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El Maestro y Margarita
El Maestro y Margarita
El Maestro y Margarita
Libro electrónico681 páginas10 horas

El Maestro y Margarita

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No existe ninguna obra comparable a El maestro y Margarita.
Una tarde de primavera, el Diablo sale de las sombras hacia Moscú arrastrando el fuego y el caos con él. La sátira fantástica, divertida y devastadora de la vida soviética que nos brinda Bulgákov se combina en dos partes distintas pero entrelazadas: una ambientada en el Moscú de los años treinta del siglo XX y otra en la antigua Judea del siglo I, cada una llena de personajes históricos, imaginarios, espantosos y maravillosos. Escrita durante los días más oscuros del reinado de Stalin y finalmente publicada en 1967, El maestro y Margarita se convirtió en un fenómeno literario que trasciende lenguas y fronteras. La nueva traducción de Marta Rebón parte de la edición canónica de Marietta Chudakova, a la que agrega nuevas aportaciones fruto de sus dos últimos años de investigación.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento30 may 2022
ISBN9788419179722
El Maestro y Margarita

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    El Maestro y Margarita - Mijail Bulgakov

    PRIMERA PARTE

    1

    NO HABLE NUNCA CON DESCONOCIDOS¹

    Un día tórrido de primavera, a la hora en que el sol se ponía,² aparecieron en los Estanques del Patriarca³ dos ciudadanos. El primero de ellos —de unos cuarenta años, vestido con un traje gris de verano— era de baja estatura, moreno, regordete, calvo, llevaba un elegante sombrero fedora en la mano,⁴ y su rostro, pulcramente afeitado, estaba adornado con unas gafas de un tamaño sobrenatural con montura negra de carey. El segundo —un joven espaldudo, de pelo crespo y rojizo, con una gorra de cuadros echada hacia la nuca— vestía una camisa de cowboy, pantalones blancos arrugados y zapatillas negras.

    El primero era nada menos que Mijaíl Aleksándrovich Berlioz,⁵ editor de una voluminosa revista de artes y letras y presidente del consejo de una de las mayores asociaciones literarias de Moscú, abreviada como Massolit,⁶ y el otro, su joven acompañante era el poeta Iván Nikoláievich Poniriov, que escribía con el seudónimo de Bezdomni.⁷

    En cuanto los escritores llegaron a la sombra de unos tilos verdeantes, su primer impulso fue apresurarse a un colorido quiosco con el letrero de «cervezas y gaseosas».

    Por cierto, hay que señalar la primera anomalía de esa terrible tarde de mayo. No solo junto al quiosco, sino también a lo largo de todo el paseo paralelo a la calle Málaia Brónnaia, no se veía ni un alma. A esa hora, cuando parecía que a uno le faltaban las fuerzas para respirar, cuando el sol, después de haber abrasado Moscú, se hundía en una calina seca en algún punto detrás de Sadóvoie Koltsó,⁸ nadie había ido a cobijarse debajo de los tilos, nadie se sentaba en los bancos, el paseo estaba desierto.

    —Deme una Narzán⁹ —pidió Berlioz.

    —No hay —respondió la quiosquera y, quién sabe por qué, se ofendió.

    —¿Tiene cerveza? —indagó Bezdomni con voz ronca.

    —La cerveza la traerán por la noche —contestó la mujer.

    —¿Qué hay, pues? —preguntó Berlioz.

    —Refresco de albaricoque, pero caliente —dijo ella.

    —¡Bueno, tráigalo, vamos, vamos...!

    El refresco formó una abundante espuma amarilla, y en el aire flotó un olor a peluquería. Después de saciar su sed, a los literatos les dio al instante un ataque de hipo, pagaron y se sentaron en un banco de cara al estanque y de espaldas a la calle Brónnaia.

    Y aquí ocurrió la segunda anomalía, solo en relación con Berlioz. De repente paró de hipar, el corazón le latió con fuerza y por un momento cayó en algún abismo; luego volvió, pero con una aguja sin punta clavada. Además, a Berlioz le invadió un miedo infundado, pero tan intenso, que sintió el deseo de huir de inmediato de los Estanques del Patriarca sin volver la vista atrás.

    Berlioz miró con angustia a su alrededor, sin entender qué le había asustado. Palideció, se secó la frente con un pañuelo y pensó: «¿Qué tengo? Esto nunca me había pasado... Mi corazón hace de las suyas... He trabajado más de la cuenta... Quizá haya llegado el momento de mandarlo todo al infierno y de irme a Kislovodsk...».¹⁰

    Y entonces el aire canicular se espesó ante él, y un ciudadano transparente de aspecto estrafalario se entretejió de ese aire. Con una gorrita de jockey en su cabecita, y una raquítica chaquetita de cuadros también aérea... El ciudadano medía unos dos metros, pero era estrecho de espaldas, de una delgadez inverosímil, y tenía una cara —ruego que tomen nota— burlona.

    La vida de Berlioz había discurrido de tal manera que no estaba acostumbrado a fenómenos insólitos. Aún más pálido, abrió mucho los ojos y pensó, desconcertado: «¡No puede ser...!».

    Pero, por desgracia, sí que era, y ese sujeto larguirucho a través del cual se podía ver se balanceaba a derecha e izquierda delante de él, sin tocar el suelo.

    Hasta tal punto se adueñó el terror de Berlioz que cerró los ojos. Y, cuando los abrió, vio que todo había terminado, el espejismo se había desvanecido, el tipo de los cuadros se había esfumado, y al mismo tiempo la aguja sin punta había saltado de su corazón.

    —¡Uf, demonios! —exclamó el editor—. ¿Sabes, Iván? ¡Casi me da ahora un golpe de calor! Incluso he tenido algo así como una alucinación... —Trató de sonreír, pero en sus ojos aún bailaba el miedo y le temblaban las manos.

    Sin embargo, poco a poco se calmó, se abanicó con el pañuelo y dijo bastante animado—: Bueno, así pues... —retomó el discurso interrumpido por el refresco de albaricoque.

    El discurso, como se supo después, versaba sobre Jesucristo. El hecho es que, para el próximo número de la revista, el editor había encargado al poeta un largo poema antirreligioso.¹¹ Iván Nikoláievich había compuesto ese poema, y en un plazo muy breve, pero, por desgracia, el editor no había quedado en absoluto satisfecho. Bezdomni había representado al protagonista de su poe­ma —es decir, a Jesús— con tonos muy oscuros, y, aun así, todo el poema tenía que escribirse de nuevo, según el editor. Y en ese instante Berlioz le impartía al poeta una suerte de conferencia sobre Jesús para subrayar cuál había sido su principal error.

    Es difícil decir qué había traicionado a Iván Nikoláievich, si la capacidad expresiva de su talento o la completa ignorancia respecto al tema que había abordado, pero le había salido un Jesús muy vivo, un Jesús que en realidad había existido una vez, aunque, a decir verdad, perfilado con todos sus rasgos negativos.

    Y Berlioz quería demostrarle al poeta que lo más importante no era cómo fuera Jesús, si bueno o malo, sino que Jesús, como persona, nunca había existido en la tierra, y que todas las historias sobre él se reducían a meras invenciones, a una leyenda de lo más común.

