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Dias de Una Camara - Nestor Almendros

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Néstor Almendros, ha sido sin duda uno de los MAESTROS de la

luz más importantes en el Arte de hacer Cine de nuestra época. Fue


el artesano de Luz Natural, aprovechó de ella todos sus “momentos
mágicos”, él, por su formación humanista, sabía que la LUZ es y
posee un lenguaje de sentimientos que conmueve la sensibilidad del
espectador.
Tras más de cuarenta películas como director de fotografía, Néstor
Almendros se sitúa en primera línea de los profesionales que más
han influido en la renovación de la imagen cinematográfica. Más un
ayudante de dirección que un iluminador —como él mismo se define
—, Almendros maneja personalmente la cámara en casi todas las
películas en que interviene, en contra de la costumbre tradicional, y
aspira a un control total de todos los elementos de la imagen que
aparecen en el encuadre. En este sentido, sus concepciones
desbordan el concepto usualmente admitido del director de
fotografía, y proponen un nuevo estilo, de acuerdo con las
necesidades del cine moderno. Dicho en otras palabras, su actitud
discurre paralelamente a las preocupaciones de diversos cineastas,
en cuyo estilo visual la colaboración de Almendros se ha revelado
instrumental.
En el presente libro, prologado por François Truffaut, Néstor
Almendros detalla sus concepciones sobre los aspectos técnicos y
artísticos del oficio, así como su experiencia en calidad de director
de fotografía en películas de Eric Rohmer, François Truffaut, Barbet
Schroeder, Monte Hellamn, Jean Eustache, Marguerite Duras,
Terrence Malick, Robert Benton, Martin Scorsese, etc. Para una
mayor claridad de exposición, sus conceptos son ilustrados con
fotografías seleccionadas de sus películas, detallando las soluciones
aplicadas a cada película concreta, de Mi noche con Maud a El niño
salvaje, de More a La Marquesa de O, y Días del cielo o Historias de
Nueva York.
Néstor Almendros

Días de una cámara


ePub r1.2
Titivilus 07.06.15
Título original: Un homme à la caméra
Néstor Almendros, 1980
Traducción: Néstor Almendros
Para la traducción técnica: Jaume Peracaula
Retoque de portada: minicaja

Editor digital: Titivilus


(r1.1) Corrección de erratas: Poldek
(r1.1) Corrección de expresiones regulares
(r1.2) Corrección de erratas: mapro
(r1.2) adaptación al ePub base r1.2
ePub base r1.2
Las luces de Néstor Almendros
Hace veinticinco años, la única manera de ver moverse a las imágenes
en dos dimensiones era entrar en una sala de cine. Ciertos realizadores del
cine se esforzaban en interpretar la realidad, estilizándola, mientras otros,
menos ambiciosos, se limitaban pura y simplemente a registrarla. En ambos
casos, Hollywood y los neorrealistas, el espectáculo era mágico a priori, y
los films resultaban más o menos hermosos según los talentos desplegados,
pero raramente eran feos, porque la fotografía en blanco y negro de una
cosa fea aparece menos fea que la cosa misma en su estado natural. El
blanco y negro era una transposición de la realidad, y por tanto constituía,
de suyo, un efecto artístico.
La televisión, el cine de aficionados y el video han destruido
definitivamente el misterio. La sala de cine no tiene ya el monopolio de las
imágenes en movimiento. Los cineastas pueden todavía interesarnos, pero a
condición de no copiar la vida, que es lo que desde hace mucho tiempo
viene haciendo, hasta la saciedad, la televisión.
Néstor Almendros es uno de los mejores directores de fotografía del
mundo, uno de aquellos que luchan para que la fotografía del cine de hoy
no sea indigna de lo que fue en los tiempos de Wilhelm Gottlieb Biffer, el
cameraman de D. W. Griffith. El libro de Almendros contesta preguntas que
ningún cineasta de hoy puede evitar plantearse: ¿Cómo impedir que la
fealdad llegue a la pantalla? ¿Cómo limpiar una imagen para aumentar su
fuerza emocional? ¿Cómo lograr que resulten convincentes las historias que
tienen lugar antes del siglo XX? ¿Cómo encajar entre sí los elementos
naturales y los artificiales, los de fecha precisa y los intemporales, en el
interior de un mismo fotograma? ¿Cómo dar homogeneidad a materiales
dispares? ¿Cómo luchar contra el sol o dominarlo a voluntad? ¿Cómo
interpretar los deseos de un realizador cinematográfico que sabe bien lo que
no quiere, pero que no sabe explicar lo que quiere?
Esperaba encontrarme con un libro instructivo, pero no sabía que
además iba a emocionarme. Es que no se trata solamente de la descripción
de un trabajo, sino también de la historia de una vocación. Néstor
Almendros es consciente de ejercer un arte al tiempo que practica un oficio.
Fervientemente enamorado del cine, nos hace participar de su vocación y
nos demuestra que se puede hablar de la luz con palabras.

François Truffaut
Marzo 1980
ALGUNAS CONSIDERACIONES SOBRE MI
OFICIO

Con frecuencia, personas ajenas al cine me han preguntado: ¿Qué es un


director de fotografía? ¿Para qué sirve?
Para casi todo y para casi nada. Sus funciones varían tanto de una
película a otra, que no se pueden definir de una manera exacta. Mi trabajo
puede limitarse sencillamente a apretar el botón de la cámara. Y a veces ni
eso siquiera, pues alguien, un operador, se encarga de llevar la cámara,
mientras yo estoy cerca, sentado en una silla plegable con mi nombre
escrito detrás. Uno está allí para supervisar la imagen, dar algunos consejos
y firmar el trabajo. En el caso límite de las grandes superproducciones,
donde abundan los “efectos especiales”, no se sabe muy bien quién es el
responsable de la fotografía, cuya paternidad escapa a todo y a todos. En el
extremo opuesto, un director de fotografía que colabora en una película de
pequeño presupuesto con un realizador inexperto o principiante, puede
decidir no ya la elección de objetivos, sino la naturaleza misma del
encuadre, los movimientos de cámara, la coreografía de los actores y, por
supuesto, la iluminación, la atmósfera visual de cada escena. Llego incluso
a inmiscuirme en la selección de los colores, los materiales y las formas de
los decorados y el vestuario. Me gusta, siempre que puedo, llevar yo mismo
la cámara.
En cualquier caso, el director de fotografía debe intervenir cuando los
conocimientos técnicos del realizador no son suficientes para materializar
en términos prácticos sus deseos artísticos. Debe recordarle algunas leyes
ópticas, cuando no se tienen en cuenta. Pero, ante todo, no debe olvidar que
está allí para ayudar al director. Aunque el director de fotografía se precie
de tener un estilo, no debe tratar de imponerlo. Hay que procurar entender
primero el estilo del director, ver la mayor cantidad posible de películas que
haya hecho (si es que existen) e impregnarse de “su manera”. No hay que
intentar hacer “nuestra” película, sino la suya.
Otras personas me han preguntado por qué abandoné tan pronto mis
veleidades de realizador y me entregué por entero a la fotografía. El caso es
que, al principio, quise aunar las dos carreras simultáneamente. De ellas,
una subió en flecha inesperadamente; la otra, la de realizador, se quedó
estacionaria. Digamos que la vida ha decidido por mí. Ahora bien, como
estoy convencido de que tengo el mejor puesto del equipo, no abrigo la
menor intención de cambiar. Soy el primero que “ve” la película en el visor
de la cámara. Si la película resulta un fracaso, raras veces se culpa de ello al
director de fotografía; si, por el contrario, es un éxito, esto redunda
indefectiblemente en elogios a su trabajo. Añádase, entre otras ventajas, la
oportunidad de viajar a menudo; el cambio de un equipo a otro, de un
director a otro, ofrece una vida llena de variedad y aventura.
Aunque el director es quien, por lo general, propone cada plano, me
gusta comentar siempre con él una primera idea y desarrollarla, aportando
modificaciones a veces. Por ejemplo, la elección del objetivo, el
acercamiento o alejamiento de la cámara con relación al personaje. Discutir
la escena. Indicar, sugerir ideas de fotogenia, de decoración incluso. Todo
ello depende del director, por supuesto. Los hay que no desean establecer
ningún diálogo con sus colaboradores… A lo largo de mi carrera he
observado que los más arrogantes no son necesariamente los mejores.
Cuando estudiaba en el Centro Sperimentale di Cinematografia de
Roma algunos de nosotros, muy jóvenes entonces, destruíamos con palabras
casi todo lo hecho por las generaciones que nos precedían. No sólo
despreciábamos la fotografía “glamourosa” del cine de Hollywood, sino
que emplazábamos, casi en bloque, al neorrealismo, por aquella época en
sus estertores (1956). No comprendíamos cómo un cambio que se pretendía
radical en la temática, en las intenciones, en la dirección de actores, no
fuese acompañado de una equivalente renovación fotográfica. En un cine
que aspiraba a un “nuevo” realismo, nos irritaban, sobre todo, aquellas
iluminaciones con juegos de sombras arbitrarios, estetizantes.
Entre los directores de fotografía del movimiento neorealista, uno
solamente acaparó nuestra atención: G. R. Aldo. Si su estilo aparecía
decididamente nuevo, si era diferente de los demás, se debía probablemente
a que no había seguido el mismo camino que los otros. Aldo empezó
haciendo foto-fija. Visconti le utilizó durante la puesta en escena de sus
espectáculos teatrales. Y fue Visconti quien le impuso en La terra trema. El
camino normal en aquel entonces —y aun ahora— para llegar a ser director
de fotografía, consistía en empezar limpiando y cargando chasis de
cámaras, para más adelante pasar a foquista y, después de varios años como
operador de cámara, acceder por fin al trabajo de iluminación, considerado
el más importante. Sin duda porque no se le impusieron ejemplos que
imitar, al no ser ayudante de nadie y tener que inventar sus propios
métodos, las iluminaciones de Aldo no eran nunca convencionales. Su
trabajo significó para nosotros toda una fuente de inspiración. Otras
películas neorrealistas italianas del mismo período, como Roma, città
aperta o Sciascia, hechas por otros directores de fotografía, ofrecían
también una textura cruda, real, pero no porque sus operadores lo quisieran
así. Eran hombres acostumbrados a trabajar en estudio y, de pronto,
Rossellini y De Sica, a causa de las escaseces de aquel momento de la
posguerra, les obligaron a rodar en decorados naturales. Como no disponían
de los mismos medios técnicos de antes, tenían que arreglárselas como
podían. Estoy seguro de que si se les hubiera dado un presupuesto más alto,
un soporte técnico, hubiesen hecho algo más “profesional”. En el caso de
Aldo, sin embargo, su estilo realista partía de un concepto distinto. Tanto La
terra trema, como Umberto D (De Sica), Cielo sulla palude (Genina) o
Senso (Visconti) son películas de una fotografía absolutamente moderna.
Senso, su última película (le sorprendió la muerte durante el rodaje), fue su
primer trabajo en color. Todo el cine actual, en lo que respecta a la imagen,
parte de esta obra.
Pero la influencia de Aldo no se dejó sentir inmediatamente. La mayoría
de los directores de fotografía en boga, no sólo en Italia sino en todos los
países, seguían apegados a una técnica convencional y académica. Al final
de la década de los años cincuenta se había llegado a la saturación de un
estilo. Nosotros los más jóvenes queríamos romper con todo y comenzar de
nuevo.
Y así sucedió, o por lo menos así lo creímos, cuando llegó nuestra hora.
La nouvelle vague marcó el momento de este cambio. En Francia, Raoul
Coutard, particularmente, empezó a utilizar de manera sistemática los
métodos de iluminación por reflexión. Antes se filmaba generalmente en
decorados construidos en estudio y sin techo; desde unas pasarelas situadas
a lo largo de los muros se proyectaban los haces luminosos de los focos
sobre los intérpretes y los decorados. Al retomar la nouvelle vague el
principio del neorrealismo italiano, del rodaje en decorados naturales, es
decir, decorados con techo, se hacía preciso modificar las técnicas de
iluminación. El hecho de trabajar en decorados naturales no era sólo por
razones económicas —se trataba de películas de bajo presupuesto—, sino
también por razones estéticas. Se invirtió entonces el orden de las cosas en
la iluminación: en vez de dirigir el haz luminoso de los focos desde las
pasarelas hacia abajo, hacia los intérpretes, se proyectaban las luces —
dispuestas fuera del ángulo de visión de la cámara— en sentido inverso, es
decir, hacia el techo. De ese modo la luz llegaba así a los actores de rebote,
indirecta, por lo tanto difusa, sin sombras marcadas. Sin aquel aspecto
como recortado de antes, la luz lo invadía todo casi uniformemente, como
en un acuario.
Se trataba, en apariencia, de un parti-pris antiestetizante. Todo aquel
trabajo de filigrana, de laboriosas luces y sombras de las películas de
antaño, parecía haber caído en desuso. Simultáneamente se generalizaban
las películas en color y se abandonaba el blanco y negro. Se creía que los
colores por sí solos bastaban para separar las formas y dar la sensación de
relieve aun con una iluminación “plana”. Otra ventaja suplementaria: los
actores podían moverse como quisieran, sin límites para su inspiración,
cuando con el método precedente tenían que ocupar lugares y posiciones
determinados con arreglo a las zonas de mayor o menor luminosidad donde
sus rostros aparecían más sugestivos.
Siendo la lux por reflexión una luz sin sombras marcadas, el ingeniero
de sonido podía colocar su percha con el micrófono donde le conviniese,
con menor temor a que éste proyectara su sombra indiscreta sobre el
decorado. Last but not least, este tipo de iluminación suponía menos horas
de trabajo, menos técnicos, menos electricistas, menos salarios a pagar por
los productores. El caso es que con tales estrategias se tenía la impresión de
haberlo revolucionado todo; paralelamente habían surgido negativos más
sensibles, que necesitaban menos luz, y cámaras más pequeñas y portátiles.
Pero muy pronto se hizo evidente que al aplicar estos métodos de trabajo
simplificados, más económicos, lo que aumentaba era la productividad, no
la calidad. Se había pasado simplemente, en lo que se refiere a la imagen, de
una estética con sombras a una estética sin sombras. Al simplificarse los
métodos de trabajo, métodos al alcance de cualquiera, proliferó, junto a
unos cuantos creadores nuevos de verdadero talento, una fauna de
advenedizos sin originalidad tras los dos o tres primeros años de
experimentación y sorpresa (1959-1961, las primeras películas de Godard,
Truffaut, Resnais, Demy…). Aquella luz sin sombras que provenía siempre
de un extraño cielo (el techo), ya fuera de día o de noche, había acabado por
destruir la atmósfera visual en el cine moderno. De unas convenciones se
había pasado a otras, pero con el inconveniente de tratarse de convenciones
simplificadas, es decir, empobrecidas. Las películas del llamado cine joven
terminaron por parecerse demasiado entre ellas. Lo que comenzó como una
sana reacción contra cierto manierismo fotográfico, como una actitud
anticonformista contra un cine tradicional, muy pronto había terminado por
devenir otro conformismo todavía más uniforme y monótono. El resultado
fue que, al cabo de una década, el nivel estético de la fotografía en el cine
había probablemente disminuido.
La tendencia de hoy parece sintetizar equilibradamente lo viejo y lo
nuevo. Aquellas luces directas del blanco y negro de antes resultan ya
intolerables en el cine en color. De la primera experiencia de la nouvelle
vague queda la utilización de la luz indirecta o difusa, pero haciéndola
llegar, no solamente del techo de una manera uniforme, sino de los lados, de
las ventanas o de las lámparas, de las fuentes luminosas reales de un lugar.
Hay que aspirar a descubrir una atmósfera visual diferente y original para
cada película y aun para cada secuencia, tratar de obtener variedad, riqueza
y textura en la luz, sin renunciar por ello a ciertas técnicas actuales.
En un pasado aún reciente, el director de fotografía reinaba como tirano
en el plató. Consagraba tantas horas a componer la iluminación, que no les
quedaba tiempo a los actores para ensayar, ni a los directores para dirigir. El
cine europeo fue el que más lejos llegó en esta línea de iluminaciones
complicadas —Les Portes de la mit (Carné)— mientras que el cine
americano supo mantener una cierta naturalidad (salvo en algunos géneros
que requerían una estilización, claro está). Las películas francesas de la
inmediata posguerra, anteriores a la nouvelle vague, eran insoportables con
su laborioso entramado de luces. Los actores apenas si se podían mover:
recibían una luz exactamente entre los ojos, una penumbra “artística” en el
resto del rostro, el cuerpo iluminado separadamente, lo cual les obligaba a
moverse y actuar como autómatas. La iluminación no existía para los
actores, eran los actores quienes existían para la iluminación. No es
paradójico, por consiguiente, que como reacción la renovación surgiese en
Europa con el neorrealismo italiano y la nouvelle vague. El cine americano
se vio, por una vez, pillado de sorpresa y tardó en asimilar la nueva
fotografía. Pero la cuestión es que se recuperó rápidamente, para alcanzar, y
luego superar, a Europa. Es sorprendente, por ejemplo, la celeridad con que
han adaptado y aun desarrollado materiales ligeros de rodaje, cuando fueron
los últimos en utilizar una tecnología pesada. De los nuevos operadores
admiro a Gordon Willis (Interiors), Michael Chapman (Taxi Driver),
Haskell Wexler (Bound for Glory), Conrad Hall (Fat City), Vílmos
Zsigmond (The Deer Hunter), entre otros. Es notable, por otra parte, cómo
Hollywood, burlando diversas barreras sindicales, ha importado ciertos
valores europeos, como el sueco Sven Nykvist (Pretty Baby) y los italianos
Vittorio Storaro (Apocalypse Nonw), y Giuseppe Rotunno (A 11 That Jaiy).
Tiendo a utilizar cada vez más una fuente única de luz, tal como suele
darse en la naturaleza. Rechazo para el cine en color aquella iluminación
típica de los años cuarenta y cincuenta, que comprendía una luz principal o
key-light, compensada por una luz de relleno (fill-light), con otra luz por
detrás para realzar los peinados de las estrellas y “despegarlas” del fondo, y
otra luz todavía para el fondo, y otra luz más para el vestuario, y así hasta el
infinito. El resultado nada tenía que ver con la realidad, en donde una sola
luz viene normalmente de una ventana o de una lámpara, de dos a lo sumo.
Como tengo poca imaginación, busco mi inspiración en la naturaleza, que
me ofrece infinidad de formas. Una vez establecida la luz principal (key-
light), el ambiente que la rodea, las zonas que pudieran quedar en total
oscuridad son reforzadas con luz muy suave, sin sombras, hasta reproducir
en la película lo que el ojo vería en la realidad.
No utilizo sistemáticamente back-light (contraluz), esto es, aquella luz
que solía ponerse por detrás de los actores para dar relieve a su cabello.
Mejor dicho, no la utilizo a menos que esté justificada. Suelo utilizar focos
Fresnel sólo excepcionalmente para efectos muy especiales, cuando
necesito una luz muy precisa y delimitada. En interiores, mi luz principal es
también muy suave (soft-light), tal como suele presentarse en la naturaleza.
Cuando se precisa de luz solar y no hay sol, la mejor manera de
reproducirla, aunque nada sustituye a la verdadera, es la luz de arco voltaico
o los minibrutos.
En lo que a iluminación respecta, un principio básico en mi trabajo es el
de que las fuentes de luz estén justificadas. Creo que lo funcional es bello,
que la luz funcional es bella. Aspiro a que mi luz sea más lógica que
estética. En un decorado natural utilizo la luz existente, o la refuerzo si es
insuficiente. En un decorado hecho en estudio, imagino un sol exterior
situado en un punto y deduzco cómo penetraría su luz por las ventanas. El
resto es fácil.
Desde mis inicios, en La Collectionneuse, me di cuenta de que la
mayoría de los técnicos mienten o exageran. Se las componen para utilizar
enormes cantidades de luz (es decir, de electricidad); aun cuando no sea
necesario, les encanta subrayar su importancia, justificar sus salarios,
aparentar que poseen secretos, cuando en realidad hay técnicamente muy
poco que conocer. Para que su trabajo parezca más difícil de lo que
realmente es, llegan con la famosa maletita llena de filtros, gasas, difusores
y fotómetros sofisticados. Cuando lo importante no es lo que está dentro de
la cámara, sino delante de ella. Se rodean también de un ejército de
eléctricos y maquinistas, lo cual les da cierto aire de capitanes de barco
(aunque la presencia de tan ingente tripulación depende en ocasiones, hay
que reconocerlo, de imposiciones sindicales). Debido, sin duda, a mi
naturaleza individualista, siempre he tratado de evitar cierto folklore
habitual de mi oficio.

Creo que el cine es una forma de arte generosa. A través de los


objetivos, se produce sobre la emulsión fotográfica algo así como una
automática transfiguración. Todo parece más interesante en película que en
la realidad. Es un proceso similar en cierto modo al arte del grabado. Se
toma un pedazo de linóleo, se traza en él con una herramienta cualquier
dibujo, se entinta, se imprime sobre papel, y el resultado suele tener un
interés. El mismo dibujo hecho directamente en el papel carecerá por
completo de valor. La reproducción realza de alguna manera el trabajo. De
la misma forma, hay como una magia en el cine: la cámara potencia la
realidad. Las películas son a veces superiores a quienes las hacen. Eso
puede explicar por qué me gustan a veces películas hechas por personas con
las que no simpatizo, de ideas incluso opuestas a las mías. Se llega a ver
hasta el final una película de una persona a la que no se concederían cinco
minutos en la vida corriente. Cualquiera con un mínimo de conocimientos
de composición, de narración, puede filmar algo que resulte aceptable. Y no
puede decirse lo mismo de otras artes. Indudablemente, el medio
cinematográfico ayuda, es agradecido.
Uno de los peligros del cine radica precisamente en su facilidad. Todo
tiende a ser más bonito visto a través del objetivo, y muchas veces hay que
volverle la espalda a la estética. Esto resulta particularmente obvio en las
películas sobre la pobreza, la fealdad, donde las cosas, en contra de lo
deseado, aparecen demasiado hermosas.

Para mí, las cualidades principales de un director de fotografía son la


sensibilidad plástica y una sólida cultura. Lo que llaman “técnica
cinematográfica” no posee más que un valor secundario: es cuestión, sobre
todo, de ayudantes. Muchos de los directores de fotografía se refugian en la
técnica. Una vez se han aprendido algunas leyes básicas, no resulta muy
complicado este oficio, especialmente cuando se dispone de un ayudante
que se ocupe del foco, de medir, las distancias, cuidar la mecánica de las
cámaras.
Yo resuelvo todas mis iluminaciones a ojo, sin preocuparme al principio
de los foot candles y demás cálculos. Evalúo los contrastes directamente y
no empleo el fotómetro sino hasta el último momento, para decidir el
diafragma. Las actuales emulsiones cromáticas son tan fieles a la realidad,
que creo que si una cosa resulta bien a simple vista, lo resultará igualmente
cuando sea impresionada en película.
En un principio, me servía de fotómetros Norwood, que miden la luz
incidente. Desde hace ya varios años, sin embargo, utilizo el viejo Weston
Master V de luz reflejada, tomando la lectura sobre la palma de mi mano, o
dirigiéndolo directamente hacia la escena fotografiada. Este sistema me
proporciona una lectura global, sin tener en cuenta los contrastes, que he
decidido de antemano —como he dicho— sin medida alguna y a ojo de
buen cubero.
Normalmente, doy a la emulsión Kodak 5247 actual una sensibilidad de
80 ASA en exteriores día con filtro 85. Cuando ruedo con luz artificial de
tungsteno, sitúo mi fotómetro en 125 ASA, sin filtro alguno, naturalmente.
Cuando quiero aumentar la sensibilidad del negativo, sitúo el fotómetro a
200 ASA, lo que me da un diafragma suplementario al forzar el revelado en
el laboratorio. Esta manipulación del revelado se lleva a cabo hoy día de
forma perfecta, sin aparente aumento de grano. No obstante, en mis últimas
películas —Kramer vs. Kramer, The Blue Lagoon— me he abstenido de
forzar el revelado, sin duda por un prurito clasicista.
En contra de lo que se admite generalmente, creo que cuanto más
compleja es una película, más necesidad se tiene de estar en el visor de la
cámara. En cuanto se requieren movimientos complicados de cámara o de
escena, a cada desplazamiento se van produciendo nuevos encuadres y se
hace materialmente imposible dictar al operador a cada instante la
composición deseada. Los defensores de la división del trabajo director de
fotografía/operador de cámara pretenden que si se acumulan las dos
funciones, se tarda más tiempo en preparar los planos. La dualidad es
preconizada no sólo por muchos técnicos, sino también por los productores.
(Y no se trata de una preocupación de orden estético: obedece a un simple
deseo de aumentar la productividad). Tal alegación me parece discutible. Se
pierde tiempo explicando al operador con detalle lo que tiene que hacer,
ensayándole el plano previamente, y el realizador tiene que entenderse con
dos personas en lugar de una, con las inevitables complicaciones y
confusiones.
Pero lo más importante, creo, es que la evaluación del equilibrio de las
luces dentro del cuadro sólo es perfecta cuando el director de fotografía está
constantemente mirando a través del visor de la cámara durante la
preparación del plano y los ensayos. En el visor la imagen es la que luego
se va a ver en la pantalla. El operador de cámara no es perturbado por lo
que ocurre a su alrededor (micrófonos, luces, equipo técnico), a veces justo
al borde del encuadre, pero no dentro del campo de visión del objetivo.
Yo necesito el cuadro, el marco. Necesito sus límites. En el arte, sin
límites, no hay transposición artística. Creo que el cuadro fue un gran
descubrimiento (anterior, por supuesto, al cine). El hombre de la Edad de
Piedra, en Lascaux o en Altamira, no enmarcaba sus pinturas. Y lo que
cuenta en las artes de dos dimensiones no es sólo lo que se ve, sino lo que
no se ve, lo que se deja de ver.
Eisenstein encontró una explicación brillante a la necesidad del cuadro
entre los occidentales. Es a través de las ventanas como vemos el paisaje.
Los japoneses, en cambio, con una arquitectura de paredes corredizas, sin
ventanas, crearon en el pasado una pintura en rollos que se desplegaban y
que tenían sólo dos límites.
En el cine, al eliminar las cosas marginales o tangenciales al tema, el
espectador se concentra en lo esencial. Por esto estoy en contra,
estéticamente, de ciertas experiencias como el “cine total” en una cúpula sin
bordes. Aunque se supone que un director de fotografía ha de preocuparse
ante todo de las luces, a mí me parece no menos importante el encuadre. En
el visor no solamente se selecciona, sino que también se organiza el mundo
exterior. Las cosas se vuelven pertinentes, toman cuerpo en relación a
límites verticales y horizontales y se sabe al instante, gracias a los
parámetros del cuadro, lo que está bien y lo que está mal. Al igual que un
microscopio, el cuadro es también un instrumento de análisis.
Cuando se mencionan los términos cuadro, encuadre, se les asocia
enseguida a otro: composición. La palabra parece misteriosa y difíciles sus
leyes para el lego, cuando lo cierto es que todos poseemos, en mayor o
menor medida, el sentido innato de la composición. Se trata precisamente
de una de esas características que distinguen al ser humano con el mismo
título que el don de la palabra y el sentido musical.
Podríamos definir la capacidad de composición simplemente como el
gusto por el arreglo. Un oficinista que distribuye organizadamente
diferentes objetos, lápices, papeles, teléfono, sobre un bureau; un ama de
casa que dispone armoniosamente los muebles, alfombras, cortinas, revelan
ya este sentido de composición en el espacio.
Obtener una buena composición dentro de un encuadre cinematográfico
es, en fin de cuentas, organizar sus distintos elementos visuales de manera
que el todo sea inteligible, útil a la narración y, por lo tanto, agradable a la
vista. En el arte cinematográfico, la habilidad del director de fotografía se
mide por su capacidad para aclarar una imagen, para limpiarla, como dice
Truffaut, separando bien cada figura —persona u objeto— con respecto a
un fondo o decorado. En otras palabras, por su capacidad para organizar
visualmente una escena ante el lente, de manera que se evite la confusión,
destacando tal o cual elemento que nos interesa.
Las llamadas leyes naturales de la composición fueron, claro está,
descubiertas mucho antes del cine, todo el arte de los antiguos lo prueba.
Las metopas rectangulares en el Partenón nos proponen una gran variedad
de bajorrelieves de composiciones perfectas. Pero sin recurrir al ilustre
modelo de los griegos, encontraremos también aun en las creaciones
visuales del hombre primitivo un sentido de la composición extraordinario.
En La Vallée, que filmé para Barbet Schroeder entre las tribus hagen de
Nueva Guinea en el Pacífico, pudimos documentar este don innato, escenas
en que aquellos hombres de las selvas se maquillan el rostro y el cuerpo. Su
técnica obedece a estrictos principios de simetría, de contrastes refinados de
colores y formas. Otra prueba nos la ofrece el dibujo infantil libre. Si le
entregamos a un niño papel y colores, inmediatamente se pone a dibujar.
Observemos su obra. El niño procede, sin saberlo, por el principio del
horror vacui, horror al vacío; si una parte de la hoja ha quedado en blanco,
el niño se apresura en completarla con otro elemento —por ejemplo, el sol
si se trata de un paisaje— para restablecer el equilibrio.
Desde el Renacimiento se han escrito innumerables y extensos tratados
sobre las leyes de la composición. No estará de más que el director de
fotografía las conozca, para después poder olvidarlas o, por lo menos, no
tenerlas en cuenta conscientemente a cada momento, si no quiere correr el
riesgo de que la narración cinematográfica resulte falta de naturalidad.
Baste anotar aquí como memento algunos principios clásicos y sencillos:
Las líneas horizontales sugieren descanso, paz, serenidad. Fue una idea
que aplicamos, tal vez inconscientemente, en las primeras escenas de los
vastos trigales en Days of Heaven; las líneas verticales indican fuerza,
autoridad, dignidad —la alta mansión de tres pisos, sola en medio de las
praderas, en la misma Days of Heaven—. Las líneas que traspasan el
encuadre en diagonal evocan acción, movimiento, poder para superar
obstáculos. Por esto muchas escenas de batallas y violencia se resuelven en
el cine en composiciones ascendentes y descendentes en terrenos
inclinados, con cañones o sables en ángulo de 45 grados. El fuego con las
llamas en “clivaje” destruyendo los trigales de Days of Heaven fue nuestra
aplicación, que espero no fuese evidente, de este principio. Las líneas
curvas transmiten las ideas de fluidez y sensualidad. Las composiciones
curvas circulares y en movimiento comunican sensaciones de exaltación,
embriaguez y alegría. Este principio se advierte en la mayoría de las
máquinas de los parques de atracciones. No es coincidencia que tantas
danzas folklóricas sean circulares.
Slavko Vorkapich cita la acción de la cámara en movimiento —
travelling— en composiciones dinámicas. Si la cámara deambula y se
adentra en una escena, se crea el efecto de llevar al público hacia el centro
de la narración y, por lo tanto, de hacerle participar íntimamente de la
historia que contamos desde el principio. El movimiento inverso, la cámara
retrocediendo de la escena, es utilizado a menudo como procedimiento para
terminar una película.
En resumen, una obra cinematográfica de valor debiera ser interesante
visualmente aun si entramos en un cine a la mitad de la función, debiera
resultar visualmente exaltante aunque no conozcamos el principio de la
historia narrada.
Mantengo una posición ecléctica en mis preferencias por el cine en
blanco y negro o en color. Hablaré de esto con más detalle en los capítulos
sobre Ma nuit chez Maud y L’Enfant sauvage, pero adelantaré que me gusta
el blanco y negro, sobre todo en las películas antiguas. Los esporádicos
intentos recientes —Manhattan (Woody Allen)— me interesan menos. Por
una parte, los laboratorios ya no saben revelar blanco y negro. No obtienen
la riqueza y variedad en negros, blancos y grises de antes. Por otra, los
directores de fotografía de ahora ya no sabemos iluminar bien en blanco y
negro. Es un arte perdido.
Conocemos las épocas anteriores al siglo XX gracias a la pintura, es
decir, a los colores. El primer tercio de este siglo lo conocemos, sobre todo,
gracias al cine en blanco y negro. Admito que soy víctima de un reflejo
condicionado. Como espectador o como director de fotografía “veo” los
siglos anteriores al nuestro en colores. En cambio, cuando se trata de una
película que reconstruye las décadas de los años veinte, treinta o cuarenta,
me parece como si el color introdujera un elemento anacrónico: Bonnie and
Clyde (Penn), Lacombe Luden (Malle), y mi propio trabajo en Le dernier
metro (Truffaut) son buenos ejemplos.
En términos generales, salvo excepciones, prefiero el color. Hay más
información en la imagen, se ven más cosas. Soy miope y el color me ayuda
a ver, interpretar, “leer” una imagen. La fotografía del cine en blanco y
negro terminó su ciclo, agotó prácticamente sus posibilidades hasta alcanzar
su edad de oro. En cambio, en la fotografía en color todavía hay margen
para la experimentación.
Se cree ahora que el color ha alcanzado un grado de perfección
supremo. Eso es cierto en lo que concierne a la facilidad de su empleo, pero
no en cuanto a la fidelidad y al cromatismo. El caso es qué el viejo
Technicolor —que al parecer tenía sólo 8 ASA— era un procedimiento
excelente, muy fiel a la realidad y mucho más duradero. Si permanece en la
memoria como un sistema de colores excesivamente brillantes, chillones,
no es tanto por sus características como por un problema de dirección
artística, decoración y vestuario. Cuando surgieron sus primeros
experimentos, el público exigía color y los productores no podían
defraudarle. En Becky Sharp (Rouben Mamoulian, 1935), según una copia
impecable de la cinemateca de Milán que tuve ocasión de ver, aparecen en
un mismo plano personajes que lucen atavíos cada uno de coloración
diferente: rojo, verde, rosado, violeta. El encanto de aquellos primeros
intentos de cine en color era considerable.

Se habla del gran progreso tecnológico en la industria cinematográfica.


Yo estimo que es menor de lo que se piensa. A partir de la década de los
años treinta, con el afianzamiento del sonido y las primeras películas en
color, el progreso, en realidad, ha sido mínimo. Basta pensar en la
perfección alcanzada por John Ford en Drums along the Mohauk (1939) y
en la inmensamente más conocida Gone with the Wind (1939), producida
por David O. Selznick. El mecanismo de las cámaras no ha variado
fundamentalmente en los últimos cuarenta años. Los cambios más notables
residen en su miniaturización, en su aligeramiento para hacerlas más
transportables, en dispositivos como el sistema Reflex que eliminan los
errores de paralelaje y permiten el enfoque directo a través del objetivo. La
película virgen se ha hecho más sensible, los objetivos pueden registrar
imágenes a niveles más bajos de luz. Pero todos esos adelantos, a fin de
cuentas, se reducen a una simplificación y abaratamiento de los sistemas de
rodaje para ponerlos al alcance de todos los países y presupuestos. Lo que
era una excepción hollywoodiense se ha generalizado. No hay obstáculo
que impida afirmar —con la excepción de los nuevos objetivos
ultraluminosos y las películas ultrasensibles— que el progreso,
estéticamente, no ha sido muy significativo.
Hasta hace relativamente poco tiempo no han aparecido en el mercado
objetivos de gran apertura y emulsiones con capacidad para captar
situaciones de luz extremas. Esto sí ha constituido una revolución, que
todavía está en proceso, que no ha terminado. Me gusta comparar esta
revolución en la fotografía cinematográfica con la revolución de los
impresionistas en la pintura. Con la invención de los tubos de pintura al
óleo, el artista pudo salir del estudio y sin otro equipaje que una caja de
esos tubos estaba a su alcance trasladarse a cualquier lugar —Rouen, por
ejemplo, como hizo Monet— y captar fugaces momentos de luz en cuadros
distintos; los pintores de antes, en cambio, se veían obligados a preparar y
mezclar ellos mismos los colores en su taller. Nosotros, en el cine en color,
ahora podemos captar también momentos difíciles y extremos de luz aun en
muy bajas exposiciones. El procedimiento del pushing o forzar el revelado
ha llevado la película en color a 200 o 400 ASA de sensibilidad. Pero este
tema se desarrollará más adelante al hablar de Days of Heaven.

Me gusta el cine mudo enormemente. Me fascina la magia del silencio.


Ya sé que aquellas películas originalmente no eran del todo silenciosas.
Siempre había música de piano o de orquesta como acompañamiento. Me
gustan sin embargo como son ahora, sin música y en copias de contratipo
muy contrastadas. Un poco como las hermosas ruinas de la antigüedad,
como las estatuas griegas de las que no quedan más que los restos, sin
brazos o cabeza, sin policromías. Me hipnotizan estos personajes que
gesticulan, que pronuncian palabras con los labios y sin que un solo sonido
se oiga; tienen algo de onírico y extraño que me fascina.
Siempre dentro de esta línea ecléctica, me entusiasma también el sonido
en el cine. Como el color, el sonido va en el sentido de lo real. Cuando digo
sonido, excluyo la música de fondo añadida después en la mezcla, me
refiero a los ruidos, a los diálogos. El sonido ayuda mucho a la imagen, le
da densidad y relieve, sobre todo el sonido directo. Por esto procuro
siempre colaborar estrechamente con el ingeniero de sonido.
No me gustan, en general, las imágenes con fondos fuera de foco, la
función de los cuales queda relegada a lo puramente gráfico y estetizante, a
veces desligada de la realidad con un aspecto “publicitario”, muy
especialmente en el cine de color. Pero tampoco creo que el fondo, los
decorados, hayan de ser demasiado precisos. Si hay excesiva profundidad
de campo, el interés, que en el cine conviene centrar con frecuencia en los
actores, se dispersa en todo el cuadro. Por esto prefiero que los fondos
queden ligeramente desenfocados, pero sólo ligeramente, entiéndase bien.
Por supuesto, en el caso de un plano que reúne a varios personajes
igualmente importantes, la profundidad de campo se hace entonces
indispensable, porque el espectador debe poder ver simultáneamente varios
niveles de la acción.
Está bastante extendida la noción de que el primer plano es un elemento
específico del arte cinematográfico, que distingue a éste del teatro. Pero se
olvida que el primer plano existía también en el teatro. El público llevaba
gemelos de ampliación óptica, con el que “hacía” sus primeros planos
cuando le convenía. La diferencia con el cine radica en que es el director
quien decide cuándo son necesarios. Me gusta mucho el primer plano, tal
vez porque soy miope.
En lo que se refiere a la vieja polémica promovida por André Bazin en
torno a la superioridad del plano-secuencia sin montaje, mi postura es
igualmente muy ecléctica. Admiro, por ejemplo, las escenas en continuidad,
sin cortes, sin truco, en las que toda la verdad de un momento interpretativo
se presenta, tal cual, al público. En este sentido, me declaro un fanático de
George Cukor (Adam’s Rib) y su escuela. Pero no por ello dejan de
gustarme enormemente las películas de montaje. Es una herencia que
poseemos desde Griffith y no deberíamos rechazarla. Me encanta ver una
película moderna como Der Amerikanische Freund, de Wim Wenders,
donde se vuelve al montaje que tanto irritaba a la nouvelle vague. Me
entusiasman las matemáticas, la geometría, la precisión del montaje que se
practicaba en el cine mudo. Pero sólo lo aprecio cuando surge de una
inspiración pura, en la que cada plano existe en función del estilo. Wenders,
al igual que Truffaut, que Malick, no se sirve del montaje como facilidad de
rodaje, multiplicando los ángulos para decidir después lo que puede hacerse
en la moviola. Cada plano debe ser concebido, idealmente, de una manera.
La forma de la película derivará de este concepto. Si no hay concepto para
empezar, no hay estilo. En arte creo en la disciplina.
Tras mi reciente experiencia en el cine americano, puedo afirmar que
sus directores filman demasiados cientos de miles de metros de negativo.
No creo que sea necesario, al menos llegar a extremos tan exagerados.
Aunque son los productores quienes lo exigen, partiendo del principio de
que lo más económico en el presupuesto es la película virgen. Olvidan, sin
embargo, la incidencia de este despilfarro en las demás etapas de la
producción. El rodaje en cada decorado se eterniza. Luego, en el montaje,
se tiene una enorme cantidad de película que hay que visionar, cortar,
sincronizar y seleccionar; el problema está en que cuando se dispone de
muchas opciones, hay tendencia a utilizarlas todas. Yo he tenido la suerte de
que la mayoría de realizadores americanos con que he trabajado, han sabido
elegir únicamente los planos significativos, y descartar los otros. Pero
ciertos cineastas dan la impresión de que cortan sin razón, sólo por montar
una toma más —desde otro ángulo— que ya poseen. Las películas hechas
con superabundancia de material tienden a parecerse entre ellas, porque han
seguido los mismos métodos de rodaje. Una computadora podría hacer
igualmente una película de esta clase, y no dudaría en responder qué
posiciones y ángulos de cámara son necesarios para cubrir una escena
determinada.
La función del director de fotografía, en tanto que depositario o
transmisor de adelantos o descubrimientos en eso que se ha dado en llamar
lenguaje cinematográfico, no es muy conocida ni estudiada. Orson Welles,
un neófito, asombró al mundo en 1941 con una película que revolucionaría
la “escritura” cinematográfica: Citizen Kane, Welles tenía entonces
veinticinco años y poca experiencia, pero su director de fotografía, un
consagrado, Gregg Toland, acababa de terminar, para John Ford, The Long
Voyage Home y The Grapes of Wrath. Había ya en ellas grandes angulares,
decorados con techo, profundidad de campo. Si se comparan ahora estas
dos películas con Kane, no resulta difícil descubrir la influencia de Ford, vía
Toland, en Welles. A su vez, Welles influye en otro neófito (director),
Charles Laughton, y en su película The Night of the Hunter, a través de
Stanley Cortez, su director de fotografía en The Magnificent Ambersons. En
el momento en que las grandes compañías cinematográficas llegaron a su
apogeo (las décadas de los años treinta y cuarenta) se desarrolló un estilo
propio en cada “casa”. Ese estilo particular fue establecido, claro, por los
productores y por los realizadores bajo contrato, pero también, y esto ha
sido poco estudiado, por sus directores de fotografía. El look característico
de las viejas comedias de la Columbia se debe a Joseph Walker, el fotógrafo
de Capra pero también de Penny Serenade de George Stevens, The Awful
Truth de Leo Me Carey, Theodora Goes Wild de Richard Boleslawsky o His
Girl Friday de Howard Hawks, todas con curiosas semejanzas de estilo a
pesar de las personalidades diferentes de sus realizadores.
Véase también el caso Greta Garbo. Todas sus películas se parecen entre
ellas formando una obra de asombrosa unidad a pesar de que trabajó a las
órdenes de diversos directores: Clarence Brown (Anna Christie), Edmund
Goulding (Grand Hotel), Rouben Mamoulian (Queen Christina), George
Cukor (Camille).
Garbo sabía lo que hacía: siempre exigió el mismo director de
fotografía, William Daniels.
Me atrevería inclusive a comparar dos películas antitéticas que admiro;
las dos fotografiadas por Rudolph Maté: La Passion de Jeanne d’Arc, de
Dreyer, y Gilda, de Charles Vidor. Si se proyectan una detrás de la otra, si
se hace abstracción del tema religioso de la primera y del erotismo
hollywoodiense de la segunda, se verá que las iluminaciones, encuadres y
desplazamientos de cámara, son menos diferentes de lo que se podría
pensar. Algunas secuencias, como aquella de los jugadores en Gilda, tienen
una extraordinaria, curiosa similitud con las del juicio en la obra maestra de
Dreyer. Es muy probable que hayan pasado, aun inconscientemente, a
través mío a algunos jóvenes y menos experimentados directores, ciertas
maneras y figuras de expresión, propias de los dos maestros con quienes
más he trabajado: Rohmer y Truffaut.
En los últimos años, la crítica cinematográfica dedica más atención y
espacio a los hombres de la cámara. Esto se debe quizás a la tendencia
actual de reconocer la responsabilidad específica de cada uno de los
profesionales que participan en el rodaje de una película. Lo que sí creo es
que tal tendencia viene de los Estados Unidos, y no de Europa. Porque los
expertos europeos se inclinan por el culto a la personalidad del realizador:
la llamada politique des auteurs. En mi caso, por ejemplo, son los críticos
anglosajones quienes con preferencia han comentado y premiado mi labor.
Las críticas europeas, y en particular las francesas, no suelen mencionar al
director de fotografía. La prueba más elocuente de que en Europa al director
de fotografía no se le concede todavía gran importancia, radica en que los
festivales más importantes, como el de Cannes, no contemplan premios a la
imagen. En cambio, el Oscar se otorga desde sus comienzos no sólo al
director, sino separadamente a los demás técnicos que intervienen en una
película. El primer festival del mundo que ha promovido un
encuentro/coloquio de directores de fotografía es el de Los Ángeles.

El interés que se concede a nuestro oficio es cíclico. En este momento


estamos en la cresta de la ola. Al final del cine mudo se conoció un
momento parecido (Charles Rosher y Karl Struss, Sunrise). Con la llegada
del sonido la imagen perdió provisionalmente su poder de atracción pero ya
en 1940 había recuperado su importancia y alcanzó suprema perfección y
clasicismo (Gregg Toland, The Grapes of Wrath, Citizen Kane). Con la
generalización progresiva del color en las décadas del cincuenta y del
sesenta, se volvió a retroceder como con la llegada del sonido, pero por
otras razones; los viejos directores de fotografía del blanco y negro estaban
desorientados. Poco a poco han llegado nuevas generaciones y la fotografía
del cine en color está alcanzando otro gran momento. Los nombres de los
directores de fotografía aparecen de nuevo de manera destacada en los
carteles.

Si tuviera que dar un consejo a las personas deseosas de convertirse en


directores de fotografía, les sugeriría, más que ir a una escuela, que tomaran
una cámara de 8 o 16mm. y filmasen cualquier cosa, empezaran a cometer
equivocaciones para aprender de ellas. Les instaría igualmente a que fuesen
al cine con frecuencia. Los directores acostumbran a ir al cine, pero muchas
personas de mi oficio creen que pueden hacer películas sin necesidad de
molestarse en ver lo que hacen los otros. Esto es algo que siempre me ha
asombrado, porque ¿cómo se puede hacer algo nuevo, si no se tiene idea de
lo que se ha hecho antes? Estoy convencido de que ver los clásicos del cine
en las filmotecas es la mejor escuela. Para aprender iluminación es también
útil frecuentar los museos de pintura, examinar ilustraciones en los libros de
reproducciones, desarrollar una apreciación de las artes.
Dicho esto, me retracto al punto. No hay una sola vía, sino varias, para
aprender mi oficio. Cada cual hallará su camino. El mío fue tortuoso. No
quiero erigirlo en ejemplo. Este libro, dirigido ante todo a los estudiosos del
cine, no pretende ser más que un testimonio. En cada película se me han
presentado problemas diferentes que han tenido soluciones diferentes. Es la
descripción de lo concreto lo que me parece útil o importante; por eso
evitaré las generalizaciones.
MI PREHISTORIA
España

Mi familia era de ideas republicanas y mi padre tuvo que exiliarse con


el triunfo de los fascistas; el resto de la familia nos quedamos en España.
Desde muy pequeño mi madre, mi tío o mi abuelo me llevaban a menudo al
cine. En aquellos tiempos difíciles, justo al acabarse la guerra civil, el cine
constituía, para la gente pobre, el único medio de escapar a la opresión
intelectual del franquismo. Este espectáculo llegó a ser como una droga,
una evasión, en la que el cine americano, naturalmente, jugaba el papel
principal. Lost Horizons, de Frank Capra, obra de evasión por excelencia, es
la película de aquellos tiempos que me causó un impacto más fuerte.
El cine era una salida provisional hacia otra realidad distinta a la que
nos tocaba vivir. Desde entonces no he atacado sistemáticamente, como
otros, el llamado cine escapista porque —como a mí en aquellas precarias
circunstancias— creo que ayuda a vivir a muchas personas.
Mis primeros contactos con el cine, pues, fueron como simple
espectador. Cursé mis estudios en el Instituto Ausias March, de Barcelona,
donde tenía como compañero de curso a Juan Francisco Torres, actualmente
periodista y crítico de cine. El cine nos obsesionaba, nos tragábamos todo
cuanto se exhibía, e incluso hacíamos expediciones en tranvía a la ciudad
vecina, Badalona, cuando proyectaban alguna película aún no estrenada en
Barcelona.
Mis gustos eran, y lo son todavía, muy eclécticos. Porque además del
cine de evasión empezaban a interesarme películas más reflexivas como
The Magnificent Ambersons, de Orson Welles, o The Informer, de John
Ford.
Un punto de referencia, por aquel entonces, eran las críticas de Ángel
Zúñiga en Destino, sin contar las de otras revistas de aquella época. Pero
ninguna tenía tanta categoría como las de Zúñiga. La verdad es que Zúñiga
me abrió los ojos sobre lo que era el cine. También influyó en mi formación
su libro Una historia del cine, que casi me sabía de memoria.
Para mí, Zúñiga es el mejor historiador de cine de su tiempo. Fue el
primero en darse cuenta de la superioridad del cine americano, y se anticipó
en veinticinco años a Cahiers du Cinema. Más tarde tuve ocasión de dar a
leer Una historia del cine a varios expertos extranjeros, y todos se
mostraron de acuerdo conmigo. Henri Langlois, director de la
Cinémathèque Française de París, era de la misma opinión.
En aquellos momentos (1946-1948) existía en Barcelona un cineclub
interesante. Presentaba sus sesiones en el cine Astoria y en la Cúpula del
Coliseum. Yo tenía entonces dieciséis años y en ellas pude conocer, por
ejemplo, películas como Die Niebelungen, de Fritz Lang; Das
Wachsfigurenkabinétt, de Paul Leni; Der letzte Mann y Tartuffe, de Murnau,
que me impresionaron enormemente.
El cine mudo fue, por lo tanto, decisivo en mi formación, a pesar de que
en 1946 ya pertenecía a la historia. A partir de ahí, empecé a darme cuenta
de que el cine era algo más que un entretenimiento para pasar el rato.
Comprendí que era una forma de arte.
Aquellas sesiones del cineclub de la Cúpula del Coliseum eran como un
rito, algo casi religioso; las esperaba con verdadera emoción. Digamos,
pues, que así fue mi verdadero comienzo en el mundo cinematográfico, mi
toma de conciencia.
Cuba

Mi padre se había establecido en Cuba. Tan pronto le fue posible, nos


pidió, a quienes nos quedamos en España, que nos reuniéramos con él. En
1948 tomé un barco hacia La Habana. Allí estudié Filosofía y Letras, en la
universidad, más para agradar a la familia que por mi gusto, pues era el cine
lo que me interesaba. Pero en La Habana no había cineclubs. No existía
nada equivalente a los de Barcelona, ni tampoco revistas especializadas de
cine, fuera de las publicaciones norteamericanas que se dirigían a los fans.
A cambio, y paradójicamente, Cuba era en aquel momento un lugar
privilegiado para ver cine. En primer lugar, no se conocía el doblaje, como
en España: todas las películas se exhibían en versión original con subtítulos.
En segundo lugar, como había mercado abierto, sin apenas controles
estatales, las distribuidoras compraban toda clase de películas. Allí podía
ver todas las producciones americanas, hasta las de serie B, que no llegaban
a otros países fácilmente. También podía ver todo el cine mexicano y
mucho cine español, argentino, francés e italiano. Se importaban alrededor
de seiscientas o más películas al año, incluyendo títulos de la URSS,
Alemania, Suecia, etc.
En aquella época, antes de la dictadura de Batista, la censura, en
comparación con España y aun de Estados Unidos, era muy tolerante.
Piénsese que fue La Habana y no Copenhague la primera ciudad del mundo
en que se exhibió legalmente cine pornográfico. Por otra parte, en los
programas dobles de las salas comerciales, se pasaban viejas películas como
Vampyr, de Dreyer, que descubrí en un cine de barrio. La Habana era el
paraíso del cinéfilo, pero un paraíso sin ninguna perspectiva crítica.
Conocí en Cuba a otros jóvenes como yo interesados en el cine, entre
ellos Germán Puig, Guillermo Cabrera Infante, Tomás Gutiérrez Alea y
Carlos Clarens. En 1948 se organizó el primer cineclub de La Habana,
inaugurado con la proyección de La Bête humaine, de Renoir, seguida por
Alexander Nevsky, de Eisenstein, etc., películas que encontrábamos en las
distribuidoras locales. Después Henri Langlois empezó a enviarnos a través
de Germán Puig, que había ido a París, copias en 16mm. de los clásicos del
cine mudo. Alrededor de nuestro club se creó un núcleo de gente que
empezó a interesarse seriamente por el cine. La iniciativa dio origen más
tarde a otros cineclubs. Nosotros tuvimos el mérito, que no nos quitará
nadie, de ser los primeros en Cuba y aun quizás de la América Latina. Las
notas al programa estaban inspiradas en las de los cineclubs españoles, que
yo poseía porque me seguía carteando con cineclubistas de ciudades
españolas. Lógicamente, después de ver tanto cine, me vino el deseo de
hacer cine yo también.
Esto, en Cuba, era por aquel entonces muy difícil. Fuera de los
noticiarios sólo existía una producción comercial de poco valor y destinada
a un público sin instrucción. Ese público, muy numeroso, mantenía una
gran cantidad de salas de exhibición. Pero se carecía de toda actitud
intelectual, a pesar de que el público era potencialmente bueno. El problema
del cine de lengua española residía en que estaba dirigido casi
exclusivamente a espectadores analfabetos, a quienes les era imposible leer
los subtítulos de las películas extranjeras. El cine cubano estaba condenado
a un nivel cultural muy bajo. Visto hoy con perspectiva, esto no significaba
un obstáculo insuperable y tal vez hubiera sido interesante hacer un cine
para ese público.
El caso es que las pequeñas empresas y los mediatizados sindicatos
locales no nos veían con buenos ojos. No era fácil penetrar en aquel coto
cerrado. Había existido un cine cubano interesante entre finales del mudo y
principios del sonoro, pero en aquellos momentos, los seis o siete
largometrajes que se realizaban en Cuba anualmente, eran sólo vulgares
musicales o melodramas, en su mayoría coproducidos con México. Por eso
nuestro interés se concentraba sobre todo en un cine independiente.
En 1949 tuvimos la oportunidad de adquirir una cámara de 8mm. y de
hacer algunas películas amateurs con compañeros de la universidad. Con
Gutiérrez Alea, rodé Una confusión cotidiana en 8mm, muda, inspirada en
un relato de Kafka sobre dos personas que se buscan sin encontrarse nunca
—“A” marcha al encuentro de “B”, y cuando llega allí, “B” acaba de salir
al encuentro de “A”, etc.; una idea muy buena para aprender montaje, hecha
de entradas y salidas constantes del cuadro, con acciones paralelas.
En aquella época no sabíamos iluminar. Utilizábamos una lámpara
photo-flood, cuya luz enviábamos directamente sobre los intérpretes sin más
refinamientos. Pero en cuanto a encuadre y a montaje, la película era
interesante; por desgracia, la única copia se ha perdido. Todos quienes
colaboraron en ella, se distinguieron después. Vicente Revuelta se convirtió,
al introducir a Brecht, en el director del teatro más importante de Cuba.
Julio Matas, quien interpretaba el otro personaje, llegó a ser también un
gran actor, escritor y director de teatro. Gutiérrez Alea es el realizador
cinematográfico más destacado del actual cine cubano. Éste fue uno de los
pocos proyectos razonables de entre nuestras muchas películas en 8 y
16mm. inacabadas (por ejemplo, La boticaria, adaptada de Chejov y situada
en la Rusia zarista). Eran a todas luces proyectos fuera de nuestras
posibilidades, un poco como si quisiéramos hacer en 8mm. Gone with the
Wind con vestuario y decorados pero sin presupuesto. Delirios adolescentes
de grandeza. En lugar de contar cosas simples sobre lo que nos rodeaba,
sobre la realidad cotidiana de una isla tropical como Cuba, lo que nos
interesaba era el lejano y pálido reflejo del mundo artístico europeo.
Estábamos intelectualmente colonizados. Por suerte terminamos por darnos
cuenta de que era una batalla estéril.
Ya he dicho que en el cine cubano había una barrera entre la vieja
guardia y los jóvenes, pero, aun cuando nos hubiesen dado la bienvenida,
nos hubiera avergonzado trabajar con ellos. En aquella época las películas
americanas no nos interesaban como modelo porque, además de ser
nosotros “antiimperialistas”, por nuestra inferior estructura industrial
sabíamos que nunca podríamos hacer películas que se les parecieran. En
cambio las películas neorrealistas italianas como Roma, città aperta y
Umberto D, estrenadas en aquellos momentos, nos abrieron nuevas
perspectivas. Parecían modelos posibles a seguir; tal vez podríamos hacer
películas como aquellas que descubrimos en La Habana con asombro. Esto
ocurría en la década de los cincuenta. A partir del golpe de estado del
dictador Batista, las cosas empezaron a hacerse más difíciles.
Roma: estudios en el Centro Sperimentale

Tomás Gutiérrez Alea primero, después Julio García Espinosa,


marcharon al Centro Sperimentale di Cinematografía de Roma. Regresaron
contando maravillas, seguramente para dar más brillo a su diploma.
Yo empecé yendo al Institute of Film Techniques del City College de
Nueva York. Los cursos estaban dirigidos por Hans Richter, un cineasta
exiliado del nazismo, gran campeón del cine de vanguardia experimental,
pero se trataba de una escuela con medios muy reducidos, casi amateurs,
con cámaras de 16mm. Los cursos eran interesantes pero no suficientes en
la práctica.
En 1956 me decidí a ir yo también a Italia. No tardé mucho en
decepcionarme. El Centro era el reverso de la medalla del City College de
Nueva York y, a fin de cuentas, inferior. Los estudiantes hacían películas en
35mm. con decorados construidos en estudios de cine profesionales. Había
mucho dinero, más que en el IDHEC de París, o en el City College de
Nueva York, porque la escuela la había fundado el hijo de Mussolini a todo
lujo y seguía funcionando así aún después de la caída del dictador. Pero los
extranjeros no éramos más que oyentes, es decir, en teoría no teníamos
derecho a nada que no fuera escuchar. Pero como cada uno de los
estudiantes italianos tenía una beca y un crédito muy importante para su
película de tesis, nosotros siempre nos asociábamos con algún italiano, que
necesitara un extranjero más avispado: se entiende que como habíamos
cruzado el Atlántico para venir, los estudiantes extranjeros éramos más
entusiastas.
Todo cuanto nos enseñaban en el Centro Sperimentale, yo lo había
aprendido ya por mí mismo gracias a mis lecturas y al cine amateur, tanto
en lo que respecta a la teoría como al manejo de una cámara. La escuela me
resultaba, pues, de escaso interés. Lo único nuevo para mí, en realidad, era
aprender cómo se iluminaba una escena. Nos enseñaban todos las técnicas
comunes de la iluminación: en una película de gangsters la luz “tenía” que
ser contrastada; si era una película de misterio, la luz “tenía” que venir de
abajo para proyectar sombras largas; si se trataba de una comedia ligera,
todo “tenía” que ser muy luminoso. Nos enseñaban convenciones tales
como que la luz que llamaban el contralucetto tenía que venir siempre por
detrás de los personajes para “despegarlos” de los fondos. Las escuelas de
cine, por lo general, no han cambiado: siguen enseñando técnicas comunes.
Puestas así las cosas, Luciano Tovoli —mi mejor amigo del grupo
italiano—, el colombiano Guillermo Angulo, el argentino Manuel Puig, y
yo nos rebelamos. Gracias al espíritu de contradicción que nos animaba,
descubrimos que aprendíamos sólo técnicas anquilosadas. Los profesores
del Centro, en su mayoría, eran profesionales fracasados que no habían
logrado nada en el cine; había un profesor fijo para cada asignatura todo el
año, al contrario del IDHEC de París, que dispone ahora de personalidades
importantes, invitadas por un breve período.
Entre los docentes del Centro se contaban también viejos cineastas ya
retirados y sin mucho entusiasmo. En resumen, la escuela fue una
decepción. La política del Centro cambió años más tarde con la llegada de
Rossellini. Pero en aquel momento sus tendencias eran muy conservadoras.
Y el neorrealismo se hallaba ya en franca decadencia. Con todo, mi paso
por el Centro Sperimentale quizás fue útil: como dice Rohmer en una de sus
características boutades, las malas escuelas pueden ser positivas, porque
una mala escuela —injusta, intolerante y anticuada— provoca reacciones,
alumnos que se revelan con lo que, a la larga, una mala pedagogía puede
también resultar una buena pedagogía.
Fue en el Centro donde aprendí a poner en tela de juicio las cosas,
aprendí a decir “¡no!”, “¿por qué?” o “yo voy a hacer lo contrario”. Porque
a alguien se le ocurrió un día resolver una escena particular con una
iluminación especial y tuvo éxito, no por ello hay que respetar siempre el
modelo, hasta convertirlo en un estereotipo. De esta intuición partió un
principio: cada vez que hago una película, me pregunto: “¿Cómo se rueda
normalmente este tipo de escena? ¿Y si hiciéramos lo contrario?”.
Formación: Nueva York

Al terminar mis cursos en Roma, no conseguí trabajo en el cine italiano,


muy cerrado a los técnicos extranjeros. Pero no quería volver a Cuba.
Batista seguía en el poder, en La Habana la misma gente de la enclenque
industria cinematográfica seguía haciendo las mismas películas que
odiábamos. Volver a la España franquista también estaba descartado.
Llegué a una situación económica difícil. Supe entonces de una plaza
vacante de instructor de español en el Vassar College de Nueva York.
Presenté mi candidatura y —algo inesperado— conseguí el trabajo, porque
necesitaban a alguien que conociera los medios audiovisuales para el
laboratorio de lenguas recién inaugurado. Así regresé a Estados Unidos. Al
cabo de un tiempo, con mis ahorros de profesor compré una cámara Bolex
de 16mm. y volví a rodar películas amateurs durante los fines de semana.
En esta época realicé 58-59 sobre la víspera del Año Nuevo en Nueva York,
los últimos diez minutos antes de la medianoche. Una gran multitud se
reúne en el cruce de Times Square y la calle 42 para celebrar el fin de año.
La gente espera y hay un crescendo en el montaje hasta que las agujas de
los relojes marcan las doce. A todos les invade entonces una locura
colectiva, empiezan a abrazarse, a gritar y a tocar silbatos, sonajas,
trompetas.
Fue mi primera película completa, con sonido, con títulos de crédito y la
palabra “Fin”.
Creo que este corto de 8 minutos significó mi única experiencia
cinematográfica interesante en Nueva York. Hice también otras películas de
“vanguardia”, muy pretenciosas que no vale la pena mencionar: sólo en el
sentido de ser experiencias que me hicieron comprender que no era ésa la
vía a seguir. En cambio, 58-59 fue un golpe de suerte, la película que más
me aportó, a pesar de que fue filmada en una media hora escasa y tuvo un
montaje fácil. Sobre todo, fue mi primer éxito —pequeño éxito, claro— en
cuanto el grupo de cine experimental de Nueva York se fijó en ella, la alabó
y esto me dio ánimos. La película, por otra parte, no se parecía en nada a lo
que nos habían enseñado en la escuela de cine de Italia, ni tampoco a la de
Richter en Nueva York. La idea, similar a la del Free Cinema inglés,
consistía en sorprender a las gentes sin que se dieran cuenta. Se trataba de
un cine muy espontáneo, rodado cámara en mano, sin trípode, utilizando
película negativa muy sensible, la Kodak 3X, entonces recién aparecida en
el mercado.
Utilicé con preferencia el espacio que delimitaban las marquesinas de
los cines, en donde había mucha luz, casi como en un estudio. Los objetivos
eran también de mucha abertura, los Switar f1.4 de Bolex. En una palabra,
aplicaba al cine la técnica ya conocida en la fotografía fija que los
americanos denominaban available light, luz de ambiente, sin iluminación
suplementaria, en las calles, de noche, con los neones, los anuncios
luminosos, las vitrinas de las tiendas. Los viandantes aparecían así en
silueta, recortados a veces sobre este fondo luminoso.
En aquel momento, 1958, era inusitado en el cine este tipo de trabajo en
la calle con luz natural de noche. Pero hoy resulta una práctica corriente
dejar los fondos con luces de neón “quemadas”, sin “equilibrar”, con los
personajes casi en silueta. Basta recordar la gran cantidad de películas
actuales que la han utilizado, desde Midnight Cowboy hasta Taxi Driver. Yo
mismo volví a esta técnica en los planos de noche en la calle de Ma mit
chez Maud y, más recientemente, en L’Homme qui aimait les femmes. No he
seguido la moda, no he hecho sino continuar la experiencia de aquellos
tiempos. Para mí, el hallazgo de filmar de noche en las calles sin ninguna
luz de apoyo, tiene como origen esta pequeña película de juventud hecha en
Nueva York.
Simultáneamente había trabado buena amistad con la cineasta
experimental Maya Deren, una artista sin contaminación comercial alguna y
que influyó mucho en mi carrera. En el mismo grupo de cine de Nueva
York, a contra corriente de Hollywood, conocí a Gideon Bachman, George
Fenin y los hermanos Mekas. Publicaban la revista Film Culture, y en ella
escribí mis primeros artículos. Supongo que, de haber decidido quedarme,
hubiera llegado a ser uno de los cineastas underground de la escuela de
Nueva York, dada mi afinidad con aquel movimiento que apenas
comenzaba. Pero esto ocurría en 1959, el año del triunfo de Castro en Cuba,
y decidí volver a La Habana. La revolución significaba una atracción
irresistible.
Cuba: revolución

Hice mis primeras películas profesionales en la Cuba castrista. Rodé allí


cerca de veinte documentales. El gobierno revolucionario había creado un
departamento de producción cinematográfica, el ICAIC. La situación
política era al principio confusa. La revolución no se había declarado
todavía comunista, aunque de hecho las gentes que dirigían el ICAIC —
Espinosa, Alea, Alfredo Guevara— eran casi todos de militancia marxista.
No sé muy bien cómo, pero de alguna manera fui contratado como operador
y director.
Mi antigua amistad con Gutiérrez Alea debió de pesar en la balanza; por
otra parte, yo tenía un buen dossier político de doblemente exiliado, por
antifranquista y por antibatistano. También contaba en mi favor el trabajo
del viejo cineclub, los estudios de cine en Nueva York y Roma y la cámara
Bolex que poseía, pues en aquellos primeros meses el material técnico del
ICAIC era escaso, aún no habían llegado las grandes nacionalizaciones. Les
enseñé mi corto de Nueva York, 58-59, y les interesó. Tal vez consideraron
que se trataba de algo nuevo. Además, el hecho de no tener protagonista,
sino mostrar una multitud en un escenario único, lo convertía en un falso
pequeño Potemkin de bolsillo, un ejemplo útil de cómo filmar masas en las
manifestaciones. Gutiérrez Alea tomó la idea para su corto Asamblea
general.
Empezaron a producirse películas de temas políticos y educativos, algo
muy normal en un país que acaba de hacer una revolución: películas sobre
la reforma agraria, sobre las realizaciones y proyectos del gobierno,
proyectos de higiene, de agricultura, de educación. Filmábamos mucho en
el campo, poco en La Habana. Colaboré principalmente como operador con
jóvenes directores que después se destacarían; por ejemplo, con Fausto
Canel en El tomate y Cooperativas agropecuarias, con Manuel Octavio
Gómez (que años más tarde realizaría La primera carga al machete) en El
agua. Por trabajar, en el campo y en lugares en donde no había electricidad,
había que ingeniárselas para filmar en el interior de los bohíos, las viviendas
de los campesinos cubanos, sin ninguna iluminación artificial, porque era
imposible llevar un grupo electrógeno. Se nos ocurrió entonces la idea de
utilizar espejos, captando la luz solar del exterior, para reflejarla por la
ventana hacia el interior y dirigida hacia el techo, desde donde rebotaba e
iluminaba todo el lugar. Al ser los bohíos bastante oscuros, con los muros
de color más bien pardos, teníamos que poner papel blanco para que
reflejase una mayor cantidad de luz. Añadiré que ya por entonces los
fotógrafos de alta costura recurrían a la luz reflejada por una sombrilla
blanca puesta al revés. Yo estaba al corriente de estos sistemas, aunque
todavía no se habían generalizado en el cine. Fueron técnicas que
perfeccioné más tarde en Francia.
Dirigí también algunas películas cortas: Ritmo de Cuba y Escuela rural.
Pero el ICAIC comenzaba ya a estar muy burocratizado y
compartimentado. En cada película exigía que hubiese un director y un
operador. No se tenía en cuenta que había fotografiado yo mismo mis
películas de Nueva York, no se me permitía acumular las dos funciones, ni
siquiera en películas documentales. Los operadores que me asignaron
contra mi voluntad se pasaban el tiempo diciéndome: “No, esto no se puede
hacer”, “Esto es imposible”, “Esto es técnicamente incorrecto”. Como yo
sabía que era falso, me desesperaba. Comprendí entonces hasta qué punto
los técnicos, los operadores, pueden frustrar las ideas de un realizador.
Recordando aquella época, examino ahora detenidamente la idea visual más
descabellada que me proponga un director, y le busco intensamente una
solución antes de decretar “No se puede hacer”. Trabajar con el ICAIC me
gustaba al principio, porque en líneas generales era entonces partidario de la
revolución. Pero, con la repetición obligatoria de los mismos temas
triunfalistas, empezaron a sobrarme algunas exigencias y ciertas
sumisiones. En 1961 después de la frustrada invasión de Bahía Cochinos, la
industria cinematográfica cubana fue al fin totalmente nacionalizada y
quedó prácticamente bajo el dominio de un solo hombre. Alfredo Guevara
Yaldés (ninguna relación con el Che) controlaba personalmente la
producción, la distribución, los cines, la importación de materias primas, los
laboratorios e, incluso, la única revista cinematográfica. Al igual que
Shumyatsky, el tristemente famoso ministro de cinematografía de Stalin,
Guevara Valdés imponía su voluntad absoluta. Terminé por darme cuenta de
que estaba trabajando no para el pueblo, como se pretendía, sino para un
monopolio estatal, y que la autoridad de turno actúa como cualquier
productor capitalista e impone sus caprichos de la misma manera y aun
peor, sólo que recurriendo a pretextos falsamente sociales. En otras
palabras, estábamos obligados a hacer películas de propaganda de manera
permanente. El cine que hacíamos tenía para mí un interés muy limitado.
Como mecanismo de compensación, empecé a rodar los fines de semana
por mis propios medios, con colas sobrantes de película virgen, utilizando
mi cámara Bolex, un cortometraje de carácter totalmente distinto.
Lo titulé Gente en la playa y no tenía ninguna línea argumentad era más
bien un estudio de comportamientos, rodado cámara en mano en 16mm. y a
escondidas en la mayor parte de las ocasiones. Se parecía en el
planteamiento a mi película de Nueva York, pero con la diferencia de estar
filmada casi siempre a pleno sol, en la playa popular y los cafetines que la
circundaban. No había comentario hablado, sólo ruidos de ambiente reales
y música típica cubana de juke-box.
No utilicé luz de compensación para las sombras. Muy a menudo las
gentes se recortaban en silueta contra el mar deslumbrante. En los interiores
de los bares me servía de la luz que llegaba reverberada de la playa. Si una
persona estaba bailando, lo importante no era el rostro, que podía quedar en
la sombra, sino el cuerpo a contraluz.
Deliberadamente quise trabajar con elementos en bruto. Había que
romper con un mito: si no se añadía luz artificial, la imagen no podía ser
buena. Me di cuenta de que lo fundamental era que hubiese suficiente luz. Y
la luz natural no sólo era suficiente, sino mucho más bella. Con un
diafragma de 1.4 trabajaba a veces a plena abertura. Por ejemplo, la película
comienza dentro de un autobús en marcha lleno de gente que va a la playa.
Es un autobús popular cubano, repleto de hombres, mujeres, niños. No
añadí ninguna luz. Las ventanas estaban sobreexpuestas, cosa que entonces
no se hacía aún. A mí me gustaba que el exterior fuera “quemado”. No voy
a decir que inventé eso, porque los fotógrafos, que siempre fueron
adelantados con respecto al cine, ya lo hacían. En todas las revistas de
fotografía de la época, ya aparecía este efecto de la ventana sobreexpuesta.
Pero en aquel momento chocó, porque simultáneamente el ICAIC había
hecho una película oficialista de largo metraje titulada Cuba baila, con una
escena en un autobús, tan iluminada que había más luz dentro que fuera.
Yo, que en aquella época era muy insolente, dije que querían imitar a
Hollywood, y que estaban haciendo una iluminación falsa. A raíz de esto y
de otras cosas, paradójicamente empezaron a decir que yo era un
contrarrevolucionario. Por lo visto, aquellos largometrajes eran importantes,
mientras que nuestros cortos habían nacido con menos derechos. Ni siquiera
a título de experimentación se tenían muy en cuenta.
El ICAIC hizo venir de Italia a un viejo director de fotografía, para
rodar las primeras películas de largo metraje. Declaré públicamente que
aquello era absurdo. ¿Por qué razón el gobierno revolucionario tenía tan
poca confianza en su propia gente? ¿Por qué eran tan colonizados
mentalmente? Al actuar así, no nos permitían a nosotros demostrar nuestra
capacidad. Pero ellos decían: “Tus ventanas están sobreexpuestas, no
compensas”. Resultaba curioso que los burócratas quisieran imponer a un
cine revolucionario todas las técnicas comunes de la vieja fotografía de
Hollywood. Si expongo esto en el presente libro, lo hago con la esperanza
de que, si lo lee alguien en los países del tercer mundo, que tenga en cuenta
que no conviene repetir todo cuanto se hace en los otros países, llamados
avanzados.
Cuando Gente en la playa estaba en pleno montaje, para mi sorpresa
intervinieron las autoridades con el fin de impedirme terminarla. La sala de
montaje fue cerrada y pusieron dos milicianos armados en la puerta. Pero,
por suerte, la burocracia es ineficiente también en la opresión y muy a
menudo se descuida. Meses después me volvieron a entregar las llaves para
la misma sala, pues tenía que montar un documental oficialista para la
televisión. Al entrar, vi con sorpresa que mi negativo estaba todavía allí,
nadie lo había tocado. Así, discretamente, mientras terminaba el trabajo que
me habían pedido, pude acabar el montaje de Gente en la playa y hasta
sincronizar la banda sonora. Cambiándole el título por el de Playa del
pueblo, conseguí disimularla, aprovechando la confusión burocrática, e
incluso sacar copia en los laboratorios del ICAIC ante sus propias narices.
Había transcurrido casi un año. La película fue prohibida a fin de cuentas
porque no era política, porque se rodó al margen de la producción oficial.
Esto me hizo recapacitar. ¿Qué porvenir me esperaba en Cuba con un
sectarismo político creciente? ¿No era yo también culpable al haber
apoyado tan incondicionalmente en un principio un régimen que tan mal
toleraba el espíritu independiente? Mi último trabajo en La Habana fue el
de cronista de cine del semanario (nacionalizado) Bohemia. También allí
tuve dificultades.
Defendí en sus páginas, imprudentemente, una película corta cubana
titulada P.M., una de las últimas, como la mía Gente en la playa, hechas al
margen de la producción del ICAIC. Este hermoso e inofensivo
cortometraje realizado por dos jóvenes de talento, Orlando Jiménez Leal y
Sabá Carrera, fue prohibido y el propio Fidel Castro lo atacó personalmente
en su famoso discurso Palabras a los intelectuales. Simultáneamente hubo
una invasión de películas soviéticas y de los países satélites en las pantallas
habaneras, reemplazando el vacío dejado por el cine americano. No fue bien
visto que yo atacara algunas soviéticas y que defendiera, en cambio, el
nuevo cine checo y polaco de entonces, que representaba una tendencia
relativamente antiestalinista dentro del bloque de los países del Este. Al
final del año, como era costumbre, la Asociación de Críticos
Cinematográficos se reunió para designar las diez mejores películas de la
temporada. La número uno tenía que ser la soviética, Ballade o soldate, de
Chujrai; yo voté Les quatre cents coups, de Truffaut. Fui el único que se
atrevió a discutir el premio. Al cabo de un tiempo, me despidieron de
Bohemia. ¡Poco podía imaginar entonces, en 1961, que algunos años más
tarde trabajaría con aquel director francés a quien tanto admiraba y por
quien había luchado! Ésta ha sido una de las grandes sorpresas y
compensaciones de mi carrera. Decidí marcharme de Cuba finalmente, al
darme cuenta de que algo más grave terminaría por sucederme si me
quedaba. Con Guevara Valdés en contra, tenía cerradas todas las puertas en
el cine cubano. Un tercer exilio parecía la única alternativa.
Francia

