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Definición de Derecho

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I.

DEFINICIÓN DE DERECHO

Definición 1: Aristóteles
Es la medida de lo que se parte entre muchos y la atribución a cada uno de lo que le corresponde
por sus condiciones.

Definición 2: Santo Tomás de Aquino


El derecho está elaborado en el corazón mismo de los grupos vivientes, y por esta razón ha
estado fuertemente sometido a readaptaciones periódicas. Siguiendo a las sociedades en sus
evoluciones, el derecho ha sido determinado por el sentido de sus temperamentos y de sus
aspiraciones, ha surgido de entre las condiciones territoriales y climáticas, ha sufrido la
impresión de infinidad de fuerzas que se agitan en ellas, y en donde se encuentre realiza, por sus
trazos fundamentales, una forma cualquiera de lo justo. Derechos divinos o derechos humanos,
derechos orientales o derechos occidentales, todos ellos están soportados por un armazón que
es, esencialmente, acuerdo, proporción, ajuste.
Definición 3: Raúl Ortiz Urquidi (Director del Seminario de Derecho Civil de la Facultad
de Derecho de UNAM)
Derecho es un conjunto de normas de conducta bilaterales, exteriores, heterónomas y coercibles.
El Derecho tiene ese “algo” que lo justifica, que lo hace valioso y que constituye la raíz y razón
de su existencia, puesto que si así no fuera habría solamente la brutalidad del poder, un Estado
de policía, de barbarie, per no de Derecho; tenemos necesariamente que llegar a la conclusión
de que la antes mencionada concepción que del Derecho que es un conjunto de normas de
conducta bilaterales, exteriores, heterónomas y coercibles, no es una noción completa y precisa,
una cabal y esencia, conocer el porqué de que exista, las raigambres que lo sustentan y le dan
vida, en dos palabras: su razón de ser.

II. CONSTITUCIONES HISTÓRICAS DEL PERÚ

− Constitución de 1823

− Constitución de 1826

− Constitución de 1828

− Constitución de 1834

− Constitución de 1839

− Constitución de 1856

− Constitución de 1860

− Constitución de 1867

− Constitución de 1920

− Constitución de 1933
− Constitución de 1979

− Constitución de 1993

Constitución de 1823

Su representación era imperfecta ya que la guerra emancipadora conspiró contra este esfuerzo
legislativo: fue suspendida ante el inminente arribo del libertador Simón Bolívar. Luis Felipe
Villarán aseguraba al respecto que no se pudo reunir un congreso general de diputados elegidos
por todos los pueblos que integraban la nación.

la frase más severa y más exacta contra la Constitución de 1823, sería la de Toribio Pacheco:
«Puede decirse que la Constitución del año 23 nació solo para morir».

La Constitución del año 23 no debió ser expedida. Ella no era la obra de un congreso
nacional, porque cinco de los once departamentos en que se dividía el Perú, a saber:
Arequipa, Cusco, Huamanga, Huancavelica y Puno, ocupados por las armas españolas,
no concurrían realmente a la elección de ese congreso, y en su territorio no podía
implantarse el régimen constitucional. En los territorios libres de la dominación,
tampoco podía establecerse el nuevo orden, porque la anarquía que se había
desencadenado en ellos, lo impedía absolutamente. Finalmente, era bien conocida la
resolución de Bolívar, de no consentir en la erección de un gobierno nacional.

En la práctica, la Constitución de 1823 solo llegó a regir a partir de 1827; esto es, desde la caída
del régimen de Bolívar hasta la promulgación de la Constitución de 1828. Un tiempo en verdad
muy breve. Su transitoriedad se explica por su vocación ideológica. El artículo 4 establecía que
si la nación no conserva o protege los derechos legítimos de todos los individuos que la
componen, ataca el pacto social.

A juicio de Alzamora, «era una Constitución roussoniana hasta la exageración».

La Constitución de 1823 colocaba al Parlamento como auténtico representante de la voluntad


popular y por encima del Ejecutivo. No habían llegado aún los tiempos del presidencialismo.
Toribio Pacheco, nuestro primer historiador de las constituciones, anota con ironía:

Según esta Constitución, el Poder Legislativo es todo, el Ejecutivo nada; y ésta sola
consideración basta para creer que su observancia había de ser efímera y su duración
muy corta. En una época en que se requería obrar más y discutir menos, era preciso dar
más ensanche al poder en quien reside esencialmente la acción.

Conforme a la Carta de 1823, el poder legislativo se conformaba de tan solo una Cámara, aun
cuando en este punto la redacción es críptica. Recién se definiría el bicameralismo–
predominante en nuestra historia constitucional–en 1828. Existía un senado conservador,
compuesto de tres senadores por cada departamento, pero actuaba como una especie de consejo
de Estado. La ciudadanía se otorgó a los peruanos casados o mayores de veinticinco años,
siempre que tuvieran una propiedad o ejercieran alguna profesión o arte. No podía ejercer la
ciudadanía quien estuviera sujeto a la condición de sirviente o jornalero. El requisito de saber
leer
y escribir sería exigible desde 1840. Desde entonces se entronizó, en una línea individualista, el
voto secreto en disfavor de otras opciones como el voto público, colectivo o familiar.
Se determinó, asimismo, que los empleados judiciales eran inamovibles y de por vida, siempre
que su conducta no diese motivo para lo contrario. Cabe preguntarse si también se pensaba en
los jueces. Si así hubiera sido estaríamos ante una virtud histórica de la Constitución de 1823.
Un aspecto positivo de la primera Constitución propiamente peruana, consistía en la
preservación histórica de las municipalidades,
los viejos cabildos españoles. Nadie podía eximirse de los cargos municipales. Los alcaldes, por
otro lado, eran los jueces de paz natos de cada circunscripción.

Constitución de 1826

La Constitución de 1826, caro producto bolivariano, que paradójicamente fue llamada


«vitalicia», duró poco menos de dos meses.

Con el mismo ánimo, Rosa Dominga Pérez Liendo, en su tesis para optar el doctorado en la
Universidad Nacional Mayor de San Marcos, denunciaba el origen odioso de la
Constitución, toda vez que para ella era la manifestación de las ambiciones de Bolívar.

La Constitución de 1826 ha sido la más original que ha tenido el Perú y con él pueblo alguno en
el mundo. Fue el producto de la ambición política y de la vanidad de un hombre.

El Libertador Bolívar aprovechó de la inquietud y de la zozobra nacional al frente de la lucha


con los ejércitos realistas y de las divisiones de nuestros políticos, para arrancarle al Congreso
aquel fenómeno que se llama la Constitución del año 26.

