Una Extraña Pasión
Por Barbara Cartland
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Una Extraña Pasión - Barbara Cartland
CAPÍTULO I
El calor que despedían las velas en los candelabros era abrumador y las evoluciones de los bailarines, unidas a la fragancia de las flores, contribuían a hacer más sofocante la atmósfera del salón.
Dos personas se apartaron de la abigarrada multitud dirigiéndose hacia uno de los amplios corredores de la mansión, que pertenecía a Lord Marshall, amigo cercano del Príncipe de Gales.
—¿Se puede saber adónde me llevas, D’Arcy?— preguntó la dama cuando se alejaron del bullicio y sólo se escuchaba el sonido de sus pasos al cruzar los pulidos pisos de mármol.
—A un lugar tranquilo— le contestó—, ahí dentro hay demasiado ruido y quiero hablar contigo.
La dama rió. con una risa sin alegría, aunque sí muy atractiva.
—No, D’Arcy, no creo poder soportar tu conversación esta noche.
El caballero no contestó. Se limitó a conducirla a una habitación vacía, iluminada apenas por candelabros de plata, dos en la pared a ambos lados de la chimenea y otro sobre un escritorio.
La dama entró y miró a su alrededor.
—¡Es una habitación encantadora! Jamás estuve aquí antes.
—Este es el refugio de Lord Marshall, al que nadie puede entrar, excepto los amigos más íntimos.
—Y tú eres uno de ellos, ¿no es así?
—Es cierto, nuestra amistad data de muchos años atrás.
El ambiente de la sala era agradable.
Las cortinas descorridas dejaban penetrar la brisa, pero no lo suficiente para hacer parpadear las velas y la dama se abanicaba lenta y despaciosamente con un abanico pintado.
D’Arcy la miraba sin parpadear mientras le decía:
—Esta noche luces más bella que nunca, Lisa.
Ella sonrió sin darle mucha importancia a sus palabras.
Era en verdad una mujer muy hermosa. Su negro cabello, peinado de acuerdo con la última moda de París, enmarcaba su rostro con perfecta simetría. Pero lo más bello eran sus ojos, de un verde profundo y destellos dorados. Eran ojos muy expresivos y ahora, al mirar al caballero, reflejaban cierto cansancio.
—¿Y bien, D’Arcy?
La pregunta lo hizo enfurecer.
—¡Maldición— gritó—, sabes muy bien lo que quiero decirte.
—Y tú conoces la respuesta. No tiene objeto seguir discutiendo.
—¿Pero es que no significo nada para ti?— preguntó él furioso.
D’Arcy vestía a la última moda y, como hombre, ostentaba el mismo atractivo que ella como mujer. Nadie que viera bailar al Conde de Sheringham con Lady Roysdon podía dejar de advertir la espléndida pareja que hacían. Ambos eran bien parecidos y ambos tenían fama de frívolos.
La vida alocada que Lady Roysdon llevaba y que la hacía blanco de las habladurías, no había marcado aún su hermoso rostro pero, en cambio, los años de disipación comenzaban a dejar su huella en el Conde.
Las arrugas bajo sus ojos y la palidez de sus mejillas hablaban de muchas noches de alcohol y juerga.
Dominado por la ira, el conde caminó inquieto por la habitación, tirando nerviosamente de las solapas de su bien cortado traje.
—¡No podemos seguir así!
—¿Y por qué no?
—Porque te deseo, porque no es justo que juegues conmigo y porque no soporto que estés lejos de mí.
—¿No crees que mis deseos también cuentan?
Ella le contestó con indiferencia, pues la conversación comenzaba a molestarla un poco.
El Conde, percatándose de lo que sucedía, tomó asiento junto a ella.
—¡Es más fuerte que yo, Lisa! El verte con el Príncipe esta noche, riéndote de mí, ha logrado agotar mi paciencia.
Ella, sin miedo, recorría la habitación con la vista, de teniéndose distraída en una deslucida pintura.
—Te dije antes de venir a Brighton que tendrías que decidir si aceptabas mi amor.
—¿Y si no lo hago?— su voz sonaba divertida.
—Entonces creo que te mataré— dijo lentamente.
—Mi querido D’Arcy, ¿por qué te empeñas en dramatizar? Sabes muy bien que nunca lo harías, sólo deseas que me convierta en tu amante.
—Quiero casarme contigo. Tan pronto como ese cadáver que tu llamas marido fallezca, serás mi esposa.
—Ese cadáver es mi esposo y aún vive. Le debo respeto y fidelidad.
—¿Cómo puedes llamar esposo a alguien que no ve ni oye, y que sabe Dios como respira aún?
—Mientras tenga un soplo de vida, sigo siendo su esposa.
—Ya me has repetido eso mil veces.
—Entonces… ¿para qué preguntarlo una vez más? No me convertiré en tu amante, eso es definitivo.
—¿Cuánto tiempo tendré que esperar?— preguntó el Conde desesperado. Lady Roysdon no respondió de inmediato y después de un momento él añadió:
—Sabes que sigue vivo gracias a su dinero. Esos malditos doctores hacen lo imposible por mantenerlo con vida con tal de llenar aún más sus bolsillos. ¿Cuánto tiempo hace que tuvo su primer ataque? ¿Sabes cuántos años han pasado desde entonces?
—Casi cinco años.
—¿Poco después de tu matrimonio?
—Sí.
—¿Y qué pudo enseñarte acerca del amor en tan poco tiempo? Lady Roysdon guardó silencio y D’Arcy continuó:
—Yo te enseñaré, amada mía, los juegos del amor. Los placeres que hombres, mujeres y dioses han disfrutado a lo largo de la historia de la humanidad.
Lady Roysdon sonrió.
