HOMILÍA de Don Pietro Mazzolari - P.Raniero Cantalamessa
HOMILÍA de Don Pietro Mazzolari - P.Raniero Cantalamessa
HOMILÍA de Don Pietro Mazzolari - P.Raniero Cantalamessa
Mis queridos hermanos, es una escena de agonía y de cenáculo. Fuera es todo oscuro y está
lloviendo. En nuestra Iglesia, que se ha convertido en el Cenáculo, no llueve, no hay oscuridad,
pero hay una soledad de corazones de los que tal vez el Señor lleva la carga. Hay un nombre, que
absorbe la oración de la Misa que estoy celebrando en conmemoración de la última Cena del
Señor, un nombre que asusta, es el nombre de Judas, el traidor.
Un grupo de vuestros hijos representa a los Apóstoles, son doce. Estos son todos inocentes, todos
buenos, todavía no han aprendido a traicionar, y Dios quiera, que no sólo ellos, sino todos
nuestros hijos no aprendan a traicionar al Señor. El que traiciona al Señor, traiciona a su propia
alma, traiciona a los hermanos, a su conciencia, a su deber y se convierte en un desgraciado.
Me olvido por un momento del Señor, o mejor dicho el Señor está presente en el reflejo del dolor
de esta traición, que debe haber dado a su corazón, un sufrimiento sin límites.
¡Pobre Judas…! Lo que ha pasado en su alma, no lo sé. Es uno de los personajes más misteriosos
que encontramos en la pasión del Señor. Ni siquiera trataré de explicarlo, me contento con pedir
un poco de piedad para nuestro pobre hermano Judas. No os avergoncéis de asumir esta
hermandad. Yo no me avergüenzo, porque sé cuántas veces he traicionado al Señor; y yo creo que
ninguno de vosotros debería avergonzarse de él. Y además llamándole hermano, usamos el
lenguaje del Señor que cuando recibió el beso de la traición en Getsemaní, le respondió con
aquellas palabras que no debemos olvidar, “¡Amigo, con un beso entregas al Hijo del hombre!”
¡Amigo! Esta palabra que os habla de la infinita ternura y del amor del Señor, os ayuda a entender
porque yo le he llamado hermano en ese momento. Había dicho en el Cenáculo, ya no os llamaré
siervos, sino que os llamaré amigos. Los Apóstoles se han convertido en amigos del Señor: buenos
o no, generosos o no, creyentes o no, permanecen siempre amigos. Podemos traicionar la amistad
de Cristo, Cristo no nos traicionará jamás a nosotros, sus amigos; incluso cuando no lo merecemos,
incluso cuando nos rebelamos contra él, incluso cuando lo negamos. Delante de sus ojos y de su
corazón, siempre somos sus amigos. Judas es un amigo del Señor, incluso cuando besándolo,
consume la traición del Maestro
Os he preguntado: ¿cómo un Apóstol del Señor acabó siendo traidor? ¿Conocéis, queridos
hermanos, el misterio del mal? ¿Podríais decirme cómo hemos llegado a ser malos? Recordad que
ninguno de nosotros en algún momento no ha descubierto el mal dentro de sí. Lo vimos crecer y
no sabemos por qué nos hemos abandonado al mal, por qué hemos sido blasfemos, por qué
hemos incluso negado al Señor. No sabemos por qué hemos dado la espalda a Cristo y a la Iglesia.
En un momento dado, he aquí, que apareció el mal, ¿de dónde salió? ¿Quién nos lo ha enseñado?
¿Quién nos ha corrompido? ¿Quién nos ha quitado la inocencia? ¿Quién nos ha quitado la fe?
¿Quién nos ha quitado la capacidad de creer en el bien, amar el bien, de aceptar el deber, de
enfrentar la vida como una misión? Mirad a Judas, nuestro hermano, ¡hermano en esta miseria
común y en esta sorpresa!
Pero alguien debe haber ayudado a Judas a convertirse en traidor. Hay una palabra en el Evangelio
que no explica el misterio del mal de Judas, sino que nos lo pone delante de una manera
impresionante, “Satanás le ha ocupado.” Se apoderó de él, pero alguien tiene que haberlo
introducido. Cuántas personas tienen el oficio de Satanás para destruir la obra de Dios, causar
desconcierto en la conciencia, suscitar dudas, insinuar la incredulidad, retirar la confianza en Dios,
borrar a Dios de los corazones de tantas criaturas. Esta es la obra del mal, es la obra de Satanás
que actuó en Judas y puede actuar dentro de nosotros si no tenemos cuidado. Por eso el Señor
dijo a sus apóstoles en el Jardín de los Olivos, cuando les pidió que le estuvieran cerca: “Velad y
orad para que no entréis en tentación”.
