Dias de Una Camara - Nestor Almendros
Dias de Una Camara - Nestor Almendros
Dias de Una Camara - Nestor Almendros
François Truffaut
Marzo 1980
ALGUNAS CONSIDERACIONES SOBRE MI
OFICIO
Esta película puso punto final a la serie de los Contes moraux, de Eric
Rohmer. Se rodó en París durante siete semanas. Al contrario de las
anteriores, rodadas en provincias, hubo en esta película muchos y variados
decorados. Con lo cual la filmación fue más movida, más nerviosa. Sus
escenas transcurrían en calles, cafés, tiendas de modas, grandes almacenes,
oficinas, apartamentos modernos y escaleras.
Eran decorados necesariamente cotidianos, ingratos a veces, y la
perspectiva estética sobre ellos no debía de ser evidente en exceso. Los
encuadres y las iluminaciones se mantuvieron dentro de una línea realista,
discreta, sin subrayar casi nada. Lo importante eran los personajes, su
psicología, las situaciones en que intervenían. No es fácil sacar belleza de la
fealdad. El mundo actual que nos rodea suele ser trivial, cuando no
antiestético. Por ello resulta mucho más difícil, menos agradecido, filmar
temas contemporáneos.
Naturalmente, como de costumbre en Rohmer, los ángulos y
movimientos de cámara tenían que ser justificados, y se prescindió por
sistema de los objetivos que se apartan de la visión humana. Si había algún
plano fuera de la norma, se justificaba plenamente por la situación. Por
ejemplo, la escena en que el protagonista, Frédéric (Bernard Verley), escapa
a la tentación que le ofrece Chloé (Zou Zou) en su buhardilla y, en un
encuadre en picado, baja por la escalera siete pisos hasta desaparecer.
Utilizamos indistintamente escenarios naturales y decorados construidos
en estudio. ¿Por qué? Alquilar una oficina auténtica y despedir
temporalmente a sus empleados era tan costoso como reconstruirla. Gran
parte de L’Amour l’après-midi se desarrollaba en este lugar. En París, por
otra parte, las oficinas se hallan en zonas muy ruidosas a causa del tráfico y
a Rohmer le gusta la pureza del sonido directo y prefiere no repetir tomas.
Cuando hay que repetir un plano, acostumbra a ser por culpa de algún ruido
exterior que perturba las voces. En los estudios de Boulogne, en cambio,
estábamos perfectamente tranquilos. Fotografías ampliadas precisamente
con la vista de los edificios siglo XIX que hay frente a la empresa Films du
Losange, productora de la película, se colocaron frente a las falsas ventanas
en el decorado del estudio. Por supuesto, las ventanas tenían cortinas que
tamizaban esas fotografías ampliadas (forillos) para disimular su
artificialidad.
Que se adviertan estos trucos en el cine me molesta. Como siempre me
han molestado, desde mis tiempos del Centro Sperimentale en Roma, las
pasarelas levantadas a lo largo de las paredes del decorado. Desde ellas la
luz llega a los actores en diagonal, de una manera que raramente se produce
en la realidad. Hay que reconocer que tales pasarelas facilitan el trabajo de
los eléctricos, permiten que los cables vayan por fuera y no entorpezcan el
tránsito dentro del decorado “atrezzado”, y evita que haya un bosque de
trípodes con sus luces por todo el plató. Pero creo que estas ventajas no
compensan, desde el punto de vista de la calidad de la luz, por lo artificioso
de los resultados que se obtienen.
Según esto, pedí que pusieran techo a nuestros decorados —un simple
panel suspendido— y prescindí deliberadamente de las pasarelas. La luz
vendría así, como en un escenario natural, de las ventanas o del centro del
techo, no de los ángulos. La luz principal en una oficina está generalmente
suspendida en el centro y es fluorescente. Hay lámparas de mesa también,
fuentes de iluminación suplementaria con las que podía contar.
El otro decorado que se construyó en los estudios era más pequeño, el
apartamento en buhardilla de Chloé. Tal como estaba descrito en el guión,
tenía una geografía especial con sus dos puertas de salida y pequeñas
ventanas altas. No hubo forma de encontrarlo y por ello se construyó. Por
tratarse de un último piso, dejamos las ventanas con un fondo blanco como
el que produciría un cielo brillante (en sobreexposición). La escalera de
servicio que se ve en la pantalla, en cambio, es auténtica. Hubo, por
consiguiente, que tener buen cuidado de determinar y reproducir la luz y el
color exactos de las paredes del pasillo que conducía a la buhardilla, pues
esta parte se reconstruyó en los estudios.
Esta agradable experiencia en los estudios de Boulogne sirvió para
completar la que tuve previamente en Ma mit chez Maud. Me convencí
entonces de que, una vez más, había sido sectario en el pasado; que mi
defensa de los decorados naturales era sistemática en exceso y que los
estudios facilitan el rodaje considerablemente. Si se trabaja, por ejemplo,
con un efecto de día y se sitúa una luz fuera de la ventana para que penetre
en la pieza, como si de luz solar se tratara, es posible rodar toda la jornada
sin problemas. No existe el apremio que puede darse en un decorado
natural, cuando la luz auténtica del sol se desplaza inexorablemente o se
oculta detrás de las nubes. Paradójicamente, pues, filmar en estudio puede
resultar más realista en la pantalla que en un decorado real. Y eso, sobre
todo, en el caso de escenas largas —diez minutos, por ejemplo— que
pueden resultar un festival de errores (falsos raccords), con el sol que
aparece y desaparece sin razón en ventanas diferentes a cada cambio de
plano o nuevo emplazamiento de cámara.
Otra ventaja de trabajar en estudio, sobre todo en una película como
ésta, donde debía notarse el transcurso de varios meses, aunque se filmó en
sólo siete semanas: al principio de la película es invierno y cuando Chloé
llega a la oficina, la luz en las ventanas debe de ser tamizada. Cuando
regresa, después de una larga ausencia, es verano y había que marcar el
efecto con una fuerte luz solar, que golpease las cortinas. Esos dos efectos
distintos quizás no hubiesen sido posibles por medios naturales en tan breve
tiempo de rodaje.
La gran tentación del rodaje en estudio, sin embargo, es la del puro
virtuosismo de aprovechar todas las ventajas sin un propósito concreto.
En exteriores, Rohmer descubrió un sistema para filmar a los
transeúntes que cruzan las calles en las horas de salida de las oficinas. Nos
plantábamos descaradamente delante de ellos: completamente absortos en
sus cosas o sorprendidos por nuestra presencia, no lanzaban miradas
indiscretas al objetivo. En cambio, si se pretende filmar de escondidas a los
paseantes de perfil, inevitablemente vuelven la cabeza y miran a hurtadillas,
con lo cual el espectador descubre que la cámara es observada.
Había en el guión bastantes escenas en terrazas cubiertas de cafés.
Fueron rodadas durante las horas de mayor tranquilidad —es decir, cuando
hay menos clientela— para evitar problemas con el sonido directo.
En las escenas que recogen las fantasías amorosas del protagonista en
plena calle, se borró el sonido directo, que fue sustituido en el montaje con
voces dobladas en estudio y sin ruidos de tráfico de fondo. Esto dio a la
imagen, a través del sonido, un toque irreal, extraño.
De las siete películas que he hecho con Rohmer, fue ésta, sin duda, la
que me ofreció menos ocasiones de lucimiento. No estoy evaluándola en un
sentido absoluto, entiéndase bien (L’Amour l’après-midi, ocupa un lugar
importante en la serie de los Contes moraux); me refiero únicamente a mi
trabajo fotográfico. Se cuenta, por otra parte, entre las películas de Rohmer
que han tenido mejor acogida popular.
Poil de carotte
John Ford, King Vidor y Josef von Sternberg fueron realizadores que, a
pesar de su reputación como estilistas, lograron siempre la simplicidad de lo
esencial en todas sus iluminaciones. Sternberg, en particular, fue el cineasta
visual por excelencia: todos conocen su interés por la escenografía, los
encuadres, la iluminación. Su trabajo me ha guiado siempre. Para Sternberg
la luz iba unida a la puesta en escena, la iluminación devenía parte
fundamental de ella.
No es por casualidad que he querido referirme a Sternberg al hablar de
Terrence Malick, pese a sus muchas diferencias. Porque Malick es un
director que concede también a la imagen de sus películas un valor de
extrema importancia. Cuando los productores Harold y Bert Schneider me
propusieron Days of Heaven, quise ver la primera película de Malick,
Badlands. Enseguida comprendí que era un director con el que iba a
establecer una colaboración provechosa. Supe más tarde que Malick
apreciaba mucho mi trabajo en L’Enfant sauvage, que aun siendo en blanco
y negro, tenía puntos de contacto con Days of Heaven, por tratarse de una
película de época. L’Enfant sauvage, pues, hizo que Malick pidiera mi
colaboración.
Cuando llegué al Canadá, donde se rodaba la película, comprobé que
Malick sabía mucho de fotografía, algo poco frecuente entre los directores
de cine. Su sentido de lo visual es excepcional, su cultura pictórica también.
La comunicación entre un realizador y un director de fotografía suele
resultar ambigua y confusa, porque la mayoría de los realizadores
desconocen los aspectos técnicos. Con Terry, en cambio, el diálogo
resultaba fácil. Iba siempre directamente al fondo de cada problema. Y no
solamente me permitió hacer lo que siempre quise —no utilizar casi
ninguna luz de estudio en una película de época—, sino que me empujó en
esa dirección. Por esto resultó muy excitante trabajar con un director como
él.
Days of Heaven no fue preparada con rigidez. Muchas ideas interesantes
se desarrollaron sobre la marcha. Esto dejaba margen para la improvisación,
y podíamos sacar provecho de las circunstancias. Las órdenes de rodaje, por
ejemplo, que son hojas policopiadas que especifican el trabajo a realizar en
la jornada, no eran muy detalladas la mayoría de las veces. El programa
cambiaba según las condiciones atmosféricas, y también según nuestro
estado de ánimo. Todo ello desorientaba a ciertos miembros del equipo
hollywoodiense, no acostumbrados a trabajar así, y provocaba sus quejas.
Nuestro trabajo consistió básicamente en simplificar la fotografía, en
depurarla de todos aquellos efectos artificiosos del pasado reciente. Nuestro
modelo era la fotografía del cine mudo (Griffith, Chaplin, etc.), que recurría
a la luz natural frecuentemente. En los interiores de día empleamos luz de
ventana, como en Yermeer; en los interiores de noche, muy poca
iluminación, una sola luz por regla general. Days of Heaven viene a ser,
pues, un homenaje a los creadores de imágenes del cine mudo, a quienes
admiro por su santa simplicidad, por su falta de refinamiento. El cine se
hizo muy sofisticado a partir de los años treinta y durante las décadas que
siguieron.
Como en casi todas mis películas, las influencias se perciben
claramente; en este caso, la pintura americana: Wyeth, Hopper. Pero sobre
todo, tal como indican los títulos de crédito, nos inspiraron los grandes
fotógrafos-cronistas de la época, de quienes poseía Malick numerosos
libros. Nuestras imágenes, gracias al montaje de Bill Weber, adquirieron
luego una cadencia casi musical, como una sinfonía, con andante,
maestoso, con staccatos, trémolos, etcétera.
La luz en Francia es muy suave y matizada, porque casi siempre un
colchón de nubes lo cubre todo; de ahí que el trabajo en exteriores sea fácil,
los planos se armonizan entre sí en el montaje sin dificultad. En América,
en cambio, el aire es más transparente y la luz resulta más violenta. Cuando
un personaje se halla a contraluz del sol, aparece totalmente a oscuras;
entonces, lo que suele hacerse es compensar y llenar esta área en la sombra
con luz de arco. Malick y yo pensamos que sería mejor no compensar nada
y exponer más bien para la sombra, con lo cual el cielo saldría
sobreexpuesto, “quemado”, perdería su coloración azul. Malick, lo mismo
que Truffaut, sigue la tendencia actual —llevada en este caso al paroxismo
— de eliminar colores. El cielo azul le molesta, hecho comprensible en
cuanto da a los paisajes filmados de día un toque de tarjeta postal, de vulgar
publicidad turística. Exponiendo a contraluz para la sombra, los cielos
quedaban “quemados”, es decir, blancos, incoloros. De utilizarse arcos o
reflectores, el resultado habría sido más plano, sin relieve y poco
interesante. La exposición del diafragma estaba en realidad a mitad de
camino entre la luminosidad (obtenida en mi fotómetro) en el cielo y la
obtenida en los rostros. Las figuras aparecían así ligeramente en silueta,
algo subexpuestas, y el cielo algo, no del todo, sobreexpuesto.
El equipo técnico que me asignaron, y que yo no pude escoger, era —
salvo excepciones— típicamente hollywoodiense, compuesto de
profesionales de la vieja guardia. Estaban habituados a un estilo de
fotografía muy pulida: rostros nunca en la sombra, cielo intensamente azul,
etc. Como yo les daba poco trabajo, se sentían frustrados. Según la práctica
común en Hollywood, el jefe de eléctricos prepara la iluminación de
antemano, con lo que yo me encontraba con los arcos ya listos en cada
escena. Mi trabajo consistía entonces en quitar todo lo que me habían
puesto. Me di cuenta de que eso les contrariaba; algunos empezaron a
comentar abiertamente que no sabíamos lo que andábamos haciendo, que
no éramos “profesionales”. Al principio, como muestra de buena voluntad,
rodaba una toma con arco y otra sin él, y les invitaba a ver el copión para
discutir los resultados. Pero no acudían a las proyecciones, tal vez para no
desperdiciar sus horas libres. O de acudir, no les convencía. Para ellos el
cielo tenía que ser azul y las caras tenían que estar plenamente iluminadas.