    Hay que señalar que el editor era un hombre muy leído y tenía una gran habilidad para insertar en su discurso a historiadores antiguos, como, por ejemplo, el célebre Filón de Alejandría¹² y el brillante sabio Flavio Josefo,¹³ que nunca mencionaron una sola palabra sobre la existencia de Jesús. Haciendo gala de una só­-lida erudición, Mijaíl Aleksándrovich comunicó al poeta, por cierto, que el pasaje del libro XV, capítulo 44, de los famosos Anales de Tácito,¹⁴ el referido al suplicio de Jesús, no era sino una interpolación apócrifa de fecha posterior.

    El poeta, para quien todo lo que le contaba el editor era una novedad, escuchaba con atención a Mijaíl Aleksándrovich, mirándolo fijamente con sus vivarachos ojos verdes, y solo de vez en cuando sucumbía al hipo, que le llevaba a despotricar en susurros contra el refresco de albaricoque.

    —No hay ninguna religión oriental —decía Berlioz— en la que, por regla general, no haya una virgen inmaculada que diese a luz a un dios. Y los cristianos, sin inventar nada nuevo, crearon siguiendo el mismo modelo a su Jesús, que en realidad nunca estuvo entre los vivos. Ese es el punto principal en el que hay que hacer hincapié...

    La potente voz de tenor de Berlioz se expandía por el paseo desierto y, a medida que Mijaíl Aleksándrovich se adentraba en laberintos en los que solo alguien muy instruido podía aventurarse sin temor a romperse la crisma, el poeta aprendía más y más cosas útiles y curiosas sobre el Osiris de los egipcios, dios piadoso e hijo del Cielo y de la Tierra, sobre el dios Tammuz de los fenicios, sobre Marduk e incluso sobre el menos conocido Huitzilopochtli, dios terrible, muy venerado por los aztecas en México.¹⁵

    Y, justo en el momento en el que Mijaíl Aleksándrovich le contaba al poeta cómo los aztecas modelaban con masa la figurita de Huitzilopochtli, el primer hombre apareció en el paseo.

    Después, cuando francamente ya era demasiado tarde, varias instituciones presentaron sus informes con la descripción de ese hombre. El cotejo de esos documentos no puede sino suscitar asombro. Así, en el primero de ellos constaba que el hombre era de baja estatura, que tenía los dientes de oro y cojeaba de la pierna derecha. En el segundo, que era un hombre de una estatura colosal, que tenía dientes con coronas de platino y renqueaba de la pierna izquierda. El tercero informaba, de forma sucinta, que el individuo carecía de cualquier rasgo particular.

    Hay que admitir que ninguno de esos informes servía para nada.

    En primer lugar: el sujeto descrito no cojeaba, y no era ni bajo ni colosal, sino simplemente alto. En cuanto a su dentadura, tenía coronas de platino en el lado izquierdo y coronas de oro en el derecho. Llevaba un traje caro de color gris y zapatos importados del mismo color.¹⁶ En la cabeza, una boina de paño gris ladeada con desenfado sobre una oreja y, bajo el brazo, un bastón de empuñadura negra con forma de cabeza de caniche.¹⁷ A juzgar por su aspecto, debía de tener cuarenta y tantos años. La boca, un poco torcida. Pulcramente afeitado. Moreno. El ojo derecho, negro; el izquierdo, por alguna razón, verde. Cejas oscuras, una más alta que la otra. En suma, un extranjero.¹⁸

    Al pasar por delante del banco en el que el editor y el poeta se habían acomodado, el extranjero los miró de reojo, se detuvo y se sentó en el banco contiguo, a dos pasos de los amigos.

    «Alemán...», pensó Berlioz.

    «Inglés... —pensó Bezdomni—. ¡Caramba! ¿Y no tendrá calor con los guantes puestos?».

    El extranjero miró los edificios altos que bordeaban el estanque por los cuatro lados, por lo que se hizo evidente que veía ese lugar por primera vez y le interesaba.

    Clavó la mirada en los pisos superiores, en cuyos cristales se reflejaba, deslumbrante y fragmentado, el sol, que se alejaba de Mijaíl Aleksándrovich para siempre; luego miró hacia abajo, donde los cristales se teñían ya de la oscuridad vespertina, afloró a sus labios una sonrisita condescendiente, entornó los ojos, apoyó las manos en la empuñadura del bastón y la barbilla sobre las manos.

    —Tú, Iván —decía Berlioz—, has reflejado muy bien y con vena satírica, por ejemplo, el nacimiento de Jesús, el hijo de Dios, pero lo esencial es que, antes incluso de Jesús, ya había nacido toda una serie de hijos de Dios, como, por ejemplo, el Adonis de los fenicios, el Atis de los frigios y el Mitra de los persas. No obstante, en resumidas cuentas, ninguno de ellos nació ni existió, incluido Jesús,¹⁹ y es imprescindible que tú, en lugar de describir su nacimiento, o, supongamos, la llegada de los Reyes Magos, describas los absurdos rumores sobre esa llegada. De lo contrario, por tu relato, ¡se concluye que nació de verdad...!

    Entretanto, en el mismo momento en el que Bezdomni contenía la respiración en un intento por librarse del hipo que lo atormentaba, lo que hizo que el ataque se volviera más virulento y doloroso, Berlioz interrumpió su discurso, porque el extranjero se había levantado de repente y se dirigía hacia los escritores.

    Estos lo miraron con sorpresa.

    —Les ruego que me disculpen —empezó a decir el recién llegado con acento extranjero, pero sin deformar las palabras— por tomarme la libertad, sin que nos hayan presentado..., pero el tema de su erudita conversación es tan interesante que...

    Dicho esto, se quitó educadamente la boina, y a los amigos no les quedó más remedio que levantarse y saludar con una reverencia.

    «No, más bien francés...», pensó Berlioz.

    «¿Polaco...?», caviló Bezdomni.

    Hay que añadir que, desde sus primeras palabras, el extranjero causó una impresión desagradable en el poeta, mientras que a Berlioz más bien le gustó o, mejor dicho, no es que le gustara, sino que..., cómo decirlo..., le resultó interesante, o algo por el estilo.

    —¿Me permiten que tome asiento? —preguntó el extranjero con cortesía, y los amigos, en cierto modo sin querer, se separaron para hacerle sitio; el extranjero se acomodó entre los dos con un movimiento ágil, y enseguida intervino en el coloquio—. Si no he oído mal, usted se ha dignado afirmar que Jesús nunca existió, ¿no? —preguntó, volviendo hacia Berlioz su ojo izquierdo, el verde.

    —Sí, no ha oído mal —respondió, amable, Berlioz—, eso es precisamente lo que he dicho.

    —¡Oh, qué interesante! —exclamó el extranjero.

    «Pero ¿qué demonios quiere este tipo?», pensó Bezdomni y frunció el ceño.

    —Y usted, ¿está de acuerdo con su compañero? —quiso saber el desconocido, volviéndose a la derecha, hacia Bezdomni.

    —¡Al cien por cien! —confirmó el poeta, a quien le gustaba emplear expresiones ampulosas y figuradas.