No quise volver a los Estados Unidos, para no verme envuelto en el


mundo de los exiliados cubanos. Primero, porque no era totalmente cubano
y, segundo, porque los exilios políticos habían terminado también por
saturarme.
Me pregunté entonces en qué país iba a poder hacer algo. ¿Dónde me
necesitaban? En 1959, primer año de la revolución, habían llegado a La
Habana cuatro o cinco películas francesas de la nouvelle vague, entre ellas
Les Cousins, Les quatre cents coups, Ascenseur pour l’échafaud e
Hiroshima mon amour. Aquel cine me entusiasmó. He de aclarar que, en
cambio, nunca había sentido mucha inclinación por el cine francés anterior
a la nouvelle vague.
En el cineclub de La Habana, yo había tenido más bien una posición
pro-americana, mientras que la mayoría de los cinefilos cubanos estaban
más cerca del cine francés, que les parecía más “artístico”. Por ejemplo, yo
prefería mil veces más a Frank Capra que a René Clair. Pero la nouvelle
vague, repito, me deslumbró. El cine americano que tanto me había
apasionado antes, seguía muy alejado de mis posibilidades y en aquellos
momentos atravesaba una crisis. He de decir, por otra parte, que yo había ya
estado de joven en Hollywood en una escapada, de lavaplatos como es de
rigor, y que había entrevisto lo inexpugnable que era el muro del cine
americano.
Y de cualquier forma, el cine francés, antes o después de la nouvelle
vague, es el único en el mundo, junto con el americano, que tiene una
continuidad. No hay duda, Francia es tierra de cine, como España lo es de
pintura y Alemania de música y filosofía. No sólo el cine proyectado en
pantalla se inventó en Francia, sino que no hay época sin películas francesas
importantes. No ocurre lo mismo con el cine de los demás países. Italia ha
conocido largos períodos casi yermos: Alemania, una llamarada brevísima
que fue la del expresionismo. A España ni siquiera le ha llegado todavía su
hora.
Los miembros de la nouvelle vague hacían cine que estaba de acuerdo
con mis preferencias, porque a ellos también les gustaba el viejo cine
americano, es decir, habían bebido de las mismas fuentes que yo. Tenía con
ellos en común la herencia cineclubista, la práctica de la crítica
cinematográfica y la adopción de técnicas a contra corriente con las
admitidas hasta entonces como profesionales.
Sentí que lo que ellos hacían, algo tenía que ver con lo que había hecho
yo en Cuba, y se me ocurrió la idea de que en el cine francés podía haber un
lugar para mí. Idea que, ahora me doy cuenta, era descabellada, a pesar de
que (sólo por casualidad) se realizó. Así fui a París y durante cerca de tres
años estuve sobreviviendo como tardío y falso estudiante con una simple
inscripción en una facultad, lo que me permitía tener una habitación casi
gratuita en la ciudad universitaria, dando paralelamente clases de español,
haciendo todo tipo de trabajos y temiendo que nunca más volvería a hacer
cine.
Las únicas personas del ambiente cinematográfico parisino que conocía,
eran Henri Langlois y Mary Meerson de la Cinémathèque, gracias a nuestra
vieja relación del cineclub de La Habana. Les llevé una copia de Gente en
la playa, que había podido sacar a escondidas de Cuba y se hizo una
proyección privada en las oficinas de la rue de Courcelles.
Mary Meerson decretó: “Esto es cinéma-vérité”. Como yo no conocía el
cinéma-vérité, se ve que lo habíamos descubierto también en Cuba, la cosa
estaba en el aire. El cine directo, como se le llamó después, se estaba
practicando a la vez en varios países. Mary Meerson llamó inmediatamente
por teléfono a Jean Rouch, gran impulsor de esta escuela.
¡Afortunadamente en aquel momento Rouch no estaba en África! Le
gustó mi película, la seleccionó para las sesiones del Museo del Hombre y
me hizo invitar al Festival dei Popoli, reseña de cine etnográfico en
Florencia, Italia. Creí que había llegado mi hora. Volví a París, tras el
festival, pensando que trabajaría de nuevo en el cine, pero nada sucedió,
nadie me ofreció una película. Sobreviví, volviendo a dar clases de español
y haciéndome invitar a otros festivales de cine.
Con Gente en la playa recorrí varias ciudades europeas, Londres,
Oberhausen, Evreux, Barcelona. Conocer las fechas y la organización de los
innumerables festivales y congresos cinematográficos que se celebran por el
mundo, permite vivir y pasearse más o menos gratuitamente durante largas
temporadas. Practiqué así un poco lo que Jean Rouch llama “la mendicidad
internacional”.
De esta manera fui invitado también a un encuentro organizado por la
ORTF en Lyon sobre los nuevos procedimientos de cine directo. Surgió
entonces el prototipo de la cámara ligera portátil, Coutant-Eclair 16mm,
auto-silenciosa, sin blimp, que permitía el rodaje a mano con sonido directo.
Y también los equipos miniaturizados portátiles de sonido, Nagra,
Perfectone, etc. … Aquel encuentro fue muy enriquecedor para mí, porque
pude cambiar impresiones con los invitados de todas partes del mundo, que
tenían el mismo interés en las técnicas de cine directo; allí se encontraban
los americanos Leacock, Pennebaker y Maysles, los franceses Rouch y
Chris Marker, los canadienses Jutra y Michel Brault, el italiano Mario
Ruspoli.
Las ideas que en embrión ya tenía en Cuba con Gente en la playa, se
desarrollaron y evolucionaron a partir de este momento, sobre todo con las
largas conversaciones que mantuve con Rouch, a quien debo muchísimo.
Así racionalicé y decanté mis ideas sobre la iluminación, sobre el encuadre,
sobre el sonido, de forma positiva, cuando hasta entonces mi pensamiento
cinematográfico se había regido por intuiciones confusas y sólo como
reacción a lo viejo, una postura meramente negativa.
Antes yo sabía lo que no me gustaba, pero ignoraba lo que podía hacer
para oponerme a lo antiguo. Fueron tres años de conversaciones teóricas
con Rouch, con Maysles, que venía a veces a París. Este período coincidió
con mis tres años sin trabajo cinematográfico. Ahora me doy cuenta de que,
si bien fue un momento triste, difícil y depresivo, resultó útil, porque de
haberme puesto a trabajar inmediatamente… El trabajo es lo que cuenta,
claro está, pero de vez en cuando conviene hacer un examen de conciencia
y analizar y ver las películas propias y las hechas por otros. Porque el
trabajo también tiene el riesgo de la rutina. Por eso considero un poco
peligroso comenzar a trabajar demasiado joven, o por lo menos ganar
dinero en el cine prematuramente. En estos tres años vi mucho cine, hablé
mucho de cine, reflexioné, pero con amargura, porque pensaba que jamás
volvería a tener en la mano una cámara, porque no veía posibilidad alguna
de entrar en el cine francés.
Y en 1964, cuando ya estaba desalentado y a punto de abandonar mis
aspiraciones cinematográficas, conocí a Eric Rohmer y Barbet Schroeder.
Paris vu par… fue la película que me sirvió para introducirme y darme a
conocer en el cine francés. El trabajo de cámara había sido siempre para mí
un medio calculado de llegar a la realización; nunca pretendí, en realidad,
hacer carrera como director de fotografía. Obligado además en París a
ganarme la vida, me ofrecí como operador, pues como técnico es más fácil
introducirse. El medio para llegar al fin se convirtió después en el fin mismo
y terminé apasionándome por el oficio.
El encuentro con Eric Rohmer fue fortuito. Casi por casualidad estaba
yo viendo el rodaje de París vu par… El director de fotografía que rodaba
el sketch de Rohmer, se peleó con él y abandonó repentinamente el trabajo.
Barbet Schroeder, el productor no podía conseguir al instante un sustituto.
Entonces les dije: “Yo soy operador”. Como no tenían otra alternativa, me
probaron por un día solamente. Después, cuando visionaron el copión, les
gustó lo que había hecho y terminé la película. Un golpe de suerte que se da
sólo una vez, en la vida de una persona.
La Televisión Escolar

Simultáneamente con mi trabajo en Paris vu par…, empecé a rodar


algunos cortos documentales para la Televisión.
Rohmer trabajaba entonces para la Televisión Escolar. Como conocía mi
mala situación económica y quería ayudarme, me presentó a sus
administradores. Les proyectamos Gente en la playa. Les gustó y me
pidieron que les hiciera algo en el mismo estilo sobre un jardín de juego
para niños. Así realicé Jardín public, que dirigí y fotografié con sonido
directo. En total realicé alrededor de veinticinco documentales para la
Televisión Escolar de 1964 a 1967. Algunos de ellos no me disgustan. Eran
trabajos honestos, no dirigidos a grandes públicos, documentales
educativos, hechos por razones muy precisas. Fueron muy útiles para mí.
Experimenté técnicas de cámara que usé después en largometrajes.
En Cuba trabajaba en el documental-reportaje con medios muy
rudimentarios. Con la Bolex los planos no podían durar más de 2.2
segundos, el tiempo máximo de duración de la cuerda, mientras que en
Francia utilizaba la cámara Eclair 16mm. con motor alimentado por baterías
de larga duración. En Cuba reconstruía el sonido de ambiente no sincrónico,
mientras que en Francia descubría la maravilla del sonido directo registrado
simultáneamente con el Nagra portátil.
Estos cortometrajes para la Televisión Escolar significaron mis primeros
ensayos serios. Al ser en blanco y negro, podía utilizar las nuevas
emulsiones Doble X 250 ASA y 4X 400 ASA, que aparecieron en aquella
época. Entonces volví a las técnicas intuidas en Cuba de la luz reflejada y
natural.
En estas películas llevé al extremo los postulados de la utilización de la
luz natural. En La Journée d’un savant, había en el laboratorio de física
osciloscopios que emitían luces muy débiles, pero interesantes. De haber
iluminado el lugar, mis luces hubieran dominado las otras existentes y el
efecto habría desaparecido. Para obtener más luminosidad filmé entonces a
8 imágenes por segundo en lugar de a 24 y pedí a los personajes que se
movieran lentamente, al objeto de restituir la velocidad del movimiento
humano que se obtiene a 24 imágenes por segundo. Esta técnica, poco
ortodoxa, pude emplearla excepcionalmente más tarde con éxito en breves
secuencias en largometrajes (Days of Heaven).
En esta misma serie La Journée de… hice La Journée d’un médecin, La
Journée d’une vendeuse. También hice La Gare, sobre la organización y la
vida de una estación ferroviaria; siete cortometrajes destinados a la
enseñanza del inglés, Holiday in London Town, un par de documentales
sobre la arqueología griega, y otro par sobre la Edad Media. Todo esto me
sirvió para ejercitarme en trabajar de manera muy libre, con material ligero,
aprovechando la belleza natural de la luz y de las cosas y procurando
trasladarlas al cine tal como son, sin afeites. A causa de la variedad de los
temas y de la cantidad de película impresionada, se presentaron
innumerables problemas a resolver, que aumentaron mi experiencia en el
largometraje. Por ejemplo, en las emisiones de historia sobre la Edad Media
y sobre la Grecia clásica, pude comprobar que el arte griego no tolera los
objetivos de gran angular, las deformaciones ópticas, seguramente a causa
del sentido helénico de la medida y del equilibrio. En cambio, el gótico no
sólo acepta las deformaciones del gran angular, sino que las agradece;
parece como si los arquitectos de las catedrales hubiesen visto las cosas en
gran angular, inspirados por su deseo de llegar verticalmente al cielo.
En En Corsé había en la Plaza de Ajaccio la gran hoguera de San Juan.
Como años más tarde en Days of Heaven, filmé, de hecho, los primeros
planos de los protagonistas iluminados por las llamaradas, sin ningún otro
apoyo de luz eléctrica y utilizando objetivos de gran abertura y forzando el
revelado.
En algunas de estas películas, como las que había hecho en Cuba, los
efectos que buscaba no siempre eran logrados. A veces me equivocaba
totalmente. Pero es importante equivocarse, tener fracasos cuando no pesan
demasiado en una carrera. Es la ventaja de poder cometer errores
impunemente en trabajos casi anónimos. En resumen, fue en la Televisión
Escolar francesa, en el período que va de 1965 a 1967, donde adquirí esto
que se llama “oficio”.
VIDA PROFESIONAL
Paris vu par…

Eric Rohmer, Jean Rouch, Jean Douchet, Jean-Luc Godard, Claude


Chabrol, Jean-Daniel Pollet - 1964

Paris vu par… fue una película compuesta de 6 sketches, dirigido cada


uno por un realizador diferente de la nouvelle vague. Cada sketch
transcurría en un barrio distinto de París “visto” con una óptica diferente. El
rodaje duró bastantes meses, pues se trabajaba de una manera sincopada,
sólo los fines de semana y según las disponibilidades de tiempo de cada
cual. Fue Barbet Schroeder el inspirador y productor de este original
proyecto.
En esta película, hecha en cooperativa, nadie cobraba. Para encontrar un
operador que no cobrase, no podían hilar muy fino.
Y yo, prácticamente desconocido, con los documentos de emigración
todavía pendientes, sin permisos legales de trabajo, les resolvía la papeleta a
las mil maravillas.
Terminé el sketch de Rohmer Place de l’Etoile y rodé completamente el
de Jean Douchet, Saint-Germain-des-Prés. Pero trabajé también en casi
todos los demás, con Godard, Chabrol, Pollet, rodando, terminada la
filmación propiamente dicha, planos que faltaban y aun secuencias enteras.
Tuve una intervención muy directa en toda la película, pero por problemas
de tipo legal no pude firmarla.
París vu par… se rodó en 16mm. y luego se amplió a 35mm…, porque
aquel momento era el de la gran explosión del cinéma-vérité, del “cinema
directo”, y creímos que se podía hacer cine profesional en 16mm. Quisimos
aportar las técnicas del 16mm. del documental a un cine de ficción. Esto era
posible gracias a la nueva y entonces revolucionaria cámara Eclair-Coutant
16, portátil y totalmente insonorizada.
Aunque la experiencia fue muy interesante, nos convencimos finalmente
de que no era el ideal, porque el resultado técnico dejaba bastante que
desear. En la proyección se notaba mucho más grano, que algunas gentes
admiraron por cuanto daba un aire distinto al cine que se hacía en aquellos
momentos. Pero la película hubiera podido tener el mismo aire espontáneo,
y ser mil veces mejor, si la hubiésemos hecho en 35mm.
Sólo un sketch, el de Jean Rouch, explotaba de verdad las posibilidades
del 16mm, y no se hubiera podido rodar en 35mm. El sketch se compone de
dos únicos planos sin cortes rodados cámara en mano, siguiendo a los
actores de habitación en habitación en un apartamento, después en el
ascensor y luego por la calle, y con sonido directo.
Barbet Schroeder, el animador de aquel proyecto, reconoció finalmente
que el 16mm. era en realidad una actitud, un estado de espíritu. Sólo más
tarde nos dimos cuenta de que habíamos confundido el formato con la
actitud. El problema no estaba en la utilización del 16mm. o el 35mm, sino
en la manera cómo se veían las cosas.
Se llevaba muy poco equipo, pero la realidad es que en 35 puede
llevarse exactamente el mismo, o menos, porque las emulsiones de 35 eran
más sensibles y hacía falta menos luz. En La Collectionneuse trabajamos
con menos luz que en París vu par…, y estaba rodada en 35. La
sensibilidad de las emulsiones del 16mm. de entonces era de 16 ASA.
Había por lo tanto que falsear la luz, había que iluminar demasiado, un
contrasentido: si se prefería el 16mm, es porque se suponía que se podía
obtener una mayor naturalidad, un mayor realismo. Aun ahora en que las
emulsiones 16mm. han hecho progresos y aumentado en sensibilidad,
todavía es necesario iluminar en exceso para alcanzar un “buen” diafragma,
condición indispensable para obtener imágenes nítidas en una posterior
ampliación a 35.
En fin, defendimos el 16mm, el cine indigente, en contra del 35mm, un
poco como lo cuenta Esopo en la fábula de la zorra, que quiere comer uvas
de una parra y como no las alcanza, dice que están verdes. En el fondo,
hacíamos un cine a la medida de nuestras posibilidades y tratábamos de
encontrarle justificaciones teóricas a posteriori. Pronto nos pasamos al
enemigo. Terminé dándome cuenta de que había defendido, como tantas
otras veces, una causa que no lo merecía. Entonces, y esperando nuevas
evoluciones técnicas, dejé el 16mm. sólo para el reportaje. Por otra parte, la
calidad del 16 en la pantalla no depende tanto de una calidad inferior
intrínseca de formato como de proyecciones defectuosas. Por esto es
indispensable la ampliación a 35mm. Pero, sea como fuere, París vu par…
fue para todos nosotros una experiencia extraordinaria, un banco de ensayo
y experimentación indispensable. Para mí lo más importante es que había
podido asomarme por fin, aunque fuera por una rendija, al cine francés.
La Collectionneuse

Eric Rohmer - 1966

La Collectionneuse es quizás mi película más querida, porque es mi


primer largometraje y desarrollé en ella ideas que solamente había esbozado
en el cortometraje. La Collectionneuse tiene para mí el valor de un
manifiesto. En forma embrionaria estaba ya todo cuanto haría más tarde.
Llamó la atención su estilo fotográfico, que se apartaba de lo que
anteriormente se había visto en color en el cine profesional. Esto fue así, en
parte, por la falta de medios. Tenía que tener ese estilo natural se quisiera o
no, porque sólo disponíamos de cinco photo-floods; Rohmer, Barbet
Schroeder, Alfred de Graaff y yo, eléctricos improvisados, colocábamos las
pocas luces que teníamos o filmábamos las cosas tal como eran. Carecíamos
de presupuesto para hacerlo de otra forma, pero, al mismo tiempo, no era
sólo una concesión económica, estábamos de acuerdo que era mejor trabajar
así. Para ahorrar también, vivíamos todos en la misma casa en que
filmábamos en Saint-Tropez. Fue una aventura completa. Hacía tiempo que
Rohmer deseaba filmar esta historia, la cuarta de la serie de sus Contes
moraux, pero no encontraba productor. Entonces, un grupo de gente,
encabezados por Barbet Schroeder y entre los que me encontraba yo,
decidimos hacer la película según fórmulas cooperativas. La necesidad de
ahorrar material nos obligó a hacer tales equilibrios, que de hecho
inauguramos nuevos sistemas. Normalmente, rodamos una toma nada más
de cada plano, y para conseguirlo Rohmer hacía ensayar minuciosamente a
los actores, hasta estar seguro antes de decir “motor”. De esta manera,
conseguimos rodar en una proporción de 1:1/2 el metraje total de la
película. Un verdadero récord (claro que hay actores que rechazan este
sistema. Más adelante Jean-Louis Trintignant, por ejemplo, en Ma nuit chez
Maud, se resistiría a ensayar demasiadas veces. Sentía que le restaba
espontaneidad a su trabajo).
Rohmer, en los campos-contracampos, en lugar de hacer toda la toma
sobre un personaje, luego sobre otro, como se hace generalmente para luego
alternarlos en el montaje final, no tomaba más que lo esencial —el que
habla, el que escucha—, de modo que no tenía nunca doble en el montaje,
que estaba así ya previsto de antemano. Para La Collectionneuse se
filmaron sólo cinco mil metros de negativo. En los laboratorios creían que
se trataba de un cortometraje. En ese terreno, Rohmer se parece a Buñuel,
quien no concibe cada escena más que de una manera, pero pensándola
mucho antes de lanzarse.
Al principio queríamos rodar la película en 16mm, pero después de
muchas discusiones, decidimos hacerla en 35, y creo que acertamos, porque
ninguno de sus matices atmosféricos se hubieran podido lograr en 16mm.
En general, la gente que se pasa al 35 cambia de métodos. Con Rohmer, por
el contrario, pensamos que era posible rodar La Collectionneuse como si se
hubiese realizado en 16. Creo que es precisamente esta concepción del 16 lo
que compensa en 35. Los efectos se degradan en el formato reducido y sólo
en el 35mm. color existían las posibilidades del Eastman negativo, cuya
mayor sensibilidad permitía llegar muy lejos en el terreno de la
iluminación, lo que equivale a decir también en el sentido de su mayor
economía de medios.
Pensé que una cámara 35mm. portátil sin blimp, la Cameflex de Éclair,
no era mucho más pesada que una de 16mm. insonorizada, y si además
íbamos a doblar, no había razón alguna para utilizar la Eclair-Coutant
16mm. Si sólo hacíamos una toma por plano, nos resultaría más caro, ya
que de haberse hecho en 16mm, de todos modos había que hacerla ampliar
más tarde a 35, lo cual también cuesta dinero. Creo que la dificultad
provocó a Rohmer, le gustó la idea de que no tuviéramos suficiente película;
la preparación rigurosa, el ahorro de materiales y energías forma parte de
sus principios ecológicos.
Con grandes presupuestos los cineastas tienen tendencia a iluminar
demasiado, tienen la posibilidad de hacerlo y la tentación es muy grande.
Un presupuesto pequeño impide que el director de fotografía se abandone a
la facilidad, debe trabajar rápido y encontrar soluciones simples; lo que
impide también que la foto sea demasiado trabajada y amanerada. Ésta es la
trampa en la que a veces caen quienes disponen de tiempo para estrujarse el
cerebro en una producción grande. Aquí el plan de rodaje fue de cinco
semanas. En los exteriores de La Collectionneuse, Rohmer tuvo una idea
práctica, que como todas las ideas prácticas terminan por ser estéticas;
evitar que los personajes estuvieran bajo el sol mientras hablaran. En las
películas de Rohmer las escenas son muy largas, la gente habla mucho
tiempo, generalmente en un mismo sitio. Entonces, si se filma bajo el sol, se
está muy limitado, porque como el sol se desplaza, la luz cambia de lado a
medida que avanzan las horas del rodaje en el día. Si el tiempo real de una
escena en la pantalla es de diez minutos, aparece como una falta que el sol
haya cambiado de dirección en este breve tiempo. Hay que interrumpir el
rodaje y filmar al día siguiente la misma escena a la misma hora para
obtener, paradójicamente, una impresión de continuidad. Otro
procedimiento consiste en colocar un arco en sustitución de la luz solar, de
manera que la luz venga del mismo lugar que al principio. Pero la luz de
arco es muy artificiosa, y además resulta que se tienen dos soles en la
escena, el artificial y el verdadero, en direcciones contradictorias.
Naturalmente, se puede tapar el sol verdadero con un panel, con lo cual
terminan complicándose más las cosas. Entonces —y esto respeta también
el realismo, porque la gente raramente se pone a hablar al sol, a no ser que
esté en la playa—, vino la idea de que los intérpretes se encontraran a la
sombra de un árbol, de un árbol bastante frondoso. Si se estudia el
movimiento del sol, se da uno cuenta de que hay un lugar que casi siempre
está en sombra, y es en ese lugar donde se puede rodar la escena durante
todo el día con tranquilidad.
En La Collectionneuse practiqué la fotografía sin apenas iluminación
artificial. El propósito era ahorrar equipos eléctricos, pero con esto
conseguimos además imágenes de considerable naturalidad. Algunas
escenas se filmaron muy tarde, cuando ya casi no había luz, porque el sol se
había ocultado, a pesar de que en aquel momento las emulsiones Kodak
(5251) eran menos sensibles que ahora; tenían 50 ASA (aunque eran muy
hermosas, por cierto). Algunas escenas de noche —como en la que Patrick
(Patrick Bauchau) se despierta, porque la Coleccionista (Haydée Politoff)
hace mucho ruido, y enciende la luz, que es una lamparita roja detrás de la
cama— se rodaron sin añadir nada. Son escenas que ahora resultan
corrientes, pero en aquel momento eran atrevidas. Ahí, a plena abertura de
diafragma, me di cuenta de que la película era más sensible y de que tenía
más latitud de lo que los folletos de Kodak indican; es decir, aun cuando el
fotómetro dicte que ya no hay bastante luz, la película todavía se
impresiona. Fueron precisamente esas escenas las mejores,
fotográficamente, de la película. Era un poco la falta de experiencia lo que
me dio el atrevimiento para hacerlas, porque yo no había sido nunca
ayudante de nadie, no me habían infundido el miedo a fallar que acompaña
al profesionalismo.
Tuve otros problemas. Había escenas de dominante naranja muy fuerte,
porque transcurrían al atardecer; en el talonaje de la película en el
laboratorio (era mi primer talonaje serio), el técnico no me comprendía,
quería corregir los colores, quería sustraer el rojo (en ese tiempo las
dominantes rojas no se usaban, decían que los rostros iban a parecer como
tomates). Era imposible discutir con él, así que tuve que actuar de manera
autoritaria. Sucedió que la película gustó, ganó varios premios, se habló de
ella. Las tonalidades cálidas se pusieron más tarde de moda. Antes los
laboratorios, porque yo era desconocido, no me tomaban en serio; a partir
de aquel momento empezaron a cambiar las cosas. Éste es uno de los
problemas de los cineastas que comienzan y es que hay que luchar con los
técnicos, que siempre rechazan innovaciones estéticas, y que en cambio
obedecen ciegamente las reglas fijadas en los manuales.
Recordando aquellos procedimientos que había utilizado en Cuba en los
cortos, introduje en Francia la iluminación por espejos. Mi innovación fue
la de combinar este sistema con el de Coutard. Éste enviaba las photo-floods
contra el techo, para que la luz rebotara y diera una iluminación sin sombras
marcadas. En la iluminación con proyectores de estudio, se ve que la luz
procede de unos rayos perfectamente delimitados, se ven las sombras muy
recortadas. En la realidad, este tipo de iluminación existe solamente en
espectáculos teatrales o en vitrinas publicitarias, pero nunca en una casa y
mucho menos con luz de día. Y el estilo de iluminación de Coutard, que me
gustaba mucho y que ya había sido utilizado por fotógrafos como Cartier-
Bresson y por algunos operadores italianos como G. R. Aldo y Gianni di
Venanzo, podía conseguirse mejor con espejos. En vez de enviar el haz
luminoso de los espejos sobre los actores, lo dirigía hacia el techo o un
muro blanco, produciéndose así una luz por reverberación muy suave que
creaba un efecto muy real.
Esto todavía ofrece mayor interés en la fotografía en color, a causa de
las tonalidades que adquiere la luz solar, y que se pueden inclinar hacia el
azul (tonos fríos) o hacia el rojo (tonos calientes). Se supone que al
mediodía la luz solar tiene todos los colores equilibrados en el espectro, lo
que en términos de fotografía se llama una temperatura de color normal. La
luz eléctrica tiene dominantes rojas, y en los primeros experimentos de cine
en color (en el blanco y negro no existía ese problema), se vio que cuando
se iluminaba con lámparas eléctricas la gente salía rojiza. (Lo mismo
sucede si se rueda una película al atardecer, porque a esas horas el sol tiene
una dominante roja que el ojo humano no percibe totalmente porque efectúa
una corrección. Pero la película no tiene esta capacidad de adaptación). Por
ello los fabricantes han hecho lámparas de luz más parecida a la del
espectro solar, corregidas con filtro azul y con las que teóricamente se
puede iluminar el rostro de los actores en el interior de día. Pero en la
práctica siempre hay una dominante. Con el uso las lámparas amarillean y
por ello, en muchas películas en color, la piel de los actores —donde se
acusan más las distorsiones— tiene tonalidades artificiosas. La ventaja con
relación a la electricidad es que la luz solar indirecta obtenida con los
espejos es muy potente y permite un buen diafragma y, sobre todo, tiene
exactamente la misma naturaleza que la luz del exterior. Así, el equilibrio
de tonalidades entre la luz exterior y la interior es más justo, la luz reflejada
es de la misma calidad que la otra que se ve por las ventanas.
Otra ventaja suplementaria y no despreciable de la iluminación por
espejos: hay menos calor que con la iluminación eléctrica, los actores —y
los técnicos— no se sienten molestos físicamente y trabajan
agradablemente.
Como yo no era realmente un profesional, creo que descubrí este
procedimiento sobre todo gracias a la ignorancia que a veces estimula la
audacia. Utilicé espejos completamente ordinarios, una estrategia sólo
posible, naturalmente, en verano y en lugares de mucho sol como Saint-
Tropez, en casas que se encuentren a ras de suelo o que tengan una terraza
en la que se puedan situar los espejos. En películas como Domicile conjugal
por ejemplo, rodada en invierno, en París, y en una casa de apartamentos de
cinco pisos, no se podía utilizar más que luz eléctrica. Pero siempre que
puedo, cuando trabajo en el campo, utilizo los espejos. Claro, no es un
procedimiento sin inconvenientes, porque como el sol se mueve de
continuo, la mancha solar reflejada en el techo se desplaza y, por
consiguiente, hay que ocuparse de los espejos y cambiarlos de
emplazamiento para que la luz rebote bien y en el ángulo conveniente.
Todos los eléctricos se quejan de este sistema, porque les parece mucho más
cómodo enchufar un equipo eléctrico que permanece siempre igual una vez
que se ha establecido la iluminación. Desde su punto de vista tienen razón.
En las películas de Rohmer la imagen es muy funcional. A menudo yo
le convenzo de algo, pero siempre ha de ser con su acuerdo, no se ha de
hacer nada sin que él lo sepa, en contraste con otros directores que dan carta
blanca y ni siquiera desean mirar por el visor. Ante todo, en las películas de
Rohmer se ve a la gente realmente. El criterio es que si la imagen los
muestra con sencillez y tan próximos a la realidad como sea posible, las
personas serán interesantes.
Así mantuve la imagen muy simple, sin trucos. Incluso nos negamos al
maquillaje, excepto en las mujeres que se maquillan en la vida real. De esta
manera se tiene la impresión de que las cosas se ven como son, uno cree en
los personajes, ya casi no son de ficción.
Elijo las focales de los objetivos de acuerdo con el director.
He tenido la suerte de trabajar casi siempre con realizadores que tienen
ideas parecidas a las mías. Con Rohmer nunca tengo que utilizar focales
demasiado largas o cortas, siempre nos hemos conformado con las
comprendidas entre los 25 y los 75mm. En general utilizamos sobre todo el
50mm. que, como es sabido, es el que más se acerca a las proporciones de
la visión humana. Mis tres objetivos de base fueron los de 50, 32 y 75mm.
También utilizamos un zoom aunque con prudencia. Más adelante lo
eliminaríamos totalmente en las siguientes películas. Como no teníamos
travelling, se hicieron algunos en automóvil; para los demás movimientos,
pocos, el zoom resultó un sustituto eficaz.
En fin, la mayoría de las técnicas que he utilizado después estaban ya
aquí: servirme de la luz de ambiente, dejar las cosas tal como son sin
retocarlas demasiado, tratar de buscar la variedad entre todas las secuencias,
diferenciar el día, el atardecer y la noche con cambios de tonalidades.
Tras el montaje de la copia de trabajo, muda y positivada
provisionalmente en blanco y negro para ahorrar, un productor conocido se
interesó por la película y puso el resto del dinero para la sonorización y el
tiraje de las copias en color. A pesar de un presupuesto ínfimo, el resultado
fue mejor del que se esperaba, porque si bien pensábamos que La
Collectionneuse sólo iba a interesar a minorías, encontró un público amplio.
De hecho, La Collectionneuse fue un éxito. Se mantuvo en la cartelera del
Gítle-Coeur de París durante nueve meses. En el festival de Berlín ganó el
Oso de Plata. Barbet Schroeder y Rohmer se afianzaban también como
productores independientes. Los críticos empezaron a fijarse en mi trabajo.
La collectionneuse
The Wild Racers

Daniel Haller, Roger Corman - 1967

Mi segunda película fue The Wild Racers, una producción americana


rodada en Europa, que dirigió Daniel Haller. Yo era el director de
fotografía, pero el operador de cámara, Daniel Lacambre, trabajó tanto que
hubiera sido injusto por mi parte figurar solo en los créditos, así que pedí
que pusieran a Lacambre al mismo nivel que a mí. Rodamos en Francia,
Inglaterra, Holanda, España, cuatro países en cinco semanas, filmando sin
parar. Era excitante desplazarse todo el tiempo como nómadas.
Los copiones eran interesantes, pero la película me parece que fue mal
montada. Quizás Haller se dejó influir esta vez, por Lelouch y aun Resnais,
con pretensiones intelectuales fuera de lugar, el peor tipo de actitud para
una película “B” como ésta. Fue sin duda un experimento para Haller, quien
se destacaría más tarde en películas más logradas.
Roger Corman la produjo. No sé si no le gustó o quiso deshacerse de
ella, porque tenía que hacer otras cosas, pero la revendió e incluso hizo
desaparecer su nombre de los créditos. Fue, no ya el productor, sino
también el director de aproximadamente un tercio de la película. Al haber
dos operadores, mientras Haller filmaba unas escenas con Lacambre, él
hacía otras conmigo o viceversa. Corman es un personaje fabuloso, es como
una dínamo rebosante de energía. Era fantástico verle organizar un gran
accidente de coche en cinco minutos, lanzar cosas dentro y fuera del
encuadre, hacer algo sangriento y terrible con montones de “catsup”.
Aprendimos enormemente de él, técnicas de producción, trabajo rápido,
saber que consumir mucho tiempo en una escena, no significa que sea
necesariamente mejor. Rohmer también aprendió de Corman
indirectamente, porque yo hice de transmisor en este caso.
Corman es un independiente, considerado como el “rey de las películas
de serie ‘B’”, es decir, las películas comerciales de presupuesto limitado
que servían de complemento de programa. En su carrera ha hecho cerca de
cien como director y consiguió la atención de la crítica, especialmente con
sus versiones de Edgar Allan Poe. En cierto modo se le podría considerar
un Simenon del cine por la abundancia y la falta de pretensión de una obra
que, a pesar de todo, manifiesta cualidades notabilísimas.
Ya he dicho que en esta película tenía un cameraman que a veces hacía
el encuadre. No estoy de acuerdo con esta división del trabajo. Sobre todo
ahora en que la iluminación se simplifica, el director de fotografía tiene
menos que hacer. A menudo lo único que debe decir es “rueden tal como
está”. Su trabajo consiste, quizás, en impedir la iluminación. Entonces ¿qué
queda? A veces casi nada, por eso a mí me interesa hacer el encuadre.
Ahora, en esta película, como se hacía muy deprisa, a veces, mientras yo
iluminaba, el otro ya estaba rodando una nueva escena; resultaba justificado
hasta cierto punto, pues, el empleo del operador de cámara.
Los directores de fotografía que no quieren tomar la cámara, es porque
les resulta más cómodo. Se llega por la mañana, se ilumina, y ya está;
¡estupendo! Pero no hay duda de que quien lleva la cámara sabe qué
fotografía está obteniendo, mientras que el otro no.
Para mí el encuadre es algo indefinible que no se puede transmitir. Se le
puede indicar al operador de cámara la mecánica del movimiento con
puntos de referencia, pero ¡entre eso y el detalle!… Todo consiste en un
milímetro más a la derecha o a la izquierda. Aunque se le haya explicado
minuciosamente, nunca queda exactamente como se pensaba. Cuando se
ilumina sin mirar la escena dentro del encuadre, hay un elemento de
distracción, porque se tiene alrededor a toda la gente del equipo, y otros
elementos del decorado; entonces no se percibe bien el equilibrio de la luz.
Así pues, una parte del encuadre puede “pesar” luminosamente más que la
otra. Yo todavía no entiendo cómo se puede evaluar bien todo eso, si no se
encuadra al mismo tiempo. El hombre de la imagen ha de tener cuidado de
equilibrar las luces, además de los colores y las líneas. Si se toman Las
Meninas, de Velázquez, y se hace una abstracción de las formas, como hizo
Picasso, resulta claro que las líneas y volúmenes son tan importantes como
la luz que cae sobre los personajes y el decorado en perfecto equilibrio. Un
director de fotografía que hace solamente la iluminación, pero no toma por
completo a su cargo el encuadre, está haciendo un trabajo poco serio.
El gaffer o jefe de eléctricos era un americano que había trabajado con
la vieja guardia en Hollywood, un verdadero fósil viviente, con sus
truquillos y sus experiencias, algunas, en honor a la verdad, no del todo
inútiles. En Estados Unidos, el gaffer es quien esboza la iluminación.
Cuando el director de fotografía llega al estudio, ya se encuentra con la luz
medio hecha. Sólo hay que corregir. Este señor hacía exactamente lo
opuesto de lo que a mí me gustaba. Así que mi trabajo consistía no en
iluminar, sino en “desiluminar”, porque él ponía muchas luces y yo tenía
que quitarlas. Un día le dije: “No se moleste, no me prepare la
iluminación”. Inmediatamente empezó a hablar mal de mí a Haller y a
Corman, diciendo que yo era poco profesional, que no sabía el oficio. El
pánico empezó a cundir, porque no veíamos de inmediato el copión, que se
revelaba en Estados Unidos. Me dijeron entonces que debía iluminar más.
Yo tuve que plantarme: “O él o yo”. Por suerte Corman me restituyó su
confianza. Éste es el gran mérito de este hombre. Dio las primeras
oportunidades en Estados Unidos a gentes como Peter Bodganovich,
Francis Coppola, Monte Hellman, Jack Nicholson, Robert de Niro. En esta
película conocimos a Mimsy Farmer, a quien Schroeder haría su heroína en
More.
The Wild Racers fue una gran experiencia. Admiré la inventiva de los
americanos, que tienen un estilo de trabajo muy distinto al nuestro, la
libertad que poseen para dominar el guión. Pueden hacer un campo-
contracampo a tres semanas de distancia y en otro lugar. Los franceses
siempre tienen más miedo en este aspecto; por prudencia trabajan más
cronológicamente. También me enseñó el dinamismo en el trabajo y la
improvisación, comprobé la disciplina de los actores americanos: se quejan
menos, están listos a repetir las escenas todas las veces que sea necesario.
Por otra parte, The Wild Racers, que era un film de acción, con una
historia que transcurría en el mundillo de las carreras de automóviles, fue
una película bastante vulgar, de poca importancia. Sobre todo por el guión.
No tuvo tampoco el éxito de público que se esperaba. En realidad sólo fue
útil a los europeos que habíamos trabajado en ella. Lo cierto es que nos
divertimos mucho haciéndola.
More

Barbel Schroeder - 1968

Mi carrera como director de fotografía, una carrera que yo no había


buscado realmente, dio un gran salto hacia adelante gracias a More. De
cuantas películas he hecho en Europa, More ha sido una de las de mayor
éxito popular. Fue, proporcionalmente, la campeona de taquilla en Francia
el año que se estrenó. Y como uno vale lo que su última película, a partir de
More comencé a ser más solicitado.
Casi siempre he trabajado con cineastas con los que estoy de acuerdo
estéticamente, ya que uno se orienta por afinidades electivas. Me
encontraba entonces en un círculo de gentes que vivían una circunstancia
muy parecida a la mía. Eramos prácticamente desconocidos. Barbet
Schroeder, por ejemplo, no había hecho casi nada en el cine profesional.
París es menos grande de lo que se cree, y resulta lógico que yo cayera en
un ambiente de cine nuevo. Ahora, en cambio, se me ofrecen películas de
otras características. No estoy totalmente en contra del cine comercial,
porque puede significar también cine popular; no hay que olvidar que el
público en cierta manera vota en la taquilla, cada vez que compra una
entrada: Provengo de los cineclubs, y el cine que me había interesado al
principio era un cine de minorías, un cine de experimentación. He
evolucionado desde entonces; pienso ahora que si una obra artística llega al
gran público, mejor que mejor. Y ése fue el caso de More.
Me gusta alarmar a los productores, advertirles de que yo no soy un
operador en el sentido profesional, o un técnico, sino un aficionado. Me
gusta ponerme al lado del director, ayudarle, por ejemplo a través de un
diálogo con él. Un director se siente muy solo cuando rueda. No me interesa
ser únicamente el que aprieta el botón. Algunas veces soy un provocador,
porque sé que un director, obligado a justificarse, encuentra lo que busca.
Miento de manera constructiva. Fue necesario proceder así con Barbet
Schroeder en More, porque era su primera película. Procuré convencerle de
que se “cubriera”, de que hiciese muchas tomas de cada plano y
multiplicase los encuadres, aun a riesgo de tener demasiado material,
demasiadas opciones, demasiados puntos de vista a la hora de montar. Pero
cuando se empieza, lo más prudente es tener la mayor cantidad posible de
cartas en la baraja.
También me considero a veces como un ayudante del director, ya que el
trabajo de la fotografía no es nada comparado con el de la dirección. En
More, Barbet Schroeder me pidió que me ocupara un poco de los
decorados. Y no sólo eso, me gustaba estar en el montaje. No se debe
olvidar que mi deseo inicial era el de llegar a ser director, y por esta causa
posiblemente me siento tan cerca de los directores. El caso es que Barbet
me hizo figurar en los títulos de crédito como director artístico.
He hecho algunas películas que no citaré aquí, cuyos directores me han
utilizado un poco como simple pieza de una máquina. Pero tanto Truffaut,
como Rohmer, como Schroeder, son personas muy humildes. Un hecho que
siempre me ha sorprendido es el de que cuanto más talento tiene un
realizador, más escucha a sus colaboradores. Me gusta que mi trabajo sea
una tarea de colaboración, y por esto Barbet Schroeder es uno de los
directores con quienes prefiero trabajar.
No es fácil descubrir que a Schroeder lo que le interesa, sobre todo, es
el elemento de aventura que hay en toda obra de creación. Es un productor,
un animador, pero también es un director y un actor. Es como un hombre
del Renacimiento. Empezó como crítico en Cabiers du Cinéma, actuó para
Jean Rouch en París vu par…, para Godard en Les Carabiniers. En cada
película se lo juega todo. Cuando produjo La Collectionneuse, lo hizo con
deudas. Fue el primero que creyó en Rohmer; éste se habría destacado tarde
o temprano, es cierto, pero con mucho más tiempo y dificultades sin la fe y
la confianza que el joven Barbet tenía en él. Porque tras el fracaso
comercial de Le Signe du lion, nadie creía en Rohmer. Mientras Truffaut,
Godard, Chabrol, se estaban haciendo un nombre, Rohmer, por su edad
mentor —junto con Bazin— del grupo de Cahiers, parecía haberse quedado
atrás, reducido a la condición de un teórico que jamás podría hacer otra
película. Y fue Barbet quien le dio una nueva oportunidad, para poner en
marcha sus primeros Contes moraux.
Un día, de pronto, Barbet, que había sido sólo productor, me dijo que
tenía un proyecto para una película, que pensaba dirigir él mismo. Le
escuché al principio con escepticismo, ya que en el mundo del cine todos
hablan de proyectos que jamás llegan a hacerse realidad. Hasta los
eléctricos o las maquilladoras tienen un guión secreto que confían convertir
en una película. Me habló de More y leí el guión, que me pareció
formidable. Quedó postergado durante dos años, sin embargo, porque nadie
quería financiarlo. Hasta que, por fin, alguien le dio el dinero, muy poco.
Inmediatámente preparamos el equipo, un equipo mínimo, aunque más
holgado que el de La Collectionneuse: por lo menos contaba con un
eléctrico y un ayudante de cámara.
No existían aún en aquella época objetivos cinematográficos
ultraluminosos como los de ahora, al menos para el formato de 35mm. En
More utilicé por primera vez un objetivo fotográfico “Nikon” especialmente
adaptado de modo que pudiera colocarse en la Cameflex; este objetivo tenía
una abertura de f1.4, lo cual me permitía rodar de noche en las calles sin
otra iluminación que la luz de ambiente. Existía una nueva emulsión Kodak,
todavía no fabricada en Francia, que tenía una sensibilidad de 100 ASA. De
Estados Unidos hicimos traer de contrabando unas diez bobinas de 120
metros de aquella nueva emulsión (5254), que empleamos precisamente en
las secuencias nocturnas. Rodamos sin otra luz que la de las farolas de las
calles de París y nos quedamos sorprendidos: se podía ver todo. Era una
revolución. ¡Habíamos alcanzado la alta sensibilidad del blanco y negro!
Con esa misma emulsión filmamos también en Ibiza unas escenas en el
crepúsculo, un poco antes de que cayera la noche. Son aquellas en las que
Stephen (Klaus Grünberg) está esperando que Estelle (Mimsy Farmer)
llegue con la droga. El actor sale con un quinqué de la casa blanca junto al
mar, que no tiene luz eléctrica. No pusimos filtro 85, con lo que ganábamos
un diafragma; el paisaje de un azul oscuro, mientras la luz del quinqué que
le da en la mano, el rostro y el cuerpo es anaranjada. Y no había otra fuente
de iluminación, sólo el quinqué y el fulgor del crepúsculo. Este hallazgo,
gracias a la alianza del “Nikon” y la nueva emulsión, me fue útil más tarde,
sobre todo en Days of Heaven y en The Blue Lagoon.
Rodar a esas horas extremas no entrañaba dificultad, ya que las
filmaciones eran cortas, se trataba de viñetas, escenas de efectos: Schroeder
quería que se viese que era el final del día. Se ensayaban las escenas de
antemano, hasta el momento en que llegaba la luz ideal para filmar. Como
ese momento no era matemático y carecíamos de experiencia, la técnica
consistía sencillamente en rodar el plano tres o cuatro veces. Por ejemplo,
uno a las ocho; otro a las ocho y diez, otro a las ocho quince y otro a las
ocho y veinte, cuando ya casi no quedaba luz. Muchas veces la última toma
resultaba la mejor. En La Collectionneuse ya se anunciaban escenas así,
cuando en el crepúsculo se divisa la casa, en la distancia, con luces dentro,
y en el exterior todo es azulado porque también prescindimos del filtro 85.
En More llegamos todavía más lejos.
Es frecuente entre los directores de fotografía el temor a que les falte
contraste y, sobre todo, foco y profundidad de campo. Por aquella época, en
1968, trabajar en el cine con objetivos fotográficos a plena abertura era algo
extravagante, arriesgado. Y no sólo eso: aparte del “Nikon” 50mm, el resto
de nuestro material consistía en viejos objetivos Kinoptik rayados y una
Cameflex prestada. Aquellos objetivos defectuosos carecían de precisión
óptica, como si tuvieran un filtro de ligera difusión incorporado
naturalmente. Tratamos de sacarle ventaja a tal limitación para obtener
efectos pictóricos; la película cobró así, por necesidad, un estilo visual algo
impresionista.
Disponíamos también de un zoom, pero se utilizó poco. En el momento
de la tempestad hay un zoom muy brusco y mal hecho, no pensado para ser
montado: un simple recurso que me permitía pasar, rápidamente y sin
interrupción, del plano general al primer plano. Se daba por supuesto que
Barbet lo cortaría en el montaje, dejando sólo el principio y el final y
eliminando el trayecto. El caso es que Barbet vio ahí un efecto de vértigo
que le convenía. Yo le dije que eso arruinaría mi reputación, que de
haberme pedido un zoom para montarlo, se lo hubiera hecho mucho más
cuidado y mejor, que la intención era otra. Pero en cuanto vi montado todo
el copión, comprendí que Barbet, como tantas otras veces, tenía razón:
aquel zoom brusco añadía dramatismo a una de las escenas más violentas de
la película.
Sobre mi intervención en el decorado de More quiero señalar un detalle.
En el guión figuraba una escena en la que el protagonista descubría a su
amiga con otra mujer en la cama, en una situación un tanto ambigua, y
terminaba metido en dicha cama con ambas. Esta escena aparecía descrita
en el guión de una manera muy cruda. Para quitarle vulgaridad, nos vino la
idea del mosquitero. Literalmente le poníamos un velo. En la época en que
se rodó la película, el desnudo era todavía algo atrevido, por mucho que hoy
estas precauciones hagan sonreír. Pero a veces las dificultades estimulan la
imaginación. Y aquélla fue una idea baratísima y eficaz, aquellos velos del
mosquitero devolvían la luz muy bien, y la escena se convirtió en una de las
más elogiadas. Fue rodada con lo que permitían nuestros objetivos de
máxima abertura (2.5, 2.3) sin otra luz que la de la ventana, más otra luz
rebotada en el techo con espejos.
Por lo general, no me gusta utilizar los grandes angulares, porque
deforman la realidad. Pero justamente en More, en ciertas secuencias de
exteriores, pude recurrir a ellos sin peligro. Donde se deben emplear con
prudencia los grandes angulares, es sobre todo en la arquitectura. En cuanto
hay líneas rectas, las deformaciones ópticas se evidencian. Si se filma un
árbol o unas rocas con gran angular y se obtienen formas un poco extrañas,
no dejan de pertenecer a la realidad, en cuanto la naturaleza propone formas
infinitas. En los planos que se rodaron con un gran angular de 18mm. y
donde los personajes se hallaban alejados de la cámara, se tenía la
impresión de que los acantilados realmente eran más grandes, más
sobrecogedores; a la manera expresionista.
El sol era muy importante en More, casi un personaje más. Aparece ya
en los títulos de crédito en uno de los pocos zooms que me gustan de todos
los que he hecho. Situé el sol justo en el centro del encuadre, de manera que
los reflejos interiores propios de este objetivo formasen unos anillos
lumínicos y móviles como los de Saturno a medida que avanzaba el zoom.
Aunque en la película se supone que es el sol cegador del Mediterráneo, en
realidad fue el sol de París, filmado desde la colina de Montmartre unos
meses después. Había unas ligeras nubes en tránsito que ocultaban
intermitentemente el sol y esto hizo posible el plano. En cambio, el plano
del sol que rodamos en Ibiza, no fue satisfactorio. Es difícil filmar el sol. Si
se utilizan filtros para rebajar su intensidad, el sol se transforma en luna
porque el cielo se vuelve negro: sin filtros, la imagen se “quema” y no se
precisa el círculo solar.
El sol me sirvió también, al igual que en La Collectionneuse, para
iluminar los interiores por medio de espejos, que dirigía por reflexión. El
hecho de que las casas en Ibiza fueran totalmente blancas, facilitaba el
trabajo, pues la luz rebotaba limpia y sin contaminaciones de otros colores
que modificasen el espectro.
En general, por la variedad de sus escenas, por su estilo espectacular,
More resultó una película más complicada que La Collectionneuse. Por
citar un ejemplo, la escena en la que el automóvil baja por las calles de
Ibiza con los faros encendidos y en cierto instante se ve fugazmente cómo
dos personas encienden un cigarrillo. Para ello, hubo qué sustituir los faros
reales del automóvil por luces más potentes de cine. En esta ocasión me
fueron muy útiles las técnicas rápidas de Corman, la experiencia adquirida
en The Wild Racers, porque el rodaje de More fue trepidante.
Lo mismo que La Collectionneuse, esta película fue filmada con una
Cameflex sin blimp. En otras palabras, fue totalmente doblada y sonorizada
a posteriori. Esto permitió a la imagen una gran movilidad, lo cual —dicho
sea de paso— es uno de los secretos de la superioridad visual del cine
italiano. (Aunque es cierto que la banda sonora de las películas italianas
suele ser pobre y sin relieve). Para nosotros, sin embargo, significó una
enorme ventaja el no tener la preocupación del micrófono que se asoma,
indiscreto, por el borde superior del encuadre, de repetir tomas malogradas
por ruidos inconvenientes o imprevistos. Eliminar el blimp dio a la cámara
una ligereza que nos permitió movimiento y desplazamientos muy fáciles y
dinámicos.
Tuvimos suerte con el tiempo durante los meses de octubre y noviembre
en Ibiza. Cuando llegamos, el verano era todavía espléndido. Cuatro
semanas más tarde comenzó de golpe a soplar el viento y a hacer frío:
llegaba el invierno. En la pantalla daba la sensación de que había
transcurrido un año, un paso de tiempo que contribuía perfectamente a la
progresión de la historia.
Recuerdo muy bien la conmoción que despertó More en su primer pase
durante el festival de Cannes. Y cuando se estrenó, tuvo un éxito fantástico
de crítica y de público. Que no se repitió en los países anglosajones, extraña
paradoja por cuanto la película fue filmada en inglés.
Ma unit chez Maud

Eric Rohmer - 1969

En ciertas películas el color no es indispensable, y puede hasta ser


inoportuno. No me cabe la menor duda de ello en lo que respecta a Ma nuit
chez Maud (en lo que se refiere a la otra película que he hecho en blanco y
negro, L’Enfant sauvage, estoy más indeciso). Ahora que el color se ha
generalizado, algunos directores vuelven excepcionalmente al blanco y
negro. Yo he tenido la suerte de que, en este período, se me hayan propuesto
dos de las últimas películas importantes en blanco y negro.
Desde el punto de vista estético, este retorno al blanco y negro resulta
perfectamente justificado. Sería una lástima el no aprovechar sus
posibilidades con el pretexto de que “ya no se hace” o de que “no es
comercial”. El color ofrece, evidentemente, una paleta más rica y presenta,
estéticamente, la posibilidad de jugar con más elementos. Pero preferir lo
uno o lo otro, es olvidar que la utilización del blanco y negro o del color
responde a exigencias de estilo. En Ma nuit chez Maud el trabajo de los
actores era extremadamente importante y el color hubiese introducido un
elemento de distracción. El color, por otra parte, puede acentuar la fealdad
de algunos decorados naturales, que resultan mucho más discretos y aun
elegantes en blanco y negro; los rostros adquieren entonces una mayor
importancia que el fondo, que los decorados. El color se habría echado de
menos en More, donde el sol jugaba un papel primordial, al iluminar el mar
azul, las piedras ocres, las ropas abigarradas de los hippies. Pero en Ma nuit
chez Maud las escenas de exteriores más importantes transcurren en la
nieve, que como todo el mundo sabe es blanca. Clermont-Ferrand es una
ciudad muy gris, sobre todo en invierno, estación durante la cual los colores
casi no existen. Rohmer partió del principio de que en una película en
blanco y negro se deben evitar las referencias a los colores. Si los
personajes, por ejemplo, comentan que están tomando un peppermint, el
espectador se sentirá frustrado, porque querría ver el color verde; si, por el
contrario, se supone que los actores beben agua o vodka, esto no sucederá.
Sobre todo Rohmer pretendía que la película tuviera un tono austero y la
ausencia del color eliminaba los detalles superfluos, anecdóticos.
El vestuario se arregló de manera que trajes y vestidos fuesen blancos,
negros o grises. Hasta el decorado principal —el apartamento de Maud, que
fue construido en un pequeño estudio de la rue Mouffetard de París— se
pintó en blanco y negro. Los cuadros que adornaban la pared eran fotos en
blanco y negro. Jean-Louis Trintignant iba vestido de gris, Françoise Fabian
de negro; las camisas eran blancas, el cubrecama era de piel blanca, las
lámparas eran blancas, las rosas también. Tal estrategia facilitaba mucho el
trabajo. Cuando los decorados son en color, dos colores contiguos
diferentes pueden parecer iguales en la película blanco y negro, pueden
llegar a confundirse. Por supuesto, un director de fotografía experimentado
sabe de antemano los resultados que va a obtener, sin necesidad de mirar a
través del famoso monóculo ahumado que servía para conseguir una visión
monocroma. Pero el sistema de un decorado en blanco y negro —que no
inventamos nosotros, ya fue utilizado en otras épocas— nos facilitaba los
tonos casi exactos que iba a registrar la película, sin necesidad de
transponerlos mentalmente.
Otra de las ventajas del blanco y negro es que resulta más barato. Y no
por el precio de la película en sí. Resulta más económico por su incidencia
en otras facetas de la película: se ilumina con más facilidad, luego con
mayor rapidez, etc. El aspecto de la conservación tiene mayor importancia.
En las cinematecas del futuro las películas en color se habrán desvaído en
pocos años, mientras que las de blanco y negro perdurarán. Para una
persona como yo, que viene del cineclubismo, esta protección contra el
tiempo de que gozan al menos dos películas mías, me complace.
Por lo que al negativo respecta, utilizamos película Doble X y 4X en las
escenas de noche, y en las de día Plus X y Doble X; se mezclaron así las
tres emulsiones. La 4X fue de una gran utilidad, en las escenas de la iglesia
sobre todo, donde se debía respetar la —escasa— iluminación del lugar,
reforzándola sólo un poco. Las velas bastaban para impresionar muy bien la
película.
Con la 4X de 400 ASA rodamos de noche en las calles de Clermont-
Ferrand iluminadas solamente por las farolas. Me serví a veces de una
pequeña luz de apoyo: los sun-guns o flashes continuos, que son pequeñas
lámparas de cuarzo con una batería portátil. En blanco y negro las lámparas
autónomas pueden utilizarse durante toda su duración (unos veinte
minutos), pero en color hay que contentarse con su tiempo de rendimiento
máximo (unos diez minutos), ya que su temperatura cromática desciende
progresivamente hacia el rojo a medida que declina.
Una escena en el interior del coche está poco lograda en lo que
concierne a mi trabajo; seguí la convención. En un paisaje nocturno de
carretera donde no hay luces de farolas, en la realidad no se ve nada. ¿Qué
se puede hacer? ¿Se ha de iluminar, en contra de toda lógica, como en las
consabidas escenas del submarino o de la mina, en las que se apaga la luz y
sin embargo se puede ver? La luz del interior del coche resulta entonces
artificiosa, porque no está justificada. Años más tarde, en La Chambre verte
encontraría una solución para otra escena semejante.
Empleé las emulsiones corrientes del mercado, sin introducir
manipulaciones en el laboratorio. Normalmente, los operadores tienen
tendencia a la sobreiluminación, que les permite trabajar con diafragmas
muy cerrados, del orden de 4.5 o más. Yo trabajaba a menudo con la
máxima abertura, 2.2, de los objetivos Cook; es decir, me arriesgaba a tener
poca profundidad de campo. Pero al ser las películas de Rohmer muy
sencillas en el aspecto técnico de la puesta en escena, la ausencia de planos
con grandes profundidades de campo limita el peligro. En las películas de
Rohmer los personajes se mueven poco, con frecuencia están sentados. Es
más fácil iluminar planos estáticos. Si en una película se dan muchos
movimientos, me veo obligado a trabajar con un diafragma más cerrado y
tengo entonces que iluminar más.
Todavía no habían salido al mercado las soft-lights actuales, pero
obteníamos el mismo efecto aunque de una manera artesanal. Al igual que
Coutard, decidí rebotar la luz, pero no ya contra el techo —cosa que
también hago a menudo—, sino contra paneles blancos o paredes. No
pretendo haber inventado tal procedimiento, por supuesto. Pero el caso es
que yo empleo esta luz casi exclusivamente. Esta técnica ofrece un
inconveniente: al utilizar una luz que rebota, se pierde la mitad cuando llega
al personaje que se está fotografiando. El diafragma debe abrirse para
compensar, lo cual repercute en una menor profundidad de campo, una
definición en los fondos menor de lo que la mayoría de los operadores
desea. En mi caso no me preocupa esto demasiado, soy miope…
probablemente es así como veo la vida.
Hay quienes piensan que Rohmer tiene un pacto con el diablo. La fecha
de rodaje de la escena en que nieva estaba fijada desde hacía meses en el
plan de trabajo; ese mismo día, puntualmente, nevó y no sólo unos minutos
sino toda la jornada; la escena consiguió una perfecta continuidad, y con
nieve de verdad, que es cosa dificilísima de obtener, más perfecta que la
nieve artificial de Adèle H. Pero no se trata de una simple cuestión de
suerte; la clave está en la preparación minuciosa, llevada a cabo por el
propio Rohmer a veces dos años antes del rodaje, en la que intervienen
numerosas previsiones y cálculos de probabilidades.
El montaje, como es habitual en Rohmer, duró únicamente ocho días,
porque la película ya estaba en su cabeza durante el rodaje. No pierde
tiempo, como otros, eligiendo tomas, en cuanto rehúsa rodar más de una
vez el mismo plano. Significa un riesgo, evidentemente. Pero como en sus
películas hay pocos decorados, que no serán destruidos enseguida, como
suele hacerse, cabe filmar la toma defectuosa unos días después. Yo insisto
muchas veces para que haga una toma de seguridad, pero la rechaza casi
siempre. Su punto de vista, con todo, es defendible. Rodar una sola toma
significa tal economía de tiempo en la filmación y el montaje que, aun en
caso de un contratiempo técnico, hacer un retake no representa jamás una
pérdida de tiempo superior a la economía global hecha sobre el conjunto de
la película.
Lo mismo que en More llevábamos un equipo mínimo, un ayudante de
cámara y un solo eléctrico. Se filmó con una cámara Arriflex provista de
objetivos Cook sin zoom y con blimp. El sonido directo, la pureza y verdad
de la voz humana, era una preocupación fundamental para Rohmer,
particularmente en una película como ésta, de texto tan extenso. Fue mi
primer encuentro con el ingeniero de sonido Jean-Pierre Ruh, con quien
establecería en el futuro una larga y estrecha colaboración. Soy un
apasionado del sonido directo en el cine. Creo que un buen sonido, con
relieve, con diferentes y nítidos planos sonoros, realza la imagen. Rohmer,
por otra parte, jamás recurre a la música de fondo para subrayar de una
manera u otra las escenas. La única música de Ma nuit chez Maud se
escucha cuando los dos amigos (Yitez y Trintignant) van al concierto de
Leonide Kogan; es decir, se trata de una música justificada por la narración.
De otro modo, subrayar un momento emotivo con acordes dramáticos le
parece a Rohmer una facilidad y, en cierta forma, un reconocimiento por
parte del cineasta de su incapacidad para comunicar sentimientos por las
vías “legales”: narración en imágenes, palabras y ruidos.
Casi toda la película fue pensada en planos medios. Hubo un solo
primer plano auténtico en un momento muy dramático: cuando Maud
(Françoise Fabian) cuenta el accidente de automóvil y la pérdida del ser que
amó. En general, Rohmer reserva los primeros planos para momentos muy
especiales. Sabe que el primer plano exagera las cosas, aumenta su poder
expresivo. De multiplicarse en una película, deja de ser eficaz en el preciso
momento en que se quiere hacer hincapié en algo.
En contra de lo que esperábamos —por el tema árido, la falta de
espectacularidad, la utilización del blanco y negro— esta película resultó,
además de un éxito de crítica, un éxito de público, mayor todavía que el de
La Collectionneuse. Ma nuit chez Maud llegó a ser candidata al Oscar y fue
seleccionada para el festival de Cannes, ganó el premio Lauis Delluc, se
vendió y se exhibió en casi todos los países. Hoy en día es un clásico de los
cineclubs.
L’Enfant sauvage

François Truffaut - 1969

François Truffaut me pidió que hiciera esta película, porque le había


gustado mucho mi fotografía en blanco y negro de Ma nuit chez Maud,
Como el color se había ya generalizado, Truffaut pensó que yo era uno de
los últimos que conocían la técnica del blanco y negro; lo cierto es que yo
era un novato y Ma nuit chez Maud mi único largometraje en blanco y
negro. Sea como fuere, la oportunidad que se me ofrecía de trabajar con
Truffaut —ya he declarado antes mi admiración por su obra—, me pareció
como un sueño que se realizaba.
Tuve además la sorpresa de comprobar que Truffaut es una de las
personas con quien resulta más agradable trabajar. Como Jean Renoir, crea
una atmósfera buena durante el rodaje que redunda en beneficio de la
película. Al contrario de tantos otros rodajes, en los de Truffaut no hay
histeria, no hay gritos, todos los miembros del equipo se comportan como
una familia bien avenida. El trabajo transcurre con suavidad, a un excelente
ritmo, pero sin prisas. Su signo característico es la cooperación. Truffaut es
un hombre que, con todo su gran talento, escucha las sugerencias de
quienes trabajan con él, toma en consideración cualquier comentario. Puede
rechazarlo o aceptarlo, pero su actitud no es la del genio que no necesita
ninguna clase de ayuda: escucha al escenógrafo, a la ayudante de dirección,
Suzanne Schiffman, a los intérpretes y guionistas, a las maquilladoras e
incluso a los eléctricos. Y en esta película más que en otras. Al interpretar
el papel principal, necesitaba una perspectiva para juzgar sus escenas, que
él naturalmente no podía ver. Pero todo cuanto aportamos a su película
quienes le rodeábamos, fue en función de su fuerte personalidad. El “estilo
Truffaut” es siempre inconfundible.
En L’Enfant sauvage dispuse por primera vez de un equipo normal,
reducidísimo con relación a las películas americanas, pero suficiente en lo
que respecta a Francia: dos ayudantes de cámara, dos eléctricos, dos
maquinistas. Hasta entonces había rodado de una manera muy simple, en
los límites del reportaje o del documental. Aquí tuve que hacer cosas más
complicadas: movimientos de cámara en largos travellings, escenas con
numerosa figuración, efectos de contrastes de luz y sombra e iluminación de
espacios más amplios.
El blanco y negro puede aportar a una película un carácter muy extraño,
estilizado. Puesto que la realidad es en colores, al prescindir de ellos, se
consigue, sin más, una transposición estética de gran elegancia de las cosas.
Es casi imposible caer en el mal gusto cuando se trabaja en blanco y negro.
Aunque el hecho de que pueda uno equivocarse tanto en los colores resulta
un enorme estímulo… Me hubiese gustado hacer simultáneamente una
versión en color de esta misma película, con el fin de compararlas, a modo
de ejercicio. Pero ningún productor quiere o puede financiar un experimento
semejante, claro está.
Siempre admiré la fotografía de las películas mudas y L’Enfant sauvage
me dio la oportunidad de rendirle homenaje. Los directores de fotografía de
los grandes cineastas escandinavos —Dreyer, Stiller—, americanos —
Griffith, Chaplin—, o franceses —Feuillade— solían iluminar con luz
indirecta, muy bella.
Construían decorados al aire libre, sin techo, y tamizaban la luz con
sábanas que filtraban los rayos solares, cuando no trabajaban a la sombra.
Aquellos profesionales utilizaron la luz natural, ya sea porque no tenían
bastante dinero para utilizar luces sustitutivas, ya sea por falta de equipos
eléctricos o de tecnología, cuyos refinamientos sólo llegaron después. Su
estilo, sin afeites, tenía la precisión de lo escueto y depurado, que acabó por
perderse. Los paisajes, los rostros y las cosas no piden más que su propia
belleza, virgen, sin significación ni patetismo, como la de la primera mirada
sobre el mundo.
Truffaut me pedía un cierto sabor arcaizante: le gustan mucho las
transiciones del cine mudo, los fundidos. Hubo que estudiar el problema.
¿Cómo hacer fundidos sin recurrir al laboratorio? (el contratipo resta
calidad a los planos). Pensé como solución en el cierre de iris, característico
del cine mudo, idea que Truffaut aceptó enseguida con entusiasmo. Mi
ayudante, J. C. Rivière, se puso entonces a buscar un viejo iris, de los que
se empleaban en los primeros tiempos del cine. Lo encontró en una casa de
alquiler de material para rodajes. Observamos, al hacer pruebas, que los
mejores resultados se obtenían con los grandes angulares, a partir del
32mm. Los límites del iris eran más precisos y el efecto de un anillo oscuro
que se cierra progresivamente, hasta aislar lo esencial en la imagen y
concluir luego en el negro total, resultaba perfecto. Las técnicas del cine
mudo llegaron a un grado excepcional de refinamiento y sus secretos
desaparecerán con la desaparición de sus creadores. Hay que redescubrir
esas técnicas. Los raros efectos de iris que se ven en el cine actual, están
hechos en el laboratorio: los bordes del iris son demasiado recortados,
mecánicos, como en los dibujos animados, la calidad fotográfica del plano
se deteriora por las múltiples manipulaciones en la truca. Los iris del cine
mudo tenían, en cambio, la calidad de las cosas hechas a mano, que hoy
hemos perdido.
Utilizamos mansiones auténticas de la época en la región, de Riom, que
fueron especialmente restauradas, remozadas y amuebladas. Truffaut rehúsa
trabajar en estudio y le gustan los decorados naturales, en cuanto concibe
sus planos con movimientos en continuidad, que van de dentro hacia afuera
o viceversa, que se justifican casi siempre por las entradas y salidas de los
personajes. Se respeta así la geografía de un lugar y se consigue mayor
verismo. Al contrario de lo que ocurría en las películas anteriores a la
nouvelle vague, donde un personaje aparecía ante la fachada de una casa —
un exterior real— y en cuanto cruzaba el dintel de la puerta, de pronto nos
encontrábamos por corte en un decorado de estudio, que lo artificioso de la
planta y la iluminación denunciaba sin contemplaciones.
L’Enfant sauvage es una historia situada en otra época, una época sin
electricidad, durante la cual las velas eran el medio de iluminación.
Actualmente no es raro encender una lámpara eléctrica cuando aún es de
día; en aquella época no era así, y por esa razón quise recrear, para los
interiores, una luz de ventana.
En las escenas de noche una ventaja estaba a mi alcance: la de utilizar la
película 4X, que tiene 400 ASA. En términos generales, estoy con James
Wong Howe, quien procuró siempre que la luz fuera lógica; es decir, si hay
una ventana —o una lámpara encendida— en el decorado, de ella debe
venir la luz principal. Las velas, por ejemplo, han inspirado en el cine las
más absurdas convenciones. En una pared que ilumina una vela, es
completamente ilógico mostrar la sombra de ésta y la de la palmatoria que
la sostiene. Seguir con un foco a un actor que se desplaza con un
candelabro, produce un efecto que se halla muy lejos dé la realidad. ¡Las
velas del cine no vacilan jamás! En L’Enfant sauvage aspiramos, por
consiguiente, a una luz de velas real. Es cierto que practicamos ciertas
manipulaciones en las velas, para intensificar su luminosidad normal. Pero
el caso es que la luz provenía de la propia vela y no se consideraba ésta
como un objeto de utilidad simbólica. Creo que fue una de las primeras
veces que tal procedimiento se aplicó en una película.
Estoy convencido de que en el cine se mantienen las convenciones por
pura pereza mental. Fue esta idea la que dominó mi pensamiento en las
escenas del bosque de L’Enfant sauvage. Según la tradición, para iluminar
la espesura de un bosque haría falta un arco, porque las manchas de sol y
sombra a través del follaje son intensas y el rostro de los personajes podría
resultar confuso. La luz de arco, en cambio, compensaría las sombras. Pero
como soy partidario del realismo, no estaba de acuerdo con este
procedimiento. Las manchas existen, conservémoslas. Este parti-pris, por
otra parte, permite una enorme economía de medios, en cuanto no entraña
llevar arcos ni grupos electrógenos a lugares inaccesibles.
Si no había luz suficiente, hacía podar la copa de los árboles y la luz que
bajaba por aquel espacio libre era muy parecida a la que entraría por el
patio de una casa, una luz por cierto muy bella.
Para lograr el efecto llamado “noche americana” (day for night) —es
decir, filmar de día para obtener en la pantalla un efecto nocturno— deben
observarse ciertas reglas. Hay que evitar el cielo demasiado brillante, filmar
desde arriba para que sólo el suelo aparezca en el encuadre. Cuando el
paisaje es muy amplio, no queda otro remedio que recurrir a la “noche
americana”. En L’Enfant sauvage, por ejemplo, el niño se escapa por la
noche y se supone que la iluminación del paisaje es debida a la luna; la
escena es filmada desde arriba y se ve un llano y el bosque —el cielo
permanece invisible— mientras el niño corre hacia el fondo. Luego, cuando
bebe en el río y salta por los árboles, se evitó también el cielo. El efecto de
“noche americana” se logra, sobre todo, en el momento de la impresión y,
un poco, en el de la exposición: sub-expongo una mitad en el rodaje y la
otra mitad la hace el laboratorio. El efecto queda indicado en el negativo,
pero no totalmente, porque a veces los directores cambian de idea y deciden
que la escena sea de día; es una razón suplementaria para ser prudente.
En las escenas de “noche americana” utilicé el filtro rojo, como es de
rigor en blanco y negro, para hacer más oscuro el cielo en caso de que se
percibiera por descuido. El filtro rojo sirve además para que los rostros
aparezcan más brillantes, y el contraste aumenta igualmente, lo cual da una
calidad un poco lunar al blanco y negro.
En una escena nocturna en el patio o jardín de Itard, el niño se está
balanceando y mira la luna, mientras el médico observa desde la ventana.
Dicha escena fue rodada en dos versiones, una a la luz del día con técnica
de “noche americana” y otra con luz eléctrica. Esta última fue la que se
utilizó finalmente, no porque fuera mejor de fotografía que la otra (ambas se
parecían extraordinariamente en la proyección), sino por una cuestión de
ritmo en el movimiento del actor, Jean-Pierre Cargol. Al iluminar pusimos
sobre un alto practicable una sola lámpara de cuarzo de 2.000 watios a unos
diez metros de distancia del niño. Deseaba esta vez un efecto bien marcado
de sombra única y alargada como la de la luz lunar.
La técnica para obtener el efecto de “noche americana” en el cine en
color ha evolucionado profundamente. Se hablará de ello más adelante en
Days of Heaven.
Pocos zoom se utilizaron en L’Enfant sauvage. En las siguientes
películas de época rodadas por Truffaut, como Adèle H. y La Chambre
verte, los eliminamos totalmente. Pero uno, al menos, me satisface. Suele
recurrirse al por comodidad, pero en esta escena —el prólogo— era el
ultimo recurso posible. El niño salvaje se halla en la copa de un árbol,
balanceándose rítmicamente. Se aleja el zoom lentamente y vemos que el
árbol es uno entre miles en una gran vista panorámica del bosque, el niño
aparece como un ser minúsculo en aquella inmensidad; al final, el
movimiento hacia atrás del zoom es quebrantado por un iris que centra su
círculo en el chiquillo. Este plano se filmó de una colina a otra, con un
abismo entre las dos, que hacía completamente imposible poner vías para
un travelling.
La cámara de Truffaut es más móvil que la de Rohmer, suele
desplazarse en travelling siguiendo a los actores durante su trayecto,
generalmente en plano medio. A veces hace grandes movimientos
descriptivos en el vacío de una cosa a otra (de una ventana a otra, por
ejemplo, para ver lo que ocurre en el interior). Truffaut, por otra parte, suele
emplear el plano-secuencia, en combinadas coreografías de los intérpretes y
la cámara que permiten prescindir del montaje. A veces nos pasábamos
todo el día organizando y ensayando uno de esos planos-secuencia. Pero
después ¡cuánto tiempo ganado al no tener que “cubrirse” filmando planos
complementarios y a menudo inútiles, cuánto tiempo ganado en el montaje,
cuánta pureza y maestría en su concepción!
El rodaje de L’Enfant sauvage significó para mí, y para todos cuantos en
él intervinieron, una experiencia del más grato recuerdo.
Por el excepcional nivel de su obra y por lo agradable que resulta
trabajar con Truffaut, he procurado siempre organizar mi actividad en
función de su programa. Así llevo hasta ahora nada menos que ocho
películas hechas con él.
Le Genou de Claire

Eric Rohmer - 1970

Los paisajes, los decorados, imponen un cierto estilo a una película.