La Constitución del 26 hizo a Bolívar presidente vitalicio y le otorgó las facultades monárquicas
de elegir a su sucesor. La aberración más grande en una era de democracia y al frente de una
lucha que los hijos de la Nación rendían sus vidas por la libertad y por la patria.

Lizardo Alzamora decía de esta Constitución que «a pesar de sancionar algunos avances
democráticos en materias generales sobre la de 1823, tenía un profundo tono
aristocrático y jerarquizado». Hubo un verdadero rechazo popular contra ella y quizás haya sido
la más impopular de las constituciones que rigieron en el Perú.

Luis Alberto Sánchez ha buscado, si no defender, por lo menos comprender la expedición de


esta Constitución:

La Constitución Vitalicia reconocía cuatro poderes: el Electoral, el Legislativo, el Ejecutivo y el


Judicial. El Electoral lo ejercían inmediatamente los ciudadanos. Se componía de un delegado
por cada cien electores, sobre la base provincial. Para ser ciudadano, se requería tener la
nacionalidad peruana, saber leer y escribir y tener un empleo o industria o profesar alguna
ciencia o arte.

Para Dominga Pérez Liendo, el congreso tricameral (tribunos, senadores y censores) previsto en
esta Carta era su «nota característica»:

La composición de tres cámaras es la nota original de la Constitución bolivariana y


quizá la institución que la meditaron sinceramente creyéndola de bien positivo para el
país. No se oculta que es un sistema llamado a introducir la armonía y el acierto en las
funciones legislativas; desgraciadamente se le ensayó en un momento inoportuno y
dentro de una constitución odiosa para el pueblo.

Constitución de 1828
Pareja Paz-Soldán, a su vez, estima que la Constitución de 1828 fue «liberal por esencia,
contenido y ambiente». En consideración suya, esta carta política:

Fijó, de manera permanente, las líneas esenciales de nuestro Estado: sistema


presidencial, con poderes apropiados y efectivos; régimen ministerial, con
responsabilidad compartida entre el presidente y los ministros; refrendación ministerial;
elección popular del presidente; organización bicameral, teniendo el Parlamento
funciones legislativas y de control; poder judicial, independiente de los otros en sus
funciones, pero dependientes de ellos por el origen; base departamental para elección de
senadores y provincial para diputados; régimen unitario, aunque descentralizado; y
unión de la Iglesia y
del Estado [...].

Al respecto Somocurcio señala:

En su conjunto, la Constitución del año 28 fue superior a las que la habían precedido y,
a pesar de eso, sus autores tuvieron la modestia de creerla imperfecta y capaz de recibir
modificaciones; así es que designaron para su duración un corto y fijo periodo de cinco
años, autorizando, con todo, al Congreso para que convocase, antes de ese tiempo, la
convención revisora, si graves circunstancias lo exigían.

La Constitución de 1828 no se basaba en las del ciclo revolucionario francés de la década del
noventa, como lo fue la Carta de 1823, ni en el régimen consular o imperial napoleónico como
la de 1826. Su raigambre es anglosajona y más exactamente norteamericana. De este tomaron la
institución de la Presidencia de la República como jefe del poder ejecutivo con poderes
suficientes.

Otro gran comentarista de la historia constitucional peruana, Manuel Vicente Villarán, escribía:

En la Constitución del 28 el presidente podía ser reelecto inmediatamente después de


terminado su período; y aun después de dos períodos pasados cuatro de la vacante,
podía el presidente ser electo para un tercer período presidencial.

Un aspecto positivo era la estabilidad de la que estaban dotados los magistrados. A juicio de
Pareja Paz-Soldán:

Los jueces eran inamovibles, salvo por destitución o por sentencia legal. El presidente
de la República nombraba, a propuesta en terna del Senado, a los vocales de la Corta
Suprema y Superior, y a los jueces de primera instancia [...]. Creaba tribunales
especiales para el comercio y la minería. Incurría en el error de establecer jurados para
las causas criminales, aunque, mientras se organizaban aquellos, seguirían conociendo
de los procesos los jueces permanentes. En cuanto a la fuerza pública, era esencialmente
obediente y no podía deliberar, disposición que figurará también en las constituciones
de
1834 y 1839.

La Constitución de 1828 contempló también la descentralización. Paliaba en ese sentido el


retroceso que experimentó dicho proceso con la Constitución Vitalicia de 1826. En ese sentido,
Pareja Paz-Soldán anotaría:

La Constitución de 1823 había establecido las juntas departamentales, tomándolas de la


Constitución española de 1812, la que a su vez las había recogido de la legislación
francesa, francamente centralista. [...] La Constitución de 1828 las restableció, cuyo
objetivo principal fue promover los intereses generales del departamento y de las
provincias en particular; se las consideraba como auxiliares del Parlamento nacional.
Sobre este aspecto de la Carta, Dominga Pérez Linedo diría:
Lo que la caracteriza es el régimen de regionalismo que ampara estableciendo las Juntas
Departamentales para atender a la administración en los asuntos de instrucción,
industria, agricultura, minería, beneficencia, régimen tributario repartimientos de
hombres para el ejército y marina, controlación de municipalidades, de la civilización
de la clase indígena, y en general de
todo lo concerniente al interés de los departamentos. Además, la participación que
debían tener en los nombramientos, formando ternas, de funciones políticas, judiciales y
eclesiásticas.

Constitución de 1834

La Constitución de 1828 contenía, el embrión de su propia destrucción. Señalaba el documento


que tenía que ser revisado luego de cinco años.

Toribio Pacheco sostenía sobre la Constitución del 10 de junio de 1834 era casi la misma que la
del año 28, salvo algunas modificaciones («Los artículos reformados no pasan de veinte»). En
ese sentido, la Constitución de 1834 escribiría:

La Constitución dictada en el año de 1834 no contiene ninguna novedad; es de


estructura simple, más que todo, parece, un conjunto orgánico de declaraciones acerca
del Estado y de la Nación y de los principios de gobierno. No llegó a tener efectividad,
su promulgación coincidió con el período más agitado que ha tenido el Perú; varios
caudillos militares se disputaban el poder, a lo que vino a sumarse la pretendida
Confederación con Bolivia, que dividió y anarquizó más el país.

Luis Felipe Villarán, a su vez, menciona el cúmulo de acontecimientos políticos, debidos en


gran medida al militarismo, que la tornaron ineficaz

Esta Constitución no llegó a regir. Los trastornos políticos que en esa época se
desencadenaron, promovidos por los generales del ejército que se disputaban el poder,
impidieron todo régimen regular. Contra el gobierno de Orbegoso, elegido presidente
provisorio por la convención, se levantó el general La Fuente, pero este fue vencido por
Salaverry que se apoderó del poder y erigió la dictadura.

