Desdeño ese amor
Por Corín Tellado
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Corín Tellado
Corín Tellado es la autora más vendida en lengua española con 4.000 títulos publicados a lo largo de una carrera literaria de más de 56 años. Ha sido traducida a 27 idiomas y se considera la madre de la novela de amor. Además, bajo el seudónimo de Ada Miller, cuenta con varias novelas eróticas. Es la dama de la novela romántica por excelencia, hace de lo cotidiano una gran aventura en busca del amor, envuelve a sus protagonistas en situaciones de celos, temor y amistad, y consigue que vivan los mismos conflictos que sus lectores.
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Desdeño ese amor - Corín Tellado
CAPITULO PRIMERO
—¡Es inaudito, inconcebible! ¿Qué representa aquí mi autoridad? Juro por Dios que antes te deseo ver muerta que unida a ese vividor llamado Juan Torres… ¡Maldita sea mi estampa! No lo consentiré, ¿me oyes? ¡No lo consentiré!
Y don Ernesto Aller sacudió la encanecida cabeza, al tiempo de dar un formidable puñetazo en la mesa. Su nieta Ana pareció crecer ante la ira del viejo, pero, sin embargo, no osó pronunciar palabra.
—Es extraordinario que después de haber repetido en todos los tonos mi parecer sobre ese mentecato de Juan Torres, aún te atrevas a llegar con él hasta la puerta. No consentiré más burlas —gritó con su voz potente, tan bronca que Enrique encogióse imperceptiblemente de hombros, como si fuera a recaer sobre él toda la ira del enfurecido abuelo—. Esto se acabó, ¿lo oyes? ¡Se acabó! No vuelvas a salir de casa mientras no me prometas bajo palabra de honor rechazar rotundamente a ese hombre. ¿Enterada? No faltaba más —añadió roncamente, mientras con gesto de furia llevaba el tenedor a la boca— que, después de estar criándote como si fueras una reina, viniera un holgazán por ahí a comerse todo lo que yo he conservado.
La bonita boca de Ana distendióse en una sonrisa irónica.
—Tengo entendido que mi padre era millonario, abuelo. Supongo que tu dinero no me hará ninguna falta.
El cuerpo de don Ernesto hinchóse como si fuera a estallar.
—¡Insensata! —vociferó de una forma terrible—. Naturalmente que tu padre era millonario y que mi dinero no lo necesitas, puesto que tengo lo justo para ir tirando malamente, y aun eso con la ayuda de tu primo. Pero estás bajo mi tutela —gritó, pálido de ira—. Y si no fuera por mi pericia, por descontado que ese dinero que dejó tu aristocrático padre iría a parar a manos de cualquier usurero.
Ana ante aquellas palabras, bajó la cabeza y nada repuso.
—Estoy por asegurar que eres una muchacha mala, sin alma, sin corazón… Tu padre quería mucho a mi hija; pero no creas que la hizo muy feliz, no. Era altivo y orgulloso como tú y eso le restó felicidad a tu madre. No quiero ver a tu lado a ese hombre —repitió, como si por un momento olvidara el motivo de la disputa—. No quiero saber que has vuelto a pasear con él por las calles de la ciudad. No volverás al club, ni te permitiré salir en ese auto que me has hecho comprar sólo con objeto de verte más a menudo con Juan Torres.
Enmudeció como si se dispusiera a coger aliento, y mirando el plato que aún no había tocado, retirólo con rabia.
—Es un vividor. Malgastó la herencia que le legaron sus padres. Esperó después por la de su abuelo y ahora tira a manos llenas la de su tío. ¿No es cierto, Enrique?
—¡Qué sé yo, abuelo! —dijo, encogiéndose de hombros.
Ahora sí que don Ernesto pareció saltar en la butaca que ocupaba. Miróles a todos por encima de sus gafas, después dio un segundo puñetazo en la mesa
—¡Qué vas a saber tú…! ¡Tú nunca sabes nada! No ves ni oyes nada… ¡Por Cristo Nuestro Señor que el día menos pensado te atropella un tranvía y aún has de continuar diciendo que no te has enterado… ! ¡Qué hombre, Dios mío…! ¡Qué nervios más pobres, qué…!
Volvióse a su hija y, dulcificando un tanto el tono de su voz dirigiéndose a ella:
—Ya ves Esther. Tu hijo ignora todo lo que sucede a su alrededor. Es una lástima, hija mía, porque de esta forma no iremos a ningún lado. El día menos pensado te lo trae la Cruz Roja hasta la misma puerta de esta casa y aún ha de continuar diciendo que no se enteró de nada. ¡Maldita sea!
Y después, como si ya hubiera dicho bastante, inclinando la venerable cabeza sobre el plato, dio principio al almuerzo. Todos le imitaron. La dama miró a su hijo y sonrióle cariñosa. Enrique comió apresuradamente como si quisiera substraerse de todo. Por su parte, la inquieta Ana, promotora de la disputa, sonrió entre dientes y se dispuso a imitar a los demás.
Creyó que la cosa iba a quedar así pero equivocóse. Cuando el almuerzo hubo finalizado, la figura de su prócer abuelo se puso en pie y, antes de tomar la dirección del saloncito, dijo con su voz potente y bronca:
—Sígueme Ana.
