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Harpur Patrick - El Fuego Secreto de Los Filosofos

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¿Puede escribirse en un solo volumen una historia completa de la

Imaginación? Patrick Harpur lo ha conseguido admirablemente en este libro,


partiendo de campos tan heterogéneos como la filosofía y mitología griegas, la
poesía romántica, la alquimia, la psicología junguiana, la magia renacentista, el
chamanismo, la ciencia moderna, los relatos de hadas, la náusea de Darwin o la
magdalena de Proust… para mostrarnos un fascinante y coherente itinerario por el
que han pasado todas las diferentes sociedades humanas que han dotado a su
mundo de un sentido pleno rebosante de imágenes.

Con gran finura intelectual, Harpur sacude los cimientos de los rígidos
«mitos» que han gobernado en los últimos siglos nuestro universo racional para
recordarnos poco a poco la existencia de otra manera de ver el mundo, que sabe
también mirar las cosas desde el ojo interno de la imaginación; pues el secreto de
esta singular Historia descansa, sobre todo, en la comprensión de esta sutil manera
metafórica de entender el mundo, que la cultura occidental ha querido
insistentemente olvidar. De este modo, la gran lección que extraemos de la
imaginación es que, finalmente, sólo es posible contemplar el mundo a través de
una perspectiva imaginativa, en definitiva, de un mito, porque «en realidad el
mundo que vemos siempre corresponde al mito en el que estamos», sea del género
que sea, ya que nuestra visión del mundo es solamente una visión del mundo, pero
no el mundo.
Patrick Harpur

El fuego secreto de los filósofos


Título original: The Philosophers’ Secret Fire. A History of the Imagination

Patrick Harpur, 2002

Traducción: Fernando Almansa Salomó Diseño de cubierta: Jacobo Siruela


Ilustración de cubierta: Giuseppe Arcimboldo, Agua, 1566

En guardas: Grabado de Agostino Musi, La carcasse, (detalle), siglo XVI,


Biblioteca Nacional de París Editor digital: Titivillus ePub base r1.2
…Or let my lamp at midnight hour,
Be seen in sorne high lonely tower,
Where I may oft outwatch the Bear,
With thrice great Hermes, or unsphere
The spirit of Plato to unfold
What worlds, or what vast regions hold
The immortal mind that hath forsook
Her mansion in this fleshly nook;
And of those daemons that are found
In fire, air, flood, or under ground,
Whose power hath a true consent
With planet, or with element. …

John Milton: Il Penseroso

Que mi lámpara a medianoche,


pueda verse en alguna alta torre solitaria,
desde la que pueda contemplar con frecuencia las Osas,
con Hermes, el tres veces grande, o invocar
el espíritu de Platón para que muestre
qué mundos o qué vastas regiones abarca
la mente inmortal que ha abandonado
su morada en este rincón carnal;
y el de aquellos dáimones que se encuentran
en fuego, aire, agua o bajo tierra
cuyo poder tiene armonía real
con planetas o con elementos.

John Milton: Il Penseroso


PRÓLOGO

En su diario de 1653, el anticuario inglés Elias Ashmole registra que «cuando


William Backhouse yacía enfermo en Fleet Street, frente a la iglesia de St. Dunstan,
ante la duda de si viviría o moriría, hacia las once, me transmitió oralmente en
sílabas la materia verdadera de la Piedra Filosofal, que me dejó como legado».[1]

Se aludía también a menudo a la «materia verdadera» de Ashmole como el


fuego secreto de los filósofos, que es como se llamaban a sí mismos los alquimistas.
Era el único ingrediente esencial para fabricar la lapis philosophorum, la piedra
filosofal, que transmutaba el metal base en oro y que, como elixir de la vida,
confería la inmortalidad. Pero el fuego secreto va mucho más allá de la alquimia.
Fue un secreto transmitido desde la antigüedad —algunos dicen que desde Orfeo,
otros que desde Moisés, la mayoría que desde Hermes Trismegisto— en una larga
serie de eslabones que constituían lo que los filósofos llamaban la Cadena Áurea.
Esta augusta sucesión de filósofos encarnó una tradición que nosotros hemos
ignorado o etiquetado como «esotérica», incluso «arcana», pero que sigue
discurriendo como una vena de mercurio por debajo de la cultura occidental,
surgiendo de las sombras en épocas de intensos cambios culturales.

Al igual que la piedra filosofal era conocida como la «piedra que no es


piedra», así también el fuego secreto era más que una sustancia, más que un
secreto que pudiera ser comunicado «en sílabas». No es una pieza que forme parte
de una información más amplia; no es un código que deba descifrarse ni una
adivinanza por resolver. No es, ay, un sistema de filosofía o un cuerpo de
conocimiento que se pueda expresar directamente. Geber, un alquimista que
escribe probablemente en España en torno al año 1300, trató de revelar el secreto
con claridad, y, desde entonces, los intentos similares han sido calificados de
«geberistas» por pensadores ortodoxos. Gibberish[*], en otras palabras, es el modo de
comunicación favorecido de manera natural por el propio fuego secreto, que
subvierte todos los esfuerzos por hablar de él en el estilo habitual del discurso
occidental. Cualquier libro sobre el secreto, y sobre la Cadena Áurea que lo
preserva, se convierte necesariamente en un libro de la Cadena Áurea.

De este modo, el sendero directo de lucidez apolínea que en principio me


había planteado seguir se convierte inevitablemente en un laberinto hermético. El
secreto que demandaba ser revelado de una sola vez, en una visión o en una obra
de arte, sólo puede ser expuesto de manera indirecta. Así, el libro avanza menos
por lógica que por analogía, y cada capítulo se vincula con el siguiente menos por
un razonamiento lineal que por lo que los antiguos llamaban correspondencia y
simpatía. Idealmente, se puede considerar este libro como una especie de prisma
rotatorio, en el que cada capítulo va presentando una faceta del conjunto. Mejor
todavía, cada uno de ellos puede ser concebido como un rayo de luz difractada
cuya fuente —el fuego secreto— proyecta un arco iris más allá de este libro, o
quizá de cualquiera.

El secreto es, sobre todo, una manera de mirar. Aunque sea una manera de
mirar las cosas que la cultura occidental a menudo ha perdido de vista, es
fundamental para aquellas sociedades actuales, tribales, preliterarias, a las que
llamaré «tradicionales». Es también una manera de mirar que dan por supuesta las
culturas europeas tradicionales del pasado; y es aquí por donde voy a comenzar.
1
LOS QUE CAMBIAN DE FORMA

Los comienzos de Islandia

Hacia el año 1000 uno de los últimos pueblos europeos en convertirse al


cristianismo fue el de los escandinavos que más de cien años antes habían poblado
Islandia. El Landnámabók (Libro del asentamiento) describe el establecimiento de su
nueva sociedad, y nos proporciona una valiosa información sobre lo que las viejas
culturas europeas consideraban de importancia fundamental.

Lo primero que hicieron fue encontrar lugares sagrados que sirvieran como
conexiones con el Otro Mundo; luego, levantaron santuarios a los dioses que
habían llevado consigo, como Tor y Frey, y organizaron fiestas anuales en las que
se les ofrecían sacrificios. Finalmente, tuvieron que establecer una relación
armoniosa con los espíritus de aquella nueva tierra.[2]

Las montañas, colinas y rocas, los ríos, cascadas y glaciares de Islandia


estaban llenos de elfos, habitantes de las rocas, y gigantes, conocidos
colectivamente como espíritus de la tierra. Sin embargo, nos equivocaríamos si
interpretáramos la expresión «espíritus de la tierra» como si se refiriese a algo
etéreo o espectral. No hay nada insustancial, por ejemplo, en Bard, el espíritu de la
tierra del que se decía que vivía en Snaefell, al oeste de Islandia. Era una figura
alta, de capa y capucha grises, con un cinturón de piel y que usaba una vara para
caminar mejor sobre el hielo. Es evidentemente el modelo de Gandalf, el mago de
El Señor de los anillos de Tolkien. Se enviaba a los jóvenes a la cueva de Bard, más
allá del glaciar, para que aprendieran ley y genealogías, «dos ramas importantes
del conocimiento relacionadas con los dioses y la sabiduría del Otro Mundo». [3]

Los espíritus islandeses de la tierra son muy parecidos a otra raza de seres
europeos llamados sidhe [gentes de las colinas, pronunciado como la palabra
inglesa she]. Parafraseando a Lady Augusta Gregory, que los describía a finales del
siglo XIX,[4] los sidhe son seres que cambian de forma: pueden mostrarse pequeños
o grandes, o como pájaros, animales o ráfagas de viento. Habitan los recintos y las
fortalezas de tierra, los antiguos montículos cubiertos de hierba, pero su propio
país es Tir-na-nOg, el País de los Jóvenes. Está bajo la tierra o bajo el mar, o puede
no estar lejos de cualquiera de nosotros. Comen lo que se les deja o se apropian
para sus banquetes de lo mejor que tengamos, pero no tocan la sal. Se pueden oír
sus peleas y su música, que es más hermosa de lo que pueda ser cualquier cosa de
este mundo; cuando se los ve, a menudo están bailando o practicando sus juegos
de pelota. Los sidhe pueden ayudar a un hombre en su trabajo o incluso decirle
dónde encontrar un tesoro; enseñan a ciertos hombres y mujeres sabios dónde
hallar el ganado perdido, y cómo curar a los enfermos. Atraen a muchos a su
mundo a través del ojo de un vecino, el mal de ojo, o mediante un toque, un soplo,
una caída, un terror repentino. Los que hayan recibido ese golpe se consumirán,
pues su fuerza se transfiere a los sidhe. Se llevan a muchachos para que les ayuden
en sus juegos y en sus luchas; a madres jóvenes, para amamantar a sus niños recién
nacidos; a muchachas, que pueden allí convertirse en madres. Con frecuencia se ve
entre ellos a los muertos. Los sidhe existen, como los ángeles, desde antes de la
creación de la tierra.

Lady Gregory compiló esta descripción de la naturaleza y los atributos de


los sidhe a partir de relatos, basados en observaciones y creencias, que reunió de
los campesinos que vivían en su propiedad y alrededor de ella en el condado de
Galway, al oeste de Irlanda. El poeta W. B. Yeats utilizó esas descripciones para sus
propios relatos y poemas, y la acompañó a veces a la casa de sus informadores.
Pero no hablaba irlandés, y tuvo que depender de las traducciones de Lady
Gregory.

Los sidhe son también llamados los Tuatha de Danann [el pueblo de la diosa
Dana], una raza de seres mitológicos que son lo que más se aproxima a los dioses
en la mitología irlandesa. Se les llama también hados y —con más esperanza que
expectación— buena gente. También se les conoce como hadas.

La comunidad secreta

La idea de que creencias recopiladas en partes diferentes del mundo puedan


ser comparables es, con frecuencia, mal vista en muchos círculos académicos. [5]
Pero como señala Stewart Sanderson en su introducción a La comunidad secreta, de
Robert Kirk, es indiscutible que «parece no haber en el mundo ningún país donde,
bajo un nombre u otro, no aparezcan seres feéricos, [*] ni ninguna sociedad
tradicional, sean cuales sean sus patrones culturales o su desarrollo histórico, en
cuyas creencias populares no figure alguna de estas criaturas». [6] Estos seres son
conocidos por los anglosajones y escandinavos como elves o elfos, bulder-folks o
viejas gentes y land-spirits o espíritus de la tierra; por los córnicos, como pixies o
duendecillos; por los bretones, como corrigans o brujas; y por los galeses, como
Tylwyth Teg, la buena gente. Cada condado de Inglaterra tiene un nombre
diferente para los seres feéricos, desde derricks en Dorset a farisees en Norfolk.

En el mundo antiguo, hacia el siglo II, «prácticamente todos, paganos,


judíos, cristianos o gnósticos —señala el catedrático de Oxford E. R. Dodds—
creían en la existencia de estos seres y en su función de mediadores, ya fueran
llamados dáimones, ángeles, eones o simplemente “espíritus” [pneumata]».[7] Los
romanos, por ejemplo, imaginaron «un número casi infinito de seres divinos […]
toda arboleda, manantial, grupo de rocas u otro lugar natura! significativo tenía su
espíritu acompañante».[8] Habitualmente tenían nombres personales, pero
generalmente eran conocidos como genii loci, genios del lugar, como los faunos de
los bosques o los lares y penates de las granjas y casas. A estos últimos, «los
humanos tenían que concederles honores, en una medida mucho mayor y de
manera más formal de lo que les concederían los europeos posteriores a las hadas,
duendecillos y elfos, a quienes estos seres del mundo romano se asemejaban. De
hecho, se esperaba que las familias ofrecieran alimento a los lares y penates en
cada comida».[9]

Fuera de Europa, la creencia en diversos tipos de seres feéricos está


igualmente extendida. Los chinos, por ejemplo, conocen una raza de seres
directamente análoga a los sidhe, cuyo nombre puede transliterarse como kwei shin.
Literalmente, kwei significa «lo que pertenece al hombre», y shin, «lo que pertenece
al cielo», sugiriendo una fusión de mortal e inmortal. [10] Kwei shin tiene un
significado muy amplio, e incluye a los genii de colinas y rocas, a los espíritus que
presiden la tierra y el grano, a los espíritus de los antepasados, a la parte más sutil
del alma humana y a los seres invisibles en general. [11] Se les suponía «a la vez
superiores e inferiores a la forma, o ambas cosas a la vez», y estaban «entre lo
material y lo inmaterial».[12] En la Arabia preislámica, los jinn eran «demonios
fantasmales que merodeaban por desiertos y lugares solitarios»,[13] Peludos,
deformes o con forma de avestruces o serpientes, eran peligrosos para las personas
indefensas. El profeta Mahoma reconoció la existencia de estos seres en el Corán
(37, 158) y los incorporó a la religión que fundó. A mitad de camino entre los
ángeles formados de luz y los hombres hechos del polvo de la tierra, los jinn están
compuestos de fuego sutil, pueden adoptar la forma que quieran y hacerse visibles
a los mortales.[14]

En resumen, todo el mundo, fuera de la cultura occidental moderna, ha


creído siempre, como creen los nativos americanos oyibuas, en «un universo de
seres sobrenaturales […]. Algunos están unidos a lugares concretos, otros se
desplazan a voluntad; algunos son amistosos con los indios, algún otro es hostil».
[15]
Sin embargo, no son completamente sobrenaturales, pues, como los sidhe,
forman parte del mundo natural tanto como los humanos. Son análogos a los
humanos, con una inteligencia y unas emociones similares, hay machos y hembras
y, en algunos casos, tienen su propia familia.
El término feérico (fairy) podría ser adecuado para designar a todos estos
seres, en especial si se tiene en cuenta que la palabra encarna la naturaleza tan
cambiante que describe: se han encontrado noventa y tres formas y ortografías
diferentes antes de 1829. La palabra fairy no es «ni un objeto con límites claros ni
poseía un significado de contornos precisos».[16] La connotación más clara que se
puede asociar con ella es la idea del poder de los hados, entendida aquí como «una
cualidad en el mundo que puede controlar y dirigir las acciones humanas». [17] Se
cree que los seres feéricos están conectados con el destino de la tribu, cuyo
bienestar depende de una estrecha relación con ellos, a menudo propiciatoria.
Están también vinculados al destino de los individuos, como los dáimones
personales descritos por Platón en la República, que nos son asignados al nacer y
controlan nuestro destino.[18] Y, de acuerdo con Platón, llamaré dáimones a estos
seres semejantes a los seres feéricos que, por supuesto, no deben ser confundidos
con los demonios en que los transformó el cristianismo. Todos los dáimones
comparten los atributos de los sidhe. Categóricamente, no pueden ser
considerados «espíritus», palabra que utilizan los antropólogos, a falta de otra
mejor, para describirlos, puesto que son, como el espíritu terrenal Bard, tanto
físicos como espirituales. De sus muchas contradicciones, la idea de que puedan
ser tanto materiales como inmateriales es la que resulta más difícil de comprender.
El reverendo Robert Kirk, que publicó en i69i el primer estudio sobre seres feéricos,
La comunidad secreta, se enfrentó con esta paradoja. Los describe como «de
naturaleza intermedia entre hombre y ángel», con «leves cuerpos cambiantes
(como los llamados astrales), semejantes a la naturaleza de una nube condensada y
visible sobre todo en el crepúsculo». [19] Los kwei shin son enigmáticamente
descritos como «incorpóreos, pero no inmateriales».[20]

Recalco las características sobresalientes de los dáimones —evasivos,


contradictorios, de forma cambiante— porque espero demostrar que proporcionan
metáforas básicas para aspectos fundamentales de la cultura occidental moderna,
aspectos que de otra manera resultan incomprensibles a causa de nuestra exclusión
cultural de los dáimones. Sin embargo, su exclusión es ilusoria. Fieles a su
naturaleza de forma cambiante, siguen apareciendo en nuestra cultura, pero de
una manera tan alejada de su aspecto personificado tradicional que no resultan
inmediatamente reconocibles.

Ángeles caídos

El destierro de los dáimones en Europa empezó con el cristianismo. En los


escritos más tempranos del Nuevo Testamento, las epístolas de san Pablo, se
reprocha a los gentiles que inmolen «a los diablos, y no a Dios». [21] La palabra que
utilizó Pablo para diablos era daimonia, dáimones. El principal delito de los
dáimones era su labor de mediación. Todos los paganos reconocían una multitud
de dáimones que mediaban entre ellos y sus múltiples dioses. Pero para el
cristianismo sólo podía haber un mediador entre la humanidad y el único Dios:
Jesucristo.

Así, siguiendo el espíritu de san Pablo, a lo largo de la Edad Media se


hicieron intentos periódicos para expulsar a los dáimones. Por ejemplo, en uno de
los Cuentos de Canterbury de Chaucer, la mujer de Bath describe cómo fue enviado
un ejército de frailes, «tan espeso como motas en un rayo de sol», para bendecirlo
todo, bosques, ríos, ciudades, castillos, salas, cocinas y vaquerías, «para hacer que
desaparecieran los seres feéricos».[22] Todos los dáimones que escaparon de la red
fueron demonizados, como lo fueron los sidhe, y apodados «ángeles caídos»,
expulsados del cielo junto con Satanás.

Sin embargo, había un método más amable para tratar con los dáimones. Se
podían asimilar al cristianismo dándoles un nuevo nombre. Los viejos dáimones
de colinas, ríos y rocas, los genii loci, fueron cristianizados como santos, así como la
Virgen María suplantó a muchas ninfas de arroyos y pozos sagrados. De esta
manera, los dáimones mantuvieron su función mediadora bajo un disfraz cristiano,
conciliando a Dios en nuestro beneficio.

En ambos casos, la demonización y la cristianización de los dáimones


implican una polarización de su naturaleza esencialmente contradictoria. Como
todas las religiones monoteístas, el cristianismo es intolerante con la ambigüedad
daimónica. Por ejemplo, no se puede permitir que los dáimones sean a la vez
benignos y malignos; deben dividirse en diablos y ángeles. El hombre responsable
de introducir a los ángeles en el cristianismo fue el místico anónimo del siglo V
conocido como Dionisio Areopagita. Aunque era cristiano, sus obras debían
mucho a los neoplatónicos, y especialmente a Proclo, que enseñó en Ate-rías hacia
el año 430. Dionisio se apropió de los dáimones neoplatónicos, pero suprimió su
ambigüedad transformándolos en seres puramente espirituales, angélicos.

La interpretación neoplatónica de la ambigüedad de los dáimones, y de su


papel crucial de mediadores, se remonta a Platón. En su diálogo El banquete,
Sócrates subraya que no tenemos ningún contacto con los dioses o con Dios, salvo
a través de los dáimones que «interpretan y transmiten los deseos de los hombres a
los dioses y la voluntad de los dioses a los hombres […]. Sólo a través de los
dáimones —dice— tiene lugar todo comercio y todo diálogo entre los dioses y los
hombres, tanto durante la vigilia como durante el sueño». Cualquiera que sea
experto en esa relación es «un hombre daimónico».[23]

Mujeres sabias y hombres astutos

En los primeros siglos de la era cristiana había muchos tipos de hombres y


mujeres daimónicos. Los prophetai transmitían mensajes del Otro Mundo, aunque
no fueran necesariamente predicciones; mientras que ekstatikói (extáticos) era un
término psicológico neutro aplicado a cualquiera cuya conciencia normal se
alterase de manera temporal o permanente. Los primeros Padres de la Iglesia eran
prophetai o pneumatikói, «llenos del espíritu».[24] Éntheoi, «llenos de dios», se aplicaba
a cualquier médium, vidente o chamán, palabra con la que hoy tendemos a llamar a
las mujeres sabias y a los hombres astutos, al hombre sanador y a la sanadora
hechicera, que tanta importancia tienen en las culturas tradicionales.

Los chamanes —palabra procedente del tungús de Siberia— son una


combinación entre poeta, sacerdote y médico. Estas tres funciones se han repartido
en nuestra cultura entre profesionales que ya no están formados en las relaciones
daimónicas. Habitualmente, los sacerdotes median entre nosotros y Dios a través
de los sacramentos, sin que vean la necesidad de entrar en ningún trance extático;
aunque siempre habrá algunos carismáticos y espiritualistas que sí lo hagan.

Por extraño que parezca, nuestro equivalente más cercano al chamán


tradicional es probablemente el psicólogo analítico, que reconoce un inconsciente
dinámico y autónomo análogo al Otro Mundo de los dáimones. El psicólogo suizo
C. G. Jung, por ejemplo, fue un hombre claramente daimónico. Soñó con un
daimon, un ser alado que atravesaba el firmamento, que resultó ser un anciano con
cuernos.[25] Pronto empezó a visitar a Jung también durante las horas de vigilia. «A
veces me parecía muy real, como si fuera una persona viva», escribió Jung. «Iba
con él de acá para allá por el jardín […], me aportó la intuición crucial de que hay
cosas en la psique que yo no produzco, sino que tienen vida propia […] como
animales en el bosque o personas en una habitación […]. Fue él quien me enseñó la
objetividad psíquica, la realidad de la psique».[26]

Nos damos cuenta de que el daimon de Jung aparece por igual mientras está
dormido como mientras está despierto, como lo describió Platón. Es mientras
dormimos, en sueños, cuando quienes no tenemos vocación daimónica nos
encontramos sin embargo con los dáimones. Podemos no tener muchas visiones
chamánicas ni esos «grandes sueños» que proféticamente se refieren a toda la tribu
más que al individuo; pero supongo que todos hemos tenido alguna vez alguno.
Además, como ha demostrado Jung, hay un sentido en el que todos los sueños, no
importa lo personales que sean, abocan potencialmente a un territorio impersonal,
esto es, al mito.

La Gente Pequeña

En mi libro anterior, Realidad daimónica, (Atalanta, 2007) recogía un gran


número de informes sobre los encuentros de personas comunes con dáimones en
forma de objetos volantes extrañamente iluminados, monstruos de largos cabellos,
damas blancas, perros negros, seres angélicos de elevada estatura, pequeños y feos
«alienígenas», todos los cuales han sido vistos de forma tan regular como
geográficamente global. Mi interés en este libro tiene que ver más con la
manifestación daimónica que con la experiencia directa de una aparición o de una
visión. Pero como no se debe olvidar que los dáimones siguen apareciendo en su
tradicional y, al parecer, preferida forma personificada, podría ser conveniente
ofrecer un breve recordatorio del carácter inmediato de los encuentros daimónicos
que, cuando lo permitimos, presentan todo un desafío a nuestra visión habitual de
la realidad. He escogido deliberadamente una categoría de daimon que ha sido la
más expuesta al ridículo: la denominada Gente Pequeña. Pero soy muy consciente
de que todo intento de categorizar a los dáimones queda frustrado por la forma
cambiante de los propios dáimones, y esta categoría no es una excepción. La Gente
Pequeña puede no ser tan pequeña; pues como señaló en cierta ocasión un ser
feérico a un hombre de Sligo, «soy mayor que como me aparezco a ti ahora.
Podemos hacer joven al viejo, pequeño al grande y grande al pequeño». [27]

La Gente Pequeña tiene una altura aproximada de unos 45 centímetros, son


perfectamente proporcionados, y los cabellos les llegan hasta los talones. Algunos
llevan gorros dorados; otros van con la cabeza descubierta. Sus pisadas y voces
despiertan a la gente por la noche, pero si uno se levanta, no encontrará nada,
aunque puede ocurrir que haya desaparecido comida. A veces, cerca de un arroyo,
se pueden oír sonidos como de niños riendo, pero cuando se mira, no hay nadie, y
entonces sabes que se trata de la Gente Pequeña. [28] Así es cómo dos mujeres
cheroquis describían a los yunw tsunsdi, que viven una existencia oculta junto al
pueblo cheroqui de Carolina del Norte. Son muy parecidos a los dáimones que
habitan en toda Europa, pero que tal vez han sobrevivido mejor en sus baluartes
celtas desde Bretaña a Irlanda, de donde proceden sus descripciones modernas
más detalladas.

Marie Ezanno de Carnac describe a los corrigans de Bretaña como enanitos


traviesos que vivían bajo dólmenes, danzaban en círculos, producían un sonido
silbante y se comportaban brutalmente con cualquiera al que guardaran rencor. [29]
Gwen Hubert escribió en 1928 que había visto a un duendecillo cerca de Shaugh
Bridge, en Dartmoor, Devon. Era como un anciano diminuto, de unos 45
centímetros de estatura, con un sombrero pequeño y puntiagudo, un jubón y
«unos pequeños calzones cortos. Su cara era de color tostado, arrugada y
marchita», dijo. «Lo vi por un momento y luego desapareció».[30]

En junio de 1952, la señora C. Woods vio a un hombrecillo de pie junto a


unas grandes piedras en Haytor, un afloramiento rocoso en los páramos próximos
a Newton Abbot, en Devonshire. «Salió de las rocas y parecía estar observándola,
protegiéndose los ojos del sol…».[31] Ella se le acercó cautelosamente. «Iba vestido
con lo que parecía un blusón marrón […] que le llegaba casi hasta las rodillas; sus
piernas parecían estar cubiertas con un tejido marrón. Si llevaba algo en la cabeza,
debía de ser una gorra plana marrón, o tal vez tenía el pelo de ese color. Parecía
tener una estatura de entre noventa y ciento veinte centímetros, y daba la
impresión de ser más viejo que joven». [32] Cuando estaba a una distancia de entre
treinta y cuarenta metros, se perdió de vista bajo una roca.

La Gente Pequeña que ayudó al chamán inuit (esquimal) descrito por el


explorador danés Knud Rasmussen se llamaba aua: pequeñas mujeres de no más
de un brazo de alto, con gorros puntiagudos, cortos pantalones de piel de oso y
botas altas que contenían unos pies vueltos hacia arriba, de manera que parecían
andar sólo sobre los talones.[33] La Gente Pequeña de Ghana, en el África occidental,
es conocida como asamanukpai. Son ligeramente mayores que un mono; de color
negro, blanco o rojo; y sus pies están dados la vuelta. Los más viejos son más altos
y tienen barba. Comen y bailan sobre afloramientos de roca lisa, que ellos mismos
pulen. Si se entra en su territorio, es aconsejable propiciarlos con ofrendas de ron
colocadas frente a sus piedras de danza y con cazos de agua clara, en los que les
gusta bañarse y chapotear. Si se les molesta o perturba, apedrearán al ofensor, lo
llevarán a las profundidades del bosque y lo dejarán allí, perdido. De vez en
cuando, sin embargo, le enseñarán todo lo que saben. Exprimirán en sus ojos,
oídos y boca el jugo de una planta que después le permitirá oír los pensamientos
de cualquiera, prever todos los acontecimientos y cantar y hablar con los
asamanukpai.[34]

En 1970, un guardabosques llamado Aarno Heinonen y un granjero llamado


Esko Viljo salieron a esquiar a los bosques próximos a Imjarvi, al sur de Finlandia,
y encontraron a un extraño hombrecillo.[35] Tenía aproximadamente un metro de
estatura, con brazos y piernas delgados, cara pálida y cérea, pequeñas orejas que se
estrechaban hacia la cabeza y estaba vestido de verde, con un sombrero cónico.
Aarno sintió como si le agarraran por la cintura y le empujaran hacia atrás.
Después, sintió entumecido el costado derecho y la pierna no podía sostenerle.
Esko tuvo que arrastrarle hasta su casa. Atribuyó estos efectos a una luz amarilla
intermitente que le apuntaba desde una caja negra que el hombrecillo sostenía.

Este elfo o ser feérico clásico había aparecido, sin embargo, en circunstancias
que parecen poco apropiadas para estos seres: momentos antes, los dos hombres
habían visto interrumpido su camino por un aparato redondo que se cernía sobre
ellos. Entonces «el enorme disco empezó a descender —dijo Esko— hasta situarse
tan cerca que podía haberlo tocado con mi bastón». [36] Envió un intenso rayo de luz
blanca hacia abajo, al suelo del bosque. Entonces fue cuando Aarno se sintió
empujado hacia atrás. En el mismo momento, vio al hombrecillo que estaba en el
rayo de luz. Finalmente, el «aparato» despidió una neblina gris rojiza que envolvió
a la criatura y a los hombres, de modo que ya no pudieron verse. Cuando la niebla
se dispersó, luz, criatura y aparato habían desaparecido.

Lo intrigante de este encuentro es la manera en que combina motivos


feéricos tradicionales europeos con modernas características ufológicas, como si se
tratara de una especie en transición. Los supuestos extraterrestres que se
aparecieron, junto con «naves espaciales», a inocentes espectadores en la década de
1950 eran relativamente benignos; pero se hicieron más pequeños y más oscuros
con el paso de las décadas, hasta que en los años ochenta y noventa hubo una
epidemia —al menos en los Estados Unidos— de pequeños alienígenas grises de
cuerpo flaco y con rasgos que eran, en el mejor de los casos, rudimentarios, aparte
de sus enormes y almendrados ojos completamente negros. [37] Los «grises» —greys
o grays—, como han llegado a ser conocidos, pueden ser una nueva especie de
dáimon, propia de la cultura occidental, cuya cosmovisión ortodoxa niega la
existencia de dáimones. Pero es más probable que sean los viejos dáimones
inmortales que se disfrazan de forma apropiada para la época. Desterrados de sus
hábitats naturales originarios, vuelven desde fuera de la naturaleza, desde el
«espacio exterior», blandiendo una «tecnología avanzada» que duplica el poder
sobrenatural de los sidhe.[38]
2
LA PIEL DE LA MUJER FOCA

Alimentar a los muertos

Por extraño que sea el aspecto de los dáimones, tienen tendencia a aparecer
como semejantes a los humanos. Pero pueden mostrarse de otras tres maneras:
como los antepasados o muertos; como animales; o como humanos que son brujas
o curanderos, hechiceros o chamanes. Cada una de estas tres categorías puede, en
una cultura u otra, desempeñar el papel de los dáimones y asumir todos sus
atributos; o si no, traslaparse parcialmente con los dáimones. Por ejemplo, a veces
se ve a los muertos entre los seres feéricos. Quien ha sido «elevado» es tan
probable que haya sido abducido, llevado por los seres feéricos, como que haya
muerto, llevado por Dios. En Bretaña, los seres feéricos han sido completamente
reemplazados por los muertos, de los que se dice que son más escuálidos que los
vivos, que tienen caminos secretos, que necesitan que se les deje comida, que se
llevan a gente y que cambian de forma, exactamente igual que los seres feéricos.

En las sociedades tradicionales no se considera la muerte física como una


fractura con la vida. Vida y muerte no son opuestos; más bien es el nacimiento lo
contrario a la muerte, mientras que vida y muerte constituyen una continuidad.
Los muertos siguen siendo parte de la tribu. Nuestras palabras para describir a los
muertos —fantasmas, espíritus, sombras— distorsionan el sentido del término
tradicional, que por lo general es sencillamente «hombre muerto». [39] La muerte
significa tan solo una transformación del individuo; es solamente la última en la
serie de «muertes» iniciáticas que han acompañado a alguien a lo largo de su vida.
Y lo mismo que el vivo puede ser considerado esencialmente muerto si su alma ha
sido robada por dáimones o devorada por brujas, se piensa también que los
muertos siguen todavía activos en la comunidad, a menudo de una forma
indeseable.[40] En el Lejano Oriente, los muertos aparecen a menudo como
«fantasmas hambrientos» que han de ser alimentados —apaciguados y propiciados
—, de la misma manera que los sidhe tienen que ser alimentados para que no se
vuelvan molestos e incluso peligrosos. Esto era especialmente importante en
Samhain, ahora Halloween, cuando este mundo y el otro están estrechamente
unidos.

Aunque se pueda dejar comida para los dáimones, en realidad no necesitan


alimentarse en sentido literal. Como mucho, se dice que comen la apariencia o
esencia del alimento.[41] Posteriormente, la leche o la mantequilla que se ha dejado
para los seres feéricos no conserva ningún valor alimenticio. La comida ofrecida a
los muertos en lo que fue la Nueva Guinea británica se consumía en el banquete
funerario, pero se entendía que su substancia ya había sido extraída. [42]

Alimentar significa prestar atención; los dáimones requieren atención, así


como el tipo de vitalidad característica de los humanos. A veces los dáimones
necesitan algo más fuerte que leche y mantequilla. Cuando un chamán nanái de
Siberia es poseído «como humo o vapor» por su amante daimon, su ayami, bebe
sangre de cerdo, que es tabú para cualquiera. Pero es realmente el ayami quien la
bebe.[43] Recordemos también cómo Odiseo cavó una zanja y la llenó con sangre de
oveja antes de convocar a los espíritus de los muertos, ninguno de los cuales era lo
bastante sustancial para hablar hasta después de haber bebido la sangre. [44] Hay
siempre un toque vampírico en lo que se refiere al Otro Mundo. Los dáimones
tienen hambre de este mundo, igual que nosotros tenemos hambre del suyo. No
por su comida —es funesto comer en el mundo feérico o en el Hades, pues se corre
el riesgo de quedarse atrapado allí—, sino por su alimento psíquico; es como si
ellos desearan ardientemente nuestra vida corporal, al igual que nosotros
anhelamos la vida del alma.

Los chinos dan de comer a los kwei shin, que son tanto los antepasados
como los dáimones de colinas y ríos. Pero son explícitos sobre la naturaleza
metafórica del hecho de dar de comer. El alimento más importante para los
antepasados es la piedad filial; y para los dáimones, el respeto. [45] El «primer
dictado de la sabiduría», según Confucio, es «ocuparse de los asuntos del pueblo,
respetar a los kwei shin y mantenerlos a distancia». [46] Deben ser tratados, dice,
«con austera dignidad, sin familiaridades indebidas». [47] Pues existe siempre la
sensación, como señalaba Yeats, de que a los seres feéricos no les gusta que se sepa
demasiado sobre ellos.[48] Son especialmente peligrosos si te ven antes de que los
veas.[49]

La princesa y el ciervo

En las culturas tradicionales, creer que los animales se organizan en


sociedades que reflejan la sociedad humana es algo muy normal. También los
animales son antepasados: los clanes tribales, desde Canadá hasta Australia,
afirman descender de osos y focas, o de canguros y wombats. Sin embargo, esos
animales tienden a ser antropomorfizados en la mitología, como seres que no son
exactamente animales, ni tampoco completamente humanos; en otras palabras,
dáimones. Efectivamente, cualquier animal puede parecer súbitamente not right,
como dicen los irlandeses, es decir, puede parecer extraño. El ciervo que conduce a
un caballero a través del bosque hasta el castillo encantado es en realidad la
princesa que vive en él. Aunque los irlandeses dicen que el ciervo es un ser feérico
que ha adoptado la forma de un animal, se cree más habitualmente que es un ser
humano, o bien un muerto cuyo espíritu ha adoptado dicha forma, o una bruja o
un chamán vivos que pueden transformarse a voluntad adoptando la forma de un
animal.[50] En muchas culturas tribales se dice que los niños extraños, o
intercambiados, que las hadas dejan a cambio del niño humano del que se
apoderan, descienden de animales.[51]

Así como en Melanesia se cree que un hombre muerto que vuelve como
tiburón[52] está simultáneamente en el país de los muertos, también una bruja o un
chamán pueden estar a la vez en su cabaña y vagando por la selva como animales
salvajes. Las brujas británicas se transformaban en liebres. Sus espíritus guardianes
habituales, los gatos negros, por ejemplo, eran análogos a los «animales espíritu»
que ayudan a los chamanes en su ocupación de curar (o maldecir). Pero en cierto
sentido esos espíritus habituales eran emanación de la propia bruja. Seres humanos
y animales son intercambiables. No es tanto que un alma humana entre en un
animal, sino más bien que humanos y animales son un solo ser, pero presente en
dos lugares al mismo tiempo, sea como hombre leopardo en África occidental,
hombre jaguar en Brasil[53] u hombre lobo en Europa oriental.

El antropólogo Bronislaw Malinowski trató de llegar al fondo de las


creencias de la isla de Trobriand acerca de las brujas. Llamadas yoyova en la vida
cotidiana, se convertían en mulukwansi cuando practicaban activamente la brujería.
Malinowski estableció que abandonaban su cuerpo —o, como decían allí, «sé
quitaban la piel»—, que se quedaba durmiendo en su lecho mientras la bruja
emprendía el vuelo desnuda. Pero él quería saberlo de manera más precisa: ¿era la
propia bruja la que volaba, o era su «emanación»? ¿Qué es exactamente la
mulukwansi que vuela por el aire como una luciérnaga o una estrella fugaz?
¿Quién es la que permanece en el lecho?[54] Nunca obtuvo respuestas definitivas a
estas preguntas, a las que responderé más adelante.

Mientras tanto, vale la pena recordar que los cuentos en los que se habla de
despojarse de la piel están sumamente extendidos. Por ejemplo, a lo largo de toda
la costa norte de Europa se cuenta la historia del joven que ve una manada de focas
nadando hacia una playa desierta bajo la luna llena. [55] Las focas salen de su piel
para mostrarse como hermosas jóvenes que danzan desnudas en la arena. El joven
roba una de las pieles, lo que impide que su propietaria vuelva a tomar forma de
foca. Se casa con ella y tienen hijos. Pero ella busca incesantemente la piel de foca
que ha escondido su marido, hasta que finalmente la encuentra. Una versión
escocesa de la isla de Uist del Norte nos cuenta que «un día caluroso, su hijo
humano fue a ella y le dijo: “Oh, madre, esta cosa extraña que he encontrado en el
viejo arcón de la cebada es más suave a mi tacto que la niebla”. Rápidamente, la
mujer foca se puso la piel con destreza, se dirigió inmediatamente hacia la playa y,
con un decidido chapuzón, se fue cantando melodiosamente su alegría marina por
las frías aguas del océano».[56]

En África occidental son los cocodrilos, según creen los toradjas, los que se
quitan la piel cuando llegan a tierra y adoptan forma humana. [57] Los dowayos de
Camerún creen lo contrario: los brujos se quitan la piel por la noche para
convertirse en leopardos.[58] Esas creencias son tan antiguas como ampliamente
extendidas. En la mitología escandinava, por ejemplo, el héroe Sigmund y su
sobrino Sinfiotl encuentran dos pieles de lobo en el bosque; se las ponen y se
convierten en lobos, cuyas aventuras parecen constituir una iniciación para
Sinfiotl.[59] El despojarse de la piel es una variante rica en contenido metafórico del
cambio de forma, pues nos dice, entre otras cosas, que entre este mundo y el Otro
sólo hay una piel extremada mente suave y tenue.

Los amantes dáimones

Una de las principales expresiones de nuestra relación con lo daimónico es el


casamiento. La unión con los muertos es habitualmente un asunto terrible
mediante el cual, como fantasmas hambrientos, como íncubos, vuelven para vaciar
nuestra vitalidad o robar nuestra alma, y así nos esclavizan. Por otra parte, la
unión con animales es habitualmente provechosa. «Sabemos lo que hacen los
animales —dijo un hombre de la tribu tacolí del río Bulkeley— porque hace mucho
tiempo los hombres se casaron con ellos y adquirieron ese conocimiento de sus
esposas animales».[60]

En el mito y el folclore, los hombres viajan como Orfeo al Otro Mundo. Van
por amor o por deseo, voluntariamente o aterrados. Un amante sidhe te puede hacer
entrar contra tu voluntad en Tir-na-nog; en la mitología irlandesa, Ossian fue
espontáneamente al Otro Mundo por su amor a Niamh, pálida como una perla. [61]
Sigfrido, el héroe escandinavo, se enfrentó a un anillo de fuego para encontrar a la
valquiria Brunilda. Pero igual que las sirenas y las esposas foca pueden ser
retenidas en este mundo, también los héroes pueden permanecer atrapados o
encantados en el Otro, como Odiseo en la isla de Calipso o el poderoso Heracles en
la corte de ónfale, reina de Lidia, en donde se volvió delicado, timorato y se vestía
con ropas de mujer.

La psicología analítica habla de la necesidad de unir la conciencia masculina


con el inconsciente femenino, personificado en el arquetipo del ánima. Los poetas
hablan menos abstractamente de una musa, que es al mismo tiempo una fuente
seductora de inspiración y una peligrosa, despiadada y exigente hechicera. Keats la
describe en La Belle Dame sans Merci y en Lamia. Ella es el daimon personal que, una
vez despertado, intentará convertirse en el centro de la personalidad. Desde los
tiempos más antiguos, la musa «llegaba hasta el poeta como un dios, tomaba
posesión de él, entregaba el poema y luego le abandonaba», escribe con emoción el
poeta Ted Hughes.[62] Era algo axiomático, continúa, que ella viviera su propia vida
separada de la personalidad cotidiana del poeta, que estuviera enteramente fuera
de su control y que fuera, ante todo, sobrenatural. W. B. Yeats y C. G. Jung hablan
de ella en términos similares, como de un daimon que despiadadamente les
imponía su voluntad,[63] a la que no tenían más opción que obedecer, a menudo en
detrimento de su vida humana, y con la que luchaban y a la que cortejaban todos
los días, «pues tanto el hombre como el daimon alimentan recíprocamente el
hambre en sus corazones».[64]

Hughes relaciona explícitamente a los poetas con los chamanes y a sus


musas con los dáimones femeninos que, como en Siberia, por ejemplo, convocan al
chamán a su vocación, le ofrecen amor e incluso cohabitan con él. [65] Entre los
teleuts, la amante daimon, como una reina feérica, hechiza al chamán aprendiz con
pródiga hospitalidad, incluida una deliciosa comida servida en bandejas de oro y
plata. Las vestiduras del chamán siberiano incorporan habitualmente símbolos
femeninos, mientras que entre los chukchi, los chamanes pueden asumir toda la
identidad de sus dáimones y se visten de mujeres, hacen un trabajo de mujeres y
emplean el lenguaje especial que sólo hablan las mujeres. Incluso pueden casarse
con otro hombre. Existe una tradición semejante de travestismo masculino entre
los nativos americanos, que denominan berdache. «Entre los navajos, al berdache se
le llama nadle, que significa “el que se transforma” […]. Cuando los berdaches se
convirtían en chamanes, eran considerados excepcionalmente poderosos».[66]

El reino daimónico, pues, es imaginado a veces como el Otro Mundo del


reino animal, de los muertos o de una especie separada, como los sidhe, pero todos
ellos tienen una relación recíproca con este mundo, expresada a través de
metáforas de alimentación y matrimonio. Ahora que el inconsciente humano se ha
convertido en el escenario del Otro Mundo, los psicoterapeutas harían bien
recordando estas metáforas: alimentamos a los dáimones para impedir que se
vuelvan ingobernables, y mantenemos con ellos una relación estrecha, incluso
erótica, para que no tengan que relacionarse con nosotros por la fuerza y tomen las
riendas de nuestros asuntos. De hecho, la relación involuntaria con el Otro Mundo
—abducción daimónica— es lo que deseo analizar a continuación.
3
SOBRE ZOMBIS

El destino del reverendo Kirk

Una noche de 1692 el reverendo Robert Kirk, autor de La comunidad secreta,


estaba tomando el fresco en el exterior de su casa en Aberfoyle, en Escocia. Vestido
solamente con su camisa de dormir, paseaba por su lugar favorito, que se
encontraba próximo a una colina o «fuerte» feérico. Sólo tenía alrededor de
cincuenta años y disponía de buena salud, pero súbitamente se derrumbó sin vida.
Su cuerpo fue transportado a la casa y enterrado como correspondía en el patio de
la iglesia de Aberfoyle.

Algún tiempo después, dice la tradición, Kirk se apareció a uno de sus


parientes y le dio un mensaje para su primo Graham de Duchray: Kirk afirmaba
que no estaba muerto, sino que era un cautivo entre los seres feéricos. Anunció que
se aparecería de nuevo en el bautizo del hijo que su mujer le había dado tras su
presunta muerte. En cuanto le vieran, Graham debería tirar un cuchillo por encima
de él, rompiendo así el hechizo feérico y devolviéndole a este mundo.
Efectivamente, mientras todos estaban sentados a la mesa para el banquete del
bautizo, Kirk apareció. Pero Graham estaba tan asombrado que olvidó tirar el
cuchillo. Kirk desapareció y nunca más se le volvió a ver[67].

La creencia de que Kirk se encuentra en el país feérico ha perdurado. Más de


doscientos años después, la mujer que guardaba las llaves del cementerio dijo a W.
Y. Evans Wentz, joven norteamericano investigador de tradiciones feéricas, que la
tumba de Kirk contenía un ataúd lleno de piedras. Añadió que Kirk había sido
llevado al interior de la colina feérica. [68] En 1943, la folclorista Katharine Briggs
encontró en Methven a una joven que había alquilado la casa de Aberfoyie. La
mujer esperaba un hijo y estaba inquieta por regresar a su casa antes de que el niño
naciera porque se decía que, si nacía un niño y se le bautizaba allí mismo —
siempre que se clavara un puñal en el asiento de su silla—, Kirk podía ser liberado
del país feérico.[69]

Ésta es una clara indicación de que Kirk tuvo que pagar el precio de
observar demasiado de cerca los asuntos de los seres feéricos, que no quieren que
se sepa demasiado sobre ellos.

Aunque los relatos sobre abducciones de mortales por dáimones tal vez
estén más asociados con las antiguas áreas célticas, son, sin embargo, universales.
Pero los abducidos a veces no son capturados para siempre, como Kirk. A
continuación presento dos relatos del Nuevo Mundo, uno de un nativo y otro de
un inmigrante.

En su libro Myths of the Cherokees (1901), James Mooney relata la historia de


un cazador que descubrió en las nieves de la montaña unas huellas diminutas que
los cheroquis no tuvieron ningún problema en identificar como de los yunw
tsunsdi. Siguió las huellas hasta una cueva donde gente pequeña bailaba y tocaba
el tambor. Le acogieron, le dieron comida y un lugar para dormir, y allí se quedó
durante dieciséis días. Sus amigos, que le habían cstado buscando, pensaron que
había muerto.

«Pero», continuó Mooney, «después de que hubo des cansado, le


acompañaron parte de su camino a casa hasta que llegaron a un pequeño
riachuelo, cuyas aguas le llegaban a la rodilla; le dijeron que lo cruzara para llegar
al sendero principal que discurría por el otro lado. Cruzó y se giró para mirar hacia
atrás, pero la gente pequeña había desaparecido, y el riachuelo era un río
profundo. Cuando llegó a su casa, tenía las piernas congeladas y sólo vivió unos
pocos días».[70]

Un minero llamado Tom, de la isla de Belj, en la bahía de Concepción,


Terranova, describió cómo su compañero Jimmy le había pedido que le sustituyera
en el trabajo durante diez minutos, mientras él se metía en el bosque. Eran las once
de la mañana y Jimmy todavía no había regresado. Se enviaron grupos de
búsqueda, intervino la policía, se hizo todo por encontrarle durante dos o tres días.
Al tercer día, Jimmy reapareció «irradiando luz como una bombilla eléctrica» y
afirmando que había estado fuera solamente una hora. Se había encontrado con «la
gente pequeña más encantadora», que «tenían comida y cerveza y bailaban y
tocaban el acordeón. Realmente amables, dijo […]. Sí, señor, fue el único que
alguna vez fue tratado tan bien por los seres feéricos. Después de eso, siempre se
creyó que estaba algo chiflado, aunque él siguió jurando que era verdad hasta el
día en que murió. Y, quiere que le diga algo más, yo le creo». [71]

Niños intercambiados

Con mucha frecuencia, los sidhe se apoderan de jóvenes o niños. Un joven


del condado de Donegal llamado Neil Colton salió a coger arándanos con su
hermano y su prima cuando, de pronto, oyeron música. «Nos apresuramos a
rodear las rocas y allí, a menos de treinta metros, había seis u ocho gentle folk (seres
feéricos) bailando. Cuando nos vieron, una pequeña mujer, vestida completamente
de rojo, salió corriendo hacia nosotros y le pegó a mi prima en la cara con lo que
parecía un junco verde. Corrimos a casa tan rápido como pudimos y, nada más
llegar, mi prima cayó muerta. Nuestro padre ensilló un caballo y fue a buscar al
padre Regan (el sacerdote). Cuando el padre Regan llegó, se puso una estola en el
cuello y empezó a rezar sobre mi prima, a leer salmos y a golpearla con la estola; y
así la trajo de vuelta. Dijo que si no se hubiera agarrado a mi hermano, se la
habrían llevado para siempre».[72]

La muerte no es tan absoluta en las culturas tradicionales como lo es en las


sociedades cristianas o en otras sociedades monoteístas. Se parece más bien a una
estancia prolongada en el Otro Mundo, y los muertos siempre pueden regresar en
forma daimónica. Habitualmente, los abducidos regresan a veces después de unas
horas, a veces tras varios años. Los recogedores de fresas de Terranova, por
ejemplo, eran a menudo extraviados por la Buena Gente, para ser descubiertos más
tarde desaliñados, magullados y con amnesia, [73] como quienes dicen haber sido
abducidos por alienígenas después del avistamiento de un ovni. Y, como los
abducidos por los ovnis, sólo al cabo de cierto tiempo empiezan los recogedores de
fresas a recordar lo que sucedió: la música sobrenatural que los atrajo primero, la
danza a la que fueron arrastrados.[74]

Otros vuelven después de más tiempo, apenas reconocibles o terriblemente


envejecidos, marcados o atontados.[75] En Irlanda, a los abducidos por seres feéricos
a veces se les permitía regresar a su pueblo después de un tiempo, tal vez siete
años o múltiplos de siete. Pero sólo eran devueltos cuando su vida en la tierra se
había agotado: «Ancianos y ancianas consumidos que se pensaba que estaban
muertos desde hacía tiempo eran devueltos para que murieran y fueran enterrados
en la faz de la tierra».[76] El Otro Mundo, sea de los dáimones o de los muertos, es,
en ciertos momentos o lugares, transparente a este mundo.

Cuando se llevan a los niños, dejan a otros en su lugar. También los


dáimones humanos se llevan niños: tradicionalmente, las brujas los cocían para
hacer bálsamos y pociones. Pero a lo largo de la historia, siempre que a un grupo
de gente se le ha considerado daimónico —margina—; les, extraños, extranjeros—
también ha sido inmediatamente sospechoso de raptar niños. Los romanos acusa
ron a los cristianos, los cristianos acusaron a los judíos, todo el mundo acusó a los
gitanos.[77] Estamos siempre dispuestos a hacer dáimones —y, con más frecuencia,
demonios— de otras personas. Es habitual para una tribu atribuir a otra tribu
vecina todas las actividades normalmente asociadas a las brujas, como comer
niños, el incesto y el mal de ojo.[78]
En todo el mundo la brujería es responsable del robo de almas. La víctima
cae enferma, se debilita o incluso muere, a menos que se pueda encontrar a un
buen brujo o chamán para que viaje al Otro Mundo y recupere el alma perdida.
Igualmente, los sidhe abducen a adultos jóvenes «a través del ojo de un vecino, el
mal de ojo», tal vez, «o mediante un toque, un golpe, una caída, un terror súbito».
[79]
Aquellos que sufren ese «golpe» se pierden para este mundo, «y prestan su
fuerza a los invisibles».[80] De una persona llevada por los sidhe se dice que está
fuera. Lo que queda, dice Lady Gregory, «es un cuerpo con su imagen, o la imagen
de un cuerpo».[81] Lo que queda puede ser un tronco, un palo de escoba o sólo un
montón de virutas.

Los sidhe necesitan el vigor humano, escribió Yeats, [82] mientras que nosotros
necesitamos su sabiduría. Así como ellos cogen a las madres jóvenes para
amamantar a sus bebés, y a las jóvenes como esposas, así los «alienígenas»
modernos —los llamados «grises»— toman óvulos o fetos para fortalecer su raza.
[83]
La falta de reciprocidad en las primeras versiones de este interesante folclore fue
rectificada más tarde, cuando llegó a ser una creencia muy difundida que los
alienígenas estaban confabulados con el gobierno, que aceptaba sus actividades a
cambio de su «sabiduría»; en este caso, una avanzada tecnología extra terrestre.

Así pues, el motivo del rapto por parte de brujas, seres feéricos o muertos —
por cualquier tipo de daimon— parece ser universal, y todavía persiste en las
sombras de nuestra iluminada cultura. Además, no siempre aparece de una
manera obvia, como muestra el siguiente ejemplo.

Los tarros de los bokos

En Haití, el robo de almas por parte de brujos es un delito que aparece en el


Código Penal y está considerado como un crimen. [84] Un boko, o brujo, extrae el
alma de una persona mediante magia, o incluso capturándola después de su
muerte natural. La guarda en un bote o tarro. Pero también —y ésta es una
innovación peculiarmente haitiana— roba el cuerpo de la tumba y lo revive. El
cuerpo conserva su principio de animación (gwo bon anj) pero ha perdido su
capacidad de acción, su conciencia y su memoria. En pocas palabras, se ha
convertido en un zombi que es fácilmente esclavizado y puesto a trabajar en los
campos de esclavos de los bokos. Nadie ha visto nunca esos campos, aunque se
dice que las montañas están tan llenas de bokos como la naturaleza lo está de
dáimones. Nadie tampoco se ha cruzado con ellos, aunque la densidad de
población en Haití es muy alta. Sin embargo, se cree que estos campos secretos
existen, con un número inmenso de zombis que no pueden escapar a menos que el
boko muera o que el tarro que contiene su alma, o zombi astral, se rompa.

No obstante, se cree que hasta mil zombis aparecen cada año. La población
los reconoce inmediatamente por su mirada fija, por sus acciones repetidas, torpes
y sin objetivo, y por sus palabras limitadas y monótonas. Son objeto de piedad más
que de temor, que se reserva a los bokos.

En 1997, el profesor Littlewood y el doctor Douyon investigaron tres casos


de zombificación, incluido el caso de Wilfrid Dorissant, el primer zombi
reconocido por un tribunal haitiano. Escapó de las garras de su boko diecinueve
meses después de su muerte, producida a los dieciocho años por una fiebre
repentina. Volvió a casa como un zombi. Reconoció a su padre y acusó a su tío de
zombificarle. Se le ató a un tronco para que dejara de vagar. Aunque era
amanerado como Wilfrid y tenía un dedo roto que su madre identificó, sus amigos
dicen que era diferente. Le había «cambiado el alma». Su padre se mostró
convencido de que Wilfrid era su hijo, pero decía que «había perdido su alma»,
como si también él reconociera algún cambio esencial en el muchacho.[85]

El segundo caso que investigaron Littlewood y Douyon fue el de una mujer


conocida como E I. Murió a los treinta años y fue enterrada ese mismo día en el
sepulcro familiar cerca de la casa. Tres años después, un amigo la reconoció
vagando cerca de la aldea. Su madre confirmó su identidad por una marca facial,
como también su hija, sus hermanos, su esposo y el sacerdote local. No podía
hablar ni alimentarse por sí misma. Su esposo fue acusado de zombificarla tras
saber que ella había tenido una aventura amorosa. «Después de que el tribunal
local autorizara la apertura de la tumba, que estaba llena de piedras, sus padres
estaban indecisos sobre si llevarla a casa».[86] Fue internada en un hospital
psiquiátrico de Port au Prince. Littlewood la examinó y diagnosticó esquizofrenia
cata-tónica. La gente del mercado que se la llevó a dar un paseo, por otra parte, la
reconoció inmediatamente como una zombi.

El tercer caso parece haber sido resuelto. Una muchacha llamada Marie
Moncoeur murió a los dieciocho años, pero reapareció trece años después
afirmando que la habían mantenido como zombi en una aldea ciento cincuenta
kilómetros al norte, y que la liberaron solamente cuando el boko murió. A la gente
no le pareció una zombi típica. Fue reconocida por su familia, y especialmente por
su hermano.

Cuando Littlewood y Douyon la llevaron a la aldea donde ella afirmaba que


la habían retenido durante esos años, inmediatamente la identificaron como una
mujer del pueblo, conocida por su simpleza, que había sido raptada por un grupo
de músicos. La saludaron una hija y un hermano. Esta familia y su «primera»
familia se acusaron mutuamente de haberla zombificado. El análisis de ADN
indicó que no parecía estar relacionada con ninguno de los hombres que decían ser
sus hermanos, pero que era probable que fuese la madre de la niña que decía que
era su hija.[87]

La sombra del cuerpo

Más adelante hablaré de cómo mitos que a primera vista pueden parecer
muy diferentes entre sí resultan estar estructurados de manera muy semejante en
un nivel más profundo: son versiones simétricas pero invertidas. Esto es también
cierto en el folclore de los zombis, que está más próximo al europeo de lo que
parece.

Por ejemplo, cuando se abre la rumba de un zombi, se descubre que contiene


piedras, igual que la del reverendo Kirk. Se encuentran cicatrices misteriosas en los
zombis, como las que se encuentran en los abducidos por alienígenas o en los
«tocados» por los feéricos. Un cadáver debe ser decapitado, como un vampiro,
para impedir que sea zombificado. La sal es fatal para los feéricos y,
habitualmente, para los muertos; pero no se menciona como peligrosa para los
bokos. En cambio, es positivamente útil para los zombis, pues escapan a la
esclavitud si, de manera inadvertida, son alimentados con ella por sus amos boko.

Pero también los zombis invierten el orden habitual de las abducciones. En


vez de tomar las almas y desechar los cuerpos, las almas se dejan a un lado, por
decirlo así, en los tarros de los bokos, mientras que los cuerpos son abducidos al
Otro Mundo de los campos de esclavos. Cuando vuelven, son reconocidos por
extraños que creen que son sus parientes, mientras que en las abducciones feéricas
la gente que se queda en su lugar son extraños, meras «imágenes» apenas
reconocidas por sus parientes. La cultura occidental considera ambos casos como
engaños o alucinaciones. Como ha desacreditado su realidad literal, se convence de
que no tienen en absoluto ninguna realidad. De este modo, omite la realidad más
profunda de las abducciones, que desarrollan a nivel colectivo el problema
perenne de la relación entre alma y cuerpo, y que son testimonio de la idea
generalmente aceptada de la preeminencia del alma. Nadie espera que un zombi se
parezca a la persona que era antes de que el boko le robara el alma. Son como los
«leños» que dejan los feéricos cuando roban la esencia de una persona, igual que
cuando roban la esencia de los alimentos.
Es como si las culturas tradicionales no pudieran decidir si se llevan el alma
o el cuerpo, o si se llevan ambos; sin duda hay renuencia a separarlos, aunque se
tenga la sensación de que algún tipo de separación es inevitable. Este enigma
desconcertó al antropólogo Bronislaw Malinowski. Sus brujas de la isla de
Trobriand «se quitaban la piel» y volaban desnudas. Pero en África hay algunos
basoto que afirman que las brujas, mientras vuelan, son seres íntegros en cuerpo y
alma. Sin embargo, los tonga-nos dicen que el noyi (brujo o bruja) es sólo una parte
de la personalidad. «Cuando vuela, su “sombra” se queda atrás, tumbada en la
estera. Pero no es verdaderamente el cuerpo lo que queda. Sólo le parece así al
ignorante no iniciado. En realidad, lo que queda es un animal salvaje, aquel con el
que el noyi ha decidido identificarse».[88]

Habitualmente, las víctimas de una abducción alienígena creen que han sido
transportadas físicamente a una nave espacial por extraterrestres, pero a veces
describen el acontecimiento como una experiencia extracorpórea. Los esoteristas
occidentales creen en un cuerpo «sutil» o «astral», análogo al «cuerpo-fantasma» o
«cuerpo del sueño» de tantas culturas tradicionales, que es la sede de la conciencia
en una «experiencia extracorpórea». Es posible que las culturas tradicionales, a
través de sus muchas versiones diferentes de tales experiencias, sean lo bastante
sabias para no entender demasiado literalmente este tipo de cuerpo. Si se hace así,
se está expuesto a confundirlo con el cuerpo físico y llegar a creer, por ejemplo, que
se ha sido teletransportado a una nave espacial. Al contrario, es más habitual —
casi universal fuera de nuestra cultura— entender que el cuerpo físico es también
«sutil» y que, por lo tanto, puede ser fácilmente llevado al Otro Mundo porque no
es básicamente algo material.

En otras palabras, es una peculiaridad estrictamente occidental confundir lo


físico con lo que es literalmente real. Es el resultado de la polarización cristiana
entre alma y cuerpo. Fuera del cristianismo y de otras religiones monoteístas, el
alma es casi material, como el cuerpo es casi espiritual, y ambos forman un todo
daimónico. Somos organismos fluidos que pasamos fácilmente de este mundo al
otro, de la vida a la muerte.

Somos como la mujer foca a la que, en una inversión de la tradición feérica,


nosotros abducimos de su mundo. No nos llevamos su alma y dejamos atrás su
cuerpo, porque esa distinción no existe para un daimon. Nos llevarnos su «piel»; y
ésta representa alma y cuerpo, porque ella es plenamente ella misma con la piel y
sin la piel, pero en el primer caso, una foca, y en el segundo, una mujer. Como las
culturas tradicionales sospechan, puede que también nosotros no seamos tanto
seres duales como seres únicos con aspectos duales, y diferamos según el elemento
en el que estamos. También nosotros somos daimónicos.

Cuando los santos cristianos son desenterrados y se descubre que tienen


cuerpos incorruptos y fragantes, se atribuye el milagro a su santidad y a la pureza
de su vida. Pero también se dice que los cuerpos de los chamanes no se
descomponen.[89] En efecto, los chamanes malos o hechiceros a veces sólo se
detectan después de la muer te, cuando, al continuar sus infames actividades, se
acaba por sospechar de ellos, se desentierra su cuerpo y se des cubre que se
encuentra en su estado prístino. En otras palabras, aquellos que negocian con el
Otro Mundo se vuelven en algún sentido inmunes a la muerte. Sus almas siguen
revoloteando entre los mundos mientras sus cuerpos, si no realmente animados,
tampoco están realmente muertos. Son «no-muertos» que repiten por simpatía la
vida del alma.

Volveré a la cuestión de cuerpo y alma hacia el final del libro, donde analizo
el fenómeno conocido como «pérdida del alma». De momento, quiero examinar el
reino en el que se dice que habitan los dáimones: el Otro Mundo.
4
EL PURGATORIO DE SAN PATRICIO

El Purgatorio de san Patricio fue uno de los lugares de peregrinación más


famosos de Europa durante el medievo. Era una especie de cueva, parece, en una
isla del lago Derg, condado de Donegal, en el noroeste de Irlanda. Miles de
peregrinos siguen visitando la isla cada año para hacer penitencia. Se dice que la
actual basílica fue construida sobre la cueva original, demolida en 1632 por el
obispo Spottiswoode de Clogher, que la calificó de «agujero pobre y miserable». [90]
Pero los relatos más tempranos se refieren a la cueva como «una especie de pozo
con peldaños que bajan a una profundidad considerable». [91] En 1411, Antonio
Mannini dice en su descripción de la cueva que tenía noventa centímetros por casi
tres metros, y que era lo bastante alta para estar de rodillas, pero no de pie. Según
un peregrino —el caballero Owen, que la visitó en 1147—, la cueva parecía
pequeña desde fuera, pero era cavernosa en su interior. Owen siguió un largo y
oscuro pasillo hacia un distante resplandor, que finalmente lo llevó a un claustro
amplio y abierto. Allí fue saludado por quince hombres vestidos de blanco, que le
advirtieron que unos terribles demonios tratarían de obligarlo a regresar, pero que
si sucumbía a sus amenazas, moriría.

Felizmente, es capaz de resistir a los demonios y puede contemplar los


castigos del infierno: almas que son «devoradas por dragones, atacadas por
serpientes y sapos, fijadas ali suelo con clavos al rojo vivo, cocidas en hornos y
sumergidas en calderos hirvientes».[92] Tiene que recorrer a pie el Puente de los
Tres Imposibles: tan alto, tan estrecho y tan resbaladizo que es casi inevitable no
caer a la hedionda corriente que fluye por debajo, atestada de almas atormentadas.
En el otro lado, Owen se encuentra con un paraíso terrenal donde esperan las
almas destinadas al cielo. Se le dice que, a pesar de su intenso deseo de quedarse
allí, debe volver y contar su experiencia a otros. Cuando es liberado de la cueva,
después de veinticuatro horas, está más muerto que vivo.[93]

Hay muchas informaciones de peregrinos que visitaron el Purgatorio.


Mientras que a algunos no les sucedió nada, otros atestiguan visiones como las de
Owen. Mannini no habló de su experiencia, y solamente dijo que había quedado
«marcado para siempre». Raymond de Perelhos describió el Purgatorio como un
peligroso laberinto subterráneo, y se consideraba afortunado por haber podido
escapar.[94] También él se encontró con los muertos, con el rey John of Arragon [sic]
y una pariente que estaba viva cuando él dejó el hogar. [95] Un penitente francés
llamado Louis de France, que hizo la peregrinación en i38S, describió su encuentro
con mujeres de increíble belleza que trataron de tentarle. Las encontró sentadas a la
sombra de un gran árbol, en un gran campo jugando al ajedrez. [96]

A lo largo de toda la Edad Media se describieron itinerarios similares a


través del purgatorio y el infierno, con una visión fugaz del paraíso, pero todos
ellos por parte de personas que habían experimentado lo que actualmente se
conoce como una experiencia cercana a la muerte. [97] Los peregrinos al Purgatorio
de san Patricio no experimentaron nada de ese tipo. Mannini dijo, es verdad, que
los canónigos de san Agustín que se apoderaron del lugar en 1135 dijeron por él el
oficio de difuntos. Esto habría sido un reconocimiento de la naturaleza de la
experiencia como muerte y renacimiento, y es posible que fuera inducida por
alguna especie de trance, análogo a los trances visionarios de iniciación chamánica.
Pero las leyendas nos llevarían a creer que se caminaba plenamente consciente por
el Otro Mundo. Esto no era más que una continuación de la peregrinación a
Irlanda que, situada en el extremo occidental de la cristiandad, se imaginaba como
una especie de purgatorio.

El Purgatorio de san Patricio es particularmente fascinante porque


representa un nexo único entre lo físico y lo no físico, entre lo literal y lo metafórico
y, finalmente, entre lo cristiano y Jo pagano. Es, por ejemplo, el equivalente
cristiano de esas puertas al Otro Mundo —habitualmente túmulos o «fuertes»
prehistóricos— por las que pasan los sidhe.

Las puertas al Otro Mundo

En 1932, una mujer irlandesa del condado de Longford describió cómo,


cuando era una joven criada, y estando sentada un día con otras niñas junto a las
puertas de la «Casa Grande», oyó un estrépito de jinetes que se acercaban.
Inmediatamente se levantó de un salto, diciendo que debía regresar corriendo a la
casa porque llegaba «gente importante» y se necesitaría su ayuda.

«No había ido demasiado lejos cuando el grupo de jinetes apareció a su


vista; eran ocho, hombres y mujeres jóvenes, con brillantes vestidos y bridas y
monturas de colores, las muchachas sentadas de lado, los hombres a horcajadas, y
todos riendo y hablando alegremente. Estarían escasamente a cuarenta metros de
ella cuando giraron a la derecha por una loma cubierta de hierba, cruzaron un
pequeño campo y entraron por el lateral de un pequeño fuerte feérico rodeado de
un cerco de espino. Caballos y jinetes entraron trotando bajo tierra, de forma tan
tranquila y normal como los humanos pasarían por la puerta de un establo». [98]

La chica regresó entonces con sus compañeras. «Oh, no era gente


importante. Era solamente un grupo de feéricos entrando en el fuerte». [99] La
naturalidad de su actitud es sorprendente; un avistamiento feérico no era nada de
lo que asombrarse.

Como las cuevas que se mencionan en el mito griego, y que siguen


existiendo, el Purgatorio de san Patricio es también una puerta al Hades. En vez de
encontrar hermosas «hadas» en su interior, como el penitente Louis de France, se
encuentra a los muertos desdichados o incluso como De Perelhos, que describió el
Purgatorio como un lugar peligroso, a personas conocidas. Pero siempre hay
ambigüedad en torno a las colinas por las que cabalgan los sidhe, y siempre una
superposición entre los dáimones y los muertos. Por ejemplo, Helgafell —que
significa «colina santa»—, en Islandia, está cerca de un mojón natural que parece
un pequeño túmulo funerario y es visible desde kilómetros de distancia. Uno de
los primeros colonos, llamado Thorolf, afirmaba que al morir, entraría en él con su
familia. Efectivamente, su hijo Thorstein se perdió en el mar, y antes de que las
noticias llegaran a la familia, un pastor vio por la noche «que la colina rocosa
estaba abierta, con fuegos que ardían en su interior, y oyó ruido de fiesta y de
hombres que bebían juntos. Le pareció ver al fallecido Thorstein, al que se daba la
bienvenida junto con su tripulación, que se había ahogado con él».[100]

Es probable que el Purgatorio de san Patricio fuera una puerta precristiana


al Otro Mundo. Una vez cristianizados, los hombres podían entrar donde antes
sólo les estaba permitido el paso a los sidhe. Pero, desde luego, existen hombres y
mujeres daimónicos que pueden entrar a voluntad en el Otro Mundo. Tal vez la
cueva fuera un lugar de iniciación para los chamanes celtas que, si eran como los
otros chamanes, debían experimentar intensas ordalías. Es característico que la
carne de los chamanes sea devorada por animales salvajes o hervida en calderos,
mientras herreros sobrenaturales forjan con hierro unos huesos nuevos. Esto es tan
semejante a la descripción que hace el caballero peregrino Owen de las almas del
purgatorio, que vemos de inmediato que la iniciación se ha convertido para los
cristianos en castigo. El chamán vuelve de la muerte recreado, preparado para
curar; el penitente cristiano vuelve con el corazón estremecido, preparado para
convertir a los demás.

Donde viven los muertos

El Otro Mundo empieza donde termina éste. Tradicionalmente, se lo


imagina como una sociedad paralela de dáimones, animales o muertos. Puede
estar a nuestro lado, en el bosque o en los páramos fuera del recinto sagrado del
pueblo. Puede ser subterráneo o estar en el firmamento, en el oeste o, incluso,
como el país de los sidhe, en todos esos lugares. En efecto, «puede no estar lejos de
nosotros».[101] En la mitología escandinava hay nueve mundos paralelos, siete de
ellos habitados; sus habitantes son dioses (Asgard), humanos (Midgard), elfos
(Alfheim), enanos (Svartalfheim), deidades de la tierra y del mar (Vanaheim),
gigantes (Jotunheim) y los muertos no heroicos (Hel).

Los mundos inferiores están habitualmente equilibrados por mundos


celestiales, y nuestro mundo humano se conviene en un reino intermedio entre los
dos. Arriba, los dioses viven en el monte Olimpo; abajo, los muertos vagan
errantes por el Hades. Arriba, los bienaventurados se sientan a la derecha de Dios
padre; abajo, los condenados gimen en el tormento. A veces, el cosmos
escandinavo es representado como el árbol del mundo (Yggdrasil), y entonces
Asgard está situado en la copa, Hel en el fondo y Midgard entre los dos.[102]

Todas las culturas tradicionales creen que los muertos viven en otro lugar,
en lugares tan diversamente situados como los de los sidhe. Según muchos
africanos,[103] los muertos van a una aldea subterránea donde la vida es fácil y
abundante. Si no, van a un país lejano, al este, o al bosque que circunda su hogar
terrenal. En el otro lado del mundo, en el estrecho de Torres, las almas de los
muertos van a una isla desconocida, en el oeste; o a un lugar en el interior de la
tierra; o a uno de los tres mundos de los espíritus. [104] A veces se cree que los
muertos van simultáneamente al «mundo interior» y al cielo», exactamente de la
misma manera que Heracles (el Hércules latino) fue ascendido simultáneamente al
monte Olimpo y enviado a vagar tristemente por el Hades.

El Otro Mundo del cristianismo difiere del reino tradicional en dos aspectos
principales que reflejan la tendencia divisoria del monoteísmo. En primer lugar, así
como polarizó los dáimones en ángeles y demonios, también polarizó el Otro
Mundo en Cielo e Infierno; y, en segundo lugar, separó completamente el Otro
Mundo de éste y se lo llevó a un Cielo trascendente, más allá incluso del
firmamento, y a un Infierno, menos importante, vagamente subterráneo.

Además, la única manera de entrar en el Otro Mundo cristiano es mediante


la muerte. Se puede obtener un vislumbre de la otra vida, pero sólo en
circunstancias excepcionales, como una experiencia cercana a la muerte o visitando
el Purgatorio de san Patricio. La misma expresión «después de la vida» [afterlife] es
distintiva de los cristianos. Para los paganos, la vida es un continuo entre este
mundo y el Otro, que puede estar encima o debajo de nosotros, pero que nunca
rompe enteramente con este mundo, como parece haber hecho el Otro Mundo
cristiano.
Hel y Valhalla

En las culturas tradicionales existe el temor extendido de no tener suficiente


mana, suficiente poder personal para unirse con los gloriosos antepasados que
cazan, festejan y bailan en el Otro Mundo. Entre los héroes griegos existía el temor
de morir de una manera que no fuera heroica, en combate, porque eso significaba
que uno no se reuniría con sus iguales en los hermosos Campos Elíseos, sino que
viviría a duras penas su vida eterna como una sombra gris en las frías estancias del
Hades. Igualmente, los héroes escandinavos que no caían en combate eran
condenados al lóbrego mundo subterráneo presidido por la giganta Hel, en vez de
viajar a las estancias de Valhalla donde disfrutaban sus compañeros.

El cristianismo sustituyó la idea del hombre excepcional por la idea del


hombre bueno y, en correspondencia con ello, su Otro Mundo está determinado
por la ética: el cielo no es el lugar adonde van los héroes por derecho propio, sino
la recompensa de los buenos. Análogamente, el infierno es un lugar de castigo de
los pecadores, más que el depósito de los mediocres.

El cristianismo imagina el Otro Mundo como opuesto a éste. Esto sucede en


todas las culturas. «Hay una característica prácticamente invariable. El mundo de
los muertos es el reverso exacto del de los vivos». [105] Por ejemplo, el sol y la luna
viajan de manera característica en direcciones contrarias; los muertos descienden
cabeza abajo y su lenguaje significa lo contrario que el nuestro; sus canoas, dicen
los inuit, flotan por debajo del agua, y el fondo es lo que está arriba como en el
reino de los sidhe, su verano es nuestro invierno; su día es nuestra noche, y por eso
es peligroso salir de noche cuando ellos están fuera.[106]

La idea de inversión señala la ambigüedad del Otro Mundo. Asume sus


características en relación de reciprocidad con este mundo. Si pensamos en este
mundo como un lugar de sufrimiento e incertidumbre, el Otro Mundo es un «feliz
terreno de caza» donde vivimos en la abundancia y sin preocupaciones. A la
inversa, el Otro Mundo puede parecer un lugar frío y sin alegría cuando se
compara con la vida rica y sensual de éste.

En términos psicológicos, es como si el Otro Mundo estuviera determinado


por la actitud que tenemos hacia él y la idea que nos hacemos de él. Para alguien
tan apasionadamente apegado a este mundo como el héroe griego Aquiles, «los
que nos separamos de la vida terrenal tenemos el más intenso deseo de volver de
nuevo a ella».[107] Eso le dice a Odiseo, que ha convocado a su sombra para que
regrese de más allá de su tumba. Pero para alguien que se comunica con el Otro
Mundo tan profundamente como William Blake, en comparación, este mundo
parece una sombra. Para el cristiano ortodoxo, escribía Blake, los gozos del genio»
parecen en el Otro Mundo «diablos y fuego infernal».[108]

En sus primeros poemas, W. B. Yeats describe el mundo feérico como un


reino de eterna belleza, y el rapto de humanos a ese mundo como una escapatoria
deseable de la mundanidad. Pero esta idea es contraria a otra más antigua, según
la cual los raptados son reacios a ir allí y están contentos de regresar. [109] Mientras
que Yeats recrea el reino de los sidhe en toda su suntuosidad, la tradición ofrece
pocas descripciones del tiempo pasado con los feéricos, si se compara con las
detalladas descripciones de la partida y el regreso de los raptados. [110] La poesía de
Yeats no menciona ninguna inquietud por parte de los padres o los parientes; pero
hay muchas descripciones de «gentes tradicionales que lloran, a veces pasados ya
muchos años, cuando narran antiguos acontecimientos relativos al rapto de sus
hijos O de otros parientes». [111] Como concluye uno de los informantes de Lady
Gregory: «Este mundo es el mejor».

La caverna de Platón

El destino dual de Heracles después de su muerte, viviendo


simultáneamente en lo alto con los dioses y abajo en el Hades, refleja la noción
griega de que tenemos dos tipos diferentes de alma. Thymós es cálida, emocional y
vigorosa; mientras que psyché es más fría, profunda e impersonal.[112] Desde el
punto de vista de thymós, el Otro Mundo es el Hades frío, gris y sin esencia, lleno
de «sombras que se arrastran quejumbrosas, junto a pozos de sal / insustanciales y
desvaídas».[113] Desde la perspectiva de psyché, es nuestro mundo robusto y
vigoroso el que es irreal, mientras que Hades, que es llamado Plouton (Pluto), el
Rico, contiene todos los tesoros de la imaginación. Las sombras no son oscuros
fantasmas para psyché, sino imágenes míticas que irrumpen desde el mundo
subterráneo como los risueños sidhe, con sus destellantes ojos plateados. Podemos
empezar a comprender lo que quería decir Heráclito cuando señalaba que «Hades
y Dioniso son uno».[114] El dios de la vida creadora tiene una afinidad secreta con la
muerte.

Thymós ha sido identificado con la robusta conciencia del ego del hombre
occidental, que no cree en ninguna otra realidad más que en la suya. Sin embargo,
desde el punto de vista psíquico más profundo, la conciencia del ego —como
observaron los neoplatónicos—[115] es una forma de inconsciencia. Somos
inconscientes de la realidad, afirman los románticos, salvo en momentos de visión
imaginativa. El Otro Mundo, que nos rodea por completo, nos parecería un paraíso
terrenal si simplemente limpiáramos «las puertas de la percepción», como dice
Blake, y viéramos el mundo como realmente es, «infinito».[116]

Platón ilustraba la irrealidad de nuestra percepción normal del mundo


mediante una analogía ampliada. «Somos como prisioneros dentro de una
caverna», dice, «que están sentados mirando hacia una pared con una hoguera que
arde a sus espaldas».[117] Según pasan de un lado para otro personas y objetos por
delante del fuego, vemos solamente sus sombras y las nuestras proyectadas en la
pared. Equivocadamente, tomamos las sombras por la realidad. (Es como si en el
cine confundiéramos una película con la realidad). Para lograr una percepción más
verdadera de lo real tenemos que dar media vuelta —para invertir nuestro punto
de vista— y contemplar directamente el fuego y los objetos que están ante él.
Quizás esto sea lo más próximo a la realidad a lo que la mayoría de nosotros
lleguemos nunca.

Sin embargo, aun entonces estaremos todavía a gran distancia de la realidad,


pues creemos que el fuego es la única fuente de iluminación. El verdadero filósofo
va más allá: deja la caverna y contempla el mundo a la luz del sol. Esto le puede
parecer extraño a primera vista, e incluso irreal, hasta que sus ojos se van
acostumbrando a un tipo de luz muy diferente; pero al final ve ese Otro Mundo tal
como es y puede volverse y mirar directamente al sol, fuente de toda luz. La
alegoría expresa la oscuridad mental en que vivimos normalmente, sin distinguir
las sombras de la realidad, ignorantes de la sustancia de las cosas, confundiendo
luz con iluminación, ignorantes del mundo real presidido por el único Iluminador
divino.
5
EL ALMA DEL MUNDO

Una de las innovaciones distintivas del pensamiento occidental ha sido la de


transformar el Otro Mundo en una abstracción intelectual. Tal abstracción se ha
formulado principalmente de tres maneras: como el Alma del Mundo, como la
imaginación y como el inconsciente colectivo. Los dos últimos modelos del Otro
Mundo presentan la excentricidad añadida de situarlo dentro de nosotros.

Históricamente, estos tres modelos han sido ampliamente ignorados o


rechazados por la ortodoxia occidental, sea la teología cristiana o el racionalismo
moderno. Pero cada vez que se ha roto, por decirlo así, la superficie, y han salido
de su submundo «esotérico» o incluso «oculto», han ido acompañados de
extraordinarios florecimientos de vida creativa. En la Florencia renacentista, y
nuevamente entre los románticos ingleses y alemanes tres siglos después, la
imaginación fue exaltada no sólo como la facultad humana más importante, sino
como el fundamento mismo de la realidad.

La imaginación primigenia

El mundo paralelo de los feéricos irlandeses era, para Yeats, sinónimo de


imaginación.[118] Yeats se niega a ver la imaginación como una especie de facultad
abstracta que nos permite evocar vagamente imágenes de cosas que no perciben
los sentidos. Más bien entiende por «imaginación» algo que es casi opuesto a lo
que habitualmente entendemos por ese nombre: todo un mundo poblado por
dáimones temperamentales que tiene vida propia. Ésta es la característica
definitoria de esa imaginación que llamamos romántica.

Yeats se había sentido especialmente impresionado por William Blake, cuyas


obras estuvo editando durante años. Blake parecía haber conservado esa mirada
visionaria tradicional que le permitía ver ángeles en los árboles o huestes
celestiales en el sol; al mismo tiempo, albergaba una compleja y sofisticada noción
de imaginación como el modo primigenio que tiene el hombre de entender el
mundo. Esto era algo que compartía con otros grandes poetas románticos,
Wordsworth, Keats, Shelley y, sobre todo, Coleridge, que proclamaba de forma
magnífica:

Sostengo que la imaginación primigenia es el poder vivo y el primer agente


de toda percepción humana, y es una repetición en la mente finita del eterno acto
de creación en el infinito YO SOY…[119]
La única preocupación de la imaginación primigenia, escribía otro poeta, W.
H. Auden, son los seres y acontecimientos sagrados. [120] Éstos no pueden ser
anticipados, dice, sino que deben ser encontrados. Nuestra respuesta a ellos es una
apasionada sensación de sobrecogimiento. Puede ser terror o pánico, asombro o
alegría, pero debe ser terrible y sobrecogedor. Los seres y acontecimientos
sagrados de Auden son nuestros dáimones, imágenes arquetípicas que genera la
imaginación. Son principalmente personificaciones, pero, desde luego, la
imaginación puede, como el encanto feérico, lanzar su sortilegio sobre cualquier
objeto para que súbitamente lo veamos como dotado de alma, como una presencia,
como si fuera una poderosa persona viva.

Se debe recalcar que la Imaginación, en la verdadera comprensión poética,


romántica, es en gran medida lo opuesto de lo que ha llegado a significar, algo
irreal e inventado, a lo que Coleridge llamaba «fantasía». «La naturaleza de la
Imaginación es muy poco conocida», se lamentaba Blake, «y la naturaleza y la
permanencia eternas de sus imágenes siempre existentes es considerada menos
permanente que las cosas de naturaleza generativa y vegetativa». [121] Sí, la
imaginación es independiente y autónoma; precede y fundamenta la mera
percepción; y espontáneamente produce esas imágenes —dioses, dáimones y
héroes— que interactúan en las narraciones anónimas que llamamos mitos.

La idea de una imaginación mitopoética —hacedora de mitos— es tan


extraña a todos, salvo a los más cercanos a Blake, que puede ser de utilidad volver
a su prototipo entre los neoplatónicos. Como Platón, ellos entendieron que los
dáimones son seres intermedios entre mortales y dioses; pero desarrollaron esa
intuición e identificaron un estado daimónico íntegro, en parte físico y en parte
espiritual, que mediaba entre nuestro mundo material sensorial y el mundo
espiritual o «inteligible» de las formas, esos dioses abstractos que proporcionan los
modelos ideales para todo lo que existe.

Este mundo intermedio fue denominado Psyché tou Kosmou, el Alma del
Mundo, aunque fuera mejor conocido en la Europa de lengua latina como Anima
Mundi. De ahí proceden los dáimones. A veces era imaginado jerárquicamente, con
el mundo inteligible de los dioses arriba y el nuestro debajo, pero emanando los
tres de una fuente desconocida llamada simplemente el Uno. En otras ocasiones se
concebía como un único reino dinámico con dos aspectos: uno inteligible
(espiritual) y otro sensorial (material). Y así es como en general lo ha descrito la
tradición esotérica occidental. Todos los neoplatónicos, los filósofos herméticos, los
alquimistas y los cabalistas han afirmado que el cosmos está animado por un alma
colectiva que se manifiesta a veces espiritualmente, otras físicamente, e incluso de
ambas maneras a la vez, es decir, daimónicamente; pero que sobre todo relaciona y
mantiene todos los fenómenos unidos. Ésta es la ortodoxia verdadera, dicen, a la
que la ortodoxia errónea —que el filósofo A. N. Whitehead denominó «los tres
últimos siglos provincianos»— ha ignorado de forma deplorable.