Cuando Rohmer y yo fuimos a la región de Annecy, en busca de sitios para
el rodaje de Le Genou de Claire, me expuso su deseo de que la imagen
tuviera un estilo “Gauguin”. Quería que las montañas aparecieran lisas y
azules sobre el lago, quería colores uniformes. Lo que nos hizo pensar en
Gauguin fueron las superficies planas, verticales u horizontales, sin
perspectivas, de colores puros, que existían realmente en aquel lugar
(Talloires). Para armonizar el efecto pictórico deseado, se diseñó el
vestuario en consecuencia. Los intérpretes llevan ropas de colores
uniformes. De haber telas estampadas, eran sólo con flores, como en
Gauguin. Por supuesto, no era más que un punto de partida, una simple
referencia; no quisimos atarnos a una idea preconcebida. Pero no cabe duda
de que la alusión a Gauguin —tan lejos de Tahití— dio un estilo propio a
esta película.
Al igual que en La Collectionneuse, volvimos a plantearnos la cuestión
de cuáles serían las mejores horas para la luz. Lo cierto es que la luz no es
la misma en todas partes; en un paisaje mediterráneo domina el blanco,
mientras que en la Alta Saboya, donde rodamos Le Genou de Claire,
domina el verde y el verde absorbe más luz; ahí radicó mi mayor dificultad
en esta película. En exteriores, la luz no llegaba al rostro más que por el
lado derecho, de manera que el otro quedaba demasiado oscuro, pues el
verde de los árboles lo absorbía todo y no reflejaba nada. No me quedaba
más remedio que iluminar para compensar. De haber expuesto para la
sombra, los verdes del fondo hubiesen quedado desvaídos, sobreexpuestos.
Para compensar la sombra de los rostros de los actores que conversan
bajo los árboles, utilicé por primera vez los mini-brutos, reflectores de
nueve lámparas portátiles muy ligeros en comparación con los arcos que se
utilizaban antes, o las pantallas plateadas para rebotar el sol. Poseen
ventajas considerables: su duración es larga, no hay que cambiar el carbón
del arco voltaico constantemente y resultan de fácil manejo. Dan una luz
potente pero menos cruda que la de los arcos, sobre todo si se cubren con
un material de difusión para suavizarla. No olvidemos que debía tenerse la
impresión de que los personajes se hallaban efectivamente bajo la sombra
de un árbol.
El paisaje era más hermoso de lo que la película permite suponer, su
variación y exuberancia resultaban extraordinarias: un auténtico paraíso
para el fotógrafo amateur. Pero lo que precisamente Rohmer deseaba evitar,
y yo estuve de acuerdo con él, fue una superabundancia de bonitos
panoramas, la tentación de hacer una colección de tarjetas postales. Así que
nos limitamos prácticamente a dos paisajes. Procuramos incluso que el
fondo no fuese llamativo en exceso, pues los personajes tenían que ser casi
siempre más importantes. La variedad residía en que estos dos únicos
paisajes se ven en la película a diferentes horas y con distinta luz.
En Le Genou de Claire intenté restituir la luz del verano. ¿Cómo se sabe
que el sol brilla? Porque se ven las sombras; así pues, si se quiere indicar
que un paisaje está bañado por una luz solar intensa, se puede situar a los
actores bajo la sombra de los árboles y el fondo quedará iluminado por el
sol en ligera sobreexposición. De compensar la sombra iluminando de
modo exagerado a los actores, el resultado podría ser excesivamente plano
y poco natural en la pantalla. Es difícil indicar al lector estudiante de
cinematografía en qué proporción deben compensarse con luz artificial las
zonas en sombra. No sirven las reglas, es fundamentalmente una cuestión
de gusto, que varía en cada película según las exigencias de estilo que cada
tema impone.
En otra escena bajo un camino bordeado de árboles, igualmente entre
Brialy y Cornu, se utilizó sólo una lámpara de cuárzo de 1.000 watios
dispuesta en la propia cámara. El travelling retrocedía, manteniendo la
misma distancia y ritmo mientras los actores avanzaban, conversando. Los
rostros conservaban la misma luminosidad, mientras el sol y el paisaje
ligeramente sobreexpuesto aparecían a través de las ramas al fondo.
Rohmer rueda rápidamente, pero no constantemente. La mayor parte de
los directores llegan por la mañana, preparan un plano (si no lo hicieron ya
el día anterior antes de marcharse) y se puede rodar ya una hora más tarde,
para aprovechar hasta el último minuto de la jornada. Rohmer, no: puede
llegar por la mañana y no proponer nada concreto hasta el mediodía.
Aunque dé la impresión de que va a la deriva, cuando sale de su reflexión,
rueda con sorprendente rapidez. Puede filmar hasta diez minutos útiles en
un día (la media habitual es de tres minutos, que es ya más que aceptable) y
luego despedir al equipo antes de la hora fijada en el plan de rodaje. Tiene
un ritmo de trabajo muy sincopado: a veces se ausenta del rodaje, sin avisar
a nadie, o desaparece en la naturaleza para correr (inventó el jogging mucho
antes que los americanos). Al principio, lo admito, me sentí confundido.
Pero a partir de Le Genou de Claire empecé a acostumbrarme a tan curiosas
tácticas. A veces se pierden días enteros; cunde entonces el pánico entre el
equipo de producción, se piensa que habrá retraso en el plan de rodaje.
Pero, en realidad, Rohmer no hace sino, probablemente, esperar una
atmósfera ideal, para la luz o para los intérpretes, y en un solo día recupera
todo el tiempo perdido.
El hecho de que tanto los técnicos como los intérpretes viviesen en una
zona cercana al lugar del rodaje, permitía que estuviésemos todos a
disposición del director. Por tal razón se rodó la película cronológicamente,
lo cual proporcionaba a los intérpretes la oportunidad de impregnarse del
ritmo de sus personajes, vivirlos de hecho en el tiempo y el espacio. Todos
los efectos calculados de antemano por Rohmer se cumplieron: las rosas
plantadas un año antes florecieron en el momento preciso que las
necesitábamos, las cerezas maduraron y enrojecieron a su debido tiempo,
Claire (Laurence de Monaghan) llegó a Talloires coincidiendo con su
primera aparición en la película.
Tal como ocurrió en La Collectionneuse, los diálogos fueron reescritos
por Rohmer de acuerdo con el lenguaje peculiar de los intérpretes en la vida
real. Del mismo modo, y con la única excepción de la escena en que
Luchini habla sentado con Brialy bajo un árbol, no hubo improvisación, los
actores recitaron un texto preciso y muy minuciosamente aprendido.
Rohmer está abierto a todo tipo de sugerencias, siempre y cuando no
toquen una cuestión de fondo. En tal caso es inflexible. Le gusta utilizar
gente nueva, que aporte frescura y entusiasmo. Habla mucho, en realidad
piensa en voz alta, explica a todo aquel que quiera oírle lo que está tratando
de hacer. Una de mis tareas, pues, consistía en escucharle. Rohmer tiene
una auténtica necesidad de comunicación. Cuenta también con que el
equipo esté a la entera disposición de la película, viva totalmente dedicado a
ella. Muestra celos si se van a ver otras películas durante el rodaje, o se
habla de otras películas que no sean la que se rueda; en otras palabras, su
actitud es exactamente opuesta a la de Buñuel, quien prohíbe al equipo
hablar durante las horas de las comidas de la película que están haciendo.
Rohmer suspende durante un rodaje todas las funciones normales: no come,
no duerme, no atiende a su familia ni a sus amigos. En estado casi de trance
creativo, sus fuerzas están enteramente dedicadas a la obra que está
realizando. La energía y actividad que despliega son sobrehumanas. Como
no tiene ayudantes, ni script, lleva cuenta de todo personalmente y se
encarga hasta de gestiones y recados nimios: llega al extremo de barrer el
piso del decorado al terminar la jornada y de preparar el té a las cinco para
el equipo. Como es natural, una dedicación e intensidad semejantes en el
trabajo son recompensadas por un fervor unánime en todos sus
colaboradores. Quienes han trabajado en una película con Rohmer,
conservan un recuerdo imperecedero de la experiencia.
Domicile conjugal

François Truffaut - 1970

Sin duda porque se trata de una comedia, una periodista me preguntó en


cierta ocasión si el rodaje de Domicile conjugal había sido muy divertido.
No lo fue. Se rodó en París, lo cual es casi siempre sinónimo de problemas.
Un equipo que trabaja en provincias —como fue el caso de L’Enfant
sauvage—, al no estar solicitado por las mil tentaciones de una gran ciudad,
se siente más tranquilo y más disponible para su tarea. Por añadidura, era
invierno, y rodar una comedia en invierno resulta algo particularmente
difícil. Los días son cortos, es decir, hay que rodar rápidamente para no
perder las horas favorables de luz. En el patio donde transcurre gran parte
de la película, la temperatura estaba por debajo de cero, y nosotros nos
congelábamos. Los actores debían vestirse como si fuera primavera, porque
así lo pedía el guión. El pobre Jean-Pierre Léaud estaba aterido, lo mismo
que Claude Jade. Los miembros del equipo íbamos envueltos en múltiples
jerseys y abrigos. Por si esto fuera poco, rodar en interiores naturales
significa que los espacios son muy reducidos, que el operador anda siempre
confinado en una esquina. Si fuera hacía mucho frío, dentro el calor era
excesivo por causa de la calefacción central y los focos de la iluminación.
Todo esto influía en que Truffaut estuviera más nervioso que en otras
películas suyas. Rodar en tales condiciones constituye un desafío.
Antes y durante el rodaje, Truffaut nos invitó a proyecciones privadas
de ciertas comedias americanas de los años treinta, las cuales admiraba y
que nos servían de referencia. Recuerdo, por ejemplo, que vimos The Auful
Truth, de Leo McCarey. Y también volvimos a ver, por supuesto, Les quatre
cents coups, L’Amour a vingt ans y Baisers volés, de las cuales Domicile
conjugal era la continuación. Había que crear cierta unidad con las
precedentes películas.
El rodaje tenía que ser rápido, dinámico, con muchos y variados
decorados y personajes, filmados con gran sencillez y eficacia. Truffaut
resolvía sus planos con movimientos complicados, aunque no lo parezcan
en pantalla. La cámara iba montada siempre sobre ruedas y efectuábamos
pequeñas modificaciones de encuadre, manteniendo generalmente a los
intérpretes en plano medio, un poco como en las comedias americanas
clásicas. El desplazamiento de los personajes hacía que todos estos
movimientos fueran imperceptibles, al justificarlos.
Domicile conjugal es, con toda probabilidad, la película más ingrata
visualmente de cuantas he hecho para Truffaut. El interés se centraba, sobre
todo, en las situaciones y en los personajes y sus cualidades plásticas
aparecían secundarias. La película tuvo una buena acogida popular.
La Vallée

Barbel Schroeder - 1971

Decidir cuáles son el formato y la pantalla ideales resulta difícil, pues


ante la proliferación de proporciones que siguió al advenimiento del
Cinemascope, no se sabe ya qué es lo “normal”: ¿Pantalla grande en
longitud o en altura? Porque si por los lados ganamos espacio, por arriba y
por abajo lo perdemos. Por otra parte, es una lástima que no existan en el
cine, como en la pintura, formatos ovales, verticales, cuadrados…
La verdad es que apenas me gusta el viejo formato 1:1.33; lo encuentro
pesado y estático. La proporción 1:1.66, por el contrario, me parece ideal: a
su equilibrio clásico —está muy cerca del rectángulo perfecto de la regla de
oro— une la posibilidad de dinamismo en la composición. El formato
1:1.85, más alargado y común sobre todo en Norteamérica, se halla a medio
camino entre el Cinemascope y el 1:1.66. No me convence, en cuanto no
me agradan las medias tintas. Y eso sin contar las complicaciones que
surgen de la proyección en formatos múltiples, una pesadilla para nosotros,
los directores de fotografía: nunca sabemos si el encuadre que compusimos
con tanto cuidado en el rodaje, será luego respetado por el proyeccionista.
Dicho todo esto, quisiera aclarar que me gusta el formato scope. La Vallée
me dio la primera oportunidad de utilizarlo. Componer una imagen dentro
de un cuadro alargado es excitante. No hace falta disponer los personajes en
el centro, pueden ganar incluso en fuerza si se sitúan a un lado y se
equilibra su peso visual con otro elemento en el lado opuesto. Cuando los
artistas clásicos pintaban un retrato —la Mona Lisa, por ejemplo—
recurrían a una composición vertical. Los cuadros horizontales, en cambio,
les ofrecían más espacio, más aire, más movimiento en una palabra. Eso fue
lo que nos decidió a rodar La Vallée en el formato scope.
Tras múltiples especulaciones, nos decidimos por el procedimiento
Techniscope. Hoy se tiende a abandonarlo, una circunstancia que lamento.
Se le consideraba como un pariente pobre del Cinemascope: Sergio Leone
lo utilizó en sus primeros spaghetti-westerns. Se basa en la idea de que la
película convencional de 35mm. no pasa por la cámara a una cadencia de 4
perforaciones, sino únicamente a 2: la ventanilla de la cámara tomavistas
está modificada, se ha hecho más estrecha, de forma que impresiona,
transversalmente, sólo la mitad del fotograma. Con esto un rollo de 120
metros tiene una utilización práctica de exactamente el doble. Luego, en
proceso de laboratorio, se amplía la imagen y se anamorfiza, para hacerla
compatible con las proyecciones en Cinemascope. Todo ello significa
asimilar algunas de las ventajas del 16mm.: menos bobinas de película
virgen, menos peso que transportar, un detalle que tiene su importancia
cuando un equipo ha de trabajar en plena selva virgen. Sin contar con el
estilo espectacular que, de por sí, proporciona el formato. La limitación
principal, como en el formato 16mm, radica en que al ampliar la imagen,
aparece en la proyección mayor cantidad de grano; en el caso de La Vallée,
que aspiraba a una calidad de reportaje, esto no tenía mayor importancia,
por supuesto… Hoy, a causa del papel creciente que la financiación de la
TV juega en la producción de películas, y del aumento del precio de
reventa, se tiende cada vez más a abandonar el formato scope, cuya
reproducción en el tubo de video resulta cortada por los bordes y
escasamente satisfactoria.
Con todo, el interés del Techniscope vuelve a replantearse ahora. Desde
La Vallée han aparecido emulsiones de grano infinitamente más fino. Para
rodar con este sistema, no se emplean objetivos anamórficos, sino los
esféricos habituales en cualquier película. Es decir, unos objetivos de
calidad superior, que permiten trabajar con niveles de luz muy bajos, porque
tienen mayor abertura que los anamórficos. En otras palabras, con el
Techniscope se puede rodar hoy sin iluminación adicional en escenarios
donde la luz disponible es escasa. Y ya sabrá el lector a esta altura que ése
es uno de mis principios.
Poca electricidad nos hizo falta, la verdad sea dicha, para rodar La
Vallée, casi toda hecha en exteriores y de día. Había sólo dos secuencias
nocturnas, en las que se utilizó un pequeño generador Honda de 1
kilowatio. Unas de ellas, al principio de la película, se desarrollaba bajo una
gran tienda de campaña tejida con tela de mosquitero. El interior lo
iluminaba una lámpara (supuestamente) de acetileno; en realidad, estaba
alimentada con electricidad y tenía dentro una bombilla casera de 60
watios. La luz que emitía iba reforzada por una photo-flood oculta tras el
círculo de personajes que conversaban bajo la tienda. El efecto era
interesante. La tienda de campaña, levantada a la sombra de un gran árbol,
destacaba su forma luminosa en la noche ecuatorial; como su tela era
transparente, se podía ver de una manera global toda la escena. De esta
forma tan sencilla, se creaba visualmente una situación única: estar
simultáneamente en el interior y en el exterior de un decorado. La otra
escena rodada de noche, una escena erótica entre Bulle Ogier y Michael
Gothard, tenía lugar en otra tienda de campaña, opaca esta vez. La cámara
se emplazó en el interior, muy cerca de los personajes; la (falsa) lámpara de
acetileno fue nuevamente la base de iluminación, compensada con una
photo-flood de 500 watios, dejando el resto en penumbra.
Los interiores de día se redujeron a la misma tienda de campaña de tipo
militar. La iluminación era facilitada sencillamente por la luz solar: me
limité a alzar la parte de la tienda situada fuera del ángulo de visión del
objetivo, por donde entraba la luz que precisábamos. Para hacer el
contracampo, se bajaba la parte que se había recogido y se levantaba la otra
opuesta. Estos planos fueron rodados a la sombra de un árbol frondoso. Si
venía un rayo de sol indiscreto, bastaba taparlo con un gran cartón. La luz,
de este modo, quedaba muy bien equilibrada.
En los exteriores, como ya he dicho, no utilicé iluminación eléctrica ni
focos. La luz natural era muy suave: en aquellas alturas había siempre un
cielo brillante pero con sombras atenuadas por las nubes. La continuidad
era fácil de mantener, como en Francia. De estas secuencias, creo las más
logradas aquellas que se encontraban a mitad de camino entre la ficción y el
documental. Después de convivir tantas semanas con las tribus Hagen en
Mapuga, tanto el pequeño equipo técnico como el interpretativo llegamos a
formar parte del paisaje cotidiano. En la escena crucial de la matanza de
cerdos, el reparto de su carne y la comilona que sigue, se consiguieron
momentos donde se creaba un equilibrio mágico entre dos mundos, el
nuestro y el de ellos. La cámara no tuvo otro mérito que el de estar allí para
registrarlo.
A causa de la enorme distancia que nos separaba de París en las
antípodas y de las dificultades de transporte, tuvimos que esperar al final del
rodaje para visionar una proyección global de los copiones. Es agradable, y
a veces útil, visionar lo filmado mientras se rueda, para efectuar
correcciones y ajustes sobre la marcha. Pero no es indispensable. Y puede
llegar a ser nocivo, en cuanto favorece impresiones de detalle y no de
conjunto. Con mucha frecuencia se exige repetir planos por errores nimios e
imaginarios… Conviene añadir, no obstante, que en París teníamos amigos,
Eric Rohmer entre ellos, que periódicamente visionaban el copión en el
laboratorio y nos enviaban cassettes grabados con un comentario detallado,
que nos tranquilizaba o nos ponía en guardia ante un error. Pero el caso es
que a partir de La Vallée, empecé a concederle menos importancia al rito
diario de la proyección del material rodado el día anterior. ¡Yo veo ya el
copión mientras estoy filmando! La experiencia adquirida al cabo de varias
películas hace que sean pocas las sorpresas que tales proyecciones me
reservan.
Como de costumbre ocurre con las películas de Barbet Schroeder, el
rodaje y el tema fueron búsqueda y encuentro, experiencia vital y artística,
exploración de otros mundos (y esta vez en sentido geográfico por
añadidura). Rodamos La Vallée en el Pacífico, entre las tribus primitivas de
los altos e inaccesibles valles de Papua Nueva Guinea, entre gentes que no
han tenido casi contacto con el resto del mundo. Durante tres meses y
medio habitamos en cabañas de palma y bambú, compartiendo la vida
rústica de los nativos, sin duda una de las aventuras más emocionantes y
enriquecedoras de mi carrera.
Les Deux Anglaises et le continent

François Truffaut - 1971

Sobre la disyuntiva blanco y negro/color, quiero añadir una cosa.


Contrariamente a lo que se creía, pienso que no es preciso iluminar con
exceso para el color; muy al contrario, hay que trabajar con un sentido de la
realidad aún mayor. Dado que el blanco y negro es totalmente irreal (la
realidad no es incolora), la convención contra natura se admite más
fácilmente. Una película en color, en cambio, soporta muy mal las
iluminaciones artificiosas, y el trabajo de iluminación debe ser más
cuidadoso: cuando se ven en la pantalla colores muy chillones, la culpa
suele tenerla una iluminación excesiva. En muchas películas en color me
horroriza la fealdad de la imagen, su vulgaridad y falta de armonía. Ese
aspecto abigarrado me repugna sobre todo en las películas ambientadas en
otras épocas, y Truffaut comparte mis preocupaciones en dicho sentido.
Estas ideas generales me guiaron en el concepto y la preparación de Les
Deux Anglaises et le continent. El precedente en blanco y negro de L’Enfant
sauvage me era útil sólo relativamente. En mi segunda película de época
tuve que replantear totalmente varías cuestiones.
La aportación de un buen director de fotografía debe comenzar mucho
antes del rodaje, en la selección de los equipos, la localización de
exteriores, el diseño del vestuario, etc. En Francia asumo buena parte del
trabajo que el director artístico hace en Estados Unidos y otros países.
Como ya he dicho, al plantear una película, pienso generalmente en un
pintor o una escuela de pintura. En Les Deux Anglaises estudiamos sobre
todo la pintura victoriana, pero se tuvo también en cuenta la pintura
impresionista francesa.
En esta película tomé plena conciencia de la importancia capital del
decorado, el vestuario y el atrevo para obtener una imagen de calidad. Lo
esencial no es lo que está en la cámara, sino lo que está frente a ella. En
realidad, lo único indispensable es que la cámara tenga un objetivo y
película virgen. Un único objetivo, como Bresson lo ha demostrado muy
bien con su eterno 50mm, puede bastar para hacer una película entera y
perfecta. Lo importante son los rostros de los actores, la dirección de la luz,
el color y el contraste de la luz, los colores y las formas que existen en el
decorado. Una pared blanca seguirá siendo blanca por mucho que se haga,
si apoyado en ella hay un personaje oscuro. Se puede hacer lo que se quiera,
hasta ponerle pantallas laterales a las luces para producir sombras sobre la
pared, la disminución del contraste será sólo parcial; más fácil sería atenuar
antes con pintura el blanco de la pared. Cuando se trabaja en una película de
ficción, hay que molestarse en ver los decorados previamente y prepararlos
bien. Les Deux Anglaises et le continent era una película de época. ¿Cómo
reconoceremos esa época? Gracias a la pintura que la perpetúa. Al estudiar
dicha pintura, se da uno cuenta de que, durante la época en cuestión, los
colores puros casi no existían. Y no sólo por un problema de parti-pris de
los pintores, sino que probablemente la técnica en la preparación de los
pigmentos no hacía posible otra cosa. Los pintores se permitían a veces una
sola nota violenta de color en un conjunto más bien uniforme. Por ello
quisimos evitar, en general, los colores demasiado vivos; nos inclinamos
con preferencia por tonos compuestos, intermedios: malvas, sienas,
naranjas. Creo que si se les pide a un decorador y a un figurinista colores
que no sean primarios, nos podemos aproximar a una cierta realidad de la
época, que nada tiene que ver con los colorines del viejo Technicolor
hollywoodiense. En Les Deux Anglaises pedí, por primera vez, al vestuario
que se pasaran las telas blancas, las sábanas, por un baño de té, para atenuar
el blanco agresivo que perturbaba la armonía.
Ésta es una de las películas que he hecho en Europa con más cuidado y
para la que he dispuesto de mayor tiempo, más de diez semanas de rodaje,
margen considerable para el cine francés. Truffaut estaba muy inspirado en
los emplazamientos de cámara y visualmente me dio todas las
oportunidades. Se ha dicho que las secuencias francesas parecen un eco de
Monet y Renoir. Como estábamos haciendo una película que transcurría en
la época de estos pintores, pensamos en ellos, naturalmente, pero nunca
pretendimos copiarles. Lo que ocurre es que al hacer películas de época se
termina, aun involuntariamente, filmando imágenes que parecen cuadros de
esa época, por la sencilla razón de que los escenarios, los vestidos y los
objetos son los mismos. Cuando se filma a una niña con una sombrilla roja
que camina en un día de sol bajo los árboles, es muy probable que el
resultado recuerde a Renoir o a Monet. No tiene mayor mérito, hasta una
computadora sería capaz de conseguirlo.
Las escenas que transcurren en Gales tienen un tono más sombrío.
Pensamos, quizás sin razón, que la luz en Gales debía de ser más tenue que
en Francia, pues en el norte los rayos del sol caen más inclinados. Como
nos hallábamos en Normandía, y no en Gales, se nos ocurrió la idea de
filmar las escenas en Gales siempre a la caída de la tarde, a fin de que la luz
pareciera más nórdica. Nos daban a veces las ocho o las ocho y media
rodando exteriores, secuencias como aquella en que los protagonistas
juegan al tenis: esto fue posible, porque, afortunadamente, disponíamos ya
entonces de película con mayor sensibilidad. Que las escenas de Gales
estuvieran menos iluminadas, no fue, en el fondo, más que una estilización.
De acuerdo con Hitchcock, pensamos que, en cine, los efectos han de ser un
poco exagerados. Ese parti-pris nos sirvió para diferenciar claramente los
dos países.
Una limitación considerable de esta película que se desarrolla en el
tiempo es que durante veinte años siempre estamos en verano. Truffaut era
consciente de ello, por supuesto. Pero ¿qué productora francesa podía
permitirse un equipo inactivo en espera de que llegara el invierno? Lo ideal
habría sido rodar los mismos cottages de las secuencias de Gales en
invierno con árboles desnudos, mostrar el paso del tiempo, justamente uno
de los ejes en que se apoya la película. Hicimos pequeñas manipulaciones,
arrancar hojas de los árboles, cortar la hierba, rodar en días de mal tiempo,
como en la escena final, cuando Muriel da clases a los niños; pero no fue
suficiente. Sólo años más tarde, con Days ofHeaven, se daría la oportunidad
de esperar el paso de las estaciones.
En Les Deux Anglaises hay una escena nocturna, que me parece
interesante visualmente, en la que Jean-Pierre Léaud y Kika Markham se
pasean por el puerto y hablan de la hermana (Stacey Tendeter). Unos
barquitos se divisan al fondo. Hice poner faroles en los mástiles con
baterías portátiles, pero no proporcionaban la luz, necesaria. Le dije
entonces a Truffaut: ¿Sería posible poner en el muelle unos marineros
alrededor de una fogata? Le gustó la idea y así se hizo. La fogata me
permitía justificar la iluminación de la escena. Es algo que siempre trato de
conseguir, justificar la luz, porque creo que ahí reside otra de las funciones
propias del director de fotografía.
Les Deux Anglaises, una de mis películas preferidas, tuvo
desgraciadamente mala acogida de público. Significa el principio de lo que
yo llamaría la obra “caligráfica” de Truffaut, que se prolongó en Adèle H.,
La Chambre verte y Le dernier métro. Un cine muy trabajado, muy
estilizado, que me permitió refinamientos en la iluminación y el encuadre
que no había yo practicado todavía hasta entonces. En Les Deux Anglaises
ensayé por primera vez la iluminación de la época con lámparas de
petróleo. Lo mismo que con las velas de L’Enfant sauvage, no quería que
las lámparas fuesen objetos de utillaje simbólicos, sin su función real que es
la de iluminar. En su interior se disimularon luces eléctricas, cuya forma y
filamento permanecían imperceptibles, gracias al cristal esmerilado de
protección de la lámpara. Un delgado cordón eléctrico se ocultaba bajo la
ropa de los intérpretes, para unir la lámpara a una batería fuera de cuadro.
De ese modo, las lámparas emitían su propia luz e iluminaban realmente la
escena. El apoyo de una única luz tenue de unos 60 watios, fuera de cuadro,
rellenaba y compensaba las zonas en sombras. Para conseguir un mayor
realismo, arrojábamos a veces conos de incienso humeante en la chimenea
de la lámpara, lo cual producía la ilusión de la combustión de la mecha.
Recurrimos con frecuencia a forzar el revelado hasta 200 ASA.
Por lo general, no ilumino los fondos con una luz distinta de la que
empleo para los personajes, sino que me sirvo de la misma, es decir, utilizo
una única luz. La técnica clásica de iluminar el rostro y después el fondo
por separado, me parece inconveniente, en cuanto considero básico el
principio de que el rostro sobresalga, sobre todo en una película no
espectacular. Si el decorado queda un poco en penumbra, se adivina más
que se ve; de esta forma el espectador pone algo de su parte, es activo,
“hace” y mejora el decorado.
Naturalmente, la luz única reflejada de los soft-lights plantea en
ocasiones el problema contrario: de haber paredes claras, quedarán más
iluminadas que los personajes, porque la luz reflejada es más difícil de
controlar. Con “banderas” por los costados —fáciles cuando se utilizan las
luces clásicas con Fresnel—, la luz reflejada se dispersa en todas las
direcciones. Cuando los fondos son demasiado claros le pido al decorador
que me los baje un tono o dos. Esta proporción es relativa de acuerdo con el
tamaño de la habitación. Si es de grandes dimensiones, habrá que añadir
entonces otras luces, ya que de lo contrario el fondo podría quedar
completamente a oscuras. Si las habitaciones son de tamaño normal, me
parece una ventaja el utilizar una sola luz compensada apenas por otra
menor y un decorado más bien oscuro.
El problema de la falta de control de la luz reflejada empezó a
simplificarse, sin embargo, a principios de los años setenta. Aparecieron en
el mercado lo que se llaman soft-lights, que no son más que un ready-made
industrial de lo que hacíamos antes de manera artesanal: una o más luces
dirigidas, no directamente contra los actores, sino contra el fondo blanco de
una gran caja, de la cual rebota muy suavizada. A partir de entonces estas
luces de Cremer, Mole Richardson o Lowell empezaron a ser las luces
básicas con que iluminaría todas las películas que vendrían a continuación.
Les Deux Anglaises et le continent
L’Amour l’après-midi

Eric Rohmer - 1972

Esta película puso punto final a la serie de los Contes moraux, de Eric
Rohmer. Se rodó en París durante siete semanas. Al contrario de las
anteriores, rodadas en provincias, hubo en esta película muchos y variados
decorados. Con lo cual la filmación fue más movida, más nerviosa. Sus
escenas transcurrían en calles, cafés, tiendas de modas, grandes almacenes,
oficinas, apartamentos modernos y escaleras.
Eran decorados necesariamente cotidianos, ingratos a veces, y la
perspectiva estética sobre ellos no debía de ser evidente en exceso. Los
encuadres y las iluminaciones se mantuvieron dentro de una línea realista,
discreta, sin subrayar casi nada. Lo importante eran los personajes, su
psicología, las situaciones en que intervenían. No es fácil sacar belleza de la
fealdad. El mundo actual que nos rodea suele ser trivial, cuando no
antiestético. Por ello resulta mucho más difícil, menos agradecido, filmar
temas contemporáneos.
Naturalmente, como de costumbre en Rohmer, los ángulos y
movimientos de cámara tenían que ser justificados, y se prescindió por
sistema de los objetivos que se apartan de la visión humana. Si había algún
plano fuera de la norma, se justificaba plenamente por la situación. Por
ejemplo, la escena en que el protagonista, Frédéric (Bernard Verley), escapa
a la tentación que le ofrece Chloé (Zou Zou) en su buhardilla y, en un
encuadre en picado, baja por la escalera siete pisos hasta desaparecer.
Utilizamos indistintamente escenarios naturales y decorados construidos
en estudio. ¿Por qué? Alquilar una oficina auténtica y despedir
temporalmente a sus empleados era tan costoso como reconstruirla. Gran
parte de L’Amour l’après-midi se desarrollaba en este lugar. En París, por
otra parte, las oficinas se hallan en zonas muy ruidosas a causa del tráfico y
a Rohmer le gusta la pureza del sonido directo y prefiere no repetir tomas.
Cuando hay que repetir un plano, acostumbra a ser por culpa de algún ruido
exterior que perturba las voces. En los estudios de Boulogne, en cambio,
estábamos perfectamente tranquilos. Fotografías ampliadas precisamente
con la vista de los edificios siglo XIX que hay frente a la empresa Films du
Losange, productora de la película, se colocaron frente a las falsas ventanas
en el decorado del estudio. Por supuesto, las ventanas tenían cortinas que
tamizaban esas fotografías ampliadas (forillos) para disimular su
artificialidad.
Que se adviertan estos trucos en el cine me molesta. Como siempre me
han molestado, desde mis tiempos del Centro Sperimentale en Roma, las
pasarelas levantadas a lo largo de las paredes del decorado. Desde ellas la
luz llega a los actores en diagonal, de una manera que raramente se produce
en la realidad. Hay que reconocer que tales pasarelas facilitan el trabajo de
los eléctricos, permiten que los cables vayan por fuera y no entorpezcan el
tránsito dentro del decorado “atrezzado”, y evita que haya un bosque de
trípodes con sus luces por todo el plató. Pero creo que estas ventajas no
compensan, desde el punto de vista de la calidad de la luz, por lo artificioso
de los resultados que se obtienen.
Según esto, pedí que pusieran techo a nuestros decorados —un simple
panel suspendido— y prescindí deliberadamente de las pasarelas. La luz
vendría así, como en un escenario natural, de las ventanas o del centro del
techo, no de los ángulos. La luz principal en una oficina está generalmente
suspendida en el centro y es fluorescente. Hay lámparas de mesa también,
fuentes de iluminación suplementaria con las que podía contar.
El otro decorado que se construyó en los estudios era más pequeño, el
apartamento en buhardilla de Chloé. Tal como estaba descrito en el guión,
tenía una geografía especial con sus dos puertas de salida y pequeñas
ventanas altas. No hubo forma de encontrarlo y por ello se construyó. Por
tratarse de un último piso, dejamos las ventanas con un fondo blanco como
el que produciría un cielo brillante (en sobreexposición). La escalera de
servicio que se ve en la pantalla, en cambio, es auténtica. Hubo, por
consiguiente, que tener buen cuidado de determinar y reproducir la luz y el
color exactos de las paredes del pasillo que conducía a la buhardilla, pues
esta parte se reconstruyó en los estudios.
Esta agradable experiencia en los estudios de Boulogne sirvió para
completar la que tuve previamente en Ma mit chez Maud. Me convencí
entonces de que, una vez más, había sido sectario en el pasado; que mi
defensa de los decorados naturales era sistemática en exceso y que los
estudios facilitan el rodaje considerablemente. Si se trabaja, por ejemplo,
con un efecto de día y se sitúa una luz fuera de la ventana para que penetre
en la pieza, como si de luz solar se tratara, es posible rodar toda la jornada
sin problemas. No existe el apremio que puede darse en un decorado
natural, cuando la luz auténtica del sol se desplaza inexorablemente o se
oculta detrás de las nubes. Paradójicamente, pues, filmar en estudio puede
resultar más realista en la pantalla que en un decorado real. Y eso, sobre
todo, en el caso de escenas largas —diez minutos, por ejemplo— que
pueden resultar un festival de errores (falsos raccords), con el sol que
aparece y desaparece sin razón en ventanas diferentes a cada cambio de
plano o nuevo emplazamiento de cámara.
Otra ventaja de trabajar en estudio, sobre todo en una película como
ésta, donde debía notarse el transcurso de varios meses, aunque se filmó en
sólo siete semanas: al principio de la película es invierno y cuando Chloé
llega a la oficina, la luz en las ventanas debe de ser tamizada. Cuando
regresa, después de una larga ausencia, es verano y había que marcar el
efecto con una fuerte luz solar, que golpease las cortinas. Esos dos efectos
distintos quizás no hubiesen sido posibles por medios naturales en tan breve
tiempo de rodaje.
La gran tentación del rodaje en estudio, sin embargo, es la del puro
virtuosismo de aprovechar todas las ventajas sin un propósito concreto.
En exteriores, Rohmer descubrió un sistema para filmar a los
transeúntes que cruzan las calles en las horas de salida de las oficinas. Nos
plantábamos descaradamente delante de ellos: completamente absortos en
sus cosas o sorprendidos por nuestra presencia, no lanzaban miradas
indiscretas al objetivo. En cambio, si se pretende filmar de escondidas a los
paseantes de perfil, inevitablemente vuelven la cabeza y miran a hurtadillas,
con lo cual el espectador descubre que la cámara es observada.
Había en el guión bastantes escenas en terrazas cubiertas de cafés.
Fueron rodadas durante las horas de mayor tranquilidad —es decir, cuando
hay menos clientela— para evitar problemas con el sonido directo.
En las escenas que recogen las fantasías amorosas del protagonista en
plena calle, se borró el sonido directo, que fue sustituido en el montaje con
voces dobladas en estudio y sin ruidos de tráfico de fondo. Esto dio a la
imagen, a través del sonido, un toque irreal, extraño.
De las siete películas que he hecho con Rohmer, fue ésta, sin duda, la
que me ofreció menos ocasiones de lucimiento. No estoy evaluándola en un
sentido absoluto, entiéndase bien (L’Amour l’après-midi, ocupa un lugar
importante en la serie de los Contes moraux); me refiero únicamente a mi
trabajo fotográfico. Se cuenta, por otra parte, entre las películas de Rohmer
que han tenido mejor acogida popular.
Poil de carotte

Henri Graziani - 1972

Poca importancia ha tenido esta película en mi carrera. Basada en el


hermoso libro de Jules Renard y un remake, en cierto modo, de la versión
de Duvivier (1932), se vio malograda ante todo por un error de “peso”: el
personaje protagonista, un niño pelirrojo, delgado, espiritual, fue atribuido a
un niño pelirrojo, sí, pero sano, equilibrado y más bien obeso. Un
miscasting —como se dice en Hollywood— que costó caro a la productora
y al director, Henri Graziani. Este Poil de carotte fue un completo fracaso y
pasó por las pantallas como una estrella fugaz, sin que haya dejado rastro en
la memoria de nadie.
Sin embargo, Graziani, antiguo guionista y hombre de espíritu
cultivado, realizó esta adaptación con respeto al original y con buen gusto.
El decorador, Michel Débroin, restauró con exactitud exquisita una casa de
Borgoña, la región más hermosa de Francia. Los vestidos fueron
confeccionados con el mayor esmero. La interpretación de Philippe Noiret
resultó, como siempre, inspirada. Mi fotografía, creo, no desmerece de otros
trabajos míos. Pero, pese a todo, Poil de carotte no halló sino la más
absoluta indiferencia en todas partes. Un solo error grave puede echar por el
suelo los mayores cuidados y las mejores intenciones.
L’Oiseau rare

Jean-Claude Brialy - 1973

Digamos que Jean-Claude Brialy y yo no pertenecemos a la misma


familia estética. Era frecuente que pensáramos lo contrarío en términos de
emplazamiento de cámara, luces, decorados, etc. Le conocí durante el
rodaje de Le Genou de Claire, de la que era protagonista. Es uno de los
grandes actores de Francia. Como director hará una excelente película algún
día. Pero no era yo la persona que necesitaba para este proyecto. Tuvimos
problemas de incompatibilidad, que sólo se descubren cuando dos personas
trabajan juntas. No creo haberle ayudado mucho.
Brialy concebía en ocasiones planos-secuencia complicados,
interesantes, pero no me parecía que los rodase en función del montaje
final. Filmaba además desde todos los ángulos posibles la misma escena,
como los americanos. Luego, en el montaje, intercalaba insertos en los
planos-secuencia, cuando éstos habían sido concebidos como una acción
continua.
No empleo, por norma general, filtros de difusión de la imagen.
Producen un resultado pictórico pero algo artificioso que me desagrada.
Brialy me pidió que utilizase en la película estos filtros, amén de gasas para
los objetivos. Traté de disuadirle; pero, como insistió, fui obediente. En este
caso, las difusiones se justificaban, sin embargo, hasta cierto punto; algunas
de las actrices tenían que parecer más jóvenes de lo que eran y las gasas
delante de los objetivos borran algo las arrugas, se supone que rejuvenecen.
Pero, al mismo tiempo, le quitan nitidez a la imagen.
Se trataba de una película en sketches o episodios. Un ayudante de
cámara —el propio Brialy interpretaba el papel— cambia varias veces de
jefe. Cada uno de ellos sirve de pretexto a un nuevo episodio, casi todos a
ritmo de comedia o farsa. Se filmó en París y sus alrededores en un lapso de
tiempo muy breve. Fue un rodaje agotador. Como ya es sabido, una película
de sketches implica rodar tantas películas como sketches, porque cada vez
se cambia de actores, de decorados y hasta de estilo.
Fue un trabajo difícil pero no inútil para mí. Aprendí muchas cosas. Me
permitió conocer además a algunos de los intérpretes y personalidades más
extraordinarios de la escena franceses: Barbara, Micheline Presle,
Jacqueline Maillan, Pierre Bertin, etc.
Ciertos sketches me ofrecieron inclusive amplio margen para la
experimentación y la creación. El más logrado, en lo que a mi trabajo se
refiere, es probablemente el de Pierre Bertin. Las escenas de la casa del
poeta en el crepúsculo vista desde lejos, con las luces encendidas en el
interior, me permitieron efectos de atmósfera que desarrollaría más tarde en
Days of Heaven.
En el sketch de Annie Duperey hice también algo interesante, creo yo,
desde el punto de vista fotográfico. Transcurre en un viejo palacio donde la
caja de fusibles estalla antes de una recepción. El ayudante de cámara tiene
que arreglárselas entonces para iluminar la fiesta, y sale del paso
encendiendo una buena cantidad de velas, que los invitados toman por un
detalle de decoración. Recurrí aquí a la plena abertura del objetivo y a
forzar el revelado (200 ASA). Dio un resultado sorprendente. Esto fue
mucho antes de las famosas secuencias de Barry Lyndon; como en dicha
película se empleó un objetivo de f0,95, cuando yo sólo disponía de un f2.2,
mis colegas llegaron un poco más lejos. Perfeccioné esta experiencia años
más tarde, en las escenas de la capilla en La Chambre verte.
El efecto de la luz de vela, cuya temperatura de color es muy baja, da
una coloración muy rojiza a la persona que la lleva, lo cual produce el
efecto del pintor La Tour, que en blanco y negro no se puede obtener. Esta
iluminación de otra época, que ya experimenté en L’Enfant sauvage,
resultaba mucho mejor en color: ésa fue la gran sorpresa. Los colores se
alteran al forzar el revelado, pero cuando se aplica tal técnica en el
laboratorio es porque la iluminación es tan extrema que los colores están
alterados igualmente en la realidad. Dicho de otro modo, al rodar una
escena de calle iluminada sólo con luces de neón, o una escena interior con
una lámpara de petróleo o con una vela, por ser estas fuentes de luz de
tonos rojizos, azules o verdosos, el sobrerrevelado contribuye todavía más a
reforzar esa impresión de anormalidad en la iluminación, que entonces se
acepta sin reparos.
Femmes au soleil

Liliane Dreyfus - 1973

Cuando Liliane Dreyfus me dio a leer el guión de Femmes au soleil y


observé que casi toda la película iba a transcurrir alrededor de la piscina, en
la finca donde las protagonistas pasaban sus vacaciones, le sugerí enseguida
que sólo una parte se desarrollase en dicho lugar. Se hicieron
modificaciones, de manera que, en un momento dado, el excesivo calor
justificaba que las tres mujeres se desplazasen a un bosquecillo contiguo,
para allí continuar su conversación. Se obtenía así variedad en una película
que hubiese corrido el riesgo de resultar monótona. En la iniciativa había
también una razón de orden práctico. El rodaje en cinco semanas y el
presupuesto reducido nos obligaban, una vez más, a encontrar soluciones de
filmación sencillas. Es ahí donde un director de fotografía más
experimentado puede ayudar a un realizador neófito, como era el caso de la
Dreyfus.
Femmes au soleil tiene una perfecta unidad de tiempo; La acción
transcurre en un solo día, desde la mañana hasta el atardecer y la noche,
momento en que la noticia intempestiva de un accidente de carretera rompe
la placidez, de una jornada normal. La dificultad y el interés fotográfico,
para mí, radicaban en obtener visualmente la impresión de las distintas
horas del día en aquel lugar, distinguir el aire fresco de la mañana del sol a
plomo del mediodía, el calor bochornoso de la tarde, las coloraciones
rojizas del atardecer y la oscuridad de la noche. Todo ello en un decorado
casi único: la piscina y su alrededor.
El problema principal consistía en que, al rodar ocho horas diarias, el
sol se desplaza y las sombras con él. Como cada una de las escenas de la
película, interrumpidas apenas por breves flashbacks, era larga, se optó por
un plan de trabajo continuo; por ejemplo, en el caso de una escena de tarde,
se rodaba las ocho horas seguidas a partir del mediodía. De esta manera, al
menos, el sol había pasado al otro lado del cénit sin que las sombras
cambiasen de dirección. Cuando las sombras se hacían ya demasiado largas,
o la luz demasiado rojiza, nos dedicábamos, por ejemplo, a terminar una
secuencia interrumpida el día anterior. La idea de la conversación a la
sombra de los árboles facilitaba el rodaje, porque allí se podía filmar a
cualquier hora, aun en días sin sol; esto permitía aprovechar horas que de
otra manera se hubiesen perdido. En días de sol, no obstante, como las
copas de los árboles eran poco espesas y dejaban pasar rayos de luz que
afeaban el rostro de las actrices, utilicé el sistema de tender un toldo encima
de los árboles.
El director de fotografía puede influir considerablemente en la elección
del decorado de una escena, sobre todo si fue escrita sin haberse concretado
el lugar preciso donde se desarrolla. Recuerdo, en este sentido, el momento
en que la hija (Eve Dreyfus) le explicaba matemáticas modernas a la madre
(Juliette Mayniel). Esta escena podía rodarse indistintamente en la pieza de
arriba, en el salón de abajo, en la piscina, o en la entrada donde había un
muro de piedra como fondo. Pues bien, sugerí que se filmase contra el
muro, porque era neutro y los personajes se destacaban mejor, la textura de
aquellas piedras era hermosa. He aquí una idea de decorado fotográfico.
Para la escena nocturna en la piscina entre madre e hija, cuando ésta
escucha un cuento de hadas, se encontró una solución simple pero eficaz,
visualmente interesante, un poco mágica como convenía a la situación. Mi
jefe de eléctricos habitual en Francia, Jean-Claude Gasché, encontró la
manera de instalar photo-floods bajo el agua. Así, la piscina aparecía
iluminada desde dentro, como ahora se ha hecho costumbre. Los personajes
se recortaban contra este gran rectángulo luminoso. Una sola luz frontal
próxima a la cámara (soft-light Cremer 4 KW) se encargaba de iluminar
apenas a los intérpretes, que de otro modo hubiesen quedado reducidos a la
simple silueta.
Cuando se trabaja con una persona que, como Liliane Dreyfus, hace su
primera obra, hay que ayudarle, pero ayudarle de una manera discreta, sin
recurrir al expediente del chantaje técnico, que es el que suele darse con
mayor frecuencia. En el caso de Liliane, una persona de una sensibilidad y
un gusto exquisitos, pero absolutamente ignorante de lo que se ha dado en
llamar “técnica cinematográfica”, había que proceder como un consejero,
pero cuidando bien de no usurpar inconscientemente su puesto. Un director
de fotografía no debe en ningún caso, y menos en éste, exigir nada, sino
más bien sugerir. Si un realizador propone algo que yo no considero
correcto, trato de explicar el porqué. Si no le convenzo, si se obstina en su
idea, yo debo ceder. No hay que perder nunca de vista —como suele ocurrir
con frecuencia en un oficio en el que se establecen rapports de forces— que
mi cometido consiste en ayudar al director. Es su sueño lo que yo convierto
en imágenes, no el mío.
Con su intuición extraordinaria, Liliane Dreyfus se familiarizó
rápidamente con el medio. Y así Femmes au soleil resultó una película muy
estimable, muy personal también. Tuvo la suerte, por otra parte, de surgir en
el momento en que el cine comenzaba a darle un lugar a la mujer en su
movimiento de liberación. La película suscitó interés, fue seleccionada para
participar en varios festivales, obtuvo excelentes críticas.
Un detalle interesante es que fue además una película de una factura
técnica impecable, cosa que no dejó de sorprender, tratándose como era de
una opera prima. Y es que Liliane Dreyfus contó con un equipo de
colaboradores excepcional. El primer ayudante de dirección, Jean-François
Stévenin —antiguo ayudante de Truffaut y Schroeder, que se destacaría
luego como director— fue un elemento más en la clarificación de algunas
intuiciones, oscuras al principio, de la realizadora.
Pero lo más determinante, creo, y es una táctica que recomendaría a
todo principiante, fue que el montador —en este caso la montadora— de
Jules et Jim, Claudine Boucher, estuviese presente con su moviola durante
todo el rodaje. De esta forma se iban ensamblando las escenas, a medida
que de París llegaba el copión positivado en el laboratorio. Cuando aparecía
algún defecto de continuidad, cuando era obvio que faltaba un plano, una
mirada, una intercalación que aclarase el discurso, Claudine Boucher nos lo
señalaba, y lo rodábamos para añadirlo al material, o sustituirlo. Así esta
pequeña película casi alcanzó la perfección narrativa.
The Gentleman Tramp

Richard Patterson - 1973

Este documental de largo metraje sobre Charles Chaplin significó una


de las grandes decepciones de mi carrera, particularmente por la ilusión con
que había abordado el rodaje. Chaplin, no hace falta insistir en el tema, es
uno de los grandes genios del siglo. Este proyecto, que debía evocar su vida
y su obra, se basaba principalmente en una larga conversación con Chaplin,
retirado en Suiza con su familia, conversación durante la cual se
intercalarían documentos y secuencias de sus películas. Peter Bogdanovich,
gran conocedor de la obra de Chaplin, había preparado cuidadosamente un
cuestionario. Pero al llegar a Vevey, descubrimos que Chaplin ya no era
Chaplin: había perdido casi totalmente la memoria, su espíritu había dejado
de habitar su cuerpo. A las preguntas no daba prácticamente respuesta:
simples monosílabos, frases a duras penas inteligibles y sin el menor
interés. Decepcionado, Bogdanovich decidió renunciar al proyecto.
Fue Richard Patterson quien lo retomó meses más tarde, logrando
llevarlo a término. Patterson abandonó la idea imposible de la entrevista, y
consiguió que se trasladaran a Suiza el actor cómico Walter Matthau y su
mujer, amiga de juventud de Oona O’Neill. Así se pudo crear una atmósfera
familiar y tranquilizadora, con lo que Chaplin abandonó un poco su rigidez.
Logramos de esta manera captar algunos momentos emocionantes de su
relación con Oona, ciertas miradas de entendimiento entre ellos que decían
más que mil palabras, un paseo bajo los árboles de otoño, dos figuras que se
alejaban como en el final de Tiempos modernos, pero ahora realmente al
final del camino.
Del trabajo de Bogdanovich no quedó más que un plano, aquel junto al
fuego de la chimenea en que Chaplin canturrea una melodía, un vals que le
recordaba su infancia y su madre. En su búsqueda de documentos, Patterson
hizo un hallazgo feliz: Oona había estado filmando los últimos años
familiares con una cámara amateur. Aquellas imágenes un poco toscas y
temblorosas revelaban la intimidad de un Chaplin desconocido. Patterson
utilizó también escenas de sus películas que tuvieran obvias referencias
autobiográficas. Todo ese material quedó armonizado en un montaje
absolutamente perfecto: la película era no ya amena sino emocionante.
Conoció gran difusión poco tiempo después, cuando sobrevino la muerte
del genial cineasta. Todas las cadenas de televisión le rindieron homenaje
transmitiendo esta su última aparición en las pantallas.
No hubo el menor problema con las escenas que se rodaron en el jardín
de la residencia de Chaplin, en Vevey, las cuales no requirieron ninguna
iluminación, por supuesto. En las demás, en el gran salón de la casa, hizo
falta alguna luz suplementaria. La conditio sine qua non para rodar, era la
de molestar lo menos posible: nada de cables eléctricos entrelazados y
dispersos peligrosamente por el suelo, nada de luces múltiples que podían
dañar la vista frágil del octogenario. Por lo tanto, pedí únicamente que se
encendieran todas las lámparas propias del salón, lo cual creaba ya una base
lumínica de ambiente. Por los ventanales entraba igualmente algo de luz
tamizada que, si bien con distinta temperatura de color, contribuía a la
atmósfera general. Encendí una sola photo-flood de 500 watios, cuyo haz
luminoso hice rebotar sobre una pared para atenuar su efecto. Se rodó a f3.1
con el zoom 20-120mm. de Cook Varotal, e hice luego forzar el revelado a
200 ASA. El resultado visual fue de una gran naturalidad.
Esta película, por otra parte, me permitió trabar conocimiento con el
productor Bert Schneider. El que quedase satisfecho de mi pequeña
participación me valió para que años más tarde me llamara para trabajar en
Days of Heaven.
La Gueule ouverte

Maurice Pialat - 1973

De todos los directores con quienes he trabajado, Maurice Pialat es


seguramente el que más respeta la realidad de las cosas. Es también uno de
los grandes cineastas franceses actuales. Por desgracia, su cine es raramente
comercial. Sus exigencias con sus colaboradores y consigo mismo son tales,
que cada día le resulta más difícil llevar a cabo una obra con continuidad.
De película en película, hasta culminar precisamente en ésta, Pialat ha
ido depurando su estilo, hecho de una total desnudez, en la puesta en
escena. Rehúsa por sistema los trucos y recursos de eso que se da en llamar
“cine”, renuncia a los movimientos de cámara —panorámica, travellings,
zooms— en beneficio de una cámara clavada en el suelo, inmutable.
Rechaza también recurrir al montaje, y sus planos tienen la duración de la
escena misma. Utiliza, por lo general, un solo objetivo, el 50mm, que, como
es sabido, reproduce las perspectivas de la visión humana.
Por este motivo, su cine podría hacer pensar en Bresson, apóstol
también del 50mm. Pero el cine de Pialat, por el contrario, se sitúa en sus
antípodas. En el trabajo de la dirección de actores, Bresson busca una
estilización en el hieratismo; Pialat sólo queda satisfecho con la justesse de
ton. Sus intérpretes deben hallar el tono justo de la verdad, de modo que sus
personajes se confundan con la realidad. De ahí que Pialat ruede treinta e
incluso cuarenta tomas de un plano, hasta que salte la chispa de vida
deseada, quizá distinta de la que habían previsto el actor o el propio
director. Estas y otras razones hacen que trabajar con Pialat sea agotador.
Pero hay una recompensa, la certeza de saber que se ha colaborado con un
artista cuya independencia y sinceridad rayan en la locura, un artista de una
pureza absolutamente excepcional.
En lo que respecta al encuadre y la iluminación, nuestro encuentro fue
afortunado. Cada vez que filmaba una escena sin artificio alguno,
aprovechando las luces existentes —la luz “clínica” en el hospital, la luz
fluorescente en la mercería, la luz de ventana en el piso superior—, Pialat se
mostraba sumamente feliz. No se empleó maquillaje, por supuesto, y la
película fue rodada casi enteramente en decorados naturales,
voluntariamente antiestéticos, exentos además del pintoresquismo posible
en un pueblo francés de la Auvernia.
El tema no podía tener menos atractivo para el público cinematográfico,
que generalmente sólo busca distracción: la enfermedad, la vejez, la muerte.
Durante dos horas largas Pialat mostraba, paso a paso, la destrucción
progresiva, física y psicológica, de una persona, la madre del protagonista,
víctima de un cáncer. La Gueule ouverte se mantuvo en cartel unos días.
Fue vista por un escasísimo número de espectadores.
La Gueule ouverte
Général ldi Amin Dada

Barbet Schroeder - 1974

Durante años me sentí atraído por el documental sin reconstrucción,


donde el autor interviene únicamente en la filmación de las escenas y en el
montaje, pero sin provocar lo que ocurre frente a la cámara, al acecho —
como un cazador— de que algún acontecimiento se produzca. Ese tipo de
documental, el cinéma-vérité, dejó de interesarme en un momento dado. Me
di cuenta de que era un método muy limitado; si se espera a que ocurran las
cosas, a) pueden no ocurrir o, b) lo que ocurra puede no ser significativo.
Por mucho que me pase veinte domingos rodando con cámara oculta en una
playa, como en mi película cubana, lo que se capta, al fin y al cabo, es sólo
la superficie de las cosas. Cabe otro recurso, la técnica de la entrevista
televisiva, pero tampoco me parece esto totalmente satisfactorio. Así pues,
tras la experiencia de la TV escolar, empecé a sentir la necesidad de la
ficción, de contar una historia, de utilizar actores. En una palabra, de hacer
aquel cine que yo había rechazado.
Con Idi Amin Dada Barbet Schroeder me dio la oportunidad de volver
al documental. Pero en este caso se trataba de un documental a medio
camino de la ficción, de un reportaje donde se provocaron las situaciones y
en las que el protagonista, Amin, colaboró. Ésta fue la gran astucia de
Schroeder: implicar al dictador en el proyecto, hacerle co-autor en una
especie de autorretrato.
Idi Amin Dada no podía rodarse más que en 16mm, porque Amin es un
hombre que se desplaza mucho. El carácter portátil y miniaturizado con
sonido directo del equipo de 16mm. nos convenía para no ser molestos: la
consigna era la de mantenernos en un discreto segundo término. El propio
Amin Dada era quien llevaba la batuta y nosotros debíamos seguirle. Se
trataba de hacer una foto más funcional que estética, más inteligente que
bella, porque el documento tenía un interés palpitante. Como las
consideraciones estéticas podían retrasar el rodaje de ciertas escenas,
teníamos que estar preparados en todo momento. Por eso quizás este
documental dio la vuelta al mundo.
Disponíamos de una de esas maletas Lowell, que llevan en su interior
pequeñas lámparas de cuarzo portátiles. La iluminación directa era muy
cruda en los pocos interiores de la película. Sin embargo, no eché de menos
mis soft-lights habituales, cuyo mayor volumen hubiese obstaculizado el
rodaje. Amin tiene un rostro muy móvil y expresivo y de piel muy oscura.
Descubrí, por casualidad como tantas otras veces, que las luces
direccionales producen en personas de piel muy oscura reflejos que ayudan
a la visibilidad de su cara. En la secuencia en que Amin exhorta a los
médicos jóvenes, había al fondo del anfiteatro universitario una pizarra
negra, que destacaba más aún sus facciones. Procuré siempre situar a Amin
ante fondos no demasiado claros. Al fin y al cabo era un retrato preciso lo
que estábamos tratando de hacer. En exteriores le ponía sistemáticamente de
cara al sol, para que sus expresiones fueran bien visibles. Había que
pedírselo, no obstante, con suma discreción, sin violentarle, pues en
cualquier momento se podía romper aquel hilo tenue que nos permitía
realizar la película.
En cualquier caso, el general se mostró muy cooperativo,
probablemente porque es un histrión nato y le complacía sobremanera ser
filmado por un equipo europeo. Por ejemplo, durante la secuencia del barco
en el Nilo, cuando Amin habla a los animales, vi que era excesiva la
diferencia de luminosidad entre el puente cubierto del barco en que Amin se
encontraba y el exterior. Como no tenía luces de apoyo, me arriesgaba a una
subexposición segura con el fondo totalmente quemado, y el fondo era
importante. Tímidamente le pregunté si no le molestaría que se filmase la
misma escena al descubierto. Pues bien, él mismo tomó una caja y se
instaló en el techo de la embarcación. De esta forma, se rodó la entrevista
sin dificultad: la imagen comprendía a la vez la figura del general, el paisaje
fluvial y los animales a los que saludaba y hablaba.
Utilizamos un material clásico de reportaje: la Eclair-Coutant 16mm. y
un zoom Angenieux. El zoom me permitía pasar sin interrupción de un
primer plano a un plano de conjunto, podía permanecer en un punto fijo sin
desplazarme, sin molestar, sin interferir el curso de los acontecimientos. En
otras palabras, el empleo del zoom, por una vez, estaba plenamente
justificado.
Como habrá podido observar el lector, no sigo reglas rígidas. Puede
parecer que me contradigo de una película a otra. Lo cierto es que no existe
una fórmula válida para todos los casos. El trabajo que se pretende hacer
impone sus propias reglas.
Aunque gran parte de Idi Amin fue rodada con cámara al hombro en
continuo desplazamiento, la experiencia de esta película significó para mí la
destrucción de otro mito: el del reportaje cámara en mano. Es útil, qué duda
cabe, pero no siempre ni en cualquier circunstancia. Raramente lo es en el
caso de una entrevista con un personaje sentado. Nada puede compararse en
tal ocasión con un buen trípode. Cuando se interroga a un hombre como Idi
Amin, una cámara que tiembla distrae la atención. Cuanto más tranquila,
más precisa es la imagen, cuanto más limpio es el sonido, mejor se
transparenta la personalidad y llega al público.
El rodaje de Idi Amin Dada me retrotrajo a mis tiempos de Cuba. Fue
un experiencia muy estimulante, rejuvenecedora. El equipo era mínimo:
Schroeder, un ingeniero de sonido y yo. Pero tuve que pedir un ayudante,
que llegó de París la segunda semana. Con toda mi buena voluntad me era
imposible recargar la cámara, poner las luces y cables, rodar y llevar el
foco, todo a la vez. Perdíamos momentos preciosos, porque yo estaba
ocupado en otros quehaceres diferentes del principal, que era el de filmar.
Eso no impide que la idea de un equipo reducido fuese la correcta. Porque
de esta forma el dictador se manifestaba casi como si estuviese en privado.
El grado de intimidad que Schroeder pudo obtener entre la cámara y Amin,
no habría sido posible con un equipo convencional de varios ayudantes,
script, eléctricos, etc. Se hubiese roto la complicidad.
Algunas personas han mostrado su asombro ante el hecho de que Amin
permitiera filmar ciertas escenas. La verdad es que él se sentía orgulloso de
hacernos participar en situaciones que consideraba ejemplares. A veces, al
principio, nos advertía que podríamos rodar sólo unos cinco minutos, para
no alterar el ritmo de su trabajo diario. Pero en la mayoría de los casos se le
olvidaba que pasaban los cinco minutos, entusiasmado por su discurso,
como ocurrió en el consejo de ministros, y nosotros seguíamos filmando.
Mientras trabajábamos, un equipo de la televisión ugandesa rodaba
simultáneamente. Pero no lo hacía con continuidad, como nosotros, sino de
manera esporádica. Ello significó un inconveniente: como yo había
organizado mi propia iluminación, cuando ellos encendían de vez en
cuando sus focos portátiles, mi diafragma en el objetivo se hallaba en
sobreexposición. Con todo, el material de archivo rodado por estos
reporteros autóctonos nos fue muy útil a la hora del montaje, donde se
intercaló con el nuestro cuando fue necesario.
Regresamos a París con unas diez horas de película impresionada. Amin
repetía las mismas cosas, una y otra vez, a lo largo de sus discursos.
Resumirías fue prácticamente la única licencia que se permitió Schroeder
en el montaje final. Su propósito consistía en permanecer lo más neutro
posible, ser lo más claro que estuviera a su alcance sin hacer uso de un
comentario hablado. Schroeder sabía que por la boca muere el pez. No era
necesario atacar con un comentario al dictador: él mismo, sin darse cuenta,
llevado de su exuberancia y falta de complejos, se delataba a cada
momento.
En el consejo de ministros al que antes he aludido, Amin pronunció una
larga requisitoria. Los presentes se limitaban a escucharle. En un momento
determinado, Amin amonestó a uno de ellos; pero como hablaba sin
mirarle, no había manera de saber a quién se refería. De ahí que hiciese yo
una panorámica descriptiva sobre aquellos hombres aterrorizados. Quince
días más tarde nos enteramos de que el ministro Ondoga apareció ahogado
en el Nilo. Schroeder, en el proceso de laboratorio, hizo “congelar” en la
panorámica la imagen de aquel hombre, mientras que el comentario daba
cuenta escuetamente de lo sucedido.
Varias semanas después del estreno en París, llegó esto a conocimiento
de Amin, así como de otras imágenes del prólogo que arrojaban un saldo
negativo sobre su personalidad. Furioso, exigió varios cortes. Y para que
Schroeder atendiera su petición, hizo detener a todos los franceses
residentes en Uganda, a quienes amenazó con represabas, que podían crear
un serio incidente diplomático. Que yo sepa, ésta habrá sido la primera vez
en la historia que la censura cinematográfica se ejerce por el sistema de
tomar rehenes.
En General Idi Amin Dada convergieron el cine y el periodismo. No por
azar, ya que esta película surgió, en un principio, como un encargo de la
televisión, para una serie de retratos de hombres políticos contemporáneos,
tales como Bourguiba, Dayan, etc., y que habían sido ya filmados por otros
realizadores. Schroeder propuso un retrato de Idi Amin. Al visionar el
material rodado durante tres semanas en Uganda, el productor Jean-Pierre
Rassam pensó que la fotogenia y expresividad de Amin eran extraordinarias
y que la película merecía una ampliación a 35mm. para ser explotada en
salas cinematográficas. El propio Amin, siempre en primera plana de los
periódicos del mundo con sus sanguinarias y extravagantes hazañas, fue, sin
querer, el principal promotor, la mejor publicidad de esta película, que se
mantuvo en cartel durante meses y fue vendida a casi todos los países del
mundo. Y según parece, el psicoanálisis de la personalidad de Amin, de sus
reacciones ante un imprevisto ataque, que a partir de nuestro trabajo
llevaron a cabo los especialistas, hizo posible la operación rescate de
Entebbe.
Cockfighter

Monte Hellman - 1974

Muchas personas creen que Days of Heaven fue mi primera película


americana. En realidad, es sólo la que me dio renombre, porque antes hubo
la experiencia, en Europa, de The Wild Racers con Roger Corman. Y luego,
en América, esta película, Cockfighter.
Como la mayoría de las producciones de Corman, tenía que rodarse en
un plazo brevísimo —cuatro semanas— y en escenarios reales no
construidos en estudio. Los intérpretes, a excepción de Warren Oates, no
eran muy conocidos, y el equipo, al margen de los sindicatos, estaba
compuesto por jóvenes principiantes con más entusiasmo que oficio. Esta
fórmula le permite a Corman producir, una tras otra, películas de bajísimo
presupuesto. De ahí que casi todos los nuevos talentos del cine americano
hayan comenzado con él, pues constituye la única rendija consentida por la
industria de Hollywood.
El director de Cockfighter, Monte Hellman, es una de las personalidades
más interesantes del joven cine americano. Conocía sus dos westerns —The
Shooting, Ride in the Whirlwind— y admiraba Two-Lane Blacktop. Por tal
motivo acepté esta película. Sabía que un artista como Hellman sacaría
partido de unas premisas comerciales tan severas. El plan de rodaje —
veinticuatro días— era justísimo, en particular para una película de tan
variados decorados y muy difícil ejecución. Había que trabajar con
animales, por añadidura, lo que entrañaba otras nuevas dificultades. De ahí
que fuera necesario rodar doce, catorce y hasta dieciséis horas diarias. La
película tenía como fondo el extraño mundo de las peleas de gallos. Fue
rodada en el Sur, en el estado de Georgia, siempre de modo clandestino, en
vallas auténticas y al margen de la ley. Corman contaba con la novedad del
tema y con la existencia, en los Estados Unidos, de unos dos millones de
personas dedicadas a este juego cruel, es decir, un público potencial
importante. Pero Hellman no hizo una simple película de explotación de la
violencia —una de las fórmulas de Corman— sino una pintura precisa y sin
concesiones de ese ambiente singular. El personaje interpretado con
maestría por Warren Oates, dominado por una obsesión o idea fija —como
otros caracteres en la obra de Hellman— se emparentaba con los arquetipos
de la tragedia griega.
Corman no quedó satisfecho del montaje final. Se hizo una previeu, en
Georgia precisamente, y la acogida fue muy fría. Corman mandó a sus
montadores que acortaran la película y que añadieran escenas que nada
tenían que ver con la idea inicial del director. Así desfigurada, se estrenó
con el nuevo título de Born to Kill, también sin éxito, por lo que fue retirada
inmediatamente de la circulación. Sólo una proyección fugaz en el festival
de Edimburgo permitió a Cockfighter hallar, por fin, un público y una crítica
entusiastas.
Mi trabajo se resintió un tanto de la rapidez y dificultad del rodaje, y
aparece menos cuidado en su ejecución. Estoy satisfecho, pese a todo, de
ciertos elementos de la iluminación y el encuadre. En ocasiones la intuición
sustituye con ventaja a la reflexión.
A partir de Cockfighter, adopté la práctica americana de pedir al
laboratorio que se tirase el copión a una sola luz. En Europa se corrigen ya
los copiones según indicaciones diarias. Aunque el visionado del copión
con tiraje a luz única es más ingrato, resulta a la larga más útil para el
director de fotografía. Más adelante y a partir de la copia de trabajo ya
montada, se puede corregir el talonaje final, pidiendo de acuerdo con una
referencia fija las correcciones pertinentes: impresión más clara o más
oscura, sustracción de tal o cual color dominante, etc.
Para mí significó una experiencia estimulante, excitante, la de volver a
rodar en América. Y sobre todo una película tan americana como ésta.
Lejos del equilibrio y mesura del paisaje y la arquitectura franceses, me
hallaba de pronto ante la imagen un tanto abigarrada pero
extraordinariamente fotogénica de la realidad americana de todos los días:
moteles, carreteras, estaciones de servicio, cafeterías, etc., sin olvidar esa
especie de pequeños circos romanos que son las vallas de gallos.
No pierdo la esperanza de que los auténticos aficionados al cine
descubran algún día esta curiosa y original película.
Mes petites amoureuses

Jean Euslache - 1974

Había trabajado ya anteriormente con Jean Eustache, en su


mediometraje Le Pére Noel a les yeux bleus, pero sólo por unos días, ya que
un pequeño accidente me impidió terminar la película. Ahora, después del
gran éxito inesperado en Cannes de La Maman et la putain, Eustache me
ofrecía otra oportunidad en un largometraje hecho esta vez, con un
presupuesto holgado y tiempo suficiente (trece semanas) de rodaje, a
realizar en Narbona. Sus películas precedentes se filmaron con métodos
simplificados (probablemente por razones económicas), pero aquí Pierre
Cottrell, el productor, nos concedía todas las oportunidades y ventajas.
La cámara, montada sobre el travelling, describía con frecuencia largos
movimientos envolventes por las calles de Narbona. Aspirábamos a una
puesta en escena muy estilizada, en los antípodas del simple reportaje.
Los transeúntes —la mitad de la película transcurría en las calles— no
se movían al azar sino de acuerdo con indicaciones precisas.
Contrariamente a las técnicas de la nouvelle vague, en las que se “robaba”
el movimiento de los viandantes, ajenos al hecho de que estuvieran siendo
filmados, la coreografía de sus idas y venidas se estructuraba con la ayuda
de comparsas contratados por la producción. Eustache deseaba una total
reconstrucción y transposición de la realidad, la “realidad” de sus recuerdos
adolescentes. Pero tampoco quería caer en la moda “retro”: calles y ropas se
eligieron con un sentido de intemporalidad no documental; los jóvenes
intérpretes no profesionales fueron dirigidos con un sentido no realista,
estilizado; se les pidió una actuación sin ademanes, un poco como en el cine
de Bresson.
Eustache me permitió en esta película realizar una experiencia que
desde hacía tiempo me interesaba. Fue en la secuencia erótica de los
adolescentes en el cine, cuando están viendo la película Pandora. Siempre
me han parecido falsas y convencionales las escenas que ocurren en un
cine. Se acostumbra a provocar un parpadeo de la luz para reproducir un
supuesto parpadeo del obturador en la cámara de proyección. Esto aun
podría justificarse si la película proyectada fuese muda, cuya cadencia era
sólo de 16 imágenes por segundo, pero no en el caso de una película actual.
Fui a un cine para estudiar la cuestión. En vez de mirar a la pantalla,
observé el efecto de la reflexión de ésta sobre el público. Comprobé que no
se producían parpadeos, pero sí saltos bruscos de luminosidad con los
cambios de plano según el valor de densidad de cada imagen. Alquilamos
entonces un proyector portátil de 16mm. y se dirigió el haz luminoso no
sobre la pantalla, de la cual no llegaría casi nada por rebote a los
protagonistas (los objetivos y emulsiones actuales todavía no pueden captar
tan débil luminosidad), sino sobre ellos directamente. Pero aunque se
desenfocó totalmente el objetivo (de proyección), se podían aún percibir
formas proyectadas en los rostros. Entonces se nos ocurrió una idea:
proyectar sin objetivo, para que el haz luminoso atravesara sin foco la
película, que actuaría en su movimiento como filtro de densidad variable. El
efecto, pienso, fue perfecto. Tan satisfecho quedé del descubrimiento, que
lo empleé de nuevo en las secuencias en el cine de L’Homme qui aimait les
femmes y L’Amour en fuite.
En las ciudades del sur de Francia hay un paseo nocturno. Iluminamos
toda la alameda únicamente con unas cuantas photo-floods, que sustituían la
luz de las farolas. Al otro lado del pueblo reinaba la penumbra. Allí
transcurría la acción de una escena y teníamos un diafragma menor de f1.
Lo que hicimos entonces fue pedir a los actores (Dionis Mascolo, Ingrid
Caven) que primero él encendiera un cigarrillo, que después ella le imitase,
y que tardaran un poco en apagar la cerilla para que diese tiempo a ver sus
rostros a la luz de la llama. La mayor parte de la escena, pues, los
protagonistas están en penumbra, y sólo se ven al fondo los transeúntes en
el paseo nocturno iluminado, aunque hay dos o tres momentos en que los
rostros son visibles gracias a los fósforos. No es necesario que se vea
siempre todo, la memoria reemplaza a la visión. El ser humano ve menos de
lo que cree ver, más bien adivina. Pongamos por caso, un anuncio que esté a
gran distancia, no llegamos a leerlo realmente, pero la forma y el color de
las letras nos indican, por ejemplo, que publicita la Coca-Cola. Del mismo
modo, si se ha visto en la pantalla el rostro de un actor durante un instante,
no hace falta verle toda la escena, porque el resto se imagina. En una escena
como la que he descrito, dejar los rostros iluminados todo el tiempo, habría
resultado trivial. Aquella pareja se quedaba del otro lado, solitario, de la
alameda, para que no se les viera. La luz, o la falta de luz, mejor dicho,
ilustraba la idea de clandestinidad. La escena cobraba así, creo, más
misterio, más poesía.
Utilicé también en esta película una vieja técnica inspirada en el cine
mudo. El taller de reparación de bicicletas donde se suponía que trabajaba
el protagonista, en la realidad se hallaba en el amplio bulevar exterior de
Narbona, cuando en la ficción de la película tenía que estar en el centro del
pueblo entre calles estrechas y tortuosas. Para filmar las escenas en las que
el protagonista mira a través de las puertas vitrales del establecimiento, se
sacaron éstas de sus goznes para situarlas frente a una calle vieja del centro.
Como en los tiempos de Edison o Méliés, se aprovechaba la luz del
decorado abierto, sin añadir iluminación eléctrica. Es una técnica que
resulta no ya económica, sino eficaz. El interior y el exterior se equilibran
muy bien lumínicamente. No hay sombras que delaten al operador, como
cuando se emplean luces artificiales. Desde entonces he recurrido a este
procedimiento otras veces, en The Blue Lagoon sobre todo.
Pese a ser muy celebrada por la crítica, Mes petites amoureuscs no
obtuvo una gran acogida de público. Era una obra sin concesiones, creación
pura de su autor, sin el tono de provocación que hizo de La Maman et la
putain aquel éxito inesperado. La duración superior a las dos horas, el ritmo
voluntariamente lento, lánguido —como tiene la vida en las ciudades del
sur—, la ausencia de nombres célebres en los créditos, la renuncia a los
efectos fáciles del cine comercial, impidieron que tuviera el reconocimiento
que a mi juicio merecía.
Eustache encontró sucesivamente grandes dificultades financieras para
continuar su obra. La muerte, un posible suicidio, nos arrebató a uno de los
cineastas más puros y originales del cine actual.
L’Histoire d’Adèle H.

