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El amor desde el transhumanismo

Fredy Jose Agudelo Manyoma

El problema de la técnica
De ortega a Heidegger
En principio, mi interés investigativo era cómo el transhumanismo reconfiguraba nuestras
maneras de crear vínculos afectivos amorosos. Sin embargo, tras la lectura de los
antecedentes, me percaté de que estaba reproduciendo un “salto” insondable que la gran
mayoría de autores y autoras habían hecho en sus respectivos trabajos. Me explico, varios
de ellos realizaban una crítica a este “proyecto”, presuponiendo numerosos aspectos, entre
los que considero fundamentales para la discusión los siguientes: ¿qué posiciones o
concepciones filosóficas existen sobre la técnica? ¿Cuáles son sus respectivos marcos
comprensivos ontológicos y epistemológicos? ¿Cómo la concepción de la técnica determina
la manera de entender las relaciones intersubjetivas —enfocándome primero en las filiales,
para luego dirigir la reflexión hacia las románticas—? Y ¿por qué el transhumanismo
representa un proyecto esperanzador para la actualidad?
Así pues, en vista de responder a estas interrogantes, primeramente, esbozaré unas
cuantas reflexiones sobre la técnica de ciertos filósofos que, según las fuentes que he
analizado, son los más destacados, para después de tener presente cuáles son los supuestos
ontológicos y epistémicos de los que se sirven para entender la relación humano-técnica.
Sin embargo, —y me disculpo con los especialistas para quienes esto será una
vergonzosa perogrullada—, no está de más preguntarnos por aquello que en este momento
constituye nuestro objeto de reflexión: la técnica (del griego téchne). Esta se entiende como
un saber práctico («un saber hacer», en última instancia, una «habilidad») cuyos efectos
modifican y reconfiguran el mundo (poiesis). Por lo tanto, está sujeta a un conjunto de
normas específicas mediante las cuales se busca alcanzar un objetivo determinado. De ahí
que, cabe mencionar, usualmente se traduzca como «arte» u «oficio» (Ferrater, 2008).
Para Ortega y Gasset, por ejemplo, el ser humano es intrínsecamente un animal
técnico, es decir, un ser que planifica —se ensimisma para formar ideas y luego
proyectarlas mediante la acción—, construye y, consecuentemente, se sirve de herramientas
para «reaccionar» a las exigencias de un entorno hostil y amenazante en el cual se siente
«náufrago». Es su infelicidad e insatisfacción —de corte ontológico, cabe aclarar— por su
condición natural, junto con su deseo inescrutable de preservar la existencia —también de
carácter ontológico y no biológico—, lo que lo conduce a adecuar el entorno a su voluntad
en virtud de la autotrascendencia (Santandreu, 1992).1