El mundo animado

Según la tradición neoplatónica, psyché o alma es el principio que sirve de


base a la realidad, su verdadero tejido, por decirlo así. Como hemos visto, es un
principio ambiguo. Se la imaginaba como un macrocosmos, «gran mundo», y como
un microcosmos, «pequeño mundo». Es un alma del mundo colectiva, que
contiene todos los dáimones, imágenes y almas —incluida el alma humana—, y a
la vez un alma individual que engloba un profundo nivel colectivo, en el que
estamos relacionados entre nosotros y con todas las cosas vivientes. Dependiendo,
pues, de nuestra perspectiva, nos podemos ver a nosotros mismos abrazando el
Alma del Mundo o siendo abrazados por ella, aunque se trata de ambas cosas. O se
podría decir también que el alma se manifiesta impersonalmente como Alma del
Mundo, y personalmente como almas individuales. En cualquier caso, podemos
empezar a ver que las antiguas leyes de simpatía y correspondencia, que la ciencia
moderna ha desacreditado, no son leyes científicas primitivas en absoluto, sino
profundos principios psíquicos que expresan la manera en que cada microcosmos
—cada uno de nosotros— refleja potencialmente el cosmos entero y participa de él.

En el Timeo de Platón, donde aparece la primera descripción del Alma del


Mundo, ésta es infundida a todo el cosmos por el Demiurgo, el dios creador
platónico que crea, de este modo, un universo viviente dotado de alma. (El Alma
del Mundo sigue siendo la metáfora básica de toda concepción del mundo como
organismo, incluidas las modernas ideas ecológicas.) En otras palabras, así como es
trascendente, es decir, que está un nivel por encima de nuestro mundo, el Alma del
Mundo es también inmanente, tal como la imaginan las culturas tradicionales. No
es que éstas tengan siempre un concepto para el Alma del Mundo —no la abstraen
del mundo—, sino que ven básicamente el mundo como animado, lleno de alma.
«Todo», según los antiguos, desde Tales a Plutarco, «está lleno de dioses». [122]

Las mismas personas que han vaciado a la naturaleza de alma y la han


reducido a materia muerta que obedece a leyes mecánicas, llaman
peyorativamente animismo a la cosmovisión tradicional, término que en realidad
anula lo que pretende describir. Para las culturas «animistas» no existe eso que se
llama animismo. Existe sólo Ja naturaleza que se presenta a sí misma en toda su
inmediatez como atestada de dáimones. Todo objeto o lugar sagrados tienen su
genio o jinn, numen o náyade, hasta su boggart y su duende, según sea el caso.

Los románticos imaginaban así a la naturaleza. La Imaginación era


coextensiva a la creación, igual que el Alma del Mundo. Eran idénticas. Todo
objeto natural era espiritual y físico, como si dríada y árbol fueran el interior y el
exterior de la misma cosa. De este modo, toda roca, todo árbol, era ambivalente: un
daimon, un alma, una imagen. «A los ojos de un hombre de Imaginación —escribía
William Blake— la naturaleza es la imaginación misma».[123]

El inconsciente colectivo

El Alma del Mundo y la Imaginación son modelos de la misma realidad


daimónica. Otro modelo, más reciente, ha salido de la psicología profunda. Freud
ya había descubierto el subconsciente, los contenidos reprimidos de lo que
aparecía en sus pacientes como síntomas reiterativos. Pero estos pacientes eran
neuróticos, y sus síntomas se podían remontar a algún acontecimiento de su
historia personal. Sin embargo, uno de los seguidores de Freud —C. G. Jung—
trató a pacientes más profundamente trastornados, psicóticos o esquizofrénicos.
Observó en sus fantasías unas características que de ninguna manera se podían
explicar por su vida personal —fragmentos de alguna mitología arcana, por
ejemplo— y concluyó que había un nivel más profundo del inconsciente que era
verdadera mente colectivo, común a todos nosotros.

En realidad, como reveló más tarde en Su autobiografía, esa intuición


procedía tanto de su propia experiencia como de la de sus pacientes. Poco antes ¿le
cumplir los cuarenta años, Jung había sido súbitamente inundado por un torrente
de imágenes violentas e incontrolables, que entraban a raudales en su mente desde
el inconsciente y amenazaban con sumirle en una psicosis. Luchó contra ellas como
pudo, hasta que se vio obligado a ceder. Se sentó en su escritorio, cerró los ojos y se
dejó ir. Tuvo la sensación física de que el suelo se abría, de sumergirse en oscuros
abismos donde encontró no la locura que esperaba, sino… un mito. Un enano
momificado, un cristal rojo en una cueva, un hermoso joven muerto, un escarabajo
negro, una marea de sangre; Jung se dio cuenta de que estaba participando en un
mito del Héroe, «un drama de muerte y renovación» que se refería no sólo a él,
sino al destino de Europa en vísperas de la Primera Guerra Mundial. [124]

Inicialmente, Jung concibió la psique estructurada como una pirámide, o


como un sistema de círculos concéntricos: el ego estaba en el ápice (o en el centro)
con el «campo» de la conciencia justo debajo (o alrededor). Por debajo de la
conciencia estaba el inconsciente, con sus dos niveles, el personal y el colectivo. El
inconsciente personal —el subconsciente de Freud— contiene todos aquellos
contenidos que pueden ser recuperados a voluntad por la memoria, y aquellos que
no lo pueden ser, por haber sido reprimidos. Cuanto más se niega la expresión
consciente de esos contenidos, más profundamente son apartados de la conciencia,
y se hunden cada vez más profundamente hasta que se convierten en complejos
autónomos. Asumen, por decirlo así, una personalidad propia que ejerce una
influencia sobre nosotros sin que nos demos cuenta de ello. Pueden incluso
irrumpir en la conciencia y «poseerla», como en el caso de la psicosis que el propio
Jung había temido.

Arquetipos

Ego (héroe), persona, sombra, anima, animus, puer (joven eterno), senex
(anciano sabio), embaucador (trickster), Gran Madre, animal significativo, sanador,
niño divino, sí-mismo; esta lista casi cubre los arquetipos que Jung descubrió en el
inconsciente colectivo. Como sus precedentes históricos, las categorías a priori de
Kant y las formas de Platón, son entidades abstractas que no obstante constituyen
el substrato de la realidad. Los arquetipos son, dice Jung, incognoscibles en sí
mismos; pero, paradójicamente, pueden ser conocidos porque se manifiestan en
imágenes. A diferencia de los complejos, esas imágenes no de la represión, porque
nunca han sido conscientes. Están, dice Jung, «dotados de personalidad desde el
principio». ·Se manifiestan como dáimones, como agentes personales […] sentidos
como experiencias reíles».[125]

De este modo, el arquetipo del anima, incognoscible en sí mismo, aparece


como una miríada de imágenes femeninas, desde una ninfa a una femme fatale, una
arpía, etc. El arquetipo del self, o el sí-mismo,[*] que representa el objetivo del
desarrollo psíquico —lo que Jung llamaba individuación— podría aparecer como
un dios, un árbol, un dibujo circular (mándala) o una sizigia: la unión de
masculino y femenino, por ejemplo padre anciano e hija joven. Los neoplatónicos
expresaron en gran medida esto mismo de forma más sucinta cuando decían que
los dioses, que son en sí mismos «sin forma y sin figura», aparecen como
dáimones, muchos de los cuales son imágenes diferentes del mismo dios. [126] Dado
que los mitos de creación siempre colocan a los dioses antes de la humanidad, tan
probable parece que los dioses nos imaginen a nosotros como que nosotros los
imaginemos a ellos. Y esto es lo que Jung reivindicaba para los arquetipos: «Todo
lo que sabemos es que sin ellos parecemos incapaces de imaginar […]. Si nosotros
los inventamos, lo hacemos según los modelos que ellos nos dictan». [127]

Los arquetipos no se manifiestan solamente como imágenes simples;


aparecen también como aquellas estructuras y modelos que forman los motivos
recurrentes de toda mitología, como la muerte y el renacimiento del héroe, la
búsqueda del tesoro escondido, el viaje al mundo inferior y el rapto de un mortal
por un dios. Comprendiendo que los mitos son las verdaderas historias del alma,
Freud se inspiró instintivamente en el mito, especialmente en el de Edipo, cuando
quiso describir la dinámica de la psique. Jung fue un paso más allá y comprendió
que todos los mitos están vivos en el inconsciente colectivo. Podemos hablar de la
lucha del ego por liberarse de la matriz del ello, o del esfuerzo del hijo por
independizarse de la madre, o de cómo el héroe mata al dragón: variantes todas
del mismo modelo arquetípico. Como los dáimones que los habitan, los mitos
cambian de forma y se hacen un traje adaptado a la época. «La mitología es una
psicología de la antigüedad. La psicología es una mitología de la modernidad». [128]

El esquema jerárquico de la psique que Jung propone se parece mucho al


cosmos neoplatónico, salvo en que está situado dentro de nosotros. Jung describe
el microcosmos que refleja al macrocosmos. En ocasiones, describe la psique como
una serie de estratos geológicos; otras veces, como las sucesivas capas cada vez
«más viejas» del cerebro, o como los pisos de una casa. Él mismo soñó que
descubría en su propia «casa» huesos prehistóricos enterrados bajo el suelo del
sótano, una imagen de los cimientos del inconsciente colectivo sobre el que se
levanta nuestra psique.[129]

Sin embargo, como en el esquema neoplatónico, la psi-que no es realmente


una jerarquía tan estática como Jung, buscando claridad, trata de establecer. Se
parece más a un flujo dinámico, a un reino paralelo de dáimones y dioses que se
unen sin costuras entre sí, de la misma manera en que lo hacen el inconsciente
personal y el inconsciente colectivo, los complejos y los arquetipos. Como afirmaría
cualquier psicólogo analítico, dentro de la aflicción o síntoma de un paciente «hay
un complejo y dentro del complejo un arquetipo, que a su vez se refiere a un dios».
[130]
Ninguna imagen de la fantasía o del sueño es tan personal como para no tener
un contenido arquetípico; ningún en cuentro daimónico, ninguna epifanía carece
de alguna huella personal.

Niveles, capas, estratos: estas metáforas para el inconsciente reflejan ese


orden que la conciencia quiere imponer sobre un inconsciente que tiene su propio
orden. Su representación espontánea de sí misma, en sueños y fantasías, es
siempre mediante imágenes concretas: un océano, un abismo, una fiesta
desenfrenada, un maremoto, un sombrío bosque virgen, un manicomio. [131] En
Oriente, puede ser un río, siempre cambiante, siempre el mismo; o un dios, como
Shiva, que mediante su danza trae el universo a la existencia. En el Renacimiento,
era a menudo Proteo, hijo del dios del mar Poseidón, que adopta cualquier forma
que le plazca. Para los antiguos gnósticos era el firmamento nocturno, en el que
veían una serie majestuosa de esferas brillantes custodiadas por poderosos
dáimones a través de los cuales el alma, extática por el ayuno y la oración, viajaba
hacia su origen en el Uno. En efecto, el cosmos en el que vive toda cultura es un
autorretrato de su alma.

Dada la afinidad entre la imaginación romántica y el inconsciente colectivo


de Jung, no es sorprendente que los posrjunguianos que se aínodenominan
«psicólogos arquetipales» hagan de la imaginación la piedra angular de su
pensamiento y de su práctica. Siguiendo a Henry Corbin, estudioso del sufismo,
han adoptado la palabra imaginal (de mundus imaginalis, «mundo imaginal»)
para describir esa realidad intermedia que Jung llama «psíquica» y yo denomino
«daimónica».

El principal psicólogo arquetipal, James Hillman, identifica en el filósofo


presocrático Heráclito al fundador de su psicología; fue Heráclito el primero en
representar al alma por su profundidad. «Los límites del alma [psyche] —escribió
— no los hallaras andando en cualquier camino que recorras; tan profundo es su
fundamento».[132]

Hillman refiere la imaginación al alma de manera inequívoca. El alma no es


una sustancia, dice, sino un conjunto de perspectivas. Es «la posibilidad
imaginativa de nuestra naturaíiezZ el hecho de experimentar a través de la
especulación reflexiva, el sueño, la imagen y la fantasía; ese modo que reconoce
todas las realidades como esencialmente simbólicas o metafóricas». [133] El alma no
tiene existencia separada de las imágenes por las que se manifiesW sin embargo,
en otro sentido, toda existencia es alma, porque «estar en el alma es experimentar
la fantasía en todas las realidades y la realidad básica de la fantasía […]. En el
principio es la imagen: primero imaginación, luego percepción; primero fantasía,
luego realidad […]. En efecto, estamos hechos de la misma materia con que están
tejidos los sueños».[134]

Soñar

La psicología arquetipal nos ayuda a comprender que los viajes al Otro


Mundo no son coto exclusivo de los poetas románticos, los chamanes siberianos o
los abducidos por alienígenas. Todos tenemos acceso cada noche al Otro Mundo
mediante el sueño. Como los dáimones que contiene, el Otro Mundo de los sueños
es movedizo, escurridizo y ambiguo. Los sueños toman el material de nuestro
estado diurno y, en una obra de pura imaginación, lo transforman en imágenes.
Que los sueños ya no se consideren de importancia crucial es consecuencia de la
fuerza de nuestra conciencia heraclea, de vigilia. Los sueños huyen como las
sombras del Hades de sus esfuerzos musculares por sacarlas a la luz del día, y
expiran bajo el foco del análisis y la interpretación.

Freud y Jung fueron culpables de trasladar los sueños al «lenguaje de la


vigilia»;[135] por su parte, Hillman insiste en dejar ser al sueño, observándolo en su
hábitat crepuscular natural, mirándolo profundamente, pero sin extraer de él un
mensaje según los presupuestos del mundo de la conciencia despierta. «Para que la
imagen de un sueño acule en la vida debe, como un misterio, ser experimentada
como plenamente real. La interpretación surge cuando hemos perdido contacto
con las imágenes».[136]

Las imágenes de los sueños no nada tienen que ver con las imágenes
normales de los sentidos, por eso no podemos percibirlas verdaderamente con
nuestros sentidos habituales. Tenemos que percibirlas con la misma conciencia
Dsíauica de la que están compuestas, y eso significa percibir con la imaginación.
Mejor todavía, «las imaginamos más que las percibimos, y no podemos percibir
con la percepción sensorial las profundidades que no se

despliegan en el mundo sensorial».[137] Así, una imagen de un sueño puede


ser ambigua y fugaz en un sentido —visualmente, quizá— pero, en otro, es
siempre concreta y definida, aunque sólo sea como una sensación distinta o un
sentimiento poderoso.[138] La vaguedad de un sueño es, pues, parte de él tanto
como pueda serlo cualquier contenido manifiesto; la manera en que nos llega un
sueño es parte de su expresión. Su ambigüedad, por tanto, no necesita ninguna
resolución. «Queramos o no, el sueño se presenta con los ropajes de la duplicidad»,
escribe Hillman en El sueño y el inframundo. «Si los sueños son los maestros del
ego divino, esa duplicidad es la instrucción esencial que imparten […]. En realidad,
la duplicidad es una ley básica de la imaginación».[139]

Aunque no deberíamos interpretar nuestros sueños, no deberíamos temer


amplificarlos imaginativamente, a través de la asociación, por ejemplo, y, sobre
todo, mediante la epistropbé: una «vuelta» al trasfondo arquetípico de los sueños
mediante la semejanza. Debemos preguntarnos: «¿Qué arquetipo está en acción en
nuestro inconsciente? ¿Qué dios influye furtivamente en nuestra vida? ¿Qué mito
estamos viviendo sin darnos cuenta?».[140] El acto de utilizar el sueño para ver, a
través y más allá de la apariencia literal de nuestra vida despierta, las narraciones
imaginativas más amplias en que vivimos, nos libera de cualquier modelo en el
que estemos fijados. Contar historias —contar los mitos de la tribu— es
intrínsecamente sanador y liberador para el alma.

Cuando Tertuliano escribió que «la mayoría de la humanidad debe a los


sueños su conocimiento de Dios»[141] estaba repitiendo la creencia, extendida por
igual entre cristianos y paganos, de que los sueños son daimónicos y median entre
nosotros y los dioses. Esto significa que las imágenes —por ejemplo, de amigos y
familiares— que encontramos en los sueños no son literales. No se refieren
exclusivamente a sus réplicas de la vigilia. «En los sueños somos visitados por
dáimones, ninfas, héroes y dioses, con la forma de los amigos con que estuvimos la
tarde anterior».[142] Como en Hornero, el dios puede aparecer bajo el aspecto de un
amigo vivo.[143]

Las personas de los sueños no son exclusivamente expresión de nuestra


psique: «Son imágenes de la sombra que asumen papeles arquetípicos; son
personae, máscaras, en cuyo vacío hay un numen».[144] La razón de que los dáimones
no aparezcan como tales, sino disfrazados como los amigos de la tarde anterior,
dice Hillman, es que esas personas del sueño son necesarias para hacer el alma:
«Son necesarias para el trabajo de descubrir, de desliteralizar. Sin los amigos de la
tarde anterior, un sueño sería una comunicación directa con los espíritus. Sin
embargo, un sueño no es una visión, como la psique no es el espíritu». [145]
6
DEL REVÉS

En busca de Tir-na-nOg

Cuando Platón habla de que los dáimones transmiten los deseos de los
dioses a los hombres «tanto durante la vigilia como durante el sueño», [146] no hace
ninguna distinción entre visiones y sueños. Realmente, los griegos no pensaban
que los sueños fueran un asunto interno, particular. Siempre hablaban de ver un
sueño, no de tener un sueño, como hacemos nosotros.[147]

Lo que nosotros llamamos el inconsciente era, para los griegos, el Otro


Mundo. Aunque entendieran que los dáimones se podían encontrar como
impulsos internos —miedo, esperanza y celos, por ejemplo, eran considerados
dáimones—[148] tendían a situar el Otro Mundo de los dáimones fuera de ellos.

A la inversa, como todos los psicólogos, Jung situaba el Otro Mundo


exclusivamente dentro de nosotros, como el inconsciente, hasta que se vio obligado
por la experiencia a concluir que «puede existir perfectamente una psique “fuera
del cuerpo”, una región tan completamente diferente de mi esfera psíquica que uno
tiene que salir de sí mismo […] para llegar allí». [149] Así, reimaginó el inconsciente
como un «país extranjero fuera del ego», un Otro Mundo de dioses, antepasados y
dáimones como el que describen las culturas tradicionales. Si bien está dentro de
nosotros, es también, si viajamos a su interior de manera suficientemente
profunda, como si el inconsciente se volviera del revés. «“Muy abajo” —decía Jung
— la psique es “mundo”».[150]

Discutir si el inconsciente está dentro o fuera de nosotros es una distracción.


Cuando el Demiurgo de Platón creó el mundo, no creó el espacio, que ya existía. [151]
Ésta es una metáfora del hecho de que no podemos describir la realidad daimónica
sin espacio, es decir, sin una metáfora espacial. Incluso aquellos místicos cristianos
que negaban todas las imágenes en su deseo de acercarse al Dios inimaginable, no
obstante, imaginaban Su morada como un abismo de oscuridad, como un «espacio
interior» insondable.

El inconsciente, el alma, la imaginación —cualquier modelo que utilicemos


— son en sí mismos no espaciales, del mismo modo que son atemporales. Como la
definición hermética de Dios, cada uno de ellos es «una esfera inteligible cuyo
centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna». Pero para analizarlos,
debemos forzosamente recurrir a metáforas espaciales, llamando por ejemplo al
inconsciente «reino interior» o «país extranjero fuera del ego». Pero el inconsciente
no es un lugar literal. Las imágenes no están «contenidas» en él; las imágenes son
el inconsciente —«imagen es “psique”»,[152] dijo Jung— igual que los dáimones no
«habitan» literalmente el Alma del Mundo, sino que son las muchas caras que nos
muestra el alma. El propio inconsciente es una imagen, una metáfora para
desliteralizar y una herramienta para deconstruir nuestros puntos de vista
conscientes, a fin de que lleguemos a comprender que el mundo en que
imaginamos que estamos es sólo una de las muchas maneras en que el mundo
puede ser imaginado.

Ahora podemos ver la sabiduría de las culturas tradicionales, que sitúan


diversameme sus Otros Mundos, como el país de los sidhe, bajo tierra o en el aire,
bajo el mar o en tejanas islas hacia el oeste. Muitiespacialidad significa no-
espacialidad. Por eso el Otro Mundo es quizá la mejor metáfora para la realidad
daimónica: no nos obliga, como la idea del inconsciente, a imaginar ninguna
localización literal, y de ese modo excluyente, en nuestro interior.

El Otro Mundo está, por decirlo así, a nuestro alrededor, allí donde nuestro
mundo termina. Está más allá de los límites de los mapas, donde «están los
dragones», o debajo del umbral de conciencia donde están los arquetipos. Se puede
imaginar como un Mundo Inferior subterráneo o como un Cielo empíreo, una
Arcadia del pasado o una Utopía futura. Y para un niño, puede empezar en el
armario que está debajo de la escalera.

El Otro Mundo existe precisamente para definir este mundo. Podemos


situarlo en otra cultura o en otro ámbito, en la ciudad o en el campo, en un libro o
en la gota de agua de un charco vista a través del microscopio. En cierto sentido,
cada persona es Otro Mundo para las otras. Y todo Otro Mundo puede ser celestial
u horrible, pero debe ser absolutamente absorbente, íntegramente hechizante.

Cómo empezó el inconsciente

La cuestión de cómo se llegó a situar el Otro Mundo en nuestro interior —es


decir, la cuestión de cómo surgió el inconsciente— tiene un interés crucial en este
libro. Aunque el término «inconsciente» no fuera conocido antes de Descartes, [153] la
idea del inconsciente es al menos tan antigua como los primeros neoplatónicos.

Plotino reconocía que la psique puede ser consciente en un nivel y en otro


inconsciente, y que tiene recuerdos de los que es inconsciente. [154] Fue también «el
primero en establecer la vital distinción entre la personalidad total (psyché) y la
conciencia del ego (heméis)».[155] Todo lo que no estaba unido al ego era temporal o
permanentemente inconsciente; pero había un intercambio constante entre el ego y
el inconsciente.

A comienzos del siglo XVII, sin embargo, emergió un nuevo tipo de


conciencia, que más adelante analizaré de forma detallada. Su novedad radica en
dos pretensiones extraordinarias: afirmaba, en primer lugar, que estaba
enteramente separada del mundo, que a partir de entonces debía ser considerado
como algo exclusivamente fuera de nosotros; era el sujeto en relación al cual todo
lo demás era objeto. En segundo lugar, pretendía ser el conjunto de la psique,
negando efectivamente la existencia del inconsciente.

Si Descartes no fue totalmente responsable de este doble acto de


polarización, fue sin embargo su portavoz. Denominó mente a la nueva conciencia
subjetiva, y extensión al mundo objetivo.[156] En lugar de la antigua interacción entre
microcosmos y macrocosmos, entre la psique humana y el mundo, donde cada uno
reflejaba la riqueza oceánica del otro con una maravillosa congruencia, nos hemos
quedado con un mundo interior reducido a pura conciencia, y separado de un
mundo exterior desolado y sin alma.

La nueva conciencia estaba centrada en tomo a un sujeto, un ego, como lo


llamamos ahora, tan restringido, tan focalizado, tan brillante, que empujó al resto
de la psique a una sombra profunda. Toda la nebulosa interrelación entre lo
consciente y lo inconsciente cesó. Desde el punto de vista del ego, el inconsciente
no existía. Desde su propio punto de vista, por supuesto, el inconsciente existía en
lo más profundo, en lo más oscuro, ya que estaba aislado y no podía expresarse a
través de la conciencia. Sus ahogados gritos no se oyeron durante trescientos años,
hasta que salieron a la luz en los gabinetes de los psicólogos. En efecto, la
psicología fue fundada específicamente para desenterrar esta parte oculta de la
psique; o, dicho de otro modo, el inconsciente reprimido se volvió tan molesto que
tuvimos que inventar la psicología para hacerle frente.

Desde la perspectiva daimónica, la situación se podría expresar así:


desterrados del mundo exterior, el alma y sus dáimones se vieron obligados a
refugiarse en el único lugar que se les dejó: la psique humana. Pero este mundo
interior había sido reducido a su vez a una conciencia brillante pero inhóspita,
obligándolos a ocultarse en la oscuridad que había detrás. El inconsciente se llenó
con los dáimones marginados, sólo que éstos, más que llenarlo, lo conformaron. El
inconsciente moderno se creó gracias a la separación de la nueva conciencia egoica
del resto de la psique y del mundo en general. Aunque he descrito esta separación
como dos movimientos diferentes, en realidad son uno, porque, como señaló Jung,
la psique es mundo. Separarse de la psique, del alma y del inconsciente es también
alejarse de la naturaleza.

Embrujo y encanto

Desde el triunfo del dualismo cartesiano, la filosofía occidental ha estado


siempre preocupada por el problema de la relación entre sujeto y objeto: ¿cómo
puedo yo, como sujeto, conocer una cosa, como objeto? ¿Es real mi conocimiento?
¿Existe una realidad objetiva separada de mi percepción subjetiva? La misma
tradición filosófica que había creado el problema ha hecho serios intentos mi para
resolverlo (una combinación de Kant y Wittgenstein quizá serviría), pero es mucho
mejor disolver el problema.

En la tradición daimónica, sujeto y objeto no son polos opuestos. Un sujeto


puede estar distanciado de un objeto mientras permanece no obstante conectado a
él. La sutil distinción entre embrujo (pishogue) y encanto (glamour) en la tradición
feérica irlandesa pone de relieve una compleja epistemoiogía. [157] Pishogue es un
encantamiento lanzado sobre nosotros para que veamos un objeto de manera
diferente. Glamour es un encantamiento lanzado sobre un objeto para que se nos
muestre de manera distinta. El lugar de la realidad se mueve entre sujeto y objeto
de modo que, alternando entre estar más con nosotros o más con el mundo,
finalmente se encuentra entre ambos.

Pero esto no es otra cosa que el movimiento de la imaginación romántica.


Wordsworth vaga solitario como una nube y pasa ante un cortejo de narcisos «que
agitan sus cabezas en enérgica danza», y que, más tarde, «proyectan su resplandor
en ese ojo interior / que es la bendición de la soledad». [158] Blake se plantea a sí
mismo la pregunta: «Cuando sale el sol, ¿no ves un disco redondo de fuego
semejante a una guinea?». «Oh, no, no —responde—, veo una innumerable
compañía de la hueste celestial gritando “Santo, santo, santo es Dios
Todopoderoso”»[159]

Para Wordsworth, la imaginación es como pishogue: cuando mira sus


dorados narcisos, ve una multitud de bailarines feéricos ocultos en su interior. Para
Blake es como glamour: cuando ve una hueste celestial de ángeles es como si mirara
el sol dorado abiertamente revelado.

Peer Gynt y los trolls


Estas oscuras ventanas del alma de la vida

desvirtúan los cielos de extremo a extremo

y te llevan a creer una mentira

cuando miras con los ojos, y no a través de ellos.[160]

Estas líneas de Blake apuntan con precisión al defecto fundamental de la


conciencia poscartesiana moderna: su literalismo. Ver sólo con los ojos es ver el
mundo con una visión simple, únicamente bidimensional, literal. Ver el mundo a
través de los ojos es cultivar lo que Blake llamaba «doble visión», [161] que percibe
con una profundidad mayor y capta lo metafórico, más allá de lo literal. La visión
simple ve el sol solamente como sol; la doble visión lo ve también como una hueste
celestial. Necesitamos la doble visión para ver a los dáimones; para ver que son
reales, pero no literalmente. Por desgracia, nuestra mente se ha vuelto tan literal
que la única realidad que reconocemos es la realidad literal, que, por definición,
excluye a los dáimones.

Pero la realidad está lejos de ser intrínsecamente literal. Es literalizada por la


perspectiva peculiar de nuestra conciencia moderna. Es peculiar, pues es la única
perspectiva que pretende no ser en absoluto una perspectiva, sino la verdadera
visión del mundo real. De hecho, ha perdido la perspectiva, porque «perspectiva»
significa «ver a través», y no consigue ver a través de sí misma. Tan fuerte es la
literalidad de nuestra visión del mundo que es casi imposible para nosotros
comprender que es exactamente eso: una visión, y no el mundo. Pero es esta
literalidad, con todas sus pretensiones de rigurosa objetividad en los lugares más
insospechados, lo que trataré de desmontar a lo largo de este libro.

Por otra parte, el literalismo escinde la doble visión en una visión polarizada;
no sólo literaliza este mundo, sino también, por decirlo así, el Otro Mundo. En la
obra de Ibsen Peer Gynt, el héroe epónimo —un poeta típico— es capturado por los
trolls y conducido a su guarida de la montaña. El rey troll ensalza las virtudes de la
visión de los trolls que, por ejemplo, ven hermosas doncellas en lugar de vacas. Si
Peer accede a que le hagan una operación sencilla en sus ojos, también su visión se
podría transformar en visión troll. Peer se niega con indignación. «Está
perfectamente dispuesto, dice, a jurar que una vaca es una hermosa doncella, pero
quedar reducido a la condición de no poder distinguir la una de la otra, a eso
nunca se someterá».[162]
Peer se niega a renunciar a la doble visión del poeta. Pues ver siempre las
vacas como hermosas doncellas es como poder ver solamente la hueste celestial y
no el sol. En ambos casos somos tan víctimas de la visión simple, del literalismo,
como cuando únicamente vemos las vacas solamente como vacas, desprovistas de
sentido y de posibilidades metafóricas.

La salvación a través de la ciencia

No podemos ver el mundo salvo a través de alguna perspectiva o estructura


imaginativa, en pocas palabras, a través de algún mito. En realidad, el mundo que
vemos es el mito en el que estamos. Podemos elegir el mito a través del cual
podemos mirar, pero no podemos renunciar a mirar a través de alguno. Es
sumamente difícil llegar a ser consciente de que el mundo realmente es nuestro
mapa, nuestro esquema del mundo; y ésa es la dificultad que entraña el hecho de
ver a través de nuestra propia perspectiva. Pero si no lo hacemos, nos quedamos
ciegos con una sola versión del mundo. La literalidad es una ceguera de este tipo.

Y por eso el primer ideal científico de un empirismo puro, de una reunión de


hechos enteramente objetivos, no era posible ni siquiera deseable: simplemente, la
ciencia no puede actuar sin algún principio de selección de los hechos, sin algún
mapa mental. Los científicos que ridiculizaron la noción de que fas piedras caen
del cielo o que los continentes cambian de sitio, carecían de un mapa del mundo
que concediera un lugar a los meteoritos o a la idea de la deriva continental. En
esos casos, los mapas acaban cambiando. El peligro surge cuando nos negamos a
alterar el mapa.

James Lovelock habla del escándalo que supone el hecho de que, a pesar de
las enormes sumas de dinero gastadas en satélites, globos y mediciones
aeronáuticas, los científicos no habían sido capaces, sin embargo, de predecir o
descubrir el agujero en la capa de ozono. En realidad sus instrumentos estaban
programados para «rechazar los datos que fueran sustancialmente diferentes de tas
predicciones modelo. Los instrumentos detectaron el agujero, pero los que estaban
a cargo del experimento lo ignoraron, diciendo: “No nos molestéis con hechos;
nuestro modelo lo sabe mejor”».[163] En este ejemplo vemos como la ciencia puede
derivar en cientifismo, y convertir su mapa del mundo en el mundo.

El cientifismo puede ser descrito más o menos como una combinación de


positivismo lógico —que rechaza la especulación metafísica y sostiene que ninguna
afirmación, es significativa si no puede verificarse empíricamente— y materialismo
—por el que entiendo, por supuesto, la doctrina filosófica de que la materia es la
única realidad.

Aun así, estas filosofías no bastan por sí mismas para determinar el


cientifismo, porque muchos científicos comunes que hacen declaraciones muy
modestas sobre la ciencia las suscriben de un modo rutinario. Más bien es la
extensión de estas filosofías a áreas que realmente no les conciernen Jo que define
el cientifismo. Es la idea, como dice Mary Midgley, de la salvación sólo por la ciencia
(la cursiva es suya).[164]

Por ejemplo, Richard Dawkins opina que ahora que tenemos una biología
moderna «ya no tenemos que recurrir a la superstición cuando nos enfrentamos
con problemas profundos: ¿hay un sentido para la vida? o ¿para qué estamos
aquí?».[165] «Nuestro objetivo —escribe Stephen Hawking, refiriéndose al objetivo
de la ciencia— es nada menos que hacer una descripción completa del universo en
el cual vivimos».[166]

Por lo general, los científicos no suelen recibir una formación habituada a la


reflexión filosófica, ni están dotados para ella, por eso tal vez deberíamos ser
indulgentes con estas opiniones, y detenernos sólo a recordar a Dawkins y a
Hawking que es dudoso que pueda nunca existir «una descripción completa del
universo»; y que, si puede haberla, es aún más dudoso que sólo la ciencia pueda
proporcionarla; no puede proporcionar «el significado de la vida» porque ignora la
complejidad de la mayor parte de la vida.

Ignorar la complejidad es, generalmente, una de las características de las


ideologías, y sin duda la razón principal de su éxito. Su perspectiva simple y
literalista nos promete la liberación de la duda, de la ambigüedad, de la dificultad.
Las ideologías se concentran en una única imagen que encarna su lado parcial de la
verdad de una forma tan impresionante que paraliza la imaginación del discípulo
y la cierra a cualquier otra posibilidad. «Los hechos que no se ajustan, simplemente
no son digeridos», escribe Mary Midgley. «Ejemplos de esas imágenes hipnóticas
son la lucha de clases en el marxismo, la rata condicionada en el conductismo, el
deseo sexual reprimido en el psicoanálisis, y el “gen egoísta” en sociobiología». [167]

Igual que los dáimones se polarizaron en ángeles y demonios literales, así el


literalismo polariza una visión del mundo imaginativa y ambigua en ideologías
opuestas, cada una de las cuales cree estar en el lado de los ángeles y demoniza a la
otra. El comunismo demoniza al capitalismo, y viceversa. Los cristianos
fundamentalistas demonizan a los neodarwinistas, y viceversa. Aunque una
ideología crea que ha triunfado sobre su oponente, sigue acosada por los dáimones
desde dentro; el capitalista teme a «los rojos que hay bajo la cama», el comunista ve
«traidores de clase» por todas partes, el fundamentalista cristiano ve la mano de
Satanás en las actividades más inofensivas. Las ideologías propenden al fanatismo
porque están cargadas inconscientemente con los dáimones que han negado y los
mitos que han repudiado. Están en poder de la sombra proyectada por su propia
certeza, como los célebres viejos puritanos cuya negación de la sexualidad los llevó
a ver desenfreno en todas partes.

Incluso el liberalismo, que se jacta de su tolerancia, puede demonizar


creencias que parecen, por ejemplo, autoritarias. Aun reconociendo su deuda ética
con el cristianismo, el liberalismo rechaza sus categorías más desafiantes: el pecado
debería ser tratado con psicoterapia, la desesperación espiritual con
antidepresivos. Esa criatura oximorónica —el liberal fanático— ve la «incorrección
política», como las obras de Satanás, en todas partes; y no admite ningún valor
fuera de su propio humanismo secular.
7
MATERIA Y ESPÍRITUS

La violación de Dama Natura

Un buen ejemplo del efecto de la polarización —por tanto, de la


literalización— de una ideología es el racionalismo; no la razón, que no tiene
ningún problema con la ambigüedad daimónica, sino esa razón a toda costa que se
ha convertido en una de las ideologías definitorias de la cultura occidental. En
efecto, describiré en líneas generales el ego característicamente moderno como el
ego racional. Curiosamente, éste se identificó como masculino en oposición al
mundo femenino, a la naturaleza, por una parte, y al alma, la psique femenina, por
otra, a los que desterró al polo opuesto. Se distanció, en un doble sentido, tan lejos
como pudo de su propia matriz, palabra que implica el sentido de «madre»: tanto
de la Madre Naturaleza, o Dama Natura, como era conocida en la época medieval,
como de la psique femenina, de la que nació la conciencia moderna.

(Aunque sea históricamente cierto que el ego racional se ha dado


mayoritariamente en científicos masculinos, no deberíamos entrar en connivencia
con su literalidad identificándolo con hombres, como tampoco debemos literalizar
la naturaleza «femenina» en una mujer.)

La literalización de la naturaleza significó la ruptura de su ambigüedad.


Pues para las culturas tradicionales —no menos que para la imaginación romántica
— la naturaleza tiene siempre dos filos, es a la vez amable y peligrosa, fértil y
destructora, de este mundo y del otro. No sólo es la morada tradicional de los
dáimones, sino que es en sí misma daimónica. En el momento en que es dividida
por el escalpelo del ego racional, esa mitad de su ambigüedad, por decirlo así, que
ha sido suprimida, vuelve en forma demonizada. Los racionalistas del siglo XVII
creían haber conseguido esterilizar a la naturaleza, y la percibían verdaderamente
como un mundo objetivo que podían examinar de forma fría y desapasionada.

Pero el lenguaje utilizado para describir esa investigación objetiva revela


otro propósito. Describe la naturaleza como una mujer salvaje y peligrosa a la que
hay que combatir, acosar, atormentar, desarraigar, interrogar, torturar, sujetar y
penetrar, atravesar, vencer; estas metáforas de violación y violencia no son
excepcionales. Se utilizan una y otra vez. Forman parte del lenguaje común y
cotidiano de la época.[168] Sin embargo, los científicos siguieron creyendo alegremente
en su desapego racional.
Aquí hay una demostración gráfica de lo que Jung llamó provechosamente
la acción de la sombra[*] arquetípica: no nos podemos enfrentar directamente con lo
que hemos reprimido, con lo que no podemos afrontar, porque es por definición
inconsciente; por eso nos enfrentamos a ello indirectamente, como si estuviera
fuera de nosotros, proyectado al mundo como una sombra del inconsciente.

La ulterior determinación del racionalismo de neutralizar a la turbulenta


naturaleza puso el énfasis en otra ideología: el materialismo. Pero aunque en un
sentido el materialismo representaba la reducción victoriosa de Dama Natura,
transformada en la maquinaria sin alma de la materia, en otro sentido es en sí
mismo la triunfante emboscada que sufre el racionalismo por parte de aquella
«madre» que había despreciado: la relación etimológica entre los términos latinos
mater, madre, y materia «no es una coincidencia ni una broma». [169] El ego racional
había caído inconscientemente en manos de un arquetipo, una diosa (tal vez, como
sugiere James Hillman, Hera, esposa de Zeus), [170] cuya perspectiva única impone
en todo una realidad única. Todo es solamente materia.

Si seguimos esta idea a fondo, descubrimos que esta perspectiva no puede


definir la realidad por mucho tiempo. La ambigüedad de la naturaleza se reafirma;
cambia de forma, se libra del dominio de una sola diosa y se convierte en una ninfa
evasiva, que danza en una bruma de partículas energéticas. Cuanto más tratamos
de agarrarla, más rápidamente se retira al país de los quarks y no deja nada atrás,
salvo la sombra del propio materialismo: una falta de entidad incolora e
insustancial.

Análogamente, también el racionalismo encontró finalmente sus límites al


borde del universo racional más allá del cual se producen acontecimientos
fantásticos, sea en el reino subatómico o en el astronómico. Pero si entendemos el
racionalismo como una perspectiva que construye su propio universo racional,
entonces podemos poner todas las cosas patas arriba: es el racionalismo mismo el
que más allá de cierto límite se vuelve irracional, reinfestado por la imaginación,
asediado por dáimones que regresan bajo formas diferentes. No es que los objetos
que refleja el racionalismo se vuelvan irracionales; es más bien que el espejo del
racionalismo produce distorsiones, devuelve imágenes misteriosas de
enormidades astrales y extraños acontecimientos cuánticos.

Más adelante consideraré este mundo situado más allá de los límites del
racionalismo. Entretanto, debemos observar que la tendencia polarizadora del
racionalismo ha significado no sólo que sea socavado por la irracionalidad desde
dentro, sino también que sea amenazado por su contrario desde fuera. Se
enfrentaba al desafío, por ejemplo, del Romanticismo, que, aunque no tenía
ninguna objeción contra la razón de la Ilustración, reaccionó contra el extremo
irracional del racionalismo con un fomento de la imaginación. El cristianismo pudo
ponerse del lado del racionalismo durante algún tiempo, de una manera
descolorida, deísta; pero bajo el ataque del materialismo y, después, del
evolucionismo, fue obligado por su literalismo a atrincherarse en una literalidad
propia, afirmando la verdad literal de la Biblia y exponiéndose de ese modo al
ridículo por parte de los darwinistas.

Entonces, a mediados del siglo XIX, sucedió lo último que podían esperar
tanto el racionalismo como el cristianismo.

Volverse las tornas

Justo en el momento en que el racionalismo y el materialismo —o


cientifismo— parecían haber derrotado finalmente a la religión, justo cuando los
científicos se constituían felizmente en un cuerpo profesional —los «sumos
sacerdotes» (como los llamó T. H. Huxley)[171] de la nueva ortodoxia—, justo
cuando se extendía la creencia de que en unos pocos años todo el universo sería
explicado de manera satisfactoria, los dáimones se abrieron paso.

Desterrados largo tiempo del mundo natural, irrumpieron, por muy


improbable que parezca, en los distinguidos salones victorianos. Todavía con la
prohibición del ego racional para aparecer como imágenes en la mente, fueron
empujados a manifestarse literalmente como espíritus desencarnados.

Pocas personas fueron inmunes a la marea de espiritismo que barrió Europa


y América. El espiritismo causaba furor; incluso Darwin asistió a una sesión. [172]
Los espíritus de los muertos hablaban a sus parientes vivos a través de miles de
médiums. Pero como siempre ha existido una superposición entre el reino de los
muertos y el de los dáimones, muchos de los espíritus eran desconocidos para los
vivos. A menudo ruidosos, traviesos, mentirosos, bromistas como duendes, se
parecían tanto a seres feéricos como a humanos muertos.

La característica llamativa del espiritismo victoriano, comparado con sus


elementos homólogos en otras culturas —el chamanismo, por ejemplo—, era,
paradójicamente, su materialismo. Los espíritus eran apremiados a probar su
existencia de manera tangible y ellos aceptaban con entusiastas despliegues de
golpes, estrépitos, toques de trompeta y mesas patas arriba. Se manifestaban a
través de apports, objetos ordinarios que llegaban volando como si atravesaran
paredes sólidas; dejaban huellas de manos y caras sobre cera caliente; y sobre todo,
se materializaban por medio del ectoplasma que fluía de los orificios del médium
en trance. Todo el fenómeno era al mismo tiempo espectacular y plúmbeo, un
asunto literal que, más que contrarrestar, deformaba el literalismo de los cristianos
fundamentalistas y de los científicos fundamentalistas.

Incluso cuando las doctrinas espiritistas empezaron a aparecer, bajo los


auspicios de Madame Blavatsky y Annie Besant, su inclinación «teosófica» era
negar lo daimónico y reflejar invertidamente el materialismo al que se oponían:
todo era espíritu, no materia, que era solamente espíritu en vibración, por decirlo
así, a un ritmo muy bajo y muy lento.

Pero el ir y venir de la literalidad no se detuvo aquí. Así como el espiritismo


se hizo más materialista, así el materialismo se impregnaba de espiritismo bajo otro
disfraz: la idea de fuerzas físicas invisibles. Los experimentos con electricidad y
telegrafía eran como el otro lado de la investigación psíquica en los espíritus y la
clarividencia. Un científico como Sir William Crookes se pasó años investigando el
espiritismo y, habiendo establecido la existencia del mundo de los espíritus a su
satisfacción, volvió a su trabajo de laboratorio sobre la radioactividad y los rayos X.
[173]

Lo que la cultura occidental reclama como el incesante triunfo del


racionalismo y el progreso de la ciencia, la tradición daimónica lo entiende como la
lucha perpetua de los dáimones por recuperar la verdadera ambigüedad y
equilibrio de la realidad, bien oponiéndose a una ideología con un adversario
demonizado, bien subvirtiéndola desde dentro.

Los átomos del Hades

Recapitulemos: los dáimones habitan otro mundo, a menudo subterráneo,


que interactúa fugazmente con el nuestro. Son materiales e inmateriales, están y no
están, son con frecuencia pequeños, siempre evasivos y de formas cambiantes; su
mundo se caracteriza por las distorsiones de tiempo y espacio y, sobre todo, por
una incertidumbre intrínseca.

La cuestión es que la expresión «partículas subatómicas» podría sustituir a


«dáimones» en el párrafo anterior sin que por ello perdiera en absoluto su
exactitud. No se trata de una coincidencia: el reino subatómico, como el
inconsciente, es el lugar donde se refugiaron los dáimones una vez que fueron
expulsados de su hábitat natural.
Los electrones, por ejemplo, no son literalmente más reales que los sidhe, ni
tampoco más metafóricos. Ni siquiera podemos decir si son ondas o partículas,
sino solamente que eso depende del observador. Cualquier experimento con el que
tratemos de determinar si son ondas o partículas solo observará ese aspecto del
electrón, de manera que el experimento —el acto de observación— determina lo
que luego observamos.[174] (El Otro Mundo siempre refleja la perspectiva que
proyectamos sobre él.)

Al mismo tiempo, no sabemos con seguridad lo que hará cualquier electrón.


Electrones idénticos en idénticos experimentos pueden hacer cosas diferentes.
Werner Heisenberg formuló su principio de incertidumbre para describir el
mundo subatómico: todo lo que medimos está sometido a fluctuaciones aleatorias;
podemos medir la posición de una partícula o su velocidad, pero no ambas. Peor
aún, sencillamente, una partícula no posee una posición y una velocidad definidas
simultáneamente; sólo si se mide una u otra, lo borroso, como dicen los físicos, se
aclara para dar un resultado. Existe una incertidumbre inherente al mundo
subatómico que es diversamente caracterizada como oscura, borrosa, imprecisa,
irracional: «un torbellino de fugaces imágenes fantasmales».[175] Ningún lugar está
vacío; se piensa incluso que los espacios de los átomos están llenos de entidades
daimónicas: «partículas virtuales» que aparecen de ninguna parte, interactúan y
desaparecen.[176] Su presencia se infiere solamente a partir de sus efectos en otras
partículas. Como las sombras en el Hades, es sólo su falta de energía lo que les
impide asumir una vida real permanente. [177] En cierta manera podemos ver, quizá,
que el reino subatómico es la creación de un ego racional tan sustancial que, si
reconoce Otro Mundo, tiene que hacer que los dáimones parezcan
correspondientemente insustanciales, sombras tan grises y efímeras como las que
huían de la maza literalista de Heracles.

La idea de partículas está siendo reemplazada como modelo por la más


versátil de «cuerdas», que, cuando se combinan con las ideas de supersimetría, dan
lugar a supercuerdas que habitan un espacio-tiempo de diez dimensiones o (en
otra versión de la teoría) de veintiséis dimensiones.[178] Se dice que las supercuerdas
son nuestra mejor apuesta para una gran teoría unificada que, sugieren algunos
teóricos, podría necesitar una duplicación de sí misma. Esto sugiere, a su vez, que
podría haber una segunda versión de nuestro universo. Aquí volvemos a un
terreno familiar. La imaginación sigue duplicando Otros Mundos más allá de
cualquier frontera que nosotros atribuyamos a éste. Así, este «segundo universo»
es ·un mundo de sombras habitado por copias idénticas de las partículas conocidas
en nuestro propio universo […]y pero capaces de interactuar con nuestro mundo
sólo por la gravedad».[179]
Imágenes borrosas

Cuando intento imaginarme los átomos, sigo pensando en ellos como si


estuvieran compuestos de un núcleo diminuto, hecho de protones y neutrones, en
torno al cual giran un número variable de electrones, como un diminuto sistema
solar que uno puede construir con bolas de billar. Sé que esto no tiene ninguna
relación con lo que se puede denominar la verdad. Es una descripción que quedó
anticuada hace tiempo. Entonces ¿qué imagen mental tengo que aceptar ahora?

Todas las descripciones del reino subatómico, dicen los científicos, son
modelos. Pero los modelos —sean réplicas, planos, mapas o dibujos de puntos—
son siempre modelos de algo que ya hemos encontrado en el mundo real. Del
mismo modo los modelos atómicos no corresponden a átomos «reales», porque no
sabemos nada sobre tales átomos «reales», salvo en términos de modelos. Por otra
parte, sabemos cosas de los átomos. Disponemos de cantidades de datos. Pero sólo
pueden ser expresados mediante un modelo matemático, y esto no guarda ninguna
relación con nada que podamos visualizar. En realidad, la única manera en que las
matemáticas pueden corresponderse con el mundo físico es como medida.

En el caso de los átomos, sin embargo, nunca está claro lo que se mide, o
bien medimos una cosa a expensas de otra. Y, además, necesitamos visualizar el
mundo atómico, como necesitamos visualizar cada uno de los Otros Mundos. Los
modelos matemáticos no bastan; tienen que ser traducidos, aunque sea tan sólo a
bolas de billar. Incluso los científicos traducen constantemente: su discurso de
modelos y simetrías es un discurso-modelo. También lo son las palabras electrón,
protón, quark, etc. ¿Qué es lo que designan? ¿«objetos» reales de los que no
tenemos ningún conocimiento? ¿Modelos matemáticos? ¿O el modelo del modelo
matemático que intentamos visualizar?

La respuesta es que esas palabras se refieren a tres cosas: a veces a una


«realidad objetiva» putativa, a veces a una descripción puramente subjetiva, y a
veces a algo imaginativo, un cuento de hadas. [180] La distinción entre modelo y
realidad es «desesperadamente borrosa»;[181] y cuanto más abajo o más allá
vayamos —es decir, a medida que llegamos a dimensiones «más pequeñas»—, más
borrosa será. ¿En qué sentido existen «partículas virtuales» que salen de ninguna
parte y desaparecen de nuevo al instante, dejando sólo unas huellas
completamente vagas, pero que nunca han sido observadas directamente?

Los científicos están divididos entre ellos —incluso dentro de sí mismos—


sobre la cuestión de la realidad subatómica. Influidos por el conjunto del esquema
literalista del pensamiento científico, la mayoría cree naturalmente que sus
modelos se aproximan a una realidad objetiva; que modelo y realidad se ajustarán
más estrechamente cuando sepamos más; y que finalmente acabaremos con un
conjunto de ecuaciones que describirán las «leyes de la naturaleza».

Otros científicos, o incluso los mismos en momentos diferentes, dudan a la


hora de creer que podamos conocer alguna vez la realidad, porque sólo
alcanzamos a saber sobre modelos. «La física —dice Nils Bohr— nos habla de lo
que podemos saber sobre el universo, no de cómo es». [182] En definitiva, puede que
no exista algo así como una realidad objetiva separada de lo que se revela a través
de nuestras observaciones. Así, algunos físicos han dicho que el reino subatómico
es principalmente metafórico.[183] En 1975) Fritjof Capra, en El Tao de la física,
comparaba la empresa subatómica con la religión oriental. Yo sugiero que sus
raíces metafóricas se encuentran más cerca de casa, en la tradición esotérica
occidental. Incluso una mirada superficial al neoplatonismo, al gnosticismo y a la
alquimia revelará una manera de imaginar que puede empezar a resolver el dilema
de los físicos nucleares. Pues tratan una realidad que puede estar ahí o no; que es
subjetiva u objetiva (o quizás ambas cosas); que es literal y metafórica; que, si está
ahí, sólo puede ser imaginada, y si no está, se imagina que está y por lo tanto, en
otro sentido, sí que está; que es evasiva, ambigua, borrosa, que es, en pocas
palabras, una realidad daimónica.
8
«CÓMO PIENSAN LOS NATIVOS»

Dondequiera que miremos —la antigua Grecia, África, China, América del
Sur—, los seres humanos tienen una tendencia universal a dividir el mundo en
dos. Más concretamente, a clasificar el mundo en pares. La cultura occidental
favorece, como hemos visto, los pares de opuestos generados por su afición a
polarizar. Otras culturas reconocen que los términos de un par se pueden
relacionar entre sí de muchas maneras; una relación de oposición es la excepción,
más que la regla.

Mundo duro, mundo blando

En teoría, existen innumerables pares desde los que establecer lo que el


antropólogo Rodney Needham llama una clasificación simbólica dual. [184]
Sorprendentemente, en la práctica, el mismo número limitado de pares aparece
una y otra vez en todas partes del mundo.[185] Por ejemplo:

derecho sol luz norte par masculino seco caliente duro política

izquierdo luna oscuridad sur impar femenino húmedo frío blando religión

No todas las culturas emplean estos pares, pero la mayoría —si no la


totalidad— recurre a alguno de ellos. Según las reglas que gobiernan este sistema
de clasificar el mundo, los términos de cada columna no necesitan tener en común
ninguna propiedad. No son sinónimos, sino homólogos. No podemos decir que
«Sol es igual a masculino» o que «el Sol simboliza lo masculino» ni «la Luna es
sinónimo de femenino». Debemos decir «sol es a Luna como masculino es a
femenino, como par es a impar», etc. Esto se escribe en forma abreviada como
Sol/Luna, masculino/femenino, par/impar. En otras palabras, los términos se
relacionan entre sí por analogía.

Por consiguiente, cuando los hombres de una tribu africana hablan de su


hechicero como oscuro y blando, nos sentiremos confundidos si lo entendemos
literalmente. Tenemos que comprender que se está refiriendo implícitamente a un
sistema de analogía. Hechiceros/jefes, oscuridad/luz, blando/duro, autoridad
religiosa/poder político.

La lección del pensamiento analógico es que el valor simbólico que


adjudicamos a las cosas no es fijo y absoluto. En los códigos cristianos relativos al
vestido, por ejemplo, pensamos que el blanco simboliza la pureza. Pero debemos
reconocer que el significado del blanco no se puede separar de sus
apuntalamientos analógicos. Blanco/negro, vestido de boda/vestido de luto,
novia/viuda. Para las monjas, blanco/negro, novicia/esposa (de Cristo). Para los
sacerdotes, blanco/negro, sobrepelliz/sotana, sagrado/profano. Negro puede
significar cualquier cosa, desde la muerte al matrimonio, dependiendo del
contexto, del sistema analógico en que se esté.

El pensamiento analógico trata de resolver las contradicciones


trasponiéndolas a diferentes niveles metafóricos. En muchas culturas tribales, una
mujer puede ser a la vez «húmeda» y «seca». Esto parece contradictorio hasta que
comprendemos la analogía implícita: una mujer es a un hombre como lo húmedo
es a lo seco; pero una mujer es a una mujer menstruante como lo seco es a lo
húmedo. Nosotros mismos hacemos este cambio de nivel. A veces se dice de un
hombre que es «duro» con relación a una mujer que es «blanda»; pero el mismo
hombre puede ser «blando» con relación a una mujer «dura». La primera analogía
expresa un contraste metafórico en el nivel físico —hombre/mujer, duro/blando,
(físicamente) fuerte/débil. La segunda utiliza los mismos términos pero a nivel
emocional, y así: hombre/mujer, blando/duro, sensible/insensible. Si un joven
africano es descrito como «blando», habitualmente está implícito un sistema
diferente: blando/duro, incircunciso/circunciso, niño/hombre. Hace falta mucho
tiempo para deshacer las analogías implícitas en un sistema metafórico de cierta
complejidad, aunque continuamente hablemos de esta manera taquigráfica, pues
está en la raíz de nuestro pensamiento. Consideremos algunos sentidos más de
duro/blando (entre paréntesis indico los ámbitos a los que se refieren):

duro/blando, difícil/fácil (trabajos, obras)

duro/blando, fuerte/débil (drogas, bebida, pornografía)

duro/blando, severo/indulgente (juicio)

duro/blando, airado/amable (palabras)

duro/blando, deslumbrante/oscuro (luz)

duro/blando, ciencias/artes (disciplinas académicas)

duro/blando, extremo/moderado (clima)

duro/blando, máquinas/programas (informática)


Vivir como un tigre

Entender el principio del pensamiento analógico ayudó a solucionar el


problema del totemismo que había preocupado a los antropólogos durante mucho
tiempo. Las tribus que estudiaban estaban divididas en clanes, cada uno de los
cuales estaba representado por un animal u objeto totémico. Los miembros del clan
parecían identificarse con su tótem. «Yo soy un oso», podían decir, o «soy un
halcón». Incluso decían descender de sus animales tótem. Por eso, aunque los
antropólogos propusieron muchas teorías para explicar el totemismo —en 1920,
Arnold van Gennep analizó cuarenta y una—, [186] no podían liberarse de la
sensación de que los pueblos tribales no sólo pensaban de forma diferente a los
occidentales, sino que también pensaban de una manera claramente crédula,
infantil y primitiva. ¿Cómo alguien podía creer que fuera un OSO?

No participo del desconcierto antropológico porque, cuando era niño, crecí


en una tribu cuyos clanes eran tigres, leones y leopardos. Yo era un tigre. Junto a la
división tripartita, la tribu estaba dividida también en dos «corrientes». La
corriente A contenía a aquellos que eran «listos» y la B a los que eran menos
«listos». En contra de lo que parece, no era mejor estar en la corriente A, porque ser
«listo» no estaba socialmente valorado. Sí lo estaba, sin embargo, ser bueno en los
deportes, y había mejores deportistas en la corriente B que en la A. La corriente B
consideraba a la corriente A «blanda», y a sí misma, «dura».

La competencia era feroz, pero no se producía entre la corriente A y la B. Se


producía en el campo de deporte entre los clanes, o «cásás», como los llamábamos.
Los tigres eran mejores en el juego que los leones, mientras que los leopardos eran
impredecibles. Los tigres llamaban «blandos» a los leones, y a sí mismos se
llamaban «duros». Yo sentía una mayor afinidad con mis compañeros tigres de la
corriente B que con mis colegas académicos en la corriente A.

En Cómo piensan los nativos,[187] Lucien Lévy-Bruhl proponía que los pueblos
tribales vivían en el mundo en un estado de «participación mística». Era una idea
que Jung aceptó con entusiasmo para describir la falta de distinción en la mente
tribal entre sujeto y objeto: «Lo que sucede fuera sucede también en su interior, y lo
que ocurre en su interior ocurre también afuera». [188] No es asombroso pues que los
hombres de una tribu sintieran una «identidad mística» no sólo con sus
compañeros, sino también con su animal totémico.[189]

Sin embargo, la orientación «sobrenatural» del pensamiento de Lévy-Bruhl


sobre la llamada mentalidad primitiva quedó desprestigiada, principalmente
porque se pensó que había establecido un contraste demasiado fuerte entre
pensamiento «primitivo» y «civilizado». Fue un antropólogo francés, Claude Lévi-
Strauss, quien, inspirándose en la obra de sus predecesores ingleses, A. R.
Radcliffe-Brown y E. E. Evans-Pritchard, resolvió —o, más bien, disolvió— el
problema del totemismo.

Lévi-Strauss demostró que la manera de pensar encarnada en el totemismo


era sólo un ejemplo particular del pensamiento tradicional en su conjunto. Cuando
un hombre de una tribu dice «soy un halcón», está diciendo realmente, «estoy en la
misma relación con un miembro del clan cuervo que los halcones con los cuervos».
Está utilizando una especie animal para distinguirse a sí mismo de los miembros
de otro grupo. Esto se puede reflejar incluso en la vida social cuando, por ejemplo,
el clan del halcón, como su homónimo, va de cacería y puede escoger primero la
presa, mientras que el clan del cuervo (como los cuervos) toma las sobras. [190]

Lévi-Strauss afirmaba que este tipo de distinciones se utilizan para


establecer toda una red de relaciones lógicas que se dirigen en primer lugar al
intelecto, y sólo secundariamente a los sentimientos. Su análisis fue un correctivo
saludable para los viejos prejuicios que describían a los «primitivos» como ilógicos
e infantiles; pero, al mismo tiempo, infravaloró la medida en que una cultura
tradicional permanece unida por el hecho de que cada miembro siente que está
íntimamente conectado con cada parte de esa cultura.

Cuando yo era un tigre, me habría resultado imposible explicar a un


antropólogo la afinidad, sutil pero muy fuerte, que sentía con otros tigres, así como
la afinidad, diferente pero igualmente fuerte —a menudo hostil y competitiva—,
que yo sentía hacia mis compañeros de clase de la corriente A. Cuánto más
poderosa, pues, debe de ser la afinidad en la experiencia de los pueblos tribales,
con sus tótems y con toda la red de relaciones que simultáneamente diferencian y
unen a los clanes. Ninguna parte de su vida queda al margen de estas relaciones. Si
bien la palabra «mística», de Lévy-Bruhl, es inapropiada para una relación que es
también perfectamente normal, la palabra «participación» parece adecuada.

Se ajusta especialmente, por ejemplo, a ese temor que acompaña a los


encuentros con dáimones, sea como pariente muerto, numen de un árbol, genius
loci, etc.[191] Muchos han visto esas cosas y todos creen en ellas. Son en un sentido
místicas —se sostiene que son sobrenaturales—, pero al mismo tiempo son
enteramente comunes y naturales. Es como si su función fuera también estructural,
en el sentido de Lévi-Strauss, ya que ayuda a la tribu a definirse por analogía con
los Otros. Nosotros/Ellos, humanos/dáimones, este mundo: el Otro Mundo. Lévi-
Strauss enfatizaba el lado natural de los acontecimientos daimónicos, mientras que
Lévy-Bruhl quedaba sorprendido por el lado sobrenatural. Pero no es bueno,
cuando se piensa en los dáimones, optar por un solo lado.

De hecho, Lévi-Strauss suavizó su insistencia en el lado intelectual de la vida


tribal. Se dio cuenta de que su pensamiento no era lógico, sino analógico. [192] Y las
relaciones analógicas entre cosas (como halcones y cuervos y sus dos clanes) no
están construidas conscientemente, como tampoco los mitos tribales han sido
inventados conscientemente. Aquí, retrocede hacia Lévy-Bruhl, que también
modificó su posición.

Su descripción del pensamiento tribal como «prelógi-co» no implica


«ilógico». Quiere decir que a las culturas tradicionales no les preocupan las
contradicciones lógicas.[193] Lévi-Strauss pensaba también que el debate de
pensamiento «primitivo» frente a pensamiento «civilizado» era un planteamiento
equivocado, puesto que existe un sustrato de pensamiento «primitivo» incluso en
la gente «civilizada».[194] De hecho, es perfectamente posible que la intelección
lógica rigurosa rara vez se encuentre fuera de los intelectuales franceses. Pero
también, sin el apasionado sentido de participación de Lévy-Bruhl, muchos
valiosos análisis estructurales se pueden convertir en un árido sistema
postestructuralista de «signos» manipulados por el intelecto y carentes del poder
transformador de las relaciones analógicas que se viven y se sienten.

La Gran Cadena del Ser

Puede resultar instructivo comparar la cosmovisión de las culturas


tradicionales con la de nuestra propia sociedad premoderna. La imagen del mundo
medieval fue formada en todos sus elementos esenciales por los antiguos griegos y,
a pesar de importantes cambios en el Renacimiento y de notables transformaciones
durante el siglo XVII, siguió siendo la cosmovisión dominante hasta principios del
siglo XVIII.[195]

Era una descripción de múltiples niveles que constaba de tres modelos


entrelazados. El primero de ellos era la Gran Cadena del Ser, en la que todo en el
universo se extendía en orden descendente desde Dios, a través de las diversas
clases de ángeles, hasta la humanidad, los animales, las plantas, los metales y las
piedras. Además de ser como una cadena, se concebía también como una escalera
por la cual todo podía esforzarse por ascender al peldaño superior, como la
humanidad se esfuerza por ascender hacia Dios. Este sentido ascensional contiene
ya la semilla de nuestra moderna teoría de la evolución.
Las culturas tribales anteriores a la escritura —a las que llamo
«tradicionales»— carecen de estrictas cosmovisiones jerárquicas, que parecen ser el
resultado del monoteísmo y su teocentrismo concomitante. Sus «cadenas del ser»
no son verticales, sino horizontales. Se extienden hacia atrás, en el tiempo, hasta los
dioses y los antepasados a través de la genealogía; o lateralmente, en el espacio, a
través de series de reinos correspondientes como el mundo animal, el mundo
celestial o el mundo inferior. Al mismo tiempo, su sentido de participación en el
universo es más o menos el mismo del occidental premoderno, cuya cadena del ser
«planteaba de forma vívida la idea de un universo relacionado en el que ninguna
parte era superflua; realzaba la dignidad de toda la creación, incluso de su parte
más humilde […]. Aquí estaba la unidad suprema en una diversidad casi
infinita…».[196]

El segundo modelo de la descripción del mundo medieval era la doctrina de


las correspondencias; y ésta era idéntica a los sistemas tribales de clasificación
dual. Dominaban dos pares de cualidades: caliente/frío, húmedo/seco. Éstos
generaban los cuatro elementos de los que todo estaba hecho: tierra (fría y seca),
aire (caliente y húmedo), fuego (caliente y seco), y agua (fría y húmeda). Los
elementos del macrocosmos eran reflejados por los humores del microcosmos: el
hombre era melancólico, sanguíneo, colérico o flemático dependiendo
respectivamente de la preponderancia en su «constitución» de la bilis negra (fría y
seca), la sangre (caliente y húmeda), la bilis amarilla (caliente y seca) o la flema
(fría y húmeda). Melancólico/colérico, tierra/fuego.

La correspondencia entre macrocosmos y microcosmos era la más común.


Cada uno proporcionaba una metáfora al otro. Arriba, el mundo mayor de los
cielos proporcionaba una metáfora al «mundo» más pequeño del hombre, abajo en
la tierra, lo que se puede expresar de este modo: mundo: hombre, grande/pequeño,
arriba/abajo, cielo/tierra. Además, el reino divino (incluidos los ángeles), la
república (el cuerpo político), el reino animal y el reino vegetal eran imaginados
como planos superpuestos «conectados por una inmensa red de
correspondencias».[197] De este modo, cualquier desorden en los astros, por
ejemplo, reflejaba o presagiaba desorden en el Estado.

Los humanos recapitulan el universo en sí mismos. Cada parte de nuestro


cuerpo corresponde a algún cuerpo celestial o constelación, o simplemente a los
cielos inferiores, cuyas tormentas, por ejemplo, corresponden a nuestras pasiones,
así como el rey Lear, en el tempestuoso terreno baldío, se esforzaba «en su
pequeño mundo de hombre en despreciar el impetuoso ir y venir del viento y la
lluvia».[198] Espiritual y físicamente estamos unidos a las estrellas. Influyen en
nuestras vidas, pero no las determinan. Se las consideraba cuerpos astronómicos y
poderes astrológicos simultáneamente. Un alquimista no hacía nada excepcional al
utilizar una palabra como «Marte» para referirse al mismo tiempo a un planeta, un
metal (hierro), un dios y una dominante psicológica. Tal vez sea sólo imaginando
la idea medieval de «los astros» de esta última forma, como imágenes arquetipales
internas, como podemos actualmente empezar a recuperar el antiguo sentido de
participación en una red de estrechas conexiones.

Nosotros expresamos esta participación en términos de metáfora; el hombre


medieval la llamaba simpatía. Shakespeare podía utilizar metáforas del sol y el oro
para expresar el concepto de realeza porque existía simpatía entre estos objetos
dispares debido al sistema implícito de correspondencias: rey/reina, sol/luna,
oro/plata. La simpatía capta la idea de una relación viva de una manera que
nuestra palabra «metáfora» difícilmente puede captar. Podríamos decir que la
participación de Lévy-Bruhl enfatizaba la naturaleza simpática del pensamiento
tradicional, mientras que la noción de analogía de Lévi-Strauss enfatizaba su
doctrina de las correspondencias.

Finalmente, debo añadir que aparte de la Gran Cadena del Ser y la doctrina
de las correspondencias, el tercer modelo del mundo medieval —que penetraba en
estos otros dos, impidiéndoles adquirir rigidez— era el modelo de la danza. Las
jerarquías cósmicas estaban animadas por un movimiento armónico. Como es
sabido, los astros danzaban al son de la música de las esferas. Los antiguos bailes
populares, así como las danzas circulares y las ceremonias en torno al «árbol de
mayo» eran un eco ritual de la danza circular universal para promover la armonía,
la fertilidad y la buena fortuna.

Aunque hay abundantes pruebas de que la creencia en seres feéricos no era


sólo un lugar común, sino que probablemente estaba más extendida que cualquier
conocimiento del cosmos teológico oficial, no se le dio un lugar en él. C. S. Lewis
intentó resolver esta anomalía sugiriendo que corresponde a la naturaleza misma
de los dáimones, como «criaturas marginales, furtivas», [199] resistirse a ser
apresadas en un modelo oficial del cosmos, tanto del medieval como del nuestro.
Son siempre no oficiales y están al margen de la sociedad. «En esto radica su valor
imaginativo» —añade Lewis. «Introducen un indicio saludable de desgobierno e
incertidumbre en un universo que está en peligro de explicarse demasiado bien a sí
mismo».[200]

Bueno para comer, bueno para pensar


Clasificar el mundo según parejas relacionadas analogía es una característica
universal del pensamiento. Fundamenta el pensamiento de la cultura occidental
que, sin embargo, polariza el pensamiento analógico haciendo de él un
pensamiento lógico. La lógica es una relación de oposición, al afirmar que una cosa
no puede ser A y no A. La analogía nos muestra que una cosa puede ser
perfectamente A y no A, así como una mujer africana puede ser «húmeda» y «no
húmeda» (seca). La analogía preserva la ambigüedad encarnando
simultáneamente la semejanza y la desemejanza. Pero a diferencia de lo que ocurre
con la operación consciente de la lógica, nosotros apenas somos más conscientes de
nuestro pensamiento analógico que una cultura tribal. Raramente reconocemos,
por ejemplo, que cuando pensamos en una persona o la describimos lo hacemos en
términos de cualidades concretas relacionadas analógicamente. Consideremos las
parejas caliente/frío [hot/cold], cálido/fresco [warm/cool], corazón/cabeza [heart/head]
en expresiones como cabeza caliente [hot-headed], corazón frío [cool-hearted], cabeza
fría [cool-headed], corazón caliente [warm-hearted] (pero, curiosamente, no cabeza
fría [cold-headed] o corazón caliente [hot-hearted]).[*] Tomamos las cosas que están a
nuestro alrededor, sean experiencias sensibles como el calor y el frío, u objetos
cotidianos como cuervos y halcones, y las utilizamos para ordenar el mundo y
pensar con ellas.

Por lo menos, ésta es la idea que mantiene Lévi-Strauss cuando descarta la


explicación funcional del totemismo: «Los animales no son tanto bons à manger,
buenos para comer —dice él—, como bons à penser, buenos para pensar».[201] Pero,
como hemos visto, la palabra «pensar» no expresa bien los elaborados sistemas de
metáfora y analogía que surgen de un modo espontáneo, al parecer, en todas las
sociedades, y que operan inconscientemente. Los animales, sugiero, son buenos
para imaginar.

El «pensamiento» analógico es la manera en que la imaginación decide


estructurarse. Es también una característica fundamental de los productos
primigenios de la imaginación: los mitos. Comprendiendo en alguna medída cómo
actúan los mitos y según qué reglas, comprenderemos mejor cómo actúa la
imaginación y, por consiguiente, cómo es el alma humana.
9
LOS CUENTOS DE DÁIMONES

«Un estudioso me dijo una vez que los griegos consideraban que los mitos
son las actividades de los dáimones, y que los dáimones moldean nuestro carácter
y nuestra vida. Con frecuencia he tenido la fantasía de que existe un mito para
cada ser humano, y que, simplemente conociéndolo, podríamos comprender todo
lo que hizo y pensó».[202]

La idea de que los dáimones que habitan los mitos también los inventaron es
una metáfora notable de la forma en que los mitos se generan a sí mismos a partir
de la imaginación. Cuando Lévi-Strauss nos dice que trata de mostrar comment les
mythes se pensent dans les hommes et à leur insu —«cómo los mitos se piensan en los
hombres sin conocimiento de éstos»—,[203] está señalando exactamente este proceso
creativo autónomo e inconsciente.

La psicología analítica nos ha enseñado que los mitos son las historias del
alma. Si queremos comprender la psi-que occidental, tenemos que estudiar sus
mitos. Esto significa fundamentalmente —y en especial a partir del Renacimiento
— la mitología griega y romana. Sin embargo, se debe tener en cuenta también la
mitología nórdica y anglosajona, particularmente porque subyace en la cultura del
norte de Europa que, a su vez, produjo movimientos claves en la historia de
Occidente como el protestantismo, sin el cual el racionalismo moderno no habría
aparecido. Ted Hughes piensa que el mito nórdico o escandinavo es «la mejor
parte de nuestro patrimonio que aún tenemos bajo llave», [204] y que lo hemos
descuidado en favor del mito griego. Puede estar en lo cierto; y, en Daimonic
Reality, yo indicaba el papel clave representado por el héroe nórdico Sigurd (que
voy a recapitular) en el trasfondo psicológico del moderno ego racional.[205]

Para nosotros es difícil creer en la realidad de los dioses, dáimones, héroes y


heroínas del mito porque damos muy poco crédito a la realidad metafórica. Al
llamar a los dioses «arquetipos», Jung confiaba en hacerlos de nuevo aceptables en
una era científica. De este modo, corría el riesgo de hacernos olvidar que dioses y
dáimones no se manifiestan en abstracciones. Llegan a nosotros en imágenes
concretas de sueños e imaginaciones, como personas o imágenes personificadas.

Esto no significa que tengamos que creer en ellos como personas literales.
Cada dios «es una forma de existencia, una actitud hacia la vida y un conjunto de
ideas […]. Un dios forma nuestra visión subjetiva para que veamos el mundo
según sus ideas».[206] De este modo, no es cierto que nosotros tengamos ideas, sino
que más bien las ideas nos tienen a nosotros. Tenemos que saber qué ideas, qué
dioses nos gobiernan para que no gobiernen nuestras vidas sin que seamos
conscientes de ello. Por ejemplo, el dios que está detrás de este libro es
probablemente —justo es advertirlo— Hermes.

Apolo y su hermano

El mundo del Apolo solar, «el que ve de lejos», es un mundo de luz,


claridad, orden, belleza formal, desapego, objetivos con visión de futuro. [207] Es fácil
identificarle como el dios que está detrás de la ciencia. Nietzsche colocó a Apolo en
un extremo del espectro psíquico; en el otro puso a Dioniso, dios del vino, de ritos
nocturnos de éxtasis y abandono colectivo. Desde el punto de vista de Apolo,
Dioniso es irracional, caótico, desenfrenado y turbio; desde la perspectiva de
Dioniso, Apolo parece demasiado frío, desapasionado, intelectual, rígido e
individualista.[208]

Apolo tiene un hermano menor, Hermes, uno de cuyos primeros actos es


robarle el ganado. También da la vuelta a las pezuñas del ganado y se hace un par
de sandalias que se pone al revés, para que sus huellas engañen a sus
perseguidores haciéndoles pensar que ha ido en sentido opuesto. Desde la
perspectiva de Apolo, es un tramposo e irritante ladrón; desde el punto de vista de
Hermes, su hermano mayor es pomposo, moralizante, altanero, superior y
lamentablemente carente de duplicidad.

Sin embargo, cuando no está en relación con Apolo, Hernies —del que Jung
decía que era el arquetipo del inconsciente— es el dios de la comunicación, de los
negocios y el comercio, de las encrucijadas y las fronteras, del engaño y el robo, de
los rebaños y la fertilidad, de la magia, los oráculos y los sueños. Es el mensajero
de los dioses, el único que puede viajar libremente entre los reinos de los dioses, de
la humanidad y de los muertos. Como Hernies psychopompos [conductor de almas],
guía a las almas al Hades.[209] También nos trae los sueños. Para los filósofos
herméticos de la era helenística era Hermes Trismegisto, «tres veces grande»; para
los alquimistas era Mercurio, inspirador, realizador y objetivo último de su arte.

Como dios de fronteras, Hermes preside el reino del crepúsculo de la


realidad daimónica. Permite que se establezca la relación entre este mundo y el
Otro Mundo. El robo a su brillante y clarividente hermano es como el robo que el
inconsciente está realizando continuamente a la conciencia, arrebatándole
palabras, ideas e imágenes, justo cuando más las necesitamos. Si queremos
recuperarlas, no podemos seguir las huellas literalmente; tenemos que rodearlas e
ir en dirección opuesta a la que parecen estar señalando. Para lograr el acceso al
abismo hermético del inconsciente, somos conducidos hacia atrás, hacia abajo, por
un Hermes que también, y paradójicamente, nos conecta hacia arriba, con el
mundo celestial de los dioses.

Hermes nos vincula con nosotros mismos con el mundo. Se indispone con
Apolo, pero también se reconcilia con él: le da a Apolo la lira que ha fabricado con
el caparazón de una tortuga, y su hermano queda tan contento que nombra a
Hernies Señor de los Rebaños; Hernies sabe lo importante que es el trueque y la
reciprocidad en el reino psíquico, no menos que en el mercantil. Hernies tiende
puentes entre mundos y actúa como nexo de intercambio.

Por ser hermano de Apolo y también el primero en llevar al Dioniso niño —


representando así la perspectiva dionisíaca mientras Dioniso madura—, Hermes
mantiene la conexión entre Apolo y Dioniso, participa en la naturaleza de ambos e
impide que se separen de manera irreparable.

La estructura del mito

Como nos recuerda Rodney Needham, el mito «refleja la historia,


proporciona un estatuto social, encarna una metafísica, responde a fenómenos
naturales, expresa verdades perennes, hace frente al cambio histórico, y muchas
más cosas casi indefinidamente…»; [210] pero ninguna teoría del mito llega a explicar
todos los mitos.[211] La razón es simple: las teorías sobre el mito son en sí mismas
otras tantas variantes del mito, re-narraciones en el lenguaje del momento, aunque
éste sea una jerga psicológica difícil de tragar. El mito, como la naturaleza,
proporciona amablemente la «prueba» de la verdad de cualquier teoría que
queramos mantener; pero esa teoría acabará refluyendo en las historias
primigenias que giran alrededor de la tierra como grandes corrientes oceánicas.

A lo que más se parecen los mitos, supongo, es a los sueños. Al menos, los
nativos del suroeste de Norteamérica dicen que son sueños o que han sido creados
por sueños, mientras que el «tiempo de los sueños» de los aborígenes australianos
sugiere que «mitos y sueños muestran una forma similar de captar la realidad». [212]
Freud pensaba que los mitos eran, como los sueños, «fantasías de realización de los
deseos». Jung pensaba que eran revelaciones del inconsciente colectivo. Por su
parte, Lévi-Strauss apartó la atención del contenido de los mitos para fijarse en su
estructura subyacente. Observó que aunque un mito puede aparentemente
cambiar a lo largo del tiempo y el espacio, su estructura permanece constante.
Por ejemplo, la historia de Edipo, que mata involuntariamente a su padre, se
acuesta con su madre (que se suicida) y se arranca los ojos llevado por el horror y
el remordimiento, se recoge estructuralmente en la historia de Fedra, que quiere
acostarse con su hijastro, Hipólito, y al que, ante su negativa, acusa de haberlo
hecho, tras lo cual es muerto por Teseo, su padre y esposo de Fedra (que se
suicida). En otras palabras, el padre mata al hijo en lugar de que el hijo mate al
padre, el hijo no se acuesta con su madrastra, aunque se le acuse de ello; ambas
madres se suicidan; ambos supervivientes, el hijo y el padre, sufren un profundo
remordimiento.

Aunque estoy lejos de ser indiferente al contenido concreto del mito —más
adelante me fijaré más detenidamente en los héroes—, por el momento quiero
concentrarme en este aspecto estructural. Tomaré dos mitos al azar de la mitología
griega.

El primero nos cuenta cómo Zeus, el dios del cielo, adopta la forma de un
toro para llevarse a una muchacha humana, Europa. [213] Su hermano Cadmo la
busca. Se le dice que siga a una vaca y que, cuando ésta se detenga, funde la
ciudad de Tebas, tras sacrificar primero la vaca a la diosa Atenea. Buscando agua,
Cadmo mata a un dragón que custodia una fuente sagrada. Siembra sus dientes y
la cosecha es un grupo de hombres, los espartoi [hombres sembrados]. Éstos se
matarán entre sí, pero los supervivientes cooperarán con Cadmo en la fundación
de Tebas. Cadmo se casa con Harmonía, hija de Ares, dios de la guerra. Cadmo y
Harmonía son convertidos en serpientes.

El segundo mito nos cuenta cómo, entretanto, Europa tiene un hijo con Zeus,
Minos, que se casa con Pasífae. El hermano de Zeus, el dios del mar Poseidón,
envía a Minos un hermoso toro para que sea sacrificado. Pero Minos no lo hace y,
como castigo, Poseidón hace que Pasífae desee al toro. Gracias al ingenio de
Dédalo, Pasífae es transformada en vaca, tiene relaciones con el toro y da a luz a un
monstruo, el Minotauro.

Esta segunda historia, que parece consecutiva a la primera y enteramente


diferente a aquella, en realidad es simétrica al mito primero, pero vuelto del revés.

En la primera, un toro (= Zeus) se lleva a Europa, que tiene un hijo humano,


Minos; en la segunda, un toro (= Poseidón) cohabita con Pasífae, que tiene un hijo
monstruo, el Minotauro.

En la primera, Europa tiene un hermano humano, Cadmo, al que se le pide


que sacrifique una vaca enviada por los dioses; en la segunda, Pasífae tiene un
esposo humano, Minos, al que se le pide que sacrifique un toro enviado por los
dioses (cosa que no hace).

En la primera, Cadmo mata a un monstruo cuyos restos generan vida


humana; en la segunda, el toro es sustituido por un monstruo (el Minotauro), que
mata seres humanos.

Pero, en la primera, el propio Cadmo es (transformado en) el monstruo,


mientras que en la segunda, el monstruo es el mismo Minos (pues la palabra
Minotauro significa toro de Minos).

Vemos cómo los dos mitos están estructurados de la misma manera, pero
también cómo el primero es transformado en el segundo cambiando, por decirlo
así, todos los signos: los toros se convierten en vacas, los hermanos se convierten
en maridos, los dioses del cielo en dioses del mar, etc. Se nos ofrecen una serie de
contradicciones que resultan análogas entre sí: Naturaleza: cultura,
dioses/hombres, salvaje/domesticado, monstruos/animales domésticos. (El toro,
ambiguo —domesticado pero salvae—, es el mediador entre las dos partes.)

El método de análisis estructural de Lévy-Strauss muestra que, dentro de


una mitología, cada mito, si es tomado separadamente, parece ser parte de un
modelo mayor que sólo se hace evidente cuando se analizan varios mitos y la
forma en que unos se transforman en otros. [214] No es que todos los mitos digan lo
mismo; es más bien que la suma de lo que dicen todos los mitos no se dice
explícitamente en ninguno de ellos. Sin embargo, juntos expresan abiertamente,
aunque disfrazadas, esas contradicciones que definen la existencia humana.

Sol femenino, luna masculina

En su obra en cuatro volúmenes Mythologiques, Lévi-Strauss localiza cientos


de transformaciones parecidas en mitos de América del Sur que aparecen en
América del Norte y a la inversa. Muestra cómo cada mito es una variante de otro
próximo, según las reglas de simetría y de inversión, de manera que nos conduce
por los continentes a través de un gran lazo mitológico. Las incontables variantes
son, no obstante, generadas, como el número limitado de pares en una clasificación
binaria, por un número limitado de elementos. Incluso una mitología tan
incomparablemente rica como la griega tiene un número finito de deidades y
héroes, sugiriendo que hay un número finito de perspectivas a través de las cuales
el mundo puede ser imaginado.
Los mitos son plantillas imaginativas que, al colocarse sobre el mundo, le
dan un sentido. No podemos pensar sin ellos porque proporcionan, en primer
lugar, las estructuras que determinan la manera en que pensamos. La extraña
semejanza entre los mitos de todo el mundo, «tan parecidos como las líneas de la
palma de la mano»,[215] nos indica que cada cultura es finalmente inteligible para
otra porque comparten una imaginación humana común.

Lévy-Strauss subraya la naturaleza arquetípica de la estructura. [216] No


subscribe el énfasis de Jung en la naturaleza arquetípica de los contenidos míticos.
Esto fue en parte un error de Jung, que tendía a asignar valores fijos a dioses y
diosas, y no siempre se dio cuenta de que su valor puede cambiar según el
contexto, como en el caso de Hernies, que adquiere un significado diferente en
relación con Apolo o en relación con Dioniso. Le faltó el principio de analogía.

Por dar un ejemplo sencillo, Jung se inclinaba a pensar que el sol


simbolizaba siempre la conciencia y el principio masculino, mientras que la luna
simbolizaba el inconsciente y lo femenino. Sin embargo, sol, conciencia, masculino,
no son términos sinónimos, sino homólogos; se relacionan análogamente de este
modo: sol/luna, conciencia/el inconsciente, masculino/femenino. Por eso, cuando
su simbolismo no funcionó, cuando algunas mitologías —la nórdica, por ejemplo—
parecían asignar un valor femenino al sol, Jung se vio obligado a concluir que todo
arquetipo «contiene su propio opuesto». Sin embargo, no se trata de oposición. La
mitología nórdica utiliza simplemente un sistema de analogía en el que los
términos están invertidos. Sol/luna, femenino/masculino.

Los arquetipos están, como el alma, «vacíos» en sí mismos. Sólo pueden ser
conocidos a través de las muchas imágenes que adoptan. Cambian de forma,
asumen valores diferentes, máscaras distintas, según la relación en la que están. Un
arquetipo como el anima de Jung adopta la imagen de una hija en relación con el
anciano sabio (por ejemplo, Antígona y Edipo); de una madre en relación con el
hijo-héroe (Tetis y Aquiles); de una esposa en relación con el esposo-héroe
(Andrómeda y Perseo).