    —¡Admirable! —exclamó el entrometido interlocutor y, tras mirar por algún motivo de forma furtiva a su alrededor, y bajar la voz, ya de por sí grave, dijo—: Disculpen mi impertinencia, pero me pareció entender que, además, ustedes tampoco creen en Dios. —Y, con los ojos llenos de pavor, añadió—: ¡Juro que no se lo diré a nadie!

    —Sí, no creemos en Dios —respondió Berlioz, con una leve sonrisa ante el miedo del turista extranjero—,²⁰ pero podemos hablar de ello con total libertad.

    El forastero se reclinó contra el respaldo del banco y preguntó, emitiendo incluso un chillido de curiosidad:

    —¡¿Son ustedes ateos?!

    —Sí, lo somos —respondió Berlioz con una sonrisa, mientras Bezdomni pensaba con rabia: «Se nos ha pegado como una lapa este bichejo extranjero».

    —¡Oh, qué encantador! —chilló el asombroso forastero, y se puso a girar la cabeza, mirando primero a un literato, luego al otro.

    —En nuestro país el ateísmo no le sorprende a nadie —dijo Berlioz con amabilidad diplomática—. La mayoría de nuestra población ha dejado de creer, conscientemente y desde hace tiempo, en las fábulas sobre Dios.

    Al oír eso, el extranjero hizo un movimiento insólito: se puso de pie y estrechó la mano del estupefacto editor, al mismo tiempo que pronunciaba estas palabras:

    —¡Permítame que le dé las gracias de todo corazón!

    —¿Por qué le da las gracias? —preguntó Bezdomni, tras pestañear muy seguido.

    —Por esta información tan valiosa que, a mí, como viajero, me interesa enormemente —explicó el excéntrico extranjero, a la vez que levantaba el dedo de un modo elocuente.

    Esa valiosa información, era obvio, había causado una profunda impresión en el viajero, porque, asustado, recorrió los edificios con la mirada, como si tuviera miedo de ver a un ateo en cada ventana.

    «No, no es inglés...», concluyó Berlioz, y Bezdomni, a su vez, pensó: «¿Dónde habrá aprendido a hablar con tanta soltura el ruso? ¡Eso es lo que me gustaría saber!», y volvió a fruncir el ceño.

    —Pero permítanme que les haga esta pregunta —dijo el invitado extranjero, después de un momento de ansiosa reflexión—: ¿Qué hay, pues, de las pruebas de la existencia de Dios, que son, como es bien sabido, exactamente cinco?²¹

    —¡Ay! —respondió Berlioz con pesar—. Ninguna de esas pruebas sirve para nada, y la humanidad hace tiempo que las relegó a los archivos. Al fin y al cabo, estará de acuerdo también conmigo en que, desde el punto de vista de la razón, no puede haber prueba alguna de la existencia de Dios.

    —¡Bravo! —exclamó el extranjero—. ¡Bravo! Está repitiendo punto por punto la idea formulada al respecto por el viejo alborotador Immanuel.²² Pero he aquí lo curioso: destruyó las cinco pruebas de un plumazo, y luego, como para burlarse de sí mismo, ¡elaboró una sexta propia!

    —La prueba de Kant²³ —objetó el culto editor con una fina sonrisa— es también poco convincente. No sin razón Schiller dijo que los razonamientos kantianos sobre esta cuestión solo podían satisfacer a los esclavos, mientras que Strauss se rio sin más de esa prueba.²⁴

    Berlioz hablaba, pero al mismo tiempo no dejaba de pensar: «Pero ¿quién es este tipo? ¿Y cómo es que habla tan bien el ruso?».

    —¡A ese Kant, por semejantes pruebas, habría que detenerlo y enviarlo tres años a las Solovkí!²⁵ —estalló de improviso Iván Nikoláievich.

    —¡Iván! —susurró Berlioz, turbado.

    Con todo, la propuesta de enviar a Kant a las Solovkí no solo no sorprendió al extranjero, sino que incluso lo deleitó.

    —¡Así es, así es! —gritó, y su ojo verde izquierdo, vuelto hacia Berlioz, emitió un destello—: ¡Allí es donde debería estar! De hecho, una vez, mientras desayunábamos, le dije: «Francamente, profesor, ha inventado usted algo descabellado. Tal vez sea inteligente, pero es de todo punto incomprensible. Lo que se van a burlar a su costa».

    Berlioz abrió los ojos como platos. «¿Desayunando...? ¿Con Kant? ¿Qué nos está contando?», se preguntó.

    —No obstante... —siguió diciendo el extranjero, sin inmutarse siquiera por el estupor de Berlioz, dirigiéndose al poeta—: es imposible enviarlo a las Solovkí, por la simple razón de que lleva más de cien años viviendo en lugares mucho más remotos, y no hay modo alguno de sacarlo de allí, ¡se lo aseguro!

    —¡Qué pena! —replicó el poeta bravucón.

    —Sí, a mí también me da pena —aseguró el desconocido, cuyo ojo centelleaba, y añadió—: Pero hay una cuestión que me preocupa: si Dios no existe, díganme, ¿quién dirige la vida humana y, en general, todo el orden de la Tierra?

    —Pues el propio hombre —se apresuró a responder Bezdomni, irritado, a lo que era, en el fondo, una pregunta muy poco clara.

    —Disculpe —objetó con voz suave el desconocido—, pero, para dirigir, hay que tener un plan definido para un plazo razonablemente largo. Permítame, pues, preguntarle: ¿cómo puede el hombre dirigir, si no solo es incapaz de trazar cualquier tipo de plan, ni siquiera para un plazo ridículamente breve (bueno, digamos de unos mil años), sino que tampoco puede garantizar lo que le sucederá al día siguiente? Y, de hecho... —dijo el desconocido en ese punto, volviéndose a Berlioz—, imagínese que usted, por ejemplo, empieza a dirigir y a gobernar a los demás y a sí mismo, y que, por así decirlo, le toma el gustillo; pero, de pronto... cof... cof... tiene un sarcoma en el pulmón... —Ahí, el extranjero sonrió con dulzura, como si la idea de un sarcoma en el pulmón le complaciera—. Sí, un sarcoma —repitió esa sonora palabra, entrecerrando los ojos como un gato—. Y ahí lo tiene: ¡el fin de su dirección! A partir de entonces ya no le interesaría el destino de nadie más que el suyo propio. Sus parientes empezarían a engañarle. Y usted, presintiendo algo malo, correría a ver a médicos especialistas, luego a charlatanes o, como suele pasar, incluso a videntes, aun sabiendo que todas esas medidas, tanto la primera como la segunda y la tercera, son completamente absurdas. Y todo termina en tragedia: el hombre que hasta hace poco se creía con el poder de dirigir algo de repente yace inmóvil en una caja de madera, y los que lo rodean, al entender que el individuo allí postrado ya no sirve para nada, lo incineran en un horno.²⁶ A veces es todavía peor: no bien se le ocurre a alguien viajar a Kislovodsk —en ese instante el extranjero miró a Berlioz entrecerrando los ojos—, nada más fácil, en teoría; pero ni siquiera puede hacerlo, pues, sin saber por qué, de improviso, ¡va, resbala y lo atropella un tranvía! ¿No me dirá que ese individuo se dirigió a sí mismo de ese modo? ¿No sería más correcto pensar que fue otro quien lo hizo por él? —Y el desconocido soltó una risita extraña.

