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Peter Pan

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Un clásico de todos los tiempos: la historia del niño que no quiere crecer ni hacerse

mayor, pero busca en Wendy la madre que no tiene; con ella y con otros niños que
viven en el hueco de los árboles del país de Nunca Jamás, viven multitud de
aventuras, entre otras la batalla contra el capitán Garfio y su banda de piratas.

Página 2
J. M. Barrie

Peter Pan
ePub r1.4
Titivillus 02.10.2020

Página 3
Título original: Peter and Wendy
J. M. Barrie, 1911

Editor digital: Titivillus


ePub base r2.1

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Aparece Peter

Todos los niños crecen, excepto uno. No tardan en saber que van a crecer y Wendy lo
supo de la siguiente manera. Un día, cuando tenía dos años, estaba jugando en un
jardín, arrancó una flor más y corrió hasta su madre con ella. Supongo que debía estar
encantadora, ya que la señora Darling se llevó la mano al corazón y exclamó:
—¡Oh, por qué no podrás quedarte así para siempre!
No hablaron más del asunto, pero desde entonces Wendy supo que tenía que
crecer. Siempre se sabe eso a partir de los dos años. Los dos años marcan el principio
del fin.
Como es natural, vivían en el 14 y hasta que llegó Wendy su madre era la persona
más importante. Era una señora encantadora, de mentalidad romántica y dulce boca
burlona. Su mentalidad romántica era como esas cajitas procedentes del misterioso
Oriente, que van unas dentro de las otras y que por muchas que uno descubra siempre
hay una más; y su dulce boca burlona guardaba un beso que Wendy nunca pudo
conseguir, aunque allí estaba, bien visible en la comisura derecha.
Así es como la conquistó el señor Darling: los numerosos caballeros que habían
sido muchachos cuando ella era una jovencita descubrieron simultáneamente que
estaban enamorados de ella y todos corrieron a su casa para declararse, salvo el señor
Darling, que tomó un coche y llegó el primero y por eso la consiguió. Lo consiguió
todo de ella, menos la cajita más recóndita y el beso. Nunca supo lo de la cajita y con
el tiempo renunció a intentar obtener el beso. Wendy pensaba que Napoleón podría
haberlo conseguido, pero yo me lo imagino intentándolo y luego marchándose
furioso, dando un portazo.
El señor Darling se vanagloriaba ante Wendy de que la madre de ésta no sólo lo
quería, sino que lo respetaba. Era uno de esos hombres astutos que lo saben todo
acerca de las acciones y las cotizaciones. Por supuesto, nadie entiende de eso
realmente, pero él daba la impresión de que sí lo entendía y comentaba a menudo que

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las cotizaciones estaban en alza y las acciones en baja con un aire que habría hecho
que cualquier mujer lo respetara.
La señora Darling se casó de blanco y al principio llevaba las cuentas
perfectamente, casi con alegría, como si fuera un juego, y no se le escapaba ni una col
de Bruselas; pero poco a poco empezaron a desaparecer coliflores enteras y en su
lugar aparecían dibujos de bebés sin cara. Los dibujaba cuando debería haber estado
haciendo la suma total. Eran los presentimientos de la señora Darling.
Wendy llegó la primera, luego John y por fin Michael. Durante un par de semanas
tras la llegada de Wendy estuvieron dudando si se la podrían quedar, pues era una
boca más que alimentar. El señor Darling estaba orgullosísimo de ella, pero era muy
honrado y se sentó en el borde de la cama de la señora Darling, sujetándole la mano y
calculando gastos, mientras ella lo miraba implorante. Ella quería correr el riesgo,
pasara lo que pasara, pero él no hacía las cosas así: él hacía las cosas con un lápiz y
un papel y si ella lo confundía haciéndole sugerencias tenía que volver a empezar
desde el principio.
—No me interrumpas —le rogaba—. Aquí tengo una libra con diecisiete y dos
con seis en la oficina; puedo prescindir del café en la oficina, pongamos diez
chelines, que hacen dos libras, nueve peniques y seis chelines, con tus dieciocho y
tres hacen tres libras, nueve chelines y siete peniques… ¿quién está moviéndose?…
ocho, nueve, siete, coma y me llevo siete… no hables, mi amor… y la libra que le
prestaste a ese hombre que vino a la puerta… calla, niña… coma y me llevo, niña…
¡ves, ya está mal!… ¿he dicho nueve libras, nueve chelines y siete peniques? Sí, he
dicho nueve libras, nueve chelines y siete peniques; el problema es el siguiente:
¿podemos intentarlo por un año con nueve libras, nueve chelines y siete peniques?
—Claro que podemos, George —exclamó ella. Pero estaba predispuesta en favor
de Wendy y, en realidad, de los dos, él era quien tenía un carácter más fuerte.
—Acuérdate de las paperas —le advirtió casi amenazadoramente y se puso a
calcular otra vez—. Paperas una libra, eso es lo que he puesto, pero seguro que serán
más bien treinta chelines… no hables… sarampión una con quince, rubeola media
guinea, eso hace dos libras, quince chelines y seis peniques… no muevas el dedo…
tos ferina, pongamos que quince chelines…
Y así fue pasando el tiempo y cada vez daba un total distinto; pero al final Wendy
pudo quedarse, con las paperas reducidas a doce chelines y seis peniques y los dos
tipos de sarampión considerados como uno solo.
Con John se produjo la misma agitación y Michael se libró aún más por los pelos,
pero se quedaron con los dos y pronto se veía a los tres caminando en fila rumbo al
jardín de Infancia de la señora Fulsom, acompañados de su niñera.
A la señora Darling le encantaba tener todo como es debido y el señor Darling
estaba obsesionado por ser exactamente igual que sus vecinos, de forma que, como es
lógico, tenían una niñera. Como eran pobres, debido a la cantidad de leche que bebían
los niños, su niñera era una remilgada perra de Terranova, llamada Nana, que no

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había pertenecido a nadie en concreto hasta que los Darling la contrataron. Sin
embargo, los niños siempre le habían parecido importantes y los Darling la
conocieron en los jardines de Kensington, donde pasaba la mayor parte de su tiempo
libre asomando el hocico al interior de los cochecitos de los bebés y era muy odiada
por las niñeras descuidadas, a las que seguía hasta sus casas y luego se quejaba de
ellas ante sus señoras. Demostró ser una joya de niñera. Qué meticulosa era a la hora
del baño, lo mismo que en cualquier momento de la noche si uno de sus tutelados
hacía el menor ruido. Por supuesto, su perrera estaba en el cuarto de los niños. Tenía
una habilidad especial para saber cuándo no se debe ser indulgente con una tos y
cuándo lo que hace falta es abrigar la garganta con un calcetín. Hasta el fin de sus
días tuvo fe en remedios anticuados como el ruibarbo y soltaba gruñidos de desprecio
ante toda esa charla tan de moda sobre los gérmenes y cosas así. Era una lección de
decoro verla cuando escoltaba a los niños hasta la escuela, caminando con
tranquilidad a su lado si se portaban bien y obligándolos a ponerse en fila otra vez si
se dispersaban. En la época en que John comenzó a ir al colegio jamás se olvidó de su
jersey y normalmente llevaba un paraguas en la boca por si llovía. En la escuela de la
señorita Fulsom hay una habitación en el bajo donde esperan las niñeras. Ellas se
sentaban en los bancos, mientras que Nana se echaba en el suelo, pero ésa era la
única diferencia. Ellas hacían como si no la vieran, pues pensaban que pertenecía a
una clase social inferior a la suya y ella despreciaba su charla superficial. Le
molestaba que las amistades de la señora Darling visitaran el cuarto de los niños, pero
si llegaban, primero le quitaba rápidamente a Michael el delantal y le ponía el de
bordados azules, le arreglaba a Wendy la ropa y le alisaba el pelo a John.
Ninguna guardería podría haber funcionado con mayor corrección y el señor
Darling lo sabía, pero a veces se preguntaba inquieto si los vecinos hacían
comentarios.
Tenía que tener en cuenta su posición social.
Nana también le causaba otro tipo de preocupación. A veces tenía la sensación de
que ella no lo admiraba.
—Sé que te admira horrores, George —le aseguraba la señora Darling y luego les
hacía señas a los niños para que fueran especialmente cariñosos con su padre.
Entonces se organizaban unos alegres bailes, en los que a veces se permitía que
participara Liza, la única otra sirvienta. Parecía una pizca con su larga falda y la cofia
de doncella, aunque, cuando la contrataron, había jurado que ya no volvería a cumplir
los diez años. ¡Qué alegres eran aquellos juegos! Y la más alegre de todos era la
señora Darling, que brincaba con tanta animación que lo único que se veía de ella era
el beso y si en ese momento uno se hubiera lanzado sobre ella podría haberlo
conseguido. Nunca hubo familia más sencilla y feliz hasta que llegó Peter Pan.
La señora Darling supo por primera vez de Peter cuando estaba ordenando la
imaginación de sus hijos. Cada noche, toda buena madre tiene por costumbre,
después de que sus niños se hayan dormido, rebuscar en la imaginación de éstos y

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ordenar las cosas para la mañana siguiente, volviendo a meter en sus lugares
correspondientes las numerosas cosas que se han salido durante el día. Si pudierais
quedaros despiertos (pero claro que no podéis) veríais cómo vuestra propia madre
hace esto y os resultaría muy interesante observarla. Es muy parecido a poner en
orden unos cajones. Supongo que la veríais de rodillas, repasando divertida algunos
de vuestros contenidos, preguntándose de dónde habíais sacado tal cosa,
descubriendo cosas tiernas y no tan tiernas, acariciando esto con la mejilla como si
fuera tan suave como un gatito y apartando rápidamente esto otro de su vista. Cuando
os despertáis por la mañana, las travesuras y los enfados con que os fuisteis a la cama
han quedado recogidos y colocados en el fondo de vuestra mente y encima, bien
aireados, están extendidos vuestros pensamientos más bonitos, preparados para que
os los pongáis.
No sé si habéis visto alguna vez un mapa de la mente de una persona. A veces los
médicos trazan mapas de otras partes vuestras y vuestro propio mapa puede resultar
interesantísimo, pero a ver si alguna vez los pilláis trazando el mapa de la mente de
un niño, que no sólo es confusa, sino que no para de dar vueltas. Tiene líneas en
zigzag como las oscilaciones de la temperatura en un gráfico cuando tenéis fiebre y
que probablemente son los caminos de la isla, pues el País de Nunca Jamás es
siempre una isla, más o menos, con asombrosas pinceladas de color aquí y allá, con
arrecifes de coral y embarcaciones de aspecto veloz en alta mar, con salvajes y
guaridas solitarias y gnomos que en su mayoría son sastres, cavernas por las que
corre un río, príncipes con seis hermanos mayores, una choza que se descompone
rápidamente y una señora muy bajita y anciana con la nariz ganchuda. Si eso fuera
todo sería un mapa sencillo, pero también está el primer día de escuela, la religión,
los padres, el estanque redondo, la costura, asesinatos, ejecuciones, verbos que rigen
dativo, el día de comer pastel de chocolate, ponerse tirantes, dime la tabla del nueve,
tres peniques por arrancarse un diente uno mismo y muchas cosas más que son parte
de la isla o, si no, constituyen otro mapa que se transparenta a través del primero y
todo ello es bastante confuso, sobre todo porque nada se está quieto.
Como es lógico, los Países del Nunca Jamás son muy distintos. El de John, por
ejemplo, tenía una laguna con flamencos que volaban por encima y que John cazaba
con una escopeta, mientras que Michael, que era muy pequeño, tenía un flamenco
con lagunas que volaban por encima. John vivía en una barca encallada del revés en
la arena, Michael en una tienda india, Wendy en una casa de hojas muy bien cosidas.
John no tenía amigos, Michael tenía amigos por la noche, Wendy tenía un lobito
abandonado por sus padres; pero en general los Países de Nunca Jamás tienen un
parecido de familia y si se colocaran inmóviles en fila uno tras otro se podría decir
que las narices son idénticas, etcétera. A estas mágicas tierras arriban siempre los
niños con sus barquillas cuando juegan. También nosotros hemos estado allí: aún
podemos oír el ruido del oleaje, aunque ya no desembarcaremos jamás.

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De todas las islas maravillosas la de Nunca Jamás es la más acogedora y la más
comprimida: no se trata de un lugar grande y desparramado, con incómodas
distancias entre una aventura y la siguiente, sino que todo está agradablemente
amontonado. Cuando se juega en ella durante el día con las sillas y el mantel, no da
ningún miedo, pero en los dos minutos antes de quedarse uno dormido se hace casi
realidad. Por eso se ponen luces en las mesillas.
A veces, en el transcurso de sus viajes por las mentes de sus hijos, la señora
Darling encontraba cosas que no conseguía entender y de éstas la más desconcertante
era la palabra Peter. No conocía a ningún Peter y, sin embargo, en las mentes de John
y Michael aparecía aquí y allá, mientras que la de Wendy empezaba a estar invadida
por todas partes de él. El nombre destacaba en letras mayores que las de cualquier
otra palabra y mientras la señora Darling lo contemplaba le daba la impresión de que
tenía un aire curiosamente descarado.
—Sí, es bastante descarado —admitió Wendy a regañadientes. Su madre le había
estado preguntando.
—¿Pero quién es, mi vida?
—Es Peter Pan, mamá, ¿no lo sabes?
Al principio la señora Darling no lo sabía, pero después de hacer memoria y
recordar su infancia se acordó de un tal Peter Pan que se decía que vivía con las
hadas. Se contaban historias extrañas sobre él, como que cuando los niños morían él
los acompañaba parte del camino para que no tuvieran miedo. En aquel entonces ella
creía en él, pero ahora que era una mujer casada y llena de sentido común dudaba
seriamente que tal persona existiera.
—Además —le dijo a Wendy—, ahora ya sería mayor.
—Oh no, no ha crecido —le aseguró Wendy muy convencida—, es de mi tamaño.
Quería decir que era de su tamaño tanto de cuerpo como de mente; no sabía cómo
lo sabía, simplemente lo sabía.
La señora Darling pidió consejo al señor Darling, pero éste sonrió sin darle
importancia.
—Fíjate en lo que te digo —dijo—, es una tontería que Nana les ha metido en la
cabeza; es justo el tipo de cosa que se le ocurriría a un perro. Olvídate de ello y ya
verás cómo se pasa.
Pero no se pasaba y no tardó el molesto niño en darle un buen susto a la señora
Darling.
Los niños corren las aventuras más raras sin inmutarse. Por ejemplo, puede que se
acuerden de comentar, una semana después de que haya ocurrido la cosa, que cuando
estuvieron en el bosque se encontraron con su difunto padre y jugaron con él. De esta
forma tan despreocupada fue como una mañana Wendy reveló un hecho inquietante.
Aparecieron unas cuantas hojas de árbol en el suelo del cuarto de los niños, hojas que
ciertamente no habían estado allí cuando los niños se fueron a la cama y la señora

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Darling se estaba preguntando de dónde habrían salido cuando Wendy dijo con una
sonrisa indulgente:
—¡Seguro que ha sido ese Peter otra vez!
—¿Qué quieres decir, Wendy?
—Está muy mal que no barra —dijo Wendy, suspirando. Era una niña muy
pulcra.
Explicó con mucha claridad que le parecía que a veces Peter se metía en el cuarto
de los niños por la noche y se sentaba a los pies de su cama y tocaba la flauta para
ella. Por desgracia nunca se despertaba, así que no sabía cómo lo sabía, simplemente
lo sabía.
—Pero qué bobadas dices, preciosa. Nadie puede entrar en la casa sin llamar.
—Creo que entra por la ventana —dijo ella.
—Pero, mi amor, hay tres pisos de altura.
—¿No estaban las hojas al pie de la ventana, mamá?
Era cierto, las hojas habían aparecido muy cerca de la ventana.
La señora Darling no sabía qué pensar, pues a Wendy todo aquello le parecía tan
normal que no se podía desechar diciendo que lo había soñado.
—Hija mía —exclamó la madre—, ¿por qué no me has contado esto antes?
—Se me olvidó —dijo Wendy sin darle importancia. Tenía prisa por desayunar.
Bueno, seguro que lo había soñado.
Pero, por otra parte, allí estaban las hojas. La señora Darling las examinó
atentamente: eran hojas secas, pero estaba segura de que no eran de ningún árbol
propio de Inglaterra. Gateó por el suelo, escudriñándolo a la luz de una vela en busca
de huellas de algún pie extraño. Metió el atizador por la chimenea y golpeó las
paredes. Dejó caer una cinta métrica desde la ventana hasta la acera y era una caída
en picado de treinta pies, sin ni siquiera un canalón al que agarrarse para trepar.
Desde luego, Wendy lo había soñado.
Pero Wendy no lo había soñado, según se demostró a la noche siguiente, la noche
en que se puede decir que empezaron las extraordinarias aventuras de estos niños.
La noche de la que hablamos, todos los niños se encontraban una vez más
acostados. Daba la casualidad de que era la tarde libre de Nana y la señora Darling
los bañó y cantó para ellos hasta que uno por uno le fueron soltando la mano y se
deslizaron en el país de los sueños.
Tenían todos un aire tan seguro y apacible que se sonrió por sus temores y se
sentó tranquilamente a coser junto al fuego.
Era una prenda para Michael, que en el día de su cumpleaños iba a empezar a usar
camisas. Sin embargo, el fuego daba calor y el cuarto de los niños estaba apenas
iluminado por tres lamparillas de noche y al poco rato la labor quedó en el regazo de
la señora Darling. Luego ésta empezó a dar cabezadas con gran delicadeza. Estaba
dormida. Miradlos a los cuatro, Wendy y Michael allí, John aquí y la señora Darling
junto al fuego. Debería haber habido una cuarta lamparilla.

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Mientras dormía tuvo un sueño. Soñó que el País de Nunca Jamás estaba
demasiado cerca y que un extraño chiquillo había conseguido salir de él. No le daba
miedo, pues tenía la impresión de haberlo visto ya en las caras de muchas mujeres
que no tienen hijos. Quizás también se encuentre en las caras de algunas madres. Pero
en su sueño había rasgado el velo que oscurece el País de Nunca Jamás y vio que
Wendy, John y Michael atisbaban por el hueco.
El sueño de por sí no habría tenido importancia alguna, pero mientras soñaba, la
ventana del cuarto de los niños se abrió de golpe y un chiquillo se posó en el suelo.
Iba acompañado de una curiosa luz, no más grande que un puño, que revoloteaba por
la habitación como un ser vivo y creo que debió de ser esta luz lo que despertó a la
señora Darling.
Se sobresaltó soltando un grito y vio al chiquillo y de alguna manera supo al
instante que se trataba de Peter Pan. Si vosotros o Wendy o yo hubiéramos estado allí
nos habríamos dado cuenta de que se parecía mucho al beso de la señora Darling. Era
un niño encantador, vestido con hojas secas y los jugos que segregan los árboles, pero
la cosa más deliciosa que tenía era que conservaba todos sus dientes de leche. Cuando
se dio cuenta de que era una adulta, rechinó las pequeñas perlas mostrándolas.

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La sombra

La señora Darling gritó y, como en respuesta a una llamada, se abrió la puerta y entró
Nana, que volvía de su tarde libre. Gruñó y se lanzó contra el niño, el cual saltó
ágilmente por la ventana. La señora Darling volvió a gritar, esta vez angustiada por
él, pues pensó que se había matado y bajó corriendo a la calle para buscar su
cuerpecito, pero no estaba allí; levantó la vista y no vio nada en la oscuridad de la
noche, salvo algo que le pareció una estrella fugaz.
Regresó al cuarto de los niños y se encontró con que Nana tenía una cosa en la
boca, que resultó ser la sombra del chiquillo. Al saltar éste por la ventana Nana la
había cerrado rápidamente, demasiado tarde para atraparlo, pero a su sombra no le
había dado tiempo de escapar: la ventana se cerró de golpe y la arrancó.
Os aseguro que la señora Darling examinó la sombra atentamente, pero era una
sombra de lo más corriente. Nana no tenía dudas sobre qué era lo mejor que se podía
hacer con esta sombra. La colgó fuera de la ventana, como diciendo: «Seguro que
vuelve a buscarla: vamos a ponerla en un sitio donde la pueda coger fácilmente sin
molestar a los niños».
Pero por desgracia la señora Darling no podía dejarla colgando de la ventana:
parecía parte de la colada y no era digno del prestigio de la casa. Se le ocurrió
enseñársela al señor Darling, pero éste estaba haciendo cálculos para los abrigos de
invierno de John y Michael, con un paño húmedo enrollado en la cabeza para
mantener el cerebro despejado y daba pena molestarlo; además, ella ya sabía
perfectamente lo que él diría:
—Todo esto ocurre por tener un perro de niñera.
Decidió enrollar la sombra y ponerla a buen recaudo en un cajón, hasta que
llegara un momento adecuado para decírselo a su marido. ¡Ay, Dios mío!
El momento llegó una semana después, en aquel viernes de amargo recuerdo.
Tenía que ser viernes, cómo no.[1]

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—Debería haber tenido especial cuidado por ser viernes —le decía después a su
marido, mientras a lo mejor Nana estaba a su otro lado, sujetándole la mano.
—No, no —le decía siempre el señor Darling—. Yo soy el responsable de todo.
Yo, George Darling, lo hice. Mea culpa, mea culpa.
Había sido educado en el estudio de los clásicos.
Así se quedaban sentados noche tras noche recordando aquel fatídico viernes,
hasta que cada detalle quedaba grabado en sus cerebros y salía por el otro lado como
las caras de una acuñación defectuosa.
—Si yo no hubiera aceptado esa invitación para cenar con los del 27 —decía la
señora Darling.
—Si yo no hubiera echado mi medicina en el tazón de Nana —decía el señor
Darling.
—Si yo hubiera fingido que me gustaba la medicina —decían los ojos húmedos
de Nana.
—Por culpa de mi afición a las fiestas, George.
—Por culpa de mi nefasto sentido del humor, mi vida.
—Por culpa de mi susceptibilidad por tonterías, queridos amos.
Entonces al menos uno de ellos se derrumbaba por completo; Nana por pensar:
«Es cierto, es cierto, no deberían haber tenido un perro de niñera». Muchas veces era
el señor Darling quien enjugaba los ojos de Nana con un pañuelo.
—¡Ese canalla! —exclamaba el señor Darling y Nana lo apoyaba con un ladrido,
pero la señora Darling nunca vituperaba a Peter: había algo en la comisura derecha de
su boca que no quería que insultara a Peter.
Se quedaban sentados en el vacío cuarto de los niños, recordando con fervor hasta
el más mínimo detalle de aquella espantosa noche. Se había iniciado de una forma
normal, exactamente igual que tantas otras noches, cuando Nana preparó el agua para
el baño de Michael y lo llevó hasta él subido en el lomo.
—No quiero irme a la cama —chilló él, como quien piensa que tiene la última
palabra sobre el asunto—. No quiero, no quiero. Nana, todavía no son las seis. Por
favor, por favor, ya no te querré más, Nana. ¡Te digo que no me quiero bañar, no y
no!
Entonces entró la señora Darling, vestida con su traje de noche blanco. Se había
arreglado temprano porque a Wendy le encantaba verla en traje de noche, con el
collar que George le había regalado. Llevaba la pulsera de Wendy en el brazo: le
había pedido que se la prestara. A Wendy le encantaba prestarle la pulsera a su madre.
Encontró a sus dos hijos mayores jugando a que eran ella misma y su padre en el
día del nacimiento de Wendy y John estaba diciendo:
—Señora Darling, me complace comunicarle que es usted madre —y lo dijo
exactamente en el mismo tono en que el señor Darling lo podría haber dicho en la
auténtica ocasión.
Wendy bailó de alegría, como lo habría hecho la auténtica señora Darling.

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Luego nació John, con la pompa extraordinaria que según él se merecía el
nacimiento de un varón y Michael volvió del baño y pidió nacer también, pero John
dijo cruelmente que ya no querían más.
Michael casi se echó a llorar.
—Nadie me quiere —dijo y, por supuesto, la señora del traje de noche no pudo
soportarlo.
—Yo sí —dijo—. Yo sí que quiero un tercer hijo.
—¿Niño o niña? —preguntó Michael, sin demasiadas esperanzas.
—Niño.
Entonces él se echó en sus brazos. Qué cosa tan insignificante para que se
acordaran de ella ahora el señor y la señora Darling y Nana, pero no tan insignificante
si aquella iba a ser la última noche de Michael en el cuarto de los niños.
Siguen con sus recuerdos.
—Fue entonces cuando entré yo como un huracán, ¿verdad? —decía el señor
Darling, maldiciéndose a sí mismo y es cierto que había sido como un huracán.
Quizás podría disculpársele un poco. También él se había estado arreglando para
la fiesta y todo iba bien hasta que llegó a la corbata. Es increíble tener que decirlo,
pero este hombre, aunque entendía de acciones y cotizaciones, no conseguía dominar
la corbata. A veces la prenda cedía ante él sin presentar batalla, pero había ocasiones
en que habría sido mejor para la casa si se hubiera tragado el orgullo y se hubiera
puesto una corbata de nudo hecho.
Ésta fue una de esas ocasiones. Entró corriendo en el cuarto de los niños con la
terca corbata toda arrugada en la mano.
—Pero bueno, ¿qué ocurre, papá querido?
—¡¿Que qué ocurre?! —aulló él, porque aulló de verdad—. Pues esta corbata,
que no se anuda.
Se puso peligrosamente sarcástico.
—¡Alrededor de mi cuello, no! ¡Pero alrededor del barrote de la cama, sí! ¡Ya lo
creo, veinte veces he logrado ponerla alrededor del barrote de la cama, pero alrededor
de mi cuello, no! ¡Que, por favor, la disculpe!
Le pareció que la señora Darling no había quedado debidamente impresionada y
siguió muy serio:
—Te advierto, mamá, que como esta corbata no esté alrededor de mi cuello no
salimos a cenar esta noche y, si no salgo a cenar esta noche, no vuelvo a la oficina en
mi vida y, si no vuelvo a la oficina, tú y yo nos moriremos de hambre y nuestros hijos
se verán arrojados al arroyo.
Incluso entonces la señora Darling no perdió la calma.
—Déjame intentarlo, querido —dijo y en realidad eso era lo que él había venido a
pedirle que hiciera y con sus suaves y frescas manos ella le anudó la corbata,
mientras los niños se apiñaban alrededor para ver cómo se decidía su destino. A
algunos hombres les habría sentado mal que lo hiciera con tanta facilidad, pero el

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señor Darling tenía un carácter demasiado bueno para eso: le dio las gracias
descuidadamente, se olvidó al instante de su furia y un momento después bailaba por
la habitación con Michael a la espalda.
—¡Con cuánta alegría bailamos! —dijo ahora la señora Darling, al recordarlo.
—¡Nuestro último baile! —gimió el señor Darling.
—Oh, George, ¿te acuerdas de que Michael me dijo de pronto: «Cómo me
conociste, mamá?».
—¡Ya lo creo que me acuerdo!
—Eran muy buenos, ¿no crees, George?
—Y eran nuestros, nuestros y ahora ya no los tenemos.
El baile terminó al aparecer Nana y por mala fortuna el señor Darling se chocó
con ella, llenándose los pantalones de pelos. No sólo eran pantalones nuevos, sino
que además eran los primeros que tenía en su vida con trencillas y tuvo que morderse
el labio para evitar las lágrimas. Como es lógico, la señora Darling lo cepilló, pero él
volvió a decir que era un error tener a un perro de niñera.
—George, Nana es una joya.
—No lo dudo, pero a veces me da la desagradable impresión de que ve a los niños
como si fueran perritos.
—Oh no, querido, estoy segura de que sabe que tienen alma.
—No sé yo —dijo el señor Darling pensativo—, no sé yo.
A su esposa le pareció que era la ocasión de hablarle del chiquillo. Al principio
rechazó la historia con desdén, pero se quedó muy serio cuando ella le mostró la
sombra.
—No es de nadie que yo conozca —dijo, examinándola cuidadosamente—, pero
sí que tiene aire de pillastre.
—¿Te acuerdas? Todavía estábamos hablando de ello —dice el señor Darling—,
cuando entró Nana con la medicina de Michael. Nana, nunca volverás a llevar el
frasco en la boca y todo por mi culpa.
Siendo como era un hombre fuerte, no hay duda de que tuvo una actitud bastante
tonta con lo de la medicina. Si alguna debilidad tenía, ésta era creer que toda su vida
había tomado medicinas con valentía y por eso, en esta ocasión, cuando Michael
rehuyó la cuchara que Nana llevaba en la boca, dijo en tono reprobador:
—Pórtate como un hombre, Michael.
—No quiero, no quiero —lloriqueó Michael de malos modos. La señora Darling
salió de la habitación para ir a buscarle una chocolatina y al señor Darling le pareció
que aquello era una falta de firmeza.
—Mamá, no lo malcríes —le gritó—. Michael, cuando yo tenía tu edad me
tomaba las medicinas sin rechistar. Decía: «Gracias, queridos padres, por darme
remedios para ponerme bien».
Él se creía de verdad que esto era cierto y Wendy, que ya estaba en camisón,
también lo creía y dijo, para animar a Michael:

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—Papá, esa medicina que tú tomas a veces es mucho peor, ¿verdad?
—Muchísimo peor —dijo el señor Darling con gallardía—, y me la tomaría ahora
mismo para darte un ejemplo, Michael, si no fuera porque he perdido el frasco.
No lo había perdido exactamente: se había encaramado en medio de la noche a lo
alto de un armario y lo había escondido allí. Lo que no sabía era que la fiel Liza lo
había encontrado y lo había vuelto a colocar en el estante de su lavabo.
—Yo sé dónde está, papá —exclamó Wendy, siempre feliz por ser útil—. Te lo
traeré.
Y salió corriendo antes de que pudiera detenerla. Al instante se le bajaron los
humos de una forma curiosísima.
—John —dijo, estremeciéndose—, es un potingue asqueroso. Es esa cosa
horrible, dulzona y pegajosa.
—Será cosa de un momento, papá —dijo John alegremente y entonces entró
Wendy corriendo con la medicina en un vaso.
—Me he dado toda la prisa que he podido —dijo jadeando.
—Has sido maravillosamente rauda —contestó su padre, con una cortesía
vengativa que a ella le pasó inadvertida.
—Primero Michael —dijo obstinado.
—Primero papá —dijo Michael, que era de natural desconfiado.
—Me voy a poner malo, ¿sabes? —dijo el señor Darling en tono amenazador.
—Vamos, papá —dijo John.
—Tú cállate, John —le espetó su padre. Wendy estaba muy desconcertada.
—Yo creía que no te costaba tomarla, papá.
—No se trata de eso —contestó él—. Se trata de que en mi vaso hay más que en
la cuchara de Michael.
Su orgulloso corazón estaba a punto de estallar.
—Y eso no es justo; lo diría aunque estuviera a punto de dar mi último suspiro:
eso no es justo.
—Papá, estoy esperando —dijo Michael con frialdad.
—Me parece muy bien que digas que estás esperando; yo también estoy
esperando.
—Papá es un cobardica.
—Tú sí que eres un cobardica.
—Yo no tengo miedo.
—Tampoco tengo miedo yo.
—Pues entonces tómatela.
—Pues entonces tómatela tú.
Wendy tuvo una espléndida idea.
—¿Por qué no os la tomáis los dos a la vez?
—Claro —dijo el señor Darling—. ¿Estás preparado, Michael?

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Wendy contó uno, dos, tres y Michael se tomó la medicina, pero el señor Darling
se puso la suya detrás de la espalda.
Michael soltó un aullido de rabia y Wendy exclamó:
—¡Oh, papá!
—¿Qué quieres decir con eso de «Oh, papá»? —inquirió el señor Darling—. Deja
de gritar, Michael. Me la iba a tomar, pero… fallé.
Era espantoso cómo lo miraban los tres, como si no lo admiraran.
—Escuchad todos —dijo en tono de súplica, tan pronto como Nana se hubo
metido en el cuarto de baño—, se me acaba de ocurrir una broma estupenda. Pondré
mi medicina en el tazón de Nana y se la beberá, creyendo que es leche.
Era del color de la leche, pero los niños no tenían el sentido del humor de su
padre y lo miraron con reproche mientras vertía la medicina en el tazón de Nana.
—Qué divertido —dijo no muy convencido y ellos no se atrevieron a delatarlo
cuando regresaron Nana y la señora Darling.
—Nana, perrita —dijo, dándole palmaditas—, te he puesto un poco de leche en el
tazón, Nana.
Nana agitó la cola, corrió hasta la medicina y se puso a lamerla. Y luego, qué
mirada le echó al señor Darling, no una mirada de rabia: le mostró el gran lagrimal
rojo que nos hace apiadarnos tanto de los perros nobles y se metió arrastrándose en su
perrera.
El señor Darling estaba avergonzadísimo de sí mismo, pero no cedió. En medio
de un horrible silencio la señora Darling olisqueó el tazón.
—Pero George —dijo—, ¡si es tu medicina!
—Sólo era una broma —rugió él, mientras ella consolaba a los chicos y Wendy
abrazaba a Nana.
—Pues sí que sirve de mucho —dijo él amargamente—, que yo me mate tratando
de hacer gracias en esta casa.
Y Wendy seguía abrazando a Nana.
—Muy bien —gritó él—. ¡Mímala! A mí nadie me mima. ¡No, claro que no! Yo
sólo soy el que trae el pan a esta casa, así que por qué habría que mimarme, ¡a ver por
qué, por qué, por qué!
—George —le rogó la señora Darling—, no grites tanto, que ten van a oír los
criados.
Por alguna razón habían adquirido la costumbre de llamar a Liza los criados.
—Pues que me oigan —contestó él sin miramientos—. Que me oiga el mundo
entero. Pero me niego a dejar que ese perro siga haciéndose el amo del cuarto de mis
niños una hora más.
Los niños se echaron a llorar y Nana corrió hasta él suplicante, pero él la apartó.
Volvía a sentirse un hombre fuerte.
—Es inútil, es inútil —exclamó—, el lugar que te corresponde es el patio y allí es
donde te voy a atar en este mismo instante.

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—George, George —susurró la señora Darling—, recuerda lo que te he dicho
sobre ese chiquillo.
Pero, ay, él no la escuchó. Estaba dispuesto a demostrar quién era el amo de esa
casa y cuando las órdenes no consiguieron hacer salir a Nana de su perrera, la sacó
engatusándola con dulces palabras y agarrándola bruscamente, la arrastró fuera del
cuarto de los niños. Todo aquello se debía a su carácter demasiado afectuoso, que
ansiaba ser objeto de admiración. Cuando la hubo atado en el patio trasero, el
desdichado padre se fue y se sentó en el pasillo, apretándose los ojos con los nudillos.
Entretanto la señora Darling había metido a los niños en la cama en medio de un
inusitado silencio y había encendido sus lamparillas de noche. Oían ladrar a Nana y
John dijo lloriqueando:
—Es porque la está atando en el patio.
Pero Wendy era más perceptiva.
—Ése no es el ladrido de queja de Nana —dijo, sin sospechar lo que estaba a
punto de ocurrir—, ése es el ladrido de cuando huele algún peligro.
¡Peligro!
—¿Estás segura, Wendy?
—Oh, sí.
La señora Darling se estremeció y se acercó a la ventana. Estaba bien cerrada.
Miró hacia afuera y la noche estaba salpicada de estrellas. Estaban agrupándose
alrededor de la casa, como si tuvieran curiosidad por ver lo que iba a pasar allí, pero
ella no se dio cuenta de esto, ni de que una o dos de las más pequeñas le hacían
guiños. No obstante, un miedo impreciso se apoderó de su corazón y le hizo
exclamar:
—¡Ay, ojalá no tuviera que ir a una fiesta esta noche!
Incluso Michael, que ya estaba medio dormido, se dio cuenta de que estaba
preocupada y preguntó:
—Mamá, ¿es que hay algo que nos pueda hacer daño, después de encender las
lamparillas de noche?
—No, mi vida —dijo ella—. Son los ojos que una madre deja para proteger a sus
hijos.
Fue de cama en cama cantándoles cosas bonitas y el pequeño Michael le echó los
brazos al cuello.
—Mamá —exclamó—, estoy contento de tenerte.
Fueron las últimas palabras que le oiría pronunciar durante mucho tiempo.
El número 27 sólo estaba a unas cuantas yardas de distancia, pero había caído una
ligera nevada y los padres Darling caminaron con cuidado para no mancharse los
zapatos. Ya eran las únicas personas que había en la calle y todas las estrellas los
observaban. Las estrellas son hermosas, pero no pueden participar activamente en
nada, tienen que limitarse a observar eternamente. Es un castigo que les fue impuesto
por algo que hicieron hace tanto tiempo que ninguna estrella se acuerda ya de lo que

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fue. Por ello, a las más viejas se les han puesto los ojos vidriosos y rara vez hablan (el
parpadeo es el lenguaje de las estrellas), pero las pequeñas todavía sienten curiosidad.
No es que sean realmente amigas de Peter, el cual tiene la traviesa costumbre de
acercarse sigilosamente por detrás y tratar de apagarlas de un soplido, pero como les
gusta tanto divertirse, esta noche se pusieron de su parte y estaban deseando que los
mayores se quitaran de en medio. De modo que en cuanto la puerta del 27 se cerró
tras el señor y la señora Darling hubo una conmoción en el firmamento y la más
pequeña de todas las estrellas de la Vía Láctea gritó:
—¡Ahora, Peter!