De todas formas, los arquetipos no deberían disolverse en un sistema vacío


de signos, como tiende a hacer el estructuralismo. Encarnan una unidad de
perspectiva a través de su multiplicidad de máscaras. Como Lévy-Bruhl, cuyo
principio de «participación mística» utilizó, Jung tenía razón al subrayar la medida
en que los dioses y sus historias viven, se mueven y tienen su ser en nosotros.

El tiempo de los sueños


La aparición de diosas y héroes en nuestros sueños —o de personajes que
están enraizados en esos arquetipos— nos revela que vivimos en medio del mito.
Además, las reglas de la transformación mítica, las más importantes de las cuales
son la simetría y la inversión (hay otras como la alternancia), se aplican tanto a la
psique individual como a la colectiva.

Según la psicología analítica, las imágenes integrantes de una serie de


sueños remitirán a una especie de núcleo, a una imagen central que Jung llamaba
el sí-mismo, de manera que «por medio de la analogía las imágenes parecen, por así
decirlo, girar a su alrededor, y se concentran cada vez más en su naturaleza
esencial. Así, el material referente a la imagen central amplifica el contenido
central, o pone de relieve uno u otro de sus aspectos, hasta que se construye y
cristaliza un cuadro completo».[217]

La idea es que los sueños convergen en la sola imagen unificadora del sí-
mismo; o, a la inversa, que cada sueño es un aspecto diferente del sí-mismo. Sin
embargo, Jung pensaba que nunca se llegaba al sí-mismo, aunque estuviera
presente como una especie de «punto virtual», un centro imaginativo que
organizaba a su alrededor el imaginar de la psique. Por la misma razón, las
múltiples variantes de los mitos americanos que Lévi-Strauss analizó podrían
interpretarse como un esfuerzo por reconciliar las contradicciones que encarnan en
algún gran mito sintetizador. Pero no existe tal meta-mito real, como tampoco
existe un sí-mismo real. Existe solamente una hipotética fuente de luz, por decirlo
así, que es difractada por la vidriera de colores de la mitología en una miríada de
mitos y sueños llenos de color.

Todo esto es una manera abstracta de describir lo que todos los soñadores
saben: que sus sueños representan variantes de sus vidas conscientes. La mujer con
el corazón destrozado sueña durante años una serie de posibilidades relativas a su
amante infiel: ha vuelto, la ha vuelto a rechazar, es tierno y cariñoso, es cruel y se
burla de ella, se ha casado con otra, se casa con ella y tienen cuatro hijos… Jung
habla del papel compensatorio del inconsciente en relación con la conciencia; pero,
una vez más, la relación de oposición pesa demasiado. Los sueños representan las
posibilidades no realizadas en nuestra vida real. Cuando se despliegan, la mujer
del corazón destrozado empieza a ver que la variante del «mito» que ella vivió
realmente no era la única, o ni siquiera la real; era simplemente la literal. Y los
diferentes papeles que ella desempeñó en sueños, y los diferentes sentimientos que
experimentó, son igualmente «suyos» en la totalidad de una psique que trata
nuestras vidas de manera impersonal como si fueran mitos.
El ser humano autotrascendente

Por eso, al final de su obra Mythologiques, después de haber relacionado


estructuralmente cientos de mitos entre sí, Lévi-Strauss no puede decir con certeza
lo que hace la imaginación. Genera mitos que, en apariencia, siguen encarnando y
esforzándose por resolver contradicciones hasta que todas las permutaciones se
han agotado, pero al parecer sin ningún propósito más allá del proceso mismo.

El laberíntico cambio de forma de los mitos refleja los caminos del alma, que
«parece más interesada en el movimiento de sus ideas que en la resolución de los
problemas. Por lo tanto, ningún problema psicológico clásico podrá ser resuelto
nunca…».[218] Es como si reconociéramos las contradicciones de nuestra existencia
humana y estuviéramos intensamente preocupados por ellas. Somos seres
paradójicos, autotrascendentes; formamos parte de la naturaleza, por ejemplo, y
sin embargo estamos fuera de ella. Utilizamos abstracciones para expresar nuestras
contradicciones donde las culturas tradicionales utilizan imágenes concretas. Los
problemas de mente/materia o consciente/inconsciente sobre los que filosofamos
son solamente reafirmaciones de los problemas de este mundo/Otro Mundo o del
Mundo celestial/Mundo inferior sobre los que mitologizamos. Sin embargo, en
ningún caso los problemas pueden ser resueltos, porque no son problemas, sino
misterios. Los mitos nos dicen que vivamos sin resoluciones, en un estado de
tensión creadora con nuestra doble dimensión.

Los mitos no nos llevan, por decirlo así, a ninguna parte. Aunque haya mitos
sobre el progreso, los mitos mismos no progresan. Lévi-Strauss incluso vio el
«progreso» científico literal como un sistema de mitos que, en realidad, «nunca
consistirán en otra cosa que en avanzar hacia reagrupamientos, en una totalidad
que es cerrada y complementaria consigo misma». De hecho, «d pensamiento
mitológico no es precientífico; más bien debería ser visto como un anticipo del
estado futuro de la ciencia…».[219]

Finalmente, y de manera incidental, si existe un par clasificatorio, una


contradicción, que actúa como una especie de rúbrica para todas las demás —dice
Lévi-Strauss al final de Mythologiques—, es la de cielo/tierra. Es su separación
primordial la que provocó todo nuestro infortunio; y es en su imposible y anhelada
reunión donde radica toda nuestra felicidad.
10
EL HÉROE Y LA VIRGEN

El mito cristiano es claro en su perfil básico. Un joven héroe es engendrado


por un dios en una mujer mortal. Sin embargo, cuando crece hace una afirmación
desconocida en la mitología pagana e inusual en los héroes. Pretende ser idéntico a
su padre, lo que equivale a decir que es un dios. De alguna manera, pues, él es el
padre de su propia madre. Lo matan, o sacrifican, como a tantos héroes y dioses
antes que él; pero únicamente él resucita de entre los muertos.

La relación con su madre, María, podría ser expresada así: Cristo/María,


dios/mujer, padre/hija, inmortal (resurrección corporal)/mortal.

Podríamos considerar este conjunto de analogías como la versión


protestante del mito de Cristo. Pero hay otra versión del mito que es exactamente
simétrica, pero invertida. Es, por decirlo así, la versión católica. Habla de una diosa
que tiene un hijo héroe. (Debería ser mediante un hombre mortal, José, pero el mito
prefiere la partenogénesis: nacimiento de una virgen.) Aunque su hijo muere, ella
retorna a su morada en el Cielo, subida allí corporalmente, o «asumida». Ahora
bien, este mito no contradice de ninguna manera al primero; simplemente cambia
el énfasis al invertir todos los términos: Jesús/la Virgen María, hombre/diosa,
hijo/madre, mortal (crucificado)/inmortal (asunción corporal).

Esta segunda forma de estructurar el mito cristiano fue durante siglos


extraoficial. Fue un movimiento desde abajo, surgido del pueblo, lo que forzó al
papado a crear dos artículos del dogma que no tenían ninguna justificación bíblica.
El primero fue la Inmaculada Concepción, que efectivamente hizo de María una
diosa al afirmar que había nacido sin pecado; el segundo, creado unos cien años
después, en 1950, fue la Asunción, que afirma que María no murió, sino que fue
elevada corporalmente al cielo. La ortodoxia católica romana ratificó el mito
construido por la imaginación popular.

Los mitos son claramente expresiones de la tensión tradicional entre lo


humano y lo divino, mortal e inmortal, masculino y femenino. En una sociedad
pagana, las variantes de la historia de Cristo seguirían proliferando, como si se
intentara resolver estas contradicciones trasponiéndolas constantemente a otros
términos y otros niveles, Pero el cristianismo no hace esto. No nos ofrece una
mitología. Lo hizo potencialmente, pues existieron poderosas tendencias que
decían que Jesús no podía haber sido crucificado, ya que, en tanto que Dios, era
espíritu puro y, en consecuencia, sólo su apariencia colgaba de la cruz. A la
inversa, hubo una tendencia que sostenía que Jesús no era Dios, sino sólo hombre,
bien que un hombre extraordinariamente bueno. Pero esos mitos se consideraron
herejías y fueron desterrados. Sin embargo, su aparición espontánea significó que
el organismo principal de la Iglesia tuvo que pararse a definir qué era exactamente
Jesús. En el concilio de Nicea, propusieron el mito oficial: que un hombre, Jesús de
Nazaret, era también el Cristo, que significa el Ungido. Era hombre y Dios. El
único mito que oficialmente se permitía reflejar era el mito de Adán. Así como
Adán fue un hombre semejante a un dios que, por el pecado, «cayó» de un paraíso
terrenal a la condición humana, así Jesús era un dios semejante a un hombre que, a
través del sacrificio, «elevó» a la humanidad a un paraíso celestial.

La reducción de la mitología cristiana a un solo relato significaba que la


intolerable tensión entre hombre y Dios no podía resolverse por medio de muchas
versiones, lo que parece ser la inclinación natural de la imaginación mitopoética.
En cambio, el Hombre-Dios de los Evangelios permanecía como una paradoja a la
que, privada de elaboración imaginativa, sólo se podía acceder con ese estado
mental igualmente paradójico denominado fe. «Creo porque es imposible», decía
Tertuliano (o palabras semejantes).[220]

La paradoja existente en el centro del cristianismo es lo que lo hace tan


ofensivo para los judíos, tan ridículo para los griegos y tan impresionante para los
cristianos. Sin embargo, las variantes extraoficiales nunca fueron completamente
suprimidas. Es evidente que aquellos sistemas de pensamiento etiquetados de
«gnósticos» tienden a reflejar la ortodoxia cristiana; la alquimia, por ejemplo. Lo
que es menos obvio, como espero demostrar, es que áreas completas del
pensamiento moderno, como el materialismo filosófico o el darwinismo, que
parecen tan opuestos al cristianismo, sean variantes disfrazadas de los «mitos» que
el cristianismo excluyó cuando se institucionalizó.

Aunque la historia de Cristo fuera en muchos aspectos un mito heroico


típico —el nacimiento de una virgen, los actos sobrenaturales (milagros), el
renacimiento a la inmortalidad—, en una cuestión era único: de ningún modo
pretendía ser un mito; afirmaba ser historia. Las sociedades tradicionales no
distinguen entre mito e historia de la manera en que nosotros lo hacemos. No se
pensaba que los acontecimientos míticos hubieran sucedido literalmente; sin
embargo, en otro sentido eran verdaderos, como si hubieran sucedido. «Estas cosas
nunca sucedieron; son siempre», [221] escribía Salustio de manera sublime (86-34 a.
C.). A la inversa, los acontecimientos históricos son siempre mitologizados (la
guerra de Troya, por ejemplo). Es como si lo que sucedió literalmente fuera menos
importante que lo que sucedió metafóricamente, pero las dos cosas se combinan
para crear lo que sucedió «realmente».

Cuando se mantuvo que la historia de Cristo era histórica, y sus


acontecimientos, literalmente verdaderos, el mito sufrió un golpe. Empezó a
adquirir su sentido moderno de algo irreal, imaginario (como contrario a
imaginativo) y meramente ficticio. Al mismo tiempo, verdad y realidad empezaron
a ser medidas por su verdad y realidad literales. La literalidad comenzó con el
cristianismo.

Historia y mito

Por eso nos resulta difícil aceptar la mezcla de mito e historia. Nos
sorprende la forma en que las genealogías tradicionales pasan sin ruptura ninguna
de la historia a la prehistoria. Al trazar el linaje de los reyes de Irlanda, por
ejemplo, nos descubrimos súbitamente fuera de la historia y en medio del mito
cuando los antepasados se convierten en miembros de los míticos Tuatha de
Dannan. Aún más sorprendentes son aquellas culturas cuyos jefes remontan su
ascendencia a animales tótem. La historia, el pasado, es también Otro Mundo que
nos proporciona los mitos de cómo-empezó-todo.

Los intentos de transformar los mitos en historia terminan generalmente en


el absurdo. (Hay excepciones: los arqueólogos se quedaron aturdidos cuando
Heinrich Schliemann excavó el lugar donde pensaba que había estado la ciudad de
Troya, basándose en la «información» de la Ilíada, y desenterró varias ciudades
superpuestas.) Pero lo normal es lo contrario: podemos estar de acuerdo solamente
en los hechos más desnudos —una fecha o una muerte, por ejemplo— antes de
divergir en lecturas e interpretaciones diferentes. En otras palabras, siempre
mitologizamos. El héroe yugoslavo Marko Kraljevic murió en 1394. [222] Como un
héroe griego, fue engendrado por un ser sobrenatural (una vila, un ser feérico).
Como Heracles, mató a un dragón de tres cabezas. Pero estas creencias sobre
Marko no necesitaron siglos de evolución; eran corrientes a los pocos años de su
muerte.

Un héroe no sobrevive en la memoria colectiva a menos que sea


mitologizado en alguna medida, alineado por la imaginación popular con un
modelo arquetípico. La imaginación ejerce siempre una tensión gravitatoria sobre
los acontecimientos históricos, sometiéndolos a fabulaciones, ficciones, mitos. Por
ejemplo, no podemos dejar de creer, por lo que parece, que nuestros héroes no
murieron realmente, sino que sólo duermen, esperando el momento en que
estemos en peligro, momento en que despertarán y se alzarán para salvarnos. Esto
no se pensaba únicamente de los héroes míticos como el rey Arturo, sino también
de otros héroes históricos como Cario-magno, Barbarroja y Federico el Grande.[223]

Los mitos son naturalmente conservadores, buscan el patrón arquetípico, de


manera que cualquier posible elaboración que hagamos sobre un mito, si no se
hace desde la imaginación mitopoética, será olvidada. Por otra parte, un relato
comparativamente trivial se recordará siempre si procede de ese origen. «Si un
relato puede durar, en la tradición oral, dos o tres generaciones, entonces o
procede del lugar real o ha encontrado el camino para llegar a él».[224]

El análisis estructural nos dice que podemos ir más allá todavía con el mito y
la historia, y afirmar que la historia es esa variante mítica que hemos decidido
tomar literalmente. La historia está, por tanto, sombreada por otras versiones
simétricas e invertidas de sí misma, igual que nuestras vidas personales están
sombreadas por las otras vidas que vivimos en sueños y en la imaginación.

Nos decimos que la moderna cultura occidental se desarrolló históricamente


desde la Edad Media vía Renacimiento; pero todo este movimiento se podría leer
menos como un desarrollo que como una inversión simétrica del mundo antiguo;
un movimiento «de Dios al hombre, de la dependencia a la independencia, del otro
mundo a éste, de lo trascendente a lo empírico, del mito y la fe a la razón y al
hecho […], de un cosmos sobrenaturalmente estático a un cosmos evolutivo
naturalmente determinado, y de una humanidad caída a otra que avanza». [225] Es,
por lo tanto, probable que nuestra cultura quiera, a su vez, no tanto «avanzar»
como invertirse simétricamente una vez más, y volver a la antigua perspectiva
pero con otra apariencia. En efecto, como la cosmovisión científica se aproxima a
sus límites, esto puede estar sucediendo ya.
Lo metafórico y lo literal

La distinción entre histórico y mítico es análoga a la distinción entre literal y


metafórico. En ambos casos, es una distinción que desaparece en la cosmovisión
daimónica de las culturas tradicionales, que es a la vez metafórica y literal. Más
exactamente, es una cosmovisión que antecede a cualquier distinción entre lo
metafórico y lo literal. Es la literalidad lo que los ha polarizado, igual que ha
proclamado que este mundo es real y el Otro Mundo, irreal. Pero para las culturas
tradicionales, este mundo es tan metafórico como literal el Otro. Su uso del
lenguaje confirma que donde el significado literal de las palabras está ausente,
también lo está el metafórico. «No se puede decir realmente que las afirmaciones
realizadas por los pueblos primitivos sean de una clase o de la otra. Están entre
estas categorías que nosotros usamos [literal y metafórica]. No encajan
debidamente ahí».[226]

El pensador británico Owen Barfield deduce la misma visión daimónica del


arte medieval que, dice, «combinaba una visión literal del mundo con una visión
metafórica». No duda en representar los acontecimientos invisibles o espirituales
por medios materiales: un carro agrícola, como carro de fuego de Elías; los ángeles
(con o sin alas), vestidos con ropa ordinaria, etc.[227] Nada era literal para la mente
medieval. Las cosas cotidianas llevaban consigo el tipo de significados múltiples
que en la actualidad sólo atribuimos a los símbolos. Antes de la revolución
científica, «lo difícil era el concepto de lo “meramente literal”». [228]

Dríades pintadas

La distinción entre literal y metafórico fue otro producto de la aparición, en


el siglo XVII, del ego racional, único, encumbrado, cerrado, que se sitúa a sí mismo
en el centro de un mundo compelido, a su vez, a colocarse a nuestro alrededor y
fuera de nosotros de manera literal. La conciencia tradicional es más fluida y, por
decirlo así, policéntrica: el ego sigue proporcionando el mismo sentido de
identidad, pero se puede colocar como algo normal en cosas que la conciencia
moderna denominaría «exteriores».

Para nosotros, reconquistar esta clase de identidad requiere un acto de


imaginación, como, por ejemplo, cuando nos ponemos en lugar de otro (el
movimiento esencial de la compasión). El desplazamiento daimónico de formas es
precisamente una metáfora para la transformación del sí-mismo que empieza con
tales actos. Estas metamorfosis son suficientemente inusuales en la cultura
occidental para que califiquemos de «mística» esa experiencia —menos inusual
entre niños y en adultos como Keats y Wordsworth— de unificación con la
naturaleza.[229] Pero esta experiencia es de la misma clase, si no del mismo grado,
que cualquier experiencia de absorción profunda, o encantamiento, por otra
persona, objeto o actividad; más habitualmente, quizá, cuando nos «perdemos» en
la música, somos transportados por un relato, extasiados por una obra, etc.
Olvidándonos por completo de nosotros mismos, nos fusionamos
imaginativamente con el objeto de nuestra atención. (El amor puede no ser otra
cosa que este grado de atención.) Lo mismo sucede con la creación artística.
Aunque no podamos volver a la condición daimónica de la visión tradicional,
podemos recrearla mediante el «ígneo poder de fusión de la imaginación
creadora».[230]

Un cuadro de un árbol es un mal cuadro (decimos) si es una mera copia del


árbol que recoge solamente la superficie. Platón ponía objeciones al arte por este
motivo. Como la realidad yace en el mundo eterno de las formas, del que deriva
todo en este mundo, todo lo que vemos es ya una copia de un original. Hacer
posteriormente una copia de esa copia, decía Platón, «es un grado más de
separación de la realidad y por lo tanto algo engañoso y pernicioso».

Plotino rechaza la noción de Platón señalando que «si alguien menosprecia


las artes por el motivo de que éstas imitan a la naturaleza, le recordamos que los
objetos naturales sólo son imitaciones en sí mismos, y que las artes no imitan
simplemente lo que ven, sino que re-ascienden a esos principios (logoi) de los que
la propia naturaleza deriva».[231]

Mediante la imaginación, pues, podemos imaginar la forma del árbol, la


«arboridad» de un árbol, lo que hace que nuestra recreación del árbol sea más real
incluso que el árbol natural. El árbol no es ya un árbol literal, pero tampoco es
meramente metafórico, como si se pintara la dríade del árbol en lugar del árbol. El
cuadro, en otras palabras, cumple —como todas las obras de arte— los criterios de
lo daimónico. Es literal y metafórico (o, más bien, una creación que hace
redundante la distinción). Es a la vez universal, su «arboridad», y particular, un
roble. Existe entre el artista y el mundo, en una representación que reúne a ambos;
y, como tal, es personal y subjetivo (según la percepción del artista) e impersonal y
objetivo (según la imagen arquetípica del árbol). La obra de arte nos instruye en
esa doble visión que, según decía Blake, se requiere para verla.
11
RITOS DE PASO

Ritos de pubertad

No existe ninguna sociedad que no practique, o no haya practicado en sus


orígenes, la iniciación, un conjunto de ritos y un cuerpo de enseñanzas que
transforman a un niño en adulto, o incluso a alguien no considerado plenamente
humano en persona. Los ritos de iniciación más importantes se producen en la
pubertad. Los niños tienden a ser iniciados en grupo, mientras que es más
probable que las niñas sean iniciadas individualmente, en el momento de su
primera menstruación. Se exige a ambos que «mueran» y renazcan.

Una candidata femenina a la iniciación es encerrada habitualmente en una


cabaña sin ventanas o en una cueva oscura, que es tanto la tumba de su infancia
como el útero del que sale la mujer en la que se ha convertido. No se le permite que
cuide de sí misma, sino que es alimentada como un bebé por las mujeres más
ancianas, que también la instruyen en la tradición tribal. Desde esta condición
infantil, ella nace de nuevo. Ataviada con nuevos vestidos y arropada por su
nuevo conocimiento, sale de la reclusión para ser saludada por toda la tribu. [232]

Un chico de la tribu sioux es preparado dentro de una cabaña de sudar


construida con ramas de sauce curvadas y cubierta con mantas, para que conserve
el calor y el vapor generado por el agua vertida sobre piedras previamente
calentadas. Desde aquí, es llevado directamente a la cumbre de una colina e
instalado en un exiguo «pozo de visiones» durante varios días sin comida ni agua.
Al final de este tiempo habrá tenido, si hay suerte, una visión, y habrá sido
transformado de niño en hombre. [233]

Habitualmente, los niños aborígenes australianos, como los antiguos ascetas


cristianos, son privados de toda experiencia sensorial, y tienen que ayunar en
silencio y en la oscuridad. No pueden hablar y sólo pueden mirar al suelo. Si
comen, no se les permite usar las manos, como si fueran bebés o animales, o
incluso los muertos que se supone que están en igual condición de incapacidad. [234]
Los niños africanos son habitualmente llevados a la espesura por los más viejos de
la tribu disfrazados como dáimones o antepasados, y son «enterrados» en tumbas
poco profundas sin comida ni bebida. (Los dáimones están siempre presentes en
los ritos de paso, ya sea en las máscaras de los ancianos o, por decirlo así, en
persona. Son los genios de los umbrales que presiden todas las transiciones.)
Después de un período de intensa privación, los niños habitualmente sufren la
circuncisión o son marcados con cicatrices, operación conocida como escarificación.

La «muerte» de los iniciados implica, por lo tanto, sola o combinada, una


regresión a la infancia, un entierro simbólico, una asimilación al reino de los
muertos.[235] Siempre implica, a través de la entrada a una cueva, pozo o tumba en
la espesura, contacto con el Otro Mundo y sus habitantes.

En ningún sentido los ritos de iniciación han sido inventados. Fueron


establecidos, como los mitos, desde el Principio, por los dáimones, dioses o
antepasados. En efecto, habitualmente recapitulan y reafirman la cosmogonía. [236]
Los ritos imitan el modelo al que se ajustó el nacimiento del cosmos y en función
del cual se establecieron todos los modelos subsiguientes de organización tribal,
trazado de la aldea, construcción de cabañas, alfarería, etc. Todas las estructuras y
actividades sociales son significativas por estar relacionadas unas con otras y, en
última instancia, por reflejar el orden del universo.[237]

Todo esto se le revela al iniciado como parte de su «renacimiento». Pero no


debemos subestimar la dificultad genuina de esta experiencia de «muerte». En
cierto sentido, sabe que no morirá literalmente; en otro, no está del todo seguro.
Los hombres que van a por él, para arrastrarlo con frecuencia lejos de su familia y
secuestrarlo llevándoselo a la espesura, ya no son los hombres que conoce. Pueden
ir enmascarados y pintados; en cualquier caso, se han transformado en espantosos
dáimones que blanden cuchillos y que no le dan ninguna tranquilidad durante la
solitaria, horrible, hambrienta y dolorosa vigilia. La dureza de la prueba hace tanto
más impresionante la revelación que se le concede a través de visiones o a través
de la educación en la tradición tribal. Súbitamente es transportado al mundo nuevo
e inmenso de la imaginación tribal. Cuando los grandes mitos y rituales se
despliegan uno por uno ante él, se abre un significado deslumbrante, como una
alfombra fabulosa por la que el niño accede a la condición de hombre.

Igual que la pubertad, los restantes acontecimientos biológicos principales


de la vida —nacimiento, sexo y matrimonio, muerte— están marcados por lo que
Arnold van Gennep llamó ritos de paso.[238] Éstos son momentos liminales
(«umbrales»), momentos daimónicos en los que estamos en transición entre un
estado y otro, y, por lo tanto (como afirma el folclore), somos vulnerables a una
intervención del Otro Mundo. Los sidhe secuestrarán a un niño sin bautizar, a una
madre excluida de la iglesia, a una doncella en su noche de bodas; todos ellos están
entre dos mundos, como en una situación inestable y no fijada por los ritos
cristianos de paso. Si nuestros propios ancianos no nos secuestran llevándonos al
Otro Mundo, entonces podrían hacerlo otros dáimones.
Los ritos de paso pueden aplicarse a otras áreas con el objetivo de
estructurar toda la vida de la tribu. Por ejemplo, los dowayos de Camerún
clasifican el mundo según un sistema que utiliza los términos blando/duro,
húmedo/seco.[239] Al nacer, los humanos tienen cabezas «blandas» que son
vulnerables a objetos «calientes». En la pubertad, un niño es «húmedo» hasta que
es circuncidado, y es en su «máximo punto de humedad», durante la circuncisión,
cuando se arrodilla en un arroyo y sangra en el agua. La ceremonia tiene también
una relación analógica con las estaciones: se produce al final de la estación
húmeda, cuando comienza la estación seca; así el niño es «secado» tanto por la
circuncisión como por la aplicación simbólica de fuego. La culminación del proceso
se produce cuando su cabeza es «cocida» con ramas encendidas encima de ella. A
partir de entonces se dice que tiene una cabeza «dura», mientras que la cabeza
(glande) de su pene está «seca» y «debidamente hecha». Al morir, la cabeza está
«húmeda» y tiene que ser «secada» almacenándola en una casa en la que se
depositan los cráneos hasta que, limpia de la carne blanda, se convierta en hueso
duro.[240]

Incluso cuando el antropólogo haya descifrado este complicado código,


puede que no comprenda que todo el sistema analógico es también una elaborada
metáfora: el modelo del que se sacan todas las analogías duro/blando y
húmedo/seco es el proceso de la alfarería. Las cabezas de los niños, de sus penes,
de los muertos, son secadas, cocidas, endurecidas, horneadas, etc., como si fueran
cacharros. (Como suele pasar, la tecnología ha proporcionado un fértil modelo
para pensar sobre nosotros mismos.) Sin embargo, cuando todo el sistema fue
estudiado más profundamente por el antropólogo Nigel Barley, éste decidió que
no era posible afirmar con certeza si los ritos de paso estaban estructurados por la
alfarería o si era al revés. Cada actividad presuponía y reflejaba la otra. [241]
Por qué cocemos a los niños

Según Lévi-Strauss, el arte exclusivamente humano de transformar lo crudo


mediante el fuego en alimento cocido proporciona una metáfora para la relación
entre naturaleza y cultura. Los ritos de iniciación estructurados en términos de
cocina están ampliamente extendidos. Con frecuencia, los niños recién nacidos y
las madres que acaban de dar a luz tienen que ser «cocidos». Las mujeres de la
tribu pueblo, por ejemplo, dan a luz sobre arena caliente para «cocer» al niño; en
muchas tribus californianas, las madres primerizas son colocadas en «hornos»
excavados en el suelo; e igualmente las niñas púberes. [242] «Cocer» es esencial si
alguien cae demasiado profundamente en la biología y llega a estar, por decirlo así,
demasiado saturado de sí mismo y en peligro de «pudrirse» —una transformación,
sin fuego, de regreso a un estado de naturaleza.

Las cabañas de sudar se encuentran entre los nativos norteamericanos y en


algunas zonas del Asia central (hay prueba también de algo similar entre los
antiguos celtas). Al menos parte de su propósito es cocer a los candidatos que se
inician, no asándolos, sino al vapor. Los baños turcos y las saunas son reliquias de
esta práctica iniciática que ha sido —como la circuncisión— degradada por la
modernidad a una cuestión de mera higiene. Que no es así lo explicitan los
japoneses, que están obligados a lavarse completamente antes de ponerse a hervir
en el agua abrasadora de los baños comunales. Algunos nativos americanos como
los sioux añaden el fumar al vapor: llevan a sus aprendices de chamán a un estado
visionario fumando tabaco en la cabaña de sudar.

Nos cocemos a nosotros mismos, pues, en los momentos de crisis biológica


para dejar de ser seres naturales y transformarnos en seres sociales. Al morir,
somos asados o nos pudrimos (quemados o enterrados). En este caso, el
pudrimiento tiene el significado opuesto al del nacimiento y la pubertad. Significa
la asimilación del individuo en la naturaleza, transformada en sobrenaturaleza o
en el Otro Mundo. Podemos estar seguros de esto porque habitualmente, el
pudrimiento significa eliminar la carne de los huesos que se exhuman; el mismo
resultado se obtiene al exponer los cadáveres al aire libre y permitir que las aves
eliminen la carne. Aquí está implícito un sistema de analogías: carne: huesos,
blando/duro, mortal/inmortal, cuerpo/alma.

Es axiomático que el contacto con el Otro Mundo sea iniciático. Es una


especie de muerte no del cuerpo, sino del ego. Como el ego, por naturaleza, se
agarra violentamente a la vida —a esa realidad que imagina como única— sólo
puede ser desarraigado por una fuerza externa, por una especie de experiencia
próxima a la muerte. El patrón de iniciación, establecido por los dioses o los
antepasados, se expresa más plenamente en la iniciación de aquellos individuos
especiales que se convierten en hechiceros, hombres-medicina o chamanes de la
tribu. Son ellos quienes, en trance o en éxtasis, viajan al Otro Mundo para ser
muertos, resucitados e instruidos por dáimones (que a veces se dice que son almas
de chamanes muertos). Los ritos de pubertad son a menudo una réplica concreta
de esa operación, con los dáimones representados por los hombres de la tribu.

Pero hay un sentido crucial en el que los ritos chamánicos y de pubertad son
recíprocamente inversos. Los ritos de pubertad representan la muerte de la
infancia y el renacimiento a un estado adulto, que es también el nacimiento del
ego, de la individualidad, de la humanidad plena. La iniciación chamánica
representa la destrucción del ego, el nacimiento del hombre «dos veces nacido»
con poderes sobrehumanos. Es una vuelta a la naturaleza desde la cultura, donde
naturaleza significa ahora sobrenaturaleza, el reino de los dáimones y los dioses.

Durante su iniciación al Otro Mundo, los chamanes siberianos son hervidos


frecuentemente para que su carne pueda desprenderse de sus huesos, que son
forjados de nuevo en hierro por herreros daimónicos. [243] Hervir es el equivalente
cultural de la descomposición natural. Mientras que un niño crudo es
transformado por el fuego (asado) para convertirse en un hombre (naturaleza
transformada en cultura), un adulto cocido es transformado por el agua (hervido)
para convertirse en un «superhombre» o chamán (cultura transformada en
naturaleza).

El deseo de iniciación

Si, por alguna razón, se aplazan los ritos de pubertad, los jóvenes pueden
llegar a la adolescencia o a los veinte años, pero siguen siendo niños. Sin iniciación
no hay estado adulto. La transformación ritual —transformación imaginativa—
tiene precedencia sobre el cambio meramente biológico, exclusivamente literal. La
incidencia universal de los ritos de pubertad sugiere que son arquetípicos, un
requisito fundamental del alma. No sorprende, pues, que los adolescentes de la
sociedad secular occidental, que están privados de ritos oficiales, busquen
inconscientemente una verdadera iniciación a través del alcohol, drogas, sexo y
rock and roll. Anhelan salir de sí mismos, salir de sus cabezas; necesitan
positivamente el miedo, el dolor y la privación para saber si pueden soportarlo,
para saber si son hombres y mujeres, para saber quiénes son. Quieren la
escarificación —cicatrices, tatuajes, piercings— para presumir. Algunos incluso
cometen crímenes específicamente para sufrir un castigo —la iniciación de la
prisión—, y en cambio sólo reciben tratamiento psicológico.

A pesar de su loable compasión y humanitarismo, el liberalismo occidental


moderno se horroriza ante ese miedo y ese dolor que parecen ser componentes
esenciales de la iniciación. Sin embargo, feliz o infelizmente, siempre hay suficiente
temor y dolor para todos. Nos guste o no, sufrimos la enfermedad, el duelo, la
traición y la angustia en medida suficiente. El secreto es utilizar esas experiencias
para autoiniciarnos. Sin embargo, habitualmente se nos in duce a buscarles
remedio en lugar de sacarles provecho para autotransformarnos. En general, es un
error medicalizar el sufrimiento e incluso la muerte, pues son fundamentalmente
asuntos del alma y sólo secundariamente del cuerpo.

Nuestra carencia de ritos de iniciación formal puede significar que nuestros


hijos sean conducidos a todo tipo de conductas excesivas para sentir que son
hombres; y, sin embargo, nunca estarán seguros de ello mientras su virilidad no
sea reconocida; y de este modo la conducta extrema, incluso criminal, es aún más
probable. Mientras tanto, las chicas cuya condición biológica de mujer no es
reconocida y admirada por la tribu se pueden sentir infravaloradas. «Oculto tras
muchos sufrimientos corrientes del sexo femenino —anorexia, bulimia y obsesión
por la belleza superficial— hay un vacío ritual, un no ser reconocida, una omisión
espiritual».[244] Sin iniciación todos estamos en peligro de permanecer en un estadio
infantil, dependientes, egocéntricos e inseguros de quiénes somos.

Tan pronto como comenzamos a comprender el deseo humano de iniciación,


empezamos a verlo en todas partes. Por ejemplo, durante el especial tiempo
sagrado de unas dos semanas en verano, los jóvenes iniciados europeos vuelan al
Otro Mundo donde habitan una zona liminal entre la tierra y el mar. Durante el día
son «cocidos» por un proceso de fritura bajo un sol abrasador, y periódicamente se
zambullen en agua fría; por la noche, pasan por un elaborado ritual dionisíaco que
implica una orgía de vino, danza y sexo. Llaman a eso unas «vacaciones
mediterráneas».

Posdata: la naturaleza como daimónica

En ningún lugar es tan evidente la ambigüedad de la naturaleza como en la


iniciación. La frontera donde termina este mundo y empieza el Otro es siempre
movediza, pero la naturaleza contiene a ambos. Una aldea tribal constituye este
mundo, lo que los antropólogos llaman «hábitat», en oposición a la «jungla» que
nos rodea. Pero la jungla no es solamente algo que temer y evitar a toda costa,
como el caos; es también el sitio de enterramientos, de montañas ancestrales, de
rocas y riachuelos con dáimones amables; lugares todos que se deben visitar en
momentos sagrados, por razones sagradas como la iniciación, así como también
deben ser evitados en momentos profanos.

La naturaleza es personificada a menudo como una diosa poderosa, de


forma cambiante, potencialmente benigna o amenazadora, domesticada o salvaje,
amable o peligrosa, dependiendo de dónde, cuándo o cómo nos acerquemos a ella.
Por supuesto, el cristianismo la polarizó e hizo de ella un obstáculo para la libertad
de espíritu, por una parte, y una creación de Dios y la manifestación de su amor,
por otra. El literalismo moderno la polarizó aún más, como hemos visto: el
racionalismo la demonizó, mientras que el sentimentalismo romántico la
divinizaba (el romántico auténtico siempre es consciente de la ambivalencia
tradicional).

En el siguiente capítulo describiré la ambivalente respuesta de Charles


Darwin a la naturaleza. No tengo interés en atacar a Darwin, pero quiero probar
una hipótesis: si los dáimones y el Otro Mundo, el mito y la iniciación, son
realidades universales, seguirán estando presentes en una cultura como la nuestra,
que pretende excluirlos. Pero ¿qué forma pueden adoptar? ¿Sería capaz de
reconocerlos? ¿Podrían estar escondidos en las sombras de esas creencias centrales
nuestras como el darwinismo y su sucesor, el neodarwinismo, que pretenden
haber desbancado al mito a la hora de hablarnos de quiénes somos y de dónde
venimos? ¿Sería posible aplicar la misma clase de investigación escéptica a la
historia darwinista de nuestros orígenes, tal como ellos la aplican a mitos como el
Jardín del Edén? No es que yo me quiera adherir al mito bíblico de la creación, o
creacionismo. Más bien me gustaría seguir un jeu d’esprit para ver adónde conduce,
y tal vez cuestionar el literalismo en cualquier creencia sobre nuestros orígenes a la
que nos aferremos.

12
Los ANIMALES QUE MIRARON FIJAMENTE A DARWIN

Cuando Charles Darwin se embarcó, a finales de i83i, en un viaje al Nuevo


Mundo que iba a durar cinco años a bordo del Beagle, era un científico en ciernes
que sostenía la visión racionalista de la naturaleza propia de la Ilustración, es decir,
que ésta era una máquina, tan precisa como un reloj, que un Dios trascendente
había puesto en movimiento dejando que siguiera su propio curso. Al mismo
tiempo, no había olvidado en absoluto la reacción romántica, que veía la
naturaleza más poéticamente, a veces de manera panteísta, como un reino de
manifestación divina.
Darwin era un hombre imaginativo amante de la poesía (El paraíso perdido de
Milton era su constante compañía), y su primer encuentro con la naturaleza
tropical fue esencialmente romántico, similar a una epifanía. La «exuberancia
salvaje» de la jungla, dice, es como «las glorias de otro mundo»; [245] contemplarla es
una visión nueva y arrolladora, «como dar ojos a un ciego». [246] El recorrido por la
lluviosa selva brasileña le resulta fascinante y profundamente conmovedor. Siente
una «devoción sublime por el Dios de la naturaleza». [247] ¿Cómo podría Darwin
expresar tal encantamiento?

Podría haber respondido poéticamente a esa visión y convertirse en una


especie de Wordworsth, pero odiaba escribir. Podría haber pasado sus días
alabando al Creador de tanta belleza, si hubiera sido el clérigo que estaba
destinado a ser. Pero era, y siguió siendo, un científico. Su trabajo no era
permanecer abierto a la naturaleza de forma imaginativa, sino desglosarla en
hechos individuales. Encuentra difícil hacerlo, porque realmente no subscribe la
visión ilustrada de la naturaleza como máquina diseñada por un Dios protestante.
Piensa en ella como en un poder creador, fuente de toda forma de vida: «a través
de su prodigiosa fertilidad, su poder de variación espontánea y su poder de
selección, podría hacer todo» lo que Dios hizo. [248] En otras palabras, Darwin
imagina a la naturaleza como una especie de diosa. Apenas es consciente de ello,
desde luego, pero deja algún indicio, porque en sus escritos se disculpa ante los
lectores por hablar tan a menudo de la selección natural como si fuera un poder
inteligente: «También yo he personificado la palabra naturaleza; pues me ha sido
difícil evitar esta ambigüedad».[249]

Se empieza a notar la disparidad entre su éxtasis inicial y su deber


profesional. Su diario cambia de tono. La belleza constante empieza a
«desconcertar la mente»; el bombardeo de imágenes, el «caos de deleite», se hace
«fatigoso»;[250] como «un sultán en el serrallo», «se acostumbra a la belleza». [251] Peor
aún, cada vez le da más vértigo, y finalmente es presa del pánico: dos animales me
miran fijamente a la cara, sin etiquetas ni epitafios científicos». Es un momento
decisivo: el momento en que Darwin abandona el intento de abrazar a la
naturaleza en su totalidad, con sus maravillas y su fecundidad; entonces, desde el
temor al «caos», empieza a armarse contra ella con clasificaciones y datos.

Éste, recordemos, es el problema con la Madre Naturaleza. No es la entidad


fija que los científicos, que la ven a través de sus lentes literalistas, querrían
hacernos creer. Es un mar de metáforas que nos devuelve reflejado el rostro que le
mostramos. La describimos, según la perspectiva con la que la observamos, como
un enemigo implacable, por ejemplo, o un ritmo inmenso y armonioso; como una
criatura salvaje que debemos domesticar, una ninfa que debe ser respetada o un
violento animal con garras y dientes ensangrentados. En la medida en que Darwin
se acobarda ante una naturaleza desconcertante y la rechaza, en la misma medida
ella vuelve a él, hostil y escalofriante. Hacia los cincuenta años, escribirá
sorprendentemente: «La visión de una pluma en la cola de un pavo real me pone
enfermo cada vez que la miro».[252]

La náusea de Darwin

El primer encuentro de Darwin con la náusea fue a bordo del Beagle. Estuvo
horrible, angustiosamente mareado durante cinco años. Nunca se adaptó, nunca se
sintió a gusto en el mar, pero, de un modo heroico, ni abandonó ni se volvió a casa,
a pesar de que lo deseaba ardientemente, pues sufría también de una nostalgia
paralizante que le impidió percibir la riqueza y variedad de sus últimas escalas, de
Tahití a Mauricio. Luchó contra la náusea cumpliendo su deber de naturalista,
reuniendo y catalogando tenazmente muestras, anhelando estar en casa y
maldiciendo el mar, ese «monstruo furioso» al que toda su vida «odió y aborreció».
[253]

El mareo físico de Darwin es claramente un síntoma de una náusea más


existencial. Odiaba el mar porque nunca dejaba de fluir, de moverse, sacudiéndole
hasta los cimientos. Se puede ver como una metáfora de su propia vida
inconsciente y especialmente de sus movimientos, las emociones. Lo sabemos
porque, en cuanto llegó a casa, se instaló en la campiña de Kent y apenas se volvió
a mover. Cualquier viaje, incluso un viaje de un día a Londres, le hacía marearse
de sólo pensarlo, le provocaba violentas náuseas y trataba de retrasarlo tanto como
podía.[254] Pero el movimiento físico no le afectaba tanto como el movimiento
emocional. Un desacuerdo trivial con un colega le dejaba postrado con náuseas; el
pensamiento de lo que la crítica pudiera decir sobre sus libros le hacía vomitar
durante horas. Su enfermedad, nunca diagnosticada de manera satisfactoria, que
se declaraba cada vez que se movía o era obligado a moverse, hizo que su vida
llegara a veces a ser insoportable. «Una tercera parte de su vida laboral la pasó
doblado, temblando, vomitando y remojándose con agua helada». [255] No
sorprende, pues, que la naturaleza, turbulenta y caótica como el aborrecido mar, le
produjera náuseas. Cuanto más hermosa era —una pluma de pavo real—, más
conmoción y más repugnancia le producía.

La madrastra imbécil

En presencia de la selva virgen, «templos llenos de las variadas


producciones del Dios de la naturaleza», el joven Charles no podía evitar sentir
que «hay en el hombre algo más que el mero aliento de su cuerpo». [256] Éstos eran
los templos que él esperaba adorar científicamente. Pero antes de que se
cumplieran tres años de su vuelta a Inglaterra ya se había convertido en un
materialista encubierto. Tuvo que ocultar su creencia porque, aunque el
materialismo era corriente en las escuelas médicas más radicales y entre los que se
proclamaban ateos, era todavía anatema para la ortodoxia anglicana imperante, y
por lo tanto para la respetabilidad que Darwin temía perder. [257]

No es que él abrazara el ateísmo, entonces o más tarde. Era ambivalente en


la cuestión de Dios, agnóstico, aunque podamos ver cómo, en el transcurso de su
vida, el sentimiento religioso de su juventud simplemente se iba desvaneciendo.
Era como si ya no le interesara. Cada vez que se le importunaba preguntándole por
sus creencias religiosas, daba rodeos o se contradecía. [258] Entretanto, su
materialismo le decía que no había «nada más en el hombre»: la mente podía ser
reducida a materia, a átomos vivos que se organizan a sí mismos; y el pensamiento
era meramente una secreción del cerebro, como la bilis que el hígado secreta. [259]
Como he tratado de indicar, es la gran atracción de la «madre» escondida en el
materialismo, que conecta todos los acontecimientos psíquicos con los materiales y
convierte todas las metáforas en mera materia. Tomando literalmente la metáfora
de la «mera materia», Darwin esperaba neutralizar el poder perturbador de la
Madre Naturaleza y fijarla en una unidad de significado que le diera la estabilidad
que tanto anhelaba.

Pero la naturaleza no se estabilizaba ni se movía uniformemente, como la


máquina que se suponía que era. Cada vez que Darwin la contempla, le hace
estremecerse. Piensa en ella como una especie de madrastra malvada, aunque
imbécil: «desmañada, derrochadora, torpe, grosera y horriblemente cruel». [260] No
puede soportar la vida, dice, sin la ciencia, su único baluarte contra el mareo y la
repugnancia. Lucha por alcanzar el adecuado desapego científico, pero no puede
mirar por la ventana de su estudio sin acordarse de «la espantosa aunque
silenciosa guerra de seres orgánicos que se desarrolla en los pacíficos bosques y los
amables campos».[261]

Pero, en realidad, la guerra continúa en otro sitio. Detrás de la sonriente cara


pública de Charles, por debajo de la pacífica rutina doméstica, el materialista
racional es socavado por una profunda angustia y se siente atormentado por los
sentimientos nauseabundos del amante de la poesía. Tragándoselos como podía, le
eran devueltos como naturaleza demonizada, más vengativa por haberle sido
negado el reconocimiento consciente. Sabe que la naturaleza es despiadada porque
mató con una de sus enfermedades a Annie, su hija pequeña, a la que lloró todos
los días de su vida. Cualquier otro se habría vuelto hacia Dios, o le habría echado
la culpa. Pero, para Darwin, Dios está demasiado lejos, y los fortuitos actos de
brutalidad de la naturaleza son inmediatos. La única manera de habérselas con ella
es definirla y confinarla científicamente en una ley. Él la denomina ley de la
«selección natural», que será aceptada como el mecanismo de la evolución. Pero
hay algo más que un poco de la visión distorsionada de Darwin en esa «ley» que él
y sus sucesores afirmaron como una verdad objetiva.

La supervivencia del más apto

La teoría moderna de la evolución afirma que las especies evolucionan hacia


otras especies por selección natural. Muy ocasionalmente, una mutación fortuita en
la estructura genética de un miembro de una especie favorecerá su supervivencia.
Ese individuo y su descendencia son por ello seleccionados naturalmente para
prosperar sobre otros miembros de su especie.

El ejemplo de selección natural que me convenció de su veracidad es el caso


de las polillas de Manchester. En el siglo XIX, las chimeneas de las fábricas de los
alrededores de Manchester vomitaban tanto humo que los árboles se teñían de
negro. Una polilla de color gris claro (Biston betularia) permaneció en su corteza y
se valió de su camuflaje para evitar ser devorada por los predadores. A medida
que los árboles se iban volviendo más oscuros, las mariposas iban
«evolucionando» hacia una coloración progresivamente más oscura. [262]

Imagínense cuál fue mi decepción cuando descubrí que no se trataba de una


prueba de selección natural. Lo que en realidad sucedía era lo siguiente:
originalmente había una gran cantidad de polillas grises y unas pocas más oscuras
de la misma especie. Las de color más claro eran devoradas porque su camuflaje ya
no servía, mientras que las más oscuras prosperaron. No había ningún cambio
evolutivo, ni tampoco selección natural, sólo un cambio de población; algo así
como si una enfermedad exterminara a los blancos y no afectara a los negros.
Aunque esta historia evolucionista fuera verdad, sólo representaría una
pequeñísima alteración en una única especie; no habría nada remotamente
parecido al cambio de una especie en otra.[263]

Los darwinistas pueden protestar diciendo que ellos nunca afirmarían que la
historia de las polillas es una evidencia de la selección natural. Sin embargo, la
historia está todavía en libros de texto y enciclopedias; y, aunque no fuera así, los
darwinistas de a pie siguen contando orgullosamente el cuento de la polilla. Es un
tipo de leyenda que no se preocupan de corregir aquellos que tienen más
conocimientos. Más aún que una leyenda: esta era la teoría oficial al menos hasta
1970, cuando el A Handbook of Evolution[264] del Museo Británico de Historia Natural
describía la «mdanosis industrial» de las polillas como «el cambio evolutivo más
sorprendente realmente presenciado» y como «prueba de la selección natural». [265]
Mi opinión es que muchas «pruebas» darwinistas se sitúan en ese nivel; dicho de
otro modo, parecen ser una especie de folclore.

Darwin modificó el énfasis de la «selección natural» cuando adoptó la


expresión «supervivencia del más apto», de Herbert Spencer (que también acuñó el
término «evolución»). Esta expresión es más apropiada a su concepción de la vida
como una amarga lucha. Pues lo que sucede, decía Darwin, es que aquellos
animales que son más aptos para su entorno son los que tienen más éxito y los que
tienen más descendencia. ¿Cómo medimos la aptitud de cualquier animal? Por su
capacidad de supervivencia, dicen los darwinistas. Por eso los más aptos
sobreviven, y aquellos que sobreviven son los más aptos. Es dudoso que una
simple tautología —que los supervivientes sobreviven— pueda ser nunca una ley
significativa.

Aunque no fuera tautológica, la supervivencia de los más aptos seguiría


siendo dudosa. Es una noción completamente individualista que excluye la
cooperación, el amor y el altruismo que caracterizan a muchas especies sumamente
prósperas, incluida la nuestra. La competición sanguinaria que Darwin imaginó
como la característica distintiva de la naturaleza pocas veces se encuentra en la
práctica. La abrumadora mayoría de las más de 22.000 especies de peces, reptiles,
anfibios, aves y mamíferos no luchan ni matan por comida ni compiten
agresivamente por el espacio.[266] Además, en el éxito influye gran cantidad de
factores, y la suerte no es el menor; de hecho, la idea de que un entorno
competitivo elimina a los débiles y asegura la supervivencia del más apto ya no es,
para ser justo con los darwinistas, ampliamente suscrita. «Más aptos» ha tendido a
ser reemplazado discretamente por «adaptados».

Las teorías de la selección natural, o la «supervivencia de los más aptos», no


clarifican cómo evolucionan las criaturas. Es sólo otra manera de decir que algunos
animales viven y se reproducen, mientras otros desaparecen. No es una «ley», ni
siquiera una descripción especialmente precisa de la naturaleza. De ser algo, es
algo más parecido a un síntoma de la visión enferma de Darwin que otra cosa: su
rechazo a reconocer los múltiples rostros de la naturaleza y su insistencia en un
solo rostro, que le devolvía su mirada fija como una máscara cruel.
Como la naturaleza le asaltaba con oleadas de náuseas, Charles construía
frenéticamente diques de hábitos y «rutinas puntuales, con sus días iguales como
“dos guisantes”»,[267] y se esforzaba por proteger su vida emocional. Pero, por
supuesto, los muros que levantó para mantener a raya a la naturaleza se
convirtieron en su prisión. «He perdido, para mi desdicha, todo interés en
cualquier tipo de poesía», escribía con tristeza. Desaparecido el amado Milton de
su juventud, perdido su Paraíso, incluso lo intentó desesperadamente con algo más
fuerte: Shakespeare, a quien había amado siempre. Pero «lo encontré tan
absolutamente monótono que me produjo náuseas». [268] ¿Monotono, de verdad?. Su
único placer radicaba en pequeños experimentos con sus queridas lombrices de
tierra y las flores diminutas que reprendía y alababa; [269] y esto era admisible sólo
porque podía pasar clandestinamente bajo el manto de la ciencia. Sin embargo, los
gusanos no podían salvarle. «Mi mente se ha convertido en una especie de
máquina para procesar leyes a partir de numerosas colecciones de hechos». [270]
Pobre Charles, un hombre bueno y amable, que se había pasado la vida negándole
a la naturaleza su alma y que, a resultas de ello, perdió la suya; la máquina en que
quería convertirla acabó siendo aquello en lo que él mismo se convirtió.
13
La TRANSMUTACIÓN DE LAS ESPECIES

Los hechos de la vida

Un número sorprendente de personas cree que los seres humanos


descienden de hombres del espacio que aterrizaron en la tierra y que, como los
misteriosos nefilim del Génesis, «sé unieron a las hijas de los hombres». Podemos
sonreír ante este mito, pero no es especialmente ridículo. Todas las culturas
tradicionales creen que son descendientes de dioses, humanos divinos como los
antepasados o animales divinos, muchos de los cuales vinieron del cielo.
Naturalmente, no comprendemos a los clanes que reclaman descender de un
leopardo o de un oso, porque pensamos que ellos creen en una descendencia
biológica literal, lo que no es cierto. Son los occidentales quienes toman
literalmente sus mitos de procedencia, de manera que, cuando dejamos de creer
que descendemos literalmente de Adán y Eva, que fueron creados según el
arzobispo Ussher de Armagh en el año 4004 a. C., sin demasiado esfuerzo pasamos
a creer que descendemos del mono. Los pueblos tribales entenderían por ello
antepasados monos divinos, pero ¿monos reales…? Serían ellos los que sonreirían.
La última risa superior es la nuestra, desde luego, porque, a diferencia de los
ingenuos pueblos tribales y los chiflados que hablan de extraterrestres, nosotros
tenemos una teoría científica sobre nuestros orígenes: la evolución.

En 1992, un escritor científico llamado Richard Milton publicó un libro, The


Facts of Life, que cuestionaba la validez científica de la teoría de la evolución.
Cuando leí una reseña de Richard Dawkins, que describía el libro como
«disparatado», «estúpido» y «baboso», y a su autor como alguien que «precisa
asistencia psiquiátrica»,[271] me sentí naturalmente agradecido hacia Dawkins por
llamar mi atención, a través de su crítica cuidadosamente razonada, hacia una obra
que de otra manera me podría haber pasado inadvertida. Mr. Milton resultó estar
desconcertantemente sano. Escribió su libro como un padre preocupado porque a
su hija le habían enseñando una teoría como si fuera la verdad del Evangelio. [272]
No hay, dice, pruebas suficientes para establecer que la teoría de la evolución sea
una realidad.

La teoría, como todo el mundo sabe, afirma que todos los organismos del
planeta han evolucionado por mutación fortuita». De vez en cuando, un miembro
de una especie nace por accidente con alguna característica que le da una ventaja
sobre sus vecinos, como un cuello ligeramente más largo que le permite comer
follaje de una parte más alta del árbol. La selección natural hace el resto, y la
evolución produce una jirafa. Por eso, en el curso de millones de años hay lo que
en la época de Darwin se llamaba una gradual «transmutación de las especies», [273]
por medio de la cual todo lo que ahora está vivo evolucionó de algún antepasado
común, como un sencillo organismo del mar. Muchas especies no sobrevivieron,
sino que fueron eliminadas por la selección natural (así lo cuenta el cuento); y
conservamos sus restos fósiles —todos los dinosaurios, por ejemplo— para
probarlo.

Un hecho crucial es que la teoría predice inmensas cantidades de fósiles,


como invertebrados con rudimentarias espinas dorsales, peces con patas, reptiles
con alas medio formadas, es decir, fósiles de todas las especies de transición que
relacionan los peces con los reptiles, y a los reptiles con las aves y los mamíferos.
Predice aún más fósiles de todas las especies intermedias entre los primeros
mamíferos conocidos (posiblemente un pequeño roedor) y nosotros mismos. Así
mismo, predice más fósiles de todas aquellas especies intermedias que no
sobrevivieron, los monstruos que fortuitamente experimentaron un cambio sin
salida. Sin embargo, no tenemos ni uno solo de tales fósiles (bien, tal vez haya uno,
y ya hablaré de ello).

La falta de fósiles desconcertó a Darwin y a sus colegas, pero supusieron que


finalmente aparecerían las pruebas. Hemos estado buscando en todos los lugares
posibles durante más de cien años y todavía no hemos encontrado ningún fósil
correspondiente a esas especies de transición (salvo, quizá, uno). Ni se tiene noticia
de ninguna especie de transición viva en la actualidad. ¿Cuándo dejaremos de
promulgar la evolución como un hecho probado?, pregunta Milton, al que también
molesta con toda razón el fervor religioso con que se promueve la teoría y la
manera en que cualquier disidente es desautorizado, o se le niega el acceso a las
publicaciones científicas. Él mismo no pretende saber cómo apareció la vida que
conocemos. Categóricamente, no es un creacionista (un creyente en la verdad
literal del relato bíblico de la creación). Sin duda quedaría espantado por mi propia
glosa del evolucionismo. Simplemente, deplora «hasta qué punto el darwinismo
ideológico ha reemplazado al darwinismo científico en nuestro sistema educativo».
[274]

El fervor de una ideología puede a veces llevar a sus partidarios a decir


verdades a medias, e incluso a tratar de hacer juegos de manos con las pruebas.
Los evolucionistas están naturalmente dispuestos a mostrarnos una «secuencia
evolutiva». Pero la única con un número decente de «pasos» —es la prueba clásica
— muestra unos caballos evolucionando en línea recta. Fue construida
apresuradamente y, a medida que fueron apareciendo más fósiles, resultó que la
evolución no había sido en absoluto lineal ni ascendente, sino que (con referencia
al tamaño solamente) los caballos habían sido más altos en un principio, pero
luego eran de nuevo más bajos con el paso del tiempo. Además, aunque existen
similitudes entre, digamos, los dos primeros caballos de la «secuencia», Eohippus y
Mesohippus, las diferencias son todavía mayores; y no hay pruebas de ninguna
especie que los conecte. La sugerencia de que forman una cadena evolutiva «no es
una teoría científica, es un acto de fe».[275] Felizmente, hay un «eslabón perdido» en
el que descansa en gran parte la teoría de la evolución: el Archaeopteryx.

En i86i, unos canteros de Solnhofen, en Baviera —zona conocida por sus


fósiles—, partieron una piedra que contenía un Compsognathus fosilizado, un
dinosaurio del tamaño de una paloma. Sorprendentemente, tenía plumas. O, al
menos, tenía plumas cuando fue vendido al Museo Británico…

Llamado Archaeopteryx, el fósil era tal vez la prueba no sólo de una especie
de transición, sino también del momento en que los reptiles se transformaron en
aves. Sus características de reptil incluían garras «rudimentarias», dientes y una
cola ósea. Sus características aviares eran las «plumas y alas verdaderas», y
posiblemente su espoleta, análoga a la clavícula de los mamíferos, que no tienen
los dinosaurios. Sin embargo, no poseía los poderosos músculos pectorales
necesarios para volar, así que debía de haber sido un planeador o, si no, algo que
se parecía un poco a un pollo. [276] En resumen, podía ser un dinosaurio con alas o
un ave dentada de cola ósea, dependiendo de cómo lo miremos, aunque el
supuesto pájaro hacia el que evolucionó (Protoavis) ha sido descubierto en Texas en
lechos considerados setenta y cinco millones de años más antiguos que aquellos en
los que se encontró el Archaeopteryx. [277] Por último, se debe recordar que el
Archaeopteryx es un «eslabón perdido» sólo conjetural-mente. Como el resto de las
especies, está aislado en el registro de fósiles, sin ninguna huella de antepasados o
descendientes inmediatos.

El Archaeopteryx es ambiguo, elude la interpretación, cambia de forma


entre ave y reptil según el observador. Visto desde la fe neodarwinista, es un ser
intermedio entre ave y reptil. En otras palabras, cumple todas las funciones de un
daimon, igual que hacen todos los eslabones perdidos. Son intrínsecamente
borrosos, abiertos a diferentes lecturas interpretativas. Son incluso turbios, como el
eslabón perdido entre los humanos y los monos que se encontró en un pozo de
grava en Sussex en 1912. Un fragmento de caja de cráneo humano y una quijada de
mono proporcionaron la base para una «reconstrucción» del Hombre de Piltdown.
Cuando cuarenta años más tarde se demostró que era un engaño, se puso
claramente de manifiesto que los científicos pueden ser tan crédulos como
cualquiera. Cuando aparecen pruebas para su ideología, ven lo que esperan y
desean ver.

Si, por ejemplo, se mira el Archaeopteryx a través de los ojos de los


profesores antidarwinistas Fred Hoyle y Chandra Wickramasinghe, se ve de
inmediato que es un fraude.[278] Las plumas son totalmente modernas y quedan
impecablemente alineadas en un plano, mientras que la roca en la que está el fósil
ha sido partida con tan improbable precisión por el centro de las plumas, que el
dibujo de las dendritas en la roca natural está únicamente ausente en las zonas
emplumadas. Las plumas no están siquiera arraigadas en la cola, sino meramente a
su alrededor. El Archaeopteryx es un auténtico Compsognathus fósil, afirman los
profesores, al que se han añadido las marcas de las plumas, tarea sencilla si se
imprime un poco de pasta y piedra pulverizada. [279]

El primer Archaeopteryx fue conseguido por Karl Haberlein y vendido al


Museo Británico por una gran suma de dinero dos años después de la publicación
de El origen de las especies de Darwin. Fue una singular casualidad, pues el principal
propagandista de Darwin, T. H. Huxley, acababa de reflexionar sobre que las aves
debían de descender de los reptiles y que un día aparecería un reptil emplumado.
Y apareció, casi idéntico a la descripción de Huxley. Desgraciadamente, la cabeza
de este primer Archaeopteryx estaba destrozada, de manera que era imposible
llegar a una conclusión sobre la cuestión crucial de la presencia o ausencia de
dientes. Por suerte, como para colocar el asunto decisivamente a favor de los
darwinistas, dieciséis años más tarde apareció otro Archaeopteryx. Fue descubierto
por Ernst Haberlein, hijo de Karl, que también consiguió una gran cantidad de
dinero por él. ¿Suerte? ¿Coincidencia? ¿O el caso de un padre que transmite sus
habilidades, algunas de ellas arqueológicas, al hijo?

Hay otros pocos Archaeopteryx, pero son o bien «reclasificaciones» de


Compsognathus fósiles o bien exiguos restos igualmente interpretados por el ojo
de la fe.[280] Los recientes descubrimientos en China, en la década de 1990, de dos
reptiles del tamaño de un pavo, emplumados pero incapaces de volar,
denominados respectivamente Protoarchaeopteryx robusta (pues se cree que es un
antecesor del Archaeopteryx) y Caudipteryx (debido a las plumas de la cola) han
sido recibidos como nuevas pruebas de que las aves descienden de los dinosaurios.
Pero en realidad sólo hay pruebas de que algunos dinosaurios pequeños, incluido
tal vez el Archaeopteryx, tenían plumas, pero no para volar, sino posiblemente
como aislante, camuflaje, o tal vez como una broma, y sin necesidad de estar
relacionados con las aves.[281]
Evolución e involución

¿Por qué los evolucionistas creen en su teoría contra todas las pruebas? En
parte, supongo, porque no existe ninguna historia alternativa creíble; sobre todo,
porque es un poderoso mito de creación que exige ser creído implícitamente.

El análisis estructural ya ha demostrado cómo mitos que pueden parecer


muy diferentes en la superficie son en realidad variantes del mismo mito.
Simplemente, son transformados según ciertas reglas arquetípicas. Esto es cierto en
los mitos de evolución e involución.

Tradicionalmente, los mitos de creación son involutivos. Describen cómo


descendemos de dioses o de antepasados divinos, y nuestro estado presente es una
caída, una regresión desde la perfección del pasado. Somos inferiores a nuestros
antepasados. Nuestra misión es recrear las condiciones del Edén o de la Arcadia, el
estado de la armonía pasada.

Sólo nuestro mito científico occidental es evolutivo. Describe cómo hemos


ascendido desde los animales hasta nuestro presente estado avanzado,
progresando desde la imperfección del pasado. Somos superiores a nuestros
ancestros. Nuestra tarea es crear las condiciones de la Nueva Jerusalén o Utopía, el
estado de la armonía futura.

Observamos que los dos mitos son, como ocurre muy a menudo, simétricos
pero invertidos. Así, mientras el mito evolutivo pretende que no es un mito en
absoluto, sino historia, que reemplaza a todos los demás mitos, vemos que en
realidad es una variante del mito involutivo, una variante excéntrica que quiere
que se la tome literalmente.

El evolucionismo coloca a los humanos en la copa del árbol, posición que


con anterioridad ocupaban los dioses. También nos dota de los poderes divinos de
razón, etc. Pero afirma, al mismo tiempo, que somos sólo animales, un producto
meramente biológico. En otras palabras, hemos «ascendido» para convertirnos en
los «animales divinos» de los que tantas culturas tradicionales dicen descender.

El lugar en que realmente se produce la «transmutación de las especies» no


es la naturaleza, sino el mito. Especies de dioses y dáimones siempre se están
apareciendo a los seres humanos en forma animal. Brujas y chamanes asumen
forma de animales, y algunos animales se quitan la piel para asumir forma
humana. El intercambio de humanos y animales es una metáfora de la relación
recíproca entre este mundo y el Otro, de la manera en que cada uno fluye en el
otro. Antiguamente, creíamos en hombres lobo; las tribus africanas todavía creen
rutinaria-mente en hombres leopardo o en hombres cocodrilo. Actualmente,
nosotros creemos en hombres mono. El mito no plantea ninguna objeción a la
transformación de un mono en un hombre, o viceversa; pero sólo a los
evolucionistas se les ocurriría entender esto literalmente; la transmutación de las
especies es una literalización del cambio de forma daimónico.

Las especies de transición abundan en el mito, donde no sólo tenemos


hombres-animal, sino también centauros, sátiros, faunos, sirenas, etc.; pero están
ausentes en la realidad. La evolución actúa imaginativamente, pero no
literalmente. La búsqueda del mágico hombre mono, o «eslabón perdido» que
transformará el mito en historia, tiende a seguir la misma secuencia de
acontecimientos: se encuentra un diente o un hueso y se saluda con excitación
como prueba del eslabón perdido. Pasa el tiempo y se lo reclasifica a regañadientes
como de hombre o de mono.

Eslabones perdidos

La búsqueda de «eslabones perdidos» en la cadena evolutiva se puede


remontar hasta la doctrina escolástica —axiomática durante más de mil años— de
que «la naturaleza no da saltos». Esto a su vez repetía el principio filosófico de
continuidad, que afirmaba que no hay ninguna transición abrupta de un orden de
realidad a otro. A su vez, este principio era idéntico a la ley del término medio
formulada por el filósofo neoplatónico Jámblico, que sostenía que «dos términos
disimiles deben estar unidos por otro intermedio que tenga algo en común con
cada uno de ellos».[282] Cita como ejemplo el papel de los dáimones que median
entre dioses y hombres, e igualmente el papel del alma, mediadora entre la
eternidad y el tiempo, y entre el mundo sensible y el inteligible. [283] Oculta en la
teoría de la evolución hay, por tanto, una doctrina de los dáimones que debe más a
la tradición que al empirismo.

Pero aparte de esta especie de precedente filosófico de los «eslabones


perdidos», lo que parece suceder es simplemente que la necesidad de continuidad
ejerce tanta fascinación arquetípica sobre la imaginación como pueda ejercer la
idea del cambio de forma. Construimos siempre una serie de vínculos entre
nosotros y los dioses (o lo que pensemos que es el fondo de nuestro ser), como las
emanaciones neoplatónicas, la Cadena del Ser medieval o los santos, los ángeles y
la Santísima Virgen del catolicismo romano.
Cuando el protestantismo y, más tarde, el deísmo del siglo XVILL
suprimieron los vínculos entre nosotros y Dios, fue más fácil dejar de creer en Él;
pero también quedó un vacío que clamaba por ser llenado con alguna nueva
cadena del ser, y la teoría de la evolución cumplía exactamente los requisitos. El
modelo de la cadena evolutiva no era sin embargo teológico ni filosófico. Era la
imagen especular de esa cadena involutiva que en las sociedades tradicionales
proporcionan las genealogías. Cuando remontamos hacia atrás, hacia nuestros
orígenes, hasta los dioses o los antepasados, derivamos de un modo correcto la
historia del mito, que por tradición siempre es anterior. El evolucionismo trata,
incorrectamente, de literalizar el mito convirtiéndolo en historia.

En la época de Darwin la genealogía era, por decirlo así, la visión ortodoxa


normal de la evolución: todos éramos descendientes de Adán y Eva. En vez de
desliteralizar esta versión involutiva fundamentalista de los acontecimientos
devolviéndola al mito, el evolucionismo se fue al polo opuesto, igualmente literal,
insistiendo en una versión evolutiva fundarnentalista. El atolladero continúa hasta
hoy, con los darwinistas llevándose a matar con los creacionistas, a los que no hay
forma de hacer desaparecer. En octubre de 1999, el Consejo de Escuelas de Kansas
votó la eliminación de la enseñanza de la teoría de la evolución del currículum
escolar.
El sacerdocio científico

¿Pero a qué nos une la cadena evolutiva, si no es a Adán y Eva? La respuesta


darwinista, por supuesto, es que nos une a un antepasado simiesco en primera
instancia, y finalmente a moléculas de proteínas en el océano primitivo. La
respuesta psicológica es que nos vincula a una versión simétrica pero invertida del
Dios trascendente que ha sido abolido: es decir, nos vincula a una diosa inmanente.
Los darwinistas no son conscientes de ella, pero está presente en la visión de
Darwin de la naturaleza como un poder cruel, que sus sucesores han heredado.
Todavía hoy ven la naturaleza a la luz romántica, sin ser conscientes de ello, como
la fuente incontenible de todas las formas de vida («por medio de su fertilidad
prodigiosa, sus poderes de variación espontánea y sus poderes de selección», [284]
puede hacer todo lo que Dios hizo). Cuando Jacques Monod escribió sobre los
«inagotables recursos del pozo del azar», [285] estaba utilizando una metáfora que
tradicionalmente pertenece a la Creadora, en su manifestación como Alma del
Mundo.

La diosa está particularmente presente en cualquier ideología que enfatice el


crecimiento y el desarrollo. Como James Hillman ha observado, dos términos
evolutivos de la biología darwinista […] se armonizan con la persona del arquetipo
de la madre».[286] Es su perspectiva la que «aparece en las hipótesis sobre los
orígenes de la vida humana, la naturaleza de la materia y la generación del
mundo».[287] Si ella era el arquetipo que estaba detrás del modelo de evolución en
forma de arbusto planteado por Darwin, «una rica radiación de formas variadas»,
[288]
fue otro arquetipo —el apolíneo— el que cambió este modelo en algo que
Darwin nunca pretendió. La evolución llegó a identificarse no sólo con el
crecimiento, sino con el crecimiento ascendente, una «escalera mecánica» hacia una
mejora cada vez mayor. Parecía ofrecer así la prueba biológica de la creencia
ilustrada de que el género humano sigue el mismo modelo de crecimiento que el
individuo. De este modo, los discípulos de Darwin vieron claramente una
progresión desde las infantiles culturas nativas a las más maduras culturas
occidentales, hasta llegar a la más madura cultura occidental —la británica—, y a
los individuos más desarrollados en esa cultura, a saber, los científicos británicos,
que, por una feliz coincidencia, resultaron ser ellos mismos.

De esta manera, los científicos se convirtieron en una nueva clase de


sacerdocio del que fluía toda autoridad. Ellos mismos fueron muy explícitos sobre
este punto, promoviendo sin ironía la teoría de la evolución como un nuevo
«evangelio».[289] Seguidores de Darwin, como Hooker, Tyndall, Spencer y Huxley,
se integraron en un enclave secreto —el club X— con la deliberada intención de
tomar el poder en la Royal Society, comprometiéndose a «colocar un sacerdocio
intelectual a la cabeza de la cultura inglesa». [290] Las religiones no necesitan una
prueba científica, y la suya tampoco: la verdad de la evolución era realmente una
revelación de la diosa por la que habían sido apresados de modo inconsciente.

Y esa revelación es verdadera, aunque sólo sea porque todas las historias,
incluso las más sorprendentes, encarnan una verdad imaginativa. «Todo lo que
puede ser creído —afirmó Blake— es una imagen de la verdad». [291] Los
evolucionistas son culpables de idolatría, no porque adoren imágenes falsas, sino
porque falsamente adoran una sola imagen, fijando la riqueza de las metáforas de
la naturaleza en un modo único y rígido y obstruyendo así el fluido y oceánico
juego de la imaginación, tan espantosa para Darwin y, sin embargo, tan esencial
para la salud del alma.

Genes como dáimones

Según Platón, al nacer se nos asigna al azar un daimon que determina


nuestro destino.[292] Representa, en otras palabras, esa combinación de azar y
necesidad que Jacques Monod, en el influyente libro del mismo título, atribuye a
los mecanismos clave de la evolución (mutación genética fortuita = azar; selección
natural = necesidad). Monod parece pensar que se trata de principios científicos
neutrales, libres de cualquier valoración, pero, desde luego, no lo son: son la
«diosa» habitual en dos de sus apariencias más antiguas. El azar es la ciega diosa
Fortuna, a la que los científicos reconocen inconscientemente cuando, como hacen
a menudo, califican el azar de «ciego», lo que ningún principio abstracto podría
ser. Además, el azar es precisamente de lo que se supone que nos salva una
hipótesis científica.[293] Al menos debería ser tratado como una hipótesis que hay
que establecer. En lugar de eso, el azar se da acientíficamente por supuesto, como
trasfondo sobre el que se desarrolla cualquier investigación. En pocas palabras, es
una creencia.[294]

La necesidad es a veces la todopoderosa diosa Ananke, a veces las tres


Moiras que hilan, enrollan y cortan el hilo de nuestra vida. Son ellas quienes nos
dan nuestros dáimones bajo el aspecto de azar y necesidad. Pero los dáimones
encarnan también aspectos opuestos: telos, o propósito, opuesto a azar, y libertad,
opuesta a necesidad.

El daimon es nuestro esquema imaginativo. Impone el mito personal que


representamos en el curso de nuestra vida; es la voz que nos llama a nuestra
vocación. Todos los hombres y mujeres daimónicos son conscientes de sus
dáimones personales y de sus paradojas. Yeats y Jung decían tener dáimones que
les conducían despiadadamente hacia la autorrealización —a menudo, les parecía,
contra su voluntad—, y que daban libertad a cambio de un duro servicio. [295] El
mismo lenguaje de conducción despiadada y necesidad brutal, pero sin el sentido
y la libertad concomitantes, es utilizado por los biólogos para describir los genes.

Los genes son dáimones tomados literalmente. Por supuesto, no estoy


afirmando que no existan; pero estoy lejos de ser el único que dice que su función y
significado no son tan bien comprendidos como pretenden los sociobiólogos. Son
entidades oscuras, fronterizas, evasivas, ambiguas —a juzgar por los grandes
desacuerdos que existen sobre ellas— y, como tales, satisfacen los criterios
daimónicos.

Preocupan poderosamente a Richard Dawkins, un defensor eminente del


evolucionismo. En un lenguaje notable por su antropomorfismo primitivo, afirma
que los genes «crean la forma», «moldean la materia», «escogen» e incluso
emprenden «carreras de armamentos evolutivas».[296] Como los demonios, los
genes «egoístas» «nos poseen». [297] Ellos son «los inmortales». [298] Nosotros somos
«torpes robots» cuyos genes «nos crearon en cuerpo y alma». [299] Sin duda, esto
parece más un sermón que una explicación científica. Ciertamente, demuestra la
ubicuidad de los dáimones, incluso (especialmente) cuando la literalización les
impide ser reconocidos como tales. Tradicionalmente, nuestro cuerpo ha sido
considerado el vehículo de nuestro daimon personal, nuestra alma o «sí superior».
Ahora, por una divertida inversión, se nos pide que creamos que nuestros
atributos más preciados están simplemente al servicio de los genes: «Son realmente
nuestros genes los que se propagan a través de nosotros. Nosotros sólo somos sus
instrumentos, sus vehículos provisionales…». [300] A partir de esta ideología
extremista, no resulta sorprendente que los sociobiólogos quieran creer que la
ingeniería genética lo resolverá todo, desde el cáncer hasta la adicción a las drogas
y el paro. Pero, como señala el genetista de Harvard R. C. Lewontin, no sólo esta
ideología es irreal, sino que todas sus «explicaciones de la evolución de la conducta
humana son como las historias de Rudyard Kipling en Just so, acerca de cómo el
camello consiguió su joroba».[301]
14
La COMPOSICIÓN DE LOS MAGOS

Hermes Trismegisto

La idea de principio es uno de nuestros mitos más populares. A la cultura


cristiana le interesan mucho los principios —«En el principio existía la palabra»—
y el tiempo empezó, o podríamos decir, empezó a ir hacia delante en la fecha del
nacimiento de Cristo. Pero los mitos comienzan con «Erase una vez» para indicar
que no hay literalmente principios, sólo hay mitos sobre principios. Según uno de
esos mitos, el Renacimiento comenzó en i4S 3, cuando Constantinopla cayó en
manos de los turcos y sus eruditos huyeron a Occidente, llevándose consigo los
textos clásicos que harían revivir el saber humanista.

En Florencia, Cosimo del Medici contrató a personas para reunir los escritos
griegos que entonces estaban disponibles; y hacia 1460, llegó un monje procedente
de Macedonia con un manuscrito tan apasionante que Cosimo mandó a su
traductor principal, Marsilio Ficino, que dejara a un lado las obras de Platón que ya
había reunido y comenzara de inmediato con esta nueva colección de tratados.

Se llamaba Corpus Hermeticum y su autor era Hermes Trismegisto, Hermes


«[res veces grande». Ficino ya tenía referencias de él por Cicerón y por padres de la
Iglesia como san Agustín; ya sabía que era un sabio egipcio, casi un dios, de una
antigüedad asombrosa. En efecto, había colocado a Trismegisto al principio de su
«genealogía de la sabiduría», de manera que Orfeo, Pitágoras y el «divino» Platón
derivaban su autoridad de él, y ahora ¡aquí estaba una colección de sus escritos!

Puesto que en «todos los grandes movimientos hacia delante del


Renacimiento, su vigor, su impulso emocional, derivan de la mirada hacia atrás»,
[302]
el descubrimiento de textos que podían haber sido compuestos en la Edad de
Oro de la sabiduría, que los hombres habían perdido —pero que ahora podría ser
recuperada—, produjo una tremenda agitación en toda Europa. Durante los
doscientos años siguientes, muchos pensadores percibieron en las obras herméticas
la promesa de una prisca theologia, una teología prístina y original que, al ser
anterior y, por lo tanto, más sagrada incluso que el cristianismo, ofrecía una salida
a las disputas y cismas que acosaban a la cristiandad desde la Reforma.

El hermetismo estaba en condiciones especialmente favorables para ello,


porque de muchas maneras parecía anticipar el cristianismo y, al mismo tiempo,
incorporaba elementos que se parecían al platonismo, al neoplatonismo y al
estoicismo, y los sintetizaba en una religión que era mucho más atractiva por estar
libre de templos o de liturgia.

Lo que la religión hermética ofrecía era una gnosis, una revelación directa de
lo divino. Los tratados tenían forma de diálogos, muy semejantes a los de Platón,
entre un maestro y un discípulo, en los que éste es conducido hacia la iluminación
divina. El pensamiento era tortuoso y difícil; pero la mezcla de poesía y rigor
intelectual, de magia y misticismo, que comprometía apasionadamente a la
totalidad de la persona, tenía un poderoso atractivo para quienes sentían que la
religión, como ocurre con la filosofía moderna, se había perdido en la actividad
mental (el pensamiento, la reflexión) y estaba muy lejos de ser una auténtica
experiencia de Dios.

Jorobado, ceceante, propenso a la melancolía, Ficino era también brillante y


carismático. Inauguró en su villa campestre un centro filosófico que imitaba
deliberadamente la Academia de Platón en Atenas. Durante un tiempo, fue el
corazón palpitante de Florencia, cuando esta ciudad era el corazón del
Renacimiento. Ficino fue el primer gran magus del Renacimiento, palabra que
implica tanto el sentido de filósofo y sabio como el de mago. Tradujo, estudió y
enseñó las obras de Platón, Plotino, Proclo, Hesíodo y, desde luego los Hermética;
además, también practicaba la magia astral, la magia «de los astros».

La magia astral de Ficino

Nos es difícil imaginar cómo contemplaba un mago las estrellas, aunque


quizá no tanto como a menudo se supone. ¿Quién no se ha sentido imbuido de
alguna intuición mística mientras deja vagar su mente a través de un cielo
estrellado? En cualquier caso, los astros que más interesaban al mago eran los que
llamamos planetas; y aunque los veía como los vemos nosotros, como cuerpos
físicos, los contemplaba también como seres que se movían con gracia contra el
telón de fondo de las «estrellas fijas», como animales (como dice el mago Giordano
Bruno) o como cuerpos dotados de alma. A veces los veía como mundos distintos,
gobernado cada uno por un «demonio astral» o un poder angélico.

En otras palabras, los astros eran dáimones, incluso dioses, que estaban en
comunicación íntima con nosotros por una influencia invisible (influenza) tan
tangible y tan potencialmente pestilente como la gripe. Movían nuestros humores
humanos como las mareas; su música levantaba profundas resonancias en la
psique. Venus estaba relacionada con asuntos del corazón; Saturno, con estados de
melancolía; Marte, con el ímpetu del combate.
Para el joven mago inglés John Dee, los effluvia de los astros eran poderes
celestiales a los que podía invocar a la manera de Ficino, para dirigir su flujo al
«espíritu imaginativo» donde ellos «se unen más intensamente, como en un espejo,
mostrándonos maravillas y prodigios en nuestro interior»; [303] una maravillosa
descripción de las lentes de la imaginación que concentran y fusionan los rayos
que emanan de los dáimones gobernantes, ya se les describa como planetas, dioses
o arquetipos. En efecto, tal vez la única manera de que podamos comprender la
constante conciencia astrológica del mago sea leyéndola en términos psicológicos:
transponiendo los cielos y el inconsciente e imaginando que el cielo nocturno está
dentro de nosotros, y el inconsciente, fuera. No ya «como es arriba, así es abajo»,
sino «como es afuera, así es adentro». Giordano Bruno anticipó incluso este cambio
de la metáfora espacial al comparar a los astros con chispas del alma que flotan en
la infinitud de la psique, una imagen gnóstica que Jung adoptó cuando empezó a
sentir pesar por haber confinado la psique «dentro» de nosotros. Los astros se
mueven en la noche como las imágenes arquetípicas de los dioses se mueven en el
inconsciente colectivo, reflejándose cielo y psique de forma recíproca.

La magia astral de Ficino estaba concebida para atraer y dirigir las


influencias de los astros a nuestros propios fines. Era una continuación de la
anterior magia medieval que, sin embargo, tendía a invocar a ángeles o demonios
y obligarlos a cumplir los deseos de otra persona. Esto originó una magia
abiertamente «demoníaca» que parece haber atraído a los magos del norte de
Europa, como el abad Tritemio y su discípulo Johannes Reuchlin, Paracelso y,
especialmente, Cornelio Agrippa. Aunque Ficino conocía esta clase de magia, que
era al mismo tiempo más poderosa y más peligrosa que la suya, favoreció una
magia naturalis, una magia natural que volvía a la teúrgia neoplatónica y cuyas
influencias planetarias eran más abstractas y espirituales.

Éstas actuaban de dos maneras: o directamente sobre la imaginación del


mago, o indirectamente a través de alguna de las fuerzas imaginativas, como la
fuerza de las imágenes (talismanes), la fuerza de la música (número, proporción,
armonía) y la de las palabras (conjuros). Pero la vis imaginativa esencial —la propia
fuerza de la imaginación— estaba siempre presente, y las fuerzas subordinadas se
utilizaban solamente como ayuda para intensificarla y comunicarla. [304]

Sólo podemos suponer qué formas reales de magia practicó Ficino, casi con
toda probabilidad, en su villa; pero deben de haber implicado elaborados y
piadosos rituales, comparables a la Misa en cuanto al uso de palabras, música,
olores y objetos sagrados, y específicamente elaborados para la influencia
planetaria que estaban destinados a invocar. [305] Mientras tocaba la lira, Ficino
cantaba antiguos himnos órficos, por ejemplo, siguiendo un ritual solar al dios
Apolo. En una atmósfera impregnada de incienso, y rodeado por objetos solares
contemplativos como oro y girasoles, sus colegas y él hacían descender el poder
del sol con conjuros poéticos y con talismanes en los que estaban inscritos los
caracteres sagrados del Sol (un hombre sobre un trono con cuervos). [306] Si la
música estaba compuesta especialmente para cada situación, las proporciones de
sus intervalos consonánticos se correspondían de modo matemático —por tanto,
simpáticamente— con los movimientos, distancias o posiciones de los cuerpos
celestes pertinentes.

En cierto sentido, el objetivo final era crear un entorno tan en simpatía con la
influencia planetaria, que su atracción fuera automática. El mago desempeñaba un
papel semidivino, y manipulaba su red de «imágenes celestiales» en el nivel del
Anima Mundi para infundir los poderes divinos del mundo inteligible superior a
nuestro mundo sensorial inferior.[307] Esta experiencia podía transformarle a él, o
producir algún cambio en el mundo. Por ejemplo, podía invocar la influencia
benigna de Venus en nombre de alguien que careciera de cualidades venéreas. La
orientación que ejercía en las emociones de esa persona, y la alteración concreta de
su imaginación, invita a una comparación entre la magia natural y lo que ahora
llamamos «psicoterapia».[308]

El mago era un artista. Estaba fascinado por los relatos de los libros
herméticos sobre la magia de las estatuas —también practicada por los teúrgos
neoplatónicos—, por la que dáimones o deidades eran atraídos al interior de las
mismas. Sin duda los ficinianos lo intentaron, ejercitando todo su talento artístico
en esas visiones, sonidos y experiencias sensoriales asociadas con el dios elegido;
pero si los magos eran artistas que infundían vida divina a las estatuas, me inclino
a sospechar que los magos verdaderos fueron Donatello y Miguel Ángel.

