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Much remains to be done to place Escrivá in historical context, both as regards
factors that influenced him and his influence on the life of the Church. It would be
interesting to explore, for instance, how Escrivá’s solutions to the various problems
he faced in developing Opus Dei reflect and how they transcend the culture of the
society in which he was raised and the education he received in the seminary and
in law school. Much also remains to be studied about how the spirit which Escrivá
transmitted to Opus Dei relates to the theological discussions of the first half of the
twentieth century and about the influence that the spirit and practice of Opus Dei
had on the Second Vatican Council’s teaching on the laity.
Vázquez de Prada’s focus is strictly biographical. Escrivá’s person is, however, as
the title The Founder of Opus Dei indicates, inextricably linked to Opus Dei. We find
in Vazquéz de Prada an outline of Opus Dei’s growth and development after the end
of World War II. It would be interesting, however, to learn more about that growth
and concretely about Escrivá’s role, which shifted from direct personal involvement
to inspiring and directing activities carried out by others, often in religious, social,
and cultural environments of which he had little or no personal experience.
With the passage of time future studies will need to examine in greater depth
and detail the subjects which Vázquez de Prada considered too delicate to explore
fully. His account of the campaigns of criticism against Opus Dei and its founder in
the 1940s, for example, is much fuller than that given by any previous author (Vol.
III, pp. 334-360), but at many points the reader has the sensation that only part of
the story is being told, perhaps to avoid criticizing people who are still alive or who
died only recently. This sensation is even stronger when we come to his account
of hostility toward Escrivá and Opus Dei in certain ecclesiastical circles in the late
1960s and early 1970s. Speaking about this hostility to Opus Dei, Vazquéz de Prada,
for example, raises the tantalizing issue of “how this net of suspicions and misunderstandings was being woven” but then gives no further information (Vol. III, p. 443,
n. 99).
None of these suggestions for further research should be read to take anything
away from Vázquez de Prada’s monumental accomplishment. Those who follow after
will long be indebted to his research and to the colossal effort involved in turning a
vast mass of information into a coherent narrative.
John F. Coverdale
Ramón Herrando Prat de la Riba, Los años de seminario de Josemaría
Escrivá en Zaragoza. El seminario de San Francisco de Paula, Madrid, Rialp,
2002, 451 pp.
Abundan las obras de ficción basadas en el hallazgo de un documento largo tiempo
oculto, encontrado por un autor afortunado que lo da a conocer. Cervantes mismo lo
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empleó en su Don Quijote con el manuscrito de Cide Hamete Benengeli. Pues bien, la
obra de Ramón Herrando, basada en su tesis doctoral, tiene, para sorpresa del lector,
ese mismo comienzo, con aire de relato de aventuras: la localización de una fuente
perdida. En efecto, cuando en 1975 intentó localizar la documentación del seminario
de San Francisco de Paula –en el que residió Josemaría Escrivá entre 1920 y 1925–,
el Archivo Diocesano de Zaragoza le informó de que se daba por destruida o perdida. Sólo a instancias de mons. Álvaro del Portillo, en 1978, reanudó la búsqueda,
que esta vez dio resultado “en un lugar insospechado” de una biblioteca eclesiástica
de Zaragoza: aunque desordenados y entremezclados con otros, aparecieron todos
los papeles del San Francisco de Paula, que Herrando ordenó y depositó en siete
cajas que constituyen hoy una sección de ese Archivo Diocesano. Al margen de la
sorpresa de encontrar semejante pórtico en un trabajo como éste, el hecho refuerza
una convicción muy extendida entre los profesionales de la Historia: la riqueza del
patrimonio documental eclesiástico español va lamentablemente acompañada de la
precaria situación de muchos de sus archivos.
