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Sueños de la llanura.

Ficción y política en Borges

Fermín Rodríguez

Vida y muerte le han faltado a mi vida.

Jorge Luis Borges, Discusión

Del duelo a la diferencia

Publicado en 1953 en el diario La Nación e incluido en 1956 en la segun-


da edición de Ficciones, “El Sur” es, según reconoce el propio Borges en
la posdata del prólogo, “acaso mi mejor cuento” (OC 1: 483), para inme-
diatamente señalar que la serie de extraños incidentes en la vida de Juan
Dahlmann, que culminan con el discreto y pacífico bibliotecario porteño
empuñando un puñal, a punto de salir a la llanura a batirse a duelo, pue-
den ser leídos como “directa narración de hechos novelescos y también de
otro modo” (483). Tal vez no esté expresado directamente, pero detrás de
lo dicho hay un decir que establece, entre la alta consideración que Borges
guarda por el cuento y la doble lectura que éste admite, una relación ne-
cesaria: “El Sur” es mi mejor cuento, insinúa el autor de Ficciones, porque
puede leerse de dos maneras que no se excluyen entre sí.

Variaciones Borges 53 » 2022


Recordemos que, para Borges, la potencia singular de la ficción residía
en la perfección del argumento, la precisión en la construcción de la tra-
ma.1 Un buen cuento, escribe Borges en 1940 en el prólogo de La invención
de Morel, debe ser un objeto artificial que “no sufre ninguna parte injusti-
ficada” (8). La trama de la novela de su amigo Adolfo Bioy Casares resulta
“perfecta” (10) porque “despliega una Odisea de prodigios que no parecen
admitir otra clave que la alucinación o que el símbolo, y plenamente los
descifra mediante un solo postulado fantástico, pero no sobrenatural” (9).
88
El triunfo del artificio, de la construcción razonada, separa la novela de
Bioy Casares de la mera “transcripción de la realidad” de la novela realista
(8), saturada de detalles sin función que vuelve “inaceptables como inven-
Fermín Rodríguez

ciones” páginas y capítulos enteros de libros a los que “nos resignamos


como a lo insípido y ocioso de cada día” (8). Sin la debida selección de de-
talles en función de la construcción de una buena intriga, el arte propende
a lo informe y se confunde con lo que no es arte, con el “pleno desorden”
(8) de la vida prosaica que inunda el texto naturalista de pormenores su-
perfluos y la novela “psicológica” de motivaciones infundadas.
Así, el postulado fantástico, pero no sobrenatural, por medio del
cual se descifran la serie de extraños acontecimientos que le ocurren a
Dahlmann desde que tropezó con el marco de una ventana abierta has-
ta que se compromete a batirse a duelo con el peón, es que el hombre
que agoniza inmóvil en un cuarto de hospital muere en el medio de un
sueño elaborado con los materiales del incidente –como quien dice de
un batiente a otro, el de la ventana y el de la pelea a cuchillo. Dahlmann
muere tal vez soñando la historia del duelo, tomado por una intensidad
y un vigor desconocido que lo apartan del agotamiento y el letargo de la
enfermedad y dejan atrás, en el olvido, las “metódicas servidumbres” de
un cuerpo abatido por una septicemia (OC 1: 527).
La equivocidad irreductible de la trama, que está narrada desde la pers-
pectiva aturdida y extrañada de Dahlmann, depende de ese presente des-
doblado que escinde cada instante del texto entre la vida y la otra muerte
o destino que Dahlmann, autor, espectador y protagonista del sueño, está
por concederse trasladándose hacia ese Sur “que era suyo” (OC 1: 529).

1  Ver “El arte narrativo y la magia”, el ensayo de 1932 publicado en Discusión, una suer-
te de manifiesto narrativo que anticipa los cuentos de Ficciones (1944) y El Aleph (1949).
¿Qué ha podido pasar para llegar a esta situación, que, en el sanatorio
–piensa Dahlmann al filo de la muerte–, le hubieran evitado?

El malentendido

“El Sur” es el mejor de los cuentos escritos por Borges porque, desde el
punto de vista de los hechos, dejarlo todo sin aclarar a fuerza de malen-
tendidos, teñido todo de un toque de imposibilidad, exige acaso más exac-
titud y precisión que hacer aflorar artificialmente hasta la superficie del 89
cuento algo que estaba oculto, y sorprender al lector con la visión instan-
tánea de un modo de tramar una historia donde no hay ni una sola pala-
bra que no sea el efecto de una decisión narrativa. La oposición entre dos

Sueños de la llanura. Ficción y política en Borges


desarrollos causales antagónicos resolviéndose en el final deviene ahora
yuxtaposición, diferencia irresuelta, final abierto. Los contrarios se juntan,
se funden, se mezclan, se intercambian de manera incesante en un texto
orgánicamente descompensado, en desacuerdo consigo mismo, donde la
división entre las dos historias se vuelve interminable. En este sentido, “El
Sur” hace algo más que construir un mundo posible: construye un conflic-
to de mundos o de lo que Rancière (El reparto 2009) llama particiones de
lo sensible, que son maneras de repartir y estructurar un espacio sensible
a través de cortes de espacios y de tiempos, de ver o no ver objetos nuevos
o de percibir de otra manera lo que es activo y pasivo, apariencia y realidad,
pensamiento y acción, logos y pathos, movimiento y reposo, vigilia y sueño,
salud y enfermedad, real y ficción.
El régimen de visibilidad y de discursividad del texto se sostiene en
un litigio, una disputa, un malentendido que está en todas partes, proli-
ferando, multiplicando los límites, atravesando cuerpos y acciones, ten-
sionando la trama, soltando dobles, retorciendo líneas, de manera que es
difícil volver a leer “El Sur” sin poner al cuento en desacuerdo consigo
mismo, fomentando el malentendido y registrando sus dobleces.2 ¿Qué es
un malentendido? Rancière (El desacuerdo) lo define como un litigio sobre
el objeto de litigio, un desacuerdo que comienza cuando dos interlocu-
tores, aunque hablen de lo mismo, no están diciendo cosas idénticas. La
“discordia” de los dos linajes de Dahlmann, por ejemplo, no es tanto una

