Noches en vela
Por Anna Cleary
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Anna Cleary
Anna Cleary sempre amou histórias. Chorou por Jane Eyre, sofreu com Heathcliffe and Cathy, se apaixonou por Jane Austen e reverenciou Georgette Heyer. Quando uma amiga sugeriu que as duas começassem a escrever um romance junta, Anna aceitou o desafio. Gostou tanto que eventualmente largou seu emprego como professora para escrever em tempo integral.
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Noches en vela - Anna Cleary
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2012 Anna Cleary. Todos los derechos reservados.
NOCHES EN VELA, N.º 1907 - marzo 2013
Título original: Keeping Her Up All Night
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2013
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-2689-2
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
www.mtcolor.es
Capítulo Uno
Guy Wilder ya no salía de caza. Había dejado a chicas melosas con promesas de un futuro juntos y últimamente prefería poner todas sus emociones en las canciones. A menudo sentimentaloides, en clave de tragedia, mejor cantadas después de la medianoche, dedicadas a los corazones rotos. Canciones con ritmo, sensuales y siempre profundas y sinceras. Canciones en las que un hombre podía creer, sin finales amargos.
Sí, seguía soltero y lo prefería así. Por el día se hacía compañía a sí mismo y por la noche soñaba canciones que los chicos del grupo Blue Suede estaban encantados de interpretar.
Por mucho que destrozasen sus letras, los Suede prometían. Así que la noche que volvieron de los Estados Unidos, como no tenían dónde dormir, Guy les dejó que se instalasen en el apartamento de su tía. Sabía que a tía Jean no le importaría.
Lo cierto era que los Suede eran bastante ruidosos. Cuando atravesaron la puerta con sus instrumentos, Guy miró hacia el apartamento de la vecina, pero estaba a oscuras.
Todavía no era hora de dormir. ¿Cómo iba a pensar él que había alguien en casa?
Pidió unas pizzas, pero en cuanto se pusieron a cantar, tanto los chicos como él se olvidaron de la cena.
Estaban bastante animados cuando, de repente, oyeron el timbre de la puerta.
Guy dejó de tocar el fabuloso piano de su tía y fue a abrir.
–Le aseguro que no lo he llamado yo –estaba diciendo una mujer en voz baja, melodiosa–. Yo nunca pido pizzas. Deben de haberla pedido aquí, los que están armando el jaleo. ¿Ha intentado llamar? Aunque a lo mejor necesita un mazo para que...
«Lo oigan». Guy terminó la frase en su cabeza.
Ella se giró para mirarlo, lo mismo que el chico de las pizzas.
Tenía los ojos color violeta, las pestañas oscuras, los pómulos marcados y el gesto serio. Su boca era lustrosa y dulce, como una fruta madura. Lo primero que pensó Guy fue que era impresionante. Debía de medir alrededor del metro setenta, si su ojo no lo engañaba, y llevaba el pelo moreno y brillante recogido. Y tenía unas piernas… Qué piernas. Y el cielo entre ellas.
El cielo no podía verlo a través del jersey, pero era evidente que era una mujer con curvas. Aunque un hombre nunca debía bajar la vista a los pechos de una mujer. Ni a ninguna otra parte que esta quisiese ocultar.
Pero como llevaba puesta una especie de vestido corto debajo de la sudadera, Guy no pudo evitar mirarla un poco. Sobre todo, porque las zapatillas eran de satén, como de bailarina, y las llevaba atadas al tobillo.
La estudió con la mirada, lo mismo que ella a él aunque, en su caso, con el gesto serio.
Sonrió.
–Creo que las pizzas son para mí –dijo, dándole el dinero al chico y tomando las cajas–. Gracias. Quédate con las vueltas.
El chico se marchó en ascensor, por las escaleras… o atravesando la pared. Guy no se fijó.
–Siento haberla molestado, señorita…
–Amber O’Neill –dijo ella–. Creo que no es consciente de lo mucho que se oye todo en estos apartamentos, las paredes son muy finas y el ruido se magnifica.
Guy arqueó las cejas.
–¿Sí? El ruido se magnifica. Muy interesante. Una acústica estupenda. Gracias por informarme.
«Amber», pensó, clavando la vista en sus ojos violetas. Y en su boca, suave y generosa.
No pudo evitar sentir deseo. Había pasado mucho tiempo.
Al parecer, ella no se había fijado en su encanto, porque apretó los labios.
–No sé si sabe que hay personas que tienen que trabajar mañana. Algunas hasta tienen un negocio que atender.
–¿Sí? –preguntó él sonriendo, le hacía gracia que lo estuviesen regañando por hacer ruido a las ocho y media de la noche. Casi era de día–. ¿Y esas personas nunca se divierten?
Pensó en sugerirle a la vecina que lo sentase en su regazo y le diese una azotaina.
