Cae la noche sobre La Habana
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La Habana, 1934. Lucky Luciano quiere introducirse en Cuba y para ello compra a
Fulgencio Batista, quien está llamado a convertirse en el próximo presidente del país.
Lo que el mafioso ignora es que su hombre fuerte en La Habana, John Panetta, va a
iniciar una nueva vida con la mujer que ama y para ello ha sellado un pacto con la
Inteligencia de Estados Unidos, a la que ofrece información a cambio de inmunidad.
Todo salta por los aires cuando Panetta, que ha entregado el millón de dólares
destinado a Batista al director de una modesta sucursal bancaria habanera, es
asesinado. Una trama adictiva y vertiginosa que atrapa al lector hasta su imprevisible
desenlace.
Ignacio del Burgo
Ignacio del Burgo (Pamplona, 1973) es licenciado en Derecho por la Universidad deNavarra y abogado en ejercicio. Su primera novela, La conspiración del Temple,resultó finalista en el V Premio de Novela Joven Ateneo de Sevilla. Posteriormente,publicó Asedio. Cae la noche sobre La Habana es su tercera novela.
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Cae la noche sobre La Habana - Ignacio del Burgo
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Ignacio del Burgo
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© Ignacio del Burgo, 2023
Diseño de la cubierta: Equipo de diseño de Universo de Letras
Imagen de cubierta: ©Shutterstock.com
Obra publicada por el sello Universo de Letras
www.universodeletras.com
Primera edición: 2023
ISBN: 9788419775030
ISBN eBook: 9788419613974
En memoria de mi hijo Ignacio.
Su sonrisa ahora ilumina el cielo.
1
«In God we trust»
Fueron esas las primeras palabras que pasaron por la cabeza de Albino Fernández cuando terminó de contar los billetes. Un millón de dólares. Nunca, ni en el mejor de sus sueños, había estado frente a tanto dinero. Permaneció unos minutos en silencio contemplando aquella fortuna hasta que las campanadas de la catedral de San Cristóbal lo sacaron de su ensimismamiento. Sintió el impuso de echar a correr a casa. Quería abrazar a Dolores. Le compraría un bonito vestido de seda y saldrían a cenar. Encargaría champán y langosta y bailarían hasta entrada la noche.
En los últimos tiempos, su matrimonio atravesaba por dificultades. Amaba a su esposa, pero le atormentaba la idea de no poder darle la vida que anhelaba. Su salario a duras penas cubría los gastos de la casa y hubo de recurrir a créditos para pagar el colegio de las niñas. Estaba endeudado hasta las cejas, sin ahorros ni acciones, y la idea de adquirir una casa con jardín en el moderno barrio del Vedado se antojaba inalcanzable. Nada hacía presagiar que aquel día veraniego de 1934 su vida cambiaría por completo.
Albino tenía la costumbre de desayunar con sus hijas, pero ese día era fiesta escolar y las niñas aún dormían. Así que tomó el café a solas, ojeando los resultados de las carreras de caballos en el periódico del día anterior, y salió de casa con el primer cigarro de la jornada entre los dedos.
El cielo había amanecido luminoso. Pese a lo temprano de la hora, hacía un calor agobiante. Atravesó la calle Obispo antes de que comercios, tabernas y oficinas abrieran sus puertas y el bullicio cotidiano se adueñara del centro habanero. Al entrar en la oficina de la calle Oficios, Julie tecleaba con ahínco su Remington. En cinco años que hacía que se conocían, aquella mujer tímida y de escaso atractivo había hecho gala de una diligencia fuera de lo común como empleada del banco. Era discreta en el trato con los clientes, meticulosa con la caja y metódica en el manejo de los expedientes y archivos. Había nacido en Toronto, pero hablaba un castellano perfecto, herencia de madre española.
—Buenos días, señor Fernández —saludó Julie. Se quitó las gruesas gafas de concha y empezó a limpiarlas con un pañuelo—. Hace un rato vino un hombre preguntando por usted.
