La tía de Kitty
Por Corín Tellado
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"—Tú sabes lo que me pasa, Dorothy. No vengas ahora diciéndome que... Kitty es demasiado niña. ¿No has hecho bastante por ella?
—¿Hecho por ella? ¿Y cuándo se sabe que se ha hecho bastante por alguien?
—No nos vayamos por la tangente. Tú sabes que desde hace mucho tiempo, siento por ti una profunda admiración. Siempre que te hablo de ello, tú pones de pretexto para tu negación la existencia de Kitty. Pero Kitty es ya una mujer... —hizo una pausa. De repente Dorothy tuvo la sensación de que Sydney iba a espetarle algo concreto y feo—. Kitty tiene novio.
Dorothy no se asombró demasiado."
Corín Tellado
Corín Tellado es la autora más vendida en lengua española con 4.000 títulos publicados a lo largo de una carrera literaria de más de 56 años. Ha sido traducida a 27 idiomas y se considera la madre de la novela de amor. Además, bajo el seudónimo de Ada Miller, cuenta con varias novelas eróticas. Es la dama de la novela romántica por excelencia, hace de lo cotidiano una gran aventura en busca del amor, envuelve a sus protagonistas en situaciones de celos, temor y amistad, y consigue que vivan los mismos conflictos que sus lectores.
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La tía de Kitty - Corín Tellado
CAPITULO PRIMERO
Sydney levantó la palanca del dictáfono.
—Sí —le dijo una voz suave al otro lado.
—¿Puedes venir un momento, Dorothy?
—Claro.
Se oyó un ruido en el despacho contiguo y al rato unos golpes en la puerta.
—Pasa, Dorothy.
Apareció en el umbral una muchacha joven (no más de veintitrés años), morena, los ojos verdosos o azules, esbelta...
—Ven un segundo, Dorothy.
La aludida avanzó.
Tenía una media sonrisa en el dibujo suave de sus labios. La mirada azul o verdosa, nunca se sabía a ciencia cierta de qué color eran los ojos de Dorothy Gregg, que miraban a su jefe y amigo con expresión interrogante.
Vestía un modelo de calle de punto de lana, estilo camisero, de un azul intermedio, ni celeste ni oscuro, atado a la cintura por un cinturón de cuero azul oscuro y un pañuelo de lunares en torno al cuello, predominando el blanco y el azul muy oscuro.
La melena corta y negra, sedosa, muy lisa, encarando el rostro de rasgos más bien exóticos, donde los ojos tenían como una luminosidad que si cabe la hacía a ella, a toda ella, más majestuosa.
—Te traía esta escritura —dijo Dorothy sentándose al otro lado de la mesa.
—La veremos después. ¿Un cigarrillo?
—Bueno.
Le mostró la pitillera abierta, de la cual tomó uno la joven. El mechero de Sidney Mann apareció encendido entre los ojos femeninos.
Dorothy fumó y expelió una larga voluta.
—Gracias —dijo—. Referente a la escritura...
Sydney no quería hablar de negocios, ni de escrituras ni de declaraciones notariales. Cierto que él era notario y que Dorothy era una de sus pasantes desde hacía por lo menos dos años, pero en aquel instante él no solicitaba la presencia de Dorothy en su despacho para hablar de asuntos relacionados con su profesión.
—Mira —dijo, mostrando dos papelitos.
Dorothy no era muy habladora.
Nunca perdió el tiempo haciendo preguntas tontas cuyas respuestas vendrían por sí solas. Por eso elevó una ceja con gesto más bien interrogante.
—Son para la Opera.
—Ah.
—¿Vamos juntos esta noche?
—Pero, Sydney... Tú sabes que no salgo por la noche.
—Por una vez...
—Lo siento —y puso sobre la mesa la escritura—. Me gustaría que vieras esto.
No quería verlo.
No la había llamado para hablar de negocios.
Sydney Mann no volvería a cumplir los treinta y cinco. Era un hombre alto y fuerte, de gran personalidad. Más bien moreno, con los ojos oscuros, la expresión algo cansada...
—Tú sabes lo que me pasa, Dorothy. No vengas ahora diciéndome que... Kitty es demasiado niña. ¿No has hecho bastante por ella?
—¿Hecho por ella? ¿Y cuándo se sabe que se ha hecho bastante por alguien?
—No nos vayamos por la tangente. Tú sabes que desde hace mucho tiempo, siento por ti una profunda admiración. Siempre que te hablo de ello, tú pones de pretexto para tu negación la existencia de Kitty. Pero Kitty es ya una mujer... —hizo una pausa. De repente Dorothy tuvo la sensación de que Sydney iba a espetarle algo concreto y feo—. Kitty tiene novio.