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¡Vámonos, Vámonos!

Durante un rato después de que el señor y la señora Darling se fueran de la casa, las
lamparillas que estaban junto a las camas de los tres niños siguieron ardiendo
alegremente. Eran unas lamparillas encantadoras y habría sido de desear que pudieran
haberse mantenido despiertas para ver a Peter, pero la lamparilla de Wendy parpadeó
y soltó un bostezo tal que las otras dos también bostezaron y antes de cerrar la boca
las tres se habían apagado.
Ahora había otra luz en la habitación, mil veces más brillante que las lamparillas
y en el tiempo que hemos tardado en decirlo, ya ha estado en todos los cajones del
cuarto de los niños, buscando la sombra de Peter, ha revuelto el armario y ha sacado
todos los bolsillos. En realidad no era una luz: creaba esta luminosidad porque volaba
de un lado a otro a gran velocidad, pero cuando se detenía un segundo se veía que era
un hada, de apenas un palmo de altura, pero todavía en etapa de crecimiento. Era una
muchacha llamada Campanilla, primorosamente vestida con una hoja, de corte bajo y
cuadrado, a través de la cual se podía ver muy bien su figura. Tenía una ligera
tendencia a engordar.
Un momento después de la entrada del hada la ventana se abrió de golpe por el
soplido de las estrellitas y Peter se dejó caer dentro. Había llevado a Campanilla parte
del camino y todavía tenía la mano manchada de polvillo de hada.
—Campanilla —llamó en voz baja, tras asegurarse de que los niños estaban
dormidos—. Campanilla, ¿dónde estás?
En ese momento estaba en un jarro, disfrutando de lo lindo: no había estado en un
jarro en su vida.
—Vamos, sal de ese jarro y dime, ¿sabes dónde han puesto mi sombra?
Un tintineo maravilloso como de campanas doradas le contestó. Ese es el lenguaje
de las hadas. Los niños normales no lo oís nunca, pero si lo pudierais oír os daríais
cuenta de que ya lo habíais oído en otra ocasión.

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Campanilla dijo que la sombra estaba en la caja grande. Quería decir la cómoda y
Peter se lanzó sobre los cajones, tirando lo que contenían al suelo con las dos manos,
del mismo modo en que los reyes lanzan monedas a la muchedumbre. Al poco ya
había recuperado su sombra y con el entusiasmo se olvidó de que había dejado a
Campanilla encerrada en el cajón.
Lo único que pensaba, aunque no creo que pensara jamás, era que su sombra y él,
cuando se juntaran, se unirían como dos gotas de agua y cuando no fue así se quedó
horrorizado. Intentó pegársela con jabón del cuarto de baño, pero eso también falló.
Un escalofrío recorrió a Peter, que se sentó en el suelo y se echó a llorar.
Sus sollozos despertaron a Wendy, que se sentó en la cama. No se alarmó al ver a
un desconocido llorando en el suelo del cuarto, sólo sentía un agradable interés.
—Niño —dijo con cortesía—, ¿por qué lloras?
Peter también podía ser enormemente cortés, pues había aprendido los buenos
modales en las ceremonias de las hadas y se levantó y se inclinó ante ella con gran
finura. Ella se sintió muy complacida y lo saludó con elegancia desde la cama.
—¿Cómo te llamas? —preguntó él.
—Wendy Moira Ángela Darling —replicó ella con cierta satisfacción—. Y tú,
¿cómo te llamas?
—Peter Pan.
Ella ya estaba segura de que tenía que ser Peter, pero le parecía un nombre
bastante corto.
—¿Eso es todo?
—Sí —dijo él con aspereza. Por primera vez le parecía que era un nombre algo
corto.
—Cómo lo siento —dijo Wendy Moira Ángela.
—No es nada —masculló Peter.
Ella le preguntó dónde vivía.
—Segunda a la derecha —dijo Peter—, y luego todo recto hasta la mañana.
—¡Qué dirección más rara!
Peter se sintió desalentado. Por primera vez le parecía que quizás sí que era una
dirección rara.
—No, no lo es.
—Quiero decir —dijo Wendy, recordando que era la anfitriona—, ¿es eso lo que
ponen en las cartas?
Él deseó que no hubiera hablado de cartas.
—Yo no recibo cartas —dijo con desprecio.
—Pero tu madre recibirá cartas, ¿no?
—No tengo madre —dijo él. No sólo no tenía madre, sino que no sentía el menor
deseo de tener una. Le parecía que eran unas personas a las que se les había dado una
importancia exagerada. Sin embargo, Wendy sintió inmediatamente que se hallaba en
presencia de una tragedia.

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—Oh, Peter, no me extraña que estuvieras llorando —dijo y se levantó de la cama
y corrió hasta él.
—No estaba llorando por cosa de madres —dijo él bastante indignado—. Estaba
llorando porque no consigo que mi sombra se me quede pegada. Además, no estaba
llorando.
—¿Se te ha despegado?
—Sí.
Entonces Wendy vio la sombra en el suelo, toda arrugada y se apenó muchísimo
por Peter.
—¡Qué horror! —dijo, pero no pudo evitar sonreír cuando vio que había estado
tratando de pegársela con jabón. ¡Qué típico de un chico!
Por fortuna ella supo al instante lo que había que hacer.
—Hay que coserla —dijo, con un ligero tono protector.
—¿Qué es coser? —preguntó él.
—Eres un ignorante.
—No, no lo soy.
Pero ella estaba encantada ante su ignorancia.
—Yo te la coseré, muchachito —dijo, aunque él era tan alto como ella y sacó su
costurero y cosió la sombra al pie de Peter.
—Creo que te va a doler un poco —le advirtió.
—Oh, no lloraré —dijo Peter, que ya se creía que no había llorado en su vida. Y
apretó los dientes y no lloró y al poco rato su sombra se portaba como es debido,
aunque seguía un poco arrugada.
—Quizás debería haberla planchado —dijo Wendy pensativa, pero a Peter, chico
al fin y al cabo, le daban igual las apariencias y estaba dando saltos loco de alegría.
Por desgracia, ya se había olvidado de que debía su felicidad a Wendy. Creía que él
mismo se había pegado la sombra.
—Pero qué hábil soy —se jactaba con entusiasmo—, ¡pero qué habilidad la mía!
Es humillante tener que confesar que este engreimiento de Peter era una de sus
características más fascinantes. Para decirlo con toda franqueza, nunca hubo un chico
más descarado.
Pero por el momento Wendy estaba escandalizada.
—Peter, qué engreído —exclamó con tremendo sarcasmo—. ¡Y yo no he hecho
nada, claro!
—Has hecho un poco —dijo Peter descuidadamente y siguió bailando.
—¡Un poco! —replicó ella con altivez—. Si no sirvo para nada al menos puedo
retirarme.
Y se metió de un salto en la cama con toda dignidad y se tapó la cara con las
mantas.
Para inducirla a mirar él fingió que se iba y al fallar esto se sentó en el extremo de
la cama y le dio golpecitos con el pie.

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—Wendy —dijo—, no te retires. No puedo evitar jactarme cuando estoy contento
conmigo mismo, Wendy.
Pero ella seguía sin mirar, aunque estaba escuchando atentamente.
—Wendy —siguió él con una voz a la que ninguna mujer ha podido todavía
resistirse—, Wendy, una chica vale más que veinte chicos.
Wendy era una mujer por los cuatro costados, aunque no fueran costados muy
grandes y atisbó fuera de las mantas.
—¿De verdad crees eso, Peter?
—Sí, de verdad.
—Pues me parece que es encantador por tu parte —afirmó ella—, y me voy a
volver a levantar.
Y se sentó con él en el borde de la cama. También le dijo que le daría un beso si él
quería, pero Peter no sabía a qué se refería y alargó la mano expectante.
—¿Pero no sabes lo que es un beso? —preguntó ella, horrorizada.
—Lo sabré cuando me lo des —replicó él muy estirado y para no herir sus
sentimientos ella le dio un dedal.
—Y ahora —dijo él—, ¿te doy un beso yo?
Y ella replicó con cierto remilgo:
—Si lo deseas.
Perdió bastante dignidad al inclinar la cara hacia él, pero él se limitó a ponerle la
caperuza de una bellota en la mano, de modo que ella movió la cara hasta su posición
anterior y dijo amablemente que se colgaría el beso de la cadena que llevaba al
cuello. Fue una suerte que lo pusiera en esa cadena, ya que más adelante le salvaría la
vida.
Cuando las personas de nuestro entorno son presentadas, es costumbre que se
pregunten la edad y por ello Wendy, a la que siempre le gustaba hacer las cosas
correctamente, le preguntó a Peter cuántos años tenía. La verdad es que no era una
pregunta que le sentara muy bien: era como un examen en el que se pregunta sobre
gramática, cuando lo que uno quiere es que le pregunten los reyes de Inglaterra.
—No sé —replicó incómodo—, pero soy muy joven.
En realidad no tenía ni idea; sólo tenía sospechas, pero dijo a la ventura:
—Wendy, me escapé el día en que nací.
Wendy se quedó muy sorprendida, pero interesada y le indicó con los elegantes
modales de salón, tocando ligeramente el camisón, que podía sentarse más cerca de
ella.
—Fue porque oí a papá y mamá —explicó él en voz baja— hablar sobre lo que
iba a ser yo cuando fuera mayor.
Se puso nerviosísimo.
—No quiero ser mayor jamás —dijo con vehemencia—. Quiero ser siempre un
niño y divertirme. Así que me escapé a los jardines de Kensington y viví mucho,
mucho tiempo entre las hadas.

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Ella le echó una mirada de intensa admiración y él pensó que era porque se había
escapado, pero en realidad era porque conocía a las hadas. Wendy había llevado una
vida tan recluida que conocer hadas le parecía una maravilla. Hizo un torrente de
preguntas sobre ellas, con sorpresa por parte de él, ya que le resultaban bastante
molestas, porque lo estorbaban y cosas así y de hecho a veces tenía que darles algún
cachete. Sin embargo, en general le gustaban y le contó el origen de las hadas.
—Mira, Wendy, cuando el primer bebé se rió por primera vez, su risa se rompió
en mil pedazos y éstos se esparcieron y ése fue el origen de las hadas.
Era una conversación aburrida, pero a ella, que no conocía mucho mundo, le
gustaba.
—Y así —siguió él afablemente—, debería haber un hada por cada niño y niña.
—¿Debería? ¿Es que no hay?
—No. Mira, los niños de hoy en día saben tantas cosas que dejan pronto de creer
en las hadas y cada vez que un niño dice: «No creo en las hadas», algún hada cae
muerta.
La verdad es que le parecía que ya habían hablado suficiente sobre las hadas y se
dio cuenta de que Campanilla estaba muy silenciosa.
—No sé dónde se puede haber metido —dijo, levantándose y se puso a llamar a
Campanilla. El corazón de Wendy se aceleró de la emoción.
—Peter —exclamó, aferrándolo—, ¡no me digas que hay un hada en esta
habitación!
—Estaba aquí hace un momento —dijo él algo impaciente—. Tú no la oyes, ¿no?
Los dos aguzaron el oído.
—Lo único que oigo —dijo Wendy— es como un tintineo de campanas.
—Pues ésa es Campanilla, ése es el lenguaje de las hadas. Me parece que yo
también la oigo.
El sonido procedía de la cómoda y Peter puso cara de diversión. Nadie tenía un
aire tan divertido como Peter y su risa era el más encantador de los gorjeos.
Conservaba aún su primera risa.
—Wendy —susurró—, ¡creo que la he dejado encerrada en el cajón!
Dejó salir del cajón a la pobre Campanilla y ésta revoloteó por el cuarto chillando
furiosa.
—No deberías decir esas cosas —contestó Peter—. Claro que lo siento mucho,
¿pero cómo iba a saber que estabas en el cajón?
Wendy no lo estaba escuchando.
—¡Oh, Peter! —exclamó—. ¡Ojalá se quedara quieta y me dejara verla!
—Casi nunca se quedan quietas —dijo él, pero durante un instante Wendy vio la
romántica figurita posada en el reloj de cuco.
—¡Oh, qué bonita! —exclamó, aunque la cara de Campanilla estaba distorsionada
por la rabia.

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—Campanilla —dijo Peter amablemente—, esta dama dice que desearía que
fueras su hada.
Campanilla contestó con insolencia.
—¿Qué dice, Peter?
No le quedó más remedio que traducir.
—No es muy cortés. Dice que eres una niña grande y fea y que ella es mi hada.
Trató de discutir con Campanilla.
—Tú sabes que no puedes ser mi hada, Campanilla, porque yo soy un caballero y
tú eres una dama.
A esto Campanilla replicó de la siguiente manera.
—Cretino.
Y desapareció en el cuarto de baño.
—Es un hada bastante vulgar —explicó Peter disculpándose—, se llama
Campanilla porque arregla las cacerolas y las teteras.[2]
Ahora estaban juntos en el sillón y Wendy siguió importunándolo con preguntas.
—Si ahora ya no vives en los jardines de Kensington…
—Todavía vivo allí a veces.
—¿Pero dónde vives más ahora?
—Con los niños perdidos.
—¿Quiénes son ésos?
—Son los niños que se caen de sus cochecitos cuando la niñera no está mirando.
Si al cabo de siete días nadie los reclama se los envía al País de Nunca Jamás para
sufragar gastos. Yo soy su capitán.
—¡Qué divertido debe de ser!
—Sí —dijo el astuto Peter—, pero nos sentimos bastante solos. Es que no
tenemos compañía femenina.
—¿Es que no hay niñas?
—Oh, no, ya sabes, las niñas son demasiado listas para caerse de sus cochecitos.
Esto halagó a Wendy enormemente.
—Creo —dijo— que tienes una forma encantadora de hablar de las niñas; John
nos desprecia.
Como respuesta Peter se levantó y de una patada, de una sola patada, tiró a John
de la cama, con mantas y todo. Esto le pareció a Wendy bastante atrevido para un
primer encuentro y le dijo con firmeza que en su casa él no era capitán. Sin embargo,
John continuaba durmiendo tan plácidamente en el suelo que dejó que se quedara allí.
—Ya sé que querías ser amable —dijo, ablandándose—, así que me puedes dar un
beso.
Se había olvidado momentáneamente de que él no sabía lo que eran los besos.
—Ya me parecía que querrías que te lo devolviera —dijo él con cierta amargura e
hizo ademán de devolverle el dedal.

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—Ay, vaya —dijo la amable Wendy—, no quiero decir un beso, me refiero a un
dedal.
—¿Qué es eso?
—Es como esto.
Le dio un beso.
—¡Qué curioso! —dijo Peter con curiosidad—. ¿Te puedo dar un dedal yo ahora?
—Si lo deseas —dijo Wendy, esta vez sin inclinar la cabeza. Peter le dio un dedal
y casi inmediatamente ella soltó un chillido.
—¿Qué pasa, Wendy?
—Es como si alguien me hubiera tirado del pelo.
—Debe de haber sido Campanilla. Nunca la había visto tan antipática.
Y, efectivamente, Campanilla estaba revoloteando por ahí otra vez, empleando un
lenguaje ofensivo.
—Wendy, dice que te lo volverá a hacer cada vez que yo te dé un dedal.
—¿Pero por qué?
—¿Por qué, Campanilla?
Campanilla volvió a replicar:
—Cretino.
Peter no entendía por qué, pero Wendy sí y se quedó un poquito desilusionada
cuando él admitió que había venido a la ventana del cuarto de los niños no para verla
a ella, sino para escuchar cuentos.
—Es que yo no sé ningún cuento. Ninguno de los niños perdidos sabe ningún
cuento.
—Qué pena —dijo Wendy.
—¿Sabes —preguntó Peter— por qué las golondrinas anidan en los aleros de las
casas? Es para escuchar cuentos. Ay, Wendy, tu madre os estaba contando una historia
preciosa.
—¿Qué historia era?
—La del príncipe que no podía encontrar a la dama que llevaba el zapatito de
cristal.
—Peter —dijo Wendy emocionada—, ésa era Cenicienta y él la encontró y
vivieron felices para siempre.
Peter se puso tan contento que se levantó del suelo, donde habían estado sentados
y corrió a la ventana.
—¿Dónde vas? —exclamó ella alarmada.
—A decírselo a los demás chicos.
—No te vayas, Peter —le rogó ella—, me sé muchos cuentos.
Ésas fueron sus palabras exactas, así que no hay forma de negar que fue ella la
que tentó a él primero. Él regresó, con un brillo codicioso en los ojos que debería
haberla puesto en guardia, pero no fue así.

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—¡Qué historias podría contarles a los chicos! —exclamó y entonces Peter la
agarró y comenzó a arrastrarla hacia la ventana.
—Wendy, ven conmigo y cuéntaselo a los demás chicos.
Como es natural se sintió muy halagada de que se lo pidiera, pero dijo:
—Ay, no puedo. ¡Piensa en mamá! Además, no sé volar.
—Yo te enseñaré.
—Oh, qué maravilla poder volar.
—Te enseñaré a subirte a la ventana y luego, allá vamos.
—¡Oooh! —exclamó ella entusiasmada.
—Wendy. Wendy, cuando estás durmiendo en esa estúpida cama podrías estar
volando conmigo diciéndoles cosas graciosas a las estrellas.
—¡Oooh!
—Y, oye, Wendy, hay sirenas.
—¡Sirenas! ¿Con cola?
—Unas colas larguísimas.
—¡Oh! —exclamó Wendy—. ¡Qué maravilla ver una sirena! Él hablaba con
enorme astucia.
—Wendy —dijo—, cuánto te respetaríamos todos.
Ella agitaba el cuerpo angustiada. Era como si intentara seguir sobre el suelo del
cuarto. Pero él no se apiadaba de ella.
—Wendy —dijo, el muy taimado—, nos podrías arropar por la noche.
—¡Oooh!
—A ninguno de nosotros nos han arropado jamás por la noche.
—¡Oooh! —Y le tendió los brazos.
—Y podrías remendarnos la ropa y hacernos bolsillos. Ninguno de nosotros tiene
bolsillos.
¿Cómo podía resistirse?
—¡Ya lo creo que sería absolutamente fascinante! —exclamó—. Peter,
¿enseñarías a volar a John y a Michael también?
—Si quieres —dijo él con indiferencia y ella corrió hasta John y Michael y los
sacudió.
—Despertad —gritó—, ha venido Peter Pan y nos va a enseñar a volar.
John se frotó los ojos.
—Entonces me levantaré —dijo. Claro que estaba en el suelo—. Caramba —
indicó—. ¡Si ya estoy levantado!
Michael también se había levantado ya, completamente despabilado, pero de
pronto Peter hizo señas de que guardaran silencio. Sus caras adquirieron la tremenda
astucia de los niños cuando escuchan por si oyen ruidos del mundo de los mayores.
No se oía una mosca. Así pues, todo iba bien. ¡No, quietos! Todo iba mal. Nana, que
había estado ladrando con inquietud toda la noche, estaba ahora callada. Era su
silencio lo que habían oído. «¡Apagad la luz! ¡Escondeos! ¡Deprisa!», exclamó John,

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tomando el mando por única vez en el curso de toda la aventura. Y así, cuando entró
Liza, sujetando a Nana, el cuarto de los niños parecía el mismo de siempre, muy
oscuro, y se podría haber jurado que se oía a sus tres traviesos ocupantes respirando
angelicalmente mientras dormían. En realidad lo estaban haciendo engañosamente
desde detrás de las cortinas.
Liza estaba de mal humor, porque estaba haciendo la masa del pudding de
Navidad en la cocina y se había visto obligada a abandonarlo, con una pasa todavía
en la mejilla, por culpa de las absurdas sospechas de Nana. Pensó que la mejor forma
de conseguir un poco de paz era llevar a Nana un momento al cuarto de los niños,
pero bajo custodia, por supuesto.
—Ahí tienes, animal desconfiado —dijo, sin lamentar que Nana quedara
desacreditada—, están perfectamente a salvo, ¿no? Cada angelito dormido en su
cama. Escucha con qué suavidad respiran.
Entonces, Michael, envalentonado por su éxito, respiró tan fuerte que casi los
descubren. Nana conocía ese tipo de respiración y trató de soltarse de las garras de
Liza.
Pero Liza era dura de mollera.
—Basta ya, Nana —dijo con severidad, arrastrándola fuera de la habitación—. Te
advierto que si vuelves a ladrar iré a buscar a los señores y los traeré a casa
sacándolos de la fiesta y entonces, menuda paliza te va a dar el señor, ya verás.
Volvió a atar a la desdichada perra, ¿pero creéis que Nana dejó de ladrar? ¡Traer
de la fiesta a los señores! Pero si eso era lo que quería exactamente. ¿Creéis que le
importaba que le pegaran mientras sus tutelados estuvieran a salvo? Por desgracia
Liza volvió a su «pudding» y Nana, viendo que no podía esperar ninguna ayuda de
ella, tiró y tiró de la cuerda hasta que por fin la rompió. A los pocos instantes entraba
corriendo en el comedor del número 27 y levantaba las patas, la forma más expresiva
que tenía de dar un mensaje. El señor y la señora Darling supieron de inmediato que
algo horrible sucedía en el cuarto de sus niños y sin despedirse de su anfitriona
salieron a la calle.
Pero habían pasado diez minutos desde que los tres pillastres habían estado
respirando detrás de las cortinas y Peter Pan puede hacer muchas cosas en diez
minutos.
Volvamos ahora al cuarto de los niños.
—Todo en orden —anunció John, saliendo de su escondite—. Oye, Peter, ¿de
verdad sabes volar?
En vez de molestarse en contestarle Peter voló por la habitación posándose al
pasar en la repisa de la chimenea.
—¡Estupendo! —dijeron John y Michael.
—¡Encantador! —exclamó Wendy.
—¡Sí, soy encantador, pero qué encantador soy! —dijo Peter, olvidando los
modales de nuevo.

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Parecía maravillosamente fácil y lo intentaron primero desde el suelo y luego
desde las camas, pero siempre iban hacia abajo en vez de hacia arriba.
—Oye, ¿cómo lo haces? —preguntó John, frotándose la rodilla. Era un chico muy
práctico.
—Te imaginas cosas estupendas —explicó Peter—, y ellas te levantan por los
aires.
Se lo volvió a demostrar.
—Lo haces muy rápido —dijo John—, ¿no podrías hacerlo una vez muy
despacio?
Peter lo hizo despacio y deprisa.
—¡Ya lo tengo, Wendy! —exclamó John, pero pronto descubrió que no era así.
Ninguno de ellos conseguía elevarse ni una pulgada, aunque incluso Michael
dominaba ya las palabras de dos sílabas, mientras que Peter no sabía ni hacer la O
con un canuto.
Claro que Peter les había estado tomando el pelo, pues nadie puede volar a menos
que haya recibido el polvillo de las hadas. Por suerte, como ya hemos dicho, tenía
una mano llena de él y se lo echó soplando a cada uno de ellos, con un resultado
magnífico.
—Ahora agitad los hombros así —dijo—, y lanzaos.
Estaban todos subidos a las camas y el valiente Michael se lanzó el primero.
No tenía realmente intención de lanzarse, pero lo hizo e inmediatamente cruzó
flotando la habitación.
—¡He volado! —chilló cuando aún estaba en el aire.
John se lanzó y se topó con Wendy cerca del cuarto de baño.
—¡Maravilloso!
—¡Estupendo!
—¡Miradme!
—¡Miradme!
—¡Miradme!
No tenían ni la mitad de elegancia que Peter, no podían evitar agitar las piernas un
poco, pero sus cabezas tocaban el techo y no existe casi nada tan maravilloso como
eso. Peter le dio la mano a Wendy al principio, pero tuvo que desistir, porque
Campanilla se puso furiosa.
Arriba y abajo, vueltas y más vueltas. Divino era el calificativo de Wendy.
—Oye —exclamó John—, ¡¿por qué no salimos fuera?!
Por supuesto, era a esto a lo que Peter los había estado empujando.
Michael estaba dispuesto: quería ver cuánto tardaba en hacer un billón de millas.
Pero Wendy vacilaba.
—¡Sirenas! —repitió Peter.
—¡Oooh!
—Y hay piratas.

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—¡Piratas! —exclamó John, cogiendo su sombrero de los domingos—. Vámonos
ahora mismo.
Justo en ese momento el señor y la señora Darling salían corriendo con Nana del
número 27. Corrieron hasta el centro de la calle para mirar hacia la ventana del cuarto
de los niños y, sí, seguía cerrada, pero la habitación estaba inundada de luz y, lo que
era aún más estremecedor, en la sombra de la cortina vieron tres pequeñas siluetas en
ropa de cama que daban vueltas y vueltas, pero no en el suelo, sino por el aire.
¡Tres siluetas no, cuatro!
Temblando, abrieron la puerta de la calle. El señor Darling se habría lanzado
escaleras arriba, pero la señora Darling le indicó que fuera con más calma. Incluso
trató de conseguir que su corazón se calmara.
¿Llegarán a tiempo al cuarto de los niños? Si es así, qué alegría para ellos y todos
soltaremos un suspiro de alivio, pero no habrá historia. Por otra parte, si no llegan a
tiempo, prometo solemnemente que todo saldrá bien al final.
Habrían llegado al cuarto de los niños a tiempo de no haber estado vigilándolos
las estrellitas. Una vez más las estrellas abrieron la ventana de un soplo y la estrella
más pequeña de todas gritó:
—¡Ojo, Peter!
Entonces Peter supo que no había tiempo que perder.
—Vamos —gritó imperiosamente y se elevó al momento en la noche seguido de
John, Michael y Wendy.
El señor y la señora Darling y Nana se precipitaron en el cuarto de los niños
demasiado tarde. Los pájaros habían volado.

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4
El vuelo

La segunda a la derecha y todo recto hasta la mañana. Ése, según le había dicho Peter
a Wendy, era el camino hasta el País de Nunca Jamás, pero ni siquiera los pájaros,
contando con mapas y consultándolos en las esquinas expuestas al viento, podrían
haberlo avistado siguiendo estas instrucciones. Es que Peter decía lo primero que se
le ocurría.
Al principio sus compañeros confiaban en él sin reservas y eran tan grandes los
placeres de volar que perdían el tiempo girando alrededor de las agujas de las iglesias
o de cualquier otra cosa elevada que se encontraran en el camino y les gustara.
John y Michael se echaban carreras, Michael con ventaja. Recordaban con
desprecio que no hacía tanto que se habían creído muy importantes por poder volar
por una habitación.
No hacía tanto. ¿Pero cuánto realmente? Estaban volando por encima del mar
antes de que esta idea empezara a preocupar a Wendy seriamente. A John le parecía
que iban ya por su segundo mar y su tercera noche.
A veces estaba oscuro y a veces había luz y de pronto tenían mucho frío y luego
demasiado calor. ¿Sentían hambre a veces realmente, o sólo lo fingían porque Peter
tenía una forma tan divertida y novedosa de alimentarlos? Esta forma era perseguir
pájaros que llevaran comida en el pico adecuada para los humanos y arrebatársela;
entonces los pájaros los seguían y se la volvían a quitar y todos se iban persiguiendo
alegremente durante millas, separándose por fin y expresándose mutuamente sus
buenos deseos. Pero Wendy se percató con cierta preocupación de que Peter no
parecía saber que ésta era una forma bastante rara de conseguir el pan de cada día, ni
siquiera que había otras formas.
Ciertamente no fingían tener sueño, lo tenían y eso era peligroso, porque en el
momento en que se dormían, empezaban a caer. Lo espantoso era que a Peter eso le
parecía divertido.

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—¡Allá va otra vez! —gritaba regocijado, cuando Michael caía de pronto como
una piedra.
—¡Sálvalo, sálvalo! —gritaba Wendy, mirando horrorizada el cruel océano que
tenían debajo. Por fin Peter se lanzaba por el aire y atrapaba a Michael justo antes de
que se estrellara en el mar y lo hacía de una manera muy bonita, pero siempre
esperaba hasta el último momento y parecía que era su habilidad lo que le interesaba
y no salvar una vida humana. También le gustaba la variedad y lo que en un momento
dado lo absorbía de pronto dejaba de atraerlo, de modo que siempre existía la
posibilidad de que la próxima vez que uno cayera él lo dejara hundirse.
Él podía dormir en el aire sin caerse, por el simple método de tumbarse boca
arriba y flotar, pero esto era, al menos en parte, porque era tan ligero que si uno se
ponía detrás de él y soplaba iba más rápido.
—Sé más educado con él —le susurró Wendy a John, cuando estaban jugando al
«Sígueme».
—Pues dile que deje de presumir —dijo John.
Cuando jugaban al Sígueme, Peter volaba pegado al agua y tocaba la cola de cada
tiburón al pasar, igual que en la calle podéis seguir con el dedo una barandilla de
hierro. Ellos no podían seguirlo en esto con excesivo éxito, de forma que quizás sí
que fuera presumir, especialmente porque no hacía más que volverse para ver cuántas
colas se le escapaban.
—Debéis ser amables con él —les inculcó Wendy a sus hermanos—. ¿Qué
haríamos si nos abandonara?
—Podríamos volver —dijo Michael.
—¿Y cómo lograríamos encontrar el camino de vuelta sin él?
—Bueno, pues entonces podríamos seguir —dijo John.
—Eso es lo horrible, John. Tendríamos que seguir, porque no sabemos cómo
parar.
Era cierto: Peter se había olvidado de enseñarles a parar. John dijo que si pasaba
lo peor, todo lo que tenían que hacer era seguir adelante, ya que el mundo era
redondo, de forma que acabarían por volver a su propia ventana.
—¿Y quién nos va a conseguir comida, John?
—Yo le saqué del pico un trocito a ese águila bastante bien, Wendy.
—Después de veinte intentos —le recordó Wendy—. Y aunque se nos llegara a
dar bien la cuestión de conseguir comida, fijaos cómo nos chocamos con las nubes y
otras cosas si él no está cerca para echarnos una mano.
Efectivamente, se iban chocando todo el tiempo. Ya podían volar con fuerza,
aunque seguían moviendo demasiado las piernas, pero si veían una nube delante,
cuanto más intentaban esquivarla, más certeramente se chocaban contra ella. Si Nana
hubiera estado con ellos ya le habría puesto a Michael una venda en la frente.
Peter no estaba con ellos en ese momento y se sentían bastante desamparados allí
arriba por su cuenta. Podía volar a una velocidad tan superior a la de ellos que de

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pronto salía disparado y se perdía de vista, para correr alguna aventura en la que ellos
no participaban. Bajaba riéndose por algo divertidísimo que le había estado contando
a una estrella, pero que ya había olvidado, o subía cubierto aún de escamas de sirena
y sin embargo no sabía con seguridad qué había ocurrido. La verdad es que resultaba
muy fastidioso para unos niños que nunca habían visto una sirena.
—Y si se olvida de ellas tan deprisa —razonaba Wendy—, ¿cómo vamos a
esperar que se siga acordando de nosotros?
Efectivamente, a veces cuando regresaba no se acordaba de ellos, por lo menos no
muy bien. Wendy estaba segura de ello. Veía cómo le brillaban los ojos al
reconocerlos cuando estaba a punto de pararse a charlar un momento para luego
seguir; en una ocasión incluso tuvo que decirle cómo se llamaba.
—Soy Wendy —dijo muy inquieta.
Él se sintió muy contrito.
—Oye, Wendy —le susurró—, siempre que veas que me olvido de ti, repite todo
el rato «soy Wendy» y entonces me acordaré.
Como es lógico, aquello no era nada satisfactorio. Sin embargo, para enmendarlo
les enseñó a tumbarse estirados sobre un viento fuerte que soplara en su dirección y
esto supuso un cambio tan agradable que lo probaron varias veces y descubrieron que
así podían dormir a salvo. Realmente habrían dormido más tiempo, pero Peter se
aburría rápidamente de dormir y no tardaba en gritar con su voz de capitán:
—Aquí nos desviamos.
De modo que con algún que otro disgusto, pero en general con gran diversión, se
fueron acercando al País de Nunca Jamás, y al cabo de muchas lunas llegaron allí y,
lo que es más, resulta que habían estado viajando sin desviarse todo el tiempo, quizás
no tanto debido a la dirección de Peter o de Campanilla como a que la isla los estaba
buscando. Sólo así se pueden avistar esas mágicas orillas.
—Ahí está —dijo Peter tranquilamente.
—¿Dónde, dónde?
—Donde señalan todas las flechas.
En efecto, un millón de flechas doradas, enviadas por su amigo el sol, que quería
que estuvieran seguros del camino antes de dejarlos por esa noche, indicaba a los
niños dónde se hallaba la isla.
Wendy, John y Michael se pusieron de puntillas en el aire para echar su primer
vistazo a la isla. Es extraño, pero todos la reconocieron al instante y mientras no los
invadió el miedo la estuvieron saludando no como a algo con lo que se ha soñado
mucho tiempo y por fin se ha visto, sino como a una vieja amiga con quien volvían
para pasar las vacaciones.
—John, ahí está la laguna.
—Wendy, mira a las tortugas enterrando sus huevos en la arena.
—Oye, John, veo a tu flamenco de la pata rota.
—Mira, Michael, allí está tu cueva.

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—John, ¿qué es eso que hay en la maleza?
—Es una loba con sus cachorros. Wendy, estoy seguro de que ése es tu lobezno.
—Ahí está mi barca, John, con los costados llenos de agujeros.
—No, no lo es. Pero si quemamos tu barca.
—Pues de todas formas lo es. Oye, John, veo el humo del campamento piel roja.
—¿Dónde? Enséñamelo y te diré por cómo se retuerce el humo si están en el
sendero de la guerra.
—Allí, justo al otro lado del Río Misterioso.
—Ya lo veo. Sí, ya lo creo que están en el sendero de la guerra.
Peter estaba un poco molesto con ellos por saber tantas cosas, pero si quería
hacerse el amo de la situación su triunfo estaba al caer, pues ¿no os he dicho que no
tardó en invadirlos el miedo?
Llegó cuando se fueron las flechas, dejando la isla en penumbra.
Antes, en casa, el País de Nunca Jamás siempre empezaba a tener un aire un poco
oscuro y amenazador a la hora de irse a la cama. Entonces surgían zonas inexploradas
que se extendían, en ellas se movían sombras negras, el rugido de los animales de
presa era muy distinto entonces y, sobre todo, uno perdía la seguridad de que iba a
ganar. Uno se alegraba mucho de que las lamparillas estuvieran encendidas. Era
incluso agradable que Nana dijera que eso de ahí no era más que la repisa de la
chimenea y que el País de Nunca Jamás era todo imaginación.
Por supuesto que el País de Nunca Jamás había sido una fantasía en aquellos días,
pero ahora era real y no había lamparillas y cada vez estaba más oscuro y ¿dónde
estaba Nana?
Habían estado volando separados unos de otros, pero ahora se apiñaron junto a
Peter. El comportamiento descuidado de éste había desaparecido por fin, le brillaban
los ojos, les entraba un hormigueo cada vez que tocaban su cuerpo. Ya estaban
encima de la temible isla, volando tan bajo que a veces un árbol les rozaba la cara.
No se veía nada horrendo en el aire, pero su marcha se había hecho lenta y
penosa, igual que si estuvieran abriéndose paso a través de unas fuerzas hostiles. A
veces se quedaban inmóviles en el aire hasta que Peter los golpeaba con los puños.
—No quieren que bajemos —les explicó.
—¿Quiénes? —susurró Wendy, estremeciéndose.
Pero él no lo sabía o no lo quería decir. Campanilla había estado durmiendo en su
hombro, pero ahora la despertó y le hizo ponerse en vanguardia.
De vez en cuando se paraba en el aire, escuchando atentamente con una mano en
la oreja y volvía a mirar hacia abajo con los ojos tan brillantes que parecían horadar
dos agujeros en la tierra. Una vez hecho esto, seguía adelante de nuevo.
Su valor casi producía espanto.
—¿Queréis correr una aventura ahora —le preguntó a John muy tranquilo—, o
preferís tomar el té primero?