    Berlioz había escuchado con gran atención la desagradable historia sobre el sarcoma y el tranvía, y algunos pensamientos inquietantes empezaron a atormentarlo. «No es un extranjero... No, no lo es... —pensaba—. Es un sujeto extrañísimo... Pero, por favor, ¿quién es...?».

    —Le apetece fumar, por lo que veo... —soltó el desconocido dirigiéndose de improviso a Bezdomni—. ¿Qué tabaco prefiere?

    —¿Cómo, es que tiene de varios tipos? —preguntó con aire sombrío el poeta, que se había quedado sin cigarrillos.

    —¿Qué tabaco prefiere? —repitió el desconocido.

    —Bueno, Nuestra Marca²⁷ —dijo con mal genio Bezdomni.

    El forastero sacó de inmediato una pitillera del bolsillo y se la ofreció a Bezdomni.

    —Nuestra Marca.

    El editor y el poeta no se sorprendieron tanto por el hecho de que en la pitillera hubiera cigarrillos Nuestra Marca como por la pitillera en sí. Era enorme, de oro rojo, y, cuando se abrió, en la tapa destelló, con un fulgor blanquiazul, un triángulo de brillantes.²⁸

    Aquí, los literatos reaccionaron de manera diferente. Berlioz se dijo: «No, es extranjero»; y Bezdomni: «¡Bah, al diablo con él...!».

    El poeta y el dueño de la pitillera se encendieron un cigarrillo, y Berlioz, que no era fumador, rechazó la invitación.

    «Tengo que contradecirlo así —decidió Berlioz—: sí, el hombre es mortal, nadie se opone a eso ni lo discute; pero la cuestión es que...».

    Sin embargo, antes de que pudiera pronunciar estas palabras el extranjero se le adelantó:

    —Sí, el hombre es mortal, pero eso sería solo un mal menor. El problema es que a veces es súbitamente mortal, ¡ahí está el quid de la cuestión! En general, no puede decir lo que va a hacer por la tarde.

    «¡Qué manera tan absurda de plantear la cuestión...!», pensó Berlioz y objetó:

    —Bueno, eso es una exageración. En cuanto a mí, sé más o menos con certeza lo que voy a hacer esta tarde. Eso siempre que, no hace falta decirlo, al pasar por la Brónnaia no me caiga un ladrillo en la cabeza...

    —Sin ton ni son, un ladrillo —le interrumpió el extranjero con tono edificante— nunca caerá sobre la cabeza de nadie. En su caso concreto, se lo aseguro, no se cierne esa amenaza. Tendrá otra muerte.

    —¿Acaso sabe usted cuál? —preguntó Berlioz con una ironía perfectamente natural, viéndose arrastrado a aquella conversación de veras ridícula—. ¿Y me lo va a decir?

    —Con mucho gusto —respondió el desconocido. Miró a Berlioz de arriba abajo, como si le tomara las medidas para un traje, y masculló entre dientes algo así—: Uno, dos... Mercurio en la segunda casa... La luna se ha ido... Seis, una desgracia... La tarde, siete...²⁹ —Y luego, con voz fuerte y alegre, anunció—: ¡Le cortarán la cabeza!

    Bezdomni clavó sus ojos desorbitados, salvajes y rabiosos en el insolente forastero, y Berlioz preguntó con una sonrisita mordaz:

    —¿Y quién lo hará, en concreto? ¿Los enemigos? ¿Los intervencionistas?³⁰

    —No —dijo su interlocutor—, una mujer rusa miembro del Komsomol.³¹

    —Hmm... —musitó Berlioz, irritado por la bromita molesta del desconocido—. Bueno, disculpe, pero es poco probable.

    —Yo también le ruego que me disculpe —contestó el extranjero—, pero es así. Por cierto, quería preguntarle qué va a hacer esta tarde, si no es un secreto.

    —No es ningún secreto. Dentro de un rato iré a mi apartamento, en la calle Sadóvaia, y luego, a las diez de la noche, habrá una reunión en Massolit, que yo presidiré.³²

    —No, no puede ser, bajo ningún concepto —objetó el extranjero con firmeza.

    —¿Y eso por qué?

    —Porque... —respondió el forastero y alzó los ojos entrecerrados al cielo, surcado en silencio por unos pájaros negros que presentían el frescor de la noche—, porque Ánnushka ya ha comprado el aceite de girasol, y no solo lo ha comprado, sino que incluso ya lo ha derramado.³³ Así que la reunión no se va a celebrar.

    En ese momento, como es del todo comprensible, se hizo un silencio bajo los tilos.

    —Disculpe —dijo Berlioz tras una pausa, lanzando miradas furtivas al delirante extranjero—. ¿Qué tiene que ver aquí el aceite de girasol...? ¿Y quién es esa Ánnushka?

    —Te voy a decir yo qué tiene que ver el aceite de girasol aquí —invervino Bezdomni, que a todas luces había decidido declararle la guerra al intruso—. Ciudadano, ¿alguna vez ha estado encerrado en un psiquiátrico?

    —¡Iván...! —exclamó en voz baja Mijaíl Aleksándrovich.

    El extranjero, sin embargo, no se ofendió lo más mínimo, y estalló en una risotada de júbilo.

    —Oh, claro que sí, ¿cómo no? ¡Y más de una vez! —exclamó riéndose, pero sin apartar del poeta su ojo, que no se reía—. ¿Dónde no habré estado yo? Lo único que lamento es que no tuve tiempo de preguntarle al profesor qué es la esquizofrenia. ¡Así que deberá preguntárselo usted mismo, Iván Nikoláievich!

    —¿Cómo sabe mi nombre?

    —Por favor, Iván Nikoláievich, ¿quién no lo conoce a usted? —En ese instante el extranjero sacó del bolsillo un ejemplar de La gaceta literaria³⁴ del día anterior, e Iván Nikoláievich vio su propio retrato en la primera página y, debajo de él, sus poemas. Pero esta prueba de fama y popularidad, que en la víspera aún lo había colmado de alegría, en esta ocasión no le entusiasmó en absoluto.

    —Disculpe —dijo, y la cara se le ensombreció—, ¿podría esperar un minuto? Quisiera hablar un momento con mi camarada.

    —¡Oh, con sumo gusto! —exclamó el desconocido—. Se está tan bien aquí, debajo de los tilos, y, además, por cierto, no tengo prisa.

    —Oye, Misha —susurró el poeta, después de llevarse aparte a Berlioz—. Este tipo no es ningún turista extranjero, sino un espía. Es un emigrado ruso³⁵ que ha logrado infiltrarse aquí. Pídele los documentos, o se irá...

    —¿Tú crees? —murmuró alarmado Berlioz, mientras pensaba: «¡Sí, tiene razón...!».

    —Hazme caso. —La voz del poeta sonó ronca en su oído—. Se hace el idiota para sonsacarnos alguna información. ¿Has oído cómo habla ruso? —decía el poeta sin dejar de mirar de soslayo al desconocido, vigilando que no se escabullera—. Vamos, detengámoslo, o si no se irá...

    El poeta tiró del brazo de Berlioz hacia el banco.