Pero, por más feliz que fuera tal hallazgo, el trabajo que nos ocupa no se apoya
solamente en esa documentación. Se complementa con la consulta de otros archivos
eclesiásticos –los del otro seminario de la ciudad, su biblioteca, el Diocesano de
Logroño, el de la Prelatura del Opus Dei, etc.–, y otros civiles como el Municipal de
Zaragoza, el Universitario o el General de Simancas. El autor ha recurrido también a
la recogida de datos en la prensa, especialmente en el Boletín Oficial Eclesiástico del
Arzobispado de Zaragoza y El Noticiero –el diario católico de la ciudad–, y a otras
fuentes impresas como estatutos, informes o memorias. Ahora bien, quizá la peculiaridad documental más destacable del libro sea el importante volumen de testimonios
de contemporáneos de los hechos en que se apoya: se citan al menos 37, conservados en el Archivo General de la Prelatura del Opus Dei. Consciente del valor de la
documentación encontrada y de los testimonios recogidos, el autor reproduce lo más
interesante de esas fuentes en unos ricos apéndices que incluyen la transcripción de
22 testimonios y suponen buena parte de la obra (pp. 263-440).
Para retratar al joven Josemaría Escrivá en sus años de seminario en Zaragoza,
Herrando dedica la primera parte de su estudio a una somera descripción de la
familia Escrivá y al proceso que condujo a Josemaría a la decisión de hacerse sacerdote primero, y luego a la de trasladarse a Zaragoza para terminar allí sus estudios
eclesiásticos y comenzar también los de Derecho. La cuestión de si pensó o no en un
primer momento ser alumno interno o externo del seminario –relacionada con la
imposibilidad de simultanear los estudios eclesiásticos con los civiles– es la ocasión
para introducir un acercamiento al contexto de la ciudad de Zaragoza en aquellos
momentos. Lo más llamativo es la indudable tensión social que se vivía, y que llevó a
que ese año de 1920 se conociera en la capital aragonesa como el año del terrorismo:
17 bombas estallaron en la ciudad en ese tiempo. Un mes antes de que Josemaría
trasladara allí su residencia, por ejemplo, terroristas sindicalistas asesinaron a tiros a
tres trabajadores municipales en plena calle, conmocionando a la ciudadanía.
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La segunda parte de la obra está dedicada íntegramente a dar a conocer la vida del
seminario de San Francisco de Paula, popularmente conocido como el San Carlos,
por un sector de ese edificio, en el que tenía su sede el seminario sacerdotal de San
Carlos. Aquí es donde se muestra la riqueza de la fuente sacada a la luz por el autor: la
descripción resulta minuciosa, completa hasta alcanzar en muchos casos la exhaustividad. Conocemos la sede –los planos se completan con testimonios de quienes
vivieron allí–, los menús de comidas de los seminaristas y de sus superiores, los
fondos de su biblioteca –el antiguo especialmente rico–, el reglamento que regía sus
actividades, su horario y costumbres, cómo ocupaban el tiempo de descanso –incluso
los juegos que eran más frecuentes–, el modo de alumbrarse, de vestirse o de lavarse,
el régimen de gobierno, los nombres de todos y cada uno de los seminaristas, su
procedencia geográfica y social, sus calificaciones –tanto académicas como de conducta–, las sanciones disciplinarias y hasta las fiestas que celebraban. Y conocemos
también el plan de formación que seguían, que el autor describe minuciosamente en
sus aspectos humano, espiritual y académico. Herrando entremezcla la descripción
de todos estos asuntos con aspectos personales de la vida de Josemaría Escrivá, ya que
algunos de los extremos documentados con tanto detalle lo están en la medida que se
ha instado a algunos protagonistas a hacer memoria del conocimiento que en su día
tuvieron del que luego sería fundador del Opus Dei.