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Wendy dijo «el té primero» apresuradamente y Michael le apretó la mano
agradecido, pero John, más valiente, titubeaba.
—¿Qué clase de aventura? —preguntó con cautela.
—Tenemos un pirata dormido en la pampa justo debajo de nosotros —le dijo
Peter—. Si quieres, bajamos y lo matamos.
—No lo veo —dijo John tras una larga pausa.
—Yo sí.
—Imagínate que se despierta —dijo John con la voz algo ronca.
Peter exclamó indignado:
—¡No pensarás que lo iba a matar dormido! Primero lo despertaría y luego lo
mataría. Es lo que siempre hago.
—¡Caramba! ¿Y matas muchos?
—Miles.
John dijo «estupendo», pero decidió tomar el té primero. Preguntó si había
muchos piratas en la isla en esos momentos y Peter dijo que nunca había visto tantos.
—¿Quién es su capitán ahora?
—Garfio —contestó Peter y se le nubló la cara al pronunciar ese odiado nombre.
—¿Jas Garfio?[3]
—Sí.
Entonces Michael se echó a llorar e incluso John sólo pudo hablar a trompicones,
pues conocían la reputación de Garfio.
—Era el contramaestre de Barbanegra —susurró John roncamente—. Es el peor
de todos ellos, el único hombre al que temía Barbacoa.
—Ése es —dijo Peter.
—¿Cómo es? ¿Es grande?
—No tanto como antes.
—¿Qué quieres decir?
—Le corté un pedazo.
—¡Tú!
—Sí, yo —dijo Peter con aspereza.
—No pretendía faltarte al respeto.
—Bueno, está bien.
—Pero, oye, ¿qué trozo?
—La mano derecha.
—¿Entonces ya no puede luchar?
—¡Vaya si puede!
—¿Es zurdo?
—Tiene un garfio de hierro en vez de la mano derecha y desgarra con él.
—¡Desgarra!
—Oye, John —dijo Peter.
—Sí.

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—Di «sí, señor».
—Sí, señor.
—Hay algo —continuó Peter— que cada chico que está a mis órdenes tuvo que
prometer y tú también debes hacerlo.
John se puso pálido.
—Es lo siguiente: si nos encontramos con Garfio en combate, me lo debes dejar a
mí.
—Lo prometo —dijo John lealmente.
Por el momento se sentían menos aterrados, porque Campanilla estaba volando
con ellos y con su luz podían verse los unos a los otros. Por desgracia no podía volar
tan despacio como ellos y por eso tenía que ir dando vueltas y vueltas formando un
círculo dentro del cual se movían como un halo. A Wendy le gustaba mucho, hasta
que Peter le señaló el inconveniente.
—Me dice —dijo— que los piratas nos avistaron antes de que se pusiera oscuro y
han sacado a Tom el Largo.
—¿El cañón grande?
—Sí. Y, por supuesto, deben de ver su luz y si se imaginan que estamos cerca
seguro que abren fuego.
—¡Wendy!
—¡John!
—¡Michael!
—Dile que se vaya ahora mismo, Peter —exclamaron los tres al mismo tiempo,
pero él se negó.
—Cree que nos hemos perdido —replicó fríamente—, y está bastante asustada.
¡No esperaréis que le diga que se vaya sola cuando tiene miedo! El círculo de luz se
rompió momentáneamente y algo le dio a Peter un pellizquito cariñoso.
—Entonces dile —rogó Wendy— que apague la luz.
—No puede apagarla. Eso es prácticamente lo único que no pueden hacer las
hadas. Se apaga sola cuando ella se duerme, igual que las estrellas.
—Entonces dile que duerma inmediatamente —casi le ordenó John.
—No puede dormir más que cuando tiene sueño. Es la única otra cosa que no
pueden hacer las hadas.
—Pues me parece —gruñó John— que son las dos únicas cosas que vale la pena
hacer.
Entonces se llevó un pellizco, pero no cariñoso.
—Si al menos uno de nosotros tuviera un bolsillo —dijo Peter— la podríamos
llevar con él.
Sin embargo, habían salido con tantas prisas que ninguno de los cuatro tenía un
solo bolsillo. Se le ocurrió una buena idea. ¡El sombrero de John!
Campanilla aceptaría viajar en sombrero si lo llevaban en la mano. John se hizo
cargo de ello, aunque ella había tenido la esperanza de que la llevara Peter. Al poco

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rato Wendy cogió el sombrero, porque John decía que le daba golpes en la rodilla al
volar y esto, como veremos, trajo dificultades, pues a Campanilla no le gustaba nada
deberle un favor a Wendy.
En la negra chistera la luz quedaba completamente oculta y siguieron volando en
silencio. Era el silencio más absoluto que habían conocido jamás, roto sólo por unos
lametones lejanos, que según explicó Peter lo producían los animales salvajes al
beber en el vado y también por un ruido rasposo que podrían haber sido las ramas de
los árboles al rozarse, pero él dijo que eran los pieles rojas que afilaban sus cuchillos.
Incluso estos ruidos acababan por apagarse. A Michael la soledad le resultaba
espantosa.
—¡Ojalá se oyera algún ruido! —exclamó.
Como en respuesta a su petición, el aire fue hendido por la explosión más
tremenda que había oído en su vida. Los piratas les habían disparado con Tom el
Largo.
El rugido resonó por las montañas y los ecos parecían gritar salvajemente:
—¿Dónde están, dónde están, dónde están?
De esta forma tan violenta descubrió el aterrorizado trío la diferencia entre una
isla inventada y la misma isla hecha realidad.
Cuando por fin los cielos volvieron a quedar en calma, John y Michael se
encontraron solos en la oscuridad. John caminaba en el aire mecánicamente y
Michael, sin saber cómo flotar, estaba flotando.
—¿Te han dado? —susurró John temblorosamente.
—Todavía no lo he comprobado —susurró a su vez Michael.
Ahora sabemos que ninguno fue alcanzado. Sin embargo, Peter fue arrastrado por
el viento del disparo hasta alta mar, mientras que Wendy fue lanzada hacia arriba sin
otra compañía que la de Campanilla.
Las cosas le habrían ido bien a Wendy si en ese momento hubiera soltado el
sombrero.
No sé si la idea se le ocurrió a Campanilla de repente, o si lo había planeado por
el camino, pero el caso es que inmediatamente salió del sombrero y se puso a atraer a
Wendy hacia su destrucción.
Campanilla no era toda maldad; o, más bien, era toda maldad en ese momento,
pero, por otro lado, a veces era toda bondad. Las hadas tienen que ser una cosa o la
otra, porque al ser tan pequeñas desgraciadamente sólo tienen sitio para un
sentimiento por vez. No obstante, les está permitido cambiar, aunque debe ser un
cambio total. Por el momento estaba celosísima de Wendy. Por supuesto, Wendy no
entendía lo que le decía con su precioso tintineo y estoy convencido de que parte eran
palabrotas, pero sonaba agradable y volaba hacia adelante y hacia atrás, queriendo
decir claramente: «Sígueme y todo saldrá bien».
¿Qué otra cosa podía hacer la pobre Wendy? Llamó a Peter, a John y a Michael y
lo único que obtuvo como respuesta fueron ecos burlones. Aún no sabía que

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Campanilla la odiaba con el odio feroz de una auténtica mujer. Y por eso, aturdida y
volando ahora a trompicones, siguió a Campanilla hacia su perdición.

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La isla hecha realidad

Al sentir que Peter regresaba, el País de Nunca Jamás revivió de nuevo. Deberíamos
emplear el pluscuamperfecto y decir que había revivido, pero revivió suena mejor y
era lo que siempre empleaba Peter.
Normalmente durante su ausencia las cosas están tranquilas. Las hadas duermen
una hora más por la mañana, los animales se ocupan de sus crías, los pieles rojas se
hartan de comer durante seis días con sus noches y cuando los piratas y los niños
perdidos se encuentran se limitan a sacarse la lengua. Pero con la llegada de Peter,
que aborrece el letargo, todos se ponen en marcha otra vez: si entonces pusierais la
oreja contra el suelo, oiríais cómo la isla bulle de vida.
Esta noche, las fuerzas principales de la isla estaban ocupadas de la siguiente
manera. Los niños perdidos estaban buscando a Peter, los piratas estaban buscando a
los niños perdidos, los pieles rojas estaban buscando a los piratas y los animales
estaban buscando a los pieles rojas. Iban dando vueltas y más vueltas por la isla, pero
no se encontraban porque todos llevaban el mismo paso.
Todos querían sangre salvo los niños, a quienes les gustaba por lo general, pero
esta noche iban a recibir a su capitán. Los niños de la isla varían, claro está, en
número, según los vayan matando y cosas así y cuando parece que están creciendo, lo
cual va en contra de las reglas, Peter los reduce, pero en esta ocasión había seis,
contando a los Gemelos como si fueran dos. Hagamos como si nos echáramos aquí
entre las cañas de azúcar y observémoslos mientras pasan sigilosamente en fila india,
cada uno con la mano sobre su cuchillo.
Peter les tiene prohibido que se parezcan a él en lo más mínimo y van vestidos
con pieles de osos cazados por ellos mismos, con las que quedan tan redondeados y
peludos que cuando se caen, ruedan. Por ello han conseguido llegar a andar con un
paso muy firme.
El primero en pasar es Lelo, no el menos valiente, pero sí el más desgraciado de
toda esa intrépida banda. Había corrido menos aventuras que cualquiera de los

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demás, porque las cosas importantes ocurrían siempre justo cuando él ya había
doblado la esquina; por ejemplo, todo estaba tranquilo y entonces él aprovechaba la
oportunidad para alejarse y reunir unos palos para el fuego y cuando volvía los demás
ya estaban limpiando la sangre. La mala suerte había dado una expresión de suave
melancolía a su rostro, pero en lugar de agriarle el carácter se lo había endulzado, de
forma que era el más humilde de los chicos. Pobre y bondadoso Lelo, esta noche te
amenaza un peligro. Ten cuidado, no vaya a ser que se te ofrezca ahora una aventura,
que, si la aceptas, te traiga un terrible infortunio. Lelo, el hada Campanilla, que esta
noche está resuelta a provocar daños, está buscando un instrumento y piensa que tú
eres el chico que más fácilmente se deja engañar. Cuidado con Campanilla.
Ojalá nos pudiera oír, pero nosotros no estamos realmente en la isla y él pasa de
largo, mordisqueándose los nudillos. A continuación viene Avispado, alegre y jovial,
seguido de Presuntuoso, que corta silbatos de los árboles y baila entusiasmado al son
de sus propias melodías. Presuntuoso es el más engreído de los chicos. Se cree que
recuerda los tiempos de antes de que se perdiera, con sus modales y costumbres y
esto hace que mire a todo el mundo por encima del hombro. Rizos es el cuarto; es un
pillo y ha tenido que entregarse tantas veces cuando Peter decía con severidad: «El
que haya hecho esto que dé un paso al frente», que ahora ante la orden da un paso al
frente automáticamente, lo haya hecho él o no. Los últimos son los gemelos, a
quienes no se puede describir porque seguro que describiríamos al que no es. Peter no
sabía muy bien lo que eran gemelos y a su banda no se le permitía saber nada que él
no supiera, de forma que estos dos no eran nunca muy claros al hablar de sí mismos y
hacían todo lo que podían por resultar satisfactorios manteniéndose muy juntos como
pidiendo perdón.
Los chicos desaparecen en la oscuridad y al cabo de un rato, pero no muy largo,
ya que las cosas ocurren deprisa en la isla, aparecen los piratas siguiendo su rastro.
Los oímos antes de verlos y siempre es la misma canción terrible:

Jalad, izad, pongámonos al pairo,


al abordaje saltemos
y si un tiro nos separa,
¡allá abajo nos veremos!

Jamás colgó en hilera en el Muelle de las Ejecuciones (Muelle de Wapping donde


eran ejecutados los marinos criminales) una banda de aire más malvado. Aquí, algo
adelantado, inclinando la cabeza hacia el suelo una y otra vez para escuchar, con los
grandes brazos desnudos y las orejas adornadas con monedas de cobre, llega el guapo
italiano Cecco, que grabó su nombre con letras de sangre en la espalda del alcaide de
la prisión de Gao. Ese negro gigantesco que va detrás de él ha tenido muchos
nombres desde que dejara ése con el que las madres morenas siguen aterrorizando a
sus hijos en las riberas del Guidjomo. He aquí a Bill Jukes, tatuado de arriba a abajo,

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el mismo Bill Jukes al que Flint, a bordo del Walrus, propinara seis docenas de
latigazos antes de que aquél soltara la bolsa de moidores;[4] y Cookson, de quien se
dice que era hermano de Murphy el Negro (aunque esto nunca se probó); y el
caballero Starkey, en otros tiempos portero de un colegio privado y todavía elegante a
la hora de matar; y Claraboyas (Claraboyas de Morgan); y Smee, el contramaestre
irlandés, un hombre curiosamente afable que acuchillaba, como si dijéramos, sin
ofender y era el único disidente[5] de la tripulación de Garfio; y Noodler, cuyas manos
estaban colocadas al revés; y Robert Mullins y Alf Mason y muchos otros rufianes
bien conocidos y temidos en el Caribe.
En medio de ellos, la joya más negra y más grande de aquel siniestro puñado, iba
reclinado James Garfio, o, según lo escribía él, Jas. Garfio, del cual se dice que era el
único hombre a quien el Cocinero[6] temía. Estaba cómodamente echado en un tosco
carruaje tirado y empujado por sus hombres y en lugar de mano derecha tenía el
garfio de hierro con el que de vez en cuando los animaba a apretar el paso. Como a
perros los trataba y les hablaba este hombre terrible y como perros lo obedecían ellos.
De aspecto era cadavérico y cetrino y llevaba el pelo en largos bucles, que a cierta
distancia parecían velas negras y daban un aire singularmente amenazador a su
amplio rostro. Sus ojos eran del azul del nomeolvides y profundamente tristes, salvo
cuando le clavaba a uno el garfio, momento en que surgían en ellos dos puntos rojos
que se los iluminaban horriblemente. En cuanto a los modales, conservaba aún algo
de gran señor, de forma que incluso lo destrozaba a uno con distinción y me han
dicho que tenía reputación de raconteur. Nunca resultaba más siniestro que cuando se
mostraba todo cortés, lo cual es probablemente la mejor prueba de educación, y la
elegancia de su dicción, incluso cuando maldecía, así como la prestancia de su porte,
demostraban que no era de la misma clase que su tripulación. Hombre de valor
indómito, se decía de él que lo único que lo atemorizaba era ver su propia sangre, que
era espesa y de un color insólito. En su vestimenta imitaba un poco los ropajes
asociados al nombre de Carlos II, por haber oído decir en un período anterior de su
carrera que tenía un extraño parecido con los desventurados Estuardo y en los labios
llevaba una boquilla de su propia invención que le permitía fumar dos cigarros a la
vez. Pero indudablemente la parte más macabra de él era su garfio de hierro.
Matemos ahora a un pirata, para mostrar el método de Garfio. Claraboyas servirá.
Al pasar, Claraboyas da un torpe bandazo contra él, descolocándole el cuello de
encaje: el garfio sale disparado, se oye un desgarrón y un chillido, luego se aparta el
cuerpo de una patada y los piratas siguen adelante. Ni siquiera se ha quitado los
cigarros de la boca.
Así es el hombre terrible al que se enfrenta Peter Pan. ¿Quién ganará?
Tras los pasos de los piratas, deslizándose en silencio por el sendero de la guerra,
que no es visible para ojos inexpertos, llegan los pieles rojas, todos ellos ojo avizor.
Llevan tomahawks y cuchillos y sus cuerpos desnudos relucen de pintura y aceite.
Atadas a la cintura llevan cabelleras, tanto de niños como de piratas, ya que son la

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tribu piccaninny y no hay que confundirlos con los delawares o los hurones, más
compasivos. En vanguardia, a cuatro patas, va Gran Pantera Pequeña, un valiente con
tantas cabelleras que en su postura actual le impiden un poco avanzar. En retaguardia,
el puesto de mayor peligro, va Tigridia, orgullosamente erguida, princesa por derecho
propio. Es la más hermosa de las Dianas morenas y la beldad de los piccaninnis,
coqueta, fría y enamoradiza por turnos: no hay un solo valiente que no quisiera a la
caprichosa por mujer, pero ella mantiene a raya el altar con un hacha. Mirad cómo
pasan por encima de ramitas secas sin hacer el más mínimo ruido. Lo único que se
oye es su respiración algo jadeante. La verdad es que en estos momentos están todos
un poco gordos después de las comilonas, pero ya perderán peso a su debido tiempo.
Por ahora, sin embargo, esto constituye su mayor peligro.
Los pieles rojas desaparecen como han llegado, como sombras y pronto ocupan
su lugar los animales, una procesión grande y variada: leones, tigres, osos y las
innumerables criaturas salvajes más pequeñas que huyen de ellos, ya que todas las
clases de animales y, en particular, los devoradores de hombres, viven codo con codo
en la afortunada isla. Llevan la lengua fuera, esta noche tienen hambre.
Cuando ya han pasado, llega el último personaje de todos, un gigantesco
cocodrilo. No tardaremos en descubrir a quién está buscando.
El cocodrilo pasa, pero pronto vuelven a aparecer los chicos, ya que el desfile
debe continuar indefinidamente hasta que uno de los grupos se pare o cambie el paso.
Entonces todos se echarán rápidamente unos encima de otros.
Todos vigilan atentamente el frente, pero ninguno sospecha que el peligro pueda
acercarse sigilosamente por detrás. Esto demuestra lo real que era la isla.
Los primeros en romper el círculo móvil fueron los chicos. Se tiraron sobre el
césped, junto a su casa subterránea.
—Ojalá volviera Peter —decía cada uno de ellos con nerviosismo, aunque en
altura y aún más en anchura eran todos más grandes que su capitán.
—Yo soy el único que no tiene miedo de los piratas —dijo Presuntuoso en ese
tono que le impedía ser apreciado por todos, pero quizás un ruido lejano lo inquietara,
pues añadió a toda prisa—, pero ojalá volviera y nos dijera si ha averiguado algo más
sobre Cenicienta.
Se pusieron a hablar de Cenicienta y Lelo estaba seguro de que su madre debía de
haber sido muy parecida a ella.
Sólo en ausencia de Peter podían hablar de madres, ya que había prohibido el
tema diciendo que era una tontería.
—Lo único que recuerdo de mi madre —les dijo Avispado—, es que le decía a
papá con frecuencia: «Oh, ojalá tuviera mi propio talonario de cheques». No sé qué
es un talonario de cheques, pero me encantaría darle uno a mi madre.
Mientras hablaban oyeron un ruido lejano. Vosotros o yo, al no ser criaturas
salvajes del bosque, no habríamos oído nada, pero ellos sí lo oyeron y era la
espeluznante canción:

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Viva, viva la vida del pirata,
un cráneo y dos tibias en la bandera.
Viva la alegría y una buena soga
y viva el buen Satán que nos espera.

Al instante los niños perdidos… ¿pero dónde están? Ya no están ahí. Unos
conejos no podrían haber desaparecido más rápido.
Os diré dónde están. Con excepción de Avispado, que ha salido corriendo para
explorar, ya están en su casa subterránea, una residencia muy agradable de la que
pronto veremos muchas cosas. ¿Pero cómo han llegado a ella? Porque no se ve
ninguna entrada, ni siquiera un montón de matojos que, si se apartaran, revelarían la
boca de una cueva. Sin embargo, mirad con atención y puede que os deis cuenta de
que hay aquí siete grandes árboles, cada uno con un agujero en el tronco hueco tan
grande como un niño. Estas son las siete entradas a la casa subterránea, que Garfio ha
estado buscando en vano durante tantas lunas. ¿La encontrará esta noche?
Mientras los piratas avanzaban, la rápida mirada de Starkey descubrió a Avispado
que desaparecía en el bosque y al momento su pistola brilló en la oscuridad. Pero una
garra de hierro lo aferró del hombro.
—Capitán, suélteme —exclamó, retorciéndose.
Ahora por primera vez oímos la voz de Garfio. Era una voz negra.
—Primero guarda esa pistola —dijo amenazadoramente.
—Era uno de los chicos que usted odia. Lo podría haber matado de un tiro.
—Sí y el ruido habría hecho que los pieles rojas de Tigridia cayeran sobre
nosotros. ¿Es que quieres perder la cabellera?
—Capitán, ¿voy detrás de él —preguntó el patético Smee—, y le hago cosquillas
con Johnny Sacacorchos?
Smee ponía nombres agradables a todo y su sable era Johnny Sacacorchos,
porque lo retorcía en la herida. Se podrían mencionar muchos rasgos encantadores de
Smee. Por ejemplo, después de matar, eran sus gafas lo primero que limpiaba en vez
de su arma.
—Johnny es un chico silencioso —le recordó a Garfio.
—Ahora no, Smee —dijo Garfio tenebrosamente—. Sólo es uno y quiero acabar
con los siete. Dispersaos y buscadlos.
Los piratas desaparecieron entre los árboles y al cabo de un momento su capitán y
Smee se quedaron solos. Garfio soltó un profundo suspiro y no sé por qué fue, quizás
fuera por la delicada belleza de la noche, pero el caso es que lo invadió el deseo de
confiar a su fiel contramaestre la historia de su vida. Habló largo y tendido, pero de
qué se trataba Smee, que era bastante estúpido, no tenía ni idea.
Por fin oyó el nombre de Peter.

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—Sobre todo —decía Garfio con pasión—, quiero a su capitán, Peter Pan. Fue él
quien me cortó el brazo.
Agitó el garfio amenazadoramente.
—He esperado mucho para estrecharle la mano con esto. Ah, lo haré pedazos.
—Pero —dijo Smee—, yo he oído a usted decir muchas veces que ese garfio
valía por veinte manos, para peinarse y otros usos domésticos.
—Sí —contestó el capitán—, si yo fuera madre rezaría porque mis hijos nacieran
con esto en vez de eso.
Y echó una mirada de orgullo a su mano de hierro y una de desprecio a la otra.
Luego volvió a fruncir el ceño.
—Peter le echó mi brazo —dijo, estremeciéndose— a un cocodrilo que pasaba
por allí.
—Ya he notado —dijo Smee— su extraño temor a los cocodrilos.
—A los cocodrilos no —le corrigió Garfio—, sino a ese cocodrilo.
Bajó la voz.
—Le gustó tanto mi brazo, Smee, que me ha seguido desde entonces, de mar en
mar y de tierra en tierra, relamiéndose por lo que queda de mí.
—En cierto modo —dijo Smee—, es una especie de cumplido.
—No quiero cumplidos de esa clase —soltó Garfio con petulancia—. Quiero a
Peter Pan, que fue quien hizo que ese bicho me tomara gusto.
Se sentó en una gran seta y habló con voz temblorosa.
—Smee —dijo roncamente—, ese cocodrilo ya me habría comido a estas horas,
pero por una feliz casualidad se tragó un reloj que hace tic tac en su interior y por eso
antes de que me pueda alcanzar oigo el tic tac y salgo corriendo.
Se echó a reír, pero con una risa hueca.
—Algún día —dijo Smee—, el reloj se parará y entonces lo cogerá.
Garfio se humedeció los labios resecos.
—Sí —dijo—, ése es el temor que me atormenta.
Desde que se sentó se había estado sintiendo extrañamente acalorado.
—Smee —dijo—, este asiento está caliente.
Se levantó de un salto.
—Por mil diablos tuertos, que me quemo.
Examinaron la seta, que era de un tamaño y una solidez desconocidos en el
mundo real; intentaron arrancarla y se quedaron con ella en las manos al instante,
pues no tenía raíces. Y lo que es más raro, al momento comenzó a salir humo. Los
piratas se miraron el uno al otro.
—¡Una chimenea! —exclamaron los dos.
Efectivamente, habían descubierto la chimenea de la casa subterránea. Los chicos
tenían por costumbre taparla con una seta cuando había enemigos en las cercanías.
No sólo salía humo por ella. También se oían voces de niños, pues tan seguros se
sentían los chicos en su escondrijo que estaban charlando alegremente. Los piratas

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escucharon ceñudos y luego volvieron a colocar la seta. Miraron a su alrededor y
vieron los agujeros de los siete árboles.
—¿Ha oído que decían que Peter Pan no está en casa? —susurró Smee,
jugueteando con Johnny Sacacorchos.
Garfio asintió. Se quedó largo rato ensimismado y por fin una sonrisa helada le
iluminó la cara morena. Smee la había estado esperando.
—Desembuche su plan, capitán —exclamó ansioso.
—Regresar al barco —repitió Garfio despacio y entre dientes—, y hacer un
opíparo pastelón bien espeso con azúcar verde por encima. Sólo puede haber una
habitación allí abajo, porque hay una sola chimenea. Esos estúpidos topos no han
tenido la inteligencia de darse cuenta de que no necesitaban una puerta por persona.
Eso demuestra que no tienen madre. Dejaremos el pastel en la orilla de la laguna de
las sirenas. Estos chicos siempre están nadando allí, jugando con las sirenas.
Encontrarán el pastel y lo engullirán, porque, al no tener madre, no saben lo peligroso
que es comer un pastel pesado y húmedo.
Estalló en carcajadas, no una risa hueca esta vez, sino una risa auténtica.
—Ja, ja, ja, morirán.
Smee había estado escuchando con creciente admiración.
—Es el plan más malvado y más bonito que he oído nunca —exclamó y se
pusieron a bailar y cantar entusiasmados:

Quietos cuando yo aparezco,


por miedo a ser atrapados;
nada os queda en los huesos
si Garfio os tiene enganchados.

Empezaron la estrofa, pero no llegaron a terminarla, pues se oyó otro ruido que
les hizo callar. Al principio era un sonido tan débil que una hoja podría haber caído
sobre él y haberlo ahogado, pero al ir acercándose se fue haciendo más fuerte.
Tic tac, tic tac.
Garfio se detuvo tembloroso, con un pie en el aire.
—El cocodrilo —dijo con voz entrecortada y salió huyendo, seguido de su
contramaestre.
Efectivamente era el cocodrilo. Había adelantado a los pieles rojas, que ahora
seguían el rastro de los otros piratas. Siguió deslizándose en pos de Garfio.
Una vez más los chicos salieron a la superficie, pero los peligros de la noche no
se habían terminado aún, pues al poco rato se presentó Avispado corriendo sin
aliento, perseguido por una manada de lobos. Los perseguidores llevaban la lengua
fuera; sus aullidos eran espantosos.
—¡Salvadme, salvadme! —gritó Avispado, cayendo al suelo.
—¿Pero qué podemos hacer, qué podemos hacer?

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Fue un gran cumplido para Peter el que en ese angustioso momento sus
pensamientos se volvieran hacia él.
—¿Qué haría Peter? —exclamaron simultáneamente.
Casi al mismo tiempo añadieron:
—Peter los miraría por entre las piernas.
Y luego:
—Hagamos lo que haría Peter.
Es la forma más eficaz de desafiar a los lobos y como un solo chico se inclinaron
y miraron por entre las piernas. El momento siguiente parece eterno, pero la victoria
llegó rápido, ya que cuando los chicos avanzaron hacia ellos en esta terrible postura,
los lobos agacharon el rabo y huyeron.
Entonces Avispado se levantó del suelo y los otros creyeron que sus ojos
desorbitados seguían viendo a los lobos. Pero no eran lobos lo que veía.
—He visto una cosa maravillosísima —exclamó cuando se agruparon a su
alrededor impacientes—. Un gran pájaro blanco. Viene volando hacia aquí.
—¿Qué clase de pájaro crees que es?
—No sé —dijo Avispado perplejo—, pero parece cansadísimo y mientras vuela
va gimiendo: «Pobre Wendy».
—Recuerdo —dijo Presuntuoso al instante— que hay unos pájaros que se llaman
Wendy.
—Mirad, ahí viene —gritó Rizos, señalando a Wendy en el cielo.
Wendy ya estaba casi sobre ellos y podían oír su quejido lastimero. Pero más
clara se oía la estridente voz de Campanilla. La celosa hada ya había abandonado su
fachada amistosa y se lanzaba contra su víctima por todas direcciones, pellizcándola
salvajemente cada vez que la tocaba.
—Hola, Campanilla —gritaron los maravillados niños.
La réplica de Campanilla resonó con fuerza:
—Peter quiere que matéis a la Wendy.
No entraba en su forma de ser hacer preguntas cuando Peter daba órdenes.
—Hagamos lo que Peter desea —gritaron los ingenuos chicos—. Deprisa, arcos y
flechas.
Todos menos Lelo bajaron de un salto por sus árboles. Él tenía consigo un arco y
una flecha y Campanilla se dio cuenta y se frotó las manitas.
—Deprisa, Lelo, deprisa —chilló—. Peter se pondrá muy contento.
Lelo puso emocionado la flecha en el arco.
—Aparta, Campanilla —gritó y luego disparó y Wendy cayó revoloteando al
suelo con un dardo en el pecho.

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La casita

El bobo de Lelo se erguía como un conquistador sobre el cuerpo de Wendy cuando


los demás chicos saltaron, armados, de sus árboles.
—Llegáis tarde —exclamó con orgullo—. He matado a la Wendy. Peter estará
muy satisfecho de mí.
Por encima Campanilla gritó:
—Cretino.
Y salió disparada a esconderse. Los otros no la oyeron. Se habían apiñado
alrededor de Wendy y mientras la miraban se hizo un tremendo silencio en el bosque.
Si el corazón de Wendy hubiera estado latiendo, todos lo habrían oído. Presuntuoso
fue el primero que habló.
—Esto no es un pájaro —dijo en tono asustado—. Creo que debe de ser una
dama.
—¿Una dama? —dijo Lelo y se echó a temblar.
—Y la hemos matado —dijo Avispado con voz ronca. Todos se quitaron los
gorros.
—Ahora lo entiendo —dijo Rizos—, nos la traía Peter.
Se tiró al suelo desconsolado.
—Una dama para cuidarnos por fin —dijo uno de los gemelos—, y tú la has
matado.
Sentían pena por él, pero más por ellos mismos y cuando él se acercó un poco
más a ellos le volvieron la espalda. Lelo estaba muy pálido, pero ahora tenía un aire
de dignidad que antes nunca había aparecido en él.
—Yo lo he hecho —dijo, reflexionando—. Cuando se me aparecían señoras en
sueños, yo decía: «mamaíta, mamaíta». Pero cuando por fin llegó de verdad la maté.
Se alejó despacio.
—No te vayas —lo llamaron apenados.
—Tengo que hacerlo —contestó él, temblando—, tengo mucho miedo de Peter.

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En este trágico instante oyeron un ruido que les puso a todos el corazón en un
puño. Oyeron a Peter graznar.
—¡Peter! —gritaron, pues siempre anunciaba así su regreso.
—Escondedla —susurraron y se agruparon rápidamente en torno a Wendy. Pero
Lelo se quedó aparte. Se oyó otra vez aquel sonoro graznido y Peter se posó delante
de ellos.
—Saludos, chicos —exclamó y ellos saludaron maquinalmente y de nuevo se
hizo un silencio. Él frunció el ceño.
—He vuelto —dijo con vehemencia—. ¿Por qué no os animáis?
Ellos abrieron la boca, pero no les salían los gritos de júbilo. Él lo pasó por alto
por la prisa de darles las maravillosas nuevas.
—Grandes noticias, chicos —exclamó—. Por fin he traído una madre para todos
vosotros.
El silencio continuó, salvo por un golpecito sordo producido por Lelo al caer de
rodillas.
—¿No la habéis visto? —preguntó Peter, preocupado—. Volaba hacia aquí.
—Ay de mí —dijo una voz y otra dijo:
—Ay, qué tristeza.
Lelo se puso de pie.
—Peter —dijo con calma—, yo te la enseñaré.
Y como otros seguían queriendo ocultarla dijo:
—Apartaos, gemelos, dejad que Peter lo vea.
De forma que todos se apartaron y le dejaron ver y después de mirar un rato no
supo qué hacer a continuación.
—Está muerta —dijo inquieto—. Quizás esté asustada de estar muerta.
Se le ocurrió alejarse saltando cómicamente hasta perderla de vista y luego no
acercarse al lugar nunca más. Todos se habrían alegrado de seguirlo si lo hubiera
hecho. Pero estaba la flecha. La sacó del corazón y se encaró con su banda.
—¿De quién es esta flecha? —preguntó severamente.
—Es mía, Peter —dijo Lelo de rodillas.
—Oh, mano asesina —dijo Peter y levantó la flecha para usarla como daga.
Lelo no retrocedió. Se descubrió el pecho.
—Clávala, Peter —dijo con firmeza—, clávala bien.
Dos veces levantó Peter la flecha y dos veces cayó su mano.
—No puedo clavarla —dijo admirado—, algo detiene mi mano. Todos lo miraron
estupefactos, menos Avispado, que por suerte miró a Wendy.
—Es ella —gritó—, la señora Wendy; mirad, su brazo.
Maravilla de maravillas, Wendy había alzado el brazo. Avispado se inclinó sobre
ella y escuchó reverentemente.
—Creo que ha dicho «pobre Lelo» —susurró.
—Está viva —dijo Peter lacónicamente.

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Presuntuoso gritó al instante:
—La señora Wendy está viva.
Entonces Peter se arrodilló junto a ella y descubrió su caperuza. Recordaréis que
ella se la había colgado de una cadena que llevaba al cuello.
—Mirad —dijo—, la flecha chocó con esto. Es el beso que le di. Le ha salvado la
vida.
—Yo me acuerdo de los besos —interrumpió Presuntuoso rápidamente—, déjame
verlo. Sí, eso es un beso.
Peter no lo oyó. Estaba rogándole a Wendy que se pusiera bien deprisa, para
poder enseñarle las sirenas. Por supuesto, ella no podía contestar aún, pues seguía
totalmente desmayada, pero por encima se oyó un lamento.
—Escuchad a Campanilla —dijo Rizos—, está llorando porque la Wendy está
viva.
Entonces tuvieron que contarle a Peter el crimen de Campanilla y casi nunca lo
habían visto con un aspecto tan serio.
—Escucha, Campanilla —gritó—, ya no soy tu amigo. Aléjate de mí para
siempre.
Ella se posó en su hombro y suplicó, pero él la apartó de un manotazo. Hasta que
Wendy no volvió a alzar el brazo no se ablandó lo suficiente como para decir:
—Bueno, para siempre no, pero sí una semana entera.
¿Creéis que Campanilla estaba agradecida a Wendy por levantar el brazo? Claro
que no, jamás tuvo tantas ganas de pellizcarla. Las hadas son realmente extrañas y
Peter, que era quien mejor las conocía, las golpeaba con frecuencia.
¿Pero qué hacer con Wendy en su delicado estado de salud?
—Bajémosla a la casa —propuso Rizos.
—Sí —dijo Presuntuoso—, eso es lo que se hace con las damas.
—No, no —dijo Peter—, no hay que tocarla. No sería lo bastante respetuoso.
—Eso —dijo Presuntuoso— es lo que yo pensaba.
—Pero si se queda ahí tumbada —dijo Lelo—, se morirá.
—Sí, se morirá —admitió Presuntuoso—, pero no se puede hacer otra cosa.
—Sí, sí se puede —exclamó Peter—. Construyamos una casita a su alrededor.
Todos quedaron encantados.
—Deprisa —les ordenó—, que cada uno me traiga lo mejor de lo que tenemos.
Destripad nuestra casa. Moveos.
Al momento estuvieron tan atareados como unos sastres en la víspera de una
boda. Correteaban de un lado a otro, abajo a buscar cosas para la cama, arriba para
coger leña y mientras estaban en ello, hete aquí que aparecieron John y Michael.
Mientras avanzaban penosamente por el suelo se quedaban dormidos de pie, se
detenían, se despertaban, daban otro paso y se volvían a dormir.
—John, John —lloraba Michael—, despierta. ¿Dónde está Nana, John? ¿Y
mamá?