El conflicto se fue acentuando y hasta hubo defecciones. Por suerte, Malick
no sólo se puso a mi lado, sino que iba incluso más lejos que yo. En ciertas
escenas donde quise recurrir a una placa de poliéster blanco, para rebotar la
luz solar y aminorar un poco los contrastes en los personajes a contraluz,
me pidió que rodara sin nada. A medida que avanzaba el rodaje y veíamos
los resultados, nos volvimos más atrevidos, quitamos más apoyos
luminosos para dejar la imagen en bruto. Varios de nuestros colaboradores
técnicos se pasaron a nuestro bando poco a poco, pero otros nunca llegaron
a entender nada.
Si por el lado técnico hubo conflictos, en el aspecto artístico, al
contrario, tuve la suerte de contar con los mejores colaboradores que podría
desear. En cada película existe siempre un pequeño grupo, que es el
realmente responsable, y al que los demás se limitan a seguir. En Days of
Heaven este grupo lo encabezaban siete personas. Jack Fisk, que diseñó y
construyó la mansión —exterior e interior— en medio de los trigales, así
como las casas subalternas donde se suponía que vivían los braceros.
Patricia Norris, que diseñó y ejecutó, con un esmero y gusto
extraordinarios, las ropas de la época. Jacob Brackman, amigo personal de
Malick, director de la segunda unidad y, naturalmente, los productores,
Harold y Bert Schneider. Todos ellos y yo, un grupo muy unido, tomábamos
cada día un gran automóvil, que en una hora nos transportaba del hotel
donde vivíamos a los trigales. Durante el trayecto hablábamos
invariablemente de la película, en lo que acababa siendo una diaria reunión
de producción (production meeting) improvisada.
El equipo de decoración, atrezzo y vestuario se coordinó para
seleccionar colores compuestos, poco brillantes. Patricia Norris consiguió
telas y vestidos viejos para evitar ese aspecto sintético que caracteriza a la
ropa confeccionada por las sastrerías de los estudios. Fisk construyó una
mansión auténtica, por fuera y por dentro: no se limitó a levantar una
fachada, como suele hacerse. El color de los interiores era también el de la
época: marrón, caoba, madera oscura. Las telas blancas de cortinas y
sábanas fueron pasadas por té, para darles la tonalidad de algodón crudo sin
la brillantez excesiva de los blancos modernos. Y es que no se puede hacer
una buena fotografía, una fotografía con estilo, si el escenógrafo, el
diseñador del vestuario y el encargado del atrezzo colaboran, si se ponen
cosas sin ton ni son delante de la cámara. No se puede sacar belleza de la
fealdad, a no ser que se aspire al oxímoron de Andy Warhol, que nos
descubrió “la bella fealdad”. Muchos en nuestro oficio creen que el director
de fotografía debe preocuparse únicamente de la cámara y de la técnica. Yo
pienso al contrario, que ha de trabajar en perfecto acuerdo con los
responsables de decorados, vestuario, utillaje. Tuvimos largas
conversaciones telefónicas sobre estas cuestiones antes de mi llegada a
Hollywood; luego, mientras se rodaba en el Canadá, se fueron haciendo
adaptaciones y cambios útiles sobre la marcha.
Tuve varios operadores de cámara en Days of Heaven, pues
contrariamente a las películas que hago en Europa, no se me permitía por
razones sindicales llevar la cámara. Por esta razón, yo ensayaba y
“diseñaba”, junto con Terry, los movimientos de cámara y actores dentro
del cuadro, para que mis operadores los ejecutaran después de repetidas
pruebas. Tuve la suerte de contar con hombres de gran habilidad y talento:
John Bailey, el canadiense Rod Parkhurst, Eric van Harén Norman —
especialista de Panaglide— y el operador de segunda unidad Paul Ryan. En
muchas ocasiones, las escenas del fuego, por ejemplo, éstos y otros
cameraman trabajaban a la vez. Yo me mantenía cerca de la cámara
principal, sobre todo, y en cuanto era posible me desplazaba adonde estaban
los demás operadores para darles instrucciones. A veces cogía una cámara y
filmaba yo mismo, pero era un sacrilegio sindical no visto con buenos ojos.
Algunos de los planos rodados por dicho equipo, cuando yo no estaba
presente, fueron excepcionales; en buena ley, los elogios que se han
prodigado a mi trabajo desde el Oscar tendrían que ser repartidos entre
estos técnicos anónimos. Uno rodaba los planos de conjunto con grandes
angulares, otro hacía insertos con teleobjetivos, otro seguía la acción
cámara en mano, otro —el de la Panaglide— corría a través de las llamas o
alrededor de la gente, etc. La labor de todos nosotros se unificó gracias al
inmenso talento de Terry, a sus conocimientos técnicos y a su gusto
infalible. Pues Malick no permitiría jamás a nadie hacer algo que fuera
contra sus ideas. Antes del rodaje se establecieron una serie de principios.
Se diseñó el estilo de esta película de tal modo que cada colaborador tenía
que seguir por fuerza las pautas trazadas, fundamentalmente la de no
falsificar la realidad en la medida de lo posible, Haskell Wexler me
reemplazó las últimas jornadas del rodaje. Yo trabajé cincuenta y tres días,
él diecinueve. Cuando me propusieron Days of Heaven en Europa, yo había
aceptado ya la siguiente película de Truffaut y las fechas estaban fijadas de
antemano. Los productores y Malick habían aceptado esta condición, con la
esperanza de que el comienzo de L’Homme qui aimait les femmes se
retrasase, pero no fue así. Naturalmente, no podía faltar a mi compromiso
con Truffaut. Dejé el Canadá, de regreso a Francia, desconsolado, pues era
muy consciente de la importancia de Days of Heaven en mi carrera.
Antes de irme, pasé revista a todos los grandes directores de fotografía a
quienes admiro en América. Pensé en Haskell Wexler, que era además un
amigo. Le pedí si podía venir y terminar mi trabajo y tuve la suerte de que
aceptara. Durante una semana estuvimos juntos, a fin de que viese cómo se
desarrollaba el rodaje. Se hizo también una proyección del material filmado,
para familiarizarle con el estilo visual de la película. Haskell fue
maravilloso, porque además de lograr imágenes de una incomparable
belleza, se ajustó perfectamente al estilo que habíamos marcado. Dudo que
nadie pueda distinguir entre lo rodado por él y lo rodado por mí. En escenas
donde hay planos mezclados de los dos, hasta a mí me resulta difícil.
Haskell tiende a utilizar filtros y gasas de difusión (como en Bound for
Gloty), pero al no utilizarlos yo, prescindió de ellos. Haskell rodó todas la§
escenas del final en la ciudad tras la muerte de Richard Gere, amén de
planos aislados en secuencias no completamente terminadas; también son
suyas las secuencias en exteriores nevados, por cuanto hubo un largo
“verano indio” en el Canadá y la nieve no había llegado todavía cuando
tuve que regresar a Francia.
Days of Heaven se rodó en el Canadá aunque la acción transcurre en
Texas. Los motivos para trabajar allá y no en los Estados Unidos eran de
orden económico. Se evitaban ciertas limitaciones sindicales, insalvables en
California. A mí, por ejemplo, no hubiesen podido contratarme. Existían
también otras razones: la localización que se descubrió al sur de la
provincia de Alberta, en un lugar que pertenece a una pintoresca secta
religiosa. Los hutteritas son gente que emigraron hace muchos años de
Europa por causa de la intolerancia religiosa y viven, de hecho, en otra era.
Cultivan en común grandes extensiones de terreno, donde crece un trigo
distinto de las especies de hoy, más largo. Fabrican sus propios utensilios y
muebles austeros. No conocen la radio ni la televisión. Comen alimentos
naturales, por lo que sus rostros son diferentes a los nuestros. Algunos de
ellos intervienen en la película. Toda aquella comarca pertenece a otra
época y en una hora de viaje pasábamos del siglo XX al XIX. No cabe duda
de que la atmósfera peculiar de aquel lugar influyó en la autenticidad de las
imágenes de Days of Heaven. A ello hay que añadir los altos silos de color
rojo vino y las viejas máquinas agrícolas de vapor, propiedad de
coleccionistas privados, que pudimos utilizar, sin olvidar los extraordinarios
paisajes vírgenes de Banff.
En esta película utilicé por primera vez la cámara ahora más en boga en
América y que aún no había llegado a Europa: la Panaflex. Se trata de una
cámara ligera insonorizada, que ha surgido como una respuesta americana
tardía, pero quizás superior a cámaras europeas similares. Fruto de la
corriente actual hacia la miniaturización de los equipos para conseguir más
movilidad en el rodaje, la Panaflex es una cámara muy versátil, pues acepta
cargadores de diferentes metrajes, de modo que puede emplearse
indistintamente como cámara de estudio o como cámara de reportaje.
Cuando rodamos Days of Heaven, su único defecto era un visor no muy
luminoso, pero esto ha sido subsanado en los últimos modelos. Es una
cámara muy sofisticada, casi un gadget. Si a esto se añaden los objetivos
super-pana-speed de gran apertura, se puede rodar en las condiciones más
adversas y consideradas hasta hace poco como imposibles. Esta película no
se habría podido rodar con otra cámara.
Existe un cierto espíritu de inercia entre los técnicos de Hollywood. Al
haber sido los primeros en todo, les cuesta trabajo ponerse al corriente de
los nuevos procedimientos, originados principalmente en Europa durante
los años de la posguerra. Ya he citado el ejemplo de las cámaras ligeras, que
no llegaron al cine profesional norteamericano hasta hace muy poco. Pero
se dan otros casos. En Hollywood se han hecho siempre los travellings
sobre placas de contrachapado ensambladas. Las técnicas de la cámara
sobre vías aún no han sido del todo aceptadas. Yo prefiero, en el caso de
movimientos simples, el Elemack italiano, que es versátil y más ligero. Los
técnicos hollywoodienses se empeñan en utilizar la pesada Dolly, que no
cabe en ningún sitio. Cuando he tratado de convencerles, no atienden a
razones, me contestan que siempre lo han hecho así y que jamás se les han
planteado problemas. Casi llegué al convencimiento de que buscan la
dificultad a propósito, como medio indirecto de proteger el oficio. Es decir,
si se simplifica, más posibilidades se le dan al lego de penetrar en lo que ha
sido siempre Un coto cerrado. Esta reacción ante cualquier novedad, y en
particular aquella novedad que representa simplificación, es su forma de
defenderse.
Otro ejemplo todavía: las cabezas (o plataformas) a manivela que
continúan empleando obstinadamente. Hoy en día existen cabezas
giroscópicas o hidráulicas, que permiten hacer panorámicas tan suaves y
seguras como las de manivela (Satchler, Ronford, etc.). No se requiere gran
experiencia en su manejo. Una persona con buen sentido del ritmo puede
conseguir panorámicas perfectas y acompañar personajes en movimiento
sin que se les salgan de cuadro. En cambio, no se puede improvisar la
utilización de las dobles manivelas, lo cual debe de complacerles en el
fondo. A mí me gustan las cámaras con cabeza sencilla y un mango para
manejarlas. El operador forma cuerpo con la cámara, que así deviene casi
humana. La perfección mecánica de la cabeza a manivela no puede
compararse con el sentido casi humano de una panorámica hecha a mano.
Este rechazo de lo nuevo viene sancionado igualmente por la aparición
de las mesas de montaje silenciosas y con gran pantalla, en las que se
trabaja cómodamente y además sentado. En Days of Heaven nuestro
montador, Bill Weber, que pertenece a la nueva generación, trabajó con
mesa de montaje. Pero la vieja guardia, en su mayoría, sigue aferrada a las
moviolas verticales con pantalla minúscula, ruidosas y en las que debe
trabajarse de pie, sin contar con que se precisa una mesa aparte para hacer
los empalmes.
Con los sistemas Reflex en los visores de las cámaras ha ocurrido tres
cuartos de lo mismo. Surgieron en Europa durante y después de la guerra
(Arriflex, Cameflex), para evitar los errores de paralelaje del visor junto a la
cámara. Mediante un sistema de espejos y prismas el operador puede hasta
verificar el enfoque. Pero en América no empezaron a fabricarse hasta
mucho más tarde. A la vieja Mitchell se le añadió un sistema Reflex
deficiente, que fue mejorado más tarde. Panavision fabricó luego una serie
de cámaras Reflex realmente extraordinarias, y es que cuando los
americanos acometen seriamente un problema tecnológico, superan todo
cuanto se les ponga por delante.