François Truffaut - 1975

En esta ocasión se prolongaron y ampliaron las experiencias adquiridas


en el uso del color durante el rodaje de Les Deux Anglaises et le continent.
Pero esta vez la película resultó un gran éxito, no sólo de crítica sino de
público. Adèle H ganó varios premios y dio la vuelta al mundo. Dejando
aparte Days of Heaven, es en la que he obtenido mejores críticas por mi
trabajo. Mi prestigio en los Estados Unidos se estableció, de hecho, a partir
de ese momento.
Lo que se da en llamar “buena fotografía” en una película, muchas
veces no es más, reconozcámoslo, que una buena escenografía (real o
construida, poco importa). En Adèle H, se cuidaron en gran manera,
efectivamente, el decorado, el vestuario y los objetos. Para ello sostuve
largas conversaciones con el decorador Kohut-Svelko y con Truffaut,
naturalmente. En Adèle H. existen decorados, como el del banco, donde
todo está en la misma gama cromática: color miel, tonos de tierra,
marrones. La pequeña habitación de Adèle posee tonos azules oscuros y
maderas. Como en Les Deux Anglaises, teníamos preferencia llevada al
límite por los colores compuestos, los tonos que no son puros.
Naturalmente, sabíamos que en la geografía de un rostro humano
(Isabelle Adjani) hay muchos y variados colores: las mejillas rosadas, los
ojos claros, el pelo castaño, la transparencia pálida de la frente, los dientes
blancos. Se trataba en definitiva de una película sobre un rostro (uno de los
más bellos que me ha sido dado fotografiar) y ese rostro debía bastar en
principio. El resto del decorado, por consiguiente, cuanto más monocromo,
mejor. Creo que tal estrategia tiene una explicación. En un cine vemos las
imágenes rodeadas de oscuridad y la visión se intensifica. En la pantalla los
colores normales resultan entonces exagerados, agresivos. Si se quieren
obtener tonalidades “reales”, hay que bajar todos los tonos en el decorado y
el vestuario.
En la secuencia final, sin embargo, en la isla de Barbados, hay muchos
colores. Pero esta vez, el efecto era deliberado, en oposición tropical con las
escenas en Nueva Escocia. Comprendimos que no se podía utilizar el
mismo procedimiento en las escenas del mercado antillano. En estos países,
que conozco bien, la luz es muy fuerte y la gente se viste con ropa de
colores muy vivos, casi violentos. Pretender que los nativos vistieran
prendas de colores matizados, hubiese sido absurdo.
Con todo, en los planos generales del mercado había tanta gente, que los
colores se confundían, y de aproximarse a la cámara un personaje ataviado
con colores muy vivos, hubiese parecido un anuncio de viajes por el Caribe.
Así, Adèle seguía vestida de marrón oscuro como en Nueva Escocia y, por
contraste, se destacaba. En mi trabajo existe siempre una preocupación de
visibilidad, de grafismo, que va más allá del esteticismo. Queda aún otra
consideración: las gentes de piel oscura aceptan los colores violentos
mucho mejor que los europeos. Los africanos resultan dignos con ropas de
colores vivos, que harían parecer ridículos a los occidentales.
Conviene señalar que en la última parte de la secuencia final, impera de
nuevo la monocromía: Adèle camina sola por las calles desiertas, que se
buscaron expresamente en tonos ocres.
A partir de L’Histoire d’Adèle H, empecé a utilizar una nueva emulsión
denominada Kodak 5247 (en Les Deux Anglaises había trabajado con la
emulsión 5254). La emulsión 47 tenía, de entrada, un grano mucho más fino
—lo cual la acercaba al blanco y negro— amén de un cromatismo mayor,
una paleta, un espectro de colores más amplio y fino (Kodak ha abandonado
prácticamente la emulsión 54). Esto quiere decir que la nueva película me
permitía ir más lejos que en Les Deux Anglaises, en cuanto a iluminación en
penumbra, pues Truffaut quería acentuar el aspecto claustrofóbico de los
decorados.
Me interesa trabajar en ciertas circunstancias al límite de la
subexposición para conservar iluminaciones naturales. Pero esto es
peligroso, porque el límite de la subexposición resulta difícil de medir,
difícil de controlar. Muchos operadores la temen por dicho motivo, porque
saben que de sobrepasar la curva sensitométrica, aunque sólo sea un
milímetro, el negativo sale ya débil. Para no correr el riesgo de que los
negros salgan grisáceos, prefieren iluminar más de la cuenta.
Al igual que en Les Deux Anglaises, utilizamos lámparas de petróleo
con camuflaje eléctrico en el interior para obtener más luminosidad que con
la verdadera llama, pero se lograron algunas mejoras. Las luces se pusieron
bajo resistencia eléctrica y con un reóstato descendían hasta obtener una
temperatura de color más cálida, parecida a la luz de una llama. Para
acentuar más el efecto, se tiñó de naranja la parte interna de dichas
lámparas.
Si se hace una película donde el contraste juegue un papel importante,
pienso que no es necesaria una luz intensa para obtener sombras marcadas.
Todo se reduce a un problema de equilibrio. De necesitarse dos luces en
contraste, una más fuerte que la otra, basta con que la primera tenga mayor
fuerza que la otra, aunque no sea en sí misma de gran intensidad. Se zanjará
el problema a veces reduciendo las luces, no aumentándolas. Así pudimos
seguir trabajando en bajas exposiciones.
No soy entusiasta de la llamada “noche americana”. Creo que sólo hay
que utilizarla cuando se tiene un enorme espacio abierto, como en los
westerns. Es entonces la única solución, pues aun disponiendo de mil arcos
no se puede cubrir un paisaje abierto con luz artificial, sin contar con las
sombras múltiples que se producirían. Hasta los exteriores en Adèle H. eran
pequeños y cerrados, claustrofóbicos, según palabras de Truffaut. De ahí
que decidiéramos filmar siempre de noche e iluminar artificialmente. En la
escena del cementerio justificamos la luz tenue que llegaba a los rostros,
que se supone proveniente de la fiesta en la casa contigua; situamos también
una linterna en lo alto de la iglesia que se ve al fondo, cuyo fulgor sanciona
el contraluz. Asimismo escondimos luces detrás de las lápidas, para que
iluminaran ligeramente el fondo.
El maquillaje me parece útil cuando dos personas juntas en un plano
poseen coloraciones de piel muy distinta; puede igualarse entonces uno de
los dos, como en el caso del marido de Mrs. Saunders, que era muy
sanguíneo. Los tonos de piel tienden a reproducirse exageradamente en la
película en color, con lo que se aumenta la diferencia y se produce una
sensación de irrealidad.
Adèle H, significó una de las pocas ocasiones en que he hecho ensayos
sistemáticos y numerados de maquillaje. Queríamos lograr un efecto
especial en las escenas de la pesadilla, en las que la protagonista se
ahogaba. Quise utilizar un color diferente en el rostro, pero no resultó. Aun
así quiero relatar esta experiencia. La idea consistía en utilizar el negativo e
invertir los colores reales en el maquillaje. Es decir, el rostro se maquillaba
de verde para que saliera el rosa, color de piel, un negativo con colores
parecidos a los de la realidad, pero restituidos con un toque extraño.
Probamos diversos tipos de verde, e incluso se pintaron los dientes de negro
para que salieran blancos. Quería obtener un efecto diferente de lo
convencional. Las escenas de sueños en el cine suelen filmarse con filtros
de difusión o de niebla, para conseguir una apariencia de irrealidad, o se
utilizan grandes angulares o negativos en blanco y negro. Estos
procedimientos me repugnan. Mi idea consistía en dar a la escena una
impresión de rareza, restituyendo las características fundamentales de la
realidad: un rostro de color “casi” normal. El error residió en utilizar para el
maquillaje una pintura aceitosa, con la cual los brillos blancos salían
negros. El resultado era una figura monstruosa. Algún día me servirá esta
experiencia de maquillaje en otra película. Comprendí que Truffaut quería
algo más sencillo y que el experimento resultaba tal vez fuera de lugar. Lo
que se hizo fue rodar la escena en una piscina de manera normal, y se tiró
una copia en sepia sobreimpresionada a la imagen del rostro de Adèle en su
lecho.
Se rodaron dos versiones de Adéle H., una en francés y otra en inglés.
Cuando conseguíamos la toma buena de la versión francesa, se procedía a
filmar la inglesa: los intérpretes eran bilingües. Esto significa que existen
dos negativos ligeramente distintos. Desde el punto de vista fotográfico
prefiero la versión inglesa, porque mis movimientos de cámara conseguían
casi la perfección al llegar la enésima toma.
Maîtresse

Barbet Schroeder - 1975

Barbet Schroeder aborda siempre temas arriesgados, temas no


confortables. Esta vez se trataba de la prostitución, pero de una modalidad
altamente especializada de prostitución. A primera vista Maîtresse podía
parecer una película comercialmente sensacionalista, dentro de la moda del
erotismo que ha invadido las pantallas. Pero Schroeder iba más lejos. Lo
importante era la relación entre los dos personajes centrales, muy por
encima de cierto paisaje folklórico del milieu, lo único en que algunos se
fijaron.
Fiel a su costumbre, Schroeder llevó a cabo previamente un meticuloso
trabajo de investigación. Pudo conseguir incluso la colaboración de algunas
prostitutas especializadas en experiencias sadomasoquistas, que estuvieron
presentes durante el rodaje y hasta aportaron algunos de sus dientes. Las
escenas de flagelaciones (o con personajes que se hacen maniatar, colgar,
etc.) son verídicas y conservan un carácter semidocumental específico en
Schroeder: no fue cómodo para algunos de nosotros trabajar en la filmación
de Maîtresse. Estas escenas se iluminaron de antemano sin preocupación
estética y con sentido práctico con luces rebotadas sobre el techo, a fin de
evitar cables en el suelo, trípodes que obstaculizasen el paso, etc. No
sabíamos cómo iba a manifestarse cada uno de los “clientes” y había que
estar preparados para captar cualquier acontecimiento desde cualquier
ángulo del decorado.
En lo que al decorado se refiere, no faltaron ideas de interés. La
protagonista debía habitar en dos apartamentos superpuestos y
completamente distintos. El de arriba, casi burgués, decorado con bon goût
parisino; el de abajo, cerrado, con paredes de mármol, semejante a un
mausoleo, en torios oscuros y amueblado con una gran variedad de
accesorios sadomasoquistas. Una escalera mecánica retráctil era el único
puente que comunicaba estos dos mundos antagónicos. Schroeder tuvo una
idea genial. Alquiló dos pisos en un viejo edificio que iba a ser derribado.
Todos los inquilinos habían sido trasladados ya a otras viviendas. Es decir,
en el breve período que precedió a su derribo, pudimos jugar a nuestra
conveniencia con los dos locales: abatir tabiques, revestir las paredes,
reorganizar el espacio y, sobre todo, practicar una abertura en el suelo para
la escalera mecánica de comunicación.
La luz tenía que ser distinta también para cada apartamento. Natural en
el de arriba: de día, luz de ventana apenas compensada por soft-lights. Y
extraña, inquietante, en el de abajo. Para obtenerla, nos decidimos por una
modalidad que entonces se consideraba aún tabú en el cine: la luz
fluorescente. Por tratarse de una luz con ciclos, se corre el riesgo de un
parpadeo en la imagen si el obturador de la cámara no está debidamente
ajustado. Este inconveniente disminuye también si se dispone de varios
tubos fluorescentes que alumbren a la vez, pues los ciclos de unos
compensan o cubren los de los otros. Yo ya había advertido esto en mis
tiempos de la Télévision Scolaire, cuando filmé en unos grandes almacenes
el cortometraje La Journée d’une vendeuse había tubos a docenas en el
techo y los resultados fotográficos fueron excelentes. En el caso de una
película en color, sin embargo, surgía un nuevo problema: el espectro
lumínico fluorescente posee una curva cromática discontinua, faltan algunas
longitudes de onda, lo cual produce en el positivo coloraciones algo
verdosas, con tonalidades de piel un tanto raras. Justamente intentamos
convertir esa limitación en un efecto en Maîtresse. Para subrayar ese
carácter insólito, se buscaron tubos fluorescentes diseñados como lámparas
por Vedrés y que se sostenían verticalmente sobre un podio. Siguiendo un
principio que me es propio, quise que fueran visibles en el encuadre. El
resultado fue realmente curioso y hasta bello.
Otra idea visual de decorado en la que tuve alguna intervención fue la
de la pared de espejos, que debía devolver —fraccionada o repetida— la
imagen de Maîtresse, Bulle Ogier. Los espejos se instalaron sobre pivotes,
de forma que pudieran inclinarse hacia un lado o hacia otro, para evitar la
aparición indiscreta de nuestra cámara, el equipo técnico o los micrófonos.
Volvimos a utilizar, posiblemente mejorándolo, un efecto de luz que ya
habíamos ensayado en More. Gérard Depardieu, el protagonista, y un amigo
penetran en el apartamento inferior de Maîtresse para robar. No encienden
la luz, para no ser descubiertos por los vecinos. Exploran en la oscuridad
con sus linternas de bolsillo. Es un tipo de escena consustancial con las
películas de “policías y ladrones”. Pero siempre me molestaba en el cine
que el haz luminoso de las linternas alumbrara poco y que el escenario
pareciese ya iluminado de antemano, reduciendo así las linternas a meros
objetos de atrezzo desprovistos de su verdadera función. Por este motivo, al
igual que en More, decidimos dejar el decorado prácticamente a oscuras,
para que sólo el haz luminoso lo hiciese intermitentemente visible a los
protagonistas y al público. Con este fin se reforzó una linterna de bolsillo
corriente con una bombilla de cuarzo más potente, alimentada por baterías
de automóvil de 12 voltios. Un cable eléctrico camuflado por el bajo del
pantalón, la camisa y la manga hasta la mano del actor, conducía la
corriente. Además de ser realista, el efecto daba más misterio a la escena:
los crueles utensilios de Maîtresse surgían literalmente de la oscuridad en
una especie de “suspense lumínico”. Empleé de nuevo tal procedimiento en
las escenas de la acomodadora muda en L’Homme qui aimait les femmes y
de la mazmorra, el carcelero y el niño en La Chambre verte.
Cuando Bulle Ogier se maquilla ante un espejo hasta transformarse en
Maîtresse, colocamos múltiples bombillas caseras a cada lado como en los
espejos de maquillaje en los camerinos del teatro. Estas bombillas aparecían
en cuadro y no iban reforzadas por ninguna otra luz exterior. Como los
negativos actuales poseen gran latitud, expuse el diafragma según la
luminosidad del rostro; a pesar de ello, las bombillas aparecieron con una
sobreexposición aceptable y el efecto resultó hermoso. En otro tiempo, con
emulsiones de menor latitud, no se habría podido precisar el contorno y
forma de las bombillas, y hubiesen desaparecido en una luz
blanca-“quemada” de excesiva sobreexposición, sin que se comprendiera
bien la naturaleza de la escena.
En tanto que Schroeder evita todo lo posible las simulaciones
artificiosas propias del cine, las secuencias de flagelación, ya difíciles de
por sí, tenían que ser auténticas. El rodaje se llevó a cabo de la siguiente
manera. Se veía a Bulle Ogier vestida con su atuendo de dominatrix y al
cliente encadenado a la pared; luego, Bulle salía de cuadro por la derecha a
buscar el látigo, y regresaba casi de inmediato para ponerse a azotar al
hombre con furia. Pero ya no era Bulle, sino una prostituta especializada de
la misma talla, provista de una peluca igual y el mismo atavío que ella: por
supuesto, entraba de espaldas a la cámara y su rostro no era identificable. Al
no haber corte, ni cambio de plano ni de ángulo, la escena adquiría una
veracidad incuestionable.
Para terminar, quisiera aludir a dos secuencias de cierto interés desde el
punto de vista de mi trabajo, concretamente la primera y la última de la
película. La primera, en la que se sobreimpresionaron los títulos de crédito,
constituyó el plano más largo de mi carrera. Se rodó cámara al hombro, sin
corte ni interrupción. Arrancaba en la consigna de motocicletas en la
estación de Austerlitz. Depardieu salía con su motocicleta y la cámara,
precediéndole, reproducía tal cual su trayecto auténtico por París. Al llegar
a su destino, un café, se apeaba de su moto, la dejaba apoyada contra un
árbol, y entraba en el establecimiento; la cámara, siempre en la misma y
única toma, le seguía por el interior. Se detenía entonces en la barra, para
preguntar por una persona que le aguardaba, y el camarero le conducía al
fondo del local, donde efectivamente se hallaba dicha persona. Depardieu
tomaba asiento frente a él, y la cámara, a su nivel, registraba sin pausa el
diálogo entre ambos. Todo ello se rodó como sigue: yo llevaba la cámara al
hombro e iba sentado en la parte trasera abierta de una furgoneta.
Empezamos en el interior de la estación. Para que el vehículo pudiese salir
suavemente, sin sacudidas al bajar la acera, se habilitó una pequeña rampa
que permitiera a las ruedas salvar el desnivel. Ya en la calle, Depardieu nos
seguía en motocicleta, procurando mantener siempre la misma distancia.
Cuando el semáforo se ponía en rojo, nos parábamos y Depardieu también.
Cuando se ponía en verde, continuábamos el trayecto, que comprendía
varias bocacalles y vueltas. Al llegar a la puerta del café, me apeé con
suavidad del automóvil, para seguir a pie a nuestro protagonista hasta el
interior. Al fondo, a la derecha, se sentaba ante la mesa, donde estaba el
individuo que le esperaba. Un ayudante oculto tras una columna deslizaba
una silla detrás mío y yo, sin más, me sentaba, siempre con la cámara al
hombro, al mismo nivel de los intérpretes, para filmar el resto de la
escena… Previamente habíamos iluminado la consigna en la estación y, al
otro extremo del recorrido, el interior del café, utilizando luces camufladas
detrás de las columnas y en el techo. De no hacerse así, el salto de luz entre
el exterior y el interior habría resultado muy grande.
En la secuencia final, Bulle Ogier y Gérard Depardieu hacen el amor,
mientras conducen a toda velocidad un descapotable por una carretera
bordeada de árboles. Buscamos una carretera con árboles frondosos por
entre cuyas ramas se filtraban intermitentemente los rayos del sol. No añadí
ninguna luz para suavizar los contrastes, dejándolo todo sin modificación.
Al desplazarse, el descapotable exponía a los actores, intermitentemente, a
cambios violentos de luz y sombra, casi como las luces estroboscópicas de
los cabarets á la mode. Esto confería a la escena un carácter vertiginoso, y
le aportaba un elemento dramático suplementario.
Die Marquise von O.

Eric Rohmer - 1975

En oposición a mis otras películas de época con Truffaut —de tonos


más bien oscuros, en particular Adèle H.— ésta es una película luminosa,
con grandes ventanales, con sol y tonos blancos en la escenografía y el
vestuario. No se trataba de blancos puros, naturalmente, sino de telas
crudas, pasadas a menudo por un baño de té. Esto me planteó, al principio,
pequeñas dificultades con la diseñadora del vestuario. Moidelei Bikel, una
de las mejores profesionales del mundo en su especialidad, proviene del
teatro Schaubune, de Berlín. Die Marquise von O. era su primera película y
quería utilizar el blanco puro en las cortinas, las ropas y las sábanas como
se hace en los espectáculos teatrales. Tuve que hacerle comprender que los
blancos serían mucho más violentos en la pantalla que en la escena, hasta el
extremo de que llegaría a desaparecer, por sobreexposición, la textura de las
telas que tan cuidadosamente había buscado. Sólo conseguí convencerla
cuando le hice ver las primeras tomas proyectadas. En lo sucesivo Moidelei
fue una colaboradora excepcional.
Un año antes del rodaje, Rohmer y yo visitamos el castillo de Obertzen,
en Alemania, de estilo italianizante. Estaba en parte deshabitado, y en
espera de créditos para su restauración: el deterioro era bastante ostensible.
Decidimos pintar de gris las paredes descascarilladas; el gris es el color
neutro por excelencia, gracias al cual los muebles, las ropas, y los rostros
toman un valor muy justo, muy noble, sin contaminaciones cromáticas. Una
vez más desbordaba yo los límites consustanciales del director de
fotografía, para invadir los territorios del decorado y el vestuario, y aun el
del atrezzo.
En cambio, en lo que se refiere específicamente a la iluminación, mi
labor fue mínima. El castillo donde se filmó Die Marquise von O. estaba
orientado de tal forma, concebido con tanta inteligencia por su arquitecto,
en una sucesión de habitaciones en fila, que la luz del sol, al penetrar por los
ventanales, repetía un dibujo en fuga sobre el suelo de manera maravillosa.
Nuestra tarea consistió, lo mismo que en La Collectionneuse, en estudiar las
diferentes posiciones de esta luz solar —era verano— hasta descubrir su
momento privilegiado estética y dramáticamente. Rohmer entonces
ensayaba todo el día con los actores, y al llegar la hora elegida, se rodaba
rápidamente. Yo me limité a añadir en ocasiones algunos soft-lights y
espejos, para compensar los contrastes. El arquitecto del siglo XVIII fue,
pues, quien diseñó la iluminación de esta película. Parafraseando a Picasso,
podría afirmar que en mi trabajo no invento nada, simplemente encuentro.
Y conste que digo esto en el sentido más literal, sin ninguna pretensión.
Nos situábamos de manera estratégica en relación a la luz existente. En
los interiores dejábamos con frecuencia a los personajes al lado de la
ventana, según la técnica de Vermeer. Raramente situábamos la acción a
contraluz, con la ventana al fondo.
Cuando se filma un decorado natural en un mal momento de luz, el
motivo suele ser la falta de preparación. Si no se dispone de tiempo para
estudiar el tránsito del sol, porque se está rodando en otra parte, una técnica
sencilla consiste en enviar a un ayudante con una cámara Polaroid, para que
tome una fotografía del lugar por la mañana, otra al mediodía, y otra por la
tarde. Con esas instantáneas se puede decidir, de acuerdo con el director,
cuál es el mejor momento para filmar una escena prevista en los días
sucesivos.
El desarrollo de objetivos ultraluminosos, de películas en color mucho
más sensibles con el revelado forzado, propició que varias personas
descubrieran a la vez las mismas cosas. Joe Alcott, el operador de Barry
Lyndon, le preguntó a Rohmer en Nueva York si le había influido la película
de Kubrick, aún no estrenada en Francia cuando se rodaba Die Marquise
von O. Inversamente, a Kubrick también le habían preguntado si conocía
nuestra película. Es normal que merced a una nueva tecnología se les
ocurriera a Alcott y a Kubrick, lo mismo que se nos ocurrió a nosotros: no
hace falta sobreiluminar, cuando una vela ilumina por sí misma. Habíamos
estudiado los sistemas de iluminación de la época. Contrariamente a lo que
ocurría en tiempos de Les Deux Anglaises et le continent y Adèle H., en la
época de Die Marquise von O. no existían las lámparas de petróleo; la
iluminación se hacía aún con velas, por lo tanto era luz más débil. Sin
embargo, como las personas de clase social elevada —las que reflejaba
nuestra película— disponían de candelabros de muchos brazos que
aumentaban la luminosidad, una cierta ventaja estaba de nuestra parte.
Un sketch de L’Oiseau rare, de Jean-Claude Brialy, me había permitido
descubrir previamente que la iluminación natural de las velas resulta
todavía mejor —y es paradójicamente más fácil— en color que en blanco y
negro. En teoría, el color es menos sensible que el blanco y negro. En la
práctica, crea la ilusión de poseer más sensibilidad, porque el cromatismo
aporta más elementos de información visual. La tonalidad anaranjada de la
luz de vela no aparece en blanco y negro; por ello, si se compara con ciertas
escenas de L’Enfant sauvage, la impresión de luminosidad y de autenticidad
es mayor en Die Marquise von O.
Hay un momento delicado de luz en el interior de una vivienda, difícil
de reproducir en el cine, cuando cae la tarde y hay que encender una
lámpara, porque ya no se ve. En Die Marquise von O. teníamos una escena
de este género. La marquesa (Edith Clever) está bordando y el valet
enciende un candelabro: la luz del exterior tenía que empezar entonces a
equilibrarse con la del interior. Se rodó a plena abertura de diafragma f1.4
de los objetivos Zeiss especiales y se pidió forzar el revelado de un
diafragma al laboratorio. Rohmer me permitió esta vez hacer varias tomas a
intervalos de cinco minutos al atardecer, para ver cuál de ellas resultaba
mejor. En una de ellas, cuando visionamos el copión, la luz del exterior,
aunque existente, era inferior a la de las velas. Fue ésta la que se utilizó en
el montaje final.
En la época en que se rodó Die Marquise von O. estaba yo a favor de un
cine hecho de movimientos de cámara imperceptibles, de iluminación lo
más discreta y lo menos aparente posible. Hasta el travelling empezaba a
molestarme, porque aun el más perfecto, no deja de tener algo artificial. El
equilibrio en el encuadre era para mí otra preocupación fundamental. Pienso
que en una película de época las composiciones deben ser más perfectas.
Existía en otro tiempo un sentido de la medida y de las proporciones, que
hoy me parece que ha desaparecido. De ahí que nuestros encuadres en Die
Marquise von O. fueran más simétricos, tuvieran rigurosamente en cuenta el
adecuado equilibrio entre formas y luces. Algunos pintores nos inspiraron,
como es lógico, los románticos alemanes y, en particular, Fuseli, a quien
prácticamente copiamos en la escena de la pesadilla.
No hay nada peor que el abuso de accesorios técnicos: difusiones,
teleobjetivos, cámara lenta, etc. Muchos directores, al no tener nada de
interés frente a la cámara, recurren a trucos. Rohmer no necesita, por suerte,
tales afectaciones de la imagen. El estilo tiene mucho que ver con los
límites. Cuando no hay límites, no hay estilo.
Mi relación de trabajo con Rohmer fue progresando, hasta culminar en
esta película. A pesar de que somos muy distintos en formación y en
carácter, en algunas cosas somos casi idénticos. Tenemos un gusto un poco
ascético, casi calvinista, por la decoración. Lo superfluo nos molesta, lo
brillante con exceso también. Nos gusta la simplificación. Estos puntos
comunes nos facilitaron el trabajo, porque no desperdiciábamos energías en
convencernos mutuamente. Le podía proponer algo, con la seguridad de que
casi siempre lo aceptaría, y si a él no se le había ocurrido antes, por
ejemplo, era por estar ocupado con los actores. Yo venía a ser un poco
como su otro yo y eso le ahorraba tiempo. Similitud de gustos, pero no
identidad, de ahí que nos complementásemos. Rohmer es un hombre mucho
más intelectual y con una capacidad de abstracción mayor que la mía, yo
soy probablemente más sensual, más físico. Rohmer, además, tiene
tendencia a frenarse estéticamente. Con otros directores soy yo el que
tiende a contenerles, a eliminar elementos superfluos, travellings
innecesarios, primeros planos de adorno, etc. Con Rohmer sucede lo
contrario, su concepción es muy sencilla y en ocasiones me parece indicado
diversificar un poco la construcción visual de sus películas. Mover un poco
la cámara, rodar un plano más cercano. A veces, raramente, le convenzo.
Rohmer es un hombre, con grandes conocimientos de pintura, lo cual
permite dialogar con él teniendo la certeza de que entenderá cualquier
referencia. En mi trabajo no deseo una gran libertad, en cuanto esto
significa en cierto modo responsabilizarse con una parte de la puesta en
escena sin recibir crédito por ello, suplantando al realizador, hecho que se
da con más frecuencia de lo que se cree. Pero no quiero tampoco que se me
den indicaciones demasiado estrictas, pues mi aportación a la película sería
entonces insignificante. Aspiro a una estrecha aunque libre colaboración
con el director, y eso es justamente lo que Rohmer me ha ofrecido. Prefiero
trabajar con alguien que tenga un concepto de la imagen cercano al mío; los
resultados son así mejores siempre. Por eso procuro trabajar por principio
con gentes de la misma familia artística, como puedan ser Truffaut,
Rohmer, Schroeder, Malick, Benton, por muy distintos que parezcan.
Raramente se da que directores de otro tipo de cine pidan mi colaboración,
o que yo acepte trabajar con ellos. En el caso de Rohmer, casi nos
adivinamos mutuamente el pensamiento. Cuando trabajamos juntos en una
película, muchas veces empieza él a decir algo y a mitad de frase yo se la
termino, y viceversa.
En lo que concierne al montaje de Die Marquise von O., Rohmer llegó a
una simplificación de elegancia absoluta. La coreografía de cada plano, los
emplazamientos de los actores, habían sido tan estudiados, que no podía
existir el menor error de continuidad en las transiciones por corte. Unas
veces se rodaba en plano-secuencia, otras veces el corte del plano venía
dictado por la salida de campo de uno de los intérpretes, que podíamos
encontrar en el plano siguiente. Cuando era imposible evitar un corte o un
emplazamiento distinto de cámara, para ampliar o reducir el campo de
visión, lo llevábamos a cabo con la mayor precisión. Aun así, es curioso
señalar que Rohmer hacía trampas. La misma pieza sirvió para tres
decorados, sólo con cambiar de color las paredes, los muebles, las cortinas.
El comedor se convertía en la habitación de la marquesa en el piso superior.
Se quitaban después las cortinas, para que se vieran los árboles a través de
las ventanas, y nos encontrábamos en la casa de campo durante su exilio.
Róhmer no filmará jamás planos “humanamente” imposibles, desde
dentro de una chimenea o de un armario, por ejemplo. Es un principio casi
moral en él. Todos los puntos de vista de la cámara están justificados con
respecto al ojo humano y a su altura; cuando Bruno Ganz salta el muro para
salvar a la marquesa, el ángulo de la cámara desde abajo (contrapicado) no
fue elegido en función de criterios artísticos, estéticos, sino sencillamente
porque él está arriba y ella abajo; la justificación es siempre de orden
geográfico. Cuando se filma una escena en campo-contracampo, se
acostumbra a desplazar los muebles que molestan fuera del encuadre, para
que el equipo pueda trabajar con mayor comodidad. Rohmer procura
dejarlo todo en su sitio, aun cuando no entre en el campo de la cámara, para
respetar la atmósfera de cada decorado.
Los actores evolucionaban dentro del encuadre según desplazamientos
estudiados. Cada segundo se producía una nueva composición: una veces se
movían en profundidad, acercándose a la cámara o alejándose de ella hacia
el fondo, al final de un corredor; otras veces, los desplazamientos iban
acompañados de una panorámica a la izquierda, otra a la derecha. Esto era
todo. Semejante sistema permitía seguir a los actores sin interrumpirles, sin
abreviar o alargar mediante el montaje “mejorando” su interpretación. La
verdad estaba allí. El resultado es excelente si la actuación es buena;
catastrófico, si es mala. Un director sin talento no puede permitirse el riesgo
de estos planos-secuencia. Si el tempo está equivocado, nada puede hacerse,
no se puede cortar e intercalar un plano, la filmación tiene que ser perfecta.
Cabe bombardear la escena con la cámara, recoger diferentes ángulos,
“cubrirse”, como se dice en la profesión, y algo se puede arreglar siempre
en el montaje. Pero Rohmer considera que esto es una debilidad por parte
del director. Porque idealmente éste debe saber de antemano dónde, cómo y
cuándo tienen que estar la cámara y los actores.
Trabajar con sonido directo no deja de ser una complicación para el
operador de cámara, siempre en liza con la “jirafa” de la que cuelga el
micrófono, el cual con cualquier movimiento rápido de la cámara puede
entrar en cuadro y estropearle la toma. Conviene tener en cuenta que para
lograr un sonido directo de buena calidad, los técnicos han de aproximar
mucho sus micrófonos al borde del cuadro. Pero tales complicaciones
tienen su recompensa: un buen sonido realza la imagen. Y justamente uno
de los defectos capitales que veo en el cine español e italiano, es el sonido
sin relieve, sin alma, del doblaje (por mucho que parezca paradójico que tal
reserva se formule desde el campo mío, el de la imagen). En Die Marquise
von O. se me escapó el reflejo de un micrófono —en el siglo XIX— en un
espejo. Es un error, que no me perdono, sobre todo en una película casi
perfecta. Me consuela saber, con todo, que escasísimas personas lo
advirtieron.
Die Marquise von O. ganó el premio especial del Jurado en Cannes.
Una vez más Rohmer, en contra de todas las predicciones, no se equivocó.
Tuvo una excelente acogida del público en numerosos países. Y eso que se
rodó en lengua alemana, una lengua que se supone el público rechaza
(Visconti, a propósito, hizo una concesión en su The Damned, al rodarla en
inglés). El tema romántico parecía aceptado en su totalidad en una
adaptación fidelísima, por completo fuera de las preocupaciones actuales. Y
sin embargo, los públicos de Nueva York, Buenos Aires, Roma o Barcelona
no dejaron de abandonarse a los encantos sutiles de la época y emocionarse
con los pequeños dramas de sus personajes. Creo que Die Marquise von O.
es probablemente mi película mejor acabada.
Die Marquise von O.
Des journées entières dans les arbres

Marguerite Duras - 1976

Como ya he explicado antes, considero un error rodar una película de


ficción en 16mm, cuando se dispone de un guión bien trabajado. La
necesidad de improvisar los diálogos y la acción, para conseguir escenas
más espontáneas, es lo único que puede justificar su empleo. Esta película
nunca debió de haberse hecho en 16mm. Porque, entre otras razones,
Marguerite Duras, lo mismo que Rohmer, hace pocas tomas de cada plano,
dos a lo sumo, y filma cada escena desde, un solo ángulo. La economía en
el material pues, no tenía objeto, al costar la ampliación de 16 tanto o más
que el negativo de 35mm.
Al trabajar en 16mm, por otra parte, ocurre que a todos los niveles se
produce un relajamiento, porque se considera en el fondo un formato
substandard. En una película rodada en 35mm. el cuidado es mayor en
todos los sentidos, cuando el 16 obligaría, en buena lógica, a ser más
exigente. Pero no es así. Un Des journées entières dans les arbres tuve un
equipo de televisión —la televisión producía la película— que no era el mío
habitual. Generalmente les pido a mis ayudantes que, días antes de
comenzar un rodaje, hagan las pruebas de definición de los objetivos, de
fijeza del mecanismo de la cámara. Pero como la película era en 16mm, no
se efectuaron las pruebas o se hicieron mal, sin tiempo. Desde un punto de
vista técnico el resultado es netamente inferior al de mis otras películas del
mismo período.
Marguerite Duras hace muy pocos primeros planos. Suele rodar planos-
secuencia muy generales, con personajes vistos de los pies a la cabeza,
cuyos desplazamientos se fijan dentro de un cuadro a menudo estático.
Como trabajábamos en decorados naturales, apartamentos de amigos, se
carecía de espacio suficiente. Esto nos obligaba a utilizar grandes angulares,
que en 16mm. suelen ser ópticamente menos precisos que los objetivos de
focales largas. Las imágenes resultantes, ampliadas a 35mm, quedaban un
tanto difuminadas, sin la necesaria definición. A esto se añade el hecho de
que mi sistema de iluminación suave, sin aristas, no conviene al formato.
Para obtener una buena ampliación, hay que alcanzar un nivel de
iluminación bastante alto, f5.6 por lo menos. Para ello hubiese tenido que
modificar la bella luz existente, y conservarla es justamente uno de mis
principios. En suma, aunque el texto y los intérpretes eran excepcionales
(Bulle Ogier, Madeleine Renaud) y la labor de Marguerite Duras en la
puesta en escena fue de una inteligencia y rigor absolutos, mi trabajo
deficiente significó una equivocación en mi carrera.
Cambio de sexo

Vicente Aranda - 1976

Creo que el cine español tiene muchas posibilidades. La historia del


cine se desarrolla por ciclos y diferentes países se destacan por turno.
Alemania en los años veinte, Italia después de la guerra, Checoslovaquia en
los sesenta. Por simple cálculo de probabilidades, a España le tiene que
llegar su momento algún día.
Porque España es un país de artistas. Basta con observar su arte a través
de la historia, sus geniales pintores, sus grandes novelistas. Y el cine es un
arte de imagen y un arte de narración. Ha de producirse un fermento, que
surgirá en cualquier instante, de un modo tal vez inexplicable, inesperado.
El problema, a mi juicio, es que no hay continuidad; si se intenta algo
interesante, pronto se abandona. Porque el cine español es tan antiguo como
el cine, pero, como Peter Pan, no ha querido crecer. España tiene una
ventaja, por de pronto, con respecto a los países del norte de Europa: la
gente va al cine, todavía hay un público popular, la televisión no lo ha
devorado todo. Precisamente ahora en el posfranquismo se dan las
condiciones necesarias para el nacimiento de un nuevo cine español original
y libre.
Siempre me había hecho ilusión trabajar en mi país de origen, si bien,
paradójicamente, escasísimas veces me lo han propuesto. No dejé escapar,
pues, la oportunidad que me daba mi amigo Vicente Aranda de hacer
Cambio de sexo. Porque se rodaba no ya en mi país, sino en mi ciudad
natal, Barcelona. Algunas escenas transcurrían incluso en mi misma calle,
donde jugaba cuando niño.
Trabajé también por primera vez con un equipo técnico español y quedé
sorprendido ante su grado de profesionalidad, rapidez e inteligencia. Sus
miembros estaban llenos de recursos y de entusiasmo. Los medios no eran
tampoco inferiores a los del cine francés. El subdesarrollo, por
consiguiente, está en otra parte, en el nivel de las ideas (no me refiero a la
película de Aranda, sino al cine español en general) y también en el de la
promoción del producto. Es una realidad que las películas de naciones
económica y políticamente poco influyentes, tienen que hacer frente a la
indiferencia de los demás países. Cambio de sexo hubiese merecido mejor
suerte, de tener, por ejemplo, nacionalidad americana o francesa. Pero,
como de costumbre, a pesar de sus estimables valores, quedó circunscrita
prácticamente al mercado de habla española: los Pirineos continúan todavía
en su sitio.
Vicente Aranda, Enrique Jordá y Carlos Durán concibieron el guión a
partir de un hecho real. La acción se desarrollaba, en buena parte, en el
ambiente de los cabarets de travestís de Barcelona. El mundo del
espectáculo con sus luces tan particulares era cosa nueva para mí,
cinematográficamente hablando. Nunca en Francia se me había dado la
oportunidad de tratar el tema, lo cual fue otro motivo de interés
suplementario para hacer esta película.
Me di cuenta, desde la primera escena que filmamos, que mis luces eran
luces de cine y que no daban en la pantalla este efecto teatral deseado.
Decidí entonces utilizar las verdaderas luces del cabaret, con esos pequeños
focos que llaman “cañones” (ronds-poursuite), con su curioso efecto de
arco iris en los bordes. Ahí, como de costumbre, aplicaba mi sistema,
estudiar la situación para adquirir ideas, sustituir la imaginación por la
investigación y no fiarme de las convenciones. Si en otras películas no se
utilizaban las verdaderas luces del teatro en escenas semejantes, es porque
son de menor potencia que las de cine. Pero los nuevos objetivos y las
nuevas emulsiones ultrasensibles han permitido replantear completamente
la cuestión.
Hay otras secuencias en Cambio de sexo de las que estoy satisfecho. Por
ejemplo, el momento en que el/la protagonista, ya vestido/a de mujer, llega
al cabaret y avanza por el pasillo de butacas. Como es la primera vez en la
película que aparece de esta manera, tiene que haber un elemento de
sorpresa para el espectador. Según esto, sale de la oscuridad a medida que
se acerca a la cámara y va entrando en una zona de luz de una manera
sugestiva. Se logró fácilmente este efecto. Puse junto a la cámara una sola
luz frontal (soft-light). Como el cabaret era grande, esta luz no llegaba hasta
el fondo y el personaje, que al principio sólo se recortaba en silueta, surgía
poco a poco de la oscuridad.
En la escena de la operación en que José María (Victoria Abril) se
convierte en María José, utilicé también la verdadera luz direccional de la
sala de operaciones sobre su cuerpo como fuerte centro luminoso del plano.
Los cirujanos aparecían en silueta a su alrededor. La luz fluorescente en el
techo de esta sala sirvió para llenar las zonas en penumbra, en curiosa
combinación de temperatura de color; una luz voluntariamente
desagradable, clínica.
Aranda, como otro gran aragonés, Luis Buñuel, es persona de espíritu
independiente, original. Fue estimulante trabajar con él. Tiene un proyecto
más ambicioso, Libertarias, del que no dudo surgirá una película
importante para el nuevo cine español.
Days of Heaven

Terrence Malick -1976

John Ford, King Vidor y Josef von Sternberg fueron realizadores que, a
pesar de su reputación como estilistas, lograron siempre la simplicidad de lo
esencial en todas sus iluminaciones. Sternberg, en particular, fue el cineasta
visual por excelencia: todos conocen su interés por la escenografía, los
encuadres, la iluminación. Su trabajo me ha guiado siempre. Para Sternberg
la luz iba unida a la puesta en escena, la iluminación devenía parte
fundamental de ella.
No es por casualidad que he querido referirme a Sternberg al hablar de
Terrence Malick, pese a sus muchas diferencias. Porque Malick es un
director que concede también a la imagen de sus películas un valor de
extrema importancia. Cuando los productores Harold y Bert Schneider me
propusieron Days of Heaven, quise ver la primera película de Malick,
Badlands. Enseguida comprendí que era un director con el que iba a
establecer una colaboración provechosa. Supe más tarde que Malick
apreciaba mucho mi trabajo en L’Enfant sauvage, que aun siendo en blanco
y negro, tenía puntos de contacto con Days of Heaven, por tratarse de una
película de época. L’Enfant sauvage, pues, hizo que Malick pidiera mi
colaboración.
Cuando llegué al Canadá, donde se rodaba la película, comprobé que
Malick sabía mucho de fotografía, algo poco frecuente entre los directores
de cine. Su sentido de lo visual es excepcional, su cultura pictórica también.
La comunicación entre un realizador y un director de fotografía suele
resultar ambigua y confusa, porque la mayoría de los realizadores
desconocen los aspectos técnicos. Con Terry, en cambio, el diálogo
resultaba fácil. Iba siempre directamente al fondo de cada problema. Y no
solamente me permitió hacer lo que siempre quise —no utilizar casi
ninguna luz de estudio en una película de época—, sino que me empujó en
esa dirección. Por esto resultó muy excitante trabajar con un director como
él.
Days of Heaven no fue preparada con rigidez. Muchas ideas interesantes
se desarrollaron sobre la marcha. Esto dejaba margen para la improvisación,
y podíamos sacar provecho de las circunstancias. Las órdenes de rodaje, por
ejemplo, que son hojas policopiadas que especifican el trabajo a realizar en
la jornada, no eran muy detalladas la mayoría de las veces. El programa
cambiaba según las condiciones atmosféricas, y también según nuestro
estado de ánimo. Todo ello desorientaba a ciertos miembros del equipo
hollywoodiense, no acostumbrados a trabajar así, y provocaba sus quejas.
Nuestro trabajo consistió básicamente en simplificar la fotografía, en
depurarla de todos aquellos efectos artificiosos del pasado reciente. Nuestro
modelo era la fotografía del cine mudo (Griffith, Chaplin, etc.), que recurría
a la luz natural frecuentemente. En los interiores de día empleamos luz de
ventana, como en Yermeer; en los interiores de noche, muy poca
iluminación, una sola luz por regla general. Days of Heaven viene a ser,
pues, un homenaje a los creadores de imágenes del cine mudo, a quienes
admiro por su santa simplicidad, por su falta de refinamiento. El cine se
hizo muy sofisticado a partir de los años treinta y durante las décadas que
siguieron.
Como en casi todas mis películas, las influencias se perciben
claramente; en este caso, la pintura americana: Wyeth, Hopper. Pero sobre
todo, tal como indican los títulos de crédito, nos inspiraron los grandes
fotógrafos-cronistas de la época, de quienes poseía Malick numerosos
libros. Nuestras imágenes, gracias al montaje de Bill Weber, adquirieron
luego una cadencia casi musical, como una sinfonía, con andante,
maestoso, con staccatos, trémolos, etcétera.
La luz en Francia es muy suave y matizada, porque casi siempre un
colchón de nubes lo cubre todo; de ahí que el trabajo en exteriores sea fácil,
los planos se armonizan entre sí en el montaje sin dificultad. En América,
en cambio, el aire es más transparente y la luz resulta más violenta. Cuando
un personaje se halla a contraluz del sol, aparece totalmente a oscuras;
entonces, lo que suele hacerse es compensar y llenar esta área en la sombra
con luz de arco. Malick y yo pensamos que sería mejor no compensar nada
y exponer más bien para la sombra, con lo cual el cielo saldría
sobreexpuesto, “quemado”, perdería su coloración azul. Malick, lo mismo
que Truffaut, sigue la tendencia actual —llevada en este caso al paroxismo
— de eliminar colores. El cielo azul le molesta, hecho comprensible en
cuanto da a los paisajes filmados de día un toque de tarjeta postal, de vulgar
publicidad turística. Exponiendo a contraluz para la sombra, los cielos
quedaban “quemados”, es decir, blancos, incoloros. De utilizarse arcos o
reflectores, el resultado habría sido más plano, sin relieve y poco
interesante. La exposición del diafragma estaba en realidad a mitad de
camino entre la luminosidad (obtenida en mi fotómetro) en el cielo y la
obtenida en los rostros. Las figuras aparecían así ligeramente en silueta,
algo subexpuestas, y el cielo algo, no del todo, sobreexpuesto.
El equipo técnico que me asignaron, y que yo no pude escoger, era —
salvo excepciones— típicamente hollywoodiense, compuesto de
profesionales de la vieja guardia. Estaban habituados a un estilo de
fotografía muy pulida: rostros nunca en la sombra, cielo intensamente azul,
etc. Como yo les daba poco trabajo, se sentían frustrados. Según la práctica
común en Hollywood, el jefe de eléctricos prepara la iluminación de
antemano, con lo que yo me encontraba con los arcos ya listos en cada
escena. Mi trabajo consistía entonces en quitar todo lo que me habían
puesto. Me di cuenta de que eso les contrariaba; algunos empezaron a
comentar abiertamente que no sabíamos lo que andábamos haciendo, que
no éramos “profesionales”. Al principio, como muestra de buena voluntad,
rodaba una toma con arco y otra sin él, y les invitaba a ver el copión para
discutir los resultados. Pero no acudían a las proyecciones, tal vez para no
desperdiciar sus horas libres. O de acudir, no les convencía. Para ellos el
cielo tenía que ser azul y las caras tenían que estar plenamente iluminadas.
El conflicto se fue acentuando y hasta hubo defecciones. Por suerte, Malick
no sólo se puso a mi lado, sino que iba incluso más lejos que yo. En ciertas
escenas donde quise recurrir a una placa de poliéster blanco, para rebotar la
luz solar y aminorar un poco los contrastes en los personajes a contraluz,
me pidió que rodara sin nada. A medida que avanzaba el rodaje y veíamos
los resultados, nos volvimos más atrevidos, quitamos más apoyos
luminosos para dejar la imagen en bruto. Varios de nuestros colaboradores
técnicos se pasaron a nuestro bando poco a poco, pero otros nunca llegaron
a entender nada.
Si por el lado técnico hubo conflictos, en el aspecto artístico, al
contrario, tuve la suerte de contar con los mejores colaboradores que podría
desear. En cada película existe siempre un pequeño grupo, que es el
realmente responsable, y al que los demás se limitan a seguir. En Days of
Heaven este grupo lo encabezaban siete personas. Jack Fisk, que diseñó y
construyó la mansión —exterior e interior— en medio de los trigales, así
como las casas subalternas donde se suponía que vivían los braceros.
Patricia Norris, que diseñó y ejecutó, con un esmero y gusto
extraordinarios, las ropas de la época. Jacob Brackman, amigo personal de
Malick, director de la segunda unidad y, naturalmente, los productores,
Harold y Bert Schneider. Todos ellos y yo, un grupo muy unido, tomábamos
cada día un gran automóvil, que en una hora nos transportaba del hotel
donde vivíamos a los trigales. Durante el trayecto hablábamos
invariablemente de la película, en lo que acababa siendo una diaria reunión
de producción (production meeting) improvisada.
El equipo de decoración, atrezzo y vestuario se coordinó para
seleccionar colores compuestos, poco brillantes. Patricia Norris consiguió
telas y vestidos viejos para evitar ese aspecto sintético que caracteriza a la
ropa confeccionada por las sastrerías de los estudios. Fisk construyó una
mansión auténtica, por fuera y por dentro: no se limitó a levantar una
fachada, como suele hacerse. El color de los interiores era también el de la
época: marrón, caoba, madera oscura. Las telas blancas de cortinas y
sábanas fueron pasadas por té, para darles la tonalidad de algodón crudo sin
la brillantez excesiva de los blancos modernos. Y es que no se puede hacer
una buena fotografía, una fotografía con estilo, si el escenógrafo, el
diseñador del vestuario y el encargado del atrezzo colaboran, si se ponen
cosas sin ton ni son delante de la cámara. No se puede sacar belleza de la
fealdad, a no ser que se aspire al oxímoron de Andy Warhol, que nos
descubrió “la bella fealdad”. Muchos en nuestro oficio creen que el director
de fotografía debe preocuparse únicamente de la cámara y de la técnica. Yo
pienso al contrario, que ha de trabajar en perfecto acuerdo con los
responsables de decorados, vestuario, utillaje. Tuvimos largas
conversaciones telefónicas sobre estas cuestiones antes de mi llegada a
Hollywood; luego, mientras se rodaba en el Canadá, se fueron haciendo
adaptaciones y cambios útiles sobre la marcha.
Tuve varios operadores de cámara en Days of Heaven, pues
contrariamente a las películas que hago en Europa, no se me permitía por
razones sindicales llevar la cámara. Por esta razón, yo ensayaba y
“diseñaba”, junto con Terry, los movimientos de cámara y actores dentro
del cuadro, para que mis operadores los ejecutaran después de repetidas
pruebas. Tuve la suerte de contar con hombres de gran habilidad y talento:
John Bailey, el canadiense Rod Parkhurst, Eric van Harén Norman —
especialista de Panaglide— y el operador de segunda unidad Paul Ryan. En
muchas ocasiones, las escenas del fuego, por ejemplo, éstos y otros
cameraman trabajaban a la vez. Yo me mantenía cerca de la cámara
principal, sobre todo, y en cuanto era posible me desplazaba adonde estaban
los demás operadores para darles instrucciones. A veces cogía una cámara y
filmaba yo mismo, pero era un sacrilegio sindical no visto con buenos ojos.
Algunos de los planos rodados por dicho equipo, cuando yo no estaba
presente, fueron excepcionales; en buena ley, los elogios que se han
prodigado a mi trabajo desde el Oscar tendrían que ser repartidos entre
estos técnicos anónimos. Uno rodaba los planos de conjunto con grandes
angulares, otro hacía insertos con teleobjetivos, otro seguía la acción
cámara en mano, otro —el de la Panaglide— corría a través de las llamas o
alrededor de la gente, etc. La labor de todos nosotros se unificó gracias al
inmenso talento de Terry, a sus conocimientos técnicos y a su gusto
infalible. Pues Malick no permitiría jamás a nadie hacer algo que fuera
contra sus ideas. Antes del rodaje se establecieron una serie de principios.
Se diseñó el estilo de esta película de tal modo que cada colaborador tenía
que seguir por fuerza las pautas trazadas, fundamentalmente la de no
falsificar la realidad en la medida de lo posible, Haskell Wexler me
reemplazó las últimas jornadas del rodaje. Yo trabajé cincuenta y tres días,
él diecinueve. Cuando me propusieron Days of Heaven en Europa, yo había
aceptado ya la siguiente película de Truffaut y las fechas estaban fijadas de
antemano. Los productores y Malick habían aceptado esta condición, con la
esperanza de que el comienzo de L’Homme qui aimait les femmes se
retrasase, pero no fue así. Naturalmente, no podía faltar a mi compromiso
con Truffaut. Dejé el Canadá, de regreso a Francia, desconsolado, pues era
muy consciente de la importancia de Days of Heaven en mi carrera.
Antes de irme, pasé revista a todos los grandes directores de fotografía a
quienes admiro en América. Pensé en Haskell Wexler, que era además un
amigo. Le pedí si podía venir y terminar mi trabajo y tuve la suerte de que
aceptara. Durante una semana estuvimos juntos, a fin de que viese cómo se
desarrollaba el rodaje. Se hizo también una proyección del material filmado,
para familiarizarle con el estilo visual de la película. Haskell fue
maravilloso, porque además de lograr imágenes de una incomparable
belleza, se ajustó perfectamente al estilo que habíamos marcado. Dudo que
nadie pueda distinguir entre lo rodado por él y lo rodado por mí. En escenas
donde hay planos mezclados de los dos, hasta a mí me resulta difícil.
Haskell tiende a utilizar filtros y gasas de difusión (como en Bound for
Gloty), pero al no utilizarlos yo, prescindió de ellos. Haskell rodó todas la§
escenas del final en la ciudad tras la muerte de Richard Gere, amén de
planos aislados en secuencias no completamente terminadas; también son
suyas las secuencias en exteriores nevados, por cuanto hubo un largo
“verano indio” en el Canadá y la nieve no había llegado todavía cuando
tuve que regresar a Francia.
Days of Heaven se rodó en el Canadá aunque la acción transcurre en
Texas. Los motivos para trabajar allá y no en los Estados Unidos eran de
orden económico. Se evitaban ciertas limitaciones sindicales, insalvables en
California. A mí, por ejemplo, no hubiesen podido contratarme. Existían
también otras razones: la localización que se descubrió al sur de la
provincia de Alberta, en un lugar que pertenece a una pintoresca secta
religiosa. Los hutteritas son gente que emigraron hace muchos años de
Europa por causa de la intolerancia religiosa y viven, de hecho, en otra era.
Cultivan en común grandes extensiones de terreno, donde crece un trigo
distinto de las especies de hoy, más largo. Fabrican sus propios utensilios y
muebles austeros. No conocen la radio ni la televisión. Comen alimentos
naturales, por lo que sus rostros son diferentes a los nuestros. Algunos de
ellos intervienen en la película. Toda aquella comarca pertenece a otra
época y en una hora de viaje pasábamos del siglo XX al XIX. No cabe duda
de que la atmósfera peculiar de aquel lugar influyó en la autenticidad de las
imágenes de Days of Heaven. A ello hay que añadir los altos silos de color
rojo vino y las viejas máquinas agrícolas de vapor, propiedad de
coleccionistas privados, que pudimos utilizar, sin olvidar los extraordinarios
paisajes vírgenes de Banff.
En esta película utilicé por primera vez la cámara ahora más en boga en
América y que aún no había llegado a Europa: la Panaflex. Se trata de una
cámara ligera insonorizada, que ha surgido como una respuesta americana
tardía, pero quizás superior a cámaras europeas similares. Fruto de la
corriente actual hacia la miniaturización de los equipos para conseguir más
movilidad en el rodaje, la Panaflex es una cámara muy versátil, pues acepta
cargadores de diferentes metrajes, de modo que puede emplearse
indistintamente como cámara de estudio o como cámara de reportaje.
Cuando rodamos Days of Heaven, su único defecto era un visor no muy
luminoso, pero esto ha sido subsanado en los últimos modelos. Es una
cámara muy sofisticada, casi un gadget. Si a esto se añaden los objetivos
super-pana-speed de gran apertura, se puede rodar en las condiciones más
adversas y consideradas hasta hace poco como imposibles. Esta película no
se habría podido rodar con otra cámara.
Existe un cierto espíritu de inercia entre los técnicos de Hollywood. Al
haber sido los primeros en todo, les cuesta trabajo ponerse al corriente de
los nuevos procedimientos, originados principalmente en Europa durante
los años de la posguerra. Ya he citado el ejemplo de las cámaras ligeras, que
no llegaron al cine profesional norteamericano hasta hace muy poco. Pero
se dan otros casos. En Hollywood se han hecho siempre los travellings
sobre placas de contrachapado ensambladas. Las técnicas de la cámara
sobre vías aún no han sido del todo aceptadas. Yo prefiero, en el caso de
movimientos simples, el Elemack italiano, que es versátil y más ligero. Los
técnicos hollywoodienses se empeñan en utilizar la pesada Dolly, que no
cabe en ningún sitio. Cuando he tratado de convencerles, no atienden a
razones, me contestan que siempre lo han hecho así y que jamás se les han
planteado problemas. Casi llegué al convencimiento de que buscan la
dificultad a propósito, como medio indirecto de proteger el oficio. Es decir,
si se simplifica, más posibilidades se le dan al lego de penetrar en lo que ha
sido siempre Un coto cerrado. Esta reacción ante cualquier novedad, y en
particular aquella novedad que representa simplificación, es su forma de
defenderse.
Otro ejemplo todavía: las cabezas (o plataformas) a manivela que
continúan empleando obstinadamente. Hoy en día existen cabezas
giroscópicas o hidráulicas, que permiten hacer panorámicas tan suaves y
seguras como las de manivela (Satchler, Ronford, etc.). No se requiere gran
experiencia en su manejo. Una persona con buen sentido del ritmo puede
conseguir panorámicas perfectas y acompañar personajes en movimiento
sin que se les salgan de cuadro. En cambio, no se puede improvisar la
utilización de las dobles manivelas, lo cual debe de complacerles en el
fondo. A mí me gustan las cámaras con cabeza sencilla y un mango para
manejarlas. El operador forma cuerpo con la cámara, que así deviene casi
humana. La perfección mecánica de la cabeza a manivela no puede
compararse con el sentido casi humano de una panorámica hecha a mano.
Este rechazo de lo nuevo viene sancionado igualmente por la aparición
de las mesas de montaje silenciosas y con gran pantalla, en las que se
trabaja cómodamente y además sentado. En Days of Heaven nuestro
montador, Bill Weber, que pertenece a la nueva generación, trabajó con
mesa de montaje. Pero la vieja guardia, en su mayoría, sigue aferrada a las
moviolas verticales con pantalla minúscula, ruidosas y en las que debe
trabajarse de pie, sin contar con que se precisa una mesa aparte para hacer
los empalmes.
Con los sistemas Reflex en los visores de las cámaras ha ocurrido tres
cuartos de lo mismo. Surgieron en Europa durante y después de la guerra
(Arriflex, Cameflex), para evitar los errores de paralelaje del visor junto a la
cámara. Mediante un sistema de espejos y prismas el operador puede hasta
verificar el enfoque. Pero en América no empezaron a fabricarse hasta
mucho más tarde. A la vieja Mitchell se le añadió un sistema Reflex
deficiente, que fue mejorado más tarde. Panavision fabricó luego una serie
de cámaras Reflex realmente extraordinarias, y es que cuando los
americanos acometen seriamente un problema tecnológico, superan todo
cuanto se les ponga por delante.
Utilizamos por primera vez el prototipo de Panaglide. Se trata de la
versión Panavision del procedimiento Steady-Cam. Consiste en un arnés
que se pone el operador en forma de chaleco plástico-metálico, del que
parte un brazo pedúnculo con varias rótulas y compensado por muelles, al
término del cual queda suspendida la cámara, casi flotando sin gravedad
como en las naves espaciales. El operador la dirige con su solo brazo
extendido. Este sistema de suspensión le permite desplazarse, subir
escaleras y hasta correr, sin que los movimientos bruscos sean transmitidos
a la cámara, la cual se desliza literalmente en el aire. La cámara tiene
incorporado además un visor de video, por lo que el operador no tiene que
aplicar el ojo a un visor convencional, ve la escena que se filma a cierta
distancia como en un pequeño televisor. Se dispone también de un sistema
electrónico para enfocar a distancia. El ayudante está provisto de un emisor
inalámbrico, que gracias a unos botones le facilita regular todo cuanto
concierne al objetivo. La cámara es tan sensible que se movería si el
ayudante tocase los objetivos. Esto constituye, por cierto, uno de los
inconvenientes de la Panaglide. Su sensibilidad misma hace que se mueva
cuando hay viento y no se puede rodar entonces, porque adquiere un
movimiento pendular.
Al principio Terry se entusiasmó tanto con este nuevo dispositivo, que
quería rodar toda la película con la Panaglide. Pronto nos dimos cuenta de
que era un instrumento muy útil, indispensable en ciertas ocasiones, pero no
universal. En cierto modo, pagamos la novatada. Ocurrió como en los
primeros tiempos del cuando los cineastas, entusiasmados con el nuevo
juguete, terminaban por marear al público. La Panaglide nos proporcionaba
la libertad de movernos hada todas direcciones, con lo que la escena se
convertía en un tiovivo. El equipo entero, los técnicos de sonido, la script,
el director y yo mismo, todos nosotros, teníamos que correr detrás del
operador de cámara a cada movimiento, para no salir en cuadro. El copión
era de una gran brillantez, pero despedía un tufillo a tour de forcé, la cámara
se convertía en otro protagonista intruso. Descubrimos, muchas veces, que
nada se puede comparar con un plano fijo sobre trípode, o un
desplazamiento pausado, invisible, regular, de un travelling clásico sobre
ruedas.
Varias secuencias o planos en Days of Heaven no habrían sido posibles,
empero, sin la Panaglide. Se trata precisamente de escenas que han llamado
la atención del público y de los críticos. Por ejemplo, en el río, Bill (Richard
Gere) convence a Abby (Brooke Adams) que acepte las proposiciones del
patrón (Sam Shepard). Habría sido imposible poner vías bajo el agua para
hacer un travelling, sin contar el hecho de que los actores improvisaban y
caminaban sin rumbo fijo con el agua hasta las rodillas; la cámara no les
perdió un momento. En la secuencia del incendio de los trigales, la cámara
pudo penetrar entre las llamas, girar en torno al fuego en movimientos
vertiginosos y dramáticos.
La doble improvisación de los actores y la cámara provocó dificultades
en el montaje, impidió a veces cambiar de plano sin faltas de continuidad.
Abreviar una secuencia también resultaba difícil. Una de las más logradas,
por ejemplo, tuvo que ser eliminada del montaje final: el operador de
cámara estaba de pie en la grúa para rodar una escena a la altura de la
terraza de la mansión (tercer piso). Linda Manz abandona la terraza y baja
por la escalera. La grúa desciende al mismo tiempo, para seguirla y la
vemos intermitentemente a través de las ventanas. Al llegar a la planta baja,
el operador desciende de la grúa y, gracias a una plataforma que se habilitó,
alcanza a Linda Manz y la sigue al interior de la cocina, donde se encuentra
con Richard Gere para entablar diálogo con él. La primera parte del plano,
con la grúa que desciende por la fachada de un edificio, para describir en su
camino acciones diferentes a través de las ventanas, no constituye una
novedad: Street Scene (Vidor), Madame de… (Ophüls). Pero su segunda
parte, con la cámara que penetra en el edificio, significa algo nuevo, fuera
del alcance, por ejemplo, de la Louma, dispositivo francés que permite
penetrar en el edificio, como hice al final de La Vie devant soi, pero en una
sola habitación, en cuanto no puede torcer y seguir a un personaje a otro
aposento. Con la Panaglide se adquiere una impresión de tercera dimensión,
la verdad geográfica de un decorado queda descrita perfectamente.
Una dificultad suplementaria reside en que la cámara unida al arnés
tiene un peso más que considerable. El operador ha de erigirse en atleta
olímpico. Si el sistema Panaglide se generaliza, habrá que crear una nueva
generación de atletas/operadores y el problema será encontrar
atletas/artistas. Los tres operadores de Days of Heaven probaron el aparato
y acabaron sin aliento. Entonces Gotchak, de Panavision, nos mandó junto
con la cámara a su atleta mejor entrenado, Eric van Harén Norman, quien
hacía sus push-ups todo el día y era además muy artista.
A partir de Days of Heaven hice forzar sistemáticamente el revelado de
la película en las escenas de noche. En un principio, hacer esto con
emulsión 47 daba resultados deficientes, pero por esta época se había
llevado ya a la perfección. Hicimos pruebas en el laboratorio Alfa-Cine, de
Vancouver, y resultaron más que satisfactorias. Se forzó aquí el revelado
aumentando la sensibilidad del negativo a 200 ASA y a veces, en casos
extremos, a 400 ASA. El grano era normal, no apreciable hasta en las
ampliaciones ulteriores a 70mm. Esta posibilidad, unida a los nuevos
objetivos super-pana-speed ultraluminosos, nos permitió ir más allá en el
sentido de las bajas exposiciones, más lejos de lo que había llegado yo
nunca. El 55mm. abre a f1.1, y permite literalmente rodar sin más luz que la
de un fósforo o de una linterna de bolsillo. En Days of Heaven rodamos
muchas veces con un diafragma f1.1, forzando el revelado en el laboratorio,
sin el filtro 85 para captar la última luz del día. Me preocupaba la
profundidad de campo, mínima teniendo en cuenta una posible ampliación a
70mm. Pero tuve la suerte de contar con el estupendo foquista Michael
Gershman. Éste era muy consciente del riesgo que corría. Sin arredrarse
ante lo difícil de su tarea, su espíritu perfeccionista le hacía insistir hasta
tener todas las medidas y los movimientos aprendidos. Algunos se
impacientaban con él. Yo nunca le agradeceré bastante sus desvelos, pues
en contra de la moda dominante hasta hace poco (filtros de difusión), yo
deseaba una imagen limpia, precisa y tersa (crisp). Los técnicos de
Hollywood son excelentes. Tienen gran capacidad de trabajo y muchas
ideas, soluciones para todos los problemas. Nada es imposible para ellos.
Algunos poseen gran capacidad de adaptación.
Los riesgos técnicos se ignoran cuidadosamente en el cine profesional,
porque el director de fotografía carga con toda la culpa ante el productor, si
una escena sale mal. Pero como Malick deseaba precisamente experimentar
en este sentido, me permitía ir tan lejos como yo quisiera. En Days of
Heaven son numerosas las escenas de noche. En el exterior, en pleno
campo, no existía otro medio de iluminación en la época —1917— que las
fogatas o las linternas. Queríamos que estas escenas diesen la sensación de
haber sido realmente iluminadas por el fulgor de las llamas. Son frecuentes
en las películas del Oeste, y acostumbran a rodarse escondiendo algún foco
detrás de las brasas para aumentar la luz natural de la fogata. Tal solución
siempre me pareció muy falsa. Por ejemplo, en una película como Dersu
Uzala, donde resulta ridícula la escena en torno al fuego, no sólo porque
hay demasiada luz —que sobrepasa la de las llamas— sino porque dicha luz
es blanca, en contradicción flagrante con la temperatura de color y la
atmósfera. Otro recurso que se emplea a veces para filmar primeros planos
de personajes frente a una fogata, es el de agitar cosas delante de las luces,
en muy mala imitación del movimiento vacilante de las llamas. Nosotros
desarrollamos entonces una nueva técnica; recurrir al fuego auténtico para
iluminar los rostros. Como todos los descubrimientos, se produjo por
casualidad. Teníamos unas botellas de gas propano con tubos lanzallamas
para propagar el fuego en las escenas del incendio de los trigales. Al
observar que eran de fácil manejo y que se podía controlar sin esfuerzo la
altura de la llama, hice algunas pruebas que resultaron concluyentes. Todos
los primeros planos frente al fuego se filmaron así, alumbrados realmente
por las llamas de propano, con su verdadera coloración y su verdadero
movimiento, tanto las de la fiesta campestre con el violinista como las del
incendio. Rodamos a 200 ASA con diafragma entre f1.4 y f2. Creo que de
esta forma se logró una gran autenticidad.
Algunos de los miembros del equipo se sintieron al principio
confundidos, por no asimilar el trabajo que se les pedía. Si los eléctricos se
ocupan de la electricidad, ¿por qué tenían que manejar botellas de gas
propano?, ¿y por qué tenía que hacer lo mismo el “atrezzista” ? Después de
todo, era cosa de iluminación.
De pronto, lo que hacíamos desbordaba la especialización profesional
de cada uno.
Los planos generales del incendio en los trigales fueron filmados
prácticamente tal cual, sin luces de apoyo. La verdad es que al iluminar el
fuego, se disminuye su fuerza visual. Con nuestro procedimiento los
personajes se recortaban en silueta contra las llamas como pinturas
rupestres en negativo. En las superproducciones provistas de escenas con
grandes incendios, es frecuente el error de iluminación en exceso,
estropeando así el efecto, porque el director de fotografía se siente como
obligado a justificar su salario y su presencia gracias a un espectacular
despliegue de su parafernalia eléctrica.
Tuvimos unas dos semanas de rodaje con fuego. Cada noche
incendiábamos un nuevo campo de trigo. Varias veces nos asustamos,
porque el fuego se propagaba demasiado. En cierta ocasión nos vimos de
pronto rodeados por altas llamas y el aire empezó a ser asfixiante. Pero los
maquinistas reaccionaron con rapidez, evacuando los camiones con todo el
equipo —y nosotros dentro— a través de las llamas. Nadie llevaba ropa
especial, disponíamos sólo de máscaras para filtrar el humo. En suma, una
aventura peligrosa y susceptible de serios accidentes, pero ésta fue una
película protegida por los dioses.
En ciertas escenas la sustracción del filtro 85 nos permitió
combinaciones de temperaturas de color fuera de la norma pero con calidad
pictórica. Recuerdo un momento en el que Richard Gere y Linda Manz asan
un pavo al aire libre. Casi no quedaba luz de día y la imagen cobró un tono
azul profundo, excepto el fuego que crepitaba lanzando sobre los intérpretes
resplandores intermitentes de tonalidades rojizas. Las linternas de petróleo
que llevan los braceros para alumbrarse y recoger las langostas, no fueron
usadas como objetos decorativos sino como verdadera fuente de
iluminación. Al igual que en Adèle H. se les camufló en el interior luz
eléctrica. Cada persona llevaba bajo la ropa un cinturón con batería, del que
partían finos cables eléctricos, escondidos bajo la camisa, que alimentaban
las pequeñas bombillas de cuarzo dentro de las linternas. Para conseguir
mayor veracidad, se tiñeron los cristales de estas linternas de un color
anaranjado; la luz blanca de las lámparas de cuarzo adquiría así la
temperatura de tonos calientes propia de la luz de petróleo. Se utilizaron
fuera de cuadro soft-lights con doble gelatina naranja, para llenar apenas las
zonas de sombra. Y eso fue todo.
Otra innovación para mí en esta película fue cómo se rodaron en
exteriores las tomas de campo-contracampo. Es decir, cuando dos
personajes hablan frente a frente y la cámara filma alternativamente al uno
y al otro. A pleno sol, uno de los personajes tiene la luz de frente y el otro
de espaldas, a contraluz. No hay equilibrio entonces de intensidad luminosa
en el montaje y se produce una sensación molesta. La solución de iluminar
el rostro a contraluz, mediante electricidad resulta artificiosa también: el
cielo tras el personaje iluminado frontalmente es azul, el del iluminado a
contraluz es blanco (sobreexpuesto), con lo que la sensación de irrealidad
aumenta. Paradójicamente —y he aquí una contradicción flagrante con mi
“moral” realista— la solución que encontramos, ya vislumbrada gracias a
un error en una escena de Femmes au soleil, consistió en situar a cada uno
de los intérpretes a contraluz, del sol y en el mismo lugar, procurando que
las líneas de la mirada se fijasen en la debida dirección. Ambos rostros y el
fondo poseen entonces el mismo valor lumínico y las transiciones se
suceden sin saltos en el montaje. Obviamente, en este caso la geografía del
lugar se prestaba —tierra llana cubierta de trigales—, por lo que el campo y
el contracampo podían ser idénticos. A veces filmábamos por la mañana un
personaje y por la tarde el otro, de forma que el sol cambiase de situación,
detrás de cada personaje en ambos casos. ¡Dos personas frente a frente y a
contraluz! ¿Dos soles en el planeta Tierra? No creo que nadie se haya dado
cuenta de ello viendo Days of Heaven.
Por regla general, los momentos de luz, más hermosos en la naturaleza
se dan en las situaciones extremas, justamente aquellos donde parece que ya
no se puede rodar, cuando los manuales de Kodak o Weston desaconsejan
filmar. Si en las escenas de día un espectador cuidadoso podría contar dos
soles, en las del atardecer no podría contar ninguno. Tal vez sea esto lo que
ha llamado la atención —inconscientemente, claro— en la luz de Days of
Heaven. Ciertas partes de la película se filmaron, por expreso deseo de
Malick, en lo que él llama la “hora mágica”; esto es, el intervalo que existe
entre que el sol se oculta y la caída de la noche. El período lumínico es de
unos veinte minutos, por lo que la expresión “hora mágica” resulta un
eufemismo optimista. La luz era realmente muy bella, pero teníamos poco
tiempo para filmar escenas en ocasiones largas. Nos preparábamos todo el
día con los actores y la cámara; al llegar el momento preciso tras la puesta
del sol, había que rodar con rapidez, vertiginosamente, sin perder un
momento. La luz, durante esos minutos es mágica, porque no se sabe de
dónde viene, no se ve el sol, pero el cielo puede ser limpio, sin nubes, y el
azul de la atmósfera sufre mutaciones extrañas. La intuición y el
atrevimiento de Malick hicieron de estas escenas probablemente las más
interesantes de la película. Y hace falta osadía para convencer al viejo
sistema hollywoodiense de que la jornada de rodaje se limitase a veinte
minutos. Pese al dinamismo frenético con que se aprovechaba aquel corto
período, muchas veces había que terminar la escena el día siguiente a la
misma hora, pues la noche caía inexorablemente. Malick a diario, como
Josué en la Biblia, hubiese querido detener el curso imperturbable del sol
para seguir rodando. Este sistema de trabajo en la hora mágica no nuera del
todo desconocido pero sólo lo había experimentado otras veces en planos
aislados y breves, en La Collectionneuse y en More. Nunca se me había
ofrecido la oportunidad de emplearlo en secuencias largas como aquí. Pocas
películas como ésta reúnen tantos exteriores diferentes, que ofrezcan tantas
oportunidades a un director de fotografía.
Nuestro procedimiento habitual en tales escenas era también el de forzar
el revelado, contando en mi fotómetro como si tuviese 200 ASA.
Empezábamos con objetivos normales, pero a medida que bajaba la luz,
pedía objetivos de mayor abertura, para terminar indefectiblemente con el
más luminoso, el 55mm, que abría a f1.1. Cuando ya no quedaba sino un
leve resplandor en el aire, para extender todavía más la sensibilidad de la
película, quitábamos el filtro 85 de corrección para luz diurna, y con eso se
ganaba casi un diafragma. Como ultimo recurso, llegamos en ocasiones a
rodar a doce y ocho imágenes por segundo, pidiendo a los actores que se
moviesen con mayor lentitud, para reconstruir luego su cadencia cuando se
proyectaba la película a 24 imágenes. Es decir, en vez de exponer a 1/50 de
segundo, se exponía a 1/16, lo cual permitía ganar otro diafragma. En el
momento del talonaje, el laboratorio tendría luego que tomarse el trabajo de
armonizar —corregir— un negativo de diferentes tonalidades. La labor que
Bob McMillan llevó a cabo en MGM fue milagrosa. Ciertas escenas eran en
copión una auténtica mezcla de diversos retales y McMillan consiguió darle
unidad a todo. Mi deuda de gratitud con él es considerable.
Rodar estas escenas en la “hora mágica”, no significó una decisión
gratuita, esteticista, sino que estaba plenamente justificada. Ya es sabido que
los campesinos se levantan muy temprano para ir a faenar (se rodaba en el
crepúsculo para obtener la luz del alba). La escena en el río entre Gere y
Adams tenía un sentido al final del día, porque eran los momentos de
descanso después del trabajo. No hay que olvidar que en aquellas épocas se
trabajaba de sol a sol.
Para los interiores nocturnos de la mansión, como tenían lugar en los
primeros tiempos de la electricidad, puse bombillas caseras de pocos watios
en las lámparas, a fin de que tuvieran una temperatura de color en tonos
cálidos. De utilizar photo-floods, como es lo habitual, la luz habría sido
demasiado blanca, moderna. Dichas luces se montaron además en
resistencias, para graduar su intensidad en relación con las otras luces —en
su mayoría soft-lights— empleadas fuera de cuadro. Las resistencias eran
de uso común en la época del blanco y negro. Con la llegada del color, sin
embargo, se advirtió que poner las luces en un reóstato alteraba la
temperatura de color con tendencia a los tonos cálidos. Pero lo que se
consideró un defecto del primitivo cine en color, me proporcionaba ahora
un efecto de luz de tungsteno más mortecina, característico de los
comienzos de la electricidad. Hacia el final de Days of Heaven, de noche
cuando el marido celoso (Sam Shepard) sube y encuentra a su mujer
(Brooke Adams) en la habitación, hay en ella lámparas de época, por lo cual
la iluminación de apoyo, fuera de cuadro, se justificaba, al venir en la
misma dirección que la de las lámparas. En las imágenes de la mansión
vista desde el exterior, tanto de noche como en “hora mágica”, la luz de las
ventanas era eléctrica, bombillas caseras corrientes.
Fuera de esto, no se utilizó como norma iluminación artificial en la casi
totalidad de la película. Para las escenas de día, en los pocos interiores que
rodamos, se utilizó la luz real de ventana, a ejemplo de Vermeer. Tenía
experiencia previa de esta técnica, particularmente gracias a Die Marquise
von O. de Rohmer. Pero con Malick la llevamos a las últimas
consecuencias. Como a Rohmer no le gustan las luces de alto contraste, yo
debía añadir alguna luz de apoyo, para que los fondos fuesen también
visibles. Malick, en cambio, no quiso que se añadiera nada. Los fondos
adquirían entonces una decidida penumbra, y sólo los personajes se
destacaban. Esta técnica posee aspectos positivos apreciables, aparte del
más importante que es la belleza de esta luz natural. Los actores trabajan
mejor, sin la fatiga que producen la luz excesiva y el calor asfixiante de los
focos. No se pierde tiempo y dinero en instalaciones eléctricas complicadas.
El aspecto negativo radica en que el diafragma del objetivo debe estar muy
abierto, con lo cual la profundidad de campo resulta mínima. Malick es un
director que conoce bien las técnicas fotográficas. Otro realizador no habría
tenido en cuenta esta falta de profundidad de campo, pero Malick
organizaba la escena de manera que los actores se encontrasen en el mismo
plano focal, sin que estuviera uno a foco y otro no.
Los trucajes que hicimos en Days of Heaven fueron, como todo en esta
película, de una gran sencillez. Malick partió del principio de realizar los
efectos especiales en la cámara, no alterando con trucos ópticos de
laboratorio el negativo original. El público ha aprendido mucho y percibe
inmediatamente un trucaje, porque cambia la granulación y la coloración
del positivo tras las manipulaciones en laboratorio. De mi experiencia
europea aporté algo que mis ayudantes técnicos consideraron al principio
casi un sacrilegio; los fundidos al final o al comienzo de una escena se
efectuaron a menudo directamente en la cámara. No se elaboraron en el
laboratorio. Bastaba con cerrar el diafragma lentamente hasta f16 (si la
exposición del plano era de f2.8, por ejemplo) para encadenar luego el
cierre del obturador variable de la Panaflex, hasta obtener un negro
absoluto.
En la secuencia de la plaga de la langosta se utilizó una técnica
considerada igualmente heterodoxa y “poco profesional” pollos entendidos
del equipo, si bien tuvieron luego que rendirse a la evidencia. En los
insertos y planos cercanos se utilizaron saltamontes vivos auténticos,
capturados a millares para nosotros por el Departamento de Agricultura del
Canadá. Pero en los grandes planos generales de los campos invadidos por
la plaga, se utilizaron como otras veces (The Good Earth) semillas y
cáscaras de cacahuetes lanzadas desde helicópteros fuera de cuadro. La
innovación consistió aquí en utilizar una cámara (Arriflex) que podía rodar
en retroceso; se pidió entonces a los actores y extras que caminaran hacia
atrás, y los tractores también marchaban hacia atrás. Así, al proyectarse la
película impresionada, los personajes y los tractores iban hacia adelante y
las langostas (semillas) no caían, sino que parecían alzarse en vuelo de los
trigales.
Varias escenas se rodaron por el procedimiento de “noche americana”.
Desde los tiempos del blanco y negro se consigue, como es sabido,
filmando de día, subexponiendo el negativo (véase el capítulo L’Enfant
sauvage). Y así se suele seguir haciendo en el caso del cine en color. Pero
en color se utiliza el filtro polarizante, que oscurece algo, no lo suficiente, el
cielo. Los resultados no me parecen satisfactorios. En Days of Heaven
resolvimos el problema tratando de evitar el cielo, por el sistema de subir la
cámara y rodar hacia abajo, en picado, o de escoger lugares donde el
horizonte no fuera visible, como al pie de una colina, por ejemplo. Con el
fin de acentuar el efecto nocturno, además de la subexposición, se eliminó
el filtro de corrección anaranjado 85 para luz de día, de manera que las
imágenes tuvieran un tono azulado, lunar. He aquí otra ventaja
suplementaria que supone trabajar en color.
Malick, aunque muy americano, es una persona de cultura universal,
conoce la filosofía, la literatura, la pintura y la música europeas. Por ello es
un hombre entre dos continentes, y cinematográficamente pertenece a la
misma familia artística de Rohmer y Truffaut. No me fue nada difícil, pues,
adaptarme con el rodaje de Days of Heaven al Nuevo Continente.
Con el Oscar que me concedió la Academia de Hollywood por mi
trabajo en Days of Heaven iba a iniciarse una nueva etapa en mi carrera.
Days of Heaven
L’Homme qui aimait les femmes