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Y entonces John se frotaba los ojos y murmuraba:
—Es cierto, hemos volado.
Os aseguro que se sintieron muy aliviados al encontrar a Peter.
—Hola, Peter —dijeron.
—Hola —replicó Peter amistosamente, aunque se había olvidado de ellos por
completo. Estaba muy ocupado en ese momento midiendo a Wendy con los pies para
ver el tamaño de la casa que necesitaría. Por supuesto, tenía intención de dejar sitio
para sillas y una mesa. John y Michael lo observaban.
—¿Está dormida Wendy? —preguntaron.
—Sí.
—John —propuso Michael—, vamos a despertarla para que nos haga la comida.
Pero cuando lo estaba diciendo algunos de los demás chicos llegaron corriendo
cargados de ramas para la construcción de la casa.
—¡Míralos! —gritó.
—Rizos —dijo Peter con su voz más capitanesca—, ocúpate de que estos chicos
ayuden a construir la casa.
—Sí, señor.
—¿Construir una casa? —exclamó John.
—Para la Wendy —dijo Rizos.
—¿Para Wendy? —dijo John horrorizado—. Pero si no es más que una chica.
—Por eso —explicó Rizos—, somos sus servidores.
—¿Vosotros? ¡Servidores de Wendy!
—Sí —dijo Peter—, y vosotros también. Lleváoslos.
Se llevaron a rastras a los atónitos hermanos para que cortaran, talaran y cargaran.
—Lo primero sillas y una valla —ordenó Peter—. Luego construiremos la casa a
su alrededor.
—Sí —dijo Presuntuoso—, así se construye una casa, ya me acuerdo.
Peter estaba en todo.
—Presuntuoso —ordenó—, trae a un médico.
—Sí —dijo Presuntuoso al momento y desapareció, rascándose la cabeza. Pero
sabía que había que obedecer a Peter y regresó al cabo de un rato, con el sombrero de
John y expresión solemne.
—Por favor, señor —dijo Peter, acercándose a él—, ¿es usted médico?
La diferencia entre los demás chicos y él en un momento como ése era que ellos
sabían que todo era fingido, mientras que para él lo fingido y lo real eran exactamente
lo mismo. Esto a veces tenía sus inconvenientes, como cuando tenían que fingir que
habían comido. Si dejaban de fingir él los golpeaba en los nudillos.
—Sí, jovencito —replicó muy apurado Presuntuoso, que tenía los nudillos
agrietados.
—Por favor, señor —explicó Peter—, tenemos a una dama muy enferma.
Estaba tumbada a sus pies, pero Presuntuoso tuvo el sentido común de no verla.

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—Vaya, vaya, —dijo—, ¿dónde está?
—En aquel claro.
—Le pondré una cosa de cristal en la boca —dijo Presuntuoso y fingió hacerlo,
mientras Peter aguardaba. Hubo un momento de angustia cuando retiró la cosa de
cristal.
—¿Cómo está? —preguntó Peter.
—Vaya, vaya —dijo Presuntuoso—, esto la ha curado.
—Qué alegría —gritó Peter.
—Vendré a verla otra vez por la noche —dijo Presuntuoso—; dele caldo
concentrado de carne en una taza con pitorro.
Pero tras haberle devuelto el sombrero a John soltó grandes resoplidos, que era lo
que tenía por costumbre al escapar de dificultades.
Entretanto el bosque había estado plagado del ruido de las hachas; casi todo lo
necesario para una vivienda acogedora estaba ya a los pies de Wendy.
—Ojalá supiéramos —dijo uno— qué tipo de casa le gusta más.
—Peter —gritó otro—, se está moviendo en sueños.
—Se le abre la boca —exclamó un tercero, mirando dentro respetuosamente—.
¡Oh, qué bonito!
—A lo mejor se pone a cantar en sueños —dijo Peter—. Wendy, cántanos el tipo
de casa que te gustaría tener.
Inmediatamente, sin abrir los ojos, Wendy se puso a cantar:

Me gustaría tener una bella casita,


la más pequeña que hayáis admirado,
con lindas paredes de rojo color
y de musgoso verdor el tejado.

Gorjearon de alegría ante esto, pues por increíble fortuna las ramas que habían
traído estaban untadas de savia roja y todo el suelo estaba cubierto de musgo.
Mientras montaban la casita a martillazos, ellos mismos se pusieron a cantar:

Hemos levantado las paredes y el tejado


y hemos hecho una puerta encantadora,
así que dinos, madre Wendy,
¿hay algo más que quieras ahora?

A esto ella contestó con cierta avidez:

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Además de todo eso yo creo
que alegres ventanas quisiera,
con rosas asomando hacia dentro
y bebés asomando hacia fuera.

Con unos buenos puñetazos hicieron las ventanas y unas grandes hojas amarillas
hicieron de postigos. Pero, ¿y las rosas?
—Rosas —gritó Peter imperiosamente.
Rápidamente fingieron que las rosas más hermosas crecían trepando por las
paredes. ¿Bebés?
Para evitar que Peter pidiera bebés se apresuraron a volver a cantar:

Hemos hecho las rosas que asoman,


en la puerta están los bebés,
no podemos volver a nacer,
pues nacimos hace años, ya ves.

Peter, dándose cuenta de que esto era una buena idea, fingió al momento que era
suya. La casa era muy bonita y sin duda Wendy estaba muy cómoda dentro, aunque,
claro está, ya no podían verla. Peter se movió de un lado a otro encargando los toques
finales. Nada se escapaba a su vista de águila. Justo cuando parecía totalmente
acabada dijo:
—La puerta no tiene aldaba.
Se quedaron muy avergonzados, pero Lelo entregó la suela de su zapato, que se
convirtió en una aldaba excelente. Ya está totalmente acabada, pensaron.
Ni mucho menos.
—No hay chimenea —dijo Peter—, tenemos que poner una chimenea.
—Sí que le hace falta una chimenea —dijo John dándose importancia. Esto le dio
una idea a Peter. Le arrancó a John el sombrero de la cabeza, lo desfondó y colocó el
sombrero sobre el tejado. La casita se puso tan contenta de tener una chimenea tan
buena que, como para dar las gracias, inmediatamente empezó a salir humo del
sombrero.
Ahora ya estaba realmente acabada. No quedaba nada más que hacer, salvo llamar
a la puerta.
—Poneos guapos —les advirtió Peter—, las primeras impresiones son
importantísimas.
Se alegró de que nadie le preguntara qué eran las primeras impresiones: estaban
todos demasiado ocupados poniéndose guapos.

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Llamó a la puerta cortésmente y ahora el bosque estaba tan silencioso como los
niños, no se oía ni un ruido, salvo a Campanilla, que estaba observando desde una
rama y mofándose sin disimulos.
Lo que los chicos se preguntaban era, ¿contestaría alguien a la llamada? Si fuera
una dama, ¿cómo sería?
La puerta se abrió y salió una dama. Era Wendy. Todos se quitaron el gorro.
Parecía debidamente sorprendida y así era justo como habían esperado que
estuviera.
—¿Dónde estoy? —dijo.
Naturalmente, Presuntuoso fue el primero en meter baza.
—Señora Wendy —dijo rápidamente—, hemos construido esta casa para ti.
—Oh, di que estás contenta —exclamó Avispado.
—Qué casa tan bonita y agradable —dijo Wendy y eran las palabras justas que
ellos habían esperado que dijera.
—Y nosotros somos tus niños —gritaron los gemelos.
Entonces todos se pusieron de rodillas y alargando los brazos exclamaron:
—Oh, señora Wendy, sé nuestra madre.
—¿Debería? —dijo Wendy, toda radiante—. Naturalmente, es fascinante, pero es
que yo sólo soy una niña. No tengo experiencia de verdad.
—Eso no importa —dijo Peter, como si él fuera el único presente que lo sabía
todo acerca del tema, aunque en realidad era el que menos sabía—. Lo que nos hace
falta es simplemente una persona agradable y maternal.
—¡Vaya! —dijo Wendy—. ¿Sabéis? Creo que eso es exactamente lo que yo soy.
—Sí, sí —gritaron todos—, lo notamos al instante.
—Muy bien —dijo ella—, haré todo lo que pueda. Entrad inmediatamente,
diablillos, estoy segura de que tenéis los pies mojados. Y antes de meteros en la cama
tengo el tiempo justo de terminar el cuento de Cenicienta.
Allá fueron; no sé cómo había sitio para todos, pero uno se puede apretar mucho
en el País de Nunca Jamás. Y aquélla fue la primera de las muchas noches felices que
pasaron con Wendy. Más tarde los arropó en la gran cama de la casa de debajo de los
árboles, pero ella durmió esa noche en la casita y Peter montó guardia fuera con la
espada desenvainada, pues se oía a los piratas de parranda a lo lejos y los lobos
estaban al acecho. La casita tenía un aire muy acogedor y seguro en la oscuridad, con
una alegre luz filtrándose a través de los postigos y la chimenea humeando
estupendamente y Peter montando guardia.
Al cabo de un rato se quedó dormido y unas hadas tambaleantes tuvieron que
trepar por encima de él al volver a casa después de una fiesta. A cualquiera de los
otros chicos que hubiera obstruido el sendero de las hadas por la noche le habrían
hecho algo malo, pero a Peter sólo le pellizcaron la nariz y pasaron de largo.

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7
La casa subterránea

Una de las primeras cosas que hizo Peter al día siguiente fue tomar medidas a Wendy,
John y Michael para unos árboles huecos. Recordaréis que Garfio se había burlado de
los chicos por creer que necesitaban un árbol por persona, pero lo hizo por
ignorancia, ya que a menos que el árbol se adecuase a las medidas de uno costaba
subir y bajar y no había dos chicos que fueran exactamente del mismo tamaño. Una
vez que se encajaba, uno tomaba aliento en la superficie y bajaba justo a la velocidad
apropiada, mientras que para ascender se tomaba aliento y se soltaba alternativamente
y de esta forma se subía serpenteando. Naturalmente, cuando uno domina el asunto se
pueden hacer estas cosas sin pensarlas y entonces nada resulta más elegante.
Pero sencillamente hay que encajar y Peter le toma a uno medidas para el árbol
con tanto cuidado como para un traje: la única diferencia es que las ropas se hacen
para que le encajen a uno, mientras que uno tiene que estar hecho para encajar en el
árbol. Por lo general es muy fácil hacerlo, por ejemplo poniéndose muchas ropas o
muy pocas, pero si uno abulta en lugares poco apropiados o si el único árbol
disponible tiene una forma extraña, Peter le hace a uno una serie de cosas y tras eso
uno encaja. Una vez que se encaja, hay que tener mucho cuidado para seguir
encajando y esto, según iba a descubrir Wendy encantada, mantiene a toda una
familia en perfectas condiciones.
Wendy y Michael encajaron en sus árboles al primer intento, pero a John hubo
que alterarlo un poco.
Tras unos cuantos días de práctica podían subir y bajar con la facilidad de unos
cubos en un pozo. Y cómo se encariñaron con su casa subterránea, especialmente
Wendy. Consistía en una estancia grande, como deberían tener todas las casas, con un
suelo en el que se podía cavar si se quería pescar y en este suelo crecían gruesas setas
de bonitos colores, que se empleaban como taburetes. Un árbol de Nunca Jamás se
esforzaba por crecer en el centro de la habitación, pero todas las mañanas serraban el
tronco, a ras del suelo. Hacia la hora del té siempre tenía unos dos pies de alto y

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entonces colocaban una puerta sobre él, con lo cual aquello se convertía en una mesa;
tan pronto como lo recogían todo, volvían a serrar el tronco y así tenían más espacio
para jugar. Había un hogar enorme que se encontraba casi en cualquier lugar de la
habitación donde se quisiera encenderlo y encima Wendy tendía unas cuerdas, hechas
de fibra, donde colgaba la colada. De día la cama se dejaba apoyada contra la pared y
se bajaba a las 6.30, momento en el que ocupaba casi media habitación y todos los
chicos menos Michael dormían en ella, como sardinas en lata. Había una norma
estricta que prohibía darse la vuelta hasta que uno no diera la señal y entonces todos
se daban la vuelta al mismo tiempo. Michael también tendría que haberla usado, pero
Wendy quería tener un bebé y él era el más pequeño y ya sabéis cómo son las mujeres
y, en resumidas cuentas, el caso es que dormía colgado en una cesta.
Era un lugar tosco y sencillo, no muy distinto de lo que unos oseznos habrían
hecho con una casa subterránea en las mismas circunstancias. Pero había un hueco en
la pared, no más grande que una jaula de pájaro, que era el apartamento privado de
Campanilla. Se podía aislar del resto de la casa mediante una cortinita, que
Campanilla, que era muy quisquillosa, siempre tenía echada al vestirse o desvestirse.
Ninguna mujer, por grande que fuera, podía haber tenido una combinación de tocador
y dormitorio más primorosa. El canapé, como lo llamaba ella siempre, era un
auténtico Reina Mab,[7] de patas gruesas y cambiaba las colchas según las flores de
temporada de los árboles frutales. Su espejo era un Gato con Botas, de los que, que
sepan los tratantes del mundo de las hadas, sólo quedan tres, sin desperfectos; el
lavabo era un Molde Pastelero reversible, la cómoda un auténtico Encantador VI y la
alfombra y las esteras de la mejor época (la primera) de Margery y Robin. Había una
araña de Tiddlywinks[8] por cuestión de efecto, pero naturalmente, ella misma
iluminaba la residencia. Campanilla menospreciaba mucho el resto de la casa, como
realmente quizás fuera inevitable y su aposento, aunque bonito, tenía un aire bastante
engreído, de permanente desprecio.
Supongo que todo aquello le resultaba especialmente cautivador a Wendy, porque
esos alocados chicos suyos le daban muchísimo que hacer. Realmente había semanas
enteras en las que, salvo quizás con un calcetín al atardecer, nunca subía a la
superficie. Os aseguro que la cocina la mantenía atada a las cazuelas. Su comida
principal era fruto del pan asado, batatas, cocos, cochinillo asado, frutos de mamey,
rollos de tapa y plátanos, todo ello remojado con zumo de papaya, pero nunca se
sabía exactamente si habría una comida real o simplemente una fantasía, dependía de
lo que a Peter le apeteciera. Él podía comer de verdad, si eso era parte de un juego,
pero no podía atiborrarse sólo por el placer de sentirse atiborrado, que es lo que más
le gusta a la mayoría de los niños; detrás de eso lo que más les gusta es hablar de ello.
La ficción le resultaba tan real que durante una comida de ese tipo se podía ver cómo
se iba llenando. Naturalmente esto resultaba molesto, pero sencillamente había que
hacer lo mismo que él y si uno le podía demostrar que se estaba quedando demasiado
delgado para su árbol él permitía que se atiborrara.

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El momento preferido de Wendy para coser y zurcir era cuando ya estaban todos
en la cama. Entonces, según sus propias palabras, tenía un rato para respirar y lo
empleaba en hacerles cosas nuevas y poner rodilleras, pues destrozaban muchísimo
las rodillas.
Cuando se sentaba ante un cesto de calcetines, todos con un agujero en el talón,
levantaba los brazos y exclamaba:
—Dios mío, estoy convencida de que a veces las solteras son de envidiar.
La cara le resplandecía al exclamar esto.
Recordaréis a su lobo mascota. Pues bien, éste no tardó en descubrir que había
llegado a la isla y la encontró y ambos se lanzaron el uno en brazos del otro. Tras esto
él la seguía por todas partes.
A medida que pasaba el tiempo, ¿se acordaba mucho ella de los amados padres a
los que había abandonado? Ésta es una pregunta difícil, porque es imposible saber
cómo pasa el tiempo en el País de Nunca Jamás, donde se calcula por lunas y soles y
siempre hay muchos más que en el mundo real. Pero me temo que Wendy no estaba
realmente preocupada por su padre y su madre: estaba absolutamente convencida de
que siempre tendrían la ventana abierta para que ella regresara volando y esto la
tranquilizaba por completo. Lo que a veces la inquietaba era que John se acordaba de
sus padres difusamente, como unas personas a las que hubiera conocido en otra
época, mientras que Michael estaba bien dispuesto a creer que ella era su madre de
verdad. Estas cosas la asustaban un poco y con el noble deseo de cumplir con su
deber, intentaba grabarles su antigua vida en la cabeza poniéndoles exámenes sobre
ello, que se parecían lo más posible a los que ella hacía en la escuela. A los demás
chicos esto les parecía interesantísimo y se empeñaron en participar; se hicieron
pizarrines y se sentaban alrededor de la mesa, escribiendo y pensando con ahínco en
las preguntas que ella había escrito en otro pizarrín y les había ido pasando. Eran
preguntas de lo más normal: «¿De qué color eran los ojos de mamá? ¿Quién era más
alto, papá o mamá? ¿Mamá era rubia o morena? Contestar las tres preguntas si es
posible». «(A) Escribir una redacción de no menos de 40 palabras sobre cómo pasé
mis últimas vacaciones, o comparación del carácter de papá y mamá. Hacer sólo una
de las dos». O «(1) Describir la risa de mamá; (2) Describir la risa de papá; (3)
Describir el vestido de fiesta de mamá; (4) Describir la perrera y a su ocupante».
Eran simplemente preguntas corrientes como éstas y cuando uno no sabía
contestarlas había que hacer una cruz y realmente era horrible la cantidad de cruces
que hacía incluso John. Por supuesto, el único chico que contestaba todas las
preguntas era Presuntuoso y nadie tenía mayores esperanzas de sacar la mejor nota,
pero sus respuestas eran absolutamente ridículas y en realidad sacaba la peor; algo
muy triste.
Peter no concursaba. Por un lado despreciaba a todas las madres excepto a Wendy
y por otro era el único chico de la isla que no sabía ni leer ni escribir, ni la más
mínima palabra. Él estaba por encima de ese tipo de cosas.

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Por cierto, las preguntas estaban todas escritas en pasado. De qué color eran los
ojos de mamá, etcétera. Es que a Wendy también se le había ido olvidando.
Las aventuras, claro está, como veremos, ocurrían todos los días, pero hacia esta
época Peter se inventó, con ayuda de Wendy, un juego nuevo que lo tenía
fascinadísimo, hasta que de pronto dejó de interesarse por él, cosa que, como ya se os
ha dicho, era lo que siempre ocurría con sus juegos. Se trataba de fingir que no
corrían aventuras, de hacer lo que John y Michael habían estado haciendo toda su
vida: quedarse sentados en taburetes lanzando pelotas al aire, empujarse, salir a dar
paseos y volver sin haber matado ni un oso gris. Ver a Peter sin hacer nada en un
taburete era todo un espectáculo: no podía evitar tener aire de solemnidad en tales
ocasiones, estar sentado sin moverse le parecía una cosa muy cómica. Se jactaba de
haber ido a dar un paseo por el bien de su salud. Durante varios soles éstas fueron
para él las aventuras más originales de todas y John y Michael tenían que fingir estar
también encantados; si no, los habría tratado con mano dura.
Salía solo con frecuencia y cuando regresaba nunca se tenía la absoluta certeza de
si había corrido una aventura o no. Podía haberla olvidado tan por completo que no
decía nada sobre ella y luego cuando uno salía encontraba el cadáver y, por otra parte,
podía decir muchas cosas sobre ella y, sin embargo, uno no encontraba el cadáver. A
veces volvía a casa con la cabeza vendada y entonces Wendy le daba mimos y se la
lavaba con agua tibia, mientras él contaba una historia deslumbrante. Pero la verdad
es que ella nunca estaba convencida del todo. Sin embargo, había muchas aventuras
que sabía que eran ciertas porque ella misma participaba en ellas y había aún más que
eran verídicas por lo menos en parte, pues los demás chicos participaban en ellas y
decían que eran totalmente ciertas. Para describir todas ellas haría falta un libro tan
grande como un diccionario de inglés-latín, latín-inglés y lo más que podemos hacer
es presentar una como ejemplo de un momento cualquiera en la isla. Lo difícil es cuál
elegir. ¿Tomamos el enfrentamiento con los pieles rojas en el Barranco de
Presuntuoso? Fue un asunto sanguinario y especialmente interesante por mostrar una
de las peculiaridades de Peter, que era que en medio de la refriega de repente
cambiaba de bando. En el Barranco, cuando la victoria todavía no estaba decidida,
inclinándose a veces hacia un lado y a veces hacia el otro, gritó:
—Hoy soy indio. ¿Tú qué eres, Lelo?
Y Lelo contestó:
—Indio. ¿Tú qué eres, Avispado?
Y Avispado dijo:
—Indio. ¿Tú qué eres, Gemelo?
Y así sucesivamente, hasta que al final todos eran indios y, por supuesto, esto
habría acabado con la pelea si no fuera porque los auténticos indios, fascinados por
los métodos de Peter, aceptaron ser niños perdidos por esa vez y por ello todos se
lanzaron al ataque de nuevo, con más fiereza que nunca.

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El resultado extraordinario de esta aventura fue que… pero aún no hemos
decidido si ésta es la aventura que vamos a contar. Quizás una mejor sería el ataque
nocturno que los pieles rojas lanzaron sobre la casa subterránea, cuando varios de
ellos se quedaron atascados en los árboles huecos y hubo que sacarlos como si fueran
corchos. O podríamos contar cómo Peter le salvó la vida a Tigridia en la Laguna de
las Sirenas y de esta forma la convirtió en su aliada.
O podríamos hablar de ese pastel que hicieron los piratas para que se lo comieran
los chicos y perecieran y de cómo lo fueron colocando de lugar apropiado en lugar
apropiado, pero Wendy siempre lo apartaba de las manos de los niños, de modo que
acabó por perder su suculencia, se puso duro como un pedrusco, fue empleado como
proyectil y Garfio tropezó con él en la oscuridad.
O pongamos que hablamos de los pájaros que eran amigos de Peter,
especialmente del ave de Nunca Jamás que hizo su nido en un árbol que colgaba por
encima de la laguna y de cómo el nido cayó al agua y el ave siguió sentada sobre los
huevos y Peter dio órdenes para que no fuera molestada. Ésa es una historia bonita y
el final muestra lo agradecido que puede ser un pájaro, pero si lo contamos también
tenemos que contar toda la aventura de la laguna, cosa que realmente sería contar dos
aventuras en vez de una. Una aventura más corta e igual de emocionante fue el
intento de Campanilla, con ayuda de unas hadas callejeras, de trasladar a la durmiente
Wendy al mundo real en una gran hoja flotante. Por suerte la hoja se venció y Wendy
se despertó, creyendo que era la hora del baño y regresó a nado. O también
podríamos escoger el desafío de Peter a los leones, cuando trazó un círculo alrededor
de sí mismo en el suelo con una flecha y los desafió a que lo cruzaran y aunque
esperó durante horas, mientras los demás chicos y Wendy observaban sin aliento
desde los árboles, ninguno de ellos se atrevió a aceptar el reto.
¿Cuál de estas aventuras elegiremos? Lo mejor será echarlo a cara o cruz.
He lanzado la moneda y ha ganado la laguna. Esto casi le hace a uno desear que
hubiera ganado el barranco o el pastel o la hoja de Campanilla. Claro que podría
volver a hacerlo tres veces más y elegir la aventura que se repitiera; no obstante,
quizás lo más justo sea quedarse con la laguna.

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La laguna de las sirenas

Si uno cierra los ojos y tiene suerte, puede ver a veces un charco informe de preciosos
colores pálidos flotando en la oscuridad; entonces, si se aprietan aún más los ojos, el
charco empieza a cobrar forma y los colores se hacen tan vívidos que con otro
apretón estallarán en llamas. Pero justo antes de que estallen en llamas se ve la
laguna. Esto es lo más cerca que se puede llegar en el mundo real, un momento
glorioso; si pudiera haber dos momentos se podría ver el oleaje y oír a las sirenas
cantar.
Los niños solían pasar largos días de verano en esta laguna, nadando o flotando
casi todo el rato, jugando a los juegos de las sirenas en el agua y cosas así. No debéis
creer por esto que las sirenas tenían buena relación con ellos; por el contrario, uno de
los pesares más duraderos de Wendy era que en todo el tiempo que estuvo en la isla
jamás logró que alguna de ellas le dirigiera ni una sola palabra cortés. Cuando se
acercaba sigilosamente hasta la orilla de la laguna podía llegar a verlas a montones,
especialmente en la Roca de los Abandonados, donde les encantaba tomar el sol,
peinándose con gestos lánguidos que la fastidiaban mucho; o incluso llegaba a nadar,
de puntillas como si dijéramos, hasta ponerse a una yarda de ellas, pero entonces la
veían y se zambullían, probablemente salpicándola con la cola, no por accidente, sino
con toda intención.
Trataban a todos los chicos de la misma forma, menos a Peter, claro está, que se
pasaba horas charlando con ellas en la Roca de los Abandonados y se sentaba en sus
colas cuando se ponían descaradas. Le dio a Wendy uno de sus peines.
El momento más hechizador para verlas es cuando cambia la luna; entonces
sueltan unos extraños gritos lastimeros, pero la laguna es peligrosa en esas
circunstancias para los mortales y hasta la noche que vamos a relatar ahora, Wendy
no la había visto nunca a la luz de la luna, no tanto por miedo, ya que por supuesto
Peter la habría acompañado, como porque había instaurado la norma estricta de que
todo el mundo estuviera en la cama a las siete. Sin embargo, iba con frecuencia a la

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laguna en los días soleados después de llover, cuando las sirenas emergen en enormes
cantidades para jugar con burbujas. Emplean como pelotas las burbujas multicolores
hechas con agua del arco iris, pasándoselas alegremente las unas a las otras con la
cola y tratando de mantenerlas en el arco iris hasta que estallan. Las porterías están a
cada extremo del arco iris y a las porteras sólo se les permite usar las manos. A veces
hay cientos de sirenas jugando en la laguna a la vez y es un espectáculo muy bonito.
Pero en el momento en que los niños intentaban participar tenían que jugar solos,
pues las sirenas desaparecían inmediatamente. No obstante, tenemos pruebas de que
observaban secretamente a los intrusos y eran capaces de tomar alguna idea de ellos,
porque John introdujo una forma nueva de golpear la burbuja, con la cabeza en lugar
de la mano y las porteras sirenas la adoptaron. Ésta es la única huella que John ha
dejado en el País de Nunca Jamás.
También tiene que haber sido muy bonito ver a los niños reposando en una roca
durante media hora después del almuerzo. Wendy se empeñaba en que lo hicieran y
tenía que ser un reposo auténtico aunque la comida fuera ficticia. De forma que se
tumbaban al sol, que hacía relucir sus cuerpos, mientras ella se sentaba a su lado con
aire de importancia.
Era un día de este tipo y estaban todos en la Roca de los Abandonados. La roca
no era mucho mayor que su gran cama, pero naturalmente todos sabían ocupar poco
espacio y estaban dormitando, o por lo menos estaban echados con los ojos cerrados
y se tiraban pellizcos cuando creían que Wendy no miraba. Estaba muy ocupada,
cosiendo.
Mientras cosía se produjo un cambio en la laguna. Unos pequeños temblores la
recorrieron, el sol se escondió y las sombras se extendieron sobre el agua,
enfriándola. Wendy ya no tenía luz suficiente para enhebrar la aguja y al levantar la
vista, la laguna, que hasta entonces siempre había sido un lugar tan alegre, tenía un
aire formidable y amenazador.
Sabía que no se había hecho de noche, pero había llegado algo tan oscuro como la
noche. No, peor que eso. No había llegado, sino que había enviado ese
estremecimiento por el mar para anunciar que estaba llegando. ¿Qué era?
La invadieron todas las historias que le habían contado sobre la Roca de los
Abandonados, llamada así porque los capitanes malvados abandonan a los marineros
en ella y los dejan allí para que se ahoguen. Se ahogan cuando sube la marea, porque
entonces queda sumergida.
Como es lógico, tendría que haber despertado a los chicos al momento, no sólo
por aquella cosa desconocida que avanzaba acechante hacia ellos, sino porque ya no
era bueno que durmieran en una roca que se había puesto fría. Pero era una madre
inexperta y no lo sabía: creía que simplemente había que atenerse a la norma de
media hora de reposo después del almuerzo. Por eso, aunque el miedo la atenazaba y
deseaba oír voces masculinas, no quiso despertarlos. Ni siquiera cuando oyó el ruido

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de remos envueltos en tela, aunque tenía el corazón en la boca, los despertó. Montó
guardia para que echaran la siesta completa. ¿No fue Wendy muy valiente?
Fue una suerte para aquellos chicos que hubiera uno entre ellos que podía oler el
peligro incluso estando dormido. Peter se irguió de un salto, tan despierto al instante
como un sabueso y con un grito de advertencia despertó a los demás. Se quedó
inmóvil, con una mano en la oreja.
—¡Piratas! —exclamó. Los otros se acercaron más a él. Una sonrisa extraña le
bailaba en la cara y Wendy la vio y se estremeció. Mientras sonreía de esta manera
nadie se atrevía a hablarle, lo único que podían hacer era estar preparados para
obedecer. Dio la orden brusca y tajantemente:
—¡Al agua!
Hubo un destello de piernas y al instante la laguna pareció desierta. La Roca de
los Abandonados se alzaba sola en las lúgubres aguas, como si ella misma estuviera
abandonada.
La barca se acercó. Era el bote pirata, con tres figuras dentro, Smee, Starkey y la
tercera una cautiva, nada más y nada menos que Tigridia. Iba atada de pies y manos y
conocía el destino que le esperaba. La iban a dejar en la roca para que pereciera, un
fin que para los de su raza era más horrible que morir en la hoguera o bajo tortura,
pues ¿acaso no está escrito en el libro de la tribu que no hay un sendero en el agua
que lleve al paraíso de los cazadores? Sin embargo, tenía una expresión impasible:
era hija de un jefe, debía morir como la hija de un jefe y con eso bastaba.
La habían atrapado abordando el barco pirata con un cuchillo en la boca. En el
barco no se hacía guardia, pues Garfio se jactaba de que la fama de su nombre
bastaba para proteger el barco en una milla a la redonda. Ahora el destino de ella
también contribuiría a protegerlo. Un quejido más aumentaría su fama esa noche.
En la penumbra que traían consigo los dos piratas no vieron la roca hasta que
chocaron con ella.
—Orza, palurdo —exclamó una voz irlandesa que era la de Smee—, aquí está la
roca. Ahora, lo que tenemos que hacer es izar a la india hasta allí arriba y dejarla ahí
para que se ahogue.
No tardaron ni un momento en depositar brutalmente a la hermosa muchacha en
la roca: era demasiado orgullosa para oponer una resistencia inútil.
Muy cerca de la roca, pero sin que se vieran, flotaban dos cabezas, la de Peter y la
de Wendy, siguiendo el vaivén de las olas. Wendy estaba llorando, pues era la primera
tragedia que veía. Peter había visto muchas tragedias, pero se le habían olvidado
todas. No sentía tanta pena por Tigridia como Wendy, lo que lo enfurecía era que eran
dos contra uno y tenía intención de salvarla. Lo fácil habría sido esperar a que los
piratas se hubieran ido, pero él nunca optaba por lo fácil.
No había prácticamente nada que no supiera hacer y ahora imitó la voz de Garfio.
—Eh vosotros, matalotes —gritó. Era una imitación maravillosa.
—El capitán —dijeron los piratas, mirándose el uno al otro sorprendidos.

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—Debe de estar nadando hacia nosotros —dijo Starkey, después de buscarlo en
vano.
—Estamos colocando a la india en la roca —gritó Smee.
—Soltadla —fue la asombrosa respuesta.
—¡Soltadla!
—Sí, cortadle las ataduras y que se vaya.
—Pero, capitán…
—Ahora mismo, me oís —gritó Peter—, u os clavo el garfio.
—Qué raro —dijo Smee entrecortadamente.
—Será mejor que hagamos lo que ordena el capitán —dijo Starkey nervioso.
—Sí —dijo Smee y cortó las ligaduras de Tigridia. Inmediatamente ésta se
deslizó como una anguila entre las piernas de Starkey y se zambulló en el agua.
Naturalmente Wendy estaba encantada por la inteligencia de Peter, pero sabía que
también él estaría encantado y que era muy probable que se pusiera a graznar y se
traicionara de ese modo, por lo que al instante alargó la mano para taparle la boca.
Pero no llegó a hacerlo, porque por toda la laguna resonó «¡Ah del bote!» con la voz
de Garfio y esta vez no era Peter quien había hablado.
Puede que Peter hubiera estado a punto de graznar, pero en cambio su cara se
transformó como para dar un silbido de sorpresa.
—¡Ah del bote! —volvió a oírse.
Entonces Wendy comprendió. El auténtico Garfio estaba también en el agua.
Iba nadando hacia el bote y como sus hombres sacaron un farol para guiarlo
pronto llegó hasta ellos. A la luz del farol Wendy vio cómo su garfio aferraba la borda
del bote, vio su malvada cara morena al alzarse del agua chorreando y,
estremeciéndose, habría querido alejarse nadando, pero Peter no se movía. Estaba
vibrante de energía y además hinchado de vanidad.
—¿A que soy genial? ¡Ah, pero qué genial soy! —le susurró y aunque ella
también lo creía, se alegraba mucho por su reputación de que nadie lo oyera excepto
ella.
Él le hizo señas de que escuchara.
Los dos piratas tenían mucha curiosidad por saber qué había traído a su capitán
hasta ellos, pero él se quedó sentado con la cabeza apoyada en el garfio en un gesto
de profundo abatimiento.
—Capitán, ¿ocurre algo? —preguntaron tímidamente, pero él contestó con un
quejido sepulcral.
—Suspira —dijo Smee.
—Vuelve a suspirar —dijo Starkey.
—Y suspira por tercera vez —dijo Smee.
—¿Qué pasa, capitán?
Entonces habló por fin con vehemencia.
—Se acabó el juego —exclamó—, esos chicos han encontrado una madre.

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Asustada como estaba, Wendy se llenó de orgullo.
—Oh, día fatídico —soltó Starkey.
—¿Qué es una madre? —preguntó el ignorante de Smee.
Wendy se quedó tan pasmada que exclamó:
—¡No lo sabe!
Y a partir de entonces siempre le pareció que si se pudiera tener un pirata
mascota, Smee sería el suyo.
Peter la sumergió en el agua, porque Garfio se había levantado, gritando:
—¿Qué ha sido eso?
—Yo no he oído nada —dijo Starkey, levantando el farol por encima de las aguas
y mientras los piratas miraban contemplaron una extraña visión. Era el nido del que
os he hablado, que flotaba en la laguna y el ave de Nunca Jamás estaba posada en él.
—Mirad —dijo Garfio contestando a la pregunta de Smee—, eso es una madre.
¡Qué lección! El nido debe de haber caído al agua, ¿pero abandonaría la madre los
huevos? No.
Se le quebró la voz, como si por un momento recordara tiempos inocentes en
que… pero apartó esta debilidad con el garfio.
Smee, muy impresionado, contempló al ave mientras el nido pasaba con la
corriente, pero Starkey, más suspicaz, dijo:
—Si es una madre, a lo mejor está por aquí para ayudar a Peter.
Garfio hizo una mueca.
—Sí —dijo—, ése es el temor que me atormenta.
La voz agitada de Smee lo sacó de su abatimiento.
—Capitán —dijo Smee—, ¿no podríamos raptar a la madre de esos chicos y
convertirla en nuestra madre?
—Es un plan estupendo —gritó Garfio y al momento cobró forma factible en su
gran cerebro—. Atraparemos a los niños y los llevaremos al barco; a los chicos los
pasaremos por la plancha y Wendy será nuestra madre.
Wendy volvió a perder el control.
—¡Jamás! —gritó y se sumergió.
—¿Qué ha sido eso?
Pero no vieron nada. Pensaron que no había sido más que una hoja movida por el
viento.
—¿Estáis de acuerdo, muchachotes míos? —preguntó Garfio.
—Aquí está mi mano —dijeron los dos.
—Y aquí está mi garfio. Juremos.
Todos juraron. Para entonces ya estaban en la roca y de pronto Garfio se acordó
de Tigridia.
—¿Dónde está la india? —preguntó bruscamente.
A veces tenía ganas de broma y creyeron que ésta era una de esas veces.
—No pasa nada, capitán —contestó Smee complacido—, la hemos soltado.