Dorothy no se asombró demasiado.
Le dolió que Sydney buscara aquel momento para mencionar algo de Kitty que ella no sabía. No le pareció correcto el proceder de Sydney.
—¿Y bien? —fue la única interrogante.
—¿Cómo? ¿No te asombra?
—No demasiado. Si tiene diecisiete años y los ha cumplido ya...
—A esa edad tú estudiabas para abogado y a la vez trabajabas ya. No pensabas en novios ni en pretendientes.
Dorothy curvó los labios en una tenue sonrisa.
Una sonrisa muy indefinible.
—Lo que yo hacía sí podías saberlo, puesto que eras amigo de mi difunto padre. Pero lo que yo pensaba, eso sí que no puedes saberlo en absoluto.
Se ponía en pie.
Sydney se sofocó.
—Por favor... vuelve a sentarte. Perdona si te he ofendido.
—No me has ofendido —dijo Dorothy suavemente—. Pero no me gusta que busques pretextos para hablarme de ti y de tu amor y mucho menos que menciones lo que yo hice o pueda hacer por mi sobrina.
—Disculpa. Es que a veces me saca de quicio tu frialdad.
Dorothy enarcó una ceja.
¿Su frialdad? ¿Existía?
A veces pensaba que sí. Otras... la desechaba totalmente.
—Dorothy... ¿No crees que es hora de que vayas pensando en ti misma?
—Nunca he dejado de pensar, Sydney.
—Pero te niegas a que yo te hable de mis sentimientos.
La muchacha se inclinó un poco hacia adelante. Miró al notario con expresión suave.
Aquella expresión suya que enternecía, atontaba y encendía los sentidos, aunque Dorothy no se lo propusiera, y de hecho, la verdad, Dorothy nunca se lo proponía.
—Durante el resto de la tarde, pensaré en tu proposición. No la de tus sentimientos hacia mí, Sydney, sino la de llevarme a la Opera. Ya sabes de sobra que la Opera me chifla.
Sydney salió de detrás de su mesa y miró largamente a la muchacha.
—¿A qué hora me contestarás?
—Podemos salir juntos cuando dejemos el despacho.
—Gracias, gracias, Dorothy.
La muchacha salió dejando la escritura sobre la mesa.
* * *
—Pero bueno —decía Perry Rien más bien enojado—. ¿Qué clase de mentalidad tiene tu tía?
A Kitty la ofendía muchísimo que hablaran de la dudosa mentalidad de tía Dorothy.
No lo soportaba.
Si a alguien admiraba ella, era a tía Dorothy. Dorothy a secas como la llamaba casi siempre.
—¿Qué tiene que ver la mentalidad con lo nuestro?
—Dices que no te deja ir aquí o allí. Organizo yo algo y tú en seguida: «Se lo preguntaré a mi tía.» Si tratamos de irnos de excursión con los amigos, tú en alta voz y ante todos los compañeros: «He de preguntárselo a mi tía.» ¿Qué clase de tía es la tuya, que así te amarra?
Kitty estaba a punto de estallar.
Adoraba a su tía.
La admiraba.
La quería con todas las venas de su ser.
—Has de saber que mi tía es abogado.
—Oh —se burló Perry—. Abogado. Lo cual quiere decir que aunque sea un abogado idiota, tengo yo que admirarla como la admiras tú.
—Yo no te pido que la admires, pero sí que la respetes. Mi tía es una mujer inteligente.
—Kitty, a mí me importa un rábano que tu tía sea una burra o una sabia. ¡Maldito lo que doy por una cosa u otra! Lo que me interesa es salir contigo. Tenemos esta noche un baile en casa de Marta Mir. Marta es compañera nuestra de toda la vida. Supongo que tu tía la conocerá.
—Algo.
—Kitty, no acabes con mi paciencia. Ya no soy un crío.
—Tampoco yo.
—¿Cómo que tú no? Si acabas de cumplir los diecisiete.
Kitty miró a su pretendiente con expresión burlona.
—Debo parecerte lo bastante mujer, ya que me has declarado tu amor más de siete veces durante estos últimos meses.
—Bueno —se amoscó Perry—, eso es cierto. Eso té demuestra lo que te amo. ¿Por qué porras no se lo dices a tu tía de una vez?
No se atrevía.
Una cosa era salir con Perry todos los días a la salida de la Facultad y otra... confesarle a su tía que estaba enamorada. Además... ¿estaba ella enamorada de Perry? Perry era un quisquilloso. Estudiaba el último de abogacía,