El conjunto es una acabada descripción de la vida de este peculiar seminario, que
nunca tuvo más de 60 alumnos y ocupaba las plantas tercera y cuarta del edificio que
albergaba, como dijimos, el seminario sacerdotal de San Carlos. El autor consigue
aportar, con los datos que reúne en estas páginas, el material para un auténtico retablo
de la vida cotidiana de estos seminaristas en los años veinte. La descripción permite
sentir el polvo que levantan los muchachos jugando a la pelota en el ático durante el
recreo, el ambiente que reina cuando cuarenta chicos desayunan en silencio –sopa
de ajo e hígado de cerdo frito con cebolla– mientras se lee La imitación de Cristo,
los nervios ante las preguntas diarias del profesor en clase, la algarabía que se desata
al romper filas en un paseo, el entusiasmo apostólico de unos jóvenes cargados de
ilusiones, o la escasa repercusión en la vida interna del centro de los acontecimientos
“del exterior” como el advenimiento de la dictadura de Primo de Rivera.
Y tras el contexto, el personaje. La tercera parte está dedicada a la vida de Josemaría Escrivá en el seminario: como alumno primero (1920-1922) y como superior
más tarde (1922-1925), para terminar con la vida de estudiante en la universidad
–oyente, por exigencias disciplinares–, y las circunstancias familiares que rodearon
su ordenación sacerdotal y la consiguiente marcha del seminario. Se recorren estos
hechos en tres capítulos que tienen un esquema paralelo: precisiones sobre el contexto zaragozano, sobre las personas con que convive, y finalmente la vida en el seminario propiamente dicha, y la ordenación sacerdotal. Los datos recopilados son de
nuevo tan abundantes y precisos que pueden considerarse también exhaustivos; pero
con ser esto importante, la historia cobra su mayor intensidad en estas páginas por
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otro motivo: el trazado de un perfil de Josemaría Escrivá, una cierta narración de su
historia.
Aunque encontramos también aquí un sinnúmero de precisiones acerca de su
vida en estos años, que permiten hacerse idea cabal de qué hacía y cómo, en esta parte
de la obra parecen distinguirse dos planos diferentes: de un lado esa cuantiosa información a que venimos refiriéndonos –que incluye buena parte de la vida del protagonista, común a la de sus compañeros–, y de otro la vida privada de Josemaría Escrivá,
que aflora en momentos concretos. Ese relato más íntimo, ese retrato personal, por
lo intenso de los acontecimientos y el vigor del personaje que descubren, tiene una
fuerza especial que destaca sobre el rico elenco de datos y se convierte en el centro
del trabajo. Produce la impresión de una corriente que fluye en el texto –más narrativa que descriptiva– casi siempre oculta, y que aflora de vez en cuando dotándolo
de una intensidad y viveza que están entre las cualidades más atractivas de la obra. Si
podemos saber qué manuales estudió, qué prácticas de piedad vivía, las calificaciones
que obtuvo, los periodos de vacaciones que disfrutó, que sólo disponía de un traje, las
mañanas que pasó a orillas del Turia en verano y cómo ayudaba a un párroco rural,
todo eso parece cobrar nueva vida y como un nuevo sentido cuando se le añaden
algunos elementos entre los que destacaríamos tres: los testimonios de quienes le
trataron, la narración de los sucesos más dramáticos que vivió y las decisiones más
graves que adoptó, y uno último, más difícil de describir, que consiste en la intuición
del fondo íntimo de Josemaría Escrivá que se adivina tras los acontecimientos.