2  En sus lecciones de literatura sobre Borges, Enrique Pezzoni, entre otros, analiza ex-
haustivamente el procedimiento de series que se niegan sucesivamente, mientras absor-
ben todo tipo de discurso (Louis).
oposición o una división entre dos términos discontinuos como un mal-
entendido, porque el nacionalismo romántico que en la Buenos Aires de
1939 practica un hombre de libros como Dahlmann es un culto foráneo
que el secretario de una apacible biblioteca municipal adopta “tal vez a
impulsos de la sangre germánica” (OC 1: 525) y que remite a su abuelo
paterno, el pastor protestante que desembarcó en Buenos Aires en 1871
procedente de Alemania.3
El nacionalista alemán y el nacionalista argentino sueñan con un víncu-
90
lo orgánico con el pueblo y hablan de lo mismo –el espíritu del pueblo, la
cultura como forma total de vida, el valor de las costumbres, las tradiciones
y la lengua vernácula a través de la literatura nacional, el culto al color local–
Fermín Rodríguez

pero no reconocen el objeto particular del que el otro habla más que como
foráneo. Dahlmann es las dos cosas: un gringo acriollado, un nacionalista
que lleva, como quien dice, en la sangre, al extranjero dentro suyo, la parte
con la que Dahlmann no cuenta, pero que, en la lógica del malentendido,
el paisano borracho ve bien desde el momento en que no ve en Dahlmann
más que a un extranjero, un forastero o, en el mejor de los casos, un pue-
blerino, un hombre de ciudad, un porteño de Barrio Norte leyendo un libro
en alemán. No es un sueño: es el fantasma que acosa al nacionalista criollo
que es Dahlmann, sangrando por la herida abierta que, en su no reconoci-
miento, le inflige el sujeto de sus fantasías: el criollo “puro” de un mundo
popular que, hacia 1953, está contaminado de “cabecitas negras”.4

Sangre mal entendida: de lo biográfico al bios

Pero el malentendido nacionalista es parte de un malentendido mayor, a


saber, el que aparece cuando la vida de Dahlmann empieza a jugarse en
el campo de la otra sangre, la sangre que mana por la herida en la frente
después del golpe contra la arista de la ventana, la sangre que se infectará
y causará el choque séptico que condujo a Dahlmann hasta el “arrabal del
infierno” (OC 1: 526). Esa otra sangre es y no es la misma sangre del paren-

3  Acerca de cómo dar cuenta de la vida humana en un relato biográfico y de la lógica de


los orígenes, ver Premat, “A impulsos”.
4  El objeto reprimido del nacionalismo –señala Dardo Scavino a propósito de “El Sur”–
no es el criollo puro sino su doble siniestro: el gringo introyectado como fundamento
traumático sobre el que se funda una identidad, “el resto abyecto que era como un ex-
tranjero dentro de ellos” (324).
tesco y del pasado familiar heroico, asociada con la cuna y con el nacimien-
to, con la espada y con el verdugo. Se trata ahora de una sangre homónima
de la primera, en discordia con la sangre asociada al honor, a lo simbólico,
a la guerra, al culto del coraje del siglo mítico y criollo que corre por las
venas de Dahlmann, descendiente de un linaje de fundadores y soldados
que hablan “con esa tácita voz que desde lo antiguo de la sangre le llega”
(“Página para recordar al Coronel Suárez, vencedor en Junín” 250).
Sabemos por Ricardo Piglia que esa ficción genealógica se divide en
91
dos linajes conectados sobre el modelo de la relación imaginaria de Bor-
ges con sus padres: la tradición literaria que corre por la familia del padre
y la estirpe de conquistadores, fundadores, guerreros y estancieros que se

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suceden por la rama materna (“Ideología y ficción en Borges”). Y sabemos
que es un relato que funciona como mito de origen de una obra dominada
por una imagen “heroica” del escritor, que entra en la literatura fundán-
dose una Buenos Aires mítica, a la medida de sus sueños (Premat, Héroes).
Pero hay otra figura de escritor que comienza a construirse a fines de
los años 30, cuando la obra de Borges se reorienta hacia la escritura de
ficción. La sangre también circula por ella; la sangre derramada en el grave
accidente que Borges sufrió en la Nochebuena de 1938 –“el año en el que
murió mi padre”, acota melancólicamente Borges en su Autobiographical
Essay (170)– y que mancha de rojo la frente del bibliotecario de “El Sur”.5
Es una sangre espesa y orgánica que se infecta y produce la septicemia que,
en la versión de su Autobiografía, lleva a un Borges ardiendo de fiebre y
afásico hasta el borde de la muerte. Temeroso de haber perdido la razón
y no poder volver a escribir nunca más, Borges –dice la anécdota– decide
probar “algo que nunca había hecho antes”, distinto de sus ensayos y sus
poemas, porque si fracasaba “no sería tan malo y quizá hasta me prepa-
raría para la revelación final” (An Autobiographical Essay 171). Lo que se le
ocurrió o, más bien, lo que le ocurrió, porque tuvo el estatuto de un acon-
tecimiento, fue un cuento: “Pierre Menard, autor del Quijote”.
Las dos ficciones de la sangre se mezclan en la anécdota, porque en
ese anudamiento entre la muerte del padre y el accidente, entre la enfer-

5  “El relato del accidente”, observa Premat en Héroes sin atributos, “narra el final del
heroísmo del joven Borges, la confrontación con el padre muerto y con una tradición, o
sea la escritura a partir de una posición edípica” (71). El accidente, especula Premat, sitúa
al escritor huérfano en el papel del “hijo melancólico”.
medad de la sangre y la medicina literaria –el tratamiento ficcional de los
síntomas–, se está jugando el pasaje de lo biográfico al bíos como condi-
ción de la ficción. La sangre que se derrama en el campo de batalla de las
sociedades de la guerra anteriores al Estado y a la ley, que se vierte en un
duelo, que se honra y se transmite de generación en generación, no es la
sangre vinculada a la vitalidad del cuerpo, reabsorbida en la salud, el bien-
estar y los mecanismos del dispositivo de cuidado médico que ocupan el
epicentro de una historia que, de tanto mirar hacia el Sur, distrae al lector
92
del terreno que enmarca el texto, un espacio eminentemente biopolítico
localizado en el “sanatorio de la calle Ecuador” (OC 1: 526), de este lado
de Rivadavia, y que, como nadie familiarizado con Buenos Aires ignora, no
Fermín Rodríguez