—¿Sabe quién era? —cuestionó Albino extrañado de recibir una visita tan temprana.
Julie consultó su libreta.
—Se llama John Panetta. Norteamericano, o eso me ha parecido a juzgar por su acento.
—¿Le comentó el señor Panetta qué se le ofrecía?
—Fue escueto en palabras. Solo dijo que tenía interés en charlar con usted, que le urgía y que le aguardaría en el hotel Santa Isabel.
Albino no llegó a quitarse el sombrero. Consideró por un instante la posibilidad de que se tratara de un nuevo cliente y decidió acudir al encuentro. Los precios no dejaban de subir y los impositores se veían obligados a echar mano de sus ahorros. Había escasez de nuevos depósitos y los descubiertos en las cuentas de los clientes estaban a la orden del día. La sucursal estaba lejos de cumplir los objetivos impuestos por algún ejecutivo de pacotilla que a buen seguro no situaría Cuba en el mapa. Mientras el American Bank acababa de ampliar su oficina del paseo del Prado, la modesta delegación del Banco de Canadá en La Habana parecía tener los días contados, lo que no dejaba de suponer un quebradero de cabeza para su director.
El hotel Santa Isabel era un viejo caserón colonial del siglo XVIII próximo a la bahía. Se hallaba en la plaza de Armas, junto al Templete, un pequeño edificio neoclásico levantado para conmemorar la fundación de la ciudad en 1599. Albino atravesó el recibidor y llegó a un patio de estilo español lleno de plantas donde algunos huéspedes desayunaban en las mesas de mármol dispuestas alrededor de una fuente.
El caballero del fondo que le hizo señas estaba sentado cómodamente en un sillón de mimbre, con un vaso en la mano. Vestía un traje blanco con una camisa gris de rayas y corbata negra. Tenía el rostro tostado por el sol y el pelo negro engominado peinado hacia atrás. Le estrechó la mano sin levantarse y se presentó.
—Me llamo John Panetta. Le agradezco de veras que haya venido. Por favor, siéntese.
Un camarero se acercó a preguntar qué tomaría. Albino ordenó un café y encendió un cigarrillo.
—¿Es usted norteamericano? —preguntó de forma instintiva.
Panetta hizo un gesto de asentimiento.
—De Nueva York —contestó—. Hijo de italianos, como podrá deducir por mi apellido. Mis padres eran de Nápoles. Allí no tenían futuro, así que decidieron probar fortuna al otro lado del Atlántico. Se asentaron en Mulberry Street, donde yo nací unos años después. —Apuró el vaso—. ¿Qué me dice de usted? ¿Español?
—De Asturias, una región al norte del país.
—¿Hace mucho que vive en La Habana?
—Prácticamente, toda mi vida. Vine con mis padres siendo yo un muchacho, allá por 1900.
—Es usted afortunado —comentó Panetta—. La Habana es una ciudad fantástica. Aquí uno puede encontrar todo lo que desee.
Una brisa agradable se coló en el patio.
—Bien, señor Panetta. Usted dirá en qué puedo ayudarle.
—Verá, estoy interesado en los servicios de su banco.
Albino se alegró de haber acertado al pensar que podía tratarse de un nuevo cliente, pero no quiso sacar conclusiones apresuradas.
—¿Quiere usted abrir una cuenta en el Banco de Canadá? —consultó con corrección.
—En realidad, deseo confiarle un dinero.
—Bueno, digamos que a eso es a lo que nos dedicamos.
—Señor Fernández —manifestó Panetta lentamente, inclinándose hacia adelante—, quiero hacer un depósito de un millón de dólares americanos —tras decir estas palabras, puso sobre la mesa un maletín de cuero negro y añadió—: En efectivo.
Albino miró el maletín perplejo, sin saber qué decir.