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—¡Que la habéis soltado! —exclamó Garfio.
—Ésas fueron sus órdenes —titubeó el contramaestre.
—Usted nos llamó desde el agua para que la soltáramos —dijo Starkey.
—Por todos los demonios —vociferó Garfio—, ¿qué traición es ésta?
Se le puso la cara negra de rabia, pero se dio cuenta de que estaban convencidos
de lo que decían y se sintió alarmado.
—Muchachos —dijo, algo tembloroso—, yo no he dado esa orden.
—Pues es muy raro —dijo Smee y todos se agitaron inquietos. Garfio levantó la
voz, pero le salió temblorosa.
—Espíritu que esta noche rondas por esta oscura laguna —gritó—, ¿me oyes?
Como es lógico, Peter debería haberse quedado callado, pero naturalmente no lo
hizo. Inmediatamente contestó con la voz de Garfio:
—Por mil diablos tuertos, te oigo.
En ese momento culminante Garfio no se amedrentó, ni siquiera un poquito, pero
Smee y Starkey se abrazaron aterrorizados.
—¿Quién eres, desconocido? Habla —exigió Garfio.
—Soy James Garfio —replicó la voz—, capitán del Jolly Roger.
—No es cierto, no es cierto —gritó Garfio con voz ronca.
—Por todos los demonios —contestó la voz—, repite eso y te paso por debajo de
la quilla.
Garfio probó una actitud más conciliadora.
—Si eres Garfio —dijo casi con humildad—, dime, ¿quién soy yo?
—Un bacalao —replicó la voz—, nada más que un bacalao.
—¡Un bacalao! —repitió Garfio sin comprender y entonces y sólo entonces, su
orgullo se desmoronó. Vio cómo sus hombres se apartaban de él.
—¿Nos ha estado dirigiendo un bacalao todo este tiempo? —mascullaron—. Es
denigrante para nuestro orgullo.
Sus propios perros se volvían contra él, pero, por muy trágica que se hubiera
vuelto su situación, apenas les hizo caso. Ante unas pruebas tan pavorosas no era la
confianza de ellos lo que necesitaba, sino la suya propia. Sentía que su ego se le
escapaba.
—No me abandones, muchachote —le susurró roncamente. En aquella oscura
personalidad había un toque femenino, como en todos los grandes piratas y éste a
veces le daba intuiciones. De pronto optó por jugar a las adivinanzas.
—Garfio —llamó—, ¿tienes otra voz?
Peter jamás podía resistirse a un juego y contestó alegremente con su propia voz:
—Sí.
—¿Y otro nombre?
—Sí.
—¿Vegetal? —preguntó Garfio.
—No.

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—¿Mineral?
—No.
—¿Animal?
—Sí.
—¿Hombre?
—¡No! —la respuesta resonó cargada de desprecio.
—¿Niño?
—Sí.
—¿Niño corriente?
—¡No!
—¿Niño maravilloso?
Para disgusto de Wendy la respuesta que se oyó esta vez fue:
—Sí.
—¿Estás en Inglaterra?
—No.
—¿Estás aquí?
—Sí.
Garfio estaba totalmente desconcertado.
—Preguntadle algo vosotros —les dijo a los otros, enjugándose la frente
sudorosa.
Smee reflexionó.
—No se me ocurre nada —dijo apesadumbrado.
—No lo saben, no lo saben —canturreó Peter—. ¿Os rendís?
Por supuesto, por vanidad estaba llevando el juego demasiado lejos y los bellacos
vieron su oportunidad.
—Sí, sí —contestaron impacientes.
—Pues muy bien —gritó él—, soy Peter Pan.
¡Pan!
Al momento Garfio volvió a ser el de siempre y Smee y Starkey sus fieles
secuaces.
—Ya lo tenemos —gritó Garfio—. Al agua, Smee. Starkey, vigila el bote.
Cogedlo vivo o muerto.
Daba saltos mientras hablaba y al mismo tiempo se oyó la alegre voz de Peter.
—¿Estáis listos, chicos?
—Sí —contestaron desde diversos puntos de la laguna.
—Pues dadles una paliza a los piratas.
La lucha fue breve y cruenta. El primero en cobrarse una víctima fue John, que
subió valientemente al bote y agarró a Starkey. Hubo una dura pelea, en la que al
pirata le fue arrebatado el sable. Se tiró por la borda y John saltó tras él. El bote se
alejó a la deriva.

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Aquí y allá surgía una cabeza en el agua y se veía un destello metálico, seguido
de un grito o un alarido. En la confusión algunos atacaban a los de su propio bando.
El sacacorchos de Smee hirió a Lelo en la cuarta costilla, pero él fue herido a su vez
por Rizos. A mayor distancia de la roca Starkey hacía sudar a Presuntuoso y a los
gemelos.
¿Dónde estaba Peter a todo esto? Estaba persiguiendo una presa más grande.
Todos los demás eran chicos valientes y no se les debe echar en cara que se
apartaran del capitán pirata. Su garra de hierro trazaba un círculo de muerte en el
agua, del que huían como peces asustados.
Pero había uno que no lo temía: uno dispuesto a penetrar en ese círculo.
Por raro que parezca, no fue en el agua donde se encontraron. Garfio se subió a la
roca para respirar y en ese mismo momento Peter la escaló por el lado opuesto. La
roca estaba resbaladiza como un balón y más bien tenían que arrastrarse en lugar de
trepar. Ninguno de los dos sabía que el otro se estaba acercando. Al tantear cada uno
buscando un asidero tropezaron con el brazo del contrario: sorprendidos, alzaron la
cabeza; sus caras casi se tocaban; así se encontraron.
Algunos de los héroes más grandes han confesado que justo antes de entrar en
combate les entró un momentáneo temor. Si en ese momento eso le hubiera ocurrido
a Peter yo lo admitiría. Al fin y al cabo, éste era el único hombre al que el Cocinero
había temido. Pero a Peter no le dio ningún miedo, sólo sintió una cosa, alegría, y
rechinó los bonitos dientes con entusiasmo. Rápido como un rayo le quitó a Garfio un
cuchillo del cinturón y estaba a punto de clavárselo, cuando se dio cuenta de que
estaba situado en la roca más arriba que su enemigo. No habría sido una lucha justa.
Le alargó la mano al pirata para ayudarlo a subir.
Entonces Garfio lo mordió.
No fue el dolor, sino lo injusto del asunto, lo que atontó a Peter. Lo dejó
impotente. Sólo podía mirar, horrorizado. Todos los niños reaccionan así la primera
vez que los tratan con injusticia. A lo único que piensan que tienen derecho cuando se
le acercan a uno de buena fe es a un trato justo. Después de que uno haya sido injusto
con ellos seguirán queriéndolo, pero nunca volverán a ser los mismos. Nadie supera
la primera injusticia; nadie excepto Peter. Se topaba a menudo con ella, pero siempre
se le olvidaba. Supongo que ésa era la auténtica diferencia entre todos los demás y él.
De forma que cuando ahora se encontró con ello fue como la primera vez y lo
único que pudo hacer fue quedarse boquiabierto, impotente. La mano de hierro lo
golpeó dos veces.
Pocos minutos después los demás chicos vieron a Garfio en el agua nadando
frenéticamente hacia el barco; su cara pestilente ya no estaba llena de regocijo, sólo
blanca de miedo, pues el cocodrilo le venía pisando los talones. En una ocasión
normal los chicos habrían nadado al lado soltando gritos de entusiasmo, pero ahora se
sentían inquietos, porque habían perdido tanto a Peter como a Wendy y estaban
recorriendo la laguna buscándolos, gritando sus nombres. Encontraron el bote y

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regresaron a casa en él, gritando «Peter, Wendy» por el camino, pero no se oía
ninguna respuesta salvo la risa burlona de las sirenas.
—Deben de estar volviendo a nado o por el aire —decidieron los chicos. No
estaban muy preocupados, por la fe que tenían en Peter. Se echaron a reír, como niños
que eran, al pensar que se irían tarde a la cama ¡y todo por culpa de mamá Wendy!
Cuando sus voces se apagaron cayó un frío silencio sobre la laguna y entonces se
oyó un débil grito.
—¡Socorro, socorro!
Dos figuritas golpeaban contra la roca; la chica había perdido el conocimiento y
yacía en los brazos del chico. Con un último esfuerzo Peter la subió a la roca y luego
se echó junto a ella. En el momento en que también él se desmayaba vio que el agua
estaba subiendo. Supo que pronto estarían ahogados, pero no podía hacer más.
Mientras yacían el uno junto al otro una sirena agarró a Wendy de los pies y se
puso a tirar de ella suavemente hacia el agua. Peter, al sentir que se soltaba de él,
volvió en sí de golpe y llegó justo a tiempo de rescatarla. Pero tenía que decirle la
verdad.
—Estamos en la roca, Wendy —dijo—, pero se está cubriendo. El agua no tardará
en cubrirla del todo.
Ni siquiera entonces lo entendió ella.
—Tenemos que irnos —dijo casi con animación.
—Sí —respondió él débilmente.
—¿Nadamos o volamos, Peter?
No le quedó más remedio que decírselo.
—Wendy, ¿crees que podrías nadar o volar hasta la isla sin mi ayuda?
Ella tuvo que admitir que estaba demasiado cansada. Él soltó un gemido.
—¿Qué te ocurre? —preguntó ella, preocupada por él al instante.
—No te puedo ayudar, Wendy. Garfio me ha herido. No puedo ni volar ni nadar.
—¿Quieres decir que nos vamos a ahogar los dos?
—Mira cómo sube el agua.
Se taparon los ojos con las manos para evitar aquella visión. Pensaron que no
tardarían en morir. Mientras estaban así sentados una cosa rozó a Peter con la levedad
de un beso y se quedó allí, como preguntando tímidamente: «¿Puedo servir para
algo?».
Era la cola de una cometa, que Michael había construido unos días antes. Se le
había escapado de las manos y se había alejado volando.
—La cometa de Michael —dijo Peter con indiferencia, pero un momento después
la tenía agarrada por la cola y tiraba de la cometa hacia él—. Levantó a Michael del
suelo —exclamó—, ¿por qué no podría llevarte a ti?
—¡A los dos!
—No puede levantar a dos personas, Michael y Rizos lo intentaron.
—Echémoslo a suertes —dijo Wendy con valentía.

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—¿Una dama como tú? Ni hablar.
Ya le había atado la cola alrededor. Ella se aferró a él: se negaba a partir sin él,
pero con un «adiós, Wendy», la apartó de un empujón de la roca y a los pocos
minutos desapareció de su vista por los aires. Peter se quedó solo en la laguna.
La roca era muy pequeña ya, pronto quedaría sumergida. Unos pálidos rayos de
luz se deslizaron por las aguas y luego se oyó un sonido que al mismo tiempo era el
más musical y el más triste del mundo: las sirenas cantando a la luna.
Peter no era como los demás chicos, pero por fin sentía miedo. Le recorrió un
estremecimiento, como un temblor que pasara por el mar, pero en el mar un temblor
sucede a otro hasta que hay cientos de ellos y Peter sintió solamente ése. Al momento
siguiente estaba de nuevo erguido sobre la roca, con esa sonrisa en la cara y un
redoble de tambores en su interior. Éste le decía: «morir será una aventura
impresionante».

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El ave de Nunca Jamás

Lo último que oyó Peter antes de quedarse solo fue a las sirenas retirándose una tras
otra a sus dormitorios submarinos. Estaba demasiado lejos para oír cómo se cerraban
sus puertas, pero cada puerta de las curvas de coral donde viven hace sonar una
campanita cuando se abre o se cierra (como en las casas más elegantes del mundo
real) y sí que oyó las campanas.
Las aguas fueron subiendo sin parar hasta tocarle los pies y para pasar el rato
hasta que dieran el trago final, contempló lo único que se movía en la laguna. Pensó
que era un trozo de papel flotante, quizás parte de la cometa y se preguntó distraído
cuánto tardaría en llegar a la orilla.
Al poco notó con extrañeza que sin duda estaba en la laguna con algún claro
propósito, ya que estaba luchando contra la marea y a veces lo lograba y cuando lo
lograba, Peter, siempre de parte del bando más débil, no podía evitar aplaudir: qué
trozo de papel tan valiente.
En realidad no era un trozo de papel: era el ave de Nunca Jamás, que hacía
esfuerzos denodados por llegar hasta Peter en su nido. Moviendo las alas, con una
técnica que había descubierto desde que el nido cayó al agua, podía hasta cierto punto
gobernar su extraña embarcación, pero para cuando Peter la reconoció estaba ya muy
agotada. Había venido a salvarlo, a darle su nido, aunque tenía huevos dentro. La
actitud del ave extraña bastante, porque aunque Peter se había portado bien con ella,
también a veces la había martirizado. Me imagino que, al igual que la señora Darling
y todos los demás, se había enternecido porque conservaba todos los dientes de leche.
Le explicó a gritos por qué había venido y él le preguntó a gritos qué estaba
haciendo allí, pero por supuesto ninguno de los dos entendía el lenguaje del otro. En
las historias imaginarias las personas pueden hablar con los pájaros sin problemas y
en este momento desearía poder fingir que ésta es una historia de ese tipo y decir que
Peter contestó con inteligencia al ave de Nunca Jamás, pero es mejor decir la verdad

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y sólo quiero contar lo que pasó en realidad. Pues bien, no sólo no podían entenderse,
sino que además acabaron por perder la compostura.
—Quiero-que-te-metas-en-el-nido —gritó el ave, hablando lo más claro y
despacio posible—, y-así-podrás-llegar-a-la-orilla, pero-estoy-demasiado-cansada-
para-acercarlo-más-así-que-tienes-que-tratar-de-nadar-hasta-aquí.
—¿Qué estás graznando? —respondió Peter—. ¿Por qué no dejas que el nido
flote como siempre?
—Quiero-que —dijo el ave y lo volvió a repetir todo.
Entonces Peter trató de hablar claro y despacio.
—¿Qué-estás-graznando? —y todo lo demás.
El ave de Nunca Jamás se enfadó: tienen muy mal genio.
—Pedazo de zoquete —chilló—, ¿por qué no haces lo que te digo?
A Peter le dio la impresión de que lo estaba insultando y se arriesgó a replicar con
vehemencia:
—¡Eso lo serás tú!
Entonces, curiosamente, los dos soltaron la misma frase:
—¡Cállate!
—¡Cállate!
No obstante, el ave estaba decidida a salvarlo si podía y con un último y
fenomenal esfuerzo arrimó el nido a la roca. Entonces levantó el vuelo, abandonando
sus huevos, para hacer clara su intención.
En ese momento por fin lo entendió él y agarró el nido y saludó dando las gracias
al ave mientras ésta revoloteaba por encima. Sin embargo, no era por recibir su
agradecimiento por lo que flotaba en el cielo, ni siquiera era para ver cómo se metía
en el nido: era para ver qué hacía con los huevos.
Había dos grandes huevos blancos y Peter los cogió y reflexionó. El ave se tapó la
cara con las alas, para no ver el fin de sus huevos, pero no pudo evitar atisbar por
entre las plumas.
No recuerdo si os he dicho que había un palo en la roca, clavado hacía mucho
tiempo por unos bucaneros para marcar el lugar donde estaba enterrado un tesoro.
Los niños habían descubierto el reluciente botín y cuando tenían ganas de travesuras
se dedicaban a lanzar lluvias de moidores, diamantes, perlas y monedas de cobre a las
gaviotas, que se precipitaban sobre ellos creyendo que era comida y luego se alejaban
volando, rabiando por la faena que les habían hecho. El palo seguía allí y en él había
colgado Starkey su sombrero, un encerado hondo e impermeable, de ala muy ancha.
Peter metió los huevos en este sombrero y lo echó al agua. Flotaba perfectamente.
El ave de Nunca Jamás se dio cuenta al instante de lo que pretendía y le soltó un
chillido de admiración y, ay, Peter graznó mostrando su acuerdo. Luego se metió en
el nido, colocó en él el palo como un mástil y colgó su camisa como vela. En ese
mismo momento el ave bajó volando hasta el sombrero y una vez más se posó

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confortablemente sobre sus huevos. Se fue a la deriva en una dirección y Peter se
alejó flotando en otra, ambos soltando gritos de júbilo.
Por supuesto, cuando Peter llegó a tierra varó su embarcación en un lugar donde
el ave pudiera encontrarla fácilmente, pero el sombrero funcionaba tan bien que ésta
abandonó el nido. Éste fue flotando a la deriva hasta hacerse trizas y Starkey llegaba
a menudo a la orilla de la laguna y, lleno de amargura, contemplaba al ave sentada en
su sombrero. Como ya no volveremos a verla, puede que merezca la pena comentar
que ahora todos los pájaros de Nunca Jamás construyen sus nidos de esa forma, con
un ala ancha en la que toman el aire los polluelos.
Hubo gran alegría cuando Peter llegó a la casa subterránea casi tan pronto como
Wendy, a quien la cometa había llevado de un lado a otro. Cada uno de los chicos
tenía una aventura que contar, pero quizás la aventura más grande de todas fuera que
se les había pasado con mucho la hora de irse a la cama. Esto los envalentonó tanto
que intentaron diversos trucos para conseguir quedarse levantados aún más tiempo,
tales como pedir vendas, pero Wendy, aunque se regocijaba de tenerlos a todos de
nuevo en casa sanos y salvos, estaba escandalizada por lo tarde que era y exclamó:
«A la cama, a la cama» en un tono que no quedaba más remedio que obedecer. Sin
embargo, al día siguiente estuvo cariñosísima y les puso vendas a todos y estuvieron
jugando hasta la hora de acostarse a andar cojeando y llevar el brazo en cabestrillo.

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El hogar feliz

Una consecuencia importante de la escaramuza de la laguna fue que los pieles rojas
se hicieron sus amigos. Peter había salvado a Tigridia de un horrible destino y ahora
no había nada que sus bravos y ella no estuvieran dispuestos a hacer por él. Se
pasaban toda la noche sentados arriba, vigilando la casa subterránea y esperando el
gran ataque de los piratas que evidentemente ya no podía tardar mucho en producirse.
Incluso de día rondaban por ahí, fumando la pipa de la paz y con el aire más amistoso
del mundo.
Llamaban a Peter el Gran Padre Blanco y se postraban ante él y esto le gustaba
muchísimo, por lo que realmente no le hacía ningún bien.
—El Gran Padre Blanco —les decía con aires de grandeza, mientras se
arrastraban a sus pies— se alegra de ver que los guerreros piccaninnis protegen su
tienda de los piratas.
—Yo Tigridia —replicaba la hermosa muchacha—. Peter Pan salvarme, yo buena
amiga suya. Yo no dejar que piratas hacerle daño.
Era demasiado bonito para rebajarse de tal forma, pero Peter pensaba que se lo
debía y respondía con tono de superioridad.
—Está bien. Peter Pan ha hablado.
Siempre que decía «Peter Pan ha hablado», quería decir que ahora ellos se tenían
que callar y ellos lo aceptaban humildemente con esa actitud, pero no eran ni mucho
menos tan respetuosos con los demás chicos, a quienes consideraban unos bravos
corrientes. Les decían: «¿Qué tal?» y cosas así y lo que fastidiaba a los chicos era que
daba la impresión de que a Peter esto le parecía lo correcto.
En el fondo Wendy los compadecía un poco, pero era un ama de casa demasiado
leal para escuchar quejas contra el padre.
—Papá sabe lo que más conviene —decía siempre, fuera cual fuera su propia
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opinión. Su propia opinión era que los pieles rojas no deberían llamarla squaw.

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Ya hemos llegado a la noche que sería conocida entre ellos como la Noche entre
las Noches, por sus aventuras y el resultado de éstas. El día, como si estuviera
reuniendo fuerzas calladamente, había transcurrido casi sin incidentes y ahora los
pieles rojas envueltos en sus mantas se encontraban en sus puestos de arriba, mientras
que, abajo, los niños estaban cenando, todos menos Peter, que había salido para
averiguar la hora. La manera de averiguar la hora en la isla era encontrar al cocodrilo
y entonces quedarse cerca de él hasta que el reloj diera la hora.
Daba la casualidad de que esta cena era un té imaginario y estaban sentados
alrededor de la mesa, engullendo con glotonería y, la verdad, con toda la charla y las
recriminaciones, el ruido, como dijo Wendy, era absolutamente ensordecedor. Claro
que a ella no le importaba el ruido, pero no estaba dispuesta a tolerar que se pegaran
y luego se disculparan diciendo que Lelo les había empujado del brazo. Había una
norma establecida por la que jamás debían devolverse los golpes durante las comidas,
sino que debían remitir el motivo de la disputa a Wendy levantando cortésmente el
brazo derecho y diciendo: «Quiero quejarme de Fulanito», pero lo que normalmente
ocurría era que se olvidaban de hacerlo o lo hacían demasiado.
—Silencio —gritó Wendy cuando les hubo dicho por enésima vez que no debían
hablar todos al mismo tiempo—. ¿Te has bebido ya la calabaza, Presuntuoso, mi
amor?
—No del todo, mamá —dijo Presuntuoso, después de mirar una taza imaginaria.
—Ni siquiera ha empezado a beberse la leche —cortó Avispado.
Esto era acusar y Presuntuoso aprovechó la oportunidad.
—Quiero quejarme de Avispado —exclamó rápidamente. Pero John había
levantado la mano primero.
—¿Sí, John?
—¿Puedo sentarme en la silla de Peter, ya que no está?
—¡John! ¡Sentarte en la silla de papá! —se escandalizó Wendy—. Por supuesto
que no.
—No es nuestro padre de verdad —contestó John—. Ni siquiera sabía cómo se
comporta un padre hasta que yo se lo enseñé.
Aquello era protestar.
—Queremos quejarnos de John —gritaron los gemelos.
Lelo levantó la mano. Era con tanta diferencia el más humilde de todos, en
realidad el único humilde, que Wendy era especialmente cariñosa con él.
—Supongo —dijo Lelo con timidez—, que yo no podría hacer de papá, ¿verdad?
—No, Lelo.
Una vez que Lelo empezaba, lo cual no ocurría muy a menudo, seguía como un
tonto.
—Ya que no puedo ser papá —dijo torpemente—, no creo que tú me dejaras ser
el bebé, ¿verdad, Michael?
—No, no me da la gana —soltó Michael. Ya estaba en su cesta.

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—Ya que no puedo ser el bebé —dijo Lelo, cada vez más torpe—, ¿creéis que
podría ser un gemelo?
—Claro que no —replicaron los gemelos—, es dificilísimo ser gemelo.
—Ya que no puedo ser nada importante —dijo Lelo—, ¿os gustaría verme hacer
un truco?
—No —replicaron todos.
Entonces por fin lo dejó.
—En realidad no tenía ninguna esperanza —dijo.
Las odiosas acusaciones se desataron de nuevo.
—Presuntuoso está tosiendo en la mesa.
—Los gemelos han empezado con frutos de mamey.
—Rizos está comiendo rollos de tapa y batatas.
—Avispado está hablando con la boca llena.
—Quiero quejarme de los gemelos.
—Quiero quejarme de Rizos.
—Quiero quejarme de Avispado.
—Dios mío, Dios mío —exclamó Wendy—. Estoy convencida de que a veces los
hijos son más un problema que una bendición.
Les dijo que recogieran y se sentó en la cesta de la labor: como de costumbre, un
montón de calcetines y todas las rodillas agujereadas.
—Wendy —protestó Michael—, soy demasiado grande para una cuna.
—Tengo que tener a alguien en una cuna —dijo ella casi con aspereza—, y tú
eres el más pequeño. Es de lo más hogareño tener una cuna en casa.
Mientras cosía se pusieron a jugar a su alrededor, formando un grupo de caras
alegres y piernas y brazos danzantes iluminados por aquella romántica lumbre. Había
llegado a convertirse en una escena muy familiar en la casa subterránea, pero la
estamos contemplando por última vez. Se oyó una pisada arriba y os aseguro que
Wendy fue la primera en reconocerla.
—Niños, oigo los pasos de vuestro padre. Le gusta que lo recibáis en la puerta.
Arriba, los pieles rojas estaban arrodillados ante Peter.
—Vigilad bien, valientes, he dicho.
Y luego, como tantas otras veces, los alegres niños lo sacaron a rastras de su
árbol. Como tantas otras veces, pero ya nunca más. Había traído nueces para los
chicos así como la hora exacta para Wendy.
—Pero, los estás malcriando, ¿sabes? —dijo Wendy con la baba caída.
—Sí, mujer —dijo Peter, colgando su rifle.
—Fui yo quien le dijo que a las madres se las llama mujer —le susurró Michael a
Rizos.
—Quiero quejarme de Michael —dijo Rizos al instante.
El primer gemelo se acercó a Peter.
—Papá, queremos bailar.

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—Pues baila, baila, jovencito —dijo Peter, que estaba de muy buen humor.
—Pero queremos que tú bailes.
En realidad Peter era el mejor bailarín de todos ellos, pero fingió escandalizarse.
—¡Yo! Pero si ya no estoy para esos trotes.
—Y mamá también.
—¡Cómo! —exclamó Wendy—. ¡Yo, madre de toda esta caterva de chiquillos,
que me ponga a bailar!
—Pero en un sábado por la noche… —insinuó Presuntuoso.
En realidad no era sábado por la noche, aunque podría haberlo sido, ya que hacía
tiempo que habían perdido la cuenta de los días, pero siempre que querían hacer algo
especial decían que era sábado por la noche y entonces lo hacían.
—Claro, que es sábado por la noche, Peter —dijo Wendy, cediendo.
—Unas personas de nuestra posición, Wendy.
—Pero es sólo delante de nuestra propia prole.
—Cierto, cierto.
Así que se les dio permiso para bailar, aunque primero debían ponerse el pijama.
—Bueno, mujer —le dijo Peter a Wendy en un aparte, calentándose junto al fuego
y contemplándola mientras ella remendaba un talón—, no hay nada más agradable
para ti y para mí por la noche, cuando las faenas del día han acabado, que descansar
junto al fuego con los pequeños cerca.
—Es bonito, Peter, ¿verdad? —dijo Wendy, enormemente complacida—. Peter,
creo que Rizos ha sacado tu nariz.
—Pues Michael se parece a ti.
Ella se acercó a él y le puso la mano en el hombro.
—Querido Peter —dijo—, con una familia tan grande, como es lógico, ya no
estoy tan bien como antes, pero no deseas cambiarme, ¿verdad?
—No, Wendy.
Claro que no deseaba un cambio, pero la miró inquieto, parpadeando, ¿sabéis?
Como si no estuviera seguro de estar despierto o dormido.
—Peter, ¿qué te pasa?
—Estaba pensando —dijo él, un poco asustado—. Es mentira que yo sea su
padre, ¿verdad?
—Oh, sí —dijo Wendy remilgadamente.
—Es que —continuó él como excusándose—, ser su padre de verdad me haría
sentirme tan viejo.
—Pero son nuestros, Peter, tuyos y míos.
—Pero no de verdad, ¿no, Wendy? —preguntó angustiado.
—Si no lo deseas, no —replicó ella y oyó claramente el suspiro de alivio que
soltó él.
—Peter —le preguntó, tratando de hablar con voz firme—, ¿cuáles son tus
sentimientos concretos hacia mí?

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—Los de un hijo fiel, Wendy.
—Me lo figuraba —dijo ella y fue a sentarse al otro extremo de la habitación.
—Qué rara eres —dijo él, francamente desconcertado—, y Tigridia es igual. Dice
que quiere ser algo mío, pero no mi madre.
—No, claro que no —replicó Wendy con tremendo énfasis. Ahora ya sabemos
por qué tenía prejuicios contra los pieles rojas.
—¿Entonces, qué?
—Eso no lo debe decir una dama.
—Pues muy bien —dijo Peter, algo molesto—. A lo mejor me lo dice Campanilla.
—Sí, Campanilla te lo dirá —contestó Wendy con desprecio—. No tiene modales.
Entonces Campanilla, que estaba en su tocador, escuchando a escondidas, chilló
algo con insolencia.
—Dice que le encanta no tener modales —tradujo Peter. De pronto se le ocurrió
una idea.
—¿A lo mejor Campanilla quiere ser mi madre?
—¡Cretino! —gritó Campanilla enfurecida.
Lo decía tan a menudo que a Wendy no le hizo falta traducción.
—Casi estoy de acuerdo con ella —soltó Wendy.
Imaginaos, Wendy hablando con brusquedad. Pero ya había sufrido mucho y no
tenía la menor idea de lo que iba a pasar antes de que terminara la noche. Si lo
hubiera sabido no habría hablado con brusquedad.
Ninguno de ellos lo sabía. Quizás fue mejor no saberlo. Su ignorancia les dio una
hora más de felicidad y como iba a ser su última hora en la isla, alegrémonos de que
tuviera sesenta minutos. Cantaron y bailaron en pijama. Era una canción
deliciosamente horripilante en la que fingían asustarse de sus propias sombras: qué
poco sospechaban que bien pronto se les echarían encima unas sombras ante las que
se encogerían con auténtico temor. ¡Qué baile tan divertidísimo y cómo se empujaban
en la cama y fuera de ella! Era más bien una pelea de almohadas que un baile y
cuando se terminó, las almohadas se empeñaron en volver a ello una vez más, como
compañeros que saben que puede que jamás se vuelvan a ver. ¡Qué historias se
contaron, antes de que fuera la hora del cuento de buenas noches de Wendy! Incluso
Presuntuoso trató de contar un cuento aquella noche, pero el principio era tan
enormemente aburrido que incluso él mismo se quedó horrorizado y dijo con tristeza:
—Sí, es un principio aburrido. Mirad, hagamos como que es el final.
Y entonces por fin se metieron todos en la cama para escuchar el cuento de
Wendy, el que más les gustaba, el que Peter aborrecía. Por lo general cundo se ponía
a contar este cuento él se iba de la habitación o se tapaba los oídos con las manos y
posiblemente si esta vez hubiera hecho una de estas cosas, puede que todavía
estuvieran en la isla. Pero esta noche se quedó en su asiento y veremos lo que
sucedió.

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El cuento de Wendy

—A ver, escuchad —dijo Wendy, acomodándose para el relato, con Michael a los
pies y siete chicos en la cama—. Había una vez un señor…
—Yo preferiría que fuera una señora —dijo Rizos.
—Y yo que fuera una rata blanca —dijo Avispado.
—Silencio —los reprendió su madre—. También había una señora y…
—Oh, mamá —exclamó el primer gemelo—, quieres decir que también hay una
señora, ¿verdad? No está muerta, ¿verdad?
—Oh, no.
—Cómo me alegro de que no esté muerta —dijo Lelo—. ¿No te alegras, John?
—Claro que sí.
—¿No te alegras, Avispado?
—Bastante.
—¿No os alegráis, Gemelos?
—Nos alegramos.
—Dios mío —suspiró Wendy.
—A ver si hacemos menos ruido —exclamó Peter, dispuesto a que las cosas le
fueran bien a Wendy, por muy espantoso que le pareciera el cuento a él.
—El señor —continuó Wendy—, era el señor Darling y ella era la señorita
Darling.
—Yo los conocía —dijo John, para fastidiar a los demás.
—Yo creo que los conocía —dijo Michael no muy convencido.
—Estaban casados, ¿sabéis? —explicó Wendy—, ¿y qué os imagináis que tenían?
—Ratas blancas —exclamó Avispado con gran inspiración.
—No.
—Qué misterio —dijo Lelo, que se sabía el cuento de memoria.
—Calla, Lelo. Tenían tres descendientes.
—¿Qué son descendientes?

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—Bueno, pues tú eres uno, Gemelo.
—¿Oyes eso, John? Soy un descendiente.
—Los descendientes no son más que niños —dijo John.
—Dios mío, Dios mío —suspiró Wendy—. Veamos, estos tres niños tenían una
fiel niñera llamada Nana, pero el señor Darling se enfadó con ella y la ató en el patio
y por eso los niños se escaparon volando.
—Qué historia tan buena —dijo Avispado.
—Se escaparon volando —continuó Wendy—, al País de Nunca Jamás, donde
están los niños perdidos.
—Eso es lo que yo pensaba —interrumpió Rizos emocionado—. No sé cómo,
pero eso es lo que yo pensaba.
—Oh, Wendy —exclamó Lelo—, ¿se llamaba Lelo alguno de los niños perdidos?
—Sí, así es.
—Estoy en un cuento. Hurra, estoy en un cuento, Avispado.
—Silencio. Bueno, quiero que penséis en lo que sintieron los desdichados padres
al ver que todos sus niños se habían escapado.
—¡Ay! —gimieron todos, aunque en realidad no estaban pensando ni lo más
mínimo en lo que sentían los desdichados padres.
—¡Imaginaos las camas vacías!
—¡Ay!
—Es tristísimo —dijo el primer gemelo alegremente.
—No me imagino que pueda acabar bien —dijo el segundo gemelo—. ¿Y tú,
Avispado?
—Estoy preocupadísimo.
—Si supierais lo maravilloso que es el amor de una madre —les dijo Wendy en
tono de triunfo—, no tendríais miedo.
Había llegado ya a la parte que Peter aborrecía.
—A mí sí que me gusta el amor de una madre —dijo Lelo, golpeando a Avispado
con una almohada—. ¿A ti te gusta el amor de una madre, Avispado?
—Ya lo creo —dijo Avispado, devolviéndole el golpe.
—Veréis —dijo Wendy complacida—, nuestra heroína sabía que la madre dejaría
siempre la ventana abierta para que sus niños regresaran volando por ella, así que
estuvieron fuera durante años y se lo pasaron estupendamente.
—¿Llegaron a volver?
—Ahora —dijo Wendy, preparándose para el esfuerzo más delicado—, echemos
un vistazo al futuro.
Y todos se giraron de la forma que hace que los vistazos al futuro resulten más
fáciles.
—Han pasado los años ¿y quién es esa señora de edad indeterminada que se apea
en la estación de Londres?

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—Oh, Wendy, ¿quién es? —exclamó Avispado, tan emocionado como si no lo
supiera.
—Puede ser… sí… no… es… ¡la bella Wendy!
—¡Oh!
—¿Y quiénes son los dos nobles y orondos personajes que la acompañan, ahora
ya hechos hombres? ¿Pueden ser John y Michael? ¡Sí!
—¡Oh!
—Mirad, queridos hermanos —dice Wendy, señalando hacia arriba—, ahí sigue
la ventana abierta. Ah, ahora nos vemos recompensados por nuestra fe sublime en el
amor de una madre.
De forma que subieron volando hasta su mamá y su papá y no hay pluma que
pueda describir la feliz escena, sobre la que corremos un velo.
Eso era un cuento y se sentían tan satisfechos con él como la bella narradora. Es
que todo era como debía ser. Nos escabullimos como los seres más crueles del
mundo, que es lo que son los niños, aunque muy atractivos, y pasamos un rato
totalmente egoísta y cuando necesitamos atenciones especiales regresamos
noblemente a buscarlas, seguros de que nos abrazarán en lugar de pegarnos.
Efectivamente, tan grande era su fe en el amor de una madre que pensaban que
podían permitirse ser un poco más crueles. Pero había alguien que tenía más claras
las cosas y cuando Wendy terminó soltó un sordo gemido.
—¿Qué te pasa, Peter? —exclamó ella, corriendo hasta él, creyendo que estaba
enfermo. Lo palpó solícita más abajo del pecho.
—¿Dónde te duele, Peter?
—No es esa clase de dolor —replicó Peter lúgubremente.
—¿Entonces de qué clase es?
—Wendy, estás equivocada con respecto a las madres.
Se agruparon asustados a su alrededor, tan alarmante era su inquietud, y con total
franqueza él les contó lo que hasta entonces había mantenido oculto.
—Hace mucho tiempo —dijo—, yo creía como vosotros que mi madre me dejaría
la ventana abierta, así que estuve fuera durante lunas y lunas y lunas y luego regresé
volando, pero la ventana estaba cerrada, porque mamá se había olvidado de mí y
había otro niño durmiendo en mi cama.
No estoy seguro de que esto fuera cierto, pero Peter lo creía y los asustó.
—¿Estás seguro de que las madres son así?
—Sí.
Así que ésta era la verdad sobre las madres. ¡Las muy canallas!
Aun así es mejor tener cuidado y nadie sabe tan deprisa como un niño cuándo
debe ceder.
—Wendy, vámonos a casa —gritaron John y Michael al tiempo.
—Sí —dijo ella, abrazándolos.