puede quedar muy lejos, en la imaginación de la ciudad, del viejo Hospital


Alemán.6
Son dos derrames superpuestos que deshacen o desenmarcan los con-
tornos de un sujeto separado de sí mismo, atravesado por una línea de
afección que lo arrastra del campo de lo biográfico, saturado de determi-
naciones históricas, culturales y político-jurídicas, hacia otro espacio don-
de lo que está en juego es la vida como bios, el lado corporal del hombre,
blanco de una inflexión del poder que abandona la posibilidad latente de
dar muerte, de derramar sangre a voluntad o de arriesgarla en un campo
de batalla, por el hacer vivir de un poder que, por debajo de las divisiones
clase y de nacionalidad y de las jerarquías de linaje y de castas, se ocupa de
la mortalidad del cuerpo en tanto viviente.
Hay malentendido entonces porque en los dos casos se habla de san-
gre, pero la sangre del honor y de los antepasados héroes que hicieron la
patria y la sangre que mana de la herida en la frente de Dahlmann, enferma
de septicemia, quiere y no quiere decir lo mismo. Una es semánticamente
densa, portadora de los mitos y de los códigos de una cultura; la otra no
piensa, es biológica, oscura y circula por el cuerpo de la especie, cargada de
sustancias químicas inmunitarias que defienden al organismo de la enfer-
medad, pero que, frente a ciertas infecciones, pueden ser la causa de una
respuesta exacerbada que altera la circulación y genera daños orgánicos
irreparables en la forma-cuerpo del sujeto de la identidad nacional. ¿Qué

6  Fundado en 1867, cuatro años antes de que Johannes Dahlmann desembarcara en


Buenos Aires, el Hospital Alemán se encuentra en el barrio de la Recoleta, en la manzana
comprendida entre la actual Avenida Pueyrredón y las calles Juncal, Ecuador y Beruti.
es la sepsis sino un malentendido de la sangre, una respuesta inmunitaria
desmesurada frente a una amenaza externa que termina poniendo al cuer-
po en desacuerdo consigo mismo?

Pelos en la lengua

Dahlmann, que no quiere ser bios, “se odió; odió su identidad, sus nece-
sidades corporales, su humillación, la barba que le erizaba la cara” (OC
1: 526). El accidente lo convirtió en un enfermo, un viviente enfermo, un 93
mortal arrancado del ámbito de la persona y proyectado hacia la esfera de
una vida desafiada y hendida por mecanismos anestésicos de escisión di-
rigidos no tanto sobre el sujeto legal –la persona aislada, propietaria de su

Sueños de la llanura. Ficción y política en Borges


cuerpo, demarcada respecto de sus otros por una identidad– como sobre
la cosa viviente, el cuerpo especie común a todos que Dahlmann separa y
opone a sí mismo cuando a fuerza de avergonzarse y odiarse meticulosa-
mente, se aplica a aislar, dentro de sí, ese resto inasimilable e irrepresenta-
ble que en las construcciones inmunitarias de lo nacional funciona como
herencia racial o patrimonio biológico a preservar y defender de cualquier
malestar de la sangre.
Ligadas a sus “necesidades corporales” y “miserias físicas” (OC 1: 526),
las “metódicas servidumbres” (OC 1: 527) que odia Dahlmann son otra
cosa que la sujeción social que lo ataba a un nombre y a una tradición, en
cuanto remueven una serie de elementos preindividuales, precognitivos y
preverbales que operan sobre los resortes de la vida como fondo común
de la especie, movilizando una base de afectos, percepciones, sensaciones
y procesos latentes aún no asignables al sujeto “hondamente argentino”
(OC 1: 525) que el bueno de Dahlmann era o se creía que era. La sujeción
social es inseparable de las representaciones molares del individuo, de su
lugar dentro de una estructura de parentesco y del rol social que le toca in-
terpretar; la servidumbre que humilla a Dahlmann y lo desubjetiva hasta
convertirlo en un amasijo de órganos desestratificados, en cambio, es mo-
lecular y lo disuelve en el campo de una experiencia corporal –el cuerpo
dócil y vulnerable del paciente– separada de la experiencia cognitiva y de
la capacidad de actuar.
La formulación filosófica de eso que hunde a Dahlmann en su cuer-
po está tomada de Schopenhauer, uno de los autores que Borges revisi-
ta mientras escribe los cuentos de Ficciones. En Schopenhauer, las bellas
intrigas de razón, con sus encadenamientos de causas y efectos, son tra-
gadas por el fondo oscuro de la voluntad –una fuerza ciega y opaca que,
desprovista de sentido, vacía de sustancia ideológica al sujeto del huma-
nismo burgués junto con el régimen de representaciones ilusorias que le
corresponde. Lo propio del arte, en esta lógica, es detectar esa patología
del pensamiento llamada voluntad, el hecho bruto e insensato de la vida
interrumpiendo las relaciones ordenadas entre lo visible y lo decible, el
saber y la acción, la actividad y la pasividad, el obrar y el padecer.
94
¿Qué es la vida en Dahlmann sino esa fuerza ciega que, aislada en apa-
riencia de toda determinación social y cultural, se abre paso a través de la
piel bajo la forma de los pelos duros y ásperos de la barba que, durante la
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internación en el sanatorio, le sube por el cuello, el mentón y las mejillas


(el mismo vello facial que puebla el rostro del abuelo “inexpresivo y bar-
bado” del daguerrotipo, el “antepasado romántico, o de muerte romántica”
[OC 1: 525])? Enterrada como un secreto bajo capas de historia individual,
la vida es para los discursos de la naturaleza y de la especie que resuenan
en el texto una sustancia biopolítica absoluta que le brota a Dahlmann por
los poros para revelar, en lo que constituye un intento de fijarla, el sustrato
biológico sobre el que los estados nacionales del siglo XIX y XX trazaron
sus fronteras de clase, de raza y de género.
Sin embargo, la servidumbre que encadena al enfermo a la dinámica
inconsciente de su cuerpo y sus afectos resulta inseparable de dispositi-
vos biopolíticos y tecnologías médicas que operan sobre la desconexión
entre lo orgánico y lo humano y que, trabajando a contrapelo de la natu-
ralización de la política, penetran en la vida a lo largo de líneas de odio y
repugnancia que dividen la persona de su cuerpo e invaden lo que éste
tiene de más material y viviente. Son líneas de contagio a las que Dahl-
mann no es inmune, hechas de afectos que circulan por el subsuelo de
los discursos en tanto intensidades prepolíticas que le ponen los pelos de
punta porque se articulan directamente en el cuerpo. Hay entonces biopo-
lítica y no esencia humana porque el hombre –eventualmente, un lector
como Dahlmann– es el ser vivo que separa en el lenguaje la propia vida y
la opone a sí mismo. Cuerpo y subjetividad se entreveran en un interva-
lo interminable en el seno del cual el cuerpo esencialmente político de la
persona, heredera de un nombre y un linaje, no deja de transformarse en
un cuerpo biológico privado de su dignidad simbólica, desnudo, rapado
y atado con metales a una mesa de operaciones, bajo la luz fría y cegadora
de los reflectores del quirófano.