Lo que Petrarca vio en el monte Ventoux

Es fácil ver la afinidad entre la magia natural y las artes. Ambas eran
aplicaciones diferentes de la imaginación, que se consideraba la principal facultad
del alma. El mundo que Ficino habitaba y que creaba conscientemente a su
alrededor era un mundo del alma, una realidad psíquica. No era hermético,
mágico, artístico, neoplatónico, politeísta o psicológico, sino que era un conjunto
de todas esas cosas a las que se añadía algo más que la suma de todas ellas, una
especie de religión que, cuando fracasó históricamente, se derrumbó separándose
en sus componentes y enriqueciendo las ahora separadas disciplinas de la filosofía,
el arte, la psicología y (sorprendentemente) la ciencia.
Nada de esto implica, de ningún modo, que Ficino fuera otra cosa que
cristiano. No importa cuán influido estuviera su cristianismo por escritores griegos
y latinos; no importa cuántos elementos del paganismo abrazara; seguía siendo un
cristiano devoto, y esto es cierto de casi todos los magos del Renacimiento, aunque
algunos de ellos navegaran muy cerca del viento de la herejía. Su teología procedía
de Platón: «En este círculo de espíritus elegidos, se sostiene la doctrina de que el
mundo visible fue creado por Dios en el amor, que es la copia de un modelo
preexistente en Él, y que Él será siempre su motor y restaurador eterno. El alma del
hombre puede, reconociendo a Dios, atraerle a sus estrechas fronteras, pero
también por amor a Él expandirse en el Infinito, y ésa es la bienaventuranza en la
tierra».[309]

Aunque la idea de psique, alma, es crucial para el neoplatonismo, Ficino «la


modificó conscientemente en un punto decisivo: la posición central del alma
humam».[310] El alma era para Ficino «el centro de la naturaleza, el término medio
de todas las cosas […], el lazo y nexo de unión del universo». [311] La imaginación
tiene prioridad sobre la percepción, como también afirmarían más tarde los
románticos. Pues todo, decía Ficino, es «conocido vía el alma —es decir,
transmitido por imágenes psíquicas—, que es nuestra realidad primera». [312]

Se dice con frecuencia que la característica distintiva del Renacimiento es


haber cambiado un mundo centrado en Dios por un mundo centrado en el
hombre; y que ése fue el principio de la modernidad, en el sentido de exaltación de
la voluntad y el ingenio humanos en vez de sumisión a la voluntad de Dios. Esto
no es del todo cierto. Probablemente el error empezó con los traductores de
Petrarca, cuya ascensión al monte Ventoux en abril de 1336 es otra fecha popular
para el comienzo del Renacimiento.

En la cima de la montaña, con una impresionante vista de la Provenza


francesa, los Alpes y el Mediterráneo, abrió al azar una copia de las Confesiones de
san Agustín y leyó: «Y los hombres salen a admirar las alturas de las montañas, las
poderosas olas del mar, los anchos cauces de los ríos, la inmensidad del océano y la
trayectoria de las estrellas, y se olvidan de sí mismos…».[313]

Petrarca se quedó pasmado por la coincidencia entre esas palabras y su


propia situación. Eran tanto una vocación personal como una expresión de la
nueva actitud del Renacimiento. A partir de ahora, él se volvería hacia adentro, sin
«olvidarse de sí mismo», pero preocupado plenamente por el sí-mismo, esto es, por
el alma. «Con demasiada frecuencia, los traductores han traducido “alma” y “sí-
mismo” en los escritos de Petrarca por “hombre”, lo que ha dado origen a la falacia
humanística del Renacimiento como alejamiento de Dios o de la naturaleza, hacia
el hombre».[314]

Cuando Petrarca bajó de la montaña, evitó también el camino espiritual, el


ascenso de san Agustín, y escogió un descenso al valle del alma o «valle creador
del alma», como dice Keats.[315] Su viaje al otro mundo sería un viaje imaginativo al
reino encantado de la antigüedad clásica, y especialmente a los mitos paganos,
«que eran el centro de su manifiesta pasión —suya y de todos los humanistas
italianos— por la poesía clásica, la historia, la biografía y la filosofía platónica».[316]

Fue en el sentido de Petrarca —del hombre como alma-que el discípulo de


Ficino, Pico della Mirandola, describió al hombre en su Oración sobre la dignidad
humana. Cuando Dios hubo creado el mundo, escribió Pico, descubrió que no había
dejado arquetipos con los que crear al hombre; y por eso le habló así a su última
creación: «Te he colocado en el centro del mundo, para que puedas examinar más
fácilmente desde allí todo lo que está en el mundo. No te hemos hecho celestial ni
terrenal, mortal ni inmortal, de manera que, con la mayor libertad y mayor
honorabilidad, moldeador y creador de ti mismo, puedas forjarte en la forma que
prefieras».[317]

Hay aquí un manifiesto de la naturaleza daimónica del Hombre. Nuestra


realidad es primariamente psíquica, afirma Pico; somos almas a las que se les ha
dado libertad, mutabilidad y poder de autotransformación; advirtamos que no es
en virtud de una voluntad post-Reforma, sino de la imaginación que «ahora se
eleva a la posición más alta en el espectro epistemológico, sin rival en su capaci
dad de presentar la verdad metafísica».[318]

El arte de la Cábala

«El significado profundo de Pico della Mirándola en la historia de la


humanidad —dice con entusiasmo Francés A. Yates— difícilmente puede ser
sobrestimado. Él fue el primero que, intrépidamente, formuló una nueva posición
para el hombre europeo, el hombre como mago que utiliza la magia y la Cábala
para actuar sobre el mundo, para controlar su destino mediante la ciencia». [319]

Pico era más joven que Ficino, pero contemporáneo y discípulo suyo. En
1486, cuando solamente tenía veinticuatro años, compuso novecientas conclusiones
—un catálogo de las creencias básicas de un mago del Renacimiento— y desafió a
todos los que quisieran a debatirlas con él. Nadie aceptó el reto. Pero el esquema
que representaban estas tesis —una síntesis de todas las filosofías religiosas—
influyó en todos los magos. En particular, Pico añadió un elemento nuevo a la
unión de hermetismo, neoplatonismo y magia: la tradición esotérica y mística judía
conocida como Cábala.

Pico había aprendido la Cábala de los judíos españoles, muchos de los cuales
la difundieron por toda Italia después de ser expulsados de España en 1492, fecha
que para Francés Yates es tan importante como 1453. Fue también la Cábala la que
dio un nuevo impulso al Renacimiento alemán cuando Johann Reuchlin, tras viajar
a Italia para seguir a Pico, la llevó a Alemania, y en 1517 —el mismo año que
Martín Lutero inauguró la Reforma— publicó su De Arte Cabalistica, que se
convirtió en «la Biblia de los cabalistas cristianos». [320] Pues, como Pico, Reuchlin
creía que la Cábala, como sabiduría antigua procedente de Moisés, podía
confirmar la verdad del cristianismo.

La Cábala cristalizó a partir del misticismo judío en época medieval, [321] y


alcanzó su cumbre en el siglo XIII, en España, entre luminarias como Abraham
Abulafia, Joseph Gikatila y Moisés de León (quien, gracias a Scholem, ha sido
identificado como el autor del texto cabalístico más influyente, El Zohar).

Sin embargo, fue el Sefer Yetsirah, o Libro de la Creación, escrito por un judío
neopitagórico entre los siglos III y VI de nuestra era, el que sentó las bases de la
Cábala: la doctrina de las veintidós letras divinas del alfabeto hebreo y las diez
Sephirot. Las Sephirot son las diez emanaciones o poderes angélicos en los que se
despliega el poder creador de Dios; o también pueden ser consideradas como los
diez nombres más comunes de Dios, que forman juntos Su único gran Nombre.
Pueden ser dispuestas en un diseño que las interrelaciona para formar un
esquemático Árbol de la Vida, una escala de diez peldaños que sube desde la esfera
más baja del ser hasta la Fuente Divina, abarcando todas las posibilidades de
existencia (el sistema entero está en cualquier caso unido por una plétora de
ángeles mediadores, dispuestos en jerarquías, y cada uno tiene un homólogo
demoníaco).[322]

Así, el Árbol se convierte en «un modelo de articulación de las jerarquías del


universo, un ingenio para imaginar el universo ordenado, es decir, un medio de
organizar la psique interiorizando el universo cognoscible como una escalera hacia
Dios.[323] Subiendo a través de la meditación los peldaños sefiróticos, el cabalista se
acerca con firmeza a la unión con Dios.

El segundo elemento fundamental del cabalismo es el alfabeto hebreo,


especialmente cuando se aplica a la Torá (los cinco primeros libros del Antiguo
Testamento). Cada letra —cada iota y cada tilde— de la Torá es sagrada; contiene
los nombres de Dios.[324] Gikatila pensaba que todo era una explicación y un
comentario del tetragrámaton, JHWH (= Jahweh, o Jehovah). Creía que las letras
eran el cuerpo místico de Dios, que es el alma de la Torá. En realidad, la Torá no
sólo encarna el ser trascendente de Dios, es incluso el instrumento de la Creación:
«Dios examinó la Torá y creó el mundo», dice un midrash primitivo.

Moisés de León distinguía cuatro niveles de significado para la Torá: el


literal, el alegórico, el talmúdico y agádico y, finalmente, el místico. Es como un
código divino que puede ser deconstruido en actitud contemplativa a través de sus
capas superficiales hasta los nombres ocultos de Dios y, finalmente, hasta el único
Gran Nombre, la prolación original e indescriptible por la que fue creado el
mundo.

Los cabalistas renacentistas estaban más intrigados por un procedimiento


que parece haber sido importado del hasidismo alemán y haber desempeñado sólo
un papel menor en la Cábala clásica. Se llamaba gematría y, como la magia astral de
Ficino, podía utilizarse bien contemplativamente, como medio de
autotransformación, o bien de manera práctica para propósitos mágicos como, por
ejemplo, la invocación de ángeles. En gematría, a cada letra del alfabeto hebreo se
le asignaba un valor numérico, de tal manera que palabras y frases podían ser
traducidas a números, que luego eran manipulados y permutados de una manera
mística o mágica que es oscura para nosotros. Parece haber permitido una
profunda satisfacción espiritual descubrir, por ejemplo, una relación numérica
entre las palabras de una oración, una frase de la Biblia y «ciertas designaciones de
Dios y los ángeles».[325] En una época en que las matemáticas, tal como las
conocemos, estaban todavía ligadas a la numerología sagrada y a la creencia en el
poder místico y objetivo de los números, no era extraño creer que un ángel pudiera
ser convocado y ligado por palabras cuyo valor numérico fuera igual al de su
nombre.

El lenguaje para los cabalistas es siempre místico. «Refleja la fundamental


naturaleza espiritual del mundo».[326] Las palabras llegan a Dios porque proceden
de Dios. Esta creencia es repetida, dicho sea de paso, pero desde un punto de vista
secular, por el pensamiento post-estructuralista de personas como Jacques Derrida,
cuya afirmación de un «nuevo pensamiento» [327] sostiene que todo conocimiento y
significado se basan en relaciones conceptuales, especialmente en el lenguaje. No
hay nada aparte de la gran red del lenguaje, ningún significado fuera de las
relaciones entre las palabras, ningún «yo» capaz de estar en relación verdadera con
el mundo. Nosotros no hablamos ni usamos el lenguaje; somos hablados o usados
por él.[328] Se supone que ésta es una teoría neutral cuasicientífica, una verdad libre
de mitos.[329] Pero lejos de estar libre de mitos, sus pretensiones de un lenguaje
sobrehumano son una recapitulación inconsciente del lenguaje primordial de los
cabalistas. Sin embargo, sin la comprensión mística y trascendente de los
cabalistas, este tipo de deconstruccionismo niega cualquier profundidad al arte o
altura a la divinidad. Es una imagen degradada del lenguaje cabalístico, una árida
forma de determinismo que, al final, puede resultar trivial.

«Cabalista cristiano» se hizo sinónimo de «mago». Pero la Cábala siempre


anduvo acompañada de la corriente filosófica hermético-neoplatónico-mágica en la
constitución del mago. Había también una tercera línea que paso a describir: la
alquimia. Juntas, estas disciplinas se entrelazaron en una nueva y compleja
filosofía religiosa que ha sido denominada neoplatonismo oculto. [330] Prometía el
retorno a una prístina religión universal de la que habían surgido todas las
religiones, pero centrada en Cristo. Sus corrientes principales convergieron y, en
cierto sentido, llegaron a su punto más alto después de la Reforma, tras el período
álgido del Renacimiento italiano, en Inglaterra durante las dos últimas décadas del
siglo XVI, cuando los dos magos renacentistas par excellence, Giordano Bruno y
John Dee, estuvieron en la cumbre de su poder.
15
CONJURAR A LOS ÁNGELES

Los viajes de John Dee

A principios del año 1582 un hombre llamado Edward Kelley llamó a la


puerta de una casa de Mortlake, en las afueras de Londres. La historia lo ha
descrito como una persona turbia, un granuja al que le habían cortado las orejas
por delito de falsificación y un charlatán que pretendía tener poderes psíquicos y
conocimientos de magia. Algo de esto puede haber sido cierto. En cualquier caso,
el propietario de la casa de Mortlake, John Dee, quedó suficientemente
impresionado por Kelley como para trabajar con él durante los siete años
siguientes.

Su tarea fue conjurar a los ángeles. Utilizando su profundo conocimiento de


la Cábala, y especialmente de la magia de Cornelio Agrippa, Dee conversó con
ángeles valiéndose de Keiley como médium. Dee llevó un diario en el que recogía
sus conversaciones; y fue la publicación en 1659 de algunos extractos, editados por
Meric Casaubon, lo que dio origen a la imagen popular de Dee como un personaje
que, en el mejor de los casos, fue la víctima tonta de un engaño y, en el peor, un
brujo.

Dee tenía unos cincuenta años cuando apareció Kelley. Dominaba ya todos
los elementos del conocimiento que hacen de un hombre un mago, del hermetismo
a la alquimia. Con sólo veintitrés años había dado conferencias en París en casas
atestadas de gente[331] sobre el cosmos de los tres mundos de Agrippa: el mundo
intelectual o supracelestial influía en el mundo celestial vía los ángeles, y el mundo
celestial influía a su vez en el mundo elemental (de animales, plantas y metales) vía
los astros. Mientras que la magia natural de Ficino estaba vinculada al mundo
elemental, la magia ceremonial de Agrippa se relacionaba con el mundo
intelectual.

Dee también había dado conferencias sobre matemáticas y geometría


euclidianas. No era una figura oscura, marginal, sino el filósofo más famoso de su
época, no solamente en Inglaterra, sino también en Europa, pues entre los veinte y
los cuarenta años había viajado mucho por Francia, Suiza, Italia, los Países Bajos y
Hungría. Fue astrólogo y matemático de la reina Isabel [332] y, como amigo íntimo de
Gerard Mercator influyó en la cartografía y geografía, y fue pionero en la ciencia
de la navegación. Su biblioteca de Mortlake era una de las mayores de Europa. Fue
preceptor de Robert Dudley, el futuro conde de Leicester, y mentor de su sobrino,
Philip Sidney, de cuyo círculo «surgió el renacimiento poético isabelino». [333]

El círculo incluía al poeta y diplomático Sir Edward Dyer, a Sir Francis


Walsingham, cuya hija Francés se casó con Sidney, y a Sir Walter Raleigh, cuyo
hermanastro Adrian Gilbert era el laborator o alquimista permanente de Mary, la
hermana de Sidney, condesa de Pembroke, en Wilton House; la propia Mary era
«una gran alquimista», según las Lives de Aubrey;[334] y Gilbert era una de las pocas
personas privilegiadas que fue testigo de los experimentos de Dee con la Cábala
práctica.

En 1583, Dee y Kelley salieron hacia Praga, donde Rodolfo II presidía una
especie de utopía para magos, que promovía especialmente reuniones entre
alquimistas de toda Europa, y donde todavía se puede ver la calle que éstos
frecuentaban. El círculo de Sidney, mientras tanto, adquirió un nuevo mentor:
Giordano Bruno, original de Nola, Italia. Ordenado monje dominico, Bruno se
metió pronto en complicaciones por sus ideas heréticas y, alrededor de 1576, huyó
de su país para vagar por Europa como misionero de la religión «egipcia». Ésta no
era otra que nuestro neoplatonismo oculto, procedente de Ficino y Pico, pero ahora
con una fuerte dosis de Agrippa, cuya De occulta philosophia (1533) era
prácticamente la biblia de Bruno.[335]

El furor de Bruno

Bruno provocó un alboroto cuando discutió sus doctrinas con los doctores
de la Universidad de Oxford. Parece haber sido un hombre apasionado, incluso
violento, y defendía una magia consecuentemente poderosa, transformadora del
mundo. Así como la escalera cabalística de la Creación descendía, como las
emanaciones neoplatónicas, desde el Uno, a través de los dioses, hasta las estrellas,
demonios, elementos y sentidos, así también se podía subir por ella mediante
operaciones mágicas. El nexo crucial de unión entre este mundo y el celestial eran
los démones —que, sin embargo, no eran diablos, pero tampoco eran ángeles [336]
(salvo en el sentido de Dee); eran, por supuesto, dáimones—, a los que Bruno,
como Dee, trataba de atraer mediante conjuros y sigilos.

A diferencia de Dee, el procedimiento favorito de Bruno era acondicionar la


imaginación para recibir las influencias daimónicas por medio de imágenes
mágicas estampadas en la memoria; y esta «imaginación animada
mágicamente»[337] era la clave de sus enseñanzas. «El lenguaje de Bruno es
entusiasta y oscuro cuando expone este, para él, misterio central, el
acondicionamiento de la imaginación de tal forma que haga posible atraer al
interior de la personalidad a fuerzas demónicas o espirituales que le abrirán sus
poderes interiores»[338] y le transformarán de este modo en un ser divino. La
ascensión de la escalera daimónica exigía un furor de amor —una mezcla de fiera
meditación, magia ritual rigurosa e imaginación intensa, apasionada—, para tomar
por asalto «las negras puertas de diamantes»[339] de la psique profunda y liberar
visiones, revelaciones e incluso poderes sobrenaturales.

Aunque Bruno era en algunos aspectos un mago excepcional —había


abandonado su cristianismo, por ejemplo—, la atmósfera que le rodea no es
atípica: un piadoso respeto cristiano por el ayuno, la oración y la purificación antes
del ritual; un deseo ardiente y místico por el conocimiento directo de Dios; un
entusiasmo del intelecto, excitado a su nivel más alto por el monumental
descubrimiento de una religión más antigua y con mayor autoridad aun que el
cristianismo; una alegría de reformador social ante la posibilidad de un retorno a
una utopía «egipcia» donde todo estaba dispuesto armoniosa y sabiamente por
una magia científica y natural; un temor reverencial de adepto ante la promesa de
una magia superior que le pudiera iniciar en las ideas divinas de Dios mismo. Poco
sorprende, pues, que después de la comparativamente estéril intelección de la
teología medieval, el neoplatonismo oculto sedujera a las mentes más refinadas del
Renacimiento con la promesa de resolver trascendentalmente el cisma religioso y
restaurar la Edad de Oro.

Los magos del Renacimiento se colocaban conscientemente en una tradición


que procedía, según creían, de los caldeos, egipcios, órficos y pitagóricos;
esencialmente la misma tradición que la cadena áurea de la alquimia que
anticipaba a los románticos, desde Goethe, Schelling y Coleridge, por ejemplo,
hasta W. B. Yeats, T. S. Eliot y C. G. Jung. Sean cuales sean las diferencias en sus
expresiones de la tradición —esta «filosofía perenne»—, ciertos principios (si se me
permite recapitular brevemente) permanecen constantes: que el cosmos
comprende un sistema de correspondencias, especialmente entre microcosmos y
macrocosmos; que el cosmos está animado por un alma-mundo que vincula todos
los fenómenos; que el alma humana no es sino una manifestación individual del
alma-mundo; que la principal facultad del alma es la imaginación; y que,
finalmente, la experiencia de la transmutación personal, de la gnosis, es esencial. [340]

Ciencia y magia

Si los magos del Renacimiento parecían viejos brujos supersticiosos a los


posteriores hombres de la Ilustración, en su época parecían exactamente lo
contrario: atrevidos, frescos y perspicaces, muy semejantes a lo que parecían los
científicos a los jóvenes de principios del siglo XX cuando la educación consistía
básicamente en estudiar latín y griego. La idea de una magia práctica y
desapasionada prometía una liberación de las sofocantes y áridas controversias de
la vieja teología y un método «científico» de trascender este mundo monótono y
sublunar, hacia el aire claro de las alturas visionarias.

La ciencia no depondría tanto la magia como surgiría de ella. Por ejemplo,


Paracelso, el mago y alquimista suizo del siglo XVI, sentó los cimientos de la
química y la medicina modernas. Operaba mediante magia natural sobre la
imaginación de sus pacientes —una especie de psicoterapia— para curar. Pero
también trataba sus cuerpos de forma práctica. Su visión del mundo era alquímica,
y su enfoque, empírico.[341] Bruno se anticipó a su época al defender un cosmos
heliocéntrico, copernicano, que además, sugería, no era limitado, sino infinito y
habitado por innumerables mundos en movimiento.[342]

A la inversa, los científicos del siglo XVII estaban todavía imbuidos de


neoplatonismo oculto. «La teoría de William Gilbert sobre el magnetismo de la
Tierra se basó en su prueba de que el alma del mundo se encarnaba en ese imán;
William Harvey creía que su descubrimiento de la circulación de la sangre
revelaba que el cuerpo humano era un reflejo microcósmico de los sistemas
circulatorios de la Tierra y de los movimientos planetarios del cosmos». [343] La ley
de la gravitación de Newton debía tanto a la filosofía hermética de las simpatías
como a la ciencia.[344] Los inicios mismos del empirismo, con Francis Bacon,
«estaban enraizados en la tradición mágica».[345]

Se puede distinguir una línea divisoria en el cambio de una visión a la otra


en las especulaciones de Cornelio Agrippa sobre la capacidad del mago para
producir, a través de las matemáticas, operaciones asombrosas «sin ninguna virtud
natural». Quiere decir «sin ningún poder innato», [346] esto es, con métodos
puramente mecánicos. Cita artefactos legendarios como la paloma voladora de
madera fabricada por Arquitas, las estatuas móviles hechas por Dédalo y las
estatuas hablantes de Mercurio descritas en el tratado hermético Asclepio.

Pero está menos interesado en estas cosas como ingenios concretos que
como ejemplos de ciencia aplicada. En otras palabras, es quizá el primer hombre
que ve y desea las posibilidades de la tecnología, en el sentido moderno de la
palabra. Esto puede parecer extraño, viniendo del decano de los magos, que no era
demasiado exigente sobre los usos a los que se destinaba la magia y que incluso
invocaría a los démones con tal de que funcionara. Sin embargo, también esto,
supongo, es característico del tecnócrata.
Lo misterioso de los números

El mago era tanto un científico como un artista; y nada expresa tan bien esta
ambigüedad como su actitud hacia los números. Toda ciencia deriva de la
convicción de Pitágoras y Platón de que nuestro diverso y en apariencia siempre
cambiante mundo obedece en realidad a ciertas leyes unificadoras, encarnadas en
formas matemáticas eternas. El ingobernable movimiento de los planetas, por
ejemplo, debería poder explicarse por un solo modelo geométrico. Sin embargo, las
matemáticas llevaron a Platón a la visión mística. Sus sucesores entre los griegos y
los árabes siguieron su ejemplo. Todos ellos tenían los conocimientos matemáticos
necesarios para desarrollar una tecnología, pero desdeñaron hacerlo: el número era
una manera cualitativa de llegar a las verdades eternas y contemplarlas, no la
herramienta de medir de un comerciante. Los científicos modernos, por el
contrario, consideraron cualquier constante matemática de la naturaleza como si
representara meramente «cierta tendencia mecánica hacia un patrón natural, sin
ningún significado más profundo per se».[347] En otras palabras, la filosofía de Platón
proporcionaba la base para una visión del mundo que contradecía sus propios
presupuestos básicos. De algún modo, mecanicismo y materialismo habían salido
de su misticismo.

El mago renacentista estaba a medio camino entre esos dos mundos. Las
matemáticas de John Dee en la esfera «inferior» de la navegación, y la ingeniería
mecánica, tenían continuidad con las «matemáticas» superiores que daban acceso
al mundo supracelestial. Matemáticas y numerología eran la misma cosa. Los
números eran personalidades pitagóricas; eran «perfectos» o «favorables», por
ejemplo, o incluso irracionales (álogon). Eran dáimones (o propiedades inseparables
de los dáimones, utilizadas para invocarlos), que manifestaban una sorprendente
neutralidad[348] entre los mundos sensorial y supracelestial.

Otra línea divisoria en el cambio de las visiones del mundo se puede


constatar en la lucha de Johannes Kepler por conciliar sus mediciones planetarias
con las órbitas perfectamente circulares prescritas por el hermetismo y el
platonismo. Su reacia aceptación de las órbitas elípticas representó el cambio de la
visión de los cielos mística y cualitativa a otra científica y cuantitativa. Kepler se
inclinó hacia las matemáticas como opuestas a la numerología, y, en efecto, en una
feroz controversia con el filósofo alquimista y rosacruz Robert Fludd, fue el primer
hombre en trazar una distinción entre las dos.[349]

Desgraciadamente, los números fueron una de las razones de que, hacia


finales del siglo XVI, los magos renacentistas comenzaran a desprestigiarse. Sus
cifras árabes —nuestros números modernos— habían sustituido hacía muy poco
tiempo a los números romanos, que todavía se utilizaban en el período Tudor, por
ejemplo, para llevar las cuentas del estado.[350] A los no iniciados, los nuevos
garabatos les parecían misteriosos,[351] incluso diabólicos. Matemáticos como John
Dee corrían el peligro de ser tildados de brujos. Fue llamativo, pues, aunque no
completamente inesperado, visto de forma retrospectiva, que en 1583 una
muchedumbre entrara a saco en su casa de Mortlake y dañara considerablemente
su incomparable biblioteca.

Existieron razones más generales para el declive de los magos. La nueva


gran religión sincrética sufría los ataques de las mismas facciones que había
intentado superar. Éstas no eran protestantes ni católicas (había magos de ambas
creencias), ni siquiera puritanas (el propio Sidney era jefe del partido puritano).
Eran más bien los puritanos radicales que infestaban ambos lados, tanto los
católicos contrarreformistas de estrechas miras como los protestan tes
fundamentalistas. En guerra unos con otros, quizá se sintieron aliviados al
combinar sus fuerzas contra la filosofía religiosa de Ficino, Pico, Bruno y Dee.
Tenían unos cuantos argumentos poderosos: algunos discípulos de Agrippa —
John Faustus era un ejemplo— le habían seguido en su camino hacia una magia
más oscura, una invocación que apuntaba más al poder que a la gnosis. Los
puritanos se apresuraron a medir a todos los magos por el mismo rasero. Como
sucede con algunos fundamentalistas cristianos modernos, estaban ávidos de
detectar al Diablo dondequiera que pudieran. La magia empezó a ser
desacreditada. No, como señala C. S. Lewis, por la ciencia, sino por un general
«oscurecimiento de la imaginación europea». [352] Cuando la luz del Renacimiento
quedó ensombrecida por la intensificación de la caza de brujas y por las
acusaciones de herejía y cultos satánicos, todo el movimiento del neoplatonismo
oculto se derrumbó entre «nubes de rumores demoníacos». «El mago del
Renacimiento se transformó en Fausto».[353]

Sir Walter Raleigh, el único, tras la prematura muerte de Sidney en combate,


que podía asumir la condición de «hombre del Renacimiento» en Inglaterra fue
encarcelado en la Torre de Londres y trató de compensar la tristeza de sus días
realizando experimentos alquímicos con su viejo amigo Henry Percy, el «Conde
Hechicero» de Northumberland. John Dee fue expulsado de la vida pública y
exiliado a Manchester donde murió solo y desvalido. En 1600, Giordano Bruno fue
quemado en la hoguera en Roma.

El golpe final al neoplatonismo oculto fue propinado por Isaac Casaubon,


que, en 1614, demostró con rigurosas técnicas de datación que los antiguos y más
hermosos escritos herméticos, tan amorosamente traducidos por Ficino 150 años
antes, no eran tan antiguos como los magos habían supuesto. Habían sido
redactados por diversos autores griegos, combinando elementos de
neoplatonismo, estoicismo, misticismo judío y gnosticismo entre el año 100 y el 300
de nuestra era. Los quince diálogos expresaban, por supuesto, una filosofía
intemporal, y probablemente muchos de sus elementos eran de una antigüedad
considerable, pero pretender que su origen correspondía a «antes del tiempo de
Moisés» era un error. Su nueva datación se convirtió, en la mente de los puritanos,
en un desenmascaramiento.

La araña vegetariana

La modernidad comenzó (digamos) en 1623, con la publicación en París de


un libro llamado Quaestiones in Genesim. Fue escrito por un miembro de treinta y
cinco años de la orden de los mínimos —vástagos de los franciscanos— llamado
Marin Mersenne. Amigo de Descartes, admirador de Galileo, corresponsal de
todos los sabios de Europa, con su libro lanzó una cruzada que duró treinta años
contra absolutamente todo lo que sonara a paganismo, politeísmo y pensamiento
mágico.

A diferencia de otros pensadores puritanos de la época, que se mostraban


virulentos con las creencias en dáimones, talismanes o magia, casi como si les
tuvieran miedo, a Mersenne todo eso simplemente le causaba estupor. «La creencia
en el poder de las imágenes mágicas de las estrellas le parece demencial». [354]
Mersenne no se encuentra en la línea divisoria entre la visión del mundo
renacentista y la moderna, sino que ya la ha atravesado.[355]

Condena a Ficino y a Pico; condena la doctrina del Anima Mundi; condena el


hermetismo y la Cábala. Bajo su violento ataque, «la sangre vital del mago del
Renacimiento dejó de fluir».[356] Robert Fludd le combatió, en una vigorosa acción
de retaguardia, con un largo debate seguido con gran interés por la intelectualidad
de Europa, pero no podía vencer. Cualquier realidad daimónica no puede parecer
más que sombría e insustancial bajo la airada mirada del racionalismo.

Vestido de negro de la cabeza a los pies, royendo su dieta frugal —no comía
carne ni productos lácteos— en las profundidades de su ascética celda parisina,
Mersenne «se convirtió en el centro aracnoide del mundo erudito europeo,
atacando siempre el primer Renacimiento “mágico” —especialmente la alquimia—
para favorecer el Renacimiento “mecánico” posterior». [357] En religión, insistía en el
dogma; en ciencia, en la medición; en ambas reclamaba incesantemente, cual puño
cayendo con fuerza sobre la mesa, hechos. «Su postura no permite ningún tercer
lugar entre la teología y la ciencia, ningún lugar para la psique». [358] Después de
Mersenne, la imaginación fue proscrita hasta los románticos; la psique, hasta los
psicólogos analíticos. Inauguró por encima de todo la característica sobresaliente
de la visión moderna del mundo: el literalismo.
16
El JABALÍ DEL MUNDO INFERIOR

Venus y Adonis

El Renacimiento inglés se desarrolló después de la Reforma, en gran parte


durante el reinado de Isabel I. Justo antes de acceder al trono, su hermana María
trató de restablecer el catolicismo con una persecución fanática de los protestantes,
quienes en realidad no triunfaron hasta que finalmente Oliver Cromwell
reemplazó al rey Carios I. Durante cien años, Inglaterra se vio convulsionada por
la salvaje competencia entre el antiguo espíritu católico y el nuevo espíritu
protestante por la posesión de su alma, en la que cada uno intentaba desbancar al
otro.

Sin embargo, la profundidad y la pasión del conflicto —no sólo socialmente,


sino, sobre todo, psíquicamente— fueron mantenidas en suspenso por la reina. Los
dos espíritus «quedaron en un punto muerto, y en cierto sentido como hechizados,
por la prudente política que siguió a lo largo de su prolongado reinado». [359] No
podía volver a un catolicismo cuya cabeza, el papado, la había estigmatizado como
«la bastarda de un hereje»; ni lo deseaba. Pero, al mismo tiempo, tampoco podía
respaldar un movimiento revolucionario protestante que tanto había aterrorizado a
su hermana María y cuya conclusión lógica era la abolición de la monarquía y la
guerra civil.[360] Así que se las arregló para mantener a las dos fuerzas en tensión; y,
en parte, fue esa tensión la que alimentó y determinó con urgencia la «tercera vía»:
el neoplatonismo oculto de John Dee y el círculo de Sidney.

Un joven poeta de la época intuyó correctamente esta tensión, como es


propio en los poetas, y lo puso por escrito en un poema que, a su vez, fue tomado
de uno de los mitos más antiguos de la cultura occidental. Pero hizo lo que nadie
puede hacer con éxito, a menos que se sea el portavoz de la imaginación colectiva:
cambió el mito.

El mito en cuestión era la historia de Afrodita, o Venus, y Adonis. Ella es la


diosa del amor y la reproducción tras la que están todas las grandes diosas de
Oriente Medio a través de Astarté, Ishta e Inanna, hasta Tiamat en el mito
babilónico de la creación. En la Inglaterra isabelina la gran Diosa estaba
oficialmente muerta; pero seguía viviendo, por supuesto, bajo su disfraz cristiano,
como la Virgen María, e incluso como su encarnación terrenal, la Reina Virgen.
Había también un sentido crucial, en virtud del cual era venerada como el sagrado
orden social, encabezado y basado en el monarca, fuera rey o reina (de ahí el
profundo trauma sufrido por Inglaterra cuando la decapitación de Carlos I). [361]

Detrás de Adonis están todos los hijos O consortes de la Diosa,


especialmente Thammuz (Dumuzi), que pasa la mitad del año con Inanna y la otra
mitad con su manifestación en el mundo inferior, Ereshkigal. Análogamente, se
supone que Adonis pasa la mitad del año con Afrodita y la otra mitad con su
«doble» del mundo inferior, Perséfone. Sin embargo, cuando Afrodita se enamora
de Adonis, se niega a que éste vuelva al mundo inferior. La enfurecida Perséfone
asciende desde abajo en forma de jabalí salvaje, reclama a Adonis y le da muerte.
Este mito tiene que ver con algo más que con la fertilidad. Trata de la relación
primordial entre Madre y Héroe, inconsciente y consciente, la muerte del ego
heroico y su renacimiento en unión con el alma.

William Shakespeare altera esta historia en su núcleo: en vez de describir


que Adonis corresponde a la pasión de Venus, como en el mito original, hace que
Adonis la rechace. Él se convierte en el ego casto, moralista y puritano que se
separa de lea Diosa del Amor y del fundamento de su ser, y paga el precio. Éste es
el mito de Shakespeare. Trata sobre la pérdida del alma, y es el mito característico
de la modernidad.

Shakespeare el chamán

Ted Hughes, en cuya interpretación me inspiro en esta lectura de Venus y


Adonis de Shakespeare, nos recuerda que el poema sería instantáneamente
reconocible para una cultura tribal como una «llamada» del chamán. [362] Es
exactamente como un sueño típico de iniciación en el que el chamán (Adonis) es
abordado por una hermosa mujer (Venus), que promete enseñarle cómo ejercer la
actividad de chamán. Si él se niega, cella es capaz de matarle o desmembrarle bajo
la forma de anciana o de animal, como un lobo (por ejemplo, entre los goldos de
Siberia). El animal chamánico de Shakespeare es el jabalí, «y su sí-mismo
descuartizado renace simbólicamente como una flor purpúrea “moteada de
blanco”». (Así es como el Adonis muerto reaparece en el poema.) «En otras
palabras, su primer poema largo refleja su renacimiento chamánico al servicio de la
Diosa, la forma onírica del conmocionado acontecimiento psicológico que fue la
fuente de su inspiración poética».[363]

El sueño de muerte y renacimiento que señala a una persona como


poseedora de la vocación de chamán es paradigmático de la situación de todo
individuo cuando el ego rechaza el amor del daimon personal, del sí-mismo o
(como lo he estado denominando) del alma.
El alma busca siempre la unión a través del amor. Si ese amor es rechazado,
continúa buscando la unión por todos los medios, y se deforma cada vez más por
los repetidos rechazos, hasta que no tiene otra elección que la de lacerar al ego con
la locura y la muerte. Pero, una vez más, éstas son exactamente las experiencias
iniciáticas de sufrimiento por las que el ego se reúne con el alma.

La llamada chamánica de Shakespeare vuelve a representar este drama


arquetípico para sí mismo y para la tribu de los ingleses. Pues, a lo largo de la
historia, el gran chamán aparece siempre que la tribu, pueblo o cultura están
amenazados de extinción. El chamán «reúne toda la tradición del grupo,
especialmente sus tradiciones míticas y religiosas más antiguas, con todas las
circunstancias de sus sufrimientos presentes, en una visión sanadora, reden tora,
mesiánica, en el plano espiritual». [364] Ésa es la visión del conjunto de las obras de
Shakespeare que, como dramas rituales (afirma Hughes), tratan de sanar a nivel
imaginativo la escisión de la psique inglesa.

Venus y Adonis fue seguido inmediatamente por otro poema, La violación de


Lucrecia. El escenario es la antigua Roma, donde la pura y casi santa Lucrecia recibe
a un amigo de su marido, el príncipe Tarquino. Poseído por una lujuria
incontrolable, Tarquino la viola y huye. Ella cuenta el crimen a las autoridades y
luego se quita la vida. Tarquino es desterrado y la monarquía romana llega a su
fin.

Esta sencilla historia es modelada por Shakespeare para sus propios fines.
Por ejemplo, subraya el horror de Tarquino hacia lo que no puede evitar hacer. No
se detiene en el acto de la violación, sino más bien en la manera en que quiere que
lo comprendamos, como un pecado más profundo de lo que «la insondable
vanidad / puede abarcar en la apacible imaginación». [365] No es sólo Lucrecia la que
es deshonrada, sino también —y ambas cosas son lo mismo— «el hermoso templo
del alma de Tarquino» el que es «desfigurado».[366]

La violación de Lucrecia es una versión simétrica e invertida de Venus y Adonis.


En esta última obra, una diosa voluptuosa ama a un hombre que la rechaza; en la
primera, un hombre ama a una casta «diosa» humana que le rechaza. En Adonis, el
héroe es muerto por un jabalí = Perséfone = la «otra mitad» de la diosa a la que él
ha desdeñado. En Lucrecia, el héroe, como un jabalí salvaje, mata (viola y causa la
muerte de) la diosa = su alma = su propia y despreciada «otra mitad». Ambos
poemas son «imágenes del mismo acto: la destrucción del alma, el trágico “crimen”
del héroe puritano».[367]
En Medida por medida, Shakespeare hace explícita la idea de que Adonis y
Tarquino son como dos hermanos rivales o dos lados de la misma persona. El casto
y puritano Angelo es súbitamente embargado por la lujuria que siente hacia la
pura Isabella, e intenta violarla. Después, todas las obras son como variantes del
doble mito original. Sus héroes (Hamlet, Lear, Otelo, Coriolano, Leontes, Timón,
etc.) rechazan a sus prometidas, esposas o madres (Ofelia, Cordelia, Desdémona,
Volumnia, Hermione, etc.) y, o bien se vuelven locos, o actúan como locos. Cada
héroe es un estudio diferente del momento en que Adonis se transforma en
Tarquino.

Para Hughes, Venus y Adonis es el mito-fuente del antiguo catolicismo; La


violación de Lucrecia es el mito-fuente del puritanismo. De algún modo, Shakespeare
ha «identificado y se ha apropiado de las formas arquetípicas opuestas en la
Reforma, los dos hermanos terribles que Isabel I había puesto en su crisol, bajo el
ombligo de Inglaterra, para que lucharan allí como los dos dragones originales de
la isla».[368] Pero luego hizo algo aún más inverosímil: interpretó el mito católico
desde el punto de vista puritano, y el mito puritano desde el punto de vista
católico.

En Adonis, la Diosa del Amor es vista a través de la lente puritana de un


joven protestante que, naturalmente, profiere injurias contra lo que considera una
demonia peligrosa y lasciva; en Lucrecia, el joven dios guerrero es visto a través de
los ojos de la diosa como un maníaco enloquecido por la lujuria que la destruirá.
Adonis teme por su alma igual que Lucrecia teme por la suya.
El sueño de Cromwell, la pesadilla de Inglaterra

Psicológicamente hablando, el héroe puritano es, en su forma radical, el


moderno ego literalizador que se esfuerza por separarse de la madre asfixiante, de
la feminidad voluptuosa, de los enredos del alma, de la propia naturaleza, y
alzarse a través del diáfano aire sin imágenes a las enrarecidas alturas espirituales.
Pero la paradoja es que cuanto más aparentemente triunfa en su ascenso, más se
separa de sus propias raíces vitales en el alma. Y cuanto más se separa, más
vulnerable es a la reacción del alma que ha negado; un alma que, envenenada por
el rechazo del ego, vuelve bajo la forma de un jabalí de locura y destrucción. Si el
ego no muere —esto es, si no es iniciado por la fuerza— por el jabalí (como
Adonis), es poseído por él, como Tarquino. Él es el ego que —de nuevo,
paradójica-mente— se apropia de la misma rabia del alma que quería destruirle, y
vuelve la rabia contra el alma, destruyéndose en un sentido más profundo. El
pecado del ego es querer separarse de su propia fuente; y su tragedia es que a
veces lo logra.

Ésta es una manera torpe de describir la molesta relación entre el alma y un


tipo particular de ego. Sus expresiones más elegantes se encuentran en el mito,
especialmente en el mito griego de Heracles y en el mito nórdico de Sigurd; pero
su expresión más dramática se encuentra en las obras de Shakespeare, y, dicho sea
de paso, en las de Esquilo y de Sófocles, que experimentaron una tensión similar a
la de Shakespeare cuando en la antigua Aterías la «diosa», el politeísmo, el propio
mito, cayó bajo el ataque de los nuevos filósofos racionales.

El ego literalizador es esa perspectiva dentro del mito que conduce también
más allá del mito, trata de literalizarse y así negar el mito. El héroe puritano es en
realidad la encarnación histórica de este trayecto. Vemos a Adonis pasar del mito a
la historia en la aparición de los científicos naturales, que fríamente se separan de
la diosa como naturaleza, pero que, como Tarquino, están secretamente poseídos
por un temor y un odio incontrolables hacia ella, como revelan las constantes
metáforas de violación y violencia en sus discursos supuestamente
desapasionados. ¿Es excesivo ver algo de Adonis en el joven Darwin, el amante de
la naturaleza que de repente se asusta de los avances voluptuosos de la diosa en la
selva ecuatorial y la rechaza? ¿No hay un eco de Tarquino en sus intentos de
domesticarla con los lazos de la clasificación y de asaltarla con hechos, más aún
cuanto que él se siente cada vez más asediado por su presencia sangrienta y
amenazante tras los amables setos?

En cualquier caso, Shakespeare parece haber sido consciente del impulso


literalizador del ego. Pues, aunque sus dos poemas sean variantes invertidas uno
del otro, son también consecutivos: Lucrecia es lo que sucede en el plano humano e
histórico como resultado de lo que ha sucedido (o está siempre sucediendo) en el
plano mítico divino de Adonis. Shakespeare da a entender que todo lo que se
produce en la imaginación puede perfectamente, si no es activamente imaginado,
si no se le permite el libre juego de la permutación, ser actualizado de hecho.

La batalla entre puritanos protestantes y católicos, diosa y héroe, se


condensaba en la figura de Isabel. Ella era la Virgen María para los católicos
monárquicos, pero, para los radicales puritanos republicanos, no era mejor que el
detestable papa. La mitad de Inglaterra la adoraba; la otra mitad, conscientemente
o no, deseaba su muerte. Los regicidas de Shakespeare —Ricardo III, Macbeth,
Bruto, Edmundo— son como la pesadilla de la nación, como ensayos imaginativos
para rechazar lo real. La tempestad es un magnífico intento final de mantener en
suspenso el cisma psíquico nacional e incluso de resolverlo a través de la magia de
su héroe, el mago renacentista Próspero, que, nos dice Francés Yates, está
construido según el modelo de John Dee.[369]

Aproximadamente en la misma época de la primera representación de


Macbeth, un colegial le contó a su maestro un extraño sueño. Había soñado que un
día sería rey de Inglaterra. Por supuesto, fue debidamente azotado por tamaña
blasfemia. Pero en cierta manera su sueño —y la pesadilla de Inglaterra— se
realizó. El nombre del chico era Oliver Cromwell; y, unos cuarenta años más tarde,
decretó la muerte de Carlos I —«su horror ante lo que la Posesión Divina le
obligaba a hacer está ampliamente registrado»— [370] y se convirtió en Protector de
Inglaterra.
17
Mercurio

El mercurio rojo

El mercurio rojo apareció en el mercado negro europeo en 1977. Pasaba


clandestinamente de la Unión Soviética a Alemania e Italia, y desde allí a países
tan volátiles como Líbano, Iraq, Libia, Israel y Sudáfrica. Se rumoreaba que el
mercurio rojo era un catalizador de alta energía que aceleraba la reacción en
cadena de los ingenios termonucleares. En efecto, hacía más fácil la construcción
de bombas atómicas —sueño de todo terrorista— lo bastante pequeñas como para
meterlas en una maleta.[371]

Los gobiernos occidentales niegan su existencia. Lo mismo hace la academia


rusa. Pero hay rumores de un informe de la KGB que concluye que el mercurio
rojo existe; y ciertamente existe una carta, firmada por Boris Yeltsin, que da a cierta
compañía el derecho de exportación de mercurio rojo. El ministro portavoz de
seguridad ruso, Andrei Chernenko, dijo en agosto de 1992 que «no existe en
absoluto»; dos meses después, dijo que no se había producido «ninguna fuga
importante» de mercurio rojo.[372]

Sin embargo, de vez en cuando se han interceptado o «recuperado»


muestras. Parecen ser de mercurio puro, o mercurio teñido con polvo de ladrillo, o
varios compuestos de mercurio. Es decir, no parecen pertenecer a «lo real». No
obstante, estas muestras también tienen tanto de rumor como el propio mercurio
rojo. Si todo el asunto es un elaborado engaño, ha seguido vivo durante veinticinco
años. A veces parece una «leyenda urbana»; en cualquier caso, es un mito
auténtico.

Un periodista inglés le siguió la pista durante dieciocho meses. Lo hemos


visto en la televisión.[373] Encontró a un científico ruso dispuesto a hablar del
mercurio rojo. Un nuevo tipo de bomba de neutrones diminuta, dijo el ruso, era
posible. Pero el científico no se presentó a una segunda entrevista en la que debían
plantearse preguntas más técnicas; declaró que la seguridad se había vuelto más
rigurosa. Se encontró a otro científico ruso, pero no quiso entrar en detalles sobre el
mercurio rojo. Un tercero prometió responder a las preguntas en un plazo de dos
semanas, pero pasaron dos meses antes de que estableciera contacto y únicamente
dijo que el mercurio rojo hace más eficientes las armas nucleares. Los mismos
científicos parecen estar bajo el poder de las leyendas y el folclore que rodean al
mercurio rojo. El periodista seguía esperando noticias claras al final del programa.
Después de seis años, todavía sigo escuchando rumores, aunque nada definidos.

El mercurio rojo es una versión moderna de aquella tintura roja, o polvo rojo,
mejor conocida como lapis philosophorum, la piedra filosofal. Casi en el momento en
que el arte de la alquimia llegó a Europa gracias a los árabes en el siglo XII, empezó
a rumorearse que se había fabricado una sustancia milagrosa, posiblemente una
«piedra», con el poder de transformar un metal base en oro.

Ésta no era una idea tan extraña como nos puede parecer. La visión
medieval del mundo sostenía que todo poseía una disposición innata a
perfeccionarse. Así, todos los metales menores, como el cobre, el estaño y el plomo,
trataban de alcanzar —nosotros diríamos «evolucionaban naturalmente hacia»— el
estado incorruptible del oro. Como el mercurio rojo, la piedra filosofal solamente
aceleraba lo que era ya un proceso natural en el metal base. Por la misma razón, se
creía que la piedra era también el elixir de la vida, la panacea universal que
aceleraba nuestro desarrollo innato hacia la perfección y otorgaba la inmortalidad.
La alquimia china estaba preocupada casi exclusivamente por el elixir, más que
por la fabricación de oro.

La ciencia moderna ha dado por supuesto que la alquimia era una forma
primitiva de química, condenada al fracaso debido a su «imposible» objetivo de
crear oro. Pero los alquimistas verdaderos insistieron siempre en que su objetivo
no era precisamente el «oro común», sino el «oro filosófico». Fue C. G. Jung quien
observó que el Opus Magnum —la Gran Obra— de la alquimia era tanto una
operación psicológica como una operación química, interesada por igual en la
autotransformación y en la transmutación de los metales.

Cuando Jung se encontró por vez primera con material alquímico lo


encontró «bastante tonto».[374] Pero, en 1928, su amigo Richard Wilhelm le envió un
libro de alquimia china, El secreto de la flor de oro, que le intrigó lo suficiente como
para empezar a recopilar manuscritos alquímicos. Gradualmente, cayó en la
cuenta: «Las experiencias de los alquimistas eran, en cierto sentido, mis
experiencias —escribió—, y su mundo era mi mundo. Éste fue, por supuesto, un
descubrimiento trascendental: había tropezado con la réplica histórica de mi
psicología del inconsciente».[375]

A través de la alquimia, Jung comprendió que «el inconsciente es un


proceso».[376] La psique se transforma o desarrolla por la relación del ego con los
contenidos del inconsciente. Él podía leer esta transformación en los sueños y
fantasías del individuo, pero, aunque pudiera percibir alguna estructura profunda
subyacente al desarrollo de todas las personalidades, las historias de los casos
individuales sólo ofrecían piezas atractivas del rompecabezas, pero no el
rompecabezas completo.

La Gran Obra, por otra parte, era una operación colectiva, una mitología
construida durante muchos siglos que desplegaba una complejidad y coherencia
en su simbolismo que ningún caso individual podía tratar de igualar. La Opus
alquímica, en otras palabras, ofrecía un modelo arquetípico para lo que Jung
consideraba el concepto central de su psicología: el proceso de individuación. [377]

El objetivo de la individuación (durante el curso de una vida) era la unión


del consciente con el inconsciente, una unión en realidad de todos los opuestos
psíquicos en el sí-mismo. Como he mencionado, Jung dudaba de que fuera posible
realizar el sí-mismo. Era un objetivo hipotético, una especie de integridad psíquica
para la que la piedra filosofal (característicamente llamada «la Piedra que no es
Piedra») parecía un símbolo apropiado.

El polvo transmutador

Y, sin embargo, las historias sobre alguna «piedra» real siempre estuvieron
presentes dondequiera que se practicara la alquimia. En el siglo XIV, Nicolás
Flamel, notario parisino, afirmaba haber encontrado un legendario texto alquímico
de Abraham el Judío, que estuvo descifrando durante más de veinte años. Era,
dice, la «primera preparación» lo que le había detenido, pero, tan pronto la hubo
realizado, lo demás fue coser y cantar. Tomó nota del momento exacto de su
primera «proyección», la aplicación de la Piedra a otro metal: mediodía del lunes
17 de enero de 1382, en presencia de su esposa Perrenelle. En esta ocasión, parece
ser que realizó solamente la Piedra «blanca», pues transmutó un cuarto de kilo de
mercurio en plata.

Sin embargo, «después, siguiendo siempre mi libro palabra por palabra,


realicé la proyección de la piedra roja sobre igual cantidad de mercurio, en
presencia de Perrenelle, en la misma casa el siguiente día 25 de abril, hacia las
cinco de la tarde, y lo transmuté verdaderamente casi en la misma cantidad de oro
puro, tal vez mejor que el oro común, más suave y flexible». [378]

Durante más o menos los siguientes treinta años, aquel notario pobre y su
esposa fundaron catorce hospitales, a los que dotaron de rentas; construyeron tres
capillas; y enriquecieron con grandes donaciones a siete iglesias, todo ello en París,
y luego hicieron otro tanto en Boulogne.
Doscientos años después, John Dee anotaba en la entrada de su diario del 19
de diciembre de 1586 que su compañero y scryer (médium) Edward Kelley
proyectó «un mínimo» de su «polvo» sobre treinta y cinco gramos de mercurio sin
refinar y produjo casi treinta gramos de oro de la mejor calidad. Kelley nunca
afirmó haber fabricado la piedra filosofal, o el maravilloso polvo rojo
transmutador. Decía que había sido conducido por una revelación a Glastonbury,
donde lo encontró escondido en un muro. En cualquier caso, tuvo gran éxito con
él.

Edward Dyer asistió a una transmutación en Praga, en iS88, que describió


más tarde a John Whitgift, arzobispo de Canterbury. «Soy testigo ocular de la
misma —escribió—, y si no lo hubiera visto, no lo habría creído. Vi al maestro
Kelley introducir el metal base en el crisol, y después lo puso un poco al fuego,
introdujo una cantidad muy pequeña de la medicina y lo removió con una vara de
madera, y apareció en gran proporción un oro perfecto, al toque, al martillo y la
prueba.»[379]

Ellas Ashmole da testimonio de que Kelley tomó en cierta ocasión una pieza
de metal que había cortado de una cacerola caliente y, sin tocar o fundir el metal —
sólo calentándolo al fuego— lo transformó en plata pura con una gota de «elixir».
[380]
En realidad, Kelley tuvo tanto éxito que el consejero principal de la reina Isabel,
Lord Burghley, le escribió a Praga pidiéndole que regresara a Inglaterra; o, si no lo
hacía, que enviara una parte de la tintura transmutadora a su majestad, para
ayudar en los gastos de construcción de la flota contra España.[381]
La Gran Obra

Para comenzar la Gran Obra de la alquimia se necesita una guía fiable, una
receta fácil de seguir. Pero si uno vuelve a los textos de los maestros europeos que
practicaron «nuestra filosofía» y escribieron sobre ella aproximadamente entre
1200 y 1660, se descubre que aunque todos ellos son reconocibles como
descripciones de la misma Obra, no hay dos iguales. Todos coinciden, por ejemplo,
en que el elemento principal que se requiere para comenzar la Obra es la Prima
Materia; pero no se ponen de acuerdo en qué es esa Materia Prima, salvo en que
comparte muchas características de la Piedra en que está destinada a convertirse.

Según el Gloria Mundi (1526), se «encuentra en el campo, en el pueblo, en la


ciudad, en todas las cosas creadas por Dios; sin embargo, es despreciada por todos.
Ricos y pobres la tocan cada día. Las criadas la tiran a la calle. Los niños juegan con
ella. Aunque nadie la valora, después del alma humana es […] la cosa más preciosa
en la tierra y tiene el poder de derribar a reyes y príncipes».[382]

Evidentemente, el punto de partida del proceso alquímico no es una


sustancia literal; y esto es confirmado por los «mil nombres» de la Materia Prima,
entre los que se cuentan mercurio, azufre, oro, hierro, plomo, sal, tierra, fuego,
agua, aire, rocío, cielo, nube, mar, madre, luna, virgen, dragón, serpiente, caos… [383]
Cualquier sustancia que se usara —el trisulfuro de antimonio (estibina) era el más
corriente— estaba subordinada a alguna «esencia» más simbólica que real.

Igual de misterioso era el «fuego secreto», sin el cual la Obra era inútil.
Constituía, pues, el secreto de la alquimia, pero, de nuevo, era tan escurridizo
como la propia Materia Prima, cuando no realmente idéntico a ésta. Era un fuego,
sí, pero un «fuego que no quema». Era también un «agua», pero un agua que «no
moja las manos».[384] Era el «tesoro difícil de lograr» que tenía que ser extraído de la
Materia Prima, y sin embargo era el agente que producía la extracción. Con
frecuencia se le llamaba «nuestro Mercurio» o simplemente Mercurio, una
personificación que designaba al azogue que corre como un espíritu volátil a través
de la tierra, y también al propio espíritu divino de la tierra.

Mercurio era la esencia de la alquimia, invisible, inmutable, y sin embargo


nunca el mismo. Se identificaba también con Hermes Trismegisto, el legendario
fundador de la filosofía hermética y autor de la Tabla Esmeralda. Este breve tratado
gnómico era como el credo de los alquimistas, y contenía pronunciamientos clave
como «lo que está abajo es como lo que está arriba, y lo que está arriba como lo que
está abajo, para la realización de las maravillas de lo Uno»; y «separa la tierra del
fuego, lo sutil de lo denso, suavemente y con gran habilidad». [385] La alquimia era
«la ciencia hermética par excellence».[386]

La Cabeza del Cuervo

Desde el mismo principio de la Obra, es evidente, por las descripciones que


se hacen, que se pretende algo más que un experimento químico. Filosóficamente,
se pensaba que la serie de alambiques, retortas, cucúrbitas, etc. del alquimista eran
como un solo vaso, el «huevo hermético» redondo u oval, que era un emblema de
la propia psique. «Uno es el vaso, una la piedra, una la medicina, y en ello está
contenido todo el magisterio».[387]

Aunque la Obra constituía en cierto sentido una sola operación, también


estaba dividida en etapas, denominadas calcinación, solución, separación,
conjunción, mortificación, putrefacción, sublimación, cibación, exaltación, etc.
Nadie coincidía exactamente en cuántas etapas había (siete, ocho, diez y doce eran
números populares), pero todo el mundo estaba de acuerdo en que había tres
movimientos primordiales: nigredo, albedo y rubedo. Ennegrecimiento,
emblanquecimiento y enrojecimiento. Pero incluso aquí hay variaciones: viriditas
(color verde) antes del ennegrecimiento, o citrinitas (color amarillo) antes del
enrojecimiento. «Nuestra materia», dice Paracelso, debe volverse «más negra que
el cuervo […], más blanca que el cisne; y finalmente […], más roja que cualquier
sangre».[388] «Tenlo en cuenta para preparar el lecho de Venus cuidadosamente —
escribe Filaleteo—, luego déjala en la cama matrimonial, y en el fuego verás un
emblema de la gran obra; negro, la cola del pavo real, blanco, amarillo y rojo».[389]

Las recetas alquímicas se leen como obras de teatro o psicodramas. Theatrum


Chemicum, o Teatro Químico, es el título de la colección de tratados de Ashmole. Los
ingredientes —tierra, agua, mercurio, azufre, sal, etc.— no pueden ser literalmente
interpretados. Son personajes dramáticos, con más frecuencia denominados Sol y
Luna, Rex y Regina (Rey y Reina). La Obra es un sueño despierto, a menudo una
pesadilla, en el que la Materia Prima aparece como un dragón, el Sol es devorado
por un león verde, el rey es desmembrado por animales salvajes o destripado por
águilas.

Es característico que la Obra empiece con un uroboros —una serpiente que se


muerde la cola— cuyo «veneno» separa la Materia Prima en dos principios
primordiales, «nuestro azufre» y «nuestro mercurio», macho y hembra, Rey y
Reina, que son reunidos y de nuevo separados en el curso de numerosas
«circulaciones» destilatorias. La Cabeza del Cuervo aparece y señala la conjunción
que es muerte y putrefacción, un hundimiento en la negrura más negra que el
negro del nigredo. Cuando el unificado «cuerpo» acuoso del Rey-Reina se calienta
más, se ve ascender su «alma» etérea a la parte alta del vaso, o «cielo», donde se
condensa y reaparece como un «rocío» para consumar el matrimonio del Arriba y
el Abajo. Pueden ser necesarios meses, incluso años, de circulaciones para limpiar
y purificar «nuestro cuerpo» antes de que la súbita iridiscencia de la Cola del Pavo
Real anuncie la disposición del alma para elevarlo a la blancura, mientras la Luna
surge, en una fría gloria, de la tumba del Sol.

Aunque el albedo represente el matrimonio de ciertos principios opuestos,


como Rey y Reina, alma y cuerpo, arriba y abajo, mercurio y azufre, la conjunción
última de los opuestos está reservada al rubedo, cuyo producto es la piedra
filosofal. Esta etapa es inexpresable. Es análoga a la paradoja de la Encarnación de
Cristo, la conjunción imposible de dos cosas completamente distintas (Dios y
hombre). Se podría decir también que mientras el albedo es análogo a la experiencia
del renacimiento de la mística cristiana, el rubedo es una resurrección, cuyo símbolo
obvio es Cristo y que era lo que Jung denominaba el sí-mismo. La alquimia tiene
sus propias imágenes: una piedra milagrosa, un monstruo hermafrodita alado.

En sus primeros encuentros con la alquimia, para Jung era evidente que los
filósofos estaban, como él diría, proyectando los contenidos de su propia psique
inconsciente en el huevo hermético. Las personas, los animales y los procesos que
veían eran como alucinaciones proyectadas desde el inconsciente sobre la pantalla
blanca de cualquier «materia» que estuviera hirviendo lentamente en el vaso. [390]
Más tarde, fue inducido a una nueva visión por una «asombrosa definición» de la
imaginación que encontró en el Léxico de alquimia (1622) de Martin Ruland: «La
imaginación es el astro (astrum) en el hombre, el cuerpo celestial o supracelestial».
[391]
En otras palabras, de repente vio la Obra no como una serie de «fantasmas
inmateriales», sino como algo real y corpóreo, como un «cuerpo sutil». [392] La
imaginación, dice, es «tal vez la clave más importante para la comprensión de la
Obra».[393] Es «una actividad física que puede encajar en el ciclo de cambios
materiales, los provoca y es provocada a su vez por ellos.

De esta manera, el alquimista se relaciona a la vez con el inconsciente y con


la sustancia que esperaba transformar mediante el poder de la imaginación», que
es, por lo tanto, una «quintaesencia», «un extracto concentrado de las fuerzas
vitales, tanto físicas como psíquicas […], [el artista] trabaja con y a través de su
propia quintaesencia, y él mismo es la condición indispensable de su propio
experimento».[394]
A pesar de la oscuridad casi alquímica de esta definición, tal vez podamos
ver lo que se insinúa detrás: la Obra tiene lugar en un reino intermedio entre el
espíritu y la materia. Es un proceso daimónico, un «teatro químico» en el que los
procesos materiales y las transformaciones psíquicas se penetran recíprocamente.

Lo fijo y lo volátil

En todos los textos alquímicos, desde el principio hasta el final, resuena el


grito: Solve et coagula! El Espejo de la alquimia, una colección de opúsculos
tempranos atribuidos a Roger Bacon, dice que solución y coagulación «tendrán
lugar en una sola operación y una sola obra […]. Pues los espíritus no se coagulan
si los cuerpos no se disuelven».[395] Un proceso análogo e igualmente crucial se
resumía en la fórmula repetida con frecuencia: «Haz volátil lo fijo, y fijo lo volátil».
Como señala Bacon: «El espíritu no vivirá con el cuerpo, ni estará en él […]. Hasta
que el cuerpo se haga sutil y ligero como lo es el espíritu […], entonces se mezclará
con los espíritus sutiles y se embeberá en ellos, de manera que los dos se harán uno
y el mismo». Mediante la repetición constante de este proceso, «todo el cuerpo se
convierte en una cosa espiritual fija».[396] Pero un «espíritu fijo» es una entidad tan
paradójica como el «cuerpo volátil» que es su corolario; una de las muchas
paradojas, en realidad, de que está compuesta la alquimia y que convergen en la
Piedra.

Un líquido, químicamente hablando, se calienta y evapora formando un gas


que sube, se enfría y condensa en un líquido que se reintegra al líquido original;
esta operación circular era conocida como destilación de reflujo. Alquímicamente
hablando, «nuestra materia» se hacía volátil; su alma salía de su cuerpo como en la
muerte; pero sólo para volver al cuerpo, haciéndose fija y resucitando al mismo
tiempo a la materia transformada. Psicológicamente hablando, la destilación de
reflujo es un modelo maravilloso —tal vez el único— para la dinámica de la
psique. Como diría Jung, la consciencia se diferencia y asciende (hacia «arriba»,
desde el inconsciente de «abajo»). Luego se condensa alrededor del ego que se
refleja; y vuelve a iluminar el oscuro inconsciente para diferenciar sus contenidos
inconscientes y hacerlos visibles a la conciencia.

De una manera más sencillas, podemos ver en las operaciones alquímicas


(de las que la destilación de reflujo no es más que una) toda la naturaleza de la
imaginación que se autorrefleja y autotransforma. Vemos los movimientos del
alma, evasiva y cambiante en sí misma, que se hace visible cuando se «fija» en la
materia, y luego se hace de nuevo invisible cuando se volatiliza en espíritu.
Pero no debemos tomar esta liberación esencial del espíritu de la densidad
de la materia en un sentido demasiado literal. Pues, históricamente, la desgracia de
la materia ha consistido en ser el vehículo principal de la perspectiva literal. Y sin
embargo, aunque la materia sea concreta, nunca es literal (una distinción tan
esencial en la alquimia como en el ritual).[397] De tal manera que la tarea oculta de la
Obra, tal como descubrió Jung, estriba en liberar a la materia de la opacidad del
literalismo a través de la «destilación» y la «volatilización», con el fin de hacerla
transparente al alma en un nuevo «cuerpo sutil», que es la imaginación.

La alquimia era tanto el cultivo de la «doble visión» como la fusión de las


sustancias; tanto la penetración recíproca de lo literal y lo metafórico como la del
mercurio y el azufre. La doble naturaleza del acto de imaginar estaba expresada en
aquel principio paradójico que los filósofos denominaron Mercurius Duplex, en el
que la duplicidad era no menos evidente que la dualidad.

El espejo de la alquimia

«Él es todas las cosas, y nada más que uno», escribe Michael Sendivogius
sobre Mercurio. «Él es nada, y su número es todo; en él están los cuatro elementos,
y, sin embargo, él mismo no es un elemento; es un espíritu, y tiene un cuerpo; es
un hombre y, sin embargo, representa el papel de una mujer […]; es vida y, sin
embargo, mata todas las cosas […]; huye del fuego y, sin embargo, está hecho de
fuego; es agua y, sin embargo, no moja…».[398]

En Mercurio vemos la característica que tanto entusiasmaba a Jung: él (o


ella, o ello) es coincidentia oppositorum, coincidencia de opuestos, el punto en el que
todas las contradicciones que desgarran la existencia se resuelven. Es el principio,
el medio y el final de la Gran Obra: materia prima, fuego secreto y piedra. Es el
archidaimon que gobierna a los dáimones inferiores de la alquimia (que no son
nada más que imágenes suyas). «Siendo invisibles e increíbles —dice Confucio de
los misteriosos kwei shin—, se puede decir que son abstrusos; y aunque participan
de todas las cosas sin excepción, se puede decir que son manifiestos […]; si dices
que no existen, existen; si dices que existen, no existen». [399] Y exactamente estas
paradojas se aplican también a Mercurio, que es la propia alma de uno mismo y
también el Alma del Mundo; tan personal como un amante, tan impersonal como
un dios. Como el Tao, es todo y nada, está en todas partes y en ninguna. Como una
deidad embaucadora es a la vez sublime y ridículo, y no permite que la elevada
finalidad mística de la Gran Obra se divorcie de su lado físico oscuro.

Mercurio es un espíritu invisible, dice Basilio Valen-tiñe en las Doce llaves,


«como el reflejo en un espejo, intangible, es al mismo tiempo la raíz de todas las
sustancias necesarias para el proceso alquímico».[400] En efecto, Mercurio es la
imaginación, que también funciona, según Plotino, «como un espejo por medio del
cual se refleja la conciencia».[401]

El espejo es la imagen más común del Alma del Mundo, porque el espejo,
por decirlo así, no es nada en sí mismo, sino sólo la suma de las imágenes que
refleja. El alma siempre se manifiesta a sí misma indirectamente, como algo
distinto a ella misma, como las imágenes por las que es representada. («Imagen es
psique», decía Jung). Heráclito explicaba que Dios es día y noche, invierno y
verano, todos los opuestos: «Sufre alteración de la misma manera en que el fuego,
cuando se mezcla con especias, es denominado según el aroma de cada una de
ellas».[402] Sin embargo, la idea es que esas imágenes son la realidad, mientras que
los objetos que vinculamos a la realidad son de hecho pálidas imitaciones de ellas.
El símbolo del espejo atraviesa la tradición neoplatónica desde Plotino hasta los
alquimistas, desde el «espejo vegetal de la naturaleza» de Jacob Boehme, al «espejo
de Enitharmon» de Blake, y a Yeats, que combina Platón y Boehrne cuando afirma
que el Espíritu Santo «despierta al ser las innumerables formas del pensamiento en
el gran espejo».[403]

La idea de que el suelo bajo nuestros pies es, por decirlo así, fluido y
movedizo nos lleva a aferrarnos a las filosofías y teologías de la precisión y la
literalidad para impedirnos caer. Pero en cuanto hacemos una afirmación precisa
sobre la naturaleza de la realidad, la propia realidad —el alma, la imaginación, el
inconsciente y (el mejor modelo de todos) Mercurio— forma inmediatamente su
contrario. Siempre que pensamos que hemos captado la realidad, y prendido al
daimon con alfileres, éste ya se ha escabullido y nos ha dejado sólo una máscara
vacía entre las manos.
18
La RETORTA DE LOS FILÓSOFOS

Mercurio y azufre

La suma total de los textos alquímicos individuales forma una mitología en


la que cada texto, o mito, parece ser una variante simétrica e invertida de su
vecino, como si todos ellos fueran versiones de algún gran mito original que, sin
embargo, sigue siendo hipotético. En efecto, como el mismo proceso de la
destilación de reflujo, los textos «circulan» en el sentido de que cada uno
representa una permutación de otros igual que el giro de un caleidoscopio, que
genera una enorme variedad de dibujos a partir de un número limitado de
elementos.

Esta permuta mitológica es un reflejo a gran escala de las «circulaciones»


permutadoras —transmutadoras— que se producen en el núcleo de cada texto
individual, cuyos elementos se conforman al sistema usual de clasificación binaria
dual. Algunos de los pares básicos de la alquimia son compartidos por otras
mitologías:

arriba
luz
masculino
espíritu
fuego abajo
oscuridad
femenino
materia
aguamientras que otros, como hemos visto, son únicos:

Sol
azufre
rey
fijo
etc. Luna
mercurio
reina
volátil
Los estructuralistas llamarían «signos» a estos elementos, y afirmarían que no hay
nada detrás de ellos, que no significan nada más allá de sí mismos. Los alquimistas
estarían en profundo desacuerdo. Mercurio sostiene la empresa alquímica tan
firmemente como la imaginación subyace a todas las mitologías. La Gran Obra, por
tanto, es una obra del alma. Es religiosa. Sus elementos son las imágenes, los
dáimones, de los que está compuesta la realidad.

Los estudiosos de la alquimia se sienten a menudo des concertados por la


cantidad de contradicciones que hay en las recetas. Leemos que nuestro azufre es
un cuerpo fijo, y, un poco más allá, un espíritu volátil; o que nuestro mercurio es
en un momento determinado agua, y en el siguiente, fuego. Estas frustrantes
paradojas se pueden resolver recordando el principio de analogía.
Azufre/mercurio, fijo/volátil, fuego/agua. Pero en cada «circulación» los pares de
elementos se reorganizan, de manera que la analogía que se aplica a la etapa de
calcinación se invierte en la de separación. Azufre/mercurio, volátil/fijo,
agua/fuego.

Una mitología, recordemos, sigue permutando sus elementos y generando


variantes de sus mitos constituyentes hasta que se agota imaginativamente,
después de lo cual surge de nuevo bajo una apariencia diferente. El mito alquímico
parece haberse agotado en gran parte en Europa hacia finales del siglo XVII; estaba
ya moribundo en cuanto actividad práctica a finales del siglo XVI. Pero rea pareció
con aspectos diferentes, como drama y como ciencia, como propondré dentro de
poco. Sobre todo, rea pareció —así lo comprendió Jung— como psicología del
inconsciente.

Si hay algún propósito global en la mitología, recordemos, es el intento,


nunca del todo realizado, de reunir Cielo y Tierra. La alquimia tiene el mismo
objetivo. Su símbolo de reunión es la Piedra, en la que todos los pares de elementos
se unen en un gran matrimonio. No importa lo inalcanzable del objetivo, la Obra
tiene absoluta mente un propósito, de la misma manera que toda actividad
imaginativa profunda lo tiene, no tanto como un objetivo fijo sino como un camino
volátil. La alquimia está siempre en marcha, seamos o no conscientes de ello. Es el
movimiento de la propia imaginación mitopoética. El alquimista solamente
colabora con el movimiento y lo acelera, igual que lo hace un artista. En su
esfuerzo por transformar el mundo, se transforma también a sí mismo y crea su
propia alma. El arte auténtico, pues, implica siempre iniciación, tanto para el
artista como para su cliente. Sólo puede ser realizado por la actividad imaginativa
del sí-mismo y nunca por lo que a veces se le parece: las fantasías que solamente
sirven al ego.

La cocción de los metales


Así como los mitos tribales están vinculados a la iniciación —a menudo
parecen prescripciones para ésta—, así la alquimia puede ser considerada como un
proceso de iniciación. Más particularmente, es una especie de cocción de
materiales crudos para lograr una nueva clase de material, la «Piedra». Como
hemos visto, los ritos de iniciación tribal (en el nacimiento o la pubertad, por
ejemplo) consisten a menudo en una cocción simbólica de los iniciados, que actúa
por analogía con la cocción literal de la comida. La persona biológica «naturab es
transformada en un individuo «cultural». La alquimia es tanto esto como lo
contrario; es una inversión de este proceso, como vimos en el caso de la iniciación
chamánica.

El alquimista es un individuo ya «culturizado» que ni cuece la comida ni es


«cocido» por otros. Cuece «metales», y así se «cuece» a sí mismo. Tenemos una
relación muy directa con el alimento, porque lo incorporamos; con los «metales»
inorgánicos tenemos una relación menor; no sólo no podemos comérnoslos, sino
que están más allá de cualquier ser vivo, excepto de una piedra (la que deben
llegar a ser). La Obra no transforma la naturaleza en cultura, sino la cultura en
supranaturaleza.

Para realizar esta tarea, el filósofo no puede usar el fuego ordinario que
transforma la naturaleza cruda en cultura cocida; necesita un «fuego secreto», un
fuego antinatural que transmutará los metales no comestibles en metanaturaleza
comestible, el Elixir que le hará tan inmortal como la Piedra y capaz de resistir
cualquier fuego, porque él mismo está compuesto de fuego.

La iniciación del filósofo es como la de un chamán tribal, que es igualmente


un individuo aculturado que ha regresado a una sobrenaturaleza. El cuerpo de
«nuestra materia», personificado como Rex (Rey) o Sol, sufre el equivalente al
desmembramiento del chamán. Es violentamente dividido, tullido, mutilado,
desgarrado, antes de ser unido a Regina (Reina) o a Luna. El nuevo forjado del
cuerpo del chamán con «huesos de hierro» es análogo al inmortal «cuerpo de
diamante» de la alquimia china.

Sin embargo, muchos de los textos alquímicos describen en diferentes etapas


el nacimiento del Sol; su mutilación de una manera análoga a los ritos de pubertad;
su matrimonio con la Luna; su muerte, seguida por la cocción (cremación) o la
putrefacción (entierro); y su posterior resurrección. En otras palabras, las etapas de
la Gran Obra son como los principales ritos de paso. Las iniciaciones de toda una
vida están condensadas en la Obra, que es, por lo tanto, una consumación muy
acelerada del telos, objetivo o sí-mismo del individuo (salvo que la Obra misma
puede durar toda una vida…).

El gemido de la creación

Aunque los alquimistas eran, según parece, cristianos —y sus textos estaban
llenos de imágenes cristianas (tanto como de mitología griega y filosofía hermética)
—, eran más o menos conscientes de trabajar en una especie de mundo inferior
cristiano. Mientras la Iglesia ponía todo su énfasis en la ascensión espiritual y la
separación de la naturaleza, la alquimia siguió inmediatamente esta prescripción y
al mismo tiempo se mantuvo estrechamente unida a su imagen especular: el
descenso del alma y la necesidad de permanecer conectados con la naturaleza,
«nuestra materia».

El desarrollo tradicional del misticismo cristiano encontró un lugar en la


alquimia, pero sólo como una de sus variantes. Como cada texto parece invertir las
operaciones del siguiente, la alquimia emerge como una recapitulación mítica del
conjunto de mitos gnóstico-hermético-cristianos, que competían por la ortodoxia
en los primeros siglos de la era cristiana, Al mismo tiempo, la contribución única
de la alquimia quizá podría ser descrita como la realización final de la obra de
Cristo, que había redimido a la humanidad, pero había descuidado redimir el
tejido de la Creación misma, que, como dice san Pablo, «gime y trabaja», como el
Alma del Mundo en las contorsiones de la serpiente de la materia.

Resulta difícil, en una época de especialización, describir una actividad


como la alquimia en la que química y metalurgia, mitología y teología,
experimento y ritual, estaban íntimamente condensados en el huevo hermético.
Los filósofos mismos no se decidían sobre llamar a la Obra «nuestro arte», «nuestra
ciencia» o «nuestra filosofía». En cierto sentido, sólo podemos reconstruirla re-
combinando los elementos en que la alquimia se disolvió hacia finales del siglo
XVII. Las retortas de los filósofos estallaron metafóricamente en pedazos en esa
época, lo que liberó sus gases impregnados de mitos en la ya cargada atmósfera de
Europa.

A pesar de ser lo opuesto, el nuevo empirismo fue una tendencia fomentada


por la alquimia. Como señaló Jung, Paracelso y Boehme se dividieron
respectivamente la alquimia en ciencia natural y misticismo protestante. Al mismo
tiempo, las imágenes alquímicas se esparcieron en la poesía y el teatro, desde
Johnson y Shakespeare, Donne y Marvell, a través de Goethe, hasta Blake y Yeats.
Siempre ha existido un aire de misterio alrededor del nacimiento del teatro inglés
isabelino y jacobita. Shakespeare y sus contemporáneos parecían salir de ninguna
parte, al construir, de repente, como de la nada, un brillante conjunto de obras
llenas de imágenes incomparables. ¿No habrían estado hirviendo lentamente en
secreto, en lo más hondo de la imaginación colectiva, e incubándose, bajo presión,
en retortas privadas, antes de salir a la escena pública perfectamente acabadas?

Supongo que los artistas entienden mejor la alquimia, la larga lucha contra
materiales indómitos, la fusión de sujeto y objeto en el fuego de la imaginación, el
reflejo sincrónico de los mundos interior y exterior. Pero todos somos conocedores
de la desesperación plomiza, de los cambios de humor caprichosos y mercuriales,
de la rabia sulfúrica, de fijaciones bloqueadas y volatilizaciones maníacas, de la
negrura de la depresión y de sueños de animales lacerantes, de blancas damas
reveladoras y de un sabio niño dorado, el filius philosophorum, hijo de los filósofos,
que es otro sinónimo de la Piedra.

Pero si la psicología analítica es uno de los lugares adonde llegó la alquimia


—incluso la terminología de amplificación, mortificación, sublimación, proyección,
etc., es la misma—, otro de ellos es la corriente principal de la ciencia, empezando
por la química, por supuesto, y terminando con la física moderna.
La unidad cuádruple

Por ejemplo, la piedra filosofal es descrita a menudo, de forma bastante


sencilla, como la unión de los cuatro elementos, Mercurius Quadruplex. La piedra
filosofal de la física es la gran teoría del campo unificado. Trata de unificar las
cuatro fuerzas fundamentales de la naturaleza: el electromagnetismo, las fuerzas
nucleares «fuertes», las fuerzas nucleares «débiles» y la gravedad. El
electromagnetismo fue una conjunción preliminar posibilitada por el concepto de
energía. Lo que parecían cosas diferentes —fuerzas eléctricas y magnéticas, como
la luz y el calor— se contemplaron como manifestaciones de la misma realidad.
Del mismo modo que Mercurio, la energía se llegó a ver como algo que podía
manifestarse de formas muy diferentes organizadas en campos. [404] Efectivamente,
una vez que Einstein hubo establecido la equivalencia entre energía y masa (E =
mc2) —lo que significa que cada una puede convertirse en la otra—, podía
imaginarse toda la naturaleza como campos y energía.[405]

La teoría del campo unificado es tanto una empresa alquímica y metafórica


como un proyecto científico literal. Jung observó hasta qué punto estamos
preocupados por las unidades cuádruples: el mándala —un círculo dividido en
cuatro cuartos— parece ser una imagen arquetípica del sí-mismo que aparece
espontáneamente en sueños y fantasías. Pero puesto que esa unidad es una
construcción ideal, difícil de realizar, resulta tentador predecir que la teoría del
campo unificado no se conseguirá. Parece muy prometedora en el momento de
escribir estas líneas, pues las tres primeras fuerzas están casi unificadas, pero la
cuarta, la gravedad, plantea serias dificultades. Sospecho que a medida que los
físicos se vayan acercando cada vez más a su incorporación, irán surgiendo,
anomalías cada vez más diminutas para impedir la perfección final.

El mundo de la física subatómica está lleno de alquimia, casi como si la


visión newtoniana del mundo, tan opuesta a la alquímica, se hubiera invertido al
modo alquímico pero elevado, por decirlo así, a la segunda potencia. El moderno
vaso hermético parece ser el acelerador de partículas que hace «circular» sus
«elementos» —las partículas— y acelera los procesos naturales. La
intercambiabilidad alquímica de espíritu y materia se convierte en la
convertibilidad recíproca de energía y masa. Separación y conjunción se convierten
en fisión nuclear y fusión nuclear, aunque el acelerador de partículas sólo
«separa»; la conjunción, o fusión, se intenta en otro vaso hermético: el toro, esa
figura con forma de rosquilla.

Sobre todo, el reino descubierto por los aceleradores de varios kilómetros de


longitud y sus ordenadores acoplados —qué pesados y victorianos nos parecerán
muy pronto— es el metaxy, el mundo intermedio: entre onda y partícula,
observador y observado, mente y materia. En los límites más lejanos de la materia,
no menos que de la mente, el reino intermedio de los «cuerpos sutiles» toma nueva
vida. «Lo físico y lo psíquico se unen una vez más en una unidad indisoluble —
escribía Jung en 1944—. Hoy estamos muy cerca de ese momento decisivo».[406]

Los árboles dorados de Newton

Aunque tradicionalmente se haya atribuido a Newton la construcción de la


cosmovisión científica que significó el final de la alquimia, también él estudió
alquimia durante más de un cuarto de siglo y realizó miles de experimentos; sus
manuscritos alquímicos tienen un total de 650.000 palabras. Su pariente y ayudante
de laboratorio, Humphrey Newton, dice de Isaac que en muy raras ocasiones se
acostaba antes de las dos de la madrugada, y que, durante la primavera y el otoño
(tal vez por tratarse de épocas astrológicamente significativas) «acostumbraba a
pasar unas seis semanas en su laboratorio; el fuego casi nunca se apagaba ni de
noche ni de día, y permanecíamos levantados, él una noche y yo otra, hasta que
hubo terminado sus experimentos químicos, en cuya realización era de lo más
preciso, estricto y exacto. Nunca logré descubrir cuál era su objetivo, pero sus
esfuerzos, su diligencia en esos períodos de tiempo me hicieron pensar que
apuntaba a algo más allá del alcance del arte y la industria humanas».[407]

Parece que los esfuerzos de Isaac no carecieron por completo de éxito. En


Clavis (La clave), describe el proceso de crear mercurio filosófico y sus resultados:

Sé de lo que escribo, pues he tenido en el fuego múltiples vasos con oro y


este mercurio. Crecen en estos vasos en forma de árbol y, por una continua
circulación, los árboles se disuelven de nuevo con la obra y dan lugar a un
mercurio nuevo. Tengo esa vasija en el fuego con oro así disuelto, donde el oro
visiblemente no se disolvía en átomos por un corrosivo, sino extrínseca e
intrínsecamente en un mercurio nuevo, tan vivo y móvil como cualquier mercurio
que se encuentre en el mundo. Pues hace que el oro empiece a crecer, a hincharse y
a pudrirse, y nace en brotes y ramas, cambia de color cada día, con unas
apariencias que nunca dejan de fascinarme.[408]

Uno de los alquimistas más grandes —sin duda mi favorito— fue también
uno de los últimos. Escribió bajo el nombre de Ireneo Filaleteo, pero desconocemos
su identidad. En su tratado La entrada abierta al palacio cerrado del rey (1669),
pretende haber logrado la piedra filosofal en 1645, a los veintitrés años de edad.
Nos promete la descripción más clara del secreto de la alquimia, que él llama el
«mercurio sófico» o «nuestra agua» (compuesta, característicamente, de «fuego»).
La puerta abierta fue durante veinte años lectura de cabecera de Newton. Su copia,
anotada en cada página, se encuentra en la Biblioteca Británica.

La Clavis de Newton comparte muchos conceptos con las obras de Filaleteo,


y podría pasar por ser una obra de este último. En efecto, en un momento
determinado, en el manuscrito de Newton se repite una frase, como si Newton
hubiera cometido una equivocación normal en alguien que está copiando, más que
redactando. Además, en la edición de 1678 de William Cooper de Ripley Reviv’d —
cinco tratados de Filaleteo— se enumera entre la obra de Filaleteo, un tratado
llamado Clavis, ahora perdido. B. J. T. Dobbs, cuya excelente investigación sigo
aquí, piensa que en realidad la Clavis fue escrita por Newton. Pero en esta ligera
confusión, en esta interesante superposición, podríamos ver otra tenue línea
divisoria en la historia del pensamiento en la que, por un instante, el último gran
alquimista y el primer gran científico moderno son indiferenciables.