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—No será esta noche, ¿verdad? —preguntaron perplejos los niños perdidos.
Sabían en lo que llamaban el fondo de su corazón que uno puede arreglárselas muy
bien sin una madre y que sólo son las madres las que piensan que no es así.
—Ahora mismo —replicó Wendy decidida, pues se le había ocurrido una idea
espantosa: «A lo mejor mamá está ya de medio luto».
Este temor le hizo olvidarse de lo que debía de estar sintiendo Peter y le dijo en
tono bastante cortante:
—Peter, ¿te ocupas de hacer los preparativos necesarios?
—Si es lo que deseas —replicó él con la misma frialdad que si le hubiera pedido
que le pasara las nueces.
¡Ni decirse un «siento perderte»! Si a ella no le importaba la separación, él, Peter,
le iba a demostrar que a él tampoco.
Pero, por supuesto, le importaba mucho y estaba tan lleno de ira contra los
adultos, quienes, como de costumbre, lo estaban echando todo a perder, que nada más
meterse en su árbol tomó a propósito aliento en inspiraciones cortas y rápidas a un
ritmo de unas cinco por segundo. Lo hizo porque hay un dicho en el País de Nunca
Jamás según el cual cada vez que uno respira, muere un adulto y Peter los estaba
matando en venganza lo más deprisa posible.
Después de haber dado las instrucciones necesarias a los pieles rojas regresó a la
casa, donde se había desarrollado una escena indigna durante su ausencia.
Aterrorizados ante la idea de perder a Wendy, los niños perdidos se habían acercado a
ella amenazadoramente.
—Será peor que antes de que viniera —gritaban.
—No la dejaremos marchar.
—Hagámosla prisionera.
—Eso, atadla.
En tal apuro un instinto le dijo a cuál de ellos recurrir.
—Lelo —gritó—, te lo ruego.
¿No es extraño? Recurrió a Lelo, el más tonto de todos. Sin embargo, Lelo
respondió con grandeza. Porque en ese momento dejó su estupidez y habló con
dignidad.
—Yo no soy más que Lelo —dijo—, y nadie me hace caso. Pero al primero que
no se comporte con Wendy como un caballero inglés le causaré serias heridas.
Desenvainó su acero y en ese instante Lelo brilló con luz propia. Los demás
retrocedieron intranquilos. Entonces regresó Peter y se dieron cuenta al momento de
que él no los apoyaría. Jamás obligaría a una chica a quedarse en el País de Nunca
Jamás en contra de su voluntad.
—Wendy —dijo, paseando de un lado a otro—, les he pedido a los pieles rojas
que te guíen a través del bosque, ya que volar te cansa mucho.
—Gracias, Peter.

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—Luego —continuó con el tono tajante de quien está acostumbrado a ser
obedecido—, Campanilla te llevará a través del mar. Despiértala, Avispado.
Avispado tuvo que llamar dos veces antes de obtener respuesta, aunque
Campanilla llevaba ya un rato sentada en la cama escuchando.
—¿Quién eres? ¿Cómo te atreves? Fuera —gritó.
—Tienes que levantarte, Campanilla —le dijo Avispado—, y llevar a Wendy de
viaje.
Por supuesto, a Campanilla le había encantado enterarse de que Wendy se iba,
pero estaba más que decidida a no ser su guía y así lo expresó con un lenguaje aún
más insultante. Luego fingió haberse dormido de nuevo.
—Dice que no le da la gana —exclamó Avispado, horrorizado ante tal
insubordinación, por lo que Peter se acercó severo al aposento de la joven.
—Campanilla —espetó—, si no te levantas y te vistes ahora mismo abriré las
cortinas y todos te veremos en negligee.
Esto le hizo saltar al suelo.
—¿Quién ha dicho que no me iba a levantar? —gritó.
Entretanto los chicos contemplaban muy tristes a Wendy, que ya estaba equipada
para el viaje con John y Michael. Para entonces se sentían abatidos, no sólo porque
estaban a punto de perderla, sino además porque les parecía que iba a encontrarse con
algo agradable a lo que ellos no habían sido invitados. Como de costumbre la
novedad los atraía. Atribuyéndoles unos sentimientos más nobles, Wendy se ablandó.
—Queridos —dijo—, si queréis venir conmigo estoy casi segura de que puedo
hacer que mi padre y mi madre os adopten.
La invitación iba dirigida especialmente a Peter, pero cada chico pensaba
exclusivamente en sí mismo y al momento se pusieron a dar saltos de alegría.
—¿Pero no pensarán que somos muchos? —preguntó Avispado a medio salto.
—Oh, no —dijo Wendy, calculando rápidamente—, simplemente habrá que poner
unas cuantas camas en el salón; se pueden tapar con biombos en días de visita.
—Peter, ¿podemos ir? —exclamaron todos suplicantes. Daban por supuesto que
si ellos se iban él también se iría, pero la verdad es que les importaba muy poco. Así
es cómo los niños están siempre dispuestos, cuando aparece una novedad, a
abandonar a sus seres queridos.
—Está bien —replicó Peter sonriendo con amargura e inmediatamente corrieron a
recoger sus cosas.
—Y ahora, Peter —dijo Wendy, pensando que ya lo había arreglado todo—, voy a
darte tu medicina antes de que te vayas.
Le encantaba darles medicinas y sin duda les daba demasiadas. Naturalmente, no
era más que agua, pero la servía de una calabaza y siempre agitaba la calabaza y
contaba las gotas, lo cual le daba cierta categoría medicinal. En esta ocasión, sin
embargo, no le dio a Peter esta dosis, pues nada más prepararla, le vio una expresión
en la cara que la desanimó.

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—Prepara tus cosas, Peter —exclamó, temblando.
—No —contestó él, fingiendo indiferencia—, yo no voy con vosotros, Wendy.
—Sí, Peter.
—No.
Para demostrar que su marcha lo iba a dejar impasible, se puso a brincar por la
habitación, tocando alegremente su cruel flauta. Ella tuvo que ir detrás de él, aunque
resultara bastante poco digno.
—Para encontrar a tu madre —dijo engatusadora.
Pero si Peter había tenido alguna vez una madre, ya no la echaría de menos. Podía
arreglárselas muy bien sin una. Había pensado sobre ellas y sólo recordaba sus
defectos.
—No, no —le dijo a Wendy terminantemente—, a lo mejor dice que soy mayor y
yo sólo quiero ser siempre un niño y divertirme.
—Pero, Peter…
—No.
Y por eso hubo de decírselo a los demás.
—Peter no viene.
¡Que Peter no venía! Lo miraron sin comprender, con el palo echado al hombro y
en cada palo un petate. Lo primero que pensaron fue que si Peter no iba
probablemente habría cambiado de opinión con respecto a dejarlos marchar.
Pero él era demasiado orgulloso para eso.
—Si encontráis a vuestras madres —dijo lúgubremente—, espero que os gusten.
El gran cinismo de sus palabras les causó una sensación incómoda y casi todos
empezaron a dar muestras de inseguridad. Después de todo, delataban sus
expresiones, ¿acaso no eran unos tontos por quererse marchar?
—Bueno, bueno —exclamó Peter—, nada de escenas. Adiós, Wendy.
Y le ofreció la mano alegremente, como si realmente tuvieran que irse ya, porque
él tenía algo importante que hacer.
Ella tuvo que cogerle la mano, ya que no daba señales de preferir un dedal.
—Te acordarás de cambiarte la ropa interior, ¿verdad, Peter? —dijo, sin prisas por
dejarlo. Siempre había sido muy particular con lo de la ropa interior.
—Sí.
—¿Y te tomarás la medicina?
—Sí.
No parecía que hubiera nada más que decir y se hizo un silencio tenso. Sin
embargo, Peter no era de los que se derrumban delante de la gente.
—¿Estás preparada, Campanilla? —exclamó.
—Sí.
—Pues muestra el camino.
Campanilla subió disparada por el árbol más cercano, pero nadie la siguió, ya que
fue en ese momento cuando los piratas desataron su tremendo ataque sobre los pieles

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rojas. Arriba, donde todo había estado tranquilo, el aire se llenó de alaridos y del
choque de las armas. Abajo, había un silencio total. Las bocas se abrieron y se
quedaron abiertas. Wendy cayó de rodillas, pero tendió los brazos hacia Peter. Todos
los brazos estaban tendidos hacia él, como si de pronto un viento los hubiera llevado
en esa dirección: le rogaban sin palabras que no los abandonara. En cuanto a Peter,
tomó su espada, la misma con la que creía haber matado a Barbacoa, y sus ojos
relampaguearon con el ansia de batalla.

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El rapto de los niños

El ataque pirata había sido una total sorpresa: una buena prueba de que el
desaprensivo Garfio lo había llevado a cabo deshonestamente, pues sorprender a los
pieles rojas limpiamente es algo que no entra en la capacidad del hombre blanco.
Según todas las leyes no escritas sobre la guerra salvaje siempre es el piel roja el
que ataca y con la astucia propia de su raza lo hace justo antes del amanecer, hora en
la que sabe que el valor de los blancos está por los suelos. Los blancos, entretanto,
han levantado una tosca empalizada en la cima de aquel terreno ondulado, a cuyos
pies discurre un riachuelo, ya que estar demasiado lejos del agua supone la
destrucción. Allí esperan el violento ataque, los inexpertos aferrando sus revólveres y
haciendo crujir ramitas, mientras que los veteranos duermen tranquilamente hasta
justo antes del amanecer. A través de la larga y oscura noche los exploradores
salvajes se deslizan, como serpientes, por entre la hierba sin mover ni una brizna. La
maleza se cierra tras ellos tan silenciosamente como la arena por la que se ha
introducido un topo. No se oye ni un ruido, salvo cuando sueltan una asombrosa
imitación del aullido solitario de un coyote. Otros bravos contestan al grito y algunos
lo hacen aún mejor que los coyotes, a quienes no se les da muy bien. Así van pasando
las frías horas y la larga incertidumbre resulta tremendamente agotadora para el rostro
pálido que tiene que pasar por ella por primera vez, pero para el perro viejo esos
espantosos gritos y esos silencios aún más espantosos no son sino una indicación de
cómo está transcurriendo la noche.
Garfio sabía tan bien que éste era el sistema habitual que no se le puede disculpar
por pasarlo por alto alegando que lo desconocía.
Los piccaninnis, por su parte, confiaban sin reservas en su sentido del honor y
todos sus actos de esa noche presentan un claro contraste con los de él. No dejaron de
hacer nada que no fuera consecuente con la reputación de su tribu. Con esa agudeza
de los sentidos que es al mismo tiempo el asombro y la desesperación de los pueblos
civilizados, supieron que los piratas estaban en la isla desde el momento en que uno

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de ellos pisó un palo seco y al cabo de un rato increíblemente corto comenzaron los
aullidos de coyote. Cada palmo de terreno entre el punto donde Garfio había
desembarcado a sus fuerzas y la casa de debajo de los arboles fue examinado
sigilosamente por bravos que llevaban los mocasines calzados del revés. Sólo
encontraron una única colina con un riachuelo a los pies, de forma que Garfio no
tenía elección: aquí debía instalarse y esperar hasta justo antes del amanecer. Ya que
todo estaba organizado de esta forma con astucia casi diabólica, el grueso principal
de los pieles rojas se arropó en sus mantas y con esa flemática actitud que para ellos
es la quintaesencia de la hombría se sentaron en cuclillas encima del hogar de los
niños, aguardando el frío momento en que tendrían que sembrar la pálida muerte.
En este lugar, soñando, aunque bien despiertos, con las exquisitas torturas a las
que lo someterían al amanecer, fueron sorprendidos los confiados salvajes por el
traicionero Garfio. Según los relatos facilitados después por aquéllos de los
exploradores que escaparon a la carnicería, no parece que se hubiera detenido
siquiera en la colina, aunque es seguro que debió verla bajo aquella luz grisácea; no
parece que en ningún momento se le pasara por la astuta cabeza la idea de esperar a
ser atacado, ni siquiera aguardó a que la noche estuviera casi acabada; siguió adelante
sin otros principios que los de entrar en batalla. ¿Qué otra cosa podían hacer los
desconcertados exploradores, siendo como eran maestros en todas las artes de la
guerra menos ésta, sino trotar indecisos tras él, exponiéndose fatalmente, mientras
soltaban una patética imitación del aullido del coyote?
Alrededor de la valiente Tigridia había una docena de sus guerreros más resueltos
y de pronto vieron a los pérfidos piratas que se les echaban encima. Cayó entonces de
sus ojos el velo a través del cual habían contemplado la victoria. Ya no torturarían a
nadie en el poste. Ahora los esperaba el paraíso de los cazadores. Lo sabían, pero se
portaron como dignos hijos de sus padres. Incluso entonces tuvieron tiempo de
agruparse en una falange que habría resultado difícil de romper si se hubieran
levantado deprisa, pero esto no les estaba permitido por la tradición de su raza. Está
escrito que el noble salvaje jamás debe expresar sorpresa en presencia del blanco.
Aunque la repentina aparición de los piratas debía de haber resultado horrible para
ellos, se quedaron quietos un momento, sin mover un solo músculo, como si el
enemigo hubiera llegado por invitación. Y sólo entonces, habiendo mantenido la
tradición valientemente, tomaron las armas y el aire vibró con el grito de guerra, pero
ya era demasiado tarde.
No es nuestro cometido describir lo que más fue una matanza que una lucha. Así
perecieron muchos de la flor y nata de la tribu de los piccaninnis. Pero no murieron
sin ser en parte vengados, pues con Lobo Flaco cayó Alf Mason, que ya no volvería a
perturbar el Caribe, y entre los que mordieron el polvo se encontraba Geo. Scourie,
Chas. Turley[10] y el alsaciano Foggerty. Turley cayó bajo el tomahawk del terrible
Pantera, que finalmente se abrió paso entre los piratas con Tigridia y unos pocos que
quedaban de la tribu.

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Hasta qué punto tiene Garfio la culpa por su táctica en esta ocasión es algo que
toca decidir a los historiadores. De haber esperado en la colina hasta la hora correcta
probablemente sus hombres y él habrían sido destrozados y a la hora de juzgarlo es
justo tener esto en cuenta. Lo que quizás debería haber hecho era informar a sus
adversarios de que se proponía seguir un método nuevo. Por otra parte, esto, al
eliminar el factor sorpresa, habría inutilizado su estrategia, de modo que toda la
cuestión está sembrada de dificultades. Uno no puede al menos reprimir cierta
admiración involuntaria por el talento que había concebido un plan tan audaz y por la
cruel genialidad con que se llevó a cabo.
¿Cuáles eran sus propios sentimientos hacia sí mismo en aquel momento de
triunfo? Mucho habrían deseado saberlo sus perros, cuando, mientras jadeaban y
limpiaban sus sables, se agrupaban a una discreta distancia de su garfio y
escudriñaban con sus ojos de hurón a este hombre extraordinario. En su corazón
debía de latir el júbilo, pero su cara no lo reflejaba: siempre un enigma oscuro y
solitario, estaba apartado de sus seguidores tanto en cuerpo como en alma.
La tarea de la noche aún no había terminado, pues no era a los pieles rojas a
quienes había venido a destruir: éstos no eran más que las abejas que había que
ahuyentar para que él pudiera llegar a la miel. Era a Pan a quien quería, a Pan, a
Wendy y a su banda, pero sobre todo a Pan.
Peter era un niño tan pequeño que uno no puede por menos de extrañarse ante el
odio de aquel hombre hacia él. Cierto, había echado el brazo de Garfio al cocodrilo,
pero ni siquiera esto, ni la vida cada vez más insegura a la que esto condujo, debido a
la contumacia del cocodrilo, explican un rencor tan implacable y maligno. Lo cierto
es que Peter tenía un algo que sacaba de quicio al capitán pirata. No era su valor, no
era su atractivo aspecto, no era… No debemos andarnos con rodeos, pues sabemos
muy bien lo que era y no nos queda más remedio que decirlo. Era la arrogancia de
Peter.
Esto le crispaba los nervios a Garfio, hacía que su garra de hierro se estremeciera
y por la noche lo atosigaba como un insecto. Mientras Peter viviera, aquel hombre
atormentado se sentiría como un león enjaulado en cuya jaula se hubiera colado un
gorrión.
El problema ahora era cómo bajar por los árboles, o cómo hacer que bajaran sus
perros. Los recorrió con ojos ansiosos, buscando a los más delgados. Ellos se
removían inquietos, ya que sabían que no tendría el menor escrúpulo en empujarlos
hacia abajo con una estaca.
Entretanto, ¿qué es de los chicos? Los hemos visto cuando el primer choque de
armas, convertidos, como si dijéramos, en estatuas de piedra, boquiabiertos, apelando
a Peter con los brazos extendidos y volvemos a ellos cuando sus bocas se cierran y
sus brazos caen a los lados. El infernal estruendo de encima ha cesado casi tan
repentinamente como empezó, ha pasado como una violenta ráfaga de viento, pero
ellos saben que al pasar ha decidido su destino.

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¿Qué bando había ganado?
Los piratas, que escuchaban con avidez ante los huecos de los árboles, oyeron
cómo cada chico hacia esa pregunta y, ¡ay!, también oyeron la respuesta de Peter.
—Si han ganado los pieles rojas —dijo—, tocarán el tam-tam: ésa es siempre su
señal de victoria.
Ahora bien, Smee había encontrado el tam-tam y en ese momento estaba sentado
en él.
—Jamás volveréis a oír el tam-tam —masculló, aunque en tono inaudible, claro,
ya que se había exigido estricto silencio.
Con asombro por su parte Garfio le hizo señas para que tocara el tam-tam y poco
a poco Smee fue comprendiendo la horrenda maldad de la orden. El muy simple
probablemente jamás había admirado tanto a Garfio.
Dos veces golpeó Smee el instrumento y luego se detuvo a escuchar regocijado.
—¡El tam-tam! —oyeron gritar a Peter los bellacos—. ¡Una victoria india!
Los desafortunados niños respondieron con un grito de júbilo que sonó como
música en los negros corazones de arriba y casi al instante volvieron a despedirse de
Peter. Esto desconcertó a los piratas, pero todos sus otros sentimientos estaban
dominados por un regocijo malvado ante la idea de que el enemigo estaba a punto de
subir por los árboles. Se sonrieron satisfechos los unos a los otros y se frotaron las
manos. Rápido y en silencio Garfio dio sus órdenes: un hombre en cada árbol y los
demás dispuestos en una fila a dos yardas de distancia.

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¿Creéis en las hadas?

Cuanto antes nos libremos de este espanto, mejor. El primero en salir de su árbol fue
Rizos. Surgió de él y cayó en brazos de Cecco, que se lo lanzó a Smee, que se lo
lanzó a Starkey, que se lo lanzó a Bill Jukes, que se lo lanzó a Noodler y así fue
pasando de uno a otro hasta caer a los pies del pirata negro. Todos los chicos fueron
arrancados de sus árboles de esta forma brutal y varios de ellos volaban por los aires
al mismo tiempo, como paquetes lanzados de mano en mano.
A Wendy, que salió la última, se le dispensó un trato distinto. Con irónica cortesía
Garfio se descubrió ante ella y, ofreciéndole el brazo, la escoltó hasta el lugar donde
los demás estaban siendo amordazados. Lo hizo con tal donaire, resultaba tan
enormemente distingué, que se quedó demasiado fascinada para gritar. Al fin y al
cabo, no era más que una niña.
Quizás sea de chivatos revelar que por un momento Garfio la dejó extasiada y
sólo la delatamos porque su desliz tuvo extrañas consecuencias. De haberse soltado
altivamente (y nos habría encantado escribir esto sobre ella), habría sido lanzada por
los aires como los demás y entonces Garfio probablemente no habría estado presente
mientras se ataba a los niños y si no hubiera estado presente mientras se los ataba no
habría descubierto el secreto de Presuntuoso y sin ese secreto no podría haber
realizado al poco tiempo su sucio atentado contra la vida de Peter.
Fueron atados para evitar que escaparan volando, doblados con las rodillas
pegadas a las orejas y para asegurarlos el pirata negro había cortado una cuerda en
nueve trozos iguales. Todo fue bien hasta que llegó el turno de Presuntuoso, momento
en que se descubrió que era como esos fastidiosos paquetes que gastan todo el cordel
al pasarlo alrededor y no dejan cabos con los que hacer un nudo. Los piratas le
pegaron patadas enfurecidos, como uno pega patadas al paquete (aunque para ser
justos habría que pegárselas al cordel) y por raro que parezca fue Garfio quien les
dijo que aplacaran su violencia. Sus labios se entreabrían en una maliciosa sonrisa de
triunfo. Mientras sus perros se limitaban a sudar porque cada vez que trataban de

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apretar al desdichado muchacho en un lado sobresalía en otro, la mente genial de
Garfio había penetrado por debajo de la superficie de Presuntuoso, buscando no
efectos, sino causas y su júbilo demostraba que las había encontrado. Presuntuoso,
blanco de miedo, sabía que Garfio había descubierto su secreto, que era el siguiente:
ningún chico tan inflado emplearía un árbol en el que un hombre normal se quedaría
atascado. Pobre Presuntuoso, ahora el más desdichado de todos los niños, pues estaba
aterrorizado por Peter y lamentaba amargamente lo que había hecho. Terriblemente
aficionado a beber agua cuando estaba acalorado, como consecuencia se había ido
hinchando hasta alcanzar su actual gordura y en lugar de reducirse para adecuarse a
su árbol, sin que los demás lo supieran había rebajado su árbol para que se adecuara a
él.
Garfio adivinó lo suficiente sobre esto como para convencerse de que por fin
Peter estaba a su merced, pero ni una sola palabra sobre los oscuros designios que se
formaban en las cavernas subterráneas de su mente cruzó sus labios; se limitó a
indicar que los cautivos fueran llevados al barco y que quería estar solo.
¿Cómo llevarlos? Atados con el cuerpo doblado realmente se los podría hacer
rodar cuesta abajo como barriles, pero la mayor parte del camino discurría a través de
un pantano. Una vez más la genialidad de Garfio superó las dificultades. Indicó que
debía utilizarse la casita como medio de transporte. Echaron a los niños dentro, cuatro
fornidos piratas la izaron sobre sus hombros y, entonando la odiosa canción pirata, la
extraña procesión se puso en marcha a través del bosque. No sé si alguno de los niños
estaba llorando, si era así, la canción ahogaba el sonido, pero mientras la casita
desaparecía en el bosque, un valiente aunque pequeño chorro de humo brotó de su
chimenea, como desafiando a Garfio.
Garfio lo vio y aquello jugó una mala pasada a Peter. Acabó con cualquier
vestigio de piedad por él que pudiera haber quedado en el pecho iracundo del pirata.
Lo primero que hizo al encontrarse a solas en la noche que se acercaba
rápidamente fue llegarse de puntillas al árbol de Presuntuoso y asegurarse de que le
proporcionaba un pasadizo. Luego se quedó largo rato meditando, con el sombrero de
mal agüero en el césped, para que una brisa suave que se había levantado pudiera
removerle refrescante los cabellos. Aunque negros eran sus pensamientos sus ojos
azules eran dulces como la pervinca. Escuchó atentamente por si oía sonido que
proviniera de las profundidades, pero abajo todo estaba tan silencioso como arriba; la
casa subterránea parecía ser una morada vacía más en el abismo. ¿Estaría dormido
ese chico o estaba apostado al pie del árbol de Presuntuoso, con el puñal en la mano?
No había forma de saberlo, excepto bajando. Garfio dejó que su capa se deslizara
suavemente hasta el suelo y luego, mordiéndose los labios hasta que una sangre
obscena brotó de ellos, se metió en el árbol. Era un hombre valiente, pero por un
momento tuvo que detenerse allí y enjugarse la frente, que le chorreaba como una
vela. Luego se dejó caer en silencio hacia lo desconocido.

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Llegó sin problemas al pie del pozo y se volvió a quedar inmóvil, recuperando el
aliento, que casi lo había abandonado. Al írsele acostumbrando los ojos a la luz
difusa, varios objetos de la casa de debajo de los árboles cobraron forma, pero el
único en el que posó su ávida mirada, buscado durante tanto tiempo y hallado por fin,
fue la gran cama. En ella yacía Peter profundamente dormido.
Ignorando la tragedia que se estaba desarrollando arriba, Peter, durante un rato
después de que se fueran los niños, había seguido tocando la flauta alegremente: sin
duda un intento bastante triste de demostrarse a sí mismo que no le importaba. Luego
decidió no tomarse la medicina, para apenar a Wendy. Entonces se tumbó en la cama
encima de la colcha, para contrariarla todavía más, porque siempre los había arropado
con ella, ya que nunca se sabe si no se tendrá frío al avanzar la noche. Entonces casi
se echó a llorar, pero se imaginó lo indignada que se pondría si en cambio se riera, así
que soltó una carcajada altanera y se quedó dormido en medio de ella.
A veces, aunque no a menudo, tenía pesadillas y resultaban más dolorosas que las
de otros chicos. Pasaban horas sin que pudiera apartarse de estos sueños, aunque
lloraba lastimeramente en el curso de ellos. Creo que tenían que ver con el misterio
de su existencia. En tales ocasiones Wendy había tenido por costumbre sacarlo de la
cama y ponérselo en el regazo, tranquilizándolo con mimos de su propia invención y
cuando se calmaba lo volvía a meter en la cama antes de que se despertara del todo,
para que no se enterara del ultraje a que lo había sometido. Pero en esta ocasión cayó
inmediatamente en un sueño sin pesadillas. Un brazo le colgaba por el borde de la
cama, tenía una pierna doblada y la parte incompleta de su carcajada se le había
quedado abandonada en la boca, que estaba entreabierta, mostrando las pequeñas
perlas.
Indefenso como estaba lo encontró Garfio. Se quedó en silencio al pie del árbol
mirando a través de la estancia a su enemigo. ¿Se estremeció su sombrío pecho con
algún sentimiento de compasión? Aquel hombre no era malo del todo: le encantaban
las flores (según me han dicho) y la música delicada (él mismo no tocaba nada mal el
clavicémbalo) y, admitámoslo con franqueza, el carácter idílico de la escena lo
conmovió profundamente. De haber sido dominado por su parte mejor, habría vuelto
a subir de mala gana por el árbol si no llega a ser por una cosa.
Lo que le detuvo fue el aspecto impertinente de Peter al dormir. La boca abierta,
el brazo colgando, la rodilla doblada: eran tal personificación de la arrogancia que, en
conjunto, jamás volverá, esperamos, a presentarse otra igual ante sus ojos tan
sensibles a su carácter ofensivo. Endurecieron el corazón de Garfio. Si su rabia lo
hubiera roto en cien pedazos, cada uno de éstos habría hecho caso omiso del percance
y se habría lanzado contra el durmiente.
Aunque la luz de la única lámpara iluminaba la cama débilmente, el propio Garfio
estaba en la oscuridad y nada más dar un paso furtivo hacia delante se topó con un
obstáculo, la puerta del árbol de Presuntuoso. No cubría del todo la abertura y había
estado observando por encima de ella. Al palpar en busca del cierre, descubrió con

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rabia que estaba muy abajo, fuera de su alcance. A su mente trastornada le dio la
impresión entonces de que la molesta cualidad de la cara y la figura de Peter
aumentaba visiblemente y sacudió la puerta y se tiró contra ella. ¿Acaso se le iba a
escapar su enemigo después de todo?
Pero, ¿qué era aquello? Por el rabillo del ojo había visto la medicina de Peter
colocada en una repisa al alcance de la mano. Adivinó lo que era al instante y al
momento supo que el durmiente estaba en su poder.
Para que no lo cogiera con vida, Garfio llevaba encima un terrible veneno,
elaborado por él mismo a partir de todos los anillos mortíferos que habían llegado a
sus manos. Los había cocido hasta convertirlos en un líquido amarillo desconocido
para la ciencia y que probablemente era el veneno más virulento que existía.
Echó entonces cinco gotas del mismo en la copa de Peter. Le temblaba la mano,
pero era por júbilo y no por vergüenza. Mientras lo hacía evitaba mirar al durmiente,
pero no por temor a que la pena lo acobardara, sino simplemente para no derramarlo.
Luego le echó una larga y maliciosa mirada a su víctima y volviéndose, subió
reptando con dificultad por el árbol. Al salir a la superficie parecía el mismísimo
espíritu del mal surgiendo de su agujero. Colocándose el sombrero de lado de la
forma más arrogante, se envolvió en la capa, sujetando un extremo por delante como
para ocultarse de la noche, que estaba en su hora más oscura y, mascullando cosas
raras para sus adentros, se alejó sigiloso por entre los árboles.
Peter siguió durmiendo. La luz vaciló y se apagó, dejando la vivienda a oscuras,
pero él siguió durmiendo. No debían de ser menos de las diez por el cocodrilo,
cuando se sentó de golpe en la cama, sin saber qué lo había despertado. Eran unos
golpecitos suaves y cautelosos en la puerta de su árbol.
Suaves y cautelosos, pero en aquel silencio resultaban siniestros. Peter buscó a
tientas su puñal hasta que su mano lo agarró. Entonces habló.
—¿Quién es?
Durante un buen rato no hubo respuesta; luego volvieron a oírse los golpes.
—¿Quién es?
No hubo respuesta.
Estaba sobre ascuas y le encantaba estar sobre ascuas. Con dos zancadas se plantó
ante la puerta. A diferencia de la puerta de Presuntuoso ésta cubría la abertura, así que
no podía ver lo que había al otro lado, como tampoco podía verlo a él quien estuviera
llamando.
—No abriré si no hablas —gritó Peter.
Entonces por fin habló el visitante, con una preciosa voz como de campanas.
—Déjame entrar, Peter.
Era Campanilla y rápidamente le abrió la puerta. Entró volando muy agitada, con
la cara sofocada y el vestido manchado de barro.
—¿Qué ocurre?
—¿A que no lo adivinas? —exclamó y le ofreció tres oportunidades.

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—¡Suéltalo! —gritó él; y con una sola frase incorrecta, tan larga como las cintas
que se sacan los ilusionistas de la boca, le contó la captura de Wendy y los chicos.
El corazón de Peter latía con furia mientras escuchaba. Wendy prisionera y en el
barco pirata, ¡ella, a quien tanto le gustaba que las cosas fueran como es debido!
—Yo la rescataré —exclamó, abalanzándose sobre sus armas. Al abalanzarse se
le ocurrió una cosa que podía hacer para agradarla. Podía tomarse la medicina.
Su mano se posó sobre la pócima mortal.
—¡No! —chilló Campanilla, que había oído a Garfio mascullando sobre lo que
había hecho mientras corría por el bosque.
—¿Por qué no?
—Está envenenada.
—¿Envenenada? ¿Y quién iba a envenenarla?
—Garfio.
—No seas tonta. ¿Cómo podría haber llegado Garfio hasta aquí?
¡Ay! Campanilla no tenía explicación para esto, porque ni siquiera ella conocía el
oscuro secreto del árbol de Presuntuoso. No obstante, las palabras de Garfio no
habían dejado lugar a dudas. La copa estaba envenenada.
—Además —dijo Peter, muy convencido—, no me he quedado dormido.
Alzó la copa. Ya no había tiempo para hablar, era el momento de actuar y, con
uno de sus veloces movimientos, Campanilla se colocó entre sus labios y el brebaje y
lo apuró hasta las heces.
—Pero, Campanilla, ¿cómo te atreves a beberte mi medicina?
Pero ella no contestó. Ya estaba tambaleándose en el aire.
—¿Qué te ocurre? —exclamó Peter, asustado de pronto.
—Estaba envenenada, Peter —le dijo ella dulcemente—, y ahora me voy a morir.
—Oh, Campanilla, ¿te la bebiste para salvarme?
—Sí.
—Pero, ¿por qué, Campanilla?
Las alas ya casi no la sostenían, pero como respuesta se posó en su hombro y le
dio un mordisco cariñoso en la barbilla. Le susurró al oído:
—Cretino.
Luego, tambaleándose hasta su aposento, se tumbó en la cama.
La cabeza de él llenó casi por completo la cuarta pared de su pequeña habitación
cuando se arrodilló angustiado junto a ella. Su luz se debilitaba por momentos y él
sabía que si se apagaba ella dejaría de existir. A ella le gustaban tanto sus lágrimas
que alargó un bonito dedo y dejó que corrieran por él.
Tenía la voz tan débil que al principio él no pudo oír lo que le decía. Luego lo
oyó. Le estaba diciendo que creía que podía ponerse bien de nuevo si los niños creían
en las hadas.
Peter extendió los brazos. Allí no había niños y era por la noche, pero se dirigió a
todos los que podían estar soñando con el País de Nunca Jamás y que por eso estaban

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más cerca de él de lo que pensáis: niños y niñas en pijama y bebés indios desnudos en
sus cestas colgadas de los árboles.
—¿Creéis? —gritó.
Campanilla se sentó en la cama casi con viveza para escuchar cómo se decidía su
suerte.
Le pareció oír respuestas afirmativas, pero no estaba segura.
—¿Qué te parece? —le preguntó a Peter.
—Si creéis —les gritó él—, aplaudid. No dejéis que Campanilla se muera.
Muchos aplaudieron.
Algunos no.
Unas cuantas bestezuelas soltaron bufidos.
Los aplausos se interrumpieron de repente, como si incontables madres hubieran
entrado corriendo en los cuartos de sus hijos para ver qué demonios estaba pasando,
pero Campanilla ya estaba salvada. Primero se le fue fortaleciendo la voz, luego saltó
de la cama y por fin se puso a revolotear como un rayo por la habitación más alegre e
insolente que nunca. No se le pasó por la cabeza dar las gracias a los que creían, pero
le habría gustado darles su merecido a los que habían bufado.
—Y ahora a rescatar a Wendy.
La luna corría por un cielo nublado cuando Peter salió de su árbol, cargado de
armas y sin apenas nada más, para emprender su peligrosa aventura. No hacía el tipo
de noche que él hubiera preferido. Había tenido la esperanza de volar, no muy lejos
del suelo para que nada inusitado escapara a su atención, pero con aquella luz
mortecina volar bajo habría supuesto pasar su sombra a través de los árboles,
molestando así a los pájaros y notificando a un enemigo vigilante que estaba en
camino.
Lamentaba que el haber puesto unos nombres tan raros a los pájaros de la isla les
hiciera ahora ser muy indómitos y difíciles de tratar.
No quedaba más remedio que ir avanzando al estilo indio, en lo cual por fortuna
era un maestro. Pero, ¿en qué dirección, ya que no estaba seguro de que los niños
hubieran sido llevados al barco? Una ligera nevada había borrado todas las huellas y
un profundo silencio reinaba en la isla, como si la Naturaleza siguiera aún
horrorizada por la reciente carnicería. Había enseñado a los niños algo sobre cómo
desenvolverse en el bosque que él mismo había aprendido por Tigridia y Campanilla
y sabía que en medio de una calamidad no era probable que lo olvidaran.
Presuntuoso, si tenía oportunidad, haría marcas en los árboles, por ejemplo, Rizos iría
dejando caer semillas y Wendy dejaría su pañuelo en algún lugar importante. Pero
para buscar estas señales era necesaria la mañana y no podía esperar. El mundo de la
superficie lo había llamado, pero no lo iba a ayudar.
El cocodrilo pasó ante él, pero no había ningún otro ser vivo, ni un ruido, ni un
movimiento; sin embargo sabía muy bien que la muerte súbita podía estar acechando
junto al próximo árbol, o siguiéndole los pasos.

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Pronunció este terrible juramento:
—Esta vez o Garfio o yo.
Entonces avanzó arrastrándose como una serpiente y luego, erguido, cruzó como
una flecha un claro en el que jugaba la luna, con un dedo en los labios y el puñal
preparado. Era enormemente feliz.

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El barco pirata

Una luz verde que pasaba como de soslayo por encima del Riachuelo de Kidd,
cercano a la desembocadura del río de los piratas, señalaba el lugar donde estaba el
bergantín, el Jolly Roger, en aguas bajas: un navío de mástiles inclinados, de casco
sucio, cada bao aborrecible, como un suelo cubierto de plumas destrozadas. Era el
caníbal de los mares y apenas le hacía falta ese ojo vigilante, pues flotaba inmune en
el terror de su nombre.
Estaba arropado en el manto de la noche, a través del cual ningún ruido
procedente de él podría haber llegado a la orilla. Apenas se oía nada y lo que se oía
no era agradable, salvo el zumbido de la máquina de coser del barco ante la cual
estaba sentado Smee, siempre trabajador y servicial, la esencia de lo trivial, el
patético Smee. No sé por qué resultaba tan inmensamente patético, a menos que fuera
porque era tan patéticamente inconsciente de ello, pero incluso los hombres más
aguerridos tenían que apartar la mirada de él apresuradamente y en más de una
ocasión, en las noches de verano, había removido el manantial de las lágrimas de
Garfio, haciéndolas correr. De esto, como de casi todo lo demás, Smee era totalmente
inconsciente.
Unos cuantos piratas estaban apoyados en las bordas aspirando el malsano aire
nocturno, otros estaban echados junto a unos barriles jugando a los dados y las cartas
y los cuatro hombres agotados que habían transportado la casita yacían sobre la
cubierta, donde incluso dormidos rodaban hábilmente de un lado a otro para apartarse
de Garfio, no fuera a ser que les atizara maquinalmente un zarpazo al pasar.
Garfio pasaba ensimismado por la cubierta. Qué hombre tan insondable. Era la
hora de su triunfo. Peter había sido apartado para siempre de su camino y todos los
demás chicos estaban a bordo del bergantín a punto de ser pasados por la plancha.
Era su hazaña más siniestra desde los tiempos en que venció a Barbacoa y sabiendo
como sabemos lo vanidoso que es el hombre, ¿nos habríamos sorprendido si hubiera
caminado por la cubierta con paso vacilante, henchido de la gloria de su éxito?

