Me callo por tu bien
Por Corín Tellado
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Inédito en ebook.
Corín Tellado
Corín Tellado es la autora más vendida en lengua española con 4.000 títulos publicados a lo largo de una carrera literaria de más de 56 años. Ha sido traducida a 27 idiomas y se considera la madre de la novela de amor. Además, bajo el seudónimo de Ada Miller, cuenta con varias novelas eróticas. Es la dama de la novela romántica por excelencia, hace de lo cotidiano una gran aventura en busca del amor, envuelve a sus protagonistas en situaciones de celos, temor y amistad, y consigue que vivan los mismos conflictos que sus lectores.
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Me callo por tu bien - Corín Tellado
CAPÍTULO 1
—En realidad has tenido suerte, Clint. Yo creo que mucha suerte.
Su padre se lo decía casi todas las mañanas.
Por eso Clint no le prestaba mucha atención.
—¿Cómo está Steve?
Clint tenía un cigarrillo entre los dedos. Consultaba un gran libro de contabilidad, y, de vez en cuando, fumaba y volvía a sujetar el cigarrillo entre sus finos dedos.
No usaba anillos.
Una alianza de oro en el dedo medio de la mano derecha y un reloj de oro en la izquierda, asomando solo de vez en cuando, al mover el brazo, y con él el puño inmaculado de su camisa.
—Muy bien, papá. Ya lo ves por ti mismo. ¿No has ido hoy por casa?
George Redford sonrió apenas.
Era un señor alto, firme, de gran prestación y mucha clase. Los cabellos blancos, la mirada azul, moreno de jugar al golf constantemente, elegantemente vestido...
—Detuve el auto ante el portón de tu casa. Sí, allí estaba Steve jugando con su aya...
Como Clint continuaba haciendo números y usaba de vez en cuando el dictáfono para preguntar algo a su secretaria, y no parecía muy dispuesto a continuar la conversación, George Redford añadió:
—A quien no he visto desde hace unos días es a Gay.
Clint abrió la palanca del dictáfono y preguntó algo relacionado con su trabajo.
—Clint, yo me voy. Oye, te decía que estás teniendo mucha suerte. Es posible que en tu carrera política llegues lejos.
—¿Tú crees?
—Yo creo que sí. ¿Por qué no le dices a tu cuñado que se ocupe un poco más de los astilleros, y te dedicas tú a tu ambición?
Clint no se inmutó.
Amaba a su padre y le escuchaba. Pero en aquel instante tenía previsto un consejo en la sala, y tendría que dejar su despacho minutos después.
Por eso cerró el grueso libro, dio unas órdenes escuetas por el dictáfono y se puso en pie.
Impecable. Sus modales muy cuidados.
Cabellos castaños, ojos pardos, cerrado de barba, aunque se notaba que la rasuraba con frecuencia. No era bello Clint Redford. Firme y seguro, sí. Interesante tal vez. Ni bello ni atildado. Pero su clase se le notaba a distancia.
Se acercó al ventanal y contempló distraído las grandes gradas de donde salían buques maravillosos. El empezó muy joven a meterse en aquel negocio. Su padre lo quiso así, y él obedeció. A la sazón, contaba treinta años si bien, dado su carácter, quizás aparentara más, y desde los veinticinco ocupó aquel puesto, porque su padre enfermó y hubo de encargarse él de la buena marcha de los astilleros.
—En realidad —respondió al fin, cuando su padre ya no creía haber sido escuchado— no es tanta mi ambición por la política. Por otra parte, todo puede ir compaginado.
—¿Sabes lo que me decía ayer tu madre, Clint? Que tuviste mucha suerte. Por eso yo, recordándolo, te lo repito ahora. Gay es una chica estupenda. Tienes un hijo de tres años que es una maravilla... Un prestigio en todo el condado, que va llegando ya a Londres...
—Papá, no exageres.
—¿No has sido llamado a Londres hace pocos días?
—Asuntos tontos, te lo aseguro —y sin transición—. ¿Vienes? Estaba esperando por ti para el consejo.
Dejaron juntos el regio despacho. Caminando ambos, uno junto al otro, por el pasillo, a cuyos lados se veían ventanillas, tras las cuales trabajaban un buen número de empleados, George Redford asió a su hijo por el brazo, comentando a media voz.
—Tu prestigio te elevará mucho, precisamente por todo lo que te he dicho, Clint. Llegarás a ser un buen político, y a la par no te olvides de tus deberes profesionales.