—¿Habla usted en serio? —dudó al fin, nerviosamente.
El americano le dirigió una sonrisa condescendiente.
—Le aseguro —retomó— que su escepticismo se desvanecerá tan pronto como abra esta cartera.
La copa de Panetta estaba vacía, así que llamó a un camarero y encargó un ron.
—¿Desea acompañarme, señor Fernández?
Albino no acostumbraba a beber tan temprano, pero la ocasión lo merecía.
—Tomaré lo mismo —pidió al camarero.
Permanecieron unos instantes en silencio.
—¿Puedo saber a qué se dedica, señor? —quiso saber Albino.
—Soy propietario de una empresa de importación de maquinaria industrial. Tengo buenos contactos comerciales en América del Sur. Colombia, Venezuela, Argentina… Allí he trabajado duro durante años. Afortunadamente, el negocio prospera y ahora busco ampliar horizontes. He considerado que Cuba podría ser un buen lugar para invertir una parte de mis ganancias.
—¿Y este dinero? —dudó Albino desviando la vista hacia el maletín que Panetta había dejado en la mesa.
—Este dinero lo necesito para abrirme camino en Cuba. Tenga en cuenta que debo despachar cartas de crédito, adquirir nuevas máquinas y crear una red comercial en la isla. Empezaré con una primera delegación aquí, en La Habana, pero, si las cosas van como espero, abriré sucursales en otras ciudades como Santiago y Matanzas.
El camarero trajo las bebidas y Panetta le dio una propina.
—Señor Fernández —expresó Panetta—, sepa usted que soy un hombre extremadamente discreto. Confío en que nuestra relación quede a salvo de rumores y habladurías.
—No tenga cuidado por eso —repuso Albino—. Nuestro banco mantiene un protocolo muy estricto en cuanto al secreto se refiere. Créame, queda usted en buenas manos.
—Así lo espero. Me han dado buenas referencias de usted y confío en su profesionalidad.
Panetta consultó el reloj y dio por concluida la conversación. Despachó la copa de un trago y mencionó:
—Deberá disculparme ahora. Salgo de viaje a mediodía. Estaré fuera un par de semanas. Llévese el dinero y cuéntelo en su oficina. Hágame llegar la documentación a la habitación número 15. Pero no se demore. Quiero dejarlo todo dispuesto antes de partir.
Albino se levantó y dejó el hotel sosteniendo con fuerza el maletín. Le inquietaba llevar tanto dinero encima, pero el banco no estaba lejos y apenas le costó llegar unos minutos. Se encerró en su despacho y dedicó más de una hora a contar los billetes. Panetta no mentía. Allí había un millón de dólares.
Después de guardar el dinero en la caja fuerte, preparó los impresos y ordenó a Julie que fuese a entregárselos personalmente a Panetta. Más adelante tendría tiempo de enviar un cable a la central. El supervisor no lo iba a creer. Tantas veces le había amenazado con cerrar la oficina y ahora tendría que subirle el sueldo. Sin duda, aquel era su día de suerte. Y esa noche lo celebraría por todo lo alto con Dolores.
2
El aspecto con que Abel Santos se presentó en la redacción del periódico delataba una de las peores resacas de los últimos tiempos. Estaba pálido. Llevaba suelto el nudo de la corbata y la camisa arrugada sobresalía por encima del pantalón. Toda su ropa desprendía un olor insano a alcohol y tabaco.
A sus treinta y cuatro años, Santos había adquirido el hábito de apostar en las peleas de gallos y, frecuentemente, acaba malgastando sus ganancias en las tabernas menos recomendables del puerto. La noche anterior se había embolsado cincuenta pesos gracias a la destreza de un gallo enorme de plumas naranjas llamado Espartaco. Luego se dejó seducir por una mulata con la ropa ceñida a la que había examinado de arriba abajo mientras bailaba descalza el repertorio musical que un cuarteto tocaba en