Gato encerrado

La cosa animal que habita en Dahlmann, su humanidad biológica se-


parada de todo sujeto emerge en la superficie tirada de los pelos por un
agenciamiento colectivo que hace existir al cuerpo en relación con otros
cuerpos a los que está unido y de los que se diferencia. Puede entonces 95
que suene descabellado; que, como alguien diría, no haya que buscarle
tres pies al gato, pero entre los pelos de la barba que irritan la piel de Dahl-
mann y el suave pelaje del enorme gato negro del café del barrio de Cons-

Sueños de la llanura. Ficción y política en Borges


titución, que “se deja acariciar por la gente” (OC 1: 527), hay algo más que
un mero encadenamiento de los hechos.
Desdeñoso e indiferente, el animal, piensa Dahlmann mientras alisa
el suave pelaje en un contacto que se le ocurre ilusorio, dormita en otro
tiempo que en el del encadenamiento de las acciones. Sin pasado ni fu-
turo ni, para algunos, muerte propiamente dicha, el gato es un animal sin
personalidad, un ser viviente apenas capaz de ser afectado orgánicamente,
viviendo separado en la eternidad del instante. El hombre, en cambio, es
un ser para la muerte que vive en la sucesión del tiempo y lleva su propia
muerte dentro de sí, como recuerdan los médicos cuando le comunican a
Dahlmann que había estado debatiéndose con la muerte por sobrevivir a
lo inhumano de la enfermedad. En efecto, cuando se enteró por los médi-
cos que había estado a punto de morir de una septicemia, Dahlmann se
echó a llorar porque las miserias físicas “no le habían dejado pensar en
algo tan abstracto como la muerte” (OC 1: 526). Pero frente al gato, Dahl-
mann sí que pudo pensar, ¿o no dice el texto que “pensó […] que estaban
como separados por un cristal” (OC 1: 527) y, por ende, en lo que significa
dejar de ser humano?
En otras palabras, mientras flota soñadoramente en un flujo continuo
de funciones vitales –tanto físicas como psíquicas–, Dahlmann, que no ter-
mina de asumir como suyas sus funciones biológicas, pensó, a la manera
de un conjuro, en la diferencia entre el hombre y el animal, identificando la
percepción del tiempo como operador de la cesura. Pero Dahlmann sufre
de temporalidades múltiples, que se le escapan porque la interioridad de
la conciencia dejó de ser el horizonte exclusivo de sus pensamientos. El
horizonte es ahora el Sur, “el Sur que era suyo” (OC 1: 529), un sentido
que está a la vez en él y fuera de él; un punto en el espacio y en el tiempo
donde lo espera la antigua estancia familiar, llena de historias y de tradi-
ciones, no menos que una línea de devenir y de diferenciación constante
que viene del fondo natural de la especie, algo que todos tenemos como
la sangre, el sueño, la enfermedad o la muerte, y que divide a Dahlmann
en dos hombres, el que después de haber rozado la muerte, “avanzaba”,
simultáneamente, “por el día otoñal y por la geografía de la patria, y el
96
otro, encarcelado en un sanatorio y sujeto a metódicas servidumbres” (OC
1: 527).
Lo cierto es que como criatura del umbral, el gato, a la manera de una
Fermín Rodríguez

esfinge criolla, señala menos el límite entre la vida y la muerte que el um-
bral entre el hombre y el no-hombre, como si Dahlmann, avergonzado y
asqueado frente a la animalidad de la especie humana de la que viene de
escaparse por un pelo, buscara desprenderse de su humanidad biológica
aislando el “animal de adentro” que habita en algún rincón de su interior,
y que la inquietante continuidad con la imagen del gato dormido vuelve a
traer hasta la superficie. De manera que, ahora, lo imposible de asumir no
es tanto su condición de mortal como la posibilidad de dejar de ser huma-
no y de luchar con la muerte por sencillamente sobrevivir, sin predicados,
en el campo del animal.

Dejarse vivir

Exploración de una vida en las fronteras de la individualidad y la persona,


“El Sur” cuenta la historia de un cuerpo arrancado de un espacio y proyec-
tado hacia otra parte, otro tiempo, otro plano donde el cuerpo político del
ciudadano argentino Juan Dahlmann se transforma en un cuerpo esen-
cialmente biológico erizado de diferencias de raza, de clase, de género, de
herencia y hasta de especie. La política se juega ahora en torno a fronteras
de vida que pasan entre la persona y el ser vivo, el pueblo y la población,
el hombre y el animal o, según la inflexión que venimos reconstruyendo,
entre el lector de una traducción de las Mil y una noches descendiente de
un linaje de militares y estancieros, abatido y ultrajado por una artera sep-
ticemia, y un gato manso y perezoso, dormitando en el borde de la especie
humana como índice de una intensidad afectiva sin nombre que se man-
tiene latente detrás de toda conciencia y significación.
Ajeno al desarrollo temporal de los relatos y apenas rozado por la his-
toria –tan solo el pensamiento que le dedica Dahlmann, “mientras alisa-
ba el negro pelaje” (OC 1: 527)–, el gato del café de Constitución es una
criatura muda y pasiva que vive en el presente vivo del animal del que
Dahlmann busca separarse, trazando alrededor del animal un espacio
otro. Pero lo que Dahlmann pone del otro lado del cristal, para aislarlo,
late enterrado en su propio cuerpo como el secreto de la sangre y de la raza.
Después de todo, un cristal puede ser tanto una superficie transparente
97
como un espejo reflectante en el que Dahlmann se contempla extrañado
sin reconocerse ni reflexionarse como ser vivo.
Dahlmann, de todos modos, no deja de ser un animal literario, des-