François Truffaut - 1977

Truffaut toma notas cada vez que oye algo que le interesa de la gente
que le rodea, las pone en fichas y va guardándolas. No me sorprendería que
L’Homme qui aimait les femmes hubiese nacido en buena medida de esas
fichas, sea fruto tanto de sus experiencias personales como de lo oído a
otros. Truffaut actúa un poco como repórter de la actualidad, pero un
repórter con imaginación. Trabaja este material en colaboración con otros
escritores, particularmente sus comedias. A lo largo de los años ha
conseguido crear un equipo de colaboradores a los que conoce al dedillo y
que le conocen perfectamente. Por eso, los rodajes de sus películas son cada
vez más sencillos y fructíferos.
Truffaut da carta blanca a los colaboradores que llevan años con él, para
que, por ejemplo, elijan la escenografía donde se ha de filmar una secuencia
del guión. Esto le estimula, porque a veces el día del rodaje llega a un lugar
que desconoce y ese decorado extraño le inspira. Existe una mirada virgen,
que se pierde cuando se ha visto mucho un lugar. Resulta agradable, pues,
trabajar con Truffaut, por esa mezcla de libertad y de control que se respira
a su lado. Durante el rodaje mismo no hay guión técnico previo, con los
movimientos de la cámara señalados de antemano, porque Truffaut prefiere
trabajar un poco sobre la marcha. Tampoco está contra el doblaje parcial de
sus películas, lo cual favorece a menudo la tarea del director de fotografía.
La mitad de L’Homme qui aimait les femmes se filmó con bajas
iluminaciones. Volví a considerar mi película como si tuviera la sensibilidad
de 200 ASA, con objetivos Zeiss de gran abertura (f1.4) y cámara Arri BL.
El laboratorio LTC hizo el resto. La experiencia adquirida en América
durante el rodaje de Days of Heaven me fue de mucha utilidad, por
supuesto.
Las escenas nocturnas del final, antes del accidente, por ejemplo, se
hicieron sin más luz que un photo-flood frontal sobre la cámara. Se dejó tal
cual la iluminación de las calles. Únicamente se pidió a los propietarios de
las tiendas, que dejaran encendidos los escaparates, para crear la sensación
de que estábamos en Navidad. La luz natural que venía de los escaparates
fue más que suficiente.
Esta película cuenta con mayor cantidad de primeros planos de lo que es
habitual en Truffaut, algunos dentro del mismo rostro, que cortan la frente y
la mandíbula. Se procedió así en oposición a las películas de época
pretérita, donde abundaban más bien los planos de conjunto o los planos
medios. La razón estriba en la creencia de Truffaut relativa a que el primer
plano es una idea visual moderna, que no conviene a otras épocas.
En cada realizador se dan constantes, eso que se da en llamar “estilo”.
En cada película de Truffaut se repiten las mismas ideas visuales con
variantes infinitas. Por ejemplo, cuando hay una ventana en el decorado, ya
sé que debo procurar incluirla en mi encuadre. A Truffaut le encanta rodar
planos con una ventana al fondo, por la cual se ve algo relevante a la
acción. Y también le gustan los planos donde se mira al interior desde una
ventana en una fachada, y a través de la cual vemos lo que ocurre dentro.
En otras palabras, planos que son como un cuadro en el interior de otro
cuadro.
Cuando se filma una película de época actual, se tiende a dejar intactos
los decorados elegidos, sin mayor intervención por parte del escenógrafo.
Se trabaja un poco a la manera del reportaje. En las películas que
transcurren en otras épocas, por el contrario, se cuida mucho más el
decorado, se amuebla y se viste todo de nuevo. Me parece un error la
actitud “documental”, cuando se pretende hacer una película
contemporánea con estilo, justamente porque ahora hay menos cuidado
estético que antes (vivimos rodeados de objetos y muebles manufacturados
en serie, materiales poco nobles, colores chillones). La elección y
preparación de los elementos del decorado son, pues, capitales en una
película moderna.
Pongamos por caso, el restaurante de la camarera judoka. Los colores y
diseños de aquella localización eran realmente vulgares. Se camuflaron
algunos detalles con telas que se trajeron en el último momento.
Disponiendo de más tiempo, se habría podido redecorar, como se hizo en el
otro restaurante, donde aparece Nelly Borgeaud, cuyas paredes se pintaron
de tonos oscuros. Y los propietarios no acostumbran a poner reparos, ya que
se les devuelve su local recién pintado… No hay que vacilar en proponer
cambios a veces fáciles.
Con la sola excepción de una escena mencionada más arriba, el trabajo
de preparación de L’Homme qui aimait les femmes se cuidó con esmero.
Fue ejecutado con más tiempo del habitual en este tipo de películas. Esto
permitió estilizar decorados y encuadres, equilibrar muy escrupulosamente
los colores de los fondos y de las ropas. Para no caer en el mero
documental, Truffaut sólo tomó de la hermosa ciudad de Montpellier —
donde se rodó la mayor parte de la película— elementos neutros, no
identificables. (Contrariamente a como utilizó Rohmer la ciudad de
Clermont-Ferrand en Na nuit chez Máud). La acción transcurría aquí en una
ciudad de provincias, pero perfectamente anónima. La empresa de estudios
aerodinámicos donde trabaja el protagonista, por ejemplo, se filmó a cientos
de kilómetros de distancia, en Lille. De acuerdo con el principio de
estilización antes descrito, en esta escena el decorador Kohut-Svelko nos
propuso la brillante idea de teñir el agua del estanque experimental de un
verde fosforescente. Aceptamos con entusiasmo su sugerencia.
Por estar más al norte y por haber empezado el invierno, en Lille hacía
mucho frío. El aliento de los intérpretes se convertía en vapor durante su
diálogo, cuando en las escenas previas de Montpellier había una vegetación
mediterránea y sol y se suponía que todo ocurría en la misma ciudad. Se
pidió entonces a los actores que fumasen mientras hablaban; el humo del
cigarrillo enmascaró así el vapor del aliento.
El montaje jugaba un papel de gran importancia en L’Homme qni aimait
les femmes. Hasta el proceso de selección y ensamblaje de tomas no se hizo
aparente el significado de la película, que se nos escapaba a todos —menos
a Truffaut por supuesto— durante la filmación. En efecto, rodamos
infinidad de planos cortos y breves escenas en las calles de Montpellier,
imágenes no documentales sino coreografiadas con un sinnúmero de
mujeres deambulando sin detenerse en una gran variedad de encuadres y
movimientos, que sólo en el montaje adquirían sentido a través de
oposiciones y grafismos combinatorios. Uno de esos planos leitmotiv, el de
las piernas que avanzan “midiendo el mundo como un compás”, se logró de
manera muy sencilla. Se situó a ras de suelo la cámara, provista del zoom en
posición teleobjetivo de 250mm. A partir de ella se trazó una circunferencia
de unos veinte metros de radio, que fue circundada por automóviles.
Pedimos a nuestras mujeres que caminaran a buen paso, a lo largo de dicha
circunferencia. La cámara las seguía en panorámicas de 360 grados, como
si fuera un tiovivo. En la pantalla, la compresión óptica propia del
teleobjetivo producía la ilusión no de una circunferencia o línea curva, sino
de una línea recta ininterrumpida, como si las mujeres fuesen andando por
una acera con coches aparcados, como si la cámara se moviera sobre un
travelling en lugar de describir una simple panorámica.
Uno de los principales talentos de Truffaut reside en saberle sacar
partido a los elementos más significativos de una localización anodina en
apariencia. Aun siendo tan variados los planos de esta película, fueron
rodados en realidad como quien dice a la vuelta de la esquina de nuestro
centro de operaciones. Truffaut sabe por experiencia que cualquier lugar
puede ser fotogénico, todo depende de cómo sea filmado. Y en esta serie de
imágenes donde la cámara se mantenía muy cerca de los personajes, donde
el segundo término urbano debía permanecer lo más neutro posible, eran
calles, aceras y zonas de estacionamiento que se hallaban… en el área
circundante de las oficinas de producción que Les Films du Carrosse —la
compañía que financiaba la película— había alquilado para el rodaje.
Truffaut desarrollaría una experiencia semejante, más ingeniosa todavía, en
La Chambre verte.
Citaré, para terminar, otra escena donde la estilización intervino
decisivamente. En la habitación de un hotel, Charles Denner y Brigitte
Fossey están en la cama, mientras llueve. La lluvia tiene una significación
importante dentro de la escena. Intercalar en el montaje planos de la
ventana y el agua que cae, habría sido una solución pedestre. La banda
sonora con el repiqueteo característico de las gotas tampoco bastaba.
Ideamos entonces lo siguiente. En la parte exterior de la ventana se situó
una luz direccional potente (mini-bruto), cuyo haz luminoso incidía
precisamente en la estancia donde estaba transcurriendo la acción. Ante la
ventana se había dispuesto una cortina de lluvia artificial. El dibujo del agua
se proyectaba entonces por transparencia en los rostros de los actores y en
las paredes del cuarto. Y el efecto visual de la lluvia se superponía en
síntesis a la escena. Un efecto similar utilizaba Fritz Lang en The Wornan in
the Window, que he vuelto a ver recientemente; ignoro si la memoria
inconsciente actuó en este caso o fue una simple coincidencia. Con todo, en
nuestra película el efecto era una licencia estilística, poco justificable en la
realidad: cuando llueve, acostumbra a no haber sol; ningún rayo solar, por
tanto, podía filtrarse en la habitación. Pero tal como Truffaut dirigió la
escena resultaba tan convincente, que dudo que nadie —a no ser un colega
puntilloso— haya advertido este engaño visual.
L’Homme qui aimait les femmes tuvo en Francia un éxito considerable
de público y de crítica. De las tres comedias contemporáneas que he hecho
con Truffaut, ésta es sin duda la que prefiero.
Koko, le gorille qui parle

Barbet Schroeder - 1977

Koko se realizó en 16mm. con técnicas muy similares a las de General


Idi Amin Dada. Cualquier otra semejanza es puramente accidental, pues la
génesis de Koko, le gorille qui parle fue muy diferente. En un principio,
Barbet Schroeder había previsto hacer con el tema —la accesión de un
animal al lenguaje humano— una película de ficción. El papel principal
correría a cargo de Koko, un gorila hembra, pero con el apoyo de varios
intérpretes profesionales que debían actuar en una historia escrita
expresamente. El final incluía un regreso a los orígenes, a filmar en Zaire,
en una de las últimas reservas de gorilas en estado salvaje. Schroeder tenía
escrito un primer tratamiento, Sam Shepard había comenzado ya a
dialogarlo y se disponía incluso de productor.
El rodaje en 16mm. formaba parte de la etapa de preparación.
Queríamos saber antes de empezar cómo reaccionaría el gorila ante las
cámaras y la utilización eventual de las luces. Los gorilas son animales muy
sensibles y de reacciones difíciles de prever. El documental, por otra parte,
podía ser utilizado también como argumentación para acabar de convencer
a quienes abrigaban dudas sobre tan insólito proyecto.
Pero sucedió lo contrario: a medida que Schroeder se iba adentrando en
los problemas de producción, más difícil parecía su ejecución. Penny
Patterson, la educadora de Koko, se negaba a transportar a un animal tan
frágil —y valioso— hasta tan lejanas regiones del África. Los permisos de
rodaje por parte de los propietarios legales (el zoológico de San Francisco)
y de autoridades diversas se complicaban cada vez más. Sin contar con la
dificultad definitiva que suponía encontrar a una actriz capaz de aprender el
lenguaje gestual de los sordomudos, que pudiese controlar a Koko y
dialogar con ella de la misma manera que Penny Patterson.
Al mismo tiempo, las proyecciones del copión rodado en 16mm.
hicieron evidente que aquel material en bruto sostenía el interés por sí
mismo, que algunos de los momentos recogidos por las cámaras eran
verdaderamente apasionantes. Schroeder dio entonces un viraje total,
abandonando la idea primitiva para completar el documental con material
de archivo sobre la experiencia de Roger Fouts con los chimpancés. Se
rodaron también escenas y entrevistas suplementarias, por ejemplo con el
director del zoológico que se oponía al experimento de la Patterson y a
quien sólo interesaba recuperar al animal, en un principio confiado sólo
como préstamo a ella y a la Universidad de Stanford, California. Otra idea
brillante fue la de subtitular en mayúsculas todas las palabras y frases
compuestas por Koko, tras su aprendizaje del lenguaje gestual de los
sordomudos.
El periodista Henry Behar, en una entrevista publicada en Image et Son,
ha argumentado que, en el caso de documentales como Idi Amin Dada y
Koko, el cameraman se erige momentáneamente en realizador. Es una
afirmación algo brutal, pero no del todo falsa. Por ejemplo, en la jaula
donde rodamos, estaba yo solo con Koko y Penny, porque no había sitio
para nadie más. El resto del equipo tenía que quedarse fuera, Schroeder
incluido, quien no podía darme más que algunas indicaciones generales. Es
indiscutible que las reacciones del operador de cámara ante cada nuevo
acontecimiento imprevisible constituyen su responsabilidad: una pequeña
panorámica a la izquierda o a la derecha, un acercamiento a un detalle
significativo para obtener una mejor visibilidad y comprensión, no pueden
ser dictados a cada instante por el director. El operador goza de un gran
margen de autonomía.
Schroeder, sin embargo, es el autor incontestable de estas dos películas.
Para empezar, fueron ideas suyas, no mías. En este género de películas, por
otra parte, la ordenación del material, el montaje, son determinantes.
Las luces (mini-brutos) se situaron fuera de la jaula, pero dirigidas hacia
su interior, a la manera de luz solar. Dentro dispuse únicamente una soft-
light portátil de Lowell, que desplazaba yo mismo para compensar la luz
exterior, según el ángulo de la jaula que Koko hubiese elegido para sus
juegos. La intención era la de obtener un buen diafragma, superior a f5.6,
para contar con la profundidad de campo, necesaria. Le puse a la cámara
Eclair un objetivo de focal 16mm. de gran profundidad de campo; fijada así
la distancia a un metro en la escala del objetivo, me permitía obtener una
imagen nítida entre 40 centímetros y 3 metros, la distancia máxima en la
jaula. Koko podía entonces acercarse al objetivo o alejarse de él, sin tener
que recurrir a un ayudante para modificar a cada momento las distancias. Es
decir, este procedimiento facilitaba una gran libertad de movimientos, sin
dejar escapar ningún detalle interesante o significativo. El zoom no hubiese
ofrecido las mismas ventajas. Es un objetivo protuberante y la distancia
mínima de foco para que una persona pueda acercarse a la cámara era
insuficiente con el reducido espacio de que disponíamos. El zoom, por otra
parte, es más pesado, mientras que el objetivo 16mm. me proporcionaba de
paso una gran ligereza, una ventaja nada desdeñable cuando hay que rodar
cámara en mano horas seguidas.
Empleamos el zoom, en cambio, sobre todo al trabajar con trípode, en
los planos filmados en exteriores, cuando se trataba de seguir los rápidos
movimientos de Koko en los jardines de la Universidad de Stanford. En el
bosque optamos de nuevo por la óptica fija de 16mm.
Una de las dificultades principales a las que hube de enfrentarme fue la
gran diferencia de piel entre Koko —muy oscura, naturalmente— y Penny,
muy rubia y de cutis extremadamente pálido. Cuando ambas estaban en
cuadro, si abría el diafragma en función del valor lumínico de Koko, Penny
quedaba entonces sobreexpuesta. Procuré, pues, centrar el objetivo en
Koko, basando en ella la exposición, y dejando con frecuencia fuera de
cuadro a Penny, de quien vemos sólo las manos formando palabras en
lenguaje gestual. Filmé luego a Penny separadamente, con su exposición
correspondiente. Pero no pudo evitarse, en los planos en que aparecen
juntas, la sobreexposición de Penny. Más adelante, pude comprobar que
pese a todo esta limitación no constituía una desventaja, pues acentuaba aún
más, si cabe, la extraordinaria diferencia de estos dos seres, unidos sin
embargo por la existencia de un común lenguaje.
La ampliación del negativo 16mm. a 35mm. fue excelente, muy
superior en calidad a mis experiencias anteriores. La nueva película
negativa de 16mm. (7247) es de grano muy fino, y el sistema de ampliación
liquidgate (ventanilla mojada) disminuye también las imperfecciones de la
granulación. El progreso reciente de estas técnicas permite replantear la
conveniencia o no de la utilización universal del 16mm. Hay que seguir con
atención los próximos acontecimientos en este formato que quizás algún día
deje de ser substandard.
A pesar de que el tema era original y nuevo, con prolongaciones en
áreas del conocimiento tales como la naturaleza del lenguaje, la ecología, la
reeducación de los disminuidos físicos y, sobre todo, la distancia que nos
separa o nos une a los animales, no encontró esta película la acogida
extraordinaria que tuvo Idi Amin Dada. Es difícil que el documental
obtenga un público numeroso, particularmente después de que la televisión
ha acaparado el género.
Le Centre Georges Pompidou

Roberto Rossellini - 1977

Entre las grandes compensaciones que he tenido en mi carrera, hay que


contar, sin duda, la suerte de haber podido trabajar con uno de los ídolos de
mi juventud: Roberto Rossellini. Ni siquiera en mis sueños más
descabellados podía yo imaginar, al ver con asombro, una vez terminada la
guerra, la revolución cinematográfica que fue Roma, città aperta, que algún
día iba a fotografiar la última película de su autor. Cuando se produjo
nuestro encuentro la gran obra de Rossellini estaba ya hecha, por supuesto.
Su revolución también. Pero el hombre seguía allí, uno de los hombres con
mayor carisma que me ha sido dado conocer en mi oficio.
No voy a analizar aquí las razones de la importancia de Rossellini para
nuestra generación. Dejo esta tarea a críticos como José Luis Guarner y me
remito a su penetrante libro. Indicaré únicamente que su estilo estaba
dominado por tres características: inteligencia, humanismo, sencillez. Con
gran sencillez, en efecto, abordó Rossellini la descripción del nuevo centro
cultural Georges Pompidou en París. Pese a ser un documental de largo
metraje, hecho por encargo del gobierno francés, Rossellini supo esquivar la
trampa apologética.
Su trabajo, ante todo, posee un carácter simplemente expositivo,
pedagógico, siguiendo la línea de la última etapa de la obra del autor de
Europa 51. Nuestra cámara se pasea, literalmente, de piso en piso, de
departamento en departamento, para mostrar, por ejemplo, cómo funciona
la biblioteca, cómo se distribuyen en los paneles cada una de las pinturas,
cómo se ordenan las obras de arte. La cámara sube con el público las
escaleras mecánicas, avanza en movimientos envolventes a través de las
galerías y las salas. Un zoom controlado a distancia por el propio Rossellini
indica, como si fuera el dedo índice de su mano, tal o cual elemento
sobresaliente en la estructura del edificio, tal o cual pintura importante.
Ningún comentario en la banda sonora, sólo ruidos de ambiente, fragmentos
de conversaciones de los visitantes; ausencia absoluta también de música de
fondo que subraye las imágenes. Es como si el propio Rossellini llevase de
la mano al espectador para mostrarle el lugar. En suma, como toda su obra,
un trabajo honrado, personal, sin concesiones.
Hube de vencer ciertas dificultades para iluminar el Centre Pompidou.
Los espacios son inmensos, como el gran vestíbulo que sirve de entrada. Al
exigir permanentemente Rossellini el zoom, me vi obligado a emplear más
luz de la que acostumbro (necesitaba una abertura mínima de f4). Hubo que
recurrir sistemáticamente, pues, a forzar el revelado. Utilicé, por primera
vez desde que trabajo en Francia, luces de arco, que siguen siendo todavía
las de mayor potencia, las únicas que podían llenar aquel enorme espacio y
permitirme alcanzar el diafragma necesario. En la zona del museo dedicada
al arte, los cuadros estaban expuestos sobre paneles blancos y la luz natural
de que se disponía, resultaba insuficiente. Hubo, por tanto, que iluminar
cuadro por cuadro con luces más potentes. Tuve que renunciar a mis
habituales soft-lights que hubiesen desparramado la luz en todas
direcciones. Por causa de aquellas paredes blancas los cuadros hubiesen
parecido comparativamente oscuros, así que una luz focalizable o puntual
era de rigor esta vez.
Y a conocerá el lector a través de capítulos anteriores mi aversión
congénita hacia el zoom, principalmente en lo que concierne al cine de
ficción. Mi actitud es mucho más ecléctica en lo que respecta al
documental. En el presente caso, además, se trataba de combinaciones de
travelling sobre raíles y zoom, y el contenido didáctico autorizaba su
utilización. Cada movimiento de zoom singularizaba algo que el maestro
Rossellini quería señalar al espectador. Al combinarse el travelling y el
zoom, por otra parte, se sumaban algunas de las ventajas de ambos: con el
travelling se obtenía una sensación de tercera dimensión, desplazándose
paredes y objetos a derecha e izquierda del cuadro; con el zoom se
estrechaba o ampliaba el campo de visión, eliminando o englobando lo
relevante. El zoom jugaba también un papel importante en la escena inicial:
desde la colina de Montmartre ofrece una vista general de París, para luego
acercarse poco a poco a Beaubourg, situando así con toda claridad su
implantación geográfica.
El rodaje de este documental fue seguramente agotador para Rossellini.
Su actuación, poco después, como presidente del jurado en el Festival de
Cannes, acabaría de debilitar su estado general y falleció casi
repentinamente en Roma a las pocas semanas de concluir nuestro trabajo.
Una gran pérdida para el cine y una gran pérdida para quienes tuvimos la
suerte de conocerle.
La Vie devant soi

Moshe Mizrahi - 1977

Pocos problemas me han creado los actores a lo largo de mi actividad


profesional. Siempre me he entendido bien con ellos, y casi nunca he
tropezado con los excesos histéricos de divismo que la leyenda les atribuye.
He tenido igualmente la suerte de fotografiar a algunas de las mujeres más
bellas del cine, de Françoise Fabian a Meryl Streep, pasando por Mimsy
Farmer, Isabelle Adjani, Catherine Deneuve. Y también a actrices como
Simone Signoret que tiene un rostro extraordinario y que en La Vie devant
soi se afeó y envejeció voluntariamente para ajustarse al personaje de
Madame Rosa, como ninguna actriz hubiese tenido el valor de hacer.
Lo que facilita mi trabajo con los actores es que, después de los
ensayos, sepan mantener la coreografía de sus movimientos, una vez que
ésta se ha fijado. Si se desplazan con precisión, el operador de cámara no
tiene el menor problema para seguirles y componer el cuadro, ni el
ayudante para ajustar el foco. Esta cualidad es primordial. Ciertos actores
tienen un sentido coreográfico nato, otros no (lo cual no significa que sean
buenos o malos, sino simplemente que trabajar con ellos resulta más
difícil). Hay actores excelentes que improvisan, hacen algo distinto en cada
toma, como Jean-Pierre Kalfon en La Vallée: rodar con ellos es un poco
como ir de caza. Y hay actores que se mueven en cada toma con una
precisión de bailarines consumados, como Mimsy Farmer, Nathalie Baye,
Jack Nicholson. Se cuenta entre ellos Simone Signoret, que tiene un enorme
oficio. Sabe por experiencia dónde está la luz, sabe de qué forma cae, sabe
cómo atrapar un rayo luminoso en la mirada o en la sonrisa. Los actores de
teatro son a menudo menos respetuosos con sus posiciones que los que
llevan una larga carrera cinematográfica a sus espaldas; las exigencias
técnicas les fastidian, mientras sirven justamente de estímulo a intérpretes
dotados como Nicholson o la Signoret. Saben perfectamente donde han de
situarse para no perjudicar a sus compañeros, ni perjudicarse ellos mismos:
un auténtico actor profesional sabe no ya defenderse a sí mismo, sino
defender a los demás.
La Vie devant soi fue rodada en su mayor parte en los estudios de
Billancourt. Era una decisión razonable, si se tiene en cuenta que dos
tercios de la acción transcurren en el apartamento de la protagonista y en el
sótano-refugio. Lo único que se rodó en decorado natural fue la escalera de
seis pisos, por cierto localizada en la zona de demolición próxima al Centro
Beaubourg. Sin miedo, pues, de estropear las paredes, ya en mal estado y en
cualquier caso destinadas a desaparecer, pudimos trabajar con la mayor
comodidad. Al igual que en L’Amour l’aprés-midi, sólo se reconstruyó en
estudio el último rellano de dicha escalera. Para establecer su relación con
el apartamento, hubo que tener buen cuidado de que las dimensiones, y el
color de las paredes con su pátina, sobre todo, fueran los mismos que en
Beaubourg.
El decorado diseñado por Bernard Evein, tras cambios de impresiones
con Moshe Mizrahi, el director, y conmigo, era deliberadamente sórdido y
claustrofobia), con muebles y objetos de otra época, ropas gastadas por el
uso, sábanas amarillentas, tonos oscuros en las paredes patinadas por el
tiempo. Mizrahi no quería que el mundo exterior se viese desde las
ventanas, para acentuar esta idea de mundo cerrado en sí mismo.
Contrariamente a lo que suele hacerse, no dispuse en el exterior de las
ventanas una imagen de paisaje urbano, sino un simple panel blanco.
Cortinas espesas y amarillentas las cubrían casi totalmente por añadidura.
En este sentido, Mizrahi se halla en los antípodas de Truffaut, que busca en
sus encuadres ventanas con vista al exterior (a excepción de Le dernier
metro).
Seguí en esta película, una vez más, los principios constantes de mi
trabajo, justificando mi iluminación a partir de las fuentes luminosas
naturales. No utilicé tampoco luces de pasarela e hice poner techo al
decorado.
Lira Films, la productora, consideró La Vie devant soi desde el principio
como proyecto de segunda categoría en su programa anual, para favorecer
otros productos más en su línea. Para rodar, se nos dieron rollos de
emulsiones diferentes, sobrantes de sus otras producciones más
importantes. Cada remesa de película virgen lleva un número de emulsión y
puede tener tonalidades de base ligeramente distintas. Hubo que
preocuparse, por tanto, de que cada lote se utilizase para una escena
específica, y no mezclarlo con el de otras, para prevenir faltas de
continuidad, cambios de coloración en la piel, de un plano a otro. No se me
permitió tampoco utilizar los servicios de LTC o Éclair, los dos laboratorios
con los que suelo trabajar en París, sino que se me impuso otro, de pobre
reputación y más económico, por supuesto.
El trabajo de laboratorio, en efecto, es muy importante, primordial. Un
negativo revelado según las normas, limpio, tratado con esmero, de
contrastes adecuados, es decisivo para la calidad de la imagen. Y el trabajo
de talonaje —esto es, la corrección e igualación de las tonalidades de color
y la densidad de impresión— bien puede decirse que constituye la mitad del
trabajo de un director de fotografía. La responsabilidad de éste, en efecto,
no acaba con el rodaje propiamente dicho, sino que continúa hasta la
obtención de copias de exhibición impecables. En ellas han de quedar
fijados perfectamente ciertos efectos, que, de no respetarse, podrían alterar
el sentido de una escena: por ejemplo, en un caso extremo, graduando
convenientemente las luces de talonaje en las máquinas que tiran las copias,
puede conseguirse que una escena diurna sea nocturna, y viceversa.
Pero aquel laboratorio descuidó nuestra película. Se produjo un
accidente en las máquinas, que deben funcionar sin interrupción. Sus ruedas
dentadas deterioraron irremediablemente dos bobinas del negativo final, ya
montado. Por fortuna, se había tirado días antes un duplicado de seguridad,
lo que permitió restaurar la parte dañada, aunque sólo parcialmente: a partir
del duplicado no se obtiene más que una imagen de segunda generación
(copia de una copia) con la consiguiente pérdida de finura de grano y
distorsión tonal.
Con esos defectos técnicos tuvo que estrenarse La Vie devant soi. Pero
gracias al talento y sensibilidad de Moshe Mizrahi y a la maestría de
Simone Signoret, emocionó a todos los públicos. Junto con More y Le
dernier metro, ésta es la película que he hecho en Francia que ha tenido una
acogida más entusiasta. Ganó premios nacionales e internacionales: la
Signoret obtuvo aquel año en Francia el César de interpretación y en
Estados Unidos, donde conoció una carrera fulgurante, llegó a concedérsele
nada menos que el Oscar a la mejor película extranjera. Fue por añadidura
la producción que mayores ganancias dio a su firma distribuidora. Porque la
productora Lira Films vendió La Vie devant soi, antes de su estreno, a la
Warner Bros, sin tener conciencia del excelente negocio que con ello
perdía. Creo que se mereció sobradamente ese paso en falso.
Goin’ South

Jack Nicholson - 1977

Siempre tuve la ilusión de rodar un western —un género tan clásico que
tiende a identificarse con el cine mismo— y fue Jack Nicholson quien me
dio esta oportunidad. Para mí, el western es como una especie de
Commedia dell’Arte, pero a la americana. Posee unas reglas fijas,
constantes, que el público conoce de antemano. Sólo que en vez de
Arlequín, Colombina y Pantalón, sus personajes son el Sheriff, el Fuera de
la Ley, la Chica del Saloon o la Puritana. Un campo de operaciones perfecto
para Jack Nicholson, que es uno de los más grandes actores del mundo. Y
un director que es como una fuerza de la naturaleza, desbordante,
incansable, capaz de rodar sin pausa de la mañana a la noche, y luego, ir a
una fiesta para divertirse hasta la madrugada. Trabajar con él viene a ser
estimulante y difícil a la vez, pero su entusiasmo es comunicativo, arrastra a
todo su equipo como un verdadero ciclón.
Su vitalidad me hace recordar una de las pocas cosas que aprendí en el
Centro Sperimentale, cuando estudiaba cine en Roma. Alessandro Blasetti,
uno de los grandes veteranos del cine italiano, nos explicó un día que la
principal cualidad para ser cineasta no es el talento, ni los conocimientos
técnicos ni la cultura, sino la salud, una salud de hierro. Si no se posee salud
y resistencia, inútil dedicarse a este oficio.
Las convenciones del western no se limitan a la trama argumental y los
personajes, sino que se extienden a la luz y el encuadre. El sol violento en
los exteriores, los grandes espacios abiertos, una geografía desgastada por
la erosión, cielos limpios donde se recortan las nubes. Y también el saloon,
desde cuyas puertas basculantes y ventanas se entrevé la luz hiriente del sol,
los poblados polvorientos, las cárceles oscuras. Y los establos que lámparas
de petróleo alumbran en la fría noche. Me regocijaba hallar estos tópicos y
muchos otros más en Goin’ South. Mi estrategia, pues, consistió en respetar
la tradición por principio, para quebrantarla sólo en aquellas situaciones que
exigieran una renovación.
El desierto resulta fácil de fotografiar, porque la luz rebota naturalmente
del suelo y llena las zonas que están a contraluz o en la sombra. Sólo existe
dificultad cuando el paisaje es muy verde, ya que este color absorbe la luz.
Por ello me limité a exponer para la sombra y dejar el paisaje en
sobreexposición, “quemado”, a fin de acentuar la sensación de luz solar
cegadora, característica del género. La idea de sequedad se subrayó,
utilizando no el filtro 85 normal de corrección, sino el filtro 85 B cuya
temperatura de color es de tonos cálidos; la hierba verde adquiría entonces
una tonalidad amarillenta y el paisaje parecía más desértico.
En las raras ocasiones en que los contrastes de sol y sombra eran muy
extremos, rechacé sistemáticamente las viejas pantallas metalizadas o los
arcos, cuya luz es tan artificiosa. En los primeros planos, me serví de
paneles blancos de poliéster, que medían un metro cuadrado. En los planos
generales, descubrimos una alternativa interesante, un tejido plástico
blanco, llamado gryflon, utilizado en agricultura para cubrir el heno;
tendido en un bastidor ligero de aluminio de 10 metros cuadrados, era
sumamente eficaz para rebotar la luz del sol y llenar las sombras en una
amplia área con un efecto muy natural. En cualquier caso, tuvimos buen
cuidado de no alterar en exceso el equilibrio de luz y sombra habitual en la
naturaleza. No tengo ninguna fórmula precisa que revelar en este sentido,
sigo más a la intuición que al fotómetro.
Casi toda esta película se rodó en México, concretamente en Durango,
en un poblado western típico que se alquiló al actor John Wayne. Estaba
sólidamente construido en adobe y se había utilizado ya en otras películas.
Toby Rafelson, la decoradora, tuvo que cambiar colores y letras de las
fachadas, disfrazar, alterar y añadir algunos elementos, entre ellos un
patíbulo que se levantó en la plaza.
Las primeras escenas, que se rodaron en la cárcel, me proporcionaron
algunas posibilidades visuales. El primer plano tenía como escenario una
celda minúscula. En ella estaban metidos, además de Nicholson como
preso, un Elemack, un operador de cámara (ya que por imposiciones
sindicales no se me permitió a mí llevar la cámara), un foquista, el técnico
de sonido, la script y yo mismo. No quedaba virtualmente el más mínimo
espacio para poner una luz. Así que la iluminación principal se hizo desde
la ventana. Por medio de un arco, un rayo de sol parecía penetrar en el
interior, que recortaba la silueta de Nicholson. Más tarde, cuando sus
compañeros de la banda le hacen una visita, ese mismo rayo les iluminaba
uno a uno, se materializaban literalmente al surgir de la semioscuridad para
acercarse a las rejas. Se dispusieron algunas luces más en el otro único
lugar posible: el techo. Al ser oscuro, se pegó con presillas un cartón blanco
sobre el cual rebotaba la luz (mini-bruto), que tenía que ser plana y muy
pegada al cartón, en cuanto el techo era muy bajo y se corría el riesgo de
que las luces apareciesen en cuadro.
Jack Nicholson es un actor-director que improvisa mucho a partir del
guión. De ahí que en Goin’ South prefiriese yo no anticipar los ángulos de
cámara y la iluminación. Esperaba primero a ver un ensayo en el decorado,
para discutir sólo después con el director cuál sería su tratamiento visual.
Ahora bien, existía un planteamiento visual fijado previamente en el diseño
y color de los decorados y en la selección de los paisajes. El diseño de
Goin’ South tenía que ser a la vez estilizado y realista. El espectador tenía
que ver cómo era Texas en 1868, antes del descubrimiento de la
electricidad. La experiencia adquirida en Les Deux Anglaises et le
continent, Adèle H, y Days of Heaven simplificaba mi labor. Pero el western
posee una serie de tradiciones visuales, pictóricas incluso.
Toby Rafelson y el propio Nicholson aportaron libros sobre pintores del
Oeste, como Russell Remington, y Maynard Dixon sobre todo, que fueron
examinados y estudiados detenidamente. Maxwell Parrish también nos
inspiró con sus cuadros, donde azules y naranjas se combinan de modo
sorprendente.
El alumbrado en el interior de la casa de Julia (Mary Steenburgen) se
hacía por medio de lámparas de keroseno. Las que nosotros empleamos
estaban alimentadas, en realidad, eléctricamente con bombillas caseras de
100 watios, pero aquí mejoramos la experiencia de Les Deux Anglaises y
Adèle H. Como la luz, de keroseno es baja en la escala de grados Kelvin
(tonos rojizos), se puso dentro de cada lámpara una manga o cilindro de
gelatina 85 (naranja) que cubría y coloreaba la luz eléctrica, dándole la
tonalidad que produciría normalmente una llama. Cuando la lámpara era
transparente, se camuflaba la forma de la bombilla en el interior, cubriendo
la parte expuesta a la cámara con dulling spray (un líquido opalino), para
hacerla traslúcida. La parte opuesta de la cámara se dejó transparente a
propósito, a fin de que la luz emanada sobre el decorado y el rostro de los
actores fuese óptima, eliminando de paso la sobreexposición de la propia
lámpara y equilibrándola con el resto.
Las escenas de la mina fueron las que ofrecieron mayor posibilidad de
lucimiento. Como en su interior las lámparas habían de ser portátiles, hubo
que buscar un expediente para eludir la presencia de cables eléctricos, como
había hecho otras veces. En este caso, la luz auténtica de keroseno resultaba
insuficiente. Mi jefe de eléctricos, Hal Trussell, se puso a investigar qué
posibilidades nos ofrecía el mercado. Descubrimos que, para las
motocicletas Yamaha, existía una pequeña batería de 12 voltios, que cabía
como a la medida en el depósito destinado originalmente al keroseno. En
lugar de la mecha, se ajustó una minúscula pero potente bombilla Philips
12336, que nos proporcionaba una autonomía de varias horas. No había que
hacer nada más que pulsar un simple interruptor oculto antes de rodar.
Esas linternas desempeñaron un papel preponderante en la mina, pues se
decidió, de común acuerdo con Nicholson, que serían la única luz visible en
la oscuridad. En la primera escena había sólo una o dos lámparas en manos
de los actores, que se balanceaban y producían efectos móviles de luz.
Conforme la profundidad de la mina era mayor, se dispusieron durante el
trayecto linternas colgadas de las vigas, para aumentar la luz de ambiente.
Todas estas escenas se rodaron entre f1.2 y f1.8 (forzando el revelado de un
diafragma, por supuesto). Se pidió a los actores que mantuvieran las
linternas alzadas, más o menos, a la altura de su rostro, para recibir mejor la
iluminación. Nicholson se convirtió así en un actor privilegiado; se
iluminaba a sí mismo e iluminaba a Mary Steenburgen durante todo su
tránsito por la mina y como posee ese sentido excepcional de la colocación,
lo hizo de manera formidable. La distancia de las linternas al rostro de los
intérpretes variaba constantemente según sus movimientos, así que
dependíamos para la exposición de la latitud de la película negativa. Pero he
comprobado por experiencia que la película puede “ver” más de lo que se
cree. En algunos momentos la subexposición era del orden de 4 diafragmas
y aun así se podía distinguir algo. Nicholson pidió que el túnel fuese
invadido por el polvo de los trabajos. En vez de aumentar la cantidad de luz
para la exposición, se dejó todo tal como estaba. Porque el polvo, como la
niebla, más bien incrementa la luminosidad; sus partículas difundían la luz
como miles de luciérnagas.
Para rodar los primeros planos, se reforzó la luminosidad de la linterna
con un inkie provisto de resistencia suavizado con cuatro capas de difusión
(spuns) y gelatina naranja MT2 para la coloración de la llama. Y en los
planos generales se ocultaron pequeñas bombillas de 200 watios (sustraídas
a los inkies) tras las linternas colgantes, con vistas a prolongar su potencia e
iluminar el fondo de la mina. Dichas bombillas se pintaron de naranja,
imitando la coloración de las llamas.
La importancia de la iluminación radica en que puede contribuir
dramáticamente a contar una historia. Una secuencia concreta en la mina
ofreció esta oportunidad. Tras el derrumbamiento, los protagonistas buscan
otra salida; al final del túnel, vislumbran una luz que llega verticalmente de
arriba. Nicholson alarga la mano y se comprende que esa luz es diurna, su
temperatura de color es normal en contraste con la tonalidad anaranjada de
las linternas. Hay un momento de suspense, seguido de una explosión de
júbilo. Nicholson agranda la abertura y la luz del día entra a raudales en
sobreexposición, como ocurre cuando la vista ha estado largo tiempo
acostumbrada a la oscuridad.
Procuré en todos los casos que la fuente de luz, principal estuviera
siempre incluida en el cuadro. Mientras haya al menos un punto luminoso
en campo, aunque el resto, incluyendo a los intérpretes, quede en la
penumbra, el plano no parecerá estar en subexposición. Sin ese punto de
apoyo lumínico, el plano parecería sencillamente gris, desprovisto de
relieve. Es una ley que me ha confirmado la experiencia.
Otra escena interesante tiene lugar de noche, cuando Jack Nicholson y
Verónica Cartwright se hallan en el bosque. Recordé un efecto de una vieja
película de serie B, The Curse of the Cat People (Robert Wise, 1944). Me
habían impresionado las escenas en que una niña cruza un bosque de noche.
La luz lunar (o su apariencia), al atravesar las copas de los árboles, producía
miles de sombras móviles de las ramas y las hojas. Era un efecto visual que
siempre había querido repetir y ahora se me presentaba la oportunidad. Para
crearlo, se montaron dos arcos en una grúa que se levantó por encima de los
árboles, con su haz luminoso dirigido hacia abajo. La luz algo azulada
resultante se corrigió apenas con filtros, para conseguir ese aspecto lunar.
Como había un río cerca, se situó al otro lado una luz de cuarzo fuera de
campo, pero con un ángulo tal que se reflejara en las aguas como si de la
luna se tratase. Este efecto me venía de otro recuerdo cinematográfico, el
maravilloso Sunrise, de Murnau.
Una secuencia que me planteó serios problemas, fue la inicial en la
plaza del pueblo, donde se levanta la horca. En las fechas fijadas por el plan
de rodaje hubo días de tormenta. Habíamos comenzado a rodar con sol y la
escena tenía unidad de tiempo. Nubes negras oscurecían el paisaje, pero
había que seguir filmando, porque teníamos más de doscientos extras
contratados, y parar el rodaje suponía mucho dinero. Ése es el principal
inconveniente que veo yo en el sistema de producción norteamericano. Time
is money, nada se puede detener. En Europa, por ejemplo, Rohmer puede
permitirse el lujo de perder una mañana, para esperar un efecto de luz
determinado. No ocurre así en la gran mayoría de producciones
norteamericanas, en las que para mantener la continuidad (light matching,
raccord) y seguir rodando, se recurre a medios artificiales. Luces de arco
muy potentes, direccionales, sustituyen a la luz solar. Se disimula así que
las condiciones atmosféricas han cambiado, pero se logra sólo en parte, el
resultado no es perfecto. Otro sistema de camuflaje de los cambios
atmosféricos consiste en filmar muy de cerca, en primeros planos; al carecer
de visión de conjunto, el espectador desorientado no advierte fácilmente los
artificios.
Goin’ South, por otra parte, significó para mí la experiencia de una
producción cinematográfica de gran envergadura. Ya en Days of Heaven me
había parecido numeroso el equipo, en comparación con las pocas personas
que en Europa intervienen en la producción. Pero aquí tenía que vérmelas
con una organización mastodóntica. En los desplazamientos formábamos
una caravana de quince camiones, que cargaban cámaras Dollies, grúas,
utillaje, vestuario, además de técnicos, maquinistas, eléctricos, ayudantes,
peinadoras, maquilladores, y los mobile-homes o roulottes de los
protagonistas, con máquinas de café y bandejas de “donuts”. Nicholson y
yo nos desesperábamos a veces: para rodar un contracampo, había que ver a
toda aquella troupe circense dando una vuelta en redondo, porque en las
extensiones abiertas de Durango era humanamente imposible camuflar la
intendencia.
En estas grandes producciones hollywoodienses, el despilfarro está a la
orden del día. Se malgasta tiempo, energías, película virgen: se rodaron, por
ejemplo, más de cuatrocientos mil metros de negativo. Dos cámaras
filmaban a menudo simultáneamente, por lo que había hasta cuarenta tomas
de cada plano, desde cada uno de los ángulos posibles. En Goin’ South
Nicholson disponía hasta de tres montadores que trabajaban a la vez en
diferentes moviolas. Cuando yo le visité en Hollywood, uno montaba el
tiroteo final, otro una escena de amor, el tercero los trabajos en la mina.
Esto sería impensable en Europa y constituye tal vez la razón de que
nuestras películas sean más individuales, aunque más artesanales también.
No debe concluirse por ello que Nicholson, o Malick, o Benton, carezcan de
personalidad. La tienen y mucha, puesto que no dejan de comunicarla a
pesar de todo a sus películas. Admiro su capacidad para llevar a cabo una
obra personal a pesar de los obstáculos.
Al tener que irse a Londres para cumplir su contrato con Kubrick (The
Shining), Nicholson dejó inacabado el montaje o sus retoques finales. Yo
tampoco pude ocuparme enteramente de la etapa final. La copia cero
(answer-print) que visionamos juntos en Londres, nos dejó anonadados. El
técnico de talonaje había “igualado” las escenas diurnas con las nocturnas,
desvirtuando las secuencias de la mina. No fue fácil explicar
telefónicamente por conferencia nuestras quejas a los laboratorios en
Hollywood. Les pedimos que se basaran en los colores y tonos de la copia
de trabajo. Nuestras instrucciones fueron seguidas sólo a medias. No estoy
satisfecho de las copias definitivas que se exhibieron, en cuanto algunos
planos eran defectuosos técnicamente. Fue una lástima y no excluyo mi
responsabilidad. No olvidaré la lección: en lo sucesivo no dejaré una
película mía mientras no esté completamente terminada. Aquel año, 1977,
había trabajado nada menos que en seis largometrajes. No se puede atender
a un programa tan denso, por lo que vuelvo ahora al ritmo de mis primeros
años, de dos películas anuales.
La Chambre verte

François Truffaut - 1977

A pesar de la seriedad de su tema, esta película se hizo con alegría. Fue


uno de los rodajes más agradables de cuantos he vivido en Francia. Como
Truffaut era consciente de las escasas posibilidades comerciales del
proyecto, trató de reducir los riesgos, simplificando al máximo los
deçorados y la filmación, trabajando muy rápidamente y con intérpretes
todavía poco cotizados. Él mismo asumió el papel principal.
Una sola casa alquilada en Honfleur, Normandía, sirvió, con ciertas
estratagemas, para cubrir casi todos los decorados necesarios. Hasta el
último rincón fue explotado visualmente. La parte izquierda de la planta
baja —vestíbulo, despacho, cocina— se utilizó como casa de Davenne
(François Truffaut), mientras que el ala derecha de la misma planta —salón
con chimenea y ventanales— se convirtió en el arzobispado. El primer piso
tuvo diversos empleos: unas estancias fueron para Davenne, otras para el
apartamento de Cecilia (Nathalie Baye). El ultimo piso en buhardilla con
vigas de madera fue “atrezzado” como redacción del periódico. El lóbrego
sótano se transformó en cárcel. Y el jardín del fondo, en fin, hizo las veces
de cementerio con el simple aditamento de unas cuantas tumbas y lápidas.
Era una vieja casa medio abandonada y que se había mantenido intacta
durante sesenta años. Se dejó todo tal como estaba, con su pátina, las
paredes con su viejo empapelado de época, el sótano con todo el polvo y la
mugre acumulados. Sólo se pintó la misma escalera, de colores distintos
según representase la escalera del periódico, la de Davenne, o la de Cecilia.
Hubo que hacer algunos retoques aquí y allá, añadir algunos muebles y
cortinas, poner unas rejas en el sótano-cárcel, estantes y libros en la
redacción del periódico, etc. Un prodigio de imaginación y economía por
parte del director, del decorador Kohut-Svelko, de la ayudante Suzanne
Schiffman.
Tales economías no impidieron, con todo, que La Chambre verte
resultase una de las películas visualmente más ricas de Truffaut. En lo que a
mí respecta, se cuenta entre mis favoritas; es la culminación de lo que yo
llamaría “trilogía caligráfica” de Truffaut (las otras dos primeras del tríptico
serían Les Deux Anglaises et le continent y Adèle H.). Los efectos visuales
en ellas esbozados llegaron aquí a una estilización total, no sin mantener al
mismo tiempo una gran sencillez, una definitiva simplicidad en el rodaje.
Así como en otros trabajos suyos, particularmente aquellos de tema
contemporáneo, Truffaut recurre con frecuencia al montaje, fracciona una
secuencia en planos para después reconstruirla, La Chambre verte fue
concebida como una sucesión de planos-secuencias, más aún que en
L’Enfant sauvage. Los americanos no tienen en su idioma una expresión
equivalente a plano-secuencia, sino que emplean el término master shot;
pero no es lo mismo, en cuanto que un master shot implica que se van a
rodar planos suplementarios de la misma escena, tomas más cercanas,
primeros planos, a introducir, insertar luego en el montaje. El hecho de que
no exista en Norteamérica la denominación plano-secuencia indica, dicho
sea de paso, una diferencia esencial en la escritura cinematográfica. En el
plano-secuencia de Truffaut no se puede insertar nada, porque es suficiente
en sí mismo. La cámara se desplaza, va de un personaje a otro, se detiene,
se lanza en un movimiento en el vacío para describir un escenario,
retrocede, avanza, todo ello de un tirón, sin cortes. Por ejemplo, las escenas
en la sala de subastas entre Davenne y Cecilia.
Ese tipo de filmación posee, desde el punto de vista del trabajo, sus
ventajas y sus inconvenientes. Uno de los problemas es el foco. Puesto que
la cámara se desplaza siempre sobre ruedas, se hace difícil para el ayudante
corregir el foco sin equivocarse en las distancias múltiples de los actores.
También significa un desafío para el operador de cámara: a cada instante,
con cada movimiento, se producen composiciones que deben ser óptimas, y
pueden ser innumerables en un corto período de tiempo. La preparación de
planos de ese tipo requiere horas, para ajustar los movimientos de los
intérpretes en relación con los desplazamientos de la cámara. A veces en la
puesta a punto de un solo plano se invierte un día entero.
Cuando se fracciona una escena en planos, se tiene una falsa impresión
de rapidez en el rodaje, porque hay que aplicarse a que la continuidad en la
iluminación sea idéntica de un plano al siguiente, que las líneas de la
mirada de los actores se correspondan, que las entradas y salidas de cuadro
se efectúen según determine el sentido o dirección de las que precedían.
Con el plano-secuencia no existe ninguna de tales preocupaciones.
Obviamente, el interés principal de esta técnica no reside en sus eventuales
ventajas desde el punto de vista de la producción, sino en que el realizador
define su estilo. Y en el estilo es donde se reconoce el sello del artista. En
todo esto no andaban muy lejos ciertos conceptos heredados de André
Bazin, mentor de Truffaut.
En la escena del automóvil por la carretera y de noche me encontraba
con una situación parecida a la de Ma nuit chez Maud, pero con la
experiencia se mejoró y se resolvió de esta manera: imaginamos el paisaje
iluminado por la luna. En realidad se colocó junto al automóvil estacionado
una luz de cuarzo única con una gelatina azulosa. Delante de esta luz se
situó una rueda de unos dos metros de diámetro de la que colgaban ramas
de árboles a intervalos de medio metro. Al accionar la rueda se proyectaban
sobre los rostros de los intérpretes al volante las sombras de los árboles,
obteniéndose la impresión de un vehículo en movimiento en una carretera y
de noche.
En otro orden de cosas, dado que el propósito de este libro es
sencillamente el de explicar cómo se han hecho estas películas, destacando
un tema técnico nuevo cada vez que se ha presentado, poco tengo que
añadir sobre La Chambre verte. Más por su valor en cuanto a innovaciones,
que casi no las hubo, esta película posee interés para mí porque me permitió
desarrollar y perfeccionar ciertos hallazgos conseguidos en las precedentes.
Por ejemplo, en las escenas que llamaron más la atención, las de la capilla
ardiente. Yo había trabajado ya con luz natural de velas en otras ocasiones
(véase L’Enfant sauvage, L’Oiseau rare, Die Marquise von O), pero aquí la
idea visual fue llevada a sus ultimas consecuencias, a su paroxismo.
Literalmente “une fôret de flammes”, como exclama Antoine Vitez, en el
arzobispado, una llama para cada uno de los muertos. Se forzó el revelado
del negativo a 200 ASA; se consiguieron velas de doble mecha para
incrementar su luminosidad; una soft-light sobre resistencia y con gelatina
anaranjada 85 compensaba apenas los espacios intermedios a oscuras, etc.
Los objetivos ultraluminosos de Zeiss f1.4 en la cámara Arri-BL hicieron el
resto.
Tal como se había previsto, La Chambre verte no obtuvo una buena
acogida popular. El tema de la muerte resulta raramente atractivo para las
multitudes. Esto es casi un axioma en cine y Truffaut, al producir él mismo
una obra tan difícil y personal, demostró una vez más, arriesgándose a un
casi seguro descalabro económico, que al cabo de dieciséis películas seguía
siendo el mismo artista sin compromisos de su juventud.
Perceval le Gallois

Eric Rohmer - 1978

Fue ésta una película que provocó diversas rupturas con los principios
habituales de Eric Rohmer. Su respeto hacia la geografía de un escenario se
vio totalmente alterado: aquí no se sabía dónde estábamos exactamente, si
cada uno de los castillos visitados por Perceval durante su ruta no era en
realidad el mismo, si el bosque no se reducía más bien a su idea… Esta vez,
Rohmer borró bien sus pistas.
Perceval le Gallois fue en su integridad filmada en los estudios de
Epinay. Los decorados construidos por Kohut-Svelko aspiraban a una
estilización total, con un aspecto voluntariamente no realista. Como en las
miniaturas de la Edad Media, las cosas no tenían su escala normal. El cielo
azul con sus nubes estaba pintado en un ciclorama gigante, los árboles
estilizados eran de materia plástica, los castillos de balsa o cartón miniados
en oro, la hierba era el suelo pintado de verde. Los colores de ropas y
objetos, contrariamente a la armonía de tonos delicados en Die Marquise
von O., aparecían muy vivos y a veces agresivos, tal como nos dictaron las
miniaturas en las que nos inspiramos. Muchas películas de época se ruedan
hoy en castillos auténticos, cuya realidad se ha visto, empero, alterada por
el tiempo. En la Edad Media carecían de pátina; es más, estaban
policromados. En otras palabras, las películas históricas filmadas en
escenarios naturales todavía existentes no son por ello realistas. A través de
la estilización, Rohmer se acerca probablemente a la Edad Media más que
ciertos epígonos del realismo en sus falsas reconstrucciones históricas.
Otra ruptura: Rohmer estaba habituado a trabajar en decorados
pequeños con equipos de iluminación reducidos y empleando, con harta
frecuencia, la luz solar natural. Pero el universo construido en los estudios
de Epinay se alzaba en un espacio circundado por un cielo artificial. No
había, pues, el menor asomo de luz natural, todo debía ser reconstruido, o
inventado, mejor dicho. Tarea difícil para mí, sin duda la más ardua de mi
carrera, dada mi costumbre de dejarme guiar por lo que me dictan las luces
existentes en la naturaleza. Por si esta dificultad fuera poca, Perceval hubo
de filmarse, por restricciones de presupuesto, en siete semanas, en vez de
las catorce previstas en un principio. Era un tiempo excesivamente corto
para resolver problemas que ni Rohmer ni yo habíamos afrontado hasta
entonces. Debo confesar que durante las dos primeras semanas de rodaje
me sentí desorientado. Sólo a partir del visionado diario de los copiones
filmados empezó la película a cobrar forma. Tuvimos incluso que repetir
algunas tomas, cosa inusitada en Rohmer.
El ciclorama, separado del paisaje por un foso de unos dos metros,
estaba iluminado desde abajo con lámparas de cuarzo, dispuestas a todo lo
largo y también por arriba mediante pasarelas o puentes con focos de 10
kilowatios. Había que crear ciertos efectos atmosféricos. Por ejemplo, en las
escenas del alba se encendían las luces inferiores únicamente, dejando la
parte alta del cielo más oscura. Si queríamos el cielo más azul, añadíamos
gelatinas azules a nuestras luces.
Contaba también con algunos (no muchos) arcos, los únicos focos lo
bastante potentes como para cubrir una área tan vasta. Después de que el
neorrealismo y la nouvelle vague abandonaron el rodaje en decorados
construidos, la iluminación en estudio se ha convertido casi en un arte
perdido. Sus secretos se enterraron con las personas que los ponían en
práctica. El hecho de que empleasen principalmente el blanco y negro, hace
inútil buscar explicaciones en viejos libros, inaplicables en cuanto el color
no se trabaja de la misma manera. Me vi obligado, pues, a reinventarlo
todo. Fue excitante y angustioso a la vez, un verdadero desafío: temía
equivocarme continuamente.
Rohmer, por otra parte, no quería tampoco una luz realista, ni una luz
atmosférica o impresionista (“ni polvos, ni nieblas”). Prefería una luz sin
sombras o una dirección de luz muy marcada: en las miniaturas de la Edad
Media hay sólo colores y formas, los artistas medievales desconocían la
noción de la perspectiva. Desde las figuras en primer término hasta las
diminutas siluetas al fondo, todo tenía que estar a foco, ya que la noción del
flou pictórico no aparece en la historia de las artes plásticas sino mucho más
tarde. Hubo que iluminar, por consiguiente, más de lo que acostumbro, para
disponer de un diafragma de al menos f5, para adquirir profundidad de
visión. Empleamos con mucha frecuencia el 32mm, un objetivo entre el
gran angular y el 50mm. normal, que permitía conseguir sin grandes
distorsiones la profundidad de campo necesaria. Al poner varias luces para
obtener un buen diafragma, sin embargo, se producían sombras múltiples en
los pies de los actores. Al añadir difusores a las luces para atenuar las
sombras, disminuía el diafragma. A menudo hubo que buscar un
compromiso.
En cualquier caso, Rohmer verifica mis encuadres cada vez menos.
Tiene confianza, sabe que conozco lo bastante su estilo como para
permitirme algo que esté fuera de su línea.
En Perceval tanto Rohmer como yo abordamos efectos ópticos que eran
inéditos para nosotros. Y resultaban necesarios para subrayar la naturaleza
“mágica” de algunas escenas descritas por Chrétien de Troyes, cuyo texto
original quería Rohmer seguir con absoluta fidelidad. En la aparición de la
damisela fea, por ejemplo, utilizamos un truco tan viejo como el mismo
cine y que inventó Méliés: la cámara se fijó inamoviblemente al suelo, para
filmar primero el paisaje vacío, y luego, inmediatamente a continuación, la
damisela a caballo que se acercaba galopando a la cámara. En el montaje
bastó empalmar sin más ambas tomas, para que el personaje se
materializase como por arte de magia. La aparición y desaparición del
castillo del rey pescador, en cambio, se hizo por simple fundido
encadenado. Para el Grial, que nos planteó problemas de iluminación muy
complejos, acabé birlando una idea técnica muy sencilla a Star Wars: el
trucaje de la pelea con espadas-láser. Supe que consistían en unos tubos
recubiertos con un material de gran poder de reflexión, el transflex que se
utilizó en un principio como señales lumínicas en las carreteras. Si se sitúa
muy cerca del eje del objetivo una luz suplementaria pero de débil
intensidad, ésta es devuelta enteramente por el transflex con una fuerte
brillantez. Revestimos entonces una gran copa metálica con este material,
que una niña lleva en sus manos: el Grial parece poseer una luz propia,
mientras que la niña y sus manos mantienen una luminosidad normal. Esto
se debía a que el rayo de luz suplementario sólo era reflejado enteramente
por el transflex, mientras que el personaje y el decorado, con distinto y
menor poder de reflexión, absorbían esa luz direccional. Hay que añadir que
la escena estaba iluminada normalmente, sin tener en cuenta dicha luz débil
situada cerca del eje del objetivo. Durante el rodaje, el efecto resultaba
cómico para el resto del equipo. Para ellos la copa permanecía grisácea y
sin interés, en cuanto la superficie direccional del transflex proporcionaba
una reflexión visible únicamente para mí desde el visor de la cámara. Para
aumentar la ilusión, pusimos en el interior de la copa una luz de 100 watios
camuflada, con lo que el Grial se convertía en un objeto totalmente
luminoso por fuera y por dentro. Cuando la niña se adelantaba para entrar
en el salón donde se encuentran Perceval y el rey, y el texto de Chrétien de
Troyes especifica que con su presencia “même les chandelles n’éclairent
plus”, sencillamente abrimos poco a poco el diafragma hasta una
sobreexposición (al pasar de f5 a f2); cuando el Grial se aleja, volvimos
lentamente al diafragma y exposición normales. Los trucos fueron, pues,
muy sencillos, habida cuenta de que Rohmer no gusta de recurrir a técnicos
de efectos especiales, que suelen retrasar el rodaje y encarecer el
presupuesto.
Dejando aparte las escenas iniciales, que sirvieron a guisa de ensayo y
se repitieron más tarde, el resto de Perceval se rodó según los habituales
principios de economía que caracterizan a Rohmer: una toma a lo sumo y
un ángulo único. Su rigor es tal que si un plano sale mal a la segunda o
tercera toma, lo elimina. Esto trae consigo una ventaja: todo el equipo trata
de superarse.
Cuando los intérpretes y los técnicos saben que no pueden equivocarse,
no se equivocan. Nadie se permite el menor relajamiento, contrariamente a
lo que ocurre en Hollywood, donde se filma a veces indefinidamente la
misma toma sin que deje de cometerse el mismo error. Esta obsesión de
economía en Rohmer se explica por algo que tiene que ver con su
personalidad y a la vez, con su concepción del cine. Es casi una cuestión de
ecología: economizar fuerzas, no malgastar. Igualmente procura siempre
simplificar sus movimientos de cámara. Gracias a esto no se equivoca uno
demasiado; si lo hiciera, ¡sería el peor operador de cámara del mundo!
Para elegir un ángulo de toma, su procedimiento suele ser el siguiente:
antes del rodaje, se traslada al lugar donde se va a filmar y se eligen los
futuros emplazamientos de cámara. Tales decisiones, no obstante, son
raramente respetadas. Después, sobre la marcha, Rohmer baraja varias
nuevas posibilidades de emplazamiento, y las discute conmigo antes de
decidirse por la definitiva. En otras palabras, procede, de hecho, como los
americanos, que ruedan una escena desde múltiples ángulos, sólo que él lo
hace de forma imaginaria y sin película. Lo que los americanos deciden en
moviola, Rohmer lo decidió ya durante la filmación, tras haber agotado en
espíritu todas las posibilidades.
Las escenas finales de la Pasión se rodaron el ultimo día, conforme a la
cronología de la película, y muy rápidamente en cuanto no nos quedaba más
tiempo. Por fortuna, los cantos en latín (grabados como toda la música en
sonido directo, no en playback) llevaban ensayándose un año: los actores se
sabían perfectamente el texto, hasta el extremo de que, antes del rodaje, se
llevó a cabo una especie de representación-ensayo general en una escuela.
Tuvimos así el raro privilegio de asistir al desarrollo completo de Perceval
le Gallois en continuidad antes de su existencia como película.
Sus dos horas y media de duración fueron juzgadas excesivas por el
público, y probablemente el texto en francés arcaico y en verso resultó
demasiado difícil para el espectador normal. Esta originalísima película,
pues, resultó un fracaso de taquilla, el único, por cierto, registrado en la
carrera de Rohmer durante esta última década.
Perceval le Gallois
L’Amour en fuite

François Truffaut - 1978

Curiosa película ésta, que es literalmente un collage. En un principio se


creyó que habría menos material contemporáneo, que necesitaríamos tres
semanas apenas para rodar las transiciones que permitiesen el montaje en
flashback de escenas de las otras cuatro películas que François Truffaut
había hecho en torno al personaje de Antoine Doinel. Pero al escribir el
guión, la acción del presente iba cobrando forma e importancia, y acabamos
rodando durante casi cinco semanas. Antoine Doinel volvía a vivir en la
pantalla pero, maduro ya, vivía también de los recuerdos.
La dificultad principal radicaba en armonizar y dar coherencia a un
material tan diverso. Las dos primeras aventuras de Doinel (Jean-Pierre
Léaud) fueron rodadas originalmente en blanco y negro y formato scope en
1959 y 1961 respectivamente (Les quatre cents coups y el sketch de
L’Amour à vingt ans). L’Amour en fuite, en cambio, estaba concebida en
color y en formato 1:1.66. Hubo, por consiguiente, que desanamorfizar los
fotogramas en scope, reencuadrarlos ampliando partes y amputando los
bordes, virarlos a veces en ciertas tintas para que las transiciones al presente
en color fuesen menos abruptas. Las otras dos películas de Doinel, Baisers
volés y Domicile conjugal, tenían un formato conveniente, pero no la
misma emulsión actual de la Kodak (5247), por lo cual los flashbacks
tomados de ellas poseían tonalidades distintas y una granulación mayor.
Otros “préstamos”, en fin, procedían de películas no pertenecientes a la
serie (La Nuit américaine, L’Homme qui amait les femmes), e incluso de
una película interpretada por Jean-Pierre Léaud pero no dirigida por
Truffaut (Les Lolos de Lola, de Bernard Dubois) y que fue necesario
ampliar de su negativo original en 16mm.
En resumen, no sólo los formatos y las emulsiones eran diferentes, sino
que en todas esas películas habían trabajado operadores distintos con estilos
de iluminación propios (Henri Decae, Raoul Coutard, Denis Clerval). Mi
fotografía, por tanto, debía poseer cierta neutralidad, para que el material
pudiese integrarse más fácilmente en el montaje final. Se evitaron
formalmente efectos de luz demasiado llamativos y todo el rodaje estuvo
presidido por una gran sencillez. Se trabajó también muy rápidamente,
nerviosamente casi. Me gusta trabajar a un ritmo trepidante, sobre todo si se
trata de comedias. Me vanaglorio de ser rápido. En Cuba, cuando era
realizador para el cine estatal revolucionario y me imponían un director de
fotografía, me desesperaba siempre la lentitud con que se llevaban a cabo
encuadres e iluminaciones: pocos planos se podían rodar diariamente a
aquel ritmo. Creo que a partir de aquellas experiencias me vino el prurito de
la rapidez. Si se pierde poco tiempo al iluminar los planos, el director puede
trabajar más con los actores. Este ritmo de trabajo, por otra parte, se
comunica de algún modo a la materia misma de la película, que resulta así
más dinámica, cualidad indispensable en una comedia. Truffaut, al igual
que Frank Capra, en cuanto se ha asegurado una toma buena, rueda otra,
cronómetro en mano, pidiéndole a los actores la misma acción, los mismos
diálogos, los mismos matices y movimientos, pero acelerando el ritmo,
hasta ganar cada vez unos cuantos preciosos segundos.
Puedo aceptar el zoom pero no como facilidad sino como figura
narrativa. Éste fue uno de los casos. En primer lugar, había ya algunos
zooms en las secuencias flashbacks de las viejas películas de la serie Doinel,
así que no se trataba sino de continuar un estilo. En segundo lugar, los
zooms se utilizaron aquí exclusivamente para acercarse a los rostros de
Léaud o de Claude Jade hasta un primerísimo plano, que permita la
transición al flashback. Una vez establecido el principio, cada zoom devenía
un signo de puntuación y preparaba al espectador para una vuelta al pasado,
como si con el inexorable acercamiento se entrara en el pensamiento del
personaje. Ventaja suplementaria, mientras que ese efecto de acercamiento
por travelling hubiese conducido a rostros ópticamente distorsionados, la
combinación de travelling con zoom permitía una posición final, digamos,
análoga a la de un 60mm, habiendo empezado con un 35, y ya es sabido que
los primeros planos resultan más fotogénicos en las focales largas.
Gracias al talento de Truffaut y de su montadora, Martine Barraqué-
Curie, todo ese heterogéneo material de cientos de planos de procedencias
diversas, se unificó para dar nacimiento, como en un mosaico, a una obra
con unidad y armonía, como un perfecto objeto pulido, sin aristas.
Kramer vs. Kramer

Robert Benton - 1978

Tras un largo periplo, como un boomerang, en 1978 regresé a Nueva


York. En esta ciudad fue donde comenzó realmente mi carrera
cinematográfica, con mis modestas películas d’avant-garde underground de
1958. Sólo que ahora volvía para rodar una película producida por una gran
empresa americana, la Columbia, con uno de los actores más importantes
del momento, Dustin Hoffman, y con un director, Robert Benton, a quien se
considera uno de los valores del nuevo cine americano.
Para mayor contraste, Kramer vs. Kramer era lo menos underground
que se puede concebir. El tema incidía en la línea de las comedias clásicas
americanas de la Columbia desde Leo McCarey. Con toda su apariencia
tradicional, esta finísima película ofrecía, sin embargo, más elementos
innovadores de lo que haría pensar una lectura superficial del guión. Se ha
abusado tanto de la noción “cine de vanguardia”, se han hecho ya tantas
películas pretendidamente experimentales, que volver a ciertos temas
tradicionales, pero desde una perspectiva actual, puede considerarse con
pleno derecho como una novedad.
Para situarnos visualmente, Benton, un gran entendido en pintura, me
pidió que examinase la obra de Piero della Francesca. ¡Un pintor
renacentista sirviendo de inspiración para una película actual, que
transcurre en el Upper East Side de Nueva York! Parece descabellado, pero
este punto de referencia nos ayudó a simplificar nuestros encuadres y
composiciones, nos orientó en la selección de los colores de las ropas y los
decorados. Al buscar localizaciones en las calles neoyorkinas, íbamos al
acecho de edificios en tonos siena. Los hay en Nueva York, lo mismo que
en Arezzo, y los encontramos.
En una etapa posterior, una referencia pictórica muy útil fue la de David
Hockney, menos alejado de della Francesca de lo que cabría suponer.
Hockney nos proporcionaba ejemplos brillantes de cómo combinar
plásticamente formas y colores de muebles, objetos y elementos de
arquitectura contemporáneos, unos elementos que gracias a él ya nos
parecen menos triviales.
Otra referencia pictórica fue la de Magritte. En la habitación del niño
(Justin Henry), se había pensado al principio en grandes figuras de
personajes de Walt Disney en los muros para dar una connotación infantil.
Señalé enseguida el peligro de que en los encuadres apareciera nuestro
protagonista con una figura (Mickey?) al fondo, como un intruso. Después
de varias discusiones propuse la idea de pintar las paredes con un cielo azul
con nubes. Así, como Magritte, podíamos obtener algunos efectos visuales
originales invirtiendo el orden natural de las cosas, el cielo dentro de la
habitación y no fuera. El cielo azul con nubes era además un fondo neutro y
los personajes se destacaban mejor. Pero todo esto no debía de parecer
demasiado rebuscado para el espectador. Fueron ideas que desarrollamos
muy discretamente, y con mucha cautela.
Kramer vs. Kramer se realizó, pues, con gran cuidado en lo visual y sin
escatimar tiempo ni medios. Es un caso excepcional, teniendo en cuenta que
se trataba de una película cuyo interés, en un principio, no estaba en lo
espectacular, sino en la riqueza psicológica y humana de las situaciones y
los personajes.
La película recoge el clima social de la clase media y alta de Nueva
York. Muchas escenas tienen lugar en oficinas de rascacielos, con amplias
vistas a Manhattan; otras tienen por escenario calles, plazas, parques,
restaurantes y un juzgado. Todos ellos son escenarios auténticos, en cuya
búsqueda y selección se invirtió mucho tiempo. Para elegirlos se valoraron
no ya sus cualidades estéticas, sino su interés como arquetipos, la veracidad
que podían aportar a cada situación. Stanley Jaffe, el productor, tenía una
clara preocupación en este sentido y no dejó casi nada al azar. Con todo, el
público no debía de tener una sensación de recherche, de preciosismo. Muy
al contrario, lo que se deseaba era una gran naturalidad, sin desdeñar cierta
armonía y equilibrio en las formas. Nueva York tenía que parecer Nueva
York, mas sin la imagen que un cine miserabilista ha puesto de moda en los
últimos años (Midnight Cowboy, Panic in Needle Park). Debía
exteriorizarse el Nueva York de la clase media, que existe también y el cual
el cine está redescubriendo (Annie Hall, An Unmarried Woman,
Manhattan).
Sólo se construyó un gran decorado en los antiguos estudios de la Fox
de la calle 54. Lo diseñó Paul Sylbert según la referida pauta de naturalidad
y realismo. De hecho, las dimensiones, los colores, y hasta el pasillo
contiguo, el ascensor, se calcaron exactamente sobre un apartamento que
había en la misma zona donde transcurre la película. En estudio, por
supuesto, podíamos trabajar más tranquilos, organizar con mayores
facilidades nuestro plan de rodaje y horarios, sin depender de contingencias.
Al igual que en L’Amour l’après-midi, se vislumbraban edificios a través de
las ventanas, pero no eran una fotografía en blanco y negro coloreada, sino
fotografías transparentes de gran tamaño, las dos del mismo lugar, una de
día y la otra de noche, según la escena que se Filmara. Un trabajo ready-
made a la americana.
Rodar en estudio supuso una notable ventaja, la luz natural es
incomparable en belleza y variedad cuando se trata de filmar breves viñetas
—como en La Collectionneuse— y los decorados reales dan entonces un
perfecto resultado. Pero no ocurre lo mismo en el caso de escenas muy
largas, que en Kramer vs. Kramer predominaban. Cuando los actores, como
le pasaba aquí a Dustin Hoffman, han de interpretar secuencias con mucho
diálogo, estar pendientes del ruido del tráfico o de un helicóptero que pase,
de que se grite “corten" a cada momento porque el sonido no es bueno, es
un motivo de gran molestia, pues las interrupciones les sacan de situación.
Gracias a la paz, del estudio, Hoffman pudo concentrarse en su personaje y
conseguir una de las mejores composiciones de su carrera.
Pero no hay que ser sectario. Trabajar siempre en estudio sería un
considerable error. La necesidad lo convirtió en costumbre con la llegada
del sonoro. Años después, pese a la aparición de los magnetófonos Nagra
que permitían un sonido ambulante, se continuaban construyendo sin
motivo en los estudios muy costosos decorados. Por ejemplo, fue un
acierto, creo, filmar aquel vetusto y monumental decorado de la Corte de
Justicia en el Down-Town neoyorkino. Reconstruirlo hubiese sido, con
nuestro presupuesto, materialmente imposible.
Utilicé siempre que pude y sin modificaciones la luz de ambiente. En las
oficinas de los rascacielos, cuyas vistas son muy brillantes, me serví de una
técnica ahora de moda, las luces HMI (o sirios) de ciclos alternativos.
Consiste en unidades que han aparecido en el mercado hace pocos años y
que poseen la particularidad de emitir una luz muy potente, sin que
despidan mucho calor ni consuman excesiva energía. Están equilibradas
para la luz de día, tienen poco peso y ocupan un espacio relativamente
pequeño. Sustituyen, pues, con ventaja a los venerables y pesados arcos. Su
único inconveniente radica en que al emitir luz de manera intermitente, si
no se ajusta bien la frecuencia y ángulo del obturador de la cámara
tomavistas —que debe estar a 180 grados y a 60 ciclos en América, y a 170
grados y a 50 ciclos en Europa— se corre el riesgo de un parpadeo en la
imagen. Un buen ayudante de cámara puede evitar fácilmente este defecto.
En dichas escenas, me serví de una luz única HMI rebotada sobre un panel
blanco (cuando no era blanca la pared de la oficina). La luz emitida tiene
una fuerza tal, que compensa perfectamente la proveniente del exterior. El
efecto resulta a un tiempo suave y de una gran naturalidad.
Para los pasillos de las oficinas y algunos otros decorados, mi jefe de
eléctricos, Frank Schultz, me fabricó una luz portátil montada en un trípode,
hecha de varios tubos fluorescentes. Así podía iluminar los rostros con luz
fluorescente de la misma calidad y espectro de la que ya existía en el
decorado, una experiencia que prolongaba y mejoraba la de Maîtresse. No
utilicé filtros de corrección en la cámara. Pero el laboratorio corrigió ciertas
tonalidades falsas en el positivado. Sólo cuando nos asomábamos
eventualmente a la calle, se ponían gelatinas verdosas para corregir la luz
exterior y equilibrar el conjunto.
El procedimiento de suspensión de la cámara en mano con un sistema
de amortiguamiento por resortes (Steady-Cam, Panaglide) que ya había
conocido en Days ofHeaven fue aquí utilizado con prudencia y sólo en una
escena, aquella en que Kramer recoge a su hijo herido y lo lleva en sus
brazos corriendo hasta el hospital de emergencias. En un principio hubo la
idea de filmar un solo plano sin cortes respetando en continuidad la
geografía y la realidad del lugar, desde el Central Park hasta el hospital
Lenox Hill a cuatro manzanas de distancia. Así la filmó Dan Lerner,
cameraman especialista, en un tour de forcé extraordinario. Pero, en
previsión de que la escena resultase larga, nos decidimos a filmar también
simultáneamente desde un vehículo en marcha y con un teleobjetivo
(100mm.) la misma escena en plano más cercano. Como suele ocurrir, en el
montaje final hubo que acortar aquel hermoso plano-secuencia intercalando
el primer plano y reduciendo el espacio y tiempo reales.
Para la caída misma de Billy Kramer me aprovechó la experiencia
adquirida en una escena de L’Homme qui aimait les femmes: la caída de las
cartas de los amantes de la madre del protagonista. Una caída rápida es
cinematográficamente de escaso relieve dramático si se presenta en un solo
plano de conjunto (otra referencia más lejana estaba, claro, en las escaleras
de Odessa). Se fraccionó el espacio verticalmente y se filmaron varias
etapas de la caída, dilatando en el montaje un instante brevísimo y
devolviéndole así su verdadera dimensión psicológica. Tengo que reconocer
que en Kramer vs. Kramer no hubo, en lo que a mi trabajo concierne, casi
ninguna idea original. Prácticamente repetí experiencias de películas mías
anteriores. Sólo que aquí, aprovechándome de los errores cometidos en
trabajos menos conocidos, ya con más oficio, llegué a una mayor precisión.
El apartamento de Ted Kramer, construido en estudio, fue iluminado
con el mismo espíritu de veracidad que me ha guiado desde que empecé en
el cine. Siempre he tratado de justificar la dirección de la luz, ya sea
proveniente de las ventanas en las escenas de día o de las lámparas en las de
noche. Como otras veces, volvía a privarme de la facilidad de las pasarelas
e iluminé con soft-lights, sobre trípodes o en las paredes, situadas en la
misma dirección que las lámparas visibles en el decorado. La diferencia con
L’Amour l’après-midi —a la que se le parece en muchos aspectos— es que
las luces situadas al exterior para simular la luz del sol (o de la luna en la
escena nocturna) eran las potentes HMI de que he hablado más arriba,
mientras que en Francia utilicé las convencionales Fresnel de 10 kilowatios.
Sólo en contadas escenas me permití efectos visuales con una
estilización marcada. Los reservé para momentos especialmente dramáticos,
por ejemplo, el momento en que Ted Kramer (Dustin Hoffman) después de
una gran pelea, entra en la habitación de su hijo. Vemos entonces el diseño
luminoso de la puerta que se abre y la sombra del padre acercándose sobre
el niño en la cama. Para lograr el efecto situé una lámpara de cuarzo de
2000 watios en el exterior de la habitación de manera que aquel juego de
luz y sombra que se producía cayera exactamente sobre la cama. El resto de
la habitación se dejó en penumbras. Había una escena muy similar en
L’Enfant sauvage que había resuelto de manera semejante.
Contrariamente a mis películas anteriores en las que, con frecuencia,
pedí al laboratorio que forzase el revelado, en Kramer vs. Kramer expuse el
negativo normalmente. Y se reveló de forma también normal. Tal decisión
se derivaba de la misma voluntad de clasicismo que nos había impulsado en
las restantes fases. El revelado normal proporcionaba tonalidades naturales,
grano muy fino, y precisión de la imagen.
Por supuesto, en América los laboratorios son excelentes. Para empezar,
son limpios. En Europa siempre me han enfurecido los puntos blancos en la
imagen, que no se deben más que a polvo en el negativo. Los extractores y
filtros de aire resultan insuficientes. El transporte y la manipulación del
negativo no se hacen con el cuidado debido, entre otras cosas porque los
técnicos que trabajan en los laboratorios europeos están mal pagados. La
labor efectuada por los laboratorios en mis películas americanas es
asombrosa. En Europa, por ejemplo, tratamos de evitar los fundidos, que
nunca son perfectos, al cambiar la coloración general y el grano; en
América, es una cuestión que ni se discute. Los laboratorios permiten al
operador un mayor lucimiento.
En otro orden de cosas, desde un punto de vista intelectual me parecen
pocas las diferencias con un rodaje en Europa. Robert Benton es un hombre
de gran sensibilidad, el método de trabajo no está muy lejos de mis
experiencias en el cine francés. Sólo que en América se trabajan más horas,
se ruedan más tomas desde mayor numero de ángulos, hay más eléctricos,
más maquinistas, más café, más “donuts”.
The Blue Lagoon