El secreto

La Gran Obra no puede comenzar sin el secreto, y, sin embargo, puede


comenzar, y de hecho comenzó sin él, pues muchos filósofos trabajaron durante
años para encontrarlo, experimentando con toda sustancia imaginable y realizando
valiosos descubrimientos científicos a lo largo de su camino. La idea de que existía
algún secreto literal fue tan persistente como la idea de una piedra, tintura o polvo
literales; e, independientemente de si había algo literal o no, esta idea fue crucial
para el sentido de fascinación y misterio sin el que la Obra, como cualquier
proyecto científico a largo plazo, no habría podido sostenerse. Nadie podría
consagrar los años de esfuerzo y dificultad que requiere la Obra sin la promesa de
descubrir un secreto maravilloso y, como consecuencia, un tesoro inapreciable.
Éste es uno de los ardides necesarios de Mercurio, que nos engaña con el cebo de
un tesoro, para que al intentar conseguirlo —si no nos volvemos locos o morimos
(Nonnulli perierunt!, dicen muchos textos: «¡No pocos perecieron!»)— alcancemos
otro mayor; o tal vez descubramos que la Obra es en sí misma el tesoro, su propia
recompensa, como la experiencia extática de las autodeleitables circulaciones del
alma. En cualquier caso, la Obra transmite secretos que uno no podría imaginar
antes de comenzarla, pues en el curso de la Obra uno es transformado en alguien
que no podríamos haber imaginado antes.

Por supuesto, ahora sabemos que es imposible transformar un elemento en


otro, o un metal base en oro (salvo mediante procesos de alta energía no
disponibles —al menos tecnológicamente— por los alquimistas). Por otra parte, si
es posible transformar en el curso de la Obra la estructura misma de la propia
psique, quién sabe si la misma estructura de la materia no podría ser alterada
recíprocamente, por simpatía, sobre todo si tienen razón los neoplatónicos cuando
afirman que materia y psique son sólo diferentes aspectos de ese Alma del Mundo
que los filósofos llamaron Mercurio. Pero, en cualquier caso, ningún filósofo que se
precie se habría permitido caer en el desánimo por algo tan nimio como la
imposibilidad. Como cristiano, se le había ordenado tomar su cruz y seguir a
Cristo: esto es, llegar a ser como Cristo, tarea que, estrictamente hablando, es
imposible. Pero solamente lo imposible requiere un esfuerzo sobrehumano. Sólo lo
imposible es, en definitiva, lo serio.

«¡Transformaos […] en piedras filosofales vivas!», exclamaba Gerard Dorn,


[409]
el alquimista especulativo que tanto impresionó a Jung con su conciencia
psicológica del objetivo de la Gran Obra. Pero por más que queramos confinar la
alquimia a lo «exclusivamente psicológico», a lo «meramente metafórico», siempre
nos veremos invadidos por relatos de algún producto literal como el mercurio rojo
o una gran teoría de los campos unificados. Siempre tropezaremos con la Piedra
que no es ninguna piedra.

En su libro El becerro de oro,[410] Helvetius, científico del siglo XVII, médico del
príncipe de Orange, cuenta cómo el 27 de diciembre de 1666 fue visitado en su casa
de La Haya por un extranjero de unos cuarenta años, estatura media, bien afeitado,
ligeramente picado de viruelas y cabello oscuro. Había venido, di jo, a mostrar su
desacuerdo con el escepticismo difundido por Helvetius sobre la alquimia, y a
preguntarle si reconocería la piedra filosofal si la viera. Helvetius dijo que no. El
extranjero sacó una pequeña caja de marfil y de ella sacó «tres trozos pequeños y
pesados de la Piedra, cada uno aproximadamente del tamaño de una pequeña
nuez, transparentes, de un color azufre pálido»,[411] que Helvetius pudo examinar.
Al fin, el científico le convenció para que le diera un trozo, y el extranjero prometió
volver por la mañana y enseñar a Helvetius la manera de llevar a cabo el proyecto.
Pero el visitante no volvió, y nunca más se le volvió a ver.

«No obstante —escribió Helvetius—, aquella noche, mi mujer […] vino a


pedirme insistentemente que hiciera un experimento con aquella pequeña muestra
que generosamente se me había dado […] diciéndome que, a menos que lo llevara
a término, no tendría descanso ni podría dormir en toda la noche… Mandé que se
encendiera un fuego pensando que, por sublime que fuera su discurso, ahora se iba
a descubrir la falsedad de aquel hombre […]. Mi esposa envolvió la citada materia
en cera, y yo corté unos doce gramos de plomo viejo y lo puse en un crisol en el
fuego, y una vez derretido, mi mujer introdujo en él dicha medicina, habiéndole
dado la forma de una píldora o botón pequeño, que comenzó luego a sisear y a
burbujear tanto en su operación perfecta que, en un cuarto de hora, toda la masa
de plomo estaba totalmente transmutada en el mejor y más fino oro, lo que nos
produjo tanto asombro como el choque de dos planetas». [412] Cuando estaba
todavía caliente, Helvetius corrió con su «plomo aurificado» a ver a un orfebre que
lo consideró el oro más fino del mundo, con un valor de cincuenta florines los
treinta gramos. El oro se convirtió en cause célèbre; incluso Spinoza, el filósofo
racionalista, visitó al orfebre que lo había aquilatado, y examinó el oro y el crisol en
el que se había producido la transmutación.
19
El COSMOS Y EL UNIVERSO

El momento revolucionario en que dio comienzo el mundo moderno —


según un popular mito científico— fue la publicación en 1543 de De revolutionibus
orbium coelestium. Su autor, Nicolás Copérnico, planteaba que la Tierra no era
estática ni tampoco el centro del cosmos, sino que se movía alrededor del sol.

La palabra griega kosmos, probablemente acuñada por Pitágoras, es


intraducible. Tiene un doble significado que sugiere tanto la presencia del orden
como de la belleza.[413] El cosmos medieval incluía todo, desde Dios y los ángeles
hasta los planetas, seres humanos y animales, igual que la «única criatura viva que
envuelve a todas las criaturas vivas que hay en ella» [414] de Platón. Era completo,
inmenso, pero finito. La revolución copernicana convirtió este cosmos en un
universo; y la brillante y luminosa jerarquía sagrada fue arrastrada por los fríos
vientos del oscuro espacio secular.

Al menos, esto es aproximadamente lo que pensamos de esa revolución en


forma retrospectiva, pues nuestra visión del mundo es tan científica que
suponemos que la revolución copernicana tuvo que ser como un terremoto. Sin
embargo, en su momento no lo fue. El heliocentrismo copernicano fue ignorado o
aceptado de una manera que podríamos llamar especulativa. La visión del mundo
isabelina seguía siendo la medieval. Si alguien pensaba que la Tierra se movía
alrededor del Sol, era menos probable que fuera un científico respetable que un
filósofo marginal de tipo hermético, como Giordano Bruno. El propio Copérnico,
en un pasaje inmediatamente posterior a su diagrama heliocéntrico, invoca la
autoridad de Hernies Trismegisto.[415] Ni siquiera él pensaba que su anuncio fuera
de gran importancia; después de todo, el esquema heliocéntrico se conocía al
menos desde el siglo III a. C., cuando fue expuesto por Aristarco de Saínos.
Salvar las apariencias

No fue, pues, la hipótesis de Copérnico lo que provocó una revolución en el


pensamiento. Fue gracias a revolucionarias afirmaciones de sus sucesores, como
Galileo, por lo que el modelo heliocéntrico se hizo literalmente verdadero; un paso
que fue «casi suficiente por sí solo para constituir la “revolución científica”». [416]
Fue por esto, más que por la teoría en sí misma, por lo que Galileo fue
públicamente perseguido por la Iglesia.

Para los antiguos griegos, las hipótesis eran estratagemas para «salvar las
apariencias». Por ejemplo, se creía que los planetas se movían a velocidad
constante en círculos perfectos. Cuando la observación contradecía esta creencia, se
imaginaban hipótesis para justificar las desviaciones. Se proponían diferentes
hipótesis, por ejemplo, en función de que se aceptara que los planetas se movían
alrededor de la Tierra o alrededor del Sol. Los griegos habrían considerado un
tanto extravagante la decisión de Galileo, Kepler (1571-1630) y otros de presentar
sus hipótesis como «hechos». Pero aún más excéntrica es su propensión, copiada
por nosotros, los modernos, a hacer modelos (del sistema solar, por ejemplo) y
luego interpretarlos literalmente. Los árabes utilizaron las hipótesis tolomeicas
para fabricar modelos de nuestro sistema planetario. Pero usaron los modelos
simplemente para el cálculo. Nunca habrían pensado en identificar el modelo con
la realidad, fuera lo que fuera ésta. Jamás habrían confundido, como dicen a veces
los críticos de la ciencia moderna, el mapa con el territorio.

A partir de Galileo, la teoría heliocéntrica tardó mucho tiempo en


convertirse en ortodoxia, más o menos tanto como le llevó triunfar al nuevo
método científico. En efecto, el heliocentrismo es todavía hoy el símbolo central del
triunfo de la modernidad sobre la antigüedad: pretendemos saber más y estar más
cerca de la verdad que quienes vivieron en la antigüedad porque podemos probar
que la Tierra gira alrededor del Sol.

Pero, en otro sentido, hemos renunciado a la verdad al excluir otros aspectos


distintos del literal. Nuestro sistema solar siempre será tanto un espacio
imaginativo como un espacio literal; los planetas serán tanto imágenes arquetípicas
como bolas de polvo o gas. La mayoría de nosotros, conscientemente o no,
seguimos reconociendo esto. Nuestra luna sigue siendo más que nada como la
diosa virgen Diana, que preside el cielo aterciopelado de la noche, y más sensible a
los vuelos de la imaginación que al lanzamiento de fálicos cohetes.

Además, la gran prueba heliocéntrica de nuestro progreso nunca ha


suprimido ni ha cambiado realmente nuestra perspectiva. Vivimos todavía en un
universo geocéntrico en el que el sol sale, sube, se pone, en otras palabras, se
mueve alrededor de nosotros. Quizá se trate solamente de que somos tan
prudentes como los griegos y los árabes, capaces de mantener visiones del mundo
simultáneamente contradictorias. Quizá sea únicamente el extraño deseo de los
científicos —que ninguno de nosotros escape al desencanto— lo que nos hará
pensar de otra manera.

La catedral iluminada

El cosmos medieval era una serie de esferas que contenían, en orden


ascendente, la Tierra, la Luna, Mercurio, Venus, el Sol, Marte, Júpiter y Saturno.
Más allá de Saturno estaba la esfera de las estrellas fijas, y después el primum
mobile, que dictaba el movimiento de las otras esferas. Éste era el modelo concebido
por los antiguos griegos, para los que no había nada más allá del primum mobile
—«ni lugar ni vacío ni tiempo», como dice Aristóteles. [417] El cristianismo adoptó el
esquema y añadió a Dios, a quien se imaginaba sentado en el empíreo, una esfera
de fuego encima del primum mobile. Mientras que los griegos sostenían que cada
esfera poseía una Inteligencia, análoga a los arcontes del gnosticismo o los
demonios estrella del hermetismo, el cristianismo asignó cada esfera a cada uno de
los Órdenes angélicos. Los Serafines estaban encargados del primum mobile, los
Querubines de las estrellas fijas, y así sucesivamente (los otros Órdenes eran
Tronos, Dominaciones, Virtudes, Potestades, Principados, Arcángeles y Ángeles).
Puesto que la tierra no se movía, no necesitaba una Inteligencia. Atribuirle la
Fortuna parece haber sido una brillante sugerencia de Dante. [418]

En La imagen del mundo, C. S. Lewis describe cómo veían el cosmos en la


Edad Media. Mientras que nosotros somos conscientes de la distancia entre la
Tierra y las estrellas, ellos eran conscientes de la altura. Mientras que nuestro
universo es matemático, abstracto e inimaginable —mil años luz y un millón de
años luz son igualmente ininteligibles—, su cosmos era inmenso, sí, pero concreto,
finito, imaginable, y hermoso como una enorme catedral.

Además, no era oscuro, como lo es el nuestro, sino lleno de luz. El mundo


translunar —todo lo que estaba por encima de la Luna— no era una negra y silente
vacuidad, sino algo deslumbrante que resonaba con la armoniosa música de las
esferas. Puesto que el sol iluminaba todo el cosmos, e incluso las estrellas tenían
solamente luz refleja, como la Luna, la visión del mundo medieval era en cierto
sentido más heliocéntrica que la nuestra. Es cierto que, desde el punto de vista del
conjunto del sistema, la Tierra estaba en el centro; pero, desde el punto de vista de
los hombres y mujeres medievales, ellos no estaban en el centro de las cosas, sino
en el borde. Por eso, mientras que nosotros sentimos que miramos hacia fuera
cuando miramos el cielo nocturno, ellos sentían que miraban hacia dentro. Y si no
hubiera sido por el sol cegador, habrían visto más de la grandiosa y brillante
arquitectura cósmica que solamente podía vislumbrarse de noche a la luz de las
estrellas.

Algunas de estas visiones del universo persistieron para la mayoría de la


gente hasta bien entrado el siglo XVII y, para algunos, hasta el XVIII. Su última
gran encarnación aparece como fondo de El paraíso perdido de John Milton, escrito
en la década de 1660. Si Bruno fue el primero en postular un espacio infinito,
Milton fue tal vez el primero en evocar el cuadro moderno del espacio exterior: el
viaje de Satán desde el Pandemónium a la Tierra suponía atravesar la oscura e
inconmensurable distancia del Caos. (Viajaba por un «inmenso muelle» cuando
descubre, con decepción, que en realidad se trata de un gran puente.) Súbitamente,
la infinitud del espacio ya no era sólo una idea, sino un reto existencial. El
matemático Blaise Pascal fue el primer científico, aunque no el último, en
experimentar la desolación de «la inmensidad infinita de los espacios que yo
ignoro y que me ignoran […]. El silencio eterno de esos espacios infinitos me
aterra».[419]

Mundos paralelos

La infinitud del espacio es la extensión lógica del dualismo cartesiano: una


vez que el sujeto se separa del objeto, no hay ninguna razón para que el mundo
«allá fuera» no se separe indefinidamente. Los Otros Mundos tradicionales son
siempre finitos porque la imaginación es siempre autolimitadora y se representa a
sí misma en términos de metáfora espacial particular. La idea del «espacio
exterior» no tiene esos límites porque es un Otro Mundo que ha sido literalizado
para que tenga continuidad con éste. Es un espacio al que no se le ha permitido ser
metafórico y por lo tanto es indefinido, ilimitado, vacío.

Al mismo tiempo, dado que la imaginación sólo puede ser negada, pero no
suprimida, la metáfora se introduce de nuevo. Albert Einstein sugirió, por ejemplo,
que el espacio es finalmente —como la imaginación— autolimitador, que se
«curva» para formar un universo que se contiene a sí mismo. Los teóricos
modernos, independientemente de que puedan discrepar en los detalles, coinciden
en que nuestro universo no es, por decirlo así, lo bastante infinito. Necesitan más y
mayores universos para llenar el vacío. «Wheeler propone que un número infinito
de universos se suceden en el tiempo; Zel’dovich piensa que una formación
verdaderamente infinita de espacio-tiempo vacío puede estar picoteada por
burbujas temporales, fluctuaciones cuánticas, en una de las cuales vivimos».[420]

Pero el mejor de todos fue Hugh Everett, que sugirió en 1957 ese gran
invento de la ciencia ficción y la ufología: la teoría del universo paralelo. Por
supuesto, la idea de la antimateria (el habitual Otro Mundo vuelto del revés) fue
precursora de su hipótesis; proponía que todos los mundos cuánticos posibles son
igualmente reales y existen paralelamente a nosotros. [421] Ésta es la literalización
inevitable de esa metáfora espacial que sitúa el Otro Mundo al lado del nuestro,
más que encima o debajo. Pero también es una representación literal de la forma en
que un mito dominante es ensombrecido por todas sus variantes posibles,
exactamente como cualquier postura consciente que adoptemos se permuta en los
sueños y fantasías del inconsciente.

Aunque nos encerremos en nuestro propio universo, vemos cómo su


realidad literal está siendo continuamente remitologizada. Las misteriosas estrellas
de neutrones (púlsares), las gigantes rojas, las enanas blancas y los agujeros negros
son los dáimones de un cuento de hadas del espacio exterior que se vuelve a llenar
con galaxias cada vez más brillantes, ensombrecidas por cada vez más «materia
oscura». En el mismo borde del universo visible, como si estuviera en los límites de
la imaginación, se han observado objetos voladores no identificados. Denominados
objetos cuasi estelares, o quásares, son el último grito en dáimones astronómicos.

Los quásares parecen irradiar tanta energía como toda una galaxia —miles
de millones de estrellas—, y sin embargo su brillo oscilante de períodos breves
sugiere que pueden tener el tamaño de nuestro sistema solar. Su luz y sus
emisiones de radio presentan un intenso desplazamiento hacia el rojo —una
especie de efecto Doppler relativo a las ondas de luz, en vez de a las ondas sonoras
—, lo que supone una fantástica velocidad de retroceso, cercana a la de la luz. Estas
veloces, distantes, poderosas y sin embargo compactas fuentes de energía apenas
pueden ser imaginadas, y mucho menos explicadas. Por eso algunos cosmólogos
han tenido la tentación de colocar los quásares mucho más cerca de nosotros,
donde pudieran tener tamaños y proporciones mucho más ortodoxas, en cuyo caso
la ecuación del movimiento al rojo con la velocidad de retroceso (en la que se basa
nuestra cosmología) ya no sería válida. [422] La incertidumbre que rodea a los
quásares, ambiguos, evasivos y siempre en metamorfosis, apunta a la naturaleza
daimónica del universo.

El gran cuadro
No es coincidencia que el primer gran literalizador cosmológico, Galileo,
fuera también el primero en extender la utilización del telescopio. La vista
aumentada empezó a reemplazar a la visión imaginativa. En efecto, nadie podía
haber pensado que se necesitara un telescopio para mirar las estrellas hasta que la
visión imaginativa empezó a declinar como forma de captar el mundo. Cuanto más
grande y detallada es la imagen del telescopio, más aplana la profundidad y el
sentido cualitativo del Otro Mundo en distancia y cantidad. En otras palabras,
construidos para literalizar, los telescopios incorporan en sí mismos el literalismo.
Su sola visión acaba con el espléndido carrusel de constelaciones astrológicas, y las
convierte en estrellas y galaxias únicamente conocidas por sus números, Los cielos
sagrados se transforman en un espacio profano, pues no se puede ver la divinidad
de los cuerpos celestes ampliándolos, sino sólo a través de la penetración
imaginativa. El telescopio es el instrumento cartesiano par excellence: alarga la
distancia a la que podemos ver, aumenta la separación entre observador y
observado y, en el proceso, crea el mismo universo que se pretende estar
observando de manera objetiva.

La magnificación, en el doble sentido de tamaño y cantidad, se ha


convertido en la moneda corriente de la cosmología y la astrofísica modernas. Sus
dioses son los grandes números, ya se refieran a la lejanía de un quásar o a la
pequeñez de un quark. El «horizonte» del universo visible está a 15.000 millones
de años luz (un año luz se calcula multiplicando el número de segundos de un año
por 300.000, el número de kilómetros que recorre la luz en un segundo). El tamaño
de un quark es alrededor de 10—15 veces más pequeño que el núcleo de un átomo
(que es ya demasiado pequeño para tenerlo en cuenta aquí). [423] En el «escenario
inflacionario» de la creación, el universo se expandió de 10 —25 centímetros después
de 10—35 segundos (se dice que el propio tiempo comenzó cuando el universo tenía
10—45 segundos de edad) a un año luz tras un segundo.[424]

Estos fantásticos tamaños no forman parte de un mundo reconocible. Todos


nos sentimos fascinados por la grandeza y la pequeñez mientras se mantienen,
como gigantes y enanos, a escala humana. Pero los números científicos no nos
llenan de asombro, como sucede con la belleza arquitectónica del cosmos
medieval; solamente desconciertan a la mente, la paralizan y la incapacitan para
pensar. Es como si fueran las últimas metáforas, disfrazadas de entidades literales,
para la naturaleza sin espacio ni tiempo del Otro Mundo. En lugar de las imágenes
daimómeas concretas que necesitamos para conectarnos con el Otro Mundo,
tenemos los ídolos abstractos de los Grandes Números, ante los que no podemos
hacer nada salvo inclinar nuestra dolorida cabeza.
Nada me recuerda tanto las cantidades de los cosmólogos como el arte de la
gematría, que a su vez nos hace recordar que la obsesión per se por los grandes
números era señal de que la verdadera gematría se había degradado en áridos
cálculos, como los de Los escolásticos que, como es bien sabido, pleiteaban con
argucias sobre cuántos ángeles podían bailar en la cabeza de un alfiler. Cierto
cabalista, digno precursor de nuestros cosmólogos, dedujo que el universo estaba
constituido por 301.655.172… coros celestiales.[425]

La preocupación científica por el tamaño y el número es concomitante con la


«inflación» del heroico ego racional. Esto se produce cuando el ego rechaza el alma
y sufre una emboscada por detrás, por así decirlo, de la imagen negativa del alma,
que acapara al ego cogiéndolo desprevenido, y lo hincha con el engaño de su
propia autosuficiencia endiosada. Siempre que perdemos el control del tamaño y la
cantidad, descubrimos el egoísmo hinchándose de megalomanía, y ahí está la
desproporción máxima de los palacios de los tiranos y sus desfiles y sus cientos de
zapatos para corroborarlo. No sugiero que el humilde astrofísico sea así; pero no
puedo evitar preguntarme si la inflación psíquica no está, como la literalización,
incorporada en la misma naturaleza del ego moderno cuyo símbolo, en su
comienzo, fue el telescopio.

1,6 x 10—33 cm o 0,0000000000000000000000000000000016 cm es, se nos dice,


la menor distancia que tiene un sentido físico. Se llama longitud de Planck. En esta
distancia, el propio espacio-tiempo se comporta como las «partículas virtuales» (se
nos dice) que aparecen desde la nada en el vacío. De esta manera pudo haber
comenzado el universo: «Una diminuta burbuja de espacio-tiempo revienta
espontáneamente como un fantasma en la existencia […] después de lo cual la
inflación la alcanza y la hincha hasta dimensiones macroscópicas».[426]

Cosmológicamente, la «inflación» es «un mecanismo para convertir un


universo cuántico virtual en un cosmos abierto, y nos permite contemplar la
creación ex nihilo (“de la nada”) de la teología».[427]

Psicológicamente, quizá la inflación sea un mecanismo para convertir las


ideas virtuales de pequeños e inestables egos (con un grosor de más o menos dos
veces la longitud de Planck) en expansivos delirios de omnisciencia.

La materia oscura

El ego racional no puede en definitiva separarse del alma; pero su rechazo a


la miríada de imágenes del alma deja un vacío que, a su vez, se refleja —como se
refleja siempre el alma— en el conjunto del universo. El oscuro abismo del espacio
puntuado por diminutas luces de soles moribundos, como las chispas de alma de
los gnósticos, es la imagen del alma moderna. O, más bien, de la ausencia de alma,
ante lo cual el ego sufre esa sensación de alienación, desarraigo y falta de sentido
que es el corolario inevitable de su creencia inflacionista en su propio poder
autosuficiente.

Llenar el vacío con números cada vez mayores es un vano intento de


reconquistar un alma que, sin embargo, es insensible a lo cuantitativo y sólo puede
ser colmada por lo cualitativo. No importa, por ejemplo, cuánto multipliquen los
cosmólogos el número de estrellas y galaxias, siempre se quedarán cortos —de
hecho, en alrededor de un 90%— respecto de la materia que necesitan para
explicar el equilibrio del universo. Se han visto obligados a postular la existencia
de una enorme cantidad de invisible «materia oscura». Parte de ésta pudieran ser
restos de estrellas (como los agujeros negros) o de planetas, como la Tierra, muy
difíciles de detectar; pero la mayor parte tiene que consistir en «clases exóticas de
partículas, diferentes de todas las detectadas ya por los físicos nucleares». [428] Estas
«partículas virtuales» son extremadamente efímeras y evasivas, aunque nos rodeen
sin que lo sepamos… Ahora podemos ver lo que son, espero.

La teoría de la materia oscura nos dice tanto sobre el moderno inconsciente


como sobre el cosmos. Jung observó que todo lo que suprimimos de nosotros se
reúne en el inconsciente y proyecta una sombra sobre el mundo. La materia oscura
es precisamente la sombra de la plenitud imaginativa que hemos negado a nuestro
cosmos. Los dáimones, cuya existencia no podemos reconocer, vuelven como
oscuras «partículas virtuales». Como la sombra psicológica, la masiva presencia
invisible de materia oscura ejerce una influencia inconsciente sobre el universo
consciente.[429] Incluso amenaza con disminuir la velocidad de expansión del
universo, detenerlo y luego contraerlo en una apocalíptica inversión del Big Bang,
el Big Brunch. Aquí hay un mito que actualiza el miedo primordial que tiene el ego
inflado al inconsciente, que lo arrastrará de nuevo hacia abajo, allá donde la oscura
Madre destructiva lo devorará.
20
EL PESO DEL MUNDO

A mediados de la década de 1970, Jacques Monod se convirtió en el


portavoz de un gran número de científicos (probablemente de la mayoría de ellos)
con su libro El azar y la necesidad. Emite una clara llamada al hombre, que «debe
despertar de su sueño milenario [sic] y descubrir su soledad total, su aislamiento
fundamental. Debe comprender que, como un gitano, vive en la frontera de un
mundo extranjero, un mundo que es sordo a su música, y tan indiferente a sus
esperanzas como a sus sufrimientos o sus crímenes».[430]

Igual que sus predecesores del siglo XVIII, Monod afirma suscribir una
descripción objetiva y neutral del universo, sólo para demonizarlo; esta vez no
como una mujer desenfrenada, sino como un indiferente y sordo extranjero. Su
visión es romántica (somos como «gitanos») y está teñida de autosatisfacción,
como si dijera (como dicen tantos científicos): «Os gustaría creer que el universo es
un lugar benigno, pero lo siento, no es así. Nosotros, los científicos, comprendemos
vuestra necesidad de falsos consuelos e ilusiones; pero nos enfrentamos con
hechos, no importa lo desagradables que sean; y los hechos son que estamos solos
en un universo hostil». «Hostil» es un término que a menudo se utiliza para
describir el universo, contradiciendo la visión científica oficial de que el universo
no puede ser hostil porque está hecho de simple materia inerte. (De este modo, los
dáimones procuran siempre reanimar el universo, colándose por la puerta trasera
de una ideología.)

Steven Weinberg, en Los tres primeros minutos del universo, casi al mismo
tiempo que Monod, describió cómo finalizará el universo y se extinguirá toda
forma de vida. Este triste suceso significa, para Weinberg, que nuestras pobres
vidas son insignificantes y nuestros valores carecen de sentido, salvo en un
aspecto: tenemos el consuelo de… la ciencia. «Los hombres y las mujeres no se
sienten satisfechos consolándose con cuentos de dioses y gigantes (-desprecio
dirigido, de forma más bien insensata, contra la religión y el mito—), ni limitando
sus pensamientos a los asuntos cotidianos de la vida; también (—aquí los violines
suben de tono—) han construido telescopios, satélites y aceleradores, y se sientan
en su mesa durante horas interminables resolviendo el sentido de los datos que
reúnen».[431]

Al parecer, Weinberg no ve la línea de separación entre lo sublime y lo


ridículo: ¿son realmente los técnicos de laboratorio los portadores heroicos y
solitarios de todo lo mejor de nuestra cultura? Como Monod, tampoco él ve la
gracia ni la hibris de todo esto.

El cuadro del científico solitario que desafía a un universo extraño es un


mito heroico. Otros mitos, incluso los heroicos —piénsese en el mito de Odiseo—,
nos muestran que estamos muy lejos de estar solos. Estamos rodeados por una red
de relaciones, no sólo con la familia y los amigos, sino también con dáimones útiles
y dioses protectores. La naturaleza no es indiferente ni está muerta, sino que está
animada y personificada y es amable. Incluso el universo puede ser como era en la
época medieval, lleno de dioses y resplandeciente de luz, en vez de los «espacios
silentes» de Pascal. En resumen, es el ego heroico moderno el que siente que está
solo; y el universo vacío y hostil es su reflejo.

El ego y el héroe

Lo que la psicología denomina ego está fundamentado arquetípicamente. Es,


podríamos decir, el arquetipo del «impulso hacia la actividad, la exploración
exterior, la respuesta al reto, el aprehender, alcanzar y extender». [432] Su estilo de
conciencia radica en «sentimientos de independencia, fuerza y realización, en ideas
de acción decisiva, autonomía, planificación, virtud, conquista (sobre la
animalidad), y en psicopatologías de lucha, masculinidad abrumadora y
determinación».[433]

Los mejores retratos del ego se encuentran en los mitos: los héroes. Aquiles,
Sansón, Heracles, Edipo, Sigurd, Odiseo, Perseo, Parsifal; éstos son los héroes
greco-romano-judeo-nórdicos que modelan la conciencia del ego de la cultura
occidental. Y por eso es importante preguntarse qué héroe o héroes subyacen en el
distintivo ego «científico» moderno, el ego que he estado llamando «ego racional»,
pero que ha sido diversamente denominado «ego heracleo», «ego puritano
protestante nórdico» (Hillman) y «ego heroico ilustrado» (Midgley).
Arquetípicamente, su trasfondo puede estar localizado en varios mitos, y el
primero de éstos es el gnóstico, un término general aplicado a numerosas sectas
que florecieron en los primeros siglos después de Cristo. Dichas sectas estaban
vagamente conectadas por su creencia en la importancia central de la gnosis, del
conocimiento, en el sentido de una experiencia directa y existencial de la
Divinidad.

Aunque el gnosticismo fue tildado de herejía por el cristianismo, era


también una variante del cristianismo. La doctrina cristiana de que Dios descendió
a la humanidad para salvar a los hombres corruptos es una versión invertida de la
doctrina gnóstica de que los hombres corruptos tienen que ascender a la Divinidad
para salvarse. El gnosticismo, en otras palabras, es una parte necesaria de la
mitología total que rodea al cristianismo; y, si se suprime, retornará con otra
apariencia. No es difícil observar que la ciencia es al menos parte de esa apariencia.

Por ejemplo, el mito gnóstico de Sofía, que existe con muchas variantes,
puede ser esbozado de forma característica como sigue: [434] en el Principio, treinta
Eones emanan de la pareja primordial, Abismo y Silencio. Cada Eón es una pareja
divina masculino-femenina; y el Eón más joven, Sofía, se separa de su mitad
masculina y empieza a buscar la gnosis —unión divina— a través de una
«inteligencia deformada»: una engreída creencia en la infalibilidad de su propio
intelecto. Esta hibris le hace caer desde el mundo divino al mundo del dolor y la
oscuridad, donde se divide en dos. Su «sí-mismo superior» vuelve a su otra mitad,
mientras que su sí-mismo inferior empieza a generar monstruos demoníacos a
partir de los sucesivos estados de la mente: su pena, miedo, ignorancia, confusión
y anhelo por alcanzar la unión divina se materializan como elementos del mundo
creado (Sofía, «Sabiduría», es con frecuencia la personificación del Anima Mundi).

En cierto modo, por supuesto, este escenario es muy diferente de nuestro


cosmos moderno. Pero, en otro, es curiosamente similar. Los elementos
primordiales son abstracciones: Abismo y Silencio caracterizan el espacio profundo
de nuestro propio universo, o las condiciones anteriores al big bang. Los pares de
Eones podrían ser el proyecto original de nuestros pares de partículas de leptones
y bariones, de los que se formó la Creación. Pero, lo más importante, el mito de
Sofía está detrás de nuestro cientifismo, cuya inteligencia deformada busca la
verdad y, sin embargo, en su hibris, se aleja de la verdad. Su literalismo «crea» el
mundo literal que luego se pone literalmente a investigar. Este patrón,
proféticamente establecido en el mito de Sofía, se hace más explícito cuando el
mito continúa: tan pronto Sofía ha creado el mundo a partir de su propia angustia,
un demiurgo —un Eón creador— llamado Jaldabaoth se materializa y toma
tiránica posesión del mundo atormentado. Sofía es ahora prisionera en su propia
creación.

Jaldabaoth es en cierto sentido hijo de Sofía. Es el paradigma del ego


racional que, teniendo su fundamento en el alma, busca no obstante separarse del
alma. Toma posesión de las imágenes del alma (la Creación de Sofía) y las hace
literales; el encarcelamiento de Sofía en su propia creación significa la fijación del
alma en sus propias imágenes cuando son literalizadas. La tarea de rescatar a Sofía
de la prisión del literalismo le fue asignada a un Eón antitético a Jaldabaoth, una
especie de gemelo bueno llamado Jesús, que eleva a Sofía desde el «mundo del
terror», se convierte en su «esposo sagrado» y la lleva al Cielo. Aquí, pues, está la
esperanza de que el ego racional tenga una vertiente redentora que pueda conectar
de nuevo con el alma.

Gravedad

Hasta tal punto depende de la gravedad el retrato moderno del universo,


que a ella se le atribuye el hecho de poner orden después del big bang. (En el
lenguaje mítico de la cosmología moderna, fue la gravedad la que casó el espacio-
tiempo con la materia.) Sin embargo, en la época medieval los efectos de la
gravedad eran atribuidos a las almas. Todo, desde los guijarros a los planetas, tenía
un alma, y toda alma tenía un telos, una intención u objetivo innatos. El roble era el
telos de la bellota, que era atraída a la forma madura del roble. El telos de todos los
metales imperfectos era el oro. Los objetos caían a tierra porque eran atraídos a su
elemento natural: «volvían a casa». Así, todo se mantenía unido por su alma, o, en
el pensamiento posterior del Renacimiento, las cosas estaban relacionadas entre sí
por un alma subyacente, el Alma del Mundo.

Las almas fueron expulsadas en el siglo XVII. La ciencia mecánica declaró


que el mundo natural carecía de alma y no era más que materia pasiva en
movimiento. «Es impensable —escribía Newton— que la materia inanimada […]
actúe y afecte a otra materia sin contacto mutuo». [435] Entonces, ¿qué mantenía todo
en equilibrio y permitía a un cuerpo atraer a otro? Newton recurrió a la teoría de la
atracción de Johannes Kepler para crear una teoría sobre las fuerzas gravitatorias
que eran expresión de la voluntad de Dios, «un espíritu infinito y omnisciente en el
que la materia se movía según leyes matemáticas».[436]

No sería sorprendente, dadas sus inclinaciones alquímicas, que Newton


pensara en un espíritu más semejante a Mercurio que a Dios. En efecto, como
Kepler, Newton y su teoría de la gravitación fueron sospechosos (a pesar de
negarlo) de tratar de reintroducir «fuerzas ocultas» o «almas»,[437] acusados de
llevar a la ciencia de vuelta a los Tiempos Oscuros y condenados como irracionales
hasta bien entrado el siglo XVIII, cuando, finalmente, fueron aceptados por la
mayoría.[438]

La misteriosa naturaleza de la gravitación fue dejada de lado. A pesar de la


objeción de Newton, se supuso simplemente que la materia tenía un poder de
atracción —aunque no debido, por supuesto, a ningún tipo de «alma»— y ésta es
más o menos la manera en que la mayoría de nosotros imagina hoy la gravedad.

Einstein cambió completamente el cuadro. Concibió la gravedad no como


fuerza, sino como campo. Pero no se trata de un campo en el espacio-tiempo; es un
campo que contiene el universo entero, incluido el espacio-tiempo. Subyace a todas
las cosas, y al espacio entre ellas. Así, por ejemplo, la Tierra no orbita ya alrededor
del Sol porque sea atraída por la gravedad de éste; más bien, parece dar la vuelta al
Sol porque el mismo espacio-tiempo en que se mueve es curvado por la masa del
Sol.[439]

«El cosmos es como una red que cobra vida en el agua empapándose de ella;
está a merced del mar que, al extenderse, va extendiendo la red hasta allí donde
puede llegar, pues ninguna de sus hebras puede ser estirada más allá del lugar que
le corresponde».[440]

Si imaginamos el mar como el campo gravitatorio en el que se extiende el


universo como una red, tenemos algo muy parecido a la imagen de Einstein. Pero
la cita es en realidad de Plotino (IV, 3, 9); y él está describiendo la manera en que el
universo se extiende en el Alma del Mundo y es abarcado por ella, y ése es el
modelo del que está involuntariamente tomada la metáfora de Einstein.

La gravedad ha sido siempre entendida no en sentido científico, sino en


sentido metafórico, como el «peso del mundo». Las personas de cierto
temperamento han sido siempre especialmente sensibles a la gravedad. Los
gnósticos sentían en cada fibra de su ser la trampa mortal de la grosera y pesada
materia. Era la gravedad la que hacía que su carne sofocante se apretara cada vez
más en torno a la débil chispa del alma, lo único que podía escapar a la gravedad y
volar de nuevo hacia su fuente en la luz divina.

Todo el universo newtoniano se puede leer como una recapitulación literal


del cosmos gnóstico. Pues nadie comprendió mejor que los gnósticos la hostilidad
de la materia y, sobre todo —principio clave de Newton—, su inertia. Nadie sintió
más agudamente la entropía por la que el caos triunfa sobre el orden y por la que el
universo corre atropelladamente hacia la muerte térmica.

Los gnósticos se negaron a colaborar con la materia y la gravedad. Eran


ascetas que se apartaban de la naturaleza y vivían en lugares desiertos, donde
podían alimentar las chispas del alma que estaban en peligro de extinción por el
fango de la Creación. Su vida era una larga oración, un impulso hacia adelante de
su alma a través del denso universo, para remontarse hasta su fuente en la luz de
Dios. El viaje místico era una peregrinación iniciática, cargada de obstáculos, a
través de numerosas esferas, a menudo identificadas con planetas gobernados por
arcontes hostiles. El final del viaje era la gnosis, un conocimiento tan místico e
íntimo como un matrimonio.

En comparación, el método científico como forma de saber apenas es


conocimiento en absoluto. Es una herramienta innegablemente poderosa, pero su
objetividad es una inversión deliberada de esa apasionada participación gracias a
la cual realmente llegamos al conocimiento. Su desapego lo descalifica para el viaje
esencial de autotransformación, sin el cual el conocimiento permanece vacío y
cerebral. La cognición mata la sabiduría, como el voyeurismo del astrónomo
falsifica la visión del gnóstico.

Newton y Einstein

Así como la teoría de la evolución es, como vimos anteriormente, no tanto


un avance sobre la creencia tradicional en la involución como su versión simétrica
e invertida, así el universo einsteiniano es menos un desarrollo del newtoniano que
su inversión imaginativa, como si fueran variantes uno del otro. En realidad, si el
universo de Newton es una versión simétrica e invertida del Otro Mundo
tradicional, el de Einstein es un retorno a él: un lugar de ensueño donde tiempo,
espacio, materia y causalidad —los cuatro pilares del universo newtoniano— son
puestos al revés.

Espacio y tiempo no son ya independientes y absolutos. Se combinan en el


espacio-tiempo y son relativos. El tiempo fluye con ritmos diferentes para
observadores que se mueven a velocidades distintas; reduce su velocidad cerca de
objetos pesados (retrocede en los agujeros negros). El espacio mismo es curvo, y se
curva más claramente en regiones de mayor gravedad. La materia simplemente ha
desaparecido; los sólidos átomos newtonianos están en gran parte vacíos. La
materia es intercambiable con la energía. La sustancia se disuelve en
probabilidades y «tendencias a existir». La causalidad desaparece a niveles
subatómicos. Se producen efectos que no tienen ninguna causa. Las cosas suceden
espontánea o simultáneamente o de forma no localizada.

La no-localidad es la vuelta a una idea tradicional. En 1982 se demostró que


las «partículas» de luz con un origen común siguen actuando en sintonía unas con
otras, independientemente de lo lejos que estén; este fenómeno se denomina no-
localidad. Esto implica que «el universo entero, que se supone está en expansión
desde el primer destello del Big Bang, es en su nivel más profundo un sistema
holístico sin costuras en el que cada “partícula” está en “comunicación” con las
demás “partículas”, aunque estén separadas por millones de años luz».[441]
Esta unidad subyacente del universo es en esencia una idea mística.
Especialmente la idea de una única red de partículas que interactúan es, por
supuesto, un eco de las doctrinas estoicas y neoplatónicas relativas a la
interconexión de todas las cosas en el Alma del Mundo, y de su origen último en el
Uno, del que todas las cosas emanan.

El Alma del Mundo fue todavía más evidente durante los años noventa,
cuando se puso de moda concebir el universo en términos de «información», un
inmenso proceso informático, en realidad, del que la mente humana es un
subproducto, una pieza que tiene el potencial de comprender el conjunto. [442] La
«mente» o la «vida» no necesitan estar limitadas a la materia, sino que podrían
estar basadas en «plasmas, energía de un campo electromagnético, dominios
magnéticos en estrellas de neutrones»[443] y cosas parecidas. Podría haber una
«supermente» que abarcase todos los campos de la naturaleza —una especie de
«campo de campos»— que hubiera existido desde la Creación y convertido el
caótico Big Bang en un cosmos ordenado. No es un Dios sobrenatural, sino, como
señala Paul Davies en Dios y la nueva física, «una mente universal que dirige y
controla, que se extiende por el cosmos y hace funcionar las leyes de la
naturaleza», mientras nuestras mentes serían «localizadas “islas” de conciencia en
el mar de la mente».[444]

Aquí hay otra reinvención del Alma del Mundo, en la cual participan las
almas individuales, que también tienen acceso al conjunto. La diferencia, no
obstante, es que el alma, con todo su poder imaginativo, se ha convertido en
«mente», definida vagamente como un «superordenador», una superconciencia
racional capaz de procesar una cantidad ilimitada de información. Algunos
científicos «futuristas» son presa de extrañas fantasías de omnisciencia por las que
la humanidad tendrá un día acceso a la totalidad de la «información» y se fundirá
con la supermente.[445] Sin embargo, esto no se producirá místicamente, sino
mecánicamente: habremos encontrado la manera de transferir nuestra mente a
artefactos o sustancias más duraderas que el cuerpo, y así nos haremos inmortales.
Esta adulteración literal de las ideas religiosas tradicionales para satisfacer el ego
del científico a fin de perpetuarse a sí mismo apenas sería digna de mención si no
fuera una fantasía muy extendida.

Cuanto más literalizamos el Otro Mundo, más misteriosas y potentes son las
formas en las que se hace volver a los dáimones. Un buen ejemplo de ello serían
esas extrañas anti-estrellas llamadas agujeros negros. Como modelos altamente
comprimidos del universo de Einstein, parecen probar muchas de sus
predicciones; o, por el contrario, como productos de una imaginación einsteiniana,
son sin duda imágenes arquetípicas, existan o no literalmente (el posible agujero
negro más cercano es Cisne X-I).

Singularidades

Un agujero negro es creado por una estrella que ha implosionado y se ha


comprimido tanto por la gravedad que todo el espacio entre sus átomos ha
desaparecido. El resultado es una «singularidad», que puede tener solamente un
kilómetro de ancho, pero con toda la masa y la fuerza gravitatoria de muchos soles.
Nadie sabe, ni siquiera puede imaginar cómo es esa singularidad; todas las leyes
de la física se quiebran en este punto. Un agujero negro no puede ser directamente
observado, porque nada puede escapar de él, ni siquiera la luz, que, por decirlo así,
se dobla hacia atrás completamente por la supergravedad de la singularidad. Su
existencia se deduce de los movimientos erráticos de las estrellas que están a su
alrededor y de otras circunstancias fortuitas, como los rayos X, emitidos por
cualquier materia que es trabada, como sorbida por un gigantesco desagüe.

El agujero no es la singularidad. El agujero empieza en el «horizonte del


acontecimiento», la zona alrededor de la singularidad de la que nada puede
escapar. Todo lo que atraviesa ese horizonte es comprimido en la nada por la
singularidad en una fracción de segundo. Sin embargo, debido a la naturaleza
relativa del tiempo, que se detiene a la velocidad de la luz, todo lo que atraviese el
horizonte, desde el punto de vista de un observador exterior, tardará un tiempo
infinito en llegar al centro. Si pudiéramos observar a una nave espacial entrando en
el agujero negro, parecería quedar «paralizada» en su interior. Sus ocupantes,
mientras tanto, experimentarían una destrucción instantánea, a menos que… Se ha
especulado sobre la posibilidad de que si una singularidad girara a la velocidad de
la luz podría ser posible atravesarla, hacia… bueno, hacia otra cosa. Otro universo,
tal vez. En cualquier caso, la idea de singularidad proporcionó a cosmólogos como
Stephen Hawking y Roger Penrose, en los años sesenta, un modelo para el origen
del Big Bang. Solucionaba el problema de lo que existía «antes» del Big Bang
porque» con el espacio-tiempo curvado infinitamente en el punto de la
singularidad, el tiempo aún no existe y el espacio se contrae en un punto.

Es fácil observar que cualquier cosa que sea un agujero negro es un nexo
complejo de resonancias míticas. Es un Otro Mundo donde todo está, como de
costumbre, invertido y donde, como ocurre en el país de las hadas, el tiempo se
deforma (un segundo se convierte en un año o viceversa). Sin embargo, es también
una zona daimónica, un portal al Otro Mundo, a «otro universo» (en el que el
agujero negro se invierte y aparece como «agujero blanco»). Es invisible, pero no
obstante su influencia, como arquetipo —como un dios—, es tanto más poderosa
por ser invisible, desconocido e incognoscible. Lo mismo que Hades, que nos
arrastra a una muerte que a la vez es vida en otro mundo.

Como un daimon en un cosmos sin alma, un agujero negro sólo se puede


manifestar demónicamente, como una diosa devoradora o un monstruo semejante
a Caribdis, que hace pasar rápidamente al olvido todo cuanto está en sus
proximidades. Es incomparablemente más pequeño que una estrella —incluso más
pequeño que una enana blanca—, pero su poder es inconmensurablemente mayor.
Es cambiante en su forma; Hawking y otros han propuesto agujeros negros tan
pequeños como un núcleo atómico. Es como el sol niger, el sol negro de la alquimia.
Es una imagen materialista del Dios de la via negativa, el Dios Desconocido que
habita en el abismo insondable. Es una imagen negativa del Uno amado por los
neoplatónicos.
21
La SANGRE DE FAFNIR

Puesto que el ego heroico tiene su fundamento en el alma y no puede, en


definitiva —por mucho que lo intente—, separarse de ella, puede entenderse como
una manera de imaginar, aunque esa manera sea, por decirlo así, anti-imaginativa.
Nos proporciona ese sentimiento individualista que tanto valoramos los
occidentales, esa literalidad que parecemos necesitar para sentir que el mundo es
realmente real. Sobre todo, quizá, es esa parte de la psique que se imagina
profundamente en la separación, la unicidad y la soledad.

El nacimiento del ego heroico es descrito a veces en los mitos como una
Caída, como la de Adán y Eva. Es un pecado ir contra Dios y buscar la
autodeterminación; pero es necesario cometer este pecado —oh, felix culpa— si
debemos ser libres y después ponernos libremente al servicio de Dios. Es la
reduplicación de la Caída lo que es pernicioso, —el endurecimiento del ego heroico
en un único estilo rígido que excluye completamente a Dios, junto con cualquier
otra realidad que no sea literal.

El buitre que come hígado

La tragedia griega más antigua que tenemos —Prometeo encadenado, de


Esquilo— es la historia de una Caída. Prometeo es un titán que roba el fuego a los
dioses y es castigado por Zeus, que le encadena a una roca en las montañas del
Cáucaso, donde su hígado es desgarrado cada día por un buitre y renovado cada
noche. La obra presenta al héroe trágico como el que desafía a los dioses, definición
que servirá a los escritores de tragedias posteriores. Admiramos al héroe porque
quiere ser libre para así poder forjar su destino; nos hace estremecer porque es
culpable de hibris, el orgullo espiritual que consiste en creer que uno es autónomo,
libre de los dioses, casi un dios en sí mismo. En la época moderna la mayoría
somos, aunque más modestamente, culpables de lo mismo.

El héroe clásico tiene un progenitor divino. Es mitad hombre, mitad deidad.


Cuando se elimina a los dioses, la mitad divina del hombre es totalmente asumida
por la mitad humana. Psicológicamente, decimos que el ego sufre una afluencia de
contenidos inconscientes que es incapaz de acomodar, a menos que se infle a sí
mismo drásticamente y se arrogue poderes arquetípicos que deberían ser
mantenidos a distancia, porque son propiedad de los dioses. Ésta es la hibris del
ego, su folie de grandeur y, en definitiva, su megalomanía. Pero por más poder que
acumule el ego, nunca está satisfecho, siempre es impulsado más allá por el
hambre sin límites, semejante a la de un buitre, que le corroe.

«El único mito con que la edad moderna ha contribuido a la civilización» [446]
es muy semejante al relato admonitorio de Prometeo. Creció en torno a una figura
histórica, un mago menor del Renacimiento, y se fue mitologizando cada vez más,
extendiéndose, mediante opúsculos, hasta llegar a obras morales y a
representaciones de marionetas. La historia fue adaptada por Christopher
Marlowe en su obra Doctor Faustus (1591), y por Goethe en su larga tragedia
alquímica Fausto (1774?-1831).

Se suponía que el Johann Fausto original había sustituido la tradicional


búsqueda del conocimiento como gnosis, propia del mago, por el conocimiento
como poder y gratificación, raíz mítica, quizá del cientifismo, más que de la ciencia;
pues el alma de Fausto no se pierde involuntariamente, sino que es
deliberadamente vendida al Diablo. Fausto elige negar el alma, a la que no le
queda por tanto más elección que regresar al final como los demonios que le
arrastran al Infierno.

Heracles en el mundo inferior

Por otra parte, James Hillman ha identificado el trasfondo arquetípico de


nuestro ego moderno occidental como Heracles (el Hércules romano).[447] No puede
soportar dáimones ni imágenes. No puede pensar en la muerte. Sus doce trabajos
están en gran parte dedicados a matar o esclavizar a los animales fabulosos que
encarnan los poderes ultramundanos de la imaginación. Sólo Heracles limpiaría
los establos de Augias, una imagen del alma donde se gestan imágenes en el calor
y la putrefacción.

Su actitud hacia el Mundo Inferior, tan crucial para entender cualquier


relación con el alma, es lo que ahora se denominaría disfuncional. Donde otros
héroes van a ser iniciados o instruidos, Heracles se comporta violentamente.
Garrote en mano, obliga a Caronte a que le ayude a cruzar el río Éstige. En la otra
orilla, las sombras de los muertos huyen de él, aterradas, igual que nuestras
imágenes del sueño huyen de nosotros cuando despertamos nuestro ego racional.
Hermes, guía de almas, conduce a Heracles hacia abajo, por supuesto, no sin cierto
desconcierto, pues cuando Heracles saca su espada ante la aparición de la gorgona
Medusa, tiene que señalar amablemente a Heracles que se trata de un fantasma,
una imagen a la que no se puede matar literalmente. Esto no impide a Heracles
luchar con los pastores del Hades ni dar muerte a su ganado para alimentar a las
sombras con sangre: un intento de literalizarlas de vuelta a la vida. Finalmente,
arrastra al guardián del Hades, el perro tricéfalo Cerbero, al mundo de la luz
diurna al cual no pertenece.

Heracles parece incapaz de imaginar. «En vez de morir metafóricamente,


como exige la iniciación, mata literalmente, incluso atacando a la misma muerte
(hiere a Hades en el hombro)», [448] escribe Hillman. En efecto, el mito menciona que
Heracles pidió específicamente ser iniciado en los Misterios de Eleusis antes de su
último y peligroso trabajo: la captura de Cerbero. Sólo la iniciación, asimilándonos
a la muerte, nos permite pasar libremente al Mundo Inferior. Pero se le negó el
permiso, o, como afirman algunas variantes del mito, se le permitió solamente
participar en los Misterios menores (que se fundaron especialmente por su causa).

La falta de iniciación es desastrosa. Significa que Heracles sigue siendo un


asesino de dáimones, que niega constantemente la imaginación, el Mundo Inferior
y la muerte. Y éste es precisamente el patrón del ego racional. Los dáimones lo
ponen furioso porque su cordura requiere algo «real» que pueda aporrear con un
bastón. «Por eso ataca a la imagen y echa a la muerte de su trono, como si el
conocimiento de la imagen implicara la muerte del ego […]. Heracles en el Hades
nos muestra que la iconoclasia [destrucción de imágenes] es el primer paso del
asesinato».[449]

La forma heraclea de comportarse no es la única posible. Otros héroes


representan otros estilos de ego, especialmente otras maneras de relacionarse con
las imágenes del alma, que se expresan en sus relaciones con las mujeres: Perseo y
Andrómeda, Orfeo y Eurídice, Cadmo y Harmonía, Jasón y Medea, etc. Odiseo
tiene una mujer fiel, Penélope, que le espera mientras él está perdido y errante;
pero él tiene también relaciones intensas con otras mujeres de muy distintas
características: la inocente Nausica, la bruja Circe, la diosa y hechicera Calipso y,
sobre todo, la propia diosa Atenea, que le guía y le protege de la ira de Poseidón, a
quien ha ofendido. «Él reconocía a todas esas mujeres», concluye el canto 22 de la
Odisea.

El epíteto de Odiseo, polytropos, que significa «de muchas vueltas» o «girado


de muchas maneras por muchos lugares», sugiere su flexibilidad y capacidad para
adoptar muchas posturas y perspectivas, para relacionarse con el alma, y con las
mujeres, de múltiples maneras. No es fuerte como Heracles, ni siquiera como Áyax
y Diomedes. Él no tiene un ejército, como Aquiles y Agamenón. Solamente
contribuye con un barco en la guerra de Troya. No es aficionado a la guerra, y es
capaz de fingir locura para evitar participar en la batalla. Se le dan siempre los
epítetos de «astúto», «hábil», «artero». Se viste como un mendigo cuando vuelve a
casa disfrazado, como en un cuento de hadas clásico donde el mendigo es
realmente el rey. Puede ser convencionalmente heroico, pero está también contento
de no serlo, de ser solamente humano (rechaza la oferta de inmortalidad de
Calipso).

Cuando Odiseo llega al Mundo Inferior, no necesita ninguna iniciación


violenta, ningún desmembramiento. Es como si ya estuviera adaptado a él. Va allí
solamente a aprender ciertas cosas. Aunque, realmente, él no va allí; más bien
convoca al Mundo Inferior para que vaya a él, llenando una zanja con sangre de
ganado para que los muertos puedan beberla y adquieran de ese modo la
suficiente sustancia temporal para hablar con él.

El hueso carbonizado del tobillo

Como Heracles, el héroe germánico Sigfrido ha sido durante siglos un


modelo indudable del prototipo heroico. Pocas veces habremos pensado que tal
vez no fuese bueno ser como él. En la versión escandinava de su mito, donde
recibe el nombre de Sigurd, mata al dragón Fafnir, que guarda el tesoro, y se baña
en su sangre. La sangre confiere invulnerabilidad; pero ésta no empapa un
diminuto punto de la espalda de Sigurd, donde ha caído una hoja de tilo. Como la
fuerza de Heracles, la inmunidad sobrehumana de Sigurd es un signo heroico, un
paralelo exacto de la inmunidad de Aquiles en el mito griego.

La madre de Aquiles, la diosa Tetis, puso al fuego su cuerpo para consumir


sus partes mortales. Habría muerto como sus seis hermanos mayores si su padre
Peleo no le hubiera sacado del fuego y sustituido el hueso carbonizado de su
tobillo por otro del esqueleto de un gigante. [450] Otras versiones dicen que Tetis le
bañó en el Éstige, lo que le hizo invulnerable salvo en el lugar del talón por donde
le había sujetado.

Ser invulnerable es una bendición ambigua. Significa que uno no deja que
nada le afecte. Significa que se es inmune tanto a la muerte literal como a la muerte
metafórica de la iniciación. Estás apresado por tu propia perspectiva heroica,
limitado a una sola perspectiva y esto, casi por definición, implica un rígido ego
racional, acorazado contra la muerte, donde «muerte» significa cualquiera de las
perspectivas del alma, como la que el héroe debe adquirir durante la iniciación. El
ego racional niega siempre la muerte, igual que el puritano fija sus ojos en la vida
eterna y el científico sueña con perpetuar en las máquinas una conciencia humana
inmortal.
Pero, volviendo a Sigurd… Como Heracles, elude específicamente la
iniciación. Y tan pronto mata al dragón recibe el equivalente a la llamada del
chamán: un llamamiento del Otro Mundo en la forma de Brunilda, una hermosa
valquiria, una de las doncellas guerreras de Odín. Ella espera en una torre rodeada
por un muro de llamas que sólo Sigurd puede abrir gracias a su caballo mágico,
antepasado de los «caballos del espíritu» de los chamanes. Naturalmente, se
enamoran. Sigurd deja luego a Brunilda para llevar a cabo las intrépidas hazañas
que le han de hacer digno de ella. Aquí deberían comenzar las duras pruebas de la
iniciación, que desmembrarían su ego racional y su perspectiva literal para reunirle
con su alma. Pero nada semejante sucede. Sigurd olvida a Brunilda y se casa con
un ama de casa llamada Gudrun.

He descrito con más detalle la pérdida del alma de Sigurd y sus terribles
consecuencias en Daimonic Reality. Baste decir aquí que Brunilda es engañada para
que se case con Gunnar, hermano de Gudrun y hermano de sangre de Sigurd. El
día de su boda, Sigurd recuerda súbitamente todo. Brunilda, su amor verdadero, le
pide que huya con ella, pero él se niega a causa de su deber para con Gudrun y
Gunnar. Esa acción presagia la prioridad que el ego protestante nórdico concede a
la ética sobre la erótica. Aunque una vez olvidara a Brunilda, Sigurd la rechaza
ahora deliberadamente. Rechazar la propia alma es separarse de la misma fuente
de la vida. Sin embargo, es imposible separarse del alma. Y por eso Brunilda no
tiene otra opción que reunirse con Sigurd en el Otro Mundo; así, Brunilda maquina
su muerte. Le dice a Gunnar que Sigurd quiere matarle. Y Gunnar convence a su
hermano menor para que mate a Sigurd hiriéndole con una espada en el único
lugar vulnerable de su espalda.

El sueño de Baldur

No deja de ser sorprendente que la perspectiva literalista que niega el mito


esté representada en el mito; podríamos decir contenida imaginativamente en el
mito, allí donde no puede literalizarse a sí misma y así provocar estragos heracleos
en el reino de las imágenes. Sin embargo, que el impulso literalizador del ego
racional lo lleva finalmente fuera del mito, a la realidad, es algo que el mundo
moderno atestigua sobradamente. A veces, lo q ue se representa en la esfera
heroica recapitula, de forma diferente, lo que sucede en la esfera divina. Ya vimos
algo semejante en La violación de Lucrecia, de Shakespeare, en donde se volvía a
representar en el plano humano lo que ya había sucedido en el plano mítico con
Venus y Adonis. Análogamente, el mito de Sigurd es un eco de otro mito que
pertenece a los dioses más que a los héroes, cuya simetría con el primero, junto con
las inversiones habituales, ya sugiere que se trata de variantes recíprocas.
Pienso en Baldur, quien, igual que Sigurd, es un «héroe solar»; es lo que más
se acerca a un dios solar en la mitología nórdica, descrito siempre como hermoso,
luminoso y radiante.[451] Su hermano gemelo Hod es su opuesto: ciego, lento, un
dios de la oscuridad. La muerte de Baldur es la mayor tragedia que podía
acontecer a Asgard, pues pone en movimiento la cadena de acontecimientos que
lleva al ragnarok, el conflicto final del mundo.

En Baldrs Draumar («El sueño de Baldur»), un poema de las Edda, se nos dice
que Baldur tenía sueños ominosos que alarmaron a los dioses (presuntamente se
trataba de premoniciones de su muerte). Su madre Frigg obtuvo, como
consecuencia, la promesa de que nada en el mundo dañaría a Baldur. Menos el
muérdago. Pero ¿cómo algo tan pequeño e insignificante podía dañar a alguien?
Sin embargo, un día, cuando los dioses estaban jugando, lanzando cosas a Baldur
por el placer de verle caer al suelo sin hacerse daño, Loki se acercó a Hod y le
propuso que participara en el juego. Quizá Loki estaba irritado por la ostentación
de los dioses de la invulnerabilidad de Baldur; tal vez se tratara sólo de su
acostumbrada malevolencia gratuita; el caso es que puso un dardo hecho de
muérdago en la mano de Hod y le incitó a probar su puntería. Hod lanzó el dardo
y Baldur cayó muerto.[452]

Podemos ver paralelismos con Sigurd, que es invulnerable salvo allá donde
cayó la hoja de tilo. Baldur es invulnerable no en sí mismo, sino porque todo lo que
está fuera de él acepta no dañarle, excepto el muérdago. Es una especie de versión
al revés de Sigurd. Tal vez esas figuras perfectas y radiantes como el sol estén
siempre condenadas porque son inseparables de sus propias sombras, las cuales,
como inevitables pesadillas, siempre intentan debilitarlas y arrastrarlas hacia abajo,
hacia la oscuridad y la muerte.

La diminuta zona vulnerable de la piel, la pequeña raja en la armadura del


héroe, son el lugar por donde puede penetrar la muerte. La muerte no es,
recordemos, algo opuesto a la vida, sino el corolario del nacimiento. La muerte es
otra clase de vida, la vida del alma. El lugar débil e insignificante —la herida, la
cicatriz, el talón de Aquiles— es a menudo, desde el punto de vista del alma, lo
más significativo. Solamente lo ignora o desprecia el héroe heracleo que existe en
nosotros, y así desdeña el sueño sobre la picadura del insecto, el escarabajo
aplastado, la diminuta mancha en la alfombra, la gota de sangre en la nieve, la
úlcera irritante del labio, el mínimo escape de agua en la tubería, la pérdida de
fuerza del pelo cortado. Pero es en esos pequeños detalles —pequeños dáimones—
donde el alma está más presente; o es a través de esas minúsculas hendiduras en el
tejido de la realidad por donde podemos viajar, o ser súbitamente arrojados al
Mundo Inferior.

Los encuentros con los sidhe incluyen con frecuencia un «toque» o un


«golpe» que nos deja doloridos, marcados, incluso algo atontados. El contacto con
los ovnis o «alienígenas» incluye con frecuencia el impacto de un rayo de luz o el
rayo de una pistola, que deja al contactado mareado, enfermo, desorientado,
«tocado», entumecido o iluminado. Los chamanes conocen su vocación
precisamente por mediación de esos golpes súbitos. Todos ellos son «sanadores
heridos». Una vez que recibimos el golpe de los dioses, somos llamados a curarnos
a nosotros mismos mediante un viaje al otro mundo, un descenso a las
profundidades.

Todos los acontecimientos daimónicos son así. Están en la frontera entre los
mundos; podemos rechazarlos ignorándolos, ridiculizándolos, «explicándolos»; o
podemos seguirlos hacia abajo hasta la imaginativa casa del tesoro de Hades, pues
todo lo que parece especialmente trivial o absurdo a veces puede ser el mejor
camino hacia una visión profunda.
22
Los MITOS DEL MAQUINISMO

Mientras estaba considerando el efecto literalizador del telescopio en el


universo, empecé a preguntarnie si otras invenciones técnicas no tenían un efecto
similar. O, como en el caso del telescopio, me preguntaba si tal vez fuera al revés: si
acaso la tecnología fuera el efecto, más que la causa, del creciente literalismo. Pero
probablemente, la innovación técnica y la literalización son sincrónicos, pues cada
uno implica al otro y se refuerzan mutuamente. En cualquier caso, me preguntaba
por las tres invenciones más significativas del Renacimiento, poco antes de que
apareciera el telescopio.

El reloj, la brújula y la imprenta

La invención del reloj mecánico cautivó a Europa. Tenía dos características


sobresalientes. En primer Jugar, funcionaba por sí mismo. Esto impresionó tanto a
la mente occidental que no sólo proporcionó un nuevo modelo de mecanismo de
relojería del universo, sino que también nos invitaba a creer que el modelo era una
descripción literal: así, el modelo de mecanismo de relojería del universo se
convirtió en el universo mismo.

Gran parte del encanto de la maquinaria del reloj se debía a su imitación del
animismo: máquinas automotoras que parecen tener alma. De este modo, el
mecanismo reemplazó de forma generalizada a la vieja visión de la naturaleza
como algo animado y se convirtió en modelo para las obras de la naturaleza, cuya
alma era ya superflua, del mismo modo que el materialista considera que el alma
sobra como requisito para los cuerpos mecánicos, completamente materiales.

La segunda característica clave del reloj fue su capacidad mágica para


aprehender al más huidizo de los dioses: el Tiempo. De repente el tiempo se
desprendía de los ritmos cíclicos de la naturaleza para convertirse en algo
separado, visible, lineal. También nosotros nos separamos del tiempo. En lugar de
vivir con el tiempo —con el pasado como asunto de la imaginación y la memoria, y
los antepasados, incluso el Edén, confortablemente próximos a nosotros—, nos
sorprendimos arrastrados por un tiempo objetivo cuyos relojes miden fríamente
las generaciones y que, como el telescopio, empujan el pasado hacia atrás a
distancias precisas, pero remotas. El tiempo fue siempre metafórico —«una imagen
móvil de la eternidad», decía Platón—, hasta que los relojes lo hicieron literal.

También la brújula parecía moverse mágicamente por sí misma. Como un


pequeño daimon, nos guiaba más allá del borde de los mapas y nos permitía entrar
en el Otro Mundo sin perdernos. Pero el auténtico significado del

Otro Mundo es que debemos perdernos a nosotros mismos en un sentido


para encontrarnos en otro. Las nuevas brújulas hicieron el Otro Mundo
mensurable, lo hicieron un lugar real, lo transformaron en este mundo. El espacio
imaginativo se literalizó en la geografía.

El reloj nos dio una sensación de poder controlar el tiempo, un punto


arquimediano desde el cual podíamos liberarnos de la esclavitud del ritmo natural.
La brújula hizo más o menos lo mismo con el espacio, al liberarnos de la tiranía de
lo desconocido, de no saber dónde estábamos. Ambos inventos fueron
fundamentales para el sentimiento renacentista de expansión y control humanos.
La tercera innovación clave, la imprenta, resumió y compendió esta sensación de
un mundo abierto. En particular, aumentó la capacidad de leer y escribir, lo que
redujo la dependencia de una elite letrada y fomentó la libertad individual.

Pero la imprenta disminuyó la riqueza de la cultura oral. La grisácea letra


impresa era enemiga del colorido discurso. Promovió la idea del hecho objetivo
«en blanco y negro», ante el cual el tejido oral tradicional de hechos y ficciones,
literal y metafórico, empezó a parecer meramente subjetivo, imaginario e
insustancial. (La verdad tradicional, recordemos, fue polarizada por la cultura
occidental en hecho literal y ficción metafórica, quedando esta última descartada
en favor del primero.) Incluso empezamos a dudar de nuestros recuerdos cuando
los contradice la letra impresa. Recordar se convirtió en un arte moribundo. Los
bardos, que podían recitar poemas que duraban tres días, fueron reemplazados
por libros. Nuestras variadas imaginaciones sobre el pasado fueron fijadas en
versiones únicas y definitivas. El mito dio paso a la historia; la memoria misma fue
convertida en literal por la maquinaria.

Las máquinas son ahora más «mágicas» que nunca desde el momento en
que llegaron a ser electrónicas. Los ordenadores han ofrecido un modelo nuevo
para el cerebro. Hablamos alegremente de nuestra actividad mental en términos de
«programación neuronal» o de circuitos cibernéticos. Tales metáforas son útiles
para imaginaciones posteriores. Por ejemplo, podemos empezar a preguntarnos si
«almacenamos» la memoria en «bases de datos» o si el cerebro «se retroalimenta».
El problema con esas metáforas surge cuando mueren. Una metáfora muerta es
una metáfora que se toma literalmente. Tenemos la tentación de identificar el
cerebro con un ordenador, igual que en su momento llegamos a creer que el
universo era la máquina con la que se le había comparado. Esta clase de abuso se
desliza por todas partes. Atribuimos conciencia e intención a las interacciones
químicas que se producen en nuestro adn cuando utilizamos palabras como
«comunicación» e «información»; «como si decir que el “ADN contiene la
información necesaria” fuera algo tan evidente como que contiene el carbono y el
hidrógeno necesarios».[453]

Por qué las tribus rechazan la tecnología

Cuando el fútbol fue introducido entre los gahuku kama de Nueva Guinea,
éstos jugaban los partidos necesarios para que el número de derrotas y victorias
entre los dos equipos fuera el mismo. [454] Las culturas tradicionales desean unidad
y equilibrio, en lugar de cambio. Ésta es una de las principales razones por la que
se resisten al desarrollo y a su epítome, la tecnología. Su «rechazo de la historia» [455]
significa que pueden vivir de la misma manera durante milenios —pensemos en la
cultura de los aborígenes australianos, con 40.000 años de antigüedad, tan opuesta
a los tan solo cuatrocientos años de la cultura occidental, cuyo verdadero principio
ha sido el cambio.

Esta actitud conservadora hace vulnerables a las culturas tradicionales frente


a ese chovinismo que todavía existe en algunos rincones (y no sólo rincones) de las
sociedades occidentales: cualquier extranjero es considerado sucio, torpe, bárbaro,
o acaso una bruja, probablemente subhumana. «Por el contrario la estructura social
interna tiene un tejido más apretado, una decoración más rica, que en las
civilizaciones complejas —señala Lévi Strauss—. Nada en ellos queda al azar, y el
doble principio de que hay un lugar para todo y de que todo debe estar en su lugar
impregna la vida moral y social. También explica por qué las sociedades con un
nivel tecnoeconómico muy bajo pueden experimentar un sentimiento de bienestar
y plenitud, y por qué todas creen que ofrecen a sus miembros la única vida digna
de ser vivida».[456]

Otra razón por la que las sociedades tradicionales se resisten al desarrollo es


su relación con la naturaleza. Ya hemos visto que ellos, igual que nosotros,
distinguen entre naturaleza y cultura, y dan un elevado valor a las artes
civilizadoras que les han sido dadas a conocer por el héroe cultural mítico. A
diferencia de nosotros, no suscriben una creencia en la prioridad incondicional de
la cultura sobre la naturaleza, inherente a nuestra idea de desarrollo. Para ellos, la
naturaleza no es precultural y subhumana, sino el hábitat sobrenatural de sus
antepasados y dioses. No resulta sorprendente, pues, que una técnica o
herramienta que interfiera en su relación con la naturaleza, o la altere, sea
rechazada.
Una tribu como los menómini, de la región de los Grandes Lagos, era
perfectamente consciente de que había técnicas agrícolas, como el arado, que les
habrían dado una mayor abundancia de su alimento básico, el arroz silvestre. Sin
embargo, se negaron a utilizar tales técnicas porque tenían «prohibido herir a su
madre la tierra».[457] Otras culturas han rechazado mejoras técnicas debido a la
ruptura que provocarían en sus estructuras, intrincadamente tejidas con sistemas
de metáfora y analogía. Por ejemplo, la alfarería de los dowayos es notoriamente
pobre, y se beneficiaría mucho de una técnica de semihorno de cocción. Ellos se
niegan tenazmente a introducir este método y siguen amontonando sus cacharros
y secándolos al fuego con escaso grado de eficacia, porque este proceso corre
parejo con el «amontonamiento» de los candidatos a la circuncisión.

El cambio de un elemento en el sistema analógico desintegra el conjunto.


Cuando los yirís yorontos del norte de Australia adoptaron hachas de hierro, sin
duda más avanzadas, perdieron todas sus instituciones económicas, sociales y
religiosas, que estaban ligadas a la posesión, uso y transmisión de hachas de
piedra.[458] De manera análoga, no hay duda de que los inventos técnicos del
Renacimiento —sus relojes, telescopios y brújulas— contribuyeron en gran medida
a la desintegración del preciso sistema de correspondencias y jerarquías que
constituían el cosmos medieval.

Allí donde las herramientas han encontrado un lugar en las sociedades


tradicionales, habitualmente son manejadas por los hombres. Esto no se debe,
como se supone con frecuencia, a que los hombres sean físicamente más fuertes
que las mujeres, sino a que la oposición naturaleza/cultura es homóloga a la
oposición femenino/masculino (es decir, naturaleza: cultura, femenino/masculino).
Por consiguiente, las actividades que requieren contacto directo con la naturaleza,
como trabajar el huerto o el jardín, o con productos naturales, como la alfarería y el
tejido, se reservan a las mujeres. En cuanto las relaciones con la naturaleza exigen
la intervención de la cultura en forma de herramientas o maquinaria (al menos por
encima de cierto nivel de complejidad), son asumidas por los hombres. Las
mujeres plantan y tejen; los hombres trabajan con la segadora de césped.

Tekhne como arte

La palabra «tecnología» procede del término griego tekhne, que no significa


«aplicación de la ciencia», sino más bien lo contrario: «arte». Fue tekhne lo que
utilizó el demiurgo de Platón cuando creó nuestro cosmos, en concordancia con la
versión ideal que ya existía en el mundo inteligible de las formas. Pero tekhne no
implica nuestra noción moderna de «bellas artes»; era destreza o habilidad, una
amalgama de arte y ciencia, quizá como lo que practican todas las sociedades
tradicionales.

No hay ninguna razón técnica por la que las culturas tradicionales no deban
desarrollar una tecnología avanzada; después de todo, nosotros lo hicimos, y, sin
duda, los griegos tenían los conocimientos para hacerlo. Pero se habrían sentido
desconcertados por nuestra tendencia a dominar la naturaleza, que habrían
considerado blasfema. Su tecnología se detenía en el nivel de los artefactos y
herramientas, que seguían siendo personales y compartían el alma de sus
propietarios, con quienes a menudo eran enterrados a su muerte. Nuestra
tecnología siguió adelante para convertirse en una especie de fuerza
independiente, divorciada del alma, una maquinaria que no sólo desacralizaba la
naturaleza, sino que únicamente podía surgir de un pueblo para el que la
naturaleza ya no era sagrada. Las máquinas transforman el poder daimónico en
fuerza literal. Nos inducen a creer que podemos liberarnos de la naturaleza a
través de una cultura autosuficiente. Es decir, nos tientan con la hibris. El peligro
es que ese orgullo antecede a una caída: la de la esclavitud respecto a la misma
maquinaria que creamos para liberarnos.

Nuestras tecnologías más populares fueron descritas a menudo como


«mágicas» cuando aparecieron por primera vez. En realidad, son literalizaciones
de la magia. Tratan de simular mecánicamente (electrónicamente, etc.) los poderes
sobrenaturales asociados tradicionalmente con los dáimones o sus homólogos
humanos, los chamanes.

Las pistolas y las balas ofrecen la posibilidad de hacer ocultamente daño a


distancia; la telefonía y la radio proporcionan la capacidad de comunicar
telepáticamente a grandes distancias (el telescopio es una especie de clarividencia,
una manera de ver lo que sucede en la lejanía); los rayos X y la cirugía literalizan la
capacidad del chamán de «ver dentro» de sus pacientes, de diagnosticar su
enfermedad y extraer, manualmente o absorbiéndola, la causa de la enfermedad.
Sobre todo, los poderes supremos del chamán son su capacidad de volar, de viajar
a voluntad al Otro Mundo y traer una descripción de él, y su iluminación. Estos
tres poderes encuentran sus homólogos literalizados en los aviones, la televisión y
la electricidad, respectivamente.

Desde el antiguo descubrimiento de que el ámbar (el élektron griego) puede


transportar la carga misteriosa que ahora denominamos electricidad estática,
hemos especulado sobre la posibilidad de un extraño poder inherente al mundo.
De la misma manera que los imanes naturales se creían habitados por almas, ese
poder era esencialmente un poder espiritual que, no obstante, poseía un aspecto
material que podía penetrar dentro de nosotros, por así decirlo, y afectarnos. En
pocas palabras, era un poder daimónico similar, si no idéntico, al Alma del Mundo,
que, después de todo, tiene exactamente ese atributo de mediar entre los mundos
espiritual y sensorial.

A principios del siglo XVIII se investigó como electricidad. Aunque los


científicos estaban convencidos de que era una fuerza natural, el simbolismo y
gran parte de la nomenclatura utilizada para describirla procedía de la alquimia.
La electricidad era «el fuego etéreo», el «fuego quintaesencial», la medicina catholica,
la medicina universal, y «lo que todos desdeñan y se encuentra en todas partes».
Que ya había sido entendida en un doble sentido, al igual que la piedra filosofal,
como elixir o panacea y como «fuego», lo prueba «el uso completamente
promiscuo de electroterapias en el tratamiento de algunas enfermedades desde
mediados del siglo XVIII hasta bien entrado el nuestro». [459]

Pero fue en su condición de «fuego», o fuente de luz, como la electricidad


captó particularmente la imaginación. Esto se debió a que tradicionalmente se
distinguían dos clases de luz: primero, la luz natural del sol y el fuego; y segundo,
una «luz de la naturaleza», una luz interior o espiritual que podía brillar de
repente en la noche más oscura y rodeaba todo encuentro o visión (como sigue
ocurriendo hoy en las apariciones de fantasmas, ángeles, Vírgenes, ovnis, etc.).
Metafóricamente se identifica más con la luz de la luna o las estrellas, que con la
del sol.

La electricidad se identificó al principio con esta luz de la naturaleza. Pero a


medida que fue cayendo bajo el control de la ciencia, su naturaleza evasiva y
volátil se tornó, como dice la alquimia, fija. Sus propiedades místicas
desaparecieron en la destilación, y quedó sólo la escoria de la luz ordinaria. Se
podría decir que la iluminación fue literalizada en mera luz, cuyo brillo y
tosquedad profanos eran hostiles a la oscura luz secreta y sagrada en que tiene
lugar la iluminación verdadera.

El encanto de la televisión

El extraño poder de la televisión para hacernos adictos a ella se deriva del


hecho de ser una literalización de la imaginación. Nos ofrece visiones artificiales y
un sustituto adulterado de Otros Mundos. Miramos fascinados a la «gente
pequeña» en la pantalla, pero sus imágenes no son, como en las auténticas
experiencias imaginativas, más reales que la realidad cotidiana, sino menos.
Corresponden al estado de «vaga ilusión infestada de imágenes», [460] la eikasía, que
Platón describe como la percepción de los prisioneros que están obligados a mirar
fijamente a la pared del fondo de su caverna, en la que oscilan meras sombras de la
realidad: «la forma más baja e irracional de conocimiento», [461] como la denomina
Iris Murdoch.

Esto es lo más pernicioso de la televisión. No es el con tenido de sus


programas, que en su mayor parte literalizan la psicopatología del mito —
culebrones interminables sobre «mundos inferiores» de enfermedades y crímenes,
hospitales y policías, sexo y muerte, que excitan y trivializan—, sino, más bien, la
forma misma de la televisión, el propio medio, cuyo naturalismo falsifica la
realidad. Escribo esto con emoción porque yo mismo soy un adicto crónico a la TV,
a quien le resulta difícil apagar el aparato incluso a las dos de la madrugada,
cuando estoy muerto de cansancio y no hay más que basura en cualquiera de los
canales que sintonice. ¿Cómo puede ser esto?

Mientras nos alimentamos con imágenes que no son, como diría Platón,
representaciones de formas eternas, que no son, como podríamos decir nosotros,
arte, seguimos sin alimentarnos, es decir, nuestras almas siguen sin alimentarse.
Deseamos ardientemente más y más imágenes; tenemos que quedarnos ante el
aparato hasta el final de la historia, sin que importe lo banal o predecible que
pueda resultar, con la esperanza de que nos dé esa satisfacción que nos
proporciona el contacto con un auténtico Otro Mundo, sea a través de nuestra
imaginación o de la de otros. Pero la televisión no puede proporcionar eso. Cuanto
más la miramos, más enfermos nos sentimos ante el exceso de imágenes
precocinadas, recalentadas, ante la «proliferación interminable de imágenes sin
sentido».[462]

No quiero que mis observaciones sobre la tecnología suenen a una diatriba


ludita. No estoy contra la tecnología, y, como la mayoría de la gente, tengo razones
para estarle agradecido de muchas maneras. Sólo quiero reconocer que cuando
está divorciada de la tekhne —lo que supone también el divorcio de las raíces
imaginativas de todo esfuerzo técnico—, la tecnología puede conducir a un tipo de
proliferación maníaca, que es la contrapartida de la inflación de nuestro ego
colectivo y de la pérdida del alma. Queremos siempre más para satisfacer nuestro
deseo —más máquinas, más imágenes y, ahora, más «información»—, como si este
«más» cuantitativo pudiera llenar el doloroso vacío; como si «información» fuera
conocimiento.

Éste es el inconveniente de una red de información mundial (www). Por útil


que pueda resultar esta herramienta de trabajo, nunca llegará a ser el Alma del
Mundo, a la que inconscientemente imita, porque es una prolongación de nuestras
propias entrañas. La tecnología de los ordenadores posee tal fuerza que se está
volviendo presuntuosa. Sus «chips» son pequeñas almas que lo animan todo,
desde tostadoras «inteligentes» a bombas; su ciberespacio es Otro Mundo de
fantasía; la «realidad virtual» es una falsificación mecánica y literalista de la
realidad daimónica. Somos engañados por la inteligencia de los ordenadores, que
nos hacen creer que podemos crear el Otro Mundo y manipularlo. Pero el Otro
Mundo no es creación nuestra, en todo caso es él el que nos crea a nosotros;
tampoco podemos manipularlo, sino, al contrario, sólo ser transformados por él.

Si quisiera identificar el trasfondo arquetípico y mítico de la tecnología


tendría que distinguir entre Revolución Industrial y Revolución Electrónica. En la
mitología nórdica, los dioses emplean a un gigante para construir sus casas,
Asgard. Los gigantes son lentos, torpes y prodigiosamente fuertes. Así es como
pensamos que es la gran ingeniería de la era industrial. Podríamos pensar también
en Prometeo, el titán que robó el fuego. Pero el fuego que robó no era fuego
sagrado, sino, por decirlo así, fuego funcional. Tal vez el tipo de fuego que produjo
el vapor que dio lugar a las titánicas máquinas victorianas. El fuego sagrado fue
encendido por vez primera por Hermes, que inventó las varillas para encenderlo.
La primera aplicación de su nuevo descubrimiento fue la cremación de ofrendas en
los sacrificios a los dioses. Hermes es el dios del fuego secreto de los filósofos, la
luz de la naturaleza, la iluminación, mientras que Prometeo preside la luz eléctrica.

Hermes también está detrás, sospecho, de la «revolución de la información».


Él es, recordemos, el dios de las encrucijadas y las fronteras, de la mediación y la
comunicación. Si le veneramos nos proporciona capacidad hermenéutica,
intuiciones y sabiduría; si no lo hacemos, nos engaña (es un gran embaucador)
mediante mensajes que parecen verdaderos, pero que en realidad son falsos.
Puesto que viaja únicamente entre los dioses, de arriba abajo, desde el Olimpo, a
través de nuestro mundo, hasta la el Hades, su dimensión es la profundidad. Nos
relacionamos con él a través de las profundidades del alma, cuyo movimiento es
lento, laberíntico y descendente hacia la muerte. Si le negamos a Hernies su
movimiento vertical, empieza a extenderse horizontalmente y se acelera, hasta que
rodea toda la Tierra como Puck (que lo hizo en cuarenta minutos). Las revelaciones
herméticas se vuelven señales literales, desde los satélites de arriba a los cables de
abajo; sus transmisiones cruzan el globo en todas direcciones, más rápidas y
confusas a cada minuto, en un brutal intento de devolvernos ese conocimiento de
las cosas eternas que nunca, ¡ay!, pueden ser medianamente ensambladas, por
muchos trillones de bits de información que se extiendan por el mundo.
El vuelo del chamán

La humanidad ha soñado siempre con volar. En realidad, la humanidad ha


volado siempre en sus sueños. Todas las culturas creen, o han creído, que el alma
puede dejar el cuerpo y volar. Las experiencias extracorpóreas siguen siendo un
lugar común. Muchas sociedades chamánicas dicen que sus chamanes dejan el
cuerpo para viajar al Otro Mundo. Pero, según afirman, esto sólo sirve para
mostrar hasta qué punto de degradación ha llegado el arte chamánico; pues, en los
días antiguos, los chamanes eran tan poderosos que podían volar con sus cuerpos.
Cuando se dijo a los esquimales oonark que los hombres habían llegado a la luna,
ni siquiera se inmutaron: «Eso no es nada —dijo uno—. Mi tío ha ido a la luna
muchas veces».[463] Una vez que estos vuelos reales de la imaginación fueron
excluidos por la modernidad como imposibles, el mito tuvo que ser
laboriosamente representado mediante la construcción de aviones, e incluso de
cohetes espaciales.

Paradójicamente, fue la búsqueda de su autotransformación lo que llevó a


un hombre a inventar un nuevo tipo de máquina voladora. Arthur Young diseñó el
Bell Model 47, que obtuvo el primer permiso para helicóptero comer cial del
mundo. Pero él había llegado a considerar el helicóptero «básicamente como una
metáfora del espíritu en evolución, el sí-mismo alado que entonces empezó a
llamar “psicóptero”».[464]

«Experimento con el sí-mismo en lugar de hacerlo con la máquina», escribió


Young; y, consciente de la naturaleza esencialmente alquímica de su empresa,
añadía: «Bell se ha convertido en un laboratorio en el que trato de destilar mi sí-
mismo. El helicóptero es solamente el receptáculo» [465], sólo una torpe
aproximación a algo más profundo, el «sí-mismo alado» que «el helicóptero había
usurpado, y que finalmente reveló no ser».

En el mito, los héroes vuelan con frecuencia. A veces se transforman en un


pájaro —aunque es más probable que sean dioses como Odín o Zeus quienes hacen
esto—, pero con mayor frecuencia adquieren un caballo volador, una alfombra
mágica, unas sandalias aladas, etc. Sin duda estos vuelos recuerdan las aventuras
aéreas de los chamanes que, en Siberia, «cabalgan» en sus tambores como si fueran
caballos del Otro Mundo; o, en América del Norte, donde se engalanan con plumas
e imitan el vuelo y la inclinación del águila.