    El desconocido no estaba allí sentado, sino al lado, de pie, y sostenía en las manos un librito con una encuadernación gris oscura, un sobre grueso de papel de buena calidad y una tarjeta de visita.

    —Perdonen, en el ardor de nuestra discusión he olvidado presentarme. Aquí están mi tarjeta de visita, mi pasaporte y la invitación para venir a Moscú a ofrecer asesoramiento —declaró el desconocido con autoridad, observando a los dos escritores con ojos sagaces.

    Ambos se aturullaron. «¡Diablos, lo ha oído todo...!», pensó Berlioz y le indicó con un gesto cortés que no había necesidad de mostrar los papeles. Mientras el extranjero se los ponía en la mano al editor, el poeta alcanzó a ver en la tarjeta la palabra «profesor» impresa en caracteres extranjeros y la inicial del apellido: una «W».³⁶

    —Encantado —murmuró, confundido, el editor, y el extranjero se guardó los documentos en el bolsillo.

    De este modo se reanudaron las relaciones, y los tres volvieron a sentarse en el banco.

    —Profesor, ¿es que lo han invitado aquí en calidad de consultor? —preguntó Berlioz.

    —Sí, así es.

    —¿Es usted alemán? —preguntó Bezdomni.

    —¿Yo...? —repitió el profesor, que de pronto se quedó pensativo—. Sí, es probable que sea alemán... —dijo.

    —Habla el ruso muy bien —observó Bezdomni.

    —Oh, soy políglota en general, domino muchos idiomas —respondió el profesor.

    —¿Y cuál es su especialidad? —preguntó Berlioz.

    —Soy especialista en magia negra.³⁷

    «¡Lo que faltaba...!», restalló en la cabeza de Mijaíl Aleksándrovich.

    —¿Y lo han invitado aquí por esa especialidad suya? —preguntó después de un titubeo.

    —Sí, en efecto, por eso mismo —confirmó el profesor, y aclaró—: En la Biblioteca Estatal³⁸ se han descubierto unos manuscritos originales de Gerberto de Aurillac, nigromante del siglo x.³⁹ Y me han pedido que los estudie. Soy el único especialista del mundo en la materia.

    —¡Ah! ¿Es usted historiador? —preguntó Berlioz, con gran alivio y respeto.

    —Historiador, sí —confirmó el erudito, y luego añadió sin que viniera a cuento—: ¡Esta tarde, en los Estanques del Patriarca, va a ocurrir una historia curiosa! —Una vez más, tanto el editor como el poeta se asombraron mucho, pero el profesor les hizo señas a ambos para que se acercaran y, cuando se inclinaron hacia él, susurró—: Tengan en cuenta que Jesús existió.

    —Verá, profesor —replicó Berlioz con una sonrisa forzada—. Respetamos su enorme sapiencia, pero nosotros tenemos otro punto de vista sobre esta cuestión.

    —¡No hay puntos de vista que valgan! —contestó el extraño profesor—. Simplemente existió, y basta.

    —Pero se necesita algún tipo de prueba... —comenzó a decir Berlioz.

    —No se necesita ninguna —replicó el profesor, y se puso a hablar en voz baja, a la vez que su acento extranjero por alguna razón desaparecía—: Es todo muy sencillo: con una capa blanca de forro color sangre, y con el paso arrastrado propio de un soldado de caballería, por la mañana temprano del decimocuarto día del mes de primavera de nisán...⁴⁰

    2

    PONCIO PILATO¹

    Con una capa blanca de forro color sangre, y con el paso arrastrado propio de un soldado de caballería, por la mañana temprano del decimocuarto día del mes de primavera de nisán, en el pórtico entre las dos alas del palacio de Herodes el Grande,² apareció el procurador de Judea, Poncio Pilato.

    Más que nada en el mundo, el procurador odiaba el olor a aceite de rosas, y en ese momento todo presagiaba un mal día, pues ese olor había empezado a perseguirlo desde el amanecer. Al procurador le pareció que lo emanaban los cipreses y las palmeras del jardín, y que el maldito efluvio floral se mezclaba con el olor de los arneses de cuero y el del sudor de la escolta. Desde las alas en la parte trasera del palacio, donde estaba acantonada la primera cohorte de la Duodécima Legión Fulminante³ que había acompañado al procurador a Yershalaim,⁴ un hilo de humo penetraba en el pórtico a través de la terraza superior del jardín, y con ese humo un tanto amargo, señal de que los cocineros de las centurias habían empezado a preparar la comida, se mezclaba ese mismo aroma denso de rosas.

    «¡Oh, dioses, dioses!, ¿por qué me castigáis...?⁵ Sí, no hay duda, es ella, otra vez, la invencible, la terrible enfermedad... La hemicránea,⁶ ese dolor en la mitad del cráneo. Para ella no hay remedios que valgan, no hay salvación alguna... Intentaré no mover la cabeza...».

    En el suelo de mosaico, junto a la fuente, ya estaba preparado un sillón, y el procurador, sin mirar a nadie, se sentó en él y extendió la mano hacia un lado. El secretario depositó con deferencia un trozo de pergamino en esa mano. Sin poder reprimir una mueca de dolor, el procurador miró por encima y de reojo lo que estaba escrito, devolvió el pergamino al secretario y murmuró con dificultad:

    —¿El procesado es de Galilea? ¿Han enviado el caso al tetrarca?

    —Sí, procurador —respondió el secretario.

    —¿Y bien?

    —Se ha negado a emitir un veredicto y le manda a usted la sentencia de muerte del Sanedrín para que la ratifique —explicó el secretario.

    El procurador contrajo la mejilla y dijo en voz baja:

    —Que traigan al acusado.

    Al instante, desde la terraza del jardín hasta el balcón junto a la columnata, dos legionarios condujeron y pusieron frente al sillón del procurador a un hombre de unos veintisiete años.⁸ Este vestía un viejo y raído quitón azul claro. Le cubría la cabeza una venda blanca ceñida con una correa alrededor de la frente y llevaba las manos atadas a la espalda. Debajo del ojo izquierdo tenía un gran moretón y, en la comisura del labio, un arañazo con sangre reseca. El recién llegado miraba al procurador con inquieta curiosidad.

    Este último se quedó en silencio un rato, y luego preguntó en voz baja, en arameo:

    —¿Así que fuiste tú quien incitó al pueblo a destruir el templo de Yershalaim?

    A todo esto, el procurador estaba sentado como si fuera de piedra, y solo sus labios se movieron un poco al pronunciar esas palabras. Esa postura pétrea suya obedecía a su miedo a mover la cabeza, que le ardía con un dolor infernal.

    El hombre maniatado dio un pasito adelante y empezó a hablar:

    —¡Buen hombre! Créeme...

    Pero el procurador, inmóvil como antes y sin levantar la voz lo más mínimo, lo interrumpió al instante:

    —¿Es a mí a quien llamas buen hombre? Te equivocas. En Yershalaim todos murmuran sobre mí que soy un monstruo cruel, y es del todo cierto. —Y con la misma entonación monótona añadió—: Que venga el centurión Matarratas.

    A todos les pareció que el balcón se sumía en la oscuridad cuando el centurión de la Primera Centuria, Marco, apodado Matarratas, se presentó ante el procurador. Matarratas le sacaba una cabeza al más alto de los soldados de la legión, y era tan ancho de espaldas que tapó por completo el sol, aún bajo.