—Nunca lo haré. Antes que político, debo ser un ingeniero naval al servicio de los Redford, que soy yo mismo.
El padre le palmeó la espalda.
—¿Sabes? —casi siseó—. Hubo un tiempo en que tuve miedo.
Clint casi se detuvo en seco.
—¿Miedo?
—Bueno... ya sabes.
Nunca quería saber.
¿Por qué había de tener miedo?
Él nunca se equivocaba. Jamás. Supo lo que hacía.
—No sé —cortó secamente—. No tengo por qué saber.
—Te casaste tan... pronto.
—Pasa —dijo empujando la puerta—, hemos de tratar de asuntos muy importantes —y así, sin pausa—. Me casé cuando quise a una mujer. Es lo que hacen todos los hombres normales como yo.
—Claro, claro —admitió George Redford, que jamás se ponía a discutir con su hijo—. Claro, Clint.
—¿Tienes algo que objetar contra Gay?
—¿Yo? —y el caballero se echó a reír discretamente—. Dios me libre. ¿No te estaba diciendo que tuviste mucha suerte? Una buena esposa, un hijo lleno de salud, una posición social envidiable, una situación económica bien lograda... y un prestigio político...
—Pasa, por favor.
Así era Clint, y su padre sabía que no había forma de cambiarlo. Claro que, siendo así, resultaba formidable, aunque... muy seco, muy escueto, muy suyo...
George siempre se lo decía a su mujer.
«Para un único hijo que tuve, me hubiera gustado que fuese más amigo mío.»
Y Dolly, que era encantadora, siempre contestaba.
«Cada uno tiene su carácter, George. Por favor, deja a tu hijo con el suyo. ¿Es que no es lo bastante amigo tuyo? ¿Cuándo no hizo Clint, lo que tú has querido que hiciera?»
* * *
—Si no es eso, Dolly. No es eso.
—¿Entonces qué es? Todos los días llegas de los astilleros diciendo esas cosas. Que si Clint esto, que si Clint aquello. Por favor, querido mío, deja a Clint con su personalidad, y ocúpate de otras cosas.
El señor Redford se repantingó mejor en la poltrona. Dio una gran chupada a su habano y se entretuvo unos segundos en contemplar las volutas espesísimas que se esparcían en torno a su cara y se iban después hacia el ventanal abierto.
El saloncito íntimo a media luz, permitía apreciar la belleza de la dama. Casi la iluminaba, como si en el saloncito, el único rayo de luz fuese a dar a su rostro.
Se acomodaba en un ancho sofá y sonreía casi beatíficamente.
—¿Sabes lo que te digo, George? No debiste dejar la silla de la dirección.
—No he dicho que Clint no fuese un gran director.
—Cada vez que vas a los astilleros, y vas todos los días, regresas así. Clint tuvo ese carácter desde niño. Recuerda, George. Era un estudiante de cuarto curso de bachillerato, y tú ya te quejabas de que nunca tenía nada que contarte. Cada uno nace como nace, querido mío.
El caballero giró un poco en la poltrona.
—¿Por qué Jane no es así?
—¿Tu hija? George, no desbarres. Una mujer nunca tiene el carácter grave de un hombre. Por otra parte, tu hija se ocupa poco de cosas serias. Su marido la mima demasiado. Tiene mucho dinero, y con jugar al golf, como tú, tiene suficiente.
El marido se incorporó y miró a su esposa con ansiedad.
—Claro, ¿no te lo decía? Es cierto que juego a golf, y es cierto asimismo que me encuentro en el club con Donald Read todos los días. ¿Sabes una cosa, Dolly? A veces me parece Donald más hijo mío que Clint.
La dama ya lo sabía.
Pero ella jamás podría darle la razón a su esposo, pues sería infinitamente peor, logrando crear una infranqueable barrera entre ambos.
—Donald —continuó el marido—. Es un chico que nació, ahí, cerca de nuestra mansión, como quien dice. Le vimos correr, jugar con nuestros hijos, compartir con Jane los primeros bailes... Así da gusto.
Ya sabía Dolly que su marido iba por allí.
—Ya salió, ¿verdad, George? Querido mío, por favor. Hace cuatro años, desde que Clint regresó de aquel viaje a Down, estás vaticinando un montón de cosas. Y lo curioso es que Gay, hace feliz a tu hijo. ¿Qué tienes tú contra Gay?
—Nada —farfulló George Redford con