1
Según Ortega, este impulso de vida — similar a la voluntad de vivir schopenhaueriana—no puede explicarse
en términos biologicistas, es decir, desde la teoría del instinto de preservación, ya que los instintos, en última
instancia, se subordinan a otras facultades, como la reflexión o la voluntad, las cuales permiten al ser humano
Desde esta perspectiva, la técnica funciona como una “segunda naturaleza” o
“sobrenaturaleza” que facilita el proceso de autorrealización, autocreación o
autoproducción (autopoiesis) del ser humano a través de la transformación de sus
circunstancias. En otras palabras, la técnica funciona como una prótesis que no solo
satisface nuestras necesidades biológicas, sino que también libera nuestras potencialidades
ontológicas, las cuales, al desplegarse, crecen continuamente, superando así las
limitaciones de la condición natural (Pérez, 2020).
Ahora bien, es necesario precisar algunos aspectos. Como se ha mencionado, para
Ortega, en las profundidades del ser humano existe una infelicidad relacionada con su
condición natural, que, en comparación con otras especies, se encuentra (biológicamente
hablando) en desventaja. Sin embargo, también persiste un deseo de estar en el mundo, de
pervivir (un deseo cuyo origen Ortega omite), que se transforma en necesidad —«necesidad
de las necesidades»— en un sentido subjetivo, es decir, solo si el individuo decide vivir.
Según esta perspectiva, el ser humano es el único ente en el mundo (o al menos el único del
que tenemos conocimiento) que posee la facultad de elegir si estar o no en el mundo. Y,
paradójicamente, tiende a preservar la existencia. No obstante, no podemos pasar por alto
que, si mostramos un gran empeño por subsistir, ello se debe, sin lugar a dudas, a la técnica
(Santandreu, 1992).2
La técnica, según nuestra definición y lo expuesto por Ortega, presupone el ejercicio
reflexivo previo del ser humano. No obstante, el filósofo español distingue tres estadios en
la evolución de la técnica. En primer lugar, se halla la técnica del azar, que se refiere a la
época prehistórica y protohistórica, en la que el ser humano, de manera azarosa, encuentra
en la naturaleza los medios para satisfacer las necesidades inherentes a su vida. En esta
etapa, los inventos técnicos son fruto de los reveses del azar, de la interacción fortuita entre
el intelecto humano y los fenómenos naturales. Piénsese (nos dirá Ortega), por ejemplo, en
el hombre de aquel entonces que experimentaba desprotegido el infernal frío de una
tormenta. De manera intempestiva, un rayo atraviesa un árbol, produciendo llamas que
consumen el tronco. El hombre primitivo, aprovechando la oportunidad, «se acerca al fuego
benéfico que el azar le ha proporcionado para calentarse». Posteriormente, el fuego se
convertiría en una adquisición técnica fundamental, que permitiría al ser humano
defenderse de las bestias y cocinar alimentos, así como crear instrumentos de caza como la
lanza, el arnés o incluso las simples piedras. Así, aunque la técnica está vinculada a un
saber práctico que nos permite transformar nuestro entorno —como la adquisición del
fuego y la creación de herramientas para la caza y la agricultura—, también está
profundamente conectada con la construcción de un medio ambiente artificial,
relativamente independiente del entorno orgánico. Esta idea del ambiente artificial ganará
«desprenderse transitoriamente de las urgencias vitales».
2
Según Ortega, este impulso de vida no puede explicarse en términos biologicistas, es decir, desde la teoría
del instinto de preservación, ya que los instintos, en última instancia, se subordinan a otras facultades, como la
reflexión o la voluntad, las cuales permiten al ser humano «desprenderse transitoriamente de las urgencias
vitales».
mayor relevancia siglos más tarde, a medida que avanzan las sociedades (Santandreu, 1992;
Zambrano y otros, 2018).
En segundo lugar, se encuentra la técnica del artesano, que corresponde a un
periodo cuyo marco de referencia abarca la Grecia clásica, la Roma preimperial y la Edad
Media. En este periodo, el ser humano adquiere una mayor conciencia de sus capacidades,
lo que conlleva un aumento en los inventos técnicos. No obstante, persiste el vínculo entre
los actos técnicos del ser humano y los fenómenos naturales. Aunque la invención de
instrumentos o artefactos —objetos que, en esencia, son también prótesis (fisiológicas)
creadas por la técnica (un saber práctico) para cumplir una finalidad (telos) mediante la
acción, que ya de por sí es técnica, pues sigue un conjunto de reglas específicas para lograr
el propósito deseado, lo que requiere una planificación intelectual previa— comenzó en
periodos anteriores, en este periodo se agudiza su fabricación, consolidándose de esta
manera la figura de expertos en diversas “artes”, como, por ejemplo, el artesano
(Santandreu, 1992).3
En tercer lugar, y, por último, se halla el periodo de la técnica del técnico. Es este el
periodo en el que nos encontramos, caracterizado por la conciencia de nuestras
ilimitaciones. Los seres humanos hemos alcanzado una consciencia clara de que poseemos
la capacidad para someter, configurar y, en suma, transformar nuestro entorno. La técnica
ha expandido nuestro campo de posibilidades, de manera que podemos «serlo todo y
consecuentemente no ser nada determinado». Los inventos técnicos, es decir, los artefactos
como carreteras, vehículos motorizados, edificios, cableados, pantallas gigantes, etc.,
transgreden los límites impuestos por la naturaleza, configurando así un medio ambiente
artificial que termina por dominar el entorno orgánico, haciéndonos creer que ya no
estamos sujetos a este. En consecuencia, es la técnica, entendida como “segunda
naturaleza”, la que ha permitido no solo prolongar la existencia biológica de la especie, sino
también impulsar nuestra autotrascendencia a nivel ontológico. Para Ortega, la técnica,
junto con el intelecto y la libertad, son rasgos constitutivos del ser humano (Pérez, 1992).
He aquí expuesto el enfoque protésico y antropológico de la técnica desde Ortega y
Gasset. Ahora bien, otro de los nombres que planea cual ave rapaz sobre la cuestión de la
técnica es el del eminente filósofo alemán, Martín Heidegger. En su texto La pregunta por
la Técnica (1953), Heidegger no titubea en señalar sus desavenencias con la concepción
antropológica e instrumental de la técnica, que imperaba en ese entonces. Fiel a sus
intereses filosóficos, Heidegger se centra en una pregunta formulada en clave ontológica:
¿qué es la técnica? (¿cuál es su esencia?) una interrogante que no puede ser resuelta en
términos técnicos, ni antropológicos («es un saber hacer del hombre») e instrumentales
(«es un medio para un fin»), pues la técnica es mucho más que una propiedad
intrínsecamente antropológica. Más bien, la técnica está relacionada con el desvelar. El