La muchacha pasó ante su tía. Miróla suplicante, como pidiéndole ayuda.
—Ten calma y sé cariñosa —aconsejóle la dama, apretando dulcemente la mano de la chiquilla—. Grita mucho, pero nada más.
Ana permanecía atemorizada, pues no ignoraba la furia con que la iba a recibir su serio abuelo. Además, quería a Juan Torres con toda su alma y no habría fuerza humana que la hiciera desistir de su propósito: casarse con él tan pronto Juan lo deseara. Por encima de todo; de su abuelo, de su corta edad, de la mirada desaprobativa de aquel primo circunspecto y seriote que no se reía ni por recomendación.
—Pasa —indicó el viejo, mientras sus pies lo llevaban de un lado a otro del saloncito—. Te he traído aquí para que no te violentes ante Esther y su hijo, pues has de saber que lo que tengo que decirte es como para que el rostro de una mujer de tu edad se ponga lívido a causa de la vergüenza.
—No tengo de qué avergonzarme —dijo serenamente, irguiendo su precioso cuerpo.
—¿Te parece poco desobedecer a tu abuelo?
—Tengo derecho a buscar mi felicidad.
—¡Tu felicidad! ¡Insensata! ¿Es que esperas ser feliz al lado de ese mentecato? Escucha; eres menor de edad, aún te faltan dos años para poder hacer lo que te dé la gana. Soy tu tutor; y, además, ya prescindiendo de mis canas eres mi nieta y por nada del mundo te cederé a ese hombre. Espera, tú ignoras lo que es el amor. El que te da ese hombre es un tonto espejismo que te cegó porque te falta lo que había de sobrarte: experiencia suficiente para dilucidar una cosa de otra. El amor, hija mía, es algo diferente. ¿Lo oyes? Totalmente diferente a lo que sientes por Juan Torres.
—No me interesa cuanto dices.
La voz mesurada y fría de Ana hizo que el rostro noble se atirantara de una forma alarmante.
—Te prohíbo terminantemente salir de casa —gritó, tan fuerte que por primera vez la pobrecita Ana creyó que no habría fuerza humana capaz de cambiar la disposición de don Ernesto.
Este, inclinando la cabeza, dio un paso atrás.
—¡Ana!
La muchacha alzó la cabeza y contempló la faz noble del anciano.
Fue hacia él y apretóse apasionadamente entre sus brazos.
—Perdona, mi viejín querido. Soy una tonta, ¿verdad? Te quiero a ti sólo, saladín mío; a ti sólo.
Y la muy zalamera lo llevó hacia el diván, donde le hizo sentar. Luego se dejó caer sobre las rodillas venerables y, rodeando el cuello querido con sus bonitos brazos, cubrió el rostro rugoso de apretados besos. Don Ernesto perdió toda la autoridad. Nada quedaba de su furor; sólo un cariño infinito hacia la ingrata coquetuela.
Cuando la madre de Enrique penetró en el saloncito ya don Ernesto había olvidado la existencia de Juan Torres, la desobediencia de su nieta y hasta el despiste de Enrique.
«Siempre terminan igual», se dijo la dama, saliendo de nuevo.
II
Don Ernesto Aller había sido un militar bizarro y caballeroso. Aún hoy quedaba algo de aquella belleza varonil que destrozó más de un corazón femenino. Sin embargo nuestro simpático amigo se casó muy enamorado con una linda provinciana, a quien hubo de traer a la capital donde se hallaba su destino.
De aquel matrimonio nacieron dos hijas. Esther y Ana María. La primera se casó con un hombre exento de riquezas. Le dio amor y un hijo a quien pusieron el nombre de Enrique. Murió joven, quizá cuando la vida comenzaba a sonreírles. Don Ernesto hubo de traerla a su hogar, porque la fuente de ingresos se reducía a una pequeña pensión que le quedó a la viuda. Vivieron juntos; y aun cuando el padre era un hombre de genio pronto, Esther supo amoldarse a él, mientras enseñaba a su hijo la forma de contentar siempre al gruñón abuelo.
En aquel tiempo Ana María era una mujercita extremadamente bella. Tenía una hermosura serena y plácida, un carácter agradable y una seducción infinita. Frecuentaba los grandes salones, los bailes elegantes, las fiestas nocturnas en los clubs de moda… Y un día apareció en los regios salones del Náutico la figura arrogantísima de un duque millonario. Enamoróse de Ana y bien pronto se realizó la boda, que colmó de alegría al viejo y bizarro militar.
La llevó muy lejos, con objeto de recorrer el mundo, organizando más tarde su hogar en la bella capital de España. Allí nació la revoltosa Ana, un año después, quien creció mimada y consentida como un juguete.
Contaba la pequeña Ana siete años cuando sucedió la desgracia. Sus padres habían acudido a una gran cacería. El duque de Medina intrépido y fogoso, lanzóse rectamente al encuentro de un peligroso animal, cuya fuerza destrozó para siempre la vida del joven duque. El golpe fue terrible para Ana María, cuyo corazón, ya quebrantado de por