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PPI.2 Edad de Oro de Los Padres - Nicea-Calcedonia

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EDAD DE ORO DE LOS PADRES

Con el nombre de Edad de Oro de los Padres se designa el largo período que se abre
con el Concilio de Nicea (año 325) y se concluye con el Concilio de Calcedonia (año
451). Es la época de esplendor en el desarrollo de la liturgia, que cristalizará en los
diversos ritos que conocemos; la época de las grandes controversias teológicas, que
obligan a un profundo estudio de la Revelación y permiten formular dogmáticamente la
fe; la época, en fin, de un gigantesco esfuerzo por la completa evangelización del
mundo antiguo. La fecha de clausura de este período, caracterizado por una gran unidad
entre los dos pulmones de la Iglesia, Oriente y Occidente, es sólo simbólica, ya que el
tránsito al siguiente período, con el progresivo alejamiento entre el cristianismo oriental
y el occidental, se lleva a cabo poco a poco. La caída del Imperio Romano de Occidente
(año 476) a causa de las invasiones bárbaras acentúa aún más este divorcio.

Con la llegada del siglo IV, nuevos panoramas se abren a la vida de la Iglesia. Después
de casi tres siglos de persecuciones (la última, la más cruel, bajo el emperador
Diocleciano, tuvo lugar a caballo entre los siglos III y IV, comienza un largo período de
paz que facilitó extraordinariamente la expansión y desarrollo del Cristianismo. La
fecha clave de este cambio se sitúa en el año 313, cuando el emperador Constantino,
agradecido al Dios de los cristianos por la victoria militar alcanzada en el Puente
Milvio, que le aseguró el dominio del Imperio, promulgó el Edicto de Milán, con el
que quedaron revocadas las leyes contrarias a la Iglesia. A partir de entonces, el
Cristianismo quedaba reconocido como religión y se permitía a sus adeptos trabajar en
las estructuras del Estado. Más tarde, en tiempos del emperador Teodosio (año 380),
que prohibió el culto pagano, el Cristianismo sería declarado religión oficial del
Imperio.

Con la llegada de la paz religiosa, los cristianos pudieron edificar sus propias iglesias.
Con la munificencia de Constantino se levantaron grandes basílicas en Roma (San Juan
de Letrán, San Pedro, San Pablo) y en Palestina (Natividad en Belén, Santo Sepulcro y
Monte de los Olivos, en Jerusalén). Al mismo tiempo, se emprendió la evangelización
progresiva de la gente del campo. El nombre de paganos, con el que aún hoy se designa
a quienes no están bautizados, proviene precisamente de los habitantes de las zonas
rurales (pagi, en latín), que seguían casi en su totalidad la antigua religión. En esta obra
de evangelización destacaron los monjes, que — viviendo como eremitas o en
comunidad — dieron un testimonio elocuente de los ideales cristianos. Se distinguieron,
en Oriente, San Antonio Abad considerado como el fundador del monaquismo, y San
Basilio de Cesárea en Occidente, San Martín de Tours y San Benito.

También fuera de los territorios sometidos al Imperio Romano se propagó con fuerza el
Cristianismo. Pero la onda evangelizadora estuvo condicionada por las divergencias
doctrinales surgidas en este período en torno a los dos misterios centrales de la fe: el de
la Santísima Trinidad y el de la Encarnación. Gracias al trabajo de los Padres de la
Iglesia, y a los Concilios ecuménicos en los que los obispos se reunieron para dilucidar
tan graves cuestiones teológicas, la fe salió indemne y robustecida; pero la expansión de
la Iglesia sufrió retrasos. En efecto, mientras los francos (a finales del siglo IV) y los
irlandeses (en la segunda mitad del siglo V) pasaron directamente del paganismo a la fe
católica, otros pueblos o bien llegaron al Cristianismo en su forma arriana, o bien se
separaron de la unidad católica a consecuencia de algunas controversias. En el primer
caso se cuentan los diversos pueblos godos; en el segundo, los persas, los armenios y los
abisinios. Sólo los visigodos se incorporarían más tarde a la plena comunión católica
(conversión de Recaredo, año 589); los demás permanecieron arrianos hasta su
extinción (ostrogodos, longobardos) o siguieron el camino del nestorianismo o del
monofisismo.