    El procurador se dirigió al centurión en latín:

    —El malhechor me ha llamado «buen hombre». Lléveselo un minuto y explíquele cómo ha de hablarme. Pero no lo mutile.

    Y todos, excepto el procurador inmóvil, acompañaron con la mirada a Marco Matarratas, que movió la mano hacia el detenido para indicarle que lo siguiera.

    Matarratas, por lo general, dondequiera que apareciese, atraía las miradas de todos debido a su estatura, y sobre todo también de aquellos que lo veían por primera vez por su rostro desfigurado: en una ocasión, el golpe de una maza germana le había roto la nariz.

    Las pesadas botas de Marco retumbaron contra el mosaico, el hombre maniatado lo siguió sin hacer ruido, un silencio total se hizo en el pórtico y se oyó el arrullo de las palomas en la terraza del jardín junto al balcón, e incluso el agua entonó una intrincada y agradable canción en la fuente.

    Al procurador le habría gustado levantarse, poner la sien bajo el chorro y quedarse así quieto. Pero sabía que eso tampoco lo ayudaría.

    Al mismo tiempo que conducía al arrestado de debajo de las columnas al jardín, Matarratas cogió un látigo de las manos de un legionario apostado junto al pedestal de una estatua de bronce y, tras levantar el brazo sin demasiado ímpetu, azotó al detenido en los hombros. El movimiento del centurión fue descuidado y ligero, pero el hombre maniatado se desplomó al instante en el suelo como si le hubieran cortado las piernas, le faltó el aire, el color desapareció de su cara y sus ojos se tornaron inexpresivos.

    Sin esfuerzo, con una sola mano, como si fuera un saco vacío, Marco levantó al hombre caído, lo puso de pie y dijo con voz gangosa, pronunciando mal las palabras en arameo:

    —Al procurador romano llámalo hegemón.¹⁰ No digas otras palabras. En posición de firmes. ¿Me has entendido, o tengo que golpearte?

    El detenido se tambaleó, pero recobró el dominio, afluyó de nuevo el color a sus mejillas, recuperó el aliento y respondió con voz ronca:

    —Te he entendido. No me pegues.

    Al cabo de un minuto, estaba frente al procurador otra vez.

    Se oyó una voz apagada, enferma:

    —¿Nombre?

    —¿El mío? —se apresuró a responder el detenido, expresando con todo su ser que estaba dispuesto a hablar con sensatez y a no causar más ira.

    El procurador dijo en voz baja:

    —El mío lo sé. No finjas ser más estúpido de lo que eres. El tuyo.

    —Yeshúa¹¹ —contestó deprisa el arrestado.

    —¿Tienes algún sobrenombre?

    —Ga-Notsri.¹²

    —¿De dónde eres?

    —De la ciudad de Gamala¹³ —contestó el arrestado, indicando con la cabeza que allí, en algún lugar lejano a la derecha, en el norte, se encontraba esa ciudad.

    —¿Quién eres por sangre?

    —No lo sé con certeza —respondió animadamente el detenido—. No recuerdo a mis padres. Me dijeron que mi progenitor era sirio...¹⁴

    —¿Dónde estás domiciliado?

    —No tengo un lugar de residencia permanente —dijo con timidez el detenido—, viajo de ciudad en ciudad.

    —Eso se puede expresar más brevemente, con una sola palabra: vagabundo —sentenció el procurador, y reanudó el interrogatorio—: ¿Tienes parientes?

    —Ninguno. Estoy solo en el mundo.

    —¿Sabes leer y escribir?

    —Sí.

    —¿Dominas otra lengua además del arameo?

    —Sí, el griego.¹⁵

    Un párpado hinchado se levantó, y el ojo cubierto por un velo de sufrimiento se clavó en el detenido. El otro siguió cerrado.

    Pilato pasó a hablar en griego:

    —¿Así que tú eras el que se disponía a destruir el edificio del templo e incitaste al pueblo a hacerlo?

    En este punto el arrestado se animó de nuevo, su mirada dejó de expresar miedo, y se puso a hablar en griego:

    —Yo, buen... —Aquí el horror destelló en los ojos del detenido, porque había estado a punto de decir lo que no debía—. Yo, hegemón, nunca en la vida he tenido la intención de destruir el edificio del templo ni he incitado a nadie a cometer esa acción absurda.

    El estupor se reflejó en la cara del secretario que, encorvado sobre una mesa baja, transcribía la declaración. Alzó la cabeza, pero de inmediato volvió a inclinarla hacia el pergamino.

    —Una multitud de gente variopinta se reúne en esta ciudad para la fiesta. Entre ellos, hay magos, astrólogos, adivinos y asesinos —decía el procurador con voz monótona—, y también se encuentran mentirosos. Tú, por ejemplo, eres un mentiroso. Está escrito claramente: incitaba a destruir el templo. Así lo ha testificado la gente.

    —Esa buena gente... —dijo el arrestado y, después de añadir a toda prisa «hegemón», siguió diciendo—: carece de toda instrucción y ha enmarañado todo lo que dije. En general, empiezo a temer que este galimatías dure mucho tiempo. Y todo por culpa de ese que apunta de forma errónea lo que digo.

    Se hizo el silencio. Para entonces, los dos ojos enfermos miraban penosamente al detenido.

    —Te lo repito, pero por última vez: deja de hacerte el loco, bandido —dijo Pilato en un suave tono monótono—. No hay mucho escrito sobre ti, pero sí lo suficiente para colgarte.

    —No, no, hegemón —repuso el detenido, con todo el cuerpo tenso en su deseo de resultar convincente—, hay uno que va por ahí con su pergamino de piel de cabra y escribe sin cesar. Una vez eché un vistazo al pergamino y me horroricé. Nada en absoluto de lo que está escrito ahí lo dije yo. Le rogué: ¡por el amor de Dios, quema tu pergamino! Pero me lo arrebató de las manos y se fue corriendo.

    —¿Quién es ese? —preguntó Pilato con aprensión y se llevó la mano a la sien.

    —Leví Mateo¹⁶ —explicó de buena gana el detenido—. Era recaudador de impuestos, y lo conocí en el camino de Betfagé,¹⁷ donde sobresale la esquina de una huerta de higos, y me puse a hablar con él. Al principio me trató de forma hostil, e incluso me insultó; es decir, pensaba que me ofendía llamándome perro. —Aquí el arrestado esbozó una sonrisa—. Personalmente, no veo nada malo en ese animal para ofenderme si me llaman por su nombre...

    El secretario dejó de transcribir y a hurtadillas lanzó una mirada de sorpresa, pero no al detenido, sino al procurador.

    —...sin embargo, después de haberme escuchado, empezó a ablandarse —siguió diciendo Yeshúa—: al final, tiró el dinero al suelo del camino y me dijo que se vendría conmigo de viaje...

    Pilato sonrió con una mejilla, enseñando sus dientes amarillos, y, volviéndose con todo su torso hacia el secretario, profirió:

    —¡Oh, ciudad de Yershalaim! ¡Qué no se oirá en ella! Un recaudador de impuestos, ¿lo has oído?, ¡tirando el dinero al suelo!

