La Revolución Francesa - Bernard Fay
La Revolución Francesa - Bernard Fay
La Revolución Francesa - Bernard Fay
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LA REVOLUCION
FRANCESA
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V.
'en EDICIONES SIGLO VEINTE
Cs} BUENOS AIRES
Titulo del original frances
LA GRANDE RÉVOLUTION
Le Livre Contemporain - Paris
Traducción de
PATRICIO CANTO
13
Libro Primero
LA REVOLUCION FILOSOFICA
T
Capítulo P rimero
LA MODA CONTRA LA MONARQUÍA
23
IT
Capítulo II
EL INSTRUMENTO REVOLUCIONARIO
DE LOS FILÓSOFOS
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yaba en la alta nobleza, descontenta de su subordinación a los
ministros, y en los grandes financistas, impacientes por dominar y
deseando mantener sus posiciones en los salones de moda. En esta
sociedad ociosa y refinada, las mujeres ejercían un imperio so
berano. Y la carrera escandalosa de la Pompadour, esa burguesa
que Luis XV impuso a su corte, indignaba a todas las damas. Los
salones ardían.
El nuevo impuesto fue execrado por todos. Esta vez el clero
tomó partido contra el rey. Por lo general, desde Clodoveo y San
Remigio, una alianza unía al rey, piadoso o indolente, al clero, que
le hacía falta para dirigir las almas y también las inteligencias.
Durante siglos, en Francia, el cura sólo formó la opinión de las ma-
sas, pues sólo él las informaba desde el púlpito.
En 1750, la Asamblea General del clero, dominada por los obis
pos, se negó a aceptar el nuevo impuesto. Machault, en su edicto,'
había prometido una repartición más equitativa de las cargas y me
jores salarios para el sacerdote rural, pero el alto clero respondió
por la pluma del obispo de Rennes: “Nuestra conciencia y nuestro
honor no nos permiten consentir que se convierta en tributo nece
sario lo que sólo puede ser una ofrenda de nuestro amor”.
De modo más jurídico, la Asamblea alegaba que su inmunidad
para todos los impuestos “estaba esencialmente ligada con la forma'
y la constitución del gobierno”, y debía ser puesta “en el rango de
las leyes primitivas e inalterables que fundamentan el derecho de
las naciones”. Además, los obispos alentaban la prosperidad de las
asociaciones de sacerdotes, que los sostenían con celo. Las revueltas
populares de mayo de 1750, las perturbaciones graves que se pro
dujeron al respecto en los Estados de Borgoña, de Provenza, de Ar-
tois y de Bretaña —durante las cuales se habló de separarse de
Francia y unirse a Inglaterra-—, toda esta efervescencia convenció
al rey que era menester no insistir en el asunto, es decir, ceder.
Machault siguió siendo el gran vencido; si había podido vencer la
resistencia del conjunto de la nobleza, salvo en Bretaña, el clero,
que poseía la quinta parte de las riquezas de Francia, se sustraíai
a sus órdenes y desafiaba la autoridad del rey. Fue menester recu
rrir nuevamente a los empréstitos, a todos los viejos subterfugios
usados y peligrosos que llevaban fatalmente al desastre. Final
mente, cansado e indignado, el ministro abandonó las Finanzas (24
de julio de 1754) manteniendo el cargo de Guardián del Sello y Mi-
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nistro de Marina. Asimismo supo conservar la estima afectuosa del
rey y una gran popularidad. El clero fue en esta ocasión objeto de
qriticas universales. Inclusive la masa de los curas y de sacerdotes
del segundo orden no ocultó la indignación contra sus directores;
uno de ellos, el abate Constantin, quiso expresarlo en un libelo: La
Voz del Sacerdote. Mediante canciones, juegos de palabras e in
sultos, el público dio rienda suelta a su desprecio contra aquellos
prelados altaneros que se habían negado a compartir los gastos del
país y ni siquiera permitían que se conociera el monto de sus for
tunas. El odio contra el clero se acrecentó.
Al mismo tiempo, la querella del jansenismo renacía. El arzobis-
• po de París, monsieur de Beaumont, prohibió a los sacerdotes de
París dar la extremaunción y el viático a los jansenistas que no
hubieran abjurado de sus errores y obtenido una bula de absolu
ción de un sacerdote dócil a Roma. Los jansenistas apelaron ante
el Parlamento, que les dio la razón. No muy al, corriente de los
debates, el pueblo se indignaba al ver tanta intolerancia y egoísmo
en la Iglesia; se apartaba de ella; el número de comuniones, en la
capital, disminuyó en dos terceras partes. Los jansenistas, cuya
propaganda violenta, cuya extremada obstinación y cuyas convul
siones escandalosas sobre la tumba del diácono Páris, habían re
pugnado a los más prudentes, volvieron a ganar la simpatía popu
lar, obtuvieron la protección del Parlamento y la de numerosos
miembros del gobierno, nobles, escritores y galicanos, tan poderosos
dentro del clero francés de la época. Los mismos filósofos volaban
a socorrerlos. Está querella lamentable de unos creyentes contra
otros y el escándalo que fue su consecuencia dieron a los incrédulos,
a los libertinos, a todos aquellos a quienes la autoridad del Papa y
la riqueza de la Iglesia de Francia, su poder y su influencia irri
taban, una ocasión muy favorable para atacar los dogmas, la dis
ciplina y la jerarquía católicos.
Los filósofos llevaron a cabo el ataque. Predicaron la “razón”,
las luces y las útiles enseñanzas que les inspiraba su celo. Tomando
por su cuenta la guerra que libertinos y protestantes llevaban á
cabo contra el clero y el Papa romano, convirtieron a ésta en uno
de los puntos cardinales de sus lecciones. En 1749-1750 esta moda
había llegado al apogeo. Marivaux, tan perspicaz en sus juicios
como en sus piezas, se había complacido en declarar en su expo
sición ante la Academia Francesa (diciembre de 1749): “¿Por qué
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son los filósofos más respetados que los literatos? ¿Por qué Newton
y Malebranche más que Corneille y Racine?” Esta disertación fue
largamente aplaudida y los filósofos, en caso de haberlo olvidado,
constataron su poder. Desde sus retiros errantes, Voltaire, que lo
sabía hacer muy bien, incitaba a sus amigos y discípulos a la ac
ción. Éstos, sólidamente apoyados por algunas hermosas damas in
fluyentes y algunos financistas poderosos, rivalizaban en audacia.
Ya no estaban solos para obrar sobre la opinión; su aliada, la franc
masonería, los ayudaba discretamente, predicando la igualdad y
la religión de la humanidad. A fin de difundir sus puntos de vista,
la francmasonería inglesa evitaba la polémica, siempre peligrosa,
pero utilizaba una obra, aparentemente anodina, redactada por uno
de sus hermanos: la Enciclopedia de Chambers. En 1745 los maso
nes franceses trataron de traducirla, pero las estafas del librero edi
tor Lebreton y las querellas consecuentes retardaron la aparición;
fue entonces que Diderot, la inteligencia más potente entre la cohor
te filosófica, tomó el asunto en sus manos.
A partir de 1748 se puso a la obra, utilizando y volviendo a
escribir lo que habían preparado los traductores de Lebreton. Con
el apoyo de dos libreros francmasones, Briasson y David, Diderot
se puso a preparar la operación, reunió a sus colaboradores y les
distribuyó los respectivos papeles. A d’Alembert, las matemáticas;
a Jean-Jacques Rousseau, la música, etc. El gran patrón, Voltaire,
iba a enviar lo que pudiera y cuando se le diera la gana. La deten
ción de Diderot, que pasó en la cárcel una parte del año 1749, de
moró la operación; pero en 1750, cuando apareció el programa de
la obra, el momento pareció el indicado. Los salones franceses y
extranjeros, todas las academias, el público de París y de Europa,
todos se volvían hacia los filósofos y hacia su equipo combatiente.
La encantadora mademoiselle de Ligniville, que acababa de casarse
con el doctor Helvetius, tan rico en escudos como en filosofía, se
convirtió en el centro de esa brigada y reunía en su casa todos los
martes a la una, para almorzar, a Duelos, Diderot, d’Alembert,
Raynal, y después a Turgot, Condorcet, Galiani, Morellet, Marmon-
tel, Hume cuando pasaba por París, y a las figuras menores. Se
charlaba d!e firme hasta las siete de la tarde; la Enciclopedia fue
hablada antes de ser escrita.
En aquella época en que aún no existía la prensa de informa
ción y en que los personajes distinguidos de todos los países fre
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cuentaban los salones y traían sus noticias, un cenáculo semejante,
elegante, cosmopolita y masón (pues madame Helvetius y su marido
eran fieles a esta sociedad) formaba un puesto de observación ad
mirable. Las noticias financieras, políticas y administrativas lle
gaban muy pronto; en cuanto surgía un peligro se daba la alerta,
se tomaban las medidas necesarias, ya que ni Machault, ni Ma-
lesherbes, ni Saint-Florentin podían negarse a ayudar a un hermano
filósofo en apuros. Este salón, la influencia de madame de Pom
padour y la moda reinante permitieron a los filósofos el conquistar
en esta época la Academia; uno de ellos, Duelos, se convirtió en
secretario perpetuo en 1749. Así pudo aportar a la operación en
curso una poderosa ayuda: para ser recibido en la Academia había
que gustar a los filósofos, prestarles alguno que otro favor. . . ¿Qué
gran señor, qué financista, qué escritor podía negarse a esto? Los
censores nombrados por el rey eran también escritores que desea
ban entrar a la Academia. Ante esta obra tan considerable, tan sos
tenida, tan útil, se inclinaban. ¿Cómo sorprenderse de que la En
ciclopedia haya sido todo un triunfo y que nada ni nadie haya
podido detener su publicación?
En las clases altas de toda Europa, desde Inglaterra hasta Rusia,
la Enciclopedia obtuvo un triunfo resplandeciente. Los grandes se
ñores, los príncipes, los reyes, los emperadores estaban entusias
mados con ella y la ayudaban. Sostenida por el extranjero, la filo
sofía empezó a establecer su imperio sobre los círculos dirigentes
de Francia. *
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Capítulo III
LA FILOSOFÍA EN EL PODER
42
Libro Segundo
LA REVOLUCION REAL
Capítulo Primero
51
Capítulo II
EL REY INTENTA UNA REVOLUCIÓN
61
pueda comunicarse a otros puntos que nos interesan en ese hemis
ferio . . . Los ingleses sentirían menos sus desgracias si pudieran
compartirlas con nosotros o, por lo menos, desquitarse de ellas á
costa nuestra. Nuestras posesiones americanas pueden ser tentado
ras.. . ” Alertó al rey a que se ocupara de cerca del asunto, a armar
tropas y regimientos con el propósito de no ser sorprendidos como
en 1754-1755, a fin de evitar a cualquier precio una guerra en
Europa que volvería a la situación peligrosa en que estuvo Fran
cia entre 1756 y 1763: una lucha en tierra y por mar, agotadora,
costosa, funesta. Luis XVI no quería tal cosa, pero deseaba vengar
a Francia de la humillación de 1763. Sabía que, para sacar ventaja
de un conflicto anglo-americano, había que renunciar a toda ad
quisición importante y que, a este precio, era posible obtener un
triunfo, volver a poner a Inglaterra en un segundo plano y a Fran
cia en primer término.
La disposición de los espíritus facilitaba esta operación. Al po
ner de moda al “buen salvaje” y a las costumbres sencillas, Jean-
Jacques había preparado la opinión para recibir favorablemente
la rebelión de la lejana y salvaje América en contra de una Ingla
terra desbordante de riquezas y de vicios. Los salones, las noticias de
mano, los cafés, recogían ávidamente todo lo que llegaba del otro
lado del Atlántico. La joven nobleza, enamorada de la guerra, lan
zaba miradas al continente afiebrado. Uno de los señores más ricos
de la corte joven, el marqués de La Fayette, que acababa de verse
envuelto en una historia amorosa ridicula y poco honrosa, soñaba
con unirse a los “insurgentes” del Nuevo Mundo y cubrirse de
gloria. Sus parientes y amigos, el vizconde de Noailles, los Broglie,
los Ségur, también anhelaban partir con él: acababa de nacer
una moda.
El sentimiento, el patriotismo y la filosofía, todo contribuía á
la popularidad de los insurgentes. Y ellos tuvieron la habilidad y
la suerte de saber explotar la ocasión: cuando Benjamín Franklin
desembarcó en suelo francés, a principios de diciembre de 1776,
todos lo recibieron como a un patriarca y le manifestaron entu
siasmo, respeto y deleite. Franklin, que acababa de pasar cerca de
veinte años en Londres como representante de las principales colo
nias americanas, poseía un seguro sentido psicológico y unas mane
ras muy sutiles. Como masón, conocía sus secretos; como masón,'
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Ch o derlo s d e L aclos.
En los entretelones de
la Revolución se agita
Laclos, consejero del du
que de Orléans, primer
príncipe de sangre que
aspira a obtener la Re
gencia, y a maniobrar
hacia una monarquía
constitucional. La in
mensa fortuna de los
Orléans y la influencia
sutil y maniobrera de la
masonería, de la cual el
duque es Gran Maestre,
operan activamente en
los preludios revolucio
narios.
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(1717-1883) quien se ocupa de
la redacción y publicación de
la Enciclopedia, compendio de
todos los conocimientos de ese
tiempo, desafío al atraso inte
lectual de la aristocracia fran
cesa, especialmente dedicado a
la matemática y la técnica.
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en is (1713-1884).
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Capítulo III
REVOLUCIÓN FILOSÓFICA O REVOLUCIÓN REGIA
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de lal asamblea ni la necesidad de sacrificios financieros. La gente
prefería burlarse. Como la Asamblea debía celebrarse en la Sala
de Menudos en Versalles, se contaba “que las dos compañías de
cómicos, que representaban allí por turno, lo hacían para tener
allí diputados”. En una esquina de París una vendedora voceaba
su mercancía, unos muñecos chinos denominados “pagodas”, cuyas
cabezas movedizas divertían a los niños; un transeúnte le dio un
escudo de seis libras y le dijo: “Buena mujer, gritad «Vendo No
tables», y veréis que todo el mundo viene a comprarlos” ; la mujer
así lo hizo y efectivamente vendió toda su mercancía. Este refrán
se repetía en todas partes; un chiste eclesiástico aplicaba a los No
tables las estrofas del Salmo 103: “Los ídolos de las naciones
están hechos de plata y de oro, son obra de la mano de los hombres.
Tienen boca y no hablan, tienen ojos y no ven. . .” Y el mariscal
de Ségur, gran amigo de Necker, a quien se interrogó para saber
si habría de asistir a la Asamblea, contestó: “Nada más falso. En
esa Asamblea no hace falta lengua: bastará con tener orejas”. Al
humillar de antemano a los Notables, la oposición, o mejor dicho
las oposiciones federadas, querían forzarlos a eclipsarse. De hecho,
mientras duró la larga espera, los Notables se preguntaron con cre
ciente inquietud: “¿Qué quieren de nosotros?” Y todos, inclusive
los mejores dispuestos, temían que Calonne tuviera intenciones de
servirse de ellos para hacer aprobar medidas impopulares.
Éste, sin embargo, había demostrado ser buen jugador; desde
mediados de enero, de acuerdo con el rey, había presentado su pro
yecto a la reina. El arzobispo de Toulouse, Loménie de Brienne, se
encontraba presente, dicen las M em orias de Bachaumont; Calonne
se esforzó en ganarlo para su partido y le presentó la lista de los
Notables eclesiásticos, solicitándole que la completara. Loménie
se jactó luego de haber hecho la lista con sus amigos y los de
Necker. Por otra parte, la reina apenas se molestaba en ocultar
la hostilidad que le inspiraba el Fiscal General, y el público no
ignoraba esto. Una noche de enero, mientras asistía a una función
en el teatro de Versalles, donde representaban Théodore , uno de
los actores que interpretaba a un caballerizo del rey, en el momento
en que preguntaba a éste en dónde podía encontrar dinero, porque
no lo había, se oyó gritar a una voz desde la platea: “¡Reunid a
los Notables!” Cada día la campaña se volvía más áspera; ni
siquiera se respetaba a la persona de Calonne. Corrían rumores de
81
que Calonne escupía sangre: “¿La suya o la de la nación?”, comen
taban sus enemigos.
En un medio preparado de esta manera, la tarea se volvía muy
difícil para Calonne, privado de Yergennes y, a la vez, abandonado
por Miromesnil, que se volvía hacia la mayoría del Consejo del
Rey, con los neckeristas, Castries y Ségur. Sólo le quedó la espe
ranza de que los personajes importantes que formaban la Asamblea
fueran conscientes de sus deberes y del peligro que correrían en
caso del fracaso de la reforma; los distribuyó en siete oficinas, cada
una de ellas presidida por un príncipe de la sangre, de quienes es
peraba que, con su prestigio y su influencia, sostendrían la política
del rey. Pero en el momento mismo de inaugurarse la Asamblea,
un volante impreso empezó a circular por todas partes, especial
mente por Versalles, con los nombres, el curriculum vitae y el re
trato de cada Notable, acompañado de amenazas formales en caso
de dejarse convencer por Calonne. En el estado actual de nuestros
conocimientos no es posible saber si este conjunto de fichas fue
creado por Necker, en las oficinas del duque de Orleáns, por la
Logia de la Armonía o por los parlamentarios. Las apariencias
inducen a pensar que todos estos organismos trabajaban unidos, del
mismo modo que iban a hacerlo en 1787-1788. En Las Memorias
de Bachaumont, conocidas por su tendencia orleanista, se publica
ron estos volantes, junto con las amenazas en contra de los Notables
que no obraran con la suficiente energía o rapidez en el sentido
deseado. El 19 de marzo se acusó a los señores d’Estaing, a de
Bouillé y a La Fayette de “no haber presentado ninguna propuesta
vigorosa” y de haberse mostrado “serviles”. Este último fue el más
atacado: se contaba con su debilidad para forzarlo a tener un gesto
de rebeldía que probara su fuerza. Así, también se difundió deli
cadamente el rumor de que “el señor conde de Simiane, esposo de-
la hermosa señora de Simiane. .. se había suicidado recientemente
en medio de un ataque de celos causado por el marqués de La
Fayette”. Azuzado por estos latiguillos, el noble marqués reaccionó.
Finalmente, el 22 de febrero, enterrado ya el conde de Vergennes,
curado monsieur de Calonne y Miromesnil restablecido, con todos
los preparativos listos, el rey inauguró la Asamblea de Notables.
En un discurso breve, caluroso y hábil, recordó la Asamblea cele
brada en 1596 por Enrique IV y el discurso de éste: “No os hes
reunido como solían hacerlo mis predecesores, para obligados a
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aprobar ciegamente mis voluntades. Os he reunido para escuchar
vuestros consejos, para creerlos, para seguirlos, en una palabra,
para ponerme en vuestras manos”. Con estas frases, el astuto bear-
nés había logrado todo lo que deseaba. Luis XVI fue muy aplau
dido, pues no era menos amado que Enrique IV; pero antes de
decidir, escuchó a Calonne. Éste pronunció un discurso preciso y
brillante; puso las cartas sobre la mesa y reveló la situación finan
ciera en toda su gravedad; declaró que, a partir de Terray, que ha
bía hecho bajar el déficit en 40 millones, éste había crecido incesan
temente y que al llegar al ministerio se había encontrado con un
déficit de 80 millones; insistió en la obra útil que había logrado
reálizar, aunque reconoció que, con semejante déficit, el Estado
se encontraba en serio peligro. Cualquier empréstito, cualquier an
ticipación eran una locura; había que recurrir a economías y a
una reforma de conjunto, suprimir todos los abusos, todos los pri
vilegios financieros que disminuían el rendimiento de los impues
tos, a fin de crear la uniformidad en la repartición de las cargas
públicas; preconizaba, pues, asambleas provinciales encargadas de
distribuir equitativamente los impuestos, una subvención territorial
en especies que reemplazara al vigésimo y que se aplicara a todas
las tierras, el reembolso de la deuda del clero, el alivio del tributo
y la gabela, el reemplazo del impuesto directo por una contribu
ción pecuniaria, la supresión de las aduanas interiores, etc. Y ter
minaba con estas palabras: “Debéis recordar que se trata de la
suerte del Estado y que los medios ordinarios no son capaces de
procurar el bien que el rey quiere hacer, ni preservar de los males
que quiere prevenir”.
Al dirigirse a aquellos privilegiados, Calonne les mostró que,
sí no aceptaban los sacrificios que Ies pedía, exponían a Francia a
una racha de anarquía, en que los intereses del país y todas sus
propiedades estarían en peligro. Les proponía una reforma inmensa
y costosa para ellos, pero que habría de garantizarles el manteni
miento de sus rangos, de sus bienes y de sus ventajas esenciales, de
los cuales era garantía el Estado monárquico.
Obsesos por la propaganda de las últimas semanas y dejándose
guiar por las consignas de la oposición, los principales Notables
vieron en este discurso un reconocimiento de debilidad y un es
fuerzo encaminado a endilgarles aplastantes responsabilidades. Sus
esperanzas se despertaron, excitadas por los temores que habían sa
83
bido inspirarles desde hacía un mes. Ellos recordaban que, en su
gran libro, Necker describía las finanzas del Estado en estado de
buena salud, y que Calonne, en los preámbulos de sus empréstitos,
empleaba el mismo lenguaje. Se juzgó que Calonne mentía o que
había dilapidado durante su ministerio los tesoros acumulados por
Necker. Se quiso pensar esto y se lo pensó. Se declaró que el plan
era el de un “Terray borracho” ; aunque se sabía que el conjunto
de las ideas de Calonne correspondía a los deseos del pueblo; eran
ideas sensatas, pero se las rechazó porque venían de él. Lejos de
detener este movimiento de rebelión, los príncips de la sangre lo
apoyaron, algunos abiertamente, como Orleáns, otros por lo bajo,
como Provenza. Siempre reticente en el momento crítico y decisivo,
Orleáns declaró a quien quiso oírlo que estos proyectos habrían de
costarle 300.000 libras de renta; después se fue a cazar, dejando
actuar a sus cómplices; Provenza fingió escuchar con gran aten
ción e imparcialidad, pero en su despacho sólo dejó hablar a los
enemigos de Calonne; luego, de común acuerdo, orleanistas, par
lamentarios, masones, en una palabra, todos los opositores, se ca
llaron y dejaron un lugar abierto a la gran intriga eclesiástica, in
citando al alto clero a comprometerse. Los prelados, después de
recibir lo suyo, cedieron; Dillon, arzobispo de Narbona, uno de
los obispos “administradores” más escandaloso y más endeudado,
fue el primero en abrir el fuego: “¿Creéis que somos terneros o
animales' para reunirnos con el único propósito de sancionar un
asunto ya enteramente digerido?” Como Calonne quería llevar a
las realidades al levantisco prelado, éste añadió: “Monsieur de
Calonne tiene la intención de desangrar a Francia y les pide a los
Notables su opinión sobre el problema que consiste en saber si hay
que hacerle una sangría en el pie, en el brazo o en la yugular”. Di
llon, orgulloso de su intervención y maniobrado hábilmente por
Loménie de Brienne, actuó a partir de ese momento como jefe de
su Orden, a la cual reunía diariamente en su .casa. “Se exponía lo
que había ocurrido por la mañana y se fijaba la opinión de lo que
habría que declarar al día siguiente”. Se distribuían los papeles.
Hinchado de orgullo y versado en las tradiciones parlamentarias
que su familia había traído de Inglaterra, Dillon se complacía en
romper vidrios e insultar al ministro. Esto convenía a los parla
mentarios, que reservaban su opinión y tenían largos coloquios en
casa de Miromesnil. En los despachos, de acuerdo con la consigna,
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observaban y callaban. Poco unidos entre ellos, los nobles seguían
al clero. Los miembros del Tercer Estado, intimidados, rivalizaban
en celo con los privilegiados a fin de no ser menos: todos se unían
en los apostrofes contra Calonne.
Tan sólo el país lo hubiera aprobado, pues Calonne proponía
asambleas parroquiales, de distrito, de provincia, en las cuales
todo ciudadano con una entrada de 600 libras o más podía ser
elector y elegido. Los privilegiados estarían sometidos a los im
puestos, como los otros ciudadanos. A estos últimos les habría hecho
falta mucha prudencia, clarividencia y disciplina monárquica para
consentir en ello. Ninguno lo comprendió y los más lúcidos, como
Provenza, sólo pensaron en sus intereses inmediatos. Desde 1715
los príncipes de la sangre y los grandes señores estaban habituados
a la indisciplina; una vez más se abandonaron a ella con brío, sin
darse cuenta que se perdían a sí mismos. El despacho de Provenza,
que se sentía cubierto por ser hermano del rey, rechazó francamente
las asambleas provinciales. Los otros lo imitaron .
La oposición, bien organizada, se encarnizó. Un punto parecía
evidente a todos: aceptar el proyecto de Calonne era mantener al
ministro en el poder, dar a la monarquía tradicional un nuevo
plazo prolongado y evitar la Revolución que todos anhelaban para
aumentar sus poderes. Estos textos, en los cuales habían trabajado
Panchaud, Dupont de Nemours, Talleyrand y el abate Louis, co
rrespondían al conjunto de las necesidades y los deseos del pueblo
francés; por este motivo los Notables evitaron cautelosamente en
tablar la discusión fundamentalmente; se declaró que se aceptaban
los principios, pero se argüyó sobre los detalles ; se condenó la per
cepción en especie, se emitieron dudas sobre la realidad del dé
ficit, se embrolló la discusión y Calonne apareció como oponién
dose a Calonne.
Un autor de almanaques pretendía en un folleto que el total de
las entradas públicas se elevaba a 1.000 millones, los gastos a 33l
millones y las erogaciones de percepción a 669 millones. El libelo
se vendió como pan y contribuyó a confundir más aún los espíritus
Calonne, paciente, contestó en su Supplément d9Instruction en ce qui
concerne Vimpôt territorial que Luis XVI deseaba una subvención
territorial universal, que él estaba decidido a adoptarla, y que con
sultaba tan sólo a los Notables respecto a los medios de realizar
el proyecto. Hubo una nueva explosión de cólera y de ironía. En
85
todas partes se difundió la fábula del cocinero y los pollos: el co- '
cinero decía a los pollos estos versitos:
Esforzaos, rascándoos lo cabeza,
en encontrar buenas razones;
de forma, pero no de fondo.
Os tragaré a todos:
éste es mi manifiesto;
en cuanto a la salsa, decidid vosotros;
mi cocinero hará el resto.
Desencadenados, pero dispuestos a hacerse populares, los No*
tables aceptaron las véntajas materiales que Calonne ofrecía al
pueblo: disminución del tributo, libertad del comercio de cereales,
transformación de la prestación de servicios en una contribución
financiera; pero rechazaron el resto, lo indispensable, lo que hu
biera permitido ál Estado durar y evitar una revolución.
Calonne, sostenido por el rey y por sus fieles, reunió en una
conferencia particular a sus peores enemigos, los arzobispos “ad
ministradores”, que sé habían ligado y trataban de poner en el mi
nisterio a Loménié de Brienne: el mismo Brienné, el grosero Dillón,
el. sutil Boisgelin y el intrigante Cicé. Sin contemplaciones, les
declaró: “No hay nadie que no deba temblar si la operación fra
casa: es un recurso extremo. . . Hagamos una transacción: apoyad
mi operación y reemplazadme después”. Durante cinco horas dis
cutió, prodigando una inteligencia sutil, flexible y abierta, tole
rando todos los argumentos, respondiendo a todas las objeciones;
hizo más aún, se presentó en cada uno de los despachos y argu
mentó; tuvo respuestas y paciencia para todo. Redujo al silencio
a sus adversarios y obtuvo de ellos una promesa tácita de aceptar
la subvención territorial con las modificaciones de forma. Podía
esperar la victoria y la habría logrado si la opinión, dirigida por
los conjurados, no hubierá concentrado toda su atención en los
“abusos” cometidos por los ministros y por él mismo Calonne, sin
querer tomar en cuenta la confianza que se debía a un rey que,
desde hacía trece años, gobernaba al país con prudencia; acierto y
lealtad, sin tener en cuenta* las necesidades urgentes del Estado,
los peligros externos e internos qué amenazaban al país, y él riesgo
inménso que hacía correr a sus órdenes al empujar la monarquía
hácia la bancarrota. Llevados por el impulso que los filósofos, los
86
parlamentos y la masonería habían impreso a todos los espíritus
de las clases altas, se empecinaron. El tiempo pasó y la crisis del
Tesoro se agravó.
Las intrigas opositoras se expandían: canciones insultantes
contra Calonne, provenientes del Palais-Royal, se difundieron; se
creó un “chaleco de los Notables”, en el cual se veía la mano del
rey hurgando en la faltriquera del portador de la prenda. Carteles,
volantes, folletos, alentaban y amenazaban a los Notables; Calonne
luchaba en vano, Al defenderse, debió enfrentar a Necker, que ha
bía llenado todas las cabezas con sus cálculos falsos. Necker: pro
testó a gritos y exigió una confrontación, que Calonne deseaba,
pero que el rey prohibió para no propagar el escándalo; los salones,
excitados por la mujer de Provenza, por mademoiselle Necker y
sus amigas, estaban llenos de imprecaciones contra el ministro; lo?
partidarios del ginebrino y sobre todo Castries, acosaban al rey
con sus protestas; finalmente, consciente del peligro, el ministrq
de marina imploró a Luis XVI que llamara a Necker e hiciera la
guerra, pues era lo único que podía calmar al pueblo. Bonaparte
debió emplear también este medio, que culminó en Waterloo.
Manejada por Vermont, la reina se asoció a la intriga: todos los
días trasmitía a su marido el orden del día de la sesión de Ñor
tables, que Loménie de Brienne, con tanta obsecuencia como per;
fidia, redactaba para ella.
Fue entonces cuando estalló el asunto que echó por tierra la
reputación de Calonne. Con el propósito de detener la baja de los
fondos del Estado y de los valores franceses, Calonne había colo
cado 11 millones y medio de francos en asignaciones sobre el Te
soro, pagaderas a fines de 1787, a especuladores que debían com
prar al término acciones de la Compañía de Aguas y de la Com
pañía de las Indias. Pero uno de ellos, el abate d’Espagnac, apro
vechó para dar un gran golpe de Bolsa; compró 46.000 acciones de
la Compañía de las Indias, que podían liberarse a fin de marzo,
cuando en realidad sólo existían 37.000. De esta manera compro
metió a sus colegas y .al ministro quien, para librarse, debió pagar
cerca de 25 millones. Brienne, que estaba al acecho, lo supo; pre
sentó un memorial al rey, que la reina se encargó de entregar. A
la vez Mirabeau, bien pagado por Brienne, publicó su virulento
libelo, Denuncia del Agio, en el cual, al fulminar en nombre de
la moral a los especuladores deshonestos, se las tomaba contra
87
d’Espagnac, contra los agentes del ministro y, sin osar nombrarlo,
aunque claramente, contra el mismo Calonne, que hacía poco le
había negado una “subvención”. Este folleto tuvo enorme éxito. El
gobierno, sacudido en sus bases, se enconó. Varios agiotistas reci
bieron órdenes de prisión. D’Espagnac debió aislarse en Montargis;
monsieur de Veymerange, colaborador del ministro, que había pues
to en marcha la operación, se suicidó y aumentó así el escándalo.
Atado por todos lados, Calonne se vio obligado a defenderse en las
peores condiciones.
En ese momento La Fayette, debidamente administrado gracias
a las patadas que los patriotas le habían dado en el trasero, tomó
él camino de la gloria. Después de algunas escaramuzas, el 31 de
marzo de 1787 apoyó una moción del presidente de Nicolai, en lá
Cual se acusaba al fiscal general haber tolerado ventas e intercam
bios de propiedades escandalosamente onerosos para el Estado. La
discusión se inflamó; La Fayette terminó por escribir al rey una
carta en la cual denunciaba el agio del ministro y presentaba de
talles circunstanciados aunque falsos, sobre las compras hechas por
el rey desde 1774, “de rentas en tierras y bosques, que habían pro
ducido cerca de 72 millones de libras, de las cuales 50, aproxima
damente, eran rentas viajeras” y de dádivas que alcanzaban a 45
millones. Apoyada por el obispo de Langres y por otros Notables,
esta maniobra hizo mucho ruido y llevó el nombre de La Fayette
a las nubes entre los opositores, perjudicando tanto al ministro que
atacaba de frente como al rey, cuya prudencia, ya que no su hones
tidad, fue puesta en tela de juicio. Calonne estaba dispuesto a con
testar sin cautela y podía hacerlo, pues en este terreno se había
limitado a protestar y a frenar. Pero la Semana Santa estaba pró
xima y los Notables ya estaban a punto de disgregarse por unas
cuantas semanas y aún no habían formulado más que críticas. Luis
XVI se encontraba frente a una situación incomprensible, a un
déficit que aumentaba sin cesar y un Tesoro que se agotaba. De
todos modos, no acusó a su ministro, a quien estimaba mucho, dado
que lo había visto, desde el 22 de febrero, combatir valerosamente
contra los ardides de los conjurados, y aquilataba el peligro inmenso
en que se encontraban el Estado, la monarquía y Francia.
De todo esto, los Notables no se preocupaban; su inquietud iba
én otras direcciones. Mientras la lucha transcurrió a puertas ce
rradas, dentro de los muros de la Sala de Menudos, Calonne no
88
los alarmaba; pero sabían que, si aquel adversario lograba ex
poner ante el pueblo francés sus proyectos y los del rey, la causa
de los privilegiados se derrumbaba. Y el fiscal general, cansado
de luchar contra la mala fe, procuraba el apoyo del públieo a su
programa. A este efecto, el abogado Gerbier acababa de redactar,
siguiendo órdenes de Calonne, una “Advertencia” que resumía
las sugestiones y los argumentos del ministro; aquí se señalaba
que el pueblo no iba a tener que sufrir aumento de impuestos y
que se trataba de mejorar la distribución, exigiendo más de los
privilegiados. Calonne hizo diseminar este folleto en todo el país*
Los Notables entonces se apresuraron, todos estrechamente unidos,
junto a los amigos de Necker, los partidarios de Loménie, los par
lamentarios masones y orleanistas a protestar de viva voz contra el
agio y la impertinencia de Calonne; ellos, que por mil canales sub
terráneos no cesaban de hacerle la guerra y de difundir rumo
res, calumnias e insinuaciones mendaces, se indignaron cuando el
ministro se tomó la libertad de informar al público. ¿Acaso no
había hecho vocear la publicación en las calles? ¿Acaso no la había
enviado a los curas de campaña? Los grupos opositores, que tenían
en la manos los principales órganos de información, gacetas, noti
cias de mano, academias, salones, logias, alentaban el firme pro
pósito de silenciar al ministro. Levantaron el tono. Fue la señal
convenida. Todas las oficinas protestaron ante el rey en términos
virulentos, la más exaltada fue la del príncipe de Conti; Loménie
unió su voz a esta bulla confusa e imponente, que hasta entonces
había sido moderada, y sus informes al rey subrayaban el descré
dito de Calonne entre los Notables.
Luis XVI se encogió de hombros. Conocía a Necker y conocía
a los Notables. Pero sus ministros se agitaban. Montmorin, honrado
e impresionable, ligado además a Necker; Breteuil, violento e in
tuitivo, no quisieron sacrificarse por Calonne. Fueron a ver a la
reina, lograron que ella uniera sus instancias a las de ellos y di
jeron y repitieron al rey: “Para salvar los proyectos de Calonne,
si se los considera buenos, hay que hacer que él se vaya”. Su sola
presencia bastaba para echarlo todo a perder. María Antonieta
lloró; Provenza añadió su voz y sus promesas, y el rey pudo cons
tatar que, a menos que declarara la guerra a todo el alto clero
francés, tenía que abandonar a Calonne.
La tradición de su raza no le permitía castigar a los obispos in
89
trigantes, como hubiera sido necesario a fin de dominarlos. Los
conjurados habían calculado bien: un rey de Francia no podía en
viar seis arzobispos a la Bastilla.
En consecuencia, resolvió prescindir de Calonne sin retirarle
su estima ni su confianza. Luis XVI sabía muy bien que tan sólo
el plan de su ministro ofrecía a la monarquía la esperanza de una
nueva prosperidad, y que nadie fuera de él poseía la inteligencia;
el valor y el ingenio necesarios para dominar la situación; por lo
tanto eligió como sucesor a Bouvard de Fourqueux, hombre hono
rable y opaco, que no habría de negarse a seguir el programa y las
instrucciones de Calonne, a quien el rey recomendó sigilo y no
abandonar Versalles. (Calonne debía seguir dirigiendo la operación
por lo bajo.
Al mismo tiempo, Luis XVI despidió, a Miromesnil, cuyas
dobleces lo indignaban. Lo reemplazó por Guillaume de Lamoig-
non, pues su valor y su gran inteligencia lo recomendaban en aque
llas circunstancias (10 de abril de 1787).