Pareja Paz-Soldán, por su parte, resalta una diferencia central de la Constitución de 1834 frente
a la Carta de 1828: la pérdida de desconfianza frente al federalismo, que finalmente hizo posible
la realización tanto en el plano jurídico como material del proyecto de la Confederación
santacrucina.

Quizá la más importante de las reformas fue la supresión de la prohibición que contenía
la carta anterior de federarse con otro estado. ‘La nación no admitirá unión o federación
que se oponga a su independencia’, decía la Constitución de 1828. De haberse
mantenido entonces dicha disposición, no se habría podido realizar la Confederación
Perú-boliviana.

La Constitución de 1834 da cuenta también de un creciente nacionalismo. A diferencia de su


predecesora limita el otorgamiento de la nacionalidad peruana a los extranjeros. Quedan
obviamente como tales los nacidos en el territorio nacional o en el extranjero siempre que
fueran hijos de padre o madre peruana. Extiende la nacionalidad a los extranjeros, pero
únicamente cuando hubieran servido en el territorio de la República o que, casándose con
peruana, ejercieran algún arte o industria y tuvieran una residencia de dos años, como reza el
artículo.
En cuanto al sufragio, como lo había hecho la Carta de 1828, la Constitución de 1834 mantuvo
el sufragio indirecto. Excluyó del derecho al sufragio, con criterio aristocrático, a los sirvientes,
domésticos y mendigos. Curiosamente, sí se lo confirió
a los analfabetos. Con esa misma visión de jerarquía se opuso al voto de soldados, cabos y
sargentos, pero tácitamente lo reconoció para los oficiales.

Constitución de 1839

Manuel Vicente Villarán ha puntualizado que:

La Constitución de 1839 se inspira en el propósito de organizar el Poder Ejecutivo sobre


bases sólidas, con la mira de ponerlo en aptitud de unificar el país y mantener la paz
pública. La inexperiencia, natural en los hombres públicos de esa época, hacía muy
general la opinión de que, reformando los artículos constitucionales, se evitaban los
males de la anarquía, la revolución
permanente en que se agitaba la vida del país [...].

En esta línea, Pérez Liendo dice:

Esta Constitución marca un periodo de legislación más avanzada en el país. Cristalizó


las corrientes del derecho dominante en aquella época, desde el punto de vista de los
principios y de las doctrinas; así, puntualizó con claridad la organización del Poder
Legislativo y las funciones de las Cámaras en la elaboración de las leyes.
En cambio, se le acusa de ser exagerada en cuanto a la suma de facultades de que
investía al Poder Ejecutivo, en el que hacía recaer toda la acción administrativa; en este
sentido era centralista.

Pareja Paz-Soldán ha subrayado, por otro lado, como uno de sus rasgos autoritarios, la supresión
de las municipalidades y la ausencia total de normas que aludan a la descentralización. Otro de
sus mayores defectos es no haber garantizado la inamovilidad de la magistratura, con lo que se
facilitaba la remoción repentina de los jueces.
El gran estudioso de la historia constitucional peruana encuentra, sin embargo, virtudes, por
ejemplo, la ampliación–en un país inestable– del período presidencial
a seis años, esto sin reelección inmediata; el esbozo del proceso contencioso administrativo
hasta entonces inédito; el fortalecimiento del Consejo de Estado como baluarte de la
constitucionalidad; la facultad de la Corte Suprema de sugerir al Congreso las medidas
convenientes para una mejor aplicación de la justicia. Curiosamente, preservó algunas ideas
liberales. Así, mantuvo el juicio criminal por jurados (que, en la práctica no se aplicaría).
Conservó la prohibición del ejercicio público de culto diferente al católico, pero, a diferencia de
las cartas anteriores, ¡oh, detalle!, la Constitución de 1839, suprimió la interdicción absoluta.

La Constitución de 1839 lleva una nota de estigma: autorizó vía interpretación contrario sensu
la importación de esclavos de países extranjeros. En efecto, en el artículo 155 estipulaba:
«Nadie nace esclavo en la República». Suprimía de modo deliberado el extremo en el que se
proclama, recogido por todas las constituciones anteriores, que el esclavo que ingresa al
territorio nacional se hace inmediatamente
libre. Era una aberrante concesión, un intercambio de favores, a los propietarios agrícolas que
apoyaron la expedición peruano-chilena que puso fin a la confederación santacrucina, que
precisamente encabezó el mariscal Gamarra.

Luis Felipe Villarán observó que una de sus virtudes fue el tratamiento del bicameralismo:
La del 39 estableció el principio de la dualidad de cámaras, bien entendido. Eran
diversas las condiciones de elegibilidad de los diputados y senadores; la base electoral
para los primeros era la población, y la unidad treinta mil habitantes; los senadores, en
número de veintiuno, eran elegidos por los departamentos; la cámara de diputados se
renovaba por terceras partes cada dos años, y la de senadores por mitad cada cuatro
años; a los diputados correspondía exclusivamente la iniciativa en las leyes sobre
contribuciones, empréstitos y arbitrios; las legislaturas eran bienales. Como
consecuencia lógica del principio de la dualidad, no existía el raro expediente de la
reunión de las cámaras, en los casos de disidencia sobre los proyectos de ley, medida
que desvirtúa por completo los efectos de la dualidad.

Constitución de 1856

Hacia 1856 se aprobó una de las constituciones de menor duración, pero de enorme impacto
político e ideológico. Inspirada en gran medida en el Estatuto Provisorio de
1855 de filiación libérrima, criticada por las huestes conservadoras como fruto de una
Convención (hasta en el nombre es radical) y derogada por el propio presidente que la había
promulgado, Ramón Castilla, en verdad no de buen grado.

Si el radicalismo fue su divisa, quedó de alguna manera atemperada por la preservación del
catolicismo. En efecto, el artículo 4 consignaba: «La nación
profesa la religión católica, apostólica, romana: el Estado la protege por todos los medios
conforme al espíritu del Evangelio y no permite el ejercicio público de otra alguna».

Sobre este asunto Pérez Liendo anotó:

La Constitución del 56 marca otro interesante periodo de nuestro derecho público, que
encarna una dogmatización liberal de la política y de las corrientes de opinión en
aquellos momentos. Liberal fue esta Constitución no en el sentido del sectarismo
religioso sino en el de doctrinas políticas de gobierno más amplias y justificativas. No
obstante, pues, el tono y giro que el debate parlamentario en que se le discutía, atacando
el sentimiento religioso, estuvo muy lejos de ser el reflejo de un liberalismo sectario.
Nada hay en su
texto que haga creer lo contrario.