Como ya se ha dicho, el desarrollo teológico de este período se centra en torno a los dos
grandes misterios de la fe. El siglo IV y la primera década del siguiente se hallan
dominados por las discusiones sobre el misterio de la Santísima Trinidad; a partir de la
segunda década del siglo V va en auge la controversia cristológica. La primera etapa se
halla idealmente delimitada por los dos primeros Concilios ecuménicos: el de Nicea
(año 325) y el de Constantinopla I (año 381); la segunda, más reducida en cuanto a su
duración, pero de consecuencias mayores para la posteridad, tiene como fechas clave los
Concilios de Éfeso (año 431) y Calcedonia (año 451). En este marco se produce una
floración impresionante de grandes Padres de la Iglesia, que, junto al cuidado pastoral
de los fieles que tenían encomendados, asumen el papel de defensores y expositores de
la genuina fe de la Iglesia, recibida de generación en generación desde los tiempos
apostólicos.

El arrianismo (llamado así por el nombre de su fundador, Arrio) fue un intento


equivocado de armonizar la fe en la unidad y trinidad de Dios. La Iglesia confesaba
universalmente la existencia de un único Dios, al tiempo que afirmaba que ese único
Dios subsiste en tres Personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Existía una difusa
tendencia a subordinar el Hijo al Padre, y el Espíritu al Padre y al Hijo, aunque sin
negar su divinidad. Las explicaciones eran confusas, porque en los siglos anteriores no
se había determinado con precisión y autoridad el modo en que se compagina la trinidad
con la unidad en Dios. Arrio, presbítero de Alejandría, llevó esta situación al extremo,
enseñando públicamente que la segunda Persona de la Trinidad, el Verbo o Hijo, era
inferior al Padre: no tendría una existencia eterna, sino que sería la primera criatura del
Padre, mucho más perfecta que las demás, pero criatura al fin y al cabo. El mismo
razonamiento lo aplicaría otro hereje, llamado Macedonio, al Espíritu Santo.

La doctrina de Arrio se difundió mucho en Oriente (donde se hallaban las comunidades


cristianas más numerosas) por medio de homilías, cartas y canciones para uso del
pueblo. El Verbo divino quedaba así reducido a la categoría de un héroe o un semidiós.
Quizá contribuyó al éxito de esta doctrina el hecho de que, de este modo, el cristianismo
— todavía minoritario —, colocándose en la línea de los mitos y creencias paganas,
facilitaba de algún modo la entrada en la Iglesia de grandes multitudes. Pero este
posible éxito llevaba consigo un gran peligro: desnaturalizar la fe cristiana en su más
profunda y genuina raíz.

La voz de alarma la dio el obispo Alejandro de Alejandría, pero el arrianismo no se


detuvo. Por fin, a impulsos de Constantino, los obispos se reunieron en Nicea (año 325),
dando origen al primer Concilio ecuménico de la historia de la Iglesia, que sancionó la
eternidad del Verbo y su igualdad de naturaleza respecto al Padre: el Verbo es "Dios de
Dios, Luz de Luz, engendrado, no hecho, de la misma naturaleza del Padre," como
rezamos en el Credo de la Misa. Sin embargo, no desapareció la herejía arriana, que
perduró en formas más matizadas (semiarrianismo), pero siempre erróneas, con la
decisiva ayuda de algunos obispos y de algunos emperadores. Gracias al ímprobo
trabajo de los Padres de la Iglesia, movidos por el Espíritu Santo, fue madurando una
mayor comprensión del misterio de Dios, que encontró su expresión en el Concilio I de
Constantinopla (año 381), donde se reafirmó y se desarrolló la fe de Nicea. El
arrianismo y sus derivados quedaron vencidos, aunque persistió en grupos reducidos y
sobre todo en los pueblos germánicos. Un papel de primer plano en esta victoria la
tuvieron, con su predicación y sus escritos, San Atanasio, San Basilio, San Gregorio
Nacianceno y San Gregorio de Nisa, en Oriente; San Hilario y San Ambrosio, en
Occidente.