Alarmados, los conspiradores se precipitaron a la acción; en
cuanto se supo la noticia del despido del Fiscal General, la gente
de los tribunales, el Palais-Royal, los agentes del Parlamento, de
la Logia de la Armonía, y Orleáns, organizaron en todo París des
files y manifestaciones; quemaron en todos los barrios muñecos
que representaban al ministro; se habló inclusive de ir a su casa
y quemarlo vivo; y mientras tanto, los salones celebraban a La
Fayette y a los prelados, héroes de los Notables. A fin de prote
gerlo, el rey debió enviar a Calonne lejos de Versalles, y Four1
queux, solo, se vino abajo. Su mujer no carecía de ambiciones, pero
él no tenía conocimientos, ni voluntad. No conocía las ofici
nas, ni los negocios, ni a los Notables. Deseaba librarse de ellos
y, con ayuda de Lamoignon, hacer que los parlamentos aceptaran
el programa del 22 de febrero. El rey, que apreciaba a éstos en su
valor y que se fiaba de las promesas de Provenza, defendió a los
Notables y los reunió el 23 de abril. Su alocución fue amistosa,
firme y breve. ' r
El conde de Provenza lo había engañado al prometer la obe
diencia de la Asamblea. Los Notables lloraron al oír el discurso y lo
aplaudieron, gozaron de su victoria, pero cuando Fourqueux les
leyó dos memoriales redactados por Calonne;,-cuando Lamoignon
como hombre de gobierno, les recordó sus deberes, los incitó al
90
trabajo y vituperó al escandaloso e incapaz arzobispo de Narbona,
los Notables se encresparon. La oposición se reanudó.
Ya sin control, la Bolsa marchaba cuesta abajo; el Tesoro es
taba vacío, la catástrofe que Calonne había predicho parecía inmi
nente. Espantado, Montmorin recomendó al rey la conciliación;
madame de Staël trabajaba en los salones, en las antecámaras,
hasta en las ochavas, predicando en pro de su padre. Loménie, más
hábil, logró llegar hasta el rey, presentado por la reina, y pro
metió reanudar el programa de Calonne.
Luis XVI ya no tenía ilusiones. Y no confiaba en este sacer
dote vicioso y vil. Pero Loménie parecía estar en contacto con el
clero, con los Notables y con la opinión, y se encontraba de este
modo mejor situado para triunfar que el ginebrino arrogante, de
mócrata, plebeyo y protestante.
El 3 de mayo de 1787 se hizo el nombramiento de Loménie de
Brienne como miembro del Consejo del Rey y presidente del Con
sejo de Finanzas.
Después de haber servido a los Capetos durante ocho siglos, la
Iglesia de Francia acababa de volverse contra ellos y contra su pro
pia tradición, al mismo tiempo que contra sus deberes y sus intere
ses. Y la Iglesia confió al más indigno de los suyos los cuidados del
gobierno del reino, de acuerdo con las máximas de los filósofos y
para bien de los privilegiados.
91
Libro Tercero
LA REVOLUCION PARLAMENTARIA
I
Capítulo Primero
103
¿.f
4
Capítulo II
LOS PARLAMENTOS CONTRA LA MONARQUÍA
115
1
i
iJ
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Capítulo III
EL RECURSO A LA ANARQUÍA
132
Libro Cuarto
LA REVOLUCION ORLEANISTA
■¥
Capítulo P rimero
MONSIEUR NECKER DIRIGE EL BAILE
137
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tl
\
Capítulo II
NECKER FRENTE A LA INTRIGA ORLEANISTA
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Capítulo III
ORLEANS DESENCADENA AL TERCER ESTADO
Hacía dos años que los privilegiados luchaban contra el rey y'
hacían esfuerzos para que el gobierno no funcionara bien; hubiera
sido milagroso que el pueblo, finalmente, no hubiera seguido el
ejemplo. El invierno y la primavera de 17139 vieron reinar en Fran
cia a la anarquía tan deseada por los “patriotas”, por Orleáns,
por Duport, por el virtuoso La Fayette.
La población, inquieta, compraba menos, é Inglaterra aprove
chaba el desorden administrativo para llevar a cabo un fructuoso
contrabando; como resultado, la industria francesa padecía de una
grave crisis en el Norte y también en el Sur. Los capitulares, lleva
dos por un agitador, se inquietaban; los papeleros de Languedoc
se sublevaban; en Tolón, el arsenal estaba en huelga un día por
semana. En todas las provincias circulaban rumores siniestros, en
particular el anuncio de un hambre inminente, provocado por la
mala cosecha de 1788. Por todas partes se veían pobres, mendigos,
desocupados que imploraban la piedad o amenazaban, según las cir
cunstancias. El clero y las organizaciones caritativas no daban
abasto. En París, adonde afluían los miserables, reinaba una ex
trema nerviosidad. Ya las revueltas de agostó de 1788 habían pro
ducido 300 muertes, y se temía algo peor; a partir de enero de 1789
se multiplicaron los robos: hubo 120 en 1788 y 560 en 1789.
En noviembre de 1788, los carniceros y las amas de casa llega
ron a darse golpes. Más adelante los panaderos se la tomaron con
tra los molineros, apoyados por Necker. Aunque ya eran muy ricos,
reclamaban un aumento del precio del pan, y terminaron exigién
dolo; hasta llegaron a pagar los servicios de un escritor, Rutledge,
para defender su causa. En los suburbios aumentabá la efervescencia
y los revoltosos proliferaban; los mercados eran saqueados, se de
153
tenían los convoyes y los carros de cereales; los comerciantes eran
amenazados de muerte.
A esta agitación Necker respondía con agitación; prodigaba
grandes gestos y hermosas palabras, promesas solemnes e inter
venciones espectaculares: en agosto de 1788 creyó su deber anun
ciar una mala cosecha y difundir el pánico; dejó sin efecto las
exportaciones de cereales; en noviembre, denunció a los acapara
dores pero no los nombró; mientras tanto, compraba trigo a pre
cios muy altos y lo distribuía gratuitamente: esto costó 70 millones
de francos a un Tesoro ya empobrecido. Todo por nada, al pare
cer. El 30 de noviembre de 1790, en la tribuna de la Asamblea
Constituyente, el diputado Boislandry, al referirse a 1789, de
claró: “A fuerza de precauciones y de gritos de alarma se llegó
a crear un hambre de opinión, más terrible que un hambre real”.
Por lo menos, monsieur Necker había establecido así una reputa
ción de gran filántropo y dé genial organizador, lo cual era lo
más importante para él. Por otra parte, su bolsa estaba en muy
buen estado (desde su juventud, había especúladó con los cereales).
Para colmo de tantos desórdenes, los juéces nombrados en 1788
por Lamoignon no tuvieron tiempo de instalarse y los parlamen
tos, que volvieron llenos de amargura, evitaron hacer justicia, como
les correspondía. Sus chicanas detuvieron todas las colectas de im
puestos. Para durár, Necker debió tomar prestado de la Caja de
Descuentos, de los notarios, etc. El mismo Brienne no habría hecho
peor las cosas. Un Estado sin recursos asistía al sofocamiento de
sus servicios y a la explotación de la crisis social más grave que
Francia había conocido.
Monsieur Necker, impotente y satisfecho, contemplaba el espec
táculo con su sonrisa beatífica y sin ninguna política. Mejor dicho,
en él había demasiadas “políticas”. Ostensiblemente, sólo pensaba
en servir al rey y ayudar a la nación; en lo más profundo de sí
mismo sabía que siempre iba a obedecer a su mujer y a su hija,
pero no sabía exactamente qué querían estas mujeres y su inclina
ción lo llevaba a complacer a todo el mundo, favoreciendo al Ter
cer Estado y realizando buenos negocios al mismo tiempo. Por lo
tanto había difundido en torno al rey la opinión de que el Tercer
Estado era la gran esperanza de la Corona, pero que no había qué
enemistarse con la nobleza ni el clero, órdenes que estaban llenas
de amigos y admiradores suyos. Todo su esfuerzo se concentraba
154
en la manera de encontrar bastante dinero de los empréstitos para
llegar a los Estados Generales, de los cuales todo lo esperaba y
sobre los cuales iba a descargar la responsabilidad. Afectaba una
estricta neutralidad para obligar al rey a la pasividad y permitir
que Orleáns, los Treinta y La Fayette tuvieran tiempo y medios
para realizar sus operaciones en las cuales su hija metía las na
rices y algo más.
Aunque no lo quería, Provenza lo apoyaba y lo observaba',
pues tenía intenciones de aprovechar las circunstancias; Artois, que
lo detestaba, procuraba convertirse en el centro de reunión de los
órdenes privilegiados, y soñaba en reconciliarse con el rey. La rei
na, azorada, consciente del peligro mortal en que la había puesto
el odio popular, no sabía a quién acudir; el conde de Mercy, cóm
plice de Necker, aprovechaba la situación para imponerse cada
día más como consejero de la reina y convertirla en protectora del
ginebrino. El rey se daba bien cuenta del peligro que representaba
el confiar en Necker; pero no podía despedirlo sin peligro de
guerra civil y desde hacía mucho tiempo había decidido no imitar
a Carlos I y no derramar sangre francesa. Buscaba para actuar un
punto de apoyo que no encontraba; pasaha largas horas junto al
lecho de su hijo agonizante; con las coyunturas hinchadas, con el
cuerpo consumido por la fiebre y los ojos desmesurados, el delfín
se moría, rehusaba ver a su madre y llamaba a su padre, que inten
taba calmarlo, del mismo modo que intentaba apaciguar a Francia.
Mientras tanto, la condesa de Provenza, para olvidar sus contratiem
pos, se emborrachaba a solas en sus habitaciones y Fersen se des
lizaba, a escondidas, en el dormitorio de la reina. La familia real
no ayudaba a Luis XVI.
Sin embargo, había que actuar; llegaban ya las primeras dele
gaciones de provincia; los diputados se instalaban en los hoteles,
en los cafés; iban a visitar la corte; buscaban el gran salón cubierto
de diamantes y rubíes con una silla de oro macizo, del cual habían
oído hablar, y no lo encontraban; llegaban a la conclusión de que
se les ocultaban muchas cosas; iban a ver al rey, siempre enfurru
ñado, aunque trataba de ser afable; iban a ver a la reina, tensa; a
ver a los príncipes y a los ministros, que vacilaban; a casa de ma-
dame de Polignac, que se esforzaba en ser amable, pero que sólo
invitaba a los nobles a sus comidas; la gente del Tercer Estado
estaba resentida; volvían a París; a pesar del tremendo ruido, que
155
los asustaba, encontraban muy pronto guías y simpatizantes; ért
casa de monsieur de Orleáns se los recibía con los brazos abiertos;
todo el Palais-Royal los festejaba; en el café de Foy se sentían
a gusto con los “patriotas” inflamados que los hacían beber y les
explicaban la situación. Los más emancipados se atrevían a ir a
casa de monsieur de La Fayette, que los estrechaba contra su co
razón; a casa de la marquesa de Coigny, que los distraía hablán
doles de los crímenes de la reina; a casa de la duquesa de La Ro-
chefoucauld d’Anville, que reavivaba su celo “patriótico” ; a casa
de mesdames de Simiane, de Poix, de Tessé, d’Henin, etc., todas
ellas entusiastas por los derechos del hombre y ansiosas por saber
qué iba a pasar.
Algunos, por lo bajo, se deslizaban basta llegar a algún minis
tro o intendente que conocían y preguntaban: “¿Qué quiere el rey?”
Pero la autoridad de Necker se interponía. Bertrand de Molleville
lo'ha relatado: el ministro despedía dignamente a los burgueses y
les recomendaba que “consultaran con su conciencia”. Muy pronto
se formó lo que iba a llamarse el “Club Bretón”. Éste sesionaba
en el café Amaury, en la esquina de la avenida de Saint-Cloud y
una calle transversal, próxima al Hotel de los Menudos, en donde
debían reunirse los Estados Generales: había sido fundado por los
diputados bretones del Tercer Estado. Como casi todos eran franc
masones y formaban un equipo, que las luchas provincianas con
tra la autoridad real y más adelante contra la supremacía de la
nobleza habían fogueado y favorecido, estaban dispuestos a seguir
unidos y a ejercer una gran influencia. Los más celosos vigilaban
a los más tibios. Se ponían de acuerdo para estar en corresponden
cia con sus electores, mantenerlos a la expectativa y conservar su
confianza. Le Chapeliér, diputado por Rennes, era el más notorio;
introducido por Mirabeau, participaba en el trabajo de los Treinta.
De este modo se establecía el vínculo entre las fuerzas revolucio
narias. Otros diputados se acercaban a ellos en busca de informa
ción, para conocerlos y desempeñar algún papel.
Entre ellos y los Treinta, que siempre tenían a la vista los asun
tos de Bretaña, y que participaban en ellos por intermedio de sus
miembros más influyentes —Target y La Fayette— los vínculos
eran muy numerosos. Durante el otoño y el invierno 1788-1789, la
Sociedad envió a Rennes, en donde funcionaba una logia muy ac
tiva, al filósofo y patriota Volney, que publicó La Sentinelle du
156
Peuple (El centinela del pueblo), primer diario francés revolucio
nario. Esta época de diciembre de 1788 a agosto de 1789 fue sin
duda de una gran prosperidad y actividad para la Sociedad de los
Treinta, que ya sobrepasaba en mucho su número. Todos los gran
des problemas se discutían aquí; Mirabeau había solicitado que
cada orden eligiera como diputados a los miembros de este orden
(Mirabeau, aristócrata en lo más profundo de sí mismo, veía sin
duda en esto un medio de reforzar la solidez de los órdenes, sobre
todo de los órdenes privilegiados). La Fayette solicitó que cada
orden eligiera a quien quisiera, y la Sociedad aprobó esto, pues
era la manera de preparar la fusión de los órdenes y el voto por
«cabeza. En cuanto a Duport, concentró sus esfuerzos en el Parla
mento, que estaba asustado por la marcha de los acontecimientos y
que procuraba obtener, junto con el voto por orden, el registro dé
todos los que habrían de votar en los Estados Generales. Pero su
pieron curarlo de estas tendencias aristocráticas. Al mismo tiempo,
los Treinta preparaban, junto con un programa financiero, un
programa político, difundían folletos en las provincias, enviaban
a ellas circulares en blanco a favor del Tercer Estado, esperando
que volvieran cubiertas dé firmas, y creaban sobre todo una vasta
red por toda Francia y particularmente en París. En realidad imi
taban de cerca los métodos revolucionarios americanos de 1763
a 1776. El duque de Montmorency y él abate Sieyès, que formaban
parte del grupo, comenzaron a alarmarse ante la violencia de los
proyectos y la resolución, proclamada por esta Sociedad, de no
vacilar en derramar sangre.
Temor, acaso ambición decepcionada, se ignora el sentimiento
que apartó a Mirabeau dé los Treinta y lo convirtió én un agenté
orleanista cuando se reunieron los Estados Generales. El tono doc
trinario de Duport y de su Sociedad debía molestarlo. Con sus
.manera de condottiero y su cinismo de hombre por encima de
Jas leyes, con su sensualidad brutal y sus necesidades de dinero, él
clan de Orleáns, no menos audaz, pero más dadivoso, más noble
.en sus intenciones y más concreto én sus objetivos, ya que buscaba
la regencia o el trono para el duque, resultaba más conveniente a
su naturaleza, a su inclinación secreta por la monarquía, a todos
sus vicios. Gracias a la masonería, Orleáns contaba con una in
mensa clientela, más eficaz que visible; de todos modos, como sa
bía que hablaba mal en público, tenía necesidad de Mirabeau. Su
*157
opulenta fortuna ayudaría al tribuno en la lucha y en los placeres,.
Con Lacios para las intrigas secretas, con La Touche para los gol*
pes de mano, y con Mirabeau para las justas oratorias, el equipa
de Orleáns resultaba el más fuerte. Poseía ya una parte de la
nobleza, ligada a su casa desde hacía un siglo, burgueses y comer
ciantes para quienes el Palais-Royal siempre habría de ser el punto
de encuentro; Lacios había sabido rodear al palacio de una vasta
red de clubes semiclandestinos: la Sociedad de Viroflay (que fun
cionaba como la de los Treinta), el Club de Valois, en donde se
reunían los nobles “patriotas” Montmorency, La Rochefoucauld,
Condorcet, Sieyès, etc. Su agente Brissot había creado una sociedad
galo-americana para difundir las ideas republicanas de América y
una “Sociedad de los Amigos de los Negros”, que buscaba la li
beración de todos los esclavos de color. Ésta era sostenida por
filántropos y espías ingleses. Para esta sociedad se encontraron los
mismos nombres que para los Treinta y para el Club de Valois. El
Gran Oriente, más prudente, orgulloso de contar con un 60 % da
hermanos en el Tercer Estado, lanzó en enero de 1789 dos circulares
en las cuales se decía que había que dar a Francia un gobierno
representativo, la libertad y la igualdad. Éste era el programa da
Orleáns. Hasta en sus orgías, este príncipe no olvidaba la política
y la filosofía. Cuando evocaban un baño de sangre, Chamfort y
Lacios estaban, por cierto, lejos de asustarlo.
La voluptuosidad encuentra placer en la crueldad, del misma
modo que en la ambición.
Éstos eran los principales centros de oposición a la monarquía
francesa en los cinco primeros meses de 1789, pero se daría una
idea falsa si se deja creer que funcionaban aisladamente; estaban
unidos por innumerables lazos; los agentes circulaban incesante
mente de una a otra sociedad. Los elementos que componían cada
centro ingresaban constantemente a otros; estos diversos complots
formaban una gran intriga, o mejor dicho una vasta empresa, qua
tenía por objetivó la destrucción del régimen establecido en Fran
cia desde hacía ocho siglos. Mirabeau pontificaba en todos lados ^
Sieyès rondaba por todas partes; Talleyrand se informaba donda
podía. El joven abogado d’Anton (así escribía su nombre en 1788)
se apoyaba en Duport y en Orleáns para que lo lanzaran, y Maxi
milien de Robespierre, todavía desconocido, después de ser pro
movido por los Lameth en Artois y de haber comido en casa da
158
Necker, recibió las azucaradas lisonjas de madame de Staël y em
pezó a acercarse a Mirabeau. Cada cual hacía su juego.
Laclos no perdía tiempo; bajo sus aspectos pomposos, esta masa
flotante de diputados, fuera de lugar y desconcertados, seguía sien
do impresionable. Ellos se preguntaban en dónde estaba la fuerza;
esta corte, que detestaban, pero cuyo fasto no dejaba de impresio
narlos, tenía sus debilidades. El temor del hambre difundía por toda
la región de París —Besenval era entonces comandante militar—
una agitación que obligaba a enviar destacamentos a todos los mer
cados, aldeas y villorrios; este procedimiento, que dispersaba a las
tropas y las ponía en contacto estrecho con la población, disminuía
la vigilancia y relajaba la disciplina. En París, donde ejercían el
control el teniente de policía, los guardias suizos y los guardias
franceses, la muerte del duque de Biron, comandante coronel de
los guardias franceses, y el accidente ocurrido al conde d’Affry,
coronel de los guardias suizos, obligaron a confiar estos delicados
cargos a dos teniente-coroneles que no estaban al tanto del ser
vicio: el duque de Châtelet, demasiado duro, y Besenval, dema
siado astuto, demasiado ligado a Necker. Los dos formaban un
equipo mediocre.
Desde principios de junio, se notó que llegaban a París unos
forasteros de aspecto patibulario, harapientos y provistos de gran
des bastones, que se agrupaban en los alrededores del barrio de
Saint-Antoine. Muchos provenían de la Saboya y del Piamonte. La
policía descubrió después que la casa de un fabricante de papeles
pintados, Révillon, hombre estimado y que acababa de ser nom
brado elector en los Estados Generales en lugar de un candidato
orleanista, parecía señalada; por todo el barrio paseaban un mu
ñeco con su efigie, que insultaban y amenazaban. Afirmaban, erró
neamente, que Révillon había dicho: “Los obreros pueden vivir
con quince sueldos diarios”. También se acusaba a su vecino, Hé
bert, de haber dicho frases semejantes. Frente a sus tiendas se apos
tó un sargento y a treinta soldados de los guardias franceses. A
pesar de estos guardias, en sus narices y sin que ellos pudieran
moverse, una multitud brutal y abigarrada saqueó la casa del sai-
litrero Hébert el 27 de abril de 1789, y el 28 la de Révillon, mien
tras estallaba un inmenso tumulto en el barrio de Saint-Antoine.
Los agitadores trataban de arrastrar también a los espectadores-
Esta multitud gesticulante y vociferante obedecía sin embargo a
159
una disciplina, puesto que el duque de Orléans, que pasó en sq
carroza, por una casualidad bastante bien calculada, fue aclamado
y recibido como amo y señor, en el mismo momento en que otras
carrozas eran insultadas y amenazadas. Las turbas provocaron tres
incendios, destruyeron meticulosamente todo lo que pudieron, sa
caron los toneles de la bodega y se emborracharon. Al cundir la
alarma, Châtelet envió a los granaderos de los guardias franceses
para restablecer el orden; pero fue en vano, a pesar de que buscó
el apoyo de nuevos destacamentos que se perdieron infructuosa
mente en medio de la multitud. La tropa tiró esta vez y fue un es
pectáculo horrible el de la lucha entre una multitud trepada sobre
los techos y arrojando pidras, tejas, toda clase de objetos, y el
fuego graneado de los soldados que los diezmaba y los hacía
caer a tierra, ensangrentados y dislocados. Al atardecer la batalla
duraba todavía y el incendio iluminaba el barrio. Finalmente Be-
senval, al comprobar la impotencia de los guardias franceses, envió
un batallón de guardias suizos con dos cañones dispuestos a tirar;
los rebeldes se dispersaron, pero por todo el barrio los obreros
exhibieron los cadáveres sobre camillas diciendo: “Son los defen
sores de la patria: dadnos algo para enterrarlos”. Los burgueses
pagaban por miedo. En esos años éste fue el método de los jefes
revolucionarios: atacar brutalmente, mostrarse implacables con el
enemigo demasiado débil para defenderse, y luego provocar la
piedad popular si el enemigo tenía posibilidad de resistir.
Esta sublevación parece absurda; Révillon era un buen patrón,
que permitía vivir a doscientas familias; la cosa es comprensible
si creemos a Besenval y a la policía, que afirmaron haber visto a
agitadores “que excitaban al tumulto e inclusive distribuían di
nero” ; también calcularon entre 400 ó 500 a la tropa de revoltosos
a sueldo, dado que los otros eran espectadores arrastrados por el
entusiasmo o por el miedo: empleados de mercería, tipógrafos,
cloaqueros, pintores de paredes. Por supuesto, la policía sólo de
tuvo a estos últimos. Necker y los ministros, que deseaban conci-
liarse al Tercer Estado, afectaron no dar sentido ni importan
cia a este encontrón. Sin embargo, el gobierno pudo comprobar
que se reclutaba una fuerza en el mundo de los desocupados y los
miserables y enseñó a los agitadores que, sin una tropa regular y
sin cañones, las revueltas no producían nada útil. Lo que Necker
no quería saber fue comprendido por otros.
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LOS NUEVOS LEGISLADORES
Este es el agricultor y diputado Michel Gérard, retratado por
David con sus hij os. La autoridad de la Asamblea aumenta
día a día, y las cartas de los diputados mantienen informadas
a sus provincias de los acontecimientos. Algunos municipios,
considerando incompleta la abolición del feudalismo que ha
tenido lugar, rehúsan recaudar impuestos a las masas rurales.
En esta atmósfera perturbada y en medio de sordas amenazas
se inauguraron los Estados Generales el 4 de mayo de 1789. Com
prendían a 291 eclesiásticos (208 ele ellos eran curas), 270 nobles
y 557 miembros del Tercer Estado (entre ellos 272 abogados) —o
sea un total de 1.018 miembros (en 1614 habían sido 496). La inau
guración se inició con una suntuosa procesión en la cual el Tercer Es
tado se presentó con gollete negro; la nobleza apareció llena de plu
mas y ornamentos; los religiosos y los curas discretamente ves
tidos, los obispos cubiertos de encajes; finalmente la reina y el
rev precedían al Santísimo. La oposición convirtió esta procesión
en una manifestación política: se aclamó al Tercer Estado, se
vociferó a plenos pulmones: “Orleáns solo, Orleáns solo”, se aplau
dió al rey y se guardó silencio ante la reina, que estuvo a punto
de desvanecerse.
Al día siguiente se celebró en la Sala de los Menudos, sober
biamente decorada, la sesión inicial. Después de los saludos de uso,
en los cuales ya pudo verse la voluntad del Tercer Estado de no
aceptar desigualdad, el rey habló brevemente y Necker pronun
ció un largo discurso. “El discurso del rey encantó a todo el mun
do —escribe madame de Créqui a Sénac de Meilhan— pero el
de Necker no gustó a nadie. Por lo pronto, duró tres horas y media
y ya nadie podía aguantarlo más; a este discurso ha añadido cin
cuenta preguntas inútiles”. El rey, de buena gana, demostraba
ser “el primer amigo de su pueblo”. Mercy-Argenteau, Fernán Nú-
ñez, todos los diplomáticos y toaos los auditores participaron de esta
opinión. En su larga lección, leída por un secretario, Necker ha
bló del déficit (que redujo arbitrariamente a la cifra de 56 mi
llones) y después sugirió reformas: igualdad ante el impuesto, li
beración de los negros, etcétera. “Estos Estados Generales deben
servir para todos, deben servir para los tiempos presentes y para
los tiempos futuros”. Pero se mostró discreto en el punto esencial:
¿cómo habría de votarse? Entre tanto deseaba que los nobles y el
clero hicieran los indispensables sacrificios antes de reunir a los
tres órdenes y convenir el voto por cabeza. De esta manera, creía
poder conciliar a todo el mundo. Pero todos se enfurecieron.
El 6 de mayo cada orden se reunió en un local que le había
sido asignado. Necker se equivocó al darles la venia para verificar
sus poderes, de acuerdo al método que les conviniera; la verifi
cación por el Guardián del Sello hubiera evitado las querellas. Y
161
la obligación de reunirse impuesta a los órdenes hubiese, por lo
menos, satisfecho al Tercer Estado. Éste, enfurecido, se negó a
considerarse como un orden y reclamó la reunión de todos los di
putados, mientras que la nobleza votó la verificación separada de
los poderes por 188 contra 47, y el clero por 133 contra 114. ¡Po
día adivinarse que los curas no iban a seguir mucho tiempo a los
obispos! El Tercer Estado envió, pues, mensajeros al clero, se nom
braron comisarios conciliadores y presionó a la nobleza para que lo
imitara. Los delegados de la nobleza fueron a ver al Tercer Estado
el 13 de mayo y le dijeron que ella sola habría de verificar sus
poderes y que invitaba a los otros órdenes a “una unión fraternal”.
Él desacuerdo, seguido de besos, era uno de los procedimientos
preferidos en esa época. Esta vez la cosa no gustó al Tercer Es
tado, que quería algo sólido; Mirabeau se desató contra los no
bles. Rabaut-Saint-Étienne hizo votar por el Tercer Estado que
éste “no habría de cejar en sus principios de opinar por cabeza y
en la indivisibilidad de los Estados Generales” (18 de mayo). Pero
procuró conciliar a la nobleza enviándole comisarios. Se negoció a
oscuras hasta el 26 de mayo, fecha en que la nobleza rompió las
conversaciones. Necker se había equivocado: había creído que los
grandes señores iban a sacrificar su orden. Pero los nobles rurales
se negáron a ello. Sin embargo, se decidió en principio el aban
dono de los privilegios nobiliarios. Este sacrificio teórico no im
pidió que innumerables folletos, entre ellos las Lettres a mes Com-
mettants de Mirabeau, y los clubes y los diarios secretos se desa
taran contra los dos primeros órdenes, culpables de obstaculizar
los Estados Generales. Necker se lamentaba y decía que los pri
vilegios iban a echar todo a perder.
El rey ordenó, el 29 de mayo, reiniciar las conferencias entre
los órdenes, en presencia del Guardián del Sello y de los comisarios
reales, a fin de llegar a un acuerdo e iniciar el trabajo, sin el cual
Francia iba a la bancarrota. El rey propuso un plan de concilia
ción: cada orden habría de verificar y aprobar por sí mismo los
poderes de sus miembros; si había duda o disputa, se deliberaría en
común; y si no había entendimiento, el rey sería el árbitro. El
Tercer Estado se juzgaba ya capaz de arrestar consigo a la mayoría
del clero y recibió de mala gana esta propuesta, que sin embargo
acató; el clero aceptó, pero la nobleza la esquivó y lanzó una de
claración: “La deliberación por órdenes y la facultaa' de vetar, que
162
pertenece por separado a cada orden, es constitutiva de la mo
narquía”. El proyecto del rey se volvió impracticable.
En ese momento, el 4 de junio, terminó la larga agonía del
delfín; el desdichado niño descansó al fin, pero su padre, que es
tuvo junto a su cabecera, muy angustiado, se sintió desgarrado; más
aún Jo estaba la reina. En su agonía el delfín la rechazó repeti
das veces y le dijo que ella no lo amaba. Luis XVI, después de este
golpe, evitaba el contacto de los hombres. Entre tanto, en los tres
órdenes, reinaba la discordia. Por último, el 10 de junio de 1789
el abate Sieyès, uno de los mejores equilibristas del Tercer Estado
(y de los Treinta, que llevaban a cabo la maniobra de acuerdo con
Orleáns y por medio del Club Bretón) hizo votar por los diputados
burgueses el envío a los otros dos órdenes de una última convoca
toria, previniéndolos que, en el plazo de una hora, se procedería
a nombrar las bailías y que los ausentes serían considerados en fal
ta. A partir del 12 el Tercer Estado empezó a verificar sus poderes
y se estableció como una asamblea autónoma. De esta manera rea
lizó su primer acto revolucionario.
Frente a esta iniciativa, la nobleza se agitó. Descontenta de su
presidente, monsieur de Montboissier, acababa de reemplazarlo por
el duque de Montmorency-Luxemburgo, uno de los Treinta, que
empezaba a asustarse de las intrigas de sus antiguos cómplices.
Después de tres días de tumultuosas deliberaciones, en las cuales
fue posible ver que se enfrentaban la nobleza de provincias con
los señores de la corte, la nobleza votó, por gran mayoría, notificar
al Tercer Estado que persistía en sus decisiones precedentes; pero
esta vez la minoría, dirigida por Duport y por Alexandre de La-
meth, que protestaron con energía, dejó ver que no iba a seguir mu
cho tiempo a la mayoría. Duport, maestro consumado de la ma
niobra, después de haber dejado que se comprometiera la nobleza,
arruinando el esfuerzo conciliador del rey, consideró que había lle
gado la hora de la ruptura. Los curas, muy próximos al Tercer
Estado, del cual salían, y el alto clèro “filósofo”, también se pre
pararon, de acuerdo con Duport, a unirse con las “comunas”, co
mo ya empezaba a llamárselas. De manera sorda, Necker prestaba
su apoyo y madame de Staël empujaba la rueda.
En el Tercer Estado, sin embargo, un observador hubiera po
dido percibir vacilaciones y roces. Dos tendencias diferentes, a
menudo divergentes y a,veces opuestas, luchaban por la suprema
163
cía: por un lado Mounier, sostenido por su joven camarada dé
combate, Barnave, que trabajaba en estrecha vinculación con Ne-
cker y soñaba con que el Tercer Estado tomara el poder, con la
aprobación generosa de los privilegiados. Mounier no deseaba una
acción brusca; por el otro lado, el Club Bretón, dirigido y apo
yado por Le Chapelier y los amigos de Duport, e incesantemente
reforzado por nuevos reclutas, los diputados del Delfinado, los
del Franco Condado, Dubois-Crancé, Robespierre, etc., que querían
pelear. Esta batalla era preparada con tanto cuidado como audacia.
Todas las noches había una reunión (los “bretones” y sus amigos
votaban de acuerdo a las instrucciones del Club) para preparar
la maniobra del día siguiente. A la mañana siguiente los “bre
tones” circulaban por las filas del Tercer Estado diciendo: “Se ha
decidido tal cosa ó tal otra”. Ese “se” representaba a 10 ó 50
personas, pero arrastaba consigo a centenares. Los que vacilaban
eran intimidados por cartas amenazadoras. Sieyès tenía intención
de preparar unos atentados. Bruno de Cypierre, que un día comió
en casa de Necker con los “bretones”, “se asustó al oírles decir
las extravagancias más bárbaras e insolentes”. Imitando el juego de
los privilegiados que intimidaron al rey entre febrero de 1787 a
noviembre de 1788, también querían ellos intimidar a la nobleza.
Aunque estaban compuestos por una mayoría de abogados (en la
delegación bretona había 17 abogados, y 10 hombres vinculados
a la ley frente a 17 negociantes, agricultores, médicos, etc.), su
coraje no retrocedía ante el derramamiento de sangre. Ya lo habían
probado en Rennes.
En este tereno, se encontraban con Orleáns. Aconsejado por
Lacios, este príncipe no cesaba de acrecentar su popularidad desde
mayo. En ocasión de la procesión inaugural de los Estados, re
nunció a sus prerrogativas de príncipe de la sangre y permaneció
entre las filas de lá nobleza; en la primera sesión general, se hizo
ver junto a los diputados de la bailía de Crespy-en-Valois. Tanta
modestia le valía ovación tras ovación. El Palais-Royal, ilumi
nado, testimoniaba el celo de los Orleáns por la causa “patriota” ;
más aún, los jardines de este palacio se habían convertido, junto
con los cafés y los clubes de los alrededores, en un inmenso crisol
de patriotismo; áquí se bebía por el triunfo del Tercer Estado, se
hablaba y se discurría a su favor, se formaban planes, y a veces,
dando un salto sobre una silla, un orador benévolo, aunqpe no
164
desinteresado, exhortaba la multitud a la acción. En casa de Or^
leáns y en casa de madame de Genlis, en la calle de Bellechasse,
se multiplicaban los conciliábulos y las deliberaciones. En todas
partes resonaban elogios para Felipe de Orleáns; el rey, perplejo
y atormentado se retiraba a Marly, para hacer un examen de con
ciencia y reflexionar sobre los informes que le llegaban de todas
partes, contradictorios e insistentes. Pero a Luis XVI le repugnaba
dar el golpe de gracia a la nobleza, como le recomendaba Necker,
Estaba apegado a las instituciones de la monarquía y sabía que,
sin ellas, un trono se desmorona muy pronto. Pero cuando Mont
morency fue a pedirle que se pronunciara por el Primer Orden, el
rey recordó la ceguera y el egoísmo de los privilegiados que acaba
ban de poner a Francia en la situación en que se encontraba. “Los
Estados Generales —respondió el rey al duque— han sido que
ridos por vos”. ¿Adonde mirar?
La reina, valiente, sonreía en público, pero no podía olvidar la
muerte de su hijo ni ese odio popular que sentía todo el tiempo y
que era visible por todas partes; lloraba con sus amigas; vacilaba
entre madame de Polignac, que le señalaba el creciente peligro, y
el optimismo de Necker, apoyado por Mercy, que le mostraba ho
rizontes gloriosos, y un pueblo reconocido que volvía a amar a su
soberana. Con la obsesión de esta quimera, desbordado por el en
tusiasmo de su hija, Necker no veía el peligro, ni las posibi
lidades de maniobrar; cuando Mirabeau, siempre lúcido, siempre
realista, siempre atento a venderse al mejor postor, vino a ofrecer
sus servicios a Necker en una visita secreta, el ministro lo recibió
como recibían los fariseos a María Magdalena y no sacó partido
de este ofrecimiento sórdido, aunque sincero y oportuno.
Frente a esta pasividad, el Tercer Estado avanzaba. Gracias a
maniobras bien realizadas, se logró separar a los cursis de su orden;
tres lo dejaron el 13; otros el 14 y el 15, en particular el famoso
cura de Embermesnil, el abate Grégoire, vocero de los jansenistas
y los galicanos. Estimulada por los bretones y por los Treinta, la
multitud empezó a asistir a las sesiones del Tercer Estado; Mounier
se inquietó e intentó impedirlo, pero Volney lo hizo callar. A partir
de entonces el “pueblo” vigiló a sus diputados. Este “pueblo” se
parece un poco a figurantes pagados, que utiliza a gusto un em
presario. También había aquí, por supuesto, espectadores casua
les, indispensables para la puesta en escena. Fortalecidos por este
165
apoyo, los diputados buscaron un nombre para sus reuniones, qué
desde entonces se llamaron “las comunas”. Esto no era bastante;
Sieyès, siempre sutil, sugirió: “Asamblea de los Representantes
conocidos y verificados de la Nación”, título demasiado bonito
para ser conveniente; Mirabeau sugirió: “Representantes del Pue
blo” ; finalmente se propuso “Asamblea Nacional”, fórmula com
petente que fue aceptada el 17 de junio, después de muchas discu
siones, por una votación de 491 contra 90. El 19, añadiendo la
amenaza a la prudencia, el Tercer Estado declaró ilegales a todos
los impuestos percibidos hasta el momento, aunque tolerándolos y
aceptando su percepción mientras la Asamblea estuviera reunida;
los impuestos ya no debían ser pagados por nadie si se disolvían
los Estados Generales. Se terminó con un saludo a los capitalistas,
colocando a los acreedores del Estado “bajo la custodia del honor
francés” y con una reverencia al pueblo, prometiéndole ocuparse
de la sequía. El clero no podía seguir insensible a tanta habilidad,
unida a tanta audacia; el 19 de junio, gracias a los curas, el orden
eclesiástico votó la unión con el Tercer Estado.