Utilizamos por primera vez el prototipo de Panaglide. Se trata de la
versión Panavision del procedimiento Steady-Cam. Consiste en un arnés
que se pone el operador en forma de chaleco plástico-metálico, del que
parte un brazo pedúnculo con varias rótulas y compensado por muelles, al
término del cual queda suspendida la cámara, casi flotando sin gravedad
como en las naves espaciales. El operador la dirige con su solo brazo
extendido. Este sistema de suspensión le permite desplazarse, subir
escaleras y hasta correr, sin que los movimientos bruscos sean transmitidos
a la cámara, la cual se desliza literalmente en el aire. La cámara tiene
incorporado además un visor de video, por lo que el operador no tiene que
aplicar el ojo a un visor convencional, ve la escena que se filma a cierta
distancia como en un pequeño televisor. Se dispone también de un sistema
electrónico para enfocar a distancia. El ayudante está provisto de un emisor
inalámbrico, que gracias a unos botones le facilita regular todo cuanto
concierne al objetivo. La cámara es tan sensible que se movería si el
ayudante tocase los objetivos. Esto constituye, por cierto, uno de los
inconvenientes de la Panaglide. Su sensibilidad misma hace que se mueva
cuando hay viento y no se puede rodar entonces, porque adquiere un
movimiento pendular.
Al principio Terry se entusiasmó tanto con este nuevo dispositivo, que
quería rodar toda la película con la Panaglide. Pronto nos dimos cuenta de
que era un instrumento muy útil, indispensable en ciertas ocasiones, pero no
universal. En cierto modo, pagamos la novatada. Ocurrió como en los
primeros tiempos del cuando los cineastas, entusiasmados con el nuevo
juguete, terminaban por marear al público. La Panaglide nos proporcionaba
la libertad de movernos hada todas direcciones, con lo que la escena se
convertía en un tiovivo. El equipo entero, los técnicos de sonido, la script,
el director y yo mismo, todos nosotros, teníamos que correr detrás del
operador de cámara a cada movimiento, para no salir en cuadro. El copión
era de una gran brillantez, pero despedía un tufillo a tour de forcé, la cámara
se convertía en otro protagonista intruso. Descubrimos, muchas veces, que
nada se puede comparar con un plano fijo sobre trípode, o un
desplazamiento pausado, invisible, regular, de un travelling clásico sobre
ruedas.
Varias secuencias o planos en Days of Heaven no habrían sido posibles,
empero, sin la Panaglide. Se trata precisamente de escenas que han llamado
la atención del público y de los críticos. Por ejemplo, en el río, Bill (Richard
Gere) convence a Abby (Brooke Adams) que acepte las proposiciones del
patrón (Sam Shepard). Habría sido imposible poner vías bajo el agua para
hacer un travelling, sin contar el hecho de que los actores improvisaban y
caminaban sin rumbo fijo con el agua hasta las rodillas; la cámara no les
perdió un momento. En la secuencia del incendio de los trigales, la cámara
pudo penetrar entre las llamas, girar en torno al fuego en movimientos
vertiginosos y dramáticos.
La doble improvisación de los actores y la cámara provocó dificultades
en el montaje, impidió a veces cambiar de plano sin faltas de continuidad.
Abreviar una secuencia también resultaba difícil. Una de las más logradas,
por ejemplo, tuvo que ser eliminada del montaje final: el operador de
cámara estaba de pie en la grúa para rodar una escena a la altura de la
terraza de la mansión (tercer piso). Linda Manz abandona la terraza y baja
por la escalera. La grúa desciende al mismo tiempo, para seguirla y la
vemos intermitentemente a través de las ventanas. Al llegar a la planta baja,
el operador desciende de la grúa y, gracias a una plataforma que se habilitó,
alcanza a Linda Manz y la sigue al interior de la cocina, donde se encuentra
con Richard Gere para entablar diálogo con él. La primera parte del plano,
con la grúa que desciende por la fachada de un edificio, para describir en su
camino acciones diferentes a través de las ventanas, no constituye una
novedad: Street Scene (Vidor), Madame de… (Ophüls). Pero su segunda
parte, con la cámara que penetra en el edificio, significa algo nuevo, fuera
del alcance, por ejemplo, de la Louma, dispositivo francés que permite
penetrar en el edificio, como hice al final de La Vie devant soi, pero en una
sola habitación, en cuanto no puede torcer y seguir a un personaje a otro
aposento. Con la Panaglide se adquiere una impresión de tercera dimensión,
la verdad geográfica de un decorado queda descrita perfectamente.
Una dificultad suplementaria reside en que la cámara unida al arnés
tiene un peso más que considerable. El operador ha de erigirse en atleta
olímpico. Si el sistema Panaglide se generaliza, habrá que crear una nueva
generación de atletas/operadores y el problema será encontrar
atletas/artistas. Los tres operadores de Days of Heaven probaron el aparato
y acabaron sin aliento. Entonces Gotchak, de Panavision, nos mandó junto
con la cámara a su atleta mejor entrenado, Eric van Harén Norman, quien
hacía sus push-ups todo el día y era además muy artista.
A partir de Days of Heaven hice forzar sistemáticamente el revelado de
la película en las escenas de noche. En un principio, hacer esto con
emulsión 47 daba resultados deficientes, pero por esta época se había
llevado ya a la perfección. Hicimos pruebas en el laboratorio Alfa-Cine, de
Vancouver, y resultaron más que satisfactorias. Se forzó aquí el revelado
aumentando la sensibilidad del negativo a 200 ASA y a veces, en casos
extremos, a 400 ASA. El grano era normal, no apreciable hasta en las
ampliaciones ulteriores a 70mm. Esta posibilidad, unida a los nuevos
objetivos super-pana-speed ultraluminosos, nos permitió ir más allá en el
sentido de las bajas exposiciones, más lejos de lo que había llegado yo
nunca. El 55mm. abre a f1.1, y permite literalmente rodar sin más luz que la
de un fósforo o de una linterna de bolsillo. En Days of Heaven rodamos
muchas veces con un diafragma f1.1, forzando el revelado en el laboratorio,
sin el filtro 85 para captar la última luz del día. Me preocupaba la
profundidad de campo, mínima teniendo en cuenta una posible ampliación a
70mm. Pero tuve la suerte de contar con el estupendo foquista Michael
Gershman. Éste era muy consciente del riesgo que corría. Sin arredrarse
ante lo difícil de su tarea, su espíritu perfeccionista le hacía insistir hasta
tener todas las medidas y los movimientos aprendidos. Algunos se
impacientaban con él. Yo nunca le agradeceré bastante sus desvelos, pues
en contra de la moda dominante hasta hace poco (filtros de difusión), yo
deseaba una imagen limpia, precisa y tersa (crisp). Los técnicos de
Hollywood son excelentes. Tienen gran capacidad de trabajo y muchas
ideas, soluciones para todos los problemas. Nada es imposible para ellos.
Algunos poseen gran capacidad de adaptación.
Los riesgos técnicos se ignoran cuidadosamente en el cine profesional,
porque el director de fotografía carga con toda la culpa ante el productor, si
una escena sale mal. Pero como Malick deseaba precisamente experimentar
en este sentido, me permitía ir tan lejos como yo quisiera. En Days of
Heaven son numerosas las escenas de noche. En el exterior, en pleno
campo, no existía otro medio de iluminación en la época —1917— que las
fogatas o las linternas. Queríamos que estas escenas diesen la sensación de
haber sido realmente iluminadas por el fulgor de las llamas. Son frecuentes
en las películas del Oeste, y acostumbran a rodarse escondiendo algún foco
detrás de las brasas para aumentar la luz natural de la fogata. Tal solución
siempre me pareció muy falsa. Por ejemplo, en una película como Dersu
Uzala, donde resulta ridícula la escena en torno al fuego, no sólo porque
hay demasiada luz —que sobrepasa la de las llamas— sino porque dicha luz
es blanca, en contradicción flagrante con la temperatura de color y la
atmósfera. Otro recurso que se emplea a veces para filmar primeros planos
de personajes frente a una fogata, es el de agitar cosas delante de las luces,
en muy mala imitación del movimiento vacilante de las llamas. Nosotros
desarrollamos entonces una nueva técnica; recurrir al fuego auténtico para
iluminar los rostros. Como todos los descubrimientos, se produjo por
casualidad. Teníamos unas botellas de gas propano con tubos lanzallamas
para propagar el fuego en las escenas del incendio de los trigales. Al
observar que eran de fácil manejo y que se podía controlar sin esfuerzo la
altura de la llama, hice algunas pruebas que resultaron concluyentes. Todos
los primeros planos frente al fuego se filmaron así, alumbrados realmente
por las llamas de propano, con su verdadera coloración y su verdadero
movimiento, tanto las de la fiesta campestre con el violinista como las del
incendio. Rodamos a 200 ASA con diafragma entre f1.4 y f2. Creo que de
esta forma se logró una gran autenticidad.
Algunos de los miembros del equipo se sintieron al principio
confundidos, por no asimilar el trabajo que se les pedía. Si los eléctricos se
ocupan de la electricidad, ¿por qué tenían que manejar botellas de gas
propano?, ¿y por qué tenía que hacer lo mismo el “atrezzista” ? Después de
todo, era cosa de iluminación.
De pronto, lo que hacíamos desbordaba la especialización profesional
de cada uno.
Los planos generales del incendio en los trigales fueron filmados
prácticamente tal cual, sin luces de apoyo. La verdad es que al iluminar el
fuego, se disminuye su fuerza visual. Con nuestro procedimiento los
personajes se recortaban en silueta contra las llamas como pinturas
rupestres en negativo. En las superproducciones provistas de escenas con
grandes incendios, es frecuente el error de iluminación en exceso,
estropeando así el efecto, porque el director de fotografía se siente como
obligado a justificar su salario y su presencia gracias a un espectacular
despliegue de su parafernalia eléctrica.
Tuvimos unas dos semanas de rodaje con fuego. Cada noche
incendiábamos un nuevo campo de trigo. Varias veces nos asustamos,
porque el fuego se propagaba demasiado. En cierta ocasión nos vimos de
pronto rodeados por altas llamas y el aire empezó a ser asfixiante. Pero los
maquinistas reaccionaron con rapidez, evacuando los camiones con todo el
equipo —y nosotros dentro— a través de las llamas. Nadie llevaba ropa
especial, disponíamos sólo de máscaras para filtrar el humo. En suma, una
aventura peligrosa y susceptible de serios accidentes, pero ésta fue una
película protegida por los dioses.
En ciertas escenas la sustracción del filtro 85 nos permitió
combinaciones de temperaturas de color fuera de la norma pero con calidad
pictórica. Recuerdo un momento en el que Richard Gere y Linda Manz asan
un pavo al aire libre. Casi no quedaba luz de día y la imagen cobró un tono
azul profundo, excepto el fuego que crepitaba lanzando sobre los intérpretes
resplandores intermitentes de tonalidades rojizas. Las linternas de petróleo
que llevan los braceros para alumbrarse y recoger las langostas, no fueron
usadas como objetos decorativos sino como verdadera fuente de
iluminación. Al igual que en Adèle H. se les camufló en el interior luz
eléctrica. Cada persona llevaba bajo la ropa un cinturón con batería, del que
partían finos cables eléctricos, escondidos bajo la camisa, que alimentaban
las pequeñas bombillas de cuarzo dentro de las linternas. Para conseguir
mayor veracidad, se tiñeron los cristales de estas linternas de un color
anaranjado; la luz blanca de las lámparas de cuarzo adquiría así la
temperatura de tonos calientes propia de la luz de petróleo. Se utilizaron
fuera de cuadro soft-lights con doble gelatina naranja, para llenar apenas las
zonas de sombra. Y eso fue todo.
Otra innovación para mí en esta película fue cómo se rodaron en
exteriores las tomas de campo-contracampo. Es decir, cuando dos
personajes hablan frente a frente y la cámara filma alternativamente al uno
y al otro. A pleno sol, uno de los personajes tiene la luz de frente y el otro
de espaldas, a contraluz. No hay equilibrio entonces de intensidad luminosa
en el montaje y se produce una sensación molesta. La solución de iluminar
el rostro a contraluz, mediante electricidad resulta artificiosa también: el
cielo tras el personaje iluminado frontalmente es azul, el del iluminado a
contraluz es blanco (sobreexpuesto), con lo que la sensación de irrealidad
aumenta. Paradójicamente —y he aquí una contradicción flagrante con mi
“moral” realista— la solución que encontramos, ya vislumbrada gracias a
un error en una escena de Femmes au soleil, consistió en situar a cada uno
de los intérpretes a contraluz, del sol y en el mismo lugar, procurando que
las líneas de la mirada se fijasen en la debida dirección. Ambos rostros y el
fondo poseen entonces el mismo valor lumínico y las transiciones se
suceden sin saltos en el montaje. Obviamente, en este caso la geografía del
lugar se prestaba —tierra llana cubierta de trigales—, por lo que el campo y
el contracampo podían ser idénticos. A veces filmábamos por la mañana un
personaje y por la tarde el otro, de forma que el sol cambiase de situación,
detrás de cada personaje en ambos casos. ¡Dos personas frente a frente y a
contraluz! ¿Dos soles en el planeta Tierra? No creo que nadie se haya dado
cuenta de ello viendo Days of Heaven.
