En aquel valle
Por Corín Tellado
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"—¿Piensa usted... quedarse en el valle?
—No lo sé —replicó, amable—. Soy heredera universal de los bienes de mi difunta tía. Espero venderlo todo y regresar a Los Ángeles cuanto antes.
—¡Oh...!
Y se quedó mirando a Olivia fijamente.
—¿Por qué me mira usted así?
—Creí —dijo él, bajo— que se haría usted cargo de la farmacia. Todos los Whittington, durante muchas generaciones, han sido farmacéuticos.
—Yo también lo soy —replicó, gentil—. Mi padre imponía sus tradiciones."
Corín Tellado
Corín Tellado es la autora más vendida en lengua española con 4.000 títulos publicados a lo largo de una carrera literaria de más de 56 años. Ha sido traducida a 27 idiomas y se considera la madre de la novela de amor. Además, bajo el seudónimo de Ada Miller, cuenta con varias novelas eróticas. Es la dama de la novela romántica por excelencia, hace de lo cotidiano una gran aventura en busca del amor, envuelve a sus protagonistas en situaciones de celos, temor y amistad, y consigue que vivan los mismos conflictos que sus lectores.
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En aquel valle - Corín Tellado
CAPITULO PRIMERO
El tren se detuvo, jadeante, y Olivia Whittington se puso en pie con pereza, alisó la falda de viaje con ademán maquinal, y se asomó a la ventanilla. Hacía un frío espantoso, y la nieve se amontonaba en los caminos de la estación, en el andén, llevada por los pies de los viajeros, y en los raíles. Dos obreros despejaban las vías y otros dos, con sendos faroles, inspeccionaban la gran mole de acero que se disponía a seguir.
Olivia suspiró. Tras el cristal empañado, contempló el panorama nocturno: desolador. Se habían apeado dos viajeros, los cuales se perdían en el andén con paso presuroso. Otro viajero que subía se cruzó con ellos. El tren silbó y empezó a moverse con gran estrépito. Olivia bajó la cortinilla y retrocedió hasta el asiento.
—Buenas noches —dijo un hombre, entrando—. Puede sentarme aquí? Me apeo en la próxima parada.
—Buenas noches —replicó Olivia, lanzando sobre él una breve mirada—. Puede sentarse. —Y con sequedad—: Yo también me apeo en la próxima parada.
El viajero dejó el maletín de piel en la red, se sentó frente a la joven con un suspiro, y extrajo del bolso una enorme pipa.
—¿Le molesta el humo? —preguntó, cortés.
Olivia hizo un gesto ambiguo, como diciendo que no le molestaba en absoluto.
—Gracias.
Y la encendió parsimoniosamente. Luego cruzó una pierna sobre otra y fumó con placer. La joven lo miró de refilón. Era un hombre de unos treinta y cinco años. De pelo rubio, rostro pecoso, delgado, alto, un poco desgarbado. Tenía aspecto campechano. Vestía traje de lana, altas polainas, y sus manos, finas y bien cuidadas, decían a las claras que, pese a su aspecto burdo, no era un labriego.
—Llegaremos dentro de media hora —dijo amablemente, sin que la joven le preguntara.
Olivia pensó que al viajero le gustaba hablar. Ella viajaba desde las primeras horas de la mañana en aquella máquina que iba parando en todas las estaciones y apeaderos, e ignoraba si sus cuerdas vocales funcionaban normalmente.
No contestó. Se limitó a sonreír.
—¿Es la primera vez que viaja usted por esta comarca?
—La primera.
Menos mal. Su voz era normal. Sonrió de nuevo, pero esta vez para sí misma.
—Si va usted al valle, nos conoceremos. Allí se conoce todo el mundo.
—Me lo imagino.
—¿Has visitado alguna vez el valle?
—No, no. Es esta la primera ocasión en que vengo aquí.
Él la miró con simpatía.
—Mi nombre es Tomy Brown —dijo—. Soy el médico del valle.
—Mucho gusto. El mío, Olivia Whittington.
—¿Olivia Whittington? —se maravilló—. ¿Sobrina de la difunta Catalina?
—Sí.
Se inclinó, satisfecho, hacia ella.
—Señorita Whittington, sepa usted que fui íntimo amigo de su anciana tía. ¡Una gran dama Catalina Whittington! Todos en el valle hemos sentido su muerte. Sepa usted —añadió con fervor— que su entierro fue una gran manifestación de duelo. Hace diez años que practico en el valle mi profesión, y nunca vi nada semejante. Hasta los niños lloraban.
Olivia no se enterneció, lo cual no dejó de extrañar al médico.
