La encontré por ser celoso
Por Corín Tellado
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"—Eres demasiado celoso —dijo ella—. Nené no es mujer que soporte…
—¿Mis celos? —atajó con una sonrisa cínica—. ¿Y tú me dices eso? ¿Tú, que conoces a Nené y sabes que es capaz de coquetear hasta con su padre?
—Eres despiadado para juzgarla.
—Pienso marchar, ¿sabes? Que la parta un rayo. No soy un muñeco. No seré capaz de soportar por mucho tiempo esta situación. Nené desea un marido rico. Puede que me ame a mí —sonrió desdeñoso— quizá porque no soy un hombre junto al cual pasen las mujeres sin advertirme —hizo un ademán muy suyo, levantó la cabeza y miró a lo lejos con expresión dura—. Tendrá dinero sin duda. Encontrará un marido rico como desea. Puede que llegue a tener un auto y un palacio y hasta hijos preciosos. Pero no tendrá al hombre que necesita. Ese hombre que busca de vez en cuando y que soy yo…"
Corín Tellado
Corín Tellado es la autora más vendida en lengua española con 4.000 títulos publicados a lo largo de una carrera literaria de más de 56 años. Ha sido traducida a 27 idiomas y se considera la madre de la novela de amor. Además, bajo el seudónimo de Ada Miller, cuenta con varias novelas eróticas. Es la dama de la novela romántica por excelencia, hace de lo cotidiano una gran aventura en busca del amor, envuelve a sus protagonistas en situaciones de celos, temor y amistad, y consigue que vivan los mismos conflictos que sus lectores.
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La encontré por ser celoso - Corín Tellado
CAPITULO PRIMERO
—Buenos días, Marta.
—Buenos días.
Pasó ante ella bufando. Levantó el cuello de la gabardina y miró a un lado y a otro de la calle. El autobús había pasado ya. Tendría que ir a pie a tomar un taxi. Ninguna de ambas cosas le pareció aceptable, pero optó por la primera. El presupuesto no alcanzaba para darse el lujo de tomar un taxi.
Aún miró a Marta. Siempre estaba allí, apoyada en el umbral del portal, mirando a su amiga.
¡Su amiga! Hum. Aquella amiga de Marta era su novia. Se llamaba Soledad, pero todos la llamaban Nené. Ambas eran secretarias de una empresa importante. Marta tenía dinero. Decían que mucho dinero. Si lo tenía que lo tuviera. A él eso le importaba un pito. Además, si lo tenía, ¿por qué trabajaba? ¡Capricho! Vivía demasiado sola.
Echó a andar al tiempo de alzar la mano en señal de adiós. Marta sólo replicó con la cabeza. Un solo movimiento, pero los ojos, unos maravillosos ojos en verdad, permanecieron inmóviles.
Al principio de aquel año había ido al entierro del padre de Marta. Un renombrado abogado de la localidad. En aquellos días sintió pena de ella. Se quedaba demasiado sola, pero cuando un día le participó su pesar, la joven, como siempre, se limitó a sonreír. Era la sonrisa de Marta como una mueca. Nunca se sabía lo que ocultaba bajo ella.
Malhumorado consigo mismo, siguió en dirección recta. El no tenía dinero. Ni un céntimo. Trabajaba de contable en una empresa aseguradora. No era mucho. De buen grado hubiera llevado alguna otra contabilidad para costearse sus estudios de inglés, pero no era fácil llevar gangas así. Se veía obligado a estudiar el inglés solo, por medio de libros y discos. No era nada fácil.
Vivía en la misma casa. Marta en el primero. El inmueble era suyo. El vivía con su tía. Una anciana gruñoza que siempre contaba el dinero antes de gastarlo. Viuda de un militar, vivía de una pensión y de lo que él le entregaba. Siempre le parecía poco. Un día se cansaría de soportar los coqueteos de Nené y los gruñidos de su tía Nicanora y se irí por el mundo. Sí, ¿por qué no? Para eso estudiaba inglés. Un día, como pensaba todas las noches, amanecería en un barco de carga y no volvería a recordar que existía aquella ciudad.