Por regla general, los momentos de luz, más hermosos en la naturaleza
se dan en las situaciones extremas, justamente aquellos donde parece que ya
no se puede rodar, cuando los manuales de Kodak o Weston desaconsejan
filmar. Si en las escenas de día un espectador cuidadoso podría contar dos
soles, en las del atardecer no podría contar ninguno. Tal vez sea esto lo que
ha llamado la atención —inconscientemente, claro— en la luz de Days of
Heaven. Ciertas partes de la película se filmaron, por expreso deseo de
Malick, en lo que él llama la “hora mágica”; esto es, el intervalo que existe
entre que el sol se oculta y la caída de la noche. El período lumínico es de
unos veinte minutos, por lo que la expresión “hora mágica” resulta un
eufemismo optimista. La luz era realmente muy bella, pero teníamos poco
tiempo para filmar escenas en ocasiones largas. Nos preparábamos todo el
día con los actores y la cámara; al llegar el momento preciso tras la puesta
del sol, había que rodar con rapidez, vertiginosamente, sin perder un
momento. La luz, durante esos minutos es mágica, porque no se sabe de
dónde viene, no se ve el sol, pero el cielo puede ser limpio, sin nubes, y el
azul de la atmósfera sufre mutaciones extrañas. La intuición y el
atrevimiento de Malick hicieron de estas escenas probablemente las más
interesantes de la película. Y hace falta osadía para convencer al viejo
sistema hollywoodiense de que la jornada de rodaje se limitase a veinte
minutos. Pese al dinamismo frenético con que se aprovechaba aquel corto
período, muchas veces había que terminar la escena el día siguiente a la
misma hora, pues la noche caía inexorablemente. Malick a diario, como
Josué en la Biblia, hubiese querido detener el curso imperturbable del sol
para seguir rodando. Este sistema de trabajo en la hora mágica no nuera del
todo desconocido pero sólo lo había experimentado otras veces en planos
aislados y breves, en La Collectionneuse y en More. Nunca se me había
ofrecido la oportunidad de emplearlo en secuencias largas como aquí. Pocas
películas como ésta reúnen tantos exteriores diferentes, que ofrezcan tantas
oportunidades a un director de fotografía.
Nuestro procedimiento habitual en tales escenas era también el de forzar
el revelado, contando en mi fotómetro como si tuviese 200 ASA.
Empezábamos con objetivos normales, pero a medida que bajaba la luz,
pedía objetivos de mayor abertura, para terminar indefectiblemente con el
más luminoso, el 55mm, que abría a f1.1. Cuando ya no quedaba sino un
leve resplandor en el aire, para extender todavía más la sensibilidad de la
película, quitábamos el filtro 85 de corrección para luz diurna, y con eso se
ganaba casi un diafragma. Como ultimo recurso, llegamos en ocasiones a
rodar a doce y ocho imágenes por segundo, pidiendo a los actores que se
moviesen con mayor lentitud, para reconstruir luego su cadencia cuando se
proyectaba la película a 24 imágenes. Es decir, en vez de exponer a 1/50 de
segundo, se exponía a 1/16, lo cual permitía ganar otro diafragma. En el
momento del talonaje, el laboratorio tendría luego que tomarse el trabajo de
armonizar —corregir— un negativo de diferentes tonalidades. La labor que
Bob McMillan llevó a cabo en MGM fue milagrosa. Ciertas escenas eran en
copión una auténtica mezcla de diversos retales y McMillan consiguió darle
unidad a todo. Mi deuda de gratitud con él es considerable.
Rodar estas escenas en la “hora mágica”, no significó una decisión
gratuita, esteticista, sino que estaba plenamente justificada. Ya es sabido que
los campesinos se levantan muy temprano para ir a faenar (se rodaba en el
crepúsculo para obtener la luz del alba). La escena en el río entre Gere y
Adams tenía un sentido al final del día, porque eran los momentos de
descanso después del trabajo. No hay que olvidar que en aquellas épocas se
trabajaba de sol a sol.
Para los interiores nocturnos de la mansión, como tenían lugar en los
primeros tiempos de la electricidad, puse bombillas caseras de pocos watios
en las lámparas, a fin de que tuvieran una temperatura de color en tonos
cálidos. De utilizar photo-floods, como es lo habitual, la luz habría sido
demasiado blanca, moderna. Dichas luces se montaron además en
resistencias, para graduar su intensidad en relación con las otras luces —en
su mayoría soft-lights— empleadas fuera de cuadro. Las resistencias eran
de uso común en la época del blanco y negro. Con la llegada del color, sin
embargo, se advirtió que poner las luces en un reóstato alteraba la
temperatura de color con tendencia a los tonos cálidos. Pero lo que se
consideró un defecto del primitivo cine en color, me proporcionaba ahora
un efecto de luz de tungsteno más mortecina, característico de los
comienzos de la electricidad. Hacia el final de Days of Heaven, de noche
cuando el marido celoso (Sam Shepard) sube y encuentra a su mujer
(Brooke Adams) en la habitación, hay en ella lámparas de época, por lo cual
la iluminación de apoyo, fuera de cuadro, se justificaba, al venir en la
misma dirección que la de las lámparas. En las imágenes de la mansión
vista desde el exterior, tanto de noche como en “hora mágica”, la luz de las
ventanas era eléctrica, bombillas caseras corrientes.
Fuera de esto, no se utilizó como norma iluminación artificial en la casi
totalidad de la película. Para las escenas de día, en los pocos interiores que
rodamos, se utilizó la luz real de ventana, a ejemplo de Vermeer. Tenía
experiencia previa de esta técnica, particularmente gracias a Die Marquise
von O. de Rohmer. Pero con Malick la llevamos a las últimas
consecuencias. Como a Rohmer no le gustan las luces de alto contraste, yo
debía añadir alguna luz de apoyo, para que los fondos fuesen también
visibles. Malick, en cambio, no quiso que se añadiera nada. Los fondos
adquirían entonces una decidida penumbra, y sólo los personajes se
destacaban. Esta técnica posee aspectos positivos apreciables, aparte del
más importante que es la belleza de esta luz natural. Los actores trabajan
mejor, sin la fatiga que producen la luz excesiva y el calor asfixiante de los
focos. No se pierde tiempo y dinero en instalaciones eléctricas complicadas.
El aspecto negativo radica en que el diafragma del objetivo debe estar muy
abierto, con lo cual la profundidad de campo resulta mínima. Malick es un
director que conoce bien las técnicas fotográficas. Otro realizador no habría
tenido en cuenta esta falta de profundidad de campo, pero Malick
organizaba la escena de manera que los actores se encontrasen en el mismo
plano focal, sin que estuviera uno a foco y otro no.
Los trucajes que hicimos en Days of Heaven fueron, como todo en esta
película, de una gran sencillez. Malick partió del principio de realizar los
efectos especiales en la cámara, no alterando con trucos ópticos de
laboratorio el negativo original. El público ha aprendido mucho y percibe
inmediatamente un trucaje, porque cambia la granulación y la coloración
del positivo tras las manipulaciones en laboratorio. De mi experiencia
europea aporté algo que mis ayudantes técnicos consideraron al principio
casi un sacrilegio; los fundidos al final o al comienzo de una escena se
efectuaron a menudo directamente en la cámara. No se elaboraron en el
laboratorio. Bastaba con cerrar el diafragma lentamente hasta f16 (si la
exposición del plano era de f2.8, por ejemplo) para encadenar luego el
cierre del obturador variable de la Panaflex, hasta obtener un negro
absoluto.
En la secuencia de la plaga de la langosta se utilizó una técnica
considerada igualmente heterodoxa y “poco profesional” pollos entendidos
del equipo, si bien tuvieron luego que rendirse a la evidencia. En los
insertos y planos cercanos se utilizaron saltamontes vivos auténticos,
capturados a millares para nosotros por el Departamento de Agricultura del
Canadá. Pero en los grandes planos generales de los campos invadidos por
la plaga, se utilizaron como otras veces (The Good Earth) semillas y
cáscaras de cacahuetes lanzadas desde helicópteros fuera de cuadro. La
innovación consistió aquí en utilizar una cámara (Arriflex) que podía rodar
en retroceso; se pidió entonces a los actores y extras que caminaran hacia
atrás, y los tractores también marchaban hacia atrás. Así, al proyectarse la
película impresionada, los personajes y los tractores iban hacia adelante y
las langostas (semillas) no caían, sino que parecían alzarse en vuelo de los
trigales.
Varias escenas se rodaron por el procedimiento de “noche americana”.
Desde los tiempos del blanco y negro se consigue, como es sabido,
filmando de día, subexponiendo el negativo (véase el capítulo L’Enfant
sauvage). Y así se suele seguir haciendo en el caso del cine en color. Pero
en color se utiliza el filtro polarizante, que oscurece algo, no lo suficiente, el
cielo. Los resultados no me parecen satisfactorios. En Days of Heaven
resolvimos el problema tratando de evitar el cielo, por el sistema de subir la
cámara y rodar hacia abajo, en picado, o de escoger lugares donde el
horizonte no fuera visible, como al pie de una colina, por ejemplo. Con el
fin de acentuar el efecto nocturno, además de la subexposición, se eliminó
el filtro de corrección anaranjado 85 para luz de día, de manera que las
imágenes tuvieran un tono azulado, lunar. He aquí otra ventaja
suplementaria que supone trabajar en color.
Malick, aunque muy americano, es una persona de cultura universal,
conoce la filosofía, la literatura, la pintura y la música europeas. Por ello es
un hombre entre dos continentes, y cinematográficamente pertenece a la
misma familia artística de Rohmer y Truffaut. No me fue nada difícil, pues,
adaptarme con el rodaje de Days of Heaven al Nuevo Continente.
Con el Oscar que me concedió la Academia de Hollywood por mi
trabajo en Days of Heaven iba a iniciarse una nueva etapa en mi carrera.
Days of Heaven
L’Homme qui aimait les femmes
Truffaut toma notas cada vez que oye algo que le interesa de la gente
que le rodea, las pone en fichas y va guardándolas. No me sorprendería que
L’Homme qui aimait les femmes hubiese nacido en buena medida de esas
fichas, sea fruto tanto de sus experiencias personales como de lo oído a
otros. Truffaut actúa un poco como repórter de la actualidad, pero un
repórter con imaginación. Trabaja este material en colaboración con otros
escritores, particularmente sus comedias. A lo largo de los años ha
conseguido crear un equipo de colaboradores a los que conoce al dedillo y
que le conocen perfectamente. Por eso, los rodajes de sus películas son cada
vez más sencillos y fructíferos.
Truffaut da carta blanca a los colaboradores que llevan años con él, para
que, por ejemplo, elijan la escenografía donde se ha de filmar una secuencia
del guión. Esto le estimula, porque a veces el día del rodaje llega a un lugar
que desconoce y ese decorado extraño le inspira. Existe una mirada virgen,
que se pierde cuando se ha visto mucho un lugar. Resulta agradable, pues,
trabajar con Truffaut, por esa mezcla de libertad y de control que se respira
a su lado. Durante el rodaje mismo no hay guión técnico previo, con los
movimientos de la cámara señalados de antemano, porque Truffaut prefiere
trabajar un poco sobre la marcha. Tampoco está contra el doblaje parcial de
sus películas, lo cual favorece a menudo la tarea del director de fotografía.
La mitad de L’Homme qui aimait les femmes se filmó con bajas
iluminaciones. Volví a considerar mi película como si tuviera la sensibilidad
de 200 ASA, con objetivos Zeiss de gran abertura (f1.4) y cámara Arri BL.
El laboratorio LTC hizo el resto. La experiencia adquirida en América
durante el rodaje de Days of Heaven me fue de mucha utilidad, por
supuesto.
Las escenas nocturnas del final, antes del accidente, por ejemplo, se
hicieron sin más luz que un photo-flood frontal sobre la cámara. Se dejó tal
cual la iluminación de las calles. Únicamente se pidió a los propietarios de
las tiendas, que dejaran encendidos los escaparates, para crear la sensación
de que estábamos en Navidad. La luz natural que venía de los escaparates
fue más que suficiente.
Esta película cuenta con mayor cantidad de primeros planos de lo que es
habitual en Truffaut, algunos dentro del mismo rostro, que cortan la frente y
la mandíbula. Se procedió así en oposición a las películas de época
pretérita, donde abundaban más bien los planos de conjunto o los planos
medios. La razón estriba en la creencia de Truffaut relativa a que el primer
plano es una idea visual moderna, que no conviene a otras épocas.
En cada realizador se dan constantes, eso que se da en llamar “estilo”.
En cada película de Truffaut se repiten las mismas ideas visuales con
variantes infinitas. Por ejemplo, cuando hay una ventana en el decorado, ya
sé que debo procurar incluirla en mi encuadre. A Truffaut le encanta rodar
planos con una ventana al fondo, por la cual se ve algo relevante a la
acción. Y también le gustan los planos donde se mira al interior desde una
ventana en una fachada, y a través de la cual vemos lo que ocurre dentro.
En otras palabras, planos que son como un cuadro en el interior de otro
cuadro.
Cuando se filma una película de época actual, se tiende a dejar intactos
los decorados elegidos, sin mayor intervención por parte del escenógrafo.
Se trabaja un poco a la manera del reportaje. En las películas que
transcurren en otras épocas, por el contrario, se cuida mucho más el
decorado, se amuebla y se viste todo de nuevo. Me parece un error la
actitud “documental”, cuando se pretende hacer una película
contemporánea con estilo, justamente porque ahora hay menos cuidado
estético que antes (vivimos rodeados de objetos y muebles manufacturados
en serie, materiales poco nobles, colores chillones). La elección y
preparación de los elementos del decorado son, pues, capitales en una
película moderna.
Pongamos por caso, el restaurante de la camarera judoka. Los colores y
diseños de aquella localización eran realmente vulgares. Se camuflaron
algunos detalles con telas que se trajeron en el último momento.
Disponiendo de más tiempo, se habría podido redecorar, como se hizo en el
otro restaurante, donde aparece Nelly Borgeaud, cuyas paredes se pintaron
de tonos oscuros. Y los propietarios no acostumbran a poner reparos, ya que
se les devuelve su local recién pintado… No hay que vacilar en proponer
cambios a veces fáciles.