El primer hombre en volar gracias a sus habilidades fue Dédalo, al que el


mito griego atribuye la invención de la sierra, el torno de alfarería y el compás para
trazar circunferencias (a menos que se los robara a su aprendiz Talos). A petición
del rey Minos, construyó en la isla de Creta el laberinto que había de contener al
Minotauro. Cuando Minos lo encerró en él, Dédalo escapó, junto con su hijo Ícaro,
mediante unas alas que él mismo fabricó. No era un héroe ni un chamán capaz de
realizar un vuelo mágico, sino un artesano que construía instrumentos para volar.
Dédalo nos enseña que la tecnología no es intrínsecamente antagonista del mito,
sino una parte de él. Es decir, Dédalo proporciona el trasfondo arquetípico de la
tecnología moderna.

Es muy parecido a Volund, quien, en la mitología nórdica, fue capturado


por un rey que quería el uso exclusivo de su incomparable habilidad. Le cortaron
los tendones de las piernas para que apenas pudiera andar, y fue confinado en una
isla. Pero él se fabricó secretamente unas alas y escapó.[466]

Tenía otra razón para construirse las alas: había vivido durante siete años
con una encantadora valkiria, que había aparecido en forma de cisne. Ella renunció
voluntariamente a su revestimiento de cisne para ser esposa de Volund. Sin
embargo, como en el cuento de la mujer foca, sintió cada vez más nostalgia de su
Otro Mundo, el Valhalla, donde habitan los héroes muertos; y un día, poniéndose
su piel de cisne, emprendió el vuelo. Las alas permitieron a Volund salir en su
busca.

Como los chamanes, Volund tiene una pareja ultramundana y puede volar.
Pero su vuelo no es un vuelo sobrenatural como el del chamán, sino artificial.
Volund no es un chamán, sino otro tipo de persona extraña, marginal: es un
herrero.

El herrero arquetípico es Hefesto (Vulcano), armero de los dioses griegos.


Como tantos herreros, es cojo. También es feo e irascible, a pesar de estar casado
con la belleza misma, Afrodita (Venus), la diosa del amor. No obstante, ella le es
infiel, especialmente con Ares (Marte), el dios de la guerra. Como Hefesto, la
tecnología quizá es sólo obsesiva y peligrosa cuando el amor es apartado de ella
por la guerra.

Tekhne fabrica con amor, según el proyecto original establecido por la


imaginación. La tecnología puede proporcionar las alas que llevan a Volund al
Otro Mundo, para reunirse allí con su esposa daimónica. Puede incluso mediar
entre nosotros y los dioses: Dédalo construye un aparato con forma de vaca en el
que la esposa de Minos, Pasífae, se oculta para copular con el dios Poseidón, que
ha adoptado la forma de toro. Dédalo comprendió el poder de la tecnología y los
peligros de su uso inmoderado. Advirtió a Ícaro de que no volara ni demasiado
bajo, cerca del mar, ni demasiado alto, cerca del sol. El muchacho, como es sabido,
desobedeció y voló demasiado alto; el sol fundió la cera de sus alas y cayó en
picado hacia la muerte. Es una alegoría del ego presuntuoso que, separado de su
suelo paterno, abusa de la tecnología, es tentado por la hi-bris —el orgullo de volar
alto— y se hunde en la destrucción.
23
La INVENCIÓN DEL PASEO

Coleridge salta la verja

El movimiento romántico inglés comenzó (si se me permite esta presunción)


a principios de junio de 1797, cuando Samuel Taylor Coleridge, de veinticuatro
años, salió de su casa de campo en Nether Stowey, Somerset, para ir andando a
Dorset. Las últimas cuarenta millas le llevaron al futuro escritor de Kubla Khan y El
poema del viejo marinero aproximadamente un día y medio. En la verja de un campo
que todavía existe, se detuvo para recorrer con la mirada el pequeño valle del río
Synderford, a través de un campo de trigo, hacia su destino. Situada en un
bosquecillo de hayas, había una casa georgiana cuadrada, de ladrillos, llamada
Racedown Lodge. Allí vio la figura de una mujer trabajando en la huerta. Ella
levantó los ojos. Coleridge saltó la verja y se apresuró a ir hacia ella cruzando el
sembrado.[467]

He iniciado este capítulo con una descripción de Coleridge, porque él


resume esos aspectos del Romanticismo que más relación tienen con este libro.
Fundamentalmente, él definió la imaginación romántica para su generación y para
la siguiente, es decir, para Shelley, Keats y Byron, no menos que para su amigo
Wordsworth. Llegó a esta visión de la imaginación básicamente observándose a sí
mismo; pero también leyendo a románticos alemanes como Fichte, Schiller y
Schelling, cuya obra a veces parafraseaba. Por ese motivo, fue perseguido por
acusaciones de plagio, contra las que se defendió argumentando que había
formado sus ideas antes de leer a sus contemporáneos alemanes, en gran parte por
las mismas lecturas que ellos.

En primer lugar, afirmaba haber estado profundamente influido por los


neoplatónicos, especialmente por Plotino, al que citaba con frecuencia, extremo
que corroboraba Charles Lamb, quien cuenta que, en la escuela, Coteridge
peroraba extensamente sobre los misterios de Jámblico o Plotino, mientras sus
compañeros le escuchaban admirados.[468] Estaba también influido por la filosofía
más reciente: la Crítica de la razón pura de Kant, que había aparecido en 1781. Pero
además de estar relacionado con los románticos alemanes, Giordano Bruno tuvo
un sorprendente y profundo efecto sobre él y le puso en relación con el
neoplatonismo esotérico del Renacimiento.[469] Sobre todo, planeó durante mucho
tiempo un ensayo sobre el místico de principios del siglo XVI Jacob Boehme, que
fue responsable, más que ningún otro, del redescubrimiento romántico de la
imaginación.[470]
Esta primera visión de Coleridge fue algo que Dorothy Wordsworth, que
por entonces tenía veinticinco años, nunca olvidaría, como tampoco su hermano
William. «Los dos tenemos un recuerdo preciso de su llegada —dijo cuarenta años
más tarde—. No iba por el camino, sino que saltó la verja y fue dando brincos a
campo traviesa para acortar el camino».[471]

Para Coleridge, fue el principio de las dos mayores amistades de su vida;


para Dorothy y William, él era «una especie de encarnación de la personalidad
poética romántica. Su impacto era tanto físico como intelectual. No era solamente
su escritura: era su conversación, su rostro, su inteligencia rápida, sus ojos, su
cordialidad, su suprema atención y acogida a todo lo que tenía a su alrededor […].
“Es un hombre maravilloso —escribió Dorothy—. Su conversación rebosa de alma,
mente y espíritu”». Maravilloso. «Es una palabra empleada repetidamente por
Dorothy y William respecto de Coleridge, y no utilizada a la ligera por ninguno de
ellos». La amistad que durante los quince días siguientes se forjó entre los tres «se
convirtió, en términos de influencia literaria, en lo más importante de su vida; y
como fuerza combinada resultaría ser la más poderosa en la historia del
Romanticismo inglés».[472]

La mirada de Coleridge, escribía Dorothy, «tiene más de la “mirada del


poeta en un hermoso frenesí” de lo que nunca he presenciado». [473] Es una alusión a
El sueño de una noche de verano (V, I), donde Shakespeare expone lo que podría ser
la descripción definitiva del poeta romántico. El pasaje fue citado a menudo (según
Samuel Palmer) por William Blake:[474]

La mirada del poeta, en un hermoso frenesí,

del cielo va a la tierra y vuelve al cielo;

y mientras la imaginación dispone

formas de cosas ignotas, la pluma

las modela y da a la aérea nada

un lugar donde hospedarse y un nombre.

Tales son los recursos de una imaginación poderosa…

El poeta puede viajar con su imaginación, parece ser, de la tierra al cielo, y


regresar como un chamán en su espíritu-caballo, enlazando el Arriba y el Abajo y
dando forma a las «cosas ignotas» de la imaginación. Lo mismo que todos los
románticos, Blake se resistió a la descripción de tales cosas como si se tratara de
una «aérea nada», porque las formas representadas por la imaginación son más
reales para él que los hechos tangibles.[475]

Un «sentimiento apasionado de temor reverencial»

Coleridge reconocía dos clases de imaginación, que él llamaba primaria y


secundaria. Sostenía que la imaginación primaria «es el poder vital y agente
primero de toda percepción humana; como una repetición en la mente finita del
acto eterno de creación en el YO SOY infinito».[476]

La imaginación secundaria era un eco de la primaria, de la misma clase pero


de diferente grado, que empleamos conscientemente. La fantasía, por otra parte,
era casi lo opuesto de la imaginación, más mecánica que creativa, no siendo «nada
más que una modalidad de la memoria emancipada del orden temporal y
espacial»; y recibiendo, como la memoria, «todos sus materiales ya dispuestos por
la ley de asociación».[477]

La imaginación primaria, como W. H. Auden explicó anteriormente, sólo


está interesada en seres y acontecimientos sagrados. [478] Algunos de éstos parecen
ser universales; por ejemplo, propone: la luna, el fuego, las serpientes, la
oscuridad. Otros parecen pertenecer a una cultura particular: la realeza y los
caballos para los ingleses, o las Pléyades y el jaguar para las tribus brasileñas. Pero,
para los occidentales, los seres o acontecimientos más sagrados son un asunto
individual e ininteligible para los demás. «Una mano encendiendo un cigarrillo es
la explicación de todo; un pie bajando del tren es el fundamento de toda existencia
[…], pero dos pasos discretos de un anciano parecen las palabras mismas del
infierno. O al revés».[479]

Los seres sagrados de Auden son imágenes arquetípicas. Son dáimones.


Pueden ser hermosos y maravillosos o espantosos y horripilantes, solamente a
condición de que cumplan un requisito: deben despertar «una pasión de temor
reverencial». Los encuentros con los dáimones nos atrapan, nos absorben, nos
poseen. No los observamos objetivamente —no hay ni sujeto ni objeto— porque el
ego es aniquilado y nos fundimos con el ser sagrado. Él está en nosotros y nosotros
en él. No somos nosotros mismos, más bien estamos «fuera de nosotros mismos».
La expresión «temor reverencial» puede reflejar en síntesis esta experiencia.

Esto es posible gracias a que la imaginación con que reaccionamos frente a


los seres sagrados es de la misma clase que la imaginación que los produce. La
imaginación subyace en ambos, tanto en nosotros como en los dáimones. Por eso
nuestros encuentros individuales y personales son experimentados también como
universales e impersonales: desde un punto de vista, proceden de una imaginación
que nosotros tenemos; desde otro, proceden de una imaginación que nos contiene
a nosotros. La imaginación primaria es, como dice Coleridge, una repetición en
nosotros del divino acto creador.

Mientras que las categorías de la imaginación primaria son «sagrados» y


«profanos», las de la imaginación secundaria son «hermosos» y «feos». En otras
palabras, la imaginación secundaria —que no es pasiva ante los seres sagrados,
sino activa— puede valorarlas estéticamente, reflexionar sobre ellas y expresar el
temor reverencial original en los ritos de homenaje que llamamos Arte. [480]

Sin embargo, entre Shakespeare y Coleridge la imaginación sufrió un severo


revés. Sufrió en particular el ascenso de la Razón —que era en realidad
racionalismo— con la llamada Ilustración, que floreció en Francia en el siglo XVIII
y cuyas raíces se sitúan en Bacon, Galileo, Mersenne, Descartes, Hobbes, Locke y
Newton. Thomas Hobbes, por ejemplo, «a veces casi equiparaba la imaginación
con la locura».[481] Si la hubiera atacado abiertamente, podría haber encontrado en
ella un adversario con valor y destreza para combatirle. Pero su método era más
insidioso y perjudicial: simplemente suponía que la imaginación era más o menos
propiedad de los niños, los locos y los ignorantes. Es decir, nada importante.

Aunque Hobbes era un isabelino —nació en 1588—, su espíritu, como el de


Mersenne en Francia, era moderno. «Nunca perdía oportunidad para proyectar la
duda o el desprecio sobre cualquier forma de actividad mental que no fuera
estrictamente racional».[482] En efecto, formaba parte de su propaganda dar siempre
por supuesto que el pensamiento racional era característico de la mente moderna, y
denigrar la «superstición» y la «credulidad» del pasado. «Nadie estaba más
ocupado limpiando “el aire atestado y minado de duendes”, ni proporcionando
explicaciones racionales a fenómenos que alguna vez se habían atribuido a dioses o
dáimones».[483] Ante su monumental Leviatán, que apareció en I6S i, de repente
parecía imposible ir contra Hobbes y abrazar la imaginación sin aliar se a la vez
con la sinrazón y la oscuridad mental de los tiempos antiguos.

Casi al mismo tiempo se abrió una brecha sin precedentes entre la cultura
educada y la cultura popular. (Aún permanece, con el tono superior, hobbesiano,
que adoptan los racionalistas cuando se enfrentan con lo que ellos consideran
creencias supersticiosas.) Las obras Sobre errores vulgares, de Thomas Browne, y
Remaines of Gentilisme and Judaism, de John Aubrey, no eran indiferentes al pasado
supersticioso o a las creencias contemporáneas de la gente sencilla; simplemente
eran conscientes de vivir en un mundo mental diferente, desde cuya perspectiva la
vida imaginativa de los incultos, sus mitos y su música, sus deidades y dáimones,
apenas eran cultura.[484]

La vida campestre de Jean-Jacques Rousseau

No carece de importancia que Coleridge llegase a casa de los Wordworsth a


pie. Era un paseante prodigioso —todos ellos lo eran—, para el que no suponía
gran cosa hacerse cincuenta kilómetros al día. Wordsworth ya había cruzado los
Alpes caminando hacia Italia. [485] Pero el paseo recreativo era algo relativamente
nuevo. Era una expresión del entusiasmo por la acción «democrática» que surgió
después de la intensa excitación revolucionaria que había irrumpido en toda
Europa desde la toma de la Bastilla en julio de 1789, tema del primer poema
importante de Coleridge con dieciséis años. Así, más o menos desde 1790 en
adelante, los jóvenes «dandis» vestidos como vagabundos andaban errantes por el
campo, se alojaban en rústicas posadas y entablaban gustosamente conversación
con «la gente normal».

Sin embargo, estrictamente hablando, el pasear por la naturaleza había sido


«inventado» un poco antes por el filósofo de origen suizo Jean-Jacques Rousseau,
que había muerto en 1778. Y fue mientras iba andando a visitar a su amigo Denis
Diderot en la cárcel cuando tuvo una súbita inspiración: el mundo no mejoraba,
como decían insistentemente los pensadores ilustrados. Empeoraba. El progreso y
la ciencia estaban llevando a la humanidad por el camino equivocado.

La única esperanza era volver a un estado sencillo de sinceridad, igualdad y


bondad; en otras palabras, dejar la civilización y regresar a la naturaleza. En la
década de 1750 Rousseau practicó lo que predicaba adoptando una vida sencilla en
el campo, donde la nobleza y la intelectualidad le visitaban de vez en cuando,
asombradas ante el hecho de que caminara a todas partes en vez de ir a caballo.
Rousseau les encantaba con su filosofía «natural», que les hacía sentir,
temporalmente al menos, que la industrialización era ruinosa para una naturaleza
que no era salva je y amenazadora, sino benigna y semejante a un jardín y un libro
abierto donde todo el mundo podía leer y sentir la condición sublime del Creador.

Después de Rousseau, la tensión entre ciudad y campo, análoga a la tensión


tribal entre aldea y jungla, hábitat y desierto, se polarizó, de manera que los
valores de la ciudad domesticaron y «civilizaron» cada vez más el campo hasta la
segunda mitad del siglo XX, cuando las tierras salvajes se emboscaron tras la
civilización, retornando como «jungla urbana» y zonas prohibidas pobladas, como
antaño, por tribus extrañas.

Rousseau es el tipo de pensador ilustrado con el que podemos simpatizar.


Algunos de sus colegas —Voltaire, por ejemplo— se volvieron amargamente
contra él y le llamaron Judas. Pero esto fue porque Rousseau vio con claridad que
el racionalismo extremo de la Ilustración era casi una religión, una parodia
cientifista del catolicismo embrutecedor al que despreciaba. Llamaba a sus
defensores «dogmáticos autoritarios, ardientes fomentadores del ateísmo». [486] El
suyo era el verdadero espíritu ilustrado, que se regocijaba con el aire puro y limpio
de la dulce razón y la ciencia natural, purificado igualmente de la religión
institucionalizada y de la oscura superstición.

La llamada de las tierras vírgenes

Para los pensadores como Rousseau, el «jardín» de la naturaleza era una


réplica pura a una civilización corrupta. Sin embargo, no demonizaron la
imaginación como los racionalistas, sino que le dejaron un lugar mientras no fuera
demasiado «entusiasta», ni demasiado salvaje y accidentada. Los románticos, por
otra parte, tenían una visión monumental de la imaginación, proporcionada a su
ideal de naturaleza. Pues la Ilustración ya había hecho su trabajo, y los románticos
no se sentían oprimidos por la naturaleza después de dos siglos de racionalismo,
sino que más bien volvían a anhelarla, y cuanto más salvaje, mejor. Coleridge
cambió los comparativamente domesticados paseos por las colinas de Quantock
por peligrosos recorridos de montaña entre los picos del Lake District.

Al mismo tiempo, cualquier lugar de Inglaterra era soso comparado con los
grandes territorios salvajes de Norteamérica, y por eso la idea de naturaleza virgen
adquirió allí una fuerza peculiar. (El propio Coleridge planeó una comunidad
utópica en la ribera del «Susquahannah», en Pensilvania). [487] «En las tierras
vírgenes está la conservación del mundo», escribió Thoreau siguiendo el ejemplo
de su mentor, Ralph Waldo Emerson, quien, en su ensayo sobre la naturaleza
(1837), defendía una nueva relación con la tierra, una relación de participación viva
en lugar de una relación de dominación: «De pie en la tierra desnuda —escribió—
las corrientes del Ser Universal circulan a través de mí; yo soy una parte o una
parcela de Dios».[488]

Esta visión mística de la naturaleza contagió cada vez más el sentir popular.
Se convirtió en lugar común llamar a los parajes vírgenes das catedrales del mundo
moderno». Eran lugares santos; y se hacían peregrinaciones laicas —lo que ahora
llamamos turismo— al Lake District en vida de Wordsworth, lo mismo que a la
Selva Negra, en Alemania, o al Yosemite Park, en Norteamérica, cuyo principal
protector, John Muir, era discípulo de Emerson y adorador empedernido de la
naturaleza. Pero al mismo tiempo que describía, en 1896, las montañas occidentales
como los templos al aire libre de Dios, se terminaba el ferrocarril transcontinental,
que amenazaba la naturaleza virgen. Muir presionó vigorosamente por la creación
de parques naturales, y el primero —Yellowstone— se creó en 1872.

Fue en esa época cuando se echaron los cimientos de la afición de tanta


gente a andar por el campo, en lugar de ir al servicio dominical de la iglesia. La
naturaleza se había vuelto a convertir, para la mirada romántica, en un lugar a la
vez salvaje y sublime, una fuente de lo divino; un lugar donde jóvenes educados
podían tener aventuras y libertad y encontrarse con otros mundos de campesinos y
costumbres rústicas que la sociedad educada había ignorado; un lugar donde una
vez más aparecían los dáimones en lo más intrincado de sus bosques, ríos y
montañas.

Pero el racionalismo había polarizado tanto la tradicional ambigüedad de la


naturaleza que el péndulo siempre podía oscilar de la visión romántica a la visión
racionalista. Vimos producirse esa oscilación en el joven Darwin cuando
contemplaba la naturaleza salvaje en América del Sur. Su respuesta fue poética, sus
exclamaciones de deleite ante su belleza podrían haber procedido de los cuadernos
de Coleridge. Luego, súbitamente, le pareció demasiado, excesivamente salvaje. La
belleza dejó caer su máscara para revelar el caos que había detrás.

Darwin se espantó. Había «animales sin nombre mirándole fijamente a la


cara». Se retiró tras los muros del racionalismo y allí se quedó, sintiéndose
asediado por la naturaleza, asustado y enfermo al contemplar una pluma de pavo
real. Pero, por supuesto, no era la naturaleza la que era tan hostil, como los
científicos creen con tanta frecuencia; era su propia imaginación salvaje —más
salvaje aún por haber sido reprimida por una conciencia racional clasificadora— la
que le hostigaba y le provocaba quizá con la oscura sospecha de algo que él no
podría admitir nunca: que la nauseabunda pluma podía no haber «evolucionado»,
sino ser la obra de un Artista invisible.
24
La FILOSOFÍA ROMÁNTICA

La tabula rasa

¿Cuál era, entre tanto, la visión filosófica oficial de la imaginación en el siglo


xvin? Como consecuencia del dualismo de Descartes, el problema filosófico más
acuciante había llegado a ser la relación entre las ideas de la mente y los objetos del
mundo. Aunque Descartes había separado estos dos extremos, todavía creía que
nacemos con ciertas ideas estampadas en la mente. Pero en 1689 apareció Ensayo
sobre el entendimiento humano, obra que John Locke había estado escribiendo
durante veinte años. Expresaba su deuda con Descartes, especialmente por su
estilo claro y racional, pero no estaba de acuerdo con él en cuanto a las ideas
innatas.[489] Locke redefinió la mente; o, más bien, revivió la idea aristotélica de que
la mente era una tabula rasa, una pizarra en blanco, como un «papel limpio, vacío
de caracteres, sin ninguna idea»,[490] en donde escribe la experiencia. Y ésta,
supongo, sigue siendo la idea más generalizada sobre la mente.

¿Cuál es el papel de la imaginación en esa mente? David Hume, el sucesor


de Locke en el siglo XVIII, lo describió: la imaginación simplemente reproduce las
experiencias sensoriales impresas en la mente, de manera que podamos pensar en
ellas cuando estén ausentes. Su creatividad se limita a poner en movimiento esas
impresiones y a construir nuevas configuraciones. Sobre todo, la imaginación nos
permite creer en la continuidad de la existencia de los objetos en el mundo, porque,
mediante la imaginación, siguen existiendo aunque ya no los experimentemos de
forma directa.[491] Pero nada de esto implica que realmente podamos conocer el
mundo. Sólo conocemos nuestras impresiones del mundo. Y cualquier orden que
impongamos en ellas —causa y efecto, por ejemplo— es puramente arbitrario, un
orden ilusorio sugerido por una asociación de ideas que es sólo un hábito de la
imaginación.

Immanuel Kant quedó muy desconcertado por este análisis. Había pensado
que la descripción que Newton había hecho del mundo, por ejemplo, era un
conocimiento bastante seguro. Pero si Hume tenía razón, no había algo así como
un conocimiento seguro. Desarrolló por tanto un nuevo modelo de mente según el
cual ésta no recibe pasivamente los datos de los sentidos, como Locke y Hume
habían afirmado, sino que los asimila y estructura de forma activa, de manera que
conocemos la realidad objetiva exactamente en la medida en que la realidad se
adapta a las estructuras fundamentales de la mente. Es decir, que el mundo que
intentamos comprender se corresponde con principios de la mente, porque el
único mundo que podemos comprender ya está estructurado por esos principios.
«Todo conocimiento humano del mundo se canaliza a través de las categorías de la
mente humana».[492]

Aquí, Kant está pensando en la tradición que procede de Platón y que


anticipa a Jung. Sus categorías son las relaciones de las formas de Platón y de los
arquetipos de Jung, cada una de las cuales debe ser vista no de manera estática,
monolítica, sino de manera dinámica, como una plantilla o perspectiva a través de
las cuales vemos el mundo, es decir, el mundo que vemos.

Después de Kant, se hizo evidente que la ciencia no puede establecer nunca


verdades objetivas, absolutas, porque, por una parte, ella misma es un producto de
estructuras mentales que son en sí mismas relativas; y, por otra, su método de
observación produce esa misma «realidad objetiva» que trata de explicar. [493] (Esto
es una obviedad para el postmodernismo, cuyo lema podría ser: «Todo
conocímiento humano es interpretación, y ninguna interpretación es definitiva»).
[494]
No existen hechos independientes de la perspectiva de la mente que los ve. La
intuición de Kant fue que nuestra tendencia a la explicación mecanicista
impersonal está en nosotros, no en las cosas; y la de Max Weber fue «ver que es
históricamente una clase específica de mente, no la mente humana como tal, la que
está sometida a esa compulsión»,[495] una clase específica de mente que he venido
denominando ego racional.

La imaginación de Kant

Kant coincidía con la apreciación de Hume de que la imaginación trabajaba


más o menos mecánicamente por asociación de ideas. Pero él la denominó
imaginación empírica o reproductora, y la distinguía claramente de la imaginación
productora o trascendental. Un «poder activo y espontáneo», esta imaginación era
«fundamental para nuestro entendimiento perceptivo del mundo, que es universal
e idéntico para todos».[496]

Creía que la imaginación era un misterio. Pero él trató repetidamente de


aclararlo. En su Crítica del juicio, pregunta cómo reconocemos al hombre como
miembro de una especie animal particular. [497] De una manera incomprensible para
nosotros, dice, la imaginación puede reproducir la imagen de un objeto a partir de
incontables objetos similares. Parece ser capaz, inconscientemente, de comparar
imágenes, como si superpusiera una sobre otra para tomar los elementos comunes
y llegar así a «un contorno medio que sirve como patrón común a todas». [498]
Si esto se realizara de manera consciente, significaría medir a miles de
hombres para llegar, por una especie de procedimiento de Identikit, a una imagen
del hombre medio. Pero aunque un ordenador pudiera actuar así, la imaginación
no puede. «Es un intermediario —dice Kant— entre todas las intuiciones
singulares de los individuos, con sus múltiples variaciones, y la idea genérica […],
una imagen flotante para todo el género, que la naturaleza ha establecido como un
arquetipo que subyace en aquellos de sus productos que pertenecen a la misma
especie, pero que en ningún caso particular parece haber alcanzado por completo».
[499]

De esta manera, la imaginación está entre el intelecto y los sentidos, entre los
conceptos abstractos y las percepciones concretas. Sin una imaginación mediadora
nuestra experiencia sensorial no estaría organizada intelectualmente y sería, por
tanto, caótica, mientras que nuestra vida intelectual sufriría de pérdida sensorial y
estaría por tanto vacía.[500]

La descripción de Kant de este misterioso funcionamiento de la imaginación


trascendental vuelve, por supuesto, a la neoplatónica Alma del Mundo que, de
manera similar, llena el vacío entre las formas ideales del mundo inteligible y los
objetos sensoriales del mundo físico. También prefigura el inconsciente colectivo
de Jung, cuyos arquetipos, incognoscibles en sí mismos, son paradójicamente
cognoscibles a través de sus manifestaciones particulares, esto es, mediante
imágenes arquetipales.
La mente universal

La mente occidental moderna es aún en gran parte dualista, construida


todavía sobre líneas cartesiano-kantianas, muy de acuerdo aún con el modelo
racional de la Ilustración. Pero, al mismo tiempo en que estaba siendo formulada
finalmente por Kant, emergía y se desarrollaba una perspectiva nueva con Goethe,
Fichte, Schiller, Schelling, Tieck y otros, los románticos alemanes que tanto
influyeron en personajes como Coleridge en Inglaterra y Emerson en
Norteamérica. A la manera propia de cada cual, todos tenían en común «una
convicción fundamental de que la relación de la mente humana con el mundo no
era finalmente dualista, sino participativa».[501]

Esta concepción de la mente estaba implícita, como hemos visto, en la


intuición de Kant de que el conocimiento del mundo está determinado por
principios inconscientes profundos. Pero mientras Kant todavía limitaba estos
principios, por decirlo así, exclusivamente al sujeto humano, la concepción
participativa sugería que «esos principios subjetivos son en realidad una expresión
del propio ser del mundo, y que la mente humana es finalmente el órgano del
propio proceso de autorrevelación del mundo». [502] La realidad no está separada,
no es autónoma y de este modo susceptible de ser examinada «objetivamente». En
lugar de ello, se despliega y se hace inteligible a sí misma con la participación
activa de la mente humana.

Fichte, a quien se llamó «el padre del Romanticismo», creía en «un espíritu
del mundo trascendente, infinito, del que el individuo humano es una mera
expresión espacio-temporal, mortal, un centro finito que deriva su realidad del
espíritu, con el que el individuo aspira a alcanzar una unión perfecta». [503] Schelling
pensaba que la naturaleza era un ser absoluto que actuaba en pos de la
autoconciencia,[504] una idea popular elaborada por Hegel y sus seguidores, que
contemplaron el universo en su conjunto desplegando su sentido y llegando a
conocerse a sí mismo a través de la mente humana y progresando hasta un estado
superior. O, más bien, el universo como creación sería en sí mismo una expresión
desarrollada de una Mente o Espíritu (Geist) universal que finalmente se
comprende en el espíritu humano, o llega a la conciencia de sí en la mente humana.
[505]

La realidad fue pensada diversamente como alma del mundo o espíritu,


imaginación y naturaleza. La Naturphilosopbie de Goethe, por ejemplo, mantenía
que la naturaleza impregna todo, incluida la imaginación. Esa noción ayudó al
Goethe científico a reconciliar la observación empírica con la intuición espiritual
del Goethe artista en una ciencia de la naturaleza que él consideró superior a la
visión del mundo simple, objetiva y literal de Newton. Naturaleza e imaginación
eran como el exterior y el interior de una misma cosa. Análogamente, Schelling
declaró que no hay dos clases de sustancia en el mundo, sustancia de la mente y
sustancia de la materia, sino sólo una: la imaginación que subyace tanto a las ideas
como a las cosas, y que también en cierto sentido crea tanto la naturaleza como el
arte.[506]

Para Kant, la imaginación era una función activa, más que la facultad pasiva
que había sido para Locke y Hume. Constituía el mundo tal como se nos aparece a
nosotros. Pero para románticos como Schelling y Coleridge, era una función
creadora que constituye el mundo como realmente es.[507]

Lo fundamental en esta función es la manera en que la imaginación nos


permite ver lo universal en lo particular, ver las cosas como símbolos que tienen el
poder tanto de encarnar perfectamente una idea, sentimiento o intuición, como
también de apuntar a algún sentido más allá de sí mismos. Un símbolo es una
expresión par excellence de la doble visión de Blake. Cualquier cosa se puede
convertir en un símbolo en el momento en que el terreno está lo bastante
preparado por la imaginación para que súbitamente se abra como una ventana a
otro mundo infinito, al tiempo que permanece en éste. Es un «punto de quietud»
donde lo finito y lo infinito, lo consciente y lo inconsciente, se reúnen. Lo particular
y concreto deja transparentar el arquetipo universal, y el arquetipo se encarna en lo
particular.[508]

Kant y Schelling sostuvieron estas ideas sobre los símbolos; pero


correspondió a poetas como Coleridge y Wordsworth, más que a los filósofos,
incluir como una parte esencial de la imaginación la pasión de temor reverencial
que experimentamos ante la presencia de un símbolo que articula esa «tremenda y
adorable omnidad en la unidad». [509] Es típico, también, del extraordinario,
exuberante y, sin embargo, melancólico Coleridge el subrayar algo que los filósofos
raramente mencionan, a saber, la alegría que aporta la imaginación, aun cuando él
mismo se lamente de su pérdida. «Desaliento: Oda» es esa muestra paradójica: un
poema creativo sobre el fracaso del poder creativo. El alma emite «una voz dulce y
potente» que no es otra cosa que la «nube luminosa» de la alegría. Procede de
dentro y está íntimamente conectada con la imaginación. Sin alegría, meramente
vemos; y aunque podamos ver que una cosa es bella, no sentimos que lo sea. «Es la
alegría lo que convierte una percepción en sentimiento, y esto es lo que se pierde
con la pérdida del poder modelador de la imaginación».[510]
25
BOEHME Y BLAKE

El espejo de Dios

La distinción de Coleridge entre fantasía e imaginación procede


probablemente de Jacob Boehme, que desprecia la phantasia como una engañosa
ilusión del ego, que seduce al alma para que abandone a Dios y se oriente según
sus propios deseos egoístas. Por contraste, la imaginatio es la energía creadora de
Dios mismo, por la que Él inspira al universo a existir. Dios, dice Boehme, es
realmente inimaginable en sí mismo, un «abismo sin fondo», [511] que, sin embargo,
quiere manifestarse, como si Dios deseara conocerse a Sí mismo. En realidad, Él
viene a conocerse a Sí mismo, y para ello engendra un «espejo» en el que se refleja
y por el que alcanza la conciencia de Sí. El espejo es la sabiduría, el principio de
toda manifestación de la Divinidad inefable y no manifiesta, y también la esencia
de la Imaginación Divina.[512]

Nacido en 1575, en Görlitz, Alta Lusacia, Boehme debería estar incluido,


estrictamente hablando, en el capítulo sobre los magos del Renacimiento. Lo
tratamos aquí porque es el eslabón crucial en la Cadena Áurea que conecta a los
magos con los románticos. Fue el descubrimiento de Boehme por parte de los
románticos alemanes, y, de manera independiente, por Blake y Coleridge en
Inglaterra, lo que marcó el resurgir de la Imaginación sobre la Razón.

Zapatero de oficio, Boehme estuvo felizmente casado y tuvo varios hijos, un


trasfondo singular para la extraordinaria serie de libros, desde Aurora a Mysterium
Magnum, que produjo entre aproximadamente i6i4 y el año de su muerte, 1624. No
hay duda de que poseía una erudición enorme en las materias habituales —
alquimia, neoplatonismo, gnosticismo y Cábala—, [513] pero el momento crucial de
su vida parece haber sido el de las tres «iluminaciones» místicas que experimentó
en 1600.

Según el amigo de Boehme, Abraham von Franckenberg, la primera


iluminación fue provocada por el súbito destello en una vasija de peltre o estaño,
que paralizó al zapatero y le hizo penetrar «en el corazón secreto de la naturaleza,
en un oculto mundo divino». [514] Tuvo la sensación de ser abrazado por el amor
divino, recordaba después, como si la vida hubiera resucitado de la muerte. [515] Al
trabajar en la tradición oculta de los magos, que parecía hacer más justicia a su
propia gnosis, estuvo constantemente bajo sospecha de herejía. Qué doloroso debe
de haber resultado esto para un hombre que era cristiano devoto y que se esforzó
siempre por ajustar sus ideas alquímicas y neoplatónicas a la teología cristiana. Los
resultados fueron necesariamente idiosincrásicos.

Por ejemplo, la «sabiduría», que es el espejo vacío de la autoconciencia de


Dios, es asimilada a la Trinidad. El Dios «abismal» engendra al Hijo o Logos a
partir de Su vacuidad para reflejarse a Sí mismo; pero su mismo acto de engendrar
un Hijo en quien reflejarse es un darse nacimiento a Sí mismo como Padre. Padre e
Hijo están unidos por el Espíritu Santo. Hasta ahí todo va bien: Dios se conoce a Sí
mismo en Sí mismo. Pero para conocerse a Sí mismo fuera de Sí mismo —como
otro que sí mismo— necesita un cuerpo. Debe añadirse un «cuarto elemento» a los
tres de la Trinidad para reflejar la Trinidad como un todo y que le sea posible
comprenderse. Este cuarto elemento es la Sabiduría como Sofía divina. Ella es la
Imaginación de Dios y el Cuerpo Mágico con que Él se reviste a Sí mismo y a
través del cual imagina el universo en la existencia. [516] Ella es el cuerpo «celestial»
o «sutil» de Dios del que emana el cuerpo físico, nuestro universo.

Esto es sólo una visión momentánea del vasto y profundo sistema metafísico
de Boehme. Vemos la influencia alquímica en la manera en que la sabiduría se
transforma a sí misma a modo de materia prima mercurial: es a la vez madre e hija
de la Trinidad, al mismo tiempo principio y fin del proceso creador, igual que la
energía de la Imaginación, girando siempre en torno a sí, genera y disuelve
perpetuamente imágenes de sí misma. Vemos también una tendencia neoplatónica
en la manera en que Sofía es, como el alma del mundo, un plano intermedio entre
el Uno (ahora un Dios en tres personas) y el mundo. Boehme describió
explícitamente a Sofía como el reino que, estando entre el cielo y la tierra, participa
de ambos; un reino de transición y transformación, donde los espíritus se
transmutan en cuerpos y los cuerpos en espíritus.[517]

Boehme cree como algo evidente que los seres humanos son microcosmos en
los que se refleja todo lo que ocurre en el macrocosmos o universo. Pero va más
lejos: el hombre es la imagen especular del mismo Dios. Tiene el poder de la
Imaginación divina. Aunque ha existido siempre como una especie de idea
platónica en la mente de Dios, sólo se manifiesta —en la persona de Adán— por el
Hijo, o Logos, en conjunción con Sofía, Espejo Divino de la Sabiduría. Adán era
originalmente una unión del Logos masculino y la Sofía femenina, un hombre-
mujer o andrógino.[518] Esto nos indica que nuestra constitución psicológica
primordial es una conjunción de opuestos, simbolizada por los principios
masculino y femenino.

La tarea humana —la imitación de Cristo— es una tarea alquímica: la


imaginación nos transmuta en una imagen de Cristo; o, más bien, el alma «imagina
en Cristo» mientras Dios, a su vez, «imagina en el alma». Finalmente, la
imaginación tiene el poder paradójico de llevarnos más allá de todas sus imágenes,
incluido Dios, hasta el Ungrund inefable, la unidad sin forma del «Dios más allá de
Dios».[519]

«La energía es deleite eterno»

En el sistema de Boehme, la imaginación mantiene todo unido. El exilio de


Adán del jardín del Edén, su Caída, tuvo como causa el abuso de sus poderes
imaginativos. Sería redimido, como lo somos nosotros, por el «segunílo Adán»,
Jesucristo, que es la Imaginación hecha carne?[520]

Exactamente esta misma «teología» fue adoptada de manera entusiasta


doscientos años después por William Blake, cuyo «jesús la Imaginación» figura en
el centro de sus poemas líricos y libros proféticos. Si fue calificado de loco durante
su vida (incluso Wordsworth, que debería haberle conocido mejor, le llamó así), [521]
vemos ahora que se trataba del «hermoso frenesí» de Shakespeare, de la locura
divina explicada por Sócrates. La dificultad de sus poemas, con sus oscuras
alegorías y su catálogo de personajes inventados, se debe a que no existía un
sistema vivo de símbolos con los que trabajar. Admira, incluso envidia, a Milton
por El paraíso perdido; pero sabe que el poema épico engastado en el simbolismo
bíblico ya no es posible. «Era un hombre que pedía una mitología a gritos —
escribió Yeats con cierta justicia—, y que intentó elaborar una, pues no encontró
ninguna a mano. Si hubiera sido un católico del tiempo de Dante, se habría sentido
a gusto con María y los ángeles».[522]

Sin embargo, cuando uno lee a Blake, continúa Yeats, «es como si la espuma
de una fuente inagotable de belleza se vaciara de repente en nuestro rostro». [523]
Kathleen Raine dice de Blake que es el único poeta que ha creado un politeísmo
cristiano,[524] una mitología arquitectónica hecha de retazos de Swedenborg y del
mito nórdico, de alquimia y hermetismo, de neoplatonismo y Boehme, todo
fundido en el calor blanco de su imaginación.

El entusiasmo de Blake por los neoplatónicos estaba atemperado, como en el


caso de Boehme, por cierto desasosiego respecto de su énfasis en la trascendencia
de lo espiritual sobre lo material. Tanto Blake como Boehme deseaban permanecer
cercanos a la materia, incluso redimirla. Los dos encontraron una manera de
hacerlo a través del pensamiento alquímico, donde espíritu y materia, alma y
cuerpo, nunca están separados por mucho tiempo, sino que se interpenetran
continuamente.

El matrimonio del cielo y el infierno, de William Blake —prácticamente «un


manifiesto de la filosofía de Paracelso y Boehme»— [525] es un matrimonio
alquímico. «Sin contrarios no hay progresión», escribió. Sin embargo, lo que la
crítica literaria considera a menudo su contribución más original al pensamiento es
el propio núcleo alquímico, a saber, la «concepción de un solo principio que actúa
a través de contrarios».[526] Ésta era también —lo que no es sorprendente, dado su
trasfondo alquímico común— una idea de Boehme. También él imaginaba a Dios, a
veces, como un fuego eterno que incluía el abismo del infierno y sus diablos. Blake
adoptó esta noción en una manera más bien nietzscheana, que invertía el habitual
orden cristiano y hacía de los ángeles agentes insípidos de un cristianismo
convencional, mientras que los diablos se convertían en agentes del fuego
imaginativo, cuya «energía es deleite eterno». «Gritaba una y otra vez que todo lo
que vive es santo, y que nada es impío salvo las cosas que no viven, letargos,
crueldades y timideces, y esa negación de la imaginación, que es la raíz de la que
crecen desde antaño».[527]

Blake creía en las ideas innatas. Estrictamente hablando, no aprendemos


nada nuevo; más bien traemos al mundo todo lo que tenemos con nosotros.
Mientras Platón pensaba que el conocimiento era realmente recuerdo, y que el arte
era imitación, Blake fue más lejos: el conocimiento y el arte son recreación. [528]

Como si hubiera rememorado completamente las ideas divinas a una edad


temprana, el punto de vista de Blake nunca cambió. Los poemas de su adolescencia
y «los comentarios que cubren los márgenes de libros que leyó en su lecho de
enfermo cuando tenía setenta años son casi idénticos en su perspectiva». [529] Desde
el principio, sostuvo que John Locke, Francis Bacon e Isaac Newton eran «símbolos
de todo tipo de mal, superstición y tiranía». [530] Continuamente puso el grito en el
cielo contra el empirismo de Bacon y el racionalismo de Locke: «Las cosas mentales
son las únicas reales».[531] Esas cosas que se denominan también formas o imágenes;
los productos, en otras palabras, de la imaginación.

Los espectros de Locke

La filosofía de Locke distinguía sensación de reflexión, que clasifica las


sensaciones y las desarrolla en ideas abstractas. Éstas, a su vez, permiten
generalizaciones por las que formamos patrones o modelos a partir de una masa
de datos sensibles. Blake pensaba que «generalizar es de idiotas; particularizar es
la única distinción digna de mérito». [532] Hay que adherirse a la imagen particular,
dice Blake, pues reflexionar sobre la sensación a la manera de Locke es mera
memoria, producción de un «espectro» de la imagen original; una copia de una
copia, como diría Platón. La percepción diferenciadora de las cosas reales es
infinita-mente superior a los intentos de clasificarlas en principios generales. [533]

La idea de Locke de la realidad es simplemente un consenso basado en el


mínimo común denominador, como si un agricultor y un pintor mirando un
paisaje debieran llegar a una descripción verdadera sustrayendo las cualidades
agrícolas de la percepción del agricultor y las artísticas de la del pintor. [534]
Constatamos de inmediato que eso no es posible, ni valdría la pena hacerlo aunque
se pudiera, pues terminaríamos con un paisaje sombrío tan generalizado como
inexistente. Llegaríamos, de hecho, a una especie de mundo perfectamente objetivo
compuesto de unidades no mentales y no percibidas, como si fueran átomos. Pero
un átomo, dice Blake, es «una cosa que no existe».[535]

Con este desaire a nuestros atomistas modernos —los materialistas


filosóficos—, Blake quiere decir que es absurdo tratar de anular las diferencias
percibidas en las formas afirmando que todas están construidas de unidades de
«materia». La realidad del mundo no consiste en una generalizada niebla gris de
pedazos idénticos; consiste en formas vibrantes, vivas y llenas de color. Nada es
real más allá de los modelos imaginativos que nos hacemos de nuestra realidad.
Por lo tanto, hay tantas clases diferentes de realidad como de personas. «Todo lo
que puede ser creído es una imagen de la verdad». [536] Incluso Locke nos muestra
una faceta de la verdad. Pues el vacío esencial de la mente en el que cree es, en sí
mismo, un mito perdurable, una imagen arquetípica que, sin embargo, no se puede
tomar literalmente.

La doble visión

Cuando Blake veía el sol como una hueste celestial y no como una guinea de
oro, su sol era más real porque había infundido en él más imaginación. El sol como
guinea es el sol abstracto, generalizado, en el que encontramos nuestro mínimo
común denominador; el sol hueste celestial es el sol visionario, tanto creado como
percibido. El visionario ha pasado, a través de la vista, a la visión. La imaginación
no ve con el ojo, sino a través de él. «Que Dios nos guarde / de la visión simple y
del sueño de Newton».[537]

Pero vale la pena insistir en que la doble visión de Blake incluye al sol
guinea, pues ver solamente la hueste celestial, tomar literalmente la visión, sería
tan disparatado para Blake como ver sólo el sol guinea (una locura que nosotros,
sin embargo, consideramos lo normal). La mente como página en blanco de Locke
es inerte; la mente de Blake ve a través del ojo y capta activamente el mundo con
exuberancia creativa, y que esto es lo que hizo en la práctica queda demostrado,
desde luego, por su arte.

Podríamos llamar a la doble visión de Blake conciencia hermética, para la


que no existen problemas dualistas de sujeto y objeto, consciente e inconsciente,
etc. Hermes viaja libremente entre los mundos superiores y los mundos inferiores.
Sus piedras, hermas, se levantan en los cruces de caminos, para señalar el hecho de
que él es el dios de todas las zonas fronterizas. [538] Cada daimon que aparece en una
frontera —sea entre sueño y vigilia, entre día y noche, en el cambio de año o en
cruces de caminos, en puentes o en riberas— es un rostro de Hermes. Por eso,
llegar a un acuerdo con los dáimones es también desarrollar una forma hermética
de pensamiento, una percepción fronteriza que ve este mundo y el Otro
simultáneamente, a uno en el otro y viceversa, entrelazados como las serpientes en
el tirso de Hernies.

En realidad, la idea de la doble visión no implica, en definitiva, ver dos cosas


a la vez ni traducir una cosa a otra. Debería ser un modo único de visión, formado,
como si dijéramos, dentro del ojo, en el que la duplicidad de las cosas —como en
las mejores metáforas— es evidente a la mirada porque estamos simultáneamente
viendo, y viendo a través de lo que vemos.
26
El RECUERDO DE LAS COSAS PASADAS

La magdalena de Proust

En la novela de Marcel Proust En busca del tiempo perdido, el narrador, como


es sabido, moja un bollito —una magdalena— en su taza de té y se lo come. Al
probar la magdalena, un estremecimiento le recorre el cuerpo, seguido de una
sensación de exquisito placer, como si el amor, dice, le hubiera llenado con su
preciosa esencia. Siente que algo comienza a surgir de su interior, «algo que acaba
de perder ancla a una gran profundidad». [539] No sabe lo que es, pero puede sentir
que sube lentamente. Y, sin embargo, no saldrá a la superficie. Diez veces se inclina
sobre el abismo y trata de evocarlo, hasta que de repente regresa el recuerdo: «Ese
sabor es el que tenía el pedazo de magdalena que mi tía Leoncia me ofrecía,
después de mojarlo en su infusión de té […] los domingos por la mañana en
Combray».[540]

Y así se da cuenta de que, aunque las cosas hayan muerto y desaparecido en


apariencia, mucho tiempo después «el olor y el sabor perduran mucho más, y
recuerdan, y aguardan, y esperan, sobre las ruinas de todo, y soportan sin
doblegarse en su impalpable gotita el edificio enorme del recuerdo». [541]

A partir del recuerdo de tía Leoncia, empieza a recordar su habitación, su


casa, su jardín; luego la ciudad entera, sus calles, casas y jardines, toda su infancia,
«que va tomando forma y consistencia, sale de mi taza de té». [542]

La experiencia de Proust nos es familiar a todos: un sabor o un olor nos


transporta a otro mundo. El viaje al pasado es un viaje a otro mundo que está al
alcance de todos. Habitualmente, hacemos incursiones en el pasado para recuperar
un rostro o un hecho; a veces hacemos viajes más placenteros, recordando como en
sueños unas vacaciones infantiles o algún otro momento feliz. Esta clase de
memoria es análoga a la fantasía de Coleridge, una asociación más o menos
mecánica de imágenes, y muy diferente del recuerdo de Proust, que es análogo a la
imaginación. A diferencia de los viajes voluntarios al Callejón de la Memoria, el
narrador de Proust es captado por un encuentro involuntario con el pasado,
parecido a uno de los acontecimientos sagrados de Auden.

Es como una experiencia de la imaginación primaria, ante la cual se siente


pasivo y sobrecogido y sobre la que inmediatamente se pone a trabajar de manera
activa, análoga a la imaginación secundaria, en su intento de recuperar el recuerdo
inicial. En realidad, la relación entre recuerdo e imaginación está tan profusamente
entremezclada que resulta muy, difícil separarlos, tanto como lo sería separar, en la
novela de Proust, autobiografía y arte.

El palacio de la memoria de Mateo Ricci

Fue justamente esa mutua penetración de memoria e imaginación lo que


caracterizaba el clásico «arte de la memoria» con el que Mateo Ricci, un misionero
jesuita en China en la década de 1590, asombró a sus anfitriones enumerando,
después de una sola lectura, cuatrocientos o quinientos caracteres chinos.[543]

La técnica era concebir la memoria como un teatro o palacio en el que a cada


cosa que se debía recordar se le asignaba una imagen, cuanto más grotesca, cómica,
fea o ridícula mejor, pues son esos atributos los que, al parecer, somos capaces de
recordar con más facilidad. Esas imágenes sorprendentes estaban dispuestas en
racimos, tableaux, o «habitaciones», de manera que, para recordarlo todo —los
puntos de un discurso, por ejemplo—, uno sólo tenía que «caminar» por el palacio
mental, visitar cada habitación y recoger sucesivamente cada recuerdo de su
imagen.

Sin embargo, el uso que hacía Ricci del arte de la memoria era más o menos
mecánico, un simple truco para recuperar datos. El arte más profundo, utilizado
por los magos del Renacimiento, consistía en imprimir en la mente imágenes y
temas planetarios de los mitos clásicos, igual que las imágenes mnemotécnicas,
pero ahora con el propósito de «reflejar el universo en la mente» y de «adquirir un
conocimiento universal, así como poderes, a fin de conseguir a través de la
organización mágica de la imaginación una personalidad mágicamente poderosa y
sintonizada […] con los poderes del cosmos».[544]

Psicológicamente hablando, el arte de la memoria se podría describir como


«un sistema de recuperación y un modelo estructurado para asentar las bases y
jerarquías de la imaginación sobre principios arquetípicos. Las rúbricas
ordenadoras que proporcionaban las categorías eran principalmente los dioses y
temas planetarios de los mitos clásicos».[545] El arte de la memoria nos recuerda que
ésta es un lugar dinámico, un teatro, donde las imágenes que almaceriamos
asumen vida propia e interactúan, como los dioses y los mitos de los que están
compuestas, para crear conexiones y configuraciones imaginativas nuevas que no
solamente recordamos, sino que rememoramos.[*]

Las fantasías de Freud


La experiencia de rememorar es tan poderosa que estamos convencidos de
su verdad. Pero, mientras que Proust nunca afirmaría que su rememoración fuera
una verdad literal, nunca pretendería que fuera objetiva, nunca afirmaría, tal vez,
que fuera posible en definitiva ser objetivo con los recuerdos de la infancia, las
personas que no son novelistas (probablemente, la mayor parte de la gente) creen
que la memoria es una guía fiable de la verdad literal, del pasado histórico.

Freud, por ejemplo, sacó la conclusión, sobre la base de los nítidos recuerdos
de sus pacientes del sexo femenino, así como de sus sueños y libres asociaciones,
que habían sido «seducidas» cuando eran pequeñas por su padre. Pero cuando
pacientes cuyas tempranas historias le eran bien conocidas le contaron recuerdos
similares (que no podían basarse en hechos), empezó a sospechar algo: la
seducción paterna —ahora lo denominamos abuso sexual infantil— posiblemente
no fuera tan frecuente como inicialmente había pensado. Conjeturó por lo tanto
que las mujeres estaban «recordando» lo que deseaban que hubiera sucedido.

Actualmente nos parece sorprendente la idea de que una hija pudiera desear
el «abuso» de su padre; pero, según Freud, habían deseado tan intensamente
durante su «período cdípico» que su padre estuviera enamorado de ellas que
imaginaban vívidamente que así había sucedido. «Más tarde, cuando recordaban
el contenido de estas fantasías, lo hacían con sentimientos tan intensos que se
mostraban convencidas de que eso sólo podía ser debido a sucesos que se habían
producido realmente».[546]

Nos parece sorprendente, porque sabemos lo habitual que es el abuso de


niños. En la década de 1980, cuando, por decirlo así, se redescubrió, parecía estar
en todas partes. Incluso se combinaba con acusaciones de «abuso satánico ritual»,
reminiscencia de la caza de brujas medieval. [547] Además, los adultos empezaron a
responder a la llamada, pretendiendo que se había abusado sexual-mente de ellos
cuando eran niños. No habían sido conscientes de ello hasta que pasaron por la
psicoterapia, y entonces, en el curso del tratamiento, a veces bajo «regresión
hipnótica», todos esos recuerdos de abusos salieron a la superficie.

La epidemia regresiva se extendió como un fuego des-controlado a través de


los Estados Unidos y, en menor medida, por Europa occidental. Una de cada tres
personas, al parecer, era «superviviente» de algún abuso sexual infantil. Los
periódicos estaban llenos de casos; los programas y documentales televisivos
volvían a repetir todos los detalles; un torrente de películas trató extensamente el
tema; numerosos novelistas no dejaron escapar la oportunidad de salpimentar un
argumento agotado. Al mismo tiempo, Freud fue criticado por presentar el abuso
infantil como una fantasía, y acusado de cerrar los ojos a la horrenda magnitud del
fenómeno.

Luego, lentamente, inevitablemente tal vez, empezaron a surgir las dudas. A


principios de los años 199O y muchas personas declararon que en realidad,
después de todo, no se había abusado de ellas. Lo habían «imaginado»; habían sido
presionadas a creerlo así por sus psicoterapeutas, que les habían convencido para
que recordaran» abusos. Algunos de estos recuerdos, especialmente bajo hipnosis,
eran sorprendentemente claros, pero, sin embargo, la «víctima» admitía que podía
no haber sucedido. Apareció entonces otra serie de víctimas: los que habían sido
acusados falsamente de abuso, víctimas de lo que se denominó «síndrome de la
falsa memoria», como si se tratase de una enfermedad.

Pero aunque el balance se haya inclinado de momento en favor de la


falsedad de las pretensiones «recuperadas» de abuso infantil, hay todavía muchas
personas que mantienen que se abusó de ellas y que, debido a la naturaleza
sumamente traumática de su experiencia, sencillamente lo habían olvidado. Es
decir, habían reprimido o negado el recuerdo. Pero otros «supervivientes» afirman
que, por traumático que haya sido el abuso, es imposible olvidarlo.

En Inglaterra, el informe Brandon, que apareció el 1 de abril de 1998, era una


dura crítica de los recuerdos recuperados, especialmente mediante hipnosis o
«drogas de la verdad», y afirmaba que el verdadero abuso no se olvida, o, si se
olvida, se recuerda espontáneamente sin ayudas ni incitaciones. Pero uno puede
presentir también otros intereses detrás de ese informe. Fue realizado por
psiquiatras que, claramente, desaprueban a los psicoterapeutas. Los psiquiatras
tienden a mantener una visión materialista de la psique; creen que ésta puede ser
reducida al cerebro, de modo que los desórdenes psíquicos son en realidad
desórdenes orgánicos, cuyo tratamiento idóneo se realiza por medio de
medicamentos. Simplemente no reconocen muchos supuestos psicoterapéuticos, y
menos aún la posibilidad de recuperar recuerdos reprimidos. Sin duda no saben
cómo contestar, por ejemplo, a una víctima llamada Caroline Malone, que apareció
en las noticias de la BBC el mismo día de la publicación del informe Brandon, para
dar testimonio de su propio recuerdo de abuso sexual recuperado por hipnosis y
corroborado luego por la confesión del abusador.

La ambigüedad de la situación es exactamente análoga a la de muchas


personas que, a lo largo de los años 1980 y 1990, afirmaban tener la experiencia de
un «tiempo perdido» como consecuencia del encuentro con un ovni. La regresión
hipnótica se utilizó a menudo para tratar de llenar este hueco de su memoria; y,
con mucha frecuencia, «recordaban» haber sido abducidos por una nave espacial
con pequeños y siniestros alienígenas grises, que les realizaban operaciones
dolorosas y les robaban óvulos o esperma.

La misma discusión rodea a los abducidos y a los supervivientes adultos de


abusos infantiles. No hay duda de que algunos abducidos sólo recuerdan la
abducción después de repetidas regresiones hipnóticas y continuas incitaciones,
igual que los terapeutas han sido acusados de inducir «recuerdos» de abusos en el
pasado. Otros recuerdan sus abducciones espontáneamente, sin utilizar la
hipnosis.

Nadie que escuche los relatos de las víctimas traumatizadas por sus
abducciones puede permanecer indiferente o negarse a aceptar que algo real
sucedió. Pero mientras el cientifismo descalifica estas experiencias considerándolas
imaginarias u orgánicas (por ejemplo, «agarrotamiento del lóbulo temporal»), y la
ufología lo exagera como invasión extraterrestre, existe un término medio por el
que podemos pensar en ellas como experiencias bona fide, viajes reales, pero no
literales, al Otro Mundo, como los que las culturas tradicionales han dado siempre
por supuesto.

La debilidad de la memoria, y su fuerza, es que no es simplemente un


registro de acontecimientos del pasado. Toma los acontecimientos y los mezcla con
fantasías y hechos imaginados. Es astuta y engañosa. Aunque nosotros pensemos
que la memoria almacena pasivamente acontecimientos que pueden ser
recuperados en un momento dado, como si fueran archivos, en realidad
permanece secretamente en acción, cambiando la forma de sus contenidos. Fabula,
e incluso hay cosas que se inventa por completo, como puede hacer la imaginación.
La mitología griega hace de Memoria —Mnemósine— la madre de las musas que
presiden las artes. Se entendía que la memoria está preñada de poder imaginativo
y que en modo alguno es un sistema inconsciente de recuperación de datos; la
memoria es siempre una adornadora, una creadora de mitos, una falsificadora de
hechos y una literalizadora de ficciones.

La memoria es la forma que toma la imaginación cuando quiere


convencernos de su realidad. Las personas y los acontecimientos imaginados son
en efecto reales, como ya he insistido suficientemente. Pero la imaginación no
espera de nosotros —muy justamente— que a nuestra manera poco imaginativa y
literal los tratemos como si fueran reales. Por eso los presenta como no
imaginativos y literales, y así creemos que sucedieron realmente. Pero
independientemente de lo vívidos que los recordemos, no sucedieron
necesariamente. Su realidad es mítica, no histórica. «Estas cosas nunca sucedieron;
existen desde siempre», nos recuerda Salustio. Ésta fue la intuición de Freud sobre
los «recuerdos» de sus pacientes, y el comienzo del reconocimiento de la psicología
profunda de una realidad daimónica que no es literal.[548]

Esa realidad es la norma, desde luego, en las culturas tradicionales, cuyos


mitos se presentan como acontecimientos que sucedieron en el pasado,
especialmente en el principio; y cuyos rituales, estrechamente relacionados con los
mitos, son reactualizaciones concretas —rememoraciones— de acontecimientos
seminales del pasado, especialmente de la creación del mundo. Sin embargo, nadie
toma esos acontecimientos pasados al pie de la letra. Es como si supieran que la
idea del pasado es una estratagema para conferir mayor realidad al mito y al ritual.

La memoria hipnótica

La reciente popularidad de la hipnosis como clave para abrir el pasado es


interesante. La hipnosis misma está lejos de ser bien comprendida. El debate actual
sobre ella está tan polarizado como el debate sobre la realidad que despiertan los
«recuerdos». Una parte dice que los trances hipnóticos son reales, aunque esté
poco claro cómo se inducen exactamente. La oposición afirma que no son reales,
sino que son simplemente estados de profunda relajación en un sujeto susceptible.
Así pues, todos los recuerdos que se recuperan desde un estado hipnótico o bien
son relatos precisos de acontecimientos, según dice la primera facción, o bien están
fabricados más o menos conscientemente por el sujeto, según dice la segunda. Una
vez más, no deberíamos ponernos de parte de ninguna de las dos.

Sólo tenemos que reconocer que la hipnosis, hija del mesmerismo


decimonónico, es una técnica entre muchas otras para inducir un estado psíquico
alterado, esto es, para entrar en el Otro Mundo. Los métodos tradicionales
incluyen ayuno, oración, dolor, drogas, enfermedad, música, cantos y meditación
para inducir el trance, la posesión, el éxtasis o la visión. Aquellos que tienen una
especial facilidad, o incluso una vocación, para esos estados son llamados místicos,
poetas, médiums, hechiceros o chamanes. Pero he sostenido en otra parte [549] que
todos necesitamos algún contacto con el Otro Mundo, sea a través de los sueños, la
imaginación o la visión, porque ese contacto es esencial para esta iniciación, sin la
cual nuestras vidas no son vividas en el sentido más pleno.

Desde el punto de vista daimónico, el deseo de la regresión hipnótica


procede del deseo de literalizar el pasado mítico. Queremos literalizar nuestros
encuentros epifánicos con dáimones y convertirlos en encuentros de la tercera (¿o
es la cuarta?) fase; deseamos literalizar los sufrimientos de nuestra infancia y
transformarlos en traumas. Anhelamos descubrir aquel momento preciso en que si
las cosas fueron mal. A veces la hipnosis nos llevará más allá de la infancia, antes
del nacimiento, a una «vida pasada» en la que descubrimos la causa de nuestros
desórdenes presentes.

Todo esto es necesario, en cierta manera, porque uno de los mitos más
potentes del alma es el mito de los Orígenes, el mito de cómo empezó todo, sea la
Creación del mundo o el nacimiento de una neurosis. Pero es un mito, y no se lo
debe confundir con la historia, como si las cosas empezaran en algún momento del
tiempo. Adaptando la observación de Salustio: «Estas cosas nunca empezaron;
existen desde siempre»… y siempre están empezando. La idea del principio
siempre está presente como una posibilidad en la psique.

Por eso la actividad principal de dioses y antepasados en las culturas tribales


se sitúa en el pasado. No están nunca activos en el presente. Las creencias actuales
de las culturas tradicionales se basan en antiquísimas historias de actos de
creación, o de la lucha contra los espíritus del mal, o de la introducción de las artes
civilizadoras. Volver a contar los mitos y reactualizar los rituales mantiene ese
pasado constantemente presente, y refleja el hecho de que siempre se está
produciendo en la psique colectiva.

En lugar de literalizar el pasado, podríamos imaginarlo en términos de la


epístrofé de Plotino, el «retorno»: «la idea de que todas las cosas desean regresar a
los arquetipos originales de los que son copias y de los que proceden». [550] En vez
de rastrear una imagen hasta su «origen», imaginémosla de nuevo en su arquetipo.
Psicológicamente hablando, preguntémonos: ¿cuál es el trasfondo arquetípico de
esta imagen del sueño o de este patrón de conducta o de estos síntomas? ¿Qué dios
está en ellos o detrás de ellos?

Este método de restitución nos saca de las constricciones estrictamente


personales y nos introduce en un contexto más amplio, colectivo, más mítico,
donde nuestras exasperaciones privadas puedan expandirse y gravitar hacia sus
complementos míticos; donde las ataduras del hecho literal se puedan cortar, y se
abran a la metáfora y a sus múltiples significados; donde la historia se disuelva en
el mito; donde nuestras vidas personales se vuelvan a conectar con los dioses
impersonales para volvernos al mismo tiempo menos importantes en cuanto al ego
y más importantes en cuanto a nuestra realidad esencial.

La memoria olvidada
La brillante idea de Freud era que, para desenmarañar una psique viciada,
no basta simplemente con recordar el momento en que las cosas empezaron a ir
mal. Tiene que haber una abreacción,[*] una nueva vivencia involuntaria y concreta
del trauma original. En otras palabras, no un recuerdo, sino una experiencia total
de rememoración, tan vívida como la rememoración de Proust después de probar
la magdalena.

Esto nos recuerda que, así como olvidar es la sombra de recordar, así el
recordar involuntario de la abreacción de Freud es el corolario de ese olvido
involuntario que él llamó represión. Es difícil distinguir entre lo que meramente
hemos olvidado y lo que hemos reprimido —lo que no podemos recordar
voluntariamente porque lo hemos reprimido involuntariamente—, de manera que,
al tratar de recordar lo que simultáneamente estamos decididos a olvidar, la
memoria está en guerra consigo misma y se desarrolla una encarnizada batalla
entre la conciencia y el inconsciente.

Freud investigó lo olvidado (en la histeria); documentó los pequeños olvidos


a los que no prestamos atención, los lapsus de la vida cotidiana, y mostró cómo
eran fisuras en la conciencia que llevaban a abismos insospechados de
psicopatología. Jung descendió todavía más, y descubrió un inconsciente colectivo
tan pasado por alto como sus antecedentes históricos, zonas enteras olvidadas por
la psicología, como la alquimia, que se habían deslizado fuera de la mente de la
cultura occidental moderna.

Desde el punto de vista del recuerdo, de la conciencia, olvidar es, en el mejor


de los casos, un fastidio, y en el peor, una represión envenenada. Pero el olvido
tiene su propia perspectiva unida al dormir, a los sueños, y en última instancia, a la
muerte. Las experiencias del Mundo Inferior, desde sueños a abducciones
alienígenas, se resisten a ser recordadas porque no quieren ser forzadas bajo el
yugo de la conciencia coactiva del ego. Recordar nuestros sueños es a menudo,
como ya he sugerido, un proceso de arrastrarlos hacia la luz del día y someterlos a
explicaciones e interpretaciones. Olvidar puede ser, perfectamente, un movimiento
necesario pero en sentido contrario: una entrada en la oscuridad, una pérdida de
conciencia para despertar a otra diferente, la conciencia de los sueños que apenas
puede recordar el cotidiano mundo de la vigilia.

Olvidar podría ser la manera de recordar del inconsciente. Cuando el alma


quiere recordarnos su presencia, abre una grieta en la base de la conciencia, a
través de la cual se desliza lo único que absolutamente debemos recordar; y
olvidamos. Olvidar lo que creemos que es importante podría ser recordar aquello
que es verdadera mente importante.
27
La MÚSICA TRISTE Y SERENA DE LA HUMANIDAD

Anamnesis

Los griegos llamaban a la verdad aletheia, que significa «no olvidar». Según
Platón, la verdad se adquiría mediante la anamnesis o rememoración. Cada alma
habita, antes de nacer, en un reino divino al que regresará después de la muerte.
Justo cuando está a punto de encarnar se en este mundo, bebe de Lete, el río del
Olvido, de manera que ya no puede recordar nada de sus orígenes divinos. Este
motivo no es exclusivo de los griegos; una leyenda judía, por ejemplo, dice que,
antes de nacer, un ángel nos da un golpe en la boca para que no podamos hablar
de nuestra gloria prenatal.

Cada vez que en nuestra vida nos encontramos con algo que instintivamente
sabemos que es verdadero, estamos recuperando una parte de la plenitud de
conocimiento que poseíamos antes de nacer en el mundo inteligible. Aprender es
recordar. No hay conocimiento, sino reconocimiento. Lejos de entrar en este
mundo con la mente como una pizarra en blanco que espera ser escrita por la
experiencia, venimos con el apoyo de un panteón entero; venimos como
microcosmos de todo un macrocosmos de conocimiento. Nuestras pequeñas
memorias, escribe Yeats, «no son sino una parte de una gran Memoria que renueva
el mundo y los pensamientos de los hombres era tras era, y […] nuestros
pensamientos no son, como suponemos, lo profundo, sino un poco de espuma en
lo profundo».[551]

Para Yeats, la gran Memoria es muy parecida al Alma del Mundo. A la


inversa, Jung describe a veces el inconsciente colectivo como una Gran Memoria en
la que está almacenado el pasado de toda la humanidad. En ambos casos, se nos
remite a la Memoria en sentido platónico, como fuente de anamnesis: la
Imaginación Primera, en realidad, de la que nacemos y a la que regresamos. En el
Menón, Platón celebra la imaginación secundaria como anamnesis, «un poder de
trabajar en una barrera de oscuridad, recuperando las verdades que de algún
modo sabemos, pero que hemos “olvidado” en nuestra vida de fantasías egoístas».
[552]

Como hemos visto, hay imaginación en la rememoración, y rememoración


en la imaginación, y no podemos separarlas con ninguna certeza. Es evidente que
esto sucede en toda actividad artística; y por elfo, a manera de ilustración, haré una
pequeña excursión al oeste de Inglaterra, a una de las imágenes seminales del
Romanticismo: la abadía de Tintern.

La abadía de Tintern

Recuerdo —con todo lo que eso implica— que visité el lugar cuando era un
colegial. Cercana al río Wye, la abadía es baja, tenebrosa, en estado ruinoso; pero
también majestuosa e innegablemente misteriosa. En aquel tiempo, yo estaba
estudiando la poesía de William Wordsworth (aun que no con demasiado interés)
y sabía vagamente que él había escrito un conocido poema sobre la abadía de
Tintern, que era la pieza central de Baladas líricas, obra escrita con Coleridge y que,
publicada en 1798, fue el manifiesto y primer ejemplo de poesía romántica inglesa.
Podía imaginarme al poeta mirando fijamente aquel lugar sagrado (¿estaba
entonces en ruinas? Supongo que sí) y contemplando «la vida de las cosas». [553]

Por supuesto, yo estaba muy equivocado. El poema tiene un largo título,


«Líneas compuestas unas millas más arriba de la abadía de Tintern», y el «más
arriba» no significa «mirando desde lo alto», según parece, sino río arriba, fuera del
campo de visión de la abadía, algo que debe ría haber sabido si hubiera recordado
mejor el poema. Por eso tengo que pasar de mi imagen de la abadía a la del joven
William (veintiocho años) y su hermana Dorothy (un año más joven), sentados
unos pocos kilómetros más allá en la ribera del Wye. Mientras ella recoge las cosas
de la merienda, él saca un cuaderno y empieza a escribir, deteniéndose de vez en
cuando y levantando los ojos hacia el hermoso paisaje.

Podría parecer que está realizando una descripción gráfica de los


alrededores, pero, en realidad, no hace nada de eso. Está escribiendo sobre una
visita anterior, cinco años antes, exactamente al mismo lugar. ¿Es un poema sobre
los cambios sufridos, sobre la fugacidad del tiempo y la acción destructora de las
construcciones sobre los verdes campos? No, no lo es. Las aproximadamente veinte
líneas del comienzo son un himno a la manera en que todo permanece tal como lo
vio por vez primera. Pero, desde luego, no es así: William está mirando a través de
su pasado, de su memoria, la escena del presente, y su poema trata realmente de la
rememoración y su relación con la imaginación, una relación fundamental en las
preocupaciones de los románticos.

Además, los mejores momentos del poeta no están inspirados por la


naturaleza, como nosotros imaginamos que debe ser para un buen romántico, sino
por el recuerdo de la naturaleza. Entre las dos visitas, nos dice en el poema, él ha
pensado a menudo en este lugar; y tan intensa es la rememoración, o su capacidad
para invocarla, que entra en ese

estado de ánimo sereno y santo

al que los afectos nos conducen gentilmente,

hasta que, con el hálito de este marco corpóreo

e incluso el movimiento de nuestra sangre humana

casi en suspenso, nos acostamos en el sueño

del cuerpo, que se convierte en alma viva:

mientras con el ojo en reposo por el poder

de la armonía, y el profundo poder de la alegría,

contemplamos la vida de las cosas.[554]

El trance poético de Wordsworth, ocasionado por un recuerdo, le lleva a una


rememoración, y luego a la recreación. Por mucho que valore las «alegrías
doloridas» y los «éxtasis vertiginosos» de su primera visita a aquel lugar, cuando
era más joven, valora más el recuerdo posterior, la «emoción rememorada en la
tranquilidad», como dice en el prólogo de las Baladas líricas. Entonces puede
concentrarse en esas imágenes que son más significativas; y el sentimiento
consiguiente es más poderoso en la ausencia de aquello que lo despertó que en su
presencia. Ha aprendido a mirar la naturaleza «no como en la hora de la insensata
juventud, sino escuchando a menudo la música triste y serena de la humanidad».[555]

Parece haber una etapa más allá todavía del trance poético, una «sensación
sublime» en la que cesa su investigación activa en la vida de las cosas, y vuelve a
ser pasivo, menos un sujeto que un objeto ante

un movimiento y un espíritu que impulsa

a cuantas cosas piensan, a todos los objetos de todo pensamiento,

y se desliza a través de todas las cosas.[556]

Esta visión de «algo que está aún más profundamente entrelazado / que
habita en la luz del sol poniente» es la auténtica visión del Alma del Mundo, la
imaginación de la naturaleza misma.

La rememoración de Wordsworth de esta visión mística, provocada por la


rememoración misma, es el punto culminante del poema. Aun así, no es su final.
Rinde también tributo a Dorothy y rememora hacia adelante, por decirlo así,
anticipando recuerdos futuros de la escena presente que la consolarán en
momentos de dolor o de pena. Afirma poder arreglárselas sin la naturaleza porque
puede oír el lenguaje de su corazón antiguo y leer sus anteriores placeres —esto es,
recordarlo todo— mirando en sus «ojos salvajes», como si éstos fueran ventanas de
su alma en los que todos los recuerdos de ella, y por tanto los de él, pudieran ser
percibidos.

Coleridge dijo de Wordsworth que parte del secreto de su poesía era que
siempre había conservado vívida-mente su visión infantil del mundo. Nunca
perdió del todo la tremenda sensación de vértigo que tenía con frecuencia camino
de la escuela, cuando se agarraba a un muro o un árbol para evitar caer en el
«abismo» de un mundo que parecía no tener existencia fuera de él mismo, tan
sombrío e insustancial le parecía comparado con las imágenes de su propia mente.
Pero sólo hizo lo que todos hacemos en alguna medida: percibir el presente a
través de un recuerdo del pasado, que se intensifica en la rememoración —revivir
el pasado— y que a su vez transforma imaginativamente el presente. Ni
Wordsworth ni nosotros podemos percibir directamente la naturaleza sin, como él
señalaba, «medio crearla».
El tiempo recobrado

Sería útil en general distinguir entre el recordar cotidiano, cuando nos


acordamos vagamente del pasado, y el recordar wordsworthiano y proustiano,
cuando el pasado se presenta de nuevo en toda su plenitud, a veces alegremente, a
veces —abreacción— insoportablemente. Como ya he señalado, podríamos llamar
al primer modo de recordar «recuerdo», y «rememoración» al segundo. «El
recuerdo es inmediación —escribió Søren Kierkegaard—, mientras que la
rememoración surge solamente a través de la reflexión». Por ejemplo, la nostalgia
es propia del recuerdo; el arte de la rememoración es «ser capaz de sentir nostalgia
aun estando en casa». La rememoración es una especie de recuerdo duplicado,
sobrealimentado por la imaginación.

Cuando volvemos a pensar en Proust y su magdalena mojada en el té,


podemos ver dimensiones que antes no eran evidentes. El incidente está
cuidadosamente situado al final del primer capítulo del libro, y es utilizado como
instrumento para examinar la naturaleza del recuerdo y su capacidad de restaurar
y redimir lo que el tiempo ha destruido. Pero es también un instrumento para
recordar toda la infancia del narrador, junto con la mayoría de los personajes que
aparecerán a lo largo del libro, como una obertura a la inmediata sinfonía. Su
rememoración es tanto un acto de creación, o de recreación, como un acto de
«simple» recuerdo.

Como Wordsworth, Proust está menos interesado en los contenidos de la


memoria que en el acto mismo de la rememoración. Los dos están fascinados por la
manera en que la mente interrumpe su discurso y se transciende a sí misma para
llegar a un estado visionario fuera de sí misma. Qué paradójico es para la mente,
piensa Proust, buscar su pasado dentro de sí misma. Pues, en cierto sentido, una
imagen del pasado precede al acto de rememorar; y sin embargo, en otro sentido,
no es así, ya que la imagen del pasado es sólo una «nada etérea» hasta que queda
fijada por el presente que lo rememora: «Qué abismo de incertidumbre cada vez
que la mente siente que alguna parte de ella se ha extraviado más allá de sus
fronteras: cuando ella, la buscadora, es a la vez la región oscura a través de la cual
debe buscar […]. ¿Buscar? Más que eso: crear. Está cara a cara con algo que hasta
entonces no existía, a lo que sólo ella puede dar realidad y sustancia, que sólo ella
puede traer a la luz del día».[557]

El pasado, según parece, sólo puede adquirir realidad en el presente


mediante un acto creativo de la imaginación.
28
EL DESIERTO Y EL JARDÍN DE ROSAS

La nube del no saber

La baja Edad Media vio a una nueva estirpe de exploradores que se ponían
en camino hacia territorios desconocidos. El lugar en el que estaban interesados era
yermo, un desierto «muy apacible, muy misterioso, muy desolado», decía Johann
Tauler. «Los grandes yermos que allí se encuentran no tienen imagen, forma ni
condición».[558] «Un silencioso desierto —decía Meister Eckhart— donde nadie está
en casa».[559] Dos siglos después, estaba todavía sin mancillar, según un fraile
carmelita llamado Juan: «Una soledad vasta y salvaje donde no puede llegar
ningún ser humano», lo llama; «un inmenso desierto sin límites. Pero este desierto
resulta tanto más delicioso, dulce y bello, cuanto más amplio, vasto y solitario es;
pues donde el alma parece estar perdida, allí es elevada por encima de todas las
cosas creadas».[560]

Este Otro Mundo desolado no es, por supuesto, un lugar literal. Tauler,
Eckhart y san Juan de la Cruz son místicos. Su desierto es un estado de la mente, o,
mejor dicho, del alma. El camino que allí conduce fue llamado la via negativa por
Dionisio Areopagita, del que se pensó inicialmente que había sido un ateniense
discípulo de san Pablo, pero que ahora se cree que era un monje sirio de finales del
siglo v. Él perfiló dos caminos de acercamiento y conocimiento de Dios: la vía
afirmativa (o, como dice Charles Williams, la vía de afirmación de las imágenes) y
la vía negativa (la vía de rechazo de las imágenes). Dionisio estaba vinculado tanto
al neoplatonismo como al cristianismo, y de ahí que sus dos vías reflejen la tensión
entre ambos pensamientos y sean un intento de reconciliarlos. Por eso, aunque sus
escritos tuvieron una extraordinaria influencia —especialmente en los místicos
medievales—, fueron también recibidos con cierta intranquilidad. Han
«revoloteado siempre sobre la cristiandad como el Pájaro sin patas del Paraíso,
admirados, adorados y, sin embargo, vistos con desconfianza por algunos». [561]

Hablando en general, la vía afirmativa reconocía que todas las imágenes eras
buenas y procedían de Dios, que podía por tanto ser conocido a través del orden
del mundo, y que había jerarquías de seres angélicos —dáimones cristianizados—
que nos unían al Ser Supremo. La vía negativa afirmaba que todas las imágenes de
Dios eran falsas, pues nada, sea lo que sea, se podía predicar de Dios, que es
desconocido e incognoscible, envuelto en una oscuridad impenetrable, en una
«nube del no saber», como expresó memorablemente un místico medieval
anónimo. Por eso, «una vía debía afirmar todas las cosas ordenadamente hasta que
el universo palpitara de vitalidad; la otra debía rechazar todas las cosas hasta que
no hubiera nada en ningún lugar sino Él. La vía de la afirmación iba a dar lugar al
gran arte, el amor romántico, el matrimonio, la filosofía y la justicia social; la vía
del rechazo iba a manifestarse continuamente en los profundos documentos
místicos […] de los grandes maestros psicológicos de la cristiandad». [562]

Sin embargo, ambas vías coexisten —«casi se podría decir que son
recíprocamente inherentes, puesto que cada una iba a ser la clave de la otra»—, [563]
pues ninguna afirmación es tan completa que no necesite definición, disciplina y
negación; y ningún rechazo es tan absoluto que no deje algunas imágenes
residuales, como el puñado de judías y el vaso de agua que hasta los más sobrios
ascetas necesitaban para sustentar sus austeras vidas.

Espíritu y alma

Las dos vías representan una tensión fundamental de la condición humana,


dos predisposiciones que se han expresado tradicionalmente en una variedad de
vías: masculina y femenina, clásica y romántica, apolínea y dionisíaca, yang y yin,
hemisferio cerebral derecho y hemisferio cerebral izquierdo, es decir, casi
cualquiera de los pares que se recogen en una clasificación simbólica dual. Los
términos que he elegido son «espíritu» y «alma» porque se resisten a ser tomados
literalmente, son fundamentales en la cultura occidental y son propiamente
religiosos, tanto en un sentido pagano (para los griegos, pneuma y psyché) como
cristiano. No son términos que se puedan definir de manera precisa porque no son
sustancias ni conceptos, sino símbolos; y lo mejor que podemos hacer para
diferenciarlos entre ellos es tratar de evocar sus características respectivas. [564]

El espíritu nos remite a la vía negativa, pues nos lleva hacia arriba, más allá
de todas las imágenes, hacia el Uno trascendente, la Verdad, Dios. Sus religiones
son los monoteísmos «mayores». Menosprecia la religión del alma como
politeísmo o animismo, o no la reconoce como religión en absoluto. Pues el
movimiento del alma es hacia abajo, al Mundo Inferior, hacia lo Múltiple
Inmanente.

Cada vez que nos sentamos ante un trabajo intelectual serio o en situación
de meditación espiritual, son los dáimones del alma los que nos distraen con
ansiedades y recuerdos perturbadores, y nos provocan con ensueños y deseos.
Desde el «intdecto puro» y el «acto puro» de Agustín y Tomás de Aquino, hasta la
«razón pura» y el «ser puro» de Kant y Hegel, el espíritu busca siempre la pureza.
La ciencia pura literaliza la búsqueda: incontaminada por el mundo, sus
laboratorios superhigiénicos secularizan la celda del místico; la fantasía de la
objetividad pura parodia la autoaniquilación del santo.

No sólo pureza, sino orden, claridad, iluminación, son las contraseñas del
espíritu. Pongamos las cosas en orden, seamos claros, seamos racionales, hagamos
borrón y cuenta nueva, empecemos de cero, dice el espíritu. Pero el alma está
siempre a su lado, oscureciendo, enturbiando y embrollándolo todo. Pues el alma
favorece el camino laberíntico de la reflexión lenta, no el pensamiento rápido. Las
cosas no se pueden hacer en línea recta porque son intrínsecamente torcidas y
ambiguas; no pueden ser aclaradas porque son intrínsecamente crepusculares; no
se puede hacer borrón y cuenta nueva porque están ceñidas a una larga historia
cuyas huellas no se pueden hacer desaparecer. El alma reprime al espíritu, lo
sujeta, hace que rumie las cosas y preste atención a los detalles, aquí y ahora, en
lugar de emprender el vuelo hacia algún gran plan futuro.

El universo es en el fondo simple, elegante, unificado, dice el espíritu del


científico en su vía apolínea; no, dice el alma del artista en el éxtasis dionisíaco o en
su duplicidad hermética: es complejo, grotesco, múltiple y lleno de anomalías.
Todas las imágenes son falsas, dice el espíritu; no hay imágenes falsas, dice el
alma, tan sólo falsas perspectivas sobre las imágenes. Donde el alma ve símbolos,
ventanas a otro mundo, el espíritu ve ídolos y muros.

El espíritu nos conduce siempre a la literalización. Sus místicos emprenden


el camino, como los Padres del Desierto, al desierto real, o realizan el ascenso
literal de montañas reales. Si el alma asciende, lo hace metafóricamente, como
Dante en La divina comedia, y no sin antes haber franqueado la selva oscura y
merodeado por las regiones infernales. Blake estaba muy influido por un inspector
de minas sueco llamado Emanuel Swedenborg (1688-1772) que estaba al tanto de la
actividad de los espíritus. Mientras Blake tenía visiones de dáimones que
interpretaba metafóricamente, como intuiciones con las que hacer arte,
Swedenborg veía espíritus que interpretaba literalmente, como revelaciones con las
que hizo una religión. Ésta es la diferencia entre el alma visionaria y el espíritu
místico.

El Uno y los Muchos

En ningún lugar se muestra tan claramente la tensión entre espíritu y alma


como en la antigua discusión filosófica sobre el Uno y los Muchos. Los antiguos
griegos sostenían que aunque el universo esté constituido por muchos particulares
distintos o separados, es, a pesar de todo, un universo, y no un multiverso. Debe de
haber, creían, un solo principio general que una los particulares; de otro modo el
mundo sería simplemente un revoltijo de elementos dispersos sin orden, sentido ni
unidad.

Tales pensaba que ese único principio general era el «agua»; Anaximandro
lo llamaba «lo indefinido»; Jenófanes, «Dios Uno»; Heráclito, «fuego»; Pitágoras,
«número». Cada uno de estos principios era «una sustancia autoanimada dotada
de movimiento, que se transforma asumiendo formas diversas. Al ser causa de sus
propios movimientos y transmutaciones ordenadas, y al ser eterna\'7d se
consideraba que esa sustancia primera era no sólo material, sino también viva y
divina»;[565] en resumen, un principio daimónico que llegaría a ser el Alma del
Mundo.

La alternativa era plantear una multiplicidad de principios fundamentales


que, al combinarse, formarían los objetos del mundo. Empédocles postulaba
cuatro: tierra, aire, fuego y agua. Anaxágoras proponía un número infinito de
minúsculas semillas, cualitativamente diferentes. Leucipo y Demócrito proponían
la existencia de un número infinito de átomos invariables movidos mecánicamente
por ananke (la necesidad).

