materiales−, le contaremos lo que nos preocupa y lo
que nos alegra, le diremos que, a pesar de nuestras miserias, puede contar con nosotros para
evangelizar de nuevo el mundo, le diremos, quizá, que queremos acercarle un amigo... “¿Qué
haremos, preguntáis algunas veces, en la presencia de Dios Sacramentado? Amarle, alabarle,
agradecerle y pedirle. ¿Qué hace un sediento en vista de una fuente cristalina?”14.
Cuando dejemos el templo, después de esos momentos de oración, habrá crecido en nosotros
la paz, la decisión de ayudar a los demás, y un vivo deseo de comulgar, pues la intimidad con Jesús
no se realizará completamente más que en la Comunión. Nos habrá servido, en fin, para aumentarla
presencia de Dios en medio del trabajo y de nuestras ocupaciones diarias. Nos será fácil mantener
con Él un trato de amistad y de confianza a lo largo del día.
Los primeros cristianos, desde el momento en que tuvieron iglesias y reserva del Santísimo
Sacramento, ya vivían esta piadosa costumbre. Así comenta San Juan Crisóstomo estas breves
palabras del Evangelio: “Y entró Jesús en el templo. Esto era lo propio de un buen hijo: pasar
enseguida a la casa de su padre, para tributarle allí el honor debido. Como tú, que debes imitar a
Jesucristo, cuando entres en una ciudad debes, lo primero, ir a la iglesia”15.
Una vez en la iglesia, podremos localizar fácilmente el sagrario −que es adonde se debe
dirigir en primer lugar nuestra atención−, pues deberá estar situado en un lugar “verdaderamente
destacado” y “apto para la oración privada”. Y en él, la presencia de la Santísima Eucaristía estará
indicada por la pequeña lámpara que, como signo de honor al Señor, arderá de continuo junto al
tabernáculo16.
Al terminar nuestra oración le pedimos a nuestra Madre Santa María que nos enseñe a tratar a
Jesús realmente presente en el sagrario como Ella le trató en aquellos años de su vida en Nazaret.
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Rev. D. Jaume GONZÁLEZ i Padrós (Barcelona, España) (www.evangeli.net)
«Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo»
Hoy, el Evangelio todavía nos sitúa en el domingo de la resurrección, cuando los dos de
Emaús regresan a Jerusalén y, allí, mientras unos y otros cuentan que el Señor se les ha aparecido, el
mismo Resucitado se les presenta. Pero su presencia es desconcertante. Por un lado provoca espanto,
hasta el punto de que ellos «creían ver un espíritu» (Lc 24,37) y, por otro, su cuerpo traspasado por
los clavos y la lanzada es un testimonio elocuente de que se trata del mismo Jesús, el crucificado:
«Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo. Palpadme y ved que un espíritu no tiene carne y huesos
como veis que yo tengo» (Lc 24,39).
13
SANTA TERESA, Camino de perfección, 23, 3.
SAN ALFONSO Mª DE LIGORIO, Visitas al Stmo. Sacramento, 1.
15
SAN JUAN CRISOSTOMO, en Catena Aurea, vol. III, p. 14.
16
Cfr. Instrucción sobre el Misterio Eucarístico, 53 y 57. Cfr. Código de Derecho Canónico, can. 938 y 940.
14
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«Haz brillar sobre nosotros la luz de tu rostro, Señor», canta el salmo de la liturgia de hoy.
Efectivamente, Jesús «abrió sus inteligencias para que comprendieran las Escrituras» (Lc 24,45). Es
del todo urgente. Es necesario que los discípulos tengan una precisa y profunda comprensión de las
Escrituras, ya que, en frase de san Jerónimo, «ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo».
Pero esta compresión de la palabra de Dios no es un hecho que uno pueda gestionar
privadamente, o con su congregación de amigos y conocidos. El Señor desveló el sentido de las
Escrituras a la Iglesia en aquella comunidad pascual, presidida por Pedro y los otros Apóstoles, los
cuales recibieron el encargo del Maestro de que «se predicara en su nombre (...) a todas las naciones»
(Lc 24,47).
Para ser testigos, por tanto, del auténtico Cristo, es urgente que los discípulos aprendan –en
primer lugar– a reconocer su Cuerpo marcado por la pasión. Precisamente, un autor antiguo nos hace
la siguiente recomendación: «Todo aquel que sabe que la Pascua ha sido sacrificada para él, ha de
entender que su vida comienza cuando Cristo ha muerto para salvarnos». Además, el apóstol tiene
que comprender inteligentemente las Escrituras, leídas a la luz del Espíritu de la verdad derramado
sobre la Iglesia.
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EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
Presencia viva del Señor
«La paz esté con ustedes».
Eso dice Jesús.
Se lo dijo a sus discípulos.
Y te lo dice a ti, sacerdote, presentándose en medio de los hombres como Dios y como
hombre, en Cuerpo, en Sangre, en Alma y en Divinidad, en presencia viva, al partir el pan, en
Eucaristía.
Él es la paz, y Él es el mismo ayer, hoy y siempre.
Tu Señor ha venido a traerte la paz, sacerdote, abriendo tus ojos para que lo veas, y tu
entendimiento, para que creas en las Escrituras, y en que se cumplirá hasta la última letra, porque Él
es la Palabra encarnada en un hombre de carne y hueso, como tú, sacerdote.
Él es el Verbo hecho carne, que habitó entre los hombres, y que fue crucificado, muerto y
sepultado, y que resucitó de entre los muertos al tercer día, para que se cumpliera lo que está escrito
de Él en las Escrituras, que dicen que el Mesías tenía que padecer, morir y resucitar de entre los
muertos al tercer día.
Tú, eres, sacerdote, la presencia viva de tu Señor, y eres testimonio de que Él es el Mesías, el
Cristo, el Hijo único de Dios, que ha venido al mundo a morir para el perdón de los pecados, porque
Él es el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo.
Tú eres, sacerdote, la presencia viva de tu Señor, testigo fiel de que Él resucitó, y vive en ti, y
a través de ti se entrega una y otra vez al mundo, para llevar su perdón a todos los hombres, y su paz
hasta los confines de la tierra.
Tú eres, sacerdote, la presencia viva de tu Señor, que se presenta en medio de los hombres,
como hombre de carne y hueso, que revela al mundo su divinidad, para que el mundo crea que Cristo
es el Hijo único de Dios, que ha traído la paz al mundo a través de la redención, pero que es
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necesario que cada uno se acerque a pedir perdón, y reciba con tu poder la absolución, en el
sacramento de la reconciliación.
Tu eres, sacerdote, la presencia viva de tu Señor, y tienes su poder en tus manos, y su Palabra
en tu boca, para que, al partir el pan, se abran los ojos de los hombres y lo reconozcan, y para que, al
recibir el perdón y la Sagrada Comunión, la paz de Dios reine en cada corazón y sea extendida en
cada casa, en cada familia, en toda la tierra.
Arrepiéntete, sacerdote, y cree en el Evangelio.
Conviértete y confirma tu fe en filiación al Papa, que es Pedro, la Roca sobre la que tu Señor
construye su Iglesia, y permanece sometido a su obediencia, fortaleciendo la unidad y la fidelidad a
la Santa Iglesia.
Es así, sacerdote, como llevas al mundo la paz: reconociendo en el Supremo Pastor la
presencia viva de tu Señor. Él predica en su nombre a todas las naciones.
Tú, sacerdote, eres testigo de esto.
(Espada de Dos Filos II, n. 61B)
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