Sueños de la llanura. Ficción y política en Borges


viado de su ser biológico por la fuerza de afección de las palabras de un
libro al que, como buen bibliotecario, se aferra hasta el final de la historia,
cuando sale a la llanura a darse la muerte soñada en el duelo a cuchillo y
tener por fin una experiencia que transforme su vida en un relato épico. Se
trata del ejemplar descabalado de la traducción al alemán de Gustav Weil
de las Mil y una noches, el libro por el que Dahlmann, no sin cierta dosis
de orientalismo, sufre el accidente que lo condujo hasta el arrabal de la
especie humana, no muy lejos del umbral entre la vigilia y el sueño donde
la voz de Sherezade mantiene viva la llama de los relatos. Las ilustraciones
del libro son las que en el sanatorio decoraron las pesadillas de Dahlmann,
devorado por la pura intensidad de la fiebre. Y en el tren que lo lleva ha-
cia la estancia, el libro que descansa como una criatura dormida ovillada
sobre su regazo y que Dahlmann acaricia distraídamente mientras mira el
paisaje por la ventanilla es, una vez más, el primero de los cuatro volúme-
nes de las Mil y unas noches, la obra que le abrió la cabeza.
El golpe contra un marco recién pintado dice algo acerca del conflicto
entre la literatura y la vida. En un principio, lo que obstruye una lectura
que no puede esperar es una cuestión de marco, inseparable de una inten-
sidad animal. Ávido de examinar el raro ejemplar que acaba de conseguir,
Dahlmann no pudo esperar “que bajara el ascensor y subió con apuro las
escaleras”, sin casi sentir el impacto con la ventana abierta que la narración,
en primera instancia y anticipando el contacto con el gato, atribuye al roce
de un animal –“¿un murciélago, un pájaro?” (OC 1: 525).
Si la lectura tiene para Dahlmann la intensidad de una vida, ¿qué quie-
re decir entonces que, durante el viaje en tren, Dahlmann “cerraba el li-
bro y se dejaba simplemente vivir”, mientras la felicidad de ser, ligada a la
quietud y el abandono a lo que sucede, “lo distraía de Shahrazad y de sus
milagros superfluos” (OC 1: 527)? El gesto de cerrar el libro traza a primera
vista una línea de partición que separa y articula el puro acto de una litera-
tura marcada por el exotismo orientalista, la erudición, las bibliotecas, los
laberintos temporales y las paradojas filosóficas, y el mundo de los cuer-
pos, la felicidad antinarrativa de la experiencia plenamente vivida que, en
la lógica de los paraísos perdidos, significa para Dahlmann dar o recibir la
98
muerte.7 Conocemos bien el litigio porque es una partición interna a una
ficción que construye con lo que nunca se ha vivido o nunca se ha tenido
–“vida y muerte le han faltado a mi vida” (OC 1: 177)– una obra dedicada
Fermín Rodríguez

activamente a perder y a transfigurar lo perdido en mito.8


De todos modos, ese gozoso “dejarse vivir” por la luz de la mañana
y la primera frescura del otoño, por los ranchos sin revoque de las orillas,
los caminos de tierra, las lagunas, los sembrados y la hacienda mirando
pasar los trenes, tan ilimitado como el campo visual de la llanura, es una
pura afección que no habría que confundir con la vida de los hombres
activos que viven en el orden cronológico de la totalidad, capaces de con-
cebir grandes fines y de enfrentarse enérgicamente a otras voluntades en
el campo de la política.
¿Cuál es entonces el Dahlmann que, dividido por la felicidad, “se de-
jaba simplemente vivir”? Porque la vida del hombre que rehace su vida y
avanza “por el día otoñal y por la geografía de la patria”, es y no es la vida
del enfermo que exteriormente no se mueve, “encarcelado en un sanatorio
y sujeto a metódicas servidumbres”, alejado de cualquier teatro de la ac-
ción y en la que ya no se lucha (OC 1: 527). La clave está en la yuxtaposición
de dos series temporales que no se excluyen: en su dejarse ser, Dahlmann
es, “a un tiempo” (OC 1: 527), agente y paciente, activo y pasivo al mismo
tiempo. En una serie, Dahlmann es un ser de deseo, dueño otra vez de sí
mismo, rumbo a la estancia donde por fin va a poder concretar “la idea

7  Para Alan Pauls, la oposición entre literatura y vida sostiene una concepción literaria
donde se da por sentado que “lo que define a la vida como tal es la intervención de la
muerte, o en todo caso ese factor dramático que se resume en la expresión ‘de vida o
muerte”. Indigna de llamarse ‘vida’, la vida ‘puramente’ literaria de Borges “careció de
ese factor dramático” (31).
8  El duelo en Borges es lucha y confrontación tanto como pérdida y aflicción (Rodrí-
guez, “Saber dar muerte”).
abstracta de posesión” (OC 1: 525); en la otra serie, la vida está en Dahl-
mann como lo impersonal, la vida contemplativa de un cuerpo arrancado
de su marco identitario y proyectado a otro espacio donde lo activo y lo
pasivo entran en un vertiginoso movimiento de indistinción más allá de
todo sujeto y de todo objeto.
Extraño poder el de Dahlmann, el de dejar que, en su inactividad y su
quietud, privado de voluntad y de deseo, las cosas simplemente sean –un
poder que le permite acceder a un estado de desinterés y de dichosa indife-
99
rencia donde se constituye a sí mismo como pasivo.9 Se trata de una estéti-
ca, que es menos un interés por el arte (“Dahlmann cerraba el libro...”) que
un saber que no señala ni causas ni efectos, emancipado de la esfera de

Sueños de la llanura. Ficción y política en Borges


los fines y orientado hacia la absoluta singularidad de la existencia como
concatenación de cosas, eventos y percepciones inconexas, sin fin.
Pero a diferencia de la pura pasividad del gato perezoso, la indolencia
de Dahlmann en ese dejarse “simplemente vivir” es, como diría Agamben,
activamente pasiva, de manera que “activo” y “pasivo” (¿quién deja vivir a
quién?) entran en una zona de indistinción donde el lenguaje se moviliza
para hacer surgir el impersonal.10 Líneas de vida y de escritura se trenzan
ahora en un enunciado que se apropia de un cuerpo y lo desvía de su sen-
tido de mero organismo viviente, siguiendo una potencia de desterritoria-
lización asociada a lo vibrante de un devenir.
Suspendida toda obra y a medida que se aleja de la enfermedad y del
cansancio, Dahlmann contempla en estado de beatitud una vida imperso-
nal gozando de sí misma –una pura potencia de obrar flotando sobre la
llanura como una bruma de virtualidades vitales o letales que, a partir de
cierta disposición estética, empujan la literatura fuera de sus límites para
hacerla soñar con su propia supresión. Una escritura entre líneas de vida
y de muerte, de salud y enfermedad, de movimiento y reposo, de acción e
inacción, de sueño y de vigilia.