—Le aseguro a usted —añadió, un tanto cortado por el silencio de la joven— que nadie odiaba a la anciana dama.
—No la conocí —apuntó Olivia, al tiempo de extraer un pitillo de una rica pitillera. Y lo llevó a la boca.
Tommy se apresuró a alargar el mechero encendido.
—Gracias —dijo ella, expeliendo una dorada voluta.
—¿Piensa usted... quedarse en el valle?
—No lo sé —replicó, amable—. Soy heredera universal de los bienes de mi difunta tía. Espero venderlo todo y regresar a Los Angeles cuanto antes.
—¡Oh...!
Y se quedó mirando a Olivia fijamente.
—¿Por qué me mira usted así?
—Creí —dijo él, bajo— que se haría usted cargo de la farmacia. Todos los Whittington, durante muchas generaciones, han sido farmacéuticos.
—Yo también lo soy —replicó, gentil—. Mi padre imponía sus tradiciones.
—¿Sabe usted dónde murió Catalina?
—En su casa, supongo. Me enteré de su muerte cuando me visitó su abogado. Soy el único miembro vivo de la familia. Tía Catalina me llamó muchas veces a su lado, pero nunca quise acudir. Detesto los espacios limitados.
—¿Es usted rica? —preguntó de sopetón.
Olivia se le quedó mirando, censora. Él se apresuró a decir:
—Perdone usted. Es una pregunta... casi obligada.
—No soy rica —contestó fríamente—. Trabajaba en Los Angeles en una farmacia.
—Ya. Su tía murió tras el mostrador. Yo estaba con ella. Tenía setenta años, pero ello no impedía que abriera por sus propias manos la farmacia todos los días. Aquella tarde me dijo: «Tommy, me siento mal». Me alarmé, nunca se quejaba. La ayudé a sentarse y le tomé el pulso. Comprendí al instante que la máquina se paraba y se paró, en efecto.
—¿Pretende usted enternecerme? —preguntó, de súbito—. Pues pierde el tiempo, señor Brown. Mi tía, a quien nunca tuve el gusto de conocer, era, según parece, una dama sentimental, amante de sus tradiciones. Yo —sonrió fríamente—, ni soy sentimental ni me interesan las tradiciones. Vengo aquí dispuesta a vender. Sólo espero que no me sea difícil hallar comprador.
El semblante de Tommy pareció oscurecerse. En voz baja, dijo:
—Conocí muy íntimamente a su difunta tía. Estaba, pues, muy al tanto de sus intimidades. Conozco asimismo el estado de sus finanzas. Usted también sabrá que las posesiones de su tía son extensas en el valle.
—Sí.
—Y sabrá, asimismo, que no disponía de dinero en efectivo.
—También lo sé.
—Ella vivía de su farmacia.
—Lo cual considero absurdo, poseyendo tantos bienes que puedan venderse. Tengo entendido que no le faltaba comprador.
—Precisamente por eso.
—¿Qué quiere decir?
—¡Oh, nada concreto! Usted, que es inteligente, lo verá por sí misma. Su tía siempre me decía que tenía una sobrina en Los Angeles. Pensaba hacer testamento a su favor, con cierta cláusula.
—No lo hizo.
—Lo sé. La muerte la cogió desprevenida. De haber hecho testamento, usted no podría vender. Ella prefería morir, que desprenderse de un solo palmo de tierra. Y las tierras que su tía poseía en el valle, son las más ricas.
—Si bien permanecen muertas. No producen dinero.
—Pero, de venderlas, lo producirán a otro. Y Catalina era una sentimental, celosa de respetar sus tradiciones.
—No lo comprendo.
—Ya me comprenderá usted. El tren se detiene. Hemos llegado. ¿Permite que la acompañe?
—No se moleste. He puesto un cable a la sirvienta de mi difunta tía.
—¡Oh! Entonces Penike la estará esperando.
—¿Penike?
—Se llama así.
—Ya.
* * *
No era una estación. Era un apeadero. El tren se detenía allí escasos minutos. Había un solo farol en la caseta del guarda-agujas. El médico agarró una maleta de Olivia y su maletín de piel.
—He visto a Penike al otro lado. Vamos, señorita Olivia.
Bajaron juntos. Atravesaron la vía. La joven calzaba altos zapatos, y sobre la falda y el jersey vestía un abrigo gris, de corte inglés, que la hacía más gentil. Lo era mucho. Tenía el pelo negro, cubierto en aquel instante por un gorrito de lana negro, y unos ojos color de miel, grandes, expresivos, orlados por espesas pestañas negras.
—Señor Brown —saludó Penike—, no le esperábamos aún.
—Pues aquí estoy.