Con la sola excepción de una escena mencionada más arriba, el trabajo
de preparación de L’Homme qui aimait les femmes se cuidó con esmero.
Fue ejecutado con más tiempo del habitual en este tipo de películas. Esto
permitió estilizar decorados y encuadres, equilibrar muy escrupulosamente
los colores de los fondos y de las ropas. Para no caer en el mero
documental, Truffaut sólo tomó de la hermosa ciudad de Montpellier —
donde se rodó la mayor parte de la película— elementos neutros, no
identificables. (Contrariamente a como utilizó Rohmer la ciudad de
Clermont-Ferrand en Na nuit chez Máud). La acción transcurría aquí en una
ciudad de provincias, pero perfectamente anónima. La empresa de estudios
aerodinámicos donde trabaja el protagonista, por ejemplo, se filmó a cientos
de kilómetros de distancia, en Lille. De acuerdo con el principio de
estilización antes descrito, en esta escena el decorador Kohut-Svelko nos
propuso la brillante idea de teñir el agua del estanque experimental de un
verde fosforescente. Aceptamos con entusiasmo su sugerencia.
Por estar más al norte y por haber empezado el invierno, en Lille hacía
mucho frío. El aliento de los intérpretes se convertía en vapor durante su
diálogo, cuando en las escenas previas de Montpellier había una vegetación
mediterránea y sol y se suponía que todo ocurría en la misma ciudad. Se
pidió entonces a los actores que fumasen mientras hablaban; el humo del
cigarrillo enmascaró así el vapor del aliento.
El montaje jugaba un papel de gran importancia en L’Homme qni aimait
les femmes. Hasta el proceso de selección y ensamblaje de tomas no se hizo
aparente el significado de la película, que se nos escapaba a todos —menos
a Truffaut por supuesto— durante la filmación. En efecto, rodamos
infinidad de planos cortos y breves escenas en las calles de Montpellier,
imágenes no documentales sino coreografiadas con un sinnúmero de
mujeres deambulando sin detenerse en una gran variedad de encuadres y
movimientos, que sólo en el montaje adquirían sentido a través de
oposiciones y grafismos combinatorios. Uno de esos planos leitmotiv, el de
las piernas que avanzan “midiendo el mundo como un compás”, se logró de
manera muy sencilla. Se situó a ras de suelo la cámara, provista del zoom en
posición teleobjetivo de 250mm. A partir de ella se trazó una circunferencia
de unos veinte metros de radio, que fue circundada por automóviles.
Pedimos a nuestras mujeres que caminaran a buen paso, a lo largo de dicha
circunferencia. La cámara las seguía en panorámicas de 360 grados, como
si fuera un tiovivo. En la pantalla, la compresión óptica propia del
teleobjetivo producía la ilusión no de una circunferencia o línea curva, sino
de una línea recta ininterrumpida, como si las mujeres fuesen andando por
una acera con coches aparcados, como si la cámara se moviera sobre un
travelling en lugar de describir una simple panorámica.
Uno de los principales talentos de Truffaut reside en saberle sacar
partido a los elementos más significativos de una localización anodina en
apariencia. Aun siendo tan variados los planos de esta película, fueron
rodados en realidad como quien dice a la vuelta de la esquina de nuestro
centro de operaciones. Truffaut sabe por experiencia que cualquier lugar
puede ser fotogénico, todo depende de cómo sea filmado. Y en esta serie de
imágenes donde la cámara se mantenía muy cerca de los personajes, donde
el segundo término urbano debía permanecer lo más neutro posible, eran
calles, aceras y zonas de estacionamiento que se hallaban… en el área
circundante de las oficinas de producción que Les Films du Carrosse —la
compañía que financiaba la película— había alquilado para el rodaje.
Truffaut desarrollaría una experiencia semejante, más ingeniosa todavía, en
La Chambre verte.
Citaré, para terminar, otra escena donde la estilización intervino
decisivamente. En la habitación de un hotel, Charles Denner y Brigitte
Fossey están en la cama, mientras llueve. La lluvia tiene una significación
importante dentro de la escena. Intercalar en el montaje planos de la
ventana y el agua que cae, habría sido una solución pedestre. La banda
sonora con el repiqueteo característico de las gotas tampoco bastaba.
Ideamos entonces lo siguiente. En la parte exterior de la ventana se situó
una luz direccional potente (mini-bruto), cuyo haz luminoso incidía
precisamente en la estancia donde estaba transcurriendo la acción. Ante la
ventana se había dispuesto una cortina de lluvia artificial. El dibujo del agua
se proyectaba entonces por transparencia en los rostros de los actores y en
las paredes del cuarto. Y el efecto visual de la lluvia se superponía en
síntesis a la escena. Un efecto similar utilizaba Fritz Lang en The Wornan in
the Window, que he vuelto a ver recientemente; ignoro si la memoria
inconsciente actuó en este caso o fue una simple coincidencia. Con todo, en
nuestra película el efecto era una licencia estilística, poco justificable en la
realidad: cuando llueve, acostumbra a no haber sol; ningún rayo solar, por
tanto, podía filtrarse en la habitación. Pero tal como Truffaut dirigió la
escena resultaba tan convincente, que dudo que nadie —a no ser un colega
puntilloso— haya advertido este engaño visual.
L’Homme qui aimait les femmes tuvo en Francia un éxito considerable
de público y de crítica. De las tres comedias contemporáneas que he hecho
con Truffaut, ésta es sin duda la que prefiero.
Koko, le gorille qui parle
Siempre tuve la ilusión de rodar un western —un género tan clásico que
tiende a identificarse con el cine mismo— y fue Jack Nicholson quien me
dio esta oportunidad. Para mí, el western es como una especie de
Commedia dell’Arte, pero a la americana. Posee unas reglas fijas,
constantes, que el público conoce de antemano. Sólo que en vez de
Arlequín, Colombina y Pantalón, sus personajes son el Sheriff, el Fuera de
la Ley, la Chica del Saloon o la Puritana. Un campo de operaciones perfecto
para Jack Nicholson, que es uno de los más grandes actores del mundo. Y
un director que es como una fuerza de la naturaleza, desbordante,
incansable, capaz de rodar sin pausa de la mañana a la noche, y luego, ir a
una fiesta para divertirse hasta la madrugada. Trabajar con él viene a ser
estimulante y difícil a la vez, pero su entusiasmo es comunicativo, arrastra a
todo su equipo como un verdadero ciclón.
Su vitalidad me hace recordar una de las pocas cosas que aprendí en el
Centro Sperimentale, cuando estudiaba cine en Roma. Alessandro Blasetti,
uno de los grandes veteranos del cine italiano, nos explicó un día que la
principal cualidad para ser cineasta no es el talento, ni los conocimientos
técnicos ni la cultura, sino la salud, una salud de hierro. Si no se posee salud
y resistencia, inútil dedicarse a este oficio.
Las convenciones del western no se limitan a la trama argumental y los
personajes, sino que se extienden a la luz y el encuadre. El sol violento en
los exteriores, los grandes espacios abiertos, una geografía desgastada por
la erosión, cielos limpios donde se recortan las nubes. Y también el saloon,
desde cuyas puertas basculantes y ventanas se entrevé la luz hiriente del sol,
los poblados polvorientos, las cárceles oscuras. Y los establos que lámparas
de petróleo alumbran en la fría noche. Me regocijaba hallar estos tópicos y
muchos otros más en Goin’ South. Mi estrategia, pues, consistió en respetar
la tradición por principio, para quebrantarla sólo en aquellas situaciones que
exigieran una renovación.
El desierto resulta fácil de fotografiar, porque la luz rebota naturalmente
del suelo y llena las zonas que están a contraluz o en la sombra. Sólo existe
dificultad cuando el paisaje es muy verde, ya que este color absorbe la luz.
Por ello me limité a exponer para la sombra y dejar el paisaje en
sobreexposición, “quemado”, a fin de acentuar la sensación de luz solar
cegadora, característica del género. La idea de sequedad se subrayó,
utilizando no el filtro 85 normal de corrección, sino el filtro 85 B cuya
temperatura de color es de tonos cálidos; la hierba verde adquiría entonces
una tonalidad amarillenta y el paisaje parecía más desértico.
En las raras ocasiones en que los contrastes de sol y sombra eran muy
extremos, rechacé sistemáticamente las viejas pantallas metalizadas o los
arcos, cuya luz es tan artificiosa. En los primeros planos, me serví de
paneles blancos de poliéster, que medían un metro cuadrado. En los planos
generales, descubrimos una alternativa interesante, un tejido plástico
blanco, llamado gryflon, utilizado en agricultura para cubrir el heno;
tendido en un bastidor ligero de aluminio de 10 metros cuadrados, era
sumamente eficaz para rebotar la luz del sol y llenar las sombras en una
amplia área con un efecto muy natural. En cualquier caso, tuvimos buen
cuidado de no alterar en exceso el equilibrio de luz y sombra habitual en la
naturaleza. No tengo ninguna fórmula precisa que revelar en este sentido,
sigo más a la intuición que al fotómetro.
Casi toda esta película se rodó en México, concretamente en Durango,
en un poblado western típico que se alquiló al actor John Wayne. Estaba
sólidamente construido en adobe y se había utilizado ya en otras películas.
Toby Rafelson, la decoradora, tuvo que cambiar colores y letras de las
fachadas, disfrazar, alterar y añadir algunos elementos, entre ellos un
patíbulo que se levantó en la plaza.
Las primeras escenas, que se rodaron en la cárcel, me proporcionaron
algunas posibilidades visuales. El primer plano tenía como escenario una
celda minúscula. En ella estaban metidos, además de Nicholson como
preso, un Elemack, un operador de cámara (ya que por imposiciones
sindicales no se me permitió a mí llevar la cámara), un foquista, el técnico
de sonido, la script y yo mismo. No quedaba virtualmente el más mínimo
espacio para poner una luz. Así que la iluminación principal se hizo desde
la ventana. Por medio de un arco, un rayo de sol parecía penetrar en el
interior, que recortaba la silueta de Nicholson. Más tarde, cuando sus
compañeros de la banda le hacen una visita, ese mismo rayo les iluminaba
uno a uno, se materializaban literalmente al surgir de la semioscuridad para
acercarse a las rejas. Se dispusieron algunas luces más en el otro único
lugar posible: el techo. Al ser oscuro, se pegó con presillas un cartón blanco
sobre el cual rebotaba la luz (mini-bruto), que tenía que ser plana y muy
pegada al cartón, en cuanto el techo era muy bajo y se corría el riesgo de
que las luces apareciesen en cuadro.
Jack Nicholson es un actor-director que improvisa mucho a partir del
guión. De ahí que en Goin’ South prefiriese yo no anticipar los ángulos de
cámara y la iluminación. Esperaba primero a ver un ensayo en el decorado,
para discutir sólo después con el director cuál sería su tratamiento visual.
Ahora bien, existía un planteamiento visual fijado previamente en el diseño
y color de los decorados y en la selección de los paisajes. El diseño de
Goin’ South tenía que ser a la vez estilizado y realista. El espectador tenía
que ver cómo era Texas en 1868, antes del descubrimiento de la
electricidad. La experiencia adquirida en Les Deux Anglaises et le
continent, Adèle H, y Days of Heaven simplificaba mi labor. Pero el western
posee una serie de tradiciones visuales, pictóricas incluso.
Toby Rafelson y el propio Nicholson aportaron libros sobre pintores del
Oeste, como Russell Remington, y Maynard Dixon sobre todo, que fueron
examinados y estudiados detenidamente. Maxwell Parrish también nos
inspiró con sus cuadros, donde azules y naranjas se combinan de modo
sorprendente.
El alumbrado en el interior de la casa de Julia (Mary Steenburgen) se
hacía por medio de lámparas de keroseno. Las que nosotros empleamos
estaban alimentadas, en realidad, eléctricamente con bombillas caseras de
100 watios, pero aquí mejoramos la experiencia de Les Deux Anglaises y
Adèle H. Como la luz, de keroseno es baja en la escala de grados Kelvin
(tonos rojizos), se puso dentro de cada lámpara una manga o cilindro de
gelatina 85 (naranja) que cubría y coloreaba la luz eléctrica, dándole la
tonalidad que produciría normalmente una llama. Cuando la lámpara era
transparente, se camuflaba la forma de la bombilla en el interior, cubriendo
la parte expuesta a la cámara con dulling spray (un líquido opalino), para
hacerla traslúcida. La parte opuesta de la cámara se dejó transparente a
propósito, a fin de que la luz emanada sobre el decorado y el rostro de los
actores fuese óptima, eliminando de paso la sobreexposición de la propia
lámpara y equilibrándola con el resto.
Las escenas de la mina fueron las que ofrecieron mayor posibilidad de
lucimiento. Como en su interior las lámparas habían de ser portátiles, hubo
que buscar un expediente para eludir la presencia de cables eléctricos, como
había hecho otras veces. En este caso, la luz auténtica de keroseno resultaba
insuficiente. Mi jefe de eléctricos, Hal Trussell, se puso a investigar qué
posibilidades nos ofrecía el mercado. Descubrimos que, para las
motocicletas Yamaha, existía una pequeña batería de 12 voltios, que cabía
como a la medida en el depósito destinado originalmente al keroseno. En
lugar de la mecha, se ajustó una minúscula pero potente bombilla Philips
12336, que nos proporcionaba una autonomía de varias horas. No había que
hacer nada más que pulsar un simple interruptor oculto antes de rodar.