9  En la ética de Schopenhauer, explican Allan Janik y Stephen Toulmin en La Viena de


Wittgenstein, “el hombre moral es esencialmente pasivo” (citado por Janik y Toulim 198).
10  En “La inmanencia absoluta”, Giorgio Agamben analiza el modo en el que Spinoza
se sirve de la forma del verbo reflexivo, como “pasearse”, para expresar una acción en la
cual no solamente “la categoría gramatical de activo y pasivo, sujeto y objeto, transitivo
e intransitivo, pierden su significado”, sino que “medio y fin, potencia y acto, facultad y
ejercicio, entran en una zona de absoluta indeterminación” (85).
La vida es sueño

Sin preocuparse por comprender, Dahlmann mira ociosamente por la


ventanilla en lo que Agamben llama “estado de paisaje” (El uso 178), de-
jándose afectar por un desfile de acontecimientos sensibles producidos
por el simple paso de un tiempo que va sin plan, indiferente a los encade-
namientos de acciones que componen de ordinario la trama de las ficcio-
nes. Son, dice el texto, “sueños de la llanura” (OC 1: 527) entrando por la
100 ventanilla del tren como bloques de sensación absolutamente imperso-
nales, vinculados al “tiempo que hace” (luz, temperatura, los colores que
descienden del aire) y a la absoluta singularidad de la existencia.
La idea de un personaje soñando su muerte viene de la última chispa
Fermín Rodríguez

de vida de Hawthorne, que murió en 1864 mientras dormía. “Nada nos


veda imaginar que murió soñando”, propone Borges en una conferencia
sobre Nathaniel Hawthorne del año 1949, “y hasta podemos inventar la
historia que soñaba” (OC 2: 63). Esa historia que “algún día, acaso, escribi-
ré”, es, evidentemente, la historia del duelo que le pone puntos suspensi-
vos al final de Dahlmann.11
No fue lo único que Borges encontró entre los papeles del autor de
“Wakefield”. Hawthorne también dejó anotado en su diario el proyecto
de escribir un cuento “que fuera como un sueño verdadero, y que tuviera
la incoherencia, las rarezas y la falta de propósito de los sueños” (OC 2:
61). Existen relatos que cuentan un sueño, pero lo que hasta principios
del siglo XIX nunca había sido intentado, para asombro de Hawthorne
(que no llegó a leer ni a Carroll ni a Kafka), era un relato que pareciera un
sueño, dominado por la ambivalencia de sus elementos y la multiplicidad
del sentido. Digamos que “El Sur” se dedica a expandir esa intuición, tra-
bajando en la lógica de la causalidad férrea del cuento con la condensación y
el desplazamiento de los materiales del accidente (el roce en la frente con
el marco recién pintado, el pinchazo de la aguja, el traslado al hospital, el
rostro del enfermero, etc.).

11  Reflexionando sobre el final, la conclusión y el cierre de un cuento, a Piglia no se


le pasa por alto que en “Nathaniel Hawthorne” ya está anunciado “El Sur”. Acerca de la
forma del final en “El Sur”, dice Piglia: “La idea de un final abierto que es como un sueño,
como un resto que se agrega a la historia y la cierra, está en varios cuentos de Borges”
(“Nueva tesis sobre el cuento” 129).
Pero junto a los argumentos sin desarrollar –comenta Borges al pa-
sar– Hawthorne dejó seis volúmenes cubiertos con miles de impresiones
triviales, momentos cualesquiera inaceptables como invenciones que no
tienden hacia ningún final, producidos por el simple paso del tiempo (“el
movimiento de una gallina, la sombra de la rama de un árbol contra la
pared”). Borges lee en esa proliferación de fragmentos sueltos de vida in-
activa, dilatable hasta el infinito, pequeñas dosis de efecto de realidad que
le servían a Hawthorne “para demostrarse a sí mismo que él era real” (OC
101
2: 61). Yo tengo para mí que ese flujo de vida absolutamente impersonal
que cruza los diarios de Hawthorne, no divisible en biografemas, es un
modo de ser inédito del tiempo que recuerda el puro presente afectivo que

Sueños de la llanura. Ficción y política en Borges


envuelve a Dahlmann cuando contempla el paisaje desde el tren, dejándo-
se cubrir por la fina capa de acontecimientos que entran por la ventanilla
como una nube de polvo, sin forma ni cronología ni significación alguna.
¿Quién escribió entonces “El Sur”, el relato de una vida que se vuelve
el sueño impersonal de una llanura nostálgica y literaria, soñada tantas
veces por un lector de la gauchesca devenido autor de su propio fin? Si los
sueños son ficciones, creaciones literarias,12 digamos que Dahlmann, en el
acto de fraguar un duelo con su desdicha, hace literatura mientras sueña,
recurriendo a la potencia impersonal de un imaginario épico incorporado
–hecho cuerpo– en, sin irnos muy lejos, “el hábito de las estrofas del Martín
Fierro” (OC 1: 525).
Pero si el sueño, con sus mecanismos metafóricos y metonímicos, es
el “autor de representaciones” como las que pueblan “El Sur”, entonces
Dahlmann, abandonado a lo que le sucede en otra parte, no tiene sobre la
escena ningún otro poder que el de quedar expuesto a la propia impoten-
cia. Soñante y soñado, Dahlmann es el sueño mismo, la escena, el personaje,
el espectador, el argumento y cada una de las palabras y las imágenes que
componen la historia, vuelto inoperoso por la serie de imágenes que él
mismo va soñando. Una vez más, la inacción se vuelve activa y Dahlmann
se deja soñar como quien se deja vivir por la fuerza de desindividualiza-
ción de una vida inactiva e impersonal que se hace escuchar en medio de
una historia que opone a las operaciones creativas del autor todopoderoso

12  “Si pensamos que el sueño es una obra de ficción” –como cree Borges en “La pesa-
dilla”–, “posiblemente sigamos fabulando en el momento de despertarnos y cuando,
después, los contamos” (Siete noches 48).
otra poética basada en la potencia preindividual del sueño. El poder de
invención de los sueños –una potencia que todos tenemos– señala el ca-
mino de cómo debe ser una literatura no sometida a las formas de la cau-
salidad natural del realismo, un poder donde las insuficiencias de la vida
se transforman en una vida grande e intensa gracias al poder sanador de
las ficciones. Dicha literatura está identificada con la impersonalidad del
cuento y su trabajo con una materia ficcional que los narradores de Borges
“por rama materna” encuentran ya dada en esas escenas de transmisión
102
oral de la experiencia que enmarcan tantos de sus relatos. Un cuento así
no está escrito por nadie, y es en este sentido que Rancière, justamente a
propósito de Borges, puede decir que el cuento es “la manifestación de lo
Fermín Rodríguez