La segunda gran controversia, ya en pleno siglo V, versó sobre el misterio de la


Encarnación. Al interrogarse sobre la humanidad y la divinidad de Cristo, confesada
siempre por la Iglesia, hubo algunos que minusvaloraron la divinidad, de modo que
hacían de Jesucristo un hombre perfectísimo, habitado por la divinidad, lleno de todas
las cualidades, pero sólo hombre. Ésta fue la actitud de Nestorio, Patriarca de
Constantinopla, que al negar a la Virgen María el título de Madre de Dios, provocó la
reacción de San Cirilo, Patriarca de Alejandría. El tercer Concilio ecuménico, reunido
en Éfeso (año 431), definió la verdadera divinidad de Jesucristo y la maternidad divina
de María. El nestorianismo sobrevivió fuera de las fronteras del Imperio Romano y se
propagó por Oriente, hacia Persia, la India y China.

En el ardor de la polémica antinestoriana, algunos alejandrinos pusieron en duda la


plena humanidad del Señor. Surgió así, casi inmediatamente, la herejía monofisita, que
afirmaba que tras la unión del Verbo con la carne, la naturaleza humana de Cristo
había sido "absorbida" por el Verbo o, al menos, disminuida. Este error, de talante
espiritualista, se difundió mucho por Oriente, sobre todo en círculos monásticos, y puso
en gravísimo peligro la genuina fe católica. De nuevo los Padres de la Iglesia tomaron la
antorcha de la fe y, con la ayuda del Espíritu Santo, reunidos en el Concilio de
Calcedonia (año 451), propusieron el dogma de la unión hipostática de las dos
naturalezas de Cristo (divina y humana) en la única Persona del Verbo: "sin confusión,
sin mutación, sin división, sin separación." Particular importancia reviste en estos
momentos la figura del Papa San León Magno. Sin embargo, la historia del
monofisismo no terminó en Calcedonia. Bajo formas más suaves siguió siendo objeto
de debate y de cismas, y continuó vivo en Armenia, Mesopotamia, Egipto y Abisinia,
dando origen a diversas Iglesias nacionales que permanecen en nuestros días.

Como se ve, casi todas las grandes controversias teológicas se originaron en el Oriente
cristiano, y allí en efecto se resolvieron por obra de los cuatro primeros Concilios
ecuménicos. No fue pequeña, sin embargo, la aportación de Occidente en la resolución
de las dificultades, tanto por medio de los obispos como mediante la celebración de
Sínodos provinciales y la doctrina de los grandes Padres de la Iglesia latina; además de
los ya recordados anteriormente, es justo citar a San Jerónimo y a San Agustín.

La única gran discusión teológica desarrollada en Occidente fue promovida por Pelagio,
un monje bretón que se ganó fama en Roma por su rigorismo moral. En el año 410, con
ocasión del saqueo de la ciudad por los bárbaros, se refugió en el norte de África, donde
— secundado por su discípulo Celestio — predicó abiertamente que la libertad decide el
último destino del hombre. El pecado original no sería otra cosa que un "mal ejemplo"
de nuestros primeros padres, no un verdadero "estado de pecado" que se transmite a
todos con la generación; los niños no serían bautizados para la remisión de los pecados
(que no existirían en ellos); cada hombre vendría al mundo en las mismas condiciones
en que fue creado Adán; la muerte sería consecuencia de la naturaleza, no la pena del
pecado... Con estas premisas, quedaba anulada la obra de la Redención realizada por
Jesucristo.

En África, Pelagio fue condenado por un Concilio provincial y además encontró un


hombre especialmente preparado para rebatirle: el obispo Agustín de Hipona, que con
su humildad y su ciencia sentó las bases de la doctrina católica sobre la salvación, que
armoniza la gracia divina con las obras humanas. A consecuencia de la actividad de San
Agustín, que escribió libros muy importantes sobre esta cuestión, en el año 418 se
reunió un Concilio plenario en Cartago, que desenmascaró las doctrinas pelagianas. El
Papa Zósimo, que en un primer momento había sido engañado por las falsas disculpas
de Pelagio y Celestio, escribió entonces una carta circular (Epístola tractoria), dirigida a
las mayores sedes episcopales de Oriente y Occidente, exponiendo la recta doctrina
católica.

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