Esas linternas desempeñaron un papel preponderante en la mina, pues se
decidió, de común acuerdo con Nicholson, que serían la única luz visible en
la oscuridad. En la primera escena había sólo una o dos lámparas en manos
de los actores, que se balanceaban y producían efectos móviles de luz.
Conforme la profundidad de la mina era mayor, se dispusieron durante el
trayecto linternas colgadas de las vigas, para aumentar la luz de ambiente.
Todas estas escenas se rodaron entre f1.2 y f1.8 (forzando el revelado de un
diafragma, por supuesto). Se pidió a los actores que mantuvieran las
linternas alzadas, más o menos, a la altura de su rostro, para recibir mejor la
iluminación. Nicholson se convirtió así en un actor privilegiado; se
iluminaba a sí mismo e iluminaba a Mary Steenburgen durante todo su
tránsito por la mina y como posee ese sentido excepcional de la colocación,
lo hizo de manera formidable. La distancia de las linternas al rostro de los
intérpretes variaba constantemente según sus movimientos, así que
dependíamos para la exposición de la latitud de la película negativa. Pero he
comprobado por experiencia que la película puede “ver” más de lo que se
cree. En algunos momentos la subexposición era del orden de 4 diafragmas
y aun así se podía distinguir algo. Nicholson pidió que el túnel fuese
invadido por el polvo de los trabajos. En vez de aumentar la cantidad de luz
para la exposición, se dejó todo tal como estaba. Porque el polvo, como la
niebla, más bien incrementa la luminosidad; sus partículas difundían la luz
como miles de luciérnagas.
Para rodar los primeros planos, se reforzó la luminosidad de la linterna
con un inkie provisto de resistencia suavizado con cuatro capas de difusión
(spuns) y gelatina naranja MT2 para la coloración de la llama. Y en los
planos generales se ocultaron pequeñas bombillas de 200 watios (sustraídas
a los inkies) tras las linternas colgantes, con vistas a prolongar su potencia e
iluminar el fondo de la mina. Dichas bombillas se pintaron de naranja,
imitando la coloración de las llamas.
La importancia de la iluminación radica en que puede contribuir
dramáticamente a contar una historia. Una secuencia concreta en la mina
ofreció esta oportunidad. Tras el derrumbamiento, los protagonistas buscan
otra salida; al final del túnel, vislumbran una luz que llega verticalmente de
arriba. Nicholson alarga la mano y se comprende que esa luz es diurna, su
temperatura de color es normal en contraste con la tonalidad anaranjada de
las linternas. Hay un momento de suspense, seguido de una explosión de
júbilo. Nicholson agranda la abertura y la luz del día entra a raudales en
sobreexposición, como ocurre cuando la vista ha estado largo tiempo
acostumbrada a la oscuridad.
Procuré en todos los casos que la fuente de luz, principal estuviera
siempre incluida en el cuadro. Mientras haya al menos un punto luminoso
en campo, aunque el resto, incluyendo a los intérpretes, quede en la
penumbra, el plano no parecerá estar en subexposición. Sin ese punto de
apoyo lumínico, el plano parecería sencillamente gris, desprovisto de
relieve. Es una ley que me ha confirmado la experiencia.
Otra escena interesante tiene lugar de noche, cuando Jack Nicholson y
Verónica Cartwright se hallan en el bosque. Recordé un efecto de una vieja
película de serie B, The Curse of the Cat People (Robert Wise, 1944). Me
habían impresionado las escenas en que una niña cruza un bosque de noche.
La luz lunar (o su apariencia), al atravesar las copas de los árboles, producía
miles de sombras móviles de las ramas y las hojas. Era un efecto visual que
siempre había querido repetir y ahora se me presentaba la oportunidad. Para
crearlo, se montaron dos arcos en una grúa que se levantó por encima de los
árboles, con su haz luminoso dirigido hacia abajo. La luz algo azulada
resultante se corrigió apenas con filtros, para conseguir ese aspecto lunar.
Como había un río cerca, se situó al otro lado una luz de cuarzo fuera de
campo, pero con un ángulo tal que se reflejara en las aguas como si de la
luna se tratase. Este efecto me venía de otro recuerdo cinematográfico, el
maravilloso Sunrise, de Murnau.
Una secuencia que me planteó serios problemas, fue la inicial en la
plaza del pueblo, donde se levanta la horca. En las fechas fijadas por el plan
de rodaje hubo días de tormenta. Habíamos comenzado a rodar con sol y la
escena tenía unidad de tiempo. Nubes negras oscurecían el paisaje, pero
había que seguir filmando, porque teníamos más de doscientos extras
contratados, y parar el rodaje suponía mucho dinero. Ése es el principal
inconveniente que veo yo en el sistema de producción norteamericano. Time
is money, nada se puede detener. En Europa, por ejemplo, Rohmer puede
permitirse el lujo de perder una mañana, para esperar un efecto de luz
determinado. No ocurre así en la gran mayoría de producciones
norteamericanas, en las que para mantener la continuidad (light matching,
raccord) y seguir rodando, se recurre a medios artificiales. Luces de arco
muy potentes, direccionales, sustituyen a la luz solar. Se disimula así que
las condiciones atmosféricas han cambiado, pero se logra sólo en parte, el
resultado no es perfecto. Otro sistema de camuflaje de los cambios
atmosféricos consiste en filmar muy de cerca, en primeros planos; al carecer
de visión de conjunto, el espectador desorientado no advierte fácilmente los
artificios.
Goin’ South, por otra parte, significó para mí la experiencia de una
producción cinematográfica de gran envergadura. Ya en Days of Heaven me
había parecido numeroso el equipo, en comparación con las pocas personas
que en Europa intervienen en la producción. Pero aquí tenía que vérmelas
con una organización mastodóntica. En los desplazamientos formábamos
una caravana de quince camiones, que cargaban cámaras Dollies, grúas,
utillaje, vestuario, además de técnicos, maquinistas, eléctricos, ayudantes,
peinadoras, maquilladores, y los mobile-homes o roulottes de los
protagonistas, con máquinas de café y bandejas de “donuts”. Nicholson y
yo nos desesperábamos a veces: para rodar un contracampo, había que ver a
toda aquella troupe circense dando una vuelta en redondo, porque en las
extensiones abiertas de Durango era humanamente imposible camuflar la
intendencia.
En estas grandes producciones hollywoodienses, el despilfarro está a la
orden del día. Se malgasta tiempo, energías, película virgen: se rodaron, por
ejemplo, más de cuatrocientos mil metros de negativo. Dos cámaras
filmaban a menudo simultáneamente, por lo que había hasta cuarenta tomas
de cada plano, desde cada uno de los ángulos posibles. En Goin’ South
Nicholson disponía hasta de tres montadores que trabajaban a la vez en
diferentes moviolas. Cuando yo le visité en Hollywood, uno montaba el
tiroteo final, otro una escena de amor, el tercero los trabajos en la mina.
Esto sería impensable en Europa y constituye tal vez la razón de que
nuestras películas sean más individuales, aunque más artesanales también.
No debe concluirse por ello que Nicholson, o Malick, o Benton, carezcan de
personalidad. La tienen y mucha, puesto que no dejan de comunicarla a
pesar de todo a sus películas. Admiro su capacidad para llevar a cabo una
obra personal a pesar de los obstáculos.
Al tener que irse a Londres para cumplir su contrato con Kubrick (The
Shining), Nicholson dejó inacabado el montaje o sus retoques finales. Yo
tampoco pude ocuparme enteramente de la etapa final. La copia cero
(answer-print) que visionamos juntos en Londres, nos dejó anonadados. El
técnico de talonaje había “igualado” las escenas diurnas con las nocturnas,
desvirtuando las secuencias de la mina. No fue fácil explicar
telefónicamente por conferencia nuestras quejas a los laboratorios en
Hollywood. Les pedimos que se basaran en los colores y tonos de la copia
de trabajo. Nuestras instrucciones fueron seguidas sólo a medias. No estoy
satisfecho de las copias definitivas que se exhibieron, en cuanto algunos
planos eran defectuosos técnicamente. Fue una lástima y no excluyo mi
responsabilidad. No olvidaré la lección: en lo sucesivo no dejaré una
película mía mientras no esté completamente terminada. Aquel año, 1977,
había trabajado nada menos que en seis largometrajes. No se puede atender
a un programa tan denso, por lo que vuelvo ahora al ritmo de mis primeros
años, de dos películas anuales.
La Chambre verte
Fue ésta una película que provocó diversas rupturas con los principios
habituales de Eric Rohmer. Su respeto hacia la geografía de un escenario se
vio totalmente alterado: aquí no se sabía dónde estábamos exactamente, si
cada uno de los castillos visitados por Perceval durante su ruta no era en
realidad el mismo, si el bosque no se reducía más bien a su idea… Esta vez,
Rohmer borró bien sus pistas.
Perceval le Gallois fue en su integridad filmada en los estudios de
Epinay. Los decorados construidos por Kohut-Svelko aspiraban a una
estilización total, con un aspecto voluntariamente no realista. Como en las
miniaturas de la Edad Media, las cosas no tenían su escala normal. El cielo
azul con sus nubes estaba pintado en un ciclorama gigante, los árboles
estilizados eran de materia plástica, los castillos de balsa o cartón miniados
en oro, la hierba era el suelo pintado de verde. Los colores de ropas y
objetos, contrariamente a la armonía de tonos delicados en Die Marquise
von O., aparecían muy vivos y a veces agresivos, tal como nos dictaron las
miniaturas en las que nos inspiramos. Muchas películas de época se ruedan
hoy en castillos auténticos, cuya realidad se ha visto, empero, alterada por
el tiempo. En la Edad Media carecían de pátina; es más, estaban
policromados. En otras palabras, las películas históricas filmadas en
escenarios naturales todavía existentes no son por ello realistas. A través de
la estilización, Rohmer se acerca probablemente a la Edad Media más que
ciertos epígonos del realismo en sus falsas reconstrucciones históricas.
Otra ruptura: Rohmer estaba habituado a trabajar en decorados
pequeños con equipos de iluminación reducidos y empleando, con harta
frecuencia, la luz solar natural. Pero el universo construido en los estudios
de Epinay se alzaba en un espacio circundado por un cielo artificial. No
había, pues, el menor asomo de luz natural, todo debía ser reconstruido, o
inventado, mejor dicho. Tarea difícil para mí, sin duda la más ardua de mi
carrera, dada mi costumbre de dejarme guiar por lo que me dictan las luces
existentes en la naturaleza. Por si esta dificultad fuera poca, Perceval hubo
de filmarse, por restricciones de presupuesto, en siete semanas, en vez de
las catorce previstas en un principio. Era un tiempo excesivamente corto
para resolver problemas que ni Rohmer ni yo habíamos afrontado hasta
entonces. Debo confesar que durante las dos primeras semanas de rodaje
me sentí desorientado. Sólo a partir del visionado diario de los copiones
filmados empezó la película a cobrar forma. Tuvimos incluso que repetir
algunas tomas, cosa inusitada en Rohmer.
El ciclorama, separado del paisaje por un foso de unos dos metros,
estaba iluminado desde abajo con lámparas de cuarzo, dispuestas a todo lo
largo y también por arriba mediante pasarelas o puentes con focos de 10
kilowatios. Había que crear ciertos efectos atmosféricos. Por ejemplo, en las
escenas del alba se encendían las luces inferiores únicamente, dejando la
parte alta del cielo más oscura. Si queríamos el cielo más azul, añadíamos
gelatinas azules a nuestras luces.
Contaba también con algunos (no muchos) arcos, los únicos focos lo
bastante potentes como para cubrir una área tan vasta. Después de que el
neorrealismo y la nouvelle vague abandonaron el rodaje en decorados
construidos, la iluminación en estudio se ha convertido casi en un arte
perdido. Sus secretos se enterraron con las personas que los ponían en
práctica. El hecho de que empleasen principalmente el blanco y negro, hace
inútil buscar explicaciones en viejos libros, inaplicables en cuanto el color
no se trabaja de la misma manera. Me vi obligado, pues, a reinventarlo
todo. Fue excitante y angustioso a la vez, un verdadero desafío: temía
equivocarme continuamente.
Rohmer, por otra parte, no quería tampoco una luz realista, ni una luz
atmosférica o impresionista (“ni polvos, ni nieblas”). Prefería una luz sin
sombras o una dirección de luz muy marcada: en las miniaturas de la Edad
Media hay sólo colores y formas, los artistas medievales desconocían la
noción de la perspectiva. Desde las figuras en primer término hasta las
diminutas siluetas al fondo, todo tenía que estar a foco, ya que la noción del
flou pictórico no aparece en la historia de las artes plásticas sino mucho más
tarde. Hubo que iluminar, por consiguiente, más de lo que acostumbro, para
disponer de un diafragma de al menos f5, para adquirir profundidad de
visión. Empleamos con mucha frecuencia el 32mm, un objetivo entre el
gran angular y el 50mm. normal, que permitía conseguir sin grandes
distorsiones la profundidad de campo necesaria. Al poner varias luces para
obtener un buen diafragma, sin embargo, se producían sombras múltiples en
los pies de los actores. Al añadir difusores a las luces para atenuar las
sombras, disminuía el diafragma. A menudo hubo que buscar un
compromiso.