Cuando le anunciaron estas votaciones, por intermedio de Bai
lly, presidente del Tercer Estado, Luis XVI reunió a su Consejo
en presencia de la reina y de sus hermanos. Hubo sesiones el 18,
19, 20 y 21. Fiel a su doctrina y a su carácter, el rey quería evitar
la violencia. Algunos hablabjande detener a Orleáns. Luis XVI se
negó. El cardenal de La Rochefoucauld, presidente del orden del
clero, reconoció su derrota, pues se sentía excedido por los aconte
cimientos. Montmorency, por el contrario, estaba dispuesto a re
sistir. Apoyado por d’Esprémesnil, tan violento en sus denuncias
contra el Tercer Estado como lo había sido antes en sus ataques a
los ministros, y gracias a una mesa suntuosa, que siempre estaba
a la disposición de todos, mantenía dentro de su orden una ma
yoría disciplinada. Esto le permitió levantar la voz, reclamar la
colaboración del rey y la disolución de los Estados Generales si el
Tercer Estado no quería ceder. Madame de Polignac, Vaudreuil,
Breteuil, Coigny, eran de la misma opinión: todos ellos apoyados
desde arriba por él conde de Artois. Provenza, que husmeaba la
maniobra de Orleáns, decidió no sostener a los “patriotas”. Pero
dentro del Consejo se manifestaba otra corriente, igualmente vio
lenta: Necker solicitó que el rey se pusiera a la cabeza del Tercer
Estado y terminara al frente de éste la Revolución comenzada. En
166
la intimidad del rey, esta tesis era bien vista; su ayudante de
cámara y amigo, Thierry, recibió en su casa de Ville-d’Avray al
abate Sieyès, que deseaba servir de intermediario en la maniobra.
Thierry dijo: “El rey no será menos poderoso cuando nosotros
seamos más libres, y será mucho más feliz”. Por otro conducto,
Barnave hizo los mismos ofrecimientos a la reina. Al parecer, la
monarquía aún podía elegir.
El rey sólo quería el bien de su país y la concordia entre sus
súbditos; por los dos lados se solicitaba su arbitrio, amenazándolo.
Montmorency mantenía a la nobleza en un alto tono de indignación,
sin poder impedir que la minoría publicara una declaración el 20
de junio para protestar contra la mayoría. De acuerdo con la nueva
mayoría del clero, estos nobles “patriotas” preparaban su unión
con el Tercer Estado; Orleáns, elevando la voz por primera vez,
la reclamaba.
Necker, que sentía que se le escapaba la iniciativa, se dirigió
a Marly, con los dos ministros con quienes contaba: Saint-Priest
y La Luzerne, y solicitó al rey que celebrara una sesión real de
los Estados Generales, diera las órdenes para dicha sesión y traza
ra un programa: deliberación en común con voto individual sobre
cada tema de interés general; derecho de modificar la Constitución
del reino, siempre que la Legislatura tuviera dos Cámaras ; aboli
ción de todos los privilegios frente al impuesto; igualdad de todos
para el acceso a los cargos militares y civiles. En suma, era apli
car a Francia el modelo de Inglaterra. Y el programa, sin duda
preparado por Mounier, no carecía de equilibrio, pero el Tercer
Estado no lo habría aceptado, dado que no concordaba con los
puntos de vista de Duport, ni con los de Orleáns, ni con los del
Club Bretón. Este plan asustó a la reina y a Artois. Provenza re
servó su opinión. Luis XVI juzgó que no le dejaba bastante poder
en un país tan difícil de gobernar como Francia. De todas maneras
se decidió que se celebraría una sesión real el 22 y, a fin de pre
pararla, se clausuró la sala de los Estados. -
El 20 de junio; un día gris y lluvioso, cuando los diputados
del Tercer Estado se encontraron con que estaba clausurada la
sala en donde solían delibérar, sintieron cierta frustración; des
pués se metieron en el salón del Juego de Pelota, que tenía las
puertas abiertas. Dominados por la cólera, los violentos propu
sieron medidas brutales y la transferencia inmediata de su’asam
167
blea a París; Mounier, para parar el golpe, cuya gravedad adivi
naba, y para retomar la iniciativa de su orden, propuso: “Los
miembros de la Asamblea Nacional prestarán el juramento solem
ne de no separarse hasta que la Constitución del reino y la regene
ración del orden público queden establecidas y afirmadas sobre
bases sólidas”. Bailly, de pie sobre una silla, leyó la fórmula; el
entusiasmo se apoderó de la Asamblea: Barère, Robespierre, Pétion,
Dubois-Grancé, todos esos tribunos que iniciaban sus carreras, apro
baron y aplaudieron; se juró, hubo abrazos; Grégoire, cura de
Embermesnil, estrechó contra su corazón a Rabaud-Saint-Étienne,
pastor de Cévennes. Sieyès no se movió e hizo sus cálculos; uno
solo, Martin d’Auch, se negó a firmar. A partir de este momento
el Club Bretón tuvo la certeza de que era capaz de arrastrar con
sigo a todo el Tercer Estado, y de llevarlo lejos.
Mientras tanto, en Marly, el Consejo del Rey se reunió a las
cinco de la tarde para examinar nuevamente el proyecto de Necker.
Se discutió hasta las diez de la noche sin llegar a un acuerdo y el
rey levantó la sesión hasta el domingo 21, a las cinco de la tarde.
Esta vez estuvieron junto al rey sus dos hermanos, que opinaron
contra Necker, vigorosamente defendido por Montmorin, La Lu
zerne y Saint-Priest. Se terminó por redactar dos textos, uno que
mantenía la división por órdenes y recomendaba a los dos prime
ros mostrar su espíritu de concordia, y otro que concedía una serie
de reformas, las que parecían más apropiadas para satisfacer al
Tercer Estado sin comprometer la autoridad del rey. Luis XVI los
aprobó; después, como Provenza intentó protestar, le ordenó ca
llarse y la sesión se levantó.
El 23 de junio, con tiempo frío y un cielo nublado, el rey ce
lebró a mediodía su sesión real en la sala de los Estados Generales.
Frente a los tres órdenes reunidos, y con un noble aparato militar,
el rey dijo: “Señores: Yo he creído hacer todo lo que estaba en
mi poder por el bien de mi pueblo cuando tomé la decisión de
reuniros”. Y, con tono firme, Ies reprochó su división. Luego el
Guardián del Sello leyó las declaraciones regias, la que anulaba
todas las decisiones del Tercer Estado, que prohibía, los mandatos
imperativos y que mantenía la división por órdenes, y la segunda,
que esbozaba las grandes líneas de una reforma: voto de los im
puestos por los Estados Generales; abolición del servicio provin
cial, de otros derechos feudales; restricciones del derecho dq caza;
168
organización de los Estados provinciales; libertad de la prensa pa
ra definir y organizar, de acuerdo a los Estados Generales, lo que
no fuera perjudicial a las costumbres, ni a la religión, ni al
Estado; el rey solicitaba a los privilegiados que abandonaran sus
privilegios pecuniarios, declarándose dispuestos a sancionar este
sacrificio, aunque no el de los diezmos, rentas y otros derechos
señoriales. Como tan sólo los nobles aplaudieron y el Tercer Es
tado se mostró silencioso y hostil, Luis XVI volvió a decir con
energía: “Soy yo quien hasta el momento ha hecho todo por la
felicidad de mis pueblos, y tal vez es raro que la única ambición
de un soberano sea la de lograr que sus súbditos se pongan de
acuerdo para aceptar sus bondades”. Después ordenó a la Asamblea
que se disolviera y se retirara, seguida de la nobleza. Tras haber
entorpecido, desde hacía quince años, la aprobación de indispensa
bles reformas, la nobleza parecía al fin dispuesta a apoyarlo.
Demasiado tarde. El Tercer Estado, que la nobleza había su
blevado contra la monarquía, exigía más. La víspera, el 22 de
junio, en número de 143 contra 291, el orden del clero y dos nobles,
el marqués de Blacons y el conde d’Agoust, se unieron al Tercer
Estado en la Iglesia Saint-Louis. Alentado por esta victoria y en
valentonado por los jefes del Club Bretón, que habían organizado
la resistencia, el Tercer Estado se negó a abandonar la sala cuan
do el Gran Maestro de Ceremonias, monsieur de Brézé, les repitió
la orden del rey; mientras Bailly no se atrevía a responder, Mi
rabeau le gritó, de acuerdo a su propio relato: “Os declaro que
si intentáis sacarnos de aquí, deberéis pedir órdenes para emplear
la fuerza, pues no abandonaremos nuestros puestos si no es por
la fuerza de las bayonetas”. Esto fue aprobado. Brézé se retiró
para informar al rey. La Asamblea continuó deliberando y Sieyès
pronunció sus célebres palabras: “Sois hoy lo que habéis sido
ayer”. Las decisiones fueron confirmadas y la Asamblea declaró
la inviolabilidad de sus miembros. La idea provenía de Mirabeau,
que conocía demasiado bien la cárcel para no tomar alguna pre
caución.
Luis XVI, al volver al palacio, se encontró con Necker: su
ministro se había permitido asistir a la sesión real. En realidad,
había deseado ir, pero las protestas, los llantos, los gritos de sus
mujeres, la desesperación de su esposa y la cólera de su hija, lo-
retuvieron en casa. En consecuencia, era el ídolo del partido po~
169
pular; la multitud iba hacia él y lo aclamaba, mientras que la
nobleza, reconfortada por las palabras del rey se dirigía al palacio
para dar las gracias a Luis XVI, a la reina, y a Artois; Provenza,
consecuente con su actitud equívoca, se desentendió. Abandonado
por su ministro, que quería renunciar, tomado dentro de aquel tu
multo de pasiones contradictorias, el rey no ordenó la expulsión
del Tercer Estado de la sala de sesiones. Si lo hubiera hecho, nada
habría logrado. En Versalles había otras salas de reunión, y París
estaba próximo. El rey comprendía que frente a él, por encima de
él, se levantaba la soberanía de la nación, y que había la voluntad,
no de modificar la Constitución, sino de cambiar de régimen. Tam
bién comprendía que la lucha iba a ser dura y que carecía de
armas. Por lo tanto, rechazó la renuncia de Necker, que avanzó
a través del patio de mármol, en medio de los gritos de alegría y
las bendiciones de la multitud. Después, se retiró para meditar a
solas sobre el nuevo peligro.
\
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170
Capítulo IV
EL GRAN ASALTO REVOLUCIONARIO
184
C a p ít u l o V
204
Capítulo VI
ORLEANS JUEGA EL GRAN JUEGO
218
Capítulo VII
DERROTA DE LA REVOLUCIÓN ORLEANISTA
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228
Libro Quinto
LA REVOLUCION ARISTOCRATICA
Capítulo P rimero
MONSEÑOR1 JUEGA Y PIERDE
\
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240
Capítulo II
LOS TRIUNVIROS Y SU MÁQUINA DE GUERRA
256
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es acompañado de la siguiente leyenda: “De un lado la Francia que ha roto sus cadenas. Del otro
la Ley que indica con su índice los Derechos del Hombre y muestra con su cetro el ojo supremo
de la razón que viene a disipar las nubes del error. La lanza, el haz, el gorro, la serpie nte, la guir-
jTj|lda_de_encmai_r£preser^^ la unión de las provincias, la libertad, el civismo, la
, un negro na
*
Jean B B
a p t is t e e l l e y
f•
*"
I 1
I
.
M a x im il ia n o R o b e s p i e r r e
(1759-1794). Ha llegado a Pa
rís como diputado de Arras, a
los 31 años. Ha tomado parte
activa en la Asamblea, escan
daliza a sus componentes pro
poniendo el sufragio universal.
Elegido primer diputado de
París a la Convención, adquie
re total dominio de la misma
cuando ordena guillotinar a los
girondinos, los hebertistas y los
dantonistas. Sucumbe a su vez,
cuando el régimen del terror
llega al paroxismo. Figura con
flictiva y contradictoria, im
primió a la Revolución el giro
abiertamente r e v o l u c i o n a -
r i o que finalmente adquirió.
bién tenían intenciones de beber y de comer. En sus patios, La
Fayette había hecho levantar un pabellón y en él, de día o de
noche, se pudo siempre encontrar refrigerios y bebidas entre el 11
y el 15 de julio. El 10 de julio, en el Hotel de Ville, los jefes
de los federados eligieron por aclamación a La Fayette presidente
de la Asamblea de los Confederados. La Constituyente y el rey
recibieron a la Confederación de los Federados, encabezada por
La Fayette, el 13 de julio. Aquí leyó él una arenga entusiasta, en
la cual elogió a la Asamblea por “haber destruido el gótico edificio
de nuestro gobierno y nuestras leyes”, pero le rogaba que se apre
surara a terminar la Constitución, a fin de que el Estado volviera
a encontrar su fuerza; adoptó un tono pedante; después, en las
habitaciones del rey, pronunció un breve discursillo: “Gozad, señor,
del valor de vuestras virtudes; estos puros homenajes, que el des
potismo no podría imitar, sean la gloria y la recompensa de un
rey ciudadano. . .” Después juró obediencia al rey en nombre de
los guardias nacionales de Francia. El rey respondió con una no
bleza y una emoción que conmovieron a todos los federados: “Decid
a vuestros conciudadanos que yo habría querido hablarles a todos
como os estoy hablando ahora; decidles que el rey es su padre, su
hermano, su amigo. . .” Estas palabras dieron en el blanco e im
presionaron a los delegados. Además, en esos días el rey llamó y
encantó a todas las delegaciones que vinieron a verlo: bretonas,
turenesas, del Oeste, del Este y del Sur. Un espíritu de concordia y
de entusiasmo reinaba en París: políticos influyentes, banqueros
y personas adineradas, desde Beaumarchais hasta Le Pelletier de
Saint-Fargeau, tendieron mesas a los federados, y muchos burgue
ses hacían lo mismo.
El 14, desde las ocho de la mañana, se puso en movimiento el
gran cortejo, que partió del bulevar del Temple, lugar del encuen
tro. Divididas por departamentos, las cuarenta y ocho delegaciones
seguían cada una a una gran bandera blanca ornada de una corona
de hojas de roble, llevada por un anciano; los diputados precedían
a la milicia; en la Plaza Luis XV, la Asamblea se juntó con el
cortejo y se situó entre un pabellón de ancianos y una tropa de
niños. Cuando pasaban, los hombres abrazaban a los federados, las
mujeres y los niños les brindaban vino y frutas. Atravesaron el
Sena sobre un puente de barcas y a las tres de la tarde llegaron al
Campo de Marte, donde se apretujaban ya varios centenares de
273
miles de espectadores —según informaron los diarios. Bajo unas
vastas galerías ornadas y cubiertas, situadas del lado de la Es
cuela Militar, estaba de pie el rey, vestido a la francesa; la reina,
siempre fiel a las plumas, las había elegido tricolores. Entre el
rey y la multitud se levantó el Altar de la Patria, rodeado de dos
cientos sacerdotes con túnicas blancas. La misa fue dicha por Ta-
lleyrand, poco habituado a estos menesteres, y que debió ensayar
bajo la dirección de Mirabeau, más piadoso. Toda la ceremonia
se desenvolvió mientras sonaban instrumentos militares y estalla
ban violentos chaparrones, alternados con relámpagos, que pare
cían seguir un ritmo. Después de la misa, se oyó el fragor del
cañón, mientras La Fayetté, apoyando sobre el altar su espada des
envainada, pronunciaba el juramento cívico, y todos los brazos se
levantaban hacia él, todas las bocas le hacían eco y confirmaban*
al parecer, sus solemnes palabras. Desde su trono, el rey declaró:
“Yo, rey de los franceses, juro emplear el poder que me ha delegado
el acto constitucional del Estado para mantener la Constitución de
cretada por la Asamblea Nacional y aceptada por mí”. El sol,
en ese instante, iluminó repentinamente la escena y la reina hizo
dar a su hijo unos pasos en dirección á la multitud, que saludó
con ovaciones prolongadas: “ ¡Viva la reina, viva el delfín!” Des
pués, la multitud multiplicó alegremente las farándulas, las danzas
campesinas y otras, qué el mal tiempo no logró suspender, hasta
tal punto estaba animada por la fuerza del patriotismo o la del
vino. Esa noche los federados cenaron en unas mesas tendidas en
La Muette, donde se habían puesto 22.000 cubiertos: la comida fue
excelente. La Fayette, durante todo el día, fue ovacionado, pero
el rey fue objeto de homenajes y manifestaciones más vivas y más
espontáneas.
En líneas generales, la Federación fue realista. Si ese día hu
biera habido una votación, el rey hubiera sido plebiscitado. Las
demostraciones a su favor y a favor de la reina fueron entusias
tas. Durante la comida de los distritos, los federados obligaron a
los parisinos a beber a la salud de la reina, y lo que pudieron ver
de la Asamblea causó mal efecto a más de uno. Mallet du Pan cita
esta frase de los delegados de Vésoul: “Vuestra Asamblea es un
burdel. ¡Ah! Teníais razón cuando nos escribisteis esto, y nos equi
vocamos cuando no os creimos”. Se retiraron, pues, llenos de es
tima por la cocina de París y de amor por la familia real. Los
274
periodistas revolucionarios lo notaron, se indignaron de las efusio
nes del 14 de julio de 1790; Loustalot y Marat competían en la
indignación; a Mirabeau no se le pasaba la rabia, hasta tal punto
le parecía escandaloso el triunfo de su enemigo La Fayette. Y Mi
rabeau se puso a vociferar contra el pueblo, contra Orleáns, contra
Monseñor y el antiguo régimen. La Fayette se esforzaba por afnv
mar su discreto triunfo: ninguno de los peligros previstos se con
cretó. Grleáns, que había vuelto de Londres la víspera de la fiesta,
no tuvo ninguna participación; las delirantes pretensiones del barón
Clootz, quien deseaba, después de una irrisoria visita a la Asaim
blea de los “delegados de la humanidad”, transformar a la fiesta
nacional en una fiesta internacional, se perdieron en medio del
estruendo, la alegría y el patriotismo. La masa del pueblo francés
quería la unión y un nuevo régimen encabezado por Luis XVI.
¿Qué podía hacer la masa del pueblo francés, sin organización
y sin jefes? Entre ella y el rey no había nada que uniera, y los
equipos de destrucción trabajaban con método y perseverancia.
Hubo prueba de ello antes y después de la Federación. Los violen
tos disturbios de Nîmes, en la primera quincena de junio, que
opusieron là municipalidad y un club local afiliado a los jacobb
nos, terminaron con una masacre de católicos. Toda la provincia
se inundó de sangre y de odios religiosos. Más grave aún fueron
los disturbios militares que siguieron al 14 de julio. La situación
se alteraba dentro del ejército; desde mediados de junio de 1787
a julio de 1789, en la mayor parte de los casos, los oficiales se
negaban a ejecutar las órdenes del rey o trataban de eludirlas.
Esto concordaba con la rebelión de los parlamentos, de la nobleza
y del clero. Concordaba sobre todo con la multiplicación de las
logias de regimiento y su influencia. Después del 14 de julio, los
ataques de que fue objeto la nobleza por parte de las; turbas y
las autoridades revolucionarias, la emigración de muçhas grandes,
familias, el saqueo de muchos castillos, la supresión de los títulos
de nobleza por la Constituyente cambiaron las disposiciones de los
oficiales, que intentaron entonces restablecer el orden y cerrar fi
las en torno al rey. Las tropas, por el contrario, sumergidas por
los emisarios y los clubes jacobinos, sensibles a la indisciplina que
se difundía por todas partes, sólo pensaban en aprovechar la si
tuación. Inquieta, pero preocupada ante todo por su popularidad,
la Asamblea no quería sermonear a los soldados, y La Fayette,
275
que deseaba un restablecimiento del orden constitucional, multi
plicaba sus cartas a Bouillé, el mejor general del ejército francés,
para combinar con él una reorganización del ejército. Por su parte,
los clubes jacobinos sólo pensaban en acrecentar su influencia. Es
tas dos fuerzas, que trabajaban en sentidos contrarios, debían cho
car en perjuicio de los franceses —soldados y oficiales— víctimas
de estas facciones y estos odios.
Nancy fue el teatro de esta lucha. En esta época los oficiales,
obligados a prestar nuevo juramento a la Constitución, refunfu
ñaban. Al mismo tiempo, los clubes jacobinos de Nancy prospe
raban; se habían puesto a obrar sobre los tres regimientos allí
apostados: Mestre de Camp, caballería, Suizos de Chateauvieux,
Regimiento del Rey, infantería. Mestre de Camp estaba ganado;
Chateauvieux, formado por soldados ginebrinos y suizos de la re
gión del Lemán, se mostraban favorables a la Revolución; el Re
gimiento del Rey, tropa privilegiada formada por oficiales esco
gidos y con un gran contingente de soldados de origen burgués,
pasaba por ser “seguro”. Pero desde setiembre de 1789 los emi
sarios orleanistas y la célebre Théroigne de Méricourt, que había
sido ganada por el duque?, se llevaban todo por delante; los solda
dos empezaban a mostrar indisciplina y los oficiales debilidad. Un
Comité Patriótico, es decir, jacobino, se formó aquí y acrecentó el
desorden; lo mismo ocurría en Metz, donde Bouillé estuvo a punto
de ser asesinado. La Asamblea, enterada por La Fayette, se apuró
á prohibir la existencia de clubes en los regimientos y decidió,
para evitar todo pretexto de disturbio, que las cuentas de los regi
mientos debían ser fiscalizadas por oficiales generales nombrados
por el rey. El decreto terminaba con amenazas contra cualquier
movimiento de indisciplina.
Para La Fayette y sus amigos se trataba de “dar un golpe que
hiciera ruido”. El general enviado a Nancy fue monsieur de Mal-
seigne, hombre célebre por su severidad, quien se encontró con una
guarnición soliviantada. Para evitar los amotinamientos, los ofi
ciales habían consentido en pasar a los soldados sumas de dinero
que les permitían beber y fraternizar entre ellos, sobre todo con
los elementos jacobinos; la Asamblea Nacional, alertada, votó el
16 de agosto un nuevo decreto en el cual exigía la confesión de
las faltas de los culpables, su arrepentimiento o su castigo como
criminales de “lesa nación”. Al enterarse, los soldados empezaron
276
por firmar un acta de arrepentimiento; en medio de todo esto, mon-
sieur de Malseigne llegó a Nancy; al enterarse que los Suizos de
Chateauvieux se habían insubordinado, les ordenó que partieran
hacia Sarrelouis. Los hombres se negaron y fueron apoyados por
el Regimiento del Rey y una parte de la población. Frente a esta
situación, monsieur de Malseigne, inquieto por su propia vida,
huyó, mientras que los soldados, entusiasmados por las nuevas im
citaciones que llegaban de París, se apoderaron de las armas,
maltrataban a sus oficiales y los metían en las cárceles. Un des
tacamento de Mestre de Camp persiguió a Malseigne, refugiado
en Lunéville, de donde envió una compañía de carabineros en di
rección a la ruta de Nancy. Allí se encontraron con la caballería
rebelde y, en una breve escaramuza, mataron a unos cuantos e
hicieron huir al resto. El incidente produjo furor en, los cuarteles
de Nancy; sin embargo, los carabineros de Lunéville, trabajados
por elementos jacobinos, se volvieron y marcharon hacia Nancy
con monsieur de Malseigne como prisionero.
Frente a tantos desórdenes, monsieur de Bouillé consideró ne
cesario actuar. Sostenido por La Fayette, la Asamblea y el rey,
marchó sobre Nancy con un ejército poco numeroso pero seguro.
Iba allí para aplicar el decreto del 16 de agosto y reducir a los
insurrectos. La guarnición se puso en estado de defensa el 31 de
agosto. Estaba compuesta de 10.000 hombres, frente a los 1.400
soldados de caballería y 3.000 infantes de Bouillé, pero carecía
de jefe. Asustados, los amotinados enviaron una delegación de
soldados y consejeros municipales. Bouillé exigió que la guarni
ción saliera de Nancy dirigida por Malseigne y los oficiales pri
sioneros, y que designara a cuatro hombres en cada regimiento
como jefes de la sublevación, que habrían de ser juzgados según
la ley militar. De lo contrario, amenazaba con tomar militarmente
a Nancy. Inquietos, los tres regimientos rebeldes salierón de Nancy '
y liberaron a los principales oficiales prisioneros. Sin embargo,
cuando Bouillé quiso entrar en la ciudad, los amotinados caño
nearon a las tropas. Bouillé, de todos modos, ocupó Nancy, y sus
soldados, enfurecidos, tomaron represalias enérgicas para termi
nar con esta situación de sublevación endémica. Estas represalias
no dejaron de sorprender a la Asamblea que, maniobrada por los
jacobinos, acababa de preparar una moción conciliadora. La mo
ción llegaba demasiado tarde; utilizando su derecho y siguiendo
277
el deber que imponían las capitulaciones, los consejos de guerra
de los regimientos suizos condenaron a muerte a 32 soldados de
Chateauvieux, y a galeras a 41. Por primera vez desde 1787 se
había sofocado una sublevación civil o militar. Dado que había
triunfado, la Asamblea felicitó a Bouillé. La Fayette, qüe por un
instante había pensado en hacerse enviar a Nancy, se vio obli
gado a expresar a su primo su satisfacción y sus felicitaciones. Se
difundió entonces la noticia de que 3.000 franceses y suizos habían
encontrado la muerte en este altercado; al parecer, esta cifra debe
ser reducida a 500. De este modo, por primera vez en tres años,
corrió la sangre.
En el embrollo de la revuelta de Nancy, que despertó todos los
odios internos, que emergieron rápidamente después del perfecto
acuerdo de la Federación, intervino la tontería, el malentendido
y el encono; de todos modos, un país como Francia no podía tole
rar un ejército indisciplinado, si no quería quedar a merced de sus
vecinos, amigos o enemigos. La operación iniciada en 1787, al
prolongarse, trajo un desgarramiento cada vez más trágico dentro
de la nación. La Fayette, que había servido en los Estados Unidos,
se daba cuenta de ello, Mirabeau lo sabía, Duport y Barnave, Ale-
xandre y Charles de Lameth empezaban a darse cuenta. Pero en
ellos el problema constitucional, ya complejo, se unía a un pro
blema individual. Inclusive de acuerdo sobre los principios, estos
hombres no se entendían sobre la acción que debía seguirse, pues
Mirabeau quería dinero y un ministerio, Charles de Lameth el
lugar de La Fayette, y Duport se consideraba digno de gobernar
la nación. La manifestación pacífica del 14 de julio de 1790, la
operación militar de agosto, no arreglaron nada. Indicaban un
deseo de orden, pero también revelaban el gran poder de los clu
bes revolucionarios y, en la hora en que algunos jefes se orientaban
hacia un entendimiento, sus tropas, adoctrinadas por ellos, ya no
estaban dispuestas a seguirlos. La nobleza “patriota” había ense
ñado la rebelión a la plebe, a matar y a reinar por medio de la
fuerza. Había formado dirigentes capaces de suscitar y orientar
la sublevación. Pero estos hombres y estas tropas ya se volvían
contra la nobleza.
278
Capítulo IV
LOS TRIUNVIROS Y EL EXTRANJERO
287
\
C a p ít u l o V
LA REVOLUCIÓN RELIGIOSA
312
C a p ít u l o VI
EL REY ROMPE CON LA REVOLUCIÓN
**1 r
lucionar las colonias y a arruinar a los Lameth y a los Laborde
que, como es sabido, son dueños de inmensas plantaciones en Santo
Domingo. Más grave aún es la decisión que Robespierre, espíritu
lógico y táctico hábil, logra hacer aceptar gracias a sus amigos
r de izquierda y de derecha, exasperados por la arrogancia de los
Triunviros, el 19 de mayo: prohibición a los diputados de la
Constituyente de presentarse a las elecciones para la Asamblea
subsiguiente. En un duelo oratorio, Robespierre le gana a Adrien
Duport; el 27 de mayo, aprovechando su ventaja, después de otro
debate sensacional con Barnave, arranca a los Triunviros el Comité
de Correspondencia de los Jacobinos, órgano esencial para quien
quiere dominar a la opinión, y que éstos hasta ese momento tenían
en sus manos. A pesar de un nuevo ataque de Duport contra Ro
bespierre, entre el 11 y el 15 de junio el Incorruptible es el ven
cedor en la Asamblea; todo anuncia la declinación de los Triun
viros en esta hora en que se han reconciliado con La Fayette (31
de mayo) y se acercan al rey.
El destino, si bien da a algunos el poder de destruir, rara vez
les,deja tiempo para reconstruir. Los Triunviros, La Fayette, los La
Rochefoucauld y los amigos de Mirabeau .sólo deseaban poner pun
to final a la Revolución, encontrar un gobierno viable con el rey
a la cabeza y una Constitución efectiva, pero sus pasados los tie
nen aferrados con cien lazos: su clientela, a la cual no quieren
decepcionar, su popularidad, que no quieren y no pueden perder,
la lógica de sus intelectos, que no son capaces de cambiar. . .
Luis XVI lo sabe y lo siente; el apoyo que se le ofrece, la colabo
ración que se le propone es tan sólo un medio para aprovechar su
popularidad, su autoridad moral, su Lista Civil, los empleos que
aún puede dar y el poder que tiene o parece tener. En el mo
mento en que Duport, Barnave y los Lameth empiezan a flaquear,
y en que Ropesbierre gana a los jacobinos, los Triunviros se vuel
ven sensibles a los argumentos del rey. Pero nada comprenden de
las exigencias de la autoridad, de las necesidades del orden o de
los deberes de la religión, pues desde 1787, y tal vez mucho antes,
han renegado de todo ello. En su desconcierto, aportaron a Luis
XVI un nuevo problema en vez de darle un apoyo firme.
El rey empieza a pensar de nuevo en la idea de la evasión,
rechazada muchas veces como un abandono de los deberes, un acto
de cobardía, una falta. El ejemplo de Carlos I de Inglaterra, y
317
sobre todo el de Jacobo II, cuya huida comprometió para siempre
la causa de los Estuardo (1688), lo atormentaban. Desde mayo
de 1789 muchas personas, amigas y enemigas, le recomendaron
la fuga; los ministros y Artois el 14 de julio; los mismos minis
tros, los moderados y la reina, el 6 de octubre; mientras que
Orleáns, Mirabeau, el Club Bretón hacían toda clase de combi
naciones para llevarlo a ello, y más tarde las hizo Mounier y algún
otro. Los rumores de su huida o de su rapto se han difundido y
circulan casi continuamente desde que la Asamblea ha tomado me
didas que ofenden a sus convicciones profundas; sus amigos lo sa
ben; las instancias de los jacobinos en otoño de 1790, a fin de que
vuelva de Saint-Cloud a la brevedad posible, y el obstáculo que
-se puso a su partida el 18 de abril, la guardia redoblada con que
La Fayette y los emisarios de Danton lo rodean hasta en la Casa
de la Reina, en donde una de las camareras es una espía conocida,
todo le prueba la idea fija de sus enemigos. Sus amigos también
apoyan este proyecto; en julio de 1790, en febrero de 1791, Mi
rabeau aconseja la huida a la reina; en octubre de 1790, en Saint-
Cloud, el obispo de Pamiers, d*Agoust, da el mismo consejo al
rey; en ese bello verano de Saint-Cloud la reina, que ve a Fersen
casi todos los días, habla con él del proyecto y los medios de rea
lizarlo; los obstáculos y los peligros parecen ser innumerables:
están rodeados de espías, vigilados por carceleros, observados por
enemigos. Sin embargo, el valor de María Antonieta y la intrepi
dez del caballero no reparan en tal cosa; si se cuenta con el apoyo
de los príncipes extranjeros, con el dinero y la cooperación del
último general francés leal y en posesión de un ejército sólido,
Bouillé, la empresa puede salir bien. Esta es la opinión, luego
la decisión, del rey. El 23 de .octubre de 1790 envía a! Boui
llé un emisario de su confianza para preguntarle si acepta pres
tarse a esta operación, y cuál es su opinión al respecto. Bouillé,
uno de los gentilhombres más nobles de Francia, y uno de los me
jores generales de Europa, está mordiendo el freno desde junio
de 1789; tiene bajo su mandato a Metz, que conserva por devoción
al rey; por lo tanto se apresura a aceptar, aunque señala a Luis XVI
los riesgos y los peligros del proyecto. Envía su hijo a París para
asegurar el contacto con el rey y organizar la colaboración. De
hecho, cartas y mensajes habrán de circular entre noviembre de
1790 y mediados de junio de 1791, sin que nada sea captado,
318
interceptado o descubierto. El rey no quiere abandonar a Francia*
sino tan sólo refugiarse en una de las ciudades del Este, rodeada
de un ejército leal y en condiciones de recibir ayuda de su cu
ñado, el emperador Leopoldo. Por lo tanto, es menester preparar
del mejor modo el viaje mismo, asegurarse el ejército y obtener
la colaboración de Leopoldo. Todo esto exige más de siete meses.
Bouillé sugiere tres ciudades para que el rey elija: Valencien
nes, fuera de los límites de su ejército, pero con una municipalidad
y una población favorables a la causa monárquica; Besançon,
también favorable, aunque más alejada; Montmédy, una ciudad
muy pequeña a una milla de la frontera con Austria. Luis XVI
elige esta última; queda por decidir la ruta que habrá de seguirse;
si se va de París a Montmédy por Reims y Stenay, los grandes cen~
tros son evitados; si se va por Châlons, se pasa por Verdún, en
donde hay una municipalidad jacobina que sería conveniente evi
tar; es preferible pasar por Varennes, ruta más segura, pero sin
postas de recambio. Por lo tanto, habría que instalarlas, lo cual
llamaría la atención y crearía un peligro; Bouillé aconseja, por la
tanto, la ruta de Reims y Stenay. El rey no quiere; en el momento-
de su coronación todo Reims lo ha visto durante varios días se
guidos; es imposible no ser reconocido, y esto echaría todo a per
der. Escoge el itinerario Châlons-Varennes, a pesar de las dificul
tades que esto trae a Bouillé, que se ve cada vez más asediado-
desde el día en que Duportail, convertido en ministro de Guerra
y sometido a la influencia jacobina, le retira sus mejores tropas
y las reemplaza por contingentes indisciplinados. De todos modos,,
por este lado la operación se organiza bien y en secreto.
En cambio, por el lado de los reyes, no hay más que reticencias
y demoras. Luis XVI negocia con España por intermedio de la
reina y el embajador español, Fernán Núñez, hombre fiel. Pero
Carlos IV no quiere comprometerse a nada, ni a enviar tropas, ni
a prestar dinero; mantiene un tono afectuoso pero se desentiende;
Leopoldo, con quien Luis XVI se comunica por intermedio del
barón de Breteuil, enviado discreto y seguro, sólo quiere actuar
el día en que el rey haya abandonado París y esté seguro fuera
de la capital. Por este lado, las idas y venidas de los correos y la
imprudencia de la gente de la reina constituyen graves peligros;-
más grave aún es el celo de La Marck y de Mirabeau, que han
acariciado un proyecto análogo en febrero de 1791 (La Mark va a*
319
ver a Bouillé que, siguiendo órdenes del rey, lo escucha y se calla).
Finalmente, es posible imaginar la sorpresa, la inquietud y la tur
bación de Luis XVI cuando el duque de Biron le viene a contar, en
-abril de 1791, que el duque de Orleáns desea salvarlo y que él
mismo, junto con el general Heymann, están dispuestos a realizar
-esta operación. Biron parece sincero y el rey lo escucha sin des
alentarlo; pero Biron no vuelve; es decir, hay ya muchas perso
nas que han husmeado la cosa. No es nada extraño, pues, si en
diciembre de 1790, Marat en su Ami du Peuple, y Prudhomme en
Les Révolutions de París denuncian la partida inminente del rey,
y si Dubois-Crancé se refiere a ella, en el Club de los Jacobinos,
-el 30 de enero de 1791; por su parte, La Fayette recibe frecuentes
-cartas, anónimas o firmadas, con advertencias; tantas cartas llegan
que finalmente La Fayette apenas las lee. Pasan los meses y ya
nadie cree la cosa. Es lo que siempre ocurre cuando intervienen los
servicios de espionaje y de policía; el excesivo número de infor
maciones termina por destruir su valor. Inclusive si una dama de
palacio, amante de uno de los oficiales de La Fayette, Gouvion,
de ideas jacobinas, ha sospechado que se prepara la evasión y ha
enviado una carta a Bailly, éste sólo podía encogerse de hombros:
y es lo que hizo.