Randal Kleiser - 1979

No debe olvidarse nunca que el publico, cuando va al cine, no quiere


tener la sensación de haber entrado en un museo. Las imágenes no han de
aplastar la obra. Las referencias plásticas deben servir únicamente a título
de guía, para obtener una unidad de estilo. Se dan referencias inconscientes,
por supuesto, en cuanto el hombre no es más que su circunstancia, pero
otras son voluntarias, provocadas. La primera fuente de inspiración en The
Blue Lagoon fue la de los pintores simbolistas contemporáneos de la novela
original de H. De Veré Stacpoole. Pero no tardé en orientarme
principalmente hacia uno de dichos pintores de una manera casi inevitable:
Gauguin.
Hay tres o cuatro pintores del pasado que me son siempre útiles,
aquellos que empleaban la luz para dar relieve a sus personajes. Son,
recapitulando, Vermeer para los interiores de día, y La Tour para los
interiores de noche alumbrados por una fuente luminosa de llama. Añadiré
también a Rembrandt y Caravaggio para los efectos de chiaroscuro, así
como Manet y los impresionistas para los exteriores de día. El problema
que aquí se planteaba, residía en que menos uno todos esos pintores
trabajaban en Europa y habían pintado interiores y paisajes completamente
distintos de los que caracterizaban el sur del Pacífico, donde transcurre The
Blue Lagoon. Su experiencia no me servía en el presente caso. Y Gauguin
me era de utilidad sólo parcialmente, porque no es un pintor de luz. Su obra
viene dada por amplias zonas de colores unidos, formas y líneas, equilibrios
de fuerza dentro del cuadro, pero sin concederle mayor importancia a la luz
y a los efectos atmosféricos. Me vi obligado, por consiguiente, a inventar un
poco, a combinar las formas y colores de Gauguin con la luz de los
maestros del pasado.
Otra fuente significativa de influencia me la proporcionó el cine mismo.
El género “mares del Sur” reúne ciertas constantes estilísticas, como el
western. El cine se conforma como una acumulación de conocimientos, una
herencia de las viejas películas a la que no se puede renunciar. Durante el
rodaje de The Blue Lagoon, de común acuerdo con su director Randal
Kleiser, hicimos periódicamente proyecciones de los clásicos del género.
Tabú, de Murnau y Flaherty, y Hurricane, de John Ford. Algunos planos
nos proporcionaron una inspiración directa. No rechazamos ni siquiera las
películas “de agua” de Esther Williams como posible punto de partida para
las escenas submarinas.
The Blue Lagoon, por otra parte, significaba para mí un desafío. Es
probablemente la única película en la que he trabajado con todos los colores
del arco iris. En mis últimos trabajos —exceptuando Perceval le Gallois—
había tendido a emplear colores mitigados en una o dos gamas
exclusivamente. Pero aquí, donde imperaban los paisajes lujuriantes, la
brillantez del cielo y del mar propia de la latitud, los colores violentos eran
indispensables. Resultó un ejercicio estimulante combinar tantos elementos
sin cultivar el posh, bordear el mal gusto sin caer en él.
Después del Oscar de la Academia de Hollywood, me habían llovido
ofrecimientos para hacer películas de todas clases. ¿Por qué me decidí a
aceptar ésta? Con toda probabilidad porque me siguen gustando las
películas que me gustaban de chico, las películas de evasión. The Blue
Lagoon era una perfecta historia escapista, que combinaba varios mitos
clásicos: Dafnis y Cloe, Robinsón, la Isla del Tesoro. Empecé por leer la
novela de De Yere Stacpoole y me entusiasmó. Leí después el guión de
Douglas Stewart y pensé que había conseguido conservar todo el encanto
entre inocente y perverso del libro. Era evidente que el tema iba a
ofrecerme múltiples ocasiones de lucimiento. Sería una película de amor y
aventura, susceptible de resultar un éxito popular. Era una oportunidad que
se me ha presentado raras veces y no podía dejarla escapar.
Radica justamente ahí uno de los grandes atractivos del cine americano.
No ya en cuanto se dispone de los medios de producción necesarios, sino
porque se aspira siempre a conseguir un público muy amplio, hecho de una
gran variedad de edades y categorías sociales. En Europa, es posible
realizar películas para públicos menos numerosos, más selectos, al ser
menor el capital invertido y menores los riesgos. Pero en América, el cine
tiene a su alcance un mercado enorme, no limitado a los Estados Unidos
sino que se extiende al resto del mundo a través de sus cadenas de
distribución. Llegar a un público tan vasto sin renunciar a la calidad
artística, me ha parecido siempre una tentativa excitante. Y no es imposible:
ahí están los ejemplos de Charles Chaplin y John Ford para demostrarlo.
Ahora que se me proponen varios proyectos a la vez —cosa que no me
ocurría en los primeros tiempos de mi carrera—, a veces he de tomar
decisiones difíciles. En ellas la lectura del guión es imprescindible, como ya
he indicado. Pero lo que determina mi elección es la personalidad artística
del director, su sensibilidad cinematográfica. Si no conozco su obra, como
fue el caso de Malick y aquí de Kleiser, procuro entonces visionar sus
trabajos anteriores. Respecto a Kleiser, sabía ya de su extraordinario sentido
del espectáculo, que le valió el éxito multitudinario de Grease. Pero lo que
inclinó la balanza fueron sus mediometrajes precedentes, realizados cuando
era estudiante de cine en la University of Southern California, y luego sus
películas para la TV. Existía en ellas una sensibilidad, un cierto estilo, un
algo intimista, con el que podía identificarme. Establecer de antemano un
diálogo con el realizador me parece igualmente indispensable. Supe así,
antes de comenzar el rodaje, que The Blue Lagoon, contrariamente a
Grease, no era una película de encargo, sino un viejo sueño de Kleiser en su
primera juventud, que precisamente el éxito de Grease le permitía ahora
convertir en realidad. Tenía Kleiser también un gran deseo de trabajar
conmigo. Sentí que podíamos entendernos, y ante este cúmulo de
elementos, no dudé en aceptar su propuesta.
El rodaje me recordó en muchos aspectos al de La Vallée. Como en
aquella ocasión, el equipo entero se trasladó a un lugar remoto en el
Pacífico. The Blue Lagoon se rodó enteramente en una de las islas desiertas
del archipiélago de Fiji. Dado que el equipo técnico era bastante más
numeroso que el de La Vallée, si bien relativamente reducido con relación a
otras producciones americanas, hubo que habilitar una intendencia con
cocinas, lavandería, canalización y conducciones de agua, etc. Los
materiales de rodaje se pusieron a cubierto en departamentos especialmente
construidos con bambú y palma. Los miembros del equipo vivieron durante
cuatro meses en tiendas de campaña.
Los jefes de sección eran californianos por lo general, pero la mayor
parte del equipo —ayudantes, vestuario, decoración, construcción—
provenía de Australia. El hecho de que la industria cinematográfica
australiana sea probablemente la más joven del mundo, determinaba que sus
componentes fueran entusiastas, sin esos aires de condescendencia típicos
en los profesionales que han hecho demasiadas películas. Por la relativa
proximidad entre Australia y Fiji, se utilizaron los laboratorios Colorfilm,
de Sydney, que nos permitía visionar el copión algo más pronto que de
enviarlo a Hollywood. Se despejó una zona al aire libre bajo las palmeras
que, con la ayuda de un proyector de doble banda, se convirtió en nuestra
sala de cine por las noches. Para disponer de electricidad, nos equipamos
con varios pequeños generadores Honda.
Pero la idea inicial, como en La Vallée, era la de utilizar poca o ninguna
electricidad para iluminar la película. No ya por razones de economía y
sentido común —¿cómo desplazar a las distintas localizaciones de la isla un
camión generador de diez toneladas?— sino porque estábamos convencidos
de que aprovechando los recursos lumínicos de la naturaleza, el resultado
visual sería más interesante.
La primera versión de The Blue Lagoon (1948), con Jean Simmons, se
había rodado en el Pacífico sólo parcialmente. La gran mayoría de las
escenas se filmaron en Inglaterra, en los estudios de J. Arthur Rank. El
resultado, me parece, adolecía de muy escasa naturalidad. Las transiciones
de los pocos exteriores naturales a los interiores en estudio eran abruptas. Y
la película entera parecía una falsificación; creo que ésta fue la razón de su
falta de éxito, si dejamos aparte la nada inspirada dirección de Frank
Launder. Era necesario, por consiguiente, esquivar las trampas en las que
cayeron nuestros predecesores. Dicho sea de paso, me parece que Kleiser
estuvo acertado en hacer otra versión de la novela de De Yere Stacpoole,
precisamente porque no había tenido buena acogida la primera. Es un error
rodar remakes de grandes películas del pasado, porque resulta imposible
superarlas. Rehacer un excelente tema mal aprovechado, en cambio, me
parece más lógico. Recordemos, por ejemplo, que The Maltese Falcon, de
John Huston, no era más que un remake de dos películas mediocres hoy
olvidadas por completo.
En exteriores, donde tiene lugar el ochenta por ciento de la acción de la
película, no se empleó otra cosa que la simple luz solar. Raras veces se
compensaron las sombras con placas blancas de poliéster en las que
hacíamos rebotar el sol; cuando era necesaria una mayor superficie, como
en Goin’ South recurrimos al gtyflon montado sobre un bastidor de aluminio
de 3 X 3 m. Kleiser, al revés que Malick, deseaba cielos de un azul
purísimo. Y tenía razón, porque hacer otra cosa hubiese sido ir
absurdamente en contra de la iconografía del género.
En los exteriores de noche, encendimos hogueras que bastaban para
iluminar realmente la escena, con sus fluctuaciones, su movimiento y su
baja temperatura de color (tonalidades anaranjadas). Los primeros planos se
iluminaron fácilmente con botellas de propano; aquí repetía la experiencia
de Days of Heaven.
La pequeña isla de Nanuya Levu tenía los más variados paisajes. Pero
con el fin de obtener aún una mayor variedad, se prepararon en algunas
escenas ciertos efectos que transfiguraban por completo el lugar. Por
ejemplo, cuando Emeline (Brooke Shields) da a luz en la selva, se creó una
neblina artificial: los rayos solares se materializaban al penetrar por el
ramaje frondoso de la selva y producían una atmósfera visual casi mágica.
El efecto era de tercera dimensión, sobre todo con la cámara en travelling.
No puedo negar la influencia del multiplano de Walt Disney en las dos
obras maestras de su primera época, Snou> White and the Seven Dwatfs y
Bambi. En una película “normal” no me permitiría tales efectos,
naturalmente. Pero en The Blue Lagoon se aceptaban perfectamente por su
carácter estilizado, de fantasía dirigida en particular a un público joven.
Donde se efectuaron algunas innovaciones fue en los interiores,
desarrollando breves experiencias anteriores. Se construyeron íntegramente
en nuestra pequeña isla, convertida para la ocasión en estudio. Pero con tan
poca electricidad como disponíamos, optamos por recurrir a las técnicas de
Edison y Méliés. En efecto, todos los decorados —la primera cabaña, la
casa de dos pisos en bambú, la cocina y las cabinas del barco— se
levantaron al aire libre. Pero con una pared de menos —donde se
emplazaba la cámara— y medio techo únicamente. De esta forma, la luz
natural del día penetraba e iluminaba perfectamente aquellos escenarios de
forma más convincente que las luces eléctricas. Cuando daba el sol se
tendía una tela blanca para filtrar y suavizar sus rayos.
En las escenas interiores de noche, poníamos a veces linternas dentro
del cuadro. Eran de aceite en teoría, pero estaban a menudo dotadas de
electricidad para que fueran más luminosas, una técnica que ya había
aplicado otras veces. Lo que constituía una novedad, en cambio, era
servirme de la luz del día para iluminar interiores nocturnos; la “noche
americana” es habitual en exteriores, pero en interiores no se ha empleado,
que yo sepa. La luz diurna proveniente de la cuarta pared libre, del techo o
de una ventana fuera de campo era la única fuente lumínica. Para obtener el
efecto de noche, subexponía un diafragma y medio, quitaba el filtro 85
anaranjado para la corrección en exteriores de día, de modo que la película
adquiriese naturalmente un tono azulado, lunar. Un tiraje oscuro en el
laboratorio ponía el resto para conseguir el efecto.
Una técnica de visualización muy exacta y muy americana que Kleiser
empleaba con maestría es la del stoty-board. Kleiser dibujaba cada mañana
esquemáticamente plano a plano en sucesión, como en los comic books, por
lo que discutir los encuadres de la jornada de trabajo se convertía en una
tarea muy fácil, al apoyarnos en ejemplos concretos.
Tuve la suerte de contar en esta película con un gran decorador, John
Dowding, y con dos operadores de cámara excepcionales, el operador de la
segunda unidad, Vincent Monton, y el experto en fotografía submarina, Ron
Taylor, ambos venidos de Australia. Alguna de las mejores imágenes de The
Blue Lagoon se deben a ellos.
Le dernier métro

François Truffaut - 1980

Le dernier metro, con sus trece semanas de rodaje, lo cual sobrepasa las
normas del cine francés, con estrellas de primera fila como Deneuve y
Depardieu, con multitud de personajes y comparsas, con escenarios
numerosos y variados, ocupa un lugar especial en la obra de Truffaut por la
envergadura de su producción. Sus dos películas anteriores fueron desastres
en taquilla. Truffaut con Le dernier metro se jugaba el todo por el todo: su
propia empresa, Les Films du Carrosse, peligraba hacia una probable
bancarrota. Pero, por fortuna, la película resultó el éxito mayor de público
de toda la carrera de Truffaut, se convirtió también en la película francesa
más popular del año. Es poco sabido fuera de Francia que el cine de la
nueva ola no había alcanzado hasta entonces el favor de las masas dentro
del país. Pero esta vez la crítica y el público coincidían. Hay otro cine
francés de consumo interior, que no se exporta, que es el que obtiene las
cifras de recaudación más altas en la taquilla. Es un misterio aquello que
determina la popularidad de un filme. Si se conociera la fórmula exacta del
éxito, el cine sería un negocio seguro y ya sabemos que no lo es. Mientras
rodábamos la película no podíamos imaginar que iba a tener la acogida que
tuvo. Truffaut por su parte andaba preocupado, presa de la mayor inquietud.
Había cierta tensión en el plató. Catherine Deneuve tuvo un pequeño
accidente que la mantuvo alejada algún tiempo. Suzanne Schiffman, la
inseparable colaboradora, sufrió una intervención quirúrgica y no
reapareció hasta el final del rodaje. Yo mismo arrastré un resfrío persistente
en aquellos húmedos sótanos del teatro. Tal parece a veces como si la
creación artística se viese beneficiada con las condiciones adversas.
Le dernier metro me ofreció numerosas oportunidades visuales en una
especie de desafío a mis principios. Se trataba en primer lugar de
reconstruir la atmósfera de los años cuarenta al cuarenta y cinco a través de
la luz. Esta época evocaba en mí recuerdos personales de infancia, pero
modificados por mi segunda memoria, el cine mismo. Por una parte,
recuerdo una luz eléctrica amarillenta en aquellos tiempos de guerra y
escasez; por otra, recuerdo la realidad transpuesta en blanco y negro por el
cine. No pretendo que una película en color sobre la ocupación alemana en
Francia sea forzosamente un anacronismo estético. Es precisamente en
aquella época en que aparecieron las primeras películas alemanas en Agfa-
color que tanto me impresionaron, el Münchhausen de Josef von Baky o
Die Goldene Stadt de Yeit Harían. En Le dernier metro me propuse obtener
los colores de estas películas hechas bajo el nazismo, colores más suaves y
apagados que los de las brillantes películas en Technicolor que se hacían en
América al mismo tiempo. Para lograrlo empezamos por solicitar de Jean-
Pierre Kohut-Svelko, el decorador habitual de Truffaut, escenarios de tonos
ocre y se escogieron ropas y objetos de colores apagados. También
decidimos cambiar de película virgen, lo que representa algo así como para
un pintor cambiar de paleta. Siempre habíamos trabajado con la Eastman de
Kodak; ahora, después de algunos ensayos, escogimos la Fuji fabricada en
el Japón, cuyos tonos nos parecían más próximos al recuerdo de aquellas
primeras películas europeas en colores.
La historia de Le dernier metro se desarrolla en dos planos, la vida y
trabajos de una compañía teatral, y la representación de una obra en la
escena. Una idea de principio en el argumento era la oposición entre la vida
gris y sórdida durante la ocupación y la evasión luminosa que ofrecían los
espectáculos teatrales de la época. Por lo tanto decidimos utilizar dos tipos
de iluminación, uno realista como me es habitual y que restituiría la vida
cotidiana en las bambalinas, los camerinos y el sótano, y otro
deliberadamente artificial y estilizado para la representación teatral. Así me
permitía volver a los viejos focos direccionales Fresnel que producen
fuertes contraluces, sombras delimitadas y efectos de “glamour”. Gracias al
artificio del libreto podía permitirme emplear sin vergüenza estas lámparas
de los viejos estudios que tanto había criticado en mí juventud, en una’
especie de homenaje a los “enemigos” y como una manera de cerrar o abrir
un ciclo más en mi ya bastante larga carrera.
Las bombillas caseras de la época no tenían como hoy una intensidad
tan elevada. Eran a menudo de 25 watios y tenían filamentos largos que
radiaban una luz amarillenta, no blanca como las de ahora. Por esto en
nuestra película las bombillas visibles, como aquellas que aparecen en el
sótano colgadas de un cordón pelado, fueron sumergidas en un baño de
anilinas anaranjado para restituir esta impresión de luz mortecina. En los
exteriores de noche, siguiendo la investigación de varios textos sobre las
condiciones de vida bajo la ocupación alemana en París, se pintaron los
faroles de la calle de azul. Era el reglamento requerido por las autoridades,
pues la luz azul, al parecer, no podía ser vista en caso de bombardeo. De ahí
la tonalidad azulosa de estos exteriores de noche. Mis lámparas fuera de
cuadro fueron también cubiertas con gelatinas azules.
Otro elemento visual derivado de las condiciones imperantes en aquella
época es que las ventanas se mantenían cerradas y con cortinas para
prevenir reconocimientos aéreos. Contrariamente a la costumbre de Truffaut
(y mía) de incluir ventanas abiertas en el campo visual de la cámara, aquí se
seguía un estilo voluntariamente claustrofóbico. Para acentuar este efecto
asfixiante, en las escasas escenas exteriores, situamos la cámara a buena
altura encuadrando hacia abajo de manera que eliminábamos el cielo.
Como en la película hay numerosas escenas de apagones eléctricos
típicas de tiempos de guerra, otra vez me tenía que enfrentar aquí con la luz
de vela y las linternas. Pero éste es un tema que ya he discutido
ampliamente en otros capítulos. Remitiré al lector a lo dicho anteriormente.
Se me concedió por primera vez el premio César por mi trabajo,
recompensa que se otorga cada año en Francia de manera semejante al
Oscar en Hollywood. Son los propios miembros de la profesión quienes por
voto secreto eligen los trabajos que se consideran más destacados en cada
categoría (Le dernier metro se llevó diez de los doce premios). No puedo
ocultar que el reconocimiento de mis colegas en un país de adopción como
Francia, en el que he trabajado casi veinte años, me complació
sobremanera.
Le dernier métro
Bajo sospecha

Robert Benton - 1981

Mientras finalizo la edición española de este libro, Robert Benton


efectúa el montaje de Still of the Night, que terminamos de rodar hace sólo
unas semanas. ¿Qué quedará en el montaje final de las escenas que se
filmaron? Benton, como es costumbre en América, rueda una infinidad de
planos y secuencias, de las que menos de un diez por ciento será utilizado.
En estas circunstancias, ¿cómo analizar algún momento particular sin correr
el riesgo de que vaya a ser desechado? Benton, más que nadie, gusta de
hacer y rehacer escenas sobre la marcha del rodaje a veces reescribiendo
inclusive los diálogos y las situaciones enteramente. Ya el final de Kramer
fue totalmente reescrito y filmado de nuevo tres meses después de
terminado el rodaje principal. Pero aquí, en Still ofthe Night, esta tendencia
se acentuó. El éxito mundial de Kramer vs. Kramer concedió a Robert
Benton un gran poder frente a la empresa de producción. Algunas
secuencias se filmaron con esta técnica del retake hasta cuatro veces en
intervalos separados de varios días o semanas. Una vez efectuado el
montaje de la copia de trabajo y después de proyecciones en presencia de
algunos amigos e invitados —es decir, esto que en Hollywood se denomina
preview—, el realizador descubre que tal plano, tal momento, o tal
secuencia, carece por ejemplo de fuerza, o, al contrario, que tiene un peso
excesivo en el concierto final de la obra; entonces la elimina o la vuelve a
rodar. Lujo inusitado para el cine europeo y que, sin embargo, en buena
lógica, es un derecho que se le debía conceder a todo creador artístico ¿No
escriben y reescriben infinidad de veces los novelistas cada página antes de
dar una obra al público? ¿No aparecen, detectados por el método de
fotografía por rayos X, múltiples y sucesivas tentativas de trazos y
composiciones diferentes de algunos maestros de la pintura bajo una tela al
óleo? Chaplin, uno de los primeros cineastas, ya utilizaba estas técnicas del
preview y del retake en el cine mudo, para comprobar y corregir ciertos
efectos cómicos.
Si no voy a mencionar ninguna escena en particular, en cambio puedo
enumerar algunas ideas generales que nos guiaron en la concepción y
realización de Still of the Night. Se trataba de una película de corte
detectivesco, un thriller como se le llama en América, dentro de la línea
trazada con maestría en la década de los cuarenta por Fritz Lang y Alfred
Hitchcock: un crimen pasional, una encuesta policíaca, una historia de amor
ensombrecida por la duda, la sospecha; con psicología y suspense. En suma,
un género que, como el western, es eminentemente cinematográfico y
americano.
La inspiración visual me vendría esta vez sobre todo del cine mismo, el
cine imitando al cine, devorándose a sí mismo, deseando encontrar un
equivalente de la inspiración en J. L. Borges, que hizo de la propia literatura
la fuente de su experiencia vital y literaria. Si nuestro modelo era el thriller
de los años cuarenta, la utilización del blanco y negro tuvo que ser
examinada, aunque además de los problemas de financiamiento que se
encuentran al renunciar al color, el procedimiento hubiese sido demasiado
obvio, demasiado fácil también. Más estimulante me resultaba lograr una
suerte de blanco y negro… en color. Volví pues aquí, y con más ahínco que
en otras ocasiones, a solicitar la colaboración de los diseñadores de
decorados y vestuarios para obtener tonos apropiados. Las telas de los
intérpretes eran a menudo grises, blancas o negras. En la iluminación
continué la experiencia iniciada en Le dernier mitro, luz más cruda,
sombras proyectadas en las paredes, cloroscuros inquietantes. Lo que no se
ve, o se entrevé solamente, genera en el espectador una actitud activa
proyectando sus propios fantasmas y temores en las zonas de oscuridad.
Ésta es la gran lección de Fritz Lang que yo no podía olvidar y para ello
tenía que ir de algún modo contra los principios de un cierto naturalismo
que me han sido propios en mi manera de iluminar. Se trataba de una
estilización de la realidad y, a la manera expresionista, los personajes y las
cosas se veían transformadas por la psique. Continuando y ampliando la
experiencia de Le dernier metro me serví de los clásicos focos Fresnel que
producen estas sombras tan precisas y gráficas. Hay una infinidad de
escenas nocturnas en Still of the Night, y toda la película, como indican la
imagen de los títulos y créditos al principio, se concibió como si sus
personajes estuviesen bajo una especie de hechizo lunar; los caracteres
concebidos por Benton se revelan a sí mismos y actúan como licántropos
bajo el influjo de la luna. Luz tenue, azulosa y fría, sombras largas, los
escenarios y los rostros en la penumbra con destellos brillantes. Las luces
HMI sin corrección de filtros fueron en estas ocasiones mi principal
instrumento de trabajo, pues sin esa corrección se conseguía la luz
dominante azulosa y metálica que deseábamos. Colocamos las luces a
menudo fuera del decorado dirigidas hacia el interior de manera que,
penetrando sus rayos a través de los ventanales, crearan juegos de sombras
de formas extrañas y amenazadoras. Las zonas de oscuridad se dejaron tal
cual sin otra luz suplementaria para acentuar el alto contraste deseado.
Un gran pintor nos fue útil en la preparación de esta película: Edward
Hopper. Fue providencial que, justamente en los meses que precedieron al
rodaje, el Whitney Museum de Nueva York ofreciera la primera gran
retrospectiva de la obra de este hasta entonces no demasiado conocido
creador de una plástica propia del arte americano. Pero la inspiración visual
de Hopper ¿no proviene, a fin de cuentas, también del cine? De suerte que,
nosotros, tomando a Hopper como modelo, volvíamos irremediablemente al
cine, como un pescado que muerde su propia cola.
La prohibición de operar la cámara impuesta por los sindicatos
americanos crea en mí una frustración, pues creo que la iluminación, como
he dicho anteriormente, se complementa y justifica en el encuadre. Por eso
esta vez conseguí el beneplácito de los productores para utilizar un sistema
de video incorporado a la cámara. Ya en Goin’ South había trabajado con la
colaboración del video, pero desde entonces la tecnología ha hecho
progresos y la nueva cámara Golden Panavision ha incorporado el sistema a
través del lente, sin aumentar el tamaño del equipo y sin disminuir
sensiblemente la luminosidad en el visor. Se entiende bien que se trata de
una grabación doble, una con película fotográfica, como se acostumbra, y
otra, simultánea, en cinta magnética que no es utilizada más que como guía.
Pronto el sistema se reveló indispensable, no solamente para mí, que podía
ahora seguir paso a paso los movimientos y encuadres de mi operador de
cámara indicándole concretamente las necesarias correcciones, sino para el
director, la script girl, los ayudantes y, en general, para todo el equipo.
Pienso que en el futuro el sistema se generalizará y nos parecerá
inconcebible que se pudieran hacer películas de otra manera. Hay personas
que, independientemente del aumento en el presupuesto que representa la
incorporación simultánea del video, se resisten a su utilización. Es una
reacción normal que tiene su origen en la tendencia del ser humano a
rechazar innovaciones. Las ventajas me parecen de peso, y las describiré de
una manera rápida: una de las dificultades mayores que se encuentran en un
rodaje es la falta de espacio en las escenas en interiores, con todo el equipo
técnico amontonado alrededor de la cámara siguiendo con ojos escrutadores
la acción. Si la cámara está sobre ruedas y debe desplazarse en travelling la
situación a veces se hace imposible. Con el sistema de incorporación del
video se puede seguir la acción desde una habitación contigua en el monitor
de televisión permitiendo al operador de cámara un más fácil margen de
movimiento. De paso, los intérpretes, sobre todo en las escenas de carácter
íntimo, no sienten clavada en ellos la mirada inquisidora del equipo
alrededor y pueden actuar con mayor sutileza sin ser distraídos. Muy a
menudo en los rodajes tradicionales el equipo no tiene una idea exacta de lo
que está captando la cámara, se siente entonces la desagradable impresión
de que una gran parte del personal no está siguiendo el trabajo. Con la
ayuda del video incorporado, un maquillador, por ejemplo, conoce
instantáneamente y sin que se le advierta, con una simple ojeada a la
pequeña pantalla del monitor, que se trata en aquel momento de un primer
plano y entonces desarrolla su trabajo en consecuencia. La labor de la script
girl que consiste en mantener sobre todo una buena continuidad de
decorados, vestuario, objetos de un plano al otro, queda no sólo muy
facilitada, sino que resulta de una precisión incomparable. Como cada toma
es grabada en cinta magnética no hay más que solicitar el pase de una toma
anterior —lo cual se opera rápidamente, pues todo está clasificado y ocupa
poco espacio— para comprobar si tal o cual intérprete tenía corbata o no,
con qué pie salía y debía entrar en el cuadro, etc. Así se puede alcanzar un
raccord, una continuidad impecable. El realizador y aun los intérpretes
pueden solicitar de inmediato el pase de una escena acabada de rodar y, con
la distancia obtenida con el desdoblamiento que se produce al ver la escena
en una pantalla, deciden efectuar correcciones, afinar tal o cual expresión
hasta alcanzar la perfección. Algunos opinan que la incorporación del video
retarda el programa de trabajo. De ser así tampoco sería justificación
suficiente para desecharlo, si la calidad del trabajo sale mejorada. Pero es
que yo creo que tiene lugar precisamente un aumento de productividad. No
hubo retrasos en el plan de rodaje de Still of the Night. La certidumbre de
haber obtenido una buena toma antes de esperar al día siguiente para la
proyección del copión, permite a menudo seguir adelante con nuevos
emplazamientos de cámara. En resumen, el margen de error es menor para
todo el equipo que sigue con precisión el desarrollo del trabajo.
No me parece que exista la menor duda de que en los años por venir se
asistirá a un desarrollo de estos métodos, ya sea el de una combinación del
viejo sistema fotográfico y del nuevo magnético del video, ya sea el de una
simple suplantación por este último, tal como ocurrió hace unos quince
años con la generalización del sonido magnético.
La decisión de Sophie

Alan Pakula - 1982

Como simpatizante de “la politique des auteurs”, mis preferencias se


inclinan hacia las películas realizadas a partir de guiones originales, aunque
ciertas obras literarias menores hallen en la adaptación cinematográfica su
expresión más lograda. A la inversa, me parece peligroso, casi herético,
pretender adaptar al cine una novela famosa. El resultado suele ser
decepcionante, cuando no lamentable. Una escultura en mármol de la
Monna Lisa no sería aceptable más que como broma, como me decía Eric
Rohmer una vez. Se dan excepciones felices, sin embargo, casos en los que
el espíritu de una obra maestra se ha preservado en un medio de expresión
diferente. La recreación del Don Juan, de Moliere, a través de la música de
Mozart es un ejemplo. En cine, la adaptación de Alan Pakula de La decisión
de Sophie iguala, incluso supera a veces, en mi opinión, la notoria novela de
William Styron.
Ya durante el rodaje me di cuenta de que la película de Pakula haría
historia en el cine norteamericano contemporáneo. Cada vez que he tenido
ocasión de participar en un trabajo de pura creatividad artística, he sentido
como si una corriente de energía circulase dentro del equipo, fenómeno que
se produjo durante la filmación de El pequeño salvaje, de La rodilla de
Clara, de El diario íntimo de Adela H, de Días del cielo, y también de La,
decisión de Sophie. Del realizador a los maquinistas, estábamos
convencidos todos al menos de una cosa: que la visión de Sophie en dos
épocas de su vida, interpretada por Meryl Streep en tres idiomas diferentes,
vestida, maquillada, fotografiada e iluminada —en lo que a mí respecta—
de formas diferentes, quedaría como uno de los grandes retratos femeninos
del cine actual. El éxito comercial de la película y los muchos premios que
consiguió, nos dieron la razón. Dotada de un evidente talento natural, Meryl
Streep es una actriz extraordinaria. Nos sorprendía a todos con su
inagotable energía, su concepto casi lúdico del trabajo, su capacidad de
transformación, su paciencia cuando la tensión crecía en el plató.
El relato cinematográfico de La decisión de Sophie se divide en dos
partes distintas: el “presente”, en Brooklyn, en 1947, y el pasado, en
Cracovia y Auschwitz, entre 1938 y 1943. El tratamiento de cada época
tenía que ser distinto, no sólo porque la película presentaba dos universos
separados, sino porque el espectador viaja al pasado a través de los
recuerdos de la heroína, en una serie de flashbacks que le conducen a una
realidad rectificada por la memoria. Pakula quería rodar esas secuencias en
Polonia, para obtener una imagen más conforme a lo evocado en el libro y,
aunque la crisis polaca de aquel momento le obligó a recurrir a Yugoslavia,
las calles, los rostros, los paisajes, los gestos de los actores secundarios
serían al menos diferentes de los de las secuencias americanas. Pero Pakula
no se contentó con eso. Quería que el tratamiento visual de esas escenas
fuera distinto también. Discutimos la posibilidad de filmarlas en blanco y
negro, o hacerlas monocromas con un virado en sepia, planteamientos por
desgracia no muy originales. Finalmente Pakula aceptó con entusiasmo la
solución que yo le propuse, inspirada por dos viejas películas de John
Huston, Moby Dick y Reflejos en un ojo dorado. Consistía en aplicar al
positivo de esas secuencias un proceso de desaturación; en otras palabras,
en pedir al laboratorio que atenuase levemente —sólo levemente— los
colores originales, para obtener tonos sutiles, difuminados. En el caso de
estas dos películas de Huston, como en el de la película de Ettore Scola Una
jornada particular, a medida que avanza la acción, el público se habitúa al
efecto y entonces deja de ver que el material visual ha sufrido una
manipulación. En La decisión de Sophie, el tránsito constante del pasado al
presente —con el presente representado por toda la gama de colores
posibles— se subrayaba en cambio el contraste y, por comparación, esas
imágenes “desteñidas” expresaban un mensaje preciso, el de un pasado
recompuesto. Hicimos tests en el laboratorio antes de rodar. La misma
imagen fue sometida a una desaturación del 10%, del 20%, del 30% de
manera de poder escoger el porcentaje que nos gustaba para cada escena. La
escenografía y el vestuario se diseñaron en función de estos tests. Y no
evitamos los colores vivos, al contrario los buscamos deliberadamente,
porque resisten mejor la desaturación. Los rojos y los azules aunque algo
desvaídos permanecen en la copia final, mientras que los amarillos
desaparecen casi por completo. Por esa razón plantamos únicamente flores
rojas y azules en el jardín del comandante del campo de Auschwitz.
La idea de la desaturación se me ocurrió al acordarme de las primeras
películas en Agfacolor de la Alemania nazi. Comparado con el Technicolor
americano, el Agfacolor se caracterizaba por sus tonos pastel. Los rusos,
para quienes esta tecnología formaba parte del botín de guerra, realizaron
películas en esos mismos tono (La flor de piedra, La caida de Berlín). Los
colores suaves de las secuencias europeas en La decisión de Sophie tal vez
provocarán en la memoria de ciertos cinéfilos de mi generación los
apropiados reflejos condicionados.
Por otra parte, en las escenas que tienen por escenario la pensión de
Yetta, en Brooklyn, en 1947, tuvimos que crear esa orgía de colores rosados
que tan bien describe Styron. En los primeros planos, teníamos que
conservar el mismo color rosa de la fachada y de los interiores, evitando la
contaminación cromática. Era un rosa brillante, casi agresivo, del que el
público podía hartarse en seguida, pues la mayor parte de la acción se
desarrollaba en el “palacio rosa”. Según progresaba la acción, tuvimos que
filtrar la iluminación con gelatinas, modificando imperceptiblemente el
color de las paredes.
Aunque el “palacio rosa” fue construido en estudio por el gran
escenógrafo George Jenkins, los exteriores se filmaron en un escenario real,
frente a la fachada de una casa en el distrito de Flatbush, en Brooklyn. Para
facilitar la transición de las escenas de interiores a las de exteriores, las
ventanas del decorado se abrían sobre fotografías de la calle, con las
mismas vistas que las de la casa de Brooklyn. Tengo la costumbre de
sobreiluminar los forillos, con el fin de que aparezcan ligeramente
sobreexpuestos, lo que produce una sensación de mayor profundidad. Las
cortinas se hinchaban de vez en cuando gracias a la brisa artificial
producida por ventiladores eléctricos, lo que contribuía a disimular la
inmovilidad de las fotografías. Y unas verdaderas ramas de árbol llenas de
hojas añadían un efecto de relieve.
Un decorado ingeniosamente diseñado nos permitió filmar una de las
escenas más dramáticas de la película: la deportación de Sophie en un tren
de la muerte. Ocasiones como ésta muestran la importancia de una
colaboración estrecha entre el escenógrafo y el director de fotografía. La
cámara encuadra primero rayos de luz intermitentes que se escapan de los
intersticios entre las planchas que taponan las ventanillas del
compartimiento, luego retrocede para mostrar a Sophie y a sus dos hijos, y
más todavía hasta que se ve el compartimiento lleno de mujeres apretujadas
como sardinas. De haber filmado ese retroceso con un zoom, habríamos
perdido la sensación de relieve que produce el travelling hacia atrás: el
espectador se halla literalmente dentro de ese minúsculo infierno. El plano
fue realmente difícil de rodar. Porque aun con el brazo suplementario del
Elemack, la cámara no podía entrar hasta el fondo en ese decorado exiguo,
atestado. Jenkins tuvo entonces la idea de ponerle bisagras a los tabiques
laterales del compartimiento, de forma que se pudiesen abrir y cerrar como
puertas. Mientras la cámara retrocedía poco a poco, los atrezzistas cerraban
gradualmente los tabiques, y las banquetas donde se sentaban los
deportados aparecían en campo justo a punto antes de que los captara el
lente. Y otros figurantes llenaban rápidamente el espacio despejado en el
suelo antes de que pasara la cámara.
Aunque la mayoría de las ideas visuales de esta película fueron
largamente maduradas, algunas de ellas —quizá las mejores— fueron fruto
del azar. Citaré aquí un ejemplo. Mientras ensayaba la escena en que su
personaje, Nathan, juega a director de orquesta, Kevin Kline se encontraba
en la habitación de Sophie y, batuta en mano, se puso a observar sus gestos
en el reflejo de los vidrios del ventanal. Comprendí inmediatamente el
partido que se le podía sacar a esta imagen. Pues el ventanal tenía cinco
facetas de vidrios en semicírculo. Y si Kevin Kline se colocaba en el centro,
su reflejo se multiplicaría por cinco, lo que producía un sorprendente efecto
visual y, por otra parte, subrayaba la personalidad esquizoide y megalómana
de Nathan. Alan Pakula aceptó inmediatamente la idea, que procuramos
perfeccionar, reforzando la iluminación de Kevin Kline con una lámpara de
cuarzo de 2.000 watios de potencia, para que los cinco reflejos fueran más
visibles.
La secuencia en el parque de atracciones de Coney Island debe mucho
también a la improvisación. En uno de los planos, los personajes caminan
dificultosamente por el interior de un cilindro giratorio, tratando de
mantener el equilibrio. Mientras aguardábamos a que el maquillaje de los
actores estuviera a punto —la escena se filmaba con luz natural y no hacía
falta preparación—, uno de los técnicos, de elevada estatura, para divertirse
se metió en el cilindro con los brazos y las piernas extendidos, tocando las
paredes con las manos y los pies. Al verlo, me vino inmediatamente a la
memoria el célebre dibujo de Leonardo da Vinci. Y se lo dije a Pakula,
quien decidió explotar la imagen en la película. Kevin Kline es un hombre
robusto, atlético, y no tuvo ningún problema para mantener esa posición en
equilibrio dentro del cilindro giratorio, mientras Sophie y Stingo (Peter
McNicol) le contemplan con admiración. Una vez más nos fue posible
combinar la belleza gráfica de una referencia pictórica y humanista con la
expresión emotiva de un momento que mil palabras no habrían conseguido
proporcionar. Habíamos encontrado un equivalente no literario, puramente
cinematográfico.
En el resto de las escenas de Coney Island, pusimos la cámara en el
tiovivo, frente a los actores, de forma que sólo el fondo parecía girar.
Nosotros controlábamos la acción a distancia, en tierra firme, por medio de
un monitor conectado con el sistema de vídeo integrado en la Golden
Panaflex, lo que nos permitía verificar el resultado sin marearnos, ni tener
que esperar a ver el copión al día siguiente.
En esta película utilicé por primera vez, con resultados que
sobrepasaron mis esperanzas, la emulsión Kodak 5493 con sensibilidad de
400 ASA. Tras el desmayo de Sophie en la biblioteca, Nathan lleva a
Sophie a su casa y enciende velas en su cuarto, escena en la que apenas hizo
falta luz suplementaria, ni manipular las bujías como años atrás. Hubo un
tiempo, efectivamente, en que parecía extraordinario ganar un diafragma
forzando la película en color de 100 a 200 ASA. Fuji sacó luego una
emulsión más rica y sensible, de 250 ASA, que yo empleé en algunas
escenas nocturnas de Bajo sospecha. Pero la nueva película ultrasensible
Kodak iba más lejos. Con ella, daba el color un gran salto hacia adelante.
Su sensibilidad igualaba, superaba incluso, la de la película en blanco y
negro.
Con La decisión de Sophie conseguí mi cuarta nominación al Oscar de
Hollywood. La influyente Asociación de Críticos Cinematográficos de
Nueva York me concedió el primer premio.
La decisión de Sophie
Pauline en la playa

Eric Rohmer - 1982

Después de mis experiencias americanas, Pauline en la playa, la


deliciosa película de Eric Rohmer, no podía por menos de despertar en mí
un sentimiento de humildad. Se rodó rápidamente en cinco semanas con un
equipo técnico reducido a la más simple expresión. Había tres personas
responsables de la fotografía —un ayudante, un electrónico y yo— y dos
del sonido —un ingeniero de sonido y un microfonista—. Y no había
realmente ayudante de dirección, ni script, ni decorador, ni sastra, ni
maquilladora, ni atrezzistas. Pauline en la playa pudo filmarse en tales
condiciones únicamente porque Rohmer la había concebido y escrito en
función de las limitaciones de su presupuesto. El guión no contaba más que
con seis personajes y tres decorados: la playa y dos villas.
Rohmer había organizado la película de tal manera que la mayoría de
las escenas pudiesen rodarse en exterior día, lo que nos permitía aprovechar
al máximo la luz solar, ocasionalmente corregida con grandes paneles de
poliestireno blanco. En las escenas de interior día, nos las arreglamos para
recurrir lo menos posible a la luz eléctrica (dos soft Lowell plegables y unas
cuantas lámparas de cuarzo). En cuanto a las escenas nocturnas, la película
Kodak 5293, de 400 ASA de sensibilidad, nos consentía utilizar con
economía nuestros recursos luminosos. Como suele, Rohmer rodó
numerosas escenas en largos planos-secuencia, pidiendo a los actores que
evolucionasen ante una cámara fija, en el interior de un encuadre definido.
No hay más que un solo travelling, extraordinario, en la película, realizado
con un dos caballos descapotable en punto muerto, empujado por nuestro
eléctrico y unos cuantos voluntarios locales, que precedía a los actores,
Pascal Greggory y Rosette Queré. Otras escenas se filmaron según la
técnica tradicional pero siempre eficaz del campo-contracampo. En suma,
Pauline en la playa se llevó a cabo dentro de la más extrema simplicidad,
aún más de lo habitual en Rohmer, que ya es decir.
El rodaje de Pauline en la playa significó para mí una experiencia
refrescante y llena de encanto. Resulta estimulante llevar uno mismo el
trípode, la cámara y rollos de película. Ese contacto con el trabajo manual
constituye un excelente remedio contra las tentaciones de la abstracción.
Aunque soy incapaz de evaluar la calidad de mi trabajo, me precio de la
rapidez con que lo llevo a término, y el tiempo tiene mucho valor en el cine.
Esa rapidez la he adquirido con los años. Hoy me bastan entre tres minutos
y media hora para iluminar un plano. Y no rechazo a priori someterme a las
limitaciones de presupuesto, que a veces estimulan la imaginación. Por otra
parte, Rohmer y yo compartimos una declarada preferencia por las
imágenes simples, de desnuda elegancia. Con frecuencia tachan de
naturalista mi estilo de iluminación, cuando en realidad tiendo —en los
últimos tiempos sobre todo— a una cierta estilización. No tengo nada en
contra de las iluminaciones “mágicas”, mientras sean verosímiles.
A menudo me contento con la luz disponible, la que entra naturalmente
por las ventanas o la que proviene de las lámparas del mobiliario. Hago un
poco como Marcel Duchamp con sus objets trouvés, sus ready made. Yo
“encuentro” mi luz y la interpreto. Si al llegar al plató por la mañana,
observo que las luces puestas al azar por un eléctrico —simplemente para
que los actores tengan bastante luz para que ensayen la escena que vamos a
rodar— y veo que estas luces producen un efecto interesante, no dudo un
momento en incorporarlas a esa escena.
Vivamente el domingo

François Truffaut - 1982

A menudo —y por necesidad— el papel de la improvisación en la


realización de películas es más importante en Europa que en los Estados
Unidos. En lo que a mí se refiere, he participado en películas hechas sin
ninguna preparación (sobre todo Idi Amin Dada) que dieron buenos
resultados, y viceversa. No existen reglas en este territorio. Si las cosas
sucedieran de manera matemática, las películas bien preparadas siempre
tendrían éxito, y las que no, serían siempre fracasos. Pero no es tan sencillo
como eso. Ocurre que la improvisación, la rapidez, provocan reacciones
instintivas en el curso del proceso creativo, a las que dañaría la reflexión.
Vivamente el domingo se rodó a un ritmo trepidante, frenético. Truffaut
pensó que el ritmo de trabajo influiría en el de la propia película. Creo que
tenía razón.
Un director de fotografía tiene a veces la suerte de cruzarse en su
carrera con un gran realizador, que le ofrece la oportunidad de un trabajo
creativo en tándem. Aunque llevaba tiempo trabajando, Coutard era
prácticamente un desconocido cuando inició su célebre dúo con Godard. La
obra de Ingmar Bergman se divide en dos partes, antes y después de Sven
Nykvist. Soy consciente de que mi carrera debe mucho a Rohmer y a
Truffaut. Si no hubiese trabajado con ellos, nadie se habría fijado en mí en
los Estados Unidos.
No deja de ser curioso que, no habiendo empezado a trabajar en el cine
francés hasta 1965, los críticos me hayan identificado con la nouvelle
vague, movimiento nacido en 1959. Casi se podría decir que salté al último
vagón de un tren en marcha.
Cierto es que, al comienzo de mi carrera, mi ansia de romper con los
lugares comunes de la profesión me llevó a flirtear con el cine de
vanguardia. Pero ahora presto mayor atención a las obras del pasado. No se
puede malgastar una carrera rompiendo moldes, y no es verdad que se
pueda filmar una escena de treinta y seis maneras distintas. Con los años, mi
respeto hacia los diferentes géneros ha aumentado. Si la gente compra
entradas para ver, por ejemplo, una película de mares del Sur, hay que
mostrarle bonitas playas, colores vivos, paisajes submarinos, o se sentirá
defraudada. Hay que aprender a trascender el modelo, sin dejar de
respetarlo.
A lo largo del rodaje de Vivamente el domingo nos esforzamos en seguir
este principio. Al igual que Bajo sospecha, se inspiraba en el cine negro
americano de los años cuarenta. Como Truffaut decidió rodar en blanco y
negro, la referencia a la iluminación “dura” de esta época es más directa.
Sin embargo, no pretendimos copiar el film noir, sino transponerlo
humorísticamente, aplicando también ese humor al mundo visual de ese
tipo de cine, un concepto que a mí me parecía legítimo. Antes de que
surgiera el cine, los artistas buscaban su inspiración en épocas pretéritas,
como los del Renacimiento, por ejemplo. Las influencias ajenas son
igualmente perceptibles en las primeras películas de la historia del cine. Un
día en Nueva York encontré en una librería de viejo la edición original, de
1909, de la novela The Klansman, que proporcionó a Griffith la trama de El
nacimiento de una nación. Las ilustraciones de ese libro prefiguran las
imágenes de la película. No hay duda de que quedaron grabadas en la
memoria de Griffith.
Después de toda una serie de películas en color, el regreso al blanco y
negro en Vivamente el domingo constituía para mí una especie de desafío.
Para empezar, o las emulsiones en blanco y negro ya no poseen las mismas
características del pasado, o los laboratorios de hoy ya no saben trabajarlas.
El caso es que parece imposible obtener los blancos, los negros y los grises
de antaño. Los colegas que han trabajado en blanco y negro durante los
últimos años —Michael Champman (Toro salvaje), Henri Alekan (El estado
de las cosas)— comparten mi opinión. Pensar en blanco y negro es lo más
difícil para un director de fotografía actual. Tiene que volverse daltónico e
imaginar lo que una escenografía desprovista de colores dará en la pantalla.
Me ayudó a conseguirlo Hilton McConnico, que diseñó espléndidos
decorados pintados en blanco y negro, reminiscentes de mi experiencia en
Mi noche con Maud. Por cuanto el blanco y negro contiene menos
información visual que el color, tuve que iluminar más de lo habitual. Para
resaltar objetos y personajes, tuve que recurrir casi sistemáticamente a
poner en contraluz a los actores para no confundir los primeros y los
últimos términos. En compensación, mi trabajo se vio considerablemente
simplificado por el hecho de que pude asociar sin inconveniente luces con
temperaturas de color distintas. Pude, por ejemplo, combinar luz natural de
día y luz eléctrica sin gelatinas de corrección. En Vivamente el domingo
utilizamos dos películas diferentes: Plus X para los exteriores día, Double X
para las escenas nocturnas.
Como he dicho ya, es imposible que una película en blanco y negro
caiga en el mal gusto, visualmente hablando. Los colores chillones, con
frecuencia vulgares, de la realidad de hoy desaparecen, haciendo sitio a una
elegancia perfecta, la de un esmoquin.
En un lugar del corazón y Nadine

Robert Benton

Perdí a Truffaut, pero me queda Benton. Todo trabajo de un director de


fotografía que aspire a cierta coherencia, no podrá encontrar su más clara
expresión si no se realiza en tándem con un buen realizador, con el que se
ha colaborado, no sólo en una película, sino en varias, a lo largo de los
años. Pienso en las películas de Billy Bitzer para Griffith, las de Edward
Tissé para Eisenstein, las de Joseph Walker para Capra o las de Sven
Nykvist para Bergman. En estos momentos Benton representa para mí esta
perspectiva. Son ya cuatro las películas que he fotografiado para él. Otros
proyectos están en camino.
No importa que las obras realizadas sean diferentes en su tema si la
personalidad del director es fuerte. Benton traspasa los géneros
imprimiendo un estilo, una manera a todas sus películas.
Conviene decir de entrada, utilizando la clásica fórmula de Cahiers du
Cinema, que Benton es uno de los contados “auteurs” del cine americano
actual. Además de dirigir escribe y produce todos sus guiones. Con
excepción de Kramer contra Kramer, que adaptó libremente de la novela de
Avery Corman, sus argumentos son originales. Los diálogos son también
enteramente escritos por él; una tarea que en América se da a menudo a
especialistas bajo la rúbrica “diálogos adicionales”. Es por todo esto que
Robert Benton, aunque no parezca evidente, se sitúa como un realizador
que está a medio camino entre el cine americano y el europeo. Claro que es
una temática muy americana la suya, pero su manera de hacer está en las
antípodas de cierto cine hollywoodiense bien manufacturado y sin la
individualidad que se acostumbra en Europa.
De cierta manera, la obra de Benton es autobiográfica, sobre todo estas
dos películas últimas, que tienen a Texas como escenario privilegiado.
Inclusive se desarrollan exactamente en su terruño natal. Places in the
Heart, ya estrenada, fue filmada en Waxahachie, el pueblito que le vio
nacer. Nadine, recién terminada y en proceso de montaje, se rodó en la
ciudad de Austin, donde cursó estudios universitarios. Los acontecimientos
y, sobre todo, los personajes de estas dos películas están íntimamente
ligados a su propia vida o a la de sus familiares y conocidos.
Yo había hecho ya en el pasado dos películas cuya acción transcurría en
el estado de Texas: Days of Heaven, de Terrence Malick y Goin’ south, de
Jack Nicholson. Pero la primera se filmó en Canadá y la segunda en
México. Tan inmenso es Texas que caben dentro varios países europeos y
cualquier paisaje. Es la manera especial de ser de sus habitantes lo que es
inimitable. La presencia de éstos como extras y en los papeles secundarios
es lo que confirió veracidad a estos ensayos cinematográficos sobre la vida
provinciana.
Aunque los filmes de Benton examinados a la ligera puedan parecer de
inspiración diversa, en realidad tienen muchos puntos en común. Bien que
sus obras han oscilado siempre entre dos polos: el dramático y el festivo, el
moralista y el desenfadado, persiste en todas el humanismo en el contenido
y lo directo y eficaz de la técnica narrativa. Continuando esta polarización
de lo más reciente de su cosecha, Places in the Heart es grave, Nadine,
alegre. Hay además una parte, diríamos subterránea, de los trabajos
cinematográficos de Benton, cuyo conocimiento puede ayudar a la
comprensión de unas constantes de estilo, me refiero a los que efectuara
como guionista antes de lanzarse a la realización: Bonnie and Clyde, What’s
Up Doc?, There was a Crooked Man, Superman.
Un tema recurrente en su obra es el de la paternidad. Simetrías: si
Kramer es un padre que aprende a ser madre, Edna, en En un lugar del
corazón, es una madre que aprende a ser padre. En Still of the Night, el
personaje interpretado por Meryl Streep vive en constante angustia por el
accidental parricidio acaecido en su adolescencia.
Cuando leí el guión cinematográfico de En un lugar del corazón, sentí
inmediatamente que Benton iba a hacer una de sus obras más personales;
obra en la que la verdad de sus situaciones y caracteres provenía de raíces
profundas.
Los sentimientos religiosos casi han desaparecido como tema en el cine
contemporáneo. Aun en otros tiempos el protestantismo fue raramente
evocado en las pantallas. El catolicismo (las numerosas películas con
monjas y curas) y el judaísmo (los dramas bíblicos) tuvieron mejor suerte
en Hollywood. Es por esto también que En un lugar del corazón es
anticonvencional. Por una parte, va a contracorriente con el laicismo actual
en las pantallas, por otra, sus personajes y situaciones están profundamente
inmersos en la poco conocida cultura protestante.
Fue esto precisamente lo que me dio la clave en mi búsqueda de un
estilo visual particular para este proyecto. Habiendo crecido en países
católicos, daba por descontada —a pesar de provenir de una familia de
librepensadores y agnósticos— la superioridad del arte católico sobre el
protestante. Fue en Texas mismo, mientras estábamos buscando lugares
apropiados para el desarrollo de nuestras escenas, donde descubrí la
excepcional belleza de los ritos protestantes, el encanto de estas sencillas
iglesias de madera, sin iconos ni decoración superflua. He ahí el mensaje
que esta tradición cultural me estaba dando: tenía que rechazar la belleza
fácil, la luz “ornamental” en una película en que sólo las cosas esenciales de
la vida debían prevalecer. Tenía que evitar, por ejemplo, la facilidad de las
puestas de sol. Tantas películas en los últimos años se han complacido en
esta luz dorada, en inacabables “horas mágicas”, que he llegado a aborrecer
una moda que ha alcanzado inclusive al cine publicitario. Yo que, sin
querer, había contribuido a este estado de cosas con Días del cielo, tenía
que reaccionar. En un lugar del corazón sería de un estilo visual simple y
escueto. Había en Días del cielo trigales dorados. Los campos de En un
lugar del corazón, en cambio, eran dominados por los blancos copos del
noble algodón. Así, como el algodón, nuestra luz sería blanca, sin
contaminación. La pura desnudez del ritual protestante pedía a gritos una
luz blanca, una “luz protestante”.
En un lugar del corazón fue filmada de manera clásica, en planos
largos, en un estilo que se refería al del gran maestro John Ford. El montaje
de Carol Littleton respetó este ritmo tranquilo. En películas anteriores
Benton prefirió, en cambio, un montaje más nervioso, fraccionando las
escenas con campo-contracampo. Al final, sobre todo, durante la comunión
en la iglesia, Benton hizo uno de los planos más largos y complicados de su
carrera. Vemos a todos los feligreses sentados en bancos. Según el rito
protestante, cada persona va pasando una bandeja con el pan y el vino a su
compañero de al lado. La cámara va siguiendo la bandeja lateralmente sin
corte ni interrupción, pasando de una fila a la otra, a la manera de los
bueyes arando un campo. La solución técnica de esta idea la tomamos de
una vieja película de Minnelli, Cabin in the Sky; los bancos fueron
dispuestos de manera escalonada, como en un teatro griego, de manera que
cuando la cámara pasara de una fila a la otra, no se vieran las cabezas de las
otras personas enfrente. Utilizamos una pequeña grúa y un lente 100mm.
Gracias a la contracción del espacio del teleobjetivo, no se advertía que los
bancos estuviesen en distintos niveles. Tardamos dos días enteros en
preparar este solo plano, pero valía la pena, dio a la película una dimensión
distinta en un final enigmático.
Nadine deriva de las clásicas películas de “serie B”. Para que la
referencia fuese más clara, inclusive la acción transcurre precisamente en la
época de apogeo del cine policíaco, los fifties. Con The Late Show y Still of
the Night ya Benton había sido tentado por el género, sobre todo en la
primera concebida también a manera de divertimento. El ejemplo reciente
de Truffaut en Confidentially yours le serviría de pauta: Nadine sería a la
vez un «thriller» y una parodia de un «thriller».
Pero si Truffaut trabajó su comedia policíaca en blanco y negro, Benton
se atrevería con el color. Casi una herejía, pues ya se sabe, las grandes
películas del género, desde Fritz Lang hasta Sam Fuller, han sido en blanco
y negro. Por si fuera poco, la América de la década de los cincuenta, que
tratamos de reconstruir, se distingue precisamente por los tonos variopintos
en los vestidos, el maquillaje y la decoración. Aceptamos el reto del color
sin garantizar el resultado. Kim Basinger tendría los labios y las uñas
pintados de rojo carmesí. Un vestido de azul turquesa y otro de color
salmón, los anuncios de neón en las escenas nocturnas de calle competirían
con el arco iris. Mientras en la otra película policíaca que filmé para Benton
en. 1981, Still of the Night, optamos por una suerte de paleta monocroma,
con vestuarios y decorados en tonos oscuros, grises, aquí tomábamos el
contrapié.
Hasta entonces las compañías productoras me habían propuesto
fotografiar películas de carácter intimista. Con Nadine me topaba por
primera vez con una película de acción: los dos inocentes protagonistas son
perseguidos sin tregua durante todo el filme, escapan de un peligro para
caer en otro; carreras desenfrenadas de automóviles, saltos en el vacío,
tiroteos, explosiones. Benton respetaba las reglas del juego burlándolas al
mismo tiempo, mientras que yo descubría —algo tardíamente, por cierto—
el júbilo casi infantil de un rodaje ágil, trepidante, optimista.
La cámara debía moverse en desplazamientos rápidos para no perder ni
un instante a los personajes. Tal como sucedió anteriormente con la fallida
experiencia de Cockfighter, corroboraba la magnífica fotogenia de la
provincia norteamericana. Decorados anodinos como una peluquería, las
oficinas de un fotógrafo, un bar de medio pelo, un cementerio de chatarra,
salían transfigurados, mitificados por obra y gracia de la cámara, sin casi
intervención por nuestra parte. No en balde Norteamérica ha sido, y es, la
tierra del cine. Con sólo plantar una cámara en cualquier lugar nacen
imágenes dinámicas. Siempre me ha intrigado esta cualidad esencial del
mundo norteamericano. En cambio, la arquitectura objetivamente más bella
de la vieja Europa aparece a menudo en la pantalla con un no sé qué de
pintoresco y teatral, como de cromo o postal para turista. Tanto Nadine
como En un lugar del corazón describen los aspectos más chatos de la
arquitectura y la geografía de Texas, los más humildes también. ¿Es la
pobreza más fotogénica que la riqueza? Me inclino a creer que sí.
Se acabó el pastel

Mike Nichols - 1985

Lo que más pesa en mi decisión de aceptar una película es la


personalidad del director. Con frecuencia mi agente, u otras personas, me
envían guiones, que evito leer. Lo que me interesa antes que nada es saber
quién va a ser el director. A partir de ahí, decido o no leer el guión. En el
caso de Se acabó el pastel, no vacilé mucho. Mike Nichols es hoy uno de
los más importantes cineastas norteamericanos.
En cuanto he tomado la decisión de hacer una película con un director
con el que no he trabajado nunca, acostumbro a proceder como sigue:
En primer lugar, leo el guión, intentando visualizar cada escena
mentalmente. Pero procuro leerlo como una novela, ver si me conquista,
porque será la última vez que podré apreciar la historia de forma objetiva. Y
la única vez que seré espectador. Luego, al convertirme en parte interesada,
perderé toda perspectiva. De ahí la importancia de esta primera lectura.
A continuación, y después de haberme entrevistado con el director,
emprendo una segunda lectura, de mayor profundidad, donde hago caso
omiso de mis reacciones emotivas y me esfuerzo en analizar cada escena,
visualizarla esta vez de la forma más concreta posible. Con algunas ideas ya
claras, tomo notas de cara a las reuniones preparatorias con el director, el
productor, el escenógrafo, el figurinista. Hecho esto, me impongo como
deber el estudio de la obra del director, veo las películas suyas que no
conozco, en este caso ¿Quién teme a Virginia Wolff? y Dos pillos y una
herencia. Intento impregnarme de su estilo. Porque es su película la que voy
a fotografiar, no la mía. Estas dos películas, y las restantes de Nichols, las
visioné en vídeo, lo que me permitía inmovilizar la imagen, retroceder para
detenerme en ciertas escenas, repetirlas y estudiarlas.
Luego llega el turno de las localizaciones y de la constitución del
equipo técnico, lo que en el caso de Se acabó el pastel no fue ningún
problema, por cuanto la mayoría de los técnicos elegidos —todos ellos
profesionales de primer orden— había ya trabajado conmigo en anteriores
producciones norteamericanas. Y el de las pruebas de maquillaje, de
vestuario, de peinados. Después de tres películas con Meryl Streep, era la
primera oportunidad que se me presentaba de filmar a esta gran actriz en un
personaje que verdaderamente se le parecía. En Se acabó el pastel tenía que
aparecer morena, como es en realidad, para interpretar a una joven
neoyorquina típica, natural, nerviosa, dinámica, hábil, en los antípodas de
los personajes poéticos a los que su público estaba acostumbrado.
La película se filmó en su mayor parte, con gran contento por mi parte,
en planos-secuencia, con un recurso mínimo al montaje: la cámara sigue
con fluidez las evoluciones de los actores dentro del encuadre. Es decir,
Nichols, en su estilo más puro, como dan fe todas sus películas, no
menosprecia la inteligencia del público, le deja elegir lo que va a mirar. Si
dos o tres personajes aparecen simultáneamente en la pantalla, el espectador
decide a cuál de ellos concederá su atención, como en el teatro. Una libertad
que no le concede el campo-contracampo, sistema con el cual el director
parece decir: “Ahora miren esto, ahora miren aquello.” No hace falta añadir
que un plano-secuencia sólo da resultado cuando los actores poseen un
tempo perfecto, como en esta película.
He aquí un ejemplo de plano-secuencia en Se acabó el pastel. Rachel
Samstat (Meryl Streep) está en la peluquería. Mientras la atiende, la
peluquera se queja a una de sus compañeras de la infidelidad de su amante.
La conversación de las chicas tiene —en otro nivel— una relación directa
con la trama. La escena comienza con un plano de conjunto, que engloba a
los tres personajes. Por medio de un zoom extremadamente lento, la cámara
se acerca imperceptiblemente hasta un primer plano de Rachel. Las chicas
han desaparecido de campo, y lo que ahora importa es el impacto de su
conversación en nuestra heroína, las reacciones que pueden leerse en su
rostro. La escena podía haberse filmado de forma tradicional: un plano de
Rachel sentada, un plano de la peluquera, un inserto de la mano que peina
el cabello, un plano de la segunda peluquera, un nuevo plano de Rachel, y
así sucesivamente, como ahora es norma usual en televisión. En tal caso,
tendríamos que haber rodado una multitud de planos desde todos los
ángulos posibles. Mike Nichols se contentó con un solo ángulo, el justo. El
resultado no sólo es bueno, sino significante. La escena fue filmada de día,
en una peluquería de Washington. Conservamos los tubos fluorescentes que
iluminaban este decorado natural, sin más refuerzo que la escasa luz
reflejada de unas pocas lámparas de cuarzo. Utilizamos la emulsión
Eastman 5294 de gran sensibilidad. Conseguimos así una gran profundidad
de campo, indispensable cuando se trabaja en plano-secuencia, y la escena
se rodó a f6,36, lo que nos permitía ver a las tres actrices con la misma
nitidez: cuando hay varios personajes en el encuadre, cada uno de ellos ha
de verse claramente. En este sentido, las películas ultrasensibles han
significado una revolución.
El supermercado tampoco era un decorado construido en estudio, sino
un establecimiento auténtico de Washington, igualmente iluminado con
tubos fluorescentes. Hoy eso ya no constituye problema, pues existen
nuevos tipos de tubos, cuyo espectro es parecido al de la luz diurna.
Pusimos un filtro 85 en la cámara, como si rodáramos en exteriores, lo que
nos permitía aprovechar cualquier luz diurna proveniente de las puertas
para compensar las zonas de sombra, y utilizamos hileras de tubos
fluorescentes (parecidos a los del decorado natural) montadas en trípodes.
Esta iluminación tiene la ventaja de que produce poco calor, ya que el calor
excesivo suele impedir que los actores se concentren. Cuando sólo existían
las emulsiones poco sensibles, había que sobreiluminar el plató para
conseguir profundidad de campo y los actores se sentían evidentemente
incómodos. Una luz parecida a la de la vida real contribuye también a la
calidad del trabajo de los intérpretes.
La casa en Washington, por el contrario, se construyó enteramente en
estudio. En la trama de la película, esta casa nunca llega a terminarse,
porque los personajes la van arreglando continuamente. Por ese motivo
hemos filmado al revés, partiendo de un decorado prácticamente terminado
y amueblado, para deteriorarlo progresivamente. Remontando el curso del
argumento, concluimos el rodaje con lo que constituía el principio de la
película, cuando la casa no era más que una ruina calcinada que los
protagonistas compran para restaurarla.
Este decorado se construyó en unos estudios muy viejos, Camera Mart
Stages (la antigua Fox), en Manhattan. Son mis estudios preferidos, porque
me resultan muy prácticos. Puedo llegar a ellos a pie o en un breve trayecto
en metro. Hay una especie de Hollywood en pleno corazón de Manhattan,
cuya existencia casi nadie sospecha. Si hace falta visionar copión, las salitas
de proyección de los laboratorios Duart o Technicolor están a unos pasos. Y
si hace falta cualquier cosa, una herramienta, un accesorio, una pantalla, un
objeto antiguo, basta acercarse a cualquier tienda próxima. Ésta es la
ventaja de trabajar en Nueva York, mientras que en California todo está
lejos y hay que recurrir al automóvil.
En cuanto comenzó el rodaje, todo fue como una seda. Yo intentaba
trabajar un poco más de prisa cada día. Me parece que es una excelente
regla, que me inspiró Truffaut, especialmente cuando se trata de una
comedia. Como hacíamos planos-secuencia sobre todo, no era preciso
desplazar continuamente el material de iluminación. Terminábamos pronto
todos los días, algo excepcional en el cine americano, donde las jornadas de
rodaje son interminables. Ése es otro de los rasgos singulares de Mike
Nichols. Cuando queda satisfecho de una escena, después de la segunda
toma dice: “O.K., se acabó por hoy.” Nunca se empeña en rodar inútilmente
un plano de doce formas diferentes.
En nuestra cámara Panavision tuvimos puesto el zoom prácticamente
todo el tiempo, aunque rara vez cambiábamos de distancia focal en el curso
de una misma toma. El zoom nos servía como una auténtica panoplia de
objetivos fijos. No nos movíamos, con todo, de distancias focales próximas
a la visión humana, entre los 29mm. y los 75mm. Los personajes se
encuadraban a menudo en plano americano o plano general, para que el
espectador no perdiera ninguno de sus movimientos. A mi entender, las
mejores escenas de la película son aquellas en las que Jack Nicholson y
Meryl Streep actúan simultáneamente. Estas escenas están organizadas
como un ballet, pero sin que eso se note en la pantalla. Sus movimientos,
sus evoluciones, tenían que parecer naturales, como los de sus antecesores
en las viejas comedias clásicas de Howard Hawks y Leo McCarey,
directores que no cambiaban de plano hasta que era absolutamente
necesario. La simplicidad de su discurso, la falta de pretensión de esas
películas, explican su calidad, y no hay duda de que Nichols quiso en Se
acabó el pastel rendir homenaje a los grandes maestros del pasado.
Para un director de fotografía es indispensable seguir de muy cerca el
diseño de la escenografía y el vestuario, debería ser consultado en cada
etapa de la creación y por ningún pretexto debe llegar al plató y enterarse en
el último minuto de lo que ha de fotografiar. En Se acabó el pastel, por
ejemplo, hay una escena donde seis personas se sientan a una mesa del
Palm Restaurant, en Washington. La decoración del Palm Restaurant es
muy parecida a la del conocido Sardi’s, en Nueva York, salvo en el detalle
de que las caricaturas que adornan las paredes no son de estrellas de cine o
personalidades del teatro, sino de hombres políticos. Esta galería de
retratos, con todo, no ocupa más que dos paredes. Como la escena mostraba
a seis personas charlando alrededor de una mesa, teníamos que recurrir
forzosamente al campo-contracampo. Eso quiere decir que en la escena
montada, resultaría chocante ver caricaturas detrás de unos personajes y una
pared oscura detrás de los otros. Pero yo me había anticipado al problema
durante la localización, y le pedí al escenógrafo, Tony Walton, que me
buscase unas cuantas caricaturas parecidas de hombres políticos. Y él me
contestó dibujando una serie de caricaturas de miembros del equipo, entre
ellas la mía, con las que vestimos las paredes desnudas. A distancia, era
imposible advertir la diferencia y sea el que fuere nuestro ángulo de toma,
el fondo permanecía armónico.
La filmación en exteriores tiene sus pros y sus contras. La ventaja
principal es que se gana en realismo y credibilidad, pero uno de sus
inconvenientes es que hay que contar con los imponderables
climatológicos. Las escenas de diálogos largos resultan a veces difíciles de
rodar con luz natural. Que la luz no sea constante, en cada uno de los planos
que suelen constituir una escena, es un trastorno para los técnicos y los
actores. En este sentido, quisiera recordar una de las escenas más largas de
Se acabó el pastel, cuyo escenario es el jardín en la parte posterior de la
casa de los protagonistas. La casa en Washington poseía un jardín al que
teníamos acceso, pero fue reconstruido en nuestro estudio de Nueva York.
Mike Nichols creyó preferible rodar la escena en el estudio, para no
arriesgarnos a falsos raccords. En cuanto declinase el sol, tendríamos que
dejar el trabajo cada vez para el día siguiente en perjuicio de la
concentración de los actores. En estudio, podíamos terminar toda la escena
en una sola jornada.
Es casi imposible conseguir la réplica perfecta de un jardín. Como en el
estudio no hay aire los decorados son terriblemente estáticos, sobre todo la
naturaleza parece poco natural. Para paliar ese inconveniente, pusimos
ventiladores escondidos aquí y allá que diesen algún movimiento a las
plantas del jardín. Por otra parte, con el decorado levemente sobreexpuesto,
y los actores iluminados en contraluz, conseguimos un fondo un poco
“quemado”. En un cierto momento, la cámara sigue a Streep y Nicholson en
travelling hacia atrás, cuando salen del jardín para entrar en la casa, con lo
que al penetrar en un interior más oscuro se acentúa la ilusión de
autenticidad del decorado. En vez de equilibrar la luminosidad entre nuestro
interior y nuestro falso exterior, dejamos deliberadamente más oscuro el
primero —alrededor de un diafragma y medio— para restablecer la
diferencia del nivel de luz entre el interior de la casa y el exterior. En la
oscuridad, el iris del ojo humano se dilata, para adaptarse a la modificación
luminosa del ambiente. Decidí imitar este mecanismo biológico y le pedí al
foquista que abriese el diafragma progresivamente de 5,6 a 2,8 en quince
segundos. El plano era lo bastante largo como para consentir tal
manipulación, mientras Meryl Streep y Jack Nicholson entran discutiendo.
De esta manera, la sensación no es de un cambio brutal de luminosidad sino
más bien, mientras se abre el objetivo, de que el exterior, al fondo, se
sobreexpone levemente, justo lo que el ojo percibiría en la realidad. Si esta
maniobra no es efectuada por el foquista con el mayor tino, el resultado será
desastroso. Efectuada con suavidad en el momento oportuno, produce un
efecto incomparable de realidad.
He cambiado el diafragma en el curso de una toma en otras películas,
pero antes de Se acabó el pastel nunca había llevado la experiencia tan
lejos. Me siento hoy confortable con esta técnica, aunque sea muy
arriesgada: una toma puede ser lograda y otra dar resultados
insatisfactorios. Hay una escena en La decisión de Sophie, inmediatamente
después del suicidio, donde este principio funcionó mal, donde se nota muy
claramente que alguien está manipulando el objetivo mientras la cámara en
panorámica abandona la multitud apiñada a la sombra ante el “palacio rosa”
y encuadra la fachada soleada del edificio.
Tuve en cambio en Se acabó el pastel la suerte de contar con ayudantes
excelentes, y pude emplear esa técnica sin contratiempos en exteriores. En
Washington, aparece en un plano Meryl Streep que deja su coche en un
parking y se dirige con paso vivo hacia la peluquería. El parking quedaba
en una zona de sombra, mientras que la fachada de la peluquería era blanca
y bañada de sol. Tuve que compensar, pues, la zona de sombra con grandes
pantallas reflectoras de gryflon (que había utilizado por vez primera en
Camino del Sur). Pero incluso la luz solar reflejada con dos de esas
pantallas resultó insuficiente para equilibrar y hubo que cambiar de
diafragma mientras Meryl recorría el trayecto entre el aparcamiento y la
peluquería. El resultado fue impecable. Y mucho mejor que rellenando
completamente las zonas de sombra con arcos, porque el iris del objetivo
seguía a Meryl exactamente igual que lo habría hecho el iris del ojo. En un
caso como éste, de haber igualado la luz de las dos zonas, no se habría
conseguido más que “aplanar” el decorado.
El apartamento del padre de la protagonista, en Nueva York, se filmó en
el último piso en un viejo rascacielos, el Athrop. A guisa de luz solar, se
instaló una lámpara HMI en la azotea y sobresaliendo dirigida hacia la
ventana. La altura del edificio hacía evidentemente imposible levantar
practicables para situar nuestra HMI fuera de las ventanas, como se hace
habitualmente.
Hace años que trabajo con vídeo acoplado y cada vez me cuesta más
prescindir de él. Mike Nichols dirige igualmente sus películas con la ayuda
de un monitor, como hacía Luis Buñuel, que fue, me parece, el primero en
utilizar este recurso sistemáticamente y de forma creativa. Es necesario
añadir que, al final de su carrera, Buñuel tenía el oído y la vista muy
disminuidos, lo que le obligaba a comunicar las instrucciones a sus
ayudantes por medio de un micrófono instalado frente a su monitor. Nichols
no llega a tal extremo, pero prefiere, igual que yo, ver la escena que se está
rodando en dos dimensiones, aun a escala reducida y en blanco y negro.
Porque el blanco y negro puede resultar útil, ofrece otra visión de las cosas.
Permite juzgar exclusivamente sobre coeficientes de luz, sin tener en cuenta
los colores. Con un poco de práctica, se sabe inmediatamente cómo será la
imagen proyectada, se pueden apreciar las zonas sobreexpuestas o
insuficientemente iluminadas: en cierto modo, el monitor viene a
reemplazar a la célula fotoeléctrica.
Meryl Streep es una gran profesional. Mike Nichols me ha contado que
la primera vez que trabajó con ella, en Silkwood, estaba convencido de que,
por su condición de diva, tendría algún enfrentamiento con ella. Y vivía con
el temor de que esa situación se produjera. Pero eso nunca llegó a ocurrir.
Meryl Streep es una trabajadora infatigable, una buena madre, elige sus
lecturas con inteligencia y no necesita atiborrarse de estimulantes. Goza
asimismo de una excelente salud, y eso le permite hacer una película detrás
de otra casi sin interrupción. Es igualmente una persona de amabilidad
extrema, que conoce hasta al último técnico por su nombre y no vacila en
bromear con ellos. Creo que sólo ha habido en el pasado una estrella con
reputación de ser tan natural, y fue Barbara Stanwyck, a la que según
tradición los técnicos adoraban.
Por fortuna, he podido seguir Se acabó el pastel hasta la etapa de
posproducción, pues tomé la decisión de aceptar menos proyectos. En lugar
de cinco o seis películas al año, me limito hoy a hacer una o dos.
Esta película significó el debut de Milos Forman como actor. Teníamos
así dos directores en el plató, pero uno solo hacía comedia. Forman tenía un
papel relativamente importante y se reveló excelente. Al final del rodaje le
pregunté a Nichols cómo había percibido en él dotes de comediante. Me
contestó sencillamente: “Todos los directores son capaces de actuar…”.
Se acabó el pastel fue uno de los rodajes más amenos en los que me ha
tocado participar. Los dos protagonistas, Jack Nicholson y Meryl Streep, el
director y —por supuesto— la guionista, Nora Ephron, son todos muy
divertidos. La filmación, al igual que la historia, estuvo llena de calor y de
risas, y Se acabó el pastel permanece para mí como una película
privilegiada. Que no tuvo, sin embargo, la acogida de público que
esperábamos. Nunca se puede estar seguro de nada.
Lecciones de vida