—Te estás volviendo poeta, D’Arcy. Pronto estarás haciendo versos a mis ojos y odas a mis cejas, como aquel joven tan aburrido que conocimos hace un mes, ¿recuerdas? No puedo acordarme de su nombre… es el nombre clásico en el romanticismo…
—No tengo intenciones de escribir poemas, lo único que deseo es tenerte a mi lado y saberte mía.
Lady Roysdon bostezó.
—Pertenezco a George y como él no me necesita, me debo sólo a mí misma— dijo poniéndose de pie lentamente —Vamos, D’Arcy, quiero irme a casa.
El Conde la enfrentó con actitud resuelta.
Ella, advirtiendo sus intenciones, lo miró y dijo con voz tranquila.
—¡Si me tocas, te juro que jamás volveré a verte!
—No puedes tratarme como a los demás.
—¡Claro que puedo! De modo que, ¡cuidado!— dijo ella con rudeza.
—¡Es que me vuelves loco!
—No más de lo que ya estás.
Como comprendió su derrota, le dijo alejándose de ella:
—Te llevaré a casa.
—Traje mi propio coche, gracias.
—Vendrás conmigo—le ordenó—, aún no doy por terminada nuestra conversación.
—No veo la necesidad de aumentar los rumores acerca de la relación que nos une.
—¿Y por qué ha de importarnos lo que diga la gente?— insistió el Conde—, necesitarían estar ciegos para no percatarse de mi amor por ti. Además saben que, tarde o temprano, serás mía.
—Haces lo imposible por dejarles creer que te pertenezco. No toleras que tu orgullo se vea pisoteado, ¿verdad?
Levantó la cabeza y agregó con voz firme:
—Me molesta que la gente crea en algo que no existe.
—¿Y qué importancia puede tener?— preguntó él con mucha violencia—, en realidad, tú no eres muy escrupulosa, Lisa.
—Dentro de algunas semanas cumpliré veintiún años y comienzo a pensar que debo comportarme con más seriedad.
El Conde echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada.
—¿Seriedad? ¿Tú comportarte con seriedad? ¿Qué ha pasado con la chica rebelde que me acompañó a Haymarket y bailó conmigo, codeándose con las mujerzuelas de Piccadilly.
Ella no contestó y él continuó diciendo:
—¿Dónde está aquella que compartió conmigo innumerables travesuras que nos convirtieron en el azote de St. James?
Lady Roysdon ladeó la cabeza.
—Hoy escuché decir que me llaman "La dama temeraria".
—También te conocen como la dama más bella de Inglaterra. Puedes elegir el apodo que más te guste.
—Me sentí un poco avergonzada después de salir de Bridewell.
—No entiendo por qué. Todo fue una broma de la que nos reímos durante el camino de regreso.
—¿Nos… reímos?
—Y lo haremos de nuevo mientras te acompaño a casa. Vamos, Lisa, despidámonos de nuestro anfitrión.
Le ofreció el brazo, y ella estuvo a punto de aceptarlo, pero cambió de idea.
—No— respondió—, no puedo regresar al salón. Además, sabes bien que no podemos retirarnos antes que el Príncipe.
—Entonces lo haremos sin que nadie lo note.
Los ojos del Conde la miraron con dulzura antes de continuar:
—Todo se interpone, aun el Príncipe. Y lo único que deseo, es estar a tu lado.
La pasión de su voz hizo comprender a Lisa que no podría controlarlo por más tiempo. Tenía que permanecer siempre a la expectativa cuando se encontraba en compañía de D’Arcy Sheringham.
La había acosado desde el día en que se conocieron en la Casa Carlton y desde entonces, sin pedir su consentimiento, se convirtió en su inseparable compañero. Ella era joven e inocente y no conocía el mundo. Había hecho un matrimonio poco afortunado, pues se casó con un hombre enfermo, que vivía enclaustrado en un cuarto oscuro, atendido perennemente por un ejército de médicos y enfermeras.
Su estancia en Londres hubiera resultado muy aburrida de no haberse encontrado con el conde, quien se convirtió en su más asiduo acompañante. Como él tenía mucha experiencia con el sexo femenino, la hizo sentirse segura. Y en cuanto al medio social en que se movían, resultó un compañero perfecto. El mero hecho de que fuera tan inexperta la salvaguardaba como una muralla protectora.
De ese modo, ni las mujeres más envidiosas o dadas a la crítica tuvieron motivo alguno para murmurar de ella.
Con el tiempo, el Conde se volvió exigente y dominante, y Lady Roysdon, arisca y esquiva, lo que no pasaba desapercibido a los ojos de quienes los rodeaban.
Nadie ignoraba la vida disipada que llevaban los amigos del príncipe, quien se hacía acompañar por un grupo de personas que escandalizaba, no sólo a los circunspectos cortesanos que rodeaban a su madre, sino al pueblo, obligando a pagar un precio muy alto por sus excentricidades.
Los caricaturistas de la época representaban al Príncipe, como a un personaje voluptuoso, acompañado siempre de amigos sin escrúpulos.
Dos de los Duques más famosos de Inglaterra, el de Queensbury y el de Norfolk, eran asiduos huéspedes de su alteza, ya fuera en Londres o en la casa real de Brighton.
Norfolk, un hombre sin educación, era conocido como el caballero más borracho y desaseado del Condado. Queensbury era pulcro, pero más depravado y, aunque bien parecido, era de mal carácter y afecto a maldecir como un soldado. Su lista de amantes crecía día a día, a pesar de que ya no era joven.
Aparte de los Duques, los miembros de la familia Barrymore suscitaban muchos comentarios.
El séptimo Conde de Barrymore era un hombre joven que se encargaba de dilapidar la fortuna de la familia. Le apodaban