Finalmente todo está listo, o lo parece; después de haber va
cilado mucho tiempo, de haber consultado y reflexionado, el em
perador Leopoldo se decide a colaborar con Luis XVI; en cuanto
-el rey esté en un lugar seguro, fuera del alcance de los revolucio
narios, le hará un adelanto de quince millones de libras y dará
-orden a sus tropas de aproximarse a la frontera. El rey de España,
por su parte, empieza a interesarse en el proyecto. Los reyes de
Suecia y de Cerdeñá se declaran dispuestos a participar en la me
dida de sus fuerzas. Los meses que se han dedicado a la persua
sión de todos ellos, y sobre todo de Leopoldo, han costado caro
a Luis XVI; Bouillé se inquieta y se pone nervioso; Duportail lo
vigila; las intrigas del conde de Artois, que procura levantar un
ejército para invadir a Francia y acude a todos los príncipes, sin
dejar de lado los cantones helvéticos, no deja de embrollar más
una situación que ya es complicada. Pero Luis XVI no duda de
que podrá llamarlo a la razón una vez que recobre su libertad.
Artois, a quien su hermano mayor ayuda y frena constantemente,
jlo ha tomado aún ninguna decisión irrevocable. Aunque excesi
320
vamente demorada, la evasión puede tener buen resultado en este
momento en que la Constitución Civil del clero, el derrumbe finan
ciero y la perturbación económica indignan, irritan e indisponen
a la población contra la Asamblea, y cuando los jefes de la ma- ¡
yoría andan a tientas.
El 12 de mayo Luis XVI envía un millón a Bouillé para los
gastos preliminares; él mismo gasta 1.200.000 francos en prepa
rativos y en pagar el trimestre de su casa; conserva con él medio
millón de francos; ha adoptado innumerables precauciones para 1
desviar la atención y las sospechas de su carcelero La Fayette, por,
quien no tiene ya ninguna estima y a quien sólo trata de despistar.
La reina se dedica a la misma tarea con esa astucia que las mujeres1
saben poner en estas empresas, pero comete la locura de enviar a
Bruselas sus valijas de viaje, con el pretexto de regalárselas a la
archiduquesa Cristina. Fersen, por su lado, ha hecho construir la
berlina, prepara ropas, busca el personal de comitiva, los caba
llos, etc. También se ha procurado dineros, que ha pedido presta
dos a su amigo Quentin Craufurd' y a madame de Korff; para
ello ha contado con el consentimiento de la reina, no del rey, que
ignora estas tratativas. Madame de Korff tiene la generosidad de
ceder a la familia real su pasaporte; frente a las autoridades, la
dama habrá de decir que su pasaporte se le ha caído dentro de la
chimenea, y consigue que se le dé otro. La gobernanta de los niños
reales, madame de Tourzel, desempeñará el papel de madame de
Korff, la reina será su camarera, el rey su criado, los príncipes
sus hijos; Fersen actuará como cochero, y tres guardias de corps,
los señores de Malden, de Móustiers y de Valory, serán picadores '
y postillones. Todas estas son personas leales, fieles y valerosas.'
Un último contratiempo demora la partida. Una camarera, muy
segura, que debía entrar en funciones en los aposentos del delfín,
cae enferma, y hay que soportar hasta el 20 la presencia de una
mujer de ideas jacobinas. Hay que demorar veinticuatro horas la
partida fijada para el 19. El rey previene tan sólo a La Porte y
a su confesor, el abate Hébert; Monseñor, que debe partir por la
ruta de Flandes, combina la partida con la de su hermano. Luis XVI
redacta cuidadosamente su mensaje a la Asamblea, que confía, la
crado, al fiel La Porte. Para la seguridad de sus otros servidores
y empleados, debe evitar qúe nadie sospeche nada. Un gran nú
mero de emboscadas y de espías los rodea: en cada puerta, en
321
cada corredor, y sobre todo en los accesos a las habitaciones del
rey, están apostados guardias nacionales; cada salida del palacio
tiene un centinela con órdenes de no dejar entrar ni salir sin un
salvoconducto de La Fayette; frente a la puerta cochera hay dos
soldados a caballo, apostados permanentemente; en la terraza de!
lado del estanque vigilan centinelas cada cien pasos; finalmente,
600 miembros de las secciones, distribuidos alrededor del palacio,
espían incesantemente, con toda la vigilancia que inspira el odio.
A partir de medianoche el número de los carceleros disminuye,
pero no su celo.
El 20, a eso de las once de la noche, madame de Tourzel, con
atavío de viajera, muy arrebujada, salió llevando a dos niñas de
la mano; la más pequeña era el delfín, vestido de chica. Utilizaron
la puerta del departamento que había ocupado un antiguo minis
tro, monsieur de Villequier, y que estaba desocupado desde su
partida. El departamento daba sobre el patio. Desde aquí, las via
jeras se deslizaron, guiadas por uno de los tres guardias de corps,
hasta la plaza del Petit Carrousel, en donde las esperaba un coche
conducido por Fersen, disfrazado de cochero. A las once y media
llegó madame Elisabeth, a la medianoche el rey; La Fayette y
Báilly lo habían importunado esa noche con una larga conversa
ción de la que sólo pudo librarse dándoles la razón en todo. La
reina apareció en último término: se había perdido entre las ca
llejas oscuras y la carroza de La Fayette la había rozado. Final
mente, cuando todos estuvieron dentro del coche se abrazaron y
Fersen los condujo, aunque equivocándose en el itinerario, hasta la
barrera de Saint-Martin, muy ruidosa esa noche, pues un empleado
de la aduana festejaba su casamiento. Los pasaportes rusos, obte
nidos por Fersen, dieron resultados maravillosos; la berlina los
estaba esperando un poco más lejos.
. Mientras Fersen volvía a París para cambiarse y partir nueva
mente por la ruta de Flandes, la berlina real avanzaba hacia el
este. En la noche pegajosa y encapotada, los caballos resbalaron,
los arreos se rompieron; levantaron a los animales, repararon los
arreos y se siguió adelante, a toda velocidad. Por primera vez
desdé hacía cuatro años el rey volvía a albergar esperanzas;
una vez en Lorena, en medio de su ejército, contaba con atraer
y reunir a su alrededor al conjunto del pueblo francés, realizar su
proyecto del 23 de junio de 1789, establecer una Constitución prác-
322
tica, satisfactoria para la nación y que le garantizara la suficiente
autoridad para reinar útilmente. Quería evitar la guerra civil,
la invasión extranjera y las sanciones crueles. Pero ante todo que
ría restablecer la religión católica en toda su pureza, como acababa
de prometerlo al Sagrado Corazón. “Hemos salido de la ciudad de
París —exclama— en donde he debido apurar tantas amarguras.
Quedad persuadidos de que, en cuanto tenga el traste sobre la mon
tura, seré un hombre muy distinto del que he sido hasta ahora”.
Había una sofocada alegría pensando en la confusión en que iba
a verse el celador de los soberanos: La Fayette. Su suficiencia,
tanto como su insuficiencia, merecían una lección. El trote regular
de los caballos marcaba el ritmo de estos pensamientos azarosos;
y Luis XVI, agradeciendo a Dios el haberle puesto una vez más
entre personas leales y amantes, lo bendecía sobre todo por haberle
dado los medios de proclamar y hacer respetar al fin su fe.
Atravesaron Chálons en la tarde del 21, sin inconvenientes;
la primavera resplandecía en toda su belleza y nada amenazaba,
al parecer, seriamente. Cansado de su jaula rodante, el rey deseaba
hacer un poco de ejercicio, pero no había ni un minuto que perder
y se siguió viajando todo el día; finalmente llegaron a Pont-de*
Somme-Vesle, en donde debía encontrar los primeros centinelas
apostados por Bouillé. El rey no vio a nadie. Una trágica casua
lidad había obligado a los soldados a alejarse para no difundir
el pánico entre los campesinos de esas aldeas que, como tantos
otros, habían pagado los impuestos exigidos y estaban muy alerta,
de miedo que alguien viniera a forzarles a pagar. El duque de
Choiseul, que comandaba estas tropas, cometió el error de reple
garse sobre Varennes sin dejar estafeta. La angustia cerró la gar
ganta de la familia real.
La angustia reinaba en París. En la mañana del 21 todo el
pueblo se despertó como de costumbre; pero, en el Palacio, a partir
de las 5, cundió la agitación, pues se había advertido la desapari
ción del rey y de los suyos. Inmediatamente se comunicó la nove
dad a la Asamblea y La Fayette se entrevistó con Montmorin, que
no sabía nada; por lo tanto debió sufrir doblemente: por el propio
peligro y por la prueba que acababa de darle el rey de su des
confianza. La Fayette, furioso y consternado, no perdió la cabeza
y envió por todas las rutas emisarios que debían alcanzar a los
fugitivos, pues consideraba que su vida estaba en peligro si Luis XVI
323
lograba huir. En la ciudad, que empezaba a despertarse, toctos de
cían: “ ¡Está bien: se ha ido!” Sorpresa, temor, cólera se sucedían.
Se acusaba a La Fayette de traición, al rey de deserción; algunos
creían en un rapto; ¿acaso los diarios revolucionarios no hablaban
incesantemente de esto desde hacía dos años? Tres cañonazos dis
parados por orden de la municipalidad terminaron por generalizar
la inquietud. Las clubes se declararon en sesión permanente. Por
todas partes se escuchaba el redoblar de los tambores. Las multi
tudes se congregaban y se armaban con picas. Pero como nadie
preveía esta evasión y ningún club había preparado disturbios, no
pasó nada. La Fayette, apoyado en su clientela de almaceneros y
pequeñoburgueses, aún seguía fuerte; la Asamblea, reunida a toda
prisa, no escuchó a Rewbell, que la atacaba y aplaudió a Barnave,
que se levantó para darle, en nombre de los Triunviros, un certi
ficado de civismo. Instintivamente la Asamblea adoptó la tesis de
los volantes revolucionarios, difundidos desde hacía tiempo, y que
La Fayette, siempre lúcido en los momentos graves, había adoptado
nuevamente: “El rey acaba de ser raptado por los enemigos pú
blicos”. Duport hizo un discurso elogioso para el pueblo y los guar
dias nacionales; después se confirmó la orden de perseguir al rey
por todas las rutas; la partida de las estafetas fue demorada por
los obstáculos que puso la multitud para dejar salir a los mensa
jeros y al edecán Romeuf. Los ministros, convocados por la Asam
blea, recibieron orden de continuar sus funciones; La Porte tra
jo la carta lacrada del rey. El presidente la guardó. Sin embargo,
en todos los barrios de París los jacobinos se dedicaron a borrar
los blasones de Luis XVI y su nombre, a destruir sus estatuas y a
hacer requisiciones en casa de los aristócratas.
Esa noche el Club celebró una sesión. Aquí surgió el peligro
para La Fayette. De todos modos, durante el día, se cimentó la
aproximación de los nobles revolucionarios; si La Fayette se indig
naba sinceramente al pensar que Luis XVI había podido renegar
de los Derechos del Hombre y de la soberanía de la nación, los
Triunviros, más atentos, más cínicos, pensaban en las ventajas que
iban a lograr de una evasión lograda. Lejos de exasperarse, se pu
sieron a calcular. ¿Había llegado para ellos el instante de anexarse
a La Fayette y a sus tropas? ¿Era este el medio de volver a adquirir
el ascendiente que amenazaba con escapárseles? ¿Era esta la oca
sión para destruir los elementos que intentaban desbordarlos? Va-
324
riOs jefes revolucionarios se prepafabah ya a negociar con el rey y
se acercaban a la derecha. La consternación de Robespierre, que
no sabía qué pensar, no les desagradaba. Si Brissot y algunos re
publicanos se agitaron, su número limitado, su insignificancia y su
torpeza los hacía poco peligrosos. Así fue que, esa misma noche,
La Fayette entró al Club de los Jacobinos del brazo de los dos
.‘ *8
hermanos Lametb y seguido por más de 200 diputados. Desde la
\ mañana el Club hervía de agitación y Robespierre pronunció un im
portante discurso* bastante descosido, en el cual acusaba a Luis XVI,
pero sobre todo a los ministros ; Robespierre reclamó el poder para
la Asamblea y evocó el recuerdo glorioso del juramento del Juego
de Pelota; terminó ofreciendo, en medio de atronadoras aclama
ciones, su vida por la patria. La Fayette y sus amigos apenas acaba
ban de sentarse junto al estrado del presidente cuando Danton,
arrastrando un gran sable entre las piernas, se levantó y empezó
a atacarlo violentamente: “Monsieur La Fayette—dijo—, vos res
pondíais últimamente por la persona del rey con vuestra cabeza.
¿Creéis que habéis pagado vuestra deuda al haceros presente en
la Asamblea?” Y terminó con esta fórmula, cortante como un es
tilete: “En una palabra, monsieur de La Fayette nos responde del
rey con su cabeza: lo que nos hace falta es o el rey o su cabeza”,
vociferó con su estentórea voz. A fin de evitar la impresión pro
ducida, Alexandre de Lameth pronunció un discurso hábil, La Fa
yette emitió una homilía efusiva, Sieyès arguyo diestramente su
causa y Barnave conquistó la aprobación de los jacobinos con una
arenga llena de vida y emoción, que puede resumirse en estas pa
labras: “Sigamos unidos y Francia se salvará”. Al invocar de esta
manera el espíritu combativo y la necesidad de unión de todos los
fi
jacobinos, Barnave salvó al Héroe de los Dos Mundos, que pudo,
hacia la medianoche, volver tranquilizado a la Asamblea con sus
doscientos diputados. Ésta, durante esos días, gobernó sin estorbos
y Francia nombró nuevos generales en sus ejércitos.
Entre tanto el rey, en medio de la confusión general, llegaba
a Varennes, donde se encontraban los húsares de Choiseul. Su sal
vación parecía segura, pero el hijo del maestre de postas de Sainte-
Menehould, Drouet, lo había reconocido; tomando por un atajo,
logró adelantarse y llegó a Varennes para dar el alerta a la pobla
ción. Luis XVI, después de bajar en la hostería para descansar un
instante, fue detenido, y Choiseul llegó demasiado tarde y no se
325
atrevió a cumplir con su deber hasta el fin. En ese instante sonaba
la medianoche y los guardias nacionales se unieron para respal
dar a los magistrados. La familia real fue conducida a casa del
procurador de la Comuna. En medio del desorden, Choiseul llegó
hasta Luis XVI y le propuso huir al galope en el caballo de un
húsar; pero el rey rehusó. Previo esta batalla en la noche, la
sangre francesa derramada, su hijo en peligro y su mujer, su her
mana, amenazadas por una muerte casi segura. También vio en esto
él comienzo de la guerra civil que quería evitar por todos los me
dios, aunque fuere a riesgo dé su vida, que en ése instante sacrificó.
Rechazó a Choiseul y aceptó la derrota.
Ésta sobrepasó en amargura todo lo que hasta entonces había
conocido. Toda la noche fue retenido en Varennes; al amanecer
llegaron sin aliento los mensajeros de La Fayette, encabezados por
Romeuf, Luis XVI leyó sus órdenes y comprendió: 66Ya no hay
más rey en Francia”, dijo. Monsieur de Romeuf actuó respetuosa
mente, pero la multitud, excitada por los jacobinos, se mostraba
cada vez más insultante. Romeuf logró restablecer alguna calma
y a las ocho de la mañana la berlina tomó el camino de París.
Los clubes de los alrededores enviaron delegados para vigilar.
Ciento cincuenta dragones precedían la berlina, que estaba ro
deada por cincuenta zapadores; un calor, un polvo asfixiantes en
traban por los vidrios bajos, por todas partes se oían ultrajes y a
veces se les escupía en el rostro. La reina por orgullo, los niños
por inconsciencia, el rey gracias a sus plegarias, todos soportaron
las afrentas sin quejarse. Bouillé, á quien advirtieron demasiado
tarde, no pudo llegar a Varennes con el regimiento del Real Ale
mán de Caballería antes de las nueve. Ya era tarde.
En París se difundió rápidamente la noticia de la detención
y los nobles revolucionarios, esta vez más asustados que contentos,
se apresuraron a enviar, para que precedieran a la carroza real, a
tres comisarios, con el fin de que vigilaran y sobre todo protegie
ran a la familia real ya que, ante la amenaza de un cambio de
régimen, había temores. La Fayette hizo elegir a su amigo Latour-
Maubourg, los Triunviros nombraron a Barnave y los jacobinos lo
graron designar a Pétion. Llegaron juntó a la berlina el 23 de junio
en Dormans. Barnave presentó al rey el decreto que les confería
atribuciones y Luis XVI los acogió con palabras serenas: “Señores:
me alegro de veros. No quería irme del reino. Iba a ]V[ontmédy con
326
ila intención de quedarme allí para examinar y aceptar libremente
4a Constitución”. Barnave, sorprendido por tanta presencia de es
píritu, murmuró a Mathieu Dumas: “Si el rey se las arregla para
repetir esta historia, podremos salvarlo”. Y en el espíritu de aquel
joven que no carecía de valor ni de ambición, se formó un pro
yecto. La vista de la reina, tan noble, tan conmovedora y tan
atenta a distinguirlo, terminó de decidirlo. ¡Qué hermoso papel el
que consistía en restablecer la monarquía constitucional, salvar a
ana mujer heroica y llegar al poder! Gracias a su caballerosidad,
algunas vejaciones le fueron ahorradas a María Antonieta y a los
suyos, mientras Pétion acumulaba impertinencias y Latour-Maü-
bourg tomaba el camino de regreso.
Bajo un cielo de plomo, en medio de una inmensa nube de polvo
quemante, entre una multitud innumerable y silenciosa, la carroza
hizo su entrada en París. Se tomó por la avenida de los Campos
Elíseos; los hombres no se quitaban el sombrero a su paso y, como
en el 16 de julio, -por orden de La Fayette, no se oyeron gritos
amistosos: “El que aplauda al rey será apaleado; el que lo insulte
será ahorcado”, decían los carteles pegados en todo París. En el
pescante de la carroza estaban atados los tres guardias de corps;
se veían huellas de sangre en las ruedas y en la tíaja de la berlina.
Los guardias nacionales formaban una triple fila, con las culatas
de los fusiles al aire, en señal de infamia. Al acercase a las Tu-
llerías los prisioneros fueron saludados con insultos groseros y
amenazas sangrientas. Hubo un sacudimiento en medio de la mul
titud que se precipitó sobre ellos, pero Mathieu Dumas pudo re
chazarlos después de un encontronazo sangriento. Algunos diputa
dos nobles, Noailles, d’Aiguillon, se hicieron presentes para que
todo transcurriera tranquilamente; el rey, cubierto aún de sudor,
del polvo y las escupidas que había recibido durante el viaje, les
dijo irguiéndose: “He creído mi deber alejarme de París, pero ja
más he tenido la intención de abandonar a Francia. He querido
establecerme en una de sus fronteras y convertirme en mediador
de los diferendos que cada día se multiplican en la Asamblea; he
querido, ante todo, trabajar libremente y sin distracciones por el
bien de mi pueblo, objeto continuo de mis preocupaciones”. Des
pués se dejó llevar a las Tullerías, que se habían convertida eñ
su cárceL
Las órdenes de la; Asamblea preveían un régimen estricto: dé
327
m
329
C a p ít u l o VII
SE LIQUIDA LA REVOLUCIÓN ARISTOCRÁTICA
346
Libro Sexto
LA REVOLUCION DE LOS REVOLUCIONARIOS
ì
Capítulo Primero
-i
lle; hasta podía enviar bandas que insultaban al Club de Benedic
tinos cuando éste tenía sesiones; de tal modo seguía dominando
a los tribunos de la Asamblea y lograba intimidar a los diputados.
La Guardia Nacional y la población de París empezaron por
poner cara larga a los recién llegados; en las Tullerías se pudo
creer que el rey había dado un paso adelante; pero sus consejeros
más perspicaces temieron que una Asamblea tan débil y tan indi
gente iba a tratar de popularizarse y brillar, humillando a la corte.
La Marck repetía a María Antonieta que la única salida era elegir
un ministerio unido y fuerte. Los Triunviros también lo decían, y
La Fayette lo pensaba; pero cada uno de estos tres grupos de con
sejeros quería llevar al poder a los suyos y denigraba a todos los
otros. Luis XVI buscaba hombres leales y valerosos; contaba cort
uno: Arnaud de La Porte, a quien había otorgado toda su confianza
y que le servía fielmente. Hacia los otros demostraba una benevo
lencia sincera pero limitada, como la confianza y el celo de ellos.
Luis XVI se mostraba siempre discreto y secreto; no le gustaban
las consideraciones ociosas ni las confidencias; así es que, en esta
época llena de palabras, su manera resultaba chocante y la gente
le guardaba rencor. Era más fácil tratar con la reina. Desde que
Vermond había desaparecido y que Mercy, prudente, seguía fuera
de Francia, el consejero constante y escuchado de la reina era Au-
guste de Arenberg, conde de La Marck. Éste soñaba con arrancar
todo el poder al. rey, y era lo bastante insensato para no confiar en
él y confiar, en cambio, en la reina. Luis XVI no quería guerra
civil ni invasión extranjera; trataba de llegar a un entendimiento
con sus súbditos y persuadirlos antes de conquistarlos; María An
tonieta, ofendida, indignada, no quería saber nada de la Consti
tución ni de las medidas tibias; su cólera estallaba en la intimidad^
calificaba de “bribones” a los hombres cuyos consejos aceptaba, y
su violencia fue a menudo perjudicial a la familia real. Sus amigos
querían el poder para ella; en caso posible, la regencia. Tenía sus
agentes, como Fersen, que seguía las órdenes de la reina \.cuando
350 * }
J
él mismo no se las daba a ella, y se tomaba libertades en relación
a las instrucciones del rey. Junto a la reina, madame Elisabeth sólo
soñaba en una revancha y en gestos caballerescos; idealizaba a su
encantador hermano, Artois, en quien veía al único salvador y so
berano posible; todos estos deseos, todos estos esfuerzos, todas es
tas intrigas tendían en este sentido; es posible hacerse una idea de
la soledad de Luis XVI.
Obligado a apoyarse en los constitucionales, los encontraba di
vididos; por un lado, los Triunviros y su clientela, por el otro La
Fayette y la suya. A pesar de haberse reconciliado, La Fayette
consideraba que los Triunviros eran irnos aventureros ; ellos lo
veían a él como un ambicioso hipócrita que ocultaba una gran
astucia detrás de su ingenuidad; sus maniobras, junto con las de
la reina, al parecer, lograron hacer que fracasara la candidatura
de La Fayette para el ayuntamiento de París, y como intendente
fue elegido el jacobino Pétion el 10 de noviembre de 1791 por
6.700 votos sobre un total de 80.000 electores. Por espíritu de
desquite, La Fayette hizo votar el texto que suprimía el comando
en jefe de la Guardia Nacional, y disponía que el comando sería
ejercido por cada uno de los jefes de la legión, de modo turnado.
La animosidad reinaba entre él y sus antiguos amigos. La situación
no permitía al rey romper con el uno ni con los otros; por lo
tanto aceptó, como ministro de Guerra, al conde de Narbonne, por
quien La Fayette abogaba, y madame de Staël, siempre diligente
para promover a sus amantes, removía cielo y tierra. Ella deseaba
que le dieran Relaciones Exteriores, cartera bien provista de fondos
secretos; Luis XVI se negó y puso en este ministerio a Lessart,
hombre honrado y laborioso, muy ligado a los Lameth; en Marina
instaló a Bertrand de Molleville, ex intendente de Rennes, cuya
inteligencia y devoción compensaban la insuficiencia, de su valor
y de su discreción; Montmorin se fue, a pesar suyo, pero el rey, si
bien mantuvo hacia él una actitud amistosa, no toleraba el espio
naje que ejercía sobre él a cuenta de la reina y de Mercy; Tarbé
conservó Finanzas, donde había logrado poner orden, y el fiel La
Porte la Lista Civil; Duport du Tertre, cliente de los Triunviros,
conservó el Sello, y Cahier de Gerville obtuvo el Interior, pues
tenía reputación de ser hombre excelente y bien visto por los ja
cobinos, a quienes convenía ganar o aplacar. Compuesto de esta
351
manera, el ministerio podía ser útil al país y al rey, siempre que
sus miembros se entendieran entre ellos y sé respetara la autori
dad del soberano.
Nada de esto ocurrió. Ya en las primeras semanas la Asam
blea encontró una manera de disminuir al rey; al crear comités
consagrados al estudio de los distintos asuntos corrientes y convocar
a los ministros, logró ejercer sobre ellos, por el miedo y el acoso,
una influencia mayor que la del soberano. En un momento en que
los asignados bajaban, en que faltaba el trigo, en que los campe
sinos se negaban a pagar las sumas que debían por la supresión
de los derechos feudales y por sus impuestos, cuando Europa se
agitaba y los emigrados hacían ruido a lo largo de las fronteras,
gobernar era muy difícil.
A partir de octubre se empezó a distinguir en la Asamblea Legis
lativa un grupo que atacaba violentamente al Poder Ejecutivo; com
puesto de elementos dispares, admitía como jefe a Brissot, al ex em
pleado de Orleáns, personaje blanduzco y vehemente, tan escaso de
fondos como idealista, subvencionado por La Fayette, el Palais-Ro-
yál e Inglaterra, país por el cual sentía una viva admiración, Clavié-
re, que utilizó su pluma, etc. A su lado se sentaban diputados de
Burdeos y abogados del Sudoeste, muy elocuentes; todos estos hom
bres, soñaban con una república romana, en la cual habrían sido
los Catones; mientras esperaban, su sed de gloria, de poder y de
popularidad los volvía accesibles a muchas tentaciones; ninguno
de ellos, y Brissot menos que nadie, poseía experiencia política o
conocía él manejo de los asuntos nacionales o internacionales. Es
tos diputados formaban en la Asamblea tan sólo una minoría, junto
a un grupo de benedictinos, que ocupaba el medio del hemiciclo.
Pero entre éstos no reinaba ninguna disciplina, y siempre temían
que se los tomara por los Servidores del rey. Los independientes
seguían dominados por el miedo y decididos a plegarse a quienes
hablarán más alto. Por otra parte, todos estos grupos carecían de
jefes experimentados.
Brissot tenía sobre ellos la ventaja de redactar una publicación
muy difundida en París, Le Patrióte Franqáis, y estar en contacto
(gracias a ella y a su papel de agitador internacional desde 1780)
con los principales políticos de Francia, de Suiza, de Inglaterra y
dé los Estados Unidos; esto le confería una autoridad que él\ usaba
352
para lanzar una gran campaña a favor de la guerra. Soñaba en
una cruzada contra todos los reyes de Europa, que hubiera permitido
republicanizar a Francia y al continente. A fin de lograrlo, anhe
laba un conflicto con el emperador.
Este plan, discutido y preconizado en el Club de los Jacobinos
por todos los jefes, inclusive por Robespierre, desde mediados de
noviembre, recibió en un principio un apoyo entusiasta, pues hacía
mucho tiempo que los filósofos y los enciclopedistas denunciaban
a la Austria católica y predicaban a favor de la Prusia protestante;
también se encontró con otro proyecto, proveniente de Narbonne,
que soñaba en volver a poner en su montura a la monarquía, uti
lizando un ejército victorioso. Al mismo tiempo, esperaba encon
trar un medio de imponerse. La Fayette, que obtuvo entonces el
comando de uno. de los tres grandes ejércitos reunidos con esta
intención (noviembre de 1791) se complacía en imaginar la gloria
que iba a lograr para sí combatiendo contra las despóticas mo
narquías de Europa, como lo había hecho en América. La guerra,
por lo tanto, parecía conveniente a todos y el resultado de las mis
mas circunstancias, pero la Asamblea, después de haber requerido
el regreso de Monseñor a Francia (11 de octubre de 1791) empezó
a legislar contra los emigrados y contra quienes los alojaban.
El decreto del 9 de noviembre de 1791 declaraba a los prime
ros “sospechosos de conjuración contra la Patria, reclamaba la dis
persión de los mismos antes del 2 de enero de 1792 y asimilaba
a éstos los príncipes y los funcionarios residentes en el extranjero,
amenazando a todos los emigrados con la confiscación permanente
de sus entradas. Las propiedades de los príncipes iban a ser con
fiscadas sin perder tiempo. Se iba a castigar con la pena de muerte
a cualquier francés que incitara a emigrar. Este decreto contra
venía de manera formal la Declaración de los Derechos del Hom
bre y atentaba contra la libertad individual, pero los diputados
la votaron entusiasmados, demostrando así a los constitucionales
perplejos que, para ellos, la Constitución no significaba tanto la
libertad garantizada a los ciudadanos cuanto la transferencia dél
poder del rey a la Asamblea, soberana a partir de ese momento.
Estos procedimientos llevaban a la guerra civil e internacional.
En ese mismo momento Francia, amenazada por el hambre, divi
dida y afiebrada, carecía de armas; el decreto del 31 de mayo
353
de 1791, por el cual la Constituyente, de acuerdo con el ministra
Düportail reconocía a los soldados el derecho de asistir a las sesio
nes de los clubes, siempre que concurriesen sin armas, terminaba
de liquidar la disciplina y el espíritu militares. Para esta fecha
el rey, que preparaba su huida, aún no había emitido su veto, pero
éii noviembre de 1791 vetó las medidas que se le proponían. Sus
ministros y los Triunviros quedaron desolados: sólo veían los me
dios políticos, y los clubes no estaban imbuidos, como Luis XVI,
de la pasión de defender al país y a sus intereses generales. El
rey era bastante insensato, bastante “débil”, como se decía entoñ-
cés, para sacrificar todo a esta preocupación; por otra parte, cons
ciente del peligro que la emigración creaba al país, se esforzaba
por lograr el regreso de sus .hermanos y de los otros nobles refu
giados fuera de Frància; envió una proclama a estos últimos, y dos
cartas secretas a Monseñor y a Artois, ordenándoles el regreso.
Después presentó estos documentos a la Asamblea. Sincerò en todos
sus actos, el rey sabía que no era posible esperar un regreso eri
masa de los emigrados, mientras la agitación organizada por los
clubes siguiera amenazándolos. Por lo tanto, se dirigía secreta
mente a los soberanos, instándoles a preparar un corígreso armado,
a fin de estar en condiciones de discutir con la Asamblea en me
jores condiciones.
Leopoldo, por otra parte, no soñaba en utilizar la violencia;
hombre sutil y astuto, imbuido de los principios enciclopedistas,
ña se sorprendía mucho de la Revolución y distaba mucho de que
rer lanzarse contra ella; aunque conservaba un sincero afecto por
su hermana, y amistad por su cuñado, trataba de evitar un con
flicto; se mostraba cortés con monseñor y Artois, pero no demos
traba ninguna benevolencia a los emigrados. La decisión del mi
nisterio inglés, resuelto a tolerar que la Revolución Francesa si
guiera su curso sin intervenir oficialmente, el apartamiento de
Catalina que, más perspicaz, husmeó el peligro, y la impotencia
rde Gustavo III, que se agitaba en el vacío para encontrar la ma
nera de lograr un medio de desembarcar en Normandia y salvar
a María Antonieta, todo esto aseguraba a los jacobinos la capacidad
.para maniobrar a su gusto todo el tiempo que quisieran. Luis XVI
^predicaba en el desierto, lo mismo que sús hermanos, y Brjssot iba
354
a tener que hacer prodigios de ingenio para desencadenar una
guerra.
Sin embargo, el curso normal de la Revolución traía consigo
el conflicto entre franceses, del mismo modo que lo precipitaba
entre franceses y extranjeros; en toda Francia las posiciones reli
giosas se agriaban; numerosas voces se elevaban a favor de los
sacerdotes ortodoxos y la Iglesia; folletos, como La gran conver
sión del padre Duchesne por su mujer, procuraban conmover al
pueblo, y la Jerarquía, bien secundada por la Aa y los sacerdotes
fieles, lograba en muchos departamentos, particularmente en la
Vendée, en Poitou, en Bretaña y en todo el Oeste, así como en
Alsacia, advertir a las poblaciones que los sacramentos impartidos
por los juramentados eran nulos; dirigirse a los “intrusos” para
que los impartieran era un pecado mortal. Los juramentados se
indignaban, discutían y apelaban a la Asamblea, en donde lqs
girondinos y la gente de Brissot, llenos de odio contra la Iglesia
y de volterianismo, se lanzaban de cabeza a la persecución; el
25 de noviembre de 1791 se decretó la formación de un Comité
de Vigilancia, compuesto por los jacobinos más violentos; el 29
“todos los eclesiásticos fueron obligados a hacer el juramento cí
vico en un plazo máximo de ocho días”, bajo pena de suspensióh
de salarios y pasar por “sospechosos”, ser echados de sus domi
cilios y encarcelados; las iglesias no debían oficiar nada más que
el culto oficial, y “la Asamblea hará imprimir, por cuenta del
Estado y con recompensa nacional para sus autores, las obras
que combatan el fanatismo de los habitantes de los campos”. Así
fue que la propaganda anticatólica se añadió a las amenazas y a
las sanciones; la libertad religiosa y la libertad de pensamiento
eran archivadas por voluntad de la Asamblea. A pesar del veto del
rey y la desaprobación del departamento de París, la mayoría de
la Asamblea Legislativa no se retractó.
Al mismo tiempo continuaba su esfuerzo encaminado a ir a la
guerra; el 29 de noviembre reclamó, por intermedio del girondino
Isnard, que se emplearan las armas contra los emigrados; en la
misma ocasión el diputado atacó a los ministros, al rey y a Europa.
“Digamos a Europa que si los gabinetes empujan a los reyes a una
guerra en contra de los pueblos, nosotros lanzaremos a los pueblos
a una guerra en contra de los reyes”. La Asamblea votó a favor
355
de la impresión del discurso y su envío ulterior a las municipali
dades, así como un mensaje al rey para que instara a los príncipes
alemanes a apartarse de los emigrados. Luis XVI se hizo presente,
pues, en el Circo Ecuestre (Manège) el 14 de diciembre con todos
sus ministros y allí leyó un discurso equilibrado, en el cual, ame
nazando al elector de Tréveris con considerarlo enemigo de Francia
si no disolvía los acuartelamientos de emigrados antes del 15 de
enero de 1792, declaraba: “El emperador ha cumplido con lo que
puede esperarse de un aliado fiel, defendiendo y dispersando todo
agrupamiento en sus Estados”. Después le escribió, pidiéndole que
tranquilizara al elector, a quien, si todas estas medidas fracasaban,
habría de declarar la guerra. Luego habló Narbonne, que satis
fizo los deseos de los aficionados a la guerra; Narbonne prometió
un ejército de 150.000 hombres que, conducidos por La Fayette,
Luckner y Eochambeau habían de ser invencibles. Narbonne, los
amigos de La Fayette y los de Brissot se presentaban así reunidos
y reconciliados frente a Europa. Ségur, enviado como embajador
a Berlín, recibió el encargo de distraer a Federico Guillermo para
aislar a Leopoldo; al mismo tiempo Narbonne, con un golpe de
audacia masónico, invitó al imponente masón Fernando, duque de
Brunswick, a tomar el comando superior de los ejércitos franceses.
Y se envió al masón Talleyrand a negociar a Londres, para obtener
la neutralidad de Inglaterra.
Robespierre se inquietó al ver qué Brissot, La Fayette y Nar
bonne marchaban hombro a hombro hacia la guerra; reaccionó con
violencia, pero no logró detener la operación; el 29 de diciembre
la Asamblea aprobó una declaración campanuda, dirigida a Europa
y redactada por Condorcet; se votó también un crédito de 20 mi
llones de libras para preparar la guerra, y el l 9 de enero de 1792
se votó támbién favorablemente la iniciación de un procesó con
tra Monseñor, Artois, Condé, Calonne, etc. El 11 la Asamblea acla
mó a Narbonne que de vuelta de su inspección describió al ejército
como magnífico, compuesto de 240 batallones, de 160 escuadrones,
dotado de una artillería soberbia y de abundantes víveres; el ejér
cito esperaba con entusiasmo, dijo Narbonne, la orden de marchar ;
describió a la Guardia Nacional como palpitante de celo, las for
tificaciones estaban en buen estado y el orden reinaba en todas
partes. “Confianza, confianza”, gritó, incitando a los diputados a
practicar “la prudencia de la audacia”. El único inconveniente de
356
esta arenga, aplaudida por la Asamblea entera, residía en la fal
sedad de todas las informaciones. Poco importaba a la gente de
Brissot, que ni siquiera escuchaba ya a Robespierre; sin tener en
cuenta los hechos, o la aquiescencia del elector de Tréveris a sus
deseos, la actitud pacífica de Leopoldo o la falta total de razones
valederas para tal acto, forzaron a la Asamblea a decretar, el 25
de enero de 1792, un texto arrogante y la ruptura de la alianza
franco-austríaca: “Se invitará al rey a declarar al emperador, si
quiere vivir en paz y buena inteligencia con la Nación francesa,
que debe renunciar a todo tratado y convención dirigidos contra
su soberanía, la independencia y la seguridad de la Nación”. Sé
exigía del emperador una respuesta antes del l 9 de marzo y el
tono implicaba que se quería la guerra. Se cuenta que, al recibir
esta nota, Leopoldo se encogió de hombros y declaró: “Ya que los
franceses quieren la guerra, la tendrán, y verán que Leopoldo el
Pacífico sabe pelear cuando es necesario. Pagarán los gastos, y
no será en asignados”. E4nmediatamente firmó uirtratado de alian
za con Prusia. También se puso a preparar sus ejércitos. Brissot
había trabajado bien en favor del rey de Inglaterra.