Martin Scorsese - 1989

No deja de ser una curiosa coincidencia el que la primera película de


ficción en la que trabajé, París visto por…, se parezca mucho a una de las
últimas, Historias de Nueva York.
Filmada en 1964, París visto por… proponía una serie de episodios
independientes, realizados cada uno por un director distinto en un barrio
diferente de París. O sea, París visto por… Rohmer, Godard, Chabrol,
Rouch… En Historias de Nueva York cada episodio tiene también por
escenario un barrio distinto de una gran ciudad, en este caso Nueva York: el
West Side, Central Park, SoHo. Cada barrio de Manhattan está habitado por
personas de condición social y cultural diferente. Nueva York visto por…
Woody Allen, Francis Coppola, Martin Scorsese.
El origen de esta película se debe a Woody Allen. Un día le comentó a
su productor, Bob Greenhut, que era una pena que los directores se vieran
supeditados a hacer películas de una longitud determinada, que él tenía una
buena historia que resultaría mejor contada en menos tiempo, pues de lo
contrario parecería alargada y perdería impacto. Greenhut le sugirió
entonces que le propusiera a otros dos directores hacer una película de tres
episodios. Coppola y Scorsese aceptaron gustosamente el reto.
Yo había trabajado antes con Martin Scorsese en una ocasión, en un spot
publicitario para el modisto Giorgio Armani. Así que ya tenía una idea de lo
estimulante que sería hacer una verdadera película con Scorsese, y me sentí
encantado de que me ofreciera ser su director de fotografía.
Aunque parezca mentira tras una larga carrera de cuarenta y ocho
películas, yo nunca había trabajado en una película como ésta. Siempre es
enriquecedor probar cosas nuevas. Veamos.
El ochenta por ciento de Lecciones de vida —como se titula el episodio
de Scorsese— transcurre en un loft de SoHo, un vasto estudio casi vacío de
pintor con unas pocas divisiones y veinte ventanas alrededor. La decoradora
Kristi Zea creó dentro de este espacio un rincón donde habita el artista, otro
rincón donde pinta, y otro rincón aún donde se instala su ayudante. El loft
era un escenario natural en el octavo piso de un edificio de medianas
dimensiones en el sur de Manhattan. Una de las primeras cosas que
Scorsese me explicó durante la preparación, fue que no quería filmar en
estudio. Quería que por las ventanas se vieran calles de verdad, que se viera
un paisaje urbano auténtico y reconocible para que el público supiera que la
acción ocurría realmente en el barrio neoyorquino de SoHo. Dicho de otro
modo, rechazaba la facilidad que representaba rodar con forillos pintados o
fotográficos en las ventanas de un estudio.
Pero éste es uno de los pocos elementos naturalistas en Lecciones de
vida, por cuanto Scorsese es un director que tiende más bien a la
estilización. La mayoría de directores con que he trabajado —Rohmer,
Truffaut, Benton— ruedan de manera muy realista. Ponen más que a
menudo la cámara a la altura de la mirada del hombre y usan objetivos que
reproducen la visión normal, particularmente entre los 29mm. y los 50mm,
excluyendo por completo grandes angulares y teleobjetivos. En sus
películas la cámara no suele participar, permanece más bien como un
instrumento de observación, a lo Howard Hawks, a lo Leo McCarey.
En lo que a Scorsese se refiere, por el contrario, la cámara puede estar
en cualquier parte, la cámara es Dios. Me aventuraré a situar el estilo de
Scorsese en la vecindad del expresionismo: su cámara está a veces mirando
a la gente desde lo alto, o en el suelo mirando hacia arriba. Pide con
frecuencia lentes de gran angulación combinados con furiosos movimientos
de travelling, con la cámara describiendo círculos en torno a los actores.
Tuve aquí la oportunidad de trabajar por primera vez con la nueva
película Eastman 5297 equilibrada para luz diurna. Es una magnífica
emulsión, de grano extremadamente fino y excelente reproducción del
color. Y no están nada mal sus otras ventajas. Para las escenas de día no
hubo que poner en las ventanas gelatinas 85 naranjas, como es habitual, una
simplificación por cuanto nuestro loft tenía veinte ventanas. Las gelatinas
pueden ser un fastidio, porque se mueven con el aire, .los actores no pueden
abrir las ventanas porque la luz del exterior no está cromáticamente
equilibrada con la luz artificial del interior. En nuestro caso, en vez de las
gelatinas 85 en las ventanas, pusimos gelatinas azules en nuestras lámparas
de tungsteno, para convertirlas en luz de día. Anteriormente, en interiores
de día hacía falta poner un filtro 85 corrector de luz diurna en el objetivo,
con el consiguiente descenso de ASA. Pero esta nueva emulsión 5297 al
estar equilibrada para la luz natural de día y tener un buen ASA, se puede
emplear sin inconvenientes.
Sabíamos muy bien la importancia que la luz tiene para un pintor. Y
visitamos a una serie de artistas de Nueva York para estudiar las luces con
que trabajaban. Observamos que no se limitan exclusivamente a la luz
natural de día que entra por las ventanas —la tradicional luz del norte—,
sino que la combinan con lámparas de tungsteno, mezclan las dos
temperaturas de color. Hicimos, pues, lo que los pintores modernos, pero a
medias, porque el cine tiende a exagerar. Si la luz es cálida, en la pantalla
parecerá mucho más cálida aún; por eso pusimos gelatinas de azul pálido en
nuestras lámparas, para imitar la cálida temperatura de color del tungsteno
pero sin exageración, y el resultado es agradable para la vista. Esta nueva
película posee además buena latitud cromática. En las escenas nocturnas
combinamos también luces reales —fluorescentes y tungsteno— de
distintas temperaturas de color sin mayor dificultad.
En estas escenas nocturnas preferimos usar la película ultrasensible
5296 equilibrada para tungsteno, que tiene un índice de 400 ASA. Como ya
he apuntado, Scorsese quería que la ciudad de Nueva York se mostrase a
través de las ventanas. El inconveniente reside en que de noche, cuando los
interiores se iluminan de forma tradicional —o sea, con mucha luz—, lo
que se ve por las ventanas, las luces de la ciudad, queda negro en la
película, porque tiene poca exposición y el negativo no lo registra. Eso es lo
que ocurría en otra época, cuando los negativos no eran tan sensibles como
los de ahora. La solución era entonces rodar en estudio y utilizar forillos
artificiales —fotografías ampliadas o telones pintados— del panorama de la
ciudad. Ejemplos de esa técnica no siempre satisfactorias son La soga, de
Alfred Hitchcock, o mi propio trabajo en las escenas interiores nocturnas de
Kramer contra Kramer, de Robert Benton.
En Lecciones de vida pudimos proceder de otra manera gracias a la alta
sensibilidad de la emulsión Kodak 5296; los actores y los decorados se
iluminaron muy poco: el fotómetro en las caras daba f2 o f1,8. El panorama
urbano del exterior quedaba así en buen margen de exposición, y hasta las
torres gemelas del World Trade Center podían verse muy bien en la
distancia. El foquista tuvo un trabajo arduo, claro está, porque teníamos
muy poca profundidad de campo y la cámara y los actores se movían
mucho, pero el hecho de trabajar con grandes angulares fue una ventaja. Mi
ayudante, Bruce McCallum, hizo un trabajo extraordinario, sin que nada
quedara fuera de foco ni un momento.
Había un montacargas para subir al loft, cuyo pozo y jaula enrejada
fascinaron a Scorsese. Ahí empieza la primera escena en el loft, con el
montacargas subiendo entre rayos de luz y sombras caprichosas. El lugar
tenía algo misterioso, y a Scorsese y a mí nos encantó su ambiente
expresionista, con sus grandes contrastes de licht und schatten,
característicos del viejo expresionismo alemán. Berlín creó ese estilo en la
época del cine silente, que rechazaba la luz plana para jugar con enormes
sombras. Orson Welles no sólo fue el heredero americano de los
expresionistas, sino que contribuyó, con el operador Gregg Toland, a
desarrollar el uso dramático de la profundidad de campo. Scorsese ha
seguido sus pasos. Como Welles y Toland, nosotros utilizamos también el
efecto visual del split diopter (un lente seccionado verticalmente), por
ejemplo en la escena donde vemos en primerísimo término a Nick Nolte
pintando su tela, y muy lejos al fondo a Rosanna Arquette en el cubículo
superior.
No me gusta demasiado el humo en las películas y, por fortuna,
Scorsese es físicamente alérgico a él. Así que sólo usamos humo en una
escena, la del club nocturno. Y eso porque el humo es corriente en esos
locales. El club nocturno estaba en un túnel abandonado de metro, una
localización muy oscura. Pusimos luces giratorias en el suelo, detrás del
actor Steve Buscemi. Con el humo, esos rayos luminosos en movimiento
materializaron algo parecido al logo de 20th Century Fox y su abanico de
reflectores. De visita en el rodaje aquel día, Michael Powell, el gran director
inglés de clásicos como Black Narcissus y Peeping Tom, nos dijo algo que
nos alegró sobremanera, que la escena parecía sacada de una película muda
en blanco y negro de la UFA, la famosa compañía alemana que produjo
varias películas expresionistas memorables en los años veinte.
Otra indicación que recuerdo de Scorsese durante el período de
preparación era la de que deseaba fragmentar ciertas escenas en muchos
primeros planos, como piezas de un rompecabezas a montar creando un
nuevo sentido de unidad. Esta idea me hizo pensar en David Hockney, que
construye una imagen como un collage de muchas instantáneas hechas con
Polaroid. Una persona o un lugar no se ven así desde un solo ángulo, sino a
través de una multiplicidad de puntos de vista. Scorsese pedía a veces un
plano de un pie, una mano, un pincel, una porción de un rostro, luego
yuxtapuestos en el montaje. Ya lo había hecho, desde luego, en otras
películas —ese es justamente su estilo— pero creo que esta vez Scorsese
era más Scorsese que nunca. Hay en Lecciones de vida muchas escenas
cortadas a tajos, a la manera del collage de un pintor cubista que quisiera
mostrar a una persona de frente y de perfil a la vez. No en vano Scorsese
toma idea de otras artes. Un nuevo ejemplo sería el uso de una iluminación
teatral para determinados efectos. En el teatro es muy corriente abrir y
cerrar las luces en zonas separadas del escenario, mientras que en el cine se
abre o se funde en negro la escena completa con fines de puntuación.
Iluminar y oscurecer un personaje pero no el otro, dejando una parte del
escenario alternativamente apagada o iluminada, es una técnica
estrictamente teatral. Scorsese pidió esta inusual figura de lenguaje en
algunas escenas de ensueño. Es el efecto más sencillo del mundo y no
precisa más que una resistencia eléctrica con reostato manual. Pero en la
pantalla el efecto luce de un modo extraordinario.
A veces creo que Scorsese tiene un video VHS en la cabeza, hasta tal
punto recuerda todas las escenas importantes de la historia del cine,
especialmente de películas antiguas. Como yo también soy un “hijo de
cinemateca” y me gustan las películas antiguas, a veces mientras me
proponía y preparaba un plano y lo discutíamos, mi memoria de cinéfilo me
hacía adivinar: “Ajá, esto viene de tal película.” Y Martin me replicaba
regocijado: “Has dado en el clavo.” Era como un juego nuestro muy
divertido.
Por ese motivo no me sorprendió que me pidiese revivir una técnica de
la era silente. Martin quería transiciones con iris como en la época de D. W.
Griffith. Yo sabía muy bien lo que deseaba, porque ya en Francia usé un
viejo iris en El pequeño salvaje, de Truffaut (quien, igual que Scorsese,
adoraba las películas mudas). Pensé que el efecto de iris por procedimiento
óptico en la truca alteraría la calidad de la imagen —más grano y contraste
— y no produciría la misma sensación que con un iris manual. Lo
buscamos por todas partes en Nueva York sin resultado. Propuse entonces
telefonear a la casa de París que nos alquiló el que yo había empleado en El
pequeño salvaje. ¡Lo conservaban todavía y nos lo enviaron! Aquel iris era
una reliquia del cine mudo, pero funcionaba perfectamente. Lo utilizamos
muchas veces, poniéndolo frente a la lente y accionándolo manualmente: es
como un iris corriente de un objetivo, sólo que de tamaño mucho más
grande. Como todo se hizo en la cámara, recuperamos algo del sofisticado
lenguaje del cine silente. Por ejemplo, se podía cerrar el iris a medias,
tenerlo quieto un instante, manteniendo en un círculo al personaje, y luego
cerrarlo del todo. Como los efectos de iris se hacían a mano había que estar
completamente seguro de antemano de cuándo se accionaba y con qué
velocidad. Nos ayudó mucho tener un sistema de vídeo conectado a la
cámara, cuyo monitor indicaba lo que había que hacer. Martin lo controlaba
y nos daba instrucciones precisas.
Lecciones de vida se centra en dos personajes, y Rosanna Arquette y
Nick Nolte, los dos intérpretes, debían tener cada uno tratamientos visuales
distintos para apoyar el contenido dramático. Arquette tenía que aparecer
muy atractiva y sexy en esta película, así que había que glamourizar o
subrayar su gran belleza natural. Mi mejor oportunidad estaba en la escena
de ensueño erótico entre ella y Nolte. Robándole la idea al Picasso del
período azul, hice poner una doble gelatina de ese color en el soft light, la
única luz empleada en esta escena. Y luego se puso una media negra muy
fina de señora delante del objetivo. No se nota casi, sólo cuando hay en alto
contraste una zona fuertemente iluminada, entonces se da algo mágico y
hermoso a los rostros.
Fotografié a Rosanna Arquette con objetivos de focal larga, que
embellecen los rasgos. Pero a Nick Nolte, por el contrario, había que
fotografiarle con grandes angulares. Nolte tenía que aparecer en la película
próximo a la sesentena, cuando en realidad es más joven. Eso se consiguió
primero con una dieta que le hizo engordar unos kilos, y segundo gracias a
la acción combinada de peluquería, maquillaje y vestuario. Nosotros, el
equipo de cámara, contribuimos también a la transformación de Nolte. Con
este actor cabe arriesgarse a utilizar luz dura y grandes angulares, que
añaden carácter al rostro. Nolte tiene, efectivamente, una cara estupenda,
que parece tallada en un bloque de granito, con una estructura ósea muy
pronunciada. Queda magnífico con cualquier luz, cualquier objetivo y
cualquier ángulo y es, desde luego, un excelente actor, capaz de adaptarse a
cualquier papel.
Fue una satisfacción trabajar aquí con la mayoría de mi equipo habitual
en los Estados Unidos, con los hermanos DeBlau y Peter Girolami en el
departamento de iluminación, con Tommy Prate, el mejor maquinista que se
pueda soñar. Pero perdí a mi operador de cámara, Danny Lerner, promovido
a realizador en Hollywood. Como necesitaba un nuevo operador, Tony
Jannelli me fue recomendado por el propio Scorsese y por mi colega
Michael Chapman, y su trabajo fue realmente excepcional en una película
con tantos y tan complicados movimientos de cámara.
Pero sobre todo fue formidable trabajar con Martin Scorsese. Es uno de
los pocos directores americanos con firma. Creo que en el caso de ver
empezada una de sus películas, sin saber quién es el director, ni haber leído
los títulos de crédito, se podría identificar inmediatamente como suya, tal
como ocurre con Fellini y Hitchcock. Muchas películas parecen hoy hechas
por un ordenador, perfectas pero sin estilo, sin alma. Aquí trabajé con un
director de indiscutible personalidad y yo aprecio hoy en día el estilo por
encima de todo. Fue una satisfacción que me llamase para fotografiar su
episodio en Historias de Nueva York… Lo esperaba desde hacía tiempo.
Apuntes al natural
EXPERIENCIAS EN EL CINE PUBLICITARIO

En los últimos años, el cine publicitario ha adquirido tanta importancia


que ha modificado las relaciones de trabajo y empleo en mi profesión y ha
tenido una definitiva influencia en el terreno de lo estético. Este hecho ha
cogido desprevenidos a todos y sus consecuencias no han sido estudiadas
todavía suficientemente.
Una gran parte de la gente de cine vive ahora, principalmente, de estos
pequeños filmes de 10, 15 o 30 segundos. Tal es el trabajo que ofrece el
cine publicitario que el desempleo periódico, esa enfermedad endémica de
nuestra profesión, ha dejado de ser la eterna amenaza pendiente sobre
nuestras cabezas.
No hay más que hacer una visita a las empresas que alquilan cámaras y
equipos: una actividad febril las ocupa y siempre hay que reservar el
material con anticipación. Lo mismo sucede con los estudios, especialmente
los de tamaño mediano. El filme publicitario lo acapara todo. Es decir, que
la crisis del cine se refiere a las películas de largometraje, no al oficio en sí.
La publicidad, claro está, ha existido antes del cine y desde tiempos
inmemoriales, pero no empezó a desarrollarse con fuerza hasta la segunda
mitad del siglo XIX. Tal vez sea Toulouse Lautrec el autor más conocido con
sus anuncios de Confetti. En España hubo también el caso excepcional de
Ramón Casas, con su famosa promoción de una marca de anís. Ya en el
siglo XX, Paul Colin alcanzará notoriedad en Francia con sus carteles de
agua de Vichy y, en América, Maxfield Parrish a través de sus inquietantes
anuncios de lámparas eléctricas. La crítica no tardó en aceptar dichos
trabajos, que terminaron por figurar en colecciones y museos.
La publicidad cinematográfica, en cambio, no ha sido aún reconocida
realmente por los profesionales de la crítica. Hay, todavía, una cierta
condescendencia hacia esos spots que, quiérase o no, definen, a través de la
pequeña pantalla de nuestros televisores, la vida actual o, al menos, sus
aspiraciones.
Existen, incluso, reparos por parte de los propios creadores. La
paternidad de estas obritas sigue, hasta cierto punto, permaneciendo
anónima, como si sus autores tuvieran vergüenza de firmarlas. Y, sin
embargo, son innumerables los grandes directores de cine “legítimo”
contemporáneo que realizan cine publicitario. Los críticos y cinéfilos no
ignoran este hecho, pero parecen no conocer la verdadera extensión del
fenómeno. En lo que a mí respecta, me siento orgulloso de haber
colaborado en algunas de esas pequeñas películas.
Gracias a ellas he tenido el privilegio de trabajar con grandes
realizadores que, a causa de la incompatibilidad de fechas de rodaje u otras
razones, quizá nunca hubiese llegado a conocer.
Por ejemplo, siempre admiré, entre otros directores de la nouvelle vague
francesa, a Claude Chabrol. Pero éste ha sido fiel a su director de fotografía,
Jean Rabier, amigo además de colega. Sólo en una ocasión, por causas
ajenas a ellos, se rompió el tándem y pude trabajar con el gran maestro en
un único y delicioso spot humorístico en torno a un queso.
Más recientemente, me ha tocado en suerte filmar en Italia con el más
vibrante de los realizadores americanos actuales, Martin Scorsese. Fue una
elegante obrita en blanco y negro para el famoso diseñador Giorgio Armani.
La experiencia valió realmente la pena.
En otras ocasiones, tuve la oportunidad de colaborar con grandes
fotógrafos de moda, ahora pasados a la fotografía en movimiento, es decir
al cine. Saber cómo trabajan estos colegas —los grandes de los grandes— y
poder entender y husmear su proceso creativo ha sido un deseo que sólo el
cine publicitario me ha dado la posibilidad de satisfacer. Como Richard
Avedon, un clásico a quien admiraba desde mi juventud; o Bruce Weber, un
sensual de genio que ha inventado una mirada diferente para toda la nueva
generación.
Al igual que en el cine “legítimo”, hay entre los spots publicitarios
algunos que son “nobles”, en oposición a la mayoría, que no lo son.
América ha acuñado una nueva expresión: soft sell y hard sell. Los soft,
sólo por alusión y, a veces, ni siquiera mencionan o muestran lo que se
pretende anunciar. En este caso, la película puede llegar a ser, aunque
mínima, una obra de puro cine, en cuya brevísima duración reside,
precisamente, su interés. Los límites de tiempo impuestos obligan a la
concisión, la elipsis, la precisión, la pirueta. Algunos de estos spots se
convierten en pequeñas obras maestras, una suerte de kaikus de la imagen
en movimiento en los que la claridad y grafismo de cada plano deben ser lo
suficientemente fuertes como para ejercer un impacto en el espectador.
El trabajo en el cine publicitario puede ser un excelente trampolín para
saltar al largometraje —no sin algún peligro, que expondré más adelante—
dado el obligado aprendizaje para manipular imágenes con eficacia y
soltura.
Causa sorpresa, en el cine actual, el profesionalismo y la excelente
factura técnica de algunas óperas primas: Los duelistas de Ridley Scott;
Diva de Jean-Jacques Beneix; La historia oficial de Luis Puenzo. He aquí la
explicación: todos estos realizadores provienen del cine publicitario que
ofrece, a fin de cuentas, un taller de experimentación de primer orden. Estos
neófitos lo son sólo a medias.
Alrededor del cine publicitario surgen cuadros de técnicos, no sólo en el
campo de la imagen, sino en el del sonido, la decoración, el montaje y el
laboratorio. Los spots crean un embrión de industria cinematográfica en
países donde ésta prácticamente no existía. Así, hemos podido ver películas
tan acabadas técnicamente como La ciudad y los perros de Francisco
Lombardi, que llegaba de un país como el Perú, que no tenía casi historia en
lo que a cine se refiere.
En otras naciones, donde sí existía una industria cinematográfica con
tradición, como la Argentina, la abundante producción de spots
publicitarios ha determinado que aquélla no se extinguiese en tiempos de
crisis, permitiendo la supervivencia de una estructura industrial.
El cine publicitario, en relación a su duración, tiene presupuestos muy
superiores a los del cine de largometraje. Por ejemplo, los 2 millones de
dólares (240 millones de pesetas) que costaron los cuatro spots que filmé
para el perfume Obsession de Calvin Klein. Es decir, nada menos que 1
millón de dólares por minuto en la pantalla. Lo que indica que se ponen en
nuestras manos, sin escatimar, los medios técnicos necesarios y aun los más
descabellados que reclame nuestra imaginación. Es por esto que sólo en
este tipo de rodaje se puede aspirar a una absoluta perfección. El cine
publicitario se convierte así en el blanco ideal de pruebas para todos los
caprichos de la creación formal que después, tal vez, aplicaremos en los
largometrajes. Es éste su mayor interés.
El guión de uno de mis primeros spots en Francia, hace ya bastantes
años, exigía que dos cosmonautas salieran de sus naves espaciales
acercándose uno al otro en ingravidez para alcanzar el producto
promocionado.
En el fondo se dispuso un gran ciclorama negro y opaco, en el que se
practicaron cientos de orificios. Detrás del mismo se situó un banco de luces
photo floods de forma que los orificios pareciesen estrellas brillantes en el
cielo sideral. Delante del telón se colocaron las dos naves y los
cosmonautas suspendidos horizontalmente por cables invisibles como
marionetas. Se filmó el plano a 48 imágenes por segundo en lugar de las 24
habituales, de modo que, con la lentitud adquirida en los gestos, se creara
una ilusión de ingravidez y flotación. Utilicé la única luz de un arco o bruto,
pero sin la corrección usual del filtro amarillo que elimina sus radiaciones
ultravioletas. Me serví, precisamente, de este defecto de la luz del arco
voltaico porque había leído en artículos científicos que, en el espacio
exterior, la luz solar contiene rayos ultravioletas que la atmósfera de la
Tierra filtra. Así, la luz emitida por mi arco era de un tono azulado muy raro
que convenía muy bien a la escena. Después, cuando empezaron a llegar las
imágenes de los hombres en el espacio, pude comprobar que el efecto
lumínico era exacto al nuestro. No utilicé ninguna luz de apoyo para llenar
las zonas de sombra, de manera que éstas aparecieran en nuestro filme en
un negro absoluto para conseguir una ilusión perfecta ya que, en el espacio
exterior, con la falta de atmósfera, nubes y Tierra, en las zonas no golpeadas
por los rayos solares, son de una oscuridad total. Algún día podré utilizar
esta experiencia si se me ofrece una película de ciencia-ficción.
En Frozen Lake, que dirigí y fotografié yo mismo, recientemente, en los
Estados Unidos, el guión y el storyboard establecían que se debía ver un
gran lago helado rodeado de montañas. En ambas orillas del mismo, una
frente a otra, dos casas de troncos. Es de noche, hay luna llena. Una pareja
se dirige patinando sobre el lago helado desde la casa cercana a la cámara a
la que está en el fondo donde les esperan unos amigos.
No se pudo encontrar un lago como lo había imaginado el guionista sino
otro más pequeño, aunque bellísimo, en el estado de Colorado. Así que,
para obtener el efecto de una mayor dimensión y una impresión de
distancia, mandé construir una casita modelo reducido —de unos dos
metros de alto— en primer término. Al fondo, en la otra orilla, se veía la
otra casa, ésta verdadera y, por tanto, de tamaño real.
Utilizamos un lente gran angular de 17mm. de modo que, con la
perspectiva exagerada, la ilusión óptica de distancia pareciera mayor y la
casita en primer término de tamaño natural. Lo que no logramos —aunque
se filmó el plano a la hora mágica, al caer la noche— fue que el cielo
tuviera el color negro requerido. Éste no resultó, sin embargo, un obstáculo
mayor. El procedimiento actual en la realización de spots publicitarios, en
América, consiste en transferir la filmación cinematográfica de 35mm. a
vídeo. Los trucajes, que resultan mucho más fáciles en este último sistema,
se efectúan, entonces, en esta segunda etapa. Para remediar, pues, el
problema del color, no sólo se “inyectó” un cielo negro al paisaje sino que
se añadieron en el firmamento la luna y las estrellas. Pero todavía no se
había alcanzado la perfección. La nieve en los picos de las montañas era
excesivamente brillante ya que el centro de atención luminosa debía estar
en la casita del fondo y en el lago supuestamente iluminado por la luna. Por
medios electrónicos se bajó el valor lumínico de las montañas para así
resaltar la casa, con luz interior de tonos cálidos en las ventanas y la
chimenea humeante. Veía, al fin, realizado el sueño de todo director de
fotografía: poder efectuar un talonaje selectivo por zonas dentro del cuadro.
De pronto, gracias a esta combinación de cine y vídeo, podía transformar y
corregir a voluntad, como un pintor sobre una tela, los valores luminosos y
cromáticos de la naturaleza.
Otro spot. Éste rodado en París. Un turista americano de edad madura
llega corriendo a una estación de tren. Se le ve entre la multitud
dirigiéndose al andén. Atraviesa una nube de vapor y se encuentra con su
esposa que le está esperando. Ha perdido el billete. Momento de desazón.
Pero no hay problema, el inspector acepta su tarjeta de crédito que le saca
de apuros.
Se filmó así: el personaje central fue seguido en movimiento vertiginoso
a través de la multitud mediante el steady cam, espléndidamente manejado
por mi operador de entonces, Daniel Lerner. La cámara atravesaba la nube
de vapor junto con el protagonista, lo perdía por un momento y reaparecía
por el otro lado. El rodaje transcurría sin tropiezos pero, de pronto, el asesor
francés que nos había atribuido la Gare Saint Lazare se plantó indignado al
descubrir las bombas de humo que había traído el encargado de efectos
especiales: “Monsieur, en France touts les trains sont electrifiés depuis tres
longtemps.” En efecto, desde un punto de vista estrictamente histórico y
documental, el anacronismo que había soliviantado el amor patrio del
francés estaba justificado. El director americano, sin embargo, insistió: “No
one will know, wanna bet?” Para sus compatriotas, que tienen un archivo
mental de imágenes proveniente del gran acerbo ficcional de Hollywood, lo
que se terciaba en una estación europea era el vapor de las locomotoras. Esa
imagen romántica era la que hacía falta. Y así se filmó a pesar de las
protestas. Tengo que admitir que nadie, absolutamente nadie, incluyendo a
los mismos franceses, se dio cuenta del absurdo: una locomotora eléctrica a
vapor. He aquí otra lección: la estilización de una imagen a veces puede
más que la historia y la lógica. El spot tuvo muy buena acogida y se
difundió durante meses por las antenas.
En una serie de spots que dirigí y fotografié más tarde, se trataba de dar
a conocer al pueblo americano una nueva marca de automóviles importada
del Japón. Este proyecto me dio la oportunidad de visitar por primera vez el
país con el que tantas veces había soñado. Algunas escenas se filmaron en
un poblado japonés tradicional construido en estudios al aire libre, como se
suele hacer en los westerns. Dicho poblado había sido, probablemente, ya
visto varias veces en otros tantos filmes sobre samurais. Peo resultó
excitante encontrarme filmando entre cientos de extras japoneses vestidos a
la moda oriental en una atmósfera que me recordaba aquellas memorables
películas de Mizoguchi o Kurosawa que tanto había admirado en mi
juventud.
Tal vez los más apasionantes de todos estos opúsculos cinematográficos
en los que he trabajado fuesen los de un cuarteto que realizó Richard
Avedon para el perfume Obsession, el año pasado. Cuatro spots con cuatro
personajes en una breve historia alrededor de una joven con la que cada uno
de ellos está obsesionado. Cada sketch contaba la misma historia de manera
diferente, según la óptica particular del protagonista. La misma narración y
el mismo decorado salían transfigurados por el estilo de iluminación y los
ángulos de cámara.
Uno tras otro —un joven, un niño, un hombre mayor y una mujer—,
cada personaje hablaba en primerísimo plano. Al fondo —perfectamente a
foco—, veíamos a las otras figuras, muy alejadas.
Se utilizó la mitad de una lente frente al objetivo, a la manera de las
personas que se valen de bifocales, pero verticalmente, de tal manera que su
límite coincidiera con un elemento confuso del decorado para que no se
advirtiese la zona de cambio de foco. En la historia narrada por la mujer,
aproveché una idea tomada de un sketch de un viejo filme de Duvívier
(Carnet de baile, 1937): para acentuar el carácter neurótico del personaje,
se inclinó a cada cambio de plano el nivel del trípode para que el piso
pareciese en declive y los personajes en desequilibrio.
Todos los colaboradores en la creación de esta serie eran artistas de
excepción. Desde la guionista Dune Arbus hasta la supervisora de la
coreografía Twyla Tharp. Este “Rashomon” de bolsillo, como le llamamos
en broma por contar la misma historia de cuatro formas distintas, alcanzó
una excelente acogida por parte del público y de la crítica aunque también
tuvo sus detractores por el carácter ambiguo de dos de los spots, acusados
de lesbianismo y pedofilia.
En ocasiones, la publicidad cinematográfica me ha dado la oportunidad
de filmar a alguna gran estrella de la pantalla. Para el anuncio de un
refresco, tuve la suerte, recientemente, de iluminar nada menos que a uno
de los sex symbols de nuestra época: Raquel Welch, quien, por añadidura,
tenía que aparecer en traje de baño. En nuestro filme, su hermosura debía
ser resplandeciente. Para obtener la sensación de frescura que la bebida
tenía que procurar, había que evocar visualmente en el estudio una imagen
acuática. Detrás de la bella Raquel se dispuso una especie de cortina de
cordeles con lentejuelas. Un plástico translúcido frente a esta cortina
difuminaba el efecto. Una ayudante agitaba levemente la cortina de
lentejuelas de manera que, al reflejar la luz, se obtuviera un efecto
cambiante de una cascada de agua. Mientras tanto, el cuerpo y el rostro de
la estrella era humedecido con un vaporizador antes de cada toma para
contribuir a la impresión que se buscaba. Para iluminar frontalmente a
Raquel se dispuso, además de un soft light de 4 kw, otra cortina de
lentejuelas en la cual se hizo rebotar una luz de 5 kw. Las lentejuelas
creaban, al moverse, destellos luminosos que se proyectaban sobre la actriz.
Mi jefe electricista, Peter Girolami, que ha colaborado conmigo en todos
estos últimos ejercicios, manejó espléndidamente los efectos, situando las
luces en su ángulo óptimo para que se obtuviese en la pantalla la visión de
un ser parecido a una sirena. El lente se cubrió con una media transparente
de mujer. Su trama multiplicó y transfiguró los movedizos destellos
borrando, además, los contornos a la manera impresionista. Era ésta la
segunda vez que trabajaba con Richard Avedon. Es tan perfecto nuestro
acuerdo, que haré lo posible, cuando se presente la ocasión, para trabajar
juntos una tercera y cuantas veces sea factible.
El cine publicitario ha enseñado a los televidentes a leer imágenes con
mucha más rapidez de lo que se acostumbraba en el pasado. Los primeros
que practicaron el montaje acelerado, con brevísimas imágenes que se
sucedían a una velocidad considerada entonces vertiginosa, fueron los
realizadores soviéticos del cine mudo como Dziga Vertov o S. M.
Eisenstein. ¿Es ahí donde terminaría el ritmado descenso de las escaleras de
Odessa en Potemkim? Resultaría irónico que la contribución mayor del arte
cinematográfico por parte de los rusos terminara por servir los intereses más
capitalistas de occidente: los de la publicidad.
Cuando aludía más arriba a los peligros del cine publicitario, al pasar un
realizador o un director de fotografía al largometraje, me refería a cierto
preciosismo de la imagen, a la tendencia a embellecerlo todo aunque no
tenga significado alguno dentro de la historia que se está contando. El
manierismo en el arte pictórico acabó por cerrar una época al alcanzarse la
decadencia. De esto, efectivamente, tendremos que prevenirnos.
NUEVAS EXPERIENCIAS EN EL
DOCUMENTAL
Conducta impropia
Néstor Almendros y Orlando Jiménez Leal - 1984

Nadie escuchaba
Néstor Almendros y Jorge Ulla - 1988

La mayoría de las personas tiembla ante los dictadores y se niega a


manifestarse. Los que más saben son precisamente los que más miedo
tienen. Hubo que esperar a la muerte de Hitler para conocer la existencia de
los campos de concentración. Aunque hoy se cuestione abiertamente a
Stalin, aunque —incluso en Rusia— muchas películas denuncien sus
desmanes, pocos fueron los que osaron enfrentarse en vida al padrecito del
pueblo. Siempre es más fácil criticar a los dictadores después de su muerte.
Ningún realizador, entre mis compatriotas españoles, hizo una película
abiertamente en contra de Franco mientras estaba vivo. Claro que yo no
puedo tampoco dar lecciones en este sentido. Mi excusa es que yo era muy
joven y no estaba aún bastante introducido en el cine.
Quise remediar esto con dos documentales sobre Cuba. En cierto modo,
preparaba Conducta impropia y Nadie escuchaba desde mi partida de Cuba
en 1962. Desde esa época, en efecto, pensé en realizar algún día un
documental sobre cómo habían sido traicionados los ideales de la
revolución cubana, sobre cómo quienes se proclamaron libertadores de la
isla violaban repetidamente los derechos de sus ciudadanos. De pronto,
hacia 1980, me sentí culpable de no haber hecho nada positivo en tal
sentido. En aquella época yo estaba en la cumbre de mi carrera. Había
ganado un Oscar en los Estados Unidos, luego un César en Francia.
Entretanto, se produjo el éxodo del boat people del pequeño puerto cubano
de Mariel. Estos exiliados eran muy distintos de los de la primera ola de los
años sesenta. No se trataba de burgueses o de personas cultivadas, sino de
gente pobre, la gente para la que justamente se había hecho la revolución.
Sentí entonces que había llegado el momento de hacer una película de
denuncia. Y en 1984, junto con Orlando Jiménez Leal, emprendí en Francia
Conducta impropia, el primero de mis proyectos sobre la cuestión cubana.
Yo conocía a Orlando Jiménez Leal desde los tiempos de mi juventud,
cuando probablemente él era, a los quince años, el operador jefe más joven
del mundo. Orlando trabajaba entonces para Cineperiódico, un noticiario de
actualidades habanero que padeció con frecuencia la censura de Batista y
que Castro liquidó definitivamente en 1961.
Entre las imágenes que sacamos de los archivos franceses, las que
mostraban a Fidel Castro entrando como gran libertador en La Habana,
habían sido filmadas por Orlando para Cineperiódico. Estaba escrito que no
se podía desaprovechar la ocasión de Conducta impropia, estas imágenes
nos volvían como un bumerang.
Yo había trabajado ya con Orlando en un cortometraje en 16mm, La
tumba francesa, un documental etnográfico rodado en 1961, poco antes de
irnos a Cuba. Orlando se convertiría luego en uno de los más importantes
cineastas hispánicos residentes en los Estados Unidos. Su admirable
largometraje, El súper, filmado en Nueva York en 1976, ganaría muchos
premios en diversos festivales internacionales. Cuando le llamé para
proponerle Conducta impropia, aceptó inmediatamente y con entusiasmo.
Orlando sentía preocupación por el problema de los derechos humanos en
su país natal. Y había rodado ya para la televisión italiana un documental en
dos partes, L’altra Cuba, donde expresaba opiniones análogas a las mías.
Ni nuestra productora, Les Films du Losange, ni Antenne 2, cadena
pública de televisión que dependía entonces de un gobierno socialista,
ejercieron nunca presión política alguna sobre nosotros. Conducta impropia
se realizó para el programa de televisión Résistances, cuyo tema era la
represión y el destino de los disidentes en el mundo entero. Los
responsables del programa no habían tocado nunca el tema de la Cuba
castrista. Castro había sido hasta entonces todavía un mito.
Recuerdo que había empezado a explicarle nuestro proyecto, no sin
inquietud, al responsable de la programación, Michel Thoulouze, y que él
me interrumpió bruscamente: “No siga, es suficiente.” Yo insistí: “Déjeme
acabar, quizá consiga convencerle.”
Y él replicó: “Ya me ha convencido. Hagan la película.” Así fue como
logramos poner en marcha el proyecto, para el que se nos concedió carta
blanca. Aunque como suele ocurrir en la televisión, sólo disponíamos de un
presupuesto exiguo. Pero nos dieron libre acceso al material de archivo de
la cadena, lo que significó importantes economías.
Tuvimos mucha suerte porque Les Films du Losange, la compañía de
Barbet Schroeder y Eric Rohmer, entró en coproducción y consiguió que
nuestra película se ampliara a 35mm. y se distribuyera también en los cines.
Conducta impropia consiguió premios en varios festivales. Nos sentimos
particularmente orgullosos del obtenido en Estrasburgo, en el festival de los
derechos del hombre.
Cuatro años más tarde llegaron a Francia, a España, a los Estados
Unidos, presos políticos cubanos recién liberados tras veinte años de
encierro en las cárceles castristas. Sus historias eran aterradoras. Yo no
podía aplazar por más tiempo la realización de una segunda película. Pedí
prestada una cámara Eclair de 16mm, Kodak y Fuji me regalaron
generosamente varios rollos de película virgen. En abril de 1986, un
tribunal formado por artistas e intelectuales escuchó en París el testimonio
de antiguos presos políticos cubanos sobre las torturas, malos tratos y
aislamiento a que fueron sometidos. Yo estaba presente y lo filmé todo. Esc
material constituyó el embrión de lo que se convertiría en Nadie escuchaba.
Orlando Jiménez Leal no estaba libre esta vez. Trabajaba en Nueva
York, donde le retenía su productora de cine publicitario. De los demás
realizadores cubanos en el exilio, Jorge Ulla me parecía el más dotado, el
más inteligente. En cuanto le llamé para explicarle mi proyecto, accedió con
entusiasmo. A Jorge también le interesaba la defensa de los derechos
humanos en su país. Su primera película como director en 1981, un
mediometraje documental titulado En sus propias palabras, trataba del
éxodo de Mariel. Me alegró que un cubano nativo participase en la película.
De vuelta a Nueva York, Ulla montó y condensó el material rodado en
París, y fundó una asociación de carácter no lucrativo para financiar el
proyecto. Conseguimos préstamos y donativos de particulares, exiliados
cubanos en su mayoría. El presupuesto inicial se fijó en 150.000 dólares y
nos pusimos a trabajar inmediatamente. Por paradójico que parezca, es
difícil conseguir financiación para un proyecto semejante en los Estados
Unidos. Los americanos, sin duda, experimentan un oscuro, justificado
sentimiento de culpabilidad en lo que concierne a la política de sus pasados
gobiernos al sur del río Grande. La intelectualidad americana contemplaba
todavía con malestar la crítica abierta al régimen castrista.
Tuvimos que recurrir a donativos y ayudas individuales porque ninguna
cadena norteamericana aceptó producir Nadie escuchaba cuando en Francia
no hubo el menor problema para conseguir la financiación de Conducta
impropia. ¿No es significativo que Hollywood no haya producido aún una
película anticastrista, cuando los dictadores latinoamericanos de derechas
han sido puestos varias veces en la picota, Pinochet en Desaparecido,
Somoza en Bajo el fuego y Walker? Sólo Hitchcock se arriesgó a zaherir a
los barbudos en una secuencia de su película de espionaje Topaz en 1968.
El trabajo de investigación que requiere un proyecto semejante ocupa
habitualmente a un equipo entero. Pero la pobreza de nuestros presupuestos
nos obligó a buscar nosotros mismos, en horas libres, a nuestros testigos,
por carta o por teléfono. Pues yo trabajaba simultáneamente en la cámara en
varias películas, mientras Orlando y Jorge rodaban spots publicitarios en
Nueva York. Las cuentas del teléfono fueron partidas importantes de estos
dos documentales. No empezábamos desde cero, por suerte. Algunas de las
personas entrevistadas eran viejos conocidos. Jorge Valls, liberado tras
veinte años y cuarenta días de cautiverio, había estudiado filosofía y letras
conmigo en la universidad de La Habana. Luisa Pérez, la bibliotecaria de
Miami que describe las cárceles de mujeres, había sido compañera mía de
bachillerato en 1948. Otros eran conocidos de mis corealizadores, Ulla y
Jiménez Leal.
Desde el punto de vista del estilo, el principio que queríamos seguir era
el de que el documental fuese constituido por tomas apenas montadas,
aunque luego hubiese que «condensarlas». Para preservar su veracidad,
pensamos que el montaje tenía que ser lo más sencillo posible. Para Nadie
escuchaba confiamos este trabajo, fácil en apariencia pero muy complejo en
realidad, al talento de dos mujeres excepcionales, Gloria Piñeyro y su
asociada Esther Durán. En Conducta impropia habíamos apelado al no
menos brillante Michel Pión, que llevó a cabo su tarea con inteligencia y
elegancia. Se supone que el montaje juega en el documental un papel mayor
que en cualquier otro género. Con el tiempo, sin embargo, he acabado
rechazando los documentales hipermontados que admiraba en mi juventud,
los de Joris Ivens y Leni Riefenstahl, entre otros, apoyados en una
manipulación del material filmado o en una puesta en escena ostensible. A
mi entender, cuantos menos artificios de montaje se empleen en un
documental, mejor será el resultado.
Tanto en Conducta impropia como en Nadie escuchaba creímos bueno
no disimular los falsos raccords. Cuando se acorta una entrevista, el público
debería darse cuenta de ello, aunque eso signifique un salto por corte de la
imagen en el montaje. ¿No es normal en los trabajos de investigación
libresca indicar al lector que un texto no está citado por entero? Pero en el
caso del documental cinematográfico eso se considera una torpeza. Y los
montadores han de pasarse horas interminables para pulir ciertas
transiciones, dar coherencia ficticia a un material fragmentario por
naturaleza. Pienso que hay algo esencialmente deshonesto en buscar la
«artístico» en un documental, sobre todo en un tema como el nuestro. Por
esto preferimos que estos documentales tuviesen un estilo muy directo, sin
adornos.
En aquel momento, nos poníamos como modelo el documental
etnológico practicado por Jean Rouch, cuyas películas —que admiro
enormemente— son sencillas, sin artificios. Para él, el sonido, el texto, son
muy importantes, tanto como la imagen. Mi postura puede parecer
paradójica en un director de fotografía, para quien la parte visual se supone
ha de ser fundamental. Estoy convencido, sin embargo, de que la diferencia
entre los documentales de ayer y los de hoy reside precisamente en la
importancia que se concede a la banda sonora. Precisamente en lo que
respecta a nuestros documentales la cuestión es que, antes de rodar,
habíamos indicado al ingeniero de sonido y al operador que el sonido era
prioritario, que para conseguir una buena colocación del micro estábamos
dispuestos a sacrificar la composición de la imagen si hacía falta. Lo
importante era lo que nuestro interlocutor tenía que decir. Por esta razón
principalmente rodamos nuestras entrevistas en español —para conservar la
espontaneidad, la riqueza original del discurso—, aunque éramos
conscientes de que el uso del inglés hubiese significado un público más
amplio. Me gusta el sonido directo. Me digo a veces que sería maravilloso
poder escuchar, por ejemplo, al presidente Roosevelt hablando en una
película. Aunque existen filmaciones donde aparece leyendo un discurso, la
mayoría de los documentos de la época son mudos. ¿No es frustrante verle
sentado junto a Stalin y Churchill en Yalta y no oír lo que dicen? ¿Cuál
sería su tono de voz? ¿Y cómo hablaba Stalin? Todo cuanto nos queda de
estos hombres son discursos. Aunque todos hemos oído a Hitler aullando
ante las masas, nadie sabe cómo se expresaba en privado, cómo hablaba a
los niños cuando les abrazaba ante las cámaras de los noticiarios. El sonido
representa la mitad de un documento cinematográfico, si no es más.
En el cine moderno, el sonido directo permite a través de la entrevista
recoger el testimonio de un hecho o de un fenómeno que no podemos ver, y
lo dicho por el entrevistado deviene el único medio de visualizar el pasado,
como ocurre en el documental de Marcel Ophuls Le chagrín et la pitié, y
ocurre también en Conducta impropia y en Nadie escuchaba.
En el momento actual, se da una importancia cada vez mayor a la toma
de sonido directo, mientras se tiende a suprimir la música de fondo. Me
explico. Cuando hoy vemos un documental a la antigua usanza, la música
nos parece casi siempre excesiva y como un elemento superfluo. Hace poco
he visto un viejo documental sobre la guerra civil española, realizado
inmediatamente después de la muerte de Franco. Las imágenes desfilaban al
ritmo de marchas militares, melodías de Falla y —nada menos— de
Chaikovsky. ¿Por qué contaminar así esos documentos visuales de archivo,
originalmente silenciosos? ¿Por qué no dejar esas imágenes clásicas que
hemos visto cien veces —refugiados españoles que cruzan los Pirineos, una
madre que trata con sus manos de calentarle los pies helados a una niña—
tal como eran? ¿Por qué una imagen sin palabras ha de tener
necesariamente un acompañamiento musical, que equivale a ensuciarla?
Todo eso me recuerda la música horrible que nos hacen escuchar en los
aviones o en los supermercados, supuestamente pensada para neutralizar
nuestro miedo o nuestro sentimiento de soledad, y que infecta la atmósfera.
Ciertas películas son sometidas a un acompañamiento musical absurdo que,
al no añadir nada a las imágenes, carece de toda razón de ser.
Por nuestra parte, hemos renunciado en nuestro documentales a la
música de fondo que subraye los momentos de emoción. La única música
que se escuchaba es la que pertenece a los extractos de otras películas que
utilizamos. No hemos querido en estos casos separar el sonido de la
imagen, con el fin de respetar la integridad del documento. En Nadie
escuchaba, por ejemplo, dejamos tal cual un fragmento de un programa de
la televisión cubana, donde Castro es aclamado con flores y pañuelos por
los jóvenes pioneros durante su tercer congreso del partido comunista: esas
imágenes iban adornadas con una música marcial que contribuía a
representar a Castro como un personaje mítico. En Conducta impropia
utilizamos un fragmento de un documental oficial sobre los acontecimientos
de la embajada del Perú en 1980, que el realizador del ICAIC había
acompañado de percusiones y una ridicula música sintética. Esas imágenes
constituían una muestra de la información que se proporcionaba a los
cubanos en estos últimos años. Y la música era, a nuestro entender, parte
integrante de ese tipo de documento.
En Conducta impropia y Nadie escuchaba teníamos historias que
contar, así que buscamos gente que fuera capaz de contarlas. He hablado
antes en este libro de las razones que me alejaron de los documentales del
llamado «cinéma-vérité», donde hay que esperar pacientemente a que
ocurran acontecimientos que, en el caso de que se dignen producirse, suelen
carecer de interés. He preferido, por lo tanto, un método sancionado por el
uso y tan viejo como el cine parlante: la entrevista. Dziga Vertov lo había
empleado en su documental Tres cantos a Lenin, donde una mujer describía
un accidente de trabajo acaecido en su fábrica. Es uno de los primeros
ejemplos conocidos de la técnica de la entrevista. Algunos de los
extraordinarios documentales producidos durante los años treinta y cuarenta
por la G.P.O. inglesa, recurrían al mismo principio: mostrar una persona que
se dirige al realizador y, por consiguiente, al público. Redescubrí esta
técnica mientras rodábamos Idi Amin Dada en África. Filmamos al dictador
mientras nadaba, tocaba el acordeón, daba órdenes a voz en grito a sus
soldados. Pero creo que la película logra sus mejores momentos cuando la
cámara, inmóvil en su trípode, «mira» a Amin mientras nos habla, como
entregado a una especie de confesión pública.
Tanto en Le chagrín et la pitié como en Shoah, son raras las
ilustraciones que se utilizan para apuntalar los testimonios orales. En el
extremo opuesto, otra forma de documental hoy largamente empleada por
los reporteros de televisión usa y abusa del material de archivo para
explicitar un comentario hablado en off. La premisa narrativa y estética que
Claude Lanzmann aplica en Shoah es la de mostrar únicamente a la persona
entrevistada, dejando en segundo término los escenarios vacíos de lo que
fueron en otro tiempo campos de exterminio.
No tuvimos las ventajas de Lanzmann, que consiguió autorización para
filmar a sus testigos en Auschwitz y Treblinka. Pero pudimos mostrar, por
ejemplo, imágenes de archivo, procedentes de las televisiones inglesa y
francesa de la cárcel de Isla de Pinos. Cuando Sergio Bravo, el predicador
protestante, habla de la inspección, de su Biblia, de cómo perdió una pierna,
entonces nuestra película se parece a la de Lanzmann, en la medida en que,
mientras habla el testigo, vemos hoy la prisión desierta, que sólo parece
habitar invisibles ectoplasmas; la evocación de Bravo hace que la
penitenciaría de Isla de Pinos aparezca luego tal como era, sacudida por
gritos desesperados. No tuvimos tanta suerte en otras secuencias. Ningún
periodista o investigador ha llegado a ver las gavetas cubanas, celdas
cerradas sin ventanas del tamaño de un cajón, ni las tapiadas, calabozos
tenebrosos. Hemos de contentarnos con el testimonio de los que fueron
encerrados allí, y apelar a nuestra imaginación. La austeridad puede
también erigirse en virtud.
En los Estados Unidos llaman peyorativamente a las entrevistas
filmadas talking heads, y muchos convienen en que esas «cabezas
parlantes» son mortalmente aburridas. Todo depende, sin embargo, de la
personalidad del entrevistador, del entrevistado, de los temas de
conversación. Muchas personas se dejan cautivar, escuchando a alguien que
les cuenta una historia. Ciertas películas poseen idéntico poder de
fascinación. Le chagrín et la pitié, por ejemplo, se compone
sustancialmente de entrevistas, y nunca aburre durante sus cuatro horas y
media de proyección. A este reto queríamos responder en Conducta
impropia y Nadie escuchaba.
Los puristas del séptimo arte suele citar la frase falsamente atribuida a
Confucio: «Una imagen vale más que mil palabras». Yo sostengo que los
términos de esta proposición pueden invertirse, para declarar que «una
palabra vale más que mil imágenes». Las palabras, en efecto, son más
precisas que las imágenes. Una imagen se puede interpretar de diferentes
maneras, mientras que las palabras, si se emplean bien, tienen una
significación clara. Eso podría explicar el hecho de que ciertos libros como
la Biblia, el Corán o El Capital hayan tenido tan grande influencia sobre los
hombres, y que ninguna película ha podido igualar siquiera.
Durante nuestras investigaciones preliminares elaboramos un
cuestionario-tipo que sometimos a cada uno de nuestros testigos. Les
hacíamos preguntas concretas: «¿Por qué fue usted detenido?», «¿Se le hizo
a usted un juicio legal?», «¿Cuánto tiempo duró su detención?», «¿Cuáles
eran sus condiciones de encarcelamiento?». Lo normal era que yo, lápiz y
papel en mano, preparase las entrevistas, semanas antes del rodaje.
Debíamos cerciorarnos previamente de que las personas seleccionadas
tuvieran algo interesante que contar. El hecho de que fuéramos dos los
realizadores, significaba una ventaja enorme. Yo transmitía a Jiménez Leal
o a Ulla, según el caso, las respuestas obtenidas durante mis entrevistas
preparatorias, organizadas luego para hacer, delante de la cámara, las
preguntas que dieran lugar a las contestaciones más interesantes, sin perder
tiempo y película virgen en temas carentes de trascendencia. Otra ventaja de
esta estrategia consistía en que, al no ser interrogados dos veces por la
misma persona, nuestros testigos ganaban en espontaneidad, en cuanto
ignorantes de que el nuevo entrevistador conociese el contenido de sus
respuestas.
Una cuestión teníamos clara desde el principio: no queríamos lágrimas,
ni lloriqueos. Demasiados documentales han jugado ya esta carta. Y es muy
fácil, por no decir indecente, emocionar al público con el llanto del que
cuenta historias de cárcel y desesperación. Así que en cuanto los testigos se
echaban a llorar, parábamos el rodaje. No es que quisiéramos reprimir la
emoción, pero preferíamos apelar a la razón del espectador y no a su
corazón.
No cabe duda de que la personalidad del interrogador influye en la
forma de responder de los interrogados. Orlando Jiménez Leal y Jorge Ulla
son personas afables, de buen humor, y eso jugó un rol no desdeñable en las
entrevistas. Era importante para nosotros que nuestros testigos conservaran
el dominio de sí mismos. Y queríamos que se transparentase la ironía de sus
experiencias pasadas. Sonreír ante la adversidad forma parte del alma
cubana. El humor es el arma secreta de este pueblo y pensamos que reírse
de los absurdos que habían padecido sería la mejor revancha de estos
exiliados. El humor, como ya observó Bretón, seduce la inteligencia del
espectador. Una película que apele únicamente a sus sentimientos, no le
dará la perspectiva necesaria para analizar lo que está viendo. La entrevistas
festivas del artista travestí Caracol en Conducta impropia y del campesino
Esturmio Mesa Schuman en Nadie escuchaba constituyen una buena
ilustración de este punto.
Siempre hay sorpresas al filmar una entrevista, por bien preparada que
esté. Algunos testigos, de maravillosa elocuencia en privado, enmudecen
aterrados ante el objetivo, mientras que otros, por el contrario, empiezan a
expresarse libremente sólo cuando están frente a la cámara. A nosotros no
nos faltaron experiencias interesantes, por lo visto. Algunos de nuestros
entrevistados consideraban que el calvario sufrido en silencio durante tantos
años tenía que ser contado con precisión, con pasión incluso, ya que iba a
ser registrado en película. La cámara devenía en estos casos una especie de
catalizador y algunas personas nos sorprendieron —y se sorprendieron ellas
mismas, según nos confesaron luego— al evocar este período de sus vidas
como jamás lo habían hecho antes. Por ejemplo, Ana María Simo en
Conducta impropia.
Muchos lamentan que estos dos documentales no se hayan rodado en
Cuba. Nosotros también. La cuestión es que nosotros, en tanto que
exiliados, estamos considerados oficialmente como traidores y apátridas.
Con anterioridad a la filmación de estas películas, tuve que esperar
diecisiete años un visado de siete días para visitar a mi familia en La
Habana, pero sin autorización para vivir con ella; tuve que alojarme en un
hotel. ¿Cómo, en esas condiciones, íbamos a conseguir permiso para rodar
una película? Lo intentamos de todas formas, y algunos de nuestros
esfuerzos, llamadas telefónicas y otras gestiones, se filmaron y constituyen
el prólogo y los títulos de crédito de Nadie escuchaba. Como suponíamos,
nuestra petición fue rechazada. ¿Hay que lamentarlo? De darnos luz verde
la administración castrista, sería lógico que nuestros entrevistados no
hubiesen podido expresarse con libertad por temor a las represalias. Al
anular toda forma visible de oposición, los dictadores logran a veces dar al
visitante extranjero una imagen idílica de su país. Si Conducta impropia y
Nadie escuchaba han podido hablar de la represión en Cuba, es justamente
porque no se rodaron allí.
No obstante, irónicamente, debemos algunas reveladoras secuencias de
nuestras dos películas al propio gobierno cubano. En Cayo Hueso, en
Florida, a sólo noventa millas al norte de La Habana, se puede captar la
televisión cubana. Y hemos incluido fragmentos de sus programas en
nuestras películas: la condena a muerte de un desertor por un tribunal
militar, por ejemplo. Los gobiernos totalitarios sienten predilección por ese
tipo de escenas, porque dan fe de su autoridad y sirven de ejemplo, de
disuasión, al pueblo. Pero vistas fuera del contexto de una sociedad
represiva, tales escenas adquieren otra significación. Poseen el mismo
carácter que las que yo filmé en Idi Amin Dada para Barbet Schroeder en
1974. Que se nos autorizase a rodar en Uganda sorprendió a muchos
espectadores de esta película. Pero Amin estaba encantado de que nosotros
filmáramos situaciones que a él le parecían ejemplares, incluso algunas
escenas comprometedoras se filmaron por su expresa iniciativa.
Con el deseo de obtener más documentos visuales sobre Cuba,
investigamos en archivos de Europa y Estados Unidos. No nos sorprendió
comprobar que la mayor parte de reportajes y documentales que
encontramos eran abiertamente pro-castristas. Con raras excepciones, los
cineastas autorizados para filmar en Cuba han sido simpatizantes del
régimen. Los equipos cinematográficos que llegan a la isla, por otra parte,
son invariablemente «asistidos» por las autoridades locales, para que
«descubran» las maravillas creadas por la administración del Líder
Máximo. Por esto le debemos mucho al independiente reportero francés
Patrice Berrat, autor de un documento televisivo no comprometido sobre el
sistema carcelario en Cuba, que utilizamos en algunas escenas de Nadie
escuchaba.
Aunque reducidos, los equipos técnicos de Conducta impropia y Nadie
escuchaba respondían exactamente a nuestras necesidades. Un emigrado
cubano, Orson Ochoa, fue el responsable de la cámara en Nadie escuchaba,
y un gran reportero de la televisión francesa, Dominique Merlin, se ocupó
de la de Conducta impropia. Contamos también con un ingeniero de sonido
y varios ayudantes voluntarios. Dada la naturaleza del proyecto, varios de
nosotros renunciamos al salario.
En Conducta impropia utilizamos negativo Kodak de 16mm. que tenía
bastante grano, especialmente la emulsión de alta sensibilidad. Cuando
empezamos Nadie escuchaba, cuatro años después la calidad de las
emulsiones de 16mm. había mejorado notablemente. Utilicé película Fuji A
8521 en las escenas del tribunal en París, y en los Estados Unidos película
Kodak 7292, revelada no a 320 sino a 250 ASA, sobreexponiendo para
disponer de un negativo más denso, más rico y conseguir un grano más fino,
necesario para el hinchado de 16 a 35mm. Los resultados fueron excelentes.
Nuestro material, en Conducta impropia, consistía en la clásica Eclair
NPR de 16mm. provista de un zoom Angenieux 12-250mm. y de un
magnetofón Nagra. Y en Nadie escuchaba, la Arri 16 SR II equipada con
zoom Zeiss 10-100mm. El equipo de iluminación se reducía a un soft light
Lowell plegable de dos kilowatios, que enchufábamos discretamente en las
tomas de corriente de los apartamentos donde rodábamos. Lo normal, sin
embargo, era filmar con luz natural, rellenando las sombras haciendo
rebotar la luz solar en pantallas de poliestireno blanco. En las entrevistas
con el líder político Eloy Gutiérrez Menoyo o el campesino negro Esturmio
Mesa Schuman, nos servimos únicamente de la luz que entraba por una
ventana lateral, una técnica que Vermeer descubrió hace más de trescientos
años en Holanda.
En el hinchado del negativo de 16 a 35mm, con vistas a la exhibición en
cines de Conducta impropia y Nadie escuchaba, experimentamos una
técnica nueva, puesta a punto por los laboratorios Telcipro, en París, y
Duart, en Nueva York, con resultados notables. Consistía en ampliar
directamente el negativo original en un positivo 35mm, sin pasar por el
internegativo. Eso permite obtener una copia de grano fino, contraste
normal y reproducción fiel del color. El procedimiento, con todo, es
recomendable sólo para las películas destinadas a una exhibición limitada,
no para las que pueden aspirar a una exhibición amplia, porque el negativo
original puede sufrir daños y no existe ningún medio de salvarlo. Cuando
nos empezaron a pedir Conducta impropia y Nadie escuchaba en muchos
países, tuvimos que encargar un internegativo 35mm. hinchado, para tirar
copias más económicas. Estas copias de segunda generación habían perdido
calidad. En Conducta impropia algunos rostros se habían vuelto
excesivamente pálidos. De ese negativo 35mm. nuestro distribuidor
americano hizo tirar copias reducidas en 16mm. para cineclubs y
universidades: con lo que se trataba de una copia de una copia de una copia;
en ellas resulta casi portentoso que haya subsistido algo del original. En
Nadie escuchaba, cuatro años más tarde, esta técnica del internegativo de
grano fino y contraste normal había hecho grandes progresos.
Hay unas cuarenta horas de material no utilizado en estos documentales.
Para cada uno rodamos aproximadamente cincuenta entrevistas, aunque
utilizamos muchas menos en el montaje final. La necesidad de que estas
películas no fuesen más largas de lo razonable, nos obligó a dejar de lado
buena parte de nuestro trabajo. Tras “limpiar” el copión de pasajes
claramente desprovistos de interés, nos hemos encontrado, en cada uno de
los dos casos, con cinco horas de película. Con las entrevistas montadas por
orden cronológico, hicimos proyecciones privadas del material. Nuestros
espectadores, en su mayor parte, eran latinoamericanos: colombianos,
mexicanos, argentinos, por cuanto las entrevistas eran casi todas en español
y no estaban todavía subtituladas. Provistos de cervezas, refrescos y
bocadillos, nuestros invitados asistieron a estas proyecciones de cinco horas
sin mostrar signos de impaciencia. Ésas eran, para mí, las versiones mejores
de estas películas, pero desgraciadamente unos documentales sobre Cuba de
tal duración no hubiesen tenido la menor posibilidad de ser distribuidos.
Las reacciones de este público nos fueron muy útiles para decidir lo que
habría de conservarse en las versiones definitivas; esta técnica de las
previews, de las proyecciones privadas, la he aprendido de Robert Benton.
Nuestro criterio de selección se apoyaba, desde luego, en la capacidad de
cada testigo para expresar su historia, pero también en su presencia en la
pantalla, su impacto. Unos tenían rostros expresivos, otros no. Algunos
tenían historias extraordinaria que contar, pero no sabían expresarse: su
sintaxis dejaba que desear, o hablaban con lentitud excesiva, o
tartamudeaban. Dicho sea de paso, nada tiene que ver eso con el nivel
cultural. Pese a su poca instrucción, el travestí Caracol y el campesino Mesa
Schuman poseen una tan notable elocuencia que hace de ellos los
personajes más vivos de nuestros documentales. Las exigencias de la
construcción dramática de la narración nos llevaron a conservar o eliminar
determinadas entrevistas. Desde la primera proyección de Nadie escuchaba
comprendimos que la película debía concluir con el testimonio de Clara
Abraham contando la muerte de su hijo tras una huelga de hambre. De la
misma manera “supimos” inmediatamente que el monólogo roto del poeta
René Ariza, con su mirada perdida, sería la conclusión, en forma de
interrogante, de Conducta impropia. Claro que en el montaje todo es,
evidentemente, muy subjetivo. Por esto es que estas películas están
firmadas por nosotros.
Estos dos documentales contienen un cierto número de testimonios
“inocentes”, de personas sencillas que han vivido experiencias terribles y
las cuentan sin deformar los hechos. Hemos creído que el público
comunicaría fácilmente con estas personas desprovistas, en su mayor parte,
de cultura política. Y hemos alternado sus declaraciones con el punto de
vista de intelectuales reconocidos como Guillermo Cabrera Infante, Susan
Sontag, Herberto Padilla, Eloy Gutiérrez Menoyo, Jorge Valls. En Nadie
escuchaba tuvimos en cuenta también la cronología de los acontecimientos.
Las primeras entrevistas se refieren a hechos ocurridos en los años sesenta,
con la descripción de Isla de Pinos y sus campos de trabajos forzados.
Vienen luego los años setenta y una evocación de las prisiones modernas. A
fines de los años ochenta somos testigos de la liberación de algunos
detenidos y del desarrollo tolerado a medias de comités pacíficos para la
defensa de los derechos humanos en la propia Cuba, aunque sus miembros
tienen muchas dificultades, tanto fuera de la cárcel como dentro, para
reunirse.
¿Por qué, con tanto respeto a la cronología, iniciamos Conducta
impropia con la relativamente tardía historia de los diez miembros del
Ballet Nacional de Cuba que, de paso por París en 1966, pidieron asilo
político en Francia? Pues porque nuestra película era una producción
francesa. Al público le gusta que se le hable de lo que ya conoce, y los
franceses habían oído hablar de este incidente, muy comentado en los
periódicos de la época. Varios de estos bailarines, por otra parte, se hicieron
luego famosos en París. Si conseguíamos captar la atención de los
espectadores franceses en los primeros minutos de nuestro documental, era
de esperar que no cambiasen de canal.
En el aspecto visual, nuestra mayor preocupación era la de que se viese
bien a las personas interrogadas. La imagen no debía supeditarse a ningún
efecto de luz “artístico”. Los personajes tenían que verse normalmente y de
frente, porque de perfil sólo se percibe la mitad de la verdad de un rostro.
Puesto que los ojos son el espejo del alma, procuramos que nuestros
testigos estuvieran frente al objetivo, buscando así un contacto ocular.
Mientras el operador filmaba, el entrevistador tenía la mejilla
prácticamente pegada a la cámara. El espectador tendría así la impresión de
que el testigo se dirigía directamente a él. Es un procedimiento simple, pero
no tan frecuente como cabria suponer. Durante nuestro trabajo de
preparación habíamos visto Le chagrín et la pitié y Shoah. Y nos había
sorprendido que en algunas entrevistas los testigos apareciesen de perfil,
con lo que parte de su expresión se perdía. Es el único reproche que se
podría hacer a estas dos películas, por lo demás excepcionales.
Utilizar material de archivo presenta cada vez mayores dificultades. Las
fuentes, de cinematecas a videotecas, son cada vez más variadas y los
formatos aparecen cada vez más heterogéneos: 35mm, 16mm, Scope, en
vídeo, una pulgada, 3/4 de pulgada, 1/2 pulgada. En lo que se refiere al
vídeo, además, unas cintas responden a las normas europeas Pal o Secam de
625 líneas, otras a la norma americana NTSC de 450 líneas. Armonizar
todos esos formatos puede ser complicado y caro. Las cosas eran más
sencillas antes. Bastaba con localizar en los archivos extractos en buen
estado de noticiarios filmados en blanco y negro y 35mm, sacar un
contratipo y eso era todo. En Nadie escuchaba, por ejemplo, utilizamos
imágenes en blanco y negro de Stalin, Batista y Castro sin ningún problema
de calidad. Pero las imágenes recientes de Castro sólo existen en vídeo;
aunque son sonoras y en color, paradójicamente su calidad es muy inferior,
pues la imagen electrónica hecha de puntos está lejos de igualar el grano
fino y la nitidez de la película fotográfica en blanco y negro. Y la
transposición del vídeo a película resulta imperfecta, porque el vídeo genera
treinta o veinticinco fotogramas por segundo mientras que el cine utiliza
veinticuatro. En la transferencia de un medio al otro las imágenes que se
consiguen nunca son enteramente satisfactorias: proyectadas sobre una
pantalla, carecen de nitidez. Las generaciones futuras seguirán sabiendo qué
aspecto tenía el presidente Eisenhower, pero todo lo que les quedará de
Carter será una imagen difuminada, deformada. ¡Viva el progreso! Aunque
he de reconocer que la imagen del vídeo transferida a película, temblorosa e
imperfecta, produce al menos una sensación de instantaneidad que está lejos
de desagradarme.
Se quiera o no, todas las películas acabarán siendo editadas en vídeo.
Conducta impropia y Nadie escuchaba están ya disponibles en el mercado
norteamericano y tienen una buena difusión. Creo que, en el futuro, los
documentales de carácter histórico-político hallarán su lugar específico en
las videotecas, donde se podrán consultar de la misma manera que se
consultan libros en las bibliotecas.
Aunque al público actual le gusten particularmente las películas de
efectos especiales y presupuesto elevado, eso no le incapacita para apreciar
los documentales. Quiero decir que el género es más importante hoy que
hace unos años. Muchos documentales eran técnicamente primitivos en el
pasado. El sonido directo actualmente a nuestro alcance les da una nueva
dimensión. Hoy más que nunca, los documentales tienen una mayor
audiencia gracias a la televisión. Y además la gente siente ahora más
curiosidad que antes por las cosas que no conoce de otros países.
Existe actualmente en los Estados Unidos un mercado para las películas
en lengua española. Las estadísticas señalan que la población de origen
hispánico asciende a veinte millones de personas. Si aspiramos a una
difusión lo más amplia posible para nuestras películas, la comunidad
latinoamericana de los Estados Unidos constituye la parte esencial de
nuestro público. En Little Havana, en Miami, nuestros dos documentales
han llenado cines durante varias semanas. Su público era tan receptivo
como suponemos que será en Cuba si estas películas son autorizadas algún
día. Por lo menos sabemos que samisdzat, o vídeos clandestinos, de Nadie
escuchaba circulan ya con éxito por la isla ante las mismísimas narices de
los barbudos.
Nadie escuchaba ha sido emitida por televisión en numerosos países,
presentada en muchos festivales. He podido comprobar el efecto que sus
imágenes provocan en los espectadores, y es muy impresionante. Algunos
—incluso hombres hechos y derechos— lloran, todos se indignan. Los
dictadores han temido siempre las tomas de conciencia. Pero los
documentales no llegan a las grandes masas y me doy cuenta de que hacer
una película que será vista por un número relativamente pequeño de
espectadores, es un lujo. Con todo, público limitado quiere decir público
avisado. Me gustaría citar aquí a Gertrude Stein. Cuando le preguntaron a
qué se debía su celebridad, respondió: «A que muy poca gente ha leído mis
libros». Nos gustaría creer que Castro perderá el poco prestigio que le
queda porque un público avisado habrá visto películas como la nuestra, que
nuestra película contribuirá de algún modo al cambio en la isla de Cuba.
Imagine: John Lennon

Andrew Soit - 1988

El viejo material de archivo de conciertos, entrevistas y home movies


que constituye el núcleo de Imagine: John Lennon aparece intercalado con
recientes entrevistas filmadas por mí de los familiares y amigos de Lennon,
incluyendo a sus hijos Sean y Julián, Yoko Ono, Cynthia Lennon y Elliot
Mintz. Estas conversaciones, patéticas y reveladoras, se rodaron
expresamente para la película y debían unificar el resto.
Ya he explicado con detalle las técnicas que tan buen resultado dieron
para llevar a cabo las entrevistas con refugiados cubanos en Nadie
escuchaba, que yo había terminado recientemente. En Imagine: John
Lennon apliqué técnicas similares, pero adaptándolas al nuevo contexto:
adoptamos la filosofía del “menos es más”.
Decidimos desde el principio que el tono de las entrevistas sería
tranquilo, contenido, para dar un contrapunto al resto de la película.
Andrew Solt, el director, quería que las entrevistas tuviesen un look
uniforme. Y recordamos que las entrevistas de Rojos, de Warren Beaty,
filmadas sobre fondo negro, poseían ese sentido de continuidad. Pero
consideramos que el negro resultaba una pizca siniestro, dramático en
exceso para nuestro propósito, y elegimos un gris mezclado a brochazos
con otros colores más “calientes”. El fondo era más oscuro de un lado que
de otro.
Y consistía en un simple papel pintado, que podía enrollarse fácilmente
y llevarse a cualquier parte donde fuéramos a rodar nuestras entrevistas.
Para mantener ese sentido de unidad, les pedimos a los entrevistados que
vistieran ropa sencilla y de color neutro, evitando lo recargado, para dar
mayor énfasis a los rostros.
En cada una de las entrevistas utilizamos una sola fuente de luz. Es
decir, la misma técnica empleada hace tres siglos por Rembrandt y
Caravaggio, que iluminaban sus retratos en sus estudios con la luz que entra
por una ventana de cara al norte, ligeramente más alta que el personaje. Así
conseguían una suave luz difusa, en vez de la áspera luz solar. Imitamos su
técnica con un soft light, puesto a la derecha o a la izquierda, un poco más
alto que los rostros. Según la fotogenia de cada persona, la luz se ponía más
frontal o más lateral, y usamos poliestireno blanco para la parte oscura del
rostro haciendo rebotar la luz como lo haría una pared. Y eso era todo. No
había ni contraluz, ni luz de relleno, sino un simple soft light único.
Las entrevistas se rodaron en 16mm, previendo el hinchado a 35mm.
Buena parte del material que constituía el resto de la película estaba filmado
en 16mm. o provenía de 35mm, pero derivado de sucesivas generaciones.
Sólo en muy pocos casos se disponía de originales. Me pareció entonces
que rodar las entrevistas en 35mm. iría en contra del resto de la película,
resultaría visualmente tan violento en el montaje como un puñetazo en la
nariz. La calidad de imagen resultaría demasiado perfecta comparada con
las secuencias de archivo de segunda o tercera generación. Confiamos en
que al filmar las entrevistas en 16mm. para hincharlas a 35mm.
mantendríamos un suficiente contraste entre el presente y el pasado, pero
sin producir un choque. Usamos película rápida Kodak de 16mm, pero no
expusimos en nuestro fotómetro para 350 o 400 ASA, sino para 250 ASA.
Gracias a la leve sobreexposición, obtuvimos un negativo más denso, que
da luego un grano más fino en la ampliación.
Rodamos con dos cámaras, una al lado de otra. Ira Brenner era el otro
operador, y nuestras cámaras estaban fijas la mayor parte del tiempo. En los
momentos de gran emoción de nuestros entrevistados, sin embargo, yo
hacía un zoom muy, muy lento, para no distraer la atención del público.
Estos zooms no estaban previstos, yo los decidía según la inspiración del
momento. El motor del zoom fue graduado para que se moviese a la más
lenta velocidad posible, así que resultaba casi imperceptible.
Andrew Solt hacía las preguntas, sentado lo más cerca posible de las
cámaras. Es decir, su ángulo de visión era casi idéntico al del objetivo, y el
espectador así tiene la sensación de que le están hablando directamente a él.
Pero entiéndase, los entrevistados no miraban a la cámara, porque hay en
eso algo “indecente” que pone al público incómodo. Sólo los actores
profesionales pueden mirar a la cámara. Esta técnica de la entrevista nos
permitía alcanzar una máxima sensación de intimidad, sin que el público se
sintiera intruso. En Imagine: John Lennon no se ve ni se oye al
entrevistador, lo que constituye un cambio de rumbo con relación a Nadie
escuchaba. Como no se nos autorizó a rodar en Cuba, en esta película no
había mucho material para montar con las entrevistas a modo de
explicación. Pero la abundancia de material complementario en Imagine:
John Lennon nos permitió eliminar al entrevistador.
Además de las entrevistas, realizadas en enero de 1988, rodé en Nueva
York varias escenas para la película. Entre ellas un plano de gafas que caen
al suelo y se rompen a cámara lenta en el umbral del portal del Dakota
Building (escenario del asesinato de Lennon), imágenes de los lugares
donde Lennon estuvo aquella noche, y algunos planos en movimiento
filmados con Steadicam dentro del apartamento ominosamente vacío de
Yoko Ono.
Antes de rodarlas, sabíamos que las entrevistas tendrían una intensa
carga emotiva. Las dos ex esposas tienen una personalidad fuerte e
interesante, cada una a su manera. Los dos hijos son fotogénicos, tienen
mucha presencia. Sean explica alguno de los cambios en la relación con su
padre, y Julián, más inocente y conmovedor, es un chico de una gran
pureza. Vemos al padre en los hijos, y ver al padre constituye el punto
esencial de esta película.
Catherine Deneuve, un portrait

Conocí a Catherine Deneuve durante el rodaje con Truffaut en El niño


salvaje. Rodábamos en Riom, un pueblo francés, y ella vino de París y nos
dio la gran sorpresa. Sabíamos que había una relación entre Catherine y
Truffaut, pero nada más. Catherine estuvo durante casi todo el rodaje detrás
de la cámara, y la veíamos con frecuencia. Por eso, aunque no aparece en la
película, sí sale en la típica foto que reúne a todo el equipo al final del
rodaje.
Catherine Deneuve proyecta en la pantalla una imagen de mujer
distante, elegante, fría, y me sorprendió comprobar que en su trato personal
era todo lo contrario: muy familiar, muy the girl next door, casi
campechana, pero al mismo tiempo con muy buena educación. Se le nota
que viene de buena familia. En cine es muy frecuente que los actores y
actrices provengan de ambientes un poco marginales, incluso hay gente de
extracción social muy baja. Tal vez por eso se nota más en ella esa clase,
que no excluye la sencillez. Por ejemplo, viéndola en la pantalla nadie
imaginaría que en la vida real se viste de forma muy corriente, y que no
tiene ése aire de gran dama con que a menudo aparece en el cine.
Otra muestra de lo que digo es su hobby, nada menos que la
electricidad. Le encanta todo lo eléctrico. Por ejemplo, disfruta reparando
enchufes, planchas… Incluso llegaba al extremo de pedirle a la gente: “Si
tenéis cualquier cacharro eléctrico estropeado, me lo dais. Me divierte
repararlos…” Aunque, de hecho, su verdadera gran afición es la lectura: es
una mujer muy culta e inteligente.
Otro rasgo que la distingue de los otros actores es que en un principio
ella no tenía intención de ser actriz. Por lo general, son grandes
megalómanos, necesitan que la gente piense en ellos, que estén siempre
mirándoles. Yo creo que se hacen actores precisamente por ese deseo de ser
mirados y admirados. Ella viene, en cambio, de otra orilla, y llega al cine un
poco por casualidad, porque su hermana, Françoise Dorleac, que sí era
actriz por vocación, le consiguió un papelito. Como en esa primera ocasión
tuvo éxito, fue convirtiéndose, un poco sin querer, en una estrella. Tal vez
por esto Catherine carece de ese egocentrismo típico de las otras estrellas.
Todo ocurrió a son insu, sin buscarlo.
También se diferencia de otras mujeres en que logra estar cada día más
bella. Es decir, era menos bella de joven que ahora. Viendo películas
antiguas por televisión, por ejemplo Repulsión, o Las señoritas de
Rochefort, observo que se volvió más bella con el tiempo. Gracias al paso
de los años adquirió algo así como una estructura ósea en la cara, un
empaque, no sé, algo que antes no tenía. Al principio era una burguesita
francesa muy mona, y ahora es como una diosa. Yo tuve la suerte de
filmarla cuando ella tenía casi cuarenta años, en El último metro, y estaba
espléndida de belleza.
Aquél fue un rodaje inolvidable, lleno de emociones, me quedé con
ganas de volver a trabajar con ella porque congeniamos. Charlábamos
mucho, no sólo de cine, porque a ella le interesa todo, la literatura, el arte,
también la política. Por eso me alegré tanto cuando me llamó Antoinette
Fouque, directora de las Editions des Femmes, para proponerme hacer nada
menos que un retrato filmado de Catherine Deneuve, dentro de una serie de
libro-vídeos que ha lanzado esa editorial, y cuyo título genérico es Retratos
de mujeres. Me lo propusieron a mí porque Catherine había dicho que
aceptaba sólo si la fotografiaba yo. Me pareció tal honor, que pese a tratarse
de una película rodada en 16mm, destinada en un principio a una exclusiva
distribución en casete-vídeo, acepté inmediatamente.
LECCIONES DE FOTOGENIA