La Constitución de 1856, a partir del reconocimiento de la inviolabilidad de la vida humana,


abolió in totum la pena de muerte. «La sociedad no tiene derecho de matar»,
había sostenido el diputado José Gálvez, abanderado de esa decisión. Hizo imposible el retorno
de la servidumbre con una declaración simple pero efectiva: «Nadie es esclavo en la
República». En una sola fórmula incluía la prohibición del nacimiento en condición de
esclavitud y la imposibilidad de continuar como esclavo si había ingresado en ese estado al
Perú. Por otro lado, en un valiente esfuerzo de modernización que buscaba implantar un fuero
común y laico, suprimió el fuero eclesiástico. En una línea parlamentarista y, quizás con el
propósito de limitar la acción del jefe de Estado del momento (Castilla), con quien los liberales
sostenían una creciente desavenencia, limitó las facultades del Ejecutivo.

Villarán formula un recuento de los aspectos positivos de la Constitución liberal.

Suprimió la pena de muerte, y el fuero personal, aunque respecto de lo eclesiástico, lo


dejó subsistente en parte, disponiendo que no se podía proceder a la detención, ni a la
ejecución de pena corporal contra personas eclesiásticas, sino conforme a los cánones:
re conoció los derechos de asociación y petición colectiva, y dio a los extranjeros el
derecho de adquirir propiedad territorial, sin que por esto quedasen en la condición de
peruanos como lo establecía la del 39.
No serían sus únicos aportes de la Constitución de 1856. Un papel esencial le cabría en materia
de derecho al sufragio:

En el orden político, la Constitución del 56 suprimió la propiedad de los empleos, y


señaló como únicas condiciones para ejercer la ciudadanía, ser mayor de veintiún años o
casado, y para el sufragio, alguno de estos requisitos; saber leer y escribir, o ser jefe de
taller, o tener alguna propiedad raíz, o haberse retirado, conforme a la ley, después de
servir en el ejército o armada. La del 39, exigía acumulativamente para ejercer la
ciudadanía, ser casado o mayor de veintiún años, saber leer y escribir y pagar alguna
contribución. La del 56 sustituyó el sufragio directo al erróneo y vicioso sistema de
elección indirecta.

José Pareja Paz-Soldán, ha procurado llevar a cabo un apretado resumen de la Constitución


Gálvez:

Resumiendo, la Constitución del 56 redujo la autoridad del presidente de la República al


recortar su período de gobierno a cuatro años; al prohibir que el que ejercía la jefatura
del Estado pudiera ser candidato para la elección presidencial; al reconocer el derecho
de la Cámara de Diputados de poder acusar al presidente por impedir la reunión del
Congreso o intentar disolverlo o suspender sus sesiones; al crear el Consejo de
Ministros como entidad autónoma; al otorgar, al Congreso, el poder intervenir en los
nombramientos
militares; al darle injerencia a las juntas departamentales en la designación de los
prefectos y subprefectos; y al señalar que la obediencia militar estaba subordinada a la
Constitución y a las leyes [...].

Constitución de 1860

La Constitución de 1860 fue aprobada en el gobierno de Ramón Castilla. Su talante moderado


explica su perdurabilidad y su contenido la urgencia de dejar sin efecto la Constitución radical a
la que se sobreponía. «La razón fundamental de tan larga duración fue su tono moderado y su
adaptación a la realidad», en palabras de Lizardo Alzamora.

Manuel Vicente Villarán, anota:

El espíritu de la Constitución del 60 [...] es un espíritu de conciliación entre las


tendencias contrarias manifestadas por la Constitución del 39 de un lado,
y de otro, por la Constitución del 56. Busca una conciliación entre la tendencia a
extremar la fuerza y la autoridad del Poder Ejecutivo, dando al presidente de la
República un poder demasiado grande y la tendencia antagónica de la Constitución del
56 de debilitar excesivamente la fuerza y el poder del presidente de la República,
llevándola a extremos que significan completa tutela y completa impotencia para el
Poder Ejecutivo en relación al Congreso. Es posible que el acierto con que los
constituyentes del 60 resolvieron este problema de la relación entre Gobierno y el
Congreso, sea la explicación del éxito de esta Constitución que ha durado más que todas
las constituciones
[...].

Sobre este punto, Dominga Pérez Liendo anota:

La Constitución del 60 no se conforma dentro de ninguna tendencia doctrinaria, no se


afirma en ningún criterio político. Concilió los intereses políticos del momento en que
se le elaboraba y continuó siendo después un conjunto de normas sin espíritu y sin
doctrinas y que a medida que el tiempo sumaba años, se hacía más eficaz. El 30 de
setiembre de 1861, la Gaceta Judicial empezaba a publicar una larga disertación,
firmada con iniciales, que preparó el magistrado liberal Francisco Javier Mariátegui. En
el texto, Mariátegui trazaba los acontecimientos que rodearon la reimplantación de la
pena capital debido a la presión de los sectores conservadores, que rechazaban
la inviolabilidad de la vida humana como «el único borrón que hacía mala, perversa la
Constitución [de 1856]». Como recordaba el político liberal, «entre tantos pasos
retrógrados», el Congreso de 1860 restableció la pena de muerte en el artículo 16 de la
Constitución, que la limitaba al homicidio alevoso. En defensa de la reintroducción de
la pena de muerte, el 1 de octubre Manuel Atanasio Fuentes publica en la Gaceta otro
artículo dedicado al tema. Allí consideraba, que no había razón para reanudar un debate
sobre la legitimidad
de la pena capital, pues «se ha resuelto hace tiempo, sosteniendo que en la vida práctica
de las sociedades no podía proscribirse la pena de muerte declarando inviolable la vida
de los que no respetaran ni las de sus padres o hijos». En su opinión, al ordenar la
ejecución del soldado Lara, el tribunal trujillano «no ha cometido el menor abuso de sus
legales facultades.