La decisión de la Legislativa parece tanto más insensata si se
piensa que nunca el país había estado tan desgarrado y agitado
como en ese mes de enero de 1792; en los departamentos, las
aldeas luchaban para retener los cereales que poseían o apoderarse
de los cereales del vecino. Se detenían las embarcaciones y los
furgones que los transportaban. En Montlhéry se asesinó a un agri
cultor; en Étampes descuartizaron al alcalde; én los bosques se ro
baba madera y se talaban los árboles; en París, en el mes de fe
brero, la multitud se amotinó contra los almaceneros que vendían
demasiado cara el azúcar de las Antillas, que se había vuelto escasa
desde que la Constituyente, con sus medidas imprudentes y con
tradictorias en relación con los negros, había creado el desorden én
el Caribe. Así fue que los disturbios de una región difundían el
tumulto en las regiones vecinas. Todo era motivo de querellas; si
la reina iba al teatro y la aplaudían, los jacobinos se sublevaban;
los espectáculos se transformaron en arenas políticas, en donde los
partidos se daban de golpes. En vano los constitucionales trataban
de disminuir la influencia de los jacobinos con medidas indirectas,
pero la mayoría se desentendía y enderezaba todas sus cóleras con
tra los emigrados, cuyos bienes fueron incautados (el 9 de fe-
357
brero), contra los sacerdotes no juramentados, que eran denuncia
dos al pueblo (el 16 de febrero), contra los derechos feudales,
que Couthon, el 29 de febrero, quiso hacer abolir en beneficio de
los campesinos.
Iniciar una guerra en medio de estas luchas intestinas, sin
contar con aliados, era una insensatez; el rey sabía también que
el ejército estaba en mal estado, carecía de cuadros, de disciplina
y de víveres; se enteró que Narbonne, no contento con practicar
la propaganda más falaz, la demagogia más extremada, y pelearse
con sus colegas, practicaba también estafas en el ejercicio de sus
funciones; Luis XVI no quiso seguir cubriéndolo; a pesar de las
instancias y la cólera de La Fayette, Narbonne fue destituido el
9 de marzo de 1791. Al mismo tiempo esperaba calmarla fiebre
belicosa de la Asamblea y llamar a la reflexión a los más pru
dentes. Empleaba la única arma que aún tenía en manó para evitar
al país el peor de los flagelos.
358
Capítulo II
LA GUERRA REVOLUCIONARIA
381
C a p ít u l o III
EL SACRIFICIO EXPIATORIO
'36 clero, pues conocía la influencia que tenían sobre las poblaciones
y quería crear un ducado, un principado independiente, que sería
confiado a Orleáns, o a él en persona. Conocía demasiado bien la
«-■
política europea para ignorar que Inglaterra jamás iba a tolerar
una anexión de Bélgica hecha por Francia.
La Constituyente albergaba otras intenciones. Reclamó dinero
para llenar sus cajas y también quería “revolucionar a Europa”,
i empezando por Bélgica. Danton quería emplear medidas extremas:
“ ¡Que la pica del pueblo quebrante el cetro de los reyes!”, excla
mó el 14 de octubre, y se declaró el 17 favorable a la ocupación
eventual de Ginebra; el 28 de octubre reclamó en la Asamblea la
anexión de Saboya; el 19 de noviembre y el 15 de diciembre sostuvo
dos decretos, uno que prometía “Fraternidad y socorro a todos
los pueblos que deseen recobrar su libertad”, y otro que daba una
organización revolucionaria a los países conquistados. La Conven
ción adoptó una política brutal y dejó dé lado las precauciones que
Luis XV y Luis XVI habían creído necesarias para acrecentar en
Europa el patrimonio y el ascendiente de Francia, sin suscitar en
contra de ella una coalición peligrosa. En efecto, los varios sobe
ranos del continente empezaban a preocuparse. Cada uno de ellos,
en particular Inglaterra, consideraba que los desórdenes de Fran
cia, la desintegración de su flota y de su ejército, la anarquía inte
rior, eran circunstancias favorables y que había que alentar. La
conquista de Bélgica, de las provincias del Rin y del Ródano, mos
traba en el pueblo francés la misma voluntad que en sus reyes,
mientras que la masacre de realistas daba un ejemplo que las can
cillerías consideraban funesto. A partir de entonces, la Francia re
publicana pareció un peligro público.
A la Montaña poco le importaba. Las mismas razones que im
pedían un plebiscito, obligaban a matar al rey. No se contaba con el
pueblo, ante quien Luis XVI seguía siendo tanto más popular, puesto
que el* estado de Francia era atroz y las provincias sufrían más
que nunca la penuriá económica, los enconos políticos y la anar
quía. Si el rey se hubiera mostrado cruel, corrompido, tiránico o
estúpido, si hubiera fracasado en su administración y en su polí
tica exterior* se lo hubiera podido perdonar; pero había dado a
Francia una resplandeciente victoria, un período de gloria y de bri
llante civilización, que lo había visto bueno, honrado, clemente, ge-
405
neroso y noble. Por lo tanto, seguía siendo un peligro permanente
para la república; su muerte, por el contrario, presentaba esencia
les ventajas; podía unir con un vínculo indestructible a todos los
que la votaran; la cosa aparecería ante los protestantes, los israe
litas, los filósofos, frente a todos a quienes la monarquía de los
Capetos había rechazado durante ocho siglos, como un sacrificio
expiatorio que los reconciliaba con el Estado francés y los reinte
graba a Francia. La muerte de Luis XVI habría de dar a la joven
república ese carácter grandioso y terrible de “vengadora del pue
blo”, que un Robespierre había querido conferirle. ¿Acaso la víc
tima más pura no era la más apropiada para expiar las culpas
en las cuales no había participado? La Gironda, espantada, re
sistía; la sangre la asustaba, lo mismo que a sus electores; además,
Luis XVI sabía demasiadas cosas de Roland, de Vergniaud y de
los otros. ¿Si le daba por hablar? Los girondinos sentían también
que esta medida daría a los “montañeses” un gran ascendiente en
Francia y en la Convención. Finalmente, muchos sentían remordi
mientos y algunos eran sinceros.
Pero les faltó el valor para defender abiertamente al rey, a
quien atacaban desde hacía un año, y recurrieron a mil ardides
para evitar el proceso, la condena y la muerte. Garat, ministro de
Justicia, postergaba de semana en semana la iniciación de las ac
ciones; finalmente, el 16 de octubre, el Comité de la Legislatura
trató la cuestión y eligió como relator a un hombre de la Monta
ña: Mailhe. Éste presentó, el 6 de noviembre, sus conclusiones; en
un estilo enfático declaró que la Convención debía juzgar al rey
y que podía hacerlo, dado que la reunión de una nueva Asamblea
abolía la antigua Constitución y la inviolabilidad del soberano, que
había violado a su vez la Constitución. Mailhe añadió que la pru
dencia aconsejaba sacrificarlo. La Convención decidió expedir su
informe a todos los departamentos, todas las comunas, todos los ejér
citos; después, el 13 de noviembre, se inició la discusión sobre la
decisión a tomar. En este momento, la causa del rey, ya tan com
prometida, se volvió desesperada por la denuncia del cerrajero
Gamain; este hombre había ayudado al rey a esconder, el 22 de
mayo, en una pared de las Tullerías, un cofre de hierro que con
tenía la correspondencia secreta de Luis XVI con sus agentes polí
ticos y los revolucionarios que colaboraban con él: Mirabeau, Bar-
nave, Talón, etc. Gamain se presentó el 19 en casa de los Roland;
406
a partir del 20 la Convención fue informada y nombró una comi
sión de doce miembros, con el “montañés” Ruhl como relator, para
examinar los papeles, en los cuales algunos esperaban encontrar
el medio de aplastar a sus rivales. Una vez más las secciones, soli
viantadas por la Montaña, reclamaron un juicio rápido del rey y
vociferaron contra Roland. Entonces los girondinos fueron presa
del pánico; uno de ellos, Barbaroux, propuso iniciar el proceso sin
más demora. Respiraron aliviados cuando el 3 de diciembre Ruhl
les comunicó el resultado de su trabajo: la prudencia de Luis XVI,
o la de Roland, les ahorraba la defensa: no había ningún documento
que los comprometiera. Pero estos papeles, que probaban los es
fuerzos realizados por el rey, en Francia y en el extranjero, para
resistir a la Revolución, parecieron un crimen. Aprovechando la
impresión causada, Robespierre pronunció el discurso que habría
de sellar el destino del rey. “Aquí no hay ningún proceso qué
hacer —declaró— ; Luis XVI no es un acusado y vosotros no sois
jueces. . . No tenéis que pronunciar una sentencia a favor o en
contra de un hombre: sólo tenéis que tomar una medida de salud
pública. . “Luis XVI —añadió— fue rey y la República está
fundada, por lo tanto es rebelde; Luis XVI no puede ser juzgado:
ya está condenado”. Y reclamó que la cosa terminara rápidamente
para evitar las intrigas; además, confundió a los girondinos con un
razonamiento imbatible: “Al derrocar la monarquía, vosotros ha
béis violado la Constitución; hoy, si queréis aplicar la excepción
a favor del rey y declararlo inviolable, al mismo tiempo os reco
nocéis culpables”.
El discurso conmovió profundamente a la Asamblea. Buzot, sin
embargo, tuvo la fuerza suficiente para responder ¡que algunos
querían acelerar el proceso del rey porque tenían miedo que ha
blara! Los girondinos se pusieron en guardia; pero Marat los
desarmó reclamando que todos los escrutinios del proceso se rea
lizaran por votación nominal y pública. La Convención votó a fa
vor de este texto. Los “montañeses” contestaban de este modo a todos
los esfuerzos desplegados en favor de Luis XVI, cuyo alcance sos
pechaban o adivinaban. Efectivamente, con peligro de su vida, Théo-
dore de Lameth fue a París a mediados de octubre, se presentó en
casa de Danton y quiso convencerlo de salvar a Luis XVI. “Seá
mediante un golpe de audacia, sea. . . encontrando una manera de
hacerlo escapar”. Y obtuvo del tribuno la promesa de “hacer con
407
prudencia y audacia” todo lo posible. Pero Danton añadió: ' ‘Me
voy a arriesgar si veo una posibilidad de éxito; pero si pierdo toda
esperanza, os lo digo desde ya, como no quiero que mi cabeza caiga
junto con la del rey, estaré entre quienes lo condenen”. Para la
empresa, buscó la ayuda de Delacroix e intentó utilizar a los fran
ciscanos, que accedieron. A la vez, en Londres y en Madrid algu
nos constituyentes, en particular Talón y los ministros españoles,
trataron de salvar al rey de la muerte; en diciembre el caballero
de Ocariz, en un gesto extremo, ofreció a Lebrun, en nombre del
rey de España, el alejamiento de las tropas españolas de la frontera
y un tratado de neutralidad si Luis XVI y los suyos eran enviados
a España. Al mismo tiempo, en Londres, por orden del primer mi
nistro Godoy, la diplomacia española trató de lograr que Pitt em
prendiera una acción común en favor del prisionero del Temple.
Con 4 millones en las manos, Danton tenía posibilidades, incluso
en esta última hora, de arrancar a Luis XVI del poder de sus ene
migos; Chabot y él negociaron la operación con Ocariz, mientras
que en Londres, Talón suplicaba a Pitt que redondeara la suma; se
cuenta que cayó de rodillas frente al ministro inglés. Nada consi
guió: Pitt no veía ninguna razón de evitar la masacré del soberano
francés que había asestado a Inglaterra el más duro de los golpes,
ni de evitar a la Convención un acto repugnante, que la haría odio
sa: a todos los hombres.
i Cuando fracasó este proyecto, por falta de dinero, la Girón-
da concibió otro más honorable: después de haber condenado a
Luis XVI, y haber dado así satisfacción a Robespierre, se podía
lograr que la pena fuera conmutada, y después el nuevo ministro
de Francia en los Estados Unidos, Genet, llevaría al condenado a
América y lo entregaría a Washington, en testimonio de la huma
nidad, de la generosidad, de la grandeza de alma de los franceses.
Thomas Paine sirvió de gozne en esta operación, que le reportaba
ganancias, pues hacía mucho tiempo que se prestaba a estos pro
cedimientos que le permitían satisfacer su afición al vino y al ocio.
Numerosos indicios prueban que los amigos del rey contaban con
este medio para evitar lo peor. Mientras por todos lados se conspi
raba de esta manera, Luis XVI compareció el 11 de diciembre ante
la Convención, a la cual logró dominar pese al odio de que estaba
rodeado, y pese a la dificultad de defenderse sin papeles ni ar
chivos. Sólicitó abogados y le fueron concedidos. Luis XVI quería
408
a Target, cuyo talento admiraba; pero el abogado, más preocupado
por su seguridad que por su honor, rehusó. Entonces se ofrecieron
varios hombres con el corazón bien puesto, entre los cuales el más
distinguido, Malesherbes, fue elegido por el rey. Tronchét quedó
como adjunto. Los abogados empezaron a reunir los elementos de
la defensa cuando Robespierre y sus amigos, poco seguros en re
lación a la opinión pública, decidieron acelerar la operación. Los
girondinos, en efecto, trataron de cambiar de frente y solicitaron
el destierro para los Orleáns, inclusive para Felipe-Igualdaa (16
de diciembre de 1792). La Montaña y la Comuna se las arregla
ron para esquivar la cosa, y después lograron imponer el 26 de
diciembre como fecha para iniciar el proceso. Los defensores pro
testaron contra la brevedad dé los plazos y obtuvieron la colabora
ción de un joven abogado ya famoso, monsieur de Séze. El 26 de
diciembre Séze pronunció un discurso noble y enérgico; sin tratar
de apiadar a los diputados, porque el rey se lo había prohibido,
rechazó el conjunto de los alegatos, que convertían, a Luis XVI eri
un enemigo del pueblo, de la Constitución, y del Estado francés.
Después, Luis XVI se puso de pie jiara recordár, en una breve'y
poderosa alocución, su amor al pueblo y su respeto por la sangre
francesa. Estas palabras, de upa sinceridad profunda, coniriovieron
a la Asamblea; Lánjuináis quiso aprovecharlas para retirar la acu
sación; Vergniaud buscó el medio de detener el proceso alegando
la inviolabilidad constitucional del rey; Brissot y Salles demos
traron el horror que despertaría tal condenación en todo el mundo;
Lebrun, finalmente, leyó una carta de Ocariz que confirmába las
palabras de Brissot. Subsistía la esperanza de una decisión humana.
Los “montañeses” velaban; gracias a sus cuidados el mensaje es
pañol fue devuelto al comité diplomático y enterrado. Después se
aplicaron a sacar a luz la maniobra girondina: adivinando que se
podía evitar así la condenación, los girondinos procuraron obtener
que el género de la pena fuera dejado a la decisión del pueblo
soberano. Al tratar este llamamiento al pueblo, los dos partidos se
lanzaron a un violento combate: Robespierre lo rechazaba en nom
bre del orden público; Vergniaud lo reclamaba en nombre de la
soberanía popular. Un “montañés” logró intimidar a los girondinos,
particularmente a Vergniaud, revelando sus negociaciones con la
corte (agosto de 1792), que conocía por intermedio del pintor
Bése. Aterrada, la Gironda retrooedió. Las derrotas sufridas por
409
el ejército del Rin, de las cuales se responsabilizaba a los minis
tros, pesaba también sobre ellos. No pudieron impedir la vota
ción de fondo, el 14 de enero, ni hacer que se aceptara el llama
miento al pueblo, rechazado por 424 votos contra 287. El escrutinio
decisivo duró treinta y dos horas y señaló el triunfo del miedo; se
votó la culpabilidad unánimemente, fuera de algunas abstenciones;
después, 365 diputados votaron por la muerte; 334 por la prisión;
26 por la muerte con aplazamiento; estas cifras provocaron tantos
gritos y protestas que se debió proceder a un nuevo escrutinio; esta
vez hubo 361 votos por la muerte y 360 en contra. Bastaba un
voto para mandar a Luis XVI a la guillotina. Con el análisis de
estos votos se comprende mejor las esperanzas de Malesherbes; se
comprendería mejor aún si se conocieran las distribuciones de di
nero, de promesas, de amenazas que hicieron los amigos conocidos
o desconocidos del rey. Hasta último momento estos defensores
contaban con Danton. Parece que Bertrand de Moleville, con una
falsa maniobra, lo había exasperado. Este antiguo ministro creyó
hábil transmitir al gobierno revolucionario los documentos que
probaban la venalidad del tribuno y sus compromisos con la corte.
Gracias a sus amigos de los burós, Danton fue prevenido en se
guida, hizo desaparecer los papeles comprometedores y se presentó
como uno de los enemigos más encarnizados del rey.
París, o por lo menos los parisienses que aún conservaban el
sentido de la justicia, se pronunciaron a favor de la víctima. En
los teatros la más~léve alusión que pareciera favorable a esta causa
era aplaudida; al enterarse de la negativa de Target, numerosos
abogados y particulares de Francia e Inglaterra se ofrecieron para
defender a Luis XVI; una mujer ligera, Olympe de Gouges, hizo pe
gar en las paredes carteles a favor del rey; los diputados más repu
blicanos recibían súplicas de sus familias; el padre de Camille Des-
moulins, la madre y la mujer de Barére, una actriz menor, cono
cida de Marat, que fue a suplicarle la gracia: todos, en todas partes,
se rebelaban contra este sacrificio, esta sangre que iba a caer
sobre Francia.
Esto permite comprender la violencia de Robespierre, de Ma-
rat y de sus amigos, que querían oponerse al clamor popular, su
apuro por terminar. En ese París encrespado, exasperado por me
didas imbéciles, como la supresión de la Misa de Gallo, o la fiesta
de los Reyes Magos, anunciada por Manuel (a quien una turba
410
‘to- ■■ de mujeres enfurecidas trató de ahorcar en consecuencia), en esa
gran ciudad sombría y tensa a la vez, la Convención adivinaba que
W era menester apresurarse. Unos días, acaso unas horas, hubieran
podido salvar a Luis XVI. Los diputados ingleses Fox, Sheridan y
Grey rogaron a Pitt que interviniera; el rey de España importunó
a sus emisarios de París, encareciéndoles la acción. Hasta los mis
mos girondinos, al parecer movidos por Malesherbes, intentaron
una última operación: solicitaron un plazo de la ejecución y Paine
leyó un mensaje en el cual “en nombre de todos sus hermanos de
América” reclamaba un aplazamiento. Ocariz hizo un último in
tento en nombre de Carlos IV. Todo fue en vano: por 380 votos
contra 310 la Convención votó la pena de muerte en el término de
veinticuatro horas. Los “montañeses” lograron su victoria gracias a
la indisciplina de los girondinos, que no se pusieron de acuerdo, y
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412
Capítulo IV
LOS HERMANOS ENEMIGOS
429
w
\
C a p ít u l o V
LA SANGRE IMPURA
432
debe ante todo defender la libertad pública e individual contra los
abusos de la autoridad de los que gobiernan. Toda institución que
no supone al pueblo bueno y al magistrado corruptible es viciosa”.
Es en este espíritu que Robespierre pensaba encarar la Constitu
ción de 1793, que debía proporcionar a los patriotas, en esas horas
de combate y de sufrimiento, el objetivo ideal hacia el cual tendían.
Después del 2 de junio, la Montaña victoriosa encargó al Comité
de Salud Pública que redactara sin tardanza una Constitución; se
le unieron cinco convencionales puros (entre ellos, Saint-Just y
Hérault de Séchelles); el 10 de junio Hérault, como informante,
la presentó a la Convención. La Constitución se iniciaba con esta
fórmula solemne, en la cual se reconoce la influencia de Robes
pierre: “En presencia y bajo los auspicios del Ser Supremo, el
pueblo francés declara. . .” Consagraba la soberanía del pueblo,
atribuía a todos los ciudadanos la igualdad de derechos, la liber
tad de pensamiento, de prensa, la seguridad, el libre ejercicio de
los cultos, el derecho de petición y el de formar sociedades popu
lares. “La sociedad debe la subsistencia a los ciudadanos infelices,
sea procurándoles trabajo, sea asegurando los medios de existir a
quienes no están en condiciones de trabajar”, decía, empleando una
fórmula que muestra la orientación de sus preocupaciones. El pue
blo elegía directamente a los diputados, reunidos en una sola Cá
mara y encargados, por su parte, de elegir a veinticuatro ministros,
presentados por los miembros de las asambleas depart¿mentales.
En principio, el pueblo recibía el poder de “deliberar sobre las
leyes” (artículo 10), pero de hecho, sólo podía votar sí o no en las
declaraciones de guerra y al tratarse de los impuestos; todo el res
to caía dentro de la jurisdicción única de la Asamblea.
A pesar de las frases religiosas y populares, insertas por in
fluencia de Robespierre, se llegaba así a un gobierno de Asamblea
que, dejando al pueblo una gran libertad y una gran influencia,
podía de todos modos convertirse, por impulso de una mayoría vi
gorosa, en un gobierno autoritario. Robespierre deseaba una dis
cusión más profundizada para alejar el peligro de traición o el
abuso del poder por parte de los diputados; no lo logró; ellos
querían apresurarse, querían evitar las fórmulas demasiado au
daces en un momento en que Francia sangraba por todos lados; en
Tez de decir, como Robespierre en su proyecto de Declaración de
Derechos: “La propiedad es el derecho que tiene el ciudadano de
433
gozar y disponer de la porción de sus bienes que le es garantizada
por la ley”, la Constitución declaró: “El derecho de propiedad es
el que pertenece a todo ciudadano y que consiste en gozar y dis
poner a su gusto de sus bienes, sus entradas, del fruto de su tra
bajo y de su industria”. Se percibe aquí una concesión a los dipu
tados del Llano. Del mismo modo, en vez de proclamar: “Los hom
bres de todos los países son hermanos y los diferentes pueblos deben
ayudarse unos a otros, en la medida de sus poderes, como los ciu
dadanos de un mismo Estado. El que oprime a una sola nación se
declara el enemigo de todas”, la Constitución se limitó a decir: “El
pueblo francés es amigo y aliado de los pueblos libres. No se en
tromete en los gobiernos de las otras naciones. No tolera que las
otras naciones se entrometan en el suyo”. Por lo tanto, la nueva
Constitución parecía un manifiesto destinado a impresionar al pue
blo, sin inquietar a los ricos ni exasperar a las potencias extranjeras.
Por otra parte, no correspondía en nada a la realidad política
de la hora. El poder revolucionario creado por la Comuna del 10
de agosto, con su justicia brutal y partidaria, sus detenciones en
masa, la red de sus “Comités de Vigilancia”, sus requisiciones de
víveres y sus distribuciones a los pobres, había desaparecido des
pués de Valmy, gracias a los esfuerzos de los girondinos. Pero a
partir de enero de 1793, la Montaña, apoyándose en la Comuna y
en las. secciones de París, lo restableció. Estimulada por Robes-
pierre, la Convención había creado, el l 9 de enero de 1793, el Co
mité de Defensa General para vigilar y estimular el Comité Eje
cutivo; la situación se agravó y él 9 dé abril este comité se había
convertido en el “Comité de Salud Pública” que, en el plano de
la guerra, de la diplomacia y de los asuntos extranjeros, gobernó
a Francia bajo el control de la Asamblea, a la cual rendía cuenta
todos los meses. El Comité de Seguridad General reglamentaba las
cuestiones de policía y de política internas; el de Finanzas se en
cargaba de todo lo referente a impuestos, Tesoro, presupuesto, etc.
Finalmente, a partir del 14 de marzo de 1793, un Tribunal Revolu
cionario juzgó en París, sin apelación, a todos los sospechosos. Los
tribunales criminales de toda Francia debían enviar los casos de su
jurisdicción. También los recibían otras grandes ciudades. Los “Co
mités de Vigilancia Revolucionaria” de provincia, apoyados por
las sociedades populares (jacobinas) informaban al gobierno y per
seguían a sus enemigos; a veces eran ayudados por un “ejército
434
revolucionario local”. Así es que el arnés que los descamisados
habían ajustado al cuerpo de Francia parecía estar en buenas con
diciones. Para volverlo más sólido, la Convención hizo aprobar el
decreto del 4 de diciembre de 1793, que trataba sobre todo de ace
lerar y mejorar la aplicación de las leyes, frenando la iniciativa
de los cuerpos revolucionarios provinciales, y el del l 9 de abril
de 1794, que suprimió los ministerios y atribuía todos los poderes
de éstos al Comité de Salud Pública y a los otros comités de la
Convención; se crearon doce “comisiones ejecutivas” de orden téc
nico, destinadas a facilitar el trabajo del Comité de Salud Pública
y del Comité de Finanzas.
Los convencionales en misión o los comisarios enviados por el
Comité de Salud Pública debían velar por la ejecución de las leyes,
los decretos de la Asamblea y las órdenes de los comités, Al cabo
de cinco años, la Revolución volvía a esa centralización del poder
que los Capetos a lo largo de ocho siglos habían buscado incesan
temente, a través de muchos obstáculos, como la única manera de
crear una Francia fuerte y respetada. Desde 1787 las fuerzas de
división triunfaban sobre ellos y destruían su obra. Que la Mon
taña retomara esta obra, en nombre de la dictadura del pueblo y
de la salud pública, fue la paradoja del año 1793 y también la
salvación del territorio y de la unidad francesa. Los grandes co
mités experimentaron, por otra parte, muchas dificultades par$
imponer su voluntad; fuera de los rebeldes del Sudoeste y del Oeste,
muchos departamentos protestaron contra esta intromisión de la Con
vención en sus poderes; en Haute-Saóne se llegó hasta detener a los
convencionales enviados. En muchos lugares no se respetaron las
leyes votadas en París; en otros no se llegó a conocerlas. Sin em
bargo, se alega para excusar las masacres de la Convención este
estado de anarquía; pero uno se hace obedecer más cuanto más
razonables y equilibradas son las órdenes que dá, y las sanciones
son tanto más eficaces cuanto más raras y más justificadas.
La época del Terror, a partir del 31 de mayo, no se diferencia
tanto de las otras épocas de la Revolución, como se suele decir.
Desde el incendio de la casa Révillon, en la primavera de 1789,
los orleanistas y los Treinta trataban de asustar. En junio de 1789
se habló del “gran miedo”. A partir de ese momento el miedo reinó
en muchos lugares, como dan prueba las emigraciones, tan abun
dantes después del 14 de julio. En consecuencia, los clubes de los
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jacobinos, las secciones de París, las bandas revolucionarias nó
cesaron de amenazar a los realistas y a los moderados. Si La Fa-
yette trató de reaccionar, si en algunas partes, por cierto tiempo,
lograba hacerlo, su éxito duró poco. También se alejó La Fayette,
corrido por el miedo. El Terror constituyó tan sólo un colmo, un
grado más. En principio, según la ley del 9 de mayo de 1793, eran
responsables delante del Tribunal Revolucionario los autores de em
presas contrarrevolucionarias, de atentados contra la libertad, la
igualdad y la unidad de la República, la seguridad interior y exte^-
riór del Estado. A partir del 27 de marzo de 1793 bastó al acusa
dor público en este tribunal la denuncia de un solo ciudadano para
hacer detener y juzgar a quien fuera. El trabajo se volvió tan
agobiante que, el 5 de setiembre de 1793, debieron aumentar el
personal y elevarlo a dieciséis jueces, sesenta jurados y cinco susti
tutos, el personal de cuatro secciones. La Convención, en octubre,
autorizó al Tribunal a limitar los debates a tres días. En el invierno
de 1793-1794 la clientela aumentó aún más; so crearon seis comi
siones populares de criba, qué debían elegir a los sospechosos que
debían presentarse ante el Tribunal. El susto, reconocido como me
dio legítimo de gobierno, se ejercía de arriba a abajo y de abajo a
arriba. ¿Acaso no era el arma ordinaria de los agitadores que
hicieron el 20 de junio, el 10 de agosto de 1792, el 29 de mayo y
el 2 de junio de 1793? En este ambiente se encontraban a gusto.
Reclutados para producir miedo en los comienzos de la Revolución,
los agitadores ejercieron desde entonces sobre los jefes una presión
constante a fin de que no les quitaran su arma suprema: el miedo;
por otra parte, los regímenes creados por sorpresa y contra los de
seos de los pueblos no pueden prescindir del resorte del miedo. Los
dirigentes de la Revolución no ignoraban que era menester impo
ner su régimen a una nación que lo rechazaba; por lo tanto, utili
zaron el miedo tan lejos como les fue posible, hasta el terror, hasta
el horror.
Esta política siempre lleva más lejos de lo que se quiere ir. Los
“montañeses” concebían todos los inconvenientes que comportaba la
proscripción de los girondinos, sus camaradas de combate en la Cons
tituyente, sus aliados en la Legislativa. Presentían el peligro de
acostumbrar al pueblo a ver sangre de diputados derramada, y el
daño que esto causaba a la Convención en su totalidad y a los
ojos de los franceses y los extranjeros; de tal modo, Ip. acusación
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presentada el 8 de julio en la Asamblea por Saint-Just, fue más
vehemente que amenazadora; si bien enumeraba ásperamente todas
las quejas de los jacobinos contra sus enemigos —incitación a la
guerra civil, conspiración para asesinar a los “montañeses5*, intriga
para traer a Luis XVII, etc.—, añadía: “Todos los diputados dete
nidos no son culpables; el mayor número está formado por ex
traviados55. Y terminaba: “Sea como fuere, la libertad sólo será
terrible para aquellos a quienes ha desarmado. Proscribid a los que
han huido de nosotros y han tomado las armas. . . Juzgad a los
otros y perdonad al mayor número. El error no debe confundirse
con el crimen. Es tiempo que el pueblo espere al fin días felices
y que la libertad sea algo más que el furor del partido. . . He des
crito la conjuración, ¡quiera el cielo que hayamos visto los- últi
mos huracanes de la libertad! Los hombres libres han nacido para
la justicia. Poco se gana perturbando la tierra55. El asesinato de
Marat por Carlota Corday* al suscitar el miedo y el furor de los
admiradores del Amigo del Pueblo y al probar la exasperación de
las masas profundas del país, debió volver imposible ese apacigua*
miento deseado por Saint-Just. Por lo menos, se pudo ver que el
mismo Robespierre manifestaba disposiciones análogas. Aunque él
y sus amigos, descontentos de Danton, de sus vínculos con Dumou:
riez y de ciertos girondinos, de sus intrigas con las naciones ex?
tranjeras para obtener Ja paz y de su política tenebrosa, lo expul
saron del Comité de Salud Pública* algunos patriotas quisieron
ir más lejos; el Journal de la Montagne, el 3 de julio, atacó con
violencia a la mayoría de los miembros del Comité de Salud Pú
blica, dirigido entonces por Danton. Dispuestos a ir más allá, los
dos jefes extremistas, Jacques Roux (un antiguo sacerdote) y Ler
clerc (un noble), denunciaron a Danton como enemigo del pueblo;
pues había propuesto que se asignaran 50 millones de fondos se
cretos al Comité de Salud Pública, Gracias a los jacobinos, se
levantó una tormenta contra Danton y fue insultado de todos lados.
Robespierre tomó entonces su defensa con una vehemencia teñida
de desdén. Como hombre público, lo escudó: “Danton siempre ha
servido con celo a la patria55. Después añadió: “Pero acaso me
equivoque sobre Danton55. En suma, exigía que terminara la cam
paña contra éste, pero no daba garantías sobre él. Como deseaba
el orden, quería impedir las proscripciones apresuradas.
Tuvo algo más importante que hacer eri ese mes de julio de 1793,
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Lyon, Burdeos, Provenza y el valle del Ródano se habían levantado
contra la República, la Vendée seguía victoriosa, a pesar de algu
nos reveses, los austríacos estaban en Alsacia, en el Flandes francés,
en Lorena, y amenazaban con invadir París; el país estaba dividi
do, inquieto, irritado, mal alimentado, sin equipos. Todo esto re
clamaba una actividad poderosa, sistemática, encarnizada. En las
apresuradas notas que redactó después del 2 de junio, Robespierre
trató de hacer el recuento de la situación y definir su deber. “Todo
esto estaba preparado para poner al pueblo bajo el yugo de los
burgueses y hacer perecer a los defensores de la República en el
patíbulo. Han triunfado en Marsella, en Burdeos, en Lyon, y ha
brían triunfado en París de no mediar la actual insurrección”. Él
quería detener este peligro con medios enérgicos. En el exterior:
“Poner generales republicanos a la cabeza de nuestros ejércitos y
castigar a los que nos han traicionado”. En el interior: “Es me
nester que continúe la actual insurrección. . . Hay que castigar a
los traidores y a los conspiradores. . . Hay que dar ejemplos terri
bles con todos los malvados que han ultrajado a la libertad y han
derramado la sangre de los patriotas”. Pero esta vez ya no se tra
taba únicamente de los “realistas” ; otra categoría de ciudadanos
suscita ahora el resentimiento del Incorruptible: “Los peligros in
teriores provienen de los burgueses . . . Es necesario que el pueblo
se una a la Convención y que la Convención utilice al pueblo. . .
Hay que exaltar el entusiasmo republicano por todos los medios
posibles”. Por lo tanto, su programa comporta, junto con una lucha
encarnizada contra el enemigo dé afuera y el mantenimiento del
Terror, nuevas medidas para entusiasmar al pueblo, intimidar a la
burguesía e instaurar la dictadura de la Convención sobre una
base tan sólida como sea posible.
En el verano de 1793 concurrió asiduamente al Comité de Sa
lud Pública. Durante estas semanas el Comité tomó una serie de
medidas enérgicas, violentas y teatrales, a fin de galvanizar a los
revolucionarios: Custine fue guillotinado, Bouchotte, revocado du
rante cierto tiempo de su cargo dé ministro de Guerra, después
restablecido; se cerraron las barreras de París para tener bajo con
trol policial a todos los habitantes de la ciudad; confiscación de los
bienes de los que estaban fuera de la ley; se destruyen las tumbas
reales de Saint-Denis; se inició el juicio a María Antonieta. Se envió
a Carteaux a Provenza con el encargo de tomar Marsella; a Du-
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bois-Crancé al Ródano, para someter a Lyon; se decidió arrasar
sistemáticamente a la Vendée para doblegarla. A fin de salvar la
República, no se le perdonaba nada a Francia. Se trató de unir a
todos los franceses, declarando a Pitt “el enemigo del género hu
mano”. Pero estas grandes fórmulas, demasiado usadas, ya no lle
gaban. Por temor, se toleraba al gobierno; pero por más interés
que hubiera en apoyarlo, no era posible vencer el desagrado que
inspiraba. Un hecho muestra el alejamiento de los fránceses por
el horror que se les imponía: sobre un total de 7 millones de elec
tores, tan sólo 1.891.918 aprobaron la Constitución de 1793 en el
referéndum popular y 17.610 se atrevieron, a riesgo de su vida, a
decir “no”. Menos de una tercera parte de los ciudadanos adoptó
la fórmula aprobada por Robespierre y patrocinada por los jaco
binos, a pesar de la presión de las sociedades revolucionarias, los
Comités de Vigilancia y otros organismos de intimidación difun
didos por todo el país. Sensibles a esta sorda hostilidad y bastante
lúcidos para comprender que la adoración prodigada a las cenizas
de Marat por los descamisados (que saludaban a su corazón, col
gado en el Club de los Jacobinos, “como a los restos preciosos de
un dios” ), sólo podía indisponer a los espíritus Vacilantes, los jéfes
revolucionarios organizaron, el 10 de agosto de 1793, una fiesta en
la cual reinó la concordia junto con la igualdad. David la dirigió;
sobre las ruinas de la Bastilla se cantó,, desde los primeros rayos
de la aurora, un himno a la naturaleza; unos cortejos simbolizaron
la paz, el amor y la fraternidad; se vio a jóvenes ciegos, coronados
de laureles, algunos niños expósitos fueron cubiertos de honores y
unos adolescentes fueron ungidos a una carreta que llevaba a sus
viejos padres. Alrededor de ellos desfilaron los convencionales,
cada uno de ellos con un haz de espigas de trigo en fruto. Se había
reemplazado la guillotina con una inmensa estatua de la libertad.
