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Fermín Rodríguez
1 Ver “El arte narrativo y la magia”, el ensayo de 1932 publicado en Discusión, una suer-
te de manifiesto narrativo que anticipa los cuentos de Ficciones (1944) y El Aleph (1949).
¿Qué ha podido pasar para llegar a esta situación, que, en el sanatorio
–piensa Dahlmann al filo de la muerte–, le hubieran evitado?
El malentendido
“El Sur” es el mejor de los cuentos escritos por Borges porque, desde el
punto de vista de los hechos, dejarlo todo sin aclarar a fuerza de malen-
tendidos, teñido todo de un toque de imposibilidad, exige acaso más exac-
titud y precisión que hacer aflorar artificialmente hasta la superficie del 89
cuento algo que estaba oculto, y sorprender al lector con la visión instan-
tánea de un modo de tramar una historia donde no hay ni una sola pala-
bra que no sea el efecto de una decisión narrativa. La oposición entre dos
2 En sus lecciones de literatura sobre Borges, Enrique Pezzoni, entre otros, analiza ex-
haustivamente el procedimiento de series que se niegan sucesivamente, mientras absor-
ben todo tipo de discurso (Louis).
oposición o una división entre dos términos discontinuos como un mal-
entendido, porque el nacionalismo romántico que en la Buenos Aires de
1939 practica un hombre de libros como Dahlmann es un culto foráneo
que el secretario de una apacible biblioteca municipal adopta “tal vez a
impulsos de la sangre germánica” (OC 1: 525) y que remite a su abuelo
paterno, el pastor protestante que desembarcó en Buenos Aires en 1871
procedente de Alemania.3
El nacionalista alemán y el nacionalista argentino sueñan con un víncu-
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lo orgánico con el pueblo y hablan de lo mismo –el espíritu del pueblo, la
cultura como forma total de vida, el valor de las costumbres, las tradiciones
y la lengua vernácula a través de la literatura nacional, el culto al color local–
Fermín Rodríguez
pero no reconocen el objeto particular del que el otro habla más que como
foráneo. Dahlmann es las dos cosas: un gringo acriollado, un nacionalista
que lleva, como quien dice, en la sangre, al extranjero dentro suyo, la parte
con la que Dahlmann no cuenta, pero que, en la lógica del malentendido,
el paisano borracho ve bien desde el momento en que no ve en Dahlmann
más que a un extranjero, un forastero o, en el mejor de los casos, un pue-
blerino, un hombre de ciudad, un porteño de Barrio Norte leyendo un libro
en alemán. No es un sueño: es el fantasma que acosa al nacionalista criollo
que es Dahlmann, sangrando por la herida abierta que, en su no reconoci-
miento, le inflige el sujeto de sus fantasías: el criollo “puro” de un mundo
popular que, hacia 1953, está contaminado de “cabecitas negras”.4
5 “El relato del accidente”, observa Premat en Héroes sin atributos, “narra el final del
heroísmo del joven Borges, la confrontación con el padre muerto y con una tradición, o
sea la escritura a partir de una posición edípica” (71). El accidente, especula Premat, sitúa
al escritor huérfano en el papel del “hijo melancólico”.
medad de la sangre y la medicina literaria –el tratamiento ficcional de los
síntomas–, se está jugando el pasaje de lo biográfico al bíos como condi-
ción de la ficción. La sangre que se derrama en el campo de batalla de las
sociedades de la guerra anteriores al Estado y a la ley, que se vierte en un
duelo, que se honra y se transmite de generación en generación, no es la
sangre vinculada a la vitalidad del cuerpo, reabsorbida en la salud, el bien-
estar y los mecanismos del dispositivo de cuidado médico que ocupan el
epicentro de una historia que, de tanto mirar hacia el Sur, distrae al lector
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del terreno que enmarca el texto, un espacio eminentemente biopolítico
localizado en el “sanatorio de la calle Ecuador” (OC 1: 526), de este lado
de Rivadavia, y que, como nadie familiarizado con Buenos Aires ignora, no
Fermín Rodríguez
Pelos en la lengua
Dahlmann, que no quiere ser bios, “se odió; odió su identidad, sus nece-
sidades corporales, su humillación, la barba que le erizaba la cara” (OC
1: 526). El accidente lo convirtió en un enfermo, un viviente enfermo, un 93
mortal arrancado del ámbito de la persona y proyectado hacia la esfera de
una vida desafiada y hendida por mecanismos anestésicos de escisión di-
rigidos no tanto sobre el sujeto legal –la persona aislada, propietaria de su
Gato encerrado
esfinge criolla, señala menos el límite entre la vida y la muerte que el um-
bral entre el hombre y el no-hombre, como si Dahlmann, avergonzado y
asqueado frente a la animalidad de la especie humana de la que viene de
escaparse por un pelo, buscara desprenderse de su humanidad biológica
aislando el “animal de adentro” que habita en algún rincón de su interior,
y que la inquietante continuidad con la imagen del gato dormido vuelve a
traer hasta la superficie. De manera que, ahora, lo imposible de asumir no
es tanto su condición de mortal como la posibilidad de dejar de ser huma-
no y de luchar con la muerte por sencillamente sobrevivir, sin predicados,
en el campo del animal.
Dejarse vivir
7 Para Alan Pauls, la oposición entre literatura y vida sostiene una concepción literaria
donde se da por sentado que “lo que define a la vida como tal es la intervención de la
muerte, o en todo caso ese factor dramático que se resume en la expresión ‘de vida o
muerte”. Indigna de llamarse ‘vida’, la vida ‘puramente’ literaria de Borges “careció de
ese factor dramático” (31).