Constitución de 1867

En lo tocante a la Constitución de 1867, su carácter liberal generará malestar en la población


católica. Pero era más la idea de ella que su propio contenido. Arequipa se levantaría en defensa
de la tradición y de la fe religiosa como ya lo había hecho. Apenas cumplió medio año de
vigencia cuando fue derogada. En efecto, la reforma constitucional que impulsó Mariano
Ignacio Prado comenzó el 29 de agosto de 1867 y culminó el 6 de enero de 1868. Quedaba
claro, a contracorriente de la Constitución
moderada de 1860, que era incompatible con la sociedad de la época y el estado de las ideas.
Una de sus notas distintivas fue el reconocimiento de un congreso unicameral, adelantándose
más de un siglo a la Constitución de 1993. Esto no significa que fuera la primera constitución
peruana en hacer suyo el sistema unicameral. Las constituciones de 1823 y de 1856 recogieron
un sistema funcional, conforme al cual podían desdoblarse y fusionarse. Recuérdese, por otro
lado, que han seguido el modelo unicameral los países nórdicos y centroamericanos.

Manuel Vicente Villarán destaca su génesis y el explosivo rechazo popular que suscitó:

Los elementos liberales predominaron nuevamente y se dio una Constitución parecida a


la del 56, aunque en algunos puntos se llevan, en la Constitución del 67, las tendencias
liberales, al último extremo. La dación de esta Constitución produjo general desagrado
en el país.

Una de las virtudes que subraya Villarán de esta efímera Carta política descansa en su espíritu
descentralista:

La Constitución del 60 había suprimido las Juntas Departamentales, limitándose a


establecer un régimen municipal que debía organizarse según la correspondiente ley
orgánica. La Constitución del 67 las restablece en cada capital de departamento.

La Constitución de 1867 buscó la estabilidad laboral de la burocracia cuando estipulaba la


necesidad de juicio para remover a los empleados judiciales o de hacienda. Insistió en la plena
abolición de la pena de muerta. Con lo que en la historia constitucional peruana solo asoman
dos constituciones totalmente abolicionistas: la de 1856 y la de 1867. Implantó la libertad de
enseñanza en todos los niveles (entonces grados) educativos: primario, secundario y superior.
Fijó también complicadísimos procedimientos de reforma constitucional como a aprobación de
tres legislaturas distintas, previa discusión en cada una de ellas. No fue la Constitución de 1867
una Constitución atea ni proclamó el secularismo a los cuatro vientos. El artículo 3 dispuso con
claridad meridiana que «La nación profesa la Religión Católica, Apostólica, Romana. El Estado
la protege y no permite el ejercicio público de otra alguna». No queda claro, entonces, qué
dispositivo atizó al alzamiento popular en Arequipa y motivó finalmente la derogatoria de toda
la Carta.

Un sentimiento humanitario la recorre cuando prohíbe toda severidad innecesaria en la custodia


de los presos. Reposa en el mismo principio la imposibilidad de ser separado de la República y
del lugar de su residencia sin contar para ello con una sentencia judicial ejecutoriada, como
también la interdicción del reclutamiento forzado al que se califica de crimen.

La vocación moralista también se halla presente en la Constitución de 1867. Así, cuando en el


artículo 41, inciso 5, entre las causas de suspensión de la ciudadanía incluye al «notoriamente
vago», «jugador», «ebrio» o «estar divorciado por culpa suya». O entre las situaciones que dan
pie a la pérdida de la ciudadanía a la quiebra fraudulenta y el tráfico de esclavos, cualquiera que
sea el lugar donde se haga.

En la Constitución de 1867 se advierte, como es de verse del artículo 49, una abierta hostilidad
hacia el clero desde el momento rechaza la elección como representantes
al poder legislativo de arzobispos, obispos, eclesiásticos que desempeñan cura de almas,
gobernadores eclesiásticos, vicarios capitulares, provisores y demás miembros de los cabildos
eclesiásticos. Es notorio que el propósito consiste en evitar la participación política de un
elevado número de religiosos. Seguramente quedaba en el recuerdo en activo papel en la
política de numerosos eclesiásticos, entre ellos,
Bartolomé Herrera, presidente del Congreso Constituyente de 1860 y obispo de Arequipa.
Demostración que también como existe el sectarismo religioso, suele existir un sectarismo
laicista.

Constitución de 1920

Hecho hasta cierto punto insólito en el Perú. Será la Carta de 1920, aprobada durante el Oncenio
de Leguía, la que la sustituiría. Constituyó un verdadero cambio de paradigma. Con la Carta de
1920 se inauguró el constitucionalismo social en el Perú. Nacían así los derechos de segunda
generación. Su importancia radica en que es el primer documento constitucional que reconoce la
situación de los integrantes de comunidades indígenas, aspecto que prácticamente había sido
ignorado en las anteriores cartas. Abrazó también importantes avances en temas como la
participación política, ya que, al menos formalmente, permitió la elección popular de las
autoridades municipales. Esto evidenció la marca de lo que Leguía entenderá por «Patria
Nueva», esto es, el fomento de la instrucción de los ciudadanos y, del mismo modo, el fomento
de su participación en los asuntos de la cosa pública. Se trató, de esta manera, de involucrar más
al ciudadano con el Estado, aporte fundamental que este documento dejó para la posteridad.
Su impacto se desvanecerá de manera conjunta con la imagen de Leguía, aunque dejó como
herencia importantes avances en relación con la organización del Estado, como sería el
restablecimiento del Consejo de Estado, pese a todos los vaivenes que luego dicho órgano
experimentaría.

Una lectura entre líneas de la Constitución liguista, promulgada el 18 de enero de 1920, puede
arrojar luces sobre la ideología, las intenciones políticas y las preferencias sociales del régimen.
Se observaría en principio que, en aspectos cruciales, la Carta Política se diferencia de la
Constitución derogada de 1860, mientras que en otros muchos no hubo mayores diferencias.
Justamente deben apreciarse las reformas en cuya introducción se insistió mucho para conocer
los obstáculos y los propósitos de la Patria Nueva. En efecto, los diecinueve puntos sometidos a
plebiscito para su incorporación en el texto constitucional –algunos de los cuales habían sido
propuestos por Billinghurst, con el auspicio del mismo Mariano H. Cornejo–, al igual que una
serie de dispositivos, acusan las ansias de modernización del sistema político.

José Pareja Paz Soldán menciona que la Constitución de 1920 incorporó saludables
modificaciones y tuvo aciertos importantes, y clasifica sus reformas en tres grupos: reformas
políticas, sociales y de descentralización. Considera que las primeras, denominadas «de
saneamiento y moralización política», evidenció el propósito de corregir y rectificar los
desórdenes, corruptelas, defectos acumulados durante la vigencia de la Constitución de 1860,
que –esgrime– estuvo al amparo de las oligarquías y los cacicazgos provinciales.