Todos concurieron al Campo de Marte y juraron defender la Re
pública y la Constitución (¡que nunca iba a ser aplicada!) Este
esfuerzo por poner un poco de armonía, de entusiasmo y de sere
nidad en la vida pública era demasiado aislado para ejercer in
fluencia real.
La oposición seguía siendo poderosa, aunque oculta, y abrió
una brecha: el diputado Delacroix invitó a la Convención a declarar
que su misión estaba terminada, dado que había redactado lá Cons
titución; se evitarían así las peores responsabilidades. Pero unas
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elecciones en 1793, un interregno, en el momento en que los austría
cos ocupaban la frontera del Este y la frontera del Norte, cuando
la rebelión cundía por el Oeste y el Sudoeste, amenazaba con hacer
el juego a los enemigos de la Revolución; en un violento discurso
en el Club de los Jacobinos, Robespierre atacó esta propuesta es
candalosa y nadie se atrevió a mencionarla de nuevo. Pero Robes
pierre quería más. Una vez más, el impulso vino de los jacobinos,
el mejor instrumento de Robespierre. El 16 de agosto redactaron
una petición a la Asamblea solicitando el enrolamiento en masa. El
Comité de Salud Pública captó inmediatamente la onda y propuso
la medida a la Convención, que la votó favorablemente el 25 de
agosto de 1793. “A partir de este momento, hasta el momento en
que los enemigos hayan sido expulsados del territorio, todos los
.franceses quedan en requisición permanente para el servicio de las
armas. . . Nadie podrá hacerse reemplazar. Los funcionarios pú
blicos se, mantendrán en sus puestos* El enrolamiento será general ;
los ciudadanos no casados o viudos sin hijos, de 18 a 25 años,
serán los primeros en partir. . .” Esta medida, aplaudida por los
revolucionarios, irritó aún más a los campesinos contra la Conven
ción; pero era capaz de salvar al país. Todo dependía de la ejecu
ción; tomada en medio del desorden, la medida agravaba la situa
ción; tomada en medio deí orden, podía permitir aplastar a un
.enemigo que seguía utilizando los métodos y los efectivos del si
glo xviii. Carnot, favorecido por Barére, acababa de ingresar al
Comité de Salud Pública el 14 de agosto; Robespierre lo veía con
malos ojos y no ocultó su descontento, pues lo consideraba mo
derado. Sin embargo, al verlo trabajar, le hizo justicia. Carnot, en
efecto, tomó en sus manos los asuntos militares del Comité y,.gra
cias a él, gracias a los 50 millones que se pusieron a su disposición
el decreto se aplicó con velocidad y competencia. Carnot añadió
300.000 hombres a los 450.000 que ya tenía la República; este
formidable conjunto de 750.000 hombres representaba una masa
capaz de aplastar a los ejércitos profesionales, bastante poco nu
merosos, a disposición de los enemigos de Francia.
De todos modos, había que saber utilizarlos. Hasta esa fecha,
la guerra, declarada con tanta imprudencia, había sido llevada a
cabo por rachas, con poca continuidad y método; se prodigaba hom
bres sin obtener resultado duradero; por primera vez desde 1787 el
Comité de Salud Pública disponía de un poder real y total y, como
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todas las dictaduras en sus comienzos, lo usaba con vigor. El Co
mité funcionaba de mánerá casi continua en el pabellón de Flore
(entonces llamado “de la Igualdad” ) en las Tullerías, muy cerca
de la Asamblea, con la cual mantenía un constante contacto. Estos
nueve (después doce miembros) trabajaban juntos en una gran sala;
sin embargo, con un tácito acuerdo, se especializaban: Robespie-
rre se ocupaba de los problemas de conjunto, la política general y
de las relaciones con la Asamblea; Couthon lo secundaba y lo apo
yaba en todo (desde su regreso de Lyon); Saint-Just atendía a la
policía y al ejército; Hérault de Séchelles y Barére tenían Re
laciones Exteriores; Billaud-Varenne y Collot d’Herbois se ocu
paban del Interior y de los representantes en misión; Jean Bon
Saint-André tenía la Marina; Prieur de la Cote-d’Or, Robert Lin-
det y Carnot se consagraron a la organización de los ejércitos, a
sus movimientos y abastecimientos. Cada uno de ellos poseía un
gabinete y oficinas junto a la sala común, y la mayor parte de sus
empleados no eran otros que los antiguos empleados de los minis
terios del reino. Una imprenta, instalada en el subsuelo, les per
mitía difundir rápidamente sus decretos y decisiones. Estaban pro
tegidos por baterías de artillería y sus estafetas tenían derecho de
prioridad sobre todas las rutas y todos los puestos de relevo de
caballos. Estos hombres, hayan sido cuales fueren sus pensamientos
ocultos, sabían y sentían que se iban a salvar ellos y el país tan
sólo por la unión y por un trabajo tan encarnizado como inteli
gente. De este modo, todas las cualidades del espíritu francés po
dían actuar nuevamente: nitidez, prontitud, valor y audacia.
Sus enemigos les facilitaban el triunfo: mal visto por todos los
reves de Europa, especialmente por el de Austria, Monseñor, que
se había proclamado “Regente” a la muerte de Luis XVI, sólo
contaba a su alrededor una minoría de emigrados; instalado eñ
cualquier forma en Harnrn, sin recursos, sin influencia, sin autor
ridad, se agotaba en vanos intentos ante las diversas potencias. De
la Vendée no sabía nada claro y la abandonaba a su suerte; conocía
a Précy y deseaba ayudarlo a defender Lyon, pues lo consideraba
un buen realista; ordenó a d’Autichamp que reuniera a los emigra
dos en Ginebra y que se lanzara con ellos contra Lyon para sostener
la causa contrarrevolucionaria; pero, para esta operación, le ha
cían falta fondos e Inglaterra no los daba. Inglaterra quería llevar
la guerra a su manera y sin apurarse. Por lo tanto, dejó que los
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Tebeldes de la Vendée, más heroicos que organizados, y menos
envidiosos los unos de los otros que indignados contra la Revolu
ción, se consumieran en victorias sin resultado y en hazañas inefi
caces.
Separados por el espacio, y más aún por la discordia, los
diferentes centros de resistencia contrarrevolucionaria reunían a
baluartes asediados y no abastecidos. Burdeos, hambrienta, se rin
dió el 19 de agosto; Marsella fue tomada, pese a la heroica resis
tencia de los defensores, el 25 de julio; después cayó Avignon y el
valle bajo del Ródano; Carteaux, general hábil, supo aprovechar
las disensiones de sus enemigos, pero no pudo impedirles que en
tregaran Tolón a los ingleses, dispuestos esta vez a aprovechar la
ocasión y destruir aquella formidable flota, construida por Luis XV
y Luis XVI, a la cual América debía su independencia y Francia
•su única victoria sobre Inglaterra; quemaron 24 navios, se apode
raron de 15 y, durante un siglo, Inglaterra dominó los mares sin
discusión. Pero de los asuntos terrestres se ocupaba poco y maL
York, que tenía a su mando el ejército del Norte, se obstinó en
tomar Dunkerque, muy bien defendido, en vez de unirse a Cobur-
go y marchar sobre París para terminar la guerra con una victoria
«jue entonces erá posible. Coburgo, después de haber tomado Condé
el 12 de julio, Valenciennes el 28, vacilaba, lo mismo que Wurmser,
frente a las líneas de Wissenburg, mientras que el rey de Prusia,
'satisfecho finalmente con el trozo de Polonia que acababa de ad
judicarse, se disponía a sitiar Maguncia, en donde la guarnición
francesa, mal abastecida, apenas podía resistir, pero resistió de to
dos modos.
El Comité de Salud Pública, gracias a estas demoras y estas
divisiones, se adelantó a sus adversarios; en la Francia aterrada, se
Trizo obedecer; Carnot reunió a su alrededor los mejores técnicos
de la artillería, reforzó el ejército del Norte, aumentó las manufac
turas de armas y presionó a los sabios Berthollet, Chaptal y Four-
eroy para que hicieran progresar el armamento; utilizó a Monge
para que dirigiera la fundición de cañones con el bronce obtenido
de las campanas arrancadas a las iglesias; a Chappe para que pu
diera al día el telégrafo óptico y los globos cautivos de observa
ción. Sobre todo, reorganizó el ejército mismo: se suprimieron los
regimientos, se crearon 250 semibrigadas, en las cuales los solda
dos de la monarquía, voluntarios de 1792 y conscriptos ¡de 1793,
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habrían de combatir hombro a hombro, utilizando en la medida de
lo posible los antiguos cuadros y los antiguos medios del ejército
francés. En este terreno la tradición se renovaba de manera brutal
e incompleta, pero suficiente para galvanizar a las tropas, alenta
das por su propia superioridad numérica y el vigor del mando.
Sin embargo, seguían resistiendo con nerviosidad y eran sus
ceptibles al pánico eñ la vanguardia y en la retaguardia, cosa por
otra parte disculpable, pues los esfuerzos de Carnot no dieron re
sultados inmediatos en todos los terrenos: demasiados reclutas, muy
poca disciplina, desconfianza entre soldados y oficiales, un abas
tecimiento inseguro, insuficiente, en manos de malandrines o de los
descamisados que especulaban con los víveres en vez de alimentar
a los hombres, a medias hambrientos y calzados con escarpines de
suela de cartón, mientras los enfermos y los heridos agonizaban sin
medicamentos en granjas desguarnecidas y los caballos morían a
millares por falta de forraje. Finalmente, ¿qué cohesión podía tener
una tropa en la cual una noche, un convencional en misión (en este
caso Billaud-Varenne) detuvo a 22 ayudantes generales, todo el
estado mayor del ejército del Norte, e hizo abrir todos sus registros
junto con su correspondencia? Tan sólo se podía contar con actos
heroicos: como el de Hondschoote (8 de setiembre de 1793) que
hizo trastabillar a los holandeses y llevó a York a levantar el sitio
de Dunkerque, pero que fue seguido por un pánico irrazonable;
el de Menin (15 de setiembre), ante el ejército de Beaulieu.
Coburgo, fiel a las viejas máximas militares austríacas y tímido
ante la Revolución, quería llevar a cabo una guerra prudente dé
fronteras y de fortalezas, en vez de marchar sobre París, cómo le
suplicaba Mercy-Árgenteau y varios de sus generales. Esto dio tiem
po al Comité de Salud Pública para aplastar a Lyon, qué terminó
rindiéndose el 9 de octubre, y vencer a Clairfayt. en Wattignies
(16 de octubre), victoria obtenida bajo la dirección de Carnot por
Houchard y que liberó el Norte de Francia. Finalmente la Conven
ción logró acumular contra los rebeldes de la Vendée ejércitos y
artillería en número suficiente para que, después de varias derro
tas, se aplastara al principal ejército de la Vendée cerca de Cholet
(octubre de 1793). Esto suprimía el peligro para París sin asegurar
la fidelidad dél Oeste, siempre hostil y cada vez más indignado.
Anjou, Bretaña, la Vendée, a pesar de los impostores como el
arzobispo de Fülda, los falsos hermanos como el abate Bróttier,
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los espías jacobinos que husmeaban en los rangos, no cesaron'de
dar trabajo a los revolucionarios.
A partir de este momento, para Robespierre el peligro vino del
exterior. El éxito de los matones y de los conductores de bandas,
desde 1789, les daba un apetito creciente, que era estimulado por
el espectáculo de tantos despojos suntuosos al alcance de los hábiles
y la facilidad de reclutar elementos entre la inmensa chusma ar
mada que circulaba por París y sus alrededores. Provenientes de
todos los rincones de Francia y de toda Europa Occidental, ansio
sos de participar en los despojos que dejaba la muerte de la sor
ciedad más suntuosa y más refinada de Occidente, se prestaban a
cualquier cosa. La doctrina profesada desde 1787, y de la cual
Robespierre siguió siendo hasta el fin uno de los apóstoles, les
daba un buen pretexto: “Nunca la vigilancia de los ciudadanos
en relación al Poder Ejecutivo será demasiado grande; el primer
deber del pueblo es vigilar al Ejecutivo y rebelarse si éste interfiere
en sus derechos”. A una hora en que el pueblo, al cual todo se
le había prometido en 1788, carecía de todo, y cuando la Revo
lución ocupaba el poder desde hacía doce meses, es posible ima
ginar las ocasiones y las oportunidades que podían encontrar los
grupos extremistas. Detrás de Robespierre, de Danton, de Saim>
Just, de Fabre d’Églantine y de otros tribunos en el poder, surgía
una generación ávida, que les aplicaba las máximas que ellos har
bían aplicado a los constituyentes, y que por su parte éstos habían
aplicado a la monarquía. Hébert, descontento de que lo sacaran
del ministerio, a pesar de los eminentes servicios cumplidos el 10
de agosto y después, apareció como jefe de este partido nuevo, que
procuraba desbordar al gobierno.
Como siempre ocurre en las épocas de devaluación y de muerte,
el excesivo número de los que aún ganaban dinero se divertía go
zando apresuradamente y con violencia. Por acá y por allá reapa
recía el lujo; los teatros estaban llenos; se representaban piezas
de estilo inglés {Pamela), dramas que evocaban las desdichas de
la reina (Adéle de Sacy), y los felices del instante se conmovían
con miserias que no compartían. Estas imprudencias de algunos ri
cos sirvieron de pretexto a los jacobinos para reclamar, y a los
ambiciosos les dio una ocasión para quejarse. A partir de las siete
de la mañana del 4 de setiembre la gente de Hébert sacó a algu
nos obreros de sus talleres, los lanzó sobre el bulevar y les hizo
444
gritar: “¡Pan, pan!” La revuelta creció; bien conducida, llegó a la
plaza de Grève; allí se instaló una mesa y se redactó una petición
que exigía pan a la Convención; uno de los cómplices, Chaumette,
corrió a la Asamblea a fin de anunciar la manifestación e impre
sionar a los diputados. Después fue al Hotel de Ville y pronunció
un discurso-programa, ya preparado; era necesario el “máximo”
(precio fijado por el gobierno para los artículos de primera nece
sidad), un ejército revolucionario que recorriera los campos e in
timidara a los agricultores ricos, forzándolos a entregar trigo, ga
nado, etc.; finalmente, denunciar a los ricos. Hébert añadió que
era menester que este ejército contara con una guillotina. La idea
pareció digna de un auténtico jefe, y lo aclamaron. El Consejo
General de la Comuna abundó en este sentido. Después los jacobi
nos enviaron una delegación, que aseguró al pueblo su aprobación.
Lanzado de este modo, el movimiento llegó a ser formidable; al
día siguiente, 5, la multitud invadió la Asamblea temblorosa que
presidía Robespierre. Se instalaron en el piso y por toda la calle.
En nombre de la gente, Chaumette y después Moyse Bayle recla
maron que la Convención votara los derechos solicitados. Varios
diputados quisieron abundar en este sentido. Drouet, en medio de
un delirio, exclamó: “ ¡Ha llegado el momento de derramar la san
gre de los culpables. . . !, ¡seamos asesinos para bien del pueblo!”
Se votó, en medio del pánico, todo lo que querían los manifestan
tes y más: el Terror, un ejército revolucionario de 6.000 hombres
y 1.200 artilleros, comandados por Ronsin, un aumento del Tribu
nal Revolucionario, dividido en cuatro secciones; las visitas domi
ciliarias nocturnas; el juicio inmediato de los jefes girondinos; la
depuración de los comités revolucionarios, un salario de 3 francos
diarios para los miembros de éstos y de 2 francos para los miem
bros de las secciones que trabajaban manualmente; la expulsión
de todas las mujeres de mala vida; la prohibición del àéceso a las
oficinas policiales de las “solicitantes jóvenes” . . . ¡Hasta tal pun
to desconfiaban entonces de la belleza! Finalmente, la tarea quedó
completada ordenando la detención inmediata de todos los sospe
chosos, y se extendió esta categoría de ciudadanos, en la cual se
hizo entrar indiscriminadamente a nobles, sacerdotes, benedictinos,
partidarios dé Brissot, almaceneros, agiotistas, procuradores, hú
sares, criados, etcétera; La ley del 17 de setiembre intentó, sin
lograrlo, dar un poco de claridad a esta palabra “sospechoso”* y
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las autoridades la interpretaron como se les dio la gana. Incluso
varios departamentos se adelantaron al decreto.
Robespierre sólo podía aprobar estas medidas; pero veía ape
nado que la iniciativa se le escapaba y, adivinando las intenciones
de Hébert, las detestaba. Él pensaba que ya había llegado el mo
mento de dar crédito a los que gobernaban. Lo creía tanto más
cuanto que la situación interior era más trágica: el abastecimiento
fue ese otoño y ese invierno de 1793 insuficiente para la pobla
ción de París. El “máximo” sólo servía para que desaparecieran
los artículos de consumo corriente; ya no se los encontraba en nin
guna parte fuera del mercado negro; delante de las panaderías y
las carnicerías había siempre colas y reyertas; ni manteca, ni hue
vos, ni frutas, ni legumbres. Los que podían y se atrevían robaban
para alimentarse; los otros se las rebuscaban. Por falta de materias
primas los talleres cerraban; se extendía la desocupación; en los
lugares en donde aún se trabajaba, estallaban huelgas exigiendo
salarios más altos. La producción llegó a ser casi nula; reinaban
la cólera y la indignación. Se gritaba incendiariamente contra los
ricos, que escondían y soterraban su oro. Los asignados, desvalori
zados en un 50% en diciembre de 1793, eran la ruina de la
gente modesta. Las rentas del Estado y de las colectividades no va
lían ya casi nada; los rentistas se encontraban sin recursos; se los
despojaba aún más con el pretexto de crear un “gran libro de la
deuda pública”, pues inscribían las rentas reduciendo los inte
reses.
La Bolsa había sido cerrada el 27 de junio de 1793, las so
ciedades anónimas el 24 de agosto, y los bancos y las casas de
cambio el 8 de setiembre; los pagarés-oro sobre el extranjero de
bían ser entregados al Estado, ¡que los pagaba en asignados! El
13 de noviembre .se votó la confiscación de las especies monetarias,
lingotes y objetos preciosos. De esta manera, el Comité de Salud
Pública establecía lá miseria y marchaba hacia el socialismo. La
ley del 27 de julio sobre los acaparadores volvió imposible cual
quier comercio de artículos y cualquier almacenamiento. Los cul
tivadores debían declarar sus cosechas y vender sus cereales en el
mercado público, al precio oficial. El máximo, fijado en un tercio
por encima del antiguo precio, cuando la baja de los asignados lle
gaba a un 50 %, significaba la expropiación de los productores.
Después de haber proclamado la libertad y el respeto de la pro
446
piedad, la Revolución, a fines de 1793, estableció la dictadura más
estricta que Francia conociera jamás, y un comunismo creciente*
Una situación tal sólo se podía sostener por medio de la san
gre. Por turno perecieron María Antonieta (a quien no púdieron
salvar ni Mercy-Argenteau, a pesar de sus llamamientos patéticos
a los generales y dirigentes austríacos, ni Fersen, a pesar de su
dolor y sus súplicas, ni el barón Batz, con Jarjayes, Rougeville, la
bella madame de Charry y Osselin, el amigo de Danton); los jefes
girondinos, el 31 de octubre; Bailly, el 12 de noviembre; Barnave^
y tantos otros denunciados por su realismo, su federalismo o su
dinero. Decapitaban a los mendigos por .haber emitido una opinión
indiscreta y a los banqueros por no haberla tenido. Los ujieres
revolucionarios inscribieron los nombres de 22.938 víctimas en esos
doce meses (julio de 1793 a julio de 1794). Entre ellos había un
14 % de nobles y de eclesiásticos, proporción bastante grande, ya
que la nobleza y el clero constituían el 2 % de la población en 1788.
Pero estas cifras dan una pálida idea de todos los que fueron muer
tos, asesinados, ahogados, forzados a morir o a suicidarse en esos
años. En estos casos las piezas oficiales son totalmente falaces. Ca-
rrier, con sus ahogados de Nantes; Tallien, con sus masacres de
Burdeos; las descargas de cañón con que Fouché y Collot d’Her-
bois mataron a moderados y realistas en Lyoñ; y, en cada ciudad,
en cada aldea, en cada villorrio, el desencadenamiento de odios jr
de rivalidades individuales, liberadas de todo freno por ley de la
violencia que reinaba en el país; todo esto es incalculable y hajr
que evocarlo sin debilidades para recordar a los hombres el precio
de las guerras sociales o políticas, y sobre todo para medir hasta
qué punto hacen retroceder a la especie humana y ensucian a las
generaciones que se abandonan a ellas.
Como un símbolo, todo lo que constituía desde hacía siglos la
gloria y la belleza de Francia: palacios, catedrales, iglesias, mo
nasterios, castillos, bosques, jardines, todo, desde la sublime abadía
de Cluny, la iglesia más bella del universo, hasta el exquisito pa
lacio de Marly, fueron víctimas del odio o presa de bajas especu
laciones; un pastor protestante profanó el Santo Cáliz; en Saint-
Denis, estatuas y tumbas de reyes, reliquias y restos polvorientos
fueron pisoteados y dispersados por los jacobinos; se quemaron*
las estatuas de madera, se fundieron las de metal, se estropearon los
ornamentos de seda. Fue una inmensa destrucción de la cual apro-
447
vecharon los coleccionistas y los comerciantes que estaban al ace
cho; al destruir el tesoro del pasado francés, los descamisados ensu
ciaron y empobrecieron su futuro. Se calcula que una tercera parte
de las riquezas artísticas de Francia desapareció a consecuencia dé
la Revolución. Robespierre lo sentía, pero no hallaba la manera
de luchar contra este delirio. Las mascaradas ateas, organizadas
por los “iracundos” de Hébert y de Chaumette, a los críales se unían,
én su odio a Dios, el “Orador del Género Humano”, el barón A.
Glootz, y muchos protestantes, ávidos de vengar antiguas persecu
ciones y de volver a los tiempos en que ellos mismos perseguían,
los secundaron; más de un jansenista los imitó. Finalmente, los
antiguos sacerdotes eran los más desatados y los más destructivos.
A pesar del establecimiento de una Iglesia constitucional, que nin
guna ley había suprimido, esta campaña tomó un carácter oficial,
pues los convencionales que se enviaban en misión, Fouché a Nan-
tés, Laplanche al Cher, A Dumont al Somme, Baudot al Alto Garona,
Cavaignac a Gers, etc., confiscaron las campanas de las iglesias,
abolieron el culto, secuestraron vasos sagrados y ornamentos, de
nunciaron a los sacerdotes como a “exhibidores de fantoches”,
etcétera. 1
< La operación tuvo gran éxito: el 6 de noviembre Léonard Bour-
don hizo votar en el Club de los Jacobinos la supresión de los sala
rios eclesiásticos; al día siguiente, en la Convención, el arzobispo
constitucional de París, Gobel, debidamente asesorado por los con
jurados que lo rodeaban, Pache, Chaumette, Momoro, se presentó
a la barra seguido de sus grandes vicarios y abdicó solemnemente
su condición de obispo, de sacerdote y de cristiano. Los aplausos
fueron ensordecedores. El obispo de Lisieux, Lindet, el ministro
protestante Julien y otros lo imitáron. Grégoire fue el único que
resistió; sin atreverse a nombrar a Cristo, aludió a la libertad y se
mantuvo firme. No insistieron. Para coronar esta maniobra bien
orquestada, el presidente de la Convención anunció que “como el
Ser Supremo no quiere más culto que el de la Razón, está religión
ha de convertirse en la religión nacional”, y Chaumette, inmedia
tamente, logró que se organizara para el 10 de noviembre, en Notre-
Dame, uná gran fiesta cívica, a fin de iniciar el culto. En dos días'
ée erigió en el coro de la Catedral una montaña adornada con
bustos de filósofos; una mujer bonita, mademoiselle Aubry, de
la Ópera, vestida de blanco y azul, personificó a la Libertad desde
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4l8
un trono; se cantó en su honor un himno compuesto por Góssec;
se bailó un ballet; después fueron a la Convención, donde la se
sión continuó. A partir de entonces muchas iglesias se convirtieron
en templos de la Razón y fueron teatro de orgías más o menos
groseras, condimentadas con fuegos artificiales en los que quema
ban antiguas estatuas y libros de oraciones. Después todos rodaban
bajo las mesas, borrachos. El calendario republicano, establecido
por Fabre d’Églantine de acuerdo al modelo que su hermano ma
són S. Maréchal había redactado, y adoptado por la Convención el
5 de octubre de 1793, procuró hacer olvidar los nombres de los
santos, las fiestas de la Iglesia y la antigua semana, querida por
los cristianos, reemplazándola por “deeadias”, más lógicas, pero
demasiado largas para el gusto general. Robespierre contemplaba
con malos ojos estas payasadas que lo escandalizaban, que ofre
cían un flanco demasiado vulnerable a los enemigos del régimen
y que consagraban el fracaso de una de las mayores empresas re
volucionarias: la anexión sistemática de la Iglesia.
El abismo se ahondaba entre el Incorruptible y los partidarios
de Hébert. Robespierre conocía la fuerza de su adversario; Hé
bert, salido de la nada, dispuesto a todo, ladrón, asesino, intrigante,
estaba a la cabeza de un partido temible: los republicanos descon
tentos e impacientes que controlaban la Comuna, el ejército revo
lucionario y las secciones; con su diario, que tiraba a veces hastá
600.000 ejemplares, distribuido en el ejército y los departamentos,
en las comunas, y leído por el populacho, lograba movilizar a la
opinión. Las primeras jornadas revolucionarias le habían propor*
donado los fondos necesarios para este diario y para otras opera
ciones populares; el Ministerio de Guerra, donde reinaba su amigo
Boüchotte, no le negaba nada y servía de refugio a sus secuaces y
de cuartel general a sus operaciones; en el Club de los Jacobinos
siempre podía hacer aprobar una moción por sorpresa y conocía la
manera de intimidar a la Asamblea. La campaña de descristiané
zación hizo aumentar su crédito y sus riquezas. El Incorruptible
éalculó el peligro que este hombre representaba y decidió actuar;
El 17 de noviembre de 1793 ya, en un gran discurso-programa de
política exterior, incluyó esta frase amenazadora: “El pueblo odia
todos los excesos: no quiere ser engañado ni protegido; quiere
que se lo defienda honrándolo95. El 21 de noviembre, en el Club
de los Jacobinos, a propósito de la descristianización, que se guardó
449
de condenar, fulminó a “esos hombres que han sido desconocidos
hasta ahora en la carrera de la Revolución” y que “vienen a bus-
car en medio de estos acontecimientos los medios para usurpar una
falsa popularidad”, y denunció a Hébert, al elogiar al Ser Supre
mo. Finalmente nombró a “una “facción del extranjero”, que agi
taba a las sociedades populares. Al mismo tiempo, el Comité de
Salud Pública se ocupó de obstruir la política internacional ex
tremista que Hébert y su secuaz Hérault de Séchelles preconizaban:
propaganda revolucionaria en todos los países vecinos de Francia,
guerra sin cuartel a los tiranos, llamamiento a todos los pueblos
y esfuerzos para suscitar disturbios en todas partes. Hérault que
ría apoderarse de Mulhouse por un golpe de mano; pero esta ciu
dad, a la sazón bajo jurisdicción suiza, no podía sucumbir sin
acrecentar a la vez en toda Europa la cólera y el odio contra Fran
cia. El Comité de Salud Pública impidió la operación y sostuvo
a Bartbélemy, embajador en Soleure, en su política de apacigua
miento.
Mientras la lucha armada continuaba con toda violencia, fuera y
dentro de Francia, la crisis interior tomó de repente un giro crítico.
Robespierre, tomado entre dos fuegos, supo utilizarla debidamente.
Danton, que se sentía amenazado desde la caída de Dumouriez, se
replegaba sobre sí mismo y acababa de pasar seis semanas en su casa
de Arcis-sur-Aube, volvió a aparecer con el permiso de la Asamblea.
Un doble motivo lo atraía a París: quería la paz, como la quería en
tonces toda la burguesía rica que, tras haber aprovechado de la Re
volución, estaba harta de soportar una dictadura brutal y comunis
ta; la quería tanto más cuanto que las potencias extranjeras, de las
cuales era el agente desde hacía tiempo, en particular de Inglaterra,
la deseaban. Gran Bretaña, España, Prusia, la misma Austria esbo
zaban a la sazón sordas negociaciones para liquidar un conflicto cos
toso, que no les reportaba nada. Danton quiso servirlas una vez más
y, a la vez, promoverse; la ocasión le pareció favorable, ya que Ro
bespierre y el Comité de Salud Pública se oponían a los rabiosos,
a los belicistas enloquecidos, y parecían dispuestos a limitar el
conflicto. Sus agentes en los comités, en la Asamblea, en la Co
muna y en los clubes trastabillaron; Camille Desmoulins empezó a
publicar sus famosos números del Vieux Cordelier, donde, adulan
do a Robespierre, solicitaba la paz internacional, el apaciguamiento
interno y la clemencia. Él y Danton esperaban sin duda aprovechar
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450
el movimiento de opinión hostil a los excesos de Hébert, que de
bían ser tomados en cuenta por el Comité.
El otro motivo que empujó a Danton fue la inquietud; acababa
de descubrirse un asunto grave. Él y sus amigos, irritados por la
importancia que adquiría Hébert en el Club de los Franciscanos,
en la Comuna y en las secciones, en donde reemplazaba a Danton
como tribuno, organizaron una emboscada contra este energúmeno.
El partido de Hébert contaba con muchos extranjeros turbios, que
habían ido a Francia para aprovechar la Revolución y estimularla;’
Danton los conocía muy bien, pues en otros tiempos los había uti
lizado; en 1793 ya no le servían para nada; pero el nuevo decreto
referente a los extranjeros, así como la ley contra los sospechosos,
permitían ponerlos en mala situación, y a Hébert con ellos. Un
amigo de Danton, Dufourny, presidente del departamento de París,
hizo detener al más notorio de estos agitadores: el banquero ausr
tríaco Proli. Al mismo tiempo, otro amigo de Danton, Fabre d’Églan-
tiñe, en una denuncia secreta, atacó a Hérault de Séchelles y a Cha-
bot como jugadores fulleros en tren de crear dificultades a Francia
(octubre de 1793). La operación dio buen resultado: Hérault fue
expulsado del Comité de Salud Pública y Hébert moderó su tono.;
Hacia la misma época, los jacobinos atacaron a Chabot, cuyas cosry
tumbres y relaciones dejaban que desear. Éste, a los gritos, denun
ció a otros diputados: mencionó al conspirador Batz* cuyos vínculos;
con los partidarios de Hébert y con varios convencionales pudo de
mostrar. El barón de Batz esperaba, al parecer, gracias a Hébert,
quitarle popularidad a la Asamblea y luego eliminarla mediante
una insurrección que proclamaría rey al delfín. Basire confirmó las
afirmaciones de su amigo Chabot. Los dos fueron detenidos y se
quiso arrestar también a los denunciados, pero Batz logró huir. Dan
ton, antiguo amigo de Chabot, y que tenía relaciones indirectas con
Batz, husmeó el peligro. En el Club de los Jacobinos su$ enemigos
lo atacaron violentamente el 3 de diciembre de 1793 (13 frima-
rio ). Robespierre, que aún no estaba preparado para la reyerta, lo
defendió. Pero Danton, asustado, np encontró más salida que insis
tir en la paz, ya que esto le permitía tomar nuevamente el po
der y sofocar las historias fastidiosas. Cada cual preparaba sus
armas.
El 4 de diciembre de 1793 el Comité de Salud Pública, siguien
do directivas del Incorruptible, logró que la Asamblea votara un
451
decreto que fortalecía al gobierno. Cada vez más se imitaba el sis
tema de los Capetos: las centralizaciones; por lo pronto, se orga
nizaba cuidadosamente el envío de leyes a todos los departamen
tos; únicamente el Consejo Ejecutivo debía aplicar y vigilar la eje
cución de las leyes administrativas; los distritos debían obrar del
mismo modo en lo referente a las leyes revolucionarias; pero debían
presentar cuentas cada diez días a los dos grandes comités; se su
primía una parte de los dignatarios de los departamentos y se limi
taba tan sólo a finanzas, obras públicas y dominios nacionales las
atribuciones de los “departamentos”, puntos de apoyo de la bur
guesía; los “distritos” recibieron nuevas prerrogativas, pero en cada
uno de ellos y en cada municipalidad, un “agente nacional”, nom
brado por el gobierno, habría de vigilar y guiar a la Asamblea, y
como disponía del Terror, iba a imponer su voluntad. Cada diez
días debía enviar un informe a los comités. Al mismo tiempo se
abolieron las formaciones que, desde hacía tres años, surgían por
todas partes y usurpaban el poder: comités revolucionarios centra
les, ejércitos revolucionarios locales, tribunales revolucionarios de
provincia, etc. El gobierno no quería más legalidad que la suya,
más fuerza que la suya, y las secciones, a partir de ahora, debían
obedecer al gobierno y no a la Comuna. Partieron 58 represen
tantes en misión, el 29 de diciembre de 1793, para imponer a
Francia esta nueva disciplina; la Convención, merced a su dicJ
tadura, había recreado un ejecutivo enérgico, eficaz y temible. Re
negaba así de los métodos, si no de los principios, a los cuales
debía su existencia, y gracias a esta ley Francia pudo salir de la
anarquía y luchar eficazmente contra el extranjero. Al mismo tiem
po, el poder de Hébert empezó a flaquear y la maniobra de Danton
se hizo más difícil.
Sin embargo, la campaña de Camille Desmoulins tuvo un gran
éxito; el pueblo, harto de sufrir, los restos de los moderados, de
los girondinos y benedictinos, cansados de persecuciones, aplau
dieron la idea de una paz y de una vida normales. Danton quiso
tomar la pelota al vuelo. El 12 de diciembre (22 frimario), Bour
don de l’Oise pidió que se renovara el Comité de Salud Pública,
eliminando a los furibundos. Merlin y Cambacérès hablaron en el
mismo sentido; el Llano pareció dispuesto a seguirlos. Obtúvierori
la victoria en principio; pero al día siguiente los partidarios de
Hébert y de Robespierre, unidos esta vez, reconquistaron la mayó-}
452
ría; se prorrogó el Comité de Salud Pública sin cambio y sin es
crutinio. La paz, el apaciguamiento y Danton eran condenados.
Robespierre, siempre político sutil, hizo crear entonces ,un “Co
mité de Justicia”, que habría de verificar la legitimidad de los
arrestos y las detenciones. De esta manera, sin sacrificar nada, ha
cía concesiones a la opinión. Desmoulins, imprudente, reclamó aún
más y en su cuarto número (20 de diciembre) proclamó: “La Li
bertad no es una ninfa de la Ópera, no es un gorro frigio, la camisa
sucia y los andrajos. La Libertad es la dicha, es la razón, es la
igualdad, es la justicia, ¡es la Declaración de Derechos!” A pesar
de elogiar a Robespierre, reclamó una vez más el apaciguamiento;
El Incorruptible reaccionó: el 25 de diciembre hizo en la Conven
ción un gran elogio del Terror, y empezó a acechar a Danton y
a sus amigos, como ya había acechado a Hébert y sus partidarios.
La ocasión no tardó en presentarse. Chabot, al verse denunciado, no
se privó de revelar una operación turbia que habían llevado a cabo
numerosos diputados con la Compañía de las Indias. En los papeles
encontrados en casa de Delaunay, al romperse los sellos de su cofre
fuerte, se encontraron documentos autógrafos de Fabre cfÉglantine,
que probaban su complicidad (26 de diciembre de 1793,15 nivoso).
Robespierre lo hizo detener en seguida; y, aunque mantenía rela
ciones íntimas con Danton, éste, después de haber esbozado una
defensa en favor de su amigo, no insistió más. Danton se sintió a
merced de Robespierre y prefirió ocultarse en Arcis mientras el
Incorruptible atronaba contra “los bribones que tratan de hacernos
creer que la libertad no tiene más enemigos que los agentes qüe
el extranjero les designa como tales. . .” Unos días después pre
sentó un informe al Comité de Salud Pública contra “todos esos
hombres que tienen un interés particular y culpable en derrocar al
gobierno republicano”. Según él, Fabre y sus amigos querían en
tregar el poder a los moderados y obtener una amnistía general,
de la cual habrían de aprovechar, atenuando “la energía revolucio
naria”. Dicho esto, no insistió más.
