Intima inquietud
Por Corín Tellado
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Inédito en ebook.
Corín Tellado
Corín Tellado es la autora más vendida en lengua española con 4.000 títulos publicados a lo largo de una carrera literaria de más de 56 años. Ha sido traducida a 27 idiomas y se considera la madre de la novela de amor. Además, bajo el seudónimo de Ada Miller, cuenta con varias novelas eróticas. Es la dama de la novela romántica por excelencia, hace de lo cotidiano una gran aventura en busca del amor, envuelve a sus protagonistas en situaciones de celos, temor y amistad, y consigue que vivan los mismos conflictos que sus lectores.
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Intima inquietud - Corín Tellado
CAPÍTULO 1
—Vamos, vamos, Marcel, hágame el favor de sentarse.
—Así pudiera.
Por lo visto, para míster Morton aquello era muy sencillo y muy natural. Para él, la verdad, no lo era nada.
—Marcel —insistió el notario—. ¿Quiere escucharme de una vez?
¿Escucharle?
¿No le había escuchado ya? Si lo sabía todo.
Y todo lo que sabía, más que sacarle de quicio, le asustaba.
Le asustaba desesperadamente.
Pero se sentó.
Era fuerte. No muy alto. Tenía el cabello de un castaño más bien claro y los ojos de un marrón desconcertante. En aquel instante vestía pantalón de montar, altas polainas, camisa a cuadros y un zamarrón de piel, de color casi amarillo.
—Así está mejor —dijo Lionel Morton, repantigándose a su vez en el sillón giratorio, ante su enorme mesa de despacho—. Yo creo que así podemos hablar con más tranquilidad.
Marcel se tiró, más que inclinarse, sobre el tablero de la mesa y sus ojos desconcertantes, inquietísimos, se fijaron obstinadamente en la serena mirada del notario.
—¿Por qué, míster Morton? ¿Tengo cara de bobo? ¿O de infeliz? ¿O qué ha visto en mí míster Erickson? Si apenas me conocía.
—Se olvida usted de que míster Erickson era un hombre de psicología extremada.
—¿Y eso qué?
—Eso, mucho. Hacía más de seis meses que vivía en la finca cercana a la suya. Le invitaba a usted todos los días para la partida. Salían juntos al campo. Tuvo tiempo sobrado mi cliente, para conocerle de verdad. Usted puede considerarse un infeliz como dice, y hasta un pobre diablo, un granjero sin pulir, pero mi difunto cliente tenía un alto concepto de su honor, de su bondad y de su inteligencia.
Marcel levantó los brazos al cielo. ¡Vaya psicología la de aquel millonario!
Si él no era nada de eso.
Si él era un diablo que empezó a los diecisiete años a bregar en las pocas tierras que le dejó su padre y desconocía las diversiones, las amistades y seguía bregando con todo aquello como el primer día. ¿A qué fin considerarlo a él como un superdotado?
Bajó los brazos, cuando el notario añadió, sin que Marcel hiciera otra cosa que expresar con gestos lo que sentía:
—Míster Mark Erickson carecía de familia. Hasta no confiaba demasiado en sus múltiples amigos. Es por esa razón que, entre todos, lo eligió a usted para tutor de su hija.
Marcel no pudo aguantarse más tiempo sentado.
Era nervioso, temperamental, impulsivo.
Volvió a levantar los brazos.
—Marcel —casi le gritó el notario—. ¿Quiere usted hacer el favor de sentarse?
Marcel cayó en el sillón como si le impulsara una mano invisible. Quedó allí como aplanado.
—Marcel —volvió a decir el notario con mucha parsimonia—. Yo estoy de acuerdo con las últimas voluntades de mi cliente. Cuando me expresó su deseo de hacerle tutor de su hija Berta, su única hija, me dije: «Lionel, no te fíes demasiado de la psicología del viejo millonario. Se ha casado tarde, enviudó pronto, hizo demasiado dinero en la bolsa... Lo mejor es que te marches a las afueras de Enfield y trates de conocer al granjero». Y eso hice. Al cabo de dos semanas de compartir el juego de naipes con usted y de cabalgar a su lado, decidí que podía volverme tranquilo a mi oficina. El viejo Erickson sabía muy bien lo que hacía. Ah, sepa que he conocido a muchos amigos de míster Erickson, y jamás se me ocurrió aconsejarle que eligiera uno de ellos para la tutela de su hija.