Y la tentación comienza con el dinero. Manos que cuentan el dinero. ¿Cuánto me das si lo entrego
en vuestras manos? Y le asignaron treinta piezas de plata. … El Amigo, el Maestro, el que lo había
elegido, que había hecho de él un apóstol, el que le había dado la dignidad, la libertad y la
grandeza de ser hijo de Dios, vendido por treinta monedas. ¡He aquí el trueque! ¡Treinta monedas
de plata! La pequeña ganancia. Vale poco una conciencia, mis queridos hermanos… treinta
monedas. Y a veces nos vendemos por menos de treinta monedas de plata. He aquí nuestras
ganancias, por las que nos inclinamos a catalogar a Judas como un pésimo hombre de negocios.
Hay algunos que piensan que han hecho un negocio vendiendo a Cristo y negando a Cristo, al
aliarse con el enemigo. Creen que han ganado un puesto, un poco de trabajo, han ganado estima,
consideración entre algunos amigos que disfrutan de ser capaces de llevar lo mejor que hay en el
alma y la conciencia de algún compañero ¿Veis la ganancia? ¡Treinta monedas! ¿En qué se
convierten esas treinta monedas de plata?
Veamos a este hombre Judas, en el día en que Cristo está para ser condenado a muerte. Tal vez
Judas no había imaginado que su traición llegaría tan lejos. Cuando oyó el “crucifícale”, cuando le
vio golpeado casi hasta la muerte en el atrio de la casa de Pilato, el traidor realiza un gesto, un
gran gesto. Va al lugar donde todavía estaban reunidos los jefes del pueblo, los que habían
tramado aquella compra y de los cuales se había dejado comprar. Tiene la bolsa en la mano, coge
las treinta monedas, las arroja; tomad, es el precio de la sangre del Justo. Una revelación de fe le
hace medir la gravedad de su crimen. No cuenta más el dinero… Había hecho tantos cálculos,
sobre este dinero… El dinero. Treinta piezas de plata. ¿Qué importa la conciencia, qué importa ser
cristiano? ¿Qué nos importa Dios? A Dios no le vemos, Dios no nos da de comer, Dios no nos
divierte, Dios no da razón a nuestras vidas. ¡Treinta monedas de plata! Y no tenemos la fuerza ni
para sostenerlas. Y se van, porque si la conciencia no está tranquila, incluso el dinero se convierte
en un tormento.
Hay un gesto, un gesto que denota una grandeza humana. Judas las arroja ¿Creemos que aquella
gente entiende algo de este gesto? Las recogen y dicen: “Porque son el precio de sangre las
guardaremos aparte, compraremos una parcela de tierra y haremos un cementerio para los
extranjeros que mueren durante la Pascua y otras fiestas importantes de nuestro pueblo”.
Así cambia la escena; mañana se descubrirá la cruz, y se verán dos patíbulos, uno es la cruz de
Cristo; el otro es un árbol donde el traidor se ahorcó. ¡Pobre Judas, pobre hermano nuestro! El
mayor pecado no es vender a Cristo; es él de la desesperación. También Pedro había negado al
Maestro, pero el Maestro lo miró y Pedro se echó a llorar… el Maestro lo ha reintegrado a su lugar,
le ha devuelto toda su confianza, le hace su Vicario. Todos los apóstoles han abandonado al Señor
pero han vuelto, y Cristo les ha perdonado y acogido con la misma confianza. ¿Creéis que no
habría habido lugar para Judas si hubiera querido, si hubiera llegado al pie del Calvario, si hubiera
mirado al Señor al menos de lejos, desde una esquina o en un punto cualquiera de la calle de la
“Vía Crucis”? La salvación le habría alcanzado también a él…
¡Pobre Judas! Una cruz y el árbol de un ahorcado. Los clavos y una cuerda. Comparemos estos
finales. Me diréis, “Murió uno y muere el otro”. Pero me gustaría preguntaros ¿cuál es la muerte
que elegimos, en la cruz como Cristo con la esperanza puesta en Él, o ahorcados, desesperados,
sin esperar nada…?
Perdonadme si en esta noche que se suponía tenía que ser de intimidad, os he traído algunas
consideraciones dolorosas, pero yo también amo a Judas, Judas es mi hermano. Rezaré por él esta
noche, porque yo no le juzgo, yo no le condeno. Me debería juzgar y condenar a mí mismo… No
puedo dejar de pensar que incluso en Judas la misericordia de Dios, el amor que expresa esa
palabra amigo, que le dirigió el Señor mientras le daba el beso con que le entregaba, se abrieran
camino y marcaran una huella en su pobre corazón. Y quizá recordando la palabra y la aceptación
del beso, Judas haya sentido que el Señor todavía lo amaba y lo recibía entre los suyos. Tal vez ha
sido el primer apóstol que llegó junto con los dos ladrones. Un desfile que sin duda no hace honor
al Hijo de Dios, pero que es una magnifica expresión de su infinita misericordia.