Con las victorias del otoño y dél invierno, con las apreturas de
los beligerantes para lograr la paz (enero-febrero de 1794), el
Comité de Salud Pública y Robespierre recobraron todo su ascen
diente. Por el momento, el Comité no quería paz; según Barére,
en su discurso del 22 de enero de 1794, no era posible detenerse
antes de exterminar a los déspotas; en contestación, en su séptimo
453
número del Vieux Cordelier, Camille Desmoulins respondió que
Barére le hacía el juego a Pitt y reforzaba el bloque de los enemi
gos de Francia. Por el contrario, el Pére Duchéne triunfaba. Vanas
polémicas; el Comité, seguro de sí mismo, se disponía a golpear.
La operación se vio sin duda demorada un poco por una enferme
dad de Robespierre que lo retuvo en casa cierto tiempo. El 26 de
febrero de 1794, Saint-Just declaró a la Convención qué el Terror
había salvado al país y a la Revolución, que debía ser mantenido
como justo e indispensable. Volviéndose hacia Danton exclamó:
“¡No puede haber impunidad para los grandes culpables, quieren
terminar con el patíbulo porque tienen miedo de subir a él!” Des
pués, sin decir más, propuso completar la Revolución distribuyendo
a los patriotas indigentes los bienes de los enemigos de la Repú
blica. Los grandes comités recibirían poderes en este sentido. Este
golpe maestro debió servir de advertencia a los burgueses ricos y
maravillar a Hébert y a los suyos, dándoles más de lo que se les
había prometido.
Nadie se llamó a engaño; Danton no tenía ya armas ni co
raje; sin duda poseía aún amigos dispersos y asustados; pero juzgó
que su única posibilidad de salvación estaba en el silencio y en la
inmovilidad: había que hacer que Robespierre lo olvidara. Nota
ble organizador de sublevaciones, buen urdidor de intrigas finan
cieras y políticas, ¿qué podía hacer ahora, cuando Hébert lo había
reemplazado en el Club de los Franciscanos y en las secciones? Un
idealista puede ir hacia la muerte. Danton no se jactaba de serlo.
Hébert, que valía menos que él, poseía más valor físico. Sus ami
gos y él, el 4 de marzo, intentaron soliviantar a la turba de París,
empezando por los franciscanos. Carrier reclamó una “santa insu
rrección” y lanzó apostrofes contra Camille Desmoulins, Cárnot y
Westermann, sin nombrar a Robespierre. El 5 de marzo los parti
darios de Hébert hicieron levantar a las secciones, pero una sola
los siguió. Chaumette retrocedió y el alcalde de París, su amigo
Pache, los abandonó. En seguida, el Comité de Salud Pública hizo
que la Convención decretara el arresto de los conspiradores. Hé-
iíert, después Carrier, balbucearon desmentidos y la cosa quedó ahí;
pero el 13 de marzo Robespierre, restablecido, los atacó ; el Comité
convocó a Fouquiér-Tinville y esa misma noche Hébert, Momoro,
Ronsin y Vincent fueron detenidos. Héraúlt de Séchelles se unió a
ellos dos días más tárde. En el proceso, se los acusó de h^ber tra
454
bajado en favor de la monarquía; por esto fueron guillotinados el
24 de marzo de 1794. Anacharsis Clootz, a quien decapitaron junto
con ellos, estaba indignado de morir en tan mala compañí a., ¿Acaso
no era barón y prusiano?
Siempre prudente, Robespierre limitó la redada a lo esencial;
tuvo consideraciones con Carrier, Pache, Hanriot, a pesar de su
complicidad manifiesta con los condenados. Temía, acertadamente,
diezmar al estado mayor revolucionario y arrojar a los vacilantes
en brazos de sus enemigos. Por lo mismo, en esas semanas de
principios de primavera, no se decidía a perder a Danton. El cálcu
lo de éste parecía acertado. Parecía olvidado. Pero la gente que
rodeaba a Robespierre odiaba a Danton; como los doctrinarios des
precian y ven con malos ojos a los logreros, como los partidarios
también tienen entre ojos al rival de su patrón, Saint-Just, Couthon
y los otros robespierristas veían en Danton al vendido —lo era—
y también al único tribuno capaz de reemplazar a Robespierre
—lo era. Mientras tanto, Danton ganaba tiempo: “ ...¿N o te
das cuenta que Robespierre te quiere liquidar?”, le-decía su amigo
Thibaudeau. “Si creyera —respondió Danton— que la idea le ha
pasado por la cabeza, le comería las entrañas”. Y se aferraba a
su pasividad.
Finalmente Saint-Just, que quería la cabeza de Danton, logró
que Robespierre se la regalara. ¿Qué jefe no desea complacer a su
lugarteniente? Basándose en notas enconadas y minuciosas de su
patrón, Saint-Just redactó una denuncia enfática. Convocados por
sorpresa el 10 de mayo por la noche, los comités se enteraron del
hecho; algunos protestaron. Carnot declaró: “Pensadlo bien: una
cabeza como esa arrastra muchas otras”. Los violentos, seguidos
por los cobardes, ganaron la votación. Detenido en su casa al ama
necer del día siguiente, Danton no se defendió. En la Asamblea
que vacila, Robespierre toma la palabra y soterra a los ámigos que
Danton aún conserva. Camille Desmoulins se une a Danton y so
porta menos bien que éste los horrores que había suscitado alegre
mente para otros. El 3 de abril son “juzgados”, es decir, se quiere
hacerlos callar, pero Danton habla más alto que todos, vocifera du
rante horas, durante días. La turba lo escucha y Fouquier-Tinville
se alarma; se inventa una falsa denuncia, se acusa a los reos de
conspirar y se logra así liquidar el proceso en unas horas.
Condenado el 5 de abril (16 germinal), Danton muere valien-
455
lamente, mientras que Desmoulins flaquea. Cuando pasan en la car
rreta fatal ante la casa de Duplay, donde vive Robespierre, Danton
grita: “¡Es inútil que te escondas, Robespierre! ¡Me vas a seguir!
¡Tu casa será arrasada, y echarán sal encima!” Fue el último del
grupo en ser guillotinado.
En la Asamblea reinaba un pesado malestar. Si Robespierre ha
sacrificado a aquel hombre a quien había tantas veces elogiado, de
fendido, promovido, ¿a quién va a respetar? Danton tenía pocos
amigos, pero numerosos cómplices. Un ladrón hábil y jovial siem
pre es simpático. La incomodidad que Robespierre crea a su alre
dedor se convierte en alejamiento. Se le teme demasiado para que
corra ningún peligro inmediato. Pero ha llevado el miedo hasta
un punto en que amenaza con darse vuelta contra él. Saint-Just*
demasiado dogmático, lo ignora. Si Robespierre sigue también ig
norándolo, ya no le quedará mucho tiempo de vida.
456-
Capítulo VI
LA DICTADURA DE LA VIRTUD
467
C a p ít u l o VII
SE LIQUIDA LA REVOLUCIÓN DE LOS
REVOLUCIONARIOS
470
Esta vez sus colegas lucharon denodadamente para evitar esta
proscripción y se separaron sin haber decidido nada.
Estaba lleno de odio y se apartaban de él. Adivinaban su juego;
así como La Fayette, después de octubre de 1789, había querido
detener la Revolución y librarse de sus propios cómplices, así como
los Triunviros en octubre de 1791 trataron de imponer para siem
pre la Constitución y eliminar a todos los secuaces que, hasta ese
momento, habían constituido su poder; del mismo modo Robespie-
rre, en ese verano de 1794, después de haber vencido a todas las
facciones y basándose en las victorias de los ejércitos franceses,
quería guillotinar a todos aquellos, entre sus compañeros de luchá;
que habían deshonrado la victoria común con el derramamiento
de sangre, con la infamia, con la venalidad. En esto estaba de
acuerdo con Saint-Just, que anotó en su carnet: “ ¡La Revolución
está congelada! Todos los principios están debilitados; ya no ve
mos más que gorros rojos manejados por la intriga... El ejercicio
del Terror ha fatigado al crimen, como los licorés fuertes fatigan el
paladar. . . ” De acuerdo con su jefe sobre el objetivo que habría
de alcanzarse, Saint-Just no lo seguía en su método; su estadía en
el ejército, las victorias a las cuales había contribuido, el medio
viril, realista y patriota que había frecuentado, le inspiraban una
repugnancia invencible hacia cualquier medida que llevaba a los
franceses a matar franceses, legalmente o no. No aprobaba la ley
de pradial, tanto más si se toma en cuenta que contrariaba y estor
baba la ejecución de “su” propia ley, la de germinal, la que debía
atribuir a los ciudadanos pobres los bienes de los condenados; para
ello acababa de crear comisiones populares, designadas por los
grandes comités, a fin de elegir a los detenidos que, después de
juzgados, serían deportados y cuyos bienes confiscados podían dis
tribuirse. Saint-Just veía aquí un medio poderoso, esencial, para
constituir una clase nueva, pura, cuya vinculación con la República
habría de garantizar la duración, la estabilidad, el triunfo final.
Anhelaba que nada pudiera contrariar esta maniobra, y escribió en
sus Notas sobre las Instituciones: “Es menester disminuir el núme
ro de miembros de las autoridades constituidas. Es menester exa
minar el sistema de las magistraturas colectivas, como municipa
lidades, administraciones, comités de vigilancia, etc., y ver si la
distribución de las funciones de estos cuerpos a un magistrado único
no constituye el secreto del establecimiento sólido de la Revolu-
471
ción. . .” Por lo tanto, su espíritu seguía un camino distinto del
camino del Incorruptible, y los dos amigos empezaban a alejarse;
esto pudo verse el 9 mesidor (29 de junio), cuando Robespierre
habló en un tono desdeñoso de los “éxitos del exterior” y cuando,
en consecuencia, Saint-Just, sin manifestarse en contra, marcó su
frialdad frente al jefe mediante una serie de decisiones que lo aso
ciaron a los opositores del gran hombre.
Robespierre se aislaba más y más. Recibía en secreto emisarios
de Inglaterra que, al parecer, le proponían servir de intermediarios
para el retorno de los Borbonés, ¡y de regente para la restauración
de Luis XVII! Según el mismo autor, Lamothe-Langon, sin negarse,
Robespierre habría respondido: “No tengo ningún hombre seguro
con quien contar.. . Estoy solo”. Verdad es que en ese momento
la antipatía de las masas francesas contra los jefes revolucionarios
y contra su obra era patente para todos; los ricos, después de haber
aprovechado de los bienes nacionales, anhelaban una época tran:;
quila para gozár de sus adquisiciones sin correr a cada momento
el riesgo de la guillotina o la confiscación. Los pobres, hartos dé
privaciones, de miserias y de humillaciones, ya no recordaban las
ventajas que les había traído la Revolución; sin duda no pagaban
más impuestos, sin duda la gabela, los servicios provinciales y los
diezmos habían desaparecido, pero también había desaparecido el
dinero y resultaba más duró vivir sin dinero que tener que pagar
una parte de ese dinero para conservar el resto. El contraste infinito
sobre las promesas de 1788, las grandes frases de todos esos años
y los resultados, llevaba a los campesinos a la oposición; la partida
de sus hijos y de todos los mozos capaces representaba para el
cámpo una pérdida tan terrible, una situación tan cruel que el ré
gimen apenas podía sobrevivir a estas medidas impopulares. Esta
irritación se adivina un poco en todas partes en 1794, a pesar de la
policía y dedos espías: un débil mental, Amiral, atacó a Collot
d’Herbois, pues lo tenía más a mano, aunque hubiera preferido
matar a Robespierre. La policía no tuvo dificultad en dominar el
asunto; ese mismo día (2-3 de mayo) una mujer muy joven e in
genua, Cécile Renault, se presentó en casa de los Duplay y pidió
ver a Robespierre a las nueve de lá noche. Como insistió con ter
quedad, la interrogaron: “¿Qué queréis hacer en casa de Robes
pierre?” “Quiero ver cómo está hecho un tirano”. La detuvieron:
la muchacha tenía encima dos cuchillitos. Es dudoso que haya que-
472
rido o haya podido asesinar a nadie con ellos, pero no ocultó que
detestaba a Robespierre, y guillotinaron a Amiral y a Cécile Re
nault. El Incorruptible sintió que la carga que pesaba sobre él
se volvía más agobiante.
Toda esta multitud, que con sus deseos, sus aclamaciones o
su indiferencia, desde 1787, alentaba la Revolución, le daba la es
palda ahora, harta. Lo que era aún más grave, los organismos, los
grupos, los elementos que desde 1787 arrastraban a la masa se
disolvían uno tras otro. Los nobles revolucionarios, primeros pro
motores de la empresa, habían desaparecido, así como Felipe-Igual-
dad, decapitado el 6 de noviembre de 1793; La Fayette estaba en
las cárceles de Prusia y muchos otros, Duport, los Lámeth, los Bro-
glie, los Noailles, habían huido, estaban en el destierro, en la emi
gración, y se multiplicaban para encontrar los medios de aplastar
y reducir a esta Revolución de la cual tanto habían esperado. El
clero revolucionario, que con su celo permitió la victoria del Tercer
Estado, que había sido el elemento más activo en los Estados Ge
nerales y después en la Constituyente, renegado ahora por los jaco
binos, los descamisados y todos los verdaderos revolucionarios, no
existía más* la campaña anticristiana de Chaumette, las decisiones
de los convencionales en misión por las diversas provincias multi
plicaban las empresas de mancillar, rebajar, humillar a obispos y
sacerdotes; algunos habían cerrado todas las iglesias de sus comar
cas; en todas partes se había obligado a obispos y sacerdotes a so
portar en sus catedrales el culto de la Razón y las borracheras»
Amenazados, perseguidos, un gran número de eclesiásticos siguieron
a Gobel, “colgaron la sotana” y se casaron, pues ésta era la única
acción decisiva que les aseguraba la vida y la tranquilidad; muchos
otros se soterraron; algunos, más valerosos, como Grégoire, resis*
tieron. Recibieron una imprevista ayuda de Robespierre quien, de
acuerdo con Danton, logró hacer votar en la Convención una ley
que prohibía toda violencia o amenaza contra la libertad de los
cultos (6 de diciembre de 1793) ; sin suavizar en nada la suerte de
los no juramentados, ni aportar una ayuda positiva a los juramen
tados, se les reconocía el derecho de vivir; esto no era suficiente;
la Iglesia constitucional, arruinada por la desaparición de la Cons
titución, se disipó, y sus 28.000 sacerdotes dejaron de contar en el
país, donde estaban ocultos, fugitivos y perseguidos, aunque justi
ficados y triunfantes ante sus fieles, pues todos lps no juramenta-
473
dos lo suficientemente valerosos para arriesgar sus vidas habían
vuelto a un oscuro apostolado, de gran fecundidad. La Revolución
acababa de malgastar una de sus mejores cartas.
Los ejércitos seguían siendo revolucionarios pero, victoriosos y
conquistadores, empezaban a mirar con desprecio a ese gobierno in
capaz de abastecerlos, incapaz de bastarse a sí mismo, ¡y que espe
raba de ellos, junto con los triunfos, un buen botín! Robespierre
ya había empezado a desconfiar de ellos y de sus victorias. Por
amor al orden había suprimido el ejército revolucionario de París,
había ligado las secciones al poder central, había reorganizado la
Comuna y, si conservaba aún en estos diversos organismos nume
rosos amigos, no podía ignorar que el espíritu público cambiaba
gradualmente. Había un elevado número de agitadores que yacían
en la fosa común, decapitados: los Hébert, los Vincent, el mismo
Danton y tantos otros, ejecutados por ser “exagerados” o “corrom
pidos”. Mientras sostuvo con vigor las riendas del gobierno, mien
tras el Comité de Salud Pública le obedecía y la Convención acata
ba su voluntad, Robespierre dominó la situación, pero por todos
lados surgía la resistencia a sus voluntades. Después de haber crea
do una oficina de policía vinculada al Comité de Salud Pública
(26 germinal, abril de 1794), el Comité de Seguridad General, en
furecido por esta competencia, sintió por él una enemistad sin
misericordia y acechaba sus pasos. En el Comité de Finanzas, Cam-
bon, que representaba á los ricos, le hacía una oposición paciente
y sorda. ¡El mismo Carnot no parecía muy seguro! Robespierre
nunca refrendaba sus órdenes a los ejércitos.
Los hombres que lo rodeaban no eran capaces de enfrentarlo:
él no lo ignoraba. Pero con la fatiga de un luchador que ocupa la
arena desde hace demasiado tiempo, reconocía en todos los meca
nismos de la República esta nueva tendencia: cada cual buscaba un
lugar estable; los mismos jacobinos, depurados y que lo seguían
fielmente, ya no poseían la energía y las iniciativas de antes; se
preocupaban de la ayuda mutua y, aunque no lo aplaudían menos,
no representaban para él la ayuda esencial de otros tiempos. Sus
camaradas del comienzo entendían mal sus llamados a la morali
dad, su fiesta del Ser Supremo; cuando los extranjeros, profunda
mente impresionados, veían ya en Robespierre al dictador fuerte
y prudentej que hacía volver a Francia a una disciplina moral, a
un orden social y un gobierno coherente, los revolucionarios fran-
474
ceses empezaron a murmurar; él no lograba ya ganarlos a su po
lítica nueva, que consideraba necesaria; por lo tanto, decidido á
intimidarlos, recurrió a la ley de pradial, que le iba a permitir
guillotinar a los más crueles, a los más venales, y hacer que los
otros se soterraran. Después. .. ¿acaso podía pensar abora en el
después, cuando la lucha se había vuelto tan áspera? El Comité de
Salud Pública mismo demostró frialdad ante la ley de Pradial, que
la mayoría de la Convención aceptó refunfuñando y que su amigo
Saint-Just detestaba.
Esta vez Robespierre, aunque siguió un método que le era fa
miliar y que con frecuencia había logrado para él los resultados
esperados, cometió un grave error: al añadir un grado de horror
al Tribunal revolucionario, al extender aún más su acción, al for
mular amenazas terribles a la vez que vagas, suscitó en un amplio
grupo de hombres un miedo agudo; por lo general, le bastaba ha
cerlos temblar de terror para que los más comprometidos quedaran
aislados y para que cometieran el fatal error que los perdía. En
tonces, sin hacer casi nada, la insurrección de süs amigos masacraba
a estas víctimas tambaleantes; el 10 de agosto, el 31 de mayo, el
13 de marzo (23 ventoso), el 30 de marzo (10 germinal) todo ha
bía ocurrido tranquilamente, de acuerdo a este método. Pensaba ac
tuar de la misma manera en el verano de 1794. Todo indica, todo
lo prueba, su actitud, las acciones de sus íntimos, los esfuerzos de
las víctimas designadas, que conocían bien los procedimientos y
no descuidaban ningún medio para eludirlos. Como otras veces,
quiso proceder por etapas, aniquilar a sus enemigos en la hora in
dicada, uno tras otro. Pero había esta única diferencia: en junio
y en julio de 1794 el miedo que tenían era intenso y tan deses
perado que engendró el coraje; y este miedo se había extendido a
un número creciente de políticos, en vez de concentrarse en unos
pocos, a medida que pasaban los días. Esto era el resultado de la
actividad de Fouché, de Barras, de Lecointre.
En la Comuna, reorganizada en el otoño de 1792, Robespierre'
contaba con bastantes amigos para preparar una de esas manio
bras que, entre 1789 y 1794, permitieron los grandes golpes re
volucionarios: organizar, imponer y hacer reconocer autoridades
temporales que, al librar a las autoridades constituidas de la ne
cesidad de proscribir y entregarse a violencias, las reemplazaban
un tiempo y, mediante un acuerdo tácito con ellas, cumplían la
475
faena sangrienta y se borraban luego. Robespierre, indignado por
las vacilaciones de la Convención ante la ley del 22 pradial, se
irritó contra el Comité de Salud Pública, que no se mostraba bas
tante dócil, y decidió asestarle un golpe terrible. Payan, uno de
sus discípulos más fervorosos, convocó en los últimos días de
junio a la Comuna a los miembros de los comités revolucionarios
y empezó a adoctrinarlos a fin de crear uno de esos 6comités insu
rreccionales”, que formados por secuaces, a la manera de los co
mités de agosto de 1792 y de mayo de 1793, debían arrastrar a
las secciones y obligar a la Convención y a los Comités a entregar
ios miembros que habrían de ser denunciados como “podridos”,
“contrarrevolucionarios”, etc. Al mismo tiempo Hanriot, incitado
por el ambiente robespierrista que lo rodeaba, logró reunir en tor
no de París un número suficiente de tropas. Para arrastrarlas se
contaba con los “Alumnos de la Escuela de Marte9Y estimulados
por él diputado Le Bas y el doctor Souberbielle, “oficial en jefe
de Sanidad” y robespierrista convencido. Dumas, otro fiel, y acu
sador público en el Tribunal revolucionario, visitaba asiduamente
las secciones y despotricaba contra los intrigantes y los impuros
que arruinaban a la República. Se daba a la multitud banquetes
al aire libre, adornados de declaraciones incendiarias. Barére, que
veía la cosa de cerca, declaró que “todo parece listo para un mo
vimiento popular determinado por los agentes de la Comuna dé
París” ; ésta había apartado ya para esta operación “las mismas
sumas que le había dado el Comité de Salud Pública para subsis
tencias y abastecimientos de París”. En pocas semanas la maqui
naria, bien concebida, estaría lista para funcionar cuando Robes
pierre se hiciera presente y pronunciara las palabras fatales.
Pero el Comité de Salud Pública conocía también la maniobra
y esta vez ya no la toleró, pues temía por sí mismo; las leyes vo
tadas desde hacía seis meses le daban poder para impedir la re
unión revolucionaria y el miedo le daba el valor. El Comité pn>
hibió la reunión de los miembros de los comités revolucionarios
preparada por Payan, apartó de París y envió a las fronteras varias
compañías de artilleros, cuyo celo descamisado era bien conocido;
el diputado Pessard recibió la misión de vigilar y calmar a los
jóvenes de la Escuela de Marte; en una palabra, se echó agua en
todas las partes en donde los partidarios de Robespierre prepa
raban el incendio. Mejor aún, se atacó al Incorruptible y se inició
476
una vasta ofensiva contra él. Ésta partió en el principio del Comité
financiero, donde Cambon, bien pertrechado, ocultaba sus armas,
y del Comité de Seguridad General. El 27 pradial (13 de junio)
Vadier, en nombre de ese mismo Comité y del Comité de Salud
Pública al que pertenecía, denunció ante la Convención una “gran
conspiración” que se reunía en la calle Contrescarpe, en torno a
una “profetisa”, Catherine Théot, a quien llamaban “la madre de
Dios”. Había tal costumbre de conspiraciones que ésta, aunque me
nos grave que muchas otras, recibió la misma atención; la Conven
ción, sin vacilar, votó el envío al Tribunal revolucionario de todos
los sospechosos que fueran detenidos en este caso; también ordenó
la impresión del informe, su envío al ejército y a todas las comu
nas de Francia. .Ahora bien, Catherine Théot, una vieja profetisa
muy pobre y delirante, y su coacusado Gerle, antiguo monje cons
tituyente, estaban vinculados a Robespierre por tenues lazos, pero
en un proceso bieri llevado se podían poner de relieve cosas mo
lestas para el Incorruptible; Robespierre había dado en otros tiem
pos a Dom Gerle una especie de certificado de civismo, diciendo
que “siempre le había parecido, a pesar de ser sacerdote, un buen
patriota”. Y se difundió el rumor de que se acababa de descubrir,
en el lecho de paja de Catherine Théot, una carta a Robespierre en
là cual, felicitándolo por haber hecho resurgir la religión, lo lla
maba “hombre divino” y “salvador del mundo”. Su nombre, méz-
clado a este palabrerío clerical, debía quedar manchado. Al mismo
tiempo, se esperaba lanzar el ridículo sobre la fiesta del Ser Su
premo, que había desagradado profundamente a lá mayor parte
de los descamisados,
* La comadre Théot nó era más qüe úna vieja exaltada, Gèrle un
hombre gastado, però Vadier y sus colegas denunciaron en ellos
“la malicia inconmensurable de los sacerdotes”, de quiénes eran
instrumento. Esto bastó para suscitar el* celo revolucionario y ma
sónico. Robespierre resultó de esta manera castigado por haber sido
clemente, como lo fue a veces con personas a quienes juzgaba ino
fensivas y que respetaba oscuramente a causa de su pasado reli
gioso. Sintió por ello con más viveza la perfidia del ataque y, sin
vacilar, esa misma noche, convocó al acusador público Dumas, y
después a Fouquier-Tinville, presidente del Tribunal revoluciona
rio; hizo que le entregaran las piezas del proceso y se las llevó
consigo. Luego se puso a redactar una respuesta aplastante. Su
477
primer deseo fue dar un golpe a los hombres que acababan de
maquinar esta intriga, en particular a los traidores del Comité dé
Salud Pública que habían consentido en asociar este Comité a la
iniciativa del Comité de Seguridad General. Sin perder tiempo,
exigió del Comité de Salud Pública un nuevo informe, redactado
por él, sobre este asunto, y que se desautorizara al Comité de Se
guridad General. Luego, indignado contra sus colegas del Comité,
y fiel a su método corriente, se metió en su cueva. (Desde el 30
de pradial [19 de junio], hasta el 8 termidor [26 de julio] ) ; sin
embargo , volvió al Comité con largos intervalos; el 9 mesidor, en
ocasión de una sesión de los dos comités reunidos, reclamó la re
vocación de Fouquier-Tinville, a quien consideraba un falso her
mano, un enemigo suyo y demasiado vinculado al Comité de Se
guridad General. Esto le fue negado» Y algunos miembros del Co
mité de Seguridad General se atrevieron a reclamar la anulación
de la ley del 22 pradial; la mayoría del Comité de Salud pública
se guardó bien de defenderla y, segúrr-Barere, pretendieron, no ha
ber tenido nada que hacer en su redacción. Al ser contradicho por
unos y abandonado por otros, Robespierre fue presa de una ira
inusitada: “¡Salvad a la patria sin mí!”, gritó. Finalmente se le
vantó y se fue dando un portazó. En medio de esta batáhola, se
sintió solo, pues Saint-Just, de vuelta de los ejércitos, no lo apoyó,
salvo en su desprecio hacia los “podridos”, y los “aristócratas” de
los Comités. Más aún, en los días que siguieron, Saint-Just actuó ya
no como partidarió de Robespierre, sino independientemente; dejó
que su subordinado Lejeune, jefe de la Oficina de Policía General,
volviera a enviar a Fouquier-Tinville la carpeta de Catherine Théot;
incluso refrenó el arresto de Naulin, a quien Robespierre acababa
de nombrar vicepresidente del Tribunal revolucionario de acuerdo
a la ley del 22 pradial.
Todo esto indignó al Incorruptible; en su soledad, confiaba en
sus queridos jacobinos; el 12 mesidor declaró: “Si me obligan a re
nunciar a una parte de mis funciones, aún me quedaría la condición
de representante del pueblo y en esta condición haré una guerra a
muerte contra los tiranos”. Hasta el 4 termidor (22 de julio), sin ha
cerse presente en los Comités ni en la Convención, intentó desde
la tribuna del Club de los Jacobinos, como tantas veces lo había
hecho, encontrar apoyo para su política en los convencionales y
miembros del Comité de Salud Pública. “Mi finalidad, declaró aquí
478
el 21 mesidor (7 de julio de 1794) es prevenir a todos los ciuda
danos contra las trampas que se les tienden y la nueva antorcha de
discordia que se trata de encender en la Convención... Se trata de
persuadir a cada miembro que el Comité de Salud Pública lo ha
proscrito. Este complot existe. .. Todos los buenos ciudadanos de
ben unirse para sofocarlo. . .” Bien informado* denunció aquí una
maniobra intentada por Fouché, Tallien, Bourdon de l’Oise, Du-
bois-Crancé, Lecointre y todos los que él había designado clara
mente para la guillotina el 25 pradial. Durante todo el comienzo
de julio los conjurados se agitaron furiosamente y en secreto para
lograr una mayoría en la Convención; maniobraron con él miedo
sobre los grupos de partidarios de Hébert y cíe Danton que aún
quedaban; también solicitaron el apoyo de los moderados* del Lla
no, el único que podía darles los efectivos suficientes para ganar;
pero aquí reinaba la masonería y la fiesta del Ser Supremo había
ganado a todos los masones fieles, como Boissy d’Anglas* Durand-
Maillane, etc., para la política y la persona de Robespierre, en
quien reconocían a su maestro. No lo iban a abandonar sin razones
serias, y el miedo que hacía temblar a los conjurados no les parecía
un motivo suficiente.
Por su parteólos Comités vacilaban en romper con el Incorrup
tible; pasaba por ser el emblema y la encarnación de la Revolución,
se conocía su inmensa reputación en Francia y fuera de Francia;
además, había la costumbre de obedecerle. Con cierta habilidad él
era capaz de reunir a todos los vacilantes; pero, si bien era un tri
buno y un político genial, carecía de las cualidades del jefe de
Estado: ni las finanzas, ni el ejército le interesaban; había dejado
que se le escapara de las manos la dirección de una y otra cosa;
que ahora estaban en poder de dos enemigos temibles, ya que su
valor suscitaba la estima de todo el mundo: Cambon y Carnot. Tam
poco tenía con él sólidamente a la policía, que seguía siendo con
trolada por el Comité de Seguridad General, por lo menos en parte,
ñi a la Oficina de Política General, de la que no se ocupaba bas
tante y que el mismo Saint-Just había dejado un poco bajo la influen
cia del Comité de Seguridad General: por este lado también había
peligros. Uno tras otro, las cartas de triunfo en el tremendo juego
se le escapaban, mientras meditaba su gran golpe y reflexionaba
en la posibilidad de negociar una paz general que, a través de emi
sarios secretos, le era sugerida por Austria e Inglaterra (y tal vez;
479
por Prusia). Se le atribuían ideas de restauración; no ha dejado
ninguna confidencia en este sentido, pero muchas veces dio mues
tras de su preferencia por un poder fuerte que se ejerce sobre un
país disciplinado. Seguía meditando, pues, tomado entre el entusias
mo de sus esperanzas, el furor de sus repugnancias y la dulzura de
dejarse llevar por su destino.
Sus enemigos actuaban: el 9 de julio, Vadier, en nombre de los
dos grandes Comités, hizo votar un decreto que ponía en libertad
provisional a “los labriegos, los peones, los sembradores, los cer
veceros y artesanos de profesión” detenidos en las cárceles de las
aldeas, decreto que contravenía la ley del 22 pradial. De este modo,
los enemigos de Robespierre señalaban concretamente al público
francés su voluntad de retornar a condiciones más normales; al
mismo tiempo, se le adelantaban en el efecto sobre la opinión pú
blica. Irritado por esta infracción a las leyes votadas y por esta
triquiñuela, Robespierre se quejó en el Club de los Jacobinos: “Se
quiere desprestigiar al Tribunal revolucionario para que los cons
piradores respiren en paz”, exclamó. Poco después hizo expulsar
del Club a Dubois-Crancé, y lanzó una amenaza directa contra
Barére, que se apresuró a reconciliarse con él, no sin preguntarse
antes si no había otra solución. Entonces empezaron a circular por
la Convención y entre el público mil rumores, que testimoniaban
estas luchas sordas; los espías y agentes extranjeros que pululaban
en París, pese a la policía, cóntrapólicía y anexos dé todo tipo,
informaban a sus gobiernos; todos cifraban sus esperanzas en Ro
bespierre, pues él era el único capaz de establecer una dictadura,
y la totalidad de Europa (salvo Inglaterra) sólo esperaba, como
hemos dicho, que Francia tuviera un gobierno sólido para recon
ciliarse con ella.
Los días pasaban y la atmósfera se volvía cada vez más tensa;
en París se había festejado la victoria de Fleurüs, que apartaba
cualquier peligro de la frontera Norte y nos entregaba Bélgica. Se
respiró, pero hubo entonces mucha más irritación contra el inso
portable yugo que imponían los revolucionarios y su horrible Tri
bunal a todos los franceses. En la Asamblea y en los Comités la
tensión había llegado á un paroxismo insoportable. Había indig
nación contra Robespierre; los más prudentes pensaban con Ba
rére:-“Este Robespierre es insaciable y, como no sé háce todo lo
que él quiere, es necesario que rompa con nosotros. Si nos hablara
480
de Thuriot, Guffroy, Rovére, Lecointre, Pañis, Cambon, de Mo-
nestier, que ha vejado a toda mi familia y a toda la secuela dan-
tonista, podríamos entendernos; que pida las cabezas de Tallien,
Bourdon de l’Oise, Legendre, Fréron, es comprensible; pero'Duvál,
Audoin, Léonard Bourdon, Vadier, Vouland, es imposible aceptar
esto. . . ” Robespierre había olvidado que por lo general se puede
lograr de los mediocres que sacrifiquen alegremente a aquellos que
consideran sus superiores, pero que los mediocres se indignan dé
que se decapite a hombres como ellos, de su nivel y de su medio:
esto los afecta muy de cerca y se sienten amenazados de modo
directo. Los enemigos de Robespierre, por una parte, y él, por la
otra, pasaron días-atroces, pues la Revolución había destruido todos
los vínculos naturales, y los hombres ya no sabían a quién unirse en
esta hora en que tenían que sacrificar a sus enemigos o a su jefe;
él mismo se hallaba en el fondo de un abismo de ansiedad, en el
momento en que habría de cometer el acto que determinaría pará
siempre su suerte. Tanto sufría que demostraba una acritud torpe
y una pasividad peligrosa.
Había que terminar; el Comité de Salud Pública, deseando ál
parecer un acercamiento con Robespierre, lo convocó para úna
reunión de los dos Comités; se quería enviar a la Convención úfl
informe “sobre los medios de hacer cesar la calumnia y la opresión
que se han querido Utilizar contra los patriotas más ardientes”. Se
trataba aquí de una mano tendida en dirección a Robespierre, y
Saint-Just anhelaba servir de intermediario, tal vez de árbitro. Ro
bespierre no concurrió. Al día siguiente, 5 termidor, se hizo al
fin presente; Saint-Just, en medio de un silencio incómodo, rogó a
sus colegas “que se explicaran con franqueza”. Billaud-Varenne
tuvo un gesto amistoso: “Somos tus amigos —dijo a Robespierre^;
siempre hemos marchado juntos”. No parece que esto haya con
vencido al Incorruptible, ni que se haya franqueado, pero al menos
se logró ponerse de acuerdo para confiar a Saint-Just, que así lo
deseaba, el encargo de redactar un informe para la Convención.
Saint-Just quiso hacer algo mejor; en ün discurso franco, puso a
sus colegas ante la realidad: “Ciudadanos: tengo siniestros presa
gios. . . El mal ha llegado al colmo; estáis en la más completa
anarquía de los poderes y de las voluntades; la Convención inunda
a Francia con leyes que no se ejecutan y que a menudo son ineje
cutables. Los representantes que se envían a los ejércitos disponen
481
a su arbitrio de la fortuna republicana y de nuestros destinos mi
litares. Los representantes en misión usurpan todos los poderes, ha
cen las leyes y acumulan oro, al cual sustituyen con asignados.
¿Gomo regularizar este desorden político y legislativo?” Ante el
silencio de los oyentes, sugirió dos remedios y únicamente dos: la
dictadura, o unos censores que habrían de dominar y guiar a los go
bernantes. La propuesta molestó a todos los oyentes y en primer
lugar a Robespierre. Saint-Just había tocado el punto justo que ha
bría de hacer que estos hombres divididos le respondieran. Se se
pararon un poco más inquietos, un poco más irritados; a partir de
ese día el conflicto fue inevitable.
Enfurecido contra los dos Comités, el tribuno no ocultó ya su
cólera, que reveló a Barras y a otros; pero éstos le respondieron
aislándolo; dos veces decidieron enviar a los ejércitos, como re
presentante, a su mejor amigo, Couthon, que se negó a obedecer;
lo que es aún más grave, la decisión del 19 mesidór (7 de julio),
suprimiendo el Comité de Vigilancia de París, destruyó el órgano
que coordinaba las actividades de las secciones y les servía de in
térprete ante el gobierno. Las armas de este Comité fueron entre
gadas al Comité de Salud Pública por una orden del 2 termidor
(18 de julio), que firmó Saint-Just junto con Carnot y Billaud-
Varenne. En ese momento corrió el rumor que el Comité de Salud
Pública negociaba la páz con el enemigo. Robespierre ya no pudo
retroceder; el peligro de ser eliminado, aherrojado, reducido a la
impotencia fue demasiado grande. El 8 termidor (26 de julio) la
Convención estaba en pleno cuando el Incorruptible subió a la tri
buna para pronunciar el discurso decisivo. ¡Ay!, su larga expo
sición se parece más a una homilía agriada que a un discurso sen
sato. Se queja de no haber sido consultado desde hace seis semanas,
ataca a varios miembros del Comité de Seguridad General, des
pués denuncia con violencia a Cambon, culpable de haber “deso-
ládó a los ciudadanos poco afortunados... y multiplicado los des
contentos” ; y finalmente, después de haberse expresado altanera
mente sobre el caso de Catherine Théot y el culto del Ser Supremo,
invocó al pueblo: “Pueblo, recuerda que si en la República la jus
ticia no reina junto con un imperio absoluto, ¡la libertad no es
niás que un nombre vano. . . ! ¡Recuerda que existe en tu seno una
coalición de bribones que luchan contra la virtud pública. . . ! ¡Re
cuerda que tus enemigos quieren sacrificarte a esta catervá de bri-
482
bones!” Al hablar así se tuvo la impresión de que apelaba a los
suburbios contra los diputados, y como la gente empezó a pregun
tarse: “¿Contra quién se las ha tomado?”, Robespierre exclamó:
“¿Cómo es posible soportar el suplicio de asistir a esta horrible su
cesión de traidores que tienen más o menos habilidad para ocultar
sus repugnantes armas bajo el velo de la virtud e incluso de la amis
tad?” Su requisitoria lo lleva a solicitar el castigo de los traido
res, la depuración del Comité, su subordinación al Comité de Sa
lud Pública, la depuración de éste y el establecimiento de una uni
dad de gobierno bajo la autoridad suprema de la Convención.