impersonal” (“Borges et le mal français” 152) y hacer que confluya con la


impersonalidad del sueño.
Pero el sueño soñado por Dahlmann mientras se muere es un sueño
doble: por un lado, el sueño que recibe del soñante una forma narrativa
épica, contado –escrito– desde la perspectiva del que despierta y cuenta
lo que soñó relacionando las cosas unas con otras por asociaciones inven-
tadas (la “pesadilla de lo causal” del cuento); por el otro, la ensoñación
múltiple y simultánea de Dahlmann, habitando en otro tiempo que el
de la sucesión, donde las cosas coexisten y la intriga se reduce al mínimo
porque en el vacío de la llanura no había nada que pudiera pasar. Los dos
sueños, paralelos como las vías de un tren, nunca serán iguales entre sí;
siempre habrá un desequilibrio porque la división entre la temporalidad
sucesiva y la simultánea es imperfecta y deja un exceso que está en lo real,
insignificante, diminuto como una miga de pan.

Touché

Enmarcado por la ventanilla del tren, Dahlmann flota en una atmósfera


onírica como un animal poético, dejándose atravesar por la serie de imá-
genes que la indolencia de la ensoñación le trae desde una tierra de nadie
donde el viaje sin objeto del pensamiento, desligado de los imperativos
de la acción narrativa, expresa la forma poética del vivir y del actuar de un
sujeto cualquiera que no conoce la muerte, capaz de producir una inten-
sidad afirmativa de la vida que lo aleje del dolor y de la mera superviven-
cia. Dahlmann se desentiende del “mecanismo de los hechos” (OC 1: 528),
que dejó de importarle porque en el tejido temporal que lo envuelve, los
acontecimientos son momentos cualesquiera que coexisten horizontalmen-
te sobre una llanura dilatada hasta el infinito, donde las cosas suceden sin
explicación.
La incertidumbre por el tipo de realidad que se narra llega hasta el epi-
sodio del almacén de campo. El tren se detiene en medio de la llanura, en
una estación anterior a la habitual; y mientras espera el vehículo que lo
llevará hasta la estancia, Dahlmann decide matar el tiempo cenando. La
escena de la espera en el café de la calle Brasil, antes de subirse al tren, se
103
repite, desplazada. Como a la realidad del cuento le gustan las simetrías, la
jardinera que va a transportarlo hasta la casa repite el coche de plaza en el
que había llegado al hospital y el que después lo llevó, convaleciente, hasta

Sueños de la llanura. Ficción y política en Borges


Constitución; y el hombre que lo atiende en el almacén se parece a uno de
los empleados del sanatorio. También hay, acurrucado contra el mostrador,
un ser viviente “fuera del tiempo, en una eternidad” (OC 1: 528), que repite
la inmovilidad y el carácter extemporáneo del gato perezoso. Pero no es un
gato, sino un criollo muy viejo, “oscuro, chico y reseco” (OC 1: 528), pulido
por los años “como las aguas a una piedra o las generaciones de los hom-
bres a una sentencia” (OC 1: 528), que lleva en el cuerpo, sedimentadas, las
huellas de la tradición. Se trata, como diría un naturalista viajero, de un be-
llo ejemplar de gaucho del siglo XIX, vestido con vincha, poncho, chiripá y
botas de potro que para regocijo del Dahlmann criollista, confirman que en
el Sur las tradiciones siguen vivas y que gauchos como ésos, emblemáticos
del ser nacional, no solo existen en los libros de la gauchesca.
Los que también existen como telón de fondo, aunque Dahlmann ape-
nas los registre, son los tres peones de chacra que beben en la mesa de al
lado. De allí viene la bolita de miga que le roza la cara y que le hace abrir
el volumen de las Mil y una noches como modo de protegerse, de “tapar
la realidad” (OC 1: 529) de lo que está ocurriendo o incluso de curarse de
ello. Pero abrir un libro no ayuda demasiado: a Dahlmann no lo provocan
mientras está leyendo; lo provocan porque está leyendo con una manse-
dumbre lectora que no es inocente ni totalmente libre de odio. Viajar con
un libro tan vinculado a su desdicha, ¿no era después de todo “un desafío
alegre y secreto a las frustradas fuerzas del mal” (OC 1: 527), “fuerzas” en-
carnadas hasta ayer en la enfermedad y enmascaradas ahora por los “ras-
gos achinados y torpes” del peón con aire de compadrito (OC 1: 529)?
La escena cambia de signo cuando Dahlmann es llamado por su nom-
bre. Son palabras conciliadoras, pronunciadas por el patrón del almacén
(“Señor Dahlmann, no haga casa a esos mozos”), que no hacen más que
agravar la situación desde el momento en que convierten el desafío de los
peones, dirigido “a una cara accidental, casi a nadie”, en una afrenta “con-
tra él y contra su nombre” (OC 1: 529). La línea de devenir impersonal que
lo arrastra fuera de sí se detiene y Dahlmann, después de haber perdido
momentáneamente la sociedad, la familia, el trabajo, la clase o algo que
104
lo represente, es devuelto a la identidad y al lugar social que le correspon-
den. El llamado de un patrón a otro restaura un orden, asignándole a Dahl-
mann lo que al trabajador rural se le niega: un linaje de propietarios, de pa-
Fermín Rodríguez

trones paternalistas, un pasado familiar y de clase de los que el peón carece.


Después de todo, el peón es un proletario rural, una no persona que vive
y se reproduce sin poseer ni transmitir propiedades ni nombre alguno, la
parte de los que no tienen parte –apenas unas migajas– en la narrativa de
la élite que ve en los gauchos y los compadritos de ayer, tanto como en la
horda bárbara de cabecitas negras contemporáneos de Dahlmann, la causa
de todos los males.
Si no fuera así, ¿de dónde viene entonces ese sujeto colectivo que llena
el espacio público de gritos, risas y obscenidades, si no es del horror a la
masa, a ser tocado, rozado, afectado por ella; del miedo a un accionar gru-
pal irracional y violento, que –no quiero perderlo de vista– el sueño passive
agressive de Dahlmann provoca cuando en su apasionada pasividad de so-
ñante se proyecta como víctima de la masculinidad agresiva y resentida de
los jóvenes peones de la mesa de al lado, dobles siniestros del criollo pla-
tónico que tanto fascina a Dahlmann? Sobre todo si lo que los envalentona
no es solo el alcohol, la testosterona y el olor a sangre, sino un conjunto de
leyes que los reconoce como sujetos de derecho, beneficiarios de medidas
imperdonables para los grandes propietarios rurales –eventualmente, con
campos en el Sur de la provincia– como el Estatuto del Peón Rural de 1944,
que regula por primera vez el salario, la jornada de trabajo, el aguinaldo,
las vacaciones, las condiciones de alojamiento y de higiene de los asalaria-
dos rurales.13