En cierto sentido, los dos opuestos se reconcilian en la máxima sublime


(absurda para los oídos modernos) de Tales, que no sólo expresa la coexistencia del
Uno y los Muchos, sino que insiste también en la conmensurabilidad de un solo
principio impersonal y muchos principios personificados, como una armonía entre
ciencia y religión: «La tierra descansa sobre el agua, el principio es el agua, y todo
está lleno de dioses».

«Es característico de la razón humana buscar la unidad en la multiplicidad»,


[566]
escribió Platón. Sus Formas estaban pensadas para resolver el problema del
Uno y los Muchos, para explicar cuántas cosas pueden compartir una cualidad
común y cómo nosotros, con una experiencia sensorial que está siempre
cambiando, podemos tener un conocimiento opuesto a la mera opinión o creencia
(el conocimiento viene por anamnesis, retorno a las Formas). Pero el problema
seguía siendo espinoso: «La relación entre la Forma única y sus muchos
particulares o ejemplos se explica diversamente, y nunca de manera enteramente
satisfactoria, mediante metáforas de participación e imitación. En general, los
diálogos primeros hablan de “naturaleza participada” y los posteriores, de copias
imperfectas de originales perfectos».[567]

El enigma del Uno y los Muchos es central en teología: el espíritu anhela un


solo Dios, el alma insiste en muchos. Pero la discusión entre monoteísmo y
politeísmo es desigual, porque se empezó en primera instancia por el espíritu y su
perspectiva monoteísta. El politeísmo no tiene una palabra para sí mismo; no
comprende la condena de indeseable relativismo que le lanza el monoteísmo; se
encoge de hombros y dice que hay muchas perspectivas pertenecientes a muchos
dáimones o deidades, y que se trata simplemente de eso. Platón y sus seguidores
nunca solucionarán del todo el problema de relación entre la unidad y la
multiplicidad, porque el «problema» es planteado en primer lugar por el espíritu,
que trata posteriormente de «solucionarlo». Desde un punto de vista daimónico,
no existe el problema.

Como se podría esperar, las religiones triunfantes encuentran la manera de


mantener en tensión al Uno y los Muchos. Las religiones antiguas de griegos,
hindúes, egipcios, mesopotámicos e indígenas americanos son todas «politeístas».
Pero en la práctica estuvieron «compuestas por hombres y mujeres que adoran a
un único Dios o Diosa, o que al menos sólo adoran a uno en cada momento:
Atenea, Visnú, Ra, Baal, Wakan Tanka».[568] Psicológica y espiritualmente, pues,
parece sensato adoptar una teología politeísta y una práctica monoteísta; aceptar
muchos dioses pero venerar sólo a uno en cada ocasión. Este procedimiento puede
imbricarse con el movimiento autónomo de la psique misma, en la que se agrupan
diferentes dioses o arquetipos en diferentes momentos de nuestra vida. «Los mitos
pueden cambiar a lo largo de una vida, y el alma sirve a lo largo del tiempo a
muchos dioses».[569]

Una religión como el cristianismo es, sin duda, monoteísta en relación con el
politeísmo pagano; pero en sí misma está lejos del monoteísmo. Bajo la presión de
la tendencia fragmentadora del alma, su Dios espiritual fue impulsado a
convertirse casi de inmediato en una Trinidad. Detrás de la máscara cristiana, la
Virgen María, los santos y los ángeles han sido siempre venerados de forma
pagana entre los católicos romanos. Fue parte de la misión protestante en época de
la Reforma restaurar el monoteísmo propiamente dicho, y puritanos de todas las
denominaciones fueron resueltamente hacia él. Pero, como escribió con
desesperanza el profundamente puritano Calvino, «sin duda, así como las aguas
bullen de un gran manantial, así fluye una inmensa multitud de dioses de la mente
humana».[570] Es precisamente el rechazo puritano a acomodarse a la multiplicidad
daimónica lo que conduce al dogmatismo rígido, a la paranoica actitud defensiva y
al fundamentalismo fanático.

Las permutaciones de Proteo


Los magos del Renacimiento se ocuparon de la relación del Uno con los
Muchos de varias maneras. Primero, imaginaron su propia versión de la doctrina
neoplatónica sobre la emanación de los Muchos a partir del Uno. Ellos pensaron el
proceso menos místicamente y más poéticamente, como un desmembramiento de
Osiris, Atis o Dioniso. El descenso del Uno a los Muchos «se imaginaba como una
agonía sacrificial, como si el Uno fuera cortado en pedazos y desparramado». [571] La
propia creación es una muerte cosmogónica y una dispersión de una deidad única,
seguida de una resurrección cuando los Muchos son «reunidos» en el Uno.

Segundo, estaban fascinados con la figura de Proteo, aunque sólo aparezca


brevemente en la mitología griega, especialmente en la Odisea. Proteo es una
especie de dios marino, una suerte de hombre foca. Se aconseja al héroe Menelao
que lo capture para poder romper el conjuro que aparta de él los vientos
favorables. Disfrazado con pieles de foca, él y sus tres compañeros se acercan
sigilosamente a Proteo mientras éste duerme entre sus focas, e intentan apresarle.
Inmediatamente, el dios se transforma sucesivamente adoptando la forma de un
león, una serpiente, una pantera, un jabalí, agua que corre y un árbol frondoso.
Pero Menelao sabe que el secreto es agarrarle bien hasta que se vea obligado a
aparecer en su propia forma y le dé su consejo.

Para los magos, Proteo era un símbolo del Uno mercurial que puede
convertirse en muchos cambiando de forma; un recordatorio de que un dios puede
ser inmanente en el mundo y presentarse con sus múltiples imágenes de manera
que también el arte pueda celebrar la divinidad; y una alegoría de la necesidad de
agarrarse bien al único dios, aunque se presente bajo apariencias peligrosas, para
descubrir la verdad. Proteo era una imagen de la resurgen-te noción neoplatónica
de que «el pluralismo poético es el corolario necesario al misticismo radical del
Uno».[572]

Tercero, Ficino, Pico y sus sucesores quedaron asombrados por la


comparación de Plotino entre el despliegue del Uno y los Muchos, y el efecto de
múltiples imágenes especulares:[573]

… las cuencas vacías sabían

que el conocimiento aumenta la irrealidad;

que espejismos en espejos es todo lo que hay[574];

lo que les sugirió que el todo se repite en cada parte, que cada dios es por
tanto inherente a cada uno de los otros, y que todos ellos están enraizados en el
Uno.[575] No sólo era una equivocación adorar a un solo dios, sino que ni siquiera
era posible porque (como Platón había explicado en el Sofista) los dioses son
alternativamente divididos y unidos por un movimiento dialéctico que los hace
pasar por configuraciones cambiantes.

Los magos se deleitaban construyendo nuevas y sorprendentes


configuraciones de dioses. Ficino creía que cada deidad podía desplegarse en una
triada;[576] Venus, por ejemplo, se despliega en las tres Gracias (véase La primavera,
de Botticelli), y, al mismo tiempo, cada triada de deidades podía combinarse para
formar nueve dioses y diosas «nuevos». Mercurio, Venus y Apolo se combinan
para dar lugar a Mercurio-Venus, Mercurio-Apolo, Apolo-Venus, etc.

Vemos en esta combinación politeísta una especie de psicología profunda,


un reconocimiento de que los componentes de la psique —los dioses— cambian
caleidoscópicamente en relación con los otros, formando siempre nuevos modelos,
nuevas variantes míticas; y que colaborar con esta construcción y deconstrucción
dinámicas era ejercitar esa imaginación en cuyo libre juego se deleita el alma y que
parece no tener otro fin.

Sin embargo, cuando los magos empezaron a construir dioses compuestos


como Hermeros (Hermes/Eros), Hermatenea (Hermes/Atenea), Hermércules
(Hermes/Hércules) y así indefinidamente, y cuando esta actividad se convirtió en
regla más que en excepción,[577] empezamos a sentir que hay algo frenético en sus
rebuscadas imaginaciones, como si los dioses existentes, ya multifacéticos, no
fueran suficientes, como si los magos se precipitaran de manera un tanto histérica a
intentar toda permutación posible de los mitos y personificaciones de la psique y
agotar así la imaginación.

¿Fue un agotamiento de esta índole el que, en el punto culminante del


Renacimiento, llevó a los ciudadanos de Florencia —escenario del que, desde
Atenas dos mil años antes, fuera el más deslumbrante florecimiento de arte,
ciencia, saber, invención, pensamiento y elegancia— a volverse contra su cultura
como si ésta les repugnara?
29
Sicigias

La hoguera de las vanidades

El último día del carnaval de Florencia, en 1497, se construyó una enorme


estructura piramidal escalonada en la Piazza della Signoria. Desde el peldaño más
bajo hasta la parte más alta, estaba atestada con los trastos de carnaval —máscaras,
disfraces, barbas postizas—; también había, más siniestramente, volúmenes de
poesía latina e italiana. Igualmente, adornos utilizados por las mujeres: artículos de
tocador, perfumes, espejos, pelucas (estaban de moda las rubias). Y por último,
cuadros; especialmente de mujeres hermosas. Se dice que Botticelli aportó algunas
de sus primeras obras. Las campanas repicaron, sonaron las trompetas y la gente
rompió a cantar cuando se prendió fuego a la gran pira.[578]

La hoguera se prendió en el tercero de los cuatro años de gobierno en


Florencia de un monje dominico. Se trataba del carismático predicador Savonarola.
Bajo su mandato —era solamente uno de tantos predicadores con diversos grados
de influencia (Jerónimo de Siena, un santo ermitaño, gobernó más tarde Milán de
forma arrogante)— el populacho renunció al lujo y la elegancia, e incluso a sus
libros y cuadros. «Savonarola se atrajo al pueblo con tal éxito que pronto todo el
arte y la cultura que tanto amaban se consumieron en el horno que encendió». [579]

Sin embargo, Savonarola no era apto para el gobierno, incapaz de ver más
allá de una teocracia en la que todo el mundo se limitaba a inclinarse ante Dios. Era
lo que ahora llamamos un fundamentalista, sin interés por la cultura, el arte o el
saber; y por eso resulta aún más incomprensible que los florentinos, cortesanos
sofisticados y cultos, se sometieran a un puritano tan estrecho de miras.

Podemos suponer solamente que era la propia estrechez lo que les atraía: un
repentino anhelo de simplicidad, una fe no intelectual y un único Dios. Una súbita
náusea, quizá, ante tanta riqueza, algo así como la cristalización incontrolable de
una solución sobresaturada. Sobre todo, un deseo ardiente de escapar de una vida
imaginativa que se había desarrollado hasta extremos abrumadores.

Sea cual fuera su causa histórica, la hoguera de las vanidades es,


psicológicamente, un ejemplo sorprendente de un cambio revolucionario de
«alma» a «espíritu». Jung llamaba a esas revoluciones —con un término tomado de
Heráclito— enantiodromía, que significa literalmente «contracorriente». En realidad,
lo consideraba una ley psicológica: cualquier unilateralidad psíquica extrema está
expuesta a invertirse a sí misma súbitamente en su propio opuesto. El ejemplo más
conocido es la conversión de san Pablo en el camino a Damasco. Habiendo
perseguido fanáticamente a los cristianos, tuvo una visión de Cristo y a partir de
ahí abrazó sus enseñanzas con igual fervor.

Sin embargo, la enantiodromía no es la ley universal que Jung creía que era.
Se aplica sólo a individuos y a culturas cuyo monoteísmo y literalismo los han
polarizado. Una postura unilateral consciente es arrollada por su opuesto
inconsciente y se convierte en él porque la psique está ya polarizada en consciente
e inconsciente. Pero esa polarización no es característica de la organización
tradicional, daimónica, de la psique.

En la cultura occidental parece a veces como si toda nuestra historia


psicológica, desde la hoguera de las vani dades en adelante, fuera una serie de
enantiodromías: la reacción ilustrada contra la «superstición» y la «imagina ción»
daimónicas; la contrarreacción romántica; el auge del materialismo filosófico y, en
su punto culminante, el violento cambio súbito del espiritualismo.
Alternativamente, hemos demonizado y divinizado la naturaleza en vez de
participar en esa duplicidad que refleja la nuestra.

Todos los cambios repentinos del Zeitgeist, los súbitos arranques de ira de
una nación, las súbitas declaraciones de guerra tienen su origen, quizá, en la
inversión de los polos de una psique colectiva. Y debemos recordar, también, que
así como la polarización es en gran medida una consecuencia de la literalización,
así la nueva postura se forja en el mismo molde literal que la antigua. Al
materialismo literalista se le opone una creencia en espíritus literales, en vez de
una psicología metafórica.

Aunque no exista ninguna enantiodromía violenta, la tensión entre los


Muchos y el Uno, entre el alma y el espíritu, tanto en la psique individual como en
la colectiva, está siempre presente y siempre trata de mantener un equilibrio. Ya en
el siglo VI a. C. Jenófanes de Colofón se exasperaba ante los Muchos y se mostraba
«cansado de tantas historias de tantos poetas sobre tantos dioses y diosas». [580] Su
deseo de liberarse del politeísmo homérico era el impulso que se encontraba tras la
búsqueda de los filósofos de un principio de unidad. Aproximadamente al mismo
tiempo que Platón estaba unificando su multiplicidad de Formas bajo la Forma
única del Bien, Gautama el Buda estaba vaciando la proliferación hindú de
dáimones y dioses para dejar el nirvana, «libertad de los opuestos», ese Vacío
paradójico que es también plenitud divina, donde las almas se liberan de la rueda
agobiante de la muerte y la reencarnación perpetuas.
La tensión entre alma y espíritu en la psique isabelina —que, como he
sugerido, se llegó a polarizar y literalizar en la guerra civil inglesa— tomó cuerpo
en las obras de Shakespeare. Éste escribió en una época en que la semilla del
«espíritu» del puritanismo estaba creciendo vigorosa mente en el suelo —en el
«alma»— del viejo orden católico, tras el cual permanecía un orden pagano todavía
más antiguo. La realidad daimónica —la imaginación misma— parecía de repente
f rágil, incluso irreal, frente a la certeza y literalidad de la ideología puritana; y
Shakespeare escribió su epitafio en su última gran obra:

Las altas torres que las nubes tocan, los palacios espléndidos,

los templos solemnes, el inmenso globo […] se disolverán,

y, tal como ocurre en esta vana ficción,

desaparecerán sin dejar humo ni estela. Estamos hechos

de la misma materia que los sueños y nuestra pequeña vida

cierra su círculo con un sueño.[581]

[La tempestad IV, I, 151-158]

Como si fuera el propio Shakespeare retirándose a Stratford-on-Avon,


Próspero —el tipo mismo del mago del Renacimiento— despide a Ariel, su espíritu
ayudante, abandona sus libros de magia y se retira a Milán, donde «todo
pensamiento tercero será mi tumba». [582] La época daimónica de elevada
imaginación y magia natural ha llegado a su fin. Hay pesar en las líneas de
Shakespeare, pero quizá también alivio. La cansada resignación de Próspero refleja
el sentimiento de hastío inequívoco que embarga al alma, donde todo es imagen,
un espectáculo insustancial de la metáfora —la «niebla y la espuma» de Yeats— sin
la fijeza y seguridad de lo literal.

La condenación de los sidhe

Éste es el problema con el reino del alma que tan vehementemente he


defendido: por sí mismo, sin el fortalecimiento del espíritu, puede llegar a ser
mortal. Nos sentimos perdidos en su laberinto, agotados por sus ciclos incesantes,
exhaustos por la misma opulencia de sus imágenes, presa de ese fatalismo del que
se acusa a las religiones del «alma», hasta que, finalmente, caemos en la
desesperación.
Algo de esa desesperación daimónica se transmite en un motivo recurrente
de la tradición feérica irlandesa, en el que un sacerdote que viaja a través de las
agrestes regiones del oeste de Irlanda es abordado por uno de los sidhe, que fija en
él sus extraños ojos plateados y pregunta: «¿Pueden los sidhe encontrar alguna vez
la salvación?».

El tembloroso sacerdote se queda estupefacto. No está seguro, dice; luego,


armándose de valor y recordando que está frente a un enemigo de la Iglesia,
proclama que el pueblo feérico estará siempre fuera de la cristiandad. Nada se
puede hacer por ellos. Tras lo cual, el sidhe sigue entristecido su camino.

Esto es algo más que una historia propagandística generada por los
primeros misioneros cristianos que llegaron a la pagana Irlanda. El ardiente deseo
de «salvación» del sidhe es un anhelo de la dura certeza de nuestro mundo literal,
un signo de cansancio de su propio mundo y un deseo de entrar en el tiempo, de
hacerse mortal, de poder morir y ser salvado. Es un anhelo de ese potencial
humano para la transformación que a ellos se les niega. «Es como si los dáimones
se apenaran por las tristezas de los hombres, que ellos nunca podrán conocer». [583]

Para los dáimones, nosotros somos los extraños y los seductores, igual que,
para las culturas daimónicas, es el hombre blanco seguro de sí mismo, racional,
cargado con su Biblia y su Dios de piñón fijo, el que es extraño y por quien muchos
se sienten atraídos, aunque sepan que será fatal para su antigua cultura. Tal vez
por eso san Patricio, como nos cuenta la leyenda, convirtió a los irlandeses tan
fácilmente al cristianismo. Tal vez ellos anhelaban secretamente la liberación de los
asediantes sidhe, anhelaban un nuevo espíritu de literalidad que diera solidez a un
mundo de niebla y espuma.

Todas las culturas paganas del «alma» asumen que los dioses pueden
aparecerse a hombres y mujeres. La respuesta a ellos no es de culto, sino de
deslumbramiento y temor reverencial, y así ocurría con los irlandeses ante los
sidhe lo mismo que con Odiseo ante Atenea. El Dios cristiano, por otra parte, no se
aparece, sino que envía a su Hijo con un disfraz extraordinario: como hombre. Ni
siquiera como un hombre hercúleo, heroico, mesiánico, sino como un carpintero
que pretende que Él es el Camino, la Verdad y la Vida, y que nadie va a su Padre si
no es por Él. Por tanto, no es sólo Dios y hombre, sino también un archidaimon que
media entre nosotros y Dios de una vez por todas, desbancando así a todos los
demás dáimones.

El gran inconveniente de la Encarnación, Dios hecho carne, es que es


percibido como Dios hecho literal, un Dios que anula el mito, la imaginación y los
dáimones. Su fuerza es su imposibilidad, su absurdo (como señaló Tertuliano).
Cristo es la Paradoja que nadie podría haber inventado. Un humilde carpintero
anuncia que es Dios; para los paganos esto era una insensatez; para los judíos, una
ofensa. Lejos de sacudir el yugo romano, este hombre-Dios es crucificado; por los
judíos, por el grave delito de blasfemia; por los romanos, por el delito trivial de ser
una alteración del orden público. Los paganos estaban muy acostumbrados a la
idea de un dios o un héroe desmembrado, sacrificado, pero les escandalizaba la
idea de que un dios pudiera ser literalmente crucificado.

Fue un acontecimiento decisivo. Jesús pasó del mito a la historia; en cierto


sentido, Él creó la historia. Súbitamente, los viejos dioses parecían palidecer en
comparación con su sangre roja, real y derramada por la humanidad. El reino del
alma era invocado por el espíritu a que despertara de su sueño de dioses y
dáimones. Son falsos, decía el espíritu, meros ídolos, incluso diablos, y deben ser
derribados ante el único Dios.

Al mismo tiempo, aunque Dios pueda perfectamente seguir siendo Uno,


Jesús —como corresponde a un paradójico hombre-Dios— cambia de forma como
un daimon. No en sí mismo, sino en la mente de los cristianos, cada uno de los
cuales cree que su idea de Él es la única verdadera. Porque existen casi tantos
Jesucristos como creyentes. En los primeros días de la Iglesia, cuando Él tuvo que
competir con otros dioses y héroes, fue identificado sin vacilar con Apolo,
Prometeo, Perseo, Orfeo, Dioniso, Adonis, Eros, Mitra, Osiris, etc.[584] Cristo como
Hércules fue especialmente popular, y quizá todavía lo es, a juzgar por el número
de musculosas Cruzadas, Acciones y Reformas cristianas en las que vemos más
ego hercúleo que imitatio Christi.

Desde entonces, Jesús ha sido diversamente descrito como el Maestro, el


Niño Divino, el Loco Sagrado, el Buen Pastor, el Manso Cordero, el Mesías
Heroico, el Hippy de los Lirios, el primer Comunista, el robusto Trabajador y el
Héroe de Clase, etc. Últimamente ha sido predominante la imagen de Él como el
Amigo íntimo de los evangelistas renacidos, cuya familiaridad con el Salvador
sorprende, por inapropiada, a los cristianos de la vieja escuela.

El matrimonio sagrado

A primera vista, parece como si todos los eslabones de la Cadena Áurea


estuvieran del lado del alma, los Muchos, el politeísmo, contra el monismo del
espíritu, sea cristiano, filosófico o científico. Realmente, sólo están compensando el
énfasis monista, restableciendo el equilibrio. En sí mismos, son sumamente
expertos en dar a alma y espíritu el mismo peso. En efecto, es casi la característica
que define a los miembros de la Cadena Áurea el reconciliar las dos perspectivas,
especialmente en sus manifestaciones como Uno y Muchos, desde Plotino, que
expuso brillantemente la relación entre las Formas de Platón y el Uno inefable,
hasta Jung, que equilibró los numerosos arquetipos con la unidad del sí-mismo.
Todos los alquimistas, todos los magos y la mayor parte de los poetas románticos
fueron cristianos que encontraron caminos imaginativos para casar su monoteísmo
con el neoplatonismo o el panteísmo.

Uno de los enigmas de las obras de Platón es haber proporcionado los


cimientos tanto para el racionalismo de la cultura occidental como para la
subversión contra el racionalismo. La razón es que hay dos corrientes de
pensamiento en Platón, un logos y un mythos. El primero pertenece a la razón y el
espíritu; el último, a la imaginación y el alma. (Tanto Blake como Yeats, que
llegaron a Platón a través de los neoplatónicos, y por lo tanto desde su lado del
mythos, quedaron sorprendidos por su otro lado racionalista y le rechazaron
temporalmente.)[585]

Mientras los neoplatónicos mantuvieron espíritu y alma sublimemente en


tensión, siempre hubo intentos de unirlos en imágenes concretas. La favorita entre
éstas era el hieros gamos, o matrimonio sagrado entre masculino y femenino en sus
diversas configuraciones míticas: no sólo dios y diosa, rey y reina, amante y
amada, sino también madre e hijo, hermano y hermana, padre e hija.

La alquimia construyó espontáneamente imágenes únicas del matrimonio


sagrado, como un andrógino, un hermafrodita, una Piedra; imágenes
antinaturales, tal vez porque es una idea «antinatural» condensar en una
singularidad lo que está esencialmente emparejado. El sí-mismo de Jung es un
símbolo similar de unidad en la multiplicidad, un «complejo de opuestos»
mercurial. Pero desde el punto de vista del alma, la psique no necesita estos
centros y objetivos. Es una totalidad dinámica policéntrica, sometida a un cambio
perpetuo y estructurada como una mitología. Su centro yace en cualquier dios o
mito que esté presente en un momento dado.

Si existe un emparejamiento que actúa como una rúbrica para todos los
demás pares —lo tomamos de la obra de Lévi-Straus— es el de Cielo y Tierra.
Todos los mitos se pueden interpretar como intentos de producir ese matrimonio,
como el retorno a un estado de unidad primordial.
El mito de la unidad original está expresado habitualmente en símbolos de
un tiempo o un lugar pasados: la Edad de Oro, el Edén, la Arcadia, la Atlántida, el
Tiempo del Sueño. El alma dice: «ÉSOS son lugares reales, pero no literales; el
paraíso terrenal está siempre a nuestro alrededor, y, de algún modo, sólo tenemos
que verlo». El espíritu dice: «El paraíso terrenal no está aquí, sino en otro lugar.
Debemos salir inmediatamente hacia el Valle de la Felicidad, Shangri-la, Eldorado;
o bien, debemos construir Utopía o la Nueva Jerusalén, donde todo el mundo será
bueno y feliz (o si no, preparémonos para lo peor)». El punto de vista daimónico
dice: «¿Quién sabe qué otros mundos son posibles para el humano
verdaderamente daimónico: el chamán legendario, el maestro zen, el sabio taoísta,
el santo cristiano, el artista visionario? ¿Quién sabe adónde, tras largas y múltiples
transformaciones, ligeros como el vilano, podrían ser transportados en cuerpo y
alma por los invisibles vientos del espíritu?».

La perspectiva daimónica no polariza alma y espíritu. Imagina por medio de


ambos, refleja en cada uno el otro. No piensa al modo filosófico, que tan
frecuentemente implica un modo de oposición; más bien piensa en pares, en
imágenes emparejadas, como el anima y el animus de Jung. No podemos pensar en
el alma sin tener en cuenta el espíritu que informa la idea que estamos pensando.
Así, por ejemplo, si el alma es diversamente descrita en sueños o fantasías como
madre, hermana, ninfa huidiza, diosa destructiva, ello presupone una imagen del
espíritu complementaria como hijo-héroe, hermano, Pan perseguidor, dios de luz
que debe ser sacrificado.

En el emparejamiento de alma y espíritu, la unidad que el espíritu quiere


imponer al alma se convierte meramente en un reflejo natural del espíritu; no es
una unidad literal, sino una sensación de que todo está infundido de alma y todos
los acontecimientos son principalmente psíquicos. A la inversa, la multiplicidad
con la que el alma amenaza siempre al espíritu no es una diversidad literal, sino un
suave recordatorio de que Dios tiene muchas máscaras y muchas mansiones.

No tenemos otra elección que pensar en pares; esto es, pensar


mitológicamente, imaginar. Por eso, en vez de intentar separar para siempre las
perspectivas de alma y espíritu, deberíamos tratar de desarrollar lo que Hillman
llama «conciencia de la sicigia»: una manera hermafrodita de pensar en la que
alma y espíritu estén simultáneamente presentes en cualquier acontecimiento, [586]

Cada vez que aparece una imagen del alma, deberíamos ser conscientes de
que la imagen está ya determinada por la perspectiva del espíritu —habitualmente,
en la cui— tura occidental, la del ego—, que, a su vez, está determina— da por el
alma. Cada una refleja a la otra, y por eso no podemos pensar o imaginar fuera de
su duplicidad, por más que el ego racional —¡ese espíritu incontrolable!— trate de
persuadirnos de lo contrario. Pues siempre añade una compañera irracional y
peligrosa que, si persiste en su locura, le poseerá o le destruirá.

New Ages

El ego racional moderno es un desarrollo de la perspectiva del espíritu.


Hemos visto cómo surgió a principios del siglo XVII, y cómo logró imponerse o se
convirtió, al menos, en una ortodoxia que todavía prevalece. La visión pesimista de
esta perspectiva, con su materialismo, racionalismo, cientifismo, tendencias
tecnocráticas, etc., se debe a que llegó a separarse del alma hasta un punto
desastroso. Ha perdido su conexión con la Tierra y lo «femenino», tanto metafórica
como literalmente, y (como testifica la inminente catástrofe ecológica) lo devasta
todo a su alrededor. Es agresivo, codicioso, explotador en todos los sentidos. Sus
tecnologías están fuera de control. Su hibris nos llevará a la destrucción del
mundo.

Este tipo de visión es mantenida por una vaga coalición de personas, por lo
demás bastante diferentes entre sí, desde extraños entusiastas de la New Age a
ecoguerreros progresistas normales y sensatos. Cada uno tiene ideas diferentes de
cómo cambiar la ortodoxia imperante pero todos ellos, según parece, piensan en
alguna clase de enantiodromía en la que los valores actuales sean reemplazados
por sus opuestos. Por ejemplo, los partidarios de la New Age anhelan el acceso
súbito a una «conciencia superior» que suprima el materialismo de un plumazo,
pero su propia teosofía espiritual es igualmente literalista. No ven el mito en todos
sus movimientos, ni el movimiento en el mito. Muchas personas de mentalidad
ecologista hablan del mundo como si fuera literalmente un «organismo vivo» o
una «diosa» (Gaia), cuando harían mejor en verlo como dotado de alma, y a
nosotros mismos como expresiones individuales del alma.

Otra idea New Age es, por el contrario, optimista sobre el ego racional y ve su
aparición como una especie de rito cultural de paso. Igual que debemos separarnos
de la familia en la pubertad y volver renacidos a la sociedad, así como el héroe
debe dejar a su madre y su hogar para embarcarse en una Búsqueda maravillosa
de la que volverá, después de muchas tribulaciones, con el secreto que transforma
el mundo, así (se dice que) el ego racional moderno tiene que separarse de la
clausura uterina de la visión medieval del mundo, divorciarse de Dama Natura y
avanzar hacia delante y hacia arriba, conquistando, inventando y progresando
hasta que, en sus logros y realizaciones más extremos, vuelva a reunirse
voluntariamente con el alma, la diosa, el eterno femenino, en una sicigia divina que
nos hará entrar en un estado de conciencia totalmente nuevo en el que Cielo y
Tierra final mente se unan.

El misterio del amor

Richard Tarnas adopta este tipo de visión en su excelente libro La pasión del
pensamiento occidental. Lee la historia de la cultura occidental de manera
psicológica, y percibe una dialéctica arquetípica que tiende un arco sobre la
historia: la diferenciación masculina heroica a partir de una unidad femenina
primordial, y su posterior reunión con su matriz. Desde el sometimiento griego
antiguo de las «mitologías prehelénicas matrifocales» y el «rechazo judeocristiano
de la Gran Diosa Madre», a la exaltación de la Ilustración de un «ego racional» por
encima de «una naturaleza externa desencantada», él ve «un rechazo progresivo
del anima mundi» y una opresión de lo femenino por lo masculino. «La crisis del
hombre moderno —subraya Tarnas— es esencialmente una crisis masculina».[587]

Sin embargo, lejos de ser pesimista en este punto, Tarnas es optimista, casi
milenarista. Está muy cerca, dice, un matrimonio sagrado, un cumplimiento del
«objetivo subyacente a la evolución intelectual y espiritual de Occidente. Pues la
pasión más profunda de la mente occidental ha sido reunirse con el fondo de su propio ser».
(La cursiva es de Tarnas.)[588] Ha sido tarea de «la conciencia masculina […] forjar
su propia autonomía», y luego «ponerse de acuerdo con el gran principio femenino
de la vida y recuperar así su conexión con el todo».[589]

Si pongo ligeras objeciones a esta visión esperanzada es, en primer lugar,


porque me pregunto si Tarnas no está tomando masculino y femenino demasiado
al pie de la letra, como si significaran macho y hembra. En segundo lugar, me
pregunto si no toma la idea de «evolución» demasiado literalmente. «Evolución»
es una noción del espíritu que el alma no reconoce. Las sociedades tradicionales no
evolucionan. Viven en una mitología que contiene todas las posibilidades
imaginativas, tanto diosas de la tierra como egos heracleos. Éstos se encarnan o
expresan en la acción sagrada llamada ritual, pero no se llevan a cabo literalmente.
Como nosotros somos cambiantes, pensamos de nosotros mismos que
evolucionamos. Pero no es así. Estamos literalizando los mitos antiguos. Puesto
que éstos incluyen siempre variantes simétricas e invertidas de sí mismos, nos
vemos obligados a representar estas variantes como enantiodromías, lo que supone
un viraje a un literalismo opuesto pero igual. El resurgimiento de lo «femenino»
del que habla Tarnas se parece bastante a eso.
Además, y en tercer lugar, la imagen mítica del matrimonio sagrado es tan
antigua como el mito mismo, y sin duda no se debería tomar, repitámoslo una vez
más, en sentido literal. Más que a un matrimonio sagrado, lo más probable es que
lleguemos a otra enantiodromía. Si el ego racional debe desaparecer, es más
probable que sea aniquilado por los rebotes de las ideologías hechas a su propia
imagen. El cientifismo podría ser asfixiado por una oleada de creencias en la
realidad literal de lo paranormal o lo oculto. El fundamentalismo religioso podría
alzarse, como hizo Savonarola, y denunciar la ciencia y la tecnología como obra del
Diablo; o, si no, podría formar sectas que trataran de huir de nuevo a la naturaleza,
lejos de la tecnocracia del mundo moderno. El materialismo podría ser rechazado
en favor de una creencia en espíritus literales o ángeles o alienígenas, envuelta en
una vaga teosofía espiritualista. Pero, por supuesto, todo esto ya está sucediendo.

El matrimonio sagrado pertenece al mito, no al hecho. Como «el matrimonio


del Cielo y la Tierra», es la imagen de lo que pensamos como «objetivo» del mito.
Sin embargo, no es un objetivo literal, sino más bien una imagen que subyace en la
dinámica de la Imaginación, al cambiar constantemente aquellas contradicciones
que no puede reconciliar en diferentes niveles metafóricos. A ninguno de estos
emparejamientos que constituyen los elementos básicos de la Imaginación se les
permite nunca «casarse» por completo; se mantienen simplemente en tensión
mediante una relación analógica con una sucesión de otros emparejamientos, de
manera que siempre están simultáneamente separados y juntos, pero nunca
unidos.

Si, por otra parte, el matrimonio sagrado pudiera pasar del mito a la historia,
solamente podría hacerlo, cabe pensar, por el misterio del amor, pero entonces sólo
de manera íntima, por medio del amor entre dos personas, o entre una persona y
Dios. El amor podría sostenerse entre unas pocas personas —como mucho— a
través de ese especial amor comunal llamado agape.

El agape cristiano presupone un grupo de personas desinteresadamente


unidas en el amor a Dios; esto es, un grupo de individuos ya transformados por un
alto grado de iniciación. Esa comunidad se torna imposible por encima de cierto
número. No tiene sentido pensar que, por alguna «evolución», podría tomar
cuerpo en una cultura mayor que una pequeña tribu. Además, esta imagen de
comunidad parece mucho menos un matrimonio sagrado que una orden
monástica; una comunidad del espíritu muy diferente de una comunidad del alma,
cuya imagen nos viene dada por dáimones como los sidhe, unidos en la música,
bailando, bebiendo, festejando y divirtiéndose.
30
El OSO QUE MUERDE EL CORAZÓN

Mientras proseguía su viaje por la inmensa estepa desolada, podía ver a lo


lejos la montaña de Hierro que sostenía el cielo como el poste de una tienda. A su
alrededor había un macabro recordatorio de los peligros del viaje: los huesos de
sus compañeros que no habían tenido éxito, y los de sus caballos, cubrían el acceso
a la montaña… Cuando ascendía a la cima, se acobardó ante el aspecto del cielo,
que parecía golpear y restallar contra su pico. Sólo durante la fracción de segundo
en que el cielo se despejó en la cumbre pudo escabullirse con un salto
admirablemente calculado. ¡Ya! Pero ahora tenía que viajar hacia abajo, a través de
las «fauces de la tierra», hasta un mar sin sol, atravesado por un puente de la
anchura de un cabello. Mientras lo cruzaba vacilante, pudo ver aún más huesos de
los que habían fracasado, lanzando pálidos destellos desde el abismo que se
extendía bajo sus pies…[590]

El árbol del mundo y el puente de la espada

Este viaje al Otro Mundo de un chamán altái es emprendido con reservas, si


no contra su voluntad, debido a su peligro. Una vez cruzado el angosto desfiladero
o el estrecho puente, será dolorosamente iniciado, casi siempre por
desmembramiento. Pero también aprenderá los cantos sagrados y logrará la ayuda
de los dáimones, lo cual le permitirá más adelante continuar voluntariamente el
viaje, para recuperar las almas perdidas en el Otro Mundo y sanar así la
enfermedad de sus propietarios.

El viaje al Otro Mundo se produce en un trance o «éxtasis», del griego


ekstasis, que implica algo que te hace «estar fuera» de ti mismo. Se refería a
cualquier estado de temor reverencial, estupefacción, histeria o posesión diabólica;
[591]
pero fue Plotino el primero en aplicar esta palabra para nombrar la unión
mística con el Uno[592] —estado que él alcanzó en cuatro ocasiones—, y de Plotino
pasó, vía Gregorio de Nisa, al misticismo cristiano.

El éxtasis chamánico no siempre implica un viaje al Otro Mundo. Puede ser


una comunicación clara con un espíritu o espíritus que hablan directamente a
través del chamán, o también una posesión. Esta forma de chamanismo es
especialmente frecuente entre las mujeres chamanes, raras en Siberia, por ejemplo,
pero numerosas en el sur y el sudeste de Asia; en Corea, por ejemplo, todos los
chamanes son mujeres (o, algunas veces, hombres vestidos de mujer). [593] Son
también en su mayoría mujeres —las médiums y «canalizadoras»— quienes
mantienen esta tradición en Occidente.

Aunque el viaje al Otro Mundo no sea la única forma de chamanismo, es la


más resonante. Cuando Joseph Campbell analizó en El héroe de las mil caras los
mitos del héroe de todo el mundo, identificó muchos elementos universales, como
la llamada que convoca al héroe a su aventura o misión; su reserva o su rechazo; la
aceptación y la puesta en camino; el cruce del umbral del Otro Mundo; los
encuentros con ayudantes sobrenaturales; su ascenso o descenso; las pruebas y las
ordalías iniciáticas, especialmente su «muerte» al ser desmembrado o devorado; su
resurrección y regreso con el tesoro: la hierba sanadora, el elixir de la vida, el
Vellocino de Oro o el Santo Grial. [594] Éste es también esencialmente el esquema del
viaje al Otro Mundo del chamán.

Por ejemplo, las formas en que entra en el Otro Mundo son casi tan
universales como las que se dan entre los héroes del mito: volando, sobre un reno o
un caballo, a menudo simbolizados por un tambor; trepando al mundo celestial
por el árbol del mundo, simbolizado frecuentemente por el palo central de la
tienda (yurta o ger) por el que trepan los chamanes siberianos, saliendo a través
del agujero destinado a la salida del humo como si entraran en la región celestial
(los chamanes norteamericanos trepan por los árboles y los aborígenes australianos
lo hacen por postes, con el mismo sentido) [595]; o por un estrecho puente, que
representa la anchura de un cabello, la distancia entre lo literal y lo metafórico, o el
parpadeo de un ojo entre vista y visión.

Los huesos de hierro del chamán

Según los tungusos de Siberia, un futuro chamán cae enfermo y su cuerpo es


cortado en trozos y su sangre bebida por «espíritus malignos», que resultan ser las
almas de chamanes muertos que se disfrazan deliberadamente. El chamán
samoyedo avam llamado Dyakhade fue iniciado —como tantos chamanes
siberianos y mongoles— por un herrero daimónico.[596] El hombre desnudo cogió a
Dyakhade con unas tenazas del tamaño de una tienda, lo decapitó, despedazó su
cuerpo y coció los pedazos durante tres años. Luego, puso la cabeza en un yunque
y la golpeó con el martillo. Separó los músculos de los huesos y los volvió a juntar.
Cubrió la calavera con carne y la unió al torso. Después, le arrancó los ojos y le
puso unos nuevos. Finalmente, perforó las orejas de Dyakhade con su dedo de
hierro y aseguró que a partir de ese momento podría escuchar las palabras de las
plantas.[597]
Todo esto sucedió en un sueño o en estado visionario. Dyakhade despertó
en su propia tienda.

Un chamán yakuto describió cómo su cabeza observaba el despedazamiento


de su cuerpo: «Clavaron un gancho de hierro en el cuerpo y lo hicieron pedazos y
repartieron todas las articulaciones; limpiaron los huesos rascando la carne […].
Sacaron ambos ojos de sus cuencas y los pusieron a un lado». [598] Los trozos de
carne son esparcidos por todos los caminos del mundo inferior, o comidos por los
nueve espíritus que producen la enfermedad, cuyos caminos, en consecuencia,
conocerá el chamán en el futuro.

El desmembramiento está en el centro de la iniciación del chamán. Lo


destrozan y reconstruyen con «huesos de hierro». En Australia, un «espíritu»
lancea en el cuello al iniciado aranda mientras duerme a la entrada de la cueva de
la iniciación. A continuación, el mismo espíritu lo mete en la cueva, destroza sus
órganos internos y los reemplaza por otros nuevos. Le inserta en el cuerpo cristales
de cuarzo que le confieren poderes, especialmente el poder de volar. Se dice que
los cristales son de origen celestial y sólo cuasimateriales, como si fueran de «luz
solidificada».[599]

El rumano Mircea Eliade, pionero en el estudio de religiones comparadas,


subraya que la iniciación chamánica no es tanto una muerte y un renacimiento
como una muerte y una resurrección.[600] Por supuesto, él trata de transmitir la idea
de una experiencia concreta (más que una experiencia «espiritual» abstracta),
experiencia a la que yo be asignado específicamente el término «daimónico» para
describirla. Sólo lo concreto del desmembramiento puede disolver la obstinada
perspectiva literalista del ego heroico.

La mitología lo atestigua. La muerte y resurrección del dios y héroe Osiris es


«el mito básico del Egipto dinástico».[601] Set mete en un sarcófago a su hermano
Osiris, lo lanza al Nilo, y así llega hasta el mar. Su hermana Isis vaga por el mundo
en su busca, exactamente como Deméter busca a la hija que ha sido secuestrada y
llevada al Mundo inferior por Hades. Finalmente, Isis rescata a su hermano,
desgarrado en catorce trozos por Set. Ella reúne los trozos, lo revive y él se
convierte en gobernante del Mundo Inferior y juez de los muertos.

En todo el mundo antiguo, los dioses-héroes mitológicos —Tammuz, Attis,


Mitra, Adonis— morían violentamente y renacían. En el mito griego, Dioniso fue
despedazado cuando era niño por los titanes y posteriormente hervído en un
caldero. Fue rescatado y recompuesto por su abuela Rea. [602] Sus primos, los tres
hijos de las tres hermanas de su madre Sémele, tuvieron destinos similares, como si
fueran reduplicaciones o variantes del mito dionisíaco: Penteo fue acorralado y
despedazado por su propia madre y sus tías, que habían sido convertidas por
Dioniso en ménades, mujeres «furiosas»; Melicertes fue arrojado a un caldero de
agua hirviente; Acteón fue despedazado y comido por sus propios perros de caza.
[603]

La muerte por animales es otro motivo iniciático. La iniciación de Antdaruta,


un angakoq (chamán) de Groenlandia, empezó como un claro «encuentro feérico».
Oyó un canto misterioso procedente de unas rocas, seguido de la aparición de dos
«habitantes del interior» —dáimones semejantes a seres feéricos—, que se
convirtieron en sus primeros «espíritus ayudantes». Después, estuvo de aprendiz
de un viejo «mago», que le llevó un día a una cueva junto al mar. El mago se quitó
la ropa y se deslizó en su interior. Antdaruta esperó. No había pasado mucho
tiempo cuando un gran oso llegó nadando, salió a tierra a cuatro patas, entró en la
cueva y se lanzó sobre el mago, triturándolo y devorándolo. Antdaruta
comprendió que eso era algo que le debía suceder a él; pero cuando sucedió, se
quedó sorprendido porque no lo lastimó, salvo cuando el oso le mordió en el
corazón.[604]

Todos los chamanes de los angmagsalik de Groenlandia son devorados por


un oso angakoq, que es mayor que un oso ordinario y tan delgado que se pueden
percibir sus costillas. A Sanimuinak se lo comió un oso que salió del mar y le
mordió en las entrañas. Al principio le hizo daño, hasta que la sensación le
abandonó. Sin embargo, permaneció consciente hasta que le devoró el corazón.
Entonces perdió la conciencia y murió. Más tarde, despertó desnudo y en el mismo
lugar. Caminó junto al mar. Oyó que algo corría tras él. Eran sus pantalones, sus
botas y el resto de sus ropas que habían caído al suelo, para que se los pudiera
poner.[605]

La búsqueda de la visión

«Toda sabiduría únicamente puede aprenderse lejos de las moradas de los


hombres, fuera, en las grandes soledades, y sólo se alcanza a través del
sufrimiento».[606] Las palabras del chamán caribú Igjugarjuk son dignas de
cualquiera de los «padres del desierto» cristianos. Son especialmente aplicables a
los indígenas americanos; porque cuanto más se avanza hacia el sur de América
del Norte, más se constata que el motivo del desmembramiento, que se extiende
desde Australia hasta el círculo polar ártico, es reemplazado por la visión más
familiar del ayuno, la oración y la visión iniciática; por ejemplo, la de los pueblos
de las praderas.

Una iniciación chamánica característica de los indígenas americanos es la


descrita por el curandero sioux Leonard Crow Dog, que por entonces era
solamente un niño.[607] Antes de ponerse en camino hacia el lugar ancestral de la
colina donde él va a «pedir a gritos un sueño, pedir una visión» —la cualificación
decisiva para un curandero—, es purificado en una cabaña de sudar especialmente
construida para él por los ancianos con elementos simples pero sagrados: fuego,
rocas, tierra, agua, salvia. La propia cabaña está hecha de doce «huesos» (sauces
jóvenes curvados), cubiertos con la «carne» de mantas y una lona
impermeabilizada. Se la llama «el universo entero» y, en el centro, se cava un pozo
de fuego y se llena con piedras calientes. Cuando se vierte agua sobre ellas, se
desprende un vapor que es «el aliento sagrado del universo». Mientras, se cantan
los cantos prescritos, se fuma la pipa sagrada y la cabaña de sudar se llena con el
humo del tabaco.[608]

Después de su «cocción» —en vapor y humo— en la cabaña, donde tras


horas de cánticos se siente la presencia del espíritu, Crow Dog trepa por la colina
hasta el lugar ancestral y entra en el pozo de visión excavado en el suelo. Entre las
ayudas que se le dan para buscar la visión hay veinte trozos de carne que su
hermana se ha cortado en un acto de autosacrificio, una bolsa-medicina con una
piedra dentro y un silbato de hueso de águila para utilizarlo en caso de apuro
(pero no para pedir ayuda humana). Permanece en el pozo durante dos días y dos
noches sin agua ni comida. Reza hasta que las lágrimas le corren por el rostro.
Luego, al fin, tiene la primera de las visiones que indican que será un curandero.

La noche del segundo día, ve un aro ardiente con una boca y dos ojos. Oye
una voz en la oscuridad. No es humana y se le erizan los cabellos de la nuca.
«Recuerda el aro —dice la voz—; esta noche te enseñaremos». Se pueden oír
muchos pies que caminan alrededor del pozo de visión. Y, de repente, se encuentra
fuera del agujero, en otro mundo: una pradera cubierta de flores silvestres, con
manadas de alces y búfalos pastando. Un hombre flota desde la niebla hacia él. Va
vestido con una anticuada ropa de ante y le dice a Crow Dog: «Muchacho, le digas
lo que le digas a tu pueblo, no exageres; haz siempre lo que te diga tu visión.
Nunca finjas». Siguen otras visiones: una nube que se convierte en águila y le
confiere poder; un jinete sobre un caballo gris, que sostiene un aro hecho de salvia;
una criatura informe, peluda, pálida, que trata de coger su medicina y con la que se
ve obligado a luchar. Luego, alguien le zarandea por los hombros. Es su padre. Los
dos días y las dos noches han pasado. Le interpretan su sueño y se convierte en
curandero.[609]
El corazón sagrado

Margarita María de Alacoque tuvo la visión de un corazón rodeado por


rayos de luz más brillantes que el 1 sol y transparente como el cristal. Un espíritu le
sacó el corazón y, poniéndolo dentro del corazón de «cristal», lo inflamó, antes de
volver a colocarlo en su pecho.[610] Esta laceración espontánea no le sucedió a un
chamán, sino a una monja. Ella identificó al espíritu con Cristo, mientras que la
visión —el Sagrado Corazón— es una imagen devocional para los católicos
romanos. Vemos así que incluso cuando la experiencia chamánica ha desaparecido
hace tiempo como institución social, sigue apareciendo espontáneamente;
recordemos también los relatos medievales de experiencias cercanas a la muerte,
donde la iniciación daimónica se ha convertido en castigo de los demonios; o los
informes modernos de «abducción alienígena», donde la iniciación es leída como
invasión extraterrestre.

Por otra parte, la visión de la hermana Alacoque no fue tan espontánea


como lo habría sido si se le hubiera aparecido a una persona laica, o incluso a otra
monja. Pues ella practicaba una rigurosa austeridad física. En común con muchos
místicos cristianos, creía que imitar el sufrimiento físico de Cristo antes y durante
su crucifixión era el camino hacia la purificación y la santidad. Puede entenderse
también como una especie de iniciación de aquellos que tienen vocación chamánica
pero que, carentes de una tradición visionaria de transformación daimónica, tienen
que desmembrarse a sí mismos, por decirlo así, rogando la intervención de Cristo o
de sus ángeles para que los eleven.

Enrique Suso, monje dominico de principios del siglo XIV, describe su


autoiniciación con gran detalle: llevaba una cadena de hierro que le hacía correr la
sangre. Vestía una ropa interior secreta hecha para él específicamente, en la que
estaban fijados 150 clavos de latón, de manera que las puntas le entraban en la
carne. Durmiendo con esto en las calientes noches de verano, solía gritar en voz
alta y retorcerse de dolor, «como hace un gusano cuando se arrastra con una aguja
clavada». Pero no era suficiente; ideó también dos lazos de cuero en los que metía
las manos para que quedaran sujetas una a cada lado de la garganta, de manera
que, aunque su cuarto se hubiera incendiado, habría sido incapaz de ponerse a
salvo. Luego clamaría a Dios, diciendo: «¡Oh, qué agonía! Cuando a un hombre lo
matan las fieras, todo termina pronto; pero yo estoy aquí muriendo […] y, sin
embargo, no puedo morir».

Después, mandó hacer dos guantes de cuero, totalmente recubiertos de


punzantes tachuelas, para evitar liberarse, mientras dormía, de su ropa o de los
piojos que incesantemente le roían. Con frecuencia, las tachuelas de los guantes le
desgarraban las manos mientras dormía, y su carne supuraba. Siguió así durante
unos dieciséis años, momento en que «sé le apareció en una visión […] un
mensajero del Cielo que le dijo que Dios no requería eso de él por más tiempo, a
raíz de lo cual dejó de hacerlo y tiró todas aquellas cosas a un río. Al mismo
tiempo, se hizo una cruz con treinta agujas y clavos de hierro que salían de ella y la
llevaba sobre su espalda desnuda día y noche, de manera que estaba siempre
ensangrentado y lleno de heridas».[611]

Hay más, y peor, pero me detendré aquí. Suso fue recompensado por sus
años de dolor con una serie de visiones, que incluían a la Virgen María, el paisaje
celestial y su propia alma, mientras yacía extasiada en brazos de Dios. Una vez, la
Virgen María le entregó al Niño Santo para que lo sostuviera. [612] Pero, mientras
que la hermana Alacoque anhelaba el dolor —«Nada sino el dolor hace soportable
mi vida», decía a menudo—, [613] Suso nunca pareció transformar su tormento en
placer masoquista, y no disfrutó de ningún alivio durante veinticinco años o más.

La iniciación a través de los dáimones en el reino del alma se literaliza como


tortura sobre uno mismo. Esto se hizo inevitable una vez que el reino medio del
alma, intermedio entre espíritu y cuerpo, desapareció. Se abolió formalmente en el
año 689, en el concilio de Constantinopla, pero ya había llegado a ser ininteligible
debido al literalismo endémico del cristianismo, que, en vez de ver cuerpo y
espíritu reunidos por el alma, o verlos como el aspecto físico y no físico del alma,
polarizó el alma en principios opuestos. Sin ningún reino daimónico, la
transformación psíquica se ve obligada a manifestarse literalmente como cambio
físico (ayuno, dolor, autonegación), como cambio espiritual (oración, fuerza de
voluntad, autodisciplina) o ambos a la vez.
31
La PESADILLA DE LA VIDA EN LA MUERTE ERA ELLA

Anorexia y ascesis

Fue mientras Francisco de Asís estaba en el desierto, sometiendo su cuerpo a


privaciones y sufrimiento, cuando recibió los estigmas, las heridas de Cristo, en las
manos, pies y costado. Podemos comprobar la paradoja de este acontecimiento: el
intenso rechazo del cuerpo durante la Edad Media lo convirtió en centro de
atención, de manera que también devino vehículo de expresión del alma.

Esta paradoja sigue impregnando la cultura occidental. Todavía el cuerpo


ocupa el centro del escenario. Alma y espíritu luchan para expresar su perspectiva
a través de él como mejor pueden. El alma está perpetuamente hambrienta de
imágenes, de las que el espíritu la priva. El cuerpo trata de satisfacer a ambos de
manera literal, moviéndose entre los polos de la obesidad y la anorexia; o, si no,
por así decirlo, bulímicamente, comiendo y pasando hambre al mismo tiempo. Los
regímenes para “mantenerse en forma” (fitness) —la palabra es expresiva, puesto
que implica también mérito moral— alimentan y consumen simultáneamente el
cuerpo mediante ejercicio y fortalecimiento combinados con una dieta. El
fortalecimiento corporal y el fitness pueden convertirse en una defensa heraclea
contra la «debilidad» del alma, sus enfermedades, imperfecciones y patologías, ya
que se alimenta, como los sidhe, de nuestra conciencia y vida corporal. Pero esta
última, a su vez, teme la sangría subversiva de su fuerza por parte del alma, que
ésta la lleve hacia abajo, hacia la muerte que es también la vida imaginativa; pues,
como dice Heráclito: «Hades y Dioniso son el mismo».

Sea lo que sea la anorexia nerviosa, puede leerse como un estado espiritual
que ha sido medicalizado. Puesto que la anorexia retrasa la pubertad, o vuelve a
las víctimas a un estado prepubescente, puede verse como un rechazo a cambiar
biológicamente hasta que haya algún significado que acompañe ese cambio. En
otras palabras, puede verse como un anhelo del alma por la iniciación. O tal vez
algunas personas anoréxicas sean simplemente aquellas que en otras épocas serían
reconocidas inmediatamente como poseedoras de vocación para la vida ascética o
monástica. La cuestión es que, mientras el alma sea ignorada, y por tanto el
espíritu literalizado, el cuerpo tiene demasiado peso que llevar y demasiado
significado que expresar.

El cuerpo sutil
Por ejemplo, el cuerpo tiene que llevar toda la carga del anhelo de un
«cuerpo sutil» inmortal, prometido por el Elixir de la Vida y simbolizado por el
«cuerpo de diamanté» de la alquimia china, o por el cuerpo resucitado, cristalino o
de huesos de hierro del chamán. Literalizamos este cuerpo haciendo realidad las
fantasías de renovación física mediante dietas («eres lo que comes»), y fantasías de
eterna juventud a través de drogas, cosméticos y cirugía plástica.

La fantasía de la inmortalidad es uno de los principales productos del


cientifismo, y asume tres formas principales: (a) el rip van winkleísmo, o idea de que
podemos congelar nuestros cuerpos mediante técnicas de criogenia para despertar
en una época mejor en el futuro; (b) el pandorismo, o idea de que podemos
producir un organismo humano perfecto, como Pandora en el mito griego,
mediante embriones producidos por la ingeniería genética; (C) el mecanicismo, o
fantasía futurista de científicos realmente locos que creen que, finalmente, de algún
modo podremos transferir nuestra «conciencia» o «inteligencia» a máquinas
inmortales que controlarán el universo y «almacenarán una cantidad infinita de
información», lo que nos permitirá así volvernos omnipotentes, omniscientes e
inmortales, esto es, Dios.

A diferencia de san Francisco, que quería lograr la perfección a pesar del


cuerpo, nosotros tratamos de lograr la perfección a través del cuerpo, en un
proceso sin fisuras de espiritualización o su equivalente, que, como todas las
fantasías del ego, está diseñado para evitar el imperativo de la muerte. Aunque
tomemos el camino opuesto, el camino de san Francisco, y tratemos de renunciar
completamente al cuerpo, tendemos a evitar la iniciación mediante la oración
abstracta o la meditación incruenta, otra manera, como ya he sugerido, de suprimir
el alma.

Además, es dudoso que las disciplinas voluntarias puedan hacer alguna vez
algo más que preparar el camino para la iniciación, la cual, como la llamada del
chamán, es finalmente involuntaria. No podemos desear morir a nosotros mismos.
La voluntad forma parte intrínsecamente de ese egoísmo que se agarra a la propia
vida. De modo que somos iniciados por aquello que no podemos controlar.
Nuestros sueños, por ejemplo, despiezan los acontecimientos del día y los
reimaginan, al mismo tiempo que nuestra vida natural se purga al servicio de
nuestra vida espectral, psíquica. Dormir, la pequeña muerte del cuerpo, es también
soñar, el advenimiento del alma a la vida.

En la vida del cuerpo, es la pérdida lo que nos desmiembra. Nuestros


corazones se rompen; sangramos, nos herimos, sentimos dolor; quedamos
deshechos. La pérdida de un ser querido nos abre como un escalpelo, nos caemos a
pedazos, nos sentimos cortados en trozos pequeños. La pena nos paraliza; nuestros
cuerpos se sienten extraños y separados; parece que estamos viviendo en un sueño,
en otro mundo.

Éstas son las experiencias que no debemos tratar de curar o superar, como si
quisiéramos volver a ser las personas que éramos. Al contrario, debemos permitir
que las energías profundas que liberan nos transformen. No debemos temer la
desintegración de nuestro excesivamente sólido yo; debemos dar la bienvenida a la
muerte de nuestro ego heroico. No sólo es la pérdida lo que nos inicia, si se lo
permitimos. También lo hace el amor, cuyo requisito pre vio es esa atención
apasionada que coincide con la muerte del egoísmo. El amor es menos fiable que la
pérdida para generar esta transformación, porque puede confundirse fácilmente
con el apego, el ansia, el deseo, y así puede hacerse irreal sin que lo sepamos. Las
razones para nuestro sufrimiento por la pérdida de alguien pueden ser igualmente
irreales o engañosas, pero al menos el sufrimiento en sí es real. «Un grito de dolor
es siempre irreductible».[614]

Platón y sus seguidores plantearon tres caminos de sabiduría y


autorrealización: eros, dialéctica y manía. El camino del amor podemos
comprenderlo. Quizá también la idea de un compromiso intelectual profundo con
la verdad, que la dialéctica implica, sea igualmente un camino, como la gnosis, que
podemos comprender. Sin embargo, el camino de la locura es más difícil de captar,
en una época en que el énfasis está puesto en la «salud mental»; y preferiría dejarlo
de lado si no fuera intrínseco al alma.

Pero, antes de volver a la locura, contaré otro cuento de iniciación.

El mago de Groenlandia

El vuelo al Otro Mundo, los encuentros con dáimones y las iniciaciones


inherentes a los sueños, no son monopolio del chamán. «Son, en realidad, la
experiencia básica del temperamento poético que denominamos romántico.[615] En
una sociedad chamanizante, Venus y Adonis, de Shakespeare, algunos de los
poemas más largos de Keats, La Peregrinación de Oisin, de Yeats y Miércoles de
ceniza, de T. S. Eliot, todo eso, dice Ted Hughes, «cualificaría a sus autores para el
tambor mágico». Y si bien muchos poetas viven esa experiencia con facilidad, en
comparación con los chamanes, hay otros muchos que no. Pensemos en la crisis
nerviosa de Eliot, en la transfixión de Yeats por un amor no correspondido y en
Coleridge corriendo desnudo por su casa, en un frenesí delirante. Sufriendo,
escribió, «con una lluvia de punzadas mortales como flechas […] me traspasaron, y
luego él se convirtió en un lobo que roía mis huesos». [616] Su médico diagnosticó un
desorden nervioso provocado por exceso de trabajo y ansiedad; pero Coleridge
sospechaba otra dimensión más emocionante de esta experiencia.

Coleridge debía de sospechar que se ajustaba a un modelo chamánico. En un


poema temprano, «El destino de las naciones. Una visión», transcribe un informe
etnográfico sobre el descenso de un angakoq de Groenlandia al fondo del océano,
con la misión de convencer a la horrible Madre de las Criaturas del Mar de que
libere a alguno de sus hijos para conseguir caza y alimento. Es probablemente la
primera referencia a algo así que existe en inglés:

El mago de Groenlandia, en trance extraño,

atraviesa los inexplorados reinos del lecho del Océano […]

por el abismo, hasta la cueva suprema,

asediado por deformes prodigios,

como nunca produjo la Tierra, ni el Aire, ni el Mar superior.[617]

Coleridge utilizó el viaje por el mar del Otro Mundo como base para su
propio gran poema de iniciación, «La balada del viejo marinero». [618]

Cuando el barco del marinero se va, dejando atrás el sol, oculto entre la
niebla, deja también tras de sí el mundo iluminado por el sol de la dulce razón y la
religión ortodoxa. Delante hay otro mundo presidido por la luna «blanca como la
niebla»; y al marinero, que lo ve desvirtuado por sus convencionales anteojos
protestantes, le parecerá como una especie de infierno.[619]

El primer encuentro en el viaje de un chamán al Otro Mundo es a menudo


con un daimon del umbral, tal vez un pájaro o un animal, que puede ser útil o
destructivo. «Dé cualquier manera, directa o indirectamente, esta criatura
finalmente da lugar (por inmolación, autosacrificio, transformación, o haciendo de
guía) al premio; como si fuera un aspecto de ese premio, el único aspecto […]
visible para el aventurero no transformado en la fase inicial». [620] Para el marinero,
es el albatros el que le conducirá a través de las tradicionales rocas que se
entrechocan, en este caso de hielo. Luego lo mata, y el barco se abre paso al Otro
Mundo, como si la muerte del pájaro hubiera dado la vuelta a la llave. «Éramos los
primeros en irrumpir / en aquel mar silencioso».
Este nuevo mundo es una pesadilla. Su sol no es como el nuestro, sino
«como la propia cabeza de Dios». Se torna sangriento, el mar se transforma en un
«océano sin vida, casi sólido, putrefacto, que arde como con fuego del infierno».
Criaturas viscosas con patas se arrastran por la superficie. La tripulación entera se
está muriendo de sed. Éste es el punto extremo del descenso, en el que, como si
fuera un angakoq, el marinero se podría encontrar con la Madre de las Criaturas
del Mar.[621]

En su lugar, aparece una mujer. Llega en lo que parece el esqueleto de un


buque. La mujer es al tiempo atractiva y alarmante; sus labios son rojos; su belleza,
fresca; sus cabellos, amarillos como el oro, pero su piel es tan blanca como la de un
leproso. «La pesadilla de la vida en la muerte era ella, la que espesa de frío la
sangre del hombre». La mujer tiene un compañero, «Muerte», con quien juega a los
dados. «¡He ganado!», grita ella, e inmediatamente el cielo se oscurece, su barco
desaparece, las velas empiezan a gotear rocío y los agotados marineros empiezan a
derrumbarse en cubierta, todos muertos salvo el viejo marinero.[622]

La mujer es una diosa ambigua, como el espíritu del mar. Es vida para el
chamán y el poeta pagano, pero muerte para el cristiano estrecho. El marinero
intenta resistirla, con el albatros colgando todavía como una cruz en torno a su
cuello; intenta rezar, pero su corazón está seco como el polvo. Al final, se ve
forzado a abandonar sus anteojos cristianos, por decirlo así, y adoptar el punto de
vista de la diosa.[623]

Inmediatamente ve lo hermosas y en absoluto repugnantes que son las


criaturas del agua. «Un manantial de amor» brota de su corazón, y las bendice. En
seguida el albatros se le desprende del cuello y él cae felizmente dormido. Cuando
despierta, está lloviendo —agua para beber— y sopla un fuerte viento que, sin
embargo, no empuja el barco, ya que se mueve como si fuera impulsado por sí
mismo. La tripulación resucita de la muerte, no por sus propias almas, sino por
obra de «una tropa de espíritus». Representan el viejo sí-mismo cristiano del
marinero, que se niega a derrumbarse y morir, y que arrebata el control del barco a
su nuevo y relajado sí-mismo chamánico. Es obligado a volver a su persona[*]
cristiana, racional, a quien parece que el espíritu del mar —que está siguiendo al
barco de manera inquietante— es como un «demonio terrorífico». No se la puede
rechazar con impunidad: cuando el barco llega a puerto se encrespa y lo hunde. [624]
El marinero es salvado por el piloto y su hijo, que se vuelven locos por su «extraño
poder de palabra». Y así, él vuelve a su sí-mismo anterior, marcado, mutilado y
condenado a volver a contar la historia de su abrasador encuentro con la diosa.
«La Balada del viejo marinero» es un poema tan extraño que gran parte de él
sólo puede ser inteligible si se comprende que trata, entre otras cosas, de un viaje
chamánico fracasado, de una «llamada» al joven Coleridge de su daimon personal
o sí-mismo poético. La primera regla de los chamanes, como de los poetas, es que,
una vez escuchada la llamada, hay que «chamanizarse» o morir. Coleridge no
aceptó la llamada; rechazó vivir en la muerte y fue condenado a una muerte en
vida. Su poesía se volvió estéril, y él mismo fue torturado por pesadillas que le
hacían gritar, se pasaba los días hablando y hablando, como el marinero; al huir de
su enfurecida musa, su discurso elegante y elocuente se hizo cada vez más y más
vacío, de manera que los pocos que le escuchaban, aunque hechizados por el
extraño poder de sus palabras, no podían recordar nada de lo que había dicho.

La experiencia iniciática, como desmembramiento, es el punto culminante


del viaje al Otro Mundo; el punto extremo en el descenso, como la casucha del rey
Lear en el tempestuoso terreno baldío, desde donde el héroe o el chamán
emprenden el retorno. Pero debemos recordar, en primer lugar, que todo viaje es
iniciático en el sentido de que todo contacto con el Otro Mundo es una especie de
muerte, una operación daimonizante sobre el ego racional; en segundo lugar, que
tenemos derecho a resistirnos a esa operación, como con frecuencia hace el ego
racional; y, tercero, que es esta fuerza de resistencia la que, por una parte, hace que
el Otro Mundo parezca débil y fantasmal, y, por otra, obliga a los dáimones a
iniciar al ego por la fuerza, haciendo que parezca infernal y demoníaco.
32
Los MITOS DE LA LOCURA

Cuatro clases de locura

«Nuestros mayores bienes —señalaba Sócrates en Fedro— provienen de la


locura [mania]», a condición, añade, de que «locura sea otorgada por divina
donación»[625]. Aunque los griegos reconocían una clase de manía ordinaria,
causada por una enfermedad orgánica, la locura no era habitualmente una
«enfermedad mental» a la que se debiera aplicar la medicina. Era un don de los
dioses. Aparece con frecuencia en la mitología, lo que significa que es un estado
arquetípico del alma. Por ser un estado mítico, no médico, la psique no puede estar
nunca libre de la locura o de su posibilidad.

Sócrates distingue cuatro clases de locura [626]. La concedida por Apolo es


profética; la que otorgan Afrodita y Eros, erótica; la de Dioniso es locura ritual; y la
de las Musas, locura poética. La locura apolínea parece que se dirigía al
conocimiento del futuro o del presente oculto. Concedida a los individuos, era una
especie de mediumnidad vidente y oracular. La locura erótica es más familiar (feliz
el hombre o la mujer que haya escapado al obsesivo y adictivo frenesí del amor
sexual). La locura dionisíaca no era individual, sino colectiva, y procuraba la
especie de liberación (incluso la salud mental) que podemos experimentar en ritos
comunales desenfrenados que impliquen bebida y danza, o, en las gradas, en
festivales de tres días de la tragedia griega. La característica principal del culto a
Dioniso era el éxtasis, lo que significaba cualquier cosa, desde «dejarse ir» en una
fiesta a «estar poseído». Todas las manías apolíneas, eróticas y dionisíacas implican
éxtasis; sólo la locura poética no lo implica. «La tradición épica representaba al
poeta obteniendo un conocimiento supranormal de las Musas, pero no cayendo en
éxtasis o siendo poseído por ellas».[627]

La locura poética es útil. Hornero la buscó, y la obtuvo, cuando no sabía qué


decir en la Ilíada. Las Musas no proporcionan inspiración, sino información sobre el
pasado —batallas famosas, por ejemplo— que el poeta no ha conocido
directamente. Amplían la memoria. Su don, como las Musas le dijeron a Hesíodo
en el monte Helicón, es el de la palabra verdadera; pero admitían también que de
vez en cuando podían decir mentiras que parecían verdades [628]. Nos dicen que no
confiemos demasiado en la memoria (buen consejo, como hemos visto), ni
valoremos demasiado sus comunicaciones. En otras palabras, no deberíamos
tomarlas demasiado literalmente.
Orfeo

Según Thomas Taylor (que hizo la primera traducción inglesa de Platón y


los neoplatónicos para los románticos), en los escollos al Fedro del filósofo
alejandrino Hermias se dice que las cuatro clases de locura de Sócrates se requieren
unas a otras y actúan conjuntamente y todas encuentran un lugar en ciertas
personas.[629] Cita a Orfeo —un contundente ejemplo, porque Orfeo es el padre de
todos los chamanes—, al combinar la función de poeta y cantor de cantos sagrados
con la de profeta y vidente, y la de sacerdote y teólogo.

Por decirlo de otra manera, es una sorprendente banalidad la manera en que


el mundo moderno ha dividido el papel del chamán en funciones especializadas, e
incluso las ha subdividido, de modo que la curación moderna no sólo escinde el
cuerpo del alma, al separar medicina y teología, sino que también separa cuerpo de
mente, medicina de psicoterapia. La unidad de funciones del chamán sugiere que
esto no es bueno.

El mito de Orfeo se divide en cuatro partes principales que no parecen


relacionarse entre sí, e incluso parecen contradecirse, hasta que comprendemos
que cada una de ellas cae bajo la égida de uno de los dioses de la manía.

En primer lugar, Orfeo está bajo el dominio de las Musas —su madre es la
musa Calíope—, que le dan ese don maravilloso de poesía y canto con el que
puede hechizar a todos los animales y aves, e incluso a la muerte misma. Su
instrumento es la lira apolínea más que la flauta dionisíaca; pero es Hernies quien
le enseña a tocar y, además, a tocar la música específica para cada dios. Esta
imagen de diferenciación y armonía fue ávidamente asumida por los neoplatónicos
del Renacimiento, que saludaron a Orfeo como el fundador del politeísmo, y que
vieron su propia cultura como un regreso a la religión de Orfeo, a quien Ficino,
que gustaba de tocar la lira, trató conscientemente de reencarnar. [630]

En segundo lugar, es Eros quien lleva a Orfeo al Mundo Inferior; pero éste
no trata de usurparlo, como Heracles, ni de aprender de ello, como Odiseo; Orfeo
está tratando de recuperar a su amada esposa, Eurídice, que ha muerto por la
mordedura de una serpiente. Logra encantar a Hades con su música, y se le da
permiso para que se lleve a Eurídice de regreso a este mundo. Sin embargo, los
griegos no estaban seguros del resultado: [631] en una versión del mito, Orfeo vuelve
a traerla a la vida; pero en la versión más conocida, se le permite recuperarla a
condición de que Orfeo no mire hacia atrás. Al no oír sus pasos tras él, vuelve la
cabeza y la pierde.
Tercero, como Dioniso, Orfeo es desmembrado. Una vez más, no es seguro
el porqué. Algunos dicen que las ménades lo despedazaron por ser hostil al culto
de Dioniso; otros, que había rechazado las insinuaciones de estas mujeres porque
prefería a los hombres jóvenes. Sin embargo, su culto era demasiado dionisíaco y
su matrimonio demasiado apasionado para que cualquiera de las dos razones sea
literalmente cierta.[632] En cambio, señalan su afinidad con Dioniso y su
«afeminamiento» notorio, esto es, sugieren la naturaleza andrógina del dios y la
estructura bisexual de la psique.

Cuarto, se dice que Orfeo predicó toda su vida que Apolo era el más grande
de los dioses. Cuando fue despedazado, su cabeza flotó todo el camino hasta
Lesbos, donde pronunció profecías y oráculos. Sin embargo, la cabeza fue colocada
en el santuario de Dioniso y finalmente silenciada por Apolo. [633] Además, a Orfeo
se le atribuía la fundación de los Misterios, esos ritos de iniciación tan secretos que
sabemos muy poco de ellos. Los Misterios eleusinos eran los más famosos; pero
Orfeo instituyó los Misterios de Apolo en Tracia, los de Hécate en Egina, y los de la
Deméter subterránea en Esparta. Sobre todo, al parecer fundó los Misterios
dionisíacos. Dioniso era el dios de la religión órfica.[634]

Orfeo, pues, se mantiene en una encrucijada de contradicciones. Es a la vez


apolíneo y dionisíaco; esposo y homosexual; poeta y teólogo (fundador de los
Misterios); tanto un recuperador de almas del Mundo Inferior, representadas por
Eurídice, como también alguien cuya alma está siempre en el Mundo Inferior
(Eurídice no consigue volver). Habitualmente los chamanes tienen este tipo de
espíritu contradictorio, como corresponde a los hombres daimónicos. Se visten de
mujer o tienen esposa en el Otro Mundo. Los dáimones les enseñan cantos
sagrados que les dan control sobre el Otro Mundo. Recuperan almas perdidas, o a
veces no logran hacerlo. Son desmembrados como Dioniso o poseídos como los
oráculos de Apolo. Como Orfeo, el chamán es una maravillosa complejidad que
puede atender tanto al individuo como a la tribu, al cuerpo y al alma.

Locura y demencia

La locura —como nos dicen las tragedias griegas— es la manera en que los
dioses nos afectan.[635] Los dioses están en las enfermedades, decía Jung. De
nosotros depende cómo tratemos esa locura. Como sugerían las Musas en sus
observaciones a Hesíodo, tratar la locura como algo metafórico es el camino a la
verdad, mientras que tratarla como algo literal es el camino a la falsedad. En efecto,
debemos distinguir entre locura y demencia. Cada vez que nos apropiamos de la
locura conferida por el dios y la unimos a nuestro ego, nos atribuimos su mérito, es
decir, la tomamos literalmente: estamos en peligro de demencia. Empezamos a
creer que los pensamientos y revelaciones que nos son enviados son nuestros; o
que somos el instrumento único de los dioses, el Elegido. [636]

La demencia apolínea, pues, podría consistir en la unicidad a toda costa (a-


polo = «no muchos»), que nos conduce a la paranoia, ya que vemos la misma causa
oculta en todos los acontecimientos, y a la monomanía. El Eros que debía
conectarnos en su locura con los dioses puede quedar demencialmente fijado en
una sola persona u objeto al que adoramos ciegamente, como si fuera una
divinidad, por muy poco realista que sea. La locura dionisíaca que podría
liberarnos temporalmente de nuestras prisiones individuales y de los sentimientos
reprimidos puede abolir completamente la individualidad y manifestarse en
«histerias colectivas» o peligrosas expresiones multitudinarias. [637]

La antigua oreibasia griega era un rito en honor de Dioniso que se celebraba a


mitad del invierno, en el que las mujeres abandonaban la ciudad y se iban a las
montañas a altas horas de la noche. Allí, a imitación de las ménades, bebían vino y
bailaban en éxtasis, agitando sus largos cabellos, y finalmente desmembraban y
comían cruda una cabra joven que representaba al dios. El rito es a la vez terrible y
sagrado, una profanación y un sacramento, en el que devorar al dios se convierte
en comunión, y el asesinato, en sacrificio.[638]

Sin embargo, el mito nos habla de mujeres que rechazaron el rito. Las hijas
del rey Minia, por ejemplo, eran particularmente sobrias y trabajadoras, y
despreciaban a las mujeres que adoraban a Dioniso. El dios se les apareció en
persona y les advirtió que no descuidaran sus ritos. Desobedecieron. Después de lo
cual, el dios, como Proteo, se transformó en un toro, un león y un leopardo. Las
tres remilgadas mujeres enloquecieron de tal manera que despedazaron a uno de
sus hijos antes de escapar errantes por las montañas, fuera de sí.[639]

La lección es clara: acepta el frenesí dionisíaco o te volverás loco. En vez de


sacrificar metafóricamente al dios, en forma animal, lo matarás literalmente,
«actualizando» en Ja práctica, como dicen los psicoterapeutas, lo que debería
quedar como una acción imaginativa o ritual. Si el rechazo de la locura divina
conduce a la demencia, a la inversa, la curación de la demencia consiste en
convertirla en locura, lo que tiene carácter iniciático. Destruye el ego y el
literalismo que mantiene a la locura esclava de la demencia y nos conecta de nuevo
con los dioses.

Por ejemplo, cuando el rey Lear divide su reino entre sus aduladoras hijas y
rechaza a la hija veraz —Cordelia, su propia alma—, se muestra cuerdo a los ojos
del mundo, pero, más profundamente, es víctima de una demencia que sólo su
locura en aquel tormentoso terreno puede curar, para devolverle de nuevo a su
humanidad esencial y reunirle con Cordelia.

Hay locura en el mito. Heracles se vuelve loco y mata a sus hijos, por lo que
es obligado a cumplir una penitencia de doce trabajos. Odiseo se vuelve loco
cuando el oráculo le comunica que embarcarse en la guerra de Troya le llevará
veinte años y le dejará desvalido y solo. Frenético y como loco, está arando un
terreno cuando le ponen a su hijo pequeño delante del arado. Odiseo se detiene al
momento. Heracles estaba enajenado, no loco; Odiseo estaba loco, no enajenado.

Pero si hay locura en el mito, también hay mito en la locura; y en esto radica
nuestra fascinación por la locura y nuestra sensación de que oculta una dimensión
imaginativa mayor, como el mito de que hay un genio —esto es, un daimon— en
su interior.

Tomemos por ejemplo la historia de un joven llamado Charles, que empezó


a pensar que era un poco como Jesús. A veces, jugando con su apellido, se llamaba
a sí mismo Hijo del Hombre (Son of Man). Pero realmente se parecía más a Dioniso,
que tenía algo de proscrito, como él. Los dos reunieron a su alrededor a un grupo
de seguidores, en su mayoría mujeres, y vagaban por las colinas, en comunión con
la naturaleza. Los dos eran músicos y los dos eran «dioses de las drogas»; en el
caso de uno, el vino; en el del otro, alucinógenos. Los dos perseguían un ideal de
libertad, alegría y éxtasis que, paradójicamente, iba unido a un salvajismo extremo.
Dioniso, como sabemos, fue desmembrado; Charles, por su parte, que debía haber
sufrido por derecho propio un destino iniciático similar, decidió asesinar y
desmembrar a otras personas que no le gustaban.

En realidad, fueron sus seguidoras, sus ménades, las que forzaron una casa e
hicieron una carnicería con sus habitantes, entre los que se hallaba una conocida
actriz llamada Sharon Tate. Charles Manson parece haber seguido siendo un dios
para sus seguidores. «Hasta hoy, las mujeres que cometieron los asesinatos no
quieren retractarse, aunque hacerlo pudiera significar su libertad», escribe Dennis
Stillings, el analista social junguiano. «Pensemos lo que pensemos, ellas han visto a
Dios. En una sociedad esencialmente secular, descreída y sin sentido […] su
mundo se llenó de sentido gracias a Charlie».[640]
33
MESÍAS IMPÍOS

Acción y ritual

Si Odiseo estaba loco cuando colocaron a su hijo delante del arado, no lo


estaba tanto como para atropellarlo. Hay una especie de doble visión en la locura
que no se encuentra en la demencia. Se sigue siendo uno mismo aun siendo otro.
Es posible, por supuesto, que Odiseo no estuviera loco en absoluto, sino que sólo lo
fingiese para evitar tener que ir a la guerra; y esto es lo que sus compañeros
estaban comprobando cuando pusieron a su hijo en peligro.

La cuestión es que hay una doblez en la locura, incluso una duplicidad, que
es análoga al teatro, así como la demencia es análoga a una «exteriorización»
[acting out] que podríamos describir como la representación literal de
acontecimientos esencialmente imaginativos, incluidos mitos, sueños y fantasías.
Esto no significa que toda acción física sea una [«acting out»] porque, por supuesto,
muchas acciones físicas no son literales, sino realmente una forma concreta de
imaginar. El ritual, por ejemplo. En realidad, cualquier acción que sea conducida
por la imaginación se convierte en ritual; y por eso, en las culturas tradicionales,
todas las actividades, desde la cocina al cuidado del huerto, la caza y la danza, se
realizan según patrones establecidos por los dioses. De este modo, toda la vida está
impregnada del significado que nosotros asociemos al ritual.

De hecho, ninguna actividad se realiza sin tener en cuenta a los dáimones,


por miedo a que agríen la leche, roben una vaca o algo peor. Todo lo que necesitan
es atención: que se les deje un poco de comida, que se respeten los lugares en los
que se supone que viven, que se deje, un lugar para ellos en nuestras casas y en
nuestros corazones. Hoy en día, no prestamos atención a los dáimones, y por eso
nos hostigan desde su hogar actual, el inconsciente, con un comportamiento
ingobernable que tratamos de acallar con rituales seculares como los tratamientos
contra la ansiedad, la psicoterapia, las drogas, los regímenes de salud, las técnicas
de relajación, los juegos recreativos, etc., ninguno de los cuales acomoda
imaginativamente —esto es, honra— a los dáimones ni a la distancia ni en la
cercanía apropiada a nosotros.

La analogía entre locura y teatro es oportuna. Ambos requieren la doble


visión. El origen del drama trágico (en griego, tragos significa «cabra») se supone
que radica en el canto y la danza «en honor de Dioniso, interpretados por cantantes
vestidos de animales […] y que mientras dura la danza […] el mundo del mito y la
realidad material se hacen uno».[641] Ni el chamán en su extática danza cabruna, ni
su auditorio —aunque transportado en una locura divina— creen nunca ser
idénticos al dios. Es decir, ninguno de ellos son como el actor que se identifica con
el personaje, ni como la persona que escribe cartas injuriosas al actor que
representa a un canalla en un drama. Esas personas han perdido la capacidad de
distinguir entre lo metafórico y lo literal, y por eso se comportan de manera
demente.

Vemos ahora que la locura de la que con frecuencia se ha acusado al chamán


por parte de antropólogos occidentales no es demencia, sino una locura iniciática
«divina» que puede hacer que el iniciado vague en un estado de disociación
durante meses. Forma parte del «debilitamiento» que necesita su yo ordinario para
cambiar suficientemente su forma, a fin de permitirle escaparse por la puerta
estrecha hacia el Otro Mundo. Es una locura a la que tiene que volver
voluntariamente cuando está ejerciendo de chamán, la locura de viajar «fuera de sí
mismo» por el Otro Mundo. A veces no está totalmente fuera de sí, sino viajando
con la imaginación y transmitiendo su itinerario al auditorio; a veces está
actuando, a veces fingiendo —podrían darse todas estas cosas en el curso de una
larga sesión—, pero no está engañando a su audiencia ni mintiéndole, como a
menudo afirma el racionalismo occidental.

Podemos comprenderlo fácilmente porque experimentamos algo muy


parecido cuando asistimos a la representación de una obra apasionante. No creo
que tengamos que «dejar en suspenso la incredulidad», como se dice a menudo.
Por el contrario, la incredulidad se suspende con demasiada facilidad; lo que
tenemos que dejar en suspenso es la creencia, recordar que se trata solamente de
una obra, si no queremos que nos arrastre por completo. No es que nos
precipitemos al escenario, remangándonos, cuando la heroína es atacada; pero
tampoco pensamos en ella como en una actriz.

Nuestras obras de teatro son asuntos plenos de desapego, si se comparan


con el ritual chamánico en el que la participación del auditorio es mucho más
intensa, un drama dionisíaco comunal donde cualquiera puede potencialmente
experimentar un éxtasis por simpatía. Sin embargo, lo importante es que todavía
experimentamos ese encantamiento que, en una noche afortunada, brota entre
actores y espectadores como una realidad daimónica en la que todos participan.

La vocación del asesino en serie

Como el sexo, la violencia y la enfermedad, la locura es parte de la psique.


Esto es lo que nos cuentan los mitos, y lo mismo hacen los sueños que se deleitan
en enloquecer nuestro mundo diario (los estudios de los sueños ponen de
manifiesto que la mayor parte de ellos son pesadillas). [642] La imaginación informa
al alma, deformando y transformando, generando monstruos. Amamos a los
monstruos tanto como los tememos. Como se nos ha enseñado menos sobre el
mito, donde moran monstruos, nos sentimos proporcionalmente más fascinados
por monstruos humanos. Por ejemplo, al final del siglo XX, los asesinos en serie
aparecieron de manera significativa, tanto en la ficción como en la realidad.

No son como los asesinos ordinarios, que matan sólo una vez, habitualmente
a alguien que conocen y por motivos comprensibles como ira, codicia o miedo. Los
asesinos en serie, por definición, matan muchas veces, habitualmente a personas
que no conocen y por razones que no son fácilmente comprensibles (si es que
alguna vez lo son). Nos fascinan tal vez porque parecen tener una dimensión
mítica, como si estuvieran actualizando alguna pauta arquetípica más allá de sí
mismos, haciendo reales la sexualidad y la violencia que deberían permanecer en
el reino de la imaginación. Si éste es el caso, asesinan a extraños porque no están
matando a personas, sino imágenes, o, más bien, una única imagen en muchas
personas. Puede ser la imagen de la Madre, la Niña, la Prostituta, la Condición de
Mujer o lo que sea; pero, en última instancia, es de las imágenes del alma de lo que
los asesinos en serie ansían ser liberados, como Heracles.

El alma exige del asesino en serie lo que nos exige a todos nosotros, que
mate metafóricamente su ego para que ella pueda vivir. En lugar de hacerlo, él
opta por matar literalmente su alma para que su ego pueda vivir. Ahora bien, no se
puede matar el alma. No sólo es inmortal, sino que también es la raíz misma de la
que ha surgido el ego. Cualquier intento de desenraizar el alma sólo consigue que
regrese a nosotros en forma distorsionada, como imagen demoníaca que debe ser
asesinada una y otra vez.