Es, seguramente, la fuerza misma de la vida del personaje lo que da un tono
intenso a esa narración, que aflora y se sumerge alternativamente en las páginas
del libro, y hay que reconocer que no es fácil abordar la cuestión, ya que esa fuerza
emana precisamente de los elementos más intimistas, siempre difíciles de tratar en
una obra de historia: la intensidad del familiar y amoroso trato con Dios que persigue
perseverantemente Escrivá, el entusiasmo con su vocación y sus dificultades para
encajar en el seminario, la desgarradora posibilidad de abandonarlo –recomendada
por el propio Rector– y la decisión de no hacerlo, las incomprensiones, las amistades
y los choques con otros compañeros, sus gustos culturales y la afición literaria…
En el ámbito familiar, las escenas parecen sacadas a veces de un ambiente dickensiano: el distanciamiento de su tío el arcediano, las envidias de su prima; las duras
circunstancias de la muerte de su padre, la solemne declaración de Josemaría –ante
el cadáver paterno– a su madre y hermanos, de cuidarlos siempre; y la Navidad que
llegó un mes más tarde, con unos mazapanes que iban a ser el único extraordinario
y hubo que tirar porque resultó que estaban estropeados… Cuando todo eso aparece
protagonizado por un joven sonriente y animoso, completamente centrado en un
único objetivo, el lector no puede evitar dirigir la mirada hacia lo profundo de esa
alma para tratar de adivinar su secreto. Su figura emerge así, de ese relato trenzado
de datos, circunstancias y reacciones, imponente y atractiva, y termina por dominar
la escena y por remitir al centro de intereses del protagonista: su amor por Jesucristo.
Quizá resida aquí la dificultad mayor de hacer la biografía de este personaje: en su
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condición fundamental de hombre enamorado, tan difícil de asir con los modos de
hacer del método histórico al uso.
Herrando concluye de su estudio que se puede advertir en lo descrito la maduración vital de Josemaría Escrivá, en los ámbitos intelectual, familiar, profesional
y espiritual. Sin duda se trata de unos años de importancia singular en su vida: los
comenzó dejando la casa paterna, y los terminó siendo el responsable de sostener la
familia. Los comenzó con la ilusión de hacerse sacerdote y así estar más disponible
para Dios, y los terminó, ya sacerdote, camino de un pequeño pueblo aragonés para
sustituir a un párroco. En medio, todo un periodo de formación minuciosamente
descrito pero cuyo fondo último sólo acertamos a intuir. Quizá por eso Herrando
concluye también que el conocimiento detallado de su vida en el seminario debería
matizar el juicio negativo que sobre los seminarios españoles de esa época es común
en la historiografía. Es muy posible. De lo que no cabe duda es que con esta obra
el autor ha aportado argumentos bien sólidos para abordar esa discusión, y –sobre
todo– nos ha facilitado elementos importantes para conocer mejor a un hombre
que –por su riqueza– reclamará la atención de otros muchos trabajos, y que por sus
características supondrá siempre un reto para la capacidad analítica y narrativa de
los historiadores.
Pablo Pérez López
John F. Coverdale, La Fundación del Opus Dei, Barcelona, Ariel, 2002,
339 pp.
John F. Coverdale es un conocido historiador y profesor de Derecho, nacido en
Chicago en 1940. El libro que reseño, cuya versión original es americana (Uncommon
faith: the early years of Opus Dei, 1928-1943, Princeton, Scepter, 2002), es una de sus
últimas obras. En el arranque del libro señala que esta monografía se basa en obras y
artículos ya publicados, y que se escribe a partir de fuentes “fragmentarias e irregulares”. No obstante, después de leer las trescientas treinta y nueve páginas del libro,
el lector encuentra regularidad y continuidad narrativa, y considera que el libro le ha
ayudado a comprender mejor la vida de san Josemaría Escrivá de Balaguer.
El autor ha narrado, con las referencias necesarias al tiempo precedente, quince
años de la vida de Josemaría Escrivá. Se trata de los años que transcurrieron entre el
2 de octubre de 1928, día en el que el joven sacerdote vio por vez primera el Opus
Dei, la misión que Dios le había encomendado, y el 14 de febrero de 1943, cuando
comprendió, durante la celebración de la Misa, cuál era la solución jurídica que permitiría contar con sacerdotes que procedieran de los fieles laicos del Opus Dei.
El autor hace una utilización razonable de las fuentes para configurar unos capítulos homogéneos en extensión, a la vez que sitúa cada acontecimiento en su entorno
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