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Pero en su paso no había júbilo, lo cual reflejaba el derrotero de su mente
sombría. Garfio se sentía profundamente abatido.
Con frecuencia se sentía así cuando conversaba consigo mismo a bordo del barco
en la quietud de la noche. Era porque estaba horriblemente solo. Este hombre
inescrutable jamás se sentía tan solo como cuando estaba rodeado de sus perros.
¡Eran tan inferiores socialmente a él!
Garfio no era su auténtico nombre. Incluso en estos días revelar quién era en
realidad provocaría un enorme escándalo en el país, pero como aquellos que leen
entre líneas habrán adivinado ya, había asistido a un famoso colegio privado y las
tradiciones de éste seguían cubriéndolo como ropajes, con los cuales efectivamente
están muy relacionadas. Por ello aún le resultaba ofensivo subir a un barco con la
misma ropa con que lo había capturado y todavía conservaba en su caminar el
distinguido aire desgarbado de su colegio. Pero sobre todo conservaba el amor a la
buena educación.
¡La buena educación! Por muy bajo que hubiera caído, todavía sabía que esto es
lo que realmente cuenta.
Desde su interior oía un chirrido como de portalones oxidados y a través de ellos
se oía un severo golpeteo, como martillazos en la noche que impiden dormir. Su
eterna pregunta era: «¿Te has comportado hoy con buena educación?».
—La fama, la fama, brillante oropel, es mía —exclamaba él.
—¿Es realmente de buena educación sobresalir en algo? —replicaba el golpeteo
de su colegio.
—Yo soy el único hombre a quien Barbacoa temía —insistía él—, y el propio
Flint temía a Barbacoa.
—Barbacoa, Flint… ¿A qué casa pertenecen?[11] —era la cortante respuesta.
La idea más inquietante de todas era si no sería de mala educación pensar sobre la
buena educación.
Se le revolvían las entrañas con este problema. Era una garra que llevaba dentro
más afilada que la de hierro y mientras lo desgarraba, el sudor resbalaba por su rostro
cetrino y le manchaba el jubón. A menudo se pasaba la manga por la cara, pero no
había forma de detener el goteo.
Ah, no envidiéis a Garfio.
Le sobrevino un presentimiento sobre su pronto final. Era como si el terrible
juramento de Peter hubiera abordado el barco. Garfio sintió el lúgubre deseo de
pronunciar su último discurso, no fuera a ser que pronto ya no hubiera tiempo para
ello.
—Habría sido mejor para Garfio —exclamó— haber tenido menos ambición.
Sólo en sus momentos más negros se refería a sí mismo en tercera persona.
—Los niños no me quieren.
Es curioso que pensara en esto, que antes jamás lo había preocupado: quizás la
máquina de coser le diera la idea. Estuvo largo rato mascullando para sus adentros,

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contemplando a Smee, que cosía plácidamente, convencido de que todos los niños
tenían miedo de él.
¡Que tenían miedo de él! ¡Miedo de Smee! No había un solo niño a bordo del
bergantín esa noche que no le tuviera cariño ya. Les había dicho cosas espantosas y
los había golpeado con la palma de la mano, porque no podía golpearlos con el puño,
pero ellos simplemente se habían encariñado aún más con él. Michael se había
probado sus gafas.
¡Decirle al pobre Smee que lo encontraban simpático! Garfio ardía en deseos de
decírselo, pero le parecía demasiado brutal. En cambio, dio vueltas en la cabeza a este
misterio: ¿por qué encuentran simpático a Smee? Rastreó el problema como el
sabueso que era. Si Smee era simpático, ¿qué era lo que le hacía ser así? De pronto
surgió una horrible respuesta: «¿Buena educación?».
¿Es que el contramaestre era bien educado sin saberlo, lo cual constituye la mejor
educación?
Recordó que uno tiene que recordar que no sabe que se es así antes de poder optar
a ser elegido como miembro del Pop.[12]
Con un grito de rabia alzó su mano de hierro sobre la cabeza de Smee, pero no
descargó el golpe. Lo que le retuvo fue esta reflexión: «¿Qué sería matar a un hombre
porque es bien educado? ¡Mala educación!».
El infeliz Garfio se sentía tan impotente como sudoroso y cayó de bruces como
una flor tronchada.
Al pensar sus perros que iba a estar fuera de circulación por un rato, la disciplina
se relajó al instante y se pusieron a bailar como locos, cosa que lo reanimó al
momento, sin un solo rastro de humana debilidad, como si le hubieran echado un
cubo de agua encima.
—Silencio, patanes —gritó—, u os paso por debajo de la quilla.
El jaleo se apagó de inmediato.
—¿Están todos los niños encadenados para que no puedan huir volando?
—Sí, señor.
—Pues subidlos a cubierta.
Sacaron a rastras de la bodega a los desdichados prisioneros, a todos menos a
Wendy, y los colocaron en fila delante de él. Por un rato pareció no advertir su
presencia. Se acomodó sin prisas, tarareando, sin desafinar, por cierto, pasajes de una
canción grosera y jugueteando con una baraja. De cuando en cuando la brasa de su
cigarro daba un toque de color a su cara.
—Bueno, muchachotes —dijo enérgicamente—, esta noche seis de vosotros
seréis pasados por la plancha, pero tengo sitio para dos grumetes. ¿Quién de vosotros
quiere serlo?
—No lo irritéis sin necesidad —les había recomendado Wendy en la bodega, de
forma que Lelo dio un paso adelante cortésmente. Lelo aborrecía la idea de servir a
las órdenes de semejante hombre, pero un instinto le dijo que sería prudente atribuir

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la responsabilidad a una persona ausente y, aunque era algo tonto, sabía que sólo las
madres están siempre dispuestas a hacer de parachoques. Todos los niños saben que
las madres son así y las desprecian por eso, pero se aprovechan de ello
constantemente.
Así que Lelo explicó con prudencia:
—Verá usted, señor, es que no creo que a mi madre le gustara que yo fuera pirata.
¿Le gustaría a tu madre que fueras pirata, Presuntuoso?
Le guiñó un ojo a Presuntuoso, quien dijo apesadumbrado:
—No creo —como si deseara que las cosas no fueran así—. Gemelo, ¿a tu madre
le gustaría que fueras pirata?
—No creo —dijo el primer gemelo, tan despabilado como los otros—. Avispado,
¿a tu madre…?
—Basta de cháchara —rugió Garfio y los portavoces fueron arrastrados a su sitio.
—Tú, chico —dijo, dirigiéndose a John—, parece que tú tienes algo de agallas.
¿No has querido nunca ser pirata, valiente?
Ahora bien, a veces John había experimentado este deseo al luchar con las
matemáticas de primero y le chocó que Garfio lo eligiera.
—Una vez pensé en llamarme Jack Mano Roja —dijo con timidez.
—Un buen nombre, ya lo creo. Aquí te llamaremos así, si te unes, muchachote.
—¿Tú qué crees, Michael? —preguntó John.
—¿Cómo me llamaríais si me uniera? —preguntó Michael.
—Joe Barbanegra.
Naturalmente, Michael se quedó muy impresionado.
—¿Qué te parece, John?
Quería que John decidiera y John quería que decidiera él.
—¿Seguiremos siendo respetuosos súbditos del rey? —preguntó John.
Garfio contestó entre dientes:
—Tendríais que jurar «Abajo el rey».
Quizás John no se había comportado muy bien hasta entonces, pero ahora estuvo
a la altura de las circunstancias.
—Entonces no quiero —exclamó, golpeando el barril que tenía Garfio delante.
—Y yo tampoco —gritó Michael.
—¡Viva Inglaterra! —chilló Rizos.
Los enfurecidos piratas les pegaron en la boca y Garfio rugió:
—Eso será vuestra perdición. Traed a su madre. Preparad la plancha.
Sólo eran unos niños y se quedaron blancos al ver a Jukes y a Cecco preparar la
plancha mortal. Pero trataron de parecer valientes cuando trajeron a Wendy.
Nada de lo que yo pueda decir os dará una idea de cómo despreciaba Wendy a
aquellos piratas. Para los chicos había por lo menos cierto atractivo en la vocación
pirata, pero lo único que ella veía era que el barco no había sido fregado desde hacía
años. No había ni una sola portilla sobre cuyo mugriento cristal no se pudiera escribir

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«Guarro» con el dedo y ella ya lo había escrito en varios. Pero, como es natural,
cuando los chicos se agruparon a su alrededor no pensaba más que en ellos.
—Bueno, hermosa mía —dijo Garfio, hablando como si tuviera la boca llena de
caramelo—, vas a ver cómo tus niños son pasados por la plancha.
Aunque era un refinado caballero, la intensidad de sus meditaciones le había
manchado la gorguera y de pronto se dio cuenta de que ella la estaba observando.
Con un movimiento apresurado trató de taparla, pero ya era tarde.
—¿Van a morir? —preguntó Wendy, con una mirada de desprecio tan olímpico
que él casi se desmayó.
—Sí —gruñó y exclamó relamiéndose—. Silencio todo el mundo; oigamos las
últimas palabras de una madre a sus hijos.
En este momento Wendy estuvo magnífica.
—Éstas son mis últimas palabras, queridos —dijo con firmeza—. Creo que tengo
un mensaje para vosotros de parte de vuestras madres auténticas y es el siguiente:
«Esperamos que nuestros hijos mueran como caballeros ingleses».
Incluso los piratas se quedaron sobrecogidos y Lelo exclamó histéricamente:
—Voy a hacer lo que espera mi madre. ¿Tú qué vas a hacer, Avispado?
—Lo que espera mi madre. ¿Tú qué vas a hacer, Gemelo?
—Lo que espera mi madre. John, ¿tú qué vas…?
Pero Garfio había recuperado el habla.
—Atadla —gritó.
Fue Smee quien la ató al mástil.
—Escucha, rica —susurró—, te salvaré si prometes ser mi madre.
Pero ni siquiera por Smee estaba dispuesta a prometer tal cosa.
—Casi preferiría no tener hijos —dijo con desdén.
Es triste saber que ni un solo chico la estaba mirando mientras Smee la ataba al
mástil: todos tenían los ojos clavados en la plancha, el último paseo que iban a dar.
Ya no conseguían tener la esperanza de caminar por ella con gallardía, pues habían
perdido la capacidad de pensar, sólo podían mirar y temblar.
Garfio sonrió con los dientes apretados burlándose de ellos y dio un paso hacia
Wendy. Su intención era volverle la cara para que viera a los chicos caminando por la
plancha uno por uno. Pero jamás llegó hasta ella, jamás oyó el grito de angustia que
esperaba arrancarle. En cambio, oyó otra cosa.
Era el horrible tic tac del cocodrilo.
Todos lo oyeron: los piratas, los chicos, Wendy; e inmediatamente todas la
cabezas se volvieron en una dirección; no hacia el agua, de donde procedía el ruido,
sino hacia Garfio. Todos sabían que lo que estaba a punto de ocurrir sólo le concernía
a él y que de actores habían pasado de repente a ser espectadores.
Fue espantoso observar el cambio que le sobrevino. Era como si le hubieran
cortado todas las articulaciones. Cayó hecho un guiñapo.

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El ruido se fue acercando sin parar y por delante de él surgió este horrendo
pensamiento: «El cocodrilo está a punto de abordar el barco».
Incluso la garra de hierro colgaba inerte, como si supiera que no era parte
intrínseca de lo que quería el atacante. De haberse quedado tan tremendamente solo,
cualquier otro hombre habría yacido con los ojos cerrados en el lugar donde cayera,
pero el poderoso cerebro de Garfio seguía funcionando y guiado por él se arrastró a
cuatro patas por la cubierta alejándose todo lo que pudo del ruido. Los piratas le
abrieron paso respetuosamente y sólo cuando se vio arrinconado contra las cuadernas
habló.
—Escondedme —gritó roncamente.
Se apiñaron en torno a él, apartando los ojos de lo que estaba subiendo a bordo.
No se les ocurrió luchar contra ello. Era el Destino.
Sólo cuando Garfio quedó oculto la curiosidad aflojó los miembros de los chicos
y así pudieron correr hasta el costado del barco para ver al cocodrilo trepando por él.
Entonces se llevaron la sorpresa mayor de la Noche entre las Noches, pues no era
ningún cocodrilo lo que venía en su ayuda. Era Peter.
Les hizo señas para que no soltaran ningún grito de admiración que pudiera
levantar sospechas. Luego siguió haciendo tic tac.

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«Esta vez o Garfio o yo»

A todos nos ocurren cosas extrañas a lo largo de nuestra vida sin que durante cierto
tiempo nos demos cuenta de que han ocurrido. Así, por ejemplo, de pronto
descubrimos que hemos estado sordos de un oído desde hace ni se sabe cuánto, pero
digamos que media hora. Pues bien, una experiencia de este tipo había tenido Peter
aquella noche. Cuando lo vimos por última vez estaba cruzando la isla sigilosamente
con un dedo en los labios y el puñal preparado. Había visto pasar al cocodrilo sin
notar nada especial en él, pero luego recordó que no había estado haciendo tic tac. Al
principio esto le pareció extraño, pero no tardó en llegar a la acertada conclusión de
que al reloj se le había acabado la cuerda.
Sin pararse a pensar en lo que podría sentir un prójimo privado tan bruscamente
de su compañero más íntimo, Peter se puso a pensar al momento en cómo podría
aprovecharse de la catástrofe y decidió hacer tic tac, para que los animales salvajes
creyeran que era el cocodrilo y lo dejaran pasar sin molestarlo. Hizo tic tac
magníficamente, pero con un resultado insospechado. El cocodrilo estaba entre los
que oyeron el sonido y se puso a seguirlo, aunque ya fuera con el propósito de
recuperar lo que había perdido, ya fuera simplemente como amigo creyendo que
había vuelto a hacer tic tac por su cuenta, es algo que jamás sabremos con certeza,
pues, como todos los que son esclavos de una idea fija, era un animal estúpido.
Peter llegó a la playa sin problemas y siguió adelante sin pararse, metiendo las
piernas en el agua como si no se diera cuenta de que había entrado en un elemento
nuevo. De esta forma pasan muchos animales de la tierra al agua, pero ningún otro
humano que yo conozca. Mientras nadaba sólo pensaba en una cosa: «Esta vez o
Garfio o yo». Llevaba tanto tiempo haciendo tic tac que seguía haciéndolo sin
percatarse de ello. Si lo hubiera sabido se habría parado, ya que subir al bergantín con
ayuda del tic tac, aunque era una idea ingeniosa, no se le había ocurrido.
Por el contrario, creía que había trepado por su costado silencioso como un ratón
y se sorprendió al ver a los piratas apartándose de él, con Garfio en medio de ellos tan

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abatido como si hubiera oído al cocodrilo.
¡El cocodrilo! Tan pronto como Peter lo recordó oyó el tic tac. Al principio creyó
que el ruido sí que procedía del cocodrilo y miró hacia atrás rápidamente. Luego cayó
en la cuenta de que lo estaba haciendo él mismo y al instante se hizo cargo de la
situación. «Qué listo soy», pensó de inmediato y les hizo señas a los chicos de que no
prorrumpieran en aplausos.
En ese momento Ed Teynte, el furriel, salió del castillo de proa y avanzó por la
cubierta. Ahora, lector, cronometra con tu reloj lo que pasó. Peter le clavó el puñal
bien hondo. John tapó la boca al malhadado pirata para ahogar el gemido de agonía.
Cayó hacia adelante. Cuatro chicos lo cogieron para evitar el golpe. Peter dio la señal
y la carroña fue lanzada por la borda. Se oyó un chapuzón y luego silencio. ¿Cuánto
ha durado?
—¡Uno!
(Presuntuoso había empezado a llevar la cuenta.)
Menos mal que Peter, todo él de puntillas, desapareció dentro del camarote, ya
que más de un pirata estaba armándose de valor para mirar atrás. Ya podían oír la
respiración entrecortada de los demás, lo cual les demostraba que el ruido más
terrible había pasado.
—Se ha ido, capitán —dijo Smee, limpiándose las gafas—. Ya está todo en calma
otra vez.
Poco a poco Garfio fue sacando la cabeza de la gorguera y escuchó tan
atentamente que podría haber captado el eco del tic tac. No se oía ni un ruido y se
irguió completamente con firmeza.
—Pues a la salud de Johnny Plancha —exclamó con descaro, odiando a los
chicos más que nunca porque lo habían visto achantarse. Se puso a cantar esta vil
cancioncilla:

¡Jo, jo, jo, viva la plancha:


por ella te pasearás
hasta que baje y tú también
a reunirte con Satanás!

Para aterrorizar aún más a los prisioneros, aunque con cierta pérdida de dignidad,
se puso a bailar por una plancha imaginaria, haciéndoles muecas mientras cantaba y
cuando terminó gritó:
—¿Queréis probar el gato de nueve colas antes de caminar por la plancha?
Ante esto cayeron de rodillas.
—No, no —exclamaron tan lastimeramente que todos los piratas sonrieron.
—Trae el gato, Jukes —dijo Garfio—, está en el camarote.
¡El camarote! ¡Peter estaba en el camarote! Los niños intercambiaron miradas.
—Sí, señor —dijo Jukes alegremente y entró en el camarote.

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Lo siguieron con la mirada; apenas se dieron cuenta de que Garfio había
reanudado su canción y que sus perros se le habían unido:

Jo, jo, jo, viva el gato que araña,


tiene nueve colas, ya veis
y al marcarte la espalda…

Nunca sabremos cómo era el último verso, pues de pronto la canción se


interrumpió por un horrendo chillido procedente del camarote. Resonó por todo el
barco y se apagó. Luego se oyeron unos graznidos que los chicos entendieron muy
bien, pero que para los piratas resultaban casi más espeluznantes que el chillido.
—¿Qué ha sido eso? —gritó Garfio.
—Dos —dijo Presuntuoso con solemnidad.
El italiano Cecco vaciló un momento y luego se lanzó hacia el camarote. Salió
tambaleándose, blanco como una sábana.
—¿Qué le pasa a Bill Jukes, perro? —siseó Garfio, irguiéndose ante él.
—Lo que le pasa es que está muerto, apuñalado —replicó Cecco con voz
sepulcral.
—¡Bill Jukes muerto! —exclamaron los atónitos piratas.
—El camarote está oscuro como la pez —dijo Cecco, casi farfullando—, pero hay
algo horrible ahí dentro: lo que oímos graznar.
El júbilo de los chicos, las miradas furtivas de los piratas, todo esto notó Garfio.
—Cecco —dijo con voz más acerada—, vuelve y tráeme a ese pajarraco.
Cecco, valiente entre los valientes, se encogió ante su capitán, exclamando:
—No, no.
Pero Garfio le estaba haciendo carantoñas a su garra.
—¿Has dicho que irías, Cecco? —dijo con aire distraído.
Cecco fue, después de levantar los brazos en un gesto de desesperación. Ya no
había más cánticos, todos escuchaban y de nuevo se oyó un chillido agónico y de
nuevo un graznido. Nadie habló excepto Presuntuoso.
—Tres —dijo.
Garfio llamó a sus perros con un gesto.
—Por las barbas de Satanás —bramó—, ¿quién me va a traer a ese pajarraco?
—Espere a que salga Cecco —gruñó Starkey y los demás se unieron a él.
—Me ha parecido oír que te ofrecías, Starkey —dijo Garfio, ronroneando de
nuevo.
—¡No, por todos los demonios! —gritó Starkey.
—Mi garfio cree que sí —dijo Garfio acercándose a él—. ¿No crees que sería
conveniente darle gusto al garfio, Starkey?
—Que me cuelguen si entro ahí —replicó Starkey empecinado, y la tripulación lo
volvió a apoyar.

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—¿Así que un motín? —preguntó Garfio en un tono más agradable que nunca—.
Y Starkey es el cabecilla.
—Piedad, capitán —gimoteó Starkey, ahora todo tembloroso.
—Choca esos cinco, Starkey —dijo Garfio, alargando la garra.
Starkey miró a su alrededor en busca de ayuda, pero todos lo abandonaron.
Mientras retrocedía, Garfio avanzaba con la chispa roja en los ojos. Con un grito de
desesperación el pirata saltó por encima de Tom el Largo y se precipitó en el mar.
—Cuatro —dijo Presuntuoso.
—Y ahora —preguntó Garfio cortésmente—, ¿hay algún otro caballero que
quiera amotinarse?
Cogiendo un farol y alzando el garfio con gesto amenazador, dijo:
—Yo mismo sacaré a ese pajarraco —y entró corriendo en el camarote.
«Cinco». Cómo deseaba Presuntuoso decirlo. Se humedeció los labios para estar
listo, pero Garfio salió tambaleándose, sin el farol.
—Algo ha apagado la luz —dijo un poco tembloroso.
—¡Algo! —repitió Mullins.
—¿Qué ha sido de Cecco? —preguntó Noodler.
—Está tan muerto como Jukes —dijo Garfio sucintamente.
Su poca gana de regresar al camarote produjo una mala impresión en todos ellos y
los gritos rebeldes se dejaron oír de nuevo. Todos los piratas son supersticiosos y
Cookson exclamó:
—Dicen que la mejor forma de saber si un barco está maldito es cuando hay una
persona más a bordo de las que debería haber.
—Yo he oído decir —murmuró Mullins— que siempre acaba por subir a bordo de
los barcos piratas. ¿Tenía cola, capitán?
—Dicen —dijo otro, mirando a Garfio con rencor—, que cuando llega lo hace
con el aspecto del hombre más malvado de a bordo.
—¿Tenía garfio, capitán? —preguntó Cookson con insolencia y uno tras otro
fueron repitiendo:
—El barco está maldito.
Ante esto los niños no pudieron evitar soltar una ovación. Garfio había poco
menos que olvidado a sus prisioneros, pero al volverse ahora hacia ellos se le volvió a
iluminar la cara.
—Muchachos —gritó a su tripulación—, tengo una idea. Abrid la puerta del
camarote y metedlos dentro. Que luchen contra ese pajarraco para salvar su vida. Si
lo matan, tanto mejor para nosotros; si él los mata a ellos tampoco hemos perdido
nada.
Por última vez sus perros admiraron a Garfio y cumplieron fielmente sus órdenes.
Metieron a empujones en el camarote a los chicos, que fingían resistirse, y les
cerraron la puerta.

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—Y ahora, a escuchar —gritó Garfio y todos escucharon. Pero ninguno se atrevía
a mirar hacia la puerta. Sí, uno, Wendy, que durante todo este tiempo había estado
atada al mástil. No estaba esperando ni un grito ni un graznido: esperaba la
reaparición de Peter.
No tuvo que esperar mucho. En el camarote había encontrado lo que había ido a
buscar: la llave que liberaría a los niños de sus grilletes y entonces todos avanzaron
en silencio, con las armas que pudieron encontrar. Después de indicarles que se
escondieran, Peter cortó las ataduras de Wendy y entonces nada les habría sido más
fácil que salir volando todos juntos, pero había una cosa que impedía la marcha, un
juramento: «Esta vez o Garfio o yo». De modo que cuando hubo liberado a Wendy, le
susurró que se ocultara con los demás y él mismo ocupó su lugar en el mástil,
envuelto en su capa para poder pasar por ella. Entonces tomó aliento con fuerza y
soltó un graznido.
Para los piratas era una voz que proclamaba que todos los chicos yacían muertos
en el camarote y se quedaron aterrorizados. Garfio intentó animarlos, pero como los
perros en que los había convertido le enseñaron los dientes, supo que si ahora
apartaba la vista de ellos se le echarían encima.
—Muchachos —dijo, dispuesto a engatusar o a golpear según hiciera falta, pero
sin acobardarse ni por un instante—, lo he estado pensando. Hay un gafe a bordo.
—Sí —gruñeron ellos—, un tipo con un garfio.
—No, muchachos, no, es la niña. Jamás tuvo suerte un barco pirata con una mujer
a bordo. Todo irá bien cuando ella se haya ido.
Algunos recordaron que eso había sido un dicho de Flint.
—Se puede intentar —dijeron no muy convencidos.
—Tirad a la niña por la borda —gritó Garfio y se abalanzaron sobre la figura
envuelta en la capa.
—Ya nadie te puede salvar, mocita —siseó Mullins burlonamente.
—Sí que hay alguien —replicó la figura.
—¿Y quién es?
—¡Peter Pan el vengador! —fue la terrible respuesta y al hablar Peter se quitó la
capa. Entonces todos supieron quién era el que los había estado aniquilando en el
camarote y Garfio trató de hablar dos veces, y dos veces fracasó. Creo que en aquel
espantoso momento le falló el valor.
—Abridlo en canal —gritó por fin, pero sin convicción.
—Vamos, chicos, a ellos —resonó la voz de Peter y en un momento el choque de
las armas retumbaba por todo el barco. Si los piratas se hubieran mantenido
agrupados es seguro que habrían ganado, pero el ataque se produjo cuando estaban
todos dispersos y se pusieron a correr de un lado a otro, dando golpes a tontas y a
locas, cada uno de ellos creyendo que era el último superviviente de la tripulación.
Hombre a hombre eran los más fuertes, pero ahora sólo luchaban a la defensiva, lo
cual permitía a los chicos cazar por parejas o elegir su presa. Algunos de los villanos

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saltaban al mar, otros se ocultaban en rincones oscuros, donde los descubría
Presuntuoso, que no luchaba, sino que corría por todas partes con un farol con el que
les iluminaba la cara, de forma que quedaban deslumbrados y se convertían en presa
fácil para las espadas ensangrentadas de los otros chicos. Apenas se oía nada más que
el choque de las armas, algún chillido o chapuzón que otro y la voz de Presuntuoso
que contaba monótonamente cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once.
Creo que no quedaba ni uno cuando un grupo de chicos enardecidos rodeó a
Garfio, que parecía tener más vidas que un gato, mientras los mantenía a raya en
aquel círculo de fuego. Habían acabado con sus perros, pero parecía que ni todos
juntos podían con aquel hombre solo. Una y otra vez se echaban contra él y una y
otra vez limpiaba él un espacio a zarpazos. Había levantado a un chico con el garfio y
lo estaba empleando como escudo cuando otro, que acababa de atravesar a Mullins
con su espada, saltó en medio de la refriega.
—Envainad las espadas, chicos —gritó el recién llegado—, este hombre es mío.
De esta forma tan repentina se encontró Garfio cara a cara con Peter. Los demás
retrocedieron y formaron un círculo a su alrededor.
Durante largo rato los dos enemigos se estuvieron mirando, Garfio
estremeciéndose ligeramente y Peter con una sonrisa extraña en la cara.
—Bueno, Pan —dijo Garfio por fin—, así que todo esto es obra tuya.
—Sí, James Garfio —fue la severa respuesta—, todo esto es obra mía.
—Jovenzuelo vanidoso e insolente —dijo Garfio—, disponte a morir.
—Hombre oscuro y siniestro —contestó Peter—, defiéndete.
Sin mediar más palabras entraron en combate y durante un tiempo ninguna de las
dos espadas llevó ventaja. Peter era un soberbio espadachín y paraba a una velocidad
vertiginosa; de cuando en cuando combinaba una finta con una estocada que
atravesaba la defensa de su enemigo, pero su menor envergadura no le hacía buen
servicio y no conseguía hundir el acero. Garfio, apenas menos hábil que él, pero no
tan diestro en el juego de la muñeca, lo obligaba a retroceder gracias al peso de sus
embestidas, con la esperanza de terminar de golpe con todo mediante una de sus
estocadas preferidas, que Barbacoa le había enseñado tiempo atrás en Río, pero ante
su asombro descubría que esta estocada era desviada una y otra vez. Entonces trató de
acercarse y dar el golpe de gracia con su garfio de hierro, que durante todo este
tiempo había estado dando zarpazos al aire, pero Peter lo esquivó agachándose y,
embistiendo con fuerza, lo hirió en las costillas. Al ver su propia sangre, cuyo
peculiar color, como recordaréis, le resultaba repugnante, la espada cayó de la mano
de Garfio y éste quedó a merced de Peter.
—¡Ahora! —gritaron todos los chicos, pero con un gesto magnífico Peter invitó a
su adversario a recoger su espada. Garfio lo hizo al instante, pero con la trágica
sensación de que Peter se estaba comportando con buena educación.
Hasta entonces había pensado que quien luchaba contra él era una especie de
demonio, pero ahora lo asaltaron sospechas más siniestras.

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—Pan, ¿quién y qué eres? —exclamó roncamente.
—Soy la juventud, soy la alegría —respondió Peter por decir algo—, soy un
pajarillo recién salido del huevo.
Esto, claro está, no eran más que tonterías, pero le demostró al desdichado Garfio
que Peter no tenía ni la más mínima idea sobre quién o qué era, lo cual es el colmo de
la buena educación.
—En guardia —gritó desesperado.
Luchaba ahora como un látigo humano y cada golpe de aquella terrible espada
habría partido en dos a cualquier hombre o muchacho que se hubiera puesto por
delante, pero Peter revoloteaba a su alrededor como si el mismo viento que levantaba
lo apartara de la zona de peligro. Y una y otra vez embestía y hería.
Garfio luchaba ya sin esperanza. Aquel pecho apasionado ya no pedía vivir, pero
sí que anhelaba un solo favor: antes de enfriarse para siempre, ver a Peter haciendo
gala de mala educación.
Abandonando la lucha corrió hasta la santabárbara y le prendió fuego.
—Dentro de dos minutos —gritó— el barco saltará en mil pedazos.
Ahora, pensó, ahora se verán los auténticos modales. Pero Peter salió de la
santabárbara con la bomba en las manos y la tiró por la borda tranquilamente.
¿Qué clase de modales estaba mostrando el propio Garfio? Aunque era un
hombre equivocado, podemos alegrarnos, sin simpatizar con él, de que al final fuera
fiel a las tradiciones de su estirpe. Los demás chicos estaban volando ahora a su
alrededor, burlándose con desprecio y mientras tropezaba por la cubierta lanzándoles
estocadas impotentes, su mente ya no estaba con ellos: estaba ganduleando por los
campos de juego de antaño, o recibiendo los elogios del director, o contemplando el
partido desde una famosa pared.[13] Y los zapatos eran correctos, el chaleco era
correcto, la corbata era correcta y los calcetines eran correctos.
Adiós, James Garfio, personaje no sin heroísmo. Pues hemos llegado a sus
últimos momentos.
Al ver a Peter que avanzaba despacio sobre él por el aire con el puñal dispuesto,
saltó a la borda para tirarse al mar. No sabía que el cocodrilo lo estaba esperando, ya
que paramos el reloj a propósito para evitarle este conocimiento: una pequeña
muestra de respeto por nuestra parte al final.
Tuvo un triunfo final, que no creo que debamos quitarle. Mientras estaba de pie
sobre la borda volviendo la vista hacia Peter, que flotaba por el aire, lo invitó con un
gesto a que empleara el pie. Esto hizo que Peter le diera una patada en lugar de
apuñalarlo.
Por fin Garfio había conseguido el favor que anhelaba.
—Eso es mala educación —gritó burlándose y cayó satisfecho hacia el cocodrilo.
Así pereció James Garfio.
—Diecisiete —proclamó Presuntuoso, pero no había llevado bien la cuenta.
Quince pagaron el precio de sus crímenes aquella noche, pero dos alcanzaron la

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orilla: Starkey, que fue capturado por los pieles rojas, quienes lo convirtieron en
niñera de todos sus niños, una triste humillación para un pirata, y Smee, quien en
adelante se dedicó a vagabundear por el mundo con sus gafas, ganándose la vida
precariamente contando que él era el único hombre a quien James Garfio había
temido.
Wendy, lógicamente, había estado a un lado sin participar en la lucha, aunque
contemplaba a Peter con ojos brillantes, pero ahora que todo había acabado volvió a
cobrar importancia. Los alabó a todos por igual y se estremeció encantada cuando
Michael le mostró el lugar donde había matado a uno y luego los llevó al camarote de
Garfio y señaló su reloj, que estaba colgado de un clavo. ¡Marcaba «la una y media»!
Lo tarde que era resultaba casi lo mejor de todo. Os aseguro que los acostó en los
camastros de los piratas bien deprisa; a todos menos a Peter, que estuvo paseando
pavoneándose por la cubierta, hasta que por fin se quedó dormido junto a Tom el
Largo. Esa noche tuvo una de sus pesadillas y lloró en sueños largo rato y Wendy lo
abrazó muy fuerte.