Se establece el fin de la secular renovación por tercios, y la recomposición total y coincidente


del Congreso con el cambio del Poder Ejecutivo. Reforma que se consagró
en artículo 70 de la Constitución de 1920. Esta medida, que no en vano encabeza el plebiscito,
representaba un duro golpe a la oposición civilista, mayoritaria en las Cámaras, pues aun
cuando contra ella se había lanzado una enérgica represión, resultaba imperioso asegurar una
amplia mayoría gobiernista que solo podía derivarse de la elección simultánea, confiando así
todo el poder al partido político que disfrutaba de una opinión pública favorable. Se dijo que la
renovación integral del Congreso era altamente democrática. Gracias a ella ni los parlamentarios
ni el presidente cesante podrán influir decisivamente en la elección de los futuros
representantes. Tal como anotaba Villarán, «el presidente que concluye no tiene, en efecto,
ningún interés en coactar el voto para hacer un Congreso a su imagen. No tiene tampoco, en las
postrimerías de su mando, el gran poder que sería preciso para imponer candidatos impopulares
en todos los departamentos y provincias».

Con la reelección presidencial, sin embargo, la realidad sería otra. La reforma se


complementaba bien con la ampliación de cuatro a cinco años del mandato parlamentario y
presidencial. Los cuatro años que la Constitución de 1860 confería al jefe de Estado eran
reputados como insuficientes para la acción del gobierno. Por otro lado, la elección del
presidente de la República, de los senadores y diputados por
voto popular directo, ponía fin –por lo menos teóricamente–al sufragio indirecto y estimulaba la
expansión del derecho al voto y de la participación política. Adviértase que desde Leguía el
voto popular y directo se ha instalado en la Constitución histórica del país. La reforma leguiista
evidenciaba, en ese sentido, una mayor sensibilidad al principio de igualdad ciudadana y, en su
tiempo, trastocó al sistema
electoral de la República aristocrática. Esta medida, aunque fue criticada por demagógica,
impracticable y contraria a los hechos que se produjeron, hizo posible un cambio, irreversible
desde entonces, en el plano constitucional. Recién se concretaba así de modo definitivo uno de
los ideales liberales del siglo XIX.

La prohibición a que las garantías individuales fueran suspendidas por ley o por autoridad
alguna constituyó a nivel declarativo uno de los más importantes avances legislativos.

Las normas relativas al poder judicial se encuentran en el título XVIII, el cual repite algunos
principios de las anteriores constituciones; verbigracia, motivación de los fallos, existencias de
cortes y juzgados, etcétera. En cuanto al sistema de nombramiento, los vocales y fiscales de la
Corte Suprema serían elegidos por el Congreso de la decena de candidatos enviada por el
Ejecutivo (art. 147). Los jueces
de la primera instancia serían nombrados, a su vez, por el gobierno a propuesta, en terna doble,
de la respectiva Corte Superior (art. 148). Se establece la carrera judicial disponiendo que una
ley posterior la organizara, modificación importante que sirve para atemperar el régimen de la
inamovilidad y que verificaría la Corte Suprema en Sala Plena, cada cinco años, al magistrado
de toda la República. Declara, además, que la no ratificación no constituye pena ni priva de los
goces adquiridos.
Las principales reformas sociales que incorpora la Constitución de 1920 son las siguientes: el
sometimiento de la propiedad, cualquiera que fuese el propietario, exclusivamente a las leyes de
la República; la identidad de la condición de los extranjeros y peruanos en cuanto a la
propiedad, sin derecho a invocar situación excepcional ni apelar a reclamaciones diplomáticas;
la prohibición de que los extranjeros adquiriesen o poseyeran tierras, aguas, minas o
combustibles en una extensión de 50 km distante a las fronteras; el establecimiento por la ley,
en nombre de razones de interés nacional, de restricciones y prohibiciones especiales, para la
adquisición y transferencia de determinadas clases de propiedad; la declaración de protección
del estado a la raza aborigen, y el reconocimiento expreso (destinado a tener revolucionarias
consecuencias) de la existencia legal de las comunidades indígenas.

Jorge Basadre añade que:

Desde este punto de vista, la Carta de 1920 quiso agregar a un pronunciado liberalismo
político, postulados correspondientes a una concepción social del
Estado; si bien estas normas no alteraron fundamentalmente las realidades tradicionales
de la vida peruana.

La tercera reforma, la descentralización, representa la urgencia de un estado caracterizado por


un centralismo absorbente y burocrático. Fue movida por un reclamo de provincias y regiones
que reclamaron una legítima participación o intervención en el nombramiento de jueces y
funcionarios. Este difícil escenario buscó resolverse mediante la creación de los congresos
regionales.

La apertura de congresos regionales en el centro, norte y sur del país (artículo 140) resultaba
coherente con los planes inaugurales de la Patria Nueva. Ya en el discurso del 19 de febrero de
1919 Leguía había propuesto el «gran paso hacia el regionalismo» y se refirió a «la forma más
perfecta de gobierno, pero más difícil de aplicar». En otro discurso anunciaría que «los
Congresos Regionales son los hijos legítimos de la Patria
Nueva». Cierta tradición descentralizadora que impulsaba el Partido Constitucional del general
Andrés Avelino Cáceres, bajo cuyos auspicios se inició la Patria Nueva, tuvo sobre el leguiismo
influencia en este punto.

Pareja Paz-Soldán destaca otra importante reforma, el reconocimiento de la existencia legal de


las comunidades indígenas. Añade que: «salvando una culpable omisión de cien años, dando
autoridad constitucional a esta secular y característica institución del indio peruano,
amparándola y favoreciéndolo, y que no titubeamos en declarar que fue la reforma más
trascendental de la Constitución de 1920». Al reconocer la existencia de las comunidades
indígenas y la imprescriptibilidad de sus tierras, refleja una tendencia inequívocamente realista.
Es probable que se combinase cierta sensibilidad indigenista, pero también un afán demagógico.
En todo caso, la declaración legislativa abrió una nueva época no solo en la historia jurídica,
sino también en la historia social y en la historia económica del Perú. Los preceptos reseñados
acusan la influencia de una concepción social del Estado.

Constitución de 1933

En 1933 se aprueba la segunda constitución del siglo XX, en el gobierno de Sánchez Cerro. Se
trata de uno de los documentos más trascendentales por todo lo que supuso a nivel de
reconocimiento de los derechos económicos, sociales y culturales. Si la Constitución de 1856 es
reconocida por los importantes aportes desde la perspectiva liberal, la Carta del 33 será igual de
determinante por el reconocimiento de los derechos de carácter social, los cuales son
reconocidos, también, en la Constitución vigente.
Una respuesta rápida a la Carta de 1920 será prohibir la reelección presidencial inmediata. Sin
embargo, el desenvolvimiento posterior de los hechos en territorio nacional evidenciaría que la
idea de limitar las atribuciones del Poder Ejecutivo, en un contexto como el peruano, estaba
orientada al fracaso. Las convulsiones internas por las alternancias en el poder entre civiles y
militares generarán que se aprueben una serie de documentos provisionales para el ejercicio del
poder. Ello ocasionará que la Carta del 33, pese a sus aportes, se vea diluida.