Hundió las manos en los bolsillos y caminó de prisa. Hacía un frío condenado. El cielo estaba encapotado y muy pronto empezaría a llover. En aquella parte del Norte de España, apenas si se veía el sol durante todos los meses de invierno. Era una lata tener poco dinero, veinticinco años y un gabán deslucido, un empleo casi anónimo y pocas posibilidades de cambio. El tenía ambiciones. ¿Qué hombre joven no las tiene?
Algún día tendría que casarse con Nené. Claro que Nené era una muchacha coqueta y frívola, Le hacía rabiar con otros hombres. El era un celoso. Un empedernido celoso. Un día le daría una bofetada y la mandaría al diablo.
Pero no estaba muy seguro de poder hacerlo. Era tan endemoniadamente bella aquella Nené, y él la amaba tanto…
Llegó al portal del edificio donde trabajaba y subió en el ascensor destinado a los empleados.
Se cerró en su oficina y trabajó durante toda la mañana. A la salida se encontró con un compañero en el portal.
—¿Vienes a tomar el vermut?
Para vermuts estaba él. Dominó su rabia.
—Estoy citado con mi novia.
El otro sonrió. Era su sonrisa como una ofensa. Todos conocían las artes de Nené. Hacía de él lo que quería. Su orgullo de hombre se resistía a admitirlo y a tolerarlo, pero la amaba. Era algo que no podía remediar.
Echó a andar calle abajo, sin despedirse. Al llegar al café donde estaba citado con su novia, se encontró con Marta. Quedó envarado, sin saber si avanzar o dar la vuelta.
Era un muchacho alto y delgado, de cuadrado mentón, denotando una fuerte personalidad que nadie había logrado dominar, excepto Nené. Por eso a veces sentía aquel odio mortal. Odio y amor a la vez.
Avanzó.
Marta lo miró. Eran sus ojos grandes, pero inexpresivos. Súbitamente pensó cuántos años tendría Marta. El la conocía desde hacía tres. Al finalizar sus estudios de comercio y verse solo en una ciudad hostil, decidió buscar la compañía de una tía. Pero un día se iría de allí y no volvería jamás.
—Hola —saludó deteniendo sus pensamientos—. ¿Y Nené?
—No pudo venir.
—¿Por qué has venido tú?
Marta hizo una mueca. Era muy bella. Tenía dieciocho años. Estaba sola y era una muchacha extraña. A él nunca le gustó. No porque fuera incapaz de gustar, sino simplemente porque a él no le gustó. Era morena. Tenía los ojos muy negros. A él le gustaban las rubias y con los ojos azules.
—¿Puedo sentarme? —preguntó seguidamente.
—Desde luego.
—¿Con quién se ha ido Nené?
—No la yi.
—Trabajas en su mismo departamento.
—Pero separadas por un tabique —dijo puntualizando—. A la hora de salida no la vi.
—Y viniste aquí para gozarte una vez más de mi fracaso.
Marta apenas si movió los ojos. Tomó lo que aún contenía el vaso y puso un billete sobre la mesa. Para Fernando Dávila fue como un puñetazo descargado plena cara.
—Pago yo —dijo como si mordiera cada sílaba.
—¿Por qué?
—Porque soy hombre. No cometas tú también el error de humillarme.
Marta, silenciosamente, recogió el billete y lo ocultó en el fondo del bolsillo, pero se puso en pie.
Rápidamente, Fernando asió aquella fina mano de mujer. Se la oprimió con intensidad. Marta bajó los ojos hacia él y lo miró interrogadora.
—Quédate —pidió Fernando, casi sin mover los labios—. Por favor, quédate. Necesito hablar con alguien.