8 El duelo en Borges es lucha y confrontación tanto como pérdida y aflicción (Rodrí-
guez, “Saber dar muerte”).
abstracta de posesión” (OC 1: 525); en la otra serie, la vida está en Dahl-
mann como lo impersonal, la vida contemplativa de un cuerpo arrancado
de su marco identitario y proyectado a otro espacio donde lo activo y lo
pasivo entran en un vertiginoso movimiento de indistinción más allá de
todo sujeto y de todo objeto.
Extraño poder el de Dahlmann, el de dejar que, en su inactividad y su
quietud, privado de voluntad y de deseo, las cosas simplemente sean –un
poder que le permite acceder a un estado de desinterés y de dichosa indife-
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rencia donde se constituye a sí mismo como pasivo.9 Se trata de una estéti-
ca, que es menos un interés por el arte (“Dahlmann cerraba el libro...”) que
un saber que no señala ni causas ni efectos, emancipado de la esfera de
12 “Si pensamos que el sueño es una obra de ficción” –como cree Borges en “La pesa-
dilla”–, “posiblemente sigamos fabulando en el momento de despertarnos y cuando,
después, los contamos” (Siete noches 48).
otra poética basada en la potencia preindividual del sueño. El poder de
invención de los sueños –una potencia que todos tenemos– señala el ca-
mino de cómo debe ser una literatura no sometida a las formas de la cau-
salidad natural del realismo, un poder donde las insuficiencias de la vida
se transforman en una vida grande e intensa gracias al poder sanador de
las ficciones. Dicha literatura está identificada con la impersonalidad del
cuento y su trabajo con una materia ficcional que los narradores de Borges
“por rama materna” encuentran ya dada en esas escenas de transmisión
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oral de la experiencia que enmarcan tantos de sus relatos. Un cuento así
no está escrito por nadie, y es en este sentido que Rancière, justamente a
propósito de Borges, puede decir que el cuento es “la manifestación de lo
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Touché
13 El Estatuto del Peón Rural estableció por primera vez una regulación del trabajo ru-
ral de acuerdo a los principios del Derecho Laboral. Fue sancionado en 1944 a instancias
Coleridge dice que las imágenes de una pesadilla –y un sueño siempre
es, de alguna manera, una “pesadilla moderada” (Lacan 123)– no son la
causa del horror experimentado por el soñante, sino su efecto. “El males-
tar genera la esfinge, no la esfinge el horror”, explica Borges a propósito
de la causalidad de la pesadilla (“Las pesadillas y Franz Kafka”, en Textos
recobrados, 112). Lo importante no son las imágenes, sino la peculiar im-
presión que produce en el soñante; la red afectiva que lo atrapa y que lo
envuelve sin hacer intervenir el lenguaje. La emoción es un fenómeno in-
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dividual, codificado y nombrado; el afecto es en cambio impersonal, y se
resiste al lenguaje porque pasa entre los cuerpos, para manifestarse, no sin
roces y fricciones entre mesa y mesa, en el terreno de la vida en común que
Vamos saliendo
Alguien dejó en el cuento una ventana abierta como para que se cuelen en
él corrientes afectivas impersonales y colectivas que van directo al cuerpo
del sueño sin pasar por el yo, y que la literatura exterioriza por medio de
obras que, en sus distracciones, un poco a ciegas como quien sube una
escalera a las apuradas y se da la cabeza contra un marco, trafican con las
fuerzas secretas de una época, desbaratando la lógica de las historias bien
organizados, cerradas y selladas desde adentro por la composición racio-
nal del argumento.
En cambio, la “lógica peculiar que da el odio” (OC 1: 583), la misma
que lleva a Dahlmann a aceptar el duelo con un desconocido, es contradic-
toria, incoherente y arbitraria, y flota por encima de la experiencia separa-
da del narrar, allí donde el mecanismo de los hechos –lo dice el cuento de
Dahlmann– ya no importa. Ese odio “fantástico” no tiene sentido, pero da
sentido al producir retrospectivamente un orden temporal, como señala
Pauls acerca del duelo como momento marcado en el que el sentido abun-
da y un hombre sabe para siempre quién es (40-41). ¿Pero sabrá lo que su
cuerpo puede; el odio del que es capaz? La vitalidad del odio como afecto
preparado por la enfermedad y el dolor es una intensidad ligada al cuerpo
que, a la vez, desnarrativiza la acción y desordena la temporalidad.
El “vamos saliendo” con el que el peón, cuchillo en mano, lo invita a
dejar el almacén apunta a los confines del lenguaje, allí donde se terminan
las palabras y solo se escucha un silencio poblado de roces, gritos y friccio-
nes. Dahlmann “sintió, al atravesar el umbral” (OC 1: 530) y poner un pie
afuera del lenguaje, algo que no puede ser articulado en palabras porque
está más allá de lo expresado por un encadenamiento narrativo. Hay que
salir del texto autónomo para captar esa euforia, porque la rabiosa política
que corre silenciosamente por las venas de Dahlmann es también la polí-
tica de una literatura en duelo perpetuo consigo misma, con la capacidad
de ser afectada y dejarse tocar por las fuerzas del presente.
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Fermín A. Rodríguez
CONICET/Universidad de Buenos Aires
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