Jorge Basadre apuntará el carácter antileguiista y parlamentarista de la Carta de 1933:

El Congreso Constituyente de 1933 elaboró un texto constitucional que, a base del


recuerdo fresco de los abusos del leguiismo, aparece francamente favorable a la
influencia parlamentaria con tendencia a recortar de modo peligros funciones y
privilegios del Poder Ejecutivo y, en especial, del presidente de la República. Se inspiró,
sin saberlo, en las ideas libertarias de
1856 y 1860 para establecer, yendo a veces más lejos que los modelos [...].

Enrique Chirinos Soto ratifica lo dicho por Basadre: «Como reacción contra el despotismo de
Leguía, los constituyentes de 1931, escogieron el camino de abolir en los textos, hasta donde
fuese posible el sistema presidencial [...]».

La Constitución de 1933 dispuso la proscripción de partidos políticos de organización


internacional. Reguló también la pena de muerte que el Código Penal de 1924, en una línea
humanitarista, no había tratado. Reafirmó el derecho de sufragio solo para los ciudadanos que
sepan leer y escribir, hombres mayores de 21 años y los casados mayores de 18 años. Perdió la
ocasión por razones de oportunismo político de otorgar el derecho de voto a las mujeres.
Únicamente autorizó a las mujeres mayores de 21 años o las casadas que no hubieran cumplido
esa edad, sufragar en elecciones municipales. Como no las hubo no votaron hasta cuando Odría
dictó la ley de voto femenino.

Una institución interesante del derecho procesal constitucional que nos legó esta Carta fue la
Acción Popular, que procedía contra decretos y resoluciones dictadas por el Ejecutivo, siempre
que tuvieran carácter general. Este recurso sería reglamentado recién hacia 1963 y se aplicaría
con la entrada en vigencia de la Constitución de 1979.

Luis Antonio Eguiguren sobre el contenido de la constitución señala:

Los creadores de nuestras nacionalidades, al organizar las instituciones jurídico-


políticas que nos rigen, pensaron que la legitimidad de las mismas, emanaba del pueblo.
[...] A través de nuestra sinuosa vida política, todas las Constituyentes no pudieron
olvidar este espíritu.

Constitución de 1979

La Constitución de 1979 fue promulgada por una Asamblea Constituyente, especialmente


convocada para ello, en el marco de un proceso de transición y mudanza de una dilatada
dictadura militar a una democracia incipiente. Ha tenido defensores y detractores. Entre los
primeros se encuentra Alberto Ruíz-Eldredge y, en su momento, Enrique Bernales. A juicio del
distinguido miembro de la Academia
Peruana del Derecho: «[...] el preámbulo de la Constitución de 1979, es el documento más
valioso del constitucionalismo peruano». A su vez Bernales Ballesteros, apunta:
El texto de 1979 no sólo fue bello por sus fórmulas sino también adecuado por la
complejidad de los temas y la coherencia sistemática. Fue también una Constitución
inclusiva cuyo fin era ser el fundamento de una sociedad más justa, sin discriminados ni
excluidos.

El recordado Pedro Planas, quien asoma como otro de los apologistas de la Constitución,
comentaría:

Nuestra lesionada Constitución de 1979 tiene en su haber un mérito enorme, pocas


veces reconocido. Vista en perspectiva, ella no es una Constitución más,
de esas tantas que enrolan nuestra vida republicana. Por factores tan diversos como su
origen consensual, su amplitud y previsión, su proyecto programático, su aplicación
normativa y su desarrollo institucional, la Constitución de 1979 ha logrado ocupar un
lugar de excepción en nuestra accidentada trayectoria política.

Enrique Chirinos Soto, en una línea más objetiva, describe a la Constitución de 1979:

Nuestra Constitución no es perfecta. Como todo lo humano, es perfectible. Ha sido


tachada por demasiado extensa; y por contener disposiciones reglamentaristas […].
También ha sido tachada por abundar en mandatos de carácter eminentemente lírico,
que se sustraen, por ello, del mundo esencialmente coactivo del Derecho, y que
corresponden al ámbito ilegislable de la ética. Pero, en lo que atañe a la amplitud de la
declaración de derechos, es generosa. Así como en cuanto a la organización de los
poderes del estado, y las relaciones entre estos, ha demostrado ser flexible y operante.

Domingo García Belaunde, sin un apasionamiento favorable o adverso, sobre las características
del texto constitucional de 1979, apuntará que fue un texto consensuado, «[...] para lo cual hubo
acuerdo de intereses, antes que de ideologías [...] porque ninguna de las fuerzas políticas tenía
una mayoría absoluta como para hacer primar sus decisiones». Destaca también su carácter
pluralista en materia económica al admitir diversas formas de propiedad. Acogió la economía
social de mercado y se ratificó, quizás en exceso, la intervención del Estado en la actividad
económica, sin menoscabo de la libre iniciativa privada en ese terreno. Entre otros de sus
rasgos, García Belaunde, subraya:

El respeto y exaltación de los derechos humanos, como no lo hubo en anteriores textos


constitucionales. Esto fue motivado por dos aspectos fundamentales: en primer lugar,
porque salíamos de una dictadura militar, y porque la Asamblea Constituyente coexistió
con ella. Mientras en la Plaza Bolívar funcionaba la Constituyente […] a pocos metros,
en Palacio de Gobierno, lo hacía una Junta Militar que presidía un gobierno de facto.

Introdujo la Carta de 1979 el control concentrado de la Constitución a través del flamante


Tribunal de Garantías Constitucionales. Hasta entonces se había privilegiado únicamente el
control político, a cargo ya sea del Congreso o del Consejo de Estado. En efecto, una de sus
señas de identidad más saltantes fue la creación de una «jurisdicción constitucional».

Eguiguren Praeli señala al respecto: «La existencia de un sistema de jurisdicción constitucional


en el Perú resulta, un suceso relativamente reciente, pues su aparición –con ribetes definidos–
recién se produjo con la Constitución de 1979.

Su inspiración fue la Constitución española de 1978, pero también en la Constitución de la


Segunda República española de 1931, de donde recogió el nombre. Con ella quedaban
claramente definidos el habeas corpus (que existe en el Perú desde 1897), el proceso de amparo
y la acción de inconstitucionalidad.
Un progreso trascendental fue la incorporación del concepto de derechos fundamentales, como
también el establecimiento de una cláusula que otorga rango constitucional a los tratados
internacionales sobre derechos humanos.