—Pues usted, a mí me ha hecho la pascua. ¿Qué hago yo ahora? ¿Puede usted decirme cómo voy a ocuparme de una niña, yo, que apenas si sé dónde está Londres? ¿De una joven que se educa, nada más y nada menos, que en el colegio Saint Marys School?
—¿Y eso qué tiene que ver? Me refiero al colegio.
—Mucho. Allí no se educan más que aristócratas y millonarios. Yo, la verdad, no lo sabía. Lo pregunté y eso fue lo que me contestaron.
—Ciertamente es así —asintió míster Morton—. Pero yo a eso no le doy gran importancia. Berta Erickson tiene veinte años. Ha terminado su educación este mismo año. De momento no se instalará en su casa de Londres. Vendrá a las afueras de Enfield a pasar el luto por su padre — revolvió en los papeles que tenía sobre la mesa y extrajo uno, que levantó hasta sus lentes de concha—. Veamos, es una carta de la superiora, dándome el pésame por la muerte de mi cliente y a la vez advirtiéndome que Berta Erickson está esperando que su tutor se haga cargo de ella. Es un año. Al cabo del cual, Berta adquirirá la mayoría de edad y usted se quedará sin esa obligación.
Marcel se movió inquieto en el butacón.
Ya conocía la edad de su... pupila.
La conocía a ella, si bien no personalmente, un montón de retratos y fotografías que colgaban en todas las esquinas del palacete de los Erickson.
Claro que no conocía retratos ni cuadros de la Berta actual, sino de una Berta adolescente que usaba coletas y vestidos de volantes.
—Es una lástima —dijo como si siguiera el curso de sus pensamientos, de los cuales nada manifestó en alta voz.
Morton se inclinó sobre el tablero de la mesa y buscó los ojos marrones del granjero.
—¿Qué es lo que es una lástima, Marcel?
—No... haberla conocido personalmente. Si tenían ese palacete cercano a mi granja, ¿por qué no acudir a él con su hija, para que yo la fuese conociendo algo, y ella a mí?
—Sencillamente porque no se le ocurrió. Sepa usted que Mark Erickson no pensó en nombrarle a usted tutor de su hija, hasta no conocerle muy bien. Y era época de college. No estaría bien visto que sacara a su hija a medio curso, y se la trajera a su palacete —se alzó de hombros—. Además, hace tres días que estamos discutiendo esto. Hoy le he citado para pedirle que vaya al college a recoger a su pupila. Le está esperando desde ayer. Ponga su mejor traje, suba a su auto y...
—Yo no tengo un auto lujoso —casi vociferó Marcel.
—Pero tiene el auto de los Erickson, que es sumamente elegante.
Marcel volvió a levantarse empujando el butacón.
* * *
Sus facciones, que no eran correctas precisamente, se alteraron aún más. El cabello algo largo, o poco cortado, le daba aspecto de joven in, pero la verdad es que él no pretendía, ni ser yeyé, ni tener nada que ver con la juventud actual.
—¿Pretende usted que use un auto que no es mío?
—Escuche, Marcel. El condado de Buckinghamshire está a cuarenta kilómetros de Londres, y esta ciudad pertenece al condado de Middlessex y está a diecisiete de la capital. De modo que calcule usted los kilómetros que tiene de aquí al colegio. Usted tiene un Land Rover, ya lo sé. Un buen auto para tragar millas, pero no demasiado apropiado para presentarse en una avenida como la del imponente colegio Saint Marys School. Usted es libre de aceptar o rechazar esta tutela. Yo no puedo, humanamente, obligarle. Pero...
Estaba loco.
Él apreció a míster Mark Erickson. Le apreció mucho. En realidad, fue su mejor amigo durante aquellos seis meses de casi continua convivencia. A la sazón se daba cuenta de que, lo que pretendió el viejo Mark fue conocerle bien. Y por lo visto ¿no se habría equivocado al nombrarle tutor de su hija? Tendría que contárselo a su sobrino.
Daniel siempre sabía qué respuesta dar. Era bastante frívolo. Bastante lógico y, por supuesto, muy loco.
Él no tenía nada que ver con la juventud actual. Tal vez Daniel fuese