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El regreso a casa

Por la mañana, al dar las dos campanadas[14] ya estaban todos en marcha, pues había
mar gruesa y Lelo, el contramaestre, estaba entre ellos, con un cabo en la mano y
mascando tabaco. Todos se pusieron ropas piratas cortadas por la rodilla, se afeitaron
muy bien y subieron a cubierta, caminando con el auténtico vaivén de los marineros y
sujetándose los pantalones.
No hace falta decir quién era el capitán. Avispado y John eran el primer y
segundo oficiales. Había una mujer a bordo. Los demás servían como marineros y
vivían en el castillo de proa. Peter ya se había atado al timón, pero llamó a todos a
cubierta y les dirigió un breve discurso, en el que dijo que esperaba que todos
cumplieran con sus obligaciones como unos valientes, pero que sabía que eran la
escoria de Río y de la Costa de Oro y que si se insubordinaban los haría trizas. Sus
bravuconas palabras eran el lenguaje que mejor entienden los marineros y lo
aclamaron con entusiasmo. Luego se despacharon unas cuantas órdenes e hicieron
virar el barco, poniendo rumbo al mundo real.
El capitán Pan calculó, después de consultar la carta de navegación, que si el
tiempo continuaba así deberían arribar a las Azores hacia el 21 de junio, tras lo cual
ganarían tiempo volando.
Algunos querían que fuera un barco honrado y otros estaban a favor de que
siguiera siendo pirata, pero el capitán los trataba como a perros y no se atrevían a
exponerle sus deseos ni siquiera con una propuesta colectiva. La obediencia
instantánea era lo único sensato. Presuntuoso se llevó una docena de latigazos por
parecer desconcertado cuando se le dijo que echara la sonda. La impresión general
era que Peter era honrado sólo por el momento para acallar las sospechas de Wendy,
pero que podría producirse un cambio cuando estuviera listo el traje nuevo, que, en
contra de su voluntad, le estaba haciendo con algunas de las ropas más canallescas de
Garfio. Se susurraba después entre ellos que la primera noche que se puso este traje
estuvo largo tiempo sentado en el camarote con la boquilla de Garfio en la boca y

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todos los dedos apretados en un puño, menos el índice, que tenía curvado y levantado
amenazadoramente como un garfio.
Sin embargo, en lugar de observar lo que pasa en el barco, ahora debemos
regresar a aquella casa desolada de donde tres de nuestros personajes habían huido
sin el menor miramiento hace ya tanto. Nos da pena no haber hecho caso al número
14 durante todo este tiempo y sin embargo podemos estar seguros de que la señora
Darling no nos lo echa en cara. Si hubiéramos regresado antes para mirarla con
apenada compasión, probablemente habría exclamado:
—No seáis tontos, ¿qué importancia tengo yo? Volved a cuidar de los niños.
Mientras las madres sigan siendo así, sus hijos se aprovecharán de ellas; pueden
contar con eso.
Aun ahora nos aventuramos a entrar en ese conocido cuarto de los niños sólo
porque sus legítimos inquilinos vienen de camino a casa; simplemente los
adelantamos para ver si sus camas están debidamente aireadas y si el señor y la
señora Darling no salen por las noches. No somos más que criados. ¿Por qué
demonios deberían estar debidamente aireadas sus camas, después de que los muy
desagradecidos se fueran con tantas prisas? ¿No se lo tendrían muy bien merecido si
regresaran y se encontraran con que sus padres están pasando el fin de semana en el
campo? Sería la lección moral que les ha estado haciendo falta desde que los
conocimos, pero si tramáramos las cosas así la señora Darling no nos lo perdonaría
jamás.
Hay una cosa que me gustaría muchísimo hacer y que es decirle, como hacen los
escritores, que los niños están regresando, que de verdad que estarán de vuelta del
jueves en una semana. Esto echaría a perder completamente la sorpresa que están
esperando Wendy, John y Michael. Lo han estado imaginando en el barco: el éxtasis
de mamá, el grito de alegría de papá, el salto por los aires de Nana para ser la primera
en abrazarlos, cuando para lo que tendrían que estar preparándose es para una buena
paliza. Qué delicioso sería estropearlo todo adelantando la noticia, de modo que
cuando entren con aire imponente la señora Darling pueda no darle ni siquiera un
beso a Wendy y el señor Darling pueda exclamar malhumorado:
—Vaya por Dios, ya están aquí estos chicos otra vez.
Sin embargo, no nos darían las gracias ni siquiera por esto. A estas alturas ya
estamos empezando a conocer a la señora Darling y podemos estar seguros de que
nos censuraría por quitarles a los niños ese placer.
—Pero, mi querida señora, faltan diez días para el jueves y explicándole cómo
están las cosas, podemos ahorrarle diez días de infelicidad.
—Sí, ¡pero a qué precio! Quitándoles a los niños diez minutos de placer.
—Bueno, si es así como lo ve usted.
—¿Y de qué forma se puede ver?
¿Veis? Esa mujer no tenía el genio debido. Tenía intención de decir cosas
agradabilísimas sobre ella, pero la desprecio y ya no diré nada. Además realmente no

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hace falta decirle que prepare las cosas, porque ya están preparadas. Todas las camas
están aireadas y ella nunca se va de la casa y, mirad, la ventana está abierta. Para lo
que le servimos, podríamos volver al barco. Sin embargo, ya que estamos aquí
también podemos quedarnos y seguir mirando. Eso es lo único que somos, mirones.
Nadie nos quiere. Así que vamos a mirar y a soltar mordacidades, con la esperanza de
que alguna haga mella.
El único cambio que se observa en el cuarto de los niños es que entre las nueve y
las seis la perrera ya no está allí. Cuando los niños se fueron volando, el señor
Darling sintió en lo más profundo de su alma que toda la culpa era suya por haber
atado a Nana y que desde el principio ella había sido más inteligente que él.
Naturalmente, como hemos visto, era un hombre muy simple; en realidad habría
podido volver a pasar por un chiquillo si hubiera podido quitarse la calvicie, pero
también tenía un noble sentido de la justicia y un valor indomable a la hora de hacer
lo que le parecía correcto y, después de haber pensado sobre el asunto con enorme
cuidado tras la huida de los niños, se puso a cuatro patas y se metió en la perrera. A
todas las cariñosas instancias de la señora Darling para que saliera replicaba él triste
pero firmemente:
—No, mi bien, éste es el lugar que me corresponde.
Amargado por los remordimientos juró que jamás saldría de la perrera mientras
sus hijos no volvieran. Lógicamente, era una pena, pero hiciera lo que hiciera el señor
Darling siempre lo tenía que hacer en exceso, si no, no tardaba en dejar de hacerlo. Y
nunca hubo un hombre más humilde que el en tiempos orgulloso George Darling,
mientras se pasaba la tarde sentado en la perrera hablando con su mujer de sus hijos y
de todos sus detalles encantadores.
Era muy conmovedora su deferencia hacia Nana. No la dejaba entrar en la
perrera, pero en todas las demás cuestiones cumplía sus deseos sin rechistar.
Todas la mañanas la perrera, con el señor Darling dentro, era transportada hasta
un coche, que lo llevaba a la oficina y regresaba a casa de la misma forma a las seis.
Notaremos parte de la fuerza de carácter de este hombre si recordamos lo sensible
que era a la opinión de los vecinos, este hombre cuyo más mínimo movimiento
llamaba ahora la atención por lo sorprendente. Por dentro debía de estar sufriendo un
tormento, pero mantenía una fachada de calma incluso cuando los jóvenes se
burlaban de su casita y siempre se descubría cortésmente ante cualquier señora que
mirara dentro.
Puede que fuera una quijotada, pero era magnífico. No tardó en conocerse el
significado que aquello encerraba y el gran corazón del público se sintió conmovido.
Las multitudes seguían al coche, aclamando con fervor; chicas bonitas trepaban a él
para conseguir su autógrafo, se publicaban entrevistas en los mejores periódicos y la
alta sociedad lo invitaba a cenar, añadiendo: «No deje de venir en la perrera».
En aquel jueves lleno de emoción la señora Darling esperaba en el cuarto de los
niños a que George volviera a casa: era una mujer de expresión muy triste. Ahora que

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la miramos de cerca y recordamos su animación de días pasados, desaparecida ahora
porque ha perdido a sus niños, me parece que después de todo no voy a ser capaz de
decir cosas desagradables de ella. La pobre no podía evitar sentir demasiado cariño
por esos monstruitos. Miradla ahí en su butaca, donde se ha quedado dormida. La
comisura de su boca, que es lo primero que uno mira, está casi marchita. Su mano se
mueve inquieta sobre el pecho como si le doliera. A algunos les gusta más Peter y a
otros les gusta más Wendy, pero yo la prefiero a ella. Supongamos que, para hacerla
feliz, le susurramos en sueños que los mocosos están en camino.
En realidad están ya a dos millas de la ventana y vienen volando fuerte, pero lo
único que hace falta que susurremos es que vienen de camino. Vamos.
Es una lástima que lo hayamos hecho, ya que se ha despertado sobresaltada
gritando sus nombres y no hay nadie en la habitación más que Nana.
—Oh, Nana, he soñado que mis pequeños habían vuelto.
Nana tenía los ojos húmedos, pero lo único que pudo hacer fue poner suavemente
la pata en el regazo de su ama y así estaban sentadas las dos cuando trajeron la
perrera de vuelta. Cuando el señor Darling saca la cabeza para besar a su esposa,
vemos que tiene la cara más avejentada que antes, pero con una expresión más dulce.
Le dio el sombrero a Liza, que lo cogió con desprecio, ya que no tenía la más
mínima imaginación y era totalmente incapaz de comprender los motivos de este
hombre. Fuera, la multitud que había acompañado al coche hasta casa todavía seguía
aclamando y, naturalmente, esto no dejaba de conmoverlo.
—Escúchalos —dijo—, es muy gratificante.
—Son una panda de críos —se mofó Liza.
—Hoy había varios adultos —le aseguró él ruborizado, pero cuando ella sacudió
la cabeza con sorna él no le dijo ni una palabra de reproche. El éxito social no lo
había echado a perder, lo había dulcificado. Estuvo un rato sentado con medio cuerpo
fuera de la perrera, hablando con la señora Darling sobre su éxito y estrechándole la
mano para tranquilizarla cuando ella le dijo que esperaba que no se le fuera a subir a
la cabeza.
—Pero si llego a ser un hombre débil —dijo—. ¡Dios santo, si llego a ser un
hombre débil!
—Y, George —dijo ella con timidez—, sigues tan lleno de remordimientos como
siempre, ¿verdad?
—¡Tan lleno de remordimientos como siempre, mi amor! Mira mi castigo: vivir
en una perrera.
—Pero es un castigo, ¿no es así, George? ¿Estás seguro de que no estás
disfrutando con ello?
—¡Pero mi amor!
Os aseguro que ella le pidió perdón y, luego, soñoliento, él se acurrucó en la
perrera.
—¿Me tocas algo en el piano de los niños para que me duerma? —le pidió.

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Y cuando ella se dirigía al cuarto de jugar añadió sin pensar:
—Y cierra esa ventana. Hay corriente.
—Oh, George, no me pidas nunca que haga eso. La ventana debe estar siempre
abierta para ellos, siempre, siempre.
Entonces le tocó a él pedirle perdón y ella fue al cuarto de jugar y tocó el piano y
pronto se quedó dormido y, mientras dormía, Wendy, John y Michael entraron
volando en la habitación.
Oh, no. Lo hemos escrito así porque ése era el bonito plan que tenían ellos antes
de que nos fuéramos del barco, pero debe de haber pasado algo desde entonces,
porque no son ellos los que han entrado volando, son Peter y Campanilla. Las
primeras palabras de Peter lo revelan todo.
—Deprisa, Campanilla —susurró—, cierra la ventana, échale el pestillo. Así,
bien. Ahora tú y yo tenemos que huir por la puerta y cuando Wendy llegue creerá que
su madre la ha dejado fuera y tendrá que volver conmigo.
Ya comprendo lo que hasta ahora me venía escamando: por qué cuando Peter
hubo exterminado a los piratas no regresó a la isla y dejó que Campanilla guiara a los
niños hasta el mundo real. Había tenido planeada esta trampa desde el principio.
En lugar de pensar que se estaba portando mal se puso a bailar de alegría; luego
atisbó en el cuarto de jugar para ver quién estaba tocando. Le susurró a Campanilla:
—Ésa es la madre de Wendy. Es una señora muy guapa, pero no tan guapa como
mi madre. Tiene la boca llena de dedales, pero no tanto como la tenía mi madre.
Por supuesto, él no sabía nada de nada sobre su madre, pero a veces se jactaba de
ella.
No conocía la melodía, que era «hogar, dulce hogar», pero sabía que estaba
diciendo: «Vuelve, Wendy, Wendy, Wendy» y exclamó entusiasmado:
—Señora, jamás volverá a ver a Wendy, porque la ventana está cerrada.
Volvió a atisbar para ver por qué se había interrumpido la música y entonces vio
que la señora Darling había apoyado la cabeza en la caja del piano y que tenía dos
lágrimas en los ojos.
«Quiere que abra la ventana», pensó Peter, «pero no lo haré, no señor».
Volvió a asomarse y las lágrimas seguían allí, u otras dos que habían ocupado su
lugar.
—Quiere muchísimo a Wendy —se dijo. Entonces se enfadó con ella por no darse
cuenta de por qué no podía tener a Wendy.
La razón era tan sencilla:
—Yo también la quiero. No podemos tenerla los dos, señora.
Pero la señora no se conformaba y era muy desgraciada. Dejó de mirarla, pero ni
siquiera así lo dejaba ella en paz. Se puso a dar brincos y a hacer muecas, pero
cuando se detuvo era como si ella estuviera dentro de él, llamando.
—Bueno, está bien —dijo por fin y tragó con dificultad. Luego abrió la ventana.

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—Vamos, Campanilla —exclamó, burlándose cruelmente de las leyes de la
naturaleza—, a nosotros no nos hace falta ninguna madre tonta.
Y se fueron volando.
Por eso Wendy, John y Michael encontraron la ventana abierta para ellos después
de todo, lo cual, por supuesto, era más de lo que merecían. Se posaron en el suelo, sin
sentirse avergonzados en absoluto y eso que el más pequeño ya se había olvidado de
su hogar.
—John —dijo, mirando a su alrededor con incertidumbre—, creo que he estado
aquí antes.
—Claro que sí, tonto. Esta es tu antigua cama.
—Ah, sí —dijo Michael, sin demasiada convicción.
—¡Oye! —exclamó John—. ¡La perrera!
Y corrió hasta ella para mirarla.
—A lo mejor está Nana dentro —dijo Wendy. Pero John soltó un silbido.
—Caramba —dijo—, si hay un hombre metido ahí.
—¡Es papá! —exclamó Wendy.
—Dejadme ver a papá —rogó Michael con ansia y lo examinó atentamente.
—No es tan grande como el pirata que maté —dijo con una desilusión tan patente
que me alegro de que el señor Darling estuviera dormido: habría sido muy triste si
ésas hubieran sido las primeras palabras que le oyera decir a su pequeño Michael.
Wendy y John se habían quedado algo pasmados al encontrar a su padre en la
perrera.
—Pero —dijo John, como quien ha perdido fe en su memoria—, él no dormía en
la perrera, ¿verdad?
—John —dijo Wendy con voz entrecortada—, quizás no recordamos nuestra
antigua vida tan bien como creíamos.
Se quedaron helados y bien merecido que se lo tenían.
—Qué poco delicado por parte de mamá —dijo el bribonzuelo de John— no estar
aquí cuando regresamos.
Entonces la señora Darling se puso a tocar de nuevo.
—¡Es mamá! —exclamó Wendy, asomándose.
—¡Pues sí! —dijo John.
—¿Entonces tú no eres nuestra madre de verdad, Wendy? —preguntó Michael,
que estaba muy soñoliento.
—¡Dios mío! —exclamó Wendy, con sus primeros remordimientos auténticos—.
Desde luego, ya iba siendo hora de que volviéramos.
—Vamos a entrar sin hacer ruido —propuso John—, y a taparle los ojos con las
manos.
Pero a Wendy, que se dio cuenta de que debían dar la grata noticia con algo más
de suavidad, se le ocurrió un plan mejor.

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—Vamos a meternos todos en la cama y a quedarnos ahí cuando entre, como si
nunca nos hubiéramos ido.
Y por eso cuando la señora Darling volvió al cuarto de los niños para ver si su
esposo estaba dormido, todas las camas estaban ocupadas. Los niños aguardaban su
grito de alegría, pero éste no se produjo. Los vio, pero no se creyó que estuvieran allí.
Es que los veía en sus camas tan a menudo al soñar que se pensó que aquello no era
más que el sueño que seguía rondándole por la cabeza.
Se sentó en la butaca junto al fuego, donde en otros tiempos los había
amamantado.
Ellos no lo entendían y un miedo helado se apoderó de los tres.
—¡Mamá! —gritó Wendy.
—Ésa es Wendy —dijo ella, pero seguía convencida de que era el sueño.
—¡Mamá!
—Ése es John —dijo.
—¡Mamá! —gritó Michael. Ya la había reconocido.
—Ése es Michael —dijo ella y alargó los brazos hacia los tres niños egoístas a
quienes jamás volverían a estrechar. Pero sí que lo hicieron, rodearon a Wendy, a
John y a Michael, que se habían deslizado fuera de la cama y habían corrido hasta
ella.
—George, George —exclamó cuando pudo hablar y el señor Darling se despertó
para compartir su dicha y Nana entró corriendo. La escena no podría haber sido más
encantadora, pero no había nadie para contemplarla, excepto un extraño chiquillo que
miraba por la ventana. Tenía alegrías innumerables que otros niños jamás llegan a
conocer, pero estaba contemplando por la ventana la única felicidad a la que jamás
podría aspirar.

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Cuando Wendy creció

Espero que queráis saber qué había sido de los demás chicos. Estaban esperando
abajo para que Wendy tuviera tiempo de explicar lo que ocurría con ellos, y después
de contar hasta quinientos subieron. Subieron por la escalera, porque pensaron que
causaría mejor impresión. Se pusieron en fila ante la señora Darling, con los gorros
en la mano y deseando no estar vestidos de piratas. No dijeron nada, pero sus ojos le
suplicaban que se los quedase. Deberían haber mirado también al señor Darling, pero
se olvidaron de él.
Por supuesto, la señora Darling dijo inmediatamente que se los quería quedar,
pero el señor Darling estaba extrañamente deprimido y se dieron cuenta de que seis le
parecía una cantidad bastante grande.
Le dijo a Wendy:
—Debo decir que las cosas no se hacen a medias —un comentario poco generoso
que a los gemelos les pareció que iba por ellos.
El primer gemelo era el atrevido y preguntó, ruborizándose:
—¿Cree que seríamos demasiados, señor? Porque si es así nos podemos ir.
—¡Papá! —gritó Wendy, horrorizada, pero él seguía malhumorado. Sabía que se
estaba comportando de manera indigna, pero no lo podía evitar.
—Podríamos dormir de dos en dos —dijo Avispado.
—Yo misma les corto el pelo siempre —dijo Wendy.
—¡George! —exclamó la señora Darling, dolida por ver a su amor haciendo gala
de una conducta tan reprochable.
Entonces él se echó a llorar y salió a relucir la verdad. Estaba tan contento como
ella de tenerlos, dijo, pero creía que deberían haber pedido su consentimiento además
del de ella, en lugar de tratarlo como un cero a la izquierda en su propia casa.
—Yo no creo que sea un cero a la izquierda —exclamó Lelo al instante—. ¿Tú
crees que es un cero a la izquierda, Rizos?
—No, no me lo parece. ¿A ti te parece un cero a la izquierda, Presuntuoso?

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—Pues más bien no. Gemelo, ¿a ti qué te parece?
Resultó que a ninguno de ellos le parecía un cero a la izquierda y él se sintió
absurdamente gratificado y dijo que encontraría sitio para todos ellos en el salón si
cabían.
—Sí que cabremos, señor —le aseguraron.
—Pues entonces seguid al jefe —gritó alegremente—. Escuchad, no estoy seguro
de que tengamos un salón, pero haremos como si lo tuviéramos y será lo mismo.
¡Adelante!
Se fue bailando por la casa y ellos gritaron: «¡Adelante!» y lo siguieron bailando,
en busca del salón y no me acuerdo de si lo encontraron, pero en cualquier caso
encontraron rincones y todos cupieron.
En cuanto a Peter, vio a Wendy una vez más antes de marcharse volando. No es
que llegara a la ventana exactamente, pero la rozó al pasar, para que ella la abriera si
quería y lo llamara. Eso fue lo que ella hizo.
—Hola, Wendy y adiós —dijo él.
—Ay, ¿te vas?
—Sí.
—¿No crees, Peter —dijo ella vacilando—, que te gustaría decirles algo a mis
padres sobre una cuestión muy bonita?
—No.
—¿Sobre mí, Peter?
—No.
La señora Darling llegó a la ventana, pues por el momento estaba vigilando a
Wendy estrechamente. Le dijo a Peter que había adoptado a todos los demás chicos y
que le gustaría adoptarlo a él también.
—¿Me mandaría a la escuela? —preguntó él taimadamente.
—Sí.
—¿Y luego a una oficina?
—Supongo que sí.
—¿Y pronto sería mayor?
—Muy pronto.
—No quiero ir a la escuela a aprender cosas serias —le dijo con vehemencia—.
No quiero ser mayor. Ay, madre de Wendy, ¡qué horror si me despertara y notara que
tengo barba!
—¡Peter! —dijo Wendy, siempre consoladora—. Me encantaría verte con barba.
Y la señora Darling le tendió los brazos, pero él la rechazó.
—Atrás, señora, nadie me va a atrapar para convertirme en una persona mayor.
—¿Pero dónde vas a vivir?
—Con Campanilla en la casa que construimos para Wendy. Las hadas la pondrán
en lo alto de la copa de los árboles en los que duermen de noche.

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—Qué bonito —exclamó Wendy con tanto anhelo que la señora Darling la sujetó
firmemente.
—Yo creía que las hadas estaban todas muertas —dijo la señora Darling.
—Siempre hay muchas jóvenes —explicó Wendy, que era ahora toda una experta
—, porque, verás, cuando un bebé nuevo se ríe por primera vez nace una nueva hada
y como siempre hay bebés nuevos siempre hay hadas nuevas. Viven en nidos en las
copas de los árboles y las de color malva son chicos y las de color blanco, chicas, y
las de color azul, unas tontuelas que no saben muy bien lo que son.
—Lo voy a pasar estupendo —dijo Peter, observando a Wendy.
—Estarás bastante solo por la noche —dijo ella—, cuando te sientes junto al
fuego.
—Tendré a Campanilla.
—Pues Campanilla no es que sea mucha ayuda, que digamos —le recordó ella
con algo de aspereza.
—¡Chivata! —gritó Campanilla desde el otro lado de la esquina.
—Eso no importa —dijo Peter.
—Oh, Peter, tú sabes que sí importa.
—Pues entonces ven a la casita conmigo.
—¿Puedo, mamá?
—Por supuesto que no. Te tengo otra vez en casa y estoy decidida a conservarte.
—Pero es que le hace tanta falta una madre.
—A ti también, mi amor.
—Oh, está bien —dijo Peter, como si lo hubiera pedido sólo por cortesía, pero la
señora Darling vio cómo le temblaba la boca y le hizo esta bella oferta: que Wendy se
fuera con él durante una semana todos los años para hacer la limpieza de primavera.
Wendy habría preferido algo más permanente y le parecía que la primavera iba a
tardar mucho en llegar, pero esta promesa hizo que Peter se volviera a poner muy
contento. No tenía noción del tiempo y corría tantas aventuras que todo lo que os he
contado sobre él no es más que una mínima parte. Supongo que porque Wendy lo
sabía, las últimas palabras que le dirigió fueron en tono quejumbroso:
—Peter, ¿verdad que no te olvidarás de mí antes de que llegue la limpieza de
primavera?
Naturalmente, Peter se lo prometió y luego se alejó volando. Se llevó consigo el
beso de la señora Darling. El beso que no había sido para nadie más Peter lo
consiguió con gran facilidad. Curioso. Pero ella parecía satisfecha.
Por supuesto, todos los chicos fueron enviados a la escuela y casi todos entraron
en la clase III, pero Presuntuoso fue colocado primero en la clase IV y luego en la
clase V. La clase I es la más alta. Después de asistir a la escuela durante una semana
se dieron cuenta de lo tontos que habían sido por no quedarse en la isla, pero ya era
demasiado tarde y no tardaron en acostumbrarse a ser tan normales como vosotros,
yo o cualquier hijo de vecino. Es triste tener que decir que poco a poco fueron

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perdiendo la capacidad de volar. Al principio Nana les ataba los pies a los barrotes de
la cama para que no salieran volando por la noche y una de sus diversiones durante el
día era fingir que se caían de los autobuses, pero poco a poco dejaron de tirar de sus
ataduras en la cama y descubrieron que se hacían daño cuando se soltaban del
autobús. Al cabo de un tiempo ni siquiera podían salir volando detrás de sus
sombreros. Falta de práctica, decían ellos, pero lo que en realidad quería decir aquello
era que ya no creían.
Michael creyó más tiempo que los demás, aunque se burlaban de él; por eso
estaba con Wendy cuando Peter fue a buscarla a finales del primer año. Se fue
volando con Peter con el vestido que había tejido con hojas y bayas en el País de
Nunca Jamás y lo único que temía era que él pudiera notar lo pequeño que se le había
quedado, pero no se dio cuenta, pues tenía muchas cosas que contar sobre sí mismo.
Ella había estado esperando con ilusión mantener emocionantes charlas con él
sobre los viejos tiempos, pero las nuevas aventuras habían ocupado el lugar de las
viejas en su cabeza.
—¿Quién es el capitán Garfio? —preguntó con interés cuando ella habló del
archienemigo.
—¿Pero no te acuerdas —le preguntó, asombrada— de cómo lo mataste y nos
salvaste a todos la vida?
—Me olvido de ellos después de matarlos —replicó él descuidadamente.
Cuando expresó una esperanza incierta de que Campanilla se alegrara de verla, él
dijo:
—¿Quién es Campanilla?
—Oh, Peter —dijo ella, horrorizada, pero ni siquiera se acordaba después de que
se lo hubiera explicado.
—Es que hay tantas —dijo—. Supongo que habrá muerto.
Supongo que tenía razón, pues las hadas no viven mucho tiempo, pero son tan
chiquititas que un breve espacio de tiempo les parece muy largo.
Wendy se sintió dolida al descubrir que el año que había pasado era como si fuera
ayer para Peter: a ella le había parecido un año de espera muy largo. Pero él seguía
siendo tan fascinante como siempre y pasaron una primavera maravillosa haciendo la
limpieza de la casita de la copa de los árboles.
Al año siguiente no vino por ella. Esperó con un vestido nuevo porque el viejo
sencillamente ya no le entraba, pero él no llegó.
—A lo mejor está enfermo —dijo Michael.
—Sabes que nunca está enfermo.
Michael se acercó a ella y susurró, con un escalofrío:
—¡A lo mejor no existe tal persona, Wendy!
Y entonces Wendy se habría echado a llorar si Michael no hubiera estado llorando
ya.

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Peter llegó para la siguiente limpieza de primavera y lo raro era que no era
consciente en absoluto de que se había saltado un año.
Ésa fue la última vez que la niña Wendy lo vio. Durante cierto tiempo trató por él
de no tener dolores de crecimiento y sintió que le era desleal cuando obtuvo un
premio por cultura general. Pero fueron pasando los años sin que apareciera el
descuidado chiquillo y cuando volvieron a encontrarse Wendy era una mujer casada y
Peter no era más para ella que el polvillo del baúl donde había conservado sus
juguetes. Wendy era adulta. No tenéis que apenaros por ella. Era de las que les gusta
crecer. Al final crecía por su propia voluntad un día más deprisa que las demás niñas.
A estas alturas todos los chicos eran ya mayores y se habían estropeado, así que
apenas merece la pena decir nada más sobre ellos. Podéis ver cualquier día a los
gemelos, a Avispado y a Rizos ir a la oficina, cada uno con una cartera y un paraguas.
Michael es maquinista. Presuntuoso se casó con una dama de la nobleza y por eso se
convirtió en lord. ¿Veis a ese juez con peluca que sale por la puerta de hierro? Ése era
Lelo. Ese hombre con barba que no se sabe ningún cuento para contárselo a sus hijos
era antes John.
Wendy se casó de blanco con un fajín rosa. Es raro pensar que Peter no se posara
en la iglesia para prohibir las amonestaciones.
Los años volvieron a pasar y Wendy tuvo una hija. Esto no debería escribirse con
tinta, sino con letras de oro.
La llamaron Jane y siempre tuvo una extraña mirada interrogante, como si desde
el momento en que llegó al mundo quisiera hacer preguntas. Cuando tuvo edad
suficiente para hacerlas eran en su mayoría sobre Peter Pan. Le encantaba oír cosas
de Peter y Wendy le contaba todo lo que recordaba en el mismo cuarto de los niños
donde se inició el famoso vuelo. Ahora era el cuarto de Jane, pues su padre se lo
había comprado al tres por ciento de interés al padre de Wendy, al que ya no le
gustaba subir escaleras. La señora Darling estaba ya muerta y olvidada.
Ahora sólo había dos camas en el cuarto, la de Jane y la de su niñera y no había
perrera, pues Nana también había fallecido. Murió de vejez y hacia el final había
tenido un trato bastante difícil, pues estaba firmemente convencida de que nadie sabía
cómo cuidar a los niños excepto ella.
Una vez a la semana la niñera de Jane tenía la tarde libre y entonces le tocaba a
Wendy acostar a Jane. Ése era el momento de contar cuentos. Jane se había inventado
un juego que consistía en levantar la sábana por encima de su cabeza y la de su
madre, formando así una especie de tienda y susurrar en la sobrecogedora oscuridad:
—¿Qué vemos ahora?
—Me parece que esta noche no veo nada —dice Wendy, con la sensación de que
si Nana estuviera aquí se opondría a que la conversación continuara.
—Sí, sí que lo ves —dice Jane—, ves cuando eras una niña.
—De eso hace ya mucho, mi vida —dice Wendy—. ¡Ay, cómo vuela el tiempo!
—¿Vuela —pregunta la astuta niña—, como tú volabas cuando eras pequeña?

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—¡Como yo volaba! ¿Sabes, Jane? A veces me pregunto si realmente volaba.
—Sí, sí que volabas.
—¡Qué días aquellos cuando podía volar!
—¿Por qué ya no puedes volar, mamá?
—Porque he crecido, mi amor. Cuando la gente crece se olvida de cómo se hace.
—¿Por qué se olvidan de cómo se hace?
—Porque ya no son alegres ni inocentes ni insensibles. Sólo los que son alegres,
inocentes e insensibles pueden volar.
—¿Qué es ser alegre, inocente e insensible? Ojalá yo fuera alegre, inocente y
sensible.
O quizás Wendy admita que sí ve algo.
—Creo —dice— que es este cuarto.
—Creo que sí —dice Jane—. Sigue.
Están ya metidas en la gran aventura de la noche en que Peter entró volando en
busca de su sombra.
—El muy tonto —dice Wendy—, intentó pegársela con jabón y al no poder se
echó a llorar y eso me despertó y yo se la cosí.
—Te has saltado una parte —interrumpe Jane, que se sabe ya la historia mejor
que su madre—. Cuando lo viste sentado en el suelo llorando, ¿qué le dijiste?
—Me senté en la cama y dije: «Niño, ¿por qué lloras?».
—Sí, eso era —dice Jane, con un gran suspiro.
—Y luego nos llevó a todos volando al País de Nunca Jamás con las hadas, los
piratas, los pieles rojas y la laguna de las sirenas, la casa subterránea y la casita.
—¡Sí! ¿Qué era lo que más te gustaba?
—Creo que lo que más me gustaba era la casa subterránea.
—Sí, a mí también. ¿Qué fue lo último que te dijo Peter?
—Lo último que me dijo fue: «Espérame siempre y una noche me oirás graznar».
—Sí.
—Pero, fíjate qué pena, se olvidó de mí —dijo Wendy sonriendo. Así de adulta
era.
—¿Cómo era su graznido? —preguntó Jane una noche.
—Era así —dijo Wendy, tratando de imitar el graznido de Peter.
—No, así no —dijo Jane toda seria—, era así.
Y lo hizo mucho mejor que su madre. Wendy se quedó un poco sobrecogida.
—Mi amor, ¿cómo lo sabes?
—Lo oigo a menudo cuando estoy durmiendo —dijo Jane.
—Ah, sí, muchas niñas lo oyen cuando duermen, pero yo fui la única que lo oyó
despierta.
—Qué suerte —dijo Jane.
Y entonces una noche se produjo la tragedia. Era primavera y ya se había acabado
el cuento por esa noche y Jane estaba ya dormida en su cama. Wendy estaba sentada

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en el suelo, muy cerca del fuego, para poder ver mientras zurcía, pues no había
ninguna otra luz en el cuarto, y mientras zurcía oyó un graznido. Entonces la ventana
se abrió de un soplo como en otros tiempos y Peter se posó en el suelo.
Estaba exactamente igual que siempre y Wendy vio al momento que todavía
conservaba todos sus dientes de leche. Él era un niño y ella era una persona mayor.
Se acurrucó junto al fuego sin atreverse a hacer ningún movimiento, impotente y
culpable, una mujer adulta.
—Hola, Wendy —dijo él, sin notar ninguna diferencia, pues estaba pensando
sobre todo en sí mismo y a la escasa luz su vestido blanco podría haber sido el
camisón con que la había visto por primera vez.
—Hola, Peter —replicó ella débilmente, encogiéndose todo lo posible. Algo en su
interior clamaba: «Mujer, mujer, suéltame».
—Eh, ¿dónde está John? —preguntó él, echando en falta de repente la tercera
cama.
—John ya no está aquí —dijo ella con voz entrecortada.
—¿Michael está dormido? —preguntó él, echando un vistazo por encima de Jane.
—Sí —respondió ella y entonces sintió que estaba siendo desleal a Jane además
de a Peter.
—Ése no es Michael —dijo rápidamente, no fuera a ser castigada. Peter miró con
más atención.
—Eh, ¿es alguien nuevo?
—Sí.
—¿Chico o chica?
—Chica.
Ahora tendría que entenderlo, pero nada.
—Peter —dijo, vacilando—, ¿estás esperando que me vaya volando contigo?
—Claro, por eso he venido.
Añadió con cierta severidad:
—¿Has olvidado que hay que hacer la limpieza de primavera?
Ella sabía que era inútil decirle que se había saltado muchas limpiezas de
primavera.
—No puedo ir —dijo en tono de excusa—. Se me ha olvidado cómo volar.
—No tardo nada en volver a enseñarte.
—Oh, Peter, no malgastes el polvillo de las hadas en mí.
Se había levantado y por fin lo asaltó un temor.
—¿Qué pasa? —exclamó, encogiéndose.
—Voy a encender la luz —dijo ella—, y entonces lo verás.
Casi por única vez en su vida, que yo sepa, Peter se sintió asustado.
—No enciendas la luz —gritó.
Ella revolvió con las manos el pelo de aquel niño trágico. Ya no era una niña
desolada por él: era una mujer adulta que sonreía por todo ello, pero con una sonrisa

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llorosa.
Luego encendió la luz y Peter lo vio. Soltó un grito de dolor y cuando aquel ser
alto y hermoso se inclinó para cogerlo en brazos se apartó rápidamente.
—¿Qué pasa? —volvió a exclamar. Ella tuvo que decírselo.
—Soy mayor, Peter. Tengo mucho más de veinte años. Crecí hace mucho tiempo.
—¡Prometiste que no lo harías!
—No pude evitarlo. Soy una mujer casada, Peter.
—No, no es cierto.
—Sí y esa niña de la cama es mi hija.
—No, no lo es.
Pero supuso que lo era y se acercó a la niña dormida con el puñal levantado.
Naturalmente, no lo clavó. En cambio, se sentó en el suelo y se echó a llorar y Wendy
no supo cómo consolarlo, aunque en tiempos podría haberlo hecho con gran
facilidad. Ahora no era más que una mujer y salió corriendo de la habitación para
tratar de pensar.
Peter siguió llorando y sus sollozos no tardaron en despertar a Jane. Se sentó en la
cama y le picó la curiosidad al instante.
—Niño —dijo—, ¿por qué lloras?
Peter se levantó y le hizo una reverencia y ella le hizo una reverencia desde la
cama.
—Hola —dijo él.
—Hola —dijo Jane.
—Me llamo Peter Pan —le dijo.
—Sí, ya lo sé.
—He venido a buscar a mi madre —explicó él—, para llevarla al País de Nunca
Jamás.
—Sí, ya lo sé —dijo Jane—. Te he estado esperando.
Cuando Wendy regresó tímidamente se encontró a Peter sentado en el barrote de
la cama graznando a pleno pulmón, mientras Jane volaba en camisón por el cuarto en
solemne éxtasis.
—Es mi madre —explicó Peter y Jane descendió y se puso a su lado, con la
expresión en la cara que le gustaba que tuvieran las damas cuando lo miraban.
—Le hace tanta falta una madre —dijo Jane.
—Sí, lo sé —admitió Wendy bastante abatida—, nadie lo sabe mejor que yo.
—Adiós —le dijo Peter a Wendy y se alzó por los aires y la desvergonzada Jane
se alzó con él: para ella ya era la forma más cómoda de moverse.
Wendy corrió a la ventana.
—No, no —gritó.
—Es sólo para la limpieza de primavera —dijo Jane—. Quiere que le haga la
limpieza de primavera para siempre.
—Ojalá pudiera ir con vosotros —suspiró Wendy.

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—Pero es que no puedes volar —dijo Jane.
Naturalmente, al final Wendy los dejó partir juntos. Nuestra última mirada nos la
muestra en la ventana, contemplándolos mientras se alejan por el cielo hasta hacerse
tan pequeños como las estrellas.
A medida que observáis a Wendy podéis ver cómo se le va poniendo el pelo
blanco y su figura vuelve a ser pequeñita, pues todo esto pasó hace mucho tiempo.
Jane es ahora una persona mayor corriente con una hija llamada Margaret y al llegar
la limpieza de primavera, salvo cuando se le olvida, Peter viene a buscar a Margaret y
se la lleva al País de Nunca Jamás, donde ella le cuenta historias sobre él mismo, que
él escucha con avidez. Cuando Margaret crezca tendrá una hija, que a su vez será la
madre de Peter y así seguirán las cosas, mientras los niños sean alegres, inocentes e
insensibles.

FIN

Página 124
Notas

Página 125
[1]Recordemos que según la superstición anglosajona el viernes es el día de mala
suerte. <<

Página 126
[2]Campanilla es el nombre adoptado tradicionalmente en español para esta hada, que
en inglés se llama Tinker Bell: «campana de calderero». <<

Página 127
[3]Jas: abreviatura de James. Hemos seguido la tradición española de llamar al pirata
Garfio, traduciendo su apellido: se podría decir que el capitán James Hook estaba
predestinado a llevar un hook, «garfio». <<

Página 128
[4] Moidore: antigua moneda de oro portuguesa. <<

Página 129
[5]Disidente: miembro de la religión protestante opuesto a los criterios de la Iglesia
establecida de Inglaterra. <<

Página 130
[6]Cocinero: es el mismo Barbacoa mencionado más arriba. Posiblemente, ambos
nombres se refieren a John Silver el Largo, el famoso pirata de La isla del tesoro, de
R. L. Stevenson. <<

Página 131
[7]
La reina Mab es la reina de las hadas en el folklore tradicional inglés. Los nombres
que vienen a continuación también pertenecen a esa tradición. <<

Página 132
[8]Tiddlywinks: «juego de la pulga»; aquí empleado como lugar de origen o marca de
fábrica. <<

Página 133
[9] Así llaman los pieles rojas a sus mujeres. <<

Página 134
[10] Geo., Chas.: abreviaturas de George y Charles. <<

Página 135
[11]Se refiere a las casas o residencias para estudiantes en que se dividen algunos
colegios privados o universidades en Gran Bretaña. Cada alumno está adscrito a una
casa y debe mantener alto el prestigio de la misma. <<

Página 136
[12]Pop: club social (fundado en 1811) en Eton, famoso y elitista colegio privado de
Inglaterra, del que se deduce que fue alumno el capitán Garfio. <<

Página 137
[13] Alusión a un juego de pelota practicado contra una pared, característico de Eton.
<<

Página 138
[14]Alusión a los toques de campana en un barco para indicar cada media hora en el
curso de las guardias, a contar desde medianoche. <<

Página 139

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