Arte y letras
Cuento
Tía Tibi
Lourdes C. Pacheco Ladrón de Guevara
Universidad Autónoma de Nayarit
veces se abre el cielo para atisbarnos el paraíso que nos toca. Dura
apenas una fugacidad, los pasos de una niña subiendo la escalera,
el arrancón de un coche en el que pudimos habernos ido, el instante de una fotografía, la brevedad de un nombre que no conocíamos.
La tía Tibi era parte de la casa como el pozo de agua, el corredor de mi infancia, la cocina olorosa en que pasaba el día. Casi no
hablaba porque su sonrisa llenaba de paz a quien la veía. Tejíamos
juntas durante las tardes del verano caliente de la costa, mientras mis
hijas jugaban en la calle. Tirábamos agua frente a la puerta de la casa
para que la tierra nos diera frescura. Cada tarde del verano sus ojos
miraron a mis hijas con un cariño transparente. Ya casi para volver a
la ciudad detuve mi tejido y algo habré interrogado porque volvió la
mirada y me dijo: “cómo olvido la vida que no tuve”. Las palabras cayeron como tumulto en mi corazón porque la tía Tibi tuvo una vida
simple, sin sobresaltos, ni nada. Había sido soltera y, a la muerte de
mis padres, vivía sola en esta casa que visitábamos en el verano. Nadie sabía, a ciencia cierta, por qué era mi tía, pero lo era. Había estado ahí desde el principio y lo seguía siendo. Me confundió su mirada ciega de tanto mirar y casi con un murmullo empezó a decir:
“Me casé a los catorce años. He olvidado el nombre de mi esposo porque casi en cuanto nos casamos se fue al norte. Sus padres
enviaban camiones de plátano y él se fue en uno de esos. Yo no soy
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de este pueblo. El pueblo de donde soy se perdió en la inundación. Él me
dejó aquí, en la casa de sus padres. Pasaron seis años y no volvía. Ya casi
se cumplían siete años de la partida, cuando empecé a sentir en mi cuerpo la llegada de otra vida. Mi suegra se dio cuenta y me llevó al fondo de
la casa hasta que nació la criatura. No pude ni mirarla. Ella me dijo que
había muerto, pero nunca supe dónde la enterraron. En ese tiempo había letrinas. A veces pensaba que ahí la habían tirado. Por las noches me
parecía escuchar el llanto de la criatura. Despertaba por las noches sobresaltada y de ahí me vino la costumbre de andar a obscuras por la casa.
Pensaba en ese hijo sin abrir los ojos, sin usar sus oídos, sin su propio corazón para escuchar. Por las tardes, junto al pozo de agua se me iguraba
su cara, sus manitas de leche. Tendría que parecerse a su padre porque fue
lo único que me dio alegría: un joven que cantaba alrededor de la barda,
que me enamoró. Recordar sus canciones, sus manos apretando las mías
en las breves tardes en que me veía en el potrero. Él me veía y yo dejaba que me viera. Las tardes se apretujaban unas con otras de tan rápido
que pasaban. No me pude ir con él porque no podía dejar a mis suegros
solos, así viejos como estaban. Por eso no me fui con el papá de mi hijo.
Nadie dijo una palabra, fue algo que no ocurrió. Hasta llegué a creer
que no había pasado. No sé si mi suegra le dijo a su hijo, porque él nunca volvió. Ellos tampoco esperaban su regreso, así que me quedé cuidando la vejez de mi suegra, la enfermedad de mi suegro. Les decía padres
porque así se acostumbraba en esa época. Casi perdí el habla mientras
ellos vivieron. No me trataban mal, sólo vivía aquí como el encargo de
un hijo que no volvió. Yo, no, nunca tuve hijos porque olvidé el que había tenido de tanto no nombrarlo. Ninguna palabra lo hizo gente. Todos
se fueron yendo de la casa poco a poco. Sólo quedamos mis suegros y yo.
Las palabras sobraban entre nosotros. Aunque habíamos olvidado, estábamos cansados de cargar la vida. Nadie se arrimaba a la casa. Primero
murió mi suegra. Sus grandes ojos a la hora de su muerte todavía me espantan. No me reprochaba, sólo que no tenía paz. Así murió, acordándose. Después, cuando murió mi suegro, quedé libre de todo ese tiempo
cuando no pude ni vivir mi soledad”.
Hizo una pausa. Yo la miraba rehacerse en las palabras mientras
caía la brisa de la tarde.
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Mis niñas cantaban rondas levantando murallas de música alrededor de nosotras. Era como si otro corazón aleteara en el pecho de la tía
Tibi. Luego, agregó:
“Hace como diez años estaba barriendo la banqueta. Era la hora
de la mañana, cuando el sol no termina de salir. Fresqueaba. Para que no
se devolviera el polvo, cerré la puerta. Se detuvo un coche en la acera de
enfrente. Bajó un joven y miró la casa detenidamente. Fue hasta la esquina y volvió sobre sus pasos. Sentí el tiempo viviente cuando me preguntó “¿vive aquí Joseina Molina?”. Me había olvidado de mi nombre.
Oírlo en la voz de un desconocido me hizo temer algo que no me correspondía. “No”, le respondí. El joven siguió hablando como para sí mismo
“me dijeron que en esta casa vivía. Mi padre me dio todas las señas antes de morir. Quería que viniera por ella”.
Me preguntó quién habitaba la casa. “Todos murieron”, le dije. “Usted cuida y barre la casa”, siguió diciendo como para sí mismo. Se acercó de nuevo al coche y dio la mano a una niña. Pasaron a la escuela los
hijos de Natividad con su barullo y me gritaron “adiós, tía Tibi”, les devolví el saludo con la mano porque allá en el sitio del corazón una catarata se empezaba a juntar. El joven y la niña se dirigieron a la tienda.
Regresaron tomando agua. El joven, deslumbrado, se la daba a la niña y
le explicaba “aquí vivió tu abuelita”. ¿Cómo era mi abuelita, papá?”. “Era
una noche azul, por eso a ti te puse su nombre. Mi padre la amaba, pero
no pudo venir por ella. Decía que cuando la veías era como contemplar
una noche azul.”
“Sacó una cámara fotográica y tomó varias fotos de la casa. Después tomó a la niña de la mano y subieron al coche. “Me hubiera gustado conocerla”, dijo. Me dio las gracias y vi cómo el coche se iba perdiendo en su pequeñez al alejarse al inal de la calle.
Nadie en el pueblo recordaba mi nombre porque yo en este pueblo nunca tuve nombre. Si preguntó en la tienda no le supieron decir.
Yo misma había olvidado mi nombre. ¿Cómo sería mi vida con un hijo,
una nieta a la que podía tomar de la mano? No estaba preparada para esa
vida. No sabía qué debía sentir, qué debía pensar. Por esto te digo, cómo
podré olvidar la vida que no tuve”.
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El viento traía el sonido del verano inminente. La tía Tibi siguió
diciendo el olvido de su nombre sin dejar de mirar a mis hijas. En ese
olvido, en esa edad sin fondo, mis hijas se convertían en recuerdos de un
paraíso desconocido, abierto un segundo en alguna orilla.
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