13  El Estatuto del Peón Rural estableció por primera vez una regulación del trabajo ru-
ral de acuerdo a los principios del Derecho Laboral. Fue sancionado en 1944 a instancias
Coleridge dice que las imágenes de una pesadilla –y un sueño siempre
es, de alguna manera, una “pesadilla moderada” (Lacan 123)– no son la
causa del horror experimentado por el soñante, sino su efecto. “El males-
tar genera la esfinge, no la esfinge el horror”, explica Borges a propósito
de la causalidad de la pesadilla (“Las pesadillas y Franz Kafka”, en Textos
recobrados, 112). Lo importante no son las imágenes, sino la peculiar im-
presión que produce en el soñante; la red afectiva que lo atrapa y que lo
envuelve sin hacer intervenir el lenguaje. La emoción es un fenómeno in-
105
dividual, codificado y nombrado; el afecto es en cambio impersonal, y se
resiste al lenguaje porque pasa entre los cuerpos, para manifestarse, no sin
roces y fricciones entre mesa y mesa, en el terreno de la vida en común que

Sueños de la llanura. Ficción y política en Borges


aproxima y mezcla a Dahlmann con los peones. La vida se está jugando
en ese intervalo entre cuerpos activados por “la multiplicación del mie-
do y de la constante irritación de lo social” que Gabriel Giorgi encuentra
funcionando en el anonimato virulento de los discursos del odio que, hoy
igual como en 1953 –fecha de publicación del cuento–, están fracturando
la sociedad a lo largo de líneas de clase y de raza y resignificando polémi-
camente lo que se entiende por democracia.14
¿Quién provoca entonces a quién? Como quien tira una miga y escon-
de la mano que escribe, el sueño de Dahlmann, autor de odiosas repre-
sentaciones, provoca –induce, elabora, fabula– la provocación, provoca que
lo provoquen por medio de proyecciones, inversiones, desdoblamientos,
condensaciones y desplazamientos de fantasías que circulan por el sub-
suelo de los discursos, incitando el conflicto, el litigio, la guerra, la fricción
y los roces como representación de una sociedad donde no hay espacios
públicos que no estén atravesados por microviolencias de clase, de raza y
de género que dividen internamente la población y deshacen toda chance
de vida en común entre alguien como Dahlmann y ese monstruo de tres
cabezas venido de la biopolítica, racializado y animalizado por una serie
de operaciones de naturalización de lo social que hacen aparecer los len-
guajes de lo biológico, de la raza y de la especie a la hora de elaborar los

de Juan Domingo Perón, por entonces secretario de Trabajo y Previsión, y derogado en


1980 por la Junta Militar. Un nuevo estatuto fue aprobado en 2011.
14  Entre los afectos y el lenguaje, el odio –muestra Giorgi– es una intensidad que
recurre a las guerras de subjetividad no para destruir al enemigo sino para dividir la
población a la largo de divisiones de clase, de raza y de género (Las vueltas del odio 48).
antagonismos políticos y trazar nuevas fronteras entre cuerpos mezclados
por la igualdad. Los “rasgos achinados y torpes” del peón con ojos de gato
no están suavizados ni pulidos por los años, como lo está rostro del viejo
gaucho sentencioso, petrificado por el mito. Cifra de una totalidad orgáni-
ca perdida, el criollo “puro” de la cultura nacional y popular del siglo XIX
es un arcaísmo que, en la lógica de la guerra, viene del pasado a poner los
cuerpos y las cosas en su lugar; a sanar, a punta de cuchillo, las heridas que
el desorden de la igualdad abrió en un presente saturado de micropolíticas
106
del cuerpo, de la enfermedad, de la sangre y de la herencia, de los afectos y
del miedo a ser tocado por una bolita de masa, hecha de pan o de cuerpos
que pueblan en exceso el espacio social. Ser herido es ser tocado, como
Fermín Rodríguez

cuando en un duelo se exclama touché.

Vamos saliendo

Alguien dejó en el cuento una ventana abierta como para que se cuelen en
él corrientes afectivas impersonales y colectivas que van directo al cuerpo
del sueño sin pasar por el yo, y que la literatura exterioriza por medio de
obras que, en sus distracciones, un poco a ciegas como quien sube una
escalera a las apuradas y se da la cabeza contra un marco, trafican con las
fuerzas secretas de una época, desbaratando la lógica de las historias bien
organizados, cerradas y selladas desde adentro por la composición racio-
nal del argumento.
En cambio, la “lógica peculiar que da el odio” (OC 1: 583), la misma
que lleva a Dahlmann a aceptar el duelo con un desconocido, es contradic-
toria, incoherente y arbitraria, y flota por encima de la experiencia separa-
da del narrar, allí donde el mecanismo de los hechos –lo dice el cuento de
Dahlmann– ya no importa. Ese odio “fantástico” no tiene sentido, pero da
sentido al producir retrospectivamente un orden temporal, como señala
Pauls acerca del duelo como momento marcado en el que el sentido abun-
da y un hombre sabe para siempre quién es (40-41). ¿Pero sabrá lo que su
cuerpo puede; el odio del que es capaz? La vitalidad del odio como afecto
preparado por la enfermedad y el dolor es una intensidad ligada al cuerpo
que, a la vez, desnarrativiza la acción y desordena la temporalidad.
El “vamos saliendo” con el que el peón, cuchillo en mano, lo invita a
dejar el almacén apunta a los confines del lenguaje, allí donde se terminan
las palabras y solo se escucha un silencio poblado de roces, gritos y friccio-
nes. Dahlmann “sintió, al atravesar el umbral” (OC 1: 530) y poner un pie
afuera del lenguaje, algo que no puede ser articulado en palabras porque
está más allá de lo expresado por un encadenamiento narrativo. Hay que
salir del texto autónomo para captar esa euforia, porque la rabiosa política
que corre silenciosamente por las venas de Dahlmann es también la polí-
tica de una literatura en duelo perpetuo consigo misma, con la capacidad
de ser afectada y dejarse tocar por las fuerzas del presente.
107

Fermín A. Rodríguez
CONICET/Universidad de Buenos Aires

Sueños de la llanura. Ficción y política en Borges


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