Ha hablado dos horas. Lo aplauden; los numerosos hombres
que ha amenazado vacilan antes de contestar. Se vóta la impresiórt
del discurso y su envío a todas las comunas. Después Vadier hace
su exposición con incomodidad y se refiere de nuevo al caso de
Catherine Théot. Entonces, bruscamente, Cambon lo interrumpe:
“Yo también pido la palabra. . . Antes de ser deshonrado, hablaré
a Francia”. Se defiende con precisión; después, extendiendo el
brazo, señala con el dedo a Robespierre y exclama: “¡Ya es hora
de decir toda la verdad: un sólo hombre paraliza la voluntad dé
la Convención Nacional, este hombre es el que acaba de pronunciar
un discurso, es Robespierre! Juzgad, pues”. A su vez, el Incorrup
tible habla, pero con cierta inhibición; aquella agresión lo tras
torna; repite, con voz apagada, lo que ya ha dicho. Billaud-Va-
renne aprovecha para atacar a su vez, y después Pañis lo interroga
sobre sus “listas de proscripción”. Indignado al verse interpelado
por uno de sus antiguos secuaces, Robespierre responde con alta
nería, pero el hechizo está roto; de todos lados se vuelven contra
él; Bentabole, Charlier, Amar, Thirion, el mismo Barére, que siente
que cambia el viento, lo atacan; la Convención deja sin efecto el
decreto de envío del discurso a las comunas y la sesión termina con
el primer fracaso parlamentario de Robespierre.
Esa noche corre al Club de los Jacobinos; allí triunfa fácil
mente sobre Collot y Billaud, que han ido a disputarle su feudo
y el Club entero aplaude a Couthori cuando propone citar a la barra
del Club a los conspiradores, enemigos del maestro, juzgarlos, con
vencerlos y eliminarlos. El llamado al pueblo se precisa. Se grita:
“¡Los conspiradores a la guillotina!” A medianoche se separan,
llenos de entusiasmo, sin haber hecho nada. Pero en las calles la
multitud grita: “ ¡Queremos un treinta y uno de mayo!” Payan y
483
Hanriot están trabajando. Se ordena armarse a las secciones fieles
y estar preparadas; se echa mano de todos los cañones disponibles
y en la noche de verano, mientras los diputados amenazados asedian
en vano el Comité de Salud Pública, que se reserva; Saint-Just, si
lencioso todo el día, redacta un gran discurso-informé, con el cual
espera salvarlo todo, dominarlo todo. Saint-Just se niega a mostrar
ninguna parte de éste a sus colegas que, suspicaces, se alejan de él
para siempre. A las 5 de la mañana desaparece y se va a andar
a caballo. El Comité delibera sobre las medidas a tomar; quiere
privar a Robespierre del apoyo de las secciones y prepara una pro
clama a los parisienses, denunciándolo. Llegan mientras tanto in
formes inquietantes y ofrecimientos de colaboración. Toda la no
che los diputados señalados para la muerte circulan, sacuden a sus
colegas, les juran que también ellos están en la “lista”. En casa de
Sieyès, finalmente, se celebra un pacto entre los enertiigos de Ro
bespierre y el Llano, a condición de abolir el Terror —-qúe el país
ya no quiere— y las leyes de ventoso, que amenazan a los ricos.
Todos sus amigos rodean á Robespierre -—los Payan, los Fleu-
riot-Lescot, los Coffinhal—,1o incitan a atacàr, a dar un golpe de
Estado ; los soldados de Hanriot bastan pará clausurar los Comités
e intimidar a la Convención. Robespierre se niega ; quiere proceder
con legalidad; nunca ha hecho o dirigido directamente ún movi
miento revolucionario; antes le ha bastado con ordenarlos; hoy no
quiere ponerse a la tarea, y sin duda no puede hacerlo. Esto le pa
rece una claudicación indigna. Vuelve a la calle Saint-Honoré, a
casa de suS amigos Duplay, y duerme tranquilamente.
El 9 termidor por la mañana, en la Convención, Saint-Just, ves
tido con un hermoso traje de gamuza y argollas de oro en las
orejas, sube a la tribuna y se dispone a leer su informe, pero la
sala tumultuosa rumorea. Inmediatamente comienza la obstrucción:
Tallien, después Billaud-Varenne, a quien Gollot, el presidente ese
día, da la palabra, le impiden hablar. Billaud denuncia a los jaco
binos, después a Robespierre, y exclama: “¡Abajo el tirano!” En la
Convención resuena el grito. Tallien grita más alto que todos y
trata de que aumente la tormenta. Hace votar la detención del co
mandante robespierrista de la Guardia Nacional, Hanriot; se añade
la.de Dumas; Robespierre trata vanamente de hacerse oír; le nie
gan la palabra; la Montaña y el Llano lo acosan; finalmente, des
pués de una larga y sórdida escena de confusión, se vota la de-
484
tención de Maximilien, de su hermano Augustin y de sus amigos
Couthon, Saint-Just y Le Bas. Son las 2 de la tarde. Se los llevan,
mientras que un ujier los acompaña, llevando sobre la espalda a
Gouthon, seguido por su perrito, el único que se mantiene en
forma.
Le queda a Robespierre, vencido por la Convención y en los
Comités, la esperanza de una sublevación instigada por la Comuna.
Un año atrás esto se hubiera logrado; a fines de julio de 1794 ya
es demasiado tarde. Las turbas de París han comprendido y ya no
están dispuestas a arriesgar sus vidas en una aventura política. Tan
sólo algunos funcionarios, fieles al amo, se agitan: el alcalde Fleu-
riot-Lescot y el agente nacional Payan declaran a la Comuna en es*
tado de insurrección, exhortan a sus colegas a la batalla, redactan
una proclama para levantar al pueblo; finalmente ordenan la clau
sura de las barreras, hacen tocar las campanas a rebato y llaman
a alarma en las secciones. También advierten al Club de los Ja
cobinos para que use todas sus fuerzas én favor del tribuno. Han-
riot, por su parte, convoca a los jefes de legión y les ordena que
envíen a la plaza de Grève 400 hombres cada una y dos escua
drones de gendarmes a caballo. Los administradores policiales,
buenos descamisados, prohíben a su personal aceptar a nadie en
las cárceles.
Por su parte, los Comités ordenan el arresto de Hanriot. La Con
vención notifica a lós jefes de sección una orden de presentarse
ante la Asamblea y después levanta sesión a las cuatro. En la ciu
dad reina un desorden indescriptible; en nombre de la Convención
detienen a Payan ; Hanriot lo libera en nombre de la Comuna; se
detiene a Hanriot en nombre nel Comité de Salud Pública; entonces
Hanriot hace poner presos a sus futuros carceleros. Robespierre,
rechazado en todas las cárceles, termina por ir al Ayuntamiento, en
donde es aclamado. Hanriot se esfuerza por sublevar a los subur
bios, que no lo siguen; después, con una pequeña tropa, ataca al
hotel de Brionne, en donde funciona el Comité de Seguridad Ge
neral; quiere arrancar de allí a sus amigos, a quienes no encuentra,
y se hace arrestar por los gendarmes de turno. Pañis redacta una
nota a favor de Robespierre y la Comuna se apresura a difundirla
por todo París. Finalmente una columna armada, dirigida por el
ruidoso juez Coffinhal, marcha contra los Comités; con los 400
hombres de la sección de los Amigos de. la Patria, seis compañías
485
de artilleros y cincuenta gendarmes a caballo se apodera del hotel
de Brionne, libera a Hanriot y se pone bajo sus órdenes.
Hanriot se conduce entonces como un imbécil —o como un
agente doble; tiene la Asamblea a su merced; pero no la ataca y
se dirige a la Comuna. La Convención, reunida desde las siete de
la tarde, no se mueve. Después, advertida del peligro, declara estar
dispuesta a morir por la Patria. Finalmente, tranquilizados por la
partida de Hanriot y de sus tropas, los convencionales declaran
fuera de la ley a él y a los oficiales municipales que se han re
belado contra los decretos; asimismo encargan a un determinado
número de diputados, en particular a Barras y a Léonard Bourdon,
que ataquen con las secciones el Hôtel de Ville, en donde se ha
refugiado Robespierre. En un principio el Incorruptible se había
negado a hacerlo, prefiriendo obedecer las órdenes de la Conven
ción, pero sus amigos lo convencieron. Uno tras otro, los cuatro
jefes robespierristas y su héroe llegan al Hôtel de Ville entre las
nueve y las once de la noche.
En la Comuna, Coffinhal declama una queja contra el Comité
de Seguridad General. Se habla, se hacen planes ; Saint-Just se aísla,
parece despreciar esta turba, este desorden y su propio destino, ya
quebrado; Robespierre perora un discurso; después pasa a la sala
del Comité ejecutivo, donde siempre se habla, mientras que, en la
plaza, los hombres armados esperan órdenes. No se llega a un
acuerdo. Payan, poco prudente, ha leído al Consejo General el de
creto de la Convención que pone fuera de la ley a la Comuna y a
todos los diputados presentes en la sesión; estas palabras producen
el vacío en las tribunas y en la sala. Hacia las dos de la madrugada
una delegación de jacobinos trae sus saludos y pregunta qué ocurre;
ellos también hablan mucho. Se intercambian discursos.
¿ Cansados de ,esperar, la caballería y la gendarmería cambian
de sitio; así, la Comuna se ve frente a un gran peligro; y cuando
Léonard Bourdon se aproxima con su columna, le es fácil introdu
cirse en el Hôtel de Ville por una puertita, en compañía de al
gunos gendarmes. Después de un encontronazo bastante duro en el
corredor, Bourdon y sus gendarmes llegan a la pequeña habitación
eaa donde está Robespierre; se hace un disparo que lo hiere en la
garganta. Después llega Barras con sus soldados y se produce el
desbande: Robespierre el joven, al querer escapar, se tira del pri
mer piso del Hôtel de Ville y se fractura la pelvis; Couthpn, em-
486
pujado, cae por la escalera y se hiere en la frente. Coffinhal, que
supone una traición de Hanriot, lo arroja por la ventana; el general
cae sobre un montón de basura; lo encuentran finalmente: está
jadeante.
Un representante lee los decretos de la Convención a la turba;
las tropas gubernamentales ocupan el Hotel de Ville, se detiene a
Robespierre, que tiene dolores atroces, a Saint-Just, siempre impa
sible, y a todos sus partidarios. Llevan a Robespierre y a los otros
tres réprobos (pues Le Bas se ha suicidado, al parecer) a la sala
de audiencia del Comité; se los atiende un poco, a fin de poderlos
decapitar. El destino quiso que estos hombres, fuente de tantos su
frimientos, conocieran el paroxismo del sufrimiento.
Son llevados esa mañana a la Conserjería; después, hacia me
diodía, son “juzgados”. A las seis de la tarde, en tres carretas mu
grientas son conducidos al patíbulo con 18 de sus partidarios. El
público, en masa, los mira, los injuria y los veja. ¿Ve ahora Ro
bespierre a ese pueblo, “naturalmente tan bueno” ? Couthon, Ro
bespierre el joven, Hanriot, con un ojo que le cuelga sobre la
mejilla, finalmente Maximilien, suben todos a la guillotina; antes
de cortarle la cabeza el verdugo le arranca la venda y la mandíbula
ensangrentada queda colgando: el dolor intenso le arranca un ala
rido. Después muere bajo la cuchilla.
Una inmensa alegría se propaga por París.
487
•' ; î
Libro Séptimo
EPILOGO
DE LA REVOLUCION DE LOS PODRIDOS A
LA REVOLUCION MILITAR Y A WATERLOO
Robespierré sucumbió abrumado por los podridos, pero también
por el odio que todo el país sentía por él. ¿Acaso no quería con
tinuar la Revolución y mantener el Terror? Los termidorianos qub
sieron detenerlo para gozar en paz de los resultados adquiridos;
las masas anhelaban respirar y trabajar.
Para aplastar al tirano, los termidorianos debieron unirse con
el Llano, que ya no quería más sangre. De esta manera, por las
buenas o por las malas, debieron transformar al Tribunal revolu
cionario, abrir las prisiones y abolir las leyes de proscripción; al
mismo tiempo, por prudencia, se decapitó a los amigos de Robes-
pierre, se desmanteló el Comité de Salud Pública, se clausuró el
Club de los Jacobinos, que no resistió, y los clubes provinciales de
saparecieron, barridos por el rencor general. Quedaron suspendidas
las subvenciones votadas a los miembros de las secciones de París,
que perdieron inmediatamente toda su influencia. Finalmente se
abolió la Comuna de París y el máximo.
Todas estas medidas, bien vistas en el país, se realizaron sin
dificultades, pero gobernar seguía siendo una tarea ardua. El Es
tado impotente y desorganizado, los consejos debilitados, la Con
vención dividida, la administración embrionaria no sabían qué ha
cer; en setiembre de 1794 los gastos fueron de 244 millones y
las entradas de 43; el asignado bajó hasta la quinta parte de su
valor nominal; las necesidades no dejaban de aumentar y los me
dios disminuían: todo anunciaba nuevas catástrofes. París, mise
rable y mal abastecido, prestaba un oído atento a las incitaciones
de los antiguos jacobinos; se reclamaban legumbres secas, azúcar,
aceite, leña, carbón; los amotinamientos de marzo de 1795 ame
nazaron al poder y la vida misma de los convencionales; el l 9 de
abril, después el 20 de mayo, la Asamblea fue invadida por las
turbas. Y sólo pudo salvarse por la presencia de ánimo de algunos
diputados; por las matracas de algunos petimetres, dichosos de
golpear a los revolucionarios, y la torpeza de sus enemigos. Los
jacobinos carecían de jefes y de dinero.
491
Los termidorianos, que acababan de castigar a los “montañeses”
más crueles, se libraron de los últimos tribunos extremistas, Billaud-
Varenne, Collot d’Herbois y sus secuaces; después suprimieron las
instituciones jacobinas: la persecución religiosa (reemplazada en
principio por la libertad de cultos, el 21 de febrero de 1795), el
Tribunal revolucionario (el 31 de mayo de 1795). De esta ma
nera se creía ganar a la clase media. Pero los termidorianos se
apoyaban sobre todo en el ejército, siempre patriota y cuyas victo
rias permitían imponer armisticios ventajosos a Prusia (Basilea,
5 de abril de 1795), a Holanda (que rescataron, 16 de mayo
de 1795), a España (obligada a ceder Santo Domingo y a conver
tirse en aliada de Francia en el verano de 1795). Únicamente
combatían aún Austria e Inglaterra.
EJ país se regocijó con estos tratados, pero aún no veía los
beneficios; la vida económica seguía en un estado caótico. Por otra,
parte, la Convención no podía contar más que con los compradores
de bienes nacionales, los beneficiarios de la Revolución y la franc
masonería. Ésta se reorganizaba, reabría sus logias y reagrupaba
sus tropas, gracias a la actividad de uno de sus antiguos dignata
rios, Roettiers de Montaleu, quien se expresaba y obraba princi-.
pálmente por medio de la revista La Décade Philosophique, cuyos
principales redactores pertenecían a sus cuadros y que servían de
punto de encuentro de los revolucionarios termidorianos, que se
reunían en el salón masónico de madame Helvetius, en Passy, don
de pontificaban Cabanis, Daunou y todos esos masones-filósofos
a los cuales empezaban a llamar “ideólogos”.
Estos hombres dirigían la Convención, que votó casi sin debates
el proyecto de Daunou relativo a la instrucción pública (creación
de la Escuela Politécnica, de escuelas de servicios públicos, de un
Instituto Nacional de Ciencias y de Artes y de un Museo de Arte y
Arqueología). Este grupo trazó asimismo la Constitución de 1795,
obra de espíritus ingeniosos, movidos por el odio contra la tiranía,
el miedo al pueblo y la confianza:en los ricos. Esta Constitución
imponía un Ejecutivo formado por cinco directores encargados de
elegir ministros irresponsables y de gobernar, sin ocuparse de las
finanzas. Los Consejos los escogían, mientras que los propietarios
elegían a los Consejos, los jueces, y los funcionarios municipales
y departamentales. Cada año se elegía por suertes el nombre de
un director, que debía retirarse. De los dos Consejos, elegidos por
492
tres años y renovables en un tercio, había uno, los Quinientos, que
preparaba las leyes y otro, los Ancianos (en número de 150), qué
las aceptaba o rechazaba, pero sin poder modificarlas. Se habían
tomado grandes precauciones para evitar las rivalidades, las inter
ferencias y la dictadura.
Semejante sistema podía encantar a los teóricos, pero no era
conveniente para un pueblo fatigado de política y que se hábía vuel
to escéptico. Los realistas, que formaban la mayoría del país, fue
ron los más decepcionados. No poseían una fuerte organización^
ni un partido centralizado; su pretendiente, Monseñor o Luis XVIIL
como empezaban a llamarlo, no tenía dinero, ni tropas, que las
potencias le negaban, ni popularidad, pues sus antiguas intrigas
contra su hermano y su cuñada lo habían hecho odioso. La Vendée,
después del esfuerzo de pacificación realizado por la Convención;
acababa de emprender de nuevo un combate sin esperanzas. En
Quiberon, el desembarco de emigrados terminó en un desastre
(20 de julio de 1795), en el cual pereció el heroico Sombreuil.
A pesar de todos estos fracasos, los realistas sabían que la obra
absurda de la Convención no iba a durar. El abuso de poder de
los termidorianos, que impusieron la reelección de dos tercios de
su gente en los nuevos Consejos, terminó por volver lá cósa intO:
lerable. ■ '1 b
Las secciones de París, armadas y dirigidas por un estado ma
yor realista, se sublevaron contra la Convención; en un primer mo
mento ésta aflojó y luego, recobrándose, pidió socorro a las antñ
guas tropas jacobinas y a un ámigo de Robespierre, el général Bo-
naparte. El diputado Barras organizó la resistencia y Bonaparte
hizo cañonear a los insurrectos, que se desbandaron después de
luchar valientemente (13 vendimiarlo, 4 de octubre de 1795). El
•orden revolucionario triunfaba y el desorden continuó reinando en
Francia. • 1
Los cinco directores, con sus penachos y sus colorinches, pre
sidían; tres de ellos eran hombres mediocres; los otros eran Carnot;
un gran organizador, dedicado a la guerra, y Barras, un cínico
que no carecía de astucia ni de intuición y que las utilizaba para
gobernar. Sus colegas tenían necesidad de todas sus cuálidades y
de todos sus defectos para salir de la situación inti incada en qué
se encontraban. Gobernaban para una minoría, que no quería com
prometerse, y contra una mayoría católica y realista, pero también
493
contra los elementos activos, sinceros y valerosos del patrido revo
lucionario. Para mantenerse, el Directorio debió proceder a una
serie de golpes de fuerza, tanto de izquierda como de derecha; vivía
ae las enormes redadas que operaban sus ejércitos en los países
ocupados o conquistados: Italia, Holanda, Alemania Occidental en
particular. Insultado por los diarios realistas, que renacían por
todos lados, despreciado por los periódicos jacobinos y sostenido
sólo por las gacetas que él mismo pagaba, el Directorio tuvo una
existencia difícil y contrastada, la vergüenza del banquero en ban
carrota, incapaz de pagar sus deudas, y la gloria del vencedor
cuyos ejércitos dominaban Europa.
Algunos realistas constitucionales comprendieron la situación
y la utilizaron astutamente en contra del Directorio; J. P. d’André
(antiguo amigo de La Fayette) creó por todas partes “Institutos
Filantrópicos”, que bajo su nombre anodino y masónico agrupaban
a realistas, contrarrevolucionarios y descontentos de toda clase. Un
agente inglés en Berna, Wickham, les enviaba las sumas necesarias
para la propaganda y sus actividades. En estas condicióneselas
elecciones de la primavera de 1797 señalaron el triunfo de los
“Institutos Filantrópicos”, con una excepción: d’André no fue ele
gido. Esto bastó para echarlo todo a perder. A pesar de la entrada
de Barthélemy en el Directorio, a pesar del sordo apoyo de Carnot
y las combinaciones de Pichegru, los realistas, sin jefe, maniobra
ron mal y fracasaron el 4 de setiembre de 1797, cuando Barras
envió al ejército, convocado a este efecto, que detuviera a los tri
bunos de la mayoría. Mezclados con los sacerdotes no juramentados
se los envió a Sinamari (Guayana), en donde la mayoría pereció.
La operación produjo un mal efecto en Francia y en el extran
jero, pero a los directores esto les importaba poco; de marzo de
1796 a abril de 1797, Barras fletó a Bonaparte a Italia para li
brarse de sus inoportunas ambiciones y obtener dinero para el Di
rectorio, siempre necesitado de recursos. Bonaparte destruyó todos
los ejércitos austríacos en una serie de brillantes victorias, ocupó
el Norte de Italia, una de las regiones más ricas de Europa, colmó
a sus tropas de placeres y al Directorio de millones. Finalmente
franqueó los Alpes y obligó al emperador a pedir la paz (Paz de
Léoben, 18 de abril). Una vez más el Directorio pareció inamo
vible. Sin embargo, tomó medidas para poner a Bonaparte a un
lado. Éste, enriquecido y embriagado por el triunfo, quería ingre-
494
sar al Directorio, y ya se adivinaba que no iba a parar ahí. Barras*
siempre oficioso, supo demostrarle que la pera aún no estaba ma
dura, pero que el Oriente ofrecía ocasión de una nueva apoteosis,
después de lo cual nadie iba a poder negarle nada. Gracias a los
tesoros de Friburgo y de Berna, que fueron invadidas a este efecto*
se le pudo dar un ejército bien equipado. Después, con un suspiro-
dé alivio, lo embarcaron para Egipto (19 de mayo de 1798); Bo-
ñaparte llevaba con él las mejores tropas dé la República y dejaba
a los directores la esperanza de desembarazarse de él para siempre:
De todos modos les quedaba otra preocupación: la falta de
dinero, su constante problema. Habían intentado todo: empréstito-
forzado (1796), nuevas emisiones de asignados por billones, ban
carrota de los dos tercios (cortésmente llamada “Tercio consoli
dado”, en 1797). En vano; la actividad industrial y comercial se
guía disminuyendo, el dinero se escondía y todos los subterfugios
de nada valían. Incluso se intentó una reforma fiscal, adoptando
una serie de impuestos directos e indirectos, pero los impuestos no
entraban; sin embargo, hacía falta fondos para sostener a la asis
tencia pública renovada y a las “Escuelas Centrales” (liceos), que
acababan de crearse. En medio de estas dificultades fue menester
falsear los resultados electorales para tener à raya a la mayoría
republicana, demasiado emprendedora (primavera de 1797). Però
los consejos, dirigidos por jacobinos, reaccionaron y preténdieron
tomar las riendas del Estado; con ayuda de Barras, expulsaron á
dos directores impopulares y los reemplazaron por dos figurantes
(fines de mayo de 1798). Mientras que los gobernantes franceses
se peleaban de este modo, una nueva coalición se formaba contra
el país entre las naciones que se habían indignado por la invasión
de Suiza en plena paz y la escandalosa ruptura de las relaciones
franco-americanas, debida a las bribonadas de Talleyrand, que in
tentaba extorsionar a todos los amigos y aliados de Francia para
sacar dinero. La ausencia de Bonaparte envalentonaba a los ene
migos de Francia. Se supo entonces, en diciembre de 1798, que
Inglaterra, Austria, Prusia, Turquía y Nápoles se disponían a ata
car. En un primer momento tuvieron éxitos en todos los terrenos;
dirigidos por los generales de genio, Kutuzov y Suvarov, las tropas
rusas rehazaron a los franceses fuera de Italia, mientras los ingle
ses desembarcaban en el Norte de Holanda.
Ante el peligro, los directores estaban impotentes y divididos;
495
como es sabido, tres de ellos eran unos imbéciles; Barras, a fuerza
de astucias, ya no podía contar con nadie y nadie contaba con él.
Inclusive llegó a no contar para nada. Sieyès era dueño de la si
tuación. Elegido recientemente para el Directorio, participaba con
el pueblo francés en su desprecio por este régimen de sangre, de
lodo y de vergüenza, que además era lo bástante estúpido para
no rendirle los honores que se le debían, según su opinión. Por
lo tanto, Sieyès preparó un golpe de Estado, pero, como su na*
turaleza era muy cobarde, quiso esconderse detrás de un general
que diera y recibiera los golpes. Eligió a Joubert, un muchacho
simpático y un buen soldado, que se dejó vencer y matar en NoVi
(15 de agosto de 1799). Había que empezar de nuevo. Aunque
la victoria de Bruné en Bergen había rechazado a los ingleses hasta
el mar, y aunque Massena logró vencer y desorganizar al ejército
ruso en Zurich (25 al 29 de setiembre de 1799), París seguía in
quieto, agitado, descontento*
Así, el regreso de Bonaparte, que desembarcó en Fréjus el 9
de octubre, pareció providencial. Olvidaron que su flota habíá sido
destruida por Nelson y que su ejército había quedado en Egipto,
donde estaba arrinconado y amenazado por la capitulación: dos
duros fracasos para Francia. Sólo vieron las brazadas de banderas
traídas por el general, sus boletines victoriosos y su mameluco.
Desde su llegada a París todas las intrigas convergieron hacia élí
Ayudado por sus dos hermanos, José y Luciano, cuya presencia
en los consejos le «ra preciosa, y por el conjunto de generales, Bo*
ñaparte no tuvo ninguna dificultad ni peligro en derrocar al Di
rectorio y ocupar su lugar (18 y 19 brumario, 9 y 10 de noviembre
dé 1799). En la ruta, cerca de Valence, había hecho monerías a
los cardenales de la comitiva de Pío VI, víctima dé las violencias
del Directorio. En París se rodeó de francmasones: los del Insti
tuto y los de La Décade Philosophique. Gracias a esta doble pre
caución, a la ayuda eficaz de los masones y al apoyo sordo de los
católicos, logró instalarse como Primer Cónsul entre dos persona
jes descoloridos, tras haber arrojado a Sieyès y a Barras huesos
bien dorados para roer. La Revolución, antes de llegar a là ban
carrota, caía en manos del ejército. Robespierre había previsto
acertadamente.
Y también Luis XVI, cuándo predijo en 1787 a los prelados y
a los grandes señores de la oposición que corrían a su pérdida. Al
496
aceptar los “principios filosóficos" y las consignas masónicas, la
alta nobleza francesa se suicidó. Su doble maniobra: impedir en uñ
primer tiempo, por interés, toda reforma, y luego, por ambición,
exigir inmensas reformas y exagerarlas, desencadenó la Revolución,
que la destruyó. Muchos burgueses, muchos masones perecieron al
mismo tiempo, pero la burguesía sobrevivió, pues era necesaria para
dar cuadros a la Nación, y la francmasonería triunfó, aunque de
bió inclinarse ante la suerte y después ante la grandeza de Bo-
naparte.
Éste desplegó un genio maravilloso; las ruinas dispersas en
Francia, los partidos agotados, la fatiga del pueblo le permitieron
actuar con libertad; lo aprovechó para reconstruir el Estado a su
manera, siguiendo líneas que se parecieron a menudo a lo que de
seaba hacer Luis XVI, pero el general insistió en su autoridad, que
quería soberana, y en la obediencia de sus subordinados, que qui
so ciega.
Con un lúcido golpe de vista, se dio cuenta lo que era posible
desde el punto de vista de la opinión y lo que era necesario aten
diendo a las circunstancias y a la realidad. De 1799 a 1804 re
construyó el cuadro de la vida pública francesa; estableció el
equilibrio entre la masonería, por una parte, a la cual dio vía li
bre en el terreno de la educación y en la vida intelectual, con
medidas que prolongaron las de la Revolución, y colocando al
masón Fontanes como Gran Maestre de la instrucción pública, y
por otra parte con la Iglesia, a la cual, por el concordato de 1802,
devolvió la libertad del culto y la autoridad en materia de moral
y de espiritualidad. A la cabeza de la masonería puso a sus pa
rientes y clientes; a la cabeza de la Iglesia de Francia colocó a sü
tío Fesch. En caso de conflicto, se reservó el arbitraje. Restableció
también las antiguas instituciones de la Francia monárquica, pero
en forma de administraciones. La Iglesia se convirtió en una rueda
del Estado, así como la nueva nobleza fue un vivero para él ejér
cito y un instrumento de gobierno. Lo mismo puede decirse de los
Tribunales, supeditados a una estricta disciplina.
Siguiendo en esto lás tendencias de los gobiernos de Luis XVI
y de la Revolución, racionalizó y regularizó todo; volvió legal él
sistema métrico (1801) ; ayudó a redactar el código que lleva sü
nombre; obró del mismo modo en lo que se refiere a la adminis-
497
tracióndel territorio, y los departamentos quedaron supeditados a
la dirección de prefectos, herederos de los intendentes. De todos
modos, en este punto no imitó a la monarquía. Cuando creó el Im
perio, adoptó más bien la posición de un superprefecto nacional,
no de un rey, cuyo papel religioso se guardó muy bien de retomar/
Había comprendido que la secularización del Estado era el objetivo
esencial de la Revolución y no se atrevió a renegar de él. Tam
poco tocó sus leyes sociales, que garantizaban la propiedad, sea
cual fuere su origen; finalmente retomó los impuestos del Direc
torio, mejorándolos. Sólo es posible admirar su trabajo de síntesis,
tan lógico, tan eficiente, tan coherente, en el cual todo desembocaba
en la persona del Amo.
¡t La obra tenía sólidas cualidades; Francia ha vivido dentro de
este cuadro hasta 1914. Sin embargo, Napoleón desapareció muy
pronto; diez años después del establecimiento del Imperio, fue ba
rrido. Su sistema, bien concebido, superiormente organizado, apli
cado por revolucionarios ahitos y monárquicos ávidos de empleos,
piído prosperar mientras él fue el centro de todo y pudo vigilar, re
glamentar y asegurar el funcionamiento. Pero sus guerras lo estor
baron y echaron todo a perder. Napoleón quería sinceramente la
paz después de Marengo, pero nunca pudo obtenerla; debió pagar
muy caro el error de 1792 y las “conquistas revolucionarias”,
pues Europa, tanto los pueblos como los soberanos, indignados por
todos aquellos robos, todas las infracciones, todas las crueldades
que habían mancillado a la Revolución, se prestó de buen grado
al juego de Inglaterra, empeñada en rebajar a Francia. El aban
dono del sistema de Luis XVI había traído esta situación funesta;
la desaparición de la flota francesa, consecuencia de los desórde
nes de 1789 a 1794, no dejó arma para luchar contra Inglaterra;
y la lucha contra las naciones europeas, que debía recomenzar
.siempre, fue un suicidio.
, Obsesionado por el deseo de vencer, Napoleón tampoco respetó
a la Iglesia, a cuyo Pontífice persiguió cruelmente (1808-1813),
ni a la masonería, que terminó por considerar que su yugo era
intolerable, ni al pueblo francés, harto de sus guerras, furioso al
ver que perdía a sus hijos, consciente del callejón sin salida en que
se encontraba. Una vez que Europa se unió contra él y la mayoría
de süs súbditos lo abandonó, llegó Leipzig, derrota que señaló, en
realidad, el fin del régimen imperial. Su retorno a Francia y los
498
Cien Días fueron un error que puede explicarse por su afición a
la gloria, pero que no podía dar buen resultado. Waterloo fue
menos un desastre nacional que el entierro de un gran capitán. El
entierro costó muy caro a Francia; después de 23 años de guerra
se encontró de nuevo con las fronteras de 1792, deterioradas; en
una población de 25 millones, había perdido un millón y medio
de hombres jóvenes y, tomada entre una Inglaterra enconada y una
Europa hostil, ya no pudo crecer más.
Gracias a estos errores Gran Bretaña gozó durante el siglo xix
de una supremacía política, naval, económica y diplomática iri-
discutida, mientras que Francia continuó y continúa debatiéndose
en los problemas que le ha legado la Revolución. Si las promesas
de 1789 viven aún en el espíritu y en el corazón de las masas fran
cesas, el curso de las circunstancias y la realidad vienen, a inter
valos regulares, a mostrar su vanidad o a transformar su realiza
ción en un infierno insoportable, análogo al que han instalado los
Soviets en Rusia. ¿Por qué razón? Después de quince constitucio
nes, Francia se lo pregunta.
El historiador debe dejar aquí la palabra al filósofo, o al buen
sentido.
499
FUENTES Y PRUEBAS
506
IN D IC E
Pág.
P rólogo ................... .............................................................................................................................. , 9
Libro Primero
LA REVOLUCIÓN FILOSÓFICA
Capítulo Primero
La moda contra la monarquía . . . . . . . . . . , .-. .•*■ .. . . 17
Capítulo II
El instrumento revolucionario de los filósofos . . . . . . . . . . 25
Capítulo III
La filosofía en el poder . . ................. . . . . . . , . . . . 31
Libro II
LA REVOLUCIÓN REAL
Capítulo Primero
El rey hace el balance.................. ........................................................ 45
Capítulo II
El rey intenta una revolución............................................... .... . . .
i
53
Capítulo III
Revolución filosfica o revolución reg ia ............................................. 67
Capítulo IV
Fracaso de la revolución regia .............................................. 79
Libro III
LA REVOLUCIÓN PARLAMENTARIA
Capítulo Primero
El alto clero dirige la revolución . . ......................................... 95
507
Pág.
Capítulo II
Los parlamentos contra la monarquía.............................................. 105
Capítulo III
El recurso de la anarquía............ . .................................................... 117
Libro IV
LA REVOLUCIÓN ORLEANISTA
Capítulo Primero
Monsieur Necker dirige el baile . . . ...................... ! ...................... 135
Capítulo II
Necker frente a la intriga orleanista.................................................. 139
Capítulo III
Orleáns desencadena al tercer Estado . . . ...................................... 153
Capítulo IV
El gran asalto revolucionario.............................................................. 171
Capítulo V
El fracaso de los moderados . . . . ................................................... 185
Capítulo VI
Orleáns juega el gran juego . . . . . . .............................................. 205
Capítulo VII
Derrota de la revolución orleanista . . . . ........................... . . . 219
Libro V
LA REVOLUCIÓN ARISTOCRÁTICA t
Capítulo Primero
Monseñor juega y pierde............................................................ . . . 231
Capítulo II
Los triunviros y su máquina de guerra............................................ 241
Capítulo III
Los triunviros se ponen a la o b r a ................................. .................. 257
Capítulo IV 4
Los triunviros y el extranjero . , ...............................................279
508 M
Pag.
Capítulo V
La revolución religiosa........................................................................ 289
Capítulo VI
El rey rompe con la revolución . ....................................................... 313
Capítulo VII
Se liquida la revolución aristocrática.............................................. 331
Libro VI
LA REVOLUCIÓN DE LOS REVOLUCIONARIOS
Capítulo Primero
Los revolucionarios se instalan . . . ................... ....................... . . 349
Capítulo II
La guerra revolucionaria............................................. ........................ 359
Capítulo III
El sacrificio expiatorio................................................................ .. . . 383
Capítulo IV
Los hermanos enem igos................................................................. . . 413
Capítulo V
La sangre im pura.................................................................................. 431
Capítulo VI
La dictadura de la virtud . . . ] ........................................................ 457
Capítulo VII
Se liquida la revolución de los revolucionarios............................ 469
Libro Vil
EPÍLOGO DE LA REVOLUCIÓN DE LOS PODRIDOS A LA
REVOLUCIÓN MILITAR Y A WATERLOO
Fuentes y pruebas ............................................................. ......................................................... ... . 501
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Este libro se terminó de
imprimir el 21 de junio
de 1967, en los Talleres
“El Gráfico/Impresores”,
Nicaragua 4462, Bs. Aires