En cualquier caso, Rohmer verifica mis encuadres cada vez menos.
Tiene confianza, sabe que conozco lo bastante su estilo como para
permitirme algo que esté fuera de su línea.
En Perceval tanto Rohmer como yo abordamos efectos ópticos que eran
inéditos para nosotros. Y resultaban necesarios para subrayar la naturaleza
“mágica” de algunas escenas descritas por Chrétien de Troyes, cuyo texto
original quería Rohmer seguir con absoluta fidelidad. En la aparición de la
damisela fea, por ejemplo, utilizamos un truco tan viejo como el mismo
cine y que inventó Méliés: la cámara se fijó inamoviblemente al suelo, para
filmar primero el paisaje vacío, y luego, inmediatamente a continuación, la
damisela a caballo que se acercaba galopando a la cámara. En el montaje
bastó empalmar sin más ambas tomas, para que el personaje se
materializase como por arte de magia. La aparición y desaparición del
castillo del rey pescador, en cambio, se hizo por simple fundido
encadenado. Para el Grial, que nos planteó problemas de iluminación muy
complejos, acabé birlando una idea técnica muy sencilla a Star Wars: el
trucaje de la pelea con espadas-láser. Supe que consistían en unos tubos
recubiertos con un material de gran poder de reflexión, el transflex que se
utilizó en un principio como señales lumínicas en las carreteras. Si se sitúa
muy cerca del eje del objetivo una luz suplementaria pero de débil
intensidad, ésta es devuelta enteramente por el transflex con una fuerte
brillantez. Revestimos entonces una gran copa metálica con este material,
que una niña lleva en sus manos: el Grial parece poseer una luz propia,
mientras que la niña y sus manos mantienen una luminosidad normal. Esto
se debía a que el rayo de luz suplementario sólo era reflejado enteramente
por el transflex, mientras que el personaje y el decorado, con distinto y
menor poder de reflexión, absorbían esa luz direccional. Hay que añadir que
la escena estaba iluminada normalmente, sin tener en cuenta dicha luz débil
situada cerca del eje del objetivo. Durante el rodaje, el efecto resultaba
cómico para el resto del equipo. Para ellos la copa permanecía grisácea y
sin interés, en cuanto la superficie direccional del transflex proporcionaba
una reflexión visible únicamente para mí desde el visor de la cámara. Para
aumentar la ilusión, pusimos en el interior de la copa una luz de 100 watios
camuflada, con lo que el Grial se convertía en un objeto totalmente
luminoso por fuera y por dentro. Cuando la niña se adelantaba para entrar
en el salón donde se encuentran Perceval y el rey, y el texto de Chrétien de
Troyes especifica que con su presencia “même les chandelles n’éclairent
plus”, sencillamente abrimos poco a poco el diafragma hasta una
sobreexposición (al pasar de f5 a f2); cuando el Grial se aleja, volvimos
lentamente al diafragma y exposición normales. Los trucos fueron, pues,
muy sencillos, habida cuenta de que Rohmer no gusta de recurrir a técnicos
de efectos especiales, que suelen retrasar el rodaje y encarecer el
presupuesto.
Dejando aparte las escenas iniciales, que sirvieron a guisa de ensayo y
se repitieron más tarde, el resto de Perceval se rodó según los habituales
principios de economía que caracterizan a Rohmer: una toma a lo sumo y
un ángulo único. Su rigor es tal que si un plano sale mal a la segunda o
tercera toma, lo elimina. Esto trae consigo una ventaja: todo el equipo trata
de superarse.
Cuando los intérpretes y los técnicos saben que no pueden equivocarse,
no se equivocan. Nadie se permite el menor relajamiento, contrariamente a
lo que ocurre en Hollywood, donde se filma a veces indefinidamente la
misma toma sin que deje de cometerse el mismo error. Esta obsesión de
economía en Rohmer se explica por algo que tiene que ver con su
personalidad y a la vez, con su concepción del cine. Es casi una cuestión de
ecología: economizar fuerzas, no malgastar. Igualmente procura siempre
simplificar sus movimientos de cámara. Gracias a esto no se equivoca uno
demasiado; si lo hiciera, ¡sería el peor operador de cámara del mundo!
Para elegir un ángulo de toma, su procedimiento suele ser el siguiente:
antes del rodaje, se traslada al lugar donde se va a filmar y se eligen los
futuros emplazamientos de cámara. Tales decisiones, no obstante, son
raramente respetadas. Después, sobre la marcha, Rohmer baraja varias
nuevas posibilidades de emplazamiento, y las discute conmigo antes de
decidirse por la definitiva. En otras palabras, procede, de hecho, como los
americanos, que ruedan una escena desde múltiples ángulos, sólo que él lo
hace de forma imaginaria y sin película. Lo que los americanos deciden en
moviola, Rohmer lo decidió ya durante la filmación, tras haber agotado en
espíritu todas las posibilidades.
Las escenas finales de la Pasión se rodaron el ultimo día, conforme a la
cronología de la película, y muy rápidamente en cuanto no nos quedaba más
tiempo. Por fortuna, los cantos en latín (grabados como toda la música en
sonido directo, no en playback) llevaban ensayándose un año: los actores se
sabían perfectamente el texto, hasta el extremo de que, antes del rodaje, se
llevó a cabo una especie de representación-ensayo general en una escuela.
Tuvimos así el raro privilegio de asistir al desarrollo completo de Perceval
le Gallois en continuidad antes de su existencia como película.
Sus dos horas y media de duración fueron juzgadas excesivas por el
público, y probablemente el texto en francés arcaico y en verso resultó
demasiado difícil para el espectador normal. Esta originalísima película,
pues, resultó un fracaso de taquilla, el único, por cierto, registrado en la
carrera de Rohmer durante esta última década.
Perceval le Gallois
L’Amour en fuite
Le dernier metro, con sus trece semanas de rodaje, lo cual sobrepasa las
normas del cine francés, con estrellas de primera fila como Deneuve y
Depardieu, con multitud de personajes y comparsas, con escenarios
numerosos y variados, ocupa un lugar especial en la obra de Truffaut por la
envergadura de su producción. Sus dos películas anteriores fueron desastres
en taquilla. Truffaut con Le dernier metro se jugaba el todo por el todo: su
propia empresa, Les Films du Carrosse, peligraba hacia una probable
bancarrota. Pero, por fortuna, la película resultó el éxito mayor de público
de toda la carrera de Truffaut, se convirtió también en la película francesa
más popular del año. Es poco sabido fuera de Francia que el cine de la
nueva ola no había alcanzado hasta entonces el favor de las masas dentro
del país. Pero esta vez la crítica y el público coincidían. Hay otro cine
francés de consumo interior, que no se exporta, que es el que obtiene las
cifras de recaudación más altas en la taquilla. Es un misterio aquello que
determina la popularidad de un filme. Si se conociera la fórmula exacta del
éxito, el cine sería un negocio seguro y ya sabemos que no lo es. Mientras
rodábamos la película no podíamos imaginar que iba a tener la acogida que
tuvo. Truffaut por su parte andaba preocupado, presa de la mayor inquietud.
Había cierta tensión en el plató. Catherine Deneuve tuvo un pequeño
accidente que la mantuvo alejada algún tiempo. Suzanne Schiffman, la
inseparable colaboradora, sufrió una intervención quirúrgica y no
reapareció hasta el final del rodaje. Yo mismo arrastré un resfrío persistente
en aquellos húmedos sótanos del teatro. Tal parece a veces como si la
creación artística se viese beneficiada con las condiciones adversas.
Le dernier metro me ofreció numerosas oportunidades visuales en una
especie de desafío a mis principios. Se trataba en primer lugar de
reconstruir la atmósfera de los años cuarenta al cuarenta y cinco a través de
la luz. Esta época evocaba en mí recuerdos personales de infancia, pero
modificados por mi segunda memoria, el cine mismo. Por una parte,
recuerdo una luz eléctrica amarillenta en aquellos tiempos de guerra y
escasez; por otra, recuerdo la realidad transpuesta en blanco y negro por el
cine. No pretendo que una película en color sobre la ocupación alemana en
Francia sea forzosamente un anacronismo estético. Es precisamente en
aquella época en que aparecieron las primeras películas alemanas en Agfa-
color que tanto me impresionaron, el Münchhausen de Josef von Baky o
Die Goldene Stadt de Yeit Harían. En Le dernier metro me propuse obtener
los colores de estas películas hechas bajo el nazismo, colores más suaves y
apagados que los de las brillantes películas en Technicolor que se hacían en
América al mismo tiempo. Para lograrlo empezamos por solicitar de Jean-
Pierre Kohut-Svelko, el decorador habitual de Truffaut, escenarios de tonos
ocre y se escogieron ropas y objetos de colores apagados. También
decidimos cambiar de película virgen, lo que representa algo así como para
un pintor cambiar de paleta. Siempre habíamos trabajado con la Eastman de
Kodak; ahora, después de algunos ensayos, escogimos la Fuji fabricada en
el Japón, cuyos tonos nos parecían más próximos al recuerdo de aquellas
primeras películas europeas en colores.
La historia de Le dernier metro se desarrolla en dos planos, la vida y
trabajos de una compañía teatral, y la representación de una obra en la
escena. Una idea de principio en el argumento era la oposición entre la vida
gris y sórdida durante la ocupación y la evasión luminosa que ofrecían los
espectáculos teatrales de la época. Por lo tanto decidimos utilizar dos tipos
de iluminación, uno realista como me es habitual y que restituiría la vida
cotidiana en las bambalinas, los camerinos y el sótano, y otro
deliberadamente artificial y estilizado para la representación teatral. Así me
permitía volver a los viejos focos direccionales Fresnel que producen
fuertes contraluces, sombras delimitadas y efectos de “glamour”. Gracias al
artificio del libreto podía permitirme emplear sin vergüenza estas lámparas
de los viejos estudios que tanto había criticado en mí juventud, en una’
especie de homenaje a los “enemigos” y como una manera de cerrar o abrir
un ciclo más en mi ya bastante larga carrera.
Las bombillas caseras de la época no tenían como hoy una intensidad
tan elevada. Eran a menudo de 25 watios y tenían filamentos largos que
radiaban una luz amarillenta, no blanca como las de ahora. Por esto en
nuestra película las bombillas visibles, como aquellas que aparecen en el
sótano colgadas de un cordón pelado, fueron sumergidas en un baño de
anilinas anaranjado para restituir esta impresión de luz mortecina. En los
exteriores de noche, siguiendo la investigación de varios textos sobre las
condiciones de vida bajo la ocupación alemana en París, se pintaron los
faroles de la calle de azul. Era el reglamento requerido por las autoridades,
pues la luz azul, al parecer, no podía ser vista en caso de bombardeo. De ahí
la tonalidad azulosa de estos exteriores de noche. Mis lámparas fuera de
cuadro fueron también cubiertas con gelatinas azules.
Otro elemento visual derivado de las condiciones imperantes en aquella
época es que las ventanas se mantenían cerradas y con cortinas para
prevenir reconocimientos aéreos. Contrariamente a la costumbre de Truffaut
(y mía) de incluir ventanas abiertas en el campo visual de la cámara, aquí se
seguía un estilo voluntariamente claustrofóbico. Para acentuar este efecto
asfixiante, en las escasas escenas exteriores, situamos la cámara a buena
altura encuadrando hacia abajo de manera que eliminábamos el cielo.
Como en la película hay numerosas escenas de apagones eléctricos
típicas de tiempos de guerra, otra vez me tenía que enfrentar aquí con la luz
de vela y las linternas. Pero éste es un tema que ya he discutido
ampliamente en otros capítulos. Remitiré al lector a lo dicho anteriormente.
Se me concedió por primera vez el premio César por mi trabajo,
recompensa que se otorga cada año en Francia de manera semejante al
Oscar en Hollywood. Son los propios miembros de la profesión quienes por
voto secreto eligen los trabajos que se consideran más destacados en cada
categoría (Le dernier metro se llevó diez de los doce premios). No puedo
ocultar que el reconocimiento de mis colegas en un país de adopción como
Francia, en el que he trabajado casi veinte años, me complació
sobremanera.
Le dernier métro
Bajo sospecha
Robert Benton
Nadie escuchaba
Néstor Almendros y Jorge Ulla - 1988
Cierro esta edición dedicada a François Truffaut con estos apuntes, para
terminar en simetría con el generoso prólogo que me escribió para la
primera edición.
Era Truffaut la locomotora del cine francés. Era un recurso natural del
país, con la misma importancia que los bosques para el Canadá o el petróleo
para Arabia.
Sigo pensando que su pérdida es irreparable.
Antes de empezar a trabajar con él en L’enfant sauvage sentía una gran
aprensión, pues sabido es que los genios suelen defraudar en el contacto
diario, pueden resultar ásperos, de trato difícil. Por fortuna, ocurrió todo lo
contrario de lo que yo temía. Truffaut era en el trabajo el hombre más
amable y equilibrado que se pueda concebir. El humanismo implícito en
toda su obra guardaba un perfecto paralelismo con su vida.
Truffaut, por añadidura, tenía un sinfín de detalles delicados con sus
amigos. Por ejemplo, regalaba a menudo libros que pensaba que queríamos
o que debíamos leer. Y recordaba noticias y artículos de periódicos que
luego enviaba por correo a quienes sospechaba que verían en ellos algo de
interés.