He tenido la suerte de haber fotografiado en mi carrera a algunas de las


mujeres más bellas y más interesantes del mundo, y en dos continentes, y en
varios países. Y no lo he hecho cuando ya eran actrices envejecidas que
tenían que representar papeles jóvenes —lo que es siempre un problema
para un iluminador de cine, ya que entonces es preciso utilizar delante de la
lente filtros de difusión o tramas y gasas, que borran un poco las arrugas,
pero que en realidad no ocultan nada—, sino cuando estaban en sus mejores
momentos.
Un ejemplo es el de Isabelle Adjani, que en La historia de Adele H, de
François Truffaut, era casi una adolescente. Su piel era de nácar, de una
transparencia maravillosa. Otro rostro extraordinario que he filmado varias
veces es el de Meryl Streep, que también tiene una piel muy especial, casi
marmórea. En otros casos he fotografiado a algunas estrellas ya maduras —
como Catherine Deneuve—, quienes con el tiempo han mejorado, como el
buen vino. Deneuve, de la que hace poco volví a ver una de sus primeras
películas, no era de jovencita la gran belleza que es hoy en día. Entonces
era sólo una chica bonita. Sin duda, los años le han sentado bien, y se ha
convertido en un ser refinado, estilizado. ¡Ahora es una diosa! Cuando la
filmé en El último metro, también de Truffaut, estaba en su momento de
mayor esplendor. Hay un tipo de mujer, que tiene porte, cuyo gran
momento se sitúa entre los treinta y los cuarenta años.
Cuando fotografié a Simone Signoret en Madame Rosa, de Moshe
Mizrahi, al final de su carrera y de su vida, también tuve la suerte de que al
personaje no se le exigiese ocultar sus arrugas. Hubo incluso que
envejecerla para el papel que tenía que representar, y a ella (como la gran
actriz que era) no le molestó esto, sino que pidió que añadiesen arrugas a su
maquillaje para parecer una mujer derrotada. Simone Signoret, en una
época, había sido bellísima. ¿Quién puede olvidarla en Casco de oro o en
Dedée d’Anvers?
Más recientemente he tenido el privilegio de fotografiar a Fanny Ardant,
la nueva actriz francesa, que es tan alta y hermosa. Además tuve la suerte
de hacerlo en blanco y negro, y esto para el retrato es muy agradecido. En
una película de color, en los close-ups suele haber demasiada información
visual en los fondos, y esto distrae de lo principal, que es el rostro. Por eso
es que de las antiguas películas en blanco y negro se recuerdan tanto los
rostros de las actrices. Todavía los cinéfilos exclaman con nostalgia:
¡Dietrich!, ¡Garbo!, ¡Lamarr! ¿Por qué? Sin duda porque eran en blanco y
negro, y entonces aquellas figuras, en primer plano, parecían como si
tuviesen luz propia. Cuando un rostro surgía en la pantalla sobreiluminado,
que era la técnica del higb key, que borraba además todas las
imperfecciones, era como si fuera un objeto luminoso, y se destacaba,
brillante, como si saliera de la pantalla.
Fotografié a Brooke Shields cuando era todavía muy jovencita, en El
lago azul (The blue lagoon), de Randall Kleiser. Entonces era una niña,
tenía sólo catorce años, aunque hacía el papel de una muchacha de
dieciséis. Su rostro es de una perfección insólita. Es además muy
trabajadora, muy aplicada.
En otro registro, Sally Field es una mujer que tiene más bien una belleza
interior. Para Un lugar en el corazón (Places in the heart), de Robert
Benton, tenía que interpretar el personaje de una provinciana, y su físico
convino mucho al papel. Ella quiso salir casi sin maquillaje, vestida con
batitas usadas, como una mujer sencilla del pueblo norteamericano: dentro
de esto estaba también su propia belleza.
En los días en que escribía estas líneas tenía la gran fortuna de filmar
una película de Robert Benton —Nadine— con una de las jóvenes estrellas
más atractivas del cine norteamericano actual: Kim Basinger. Kim dará
mucho que hablar; su carrera fulgurante no ha hecho más que comenzar.
Tiene un rostro y un cuerpo perfectos. Raramente coinciden las dos
cualidades en una persona. Además, su rostro es de una simetría total, lo
cual es también rarísimo. Su perfección podría parecer excesiva, de
maniquí, es decir, poco humana, como le sucede a muchas modelos (y ella
lo fue). Pero Kim Basinger es también una buena actriz y su mirada tiene
fuego, y es esto lo que la salva. En Nadine, que transcurre en la década de
los cincuenta, los vestidos son de colores enteros, más bien chillones, como
era la moda de aquel entonces; los labios, de un rojo violento. Es un desafío
del cual no sé si saldré airoso, pues era la primera vez que me enfrentaba
con esta gama de colores; pero el desafío merecía la pena.
No puedo decir quién es la más bella de todas estas mujeres, porque
cada una, dentro de su estilo, es extraordinaria. Catherine Deneuve, en plan
de gran dama, no hay duda de que es resplandeciente. En cuanto a la
frescura de la juventud, Brooke Shields es única. Meryl Streep, que tiene un
rostro liso que parece esculpido por Brancusi, es la más expresiva e
inteligente. En fin, son mujeres con estilos literalmente incomparables. Pero
hay en todas ellas algo en común, algo que determina el que al ser
retratadas salgan bien.
Lo cierto es que la cámara de cine ama a ciertas mujeres y a otras no.
Diré para empezar que el misterio de la fotogenia es una cuestión de
huesos, de esqueleto. La persona que no tiene huesos es difícil de iluminar.
Es decir, si se fija uno bien en las grandes bellezas que ha habido en la
pantalla, como Greta Garbo, Marlene Dietrich o Ava Gardner, se verá que
todas tienen una cara estructurada. Es decir, tienen una buena nariz, no una
naricita; tienen arcos superciliares bien definidos, bien dibujados; tienen
pómulos marcados; tienen mandíbulas espléndidas.
Todo esto determina que la luz se pueda agarrar de algo, creando
juegos de sombras en sus rostros, con zonas que sobresalen más que otras.
Si la cara es más bien plana, entonces la luz no tiene dónde caer.
Los ojos son también muy importantes, y ahí yo creo que las personas
que son de pelo oscuro y ojos claros son las que salen ganando en el cine,
porque se establece una dialéctica de contraste en su rostro. En cambio, las
rubias con ojos muy claros son más difíciles de retratar porque se produce
visualmente cierta monotonía. No es un azar que Gene Tierney y Hedy
Lamarr, dos casos de mujeres de pelo oscuro y ojos claros, se destacaran
tanto en la pantalla. Éste es, en simetría, el caso de Catherine Deneuve, que
tiene los ojos más bien oscuros siendo rubia, y eso la beneficia, por el
contraste.
La mayor parte de estas actrices famosas y bellísimas tiene la tez más
bien blanca, sin bronceado alguno. En general, el problema del bronceado
de la piel es que monocromiza demasiado para la pantalla. En cambio, en
un rostro no demasiado expuesto al sol puede apreciarse bien el sonrosado
de las mejillas, los labios de un rojo vivo natural, la blancura de la frente.
Hay una serie de tonos de la piel que resaltan, mientras que con ésta
bronceada todo queda muy igual. Además, la mujer tostada por el sol es una
imagen que se ha popularizado hasta la saciedad en la publicidad comercial
y que resulta ya un poco vulgar. Aunque, por supuesto, hay papeles que
requieren el bronceado por el tema y el personaje, y entonces tiene su razón
de ser.
Esta manía del bronceado, dicho sea de paso, es bastante reciente. Hasta
la década de los veinte se consideraba más bien un defecto. Las mujeres
salían con sombrillas para no quemarse. Con los artistas masculinos
también hay actualmente esta obsesión del bronceado. Roy Scheider es un
actor que siempre está muy tostado por el sol, porque cree que así ofrece
mejor aspecto. Cuando hicimos Bajo sospecha (Still of the night), en que
representaba el papel de un psiquiatra de Nueva York, aquel bronceado no
le convenía al personaje, y el director Robert Benton y yo tuvimos que
insistir para que en el fin de semana no tomara baños de sol.
Con Jack Nicholson nos sucedió lo mismo en Se acabó el pastel
(Heartbum), de Mike Nichols.
He conocido artistas de cine con fama internacional que, en persona, me
han parecido sin relieve e incluso bastante feas. ¿Hay algún secreto en esta
imagen superior de sí mismas que proyectan en la pantalla? Yo creo que se
trata, sin duda, de una irradiación de la personalidad interior que sólo capta
la lente. La cámara actúa, de cierta manera, gracias al primer plano, como
un microscopio.
Hay que recordar que no hay nadie perfecto, que hasta la persona más
bella del mundo tiene un defecto. Entonces el quid de la cuestión está en ver
cuál es o son esos defectos, y la astucia consiste en conseguir que esos
defectos no se vean en la pantalla. Así, por ejemplo, aunque no quiero dar
nombres, una de las actrices que me tocó, fotografiar, entonces muy joven,
tenía un solo defecto: las encías muy grandes. Cuando reía o sonreía se le
veían amplias y rosadas, muy feas, casi caballunas. Me di cuenta de esto
antes de comenzar el rodaje y se lo comuniqué al director. Se lo dije a la
actriz también, porque es preciso explicar que una buena actriz es la que
más colabora con el director de fotografía. Nuestra función es como la de
un médico, que diagnostica la enfermedad. ¿Cómo vamos a ocultarla? Las
actrices, de todos modos, saben en general cuáles son sus propios defectos
porque se conocen bien, y agradecen que los hayamos descubierto y
queramos ayudarlas ocultándolos. Así se ponen en nuestras manos con
confianza.
En el caso especial que he mencionado más arriba, solucionamos el
problema sugiriéndole a la actriz que no se riera en toda la película, que se
riera con los ojos; que, a lo sumo, medio se sonriese a lo Monna Lisa, pero
jamás con una risa franca. Y entonces apareció bellísima en la cinta.
Hay otra forma de ocultar defectos: por medio de maquillaje correctivo.
Lo que no se conoce bien son los detalles de la cuestión.
Así, por ejemplo, una actriz con la que he trabajado hace pocos años
tenía la línea del pelo muy baja, es decir, una frente muy pequeña, lo cual le
desbalanceaba el rostro, y le daba, por contraste, una mandíbula muy
grande. Entonces sugerí que se depilase dos centímetros de la frente. Es
esto lo que hizo en su tiempo Rita Hayworth, que tenía el mismo problema,
y para Gilda se subió la línea del pelo. Así cambió su imagen y dejó de ser
una starlet de tercer orden para convertirse en sex-symbol de toda una
época.
Otro ejemplo es Marlene Dietrich. Al comenzar en el cine tenía una cara
muy redonda, al estilo de una campesina alemana, pero cuando se trasladó a
Hollywood le pidió al dentista que le sacara los molares, lo cual le acentuó
sus famosos pómulos. Además, en Hollywood se le exigió que perdiera
peso. Véase si no la versión alemana de El ángel azul, de 1930, y
compárese con El expreso de Shanghai, filmada en Norteamérica dos años
más tarde.
Existe también el sistema de ocultar los defectos de una actriz
retratándola en sus ángulos buenos. Ya se sabe, hay personas que tienen un
perfil mejor que el otro, que tienen rostros muy desiguales, con un lado bien
distinto al otro, o no tienen una nariz recta. Si éste es el caso, el fotógrafo
deberá poner la luz principal del lado contrario hacia el que se inclina la
nariz, y entonces ésta parece enderezarse.
Pero volvamos a Marlene Dietrich, esa mujer que se conocía tan bien.
Marlene pensaba —no sin cierta razón— que su perfil era inferior a su
frente, que tenía nariz de pato. En las escenas de amor, las que se filman
con los perfiles del hombre y la mujer mirándose, siempre se las ingeniaba
para colocarse de frente, y siempre con una luz alta, que le acentuaba los
pómulos famosos. Al estar el hombre de perfil y ella de frente a la cámara,
aquél tenía que mirarla de lado, lo que después se convirtió en algo así
como el trademark de Marlene en el cine. Ese mirar de reojo que adoptó al
principio por coquetería, se convirtió con el tiempo en su mirada desdeñosa
de mujer fatal; o sea, que Marlene Dietrich ocultó su defecto y lo
transformó en efecto.
Otra estrategia que conocen tanto las mujeres como los hombres del
cine, especialmente cuando comienzan a envejecer, es sonreír. Al sonreír, la
piel se estira y la cara se levanta. Entonces, estos actores y actrices están
sonriendo todo el tiempo en las películas, aun cuando no venga a cuento.
En algunos casos, lo que se considera como defecto puede resultar una
ventaja. Richard Gere tiene los ojos más bien pequeños. Pero me di cuenta
en seguida, a través del visor de mi cámara al filmar Días del cielo, de
Terrence Malick, que esto no le perjudicaba. Al contrario, le confería a su
mirada algo animalesco, penetrante y vivo que se ha convertido en uno de
los motivos de su sex appeal y de su éxito. Los cotizados ojazos de otros
artistas no son, a fin de cuentas, más que falsos motivos de belleza porque
producen a menudo una mirada bovina.
Es cierto que el cine hace parecer a la gente más alta de lo que es en
realidad, y la explicación es muy sencilla: en la pantalla, por el aumento
real de dimensiones en la proyección mural, la gente siempre es más
grande. Al no existir referencias de comparación, todo el mundo parece
igual. Como generalmente no se ven los pies, si el galán es más pequeño
que su compañera se sube en un cajón.
A veces eso de la estatura es una cuestión de personalidad. Las estrellas
con personalidad fuerte siempre parecen ser más altas. Así, por ejemplo,
Meryl Streep. Cuando estaba filmando mi primera película con ella, Kramer
contra Kramer, de Robert Benton, había, como de costumbre, una doble de
la actriz. Los dobles, claro, tienen que parecerse a los intérpretes, por lo
menos ser de la misma estatura y porte para facilitar nuestro trabajo de
iluminación, que se efectúa en su ausencia. Pues bien, me pareció que la
doble de Meryl era más pequeña que ella, pero pude comprobar con una
cinta métrica que, en realidad, no era más pequeña que Meryl, sino que
incluso era un poco más alta. Claro, no tenía la personalidad de Meryl. Aun
en la vida, ya no en el cine, Meryl Streep parece más alta de lo que es en
realidad.
Sobre lo de que la cámara engorda 10 libras (4,53 kilos), no creo que
sea para tanto, aunque sí hay una tendencia a que la gente parezca algo más
gruesa en la pantalla. Dicho esto añadiré que no pienso que una actriz, para
que resulte fotogénica, tenga que ser delgada. Estoy cambiando mucho
últimamente a este respecto. Esa manía de la delgadez no me parece
correcta. Creo que las mujeres de antes, con sus formas redondas, tenían
más belleza. Me parece equivocada la obsesión que tienen algunas mujeres
actualmente de estar esqueléticas. Es algo incluso vulgar, que viene sin
duda también de la publicidad comercial. Así, por ejemplo, en la película
Unico testigo (Witness), de Peter Weir, Kelly McGillis es una mujer más
bien redonda, no demasiado delgada de acuerdo con los estándares del cine.
Cuando en dicha película aparece desnuda es como una Venus de Milo, que
era más bien una griega llenita, lo que es muy hermoso. Creo que la mujer
debe tener sus formas, sus curvas, y no estoy de acuerdo con esa tendencia
actual de la mujer con músculos.
Un director de fotografía que se precie debe trabajar de acuerdo con el
peluquero, el diseñador de vestuario y el maquillador. En un trabajo serio,
se hacen pruebas de vestuario, de maquillaje, de peinado; se estudian, en la
preproducción, todas las posibilidades; se hacen pruebas filmadas y después
se exhiben en un salón de proyección, se discuten y se decide con el
director el look final.
Estas pruebas que hacemos incluyen también, por supuesto, las de
iluminación. Así, por ejemplo, una actriz que tiene una cara más bien
redonda, no se debe iluminar con la misma intensidad de los dos lados,
porque entonces se le ensancha todavía más el rostro. Iluminaremos sólo
media cara, y la otra la podemos dejar en penumbra; eso la adelgaza. En
cambio, cuando se trata de una persona de cara alargada, si se ilumina de un
solo lado podrá parecer excesivamente delgada. Una luz frontal le
convendrá más. Si la actriz o actor tiene los ojos hundidos hay que poner las
luces más bien bajas, porque si están altas, con las sombras de los arcos
superciliares apenas se le verán los ojos. Éste era el caso de Jean-Pierre
Léaud, con quien he hecho cuatro filmes.
Otra de las actrices con las que he trabajado tiene cara, torso y brazos
muy hermosos, pero la parte baja del cuerpo no está muy bien formada.
Entonces, la estrategia consistió en vestirla con faldas oscuras y largas, de
manera que se ocultasen sus piernas, no insistiendo en sacarla de cuerpo
entero. Todas estas decisiones deben tomarse con antelación, precisamente
en el momento de efectuar las pruebas. En nuestro trabajo de
embellecimiento de las actrices no hay ninguna magia, ningún misterio,
sino lógica y sentido común.
Como director de fotografía, tengo que alejarme de lo que una mujer
quiere hacer creer, y analizarla tal como es, sin dejarme influir. Muchas
mujeres, con su personalidad, hacen creer a los hombres que son bellísimas,
y no lo son. En mi profesión tengo que ser totalmente objetivo, llegando al
extremo, cuando trabajo, de tratar de convertirme en un ser humano sin
sexualidad para analizar a las personas sin apasionarme. A menudo, los
propios realizadores, entusiasmados con una actriz o un actor, no se dan
cuenta de sus defectos físicos. A mí, precisamente, me toca explicarles lo
que son o lo que no son para poder mejorarlos. Por esto me pagan también.
Hay una ley que se puede aplicar tanto en la naturaleza como en el cine,
que es que la luz que proviene de arriba no hay rostro que la resista. Por eso
ocurría —y ocurre— que en el trópico las mujeres casaderas sólo salían a la
calle a la tardecita, ya que entonces la luz era más suave y mejoraba su
semblante. Si salen al mediodía, la sombra bajo los ojos no permite apreciar
la mirada y bajo la nariz forma como un bigote.
En los estudios cinematográficos, como en la casa, una luz que viene de
arriba sólo debería iluminar una planta o un cuadro, pero no un rostro. Las
luces que favorecen más son las laterales, de lámparas: luces que no sean
crudas, sino suaves y tamizadas. Por eso, la pantalla de las lámparas caseras
fue un gran invento. Los spotlights o track ligbts, que se pusieron de moda
en decoración en los años sesenta, son un disparate. Son luces que acentúan
todos los defectos de la piel. Justamente otro truco clásico es el del
personaje de Blanche Dubois en Un tranvía llamado deseo: la penumbra
para disimular los defectos. Otro, el que el tono de las lámparas sea cálido:
rosa, ámbar, etc. Eso siempre unifica y suaviza, y se aplica igual a la vida
que a la fotografía de cine. La luz de las velas también favorece muchísimo.
Esto lo saben hasta los decoradores de night-clubs de medio pelo.
Hago a continuación una breve lista de mujeres del pasado a quienes me
hubiera gustado fotografiar: Marlene Dietrich, en primer lugar; luego,
Louise Brooks, Hedy Lamarr, Ava Gardner, María Félix, Gene Tierney,
Conchita Montenegro, Silvana Mangano, Danielle Darrieux, Alida Valli y
Dolores del Río. Cuando comencé a trabajar en el cine, desgraciadamente,
ya ellas estaban de retirada.
¿Y qué decir de Katharine Hepburn? Ella tenía un rostro difícil. Un
rostro, como decía Truffaut, al que “uno se tiene que acostumbrar”. Un tipo
de belleza que no se declara de un golpe. Claro que cuando se impone es
para siempre.
En cambio, no encuentro, en cualquier caso, que Marilyn Monroe fuese
bella. Claro que era una mujer que tenía una extraordinaria personalidad, y
esto es lo que confundió al público. Físicamente tenía defectos; por
ejemplo, los ojos excesivamente separados y una cara más bien ancha, la
nariz demasiado respingona. Es cierto que tenía un cuerpo muy atractivo,
pero la cara, lo repito, imperfecta, un poco vulgar. Y sin los cosméticos, y
sobre todo sin el sex appeal que tenía, Marilyn hubiera sido una chica
norteamericana de campo como hay millones.
Mi mujer ideal es la de tipo latino, probablemente porque crecí viendo
mujeres morenas, que son la mayoría tanto en España como en Cuba.
Mujeres de tez más bien blanca y pelo oscuro. Me condicionaron, sin duda,
como un perro pavloviano; es decir, que reconozco que estas preferencias
son relativas.
Antes, en el cine, la belleza era obligatoria en cualquiera de sus
manifestaciones, tanto para las actrices como para los actores. Para hacer el
papel principal, una mujer tenía que ser casi una diosa, y hoy en día no. La
belleza era indispensable, después venía el que pudiera actuar. Más tarde se
impuso en el cine la moda del realismo, y la belleza dejó de prevalecer. Hoy
hay un montón de actrices (y de actores) que son físicamente muy
corrientes. Además de que no se les maquilla de la misma manera que
antes, ni se les cuida tanto la iluminación.
Antiguamente las actrices estaban como prendidas con alfileres. A mí
me han contado maquilladores de entonces que han sobrevivido que una
actriz de Hollywood de aquellas épocas podía pasar más de tres horas en el
salón de maquillaje antes de aparecer en el plató, y era un maquillaje de pan
cake muy grueso, que tenía que durar todo el día. Casi como una máscara.
Hoy en día, el maquillaje es mucho más ligero.
Hay casos excepcionales de mujeres que triunfaron en el cine del
pasado sin ser bellas, como Miriam Hopkins o Bette Davis. Pero hay que
señalar que no hacían papeles de mujeres por las que se enloquecían los
hombres. Representaban más bien personajes de solteronas o de malas. No
sólo en Hollywood un físico excepcional era un requerimiento para llegar a
ser estrella de cine. En España hubo grandes bellezas de la pantalla,
Amparo Rivelles o Jorge Mistral, Isabel de Pomés o Alfredo Mayo,
Conchita Montenegro o Paco Rabal. ¿Dónde están sus equivalentes en el
cine español de hoy en día? Los de ahora son gente más bien normal. Claro
que, en contrapartida, en el nivel interpretativo sí que ha habido un progreso
muy grande.
Estamos viviendo en una época en que no hay ideales absolutos de
belleza. Así va la moda, en que se usa todo, y la gente se pone lo que
quiere. No hay un modelo, hay varios modelos, y lo mismo gusta una
morena, que una rubia, que una negra, que una asiática. Es mejor así porque
todo el mundo debe tener su oportunidad, y hay belleza en todas las razas y
edades.
En el género masculino sí que, en cierto modo, hay grandes figuras en la
pantalla, que son arquetipos que las masas quieren emular, como Robert
Redford, Burt Reynolds o Harrison Ford. Entre los actores ha quedado
prácticamente eliminada la figura del hombre elegante, al estilo de David
Niven o Frederich March, y el que ha perdurado casi exclusivamente es el
del animal macho, que era el tipo que lanzó Clark Gable.
Entre las mujeres de la pantalla hay más variedad. De los modelos de
antes ha perdurado sobre todo el de la mujer atlética y activa, que en cierta
forma era el tipo de personaje que creó Katharine Hepburn. Claro que casi
ha desaparecido la mujer redonda, curvilínea, que imagino volverá. Las
ingenuas —al estilo de Mary Pickford— desaparecieron mucho antes, ya en
los años treinta, cuando surgieron las Garbo, las Crawford, las Dietrich. La
mujer vampiresa, a su vez, prácticamente también desapareció de las
pantallas. El tipo de mujer más apreciado del cine contemporáneo es tal vez
el de la mujer libre e inteligente. Meryl Streep y Jane Fonda representan
esta imagen. La mujer independiente con fuerza de espíritu, pero que a su
vez puede ser dulce y puede enamorarse y ser femenina.
Un bebé atrapa el universo con sus ojos antes de que lo haga con sus
manos. En el cine, el espectador se aproxima a la experiencia visual del
niño. Nosotros, los que trabajamos en la cámara, debemos ofrecer el
universo al público. Un gran escritor polaco y crítico de cine, Irzykowski,
ha dicho: “El cine es el culto a la representación.” Me parece una fórmula
justa. Otro crítico polaco estudioso del cine, evidentemente católico, me
preguntó si se podía hablar de una sensación mística al hacer cine. La
pregunta me sorprendió y me hizo sonreír, porque, en mi caso particular, si
he tenido alguna sensación fuerte en el proceso creativo ha sido más bien
erótica. A no ser que la incongruencia de la pregunta fuese sólo aparente y
que no se tratase más que de una cuestión de vocabulario. He tenido, por mi
familia, una formación racionalista. Sin embargo, cuando era muy joven fui
objeto, como espectador cinematográfico, de experiencias visuales de una
intensidad rara y difíciles de explicar. Las películas mudas del
expresionismo alemán —Murnau—, las imágenes de Greg Toland en Las
uvas de la ira y Ciudadano Kane, o las de Edouard Tissé en Alexander
Nevsky, provocaron en mí un inmenso placer, que yo asociaría con lo
erótico, y el crítico católico con lo místico. En otro orden de cosas, en el
campo de la arquitectura, las casas de Gaudí en mi barrio de Barcelona, esas
fachadas curvas que veía casi todos los días cuando pasaba delante de ellas,
ejercían sobre mí un estímulo casi erótico. ¿Serán éstos los éxtasis de que
hablaban santa Teresa y san Juan y que tal vez demasiado sencillamente
explicara la escuela freudiana?
Desde luego prefiero fotografiar mujeres, y no creo que tenga esto que
ver con mis gustos personales. Sin embargo, si logro que aparezcan en la
pantalla más bellas de lo que son en realidad experimento una satisfacción
en la cual hay sin duda algo de erótico. Recuerdo bien un primer plano de
Meryl Streep. Aquel de tonos fríos que precede a los flashbacks de La
decisión de Sophie, de Alan J. Pakula. Meryl Strepp se entregó a la tarea de
obtener una imagen evocadora con más diligencia de la que hubiese puesto
un actor. Podía decirle a Meryl sin turbarla: “Este lado del rostro es mejor
que el otro; trata de atrapar este rayo de luz en los pómulos; la mirada, un
milímetro más a la izquierda; la cabeza, ligeramente más alta”, y ella se
prestaba de buen grado, y estas exigencias no le impedían, sino todo lo
contrario, ofrecer una actuación genial al mismo tiempo. A los intérpretes
masculinos, en general, todas estas cosas les interesan menos, y hasta a
algunos les molestan. Las mujeres cooperan más, tienen más paciencia y
buena voluntad.
El mismo Irzykowski ha dicho: “Para el hombre, la revelación más
interesante de la materia es su propio cuerpo.” Otra afirmación
sorprendentemente exacta, porque la primera cosa que uno ve y siente es su
propio cuerpo. Me interesa mucho, en mi trabajo, el cuerpo humano como
ejercicio visual. Pero me interesa sobre todo fraccionado por el montaje. Me
gusta, por ejemplo, filmar los cuellos, los brazos, las manos, las piernas, los
pies. Siempre me regocijaba cuando Truffaut me pedía filmar a ras del suelo
las piernas de las mujeres caminando, un leitmotiv de toda su obra. Truffaut
era muy podófilo, como yo.
Encuentro el cuerpo del hombre tan o más interesante visualmente que
el de la mujer, tal vez porque es más estructurado, porque su esqueleto es
más aparente. No debe de ser un azar que en la antigüedad se prefiriera en
la escultura el cuerpo masculino. Claro que en los tiempos actuales, tanto en
la publicidad como en el cine, son sobre todo las mujeres las que se
desnudan. No acierto a explicar este fenómeno, me limito a señalarlo. Así
ha sido en las películas que he hecho con Eric Rohmer: Zouzou, en
L’amour l’apres-midi; Haydee Politof, en La coleccionista; Arielle
Dombasle, en Pauline a la plage. Truffaut era, a fin de cuentas, más púdico,
aunque en Dos inglesas y el continente hubo momentos atrevidos. Es tal vez
la película en que Truffaut fue más lejos en el terreno de la sensualidad.
De las cuarenta y cinco películas que me ha tocado fotografiar no hay
casi ninguna que proponga el cuerpo del hombre como objeto estético-
erótico. Sólo hasta cierto punto, Richard Gere en Días del cielo, y en el tipo
de adolescente imberbe, Christopher Atkins, en El lago azul.
Y ya que he citado estas dos películas, añadiré que, gracias a ellas, en
mi profesión disfruto de cierta reputación como paisajista, cuando en
realidad la natura me preocupa poco. Al cabo de tres días de vivir en el
campo me aburro soberanamente. Debe ser porque lo que me interesa
realmente es el ser humano y sus manifestaciones. Un paisaje natural es
obra del azar. La naturaleza comienza a interesarme cuando hay en ella algo
hecho y organizado por el hombre. Así, por ejemplo, disfruté filmando las
escenas que transcurren en las viñas en La coleccionista, o las escenas en
los trigales en Días del cielo, o las de los campos de algodón en En un lugar
del corazón. Fue así, sin duda, porque no se trataba de la naturaleza en su
estado puro, sino impuro; porque era el hombre quien había intervenido en
el paisaje a través de la agricultura. Para concluir el tema, una imagen
simple: un río me interesa solamente si lo cruza un puente.
Nada más fácil que filmar paisajes. Cualquier director de fotografía, aun
el más mediocre, puede lograr buenas vistas en una película. No todos
pueden iluminar bien un simple interior de una casa. La paradoja es que el
oscar de fotografía se da muy a menudo a películas en las que hay muchos
paisajes; por ejemplo, a mi propio trabajo en Días del cielo o, más
recientemente, a Billy Williams por Gandhi. Cada vez que en una película
hay planos con nubes, altas montañas, multitudes en un campo abierto, todo
el mundo exclama: “¡Oh, qué bella foto!” Y es que el público, y aun los
críticos, confunden los paisajes y las multitudes con la fotografía. Yo estimo
que hubo realmente mucho más trabajo creativo en Kramer contra Kramer
o en La decisión de Sophie que en las películas paisajistas mías que he
mencionado.
Todo un circunloquio para terminar afirmando esto: que mi paisaje
favorito en el cine es el rostro humano, que en él encuentro la suma y
compendio de todos: los más fascinantes montes y valles, los más
cristalinos lagos, los más frondosos bosques. Nada más excitante y variado
que iluminar un rostro. No en balde, los más grandes maestros de la pintura
de todos los tiempos, Caravaggio, Rembrandt, o Goya, hicieron de este
simple y casi único ejercicio el tema principal de su obra.
POST SCRIPTUM

Desde que comencé a escribir la primera edición de este libro se


produjeron en mi vida acontecimientos que no esperaba. Primero la enorme
publicidad que para la fotografía de Días del cielo significó el premio de la
Academia de Artes y Ciencias Cinematográficos de Hollywood, más
conocido como el Oscar. Y luego el éxito multitudinario de Kramer contra
Kramer. Todo eso me hizo reflexionar sobre mi carrera. Tenía que resistir
todas las tentaciones que me alejasen de mis principios esenciales. Sabía
que el Oscar no iba a cambiar realmente mis opciones artísticas y morales,
si yo así lo decidía.
Por eso hoy, de entre las numerosas ofertas de trabajo que se me hacen,
sigo sólo aceptando aquellas que me parecen responder a mis criterios del
“buen cine”, prescindiendo de cualquier otra consideración. Por eso he
continuado trabajando en Europa, cuando se me han propuesto proyectos
modestos pero interesantes. Por eso también he realizado recientemente dos
largometrajes sobre los derechos del hombre, sin fin lucrativo.
Me es fácil hablar de mis proyectos, pero no lo es predecir cuál va a ser
la evolución artística y técnica en los años que quedan de este siglo. Como
he dicho ya, los progresos tecnológicos de los últimos cuarenta años me
parecen poco significativos. No cabe duda de que la tendencia actual a la
miniaturización de los equipos se acentuará, que las emulsiones tendrán un
grano cada vez más fino y se harán más sensibles, y los objetivos serán cada
vez más luminosos.
Paradójicamente, el cine amateur siempre ha estado más avanzado
tecnológicamente que el cine profesional. En el futuro el enfoque del
objetivo y la apertura del diafragma tal vez sean automáticos, incluso en el
cine profesional. Aunque eso no hará desaparecer los directores de
fotografía, ni los operadores de cámara, ni los foquistas. Siempre habrá
decisiones que tomar, operaciones que necesitarán la intervención humana.
Aun a riesgo de parecer obvio, diré que la única gran innovación
tecnológica del cine en los últimos años es… la televisión. Realmente es
revolucionario que se pueda grabar —y reproducir inmediatamente— el
sonido y la imagen por medio de ondas magnéticas en un soporte con óxido
metálico. El vídeo ya no es hoy un lujo al alcance de unos cuantos
privilegiados, es un servicio al que tiene acceso un vasto público.
Me gustaría que las experiencias recogidas en este libro fueran útiles, en
la forma que sea, tanto a los profesionales como a los profanos, a los que
manejan tanto cámaras de cine como cámaras de vídeo. A fin de cuentas, yo
me he beneficiado de la experiencia de quienes practicaron otras artes
visuales, como la pintura, antes de la invención del cine. La cultura de la
imagen, de lo que ahora tanto se habla, nació hace mucho tiempo.
Al hacer el balance de mi trabajo como director de fotografía —casi
cincuenta largometrajes, sin contar un buen número de cortos y
mediometrajes— y mi colaboración con algunos de los más grandes
cineastas contemporáneos, no puedo por menos de inquietarme por su
destino futuro. ¿Cómo se conservarán estas películas?
Tras su distribución en el circuito comercial, la mayoría de las películas
termina su carrera en las cinematecas. Con la aparición del color ha surgido
un nuevo problema: los pigmentos contenidos en la emulsión fotográfica
palidecen y se alteran con el tiempo. Desde que se abandonó el viejo
Technicolor en beneficio de los nuevos sistemas Agfa, Eastman, Orwo y
Fuji, las cosas no hicieron sino empeorar. El potente haz luminoso de los
proyectores consume el color poco a poco, de la misma manera que la luz
del sol ataca día tras día los tonos transparentes de una acuarela. Es un
escándalo que las cinematecas posean excelentes copias de viejas películas
en blanco y negro de la época muda —como Y el mundo marcha, de King
Vidor— pero no puedan mostrar más que copias pálidas, descoloridas de
obras maestras del cine en color relativamente recientes —como Gritos y
susurros, de Bergman—. Las cinematecas pronto serán en sus defectos —si
no lo son ya— como las pinacotecas. Los frescos egipcios han permanecido
intactos gracias a una técnica a prueba del tiempo, mientras que las pinturas
encáusticas de los griegos, relativamente más recientes, hechas de
pigmentos mezclados con cera, han desaparecido.
Hay que precisar, sin embargo, que la transferencia de la imagen
fotográfica a cinta magnética significa un rayo desesperanza. Es cierto que
el registro magnético del sonido y de la imagen no parecía garantizar su
conservación. Pero la transferencia digital se ha convertido no hace mucho
en realidad cotidiana. Eric Rohmer ha recurrido a esta técnica para asegurar
la preservación de sus películas, por lo menos en videocasetes. Sin
embargo, esta transferencia no proporciona todavía imágenes fieles, a
menos que el número de líneas de la televisión aumente hasta equipararse a
la nitidez de las emulsiones fotográficas. Claro que la televisión de alta
definición es también ya una realidad, aunque su elevado coste continuará
por algún tiempo poniéndola fuera del alcance de un público masivo.
De común acuerdo, Sven Nykvist, Vittorio Storaro y yo mismo,
directores de fotografía de Historias de Nueva York, hemos estipulado en
nuestros contratos que, a fin de preservar los colores de nuestra fotografía,
una separación de tres negativos en blanco y negro deberá hacerse a partir
de cada color primario. Este método protege el negativo, pero no los tirajes.
No resuelve el problema de las cinematecas, que sólo suelen disponer de
copias.
Se cree que el negativo conserva su cromatismo original durante un
cierto tiempo. Pero ¿qué cinemateca posee un presupuesto tal que le
permita tirar copias nuevas en color cada diez años?
Las cinematecas del mundo entero, del Este y del Oeste, tendrían que
conseguir créditos para investigar la protección de nuestro patrimonio
cinematográfico. Y los grandes fabricantes de película virgen tendrían que
dedicar una parte sustancial de su presupuesto a la investigación científica,
con el fin de resolver este espinoso problema. El mercado ofrece hoy para la
conservación de películas una emulsión de larga durabilidad, la llamada
slow fade, pero sólo el tiempo nos dirá si merece su nombre. Como muchos
artistas y técnicos sensibles al problema, he de pulsar el timbre de alarma.
Tras un período de explotación que varía, las copias de las películas
antiguas pierden sus colores. Nuestro deber es alertar a la opinión pública,
hacerle comprender la necesidad de proteger este irremplazable patrimonio
artístico e histórico que es el cine. Por fortuna, estos últimos años se vienen
organizando encuentros y coloquios sobre la cuestión, y bastará que cite la
famosa conferencia de Martin Scorsese en Venecia. Sólo una toma de
conciencia generalizada y acción coordinada nos salvarán del desastre.
LA CLARIDAD DE FRANÇOIS TRUFFAUT

Cierro esta edición dedicada a François Truffaut con estos apuntes, para
terminar en simetría con el generoso prólogo que me escribió para la
primera edición.
Era Truffaut la locomotora del cine francés. Era un recurso natural del
país, con la misma importancia que los bosques para el Canadá o el petróleo
para Arabia.
Sigo pensando que su pérdida es irreparable.
Antes de empezar a trabajar con él en L’enfant sauvage sentía una gran
aprensión, pues sabido es que los genios suelen defraudar en el contacto
diario, pueden resultar ásperos, de trato difícil. Por fortuna, ocurrió todo lo
contrario de lo que yo temía. Truffaut era en el trabajo el hombre más
amable y equilibrado que se pueda concebir. El humanismo implícito en
toda su obra guardaba un perfecto paralelismo con su vida.
Truffaut, por añadidura, tenía un sinfín de detalles delicados con sus
amigos. Por ejemplo, regalaba a menudo libros que pensaba que queríamos
o que debíamos leer. Y recordaba noticias y artículos de periódicos que
luego enviaba por correo a quienes sospechaba que verían en ellos algo de
interés.
En política, las ideas de Truffaut eran más bien difusas. Desde luego,
era un liberal: no podía sostener con fanatismo ninguna idea. Su actitud en
esta cuestión tal vez quede ilustrada por Catherine Denueve en El último
metro, cuando le dice al crítico colaboracionista que quería obligarla a
tomar posición: “¿Sabe usted? Siempre abro los periódicos por la página de
cine.” Claro que, por boca de otro personaje, la prostituta intelectual de
Domicilio conyugal, completa la idea: “El problema es que si uno no se
ocupa de la política, la política se ocupa de uno.” Truffaut se interesaba
sobre todo por causas concretas y precisas, relacionadas con los derechos
humanos, relativas a la libertad individual y de expresión.
Si yo me exilé en Francia fue un poco por Truffaut, cuya película Los
cuatrocientos golpes, que había visto mientras vivía en La Habana, me
había deslumbrado. En aquel entonces yo era crítico de cine y me había
arriesgado un poco votando para la mejor película del año a Los
cuatrocientos golpes contra la soviética La balada del soldado, pues era una
votación a mano alzada y por ello peligrosa. Más tarde, en Francia, cuando
me llamó para hacer El niño salvaje, porque le había gustado mi trabajo en
Mi noche con Maud, no me lo podía creer. Para mí era un dios del Olimpo a
quien nunca me habría atrevido a hablar.
Por entonces había trabajado sólo con Eric Rohmer, Barbet Schroeder y
Roger Corman, en películas muy sencillas en planos fijos. Con François
descubrí el trabajo en planos-secuencias con desplazamientos de cámara,
que revelaba sin duda una herencia baziniana: el cuidado de una acción que
se respeta en el tiempo y en el espacio. Lo que para mí era nuevo porque no
había hecho casi nunca travellings. Trabajar en una película de François era
un poco como jugar a las máquinas: pierdes a un personaje y coges a otro
mientras la cámara se desplaza. Sus planos-secuencias están muy
elaborados, ya que tardaba a veces todo un día en llevarlos a cabo, pero de
hecho se economizaba tiempo por el mayor rendimiento de rodaje y porque
había menos montaje. François evitaba “cubrirse”. El problema de los
planos-secuencias es el timing: si el ritmo no es bueno, no se puede hacer
nada para volverlo a coger en el montaje.
Así y todo prefería asumir el riesgo y, si luego no le gustaban los
rushes, volver a rodar el plano correctamente. Muy a menudo utilizaba la
técnica de Frank Capra: hacía cronometrar la toma y, si duraba por ejemplo
veinte segundos, decía: “Ahora hagámosla en diez segundos.” Entonces los
actores hablaban como metralletas, y a menudo era ésa la toma que
guardaba. Pero antes se aseguraba siempre de tener una toma a velocidad
normal.
Tenía un problema de oído, no separaba los sonidos, un poco como un
micro no direccional. Como en un rodaje hay mucha gente hablando a la
vez se hace mucho ruido, y como a Truffaut no le gustaba hacer reinar el
terror en el plató gritando silencio, se cansaba mucho. También trabajaba
muy intensamente y de manera muy organizada, pero muy pocas horas
diarias. Al cabo de seis horas de rodaje decía: “La jornada ha terminado.”
No tenía una resistencia física muy grande. Tampoco le gustaba trabajar por
la noche y se rodaban las escenas nocturnas por el día, haciendo oscurecer
las casas en donde filmábamos, tendiendo toldos negros afuera. En el
montaje el problema era a menudo cómo abreviar. Como no se podía cortar
en medio de los planos eliminaba secuencias enteras. Es lo que hizo en Las
dos inglesas y el amor, que cortó incluso después de tres o cuatro días de
explotación. Pero luego se arrepintió y durante su enfermedad volvió a
reconstruir una versión larga. Como se sentía demasiado cansado para rodar
una nueva película, me dijo que había acometido la tarea del nuevo
montaje: “Será mi película de este año.” Las escenas añadidas son las más
líricas y las más poéticas de la película. Consideraba esta nueva versión casi
como un nuevo trabajo. También se arrepintió de cortar Les misions, que
redujo un día a diez minutos, cortando sobre el mismo negativo. Pero pensó
que debía quedar una versión completa de ella, en 16 milímetros, en la
Federación de cineclubs de Francia.
Habíamos trabajado mucho juntos sobre la cuestión del color, y en eso
creo que le ayudé a cambiar de ideas. Al principio estaba contra el color,
pero gracias al trabajo que hice con el escenógrafo Kohut-Svelko se hizo
más tolerante y comprobó, a partir de Las dos inglesas y el amor, que podía
hacer películas en color sin que fueran demasiado recargadas ni demasiado
chillonas. Se le demostró que era un problema de dirección artística, de
decoración y de vestuario y de luz, que se podían mitigar los colores y hacer
películas “blanco y negro en color”. Este trabajo se continuó con Adèle H.,
y pronto se convirtió en una tendencia mundial la de disminuir los colores,
moda o tendencia que contradecía la estética de las películas de los años
cincuenta a lo Douglas Sirk, de colores variopintos.
François no era un realizador muy técnico, tenía conocimientos
pragmáticos sobre los objetivos, por ejemplo, pero apenas sabía qué cámara
empleábamos. Por contra, le gustaba mucho ensayar la escena mirando por
el visor. La técnica no era lo suyo, me confió. De manera general, daba
carta blanca a sus colaboradores cuando creía en ellos. Para los decorados,
por ejemplo, dejaba las localizaciones a Suzanne Schiffman, su ayudante, y
no supervisaba demasiado la ejecución de los decorados.
Me había explicado que a fuerza de ver algo se acababa por no verlo, y
él prefería tener el choque del descubrimiento de un decorado nuevo,
recibirlo con frescura, incluso aunque en el último minuto quitara cosas o
modificara el color de una pared. Es una técnica que yo he copiado en las
películas que he hecho en América. Si uno se habitúa demasiado a un
decorado, luego no se ve nada. Es quizá la razón por la cual los más grandes
directores de fotografía han sido a menudo extranjeros. A Francia venían de
Rusia y de Alemania; a América, ahora de Italia.
Y es que probablemente tienen una mirada nueva sobre el país de
adopción. François Truffaut no hacía muchas tomas, un máximo de siete,
pero lo más corriente es que hiciera dos o tres. A menudo yo hubiera
querido hacer una suplementaria, porque no estaba del todo satisfecho, pero
él no buscaba una gran perfección que hubiera resultado demasiado
académica, demasiado “cinéma de qualité”, le gustaba que siempre quedara
algo sin acabado. Sin embargo, no vacilaba, contrariamente a Rohmer, en
volver a rodar escenas si no estaba satisfecho del todo.
Yo tenía un solo punto de desacuerdo con él, y lo sabía, que era su
costumbre de reencuadrar la imagen en la truca.
Aunque durante el rodaje supervisaba la toma a menudo a través del
visor, después, en el montaje se daba cuenta de que hubiera querido estar
más cerca del personaje. Como era demasiado tarde para volver a rodar,
hacía pasar el plano a la truca para acercarse en primer plano. De golpe la
imagen se hacía granulosa. Yo le decía siempre que este remedio era peor
que la enfermedad, pues los tonos del color de la piel salían también
alterados.
Con la misma tranquilidad, cuando una mirada de un actor no le parecía
demasiado larga “congelaba” el plano durante unos segundos, con lo que se
convertía francamente en una foto fija. Era nuestro único punto de fricción,
pero en lo demás había acuerdo total.
No tenía ese orgullo que empuja a algunos cineastas a rechazar las ideas
que no vienen de ellos mismos. Si yo proponía una buena idea, la aceptaba
inmediatamente y me felicitaba. Todos tenían la impresión de participar, y
ver que se nos tenía en cuenta hacía agradable trabajar con él. Me acuerdo
del rodaje de la escena, en Las dos inglesas y el amor, en la que Muriel
regresa a Francia y encuentra al hombre que amó en el muelle, después de
una larga separación. Él la espera, ella baja del barco y se ven. El sol
pegaba de tal forma que, reflejándose en el agua, proyectaba olas de luz en
el casco del barco. Le dije a François: “Mira qué bonito sería si pudiéramos
hacer que se encontraran delante de estas vibraciones de luz.” Replicó:
“Démonos prisa, ¡adelante!” Se rodó y luego, en el montaje, eliminó el
diálogo, dejó sólo la música de Delerue. Me dijo: “Cuando hay una imagen
con una luz como ésa, equivale a unas líneas de diálogo.” Era como si la
pasión, la vibración interior se proyectaran en la imagen con un toque
expresionista. Me estaba realmente agradecido.
Cuando fui a trabajar a Estados Unidos, me dijo: “Está muy bien,
Néstor; así, el día que yo vaya a rodar allí, tú ya estarás.” Luego, el rodaje
con Spielberg le estimuló mucho. Le gustaba visitar Los Ángeles, adonde
iba a menudo, menos a Nueva York. Había hecho progresos en inglés desde
la experiencia de Fahrenheit. En una ocasión se planteó hacer una película
en América; después acabó diciéndome que podría hacerla en Francia
importando actores americanos. No tenía alma de explorador. Claro, sabía
que tenía un gran público en América, por esto me pedía que tuviese en
cuenta de no encuadrar cosas muy blancas en la parte inferior de la imagen
de manera que estuviese bastante oscura para que los subtítulos se leyeran
bien.
Entre película y película nos escribíamos más que nos veíamos, porque
era casi un hombre del siglo XIX, le gustaban los mensajes urgentes, las
cartas, la escritura. No le gustaba demasiado el teléfono, por lo que escribía
de París a París. Me remitía muchos libros sobre los temas que sabía que me
interesaban, sobre fotografía, sobre Cuba.
Cuando coincidíamos en Estados Unidos nos veíamos, pero él era muy
tímido y no quería conocer a otras personas.
Un día le forcé un poco para que se encontrara en mi loft con Meryl
Streep, que tenía deseos de conocerlo, pero me arrepentí un poco, pues no
supo qué decir, estaba muy molesto. Consideraba mucho la amistad y su
teoría era que el ser humano tiene una capacidad limitada de tener amigos y
que si se añade uno nuevo, sustituye a otro. Como no quería reemplazarlos,
no quería conocer a nadie.
En toda la obra cinematográfica de Truffaut se pueden apreciar una serie
de constantes visuales. Película tras película, me fui familiarizando con esta
su manera tan peculiar de hacer y, por mimetismo, acabé tomándole afición
a algunas de sus obsesiones fílmicas.
Le gustaba que parte de la acción en sus encuadres se viera a través de
una ventana, lo que establecía, según sus palabras, “un encuadre dentro de
otro”. No hay prácticamente una película de Truffaut en que no se observe
este principio. Tal vez por esto también prefería filmar en decorados
naturales, no en estudio, así podía ver lo que ocurría a través de las ventanas
y puertas, de dentro afuera y de afuera adentro, acciones que ocurrían
simultáneamente en interior y exterior.
Le gustaba filmar fuera de París, en ciudades de provincias, en el
campo, donde todo el equipo estaba más disponible, menos solicitado por
las tentaciones de una gran ciudad, por la familia que se había quedado
atrás.
En estos rodajes provinciales en Auvernia, Bretaña, Normandía, islas de
La Mancha, Provenza, el equipo —casi siempre el mismo— se comportaba
como una familia unida.
Estos miembros del equipo además se veían confiar papelitos
secundarios. Así, mi jefe electricista Jean-Claude Gasché aparece en varias
películas. El jefe de producción, Marcel Berbert, sobre todo, casi se
convirtió en el actor mascota en un sinnúmero de papeles. Yo me escapé de
milagro porque al estar siempre detrás de la cámara pegado al visor no me
podía poner delante.
Muchas imágenes recurrentes aparecen en todas las películas de
Truffaut. Enumero someramente: planos de pies y piernas, ropa interior
femenina con encaje, un rostro que se esconde detrás de un libro, del cual
surgen sólo el pelo y los ojos… En cambio, yo sabía que tenía
necesariamente que evitar que se viera el cielo, poniendo la cámara alta y
encuadrando el suelo desde arriba. Sentía como una especie de “horror
vacui” en el cielo que le parecía en el encuadre, según sus propias palabras,
“espace perdu”. Tenía yo que evitar también las sábanas y manteles blancos
que en el encuadre, al ser muy luminosos, “sustraían la atención del
espectador descuidando los intérpretes”. Por esto mandábamos a teñir con
té las telas para que adquirieran un color mitigado de algodón crudo, menos
brillante en la pantalla.
Cuando nos encontrábamos en filmación, François hacía
constantemente referencia a películas que le gustaban. Creo que una de las
razones principales por las que trabajó conmigo es que soy muy cinéfilo y
cada vez que hacía una referencia a un clásico yo la apreciaba y podía
hablar de eso con él. Durante la preparación de cada película se hacían
proyecciones privadas: La picara puritana, para Domicilio conyugal;
Milagro en Alabama, para El niño salvaje; El cuarto mandamiento para
Adèle H. Tenía un proyector de 16mm. y, cuando se rodaba en provincias,
todos los sábados proyectaba un clásico para el equipo. Para la luz le
gustaban sobre todo los clásicos. Hoy me doy cuanta de que,
involuntariamente, yo le robo muchas ideas en mi trabajo con los demás
directores. A menudo aporto a los americanos soluciones muy rápidas y
muy claras que vienen directamente de Truffaut.
GLOSARIO DE TÉRMINOS TÉCNICOS

Abertura: El agujero circular formado por un diafragma que permite


regular la cantidad de luz que pasa a través del lente. Las distintas
medidas de abertura están marcadas en el exterior con cifras precedidas
del signo f.
Anamórficos (objetivos): Utilizados para producir una imagen destinada a
una proyección en pantalla panorámica (Cinemascope, Panavision, etc.).
Estos lentes comprimen la imagen lateralmente sobre la película normal
en 35mm. Otro lente, anamórfico también pero en sentido transversal, la
amplía horizontalmente en la proyección. Los objetivos anamórficos
tienen todavía menor abertura de diafragma que los objetivos normales
esféricos, y poseen menor capacidad de definición.
Angulo: Punto de vista de la cámara, campo de visión de un lente.
Arcos: Son los focos de iluminación más potentes que se conocen, se
utilizan sobre todo para imitar la luz solar o para compensar sus zonas
en la sombra. La corriente eléctrica “salta” entre dos cátodos con dos
varillas de carbón produciendo una luz brillante y azulosa.
ASA: La sensibilidad a la luz de la película virgen se mide en los
fotómetros con una escala establecida por la American Standard
Association (ASA). Las primeras películas en color (Technicolor)
poseían una sensibilidad de 8 ASA, pero en los años de la década del
cincuenta con Eastmancolor se llegó a 25 ASA. Hoy las emulsiones
corrientes tienen como índice 100 ASA, y muy recientemente han
aparecido películas todavía más sensibles, de 250 ASA (Fuji, Kodak).
ASC: La American Society of Cinematographers es una institución
honorífica que agrupa algunos de los principales directores de
fotografía. El ser admitido en esta sociedad implica poder inscribir las
letras ASC después del nombre como un sello profesional.
Available-light: Término del cine americano que define la luz existente en
un lugar no establecido anteriormente por el iluminador. Técnica que
consiste en filmar con luz natural.
Back-light: Véase Contraluz.
Blimp: Caja blindada con aberturas ópticas o mecánicas, dentro de la cual
se coloca la cámara con el objeto de amortiguar el ruido producido por
el obturador y el desplazamiento de la película. El blimp surgió con el
cine hablado y aumentó sensiblemente el tamaño del equipo de cámara,
restándole movilidad. Las cámaras modernas como Arri-BL, Panaflex,
Coûtant, Aaton, con elementos mecánicos silenciosos no necesitan
prácticamente un blimp suplementario y son de talla reducida.
Cámara oscura: Una habitación oscura con un pequeño agujero en una
pared; la luz exterior al pasar a través de este agujero proyectaba una
imagen al revés en la pared interior opuesta. Se puede decir que la
cámara oscura fue la interpretación renacentista de la caverna de Platón
y un ancestro de las complejas cámaras de hoy, sólo que reducidas de
tamaño y equipadas de un lente.
Campo: Espacio determinado por el ángulo del objetivo de la cámara.
Campo-contracampo: Técnica de rodaje denominada en América cross-
cutting, dos personajes frente a frente se filman separadamente pero de
manera simétrica. Después se alternan en el montaje.
Ciclorama: Fondo di un decorado o falso paisaje para crear generalmente
en el estudio un efecto de cielo. Suelen ser de gran tamaño y de forma
cóncava para dar impresión de profundidad.
Close-up: Primer plano.
Compensador: Monóculo ahumado, era útil sobre todo para el rodaje en
blanco y negro porque, al ofrecer una visión casi monocromática, daba
al director de fotografía la posibilidad de evaluar solamente las
diferencias de brillantez. Se emplea también para observar el sol y las
nubes, sin dañarse la vista, durante el rodaje en exteriores.
Contraluz: En inglés back-light, en italiano controluce, iluminación que se
encuentra detrás del sujeto, artificio estético muy empleado en el viejo
cine para realzar el peinado de los intérpretes, y para separarlos también
del fondo.
Contratipo: Copia de una copia positiva. Se recurre al contratipo a menudo
cuando el negativo original se ha perdido o dañado. El resultado que se
obtiene es más contrastado, sin matices.
Copia: A partir del negativo original se obtienen copias positivas para
explotación en las salas.
Copia cero: En inglés answer-print, primera copia sin empalmes que reúne
todos los elementos del filme: montaje final del negativo, banda sonora
mezclada, pero en el que las densidades de luz y color de plano a plano
son sólo parcialmente corregidas. Sirve de referencia para el talonaje y
tiraje de las copias definitivas ya equilibradas.
Copia de trabajo: Montaje final a partir de los rushes o copión. Se obtiene
después de un primer montaje más basto llamado rough-cut en inglés y
bout-à-bout en francés. La copia de trabajo sirve para efectuar de
manera idéntica el corte y ensamblaje del negativo original a fin de
obtener las copias limpias y positivas de explotación. Se utiliza también
para realizar los trabajos de sonorización y doblaje.
Copión: Las primeras copias del negativo original hechas por el
laboratorio, son visionadas cada día después del rodaje por el realizador,
operador, etc. Se utilizan también los términos hollywoodienses rushes
y daylies.
Cuarzo (luces de): Lámparas de tungsteno con un gas halógeno contenido
en una bombilla de cuarzo. Estas bombillas, de talla minúscula pero
muy potentes, son utilizadas a menudo en decorados naturales porque
pueden esconderse camufladas detrás de columnas, molduras, vigas, en
lugares difíciles de iluminar.
Chasis (magazine): Caja que se carga con película virgen y que se ajusta
sobre la cámara para alimentarla. En las antiguas cámaras se
comparaban con las orejas de Mickey Mouse, ahora tienen formas más
compactas cuadradas o redondas (coaxiales de Arri-BL).
Definición: Detalle de la imagen cinematográfica debido a la calidad óptica
de un objetivo. La definición aumenta con una pequeña abertura de
diafragma.
Diafragma: Un iris variable parecido al del ojo humano, compuesto de
hojas metálicas diminutas. Está dentro del objetivo y permite aumentar
o disminuir la cantidad de luz, que impresiona la película. (Véase
Abertura).
Difusores: tramas de fibras, metal o cristal que colocadas delante de los
objetivos (o frente a las lámparas de iluminación) reducen la definición
o detalle suavizando una imagen. Se utilizan a menudo para producir
efectos pictóricos, para borrar defectos visibles en el cutis de los
intérpretes.
Disolvencia: Figura de transición narrativa más corta que el fundido, se
llama también fundido encadenado; mientras una imagen desaparece,
otra aparece progresivamente en sobreimpresión.
Emulsión: Capa de gelatina sensible a la luz que se encuentra sobre el
soporte flexible o película. Contiene sales de plata, productos químicos
y colorantes.
Estudios (plateaux, sets): Edificio o grupo de edificios construidos con
todos los departamentos necesarios para un rodaje. Con la llegada del
cine parlante, los estudios tuvieron que construirse con paredes
especiales que los insonorizaran de los ruidos exteriores.
Filtros: Cristales o gelatinas transparentes que se colocan delante del
objetivo con el propósito de obtener efectos ópticos diversos; cambio de
tonalidad de color, disminución de la luz (filtros de densidad neutra),
polarización, difusión, etc.
Flashback: Forma narrativa que rompe con la cronología de la historia,
intercalando una secuencia o un plano, y evocando acontecimientos
pasados.
Flashing: Re-exponer parcialmente en variadas proporciones el negativo
antes de ser revelado y antes o después de rodar, con el propósito de
disminuir el contraste. Aumentándose la exposición en las zonas en
sombra y la sensibilidad nominal, la película adquiere a veces un ligero
velo.
Foco: Punto en el que convergen los rayos luminosos después de pasar por
el objetivo. En el ojo humano es también el punto de mayor claridad de
visión. Se “hace el foco” dándole la vuelta a un anillo del objetivo hasta
encontrar la distancia respecto al sujeto filmado.
Foquista: Técnico bajo las órdenes del operador de cámara que tiene por
misión llevar el foco midiendo la distancia del sujeto al objetivo, cuidar
del buen funcionamiento de la cámara, cambiar los objetivos, comunicar
el número de metros y bobinas para cada toma.
Forillo: Fondo fotográfico o pintado situado, en general, detrás de las
ventanas o puertas para simular en el rodaje en estudios una vista al
exterior.
Formato: Proporción entre lo ancho y lo largo de la pantalla. El formato 1
X 1.66 es el más utilizado hoy en Europa. En América es más popular
un formato más alargado 1 X 1.85. El formato scope es de 1 X 2.35. El
viejo formato “académico” de 1 X 1.33, más cuadrado, es parecido al de
la televisión.
Fotograma: Cada una de las imágenes fotográficas que componen un filme.
La velocidad normal de rodaje es de 24 imágenes por segundo.
Fotómetro: Exposímetro o célula fotoeléctrica, permite medir la intensidad
luminosa de una escena e indica la abertura del diafragma en el objetivo
para obtener la imagen deseada sobre la emulsión fotográfica. Existen
varios modelos de fotómetro; Weston, Spectra, Luna Six, etc.
Fresnel: Lente de círculos concéntricos que se coloca delante de las
lámparas de iluminación y que orienta los rayos de manera focalizada.
Fueron muy populares antes de la generalización del cine en color por
su capacidad para diferenciar, dibujar y dar relieve a distintos planos y
zonas de una imagen.
Fundido: La imagen se oscurece progresivamente hasta el negro absoluto o
se aclara a partir de la oscuridad. El fundido se utiliza a menudo como
figura de transición para separar dos momentos o dos épocas diferentes.
Equivale al cambio de capítulo en literatura.
Glamour: Expresa la capacidad de seducción, de fascinación de una actriz
o de una imagen sobre el público. Es un término hollywoodiense.
Gran angular: Objetivo de corta distancia focal —25mm, 18mm, 14mm,
etc.— que permite encuadrar un campo visual muy vasto. Se utilizan
generalmente para filmar paisajes panorámicos, también para dar una
impresión de amplitud a decorados exiguos pero con el inconveniente
de ciertas distorsiones visuales.
Grano: Finas partículas de plata o de colorantes en suspensión en la
emulsión fotográfica. El grano es visible sobre todo en las películas de
alta sensibilidad, o en las que han sido sometidas a un revelado forzado.
Grúa: Aparato provisto de un largo brazo mecánico capaz de desplegarse
en todas direcciones. El operador con la cámara puede efectuar
movimientos ascendentes o descendentes. Un nuevo modelo, la
“Louma”, con un brazo retráctil, no necesita del operador con la
cámara, todos los movimientos son teleguiados desde abajo, reduciendo
así el tamaño del equipo y permitiendo, por ejemplo, penetrar por
ventanas en lo alto de un edificio.
Guión: Libreto, narración detallada del argumento con la acción, los
diálogos y, a veces, indicaciones técnicas precisas para facilitar el
rodaje.
HMI (sirios): Lámparas muy potentes que han surgido en éstos últimos
años. Reemplazan a menudo con ventaja el arco porque consumen
menos energía eléctrica y son de menos peso y fácil manejo. Tienen el
inconveniente de emitir una luz cíclica y el obturador de la cámara debe
ser ajustado en consecuencia para no correr el peligro del parpadeo de la
imagen.
Hoja de laboratorio (rapport image): Documento que acompaña la
película virgen cuando se envía al laboratorio para el revelado. Indica,
entre las tomas hechas de cada plano, aquellas que el realizador
considera buenas para su tiraje. Lleva también datos sobre el tipo de
negativo, efectos deseados en el tiraje (día o noche), revelado forzado,
etc.
Inserto: Plano generalmente muy cercano que sirve para aclarar una acción
y que se intercala en una escena. Ejemplos: carta, pistola, timbre.
Internegativo: Réplica del negativo original obtenido a partir de un
positivo de bajo contraste. Hoy en día, para proteger el negativo
original, se suelen obtener de esta manera copias de explotación con una
calidad aceptable.
Inversible: La película qué pasa dentro de la cámara tomavistas no es
necesariamente un negativo. Existen emulsiones que pueden formar
directamente una imagen positiva. Este positivo inversible funciona
también como matriz a partir de la cual se pueden obtener copias. Se
utiliza mucho en los noticiarios de televisión por el ahorro de tiempo al
eliminar varias etapas. También se le conoce como “reversible”.
Iris (véase Diafragma): Además del iris o diafragma que se encuentra en el
interior de un objetivo, en el cine mudo se empleaba otro tipo de iris, de
gran talla y que se colocaba delante del objetivo con otra función. Sus
bordes se hacían visibles y permitían terminar o comenzar una escena
rodeando a un personaje con un círculo negro.
Jefe de eléctricos: En inglés gaffer, persona que se ocupa del
emplazamiento de los focos de iluminación, según las instrucciones del
director de fotografía. Debe también calcular la potencia eléctrica
necesaria en cada caso y organizar el trabajo de su equipo. Un buen
gaffer, acostumbrado a trabajar con el mismo director de fotografía, es
un colaborador inapreciable.
Jefe maquinista: En inglés grip, la persona que transporta el material de
rodaje, que desplaza el trípode y la cámara según indicaciones recibidas,
que, en fin, tiende los raíles y empuja la Dolly o el Elemack para los
movimientos de travelling. Un buen grip sabe hacer movimientos
constantes, rítmicos, sin sacudidas. De su capacidad depende en gran
medida el éxito de la fotografía.
Key-light: La fuente de luz principal utilizada para iluminar un sujeto. Las
otras luces se organizan en función de ésta.
Laboratorio: Lugar donde se revela el negativo y donde se obtienen copias
de las películas para su explotación.
Latitud: Capacidad de una emulsión fotográfica para aceptar un número
variado de exposiciones o aberturas de diafragma, obteniendo un
resultado correcto.
Luminosidad (de un objetivo): Capacidad de un objetivo de admitir una
débil cantidad de luz, permitiendo filmar en condiciones difíciles. Se
fabrican objetivos cada vez más luminosos.
Master Shot: Plano rodado en primer lugar, y que comprende toda la
escena, generalmente en visión de conjunto. Después en el montaje se
suelen insertar planos más cercanos.
Mini-bruto: Serie de nueve o seis potentes lámparas de cuarzo agrupadas
en un panel y que, en ciertas ocasiones, por su fácil manejo y ligereza,
sustituyen los viejos focos con Fresnel de 5 y 10 kilowatios. Tienen el
inconveniente de producir múltiples sombras, por lo que a menudo se
las cubre con un difusor que logra casi borrarlas.
Montaje: Operación de seleccionar, organizar y ensamblar los diferentes
planos y sonidos que componen un filme para obtener una continuidad
narrativa o rítmica.
Movida: Marca de una máquina de montaje que se convirtió en sinónimo
de término genérico. Equipada de un mecanismo de proyección, de una
pequeña pantalla, y de un lector de sonido. Se puede visionar, cortar,
ensamblar, y sincronizar el copión para preparar la copia de trabajo.
Multiplano: Procedimiento de animación utilizado por Walt Disney en sus
primeras películas. Los decorados eran dibujados separadamente de los
personajes, en planos diferentes como en el teatro. En los movimientos
de travelling lateral se obtenían efectos tridimensionales.
Negativo: Película impresionada después del revelado en la que los valores
lumínicos están invertidos y a partir de la cual se obtienen copias
positivas. Por extensión, se denomina también película negativa a la
película virgen.
Objetivo normal: Es el que corresponde en su campo de visión y su
perspectiva a las imágenes recibidas por el ojo humano. En el cine
profesional los objetivos de 50 y 40mm. son considerados “normales”.
Operador de cámara (o camarógrafo, cameraman en inglés, cadreur en
francés): Es quien maneja personalmente la cámara tomavistas y
encuadra cada imagen. En algunos países, el director de fotografía, por
razones sindicales, no tiene derecho a operar la cámara él mismo. Por
esto se encarga principalmente de la iluminación y se limita a dar
indicaciones precisas al operador de cómo debe proceder en cada
escena.
Orden de trabajo: Información multicopiada en la que se señala el plan de
trabajo del día siguiente. Cada copia es distribuida a los distintos
departamentos. Se utiliza además como referencia del desarrollo de la
producción.
Panorámica: Movimiento horizontal o vertical de la cámara que pivota
sobre un eje y sin desplazarse. Corresponde a la ampliación del campo
de visión que obtiene el ser humano girando la cabeza.
Pantalla: Panel o superficie brillante utilizada sobre todo en exteriores para
reflejar la luz solar y rellenar las zonas demasiado oscuras en la sombra.
Al principio las pantallas eran metalizadas, ahora se utilizan más las de
materia plástica blanca (poliestireno) que devuelven una luz más suave
y natural.
Paralelaje: Las cámaras actuales poseen visores con un sistema de espejos
y prismas que permiten ver exactamente a través del lente lo que
impresiona la película. Pero antes del invento de las cámaras Reflex el
visor era independiente aunque paralelo al lente, lo que producía
errores, por ejemplo cabezas o partes del cuerpo fuera del cuadro.
Pasarelas: En inglés cat walks estructura de madera construida a lo alto y a
lo largo de los decorados en los estudios, para permitir la fijación de los
focos de iluminación y el desplazamiento de los electricistas. Simplifica
el trabajo al liberar el set de trípodes y cables.
Photo-flood: Lámpara pequeña en forma de hongo de duración limitada (6
horas). Tienen 250 o 500 watios. Con una pinza metálica se pueden fijar
fácilmente sin trípodes sobre elementos del decorado, por lo que son
muy utilizadas en reportajes y en producciones de presupuesto reducido.
Plano: Cada una de las partes que componen la cinta cinematográfica de
empalme a empalme. Cada fragmento de película impresionado por la
cámara sin interrupción.
Plano americano: El encuadre corta el personaje entre las rodillas y la
cintura. Fue empleado al parecer por primera vez en los westerns en
oposición al viejo sistema europeo, de origen teatral, que encuadraba a
los personajes de los pies a la cabeza (cine primitivo, Méliés).
Plano general: Imagen que tiene como límite el infinito y que comprende
un paisaje. Plano de conjunto en interiores.
Plano medio: Encuadre que corta a los personajes por la cintura.
Plano-secuencia: Un solo plano, sin cortes, que comporta varios
movimientos o desplazamientos continuos de la cámara formando una
escena completa.
Playback: Literalmente en inglés, “interpretado detrás”. Las voces y la
música de una canción grabada con anterioridad al rodaje. Después, los
actores siguen con los labios y los movimientos el sonido.
Primer plano: Rostro o una parte del rostro de los intérpretes.
Productor: Persona o empresa que financia una película. En Hollywood
tiene también otra acepción: la persona que prepara, organiza y vigila la
ejecución del rodaje de una película.
Profundidad de campo: Distancia entre la cual los objetos son nítidos
delante y detrás del lugar donde se ha hecho el foco. Los lentes de gran
angular tienen mucha profundidad de campo (lo que permitió a Orson
Welles en Kane varias acciones simultáneas en profundidad y todos los
personajes a foco). Los lentes teleobjetivos poseen muy poca
profundidad, se emplean sobre todo para retratos en primer plano con
fondos borrosos.
Pushing: La película es sobrerrevelada forzándola más allá de los límites
de tiempo considerados normales por el fabricante y el laboratorio. El
objetivo es obtener virtualmente más sensibilidad y poder filmar con
poca luz. Inconvenientes: se aumenta el contraste y el grano.
Raccord: En inglés Matching, pasaje de un plano a otro sin que se pueda
advertir un cambio abrupto en los movimientos, posiciones y objetos,
con una impresión de continuidad. La script girl se ocupa de anotar todo
lo sucedido y visto en un plano anterior para poder encadenar
perfectamente con el próximo que se va a filmar.
Remake: Nueva versión de una vieja película.
Reóstato: Aparatos equipados de una resistencia que permiten, cambiando
gradualmente el voltaje, aumentar o disminuir la intensidad luminosa de
las lámparas. Muy utilizados en la época del cine en blanco y negro,
cayeron en desuso con la generalización del color, a causa de los
cambios progresivos de la temperatura del color.
Retake: Se vuelve a filmar, días o meses más tarde, una escena o un plano
que no salió bien la primera vez.
Revelado: Operación efectuada en el laboratorio que tiene por objeto
transformar por procedimientos químicos una imagen latente
impresionada en la emulsión fotográfica en una imagen visible y
estable.
Rodaje: La operación de efectuar la toma de vistas con la cámara.
Serie B (filme de): En los programas dobles había en los Estados Unidos,
hasta los años sesenta, una película de pequeño presupuesto que
acompañaba a la película principal de serie A.
Soft-light: Literalmente del inglés, “luz suave”. Se obtiene por reflexión de
una lámpara contra una superficie blanca. Existen desde hace unos años
aparatos soft-light, emiten luz indirecta sin sombras marcadas, tienen la
forma de una caja.
Spot-light: Lámparas de luz muy direccional, puntual, que cubren una zona
delimitada de la escena, en oposición a las soft-lights que dispersan la
luz en todas direcciones.
Story-board: Serie de dibujos de una o varias escenas de una película
ejecutados antes del rodaje. Técnica que facilita la comprensión del
guión.
Talonaje: Operación realizada en el laboratorio antes del tiraje de las copias
de explotación. Consiste en determinar la intensidad luminosa de cada
plano y secuencia, las tonalidades de color deseadas. Hay que armonizar
planos a veces desiguales en el negativo, obtener por una impresión más
oscura o más clara efectos de noche o de día no del todo evidentes en el
copión.
Teleobjetivo: Lente de distancia focal larga; se emplea para aproximar
imágenes lejanas o para primeros planos. Comprime las perspectivas y
produce una impresión de lentitud cuando el sujeto se mueve en
dirección de la cámara. Su profundidad de foco es mínima y produce
fondos fuera de foco que son utilizados estéticamente en los retratos.
Temperatura de color: Término técnico que indica las tonalidades de color
de una fuente luminosa. Se dice que su temperatura de color es alta
cuando tiene tonos blancos azulosos, o baja cuando tiene tonos rojizos.
Se mide en grados Kelvin. La luz de una vela alcanza apenas 1900
grados Kelvin; la luz solar al mediodía, alrededor de 5500 grados
Kelvin.
Travelling: Término inglés bastardo que ni en Hollywood ni en Londres se
utiliza. Indica que la cámara empujada por el maquinista se desplaza
sobre ruedas siguiendo una acción o describiendo un lugar. Los italianos
lanzaron hace unos años el modelo Elemack, más reducido, de gran
movilidad, que permite pasar por pasillos y puertas estrechas.
Trípode y cabeza: El trípode da estabilidad a la cámara; sobre él y como
intermediario de la cámara, va una cabeza con manivelas o un simple
mango, lo que permite movimientos de panorámica. Hay nuevos tipos
de trípodes robustos y ligeros y nuevas cabezas de torsión, hidráulicas,
etc., que permiten movimientos fluidos, sin sacudidas.
Truca: Máquina que permite obtener diversos efectos ópticos
refotografiando cada imagen de la película para obtener algo diferente
de lo que se filmó originalmente: reencuadre, fijación de movimiento,
sobreimpresión, fundido, rotulación, etc.
Viseras: Paneles metálicos los cuales se sitúan a ambos lados de los focos,
para modificar la forma del haz luminoso impidiendo invadir zonas que
se quieren mantener a la sombra y realzando un sujeto deseado. Las
viseras tenían su mayor eficacia con las lámparas Fresnel y resultan casi
inútiles con las modernas soft-lights. Se utilizan con el mismo fin
“banderas" y “cremers”, variantes articuladas.
Visor: Se encuentra en la parte posterior de la cámara, generalmente al lado
izquierdo. Permite encuadrar un plano y —en las cámaras Reflex—
calibrar el foco. Hay también visores portátiles que se llevan con una
cadena al cuello y que permiten al realizador y director de fotografía
escoger de antemano el lugar ideal para un nuevo emplazamiento de
cámara.
Zoom: Objetivo de focal variable. Permite modificar el campo de visión,
acercándose o alejándose de un sujeto, con el simple manejo de una
varilla lateral que hace desplazar los lentes en el interior del objetivo.
No sustituye el travelling porque no se produce un desplazamiento de
perspectivas lateralmente, ni hay impresión tridimensional. Aunque se
han hecho grandes progresos, el zoom es un objetivo de menor calidad
óptica y menor diafragma que los objetivos fijos.
Agradecimientos

Algunos periodistas con sus entrevistas provocaron respuestas mías que


han servido de base para varios capítulos de este libro. Cineastas amigos,
con sus consejos y estímulos, me han permitido organizar y aclarar
nociones confusas o erróneas en el texto.
Mi gratitud a todos:
Homero Alsina Thevenet, David J. Badder, Henry Béhar, Antonio
Beltrán, Guillermo Cabrera Infante, Vincent Canby, Nat Chediak, Bernard
Drew, Jacques Fieschi, José Luis Guarner, Pere Gimferrer, Gilles Jacob,
Gérard Langlois, Emmanuel Machuel, Elene Oumano, Jaume Peracaula,
Jaume Picas (f), Marie de Poncheville, Brooks Riley, Luis Sanjurjo, Dermis
Schaeffer, Noël Simsolo, Augusto M. Torres, Juan Francisco Torres,
François Truffaut, Hal Trussell.
Quiero igualmente expresar mi agradecimiento a las personas y
compañías que han cedido la documentación fotográfica necesaria para las
ilustraciones:
Les Films du Carrosse, Les Films du Losange, Columbia Pictures,
Paramount Pictures, Lira Films, Pierre Cottrell, Maurice Pialat, Vicente
Aranda, New World Pictures, United Artists.
En fin, a los fotógrafos de vistas fijas:
Dominique Le Rigoleur, Pierre Zucca, Bernard Prim, Roger Jans,
Roswita Hecke, Holly Bower, Muki, Jean-Pierre Fizet, Orlando Suero.
NÉSTOR ALMENDROS. (Barcelona, 1930-Nueva York, 1992)
Operador y director de fotografía español. Emigrado a Cuba, estudió en este
país, en Nueva York y en Roma. En Francia, colaboró de forma habitual
con Rohmer, Truffaut y Schroeder. Obtuvo el Oscar a la mejor fotografía
por Días de cielo (T. Malick, 1977). De su extensa carrera, cabe citar su
colaboración en La historia de Adèle H. (F. Truffaut, 1975), El último metro
(F. Truffaut, 1980) y La decisión de Sofía (A.J. Pakula, 1982). En 1987
realizó Nadie escuchaba y en 1988 participó como director de fotografía en
el episodio de Historias de Nueva York dirigido por M. Scorsese. En 1980
publicó en Francia su autobiografía (la presente Días de una cámara),
editada en castellano en 1982.

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