    Sin saber cómo responder a eso, el secretario juzgó necesario imitar la sonrisa de Pilato.

    —Y afirmó que el dinero se había vuelto odioso para él a partir de ese momento —dijo Yeshúa para explicar el extraño comportamiento de Leví Mateo, y añadió—: Y desde entonces se convirtió en mi compañero.

    Con los dientes aún al descubierto, el procurador miró al detenido, luego al sol que se levantaba con determinación sobre las estatuas ecuestres del hipódromo,¹⁸ que se extendía muy abajo a la derecha, y de repente, en una suerte de tormento nauseabundo, pensó que lo más fácil sería echar del balcón a ese extraño bandido diciendo una sola palabra: «Colgadlo». Expulsar también a la escolta, escapar del pórtico hacia el interior de palacio, ordenar que le oscurecieran la habitación, abandonarse en el lecho, exigir agua fría, llamar con voz lastimera a su perro Bangá¹⁹ y quejarse a él de la hemicránea. Y un pensamiento repentino sobre veneno cruzó de forma seductora por la cabeza dolorida del procurador.²⁰

    Miró al arrestado con ojos turbios y guardó silencio un rato, tratando de recordar, no sin dolor, por qué, bajo el despiadado sol matutino de Yershalaim, se erguía ante él un detenido con el rostro desfigurado por los golpes, y qué otras preguntas del todo innecesarias debería hacerle aún.

    —¿Leví Mateo? —preguntó con voz ronca el enfermo y cerró los ojos.

    —Sí, Leví Mateo —oyó que le decía una voz alta y mortificante.

    —Así pues, ¿qué es lo que le decías sobre el templo a la multitud en el mercado?

    La voz del interrogado, que pareció perforar la sien de Pilato, era indescriptiblemente dolorosa, y esa voz decía:

    —Yo, hegemón, dije que el templo de la vieja fe se derrumbará y se erguirá un nuevo templo de la verdad. Lo dije así para que fuera más comprensible.

    —¿Y por qué tú, vagabundo, confundiste a la muchedumbre en el mercado, hablándoles de una verdad de la que no tienes ni idea? ¿Qué es la verdad?²¹

    Y entonces el procurador pensó: «¡Oh, dioses! Le estoy preguntando algo innecesario en un juicio... Mi mente ya no me responde...». Y otra vez se le apareció una copa con un líquido oscuro. «Veneno, dadme veneno...».

    Y de nuevo oyó la voz:

    —La verdad, ante todo, es que te duele la cabeza, y te duele tanto que piensas en la muerte con cobardía. No solo no tienes fuerzas para hablar conmigo, sino que te cuesta incluso mirarme. Y ahora soy tu verdugo involuntario, y eso me entristece. Ni siquiera puedes pensar en algo, y solo sueñas con que venga tu perro, la única criatura a la que pareces tener apego. Pero tu sufrimiento acabará pronto, el dolor de cabeza pasará.

    El secretario miró con los ojos muy abiertos al detenido y no acabó de escribir esas palabras.

    Pilato levantó sus ojos sufrientes hacia el detenido, y vio que el sol ya estaba bastante alto sobre el hipódromo, que un rayo se filtraba en el pórtico y caía sobre las sandalias gastadas de Ye-shúa, que se había cobijado en la sombra.

    Entonces el procurador se levantó del sillón, se apretó la cabeza con las manos, y en su rostro amarillento y bien afeitado se reflejó el horror. Pero al instante, con fuerza de voluntad, se sobrepuso y tomó asiento de nuevo.

    El detenido, entretanto, había continuado su discurso, pero el secretario ya no transcribía, sino que se limitaba a estirar el cuello como un ganso, tratando de que no se le escapara ni una sola palabra.

    —Bueno, todo ha terminado —decía el detenido, mirando con benevolencia a Pilato—, y estoy muy contento por ello. Te aconsejaría, hegemón, que salieras de palacio un rato y dieras un paseo por los alrededores, a los jardines del monte de los Olivos, por ejemplo. Caerá una tormenta... —el detenido se dio la vuelta y miró con los ojos entrecerrados el sol— más tarde, hacia el atardecer. Un paseo te iría muy bien, y yo te acompañaría con mucho gusto. Se me han ocurrido algunas ideas nuevas que creo que te pueden interesar, y las compartiría de buena gana contigo, pues das la impresión de ser un hombre muy inteligente.

    El secretario palideció como un muerto y dejó caer el rollo de pergamino al suelo.

    —Lo malo es que... —siguió diciendo el hombre maniatado sin que nadie lo detuviera— vives demasiado encerrado y has perdido por completo la fe en la gente. Porque, estarás de acuerdo conmigo, no se puede depositar todo el afecto en un perro. Tu vida es pobre, hegemón. —Y en este punto el orador se permitió sonreír.

    El secretario solo pensaba ahora en una cosa: en si debía creer o no a sus oídos. Tuvo que creerlos. Luego trató de imaginar qué forma caprichosa adoptaría la ira del colérico procurador ante esa inaudita impertinencia del arrestado. Y el secretario no logró imaginarlo, pese a que conocía muy bien al procurador.

    Entonces se oyó la voz quebrada y enronquecida de Pilato, que dijo en latín:

    —Desatadle las manos.

    Uno de los legionarios de la escolta golpeó el suelo con la lanza, se la dio a otro, se acercó y le quitó las cuerdas al arrestado. El secretario recogió el pergamino y decidió no escribir por el momento ni asombrarse de nada.

    —Confiesa —preguntó en griego con voz muy queda Pilato—: ¿eres un gran médico?

    —No, procurador, no soy médico —respondió el detenido mientras se frotaba con deleite la muñeca dolorida, hinchada y enrojecida.

    Severo y con el ceño fruncido, Pilato atravesó al detenido con la mirada, y sus ojos ya no estaban turbios, sino que en ellos habían aparecido las chispas conocidas por todos.

    —No te lo he preguntado —dijo Pilato—, ¿acaso sabes también latín?

    —Así es —contestó el preso.

    El color afloró a las mejillas amarillentas de Pilato, que preguntó en latín:

    —¿Cómo has sabido que quería llamar a mi perro?

    —Es muy sencillo —respondió en latín el detenido—. Hiciste un movimiento con la mano en el aire —y repitió el gesto de Pilato— como si quisieras acariciarlo, y tus labios...

    —Sí —dijo Pilato.

    Estuvieron un rato en silencio. Luego Pilato hizo una pregunta en griego:

    —Así pues, ¿eres médico?

    —No, no —se apresuró a responder el detenido—, créeme, no soy médico.

    —Bueno, está bien. Si quieres guardarlo en secreto, que así sea. No tiene nada que ver con el caso. ¿Así que aseguras que no has incitado a derribar..., o a incendiar, o a destruir de cualquier otra manera el templo?

    —Yo, hegemón, lo repito: no incité a nadie a efectuar semejantes actos. ¿Acaso parezco estúpido?

    —Oh, no, no pareces estúpido —respondió el procurador en voz baja, y esbozó una sonrisa en cierto modo espantosa—. Así pues, jura que no lo hiciste.

    —¿Por qué quieres que jure? —preguntó el hombre al que habían desatado, reanimándose.