Y ahora, antes de reanudar la Misa, repetiré el gesto de Cristo en la Última Cena, lavando a
nuestros niños que representan los apóstoles del Señor entre nosotros, besando los pies
inocentes. Y dejad que piense por un momento al Judas que tengo dentro de mí, al Judas que tal
vez cada uno de vosotros tiene dentro de sí. Y permitidme que yo pida a Jesús, a Jesús que está en
agonía, a Jesús que nos acepta como somos, dejadme que le pida, como gracia pascual, sentir que
me llama amigo.
La Pascua es esta palabra dicha a un pobre Judas como yo, a unos pobres Judas como vosotros.
Este es el gozo pascual: Cristo nos ama, Cristo nos perdona, Cristo es nuestra esperanza.
Aunque nos rebelemos contra Él, aunque le neguemos o blasfememos de Él, aunque rehusemos al
sacerdote en el último momento de nuestra vida, recordemos que para Él siempre seremos los
“amigos”.
Esta insistencia es significativa, porque Marcos era una especie de secretario de Pedro y escribió
su Evangelio reuniendo los recuerdos y la información que le llegó de él. Por tanto, fue el propio
Peter quien divulgó la historia de su traición. Hizo una especie de confesión pública de ello. En el
gozo de hallar el perdón, a Pedro no le importaba su buen nombre y reputación como cabeza de
los apóstoles. No quería que ninguno de los que más tarde cayeron como él se desesperara por el
perdón.
La historia de la negación de Pedro debe leerse en paralelo con la de la traición de Judas. Esto
también fue predicho primero por Cristo en el Cenáculo, luego consumido en el huerto de los
olivos. Di Pietro, leemos que Jesús al pasar "lo miró" (Lucas 22,61); con Judas hizo aún más: lo
besó. Pero el resultado fue bastante diferente. Pietro, "saliendo, estalló en lágrimas"; Judas salió y
se ahorcó. Estas dos historias no están cerradas; continúan, nos afectan de cerca. ¡Cuántas veces
debemos decir que hemos hecho como Pedro! Nos encontramos en condiciones de dar testimonio
de nuestras convicciones cristianas y preferimos camuflarnos para no correr peligro, para no
exponernos. Hemos dicho, con hechos o con nuestro silencio: "¡No conozco a ese Jesús del que
hablas!"
Incluso la historia de Judas, si lo piensas, es cualquier cosa menos ajena a nosotros. Don Primo
Mazzolari pronunció un famoso sermón, el Viernes Santo, sobre "nuestro hermano Judas",
mostrando cómo cada uno de nosotros podría haber estado en su lugar. Juda vendió a Jesús por
treinta denarios, y ¿quién puede decir que no lo ha traicionado a veces ni siquiera por mucho
menos? Traiciones, por supuesto, menos trágicas que la suya, pero agravadas por el hecho de que
sabemos, mejor que Judas, quién fue Jesús. Precisamente porque las dos historias nos conciernen
de cerca, hay que ver qué marca la diferencia entre una y otra: porque las dos historias, de Pedro y
de Judas, terminan de una manera tan diferente. Pedro estaba arrepentido de lo que había hecho,
pero Judas también estaba arrepentido, tanto que gritó: "¡He traicionado sangre inocente!" y
devolvió los treinta denarios. ¿Dónde está entonces la diferencia? En una cosa:
En el Calvario, nuevamente, la misma historia. Los dos ladrones han pecado y cometido crímenes
por igual. Pero uno maldice, insulta y muere desesperado; el otro grita: "Jesús, acuérdate de mí
cuando entres en tu reino", y le oye responder: "De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el
paraíso" (Lc 23, 43).
Pascua significa tener una experiencia personal de la misericordia de Dios en Cristo. Una vez, un
niño, al que se le había contado la historia de Judas, dijo con el candor y la sabiduría de los niños:
"Judas hizo el árbol equivocado para colgarse: eligió una higuera". "¿Y qué debería haber elegido?"
le pregunta el catequista asombrado. "¡Tenía que colgar del cuello de Jesús!" Tenía razón: si se
hubiera colgado del cuello de Jesús, para pedirle perdón, hoy sería honrado como San Pedro.
Conocemos el antiguo "precepto" de la Iglesia: "Confesarte una vez al año y comulgar al menos en
Pascua". Más que una obligación, es un regalo, una oferta: es allí donde se nos ofrece la
oportunidad de "agarrarnos del cuello" de Jesús.