Y entonces la vio recorrer su pecho y sus brazos con la mirada, y después bajarla más allá del cinturón. A pesar de su indignación, sus ojos la traicionaron un segundo.
Guy vio en ellos un brillo intensamente femenino que abría una caja de Pandora llena de terribles posibilidades.
De repente, la ola de calor que corría hacia su entrepierna se detuvo en seco.
Como si estuviese loco, se dio la vuelta, entró en su casa y cerró la puerta. Se quedó paralizado antes de darse cuenta de la tontería que había hecho, entonces volvió a abrir.
Pero ya era demasiado tarde. Ella ya no estaba allí.
Respirando hondo, Amber se quedó debajo del tragaluz de su salón vacío e intentó tranquilizarse.
Volvió a escuchar los primeros acordes de Clair de Lune. Normalmente, cada nota de aquella canción era como un bálsamo para su alma, pero a pesar de que se subió sobre las puntas y estiró los brazos hacia la luz de la luna que entraba por el tragaluz… arabesque, arabesque, glissé…
Era inútil. Ya no había magia.
Apagó la música. Hacía mucho tiempo que no se enfadaba tanto. Ya no merecía la pena intentar luchar contra el insomnio bailando. En el apartamento de al lado seguían haciendo ruido, aunque hubiesen bajado un poco el volumen. Y lo cierto era que ella no quería pensar en ellos. En él.
Y aquello no tenía nada que ver con su boca, ni con cómo le sentaban los pantalones vaqueros. Estaba acostumbrada a hombres con buen cuerpo. Estaba harta de ellos. Ni tampoco tenía nada que ver con sus ojos. Había visto muchos hombres con ojos grises, grandes, con líneas de expresión a los lados, en sus veintiséis años de vida.
No, había sido la manera en que la había mirado, burlona. Como si diese por hecho, de manera divertida, irónica, que dado que él era un hombre y ella una mujer, se iba a sentir interesada. Estaba tan seguro de sí mismo que ni se había molestado en zanjar la conversación.
¿Cuánto podía equivocarse un hombre? El último que la había convencido de que se arriesgase le había recordado después todo lo que una mujer necesitaba saber acerca del desamor.
Se quitó las zapatillas y volvió a la cama. Estuvo un rato tumbada de lado, completamente tensa. Intentó del otro lado. Nada. Se giró. Y su cerebro no tardó en empezar a darle vueltas a todo.
El dinero. La tienda. Las obras. La soledad. Los hombres que se burlaban de una con la mirada.
Normalmente, al final de la tarde, la zona del Kirribilli Mansions Arcade en la que se encontraba Fleur Elise estaba tranquila. Aquel día, uno de los más largos en el recuerdo de Amber, todavía no había cerrado ni una tienda. Después de tres noches casi sin dormir, Amber barajó la posibilidad de echarse un sueño en la habitación en la que solía preparar los ramos.
Por desgracia, Ivy, la bibliotecaria que había heredado junto con la tienda, había ido a ayudarla.
–Vas a tener que recortar gastos. ¿Amber? ¿Me estás escuchando?
Amber se sobresaltó al oír la penetrante voz de Ivy y apoyó la cabeza, que le dolía mucho, encima del mostrador. No podía dormir y estaba de los nervios por culpa de ese hombre. Llevaba dos días con un horrible dolor de cabeza. Tal vez si hacía como si no hubiese oído a Ivy esta se callaría.
No era el mejor momento para hablar de los problemas que había en sus cuentas. Estaba cansada. Necesitaba averiguar lo que estaba ocurriendo en el piso de Jean noche tras noche. El ruido. El jaleo. Ese… tipo. Apretó los dientes. Cuanto antes volviesen Jean y Stuart de su luna de miel, mejor.
Seguía molesta con el modo en que ese hombre la había mirado y con cómo había sonreído, con esos labios tan sensuales.
Tal vez pensase que se había sentido halagada. Los hombres eran conscientes de que las mujeres sabían cuándo no estaban en su mejor momento. Cuando una mujer se ponía un jersey viejo encima del camisón, que un hombre mostrase interés por ella no era nada halagador. Lo que hacía pensar era que las miraba así a todas. En otras palabras, que era probable que fuese tan mujeriego como lo había sido su padre.
Apoyó la cabeza en los brazos. No podía evitar recordar una de las canciones que habían tocado en el piso de al lado. Como colofón, esa mañana, mientras se daba un baño, lo había oído a él en la ducha, silbando de manera lenta, sensual.
¿Por qué no la había avisado Jean? Eran amigas, ¿no? Y se suponía que ella iba a cuidarle los peces y a regarle las plantas mientras estaba fuera.
Era tan injusto. Con todo lo que tenía en mente, no podía permitirse el lujo de distraerse.
–… recortar los gastos generales –dijo Ivy, volviendo a interrumpir sus pensamientos–. La tal Serena es un