La Constitución de 1979, reafirmará la protección de los derechos sociales como ninguna otra.
La verdad no sin una dosis de demagogia por su evidente impracticabilidad, en especial en un
contexto de crisis como el de la época. José Luis
Sardón, en sentido de reproche, evalúa en estos términos dicha postura:

La Carta de 1979 contuvo la más extensa de las enumeraciones de los derechos del hombre que
jamás hayamos tenido en el Perú.
Ella llevó al extremo el llamado constitucionalismo social−introducido entre nosotros por la
Constitución de 1920− al establecer los derechos a la vivienda decorosa, a la seguridad social
universal, al seguro de desempleo y un muy largo etcétera.

Otra de las grandes innovaciones de la Constitución de 1979 fue el reconocimiento de otras


formas matrimoniales. Entendiéndose por ellas al matrimonio a prueba, servinacuy, y al propio
matrimonio religioso, que, lastimosamente no serían regulados en el Código Civil de 1984. Un
enorme progreso sería el reconocimiento económico de la unión de hecho. Lo mismo puede
decirse de la igualdad entre los hijos matrimoniales y extramatrimoniales. Marcial Rubio resalta
este nuevo aporte que cambió radicalmente el modo de entender la familia en el Perú.

La Constitución de 1979 trae innovaciones que son positivas pues, al tiempo que en su
artículo 5 declara proteger «el matrimonio», en su artículo 9 establece que la unión
estable de un varón y una mujer que podrían casarse (porque carecen de impedimento
matrimonial), pero que no lo han hecho, no llegan propiamente a conformar una familia,
aunque sí adquieren entre sí determinados derechos económicos que son la mal llamada
«sociedad de gananciales», y que, en terminología jurídica apropiada es la «sociedad
conyugal» […] por otro lado se ha excluido al servinakuy.

Constitución de 1993

Nuestra Carta vigente, de 1993, ha retomado el uso de algunas instituciones que fueron propias
de documentos anteriores, y que, por distintas razones, habían sido dejadas de lado. Hecho
curioso. Tal es el caso del modelo unicameral, que fue recuperado, en realidad no tanto por
invocaciones históricas cuanto, por presunto ahorro fiscal, de la Constitución de 1867. Del
mismo modo, y en la línea trazada desde la Constitución de 1920, cuenta con un capítulo
dedicado a las comunidades campesinas y nativas.

La Constitución coloca en un primer plano al Poder Ejecutivo. Confiere, sin embargo,


importantes atribuciones al Congreso, que puede determinar la responsabilidad de
ciertos funcionarios públicos a través de la acusación constitucional. Podía también someter a
interpelación y censura a los ministros. Incluso cabía que solicitase la vacancia del presidente de
la República.

No obstante, el presidente de la República puede cerrar el Congreso en el supuesto que se


niegue la confianza a dos Consejos de Ministros. Está facultado a emitir decretos de urgencia, y
puede dictar decretos legislativos, previa autorización del Congreso. Están sujetos sin embargo
a control a través del Poder Judicial y del Tribunal Constitucional. Es, pues, un sistema que fija
frenos y contrapesos al ejercicio del poder. Y que hasta hoy ha funcionado adecuadamente.

La concepción de los derechos humanos, tema al que fue llevada casi por la fuerza; tampoco el
reconocimiento de los derechos sociales, que para ella no existen o, por lo menos, no en la
forma como se diseñaron en la construcción ideológica previa. Su finalidad es clara: quiere
establecer un orden económico nuevo.

La entrada en vigencia de la Carta Magna de 1993 fue difícil, incluso cuestionable, desde el
punto de vista formal, no solo polémica, sino también inválida; pero conviene preguntarse,
desde una perspectiva material, qué Constitución peruana o extranjera no lo fue. Sería negar el
empuje legislativo del poder constituyente, que, como rezan los manuales, es un hecho político,
ajeno a la formalidad de la derogatoria reglamentaria. La propia Constitución de 1979 fue
convocada por un gobierno de facto, el del general Francisco Morales Bermúdez. Dicha
Constitución no solo fue debatida, sino también votada bajo el imperio del régimen dictatorial.

¿Constitución de1993 no se ajustará con escrúpulo jurídico a las exigencias de la norma


precedente? Esa no es una buena razón para impugnarla. Cientos de normas y de constituciones
serían cuestionadas por diversos aspectos formales. Japón y Alemania disponen de textos
constitucionales dictados mientras tenían restringida su soberanía. Si se hubiera respetado
escrupulosamente la formalidad, nos habríamos mantenido con la Constitución de 1823, lo cual,
en realidad, no habría sido una mala idea (Estados Unidos cuenta con una Constitución del siglo
XVIII, Noruega con otra que se remonta a comienzos del siglo XIX y Argentina, si bien no es el
mejor ejemplo, pero sin ella habría sido peor, desde mediados del ochocientos), aun cuando
mejor aclimatadas al país estaban las constituciones de 1828 y 1860.

La Constitución de 1993 tuvo también inspiraciones audaces. Por ejemplo, el moderno derecho
a la identidad fue introducido por Carlos Torres y Torres Lara a iniciativa de Carlos Fernández
Sessarego.142 Por otro lado, es de encomiar en la historia legislativa el reconocimiento de los
principios generales del derecho, pero sobre todo de la costumbre como fuentes formales del
derecho. La creación de la Defensoría del Pueblo (inexistente en la Constitución de 1979, no
obstante que se inspiraba en la Constitución española) fue otro de sus grandes aciertos. La
institución llegó para quedarse y el fuste moral de sus intervenciones está fuera de duda. El
reconocimiento de jurisdicción especial a los pueblos indígenas y a las rondas campesinas, a
pesar de los excesos, con el límite (no siempre respetado) de los derechos humanos, constituyó
también un gran progreso. Otra de sus virtudes consiste en la perfección y determinación exacta
de las garantías y procesos constitucionales: el hábeas data, por citar a uno.

En cuanto a los defectos, quizá la unicameralidad, pero el éxito del bicameralismo depende de
una adecuada composición de la clase política; también entre sus yerros se hallan: la barrera tan
alta para el nombramiento de magistrados del Tribunal Constitucional o la extrema brevedad de
su mandato, a diferencia de todos los países en los que se adoptó el sistema concentrado de
control de la constitucionalidad. Con todo, la Constitución de 1993 es un texto perfectible.

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