Así como los desórdenes obsesivos y las conductas compulsivas, como el


lavado de manos de Lady Macbeth, son actualizaciones literales de rituales
recurrentes a modo de ceremonias de purificación, así los repetidos crímenes del
asesino en serie a menudo se ajustan a algún patrón, igual que las monstruosas
sombras de las decorosas repeticiones de un ritual. Como no puede trasladarse a
otro nivel metafórico, como no puede transformar su actuación en una actuación
teatral, ni su enajenación en locura divina, sólo puede seguir incesantemente
haciendo lo mismo. Un asesino en serie nunca se detiene voluntariamente.

Ningún intento de explicación puramente «secular» —malos padres,


traumas infantiles, taras hereditarias, condicionamiento social— puede describir la
sensación que tiene el asesino en serie de estar poseído. Por ejemplo, pese a la
oración ferviente, Joseph Bartsch, de catorce años, tenía la sensación «de no tener
ya ningún control sobre lo que hacía»;[643] y siguió torturando y matando a niños
pequeños. Jeffrey Dahmer, que comía la carne de sus víctimas, decidió ir a juicio en
lugar de declararse culpable porque «quería descubrir lo que me había llevado a
ser tan malo y depravado».[644] Andrei Chikatilo, el asesino ruso de unos cincuenta
adolescentes, dijo que «era como si algo me dirigiera, algo fuera de mí, algo
sobrenatural».[645]

Al oír hablar de la espantosa actividad laceradora y destripadora de los


asesinos en serie fue cuando me acordé de la terrible iniciación de tantos
chamanes. Empecé a preguntarme si los asesinos en serie no serían personas que
tienen una vocación chamánica pero que, por alguna razón, han dado la espalda a
esta llamada. Atormentados por los dáimones, que realizarían el imaginario
desmembramiento que su vocación requiere, sólo pueden acallar-los (y sólo
temporalmente) desmembrando literalmente a una víctima tras otra.

Llamado por los dáimones, el asesino en serie sojuzga este impulso divino
bajo un ego que, según la ley de la energía psíquica, se ha inflado con delirios de su
propia divinidad en exacta proporción a la fuerza con la que ha negado su
llamada. Incapaz de relacionarse con los dáimones, se siente poseído por un
demonio. La voz divina que le llama a ejercer de chamán es distorsionada por esas
«voces» que ordenan a los asesinos en serie cometer atrocidades, y a las que son
extrañamente incapaces de desobedecer.

Con frecuencia se piensa que el componente sexual es la causa de la


actividad de los asesinos en serie. Pero puede ser solamente el síntoma de una tara
más profunda. Las caricias de Dermis Nielsen a los niños que había matado, el
hecho de que Dahmer se comiera la carne de sus víctimas, tal vez sean la única
forma de relación humana que puedan tener. [646] Mientras que sus asesinatos son
actos brutales de una voluntad egoísta, su conducta posterior hacia los cuerpos
puede ser expresión de un desesperado intento del alma por relacionarse. ¿No
están también distorsionadas nuestras propias expresiones anímicas? Por ejemplo,
¿no se fuerza frecuentemente al amor a seguir caminos tortuosos, de modo que
sólo puede aparecer como rencor, odio o perversión, esfuerzos todos, por más
devastadores que resulten, para relacionarse con los demás? ¿Acaso no podemos
imaginar el cero absoluto de frialdad en que debe vivir el asesino en serie, para que
acariciar un cadáver resulte ser lo más próximo a que puede llegar a una cálida
relación humana?
El sacrificio de Isaac

Un asesino podría afirmar que actuaba por orden de Dios. Desde fuera,
podría parecerse al patriarca Abraham, al que Jehová le ordenó matar a su único
hijo, Isaac, el hijo amado de su ancianidad. En realidad, Abraham debería parecer
peor que un asesino, pues el asesinato de un hijo propio era considerado por su
sociedad como el más odioso de los crímenes. Aunque alegara, como hacen con
frecuencia los asesinos, que Dios le había ordenado matar a su hijo Isaac, no habría
aumentado sus posibilidades de clemencia, sino que probablemente se habría
enfrentado a una acusación adicional de blasfemia.

Esta situación se invierte por completo cuando se considera desde dentro.


Lo que la sociedad llama asesinato, Abraham lo llama sacrificio. Su decisión,
libremente elegida, de matar a Isaac por mandato de Dios es una expresión de su
relación íntima y personal con Dios. Esta relación, que comprende muchos
factores, incluidos el amor y la duda, se denomina fe; y Abraham es conocido con
justicia como «el padre de la fe». (Dios intervino para salvar la vida de Isaac en el
momento en que Abraham estaba a punto de bajar el cuchillo.)

Análogamente, el autosacrificio se asemeja al suicidio. Pero mientras que el


primero es un acto de amor realizado por alguien que ha matado a su ego o que
está dispuesto a morir, el segundo es un acto de desesperación de alguien que no
quiere matar a su ego, y por eso, atrapado en un mundo egoico cada vez más
estrecho, no ve más salida que la extinción física.

Hombres-dioses

Si los asesinos en serie son una especie de chamanes invertidos, tal vez los
grandes tiranos de la cultura occidental —Napoleón, Hitler, Stalin— puedan ser
descritos como falsos mesías. Mientras Cristo, el Dios-hombre, antepone la
importancia del individuo en relación con Dios a todo poder temporal —tanto al
poder de la religión (judaísmo) como al del Estado (imperialismo romano)—, el
Hombre-dios exalta el poder colectivo del Estado, encarnado en él mismo, por
encima de cualquier individuo. Se puede sostener que el Hombre-dios, tal como
nosotros lo conocemos, sólo ha sido posible por el monoteísmo cristiano, que
insistía en un único Dios y hacía literal ese mismo Dios en la persona de Cristo. Ha
habido, y por supuesto hay, tiranos monstruosos en sociedades no cristianas; pero
yo propondría que todos ellos son producto de ese monoteísmo cuya inversión
conduce a la monomanía. Incluso en culturas politeístas, como la antigua Roma,
los Hombres-dioses (Calígula, Nerón) seleccionaron a un solo dios del panteón
(Zeus, Apolo) con el que identificarse.

Hitler y Stalin se creían con la misión histórica de redimir a su pueblo, sin


que importara el coste en sacrificios materiales y humanos. [647] Hitler creía que,
como Führer, era «el salvador designado por la Providencia» que «realizaba su
papel como figura ritual al servicio de un mito».[648] Stalin tuvo que ocultar ese
sentimiento de destino personal debido a la desaprobación por parte del Partido
Comunista de cualquier culto a la personalidad; pero en el ejemplar de los
Pensamientos de Napoleón encontrado en su biblioteca, Stalin había señalado este
pasaje:

Fue precisamente aquella noche en Lodi cuando llegué a creer en mí como


una persona inusual, y me consumía la ambición de hacer las gestas que hasta
entonces no habían sido más que fantasías.[649]

Podemos ver cómo, en cierto sentido, tenían razón en la percepción de su


destino. Creían en su invulnerabilidad: Hitler se hizo célebre en las trincheras de la
primera Guerra Mundial como alguien que tenía mucha suerte, y claramente era
alguien difícil asesinar. Esta invulnerabilidad, como la de Siegfried, es también un
signo de su rechazo al sacrificio del ego. Como consecuencia de ello, sufrieron la
«inflación» psíquica a que he aludido anteriormente. El ego siente suya la vocación
divina y quiere convertirse en un dios. Cuanto más se envanecen los Hombres-
dioses con ese sentimiento de divinidad, más difícil se les hace morir a sí mismos y
más sienten la presencia amenazante del vacío dejado por el alma a la que han
vilipendiado.

Nada puede vivir fuera del ego tiránico; esto es, no se puede permitir que
nada tenga autonomía, que tenga su propia alma. El Hombre-dios debe sojuzgar y
deshumanizar a todo el mundo. Debe evitar continuamente el aniquilante vacío, o
tratar de llenarlo con actos de poder, lo que sólo provoca que el vacío esté cada vez
más vacío y más ávido. No se puede llenar con personas porque las personas
tienen alma —justo lo que el Hombre-dios no soporta—, y por eso trata de llenarlo
con gente sin alma: esclavos y cadáveres. Stalin mataba continuamente y de igual
manera tanto a sus rivales como a los llamados amigos, como si deseara que todo
el mundo salvo él mismo estuviera muerto; Hitler encarceló cada vez más a
personas de grupos diversos, incluidos, al final de la guerra, a miles de alemanes
arios, como si secretamente deseara que todos excepto él estuvieran en un campo
de concentración. «Ser el último hombre que queda vivo es el deseo más profundo
de todo verdadero buscador de poder».[650] La figura mesiánica que no quiere morir
a sí misma debe asolar el mundo.
El corolario de la megalomanía es la paranoia. Fue la paranoia lo que
despertó inicialmente la conciencia nacionalista de Hitler y le metió en política; en
efecto, veía a los alemanes sitiados por enemigos, y esta visión era compartida por
alemanes que también detectaban una conspiración de enemigos invisibles:
capitalistas, socialdemócratas, marxistas, bolcheviques, eslavos y judíos. «Una
masa de conversos potenciales a la espera de un mesías que liberara y unificara sus
energías».[651] Esta creencia en su papel mesiánico ayudó a Hitler en los primeros
días, cuando se sintió invulnerable y su brillante intuición le procuró éxito militar.
Pero fue también la hibris la que no le permitió examinar lo que realmente estaba
sucediendo, y provocó su caída. Fue destruido por su imagen de sí mismo, que le
cegó ante cualquier defecto o equivocación.[652]

Stalin fue también un paranoico desde el principio. Su paranoia tomó la


forma de «sospecha crónica, ensimismamiento completo, celos, carácter vengativo,
hipersensibilidad, megalomanía»,[653] escribe Alan Bullock en Hitler y Stalin: vidas
paralelas. No podía soportar crítica ni oposición alguna a nada que pudiera alterar
su imagen de sí mismo. Cualquiera que le informara de hechos desagradables era
acusado de mentira, de perfidia y sabotaje; a quien quería traicionar y matar, lo
acusaba siempre de traición. Combinaba delirios de grandeza con la convicción de
que era víctima de persecución y conspiración.[654]

Por absoluto que pueda ser el poder del Hombre-dios, queda siempre la
sospecha de que siguen existiendo poderes autónomos, personas que todavía no
han caído bajo su esclavitud, personas que aún tienen alma, individuos que
conspiran contra él. En realidad, paradójicamente, cuanto más poderoso es él, más
fuerte es la sospecha. Pero la conspiración es realmente la literalización del
murmullo de los dáimones en su alma marchita. Nunca se les puede suprimir del
todo, y siempre regresarán a él, demonizados, como enemigos invisibles. Su única
defensa es a través de su propio séquito de dáimones igualmente literalizados: los
espías que nutren su necesidad de omnisciencia y la policía secreta que promulga
su omnipotencia, secuestrándonos como demonios a altas horas de la noche.
34
LA CURA DE ALMAS

Core en el Mundo Inferior

«El alma a punto de morir tiene la misma experiencia que quienes son
iniciados en los Grandes Misterios», escribió Plutarco [655]. No podía hablar de esos
Misterios con detalle porque estaba prohibido hacerlo. Pero da a entender que el
alma vagabundea y es asaltada por terrores antes de quedar asombrada por una
luz maravillosa y recibida luego en regiones paradisíacas.

«Escucha, pues, y ten fe: vas a oír la verdad», dice Lucio en las Metamorfosis
o El asno de oro de Apuleyo, obra considerada como una descripción ligeramente
disfrazada de los Misterios. «Llegué a las fronteras de la muerte, pisé el umbral de
Proserpina [esto es, Perséfone] y a mi regreso crucé todos los elementos; en plena
noche, vi el sol que brillaba en todo su esplendor; me acerqué a los dioses del
infierno y del cielo; los contemplé cara a cara y los adoré de cerca. Ésas son mis
noticias: aunque las has oído, estás condenado a no entenderlas». [656]

Los Misterios más célebres, en Eleusis, estaban basados en el mito de


Deméter y Core (que significa «hija») y quien, una tarde de verano, como en
sueños, estaba recogiendo un racimo de narcisos y adormideras cuando,
súbitamente, el suelo se abrió y fue sujetada e introducida en el carro bronceado de
Hades, la Muerte, que la arrastró al Mundo Inferior.

Todos nosotros somos Cores, soñamos inocentemente en los campos


iluminados por el sol, hasta que somos golpeados por el desastre, la desesperación,
la depresión, la pena, cualquier suceso súbito que viola nuestra conciencia natural
y la abre a la perspectiva antinatural de la muerte.

Éste no es el camino de la psicología humanista, que, siguiendo a Aristóteles,


identifica psique con vida y psicología con el estudio de la naturaleza humana. Es
el camino de la psicología arquetipal que, siguiendo a Platón, examina el «alma en
relación con la muerte y la psicologización del morir a partir de la vida». [657] Ésta no
es una muerte literal, sino una perspectiva mortal sobre la vida, un sentimiento de
la presencia invisible de Hades en medio de la vida, donde Hades no significa
extinción, sino que designa tanto a un dios como al lugar donde él habita, el
inmenso reino subterráneo de imaginativa riqueza.

Contactar con la muerte, o con cualquiera de las pequeñas muertes que la


vida nos propone, pone al revés nuestro punto de vista. Vemos las cosas desde la
perspectiva del alma en lugar de verlas desde la del ego. Vemos que el alma no es
solamente nuestra. Vemos que, en realidad, nuestra alma nos proyecta como
realidades literales y que el «yo» que pensábamos que éramos no es real. Pasamos
del tremendo miedo a la muerte a una especie de amor por ella, igual que la Core
violada se enamoró de Hades y se convirtió en Perséfone, «portadora de
destrucción».

El rapto de Core «nunca sucedió; existe desde siempre», como todos los
mitos. Esto significa que no es sólo un simple acontecimiento en nuestra psique,
sino que pervive siempre como un patrón básico de la psicodinámica. Y por ser el
mito central de los Misterios eleusinos, «el rapto por Hades del alma inocente es
una necesidad central para el cambio psíquico».[658]

El virus de la imaginación

El rechazo a las insinuaciones de Hades —la resistencia a la muerte— es el


sello de la modernidad, especialmente de nuestra manera de entender la medicina.
De todos los desarrollos tecnológicos que han cambiado nuestra vida desde el
Renacimiento, la tecnología médica es quizá la única que podemos señalar con
mayor confianza y decir: «En eso, al menos, las cosas han ido a mejor». La
medicina puede ahora realizar habitualmente lo que los periódicos, de forma un
tanto imprecisa, denominan «milagros». Comparados con la vida urbana en la
Inglaterra victoriana, con sus enfermedades industriales, sus mortíferas nieblas
tóxicas, su espantosa mortalidad infantil, sus terribles infecciones —tuberculosis,
cólera, fiebre tifoidea, difteria— e incluso su cerveza cargada de estricnina y el té
con plomo, somos el vivo retrato de la salud, de una vida más sana y más larga de
lo que nunca antes se soñó.

El progreso que aportó la industrialización trajo también una época oscura


para la salud de la mayoría. Pero a veces nos llega un diminuto y agudo
recordatorio de que, antes de esa época, las cosas no eran tan uniformemente
espantosas. Nos alegra vivir en una época de pasta dentífrica, anestésicos y
adecuada odontología; pero los dientes de los esqueletos encontrados a bordo del
hundido buque de guerra isabelino Mary Rose estaban en perfecto estado (¿tal vez
porque entonces no había azúcar y se roía mucha carne?). Sin embargo, en general,
y aun cuando concedamos que la gente puede haber sido más sana que nosotros en
algunos aspectos secundarios en el pasado, y que probablemente los isabelinos
estaban más sanos que los pobres urbanos victorianos, nos sentimos aliviados
porque es improbable que seamos aniquilados por la peste bubónica, la polio, la
viruela o la apendicitis.

Estamos mejor que nunca. Entonces, ¿por qué tan a menudo nos sentimos
más enfermos? ¿Por qué los gastos en salud aumentan cada año, y sin embargo no
da la impresión de que seamos más felices? ¿Por qué estamos empezando a
cuestionar los beneficios de la longevidad? ¿Por qué nos vemos ahora infestados de
enfermedades que pueden no poner en peligro nuestra vida pero que la hacen
desdichada, mientras los médicos apenas pueden hacer algo por evitarlo: dolores
de cabeza inexplicables, dolores de espalda crónicos, desórdenes estomacales,
ataques de ansiedad, desórdenes de tensión y depresiones, más una cohorte de
enfermedades que parecen cernirse entre la frontera de mente y cuerpo, como
encefalomielitis miálgica, esclerosis múltiple, fatiga crónica, hiperactividad,
alergias, asma, eccema y otros desórdenes «nerviosos» ¿Por qué no podemos
librarnos nunca de los «grandes asesinos»? Podemos haber suprimido la peste
negra, pero ¿no tenemos ahora cáncer y enfermedades del corazón?

Hay montones de respuestas a estas preguntas; pero la respuesta más


sencilla y olvidada (que nadie se sorprenda al escucharlo) es que hemos
descuidado el alma, especialmente en el campo de la medicina convencional, cuyos
presupuestos materialistas nos dicen que el cuerpo es todo lo que tenemos; que es
más o menos una máquina —complicada, sí, pero aun con todo, esencialmente una
máquina— y que esa máquina incluye la «mente», que es complicada, sí, pero no
más complicada que el cerebro, con el que se identifica, y que finalmente será
completamente comprendida.

Por otra parte, la tradición daimónica nos dice que el cuerpo es la expresión
física de un alma individual vinculada con el Alma del Mundo, y que, como tal, es
—como la naturaleza— una ciudadela de metáforas. Ninguna de sus
manifestaciones, incluidos sus síntomas y enfermedades, es meramente biológica.
También ellas son productos de la imaginación que nos invitan a ver una
enfermedad del corazón, por ejemplo, como una enfermedad de las emociones, tal
vez de la propia imaginación, puesto que las emociones se asientan
tradicionalmente en el corazón; que nos muestran el cáncer como una rebelión
contra la concepción materialista del cuerpo, porque el cáncer es como la locura del
cuerpo, el cuerpo que se revuelve contra sí mismo, devorándose, como para
liberarse de sí mismo o de la propia concepción literalista que tiene de sí.

Desde el punto de vista daimónico, los diminutos agentes de las


enfermedades como bacterias y virus son, igual que las partículas subatómicas,
entidades daimónicas cuya existencia se postuló hipotéticamente —esto es, se
imaginó— antes de que fueran «descubiertos». Esto no significa que no existan;
significa tan solo que su existencia no es únicamente literal, aunque los
demonicemos, los rechacemos y los exorcicemos con los rituales literalizados que
llamamos vacuna, desinfección, etc. Los virus en particular se han puesto de moda
en tiempos recientes. Se los culpa de cada vez más enfermedades cuyas causas son
dudosas. Pueden ser virus diferentes o, más alarmantemente, pueden ser los
mismos virus que han experimentado una mutación. La naturaleza evasiva y
metamorfoseante de los virus sugiere que son los habituales dáimones
literalizados.

Además, existe la oscura sospecha de que la enorme cantidad de


medicamentos «maravillosos» que hemos inventado no necesariamente cura las
enfermedades, sino que más bien las acalla. Según esta idea, la enfermedad se
introduce entonces más profundamente en el cuerpo, para reaparecer más tarde
con otra apariencia más virulenta; exactamente como los dáimones que
reprimimos por nuestra cuenta y riesgo por miedo a que se transmuten en
demonios. Desde este punto de vista, la gran incidencia del cáncer debería ser
«entendida como la forma reprimida de enfermedades que nosotros ya no
manifestamos».[659]

La resurrección de los muertos

A pesar de todos nuestros éxitos médicos, una queja de fondo ha crecido en


volumen en los últimos cuarenta años, una insatisfacción con el enfoque
materialista y tecnológico de nuestro cuerpo, que ha inducido a mucha gente a
experimentar con medicinas «alternativas» y terapias «holísticas», muchas de las
cuales se administran de manera tan literal como la medicina convencional,
utilizando una especie de «tecnología» espiritual que ignora igualmente el alma.

Sin embargo, ponen de relieve el sentimiento creciente de que es insensato


tratar el cuerpo de forma aislada, como si fuera lo único que somos. Observamos
que el Santo Grial de la «salud total» se retira cada vez más lejos de nosotros a
medida que comprendemos que el alma nunca nos permitirá estar del todo bien.
La psique se deja sentir constantemente en desórdenes psicosomáticos, en
sentimientos hipocondríacos de intranquilidad, en síntomas anómalos que
subvierten crónicamente la calidad de nuestra vida. Siempre abrirá una grieta en
nuestra armadura de salud para dejar entrar la enfermedad o lixiviar la salud,
como una dolencia devastadora, hacia la muerte.

Por supuesto, nosotros debemos hacer lo que podamos para evitar la


enfermedad y curarla; pero no debemos permitir que nuestros esfuerzos heracleos
nos cieguen al significado interior de la enfermedad, a las oportunidades que ésta
nos ofrece para la transformación psíquica, para la iniciación, que es un
compromiso con la muerte más que su negación. Muchos de los dáimones que el
chamán encuentra se designan con nombres de enfermedades. Se compromete con
ellos para conocerlos y conseguir su ayuda, a fin de atender y curar almas.

La tendencia de la medicina a negar el alma está presente en sus


fundamentos míticos. Asclepio fue el primer médico, aprendió medicina de su
padre, Apolo, y (como dicen algunos) del centauro Quirón. Pero cuando Asclepio
empezó a resucitar a los muertos, Hades se quejó a su hermano Zeus de que
Asclepio le estaba robando a sus súbditos. Zeus mató a Asclepio con un rayo, pero
más tarde le devolvió la vida.

Aquí, en la queja de Hades, vemos la predilección de la medicina por


afirmar la vida natural, negar la vida de la psique y negar al alma su relación con la
muerte. De ahí el énfasis de la medicina en conservar la vida, al querer resucitar los
cuerpos a toda costa y burlar a Hades, para privar al alma de su dimensión
ultramundana y mantenerla en el mundo superior de la luz del día.
La iniciación de la medicina

La fuerza de la medicina moderna, que fue posible al polarizar al alma en los


extremos literalizados de espíritu y cuerpo, es también su debilidad. Cuanto más
se concentre la medicina solamente en el cuerpo, más se verá ensombrecida por el
espíritu. Es, por ejemplo, un truismo señalar cómo la profesión médica se ha
establecido a sí misma como un culto secular, con sus batas blancas que inspiran
reverencia y su jerga arcana, su jerarquía y dogma sacerdotales, sus rituales de
purificación, de esterilización e higiene (Higiea, «Salud», era hija de Asclepio). Pero
no me fijé en su afinidad con el chamanismo tradicional hasta que mi padre,
moribundo, con una dolencia en las neuronas motoras y semidelirando en la UCI,
describió cómo había sido llevado por dáimones enmascarados, introducido en
una cueva estrecha y sofocante, y dolorosamente perforado en brazos y lengua por
unos instrumentos agudos. Reconocí inmediatamente un rito de iniciación
aborigen, y me maravilló que mi anciano padre hubiera tenido espontáneamente
esa visión.

Sin embargo, resultó que no había sido una visión: efectivamente, había sido
llevado por el personal sanitario con máscaras quirúrgicas, a uno de esos escáneres
de cuerpo entero y, posteriormente, como parte de diversas pruebas, había sido
punzado repetidas veces con agujas. En seguida empezamos a ver cómo muchos
procedimientos médicos se parecen a operaciones iniciáticas: los medicamentos se
empiezan a parecer a sustancias chamánicas tomadas para inducir estados
alterados de conciencia; la cirugía empieza a semejarse a un desmembramiento
literal; las prótesis, a «huesos de hierro» literalizados; los rayos X y las sondas de
fibra óptica, a la penetración del vidente.

La rata bajo la piel

Todas las culturas tradicionales atribuyen las causas de la enfermedad a


dáimones en forma de muertos o de seres humanos daimónicos como brujas,
hechiceros o chamanes malvados. No afirman necesariamente que sólo la brujería
cause la enfermedad. Podrían suscribir perfectamente lo que E. E. Evans-Pritchard
denominó «causalidad dual», que incorpora tanto «la causa mística como la causa
natural». Por ejemplo, entre el pueblo zande, que él estaba estudiando, un granero
debilitado por las termitas se derrumbó sobre un grupo de gente y causó heridos.
Se echó la culpa a la brujería. Se reconoció que las termitas eran la causa natural
del derrumbamiento, pero esto no explicaba por qué se hundió la estructura de este
granero en aquel momento preciso, cuando aquellas personas se encontraban en él.
[660]
La acción oculta es una metáfora del significado escondido.
Y esto es lo que sucede con la enfermedad. No existe algo así como una
simple dolencia «orgánica», ni siquiera existe lo que podría llamarse una muerte
«natural». La enfermedad y la muerte se producen por un daño oculto que toma
dos formas: o bien roba el alma, o bien implanta la dolencia en el cuerpo. Por
consiguiente, los curanderos, chamanes y hechiceros realizan sólo dos curaciones
principales (aunque ambas complementadas con plantas, hierbas y tratamiento
talismánico): la primera es la recuperación del alma perdida; la segunda es la
extracción física de la dolencia. Lo que se extrae o se chupa es «habitualmente una
espina, un cristal o una pluma […] como en la América tropical, Australia y
Alaska»; o a veces, un «gusano», un «hueso» o una «piedra». [661] En Filipinas, es
una «rata».[662]

La medicina occidental está entregada a la idea de que esos procedimientos


son no sólo poco prometedores, sino fútiles. No pueden funcionar y, por eso, si
parece que funcionan es porque, para empezar, el paciente no estaba enfermo, o ha
habido un efecto placebo, o la enfermedad era psicosomática, o había alguna
virtud medicinal en la parte herbal del tratamiento. La medicina tradicional
distingue entre cuerpo y alma, pero no los divorcia. Recuperar el alma es restaurar
el cuerpo, que, hasta entonces, es como un zombi, como vimos anteriormente.
Todo lo que se extirpa del cuerpo es físico; pero sea producido por conjuro o por
magia, no es literal; es un objeto daimónico que no representa tanto la dolencia
como la encarna concretamente. No se trata, como pretenden los sabiondos
occidentales, de fraude; la duplicidad del chamán es la del truquero y el actor, no
la del estafador.

El equivalente más cercano que tenemos del viaje al Otro Mundo del
chamán para recuperar las almas perdidas es el psicoanálisis y sus descendientes.
La psicología de Jung se fraguó en su lucha contra lo que él pensaba que era una
psicosis, pero que, cuando se entregó a ella, resultó ser una «locura divina» que le
lanzó al Mundo Inferior, en el que encontró su mito personal y el mito de nuestra
época.[663]

Freud nunca se encontró con el inconsciente colectivo de manera tan


sorprendente, pero incluso él tuvo una nekyia —un descenso al Mundo Inferior—
de cierto tipo: su libro sobre los sueños. Lo consideró una reacción a la muerte de
su padre, el acontecimiento y la pérdida más importantes de su vida. El libro no
era sólo una aventura en el prohibido Mundo Inferior de los sueños (aunque
expresado en el lenguaje de la ciencia racional), sino un testimonio de la
experiencia iniciática de pérdida que le había conectado con la muerte. [664]
Si la psicología moderna está basada, pues, en mitos de descenso al Mundo
Inferior, debe de parecerse al chamanismo. A primera vista, no parece que sea así.
Nos imaginamos al paciente en el sofá y al analista silencioso en el gabinete
privado. Luego nos imaginamos al chamán tratando a su paciente en medio de
toda la comunidad, o, al menos, de tantos como caben en la cabaña o tienda. Hay
música, cantos, tal vez danza y, sobre todo, una intensa participación de los
espectadores, hasta el punto de que incluso los miembros del auditorio son
poseídos por espíritus.[665] En el curso de su actuación, generalmente el chamán
vuelve a representar los acontecimientos que constituyeron su «llamada», y
describe su viaje al Otro Mundo. Más aún, lo vive de nuevo en toda su inmediatez.
Pero también en gran medida lo hacen su paciente y el auditorio, que son
abarcados por el relato, dramatizado por cantos, percusión y las voces de los
dáimones que se oyen desde las sombras proyectadas por la lumbre.

Este volver a vivir acontecimientos del pasado en toda su intensidad y


violencia es, recordemos, lo que los psicoanalistas denominan abreacción: el
momento decisivo del tratamiento, cuando los pacientes resucitan el
acontecimiento original del que se deriva su trastorno. En el psicoanálisis, pues, el
paciente es activo, habla y abreactúa, mientras que el analista es pasivo, escucha y
no abreactúa.[666] En el chamanismo es al revés: el paciente es pasivo, escucha y, si
abreactúa, lo hace por procuración. El chamán es activo, habla (salmodia, canta) y
abreactúa. Hace el viaje al otro mundo en nombre del paciente, mientras que en el
psicoanálisis el paciente lo hace en su propio nombre.

Además, psicoanalista y paciente viajan a través de un Otro Mundo personal


y construyen desde dentro un mito individual a partir de la historia personal. El
chamanismo altera esto completamente: es el chamán quien viaja por el Otro
Mundo impersonal, la topografía de la mitología de la tribu, y da a los pacientes
desde fuera un mito colectivo que está, por definición, más allá de su historia
personal. Los analizados se integran primero consigo mismos, y así están
preparados para unirse a la sociedad; los pacientes del chamán son integrados en
el grupo, y así vuelven a ser ellos mismos de nuevo. [667] Por eso vemos que el
psicoanálisis y el chamanismo no son tan diferentes como parecen, sino que, como
los mitos, cada uno es una especie de versión simétrica e invertida del otro.

La psicoterapia es un arte de doble visión que ve la metáfora en la historia


literal del paciente, el mito detrás de su historia. Trata de disolver los bloqueos y
fijaciones en la psique del paciente, reimaginar los traumas que el paciente sólo
puede ver de una manera; y esto significa guiarle para que vea a través de los
literalismos que están impidiendo el libre vuelo de la imaginación. Una vez que la
psique está desbloqueada (una vez que el alma está liberada de su apresamiento
por parte de dáimones hostiles, diría un chamán), el paciente puede encontrar un
camino de vuelta a su propio sí-mismo más profundo (su alma puede ser
recuperada). No está necesariamente curado, pues su sí-mismo más profundo
podría estar en la enfermedad o la locura. Éstas podrían ser su vocación.

La debilidad de la psicoterapia es su personalismo, pues no conecta al


paciente con mitos que estén más allá de su historia personal; y, en segundo lugar,
su individualismo, pues no conecta al paciente con la tribu. Se ha dicho, con
justicia, que la psicoterapia en el fondo alienta el egocentrismo: nos sentamos en
una pequeña sala «tratando con» nuestra rabia cuando, propiamente, deberíamos
dirigirla con justa indignación contra los males de la sociedad. [668] Se trata del alma
mía, mía, mía, cuando debería tratarse del Alma del Mundo. Así, mientras las
almas más nobles se ponen de acuerdo consigo mismas, el mundo se va
desplomando.
35
LA TIERRA BALDÍA

La pérdida del alma

La causa principal de enfermedad en las sociedades tradicionales es «la


pérdida del alma». Aquí, la palabra «alma» se refiere a nuestra percepción de
nosotros mismos, a nuestra capacidad de decir «yo». Se refiere a lo que llamamos
el ego. Pero no es en absoluto nuestro ego racional; más bien sería exactamente lo
opuesto. En las culturas tradicionales el ego es un alma, un ego-alma o ego
daimónico. Es mucho más fluido y vulnerable que nuestro ego. Es un alma que
puede alejarse sin rumbo, o ser abducida violentamente, o apartarse de uno mismo
por la atracción erótica de un hada o una sirena, como las que viven en el fondo del
Amazonas y retienen las almas de los pescadores en el Otro Mundo.[669]

La pérdida del alma puede incluso ser fatal. El British Medical Journal de 1965
recogió varios casos de muerte por maleficio o brujería en África. No hay nunca
una causa médica evidente de la muerte; las víctimas afirman que su alma ha sido
robada o extraviada, y simplemente se tumban y mueren. Los exámenes post
mortem muestran que las glándulas adrenales se han secado, lo que apunta a una
liberación masiva de adrenalina —por miedo, quizá—, seguida de una bajada
crítica de la presión sanguínea, y ocurre la muerte. Si las víctimas de brujería no
mueren, quedan no obstante reducidas, recordemos, a la condición de «muertos
vivientes». Están «fuera», como dicen los irlandeses. El cuerpo que queda es un
«tronco»; o la «apariencia de un cuerpo»; o un zombi.

Los occidentales no son tan propensos a perder el alma en este sentido.


Nuestro ego no es en absoluto fluido y vulnerable, ni puede perderse fácilmente en
el Otro Mundo. Nuestro problema es el contrario: perdemos el Otro Mundo. No
perdemos el ego-alma de las culturas tradicionales, sino el alma, [670] el reino del
alma, el inconsciente, el anima, nuestro daimon personal, nuestro propio sí-mismo
más profundo. Perdemos la dimensión de la imaginación que da profundidad,
color, conexión y sentido a nuestra vida. En casos extremos, sufrimos de un estado
que la psicología llama despersonalización.

William James, en su libro sobre las variedades de la experiencia religiosa,


escribió que el principio que transfigura el mundo durante las experiencias
místicas es el mismo que actúa en la despersonalización, pero como si fuera a la
inversa.[671] La despersonalización no es, en otras palabras, una condición médica.
Es como una visión, pero una visión en la que el mundo se vuelve «aburrido,
rancio, vano e inútil»,[672] como lo percibió Hamlet. Esta visión parece haber sido un
acompañamiento inevitable de la via negativa. El obstinado rechazo del alma y sus
imágenes por parte de los padres del desierto condujo a un estado llamado acedia,
o acedia, una especie de apatía que describían con frecuencia en términos de
sequedad espiritual. Era como la noche oscura del alma de san Juan de la Cruz,
cuando el suplicante siente la lejanía de Dios y la esterilidad del mundo.

El individuo despersonalizado ya no se reconoce como persona. Observa sus


propias acciones como si estuviera fuera, como si fuera un espectador de sí mismo.
No está exactamente deprimido; más bien, sufre de esa falta de vitalidad, de ese
vacío, apatía y sensación de monotonía [673] para los que el término «sequedad»
parece la metáfora más apropiada. La pérdida del alma es también la pérdida del
Alma del Mundo, de manera que no sólo se está alejado de sí mismo, sino también
del mundo, que parece extraño e irreal. Se vuelve plano, carente de la
tridimensionalidad que le otorga la doble visión; y está muerto, porque le falta la
imaginación que lo animaría.

La despersonalización es una especie de desesperación, quizá más común de


lo que sospechamos. La razón de que quienes la sufren de forma crónica no se
tumben y mueran, como los africanos embrujados, se debe, supongo, a la misma
fuerza del ego y sus artimañas, que mantienen nuestra maquinaria firme y la guían
a través de sus rutinas. Nos sentimos como autómatas manejados por poderes
invisibles; y esto es análogo al sentimiento inverso de que formamos parte de un
proyecto mayor, en manos de los dioses, y que nuestra vida es profunda y
significativa en vez de superficial y sin sentido. Así, paradójicamente, nada nos
proporciona una demostración más contundente de la autonomía del alma que la
despersonalización, porque nos convence de que nuestros propios egos vanidosos
son personificaciones cuya realidad depende de algo distinto a nuestra conciencia,
voluntad o razón.[674]

La despersonalización puede ser considerada el objetivo lógico del ego


racional, destructor del alma, despersonificador y antidaimónico, que quiere
transformarnos a todos, como al pobre Darwin, en «máquinas para procesar
hechos». Al llevarse nuestra capacidad de personificar, transforma el alma en un
abismo sin fondo, no mediado por las imágenes personificadas que yo denomino
dáimones; al mismo tiempo, priva al mundo de profundidad, lo vuelve plano y sin
perspectiva. Lo espeluznante es que éste es exactamente el universo que los
cosmólogos ponen ante nosotros como si fuera el mundo real. El mundo de la
despersonalización es el mundo del cientifismo, cuyo rechazo de la iniciación y
negación de la muerte, así como su mantenimiento del ego racional, cueste lo que
cueste, nos introduce en una distopía vacía y sin alma. Me hiere una punzada de
temor al pensar que puedo estar, que los occidentales podemos estar tan
despersonalizados, que sólo por rutina estamos medio vivos. Me pregunto si
tenemos siquiera la sospecha de cómo podrían ser nuestras vidas si nuestros
efímeros contactos con el Alma del Mundo —esos pequeños destellos de verdad y
de belleza— se volvieran tan continuos como el aire que respiramos.

El Santo Grial

No es coincidencia que el poema saludado como el primer gran poema


moderno —La tierra baldía (1922), de T. S. Eliot— trate precisamente de la crisis
característica del siglo XX: la pérdida del alma. O, como señala Ted Hughes en
Winter Pollen, «la convulsiva desacralización del espíritu de Occidente».[675]

El poema describe las secuelas de la catástrofe que Shakespeare había


tratado de alejar, dramatizando las consecuencias de la exaltación del nuevo ego
racional puritano a expensas del alma. Nacido de «la depresión y del derrumbe
violento del ego»[676] que Eliot había sufrido como un chamán, La tierra baldía
describe un mundo urbano «irreal» cuyos habitantes son seres inquietos, vacíos,
indiferentes y más bien sórdidos. La figura de Tiresias, el ciego vidente andrógino
del mito griego, se mueve en el trasfondo y actúa como nuestro guía a través de la
modernidad y el desierto, donde «no hay agua, sino sólo rocas» y «el trueno seco,
estéril y sin lluvia».[677] Ya casi no es posible la poesía, salvo algunas citas raras de
poemas del pasado, cuyas riquezas están esparcidas a lo largo de La tierra baldía
como restos relucientes en el polvo.

E. M. Forster señala en algún lugar que el poema trata sobre «las aguas
regeneradoras que no llegan». ¿Y qué son esas aguas? Son las que devolverán la
fertilidad a la tierra baldía. El título es un eco deliberado del mito artúrico, en el
que el rey herido de manera incurable gobierna un país yermo, en un invierno
perpetuo. Sólo puede ser revitalizado por el Santo Grial, que traerá las aguas no en
el sentido literal de fertilidad, sino en el sentido espiritual. El Santo Grial es el
Alma del Mundo. Su fertilidad es la generación sobreabundante de toda vida
imaginativa.

De este modo, el mito de Deméter y Core, que mencioné anteriormente


como paradigma de la iniciación del alma individual, es también un mito sobre la
pérdida del Alma del Mundo. Deméter devasta el mundo, prohíbe que los árboles
den fruto y que crezcan las cosechas, pues está encolerizada con Zeus por permitir
que su hermano Hades se apodere de su hija. Tampoco restaurará el mundo hasta
que Core sea devuelta. Pero el regreso de Core es precisamente la restauración del
Alma de Mundo. El hecho de que coma unos granos de granada y sea obligada por
ello a permanecer en el Mundo Inferior durante tres meses al año no es
simplemente un mito sobre los orígenes del invierno; es también una metáfora de
la manera en que la vida natural, la reverdeciente vida de Deméter, está siempre
conectada con Hades, con la muerte, a través del alma.

Sin alma, sin la imaginación y sus dáimones, el mundo permanece baldío. Y


esto es lo que Eliot teme que le haya sucedido al mundo moderno. La tierra baldía
implica lo que ya previó William Blake: que «el Apocalipsis que mata el Alma del
Mundo no está al final de los tiempos, ni está próximo, sino que el Apocalipsis está
aquí; y Newton y Locke, Descartes y Kant son sus jinetes». [678]

A comienzos del siglo XX, el alma, que había estado tanto tiempo marginada
por el materialismo y el racionalismo, señaló su vuelta a través de los síntomas
físicos que Freud observó en las neurosis de sus pacientes. Desde entonces, hemos
confundido el alma con el lugar en el que fue redescubierta, como si nuestra alma
perdida sólo pudiera ser recuperada por medio de la psicoterapia. Además, y a
consecuencia de ello, hemos tendido a localizar el alma, ahora llamada
«inconsciente», exclusivamente en el interior del individuo. Hemos olvidado que el
alma está en todo y que todo está en el alma, y que el alma es tanto colectiva e
impersonal como individual y personal. Hemos desatendido el Anima Mundi, que
ahora, a principios del siglo XXI, clama por nuestro cuidado y atención con
síntomas físicos análogos a los que el psicoanálisis observó en el individuo.

Todo lo que una vez apreciamos como fundamento de la vida, aquello a lo


que siempre podíamos acudir si todo lo demás fallaba, se ha vuelto al parecer
contra nosotros: el aire, la luz del sol, la lluvia, todo está contaminado, todo es
cancerígeno, ácido, todo contiene veneno. Parte de la contaminación es la manera
en que —aunque la contaminación literal no fuera cierta— sentimos que lo es. La
paranoia es una forma de vida cuando nos sentidos atacados por agentes invisibles
que nos rodean: gérmenes, virus, «rayos» invisibles (como las microondas) en el
aire e incluso venenos en los alimentos llenos de supuestos pesticidas, agentes
químicos y peligrosas modificaciones genéticas.

El sentido paranoico de que el mundo está conspirando contra nosotros es


también, por supuesto, un síntoma del revivir del mundo. Lo hemos declarado
muerto durante tanto tiempo que cuando vuelve a la vida, dotado de alma y
animado como antaño, regresa aparentemente como la muerte misma. Los
dáimones proscritos vuelven como los demonios vengativos de síntomas
patológicos letales.

Si queremos reinstalar el Alma del Mundo en su gloria original, tendremos


que hacer algo más que introducir remedios medioambientales, que, por muy
bienintencionados que sean, tienden a mantenerse en un polo igual y opuesto, esto
es, a ser tan literalistas como el daño que hacemos. Tenemos que cultivar una
nueva perspectiva o visión en profundidad; y también un sentido de la metáfora,
una doble visión. Si queremos cambiar nuestra obstinada literalidad, tendremos
incluso que dejar entrar un poco de locura, abandonarnos a cierto éxtasis. Siempre
podemos comenzar tratando de desarrollar un mayor sentido de lo estético, una
apreciación de la belleza, que es el primer atributo del alma. Por la manera en que
vemos el mundo podemos restaurar su alma, y el modo por el que el mundo es
dotado de alma puede restaurar nuestra visión.

Si, por otra parte, seguimos ignorando a los dioses y dáimones, y viviendo
tras las barricadas del ego racional heroico, ya sabemos lo que sucederá. Sabemos
qué sucederá porque sabemos lo que sucedió, y lo que le está sucediendo siempre
a Heracles, que encarna especialmente esta perspectiva; y añado aquí su historia,
aunque sea conocida, a la manera de un didáctico cuento final.

La túnica de Neso

La mujer de Heracles, Deyanira, se siente desdichada porque su marido la


tiene abandonada. Cuando él le pide que le teja una túnica especial para ponérsela
en un sacrificio, ella ve la oportunidad de reconquistar su interés, pues tiene un
filtro de amor que le dio un centauro llamado Neso, hecho con su sangre. Moja la
túnica en la poción y se la entrega.

Como sucede a menudo con las mujeres de los héroes, Deyanira representa
el alma de Heracles. Como todas nuestras almas, es constante y continúa
enamorada, sin importar que la desatendamos o que seamos conscientes de ello o
no. Pero si seguimos resueltos a negarla, su amor sólo podrá alcanzarnos de forma
distorsionada, incluso destructiva.

La sangre de Neso en la que moja la túnica no es un filtro amoroso, sino un


veneno, pero Deyanira no lo sabe; pues Neso, el centauro, es un daimon vengativo
a cuyos camaradas Heracles había dado muerte (como parte de su guerra contra
todos los dáimones). Otra versión del mito nos cuenta que la sangre de Neso es
venenosa porque, en el pasado, Heracles le había herido con una de sus flechas
envenenadas. Esto encierra una verdad y una justicia poéticas, pues es Heracles
mismo quien ha envenenado realmente el amor. El veneno es a veces la única
manera en que puede alcanzarnos el amor. Estamos ante una metáfora de la fuerza
corrosiva que es el amor para el insensible ego heracliano, ego que, si no quiere
morir a sí mismo, debe finalmente consumirse. Y así Heracles se puso la túnica y,
loco de dolor, se autodestruyó.
EPÍLOGO

¿Y qué hay del fuego secreto de los filósofos? El objetivo de un secreto es


evocar una sensación de misterio, movilizar todas nuestras facultades y azuzar
nuestro amor propio. Nos atrae con un señuelo, e incluso nos engaña
induciéndonos a emprender una búsqueda cuyas pruebas terribles de otro modo
nos disuadirían. Nos ponemos en camino en busca del conocimiento y el poder
ocultos que creemos que el secreto nos conferirá, pero descubrimos por el camino
que esas cosas son imágenes de una sabiduría y una gloria que no podíamos
imaginar al principio.

El secreto que he tratado de desvelar en cada página de este libro no es en


cierto sentido ningún secreto; es un secreto abierto transmitido por la Cadena
Áurea de los iniciados, como el secreto de los Misterios griegos. «En cuanto a la
filosofía, con cuya ayuda se desarrollaron estos misterios —nos asegura Thomas
Taylor—,[679] es coetánea del universo mismo; y aunque su continuidad pueda
quebrarse por sistemas contrarios, seguirá apareciendo a lo largo del tiempo,
mientras el sol continúe iluminando el mundo».

Revelar un secreto es contraproducente, porque su poder depende del


silencio y la oscuridad en que se incuba y crece, hasta que impregna todo nuestro
ser y nos descubrimos transmutados. Así, aunque yo pueda descubrir el fuego
secreto, el secreto del fuego secreto sigue siendo cuestión del sí-mismo de cada
uno.
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PATRICK HARPUR (14 de julio de 1950, Windsor, Inglaterra) estudió
literatura inglesa en la universidad de Cambridge, viajó por África y trabajó en una
editorial inglesa. En 1982 dejó su trabajo para dedicarse exclusivamente a escribir.
Es autor de tres novelas, The Serpent’s Circle, The Rapture y Mercurius, or the
Marriage of Heaven & Hell; pero es en el campo ensayístico donde ha encontrado un
mayor eco con la publicación de Realidad Daimónica y, sobre todo, con este libro,
que se ha convertido en obra de culto.
Notas
[1]
Citado en Taylor, p. 89. <<

[*]
Gibberish, literalmente «galimatías», juego de palabras Geber-ish [geberista],
gibberish. (N. del T.). <<

[2]
Ellis Davidson (1989), p. 133. <<

[3]
Ibid., p. 137. <<

[4]
Gregory (1976A), pp. 9-10. <<

[5]
Véase Hutton, pp. 124-125. <<

[*]
Fairies (singular, fairy) en el original, término habitualmente traducido por
«hadas». Si optamos por la expresión, sin duda más forzada, de «seres feéricos» es
sencillamente porque «hada», que sería etimológicamente lo más ajustado, ha
llegado a designar en castellano un subgrupo determinado (seres femeninos,
habitualmente benévolos, etc.) incluido dentro de lo que en inglés se designa por
fairies, que no tienen por qué ajustarse en absoluto a ninguna de las características
que en castellano asociamos habitualmente con las hadas. (N. del T). <<

[6]
Kirk, pp. 31-32. <<

[7]
Dodds (196S), pp. 37-38. <<

[8]
Hutton, p. 202. <<

[9]
Ibid. <<

[10]
Medhurst, p. 4. <<

[11]
Ibid. <<

[12]
Ibid., p. 12. <<

[13]
Campbell (1988), p. 74. <<

[14]
Ibid. <<
[15]
Lévi-Strauss (1972), p. 37. <<

[16]
Williams, Noel, «The Semantics of the Word Fairy: Making Meaning out
of Thin Píir», en Narváez, po 4S 8. <<

[17]
Ibid., p. 465. <<

[18]
Platón (1970), XI, 3. <<

[19]
Citado en Gregory (1976A), p. 338. <<

[20]
Medhurst, p. 12. <<

[21]
I Corintios 10-20. <<

[22]
Véase Chaucer, Geoffrey, «The Tale of the Wife of Bath», líneas 8-18. <<

[23]
Citado en Dodds (1965), ph 37. <<

[24]
Dodds (1965), pp. 53-54. <<

[25]
Jung (1967), pp. 208-209. <<

[26]
Ibid. <<

[27]
Evans-Wentz, p. 47. <<

[28]
Bord, pp. 62-63. <<

[29]
Evans-Wentz, pp. 208-209. <<

[30]
Transactions of the Deoonsbire Association, vol. 60, pp. 116-117. <<

[31]
McManus, pp. 45-46. <<

[32]
Ibid. <<

[33]
Larsen, pp. 77-78. <<

[34]
Bord, pp. 60-61. <<

[35]
Hansen, Kim, «UFO Casebook», en Evans y Spencer, pp. 75-79. <<
[36]
Ibid. <<

[37]
Véase, por ejemplo, Hopkins (1988A y 1988B); y Strieber. <<

[38]
Evans-Wentz, p. 218. <<

[39]
Lévy-Bruhl (1965), pp. 234-235. <<

[40]
Ibid., p. 299. <<

[41]
Gregory (1976A), p. 9. <<

[42]
Lévy-Bruhl, op. cit., p. 278. <<

[43]
Halifax (1991), p. 122. <<

[44]
Homero, Odisea, libro XI. <<

[45]
Medhurst, p. 29. <<

[46]
Ibid., p. 37. <<

[47]
Ibid. <<

[48]
Rojcewicz, p. 490. <<

[49]
Briggs, pp. 131-132. <<

[50]
Lévy-Bruhl, op. cit., p. 299. <<

[51]
Ibid., p. 45. <<

[52]
Ibid., p. 286. <<

[53]
Ibid., pp. 158-159. <<

[54]
Ibid., p. 170. <<

[55]
Graves, vol. 2, p. 274. <<

[56]
Citado por Merrily Harpur, álbum de notas para Shadows on Stone de Matt
Molloy (RCA Records, 1996). <<
[57]
Lévy-Bruhl, op. cit., p. 41. <<

[58]
Véase Barley (1983). <<

[59]
Picard, pp. 194 s. <<

[60]
Citado en Lévi-Strauss (1969), p. 37. <<

[61]
Véase Gregory (1976B). <<

[62]
Hughes (1994), p. 268. <<

[63]
Jung (1967), p. 390. <<

[64]
Yeats (1959), p. 335. <<

[65]
Cf. Halifax, op. cit., p. 120. <<

[66]
Vitebsky, p. 93. <<

[67]
Introducción a Kirk, Robert. <<

[68]
Bennett, Margaret, «Balquidder Revisited: Fairylore in the Scottish
Highlands 1690-1990», en Narváez, pp. 98 s. <<

[69]
Ibid. <<

[70]
Citado por Bord, pp. 62-63. <<

[71]
Narváez, Peter, «Newfoundland Berry Pickers “In the Fairies”», en
Narváez, pp. 357-358. <<

[72]
Evans-Wentz, p. 73. <<

[73]
Narváez, op. cit., pp. 345-346. <<

[74]
Ibid., pp. 347-348. <<

[75]
Ibid., pp. 348-349. <<

[76]
Gregory (1976A), pp. 9-10. <<
[77]
Véase Cohn, cap. I. <<

[78]
Needham (1978), 2.ª parte, «Synthetic Images». <<

[79]
Gregory, op. cit., pp. 9-10. <<

[80]
Ibid. <<

[81]
Ibid., p. 11. <<

[82]
Citado en ibid., p. 364. <<

[83]
Cf. Hopkins (1988A y 1988B). <<

[84]
Este análisis se toma de Littlewood, R. y Douyon, C., «Clinical findings in
three cases of zombification», en Lancet, 11 oct. 19973 [350 (99084): 1094-1096].
También se inspira en «To the Ends of the Earth: Interview with a Zombie»,
programa de TV realizado por los autores, Canal 4, 20 de abril de 1997. <<

[85]
Ibid. <<

[86]
Ibid. <<

[87]
Ibid. <<

[88]
Lévy-Bruhl (1965), pp. 170-171. <<

[89]
Ibid., p. 267. <<

[90]
Curtayne, p. 79. <<

[91]
Ibid., p. 99. <<

[92]
Zaleski, p. 36. <<

[93]
Hopkins, pp. 87-89. <<

[94]
Zaleski, p. 77. <<

[95]
Curtayne, p. 45. <<

[96]
Ibid., p. 44. <<
[97]
Zaleski, passim. <<

[98]
McManus, p. 99. <<

[99]
Ibid., p. 100. <<

[100]
Véase Eyrbyggja Saga, citado en Ellis Davidson (1989), p. 134. <<

[101]
Gregory (1976A), pp. 9-10. <<

[102]
Metzner, pp. 200-201. <<

[103]
Lévy-Bruhl, pp. 301-302. <<

[104]
Ibid. <<

[105]
Ibid., p. 304. <<

[106]
Ibid., pp. 303-304. <<

[107]
Odisea, Libro XI. <<

[108]
Blake, p. 150. <<

[109]
«Finscéalta agus Litriocht», en Béaloideas (1992-1993). <<

[110]
Ibid., p. 122. <<

[111]
Ibid.,p. 124. <<

[112]
Onians, p. 100. <<

[113]
«Under Sirius», en Anden (1971) p. 245. <<

[114]
Heráclito, fragmento 15, citado en Hillman (1979), p. 44. <<

[115]
Por ejemplo, Plotino, I, 1, 9. <<

[116]
Blake, p. 154. <<

[117]
Platón (1970), Libro VII. <<
[118]
Alderson Smith, p. 179. <<

[119]
Coleridge, p. 167. <<

[120]
Auden (1963), pp. 54-55. <<

[121]
Blake, p. 605. <<

[122]
La expresión se repite desde Tales hasta Sobre el arte sagrado de Proclo. <<

[123]
Blake, p. 793. <<

[124]
Jung (1967), pp. 199-205. <<

[125]
Jung, Collected Works 5, § 388. <<

[*]
Según Jung, la imagen arquetípica de la totalidad psiquica; centro y poder
transpersonal de la psique que dirige al individuo a la vez que integra todos los
contenidos psicológicos y da sentido a la vida. (N. del T) <<

[126]
Comentario de Proclo sobre La república de Platón, citado en Raine y
Harper, p. 376. <<

[127]
Hillman (1975), p. 151. <<

[128]
Hillman (1979), p. 23. <<

[129]
Jung (1967), pp. 182-183. <<

[130]
Hillman (1975), p. 104. <<

[131]
Hillman(1979), p. 134. <<

[132]
Heráclito, fragmento 45. <<

[133]
Hillman (1975), p. X. <<

[134]
Ibid., p. 23. <<

[135]
Hillman (1979), p. 12. <<

[136]
Ibid. <<
[137]
Ibid., p. 55. <<

[138]
Ibid., p. 124. <<

[139]
Ibid., p. 127 (la cursiva es de Hillman). <<

[140]
Ibid. <<

[141]
De Anima, 47, 2, citado en Dodds (1965), pp. 46-47. <<

[142]
Hillman (1979), pp. 61-62. <<

[143]
Dodds (1952), p. 109. <<

[144]
Hillman (1979), pp. 60-61. <<

[145]
Ibid., p. 99. <<

[146]
Traducido y citado en Dodds (1965), p. 37. <<

[147]
Dodds (1952), pp. 104-105. <<

[148]
Ibid., p. 41. <<

[149]
Jung, Collected Works 14, § 410. <<

[150]
Jung, Collected Works 9, I, § 291; cf. Collected Works 10, § 13. <<

[151]
Murdoch (1978), p. 50. <<

[152]
Jung, Collected Works 13, § 75. <<

[153]
Whyte, p. 27. <<

[154]
Plotino, IV, 4, 4, citado en Hillman (1986), p. 183. <<

[155]
Dodds, E. R., «Tradition and Personal Achievement in the Philosophy of
Plotinus», en The Ancient Concept of Progress and Other Essays, Oxford 1973, p. 135,
citado en Hillman (1986), pp. 150-151. <<

[156]
Descartes, 2, 4. <<
[157]
Rojcewicz, p. 496. <<

[158]
Wordsworth, p. 149. <<

[159]
«A Vision of the Last Judgement», en Blake, p. 617. <<

[160]
«The Everlasting Gospel», (versión «d»), líneas 103-106, en Blake, p. 753.
<<

[161]
Poema en una carta a Thomas Butts, 22 nov. 1802, líneas 27-30, en Blake,
p. 817. <<

[162]
Auden (1963), p. 438. <<

[163]
Citado en Midgley (1992), p. 59. <<

[164]
Ibid., p. 37. <<

[165]
Dawkins, p. 1. <<

[166]
Hawking, p. 13. <<

[167]
Midgley (1991), pp. 48-49. <<

[168]
Midgley (1992), p. 77 (la cursiva es mía). <<

[*]
Jung utilizó este término de dos maneras: una, para describir la totalidad
de lo inconsciente, es decir, todo aquello de lo que el individuo no es plenamente
consciente; y, otra, para referirse al aspecto ignorado de la personalidad cuyas
actitudes el yo consciente no reconoce como propias. (N. del T). <<

[169]
Hillman (1979), p. 69. <<

[170]
Ibid., p. 71. <<

[171]
Desmond y Moore, p. 526. <<

[172]
Ibid., pp. 607-608. <<

[173]
Crookes, pp. 7-26. <<

[174]
Davies y Gribbin, p. 210. <<
[175]
Davies, p. 102. <<

[176]
Davies y Gribbin, p. 136. <<

[177]
Ibid., p. 139. <<

[178]
Ibid., p. 249. <<

[179]
Ibid., p. 250. <<

[180]
Malcolm, pp. 313-323. <<

[181]
Davies y Gribbin, p. 15. <<

[182]
Citado en Davies, p. 219. <<

[183]
Por ejemplo, Jones. <<

[184]
Needham (1980), cap. 2. <<

[185]
Ibid., cf. Needham (1981), I. 186. <<

[186]
Poole, Roger C., Introd. a Lévi-Strauss (1969), p. 22. <<

[187]
Londres 1926. <<

[188]
Jung, Collected Works 8, § 319. <<

[189]
Cf. ibid., ibid., § 127. <<

[190]
Lévi-Strauss (1969), pp. 83 s. <<

[191]
Lévy-Bruhl (1965), p. 283. <<

[192]
Lévi-Strauss (1972), p. 263. <<

[193]
Lévy-Bruhl, Lucien, La mentalité primitive (The Hubert Spencer Lecture,
1931), citado en Avens, p. 25. <<

[194]
Evans-Pritchard, E. E., The Theories of Primitive Religion, Oxford 1965, pp.
86-92, citado en Avens, p. 26. <<
[195]
Tillyard, p. 38. <<

[196]
Ibid., p. 44. <<

[197]
Ibid., p. 103. <<

[198]
III, I, 10. <<

[199]
Lewis, C. S., p. 122. <<

[200]
Ibid. <<

[*]
Las expresiones inglesas no se corresponden exactamente con las
españolas, de modo que es imposible una traducción que se ajuste a la vez a la
letra y al sentido. (N. del T). <<
[201]
Lévi-Strauss (1969), p. 162. <<

[202]
Yeats (1961), p. 107. <<

[203]
Lévi-Strauss (1970), p. 12. <<

[204]
Hughes (1994), p. 41. <<

[205]
Harpur (1994), pp. 272 s. <<

[206]
Hillman (1975), p. 130. <<

[207]
Ibid., p. 132. <<

[208]
Ibid., p. 163. <<

[209]
López-Pedraza, passim. <<

[210]
Needham (1978), p. 55. <<

[211]
Kirk, G. S., p. 19. <<

[212]
Ibid., pp. 71-72; cf. Needham (1978), p. 64. <<

[213]
Véase Leach, pp. 72-74. <<

[214]
Lévi-Strauss (1970), p. 13. <<

[215]
Hughes (1994), p. 152. <<

[216]
Lévi-Strauss (1977), p. 209. <<

[217]
Fordbam, p. 178. <<

[218]
Hillman (1979), p. 148. <<

[219]
Lévi-Strauss (1970), p. 240. <<

[220]
Tertuliano dijo realmente: «El Hijo de Dios murió; tiene que ser
necesariamente creído porque es absurdo. Y fue enterrado y resucitó; el hecho es
cierto porque es imposible». <<
[221]
Salustio, De los dioses y el mundo, citado en Hillman (1979), p. 182. <<

[222]
Eliade (1989B), pp. 40 s. <<

[223]
Ibid., p. 34. <<

[224]
Hughes (1994), p. 152. <<

[225]
Tarnas, p. 319. <<

[226]
Lienhardt, G., «Modes of Thought», en The Institution of Primitive Society,
Oxford 1959, p. 49. <<

[227]
Barfield, pp. 73-74. <<

[228]
Ibid., p. 75. <<

[229]
Véase Auden, W. H., Introducción a Shakespeare’s Sonnets, Nueva York
1964. <<

[230]
Murdoch (1978), p. 79. <<

[231]
Quoted in Barfield, p. 128. <<

[232]
Meade, Michael, Prólogo a Eliade (1995), pp. XXIII-IV. <<

[233]
Halifax (1991), pp. 70-77. <<

[234]
Eliade (1995), p. 31. <<

[235]
Ibid; cf. Lévy-Bruhl (1965), p. 214. <<

[236]
Meade, op. cit., pp. X-XIII. <<

[237]
Eliade (1995), p. 129. <<

[238]
Van Gennep, Arnold, Les rites de passage (1909). <<

[239]
Barley (1986), p. 103. <<

[240]
Ibid. <<
[241]
Véase Barley (1983), capítulo final. <<

[242]
Lévi-Strauss (1970), pp. 336-338. <<

[243]
Eliade (1989A), pp. 35-38, 158 s. <<

[244]
Meade, op. cit., pp. XXII-XXIV. <<

[245]
Desmond y Moore, p. 188. <<

[246]
Wilson, p. 136. <<

[247]
Desmond y Moore, p. 122. <<

[248]
Sheldrake, pp. 55-56. <<

[249]
Ibid. <<

[250]
Desmond y Moore, p. 119. <<

[251]
Wilson, p. 136. <<

[252]
Ibid., p. 141. <<

[253]
Wilson, p. 134; Desmond y Moore, p. 187. <<

[254]
Wilson, p. 135. <<

[255]
Desmond y Moore, p. XVI. <<

[256]
Ibid., p. 191. <<

[257]
Ibid., p. 261. <<

[258]
Ibid., pp. 635-636. <<

[259]
Ibid., p. 251. <<

[260]
Wilson, p. 136 <<

[261]
Desmond y Moore, p. 283. <<
[262]
Milton, pp. 156-159. <<

[263]
Ibid. <<

[264]
De Sir Gavin de Beer. <<

[265]
Citado en Milton, p. 156. <<

[266]
Cf. Milton, p. 149. <<

[267]
Desmond y Moore, p. XIX. <<

[268]
Wilson, p. 133. <<

[269]
Desmond y Moore, p. 631. <<

[270]
Wilson, p. 132. <<

[271]
En New Statesman and Society, 28 de agosto de 1992. <<

[272]
Milton, p. 15. <<

[273]
Por ejemplo, Desmond y Moore, pp. 40, 186. <<

[274]
Milton, p. 297. <<

[275]
Ibid., pp. 123-124. <<

[276]
Ibid., p. 128. <<

[277]
Ibid., p. 130. <<

[278]
Michell, John, «When Feathers Fly: A Case of Fossil Forgery?, en Fortean
Times 52 (1989), p. 47. <<

[279]
Ibid. <<

[280]
Ibid., p. 49. <<

[281]
Cf. Milton, p. 130. <<

[282]
Wallis, p. 131. <<
[283]
Por ejemplo, en el Timeo de Platón, 35A. <<

[284]
Sheldrake, p. 55. <<

[285]
Citado ibid., pp. 56-57. <<

[286]
Hillman (1975), p. 124. <<

[287]
Ibid. <<

[288]
Midgley (1985), p. 6. <<

[289]
Desmond y Moore, p. 378. <<

[290]
Ibid., p. 526. <<

[291]
«The Marriage of Heaven and Hell», en Blake, p. 151. <<

[292]
Platón (1970), La república, II, 3. <<

[293]
Barfield, p. 64. <<

[294]
Midgley (1991), p. 202. <<

[295]
Para un análisis detallado, véase Harpur (1994) y pp. 40-43. <<

[296]
Citado en Sheldrake, p. 80. <<

[297]
Citado en Midgley (1985), p. 123. <<

[298]
Citado ibid. <<

[299]
Citado en Lewontin, p. 13. <<

[300]
Ibid. <<

[301]
Ibid., p. 100. <<

[302]
Yates (1964), p. 1. <<

[303]
Citado en French, p. 94. <<
[304]
Walker, pp. 75-76. <<

[305]
Ibid., p. 82. <<

[306]
Yates (1964), p. 8. <<

[307]
Ibid., p. 66. <<

[308]
Walker, pp. 82-83. <<

[309]
Burckhardt, pp. 350-351. <<

[310]
Citado en Hillman (1986), p. 155. <<

[311]
Ibid. <<

[312]
Ibid., pp. 155-156. <<

[313]
San Agustín, X, 8. <<

[314]
Hillman (1975), p. 196. <<

[315]
Carta a George y Georgiana Keats, 21 de abril de 1819, en Keats, p. 336.
<<

[316]
Hillman (1975), p. 194. <<

[317]
Citado en Tarnas, pp. 214-215. <<

[318]
Ibid. <<

[319]
Yates (1964), p. 116. <<

[320]
Yates (1983), p. 25. <<

[321]
Scholem, p. 40. <<

[322]
Yates (1964), p. 92. <<

[323]
Hughes (1992), p. 21. <<

[324]
Scholem, pp. 100, 135. Véase también Scholem, G., On the Kabbalah and its
Symbolism, passim. [La cábala y su simbolismo, Siglo XXI, México 1987]. <<

[325]
Ibid., p. 100. <<

[326]
Ibid., p. 17. <<

[327]
Murdoch (1993), p. 185. <<

[328]
Ibid., p. 187. <<

[329]
Ibid., p. 198. <<

[330]
Por ejemplo, por Hughes (1992) pp. 19 s. <<

[331]
French, p. 5. <<

[332]
Ibid., p. 6. <<

[333]
Hughes (1992), p. 22. <<

[334]
Citado en French, p. 129. <<

[335]
Yates (1964), p. 258. <<

[336]
Ibid., p. 265. <<

[337]
Ibid., p. 266. <<

[338]
Ibid. <<

[339]
Citado en Hughes (1992), pp. 22-23. <<

[340]
Cf. Fideler, David, reseña de Antoine Faivre en Alexandria 2, p. 396. <<

[341]
Cf. Yates (1964), p. 151. <<

[342]
Ibid., p. 244. <<

[343]
Tarnas, p. 295. <<

[344]
French, p. 162. <<
[345]
Véase Rossi, pp. 1-35. <<

[346]
Yates (1964), p. 147. <<

[347]
Tarnas, p. 293. <<

[348]
French, p. 94. <<

[349]
Yates (1964), pp. 440-441. <<

[350]
French, p. 164. <<

[351]
Yates (1964), p. 149. <<

[352]
Cf. Lewis, C. S., p. 138. <<

[353]
Yates (1964), pp. 92-93. <<

[354]
Ibid., p. 435. <<

[355]
Ibid. <<

[356]
Ibid., p. 436. <<

[357]
Hillman (1975), p. 4. <<

[358]
Ibid., p. 5. <<

[359]
Hughes (1992), pp. 74-75. <<

[360]
Ibid., p. 75. <<

[361]
Hughes (1994), pp. 109-110. <<

[362]
Hughes (1992), pp. 86-87. <<

[363]
Ibid., p. 88. <<

[364]
Ibid., p. 89. <<

[365]
Líneas 701-702. <<
[366]
Línea 719. <<

[367]
Hughes (1992), p. 83. <<

[368]
Ibid. <<

[369]
Yates (1983), pp. 156, 160. <<

[370]
Hughes (1994), p. 118. <<

[371]
Véase Acherjee, Joyanta, «Red for Danger», en Fortean Times 127, octubre
de 1999. <<

[372]
Sieveking, Paul, «Deadly Alchemy», en Fortean Times 69, junio/julio de
19937 pp. 44-45. <<

[373]
«The Pocket Neutron Bomb», Dispatches, TV Canal 4, 13 de abril de 1994.
<<

[374]
Jung (1967), p. 230. <<

[375]
Ibid., p. 231. <<

[376]
Ibid., p. 235. <<

[377]
Ibid. <<

[378]
Véase Nicholas Flamel, His Exposition of the Hieroglyphical Figures, which
he caused to be painted upon an arch in St Innocent’s churchyard in Paris, Londres 1624,
citado en Harpur (1990), pp. 428-430. <<

[379]
Citado en Harpur (1990), p. 461. <<

[380]
Ibid. <<

[381]
Ibid., p. 296. <<

[382]
Gloria Mundi (1526), citado en Harpur (1990), p. 13. <<

[383]
Ibid. <<

[384]
Ibid., pp. 49-50. <<
[385]
Taylor, pp. 77-78. <<

[386]
Yates (1964) p. 150. <<

[387]
Citado en Harpur (1990), p. 132. <<

[388]
Ibid., pp. 132-133. <<

[389]
Ibid. <<

[390]
Jung, Collected Works 12, § 375. <<

[391]
Ibid., § 394. <<

[392]
Ibid. <<

[393]
Ibid., § 396. <<

[394]
Ibid., § 394. <<

[395]
Citado en Nicholl, p. 29. <<

[396]
Ibid. <<

[397]
Cf. Hillman (1975), p. 137. <<

[398]
Véase Waite, A. E., The Hermetic Museum Restored anal Enlarged, Londres
1893, 2 vols., citado en Nicholl, pp. 94 s. <<

[399]
Medhurst, pp. 16-17. <<

[400]
Véase Valentinus, Basilius, Practica una cum duodecim clavibus… [Las doce
claves], en Musaeum Hermeticum, Frankfurt 1678, X, pp. 403 s. También citado en
Jung, Collected Works 12, § 444. <<
[401]
I, 4, 10; IV, 3, 29, citado en Hillman (1986), pp. 151-155. <<

[402]
Véase el capítulo sobre Heráclito en Kirk y Raven. <<

[403]
Citado en Raine, p. 118. <<

[404]
Sheldrake, p. 69. <<

[405]
Ibid., p. 70. <<

[406]
Jung, Collected Works 12, § 394. <<

[407]
Citado en Dobbs. <<

[408]
Ibid. <<

[409]
Citado en Jung, Collected Works 12, § 378. <<

[410]
Londres 1673. <<

[411]
Citado en Harpur (1990), p. 473. <<

[412]
Ibid. <<

[413]
Fideler, David, «Cosmology, Ethics and the Practice of Relatedness…»,
en Alexandria 4, 1997, p. 103. <<

[414]
Citado ibid. <<

[415]
Yates (1964), p. 154. <<

[416]
Barfield, pp. 49-50. <<

[417]
De Cado, 279A. <<

[418]
Cf. Tillyard, pp. 55-56. <<

[419]
Citado en Barratt, p. 8. <<

[420]
Gribbin, p. 76. <<

[421]
Davies, p. 116. <<
[422]
Malcolm, p. 384. <<

[423]
Davies, p. 159. <<

[424]
Davies y Gribbin, p. 161. <<

[425]
Yates (1964), p. 93. <<

[426]
Davies y Gribbin, p. 167. <<

[427]
Ibid. <<

[428]
Sheldrake, p. 74. <<

[429]
Véase Overbye, Dennis, «The Shadow Universe», en Discover, 13 de
mayo de 1985, citado por Stillings, pp. 17-18. <<

[430]
Citado en Migdley (1985), p. 2. <<

[431]
Weinberg, Steven, The First Three Minutes; A Modern View of the Origin of
the Universe, Londres 1977, p. 155, citado ibid., p. 75. <<

[432]
Hillman (1975), p. XIV. <<

[433]
Ibid. <<

[434]
Véase Hughes (1992), pp. 351 s. <<

[435]
Citado en Sheldrake, p. 62. <<

[436]
Ibid. <<

[437]
Kuhn, p. 163. <<

[438]
Midgley (1992), pp. 81-83. <<

[439]
Sheldrakc, pp. 63-64. <<

[440]
Plotino, IV, 3, 9. <<

[441]
Fideler, David, «Neoplatonism and the Cosmological Revolution:
Holism, Fractal Geometry, and Mind in Nature», en Alexandria 4, p. 145. <<
[442]
Davies y Gribbin, p. 302. <<

[443]
Davies, p. 210. <<

[444]
Ibid. <<

[445]
Midgley (1992), p. 123. <<

[446]
Dubos, René, The God Within, Nueva York 1973, p. 264. [Un dios interior,
Salvat, Barcelona 1986]. <<

[447]
Hillman (1979), pp. 110-117. <<

[448]
Hillman (1979), p. 110. <<

[449]
Hillman (1979), p. 115. <<

[450]
Graves, vol. 2, p. 280. <<

[451]
Metzner, p. 127. <<

[452]
Ibid., pp. 127-128. <<

[453]
Midgley (1992), pp. 12-13. <<

[454]
Lévi-Strauss (1978), p. 319. <<

[455]
Ibid. <<

[456]
Ibid., p. 322. <<

[457]
Ibid., p. 321. <<

[458]
Ibid., p. 317. <<

[459]
Stillings, Dennis, «Electricity, Alchemy and the Unconscious», en Artifex
10, pp. 291. <<

[460]
Murdoch (1978), p. 5. <<

[461]
Ibid. <<
[462]
Ibid., p. 65. <<

[463]
Halifax (1991), p. 158. <<

[464]
Citado en Stillings, Dennis, «Helicopters, UFOs, and the Psyche» en Re
Vision: the Journal of Consciousness and Change 11, 4, Spring, 1989, p. 25. <<

[465]
Ibid., p. 26. <<

[466]
Picard, pp. 163 s. <<

[467]
Holmes, p. 148. <<

[468]
Ibid., p. 38. <<

[469]
Coleridge, p. 87. <<

[470]
Ibid. También Holmes, p. 120. <<

[471]
Holmes, p. 149. <<

[472]
Ibid., pp. 149-150. <<

[473]
Ibid. <<

[474]
Raine, p. 265. <<

[475]
Ibid. <<

[476]
Coleridge, p. 167. <<

[477]
Ibid. <<

[478]
Auden (1963), pp. 54 s. <<

[479]
Citado ibid., p. 55. <<

[480]
Ibid., pp. 56-57. <<

[481]
Sutherland, p. 3. <<

[482]
Ibid., p. 2. <<
[483]
Ibid. <<

[484]
Véase Harpur (1994), p. 62. <<

[485]
Holmes, p. 60. <<

[486]
Citado en «Rousseau», The Open University, BBC TV 2, 12 de agosto de
1996. <<

[487]
Holmes, p. 66. <<

[488]
Citado en Sheldrake, p. Si. <<

[489]
Introducción a Locke, p. 17. <<

[490]
Locke, p. 89. <<

[491]
Warnock, p. 21. <<

[492]
Tarnas, p. 343. <<

[493]
Ibid., p. 359. <<

[494]
Ibid., p. 397. <<

[495]
Gellner, Ernest, The Legitimation of Belief, Cambridge 1975 pp. 206-207,
citado en Tarnas, pp. 421-422. <<

[496]
Warnock, p. 30. <<

[497]
Libro I, § 234, citado en Warnock, pp. 32-33. <<

[498]
Ibid. <<

[499]
Ibid., p. 30. <<

[500]
Ibid. <<

[501]
Tarnas, p. 433. <<

[502]
Ibid., p. 434. <<
[503]
Berlín, p. 42. <<

[504]
Collins Englisb Dictionary, Londres 1982, entrada de «Schelling». <<

[505]
Cf. Tarnas, p. 381. <<

[506]
Warnock, p. 66. <<

[507]
Ibid., p. 92. <<

[508]
Ibid., p. 68. <<

[509]
Citado en Warnock, p. 84. <<

[510]
Ibid., pp. 77-78. <<

[511]
Urban, Hugh, «Imago Magia, Virgin Mother of Eternity: Imagination and
Phantasy in rhe Philosophy of Jacob Boehme», en Alexandria 2, p. 233. <<

[512]
Ibid., p. 234. <<

[513]
Weeks, p. 7. <<

[514]
Ibid., p. 1. <<

[515]
Ibid., p. 2. <<

[516]
Urban, op. cit., p. 236. <<

[517]
Ibid., p. 237. <<

[518]
Ibid., pp. 239-40. <<

[519]
Ibid., p. 248. <<

[520]
Ibid., p. 244. <<

[521]
Frye, p. 12. <<

[522]
Yeats (1961), p. 114. <<

[523]
Ibid., p. 113. <<
[524]
Raine, p. XXX. <<

[525]
Ibid., p. 119. <<

[526]
Ibid. <<

[527]
Yeats (1961), pp. 112-13. <<

[528]
Frye, p. 85. <<

[529]
Ibid., p. 13. <<

[530]
Ibid., p. 14. <<

[531]
«A Vision of the Last Judgement», 95, en Blake, p. 617. <<

[532]
532. Citado in Frye, p. 14. <<

[533]
Cf. Ibid., p. 16. <<

[534]
Cf. Ibid., p. 20. <<

[535]
Carta a Cumberland, 12 de abril de 1827, en Blake, p. 878. <<

[536]
«The Marriage of Heaven and Hell», 8, en Blake, p. 151. <<

[537]
Poema en una carta a Thomas Butts, 22 de noviembre de [802, líneas 87-
88, en Blake, p. 818. <<

[538]
López-Pedraza, p. 18; cf. Hillman (1979), pp. 180-181. <<

[539]
Proust, I, p. 60. <<

[540]
Ibid., p. 61. <<

[541]
Ibid. <<

[542]
Ibid. <<

[543]
Spence, p. 138. <<

[544]
Yates (1984), pp. 191-2. <<
[545]
Hillman (1975), p. 92. <<

[*]
El autor diferencia entre remember y recollect; al primer término atribuye el
significado más común de «recordar», y así lo traducimos; mientras que recollect,
recollection, aluden más bien a un recuerdo activo, que actualiza, que implica la
vivencia intensa de lo recordado, el hecho de re-vivir lo que se recuerda.
Utilizamos siempre en este caso las palabras «rememorar», «rememoración». (N.
del T.). <<

[546]
Bettelheim, Bruno, The Uses of Enchantment, Londres 1978. p. 320. <<

[547]
Para un análisis de este punto, véase Harpur (1994), pp. 226 s. <<

[548]
Cf. Hillman (197S), p. 18. <<

[549]
Harpur, op. cit., pp. 275 s. <<

[550]
Hillman, op. cit., p. 99. <<

[*]
Según Freud, la liberación a través de la palabra de las ideas relegadas al
inconsciente por un mecanismo de defensa. (N. del T.). <<

[551]
Yeats (1961), p. 79. <<

[552]
Murdoch (1993), p. 320. <<

[553]
Wordsworth, p. 164, línea 49. <<

[554]
Ibid., líneas 41-49. <<

[555]
Ibid., líneas 89-91. <<

[556]
Ibid., líneas 100-102 <<

[557]
Proust, I, p. 59. <<

[558]
Citado en Underhill, Evelyn, «The Mystic as Creative Artist», en Woods,
p. 408. <<

[559]
Ibid. <<

[560]
Ibid. <<
[561]
Williams, p. 61. <<

[562]
Ibid., p. s9. <<

[563]
Ibid., p. S8. <<

[564]
Cf. Hillman (1975), pp. 67-70. <<

[565]
Tarnas, p. 19. <<

[566]
Fedro, 249b. <<

[567]
Murdoch (1978), p. 4. <<

[568]
Miller, p. 27. <<

[569]
Citado ibid., p. 75. <<

[570]
Citado en Sheldrake, p. 21. <<

[571]
Wind, p. 133. <<

[572]
Ibid., p. 218. <<

[573]
Plotino, IV, 3, 11 s. <<

[574]
«The Statues», líneas 20-23, en Yeats (1967), pp. 375. <<

[575]
Wind, p. 19. <<

[576]
Ibid., pp. 128-129. <<

[577]
Ibid., p. 200. <<

[578]
Burckhardt, p. 305. <<

[579]
Ibid., p. 297. <<

[580]
Miller, p. 30. <<

[581]
La tempestad IV, I, 151-158. <<
[582]
Ibid., V, I, 311. <<

[583]
Harpur (1994), p. 266. <<

[584]
Tarnas, p. 110. <<

[585]
Raine, pp. 73-74. <<

[586]
Hillman (1985), pp. 173-178. <<

[587]
Tarnas, p. 442. <<

[588]
Ibid., p. 443. <<

[589]
Ibid. <<

[590]
Adaptado de Vitebsky, pp. 74-75. <<

[591]
Dodds (1952), p. 72. <<

[592]
VI, § IX, 2. <<

[593]
Eliade (1989A), pp. 461-462. <<

[594]
Campbell (1988), pp. 47 s. <<

[595]
Halifax (1982), p. 17. <<

[596]
Vitebsky, p. 84. <<

[597]
Ibid., pp. 6O-61. <<

[598]
Halifax (1991), p. 14. <<

[599]
Eliade, op. cit., pp. 137-138. <<

[600]
Ibid., p. 65. <<
[601]
Campbell (1991), pp. 424 s. <<

[602]
Kerenyi, p. 254. <<

[603]
Ibid., pp. 262-264. <<

[604]
Halifax (1991), pp. 108-9. <<

[605]
Ibid., p. 112. <<

[606]
Ibid., p. 69. <<

[607]
Ibid., p. 77. <<

[608]
Ibid., pp. 81-82. <<

[609]
Ibid., pp. 83-85. <<

[610]
James, pp. 343-344. <<

[611]
Ibid., pp. 307 s. <<

[612]
Cox, Michael, Mysticism; the Direct Experience of god, Wellingborough
1983, p. 114. <<

[613]
James, p. 310. <<

[614]
El pensamiento es de Simone Weil. Véase su Notebooks, 2 vols., Londres
1976. <<

[615]
Hughes (1994), p. 58. <<

[616]
Holmes, p. 128. <<

[617]
Citado en Hughes, op. cit., p. 412. <<

[618]
Holmes, p. 140. <<

[619]
Hughes, op. cit., pp. 422-423. <<

[620]
Ibid., p. 423. <<
[621]
Ibid., pp. 425-426. <<

[622]
Ibid., pp. 427-431. <<

[623]
Ibid., p. 431. <<

[*]
Término junguiano que proviene originalmente de la máscara que llevaba
el actor en las tragedias griegas. Se refiere a aquel sistema de adaptación con el cual
entramos en relación con el mundo. (N. del E.). <<

[624]
Ibid., pp. 431-432. <<

[625]
Dodds (1952), pp. 70 s. <<

[626]
Véase la nota de Thomas Taylor al final de su traducción de Jámblico, On
the Mysteries of the Egyptians, Chaldeans and Assyrians, Londres 1821, pp. 350 s. <<

[627]
Citado en Dodds, op. cit., pp. 81 s. <<

[628]
Ibid. <<

[629]
Ibid., p. 76. <<

[630]
Cobb, Noel, «Who is behind Archetypal Psychology? An Imaginal
Inquiry», en Spring, 1988, p. 140. <<

[631]
Graves, I, p. 115. También Cobb, ibid., p. 151. <<

[632]
Cobb, op. cit., p. 146. <<

[633]
Ibid. <<

[634]
Guthrie, p. 127. <<

[635]
Hillman y Ventura, pp. 109-110. <<

[636]
Ibid. <<

[637]
Dodds, op. cit., p. 76. <<

[638]
Ibid., Appendix I: «Maenadism». <<
[639]
Kerenyi, pp. 260-261. <<

[640]
Stillings, p. 5. <<

[641]
Snell, p. 92. <<

[642]
Hillman (1979), p. 92. <<

[643]
Hillman (1996), p. 236. <<

[644]
Ibid., p. 237. <<

[645]
Ibid. <<

[646]
Ibid., p. U4. <<

[647]
Bullock, p. 370. <<

[648]
Ibid., pp. 366-367. <<

[649]
Citado ibid., p. 370. <<

[650]
Canetti, p. 515. <<

[651]
Bullock, p. 378. <<

[652]
Ibid., pp. 392-393. <<

[653]
Ibid., p. 384. <<

[654]
Ibid., pp. 384-385. <<

[655]
On the Soul, citado en Eliade, Mircea, From Primitives to Zen, Londres
1967, p. 302. <<

[656]
XI, 231-26, citado ibid., pp. 306 s. <<

[657]
Hillman (1975), p. 208. <<

[658]
Ibid. <<

[659]
Sardello, Robert J., «The Illusion of Infection: A cultural psychology of
AIDS», Spring, 1988, p. 20. <<

[660]
Evans-Pritchard, p. 475. <<

[661]
Lévi-Strauss (1977), p. 19. <<

[662]
James Hamilton-Paterson, comunicación personal, 6 de febrero de 1992.
<<

[663]
Véase Harpur (1994), pp. 290-295. <<

[664]
Hillman (1979), p. 21. <<

[665]
Lewis, J. M., p. 53. <<

[666]
El siguiente análisis fue sugerido por Lévi-Strauss (1977), pp. 180 s. <<

[667]
Ibid., pp. 198 s. <<

[668]
Hillman y Ventura, p. <<

[669]
Vitebsky, p. 100. <<

[670]
Analizo estas distinciones con detalle en Harpur (1994), pp. 257 s. <<

[671]
Cf. Zaleski, p. 201. <<

[672]
Hamlet, I, II, 133. <<

[673]
Hillman (1985), pp. 105-107. <<

[674]
Hillman (1975), p. 49. <<

[675]
Hughes (1994), p. 371. <<

[676]
Ibid., p. 273. <<

[677]
Eliot, p. 76, líneas 331-342. <<

[678]
Citado en Hillman, James, «Anima Mundi: the Return of the Soul to the
World», Spring, 1982, p. 90. <<
[679]
Taylor, Thomas, A Dissertation on the Eleusinian and Bacchic Mysteries,
Londres 1970. <<

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