    —Bueno, aunque sea por tu vida —contestó el procurador—. Es el mejor momento para hacerlo, ya que cuelga de un hilo, que lo sepas.

    —¿No pensarás que la colgaste tú, hegemón? —preguntó el detenido—. Si es así, estás muy equivocado.

    Pilato se estremeció y masculló entre dientes:

    —Yo puedo cortar ese hilo.

    —También te equivocas en eso —replicó el arrestado con una radiante sonrisa, protegiéndose del sol con una mano—. Sin duda, estarás de acuerdo en que solo puede cortar ese hilo aquel que lo colgó, ¿no?²²

    —Ya veo, ya veo —dijo Pilato, sonriente—, ahora no me queda duda alguna de que los gandules curiosos de Yershalaim te siguieron los pasos. No sé quién te colgó a ti la lengua, pero cumplió bien su tarea. Por cierto, dime: ¿es verdad que entraste en Yershalaim por la puerta de Susa,²³ montado en un asno y acompañado de toda una chusma, que te aclamaba como si fueras un profeta? —El procurador señaló el rollo del pergamino.

    Perplejo, el detenido miró a Pilato.

    —Pero si ni siquiera tengo asno, hegemón —repuso—.²⁴ Es cierto que entré en Yershalaim por la puerta de Susa, pero lo hice a pie y con la única compañía de Leví Mateo, y nadie me gritó nada, pues nadie en Yershalaim me conocía entonces.

    —¿No conocerás a esos —siguió diciendo Pilato, sin quitarle el ojo de encima al detenido—, a un tal Dismas, a un tal Guestas y a un tercero llamado Bar-Rabbán?²⁵

    —No conozco a esos buenos hombres —contestó el detenido.

    —¿De verdad?

    —De verdad.

    —Y ahora, dime, ¿por qué usas la expresión «buenos hombres» todo el rato? ¿Es que llamas a todos así?

    —A todos —respondió el arrestado—. No hay gente mala en el mundo.

    —Es la primera vez que lo oigo —dijo Pilato con una sonrisa sarcástica—, pero ¡quizá sepa yo poco de la vida...! Puede dejar de transcribir de ahora en adelante —dijo dirigiéndose al secretario, aunque este ya hacía rato que no anotaba nada, y siguió preguntando al detenido—: ¿Lo has leído en algún libro griego?

    —No, he llegado a esa conclusión con mi propia mente.

    —¿Y eso es lo que vas predicando?

    —Sí.

    —Y, por ejemplo, el centurión Marco, al que apodan Matarratas, ¿es bueno?

    —Sí —respondió el detenido—. Es un hombre desgraciado, a decir verdad. Desde que unos buenos hombres lo desfiguraron se volvió duro y cruel. Me gustaría saber quién se lo hizo.

    —Con mucho gusto te lo explicaré yo —contestó Pilato—, pues fui testigo de ello. Los buenos hombres se arrojaron sobre él como perros sobre un oso. Los germanos lo sujetaron por el cuello, los brazos y las piernas. El manípulo²⁶ de infantería había caído en un cerco y, si una turma de caballería²⁷ que yo comandaba no hubiese penetrado desde un flanco, tú, filósofo, no habrías tenido ocasión de hablar con Matarratas. Ocurrió en la batalla de Idistaviso, en el valle de las Doncellas.²⁸

    —Si yo pudiera hablar con él —dijo de repente con aire soñador el detenido—, estoy seguro de que cambiaría radicalmente.

    —Imagino —contestó Pilato— que le procurarías muy poca felicidad al legado de la legión²⁹ si se te ocurriera ponerte a hablar con alguno de sus oficiales o soldados. Por lo demás, eso no pasará, por suerte para todos, y el primero que se encargará de impedirlo seré yo.

    En ese momento una golondrina entró volando con ímpetu en el pórtico, describió un círculo debajo del techo dorado, descendió hasta casi rozar con su ala puntiaguda la cara de una estatua de bronce en un nicho y desapareció detrás del capitel de una columna. Quizá estuviera pensando en construir un nido allí.

    Mientras duró su vuelo, una fórmula se había delineado en la cabeza ahora lúcida y ligera del procurador. Era esta: el hegemón ha estudiado el caso del filósofo errante Yeshúa, también conocido como Ga-Notsri, y no ha encontrado elementos de delito. En particular, no ha hallado el más mínimo vínculo entre las acciones de Yeshúa y los desórdenes que han tenido lugar recientemente en Yershalaim. El filósofo errante ha resultado ser un enfermo mental. Por consiguiente, el procurador no confirma la sentencia de muerte contra Ga-Notsri dictada por el Pequeño Sanedrín. Pero, en vista de que los delirantes y utópicos discursos de Ga-Notsri pueden causar disturbios en Yershalaim, el procurador expulsa a Yeshúa de la ciudad y lo confinará en Cesarea de Estratón,³⁰ en el mar Mediterráneo, es decir, precisamente en el lugar donde se encuentra la residencia del procurador.³¹

    Solo tenía que dictárselo al secretario.

    Las alas de la golondrina batieron justo encima de la cabeza del hegemón; el pájaro se lanzó hacia la pila de la fuente y se marchó volando en libertad. El procurador levantó la mirada hacia el detenido y vio que a su lado ardía una columna de polvo.³²

    —¿Es todo lo que hay sobre él? —preguntó Pilato al secretario.

    —Por desgracia, no —respondió inesperadamente el secretario, y entregó a Pilato otro trozo de pergamino.

    —¿Qué más hay? —dijo Pilato, y frunció el ceño.

    Después de leer lo que le acababan de entregar, le mudó aún más el semblante. Quizá bajo el efecto de un aflujo de sangre oscura al cuello y la cara, excepto que se tratara de otra cosa, su piel perdió el matiz amarillento, se le atezó, mientras que los ojos parecieron hundírsele en las cuencas.

    Y, todavía bajo el efecto de la sangre que se le había subido a la cabeza y le golpeaba en las sienes, el procurador sufrió un trastorno en la visión. Así, le pareció que la cabeza del detenido se había perdido flotando a lo lejos y, en su lugar, había aparecido otra. Y sobre esa cabeza calva reposaba una corona de oro con las puntas separadas. En la frente tenía una llaga redonda que le carcomía la piel, untada con pomada. La boca, desdentada, se hundía en una mueca caprichosa, con el labio inferior caído. A Pilato le dio la sensación de que las columnas rosadas del balcón y también los tejados de Yershalaim habían desaparecido a lo lejos, debajo, más allá del jardín, y que todo cuanto le rodeaba estaba sumido en el tupido follaje de los jardines de Capri. Y algo extraño le sucedió también en los oídos, como si las trompetas sonaran apagadas y amenazantes, y claramente oyese una voz nasal, que con altivez arrastraba las palabras: «La ley de lesa majestad...».

    Se precipitaron pensamientos breves, incoherentes e insólitos: «¡Está acabado!». Luego: «¡Estamos acabados...!». Y, entre ellos, uno del todo absurdo que tenía que ver con alguna suerte de inmortalidad, y la inmortalidad, por alguna razón, le provocó una angustia insoportable.

    Pilato se tensó, ahuyentó esa visión, volvió la mirada al balcón y ante él estaban de nuevo los ojos del

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