En política, las ideas de Truffaut eran más bien difusas. Desde luego,
era un liberal: no podía sostener con fanatismo ninguna idea. Su actitud en
esta cuestión tal vez quede ilustrada por Catherine Denueve en El último
metro, cuando le dice al crítico colaboracionista que quería obligarla a
tomar posición: “¿Sabe usted? Siempre abro los periódicos por la página de
cine.” Claro que, por boca de otro personaje, la prostituta intelectual de
Domicilio conyugal, completa la idea: “El problema es que si uno no se
ocupa de la política, la política se ocupa de uno.” Truffaut se interesaba
sobre todo por causas concretas y precisas, relacionadas con los derechos
humanos, relativas a la libertad individual y de expresión.
Si yo me exilé en Francia fue un poco por Truffaut, cuya película Los
cuatrocientos golpes, que había visto mientras vivía en La Habana, me
había deslumbrado. En aquel entonces yo era crítico de cine y me había
arriesgado un poco votando para la mejor película del año a Los
cuatrocientos golpes contra la soviética La balada del soldado, pues era una
votación a mano alzada y por ello peligrosa. Más tarde, en Francia, cuando
me llamó para hacer El niño salvaje, porque le había gustado mi trabajo en
Mi noche con Maud, no me lo podía creer. Para mí era un dios del Olimpo a
quien nunca me habría atrevido a hablar.
Por entonces había trabajado sólo con Eric Rohmer, Barbet Schroeder y
Roger Corman, en películas muy sencillas en planos fijos. Con François
descubrí el trabajo en planos-secuencias con desplazamientos de cámara,
que revelaba sin duda una herencia baziniana: el cuidado de una acción que
se respeta en el tiempo y en el espacio. Lo que para mí era nuevo porque no
había hecho casi nunca travellings. Trabajar en una película de François era
un poco como jugar a las máquinas: pierdes a un personaje y coges a otro
mientras la cámara se desplaza. Sus planos-secuencias están muy
elaborados, ya que tardaba a veces todo un día en llevarlos a cabo, pero de
hecho se economizaba tiempo por el mayor rendimiento de rodaje y porque
había menos montaje. François evitaba “cubrirse”. El problema de los
planos-secuencias es el timing: si el ritmo no es bueno, no se puede hacer
nada para volverlo a coger en el montaje.
Así y todo prefería asumir el riesgo y, si luego no le gustaban los
rushes, volver a rodar el plano correctamente. Muy a menudo utilizaba la
técnica de Frank Capra: hacía cronometrar la toma y, si duraba por ejemplo
veinte segundos, decía: “Ahora hagámosla en diez segundos.” Entonces los
actores hablaban como metralletas, y a menudo era ésa la toma que
guardaba. Pero antes se aseguraba siempre de tener una toma a velocidad
normal.
Tenía un problema de oído, no separaba los sonidos, un poco como un
micro no direccional. Como en un rodaje hay mucha gente hablando a la
vez se hace mucho ruido, y como a Truffaut no le gustaba hacer reinar el
terror en el plató gritando silencio, se cansaba mucho. También trabajaba
muy intensamente y de manera muy organizada, pero muy pocas horas
diarias. Al cabo de seis horas de rodaje decía: “La jornada ha terminado.”
No tenía una resistencia física muy grande. Tampoco le gustaba trabajar por
la noche y se rodaban las escenas nocturnas por el día, haciendo oscurecer
las casas en donde filmábamos, tendiendo toldos negros afuera. En el
montaje el problema era a menudo cómo abreviar. Como no se podía cortar
en medio de los planos eliminaba secuencias enteras. Es lo que hizo en Las
dos inglesas y el amor, que cortó incluso después de tres o cuatro días de
explotación. Pero luego se arrepintió y durante su enfermedad volvió a
reconstruir una versión larga. Como se sentía demasiado cansado para rodar
una nueva película, me dijo que había acometido la tarea del nuevo
montaje: “Será mi película de este año.” Las escenas añadidas son las más
líricas y las más poéticas de la película. Consideraba esta nueva versión casi
como un nuevo trabajo. También se arrepintió de cortar Les misions, que
redujo un día a diez minutos, cortando sobre el mismo negativo. Pero pensó
que debía quedar una versión completa de ella, en 16 milímetros, en la
Federación de cineclubs de Francia.
Habíamos trabajado mucho juntos sobre la cuestión del color, y en eso
creo que le ayudé a cambiar de ideas. Al principio estaba contra el color,
pero gracias al trabajo que hice con el escenógrafo Kohut-Svelko se hizo
más tolerante y comprobó, a partir de Las dos inglesas y el amor, que podía
hacer películas en color sin que fueran demasiado recargadas ni demasiado
chillonas. Se le demostró que era un problema de dirección artística, de
decoración y de vestuario y de luz, que se podían mitigar los colores y hacer
películas “blanco y negro en color”. Este trabajo se continuó con Adèle H.,
y pronto se convirtió en una tendencia mundial la de disminuir los colores,
moda o tendencia que contradecía la estética de las películas de los años
cincuenta a lo Douglas Sirk, de colores variopintos.
François no era un realizador muy técnico, tenía conocimientos
pragmáticos sobre los objetivos, por ejemplo, pero apenas sabía qué cámara
empleábamos. Por contra, le gustaba mucho ensayar la escena mirando por
el visor. La técnica no era lo suyo, me confió. De manera general, daba
carta blanca a sus colaboradores cuando creía en ellos. Para los decorados,
por ejemplo, dejaba las localizaciones a Suzanne Schiffman, su ayudante, y
no supervisaba demasiado la ejecución de los decorados.
Me había explicado que a fuerza de ver algo se acababa por no verlo, y
él prefería tener el choque del descubrimiento de un decorado nuevo,
recibirlo con frescura, incluso aunque en el último minuto quitara cosas o
modificara el color de una pared. Es una técnica que yo he copiado en las
películas que he hecho en América. Si uno se habitúa demasiado a un
decorado, luego no se ve nada. Es quizá la razón por la cual los más grandes
directores de fotografía han sido a menudo extranjeros. A Francia venían de
Rusia y de Alemania; a América, ahora de Italia.
Y es que probablemente tienen una mirada nueva sobre el país de
adopción. François Truffaut no hacía muchas tomas, un máximo de siete,
pero lo más corriente es que hiciera dos o tres. A menudo yo hubiera
querido hacer una suplementaria, porque no estaba del todo satisfecho, pero
él no buscaba una gran perfección que hubiera resultado demasiado
académica, demasiado “cinéma de qualité”, le gustaba que siempre quedara
algo sin acabado. Sin embargo, no vacilaba, contrariamente a Rohmer, en
volver a rodar escenas si no estaba satisfecho del todo.
Yo tenía un solo punto de desacuerdo con él, y lo sabía, que era su
costumbre de reencuadrar la imagen en la truca.
Aunque durante el rodaje supervisaba la toma a menudo a través del
visor, después, en el montaje se daba cuenta de que hubiera querido estar
más cerca del personaje. Como era demasiado tarde para volver a rodar,
hacía pasar el plano a la truca para acercarse en primer plano. De golpe la
imagen se hacía granulosa. Yo le decía siempre que este remedio era peor
que la enfermedad, pues los tonos del color de la piel salían también
alterados.
Con la misma tranquilidad, cuando una mirada de un actor no le parecía
demasiado larga “congelaba” el plano durante unos segundos, con lo que se
convertía francamente en una foto fija. Era nuestro único punto de fricción,
pero en lo demás había acuerdo total.
No tenía ese orgullo que empuja a algunos cineastas a rechazar las ideas
que no vienen de ellos mismos. Si yo proponía una buena idea, la aceptaba
inmediatamente y me felicitaba. Todos tenían la impresión de participar, y
ver que se nos tenía en cuenta hacía agradable trabajar con él. Me acuerdo
del rodaje de la escena, en Las dos inglesas y el amor, en la que Muriel
regresa a Francia y encuentra al hombre que amó en el muelle, después de
una larga separación. Él la espera, ella baja del barco y se ven. El sol
pegaba de tal forma que, reflejándose en el agua, proyectaba olas de luz en
el casco del barco. Le dije a François: “Mira qué bonito sería si pudiéramos
hacer que se encontraran delante de estas vibraciones de luz.” Replicó:
“Démonos prisa, ¡adelante!” Se rodó y luego, en el montaje, eliminó el
diálogo, dejó sólo la música de Delerue. Me dijo: “Cuando hay una imagen
con una luz como ésa, equivale a unas líneas de diálogo.” Era como si la
pasión, la vibración interior se proyectaran en la imagen con un toque
expresionista. Me estaba realmente agradecido.
Cuando fui a trabajar a Estados Unidos, me dijo: “Está muy bien,
Néstor; así, el día que yo vaya a rodar allí, tú ya estarás.” Luego, el rodaje
con Spielberg le estimuló mucho. Le gustaba visitar Los Ángeles, adonde
iba a menudo, menos a Nueva York. Había hecho progresos en inglés desde
la experiencia de Fahrenheit. En una ocasión se planteó hacer una película
en América; después acabó diciéndome que podría hacerla en Francia
importando actores americanos. No tenía alma de explorador. Claro, sabía
que tenía un gran público en América, por esto me pedía que tuviese en
cuenta de no encuadrar cosas muy blancas en la parte inferior de la imagen
de manera que estuviese bastante oscura para que los subtítulos se leyeran
bien.
Entre película y película nos escribíamos más que nos veíamos, porque
era casi un hombre del siglo XIX, le gustaban los mensajes urgentes, las
cartas, la escritura. No le gustaba demasiado el teléfono, por lo que escribía
de París a París. Me remitía muchos libros sobre los temas que sabía que me
interesaban, sobre fotografía, sobre Cuba.
Cuando coincidíamos en Estados Unidos nos veíamos, pero él era muy
tímido y no quería conocer a otras personas.
Un día le forcé un poco para que se encontrara en mi loft con Meryl
Streep, que tenía deseos de conocerlo, pero me arrepentí un poco, pues no
supo qué decir, estaba muy molesto. Consideraba mucho la amistad y su
teoría era que el ser humano tiene una capacidad limitada de tener amigos y
que si se añade uno nuevo, sustituye a otro. Como no quería reemplazarlos,
no quería conocer a nadie.
En toda la obra cinematográfica de Truffaut se pueden apreciar una serie
de constantes visuales. Película tras película, me fui familiarizando con esta
su manera tan peculiar de hacer y, por mimetismo, acabé tomándole afición
a algunas de sus obsesiones fílmicas.
Le gustaba que parte de la acción en sus encuadres se viera a través de
una ventana, lo que establecía, según sus palabras, “un encuadre dentro de
otro”. No hay prácticamente una película de Truffaut en que no se observe
este principio. Tal vez por esto también prefería filmar en decorados
naturales, no en estudio, así podía ver lo que ocurría a través de las ventanas
y puertas, de dentro afuera y de afuera adentro, acciones que ocurrían
simultáneamente en interior y exterior.
Le gustaba filmar fuera de París, en ciudades de provincias, en el
campo, donde todo el equipo estaba más disponible, menos solicitado por
las tentaciones de una gran ciudad, por la familia que se había quedado
atrás.
En estos rodajes provinciales en Auvernia, Bretaña, Normandía, islas de
La Mancha, Provenza, el equipo —casi siempre el mismo— se comportaba
como una familia unida.
Estos miembros del equipo además se veían confiar papelitos
secundarios. Así, mi jefe electricista Jean-Claude Gasché aparece en varias
películas. El jefe de producción, Marcel Berbert, sobre todo, casi se
convirtió en el actor mascota en un sinnúmero de papeles. Yo me escapé de
milagro porque al estar siempre detrás de la cámara pegado al visor no me
podía poner delante.
Muchas imágenes recurrentes aparecen en todas las películas de
Truffaut. Enumero someramente: planos de pies y piernas, ropa interior
femenina con encaje, un rostro que se esconde detrás de un libro, del cual
surgen sólo el pelo y los ojos… En cambio, yo sabía que tenía
necesariamente que evitar que se viera el cielo, poniendo la cámara alta y
encuadrando el suelo desde arriba. Sentía como una especie de “horror
vacui” en el cielo que le parecía en el encuadre, según sus propias palabras,
“espace perdu”. Tenía yo que evitar también las sábanas y manteles blancos
que en el encuadre, al ser muy luminosos, “sustraían la atención del
espectador descuidando los intérpretes”. Por esto mandábamos a teñir con
té las telas para que adquirieran un color mitigado de algodón crudo, menos
brillante en la pantalla.
Cuando nos encontrábamos en filmación, François hacía
constantemente referencia a películas que le gustaban. Creo que una de las
razones principales por las que trabajó conmigo es que soy muy cinéfilo y
cada vez que hacía una referencia a un clásico yo la apreciaba y podía
hablar de eso con él. Durante la preparación de cada película se hacían
proyecciones privadas: La picara puritana, para Domicilio conyugal;
Milagro en Alabama, para El niño salvaje; El cuarto mandamiento para
Adèle H. Tenía un proyector de 16mm. y, cuando se rodaba en provincias,
todos los sábados proyectaba un clásico para el equipo. Para la luz le
gustaban sobre todo los clásicos. Hoy me doy cuanta de que,
involuntariamente, yo le robo muchas ideas en mi trabajo con los demás
directores. A menudo aporto a los americanos soluciones muy rápidas y
muy claras que vienen directamente de Truffaut.
GLOSARIO DE TÉRMINOS TÉCNICOS