* * *
Marta se dejó caer sobre la silla con el mismo silencio que se puso en pie. Con un brusco ademán, Fernando alargó la cajetilla.
—Fuma —dijo.
Marta lo desdeñó con un gesto.
—Bien sabes que no fumo —dijo luego. Y como él se quedara mirando sin expresión hacia ella, preguntó quedamente—: ¿Qué te pasa?
—Me llamarás idiota.
—¿Por qué?
Se alzó de hombros. Hubo en sus ojos como una rabia contenida. Miró a lo lejos. Despacio extrajo un cigarrillo y lo encendió. Expelió el humo a borbotones, como si con ello pretendiera desahogar su humillación de hombre.
—Soy un fracasado —comentó al rato—. Un estúpido fracasado. Mi empleo no compagina con mis ambiciones. Mi novia se burla de mí. ¿Qué debo hacer? ¿Pegarme un tiro o huir?
—Ni lo uno ni lo otro.
La miró de frente.
—Tú te ríes de mí, ¿no es cierto? Tú lo tienes todo, y sin embargo… ¿por qué trabajas? ¿Por qué te vulgarizas? ¿Por qué no te vas al fin del mundo, y buscas un hombre que te comprenda?
Marta no se ofendió ni se inmutó. Se diría que no le entendía. Pero no era así. Hacía mucho tiempo que conocía la gran lucha sicológica de aquel muchacho, que se debatía consigo mismo. Además conocía a Soledad. Era la mujer más coqueta e inconstante que había visto jamás. Tal vez Fernando Dávila la considerara su amiga. No lo era. Soledad nunca podría ser amiga de nadie. De nadie sincero y honrado, se entiende, y ella tenía mucho de ambas cosas.
—No tengo por qué huir de mí misma —dijo al cabo de un silencio— ni deseo un hombre.
La miró fijamente, olvidándose un poco de sí mismo.
—¿No te pesa tu soledad?
—No.
—No amas.
—No.
—¿Por qué trabajas?
—Me entretiene.
Y de pronto la pregunta desconcertante.
—¿Por qué no nos casamos los dos?
—¿Qué crees que soy? ¿Una muñeca?
—Nunca se me ocurriría pretender a una muñeca —dijo Fernando con cierto cinismo desusado en él, pero es que estaba desesperado—. Eres de carne y hueso y eres muy bella. Sería sumamente fácil hacerte feliz.
—No vivo sólo para lo exterior.
—Ya sé. Tú has de calar hondo y han de calar en ti —hizo un gesto vago, como si se mofara de sí mismo— Soy un estúpido —miró el reloj—. Perdona todas mis tonterías. Un hombre, cuando se siente como yo me siento en este instante, es como un monstruo despreciable.
Se puso en pie. El camarero se acercó en aquel instante. Fernando le pagó y jugó distraído con las monedas que le quedaban en la mano.
—Eres demasiado celoso —dijo ella—. Nené no es mujer que soporte…
—¿Mis celos? —atajó con una sonrisa cínica—. ¿Y tú me dices eso? ¿Tú, que conoces a Nené y sabes que es capaz de coquetear hasta con su padre?
—Eres despiadado para juzgarla.
—Pienso marchar, ¿sabes? Que la parta un rayo. No soy un muñeco. No seré capaz de soportar por mucho tiempo esta situación. Nené desea un marido rico. Puede que me ame a mí —sonrió desdeñoso— quizá porque no soy un hombre junto al cual pasen las mujeres sin advertirme —hizo un ademán muy suyo, levantó la cabeza y miró a lo lejos con expresión dura—. Tendrá dinero sin duda. Encontrará un marido rico como desea. Puede que llegue a tener un auto y un palacio y hasta hijos preciosos. Pero no tendrá al hombre que necesita. Ese hombre que busca de vez en cuando y que soy yo. No me mires así —exclamó de pronto—. No soy un vanidoso. Simplemente soy un hombre. El hombre que vosotras las mujeres necesitáis