3
No podemos olvidar, como mencioné en su definición, que técnica, arte y oficio son equivalentes. Sobre
todo, para la época de la Grecia Clásica.
ámbito que le es propio es el del desocultamiento. Pero, ¿qué se desvela? Nada menos que
el ser, esto es, el fundamento de todo lo existente (orgánico e inorgánico), lo que está ahí
ante nuestros ojos o, sin perder de vista la herencia de Husserl, el mundo de los objetos
(entes para ser más preciso).
Heidegger retoma la noción clásica de técnica (que ya hemos suscitado)
estrechamente relacionada con la poiesis, a saber, la producción o fabricación de un objeto.
Sin embargo, la matiza: la técnica, en tanto que producción (saber producir), no se refiere a
la creación material («confección») de un objeto, sino más bien a la potencialidad ignota de
un “algo” para ser/estar ahí en el mundo. Un “algo” que, al mismo tiempo que es
descubierto (producido), es conocido. Permítame, para hacer más comprensible la cuestión,
proponer a modo de ejemplo la siguiente analogía. Imagine que está en una amplia
habitación empolvada que desconoce. A su derecha hay un plumero, y sin más, decide
recorrer la habitación y desempolvar aquellas figuras que, por estar cubiertas de polvo,
captan su atención. La técnica, desde la perspectiva de Heidegger, cumple la función del
plumero: nos ayuda a descubrir cosas del mundo que antes estaban ocultas, que antes
habitaban el terreno de la mera potencialidad. Sin embargo, la técnica no es un rasgo
propiamente antropológico, ya que la naturaleza, independientemente del hombre, también
produce (es decir, desvela) cosas.
Incluso, la técnica moderna también se ajusta a esta idea del desocultar. Pero, cabe
señalar, su desocultar es distinto al de las técnicas antiguas, pues el desocultar dominante
en este tipo de técnica lo que busca es «un provocar que pone en la naturaleza la exigencia
de liberar energías» en vistas de impulsar la mayor producción con el mínimo esfuerzo
posible. Así pues, Heidegger llamaría a la técnica moderna un «desocultar provocante».
Esta propuesta resulta innovadora, pues la técnica ya no es simplemente el nombre
con el cual abarcamos determinadas acciones y objetos, sino que lo verdaderamente
relevante aquí es cómo interpretamos la realidad, la cual debe ser entendida en clave
técnica; es decir, desde la perspectiva de la producción, como un proceso continuo de
desocultamiento, donde algo emerge de la potencialidad desconocida para volverse
inteligible —he ahí el carácter temporal del ser que solemos perder de vista— (De Lara,
2022).

La lectura prometeica y fáustica de la técnica


En la historia de la filosofía han existido distintas concepciones sobre la técnica, como
hemos visto en las líneas anteriores al suscitar tan solo dos de las más relevantes. No
obstante, existen otras dos líneas de pensamiento sobre la técnica que surgen en los siglos
XIX y XX, que pueden ayudarnos a comprender no solo las bases filosóficas del
transhumanismo, sino también nuestra concepción cotidiana de la técnica.
Sibilia (2010), refiriéndose al trabajo de Hermínio Martins (1934-2015), señala que
se trata de aproximaciones metafóricas que aluden a los mitos de Prometeo y Fausto para
nombrar ciertas tendencias en la filosofía de la tecnociencia. No está de más recordar
brevemente estos relatos para comprender su mensaje. Así, por un lado, tenemos al Titán
Prometeo, quien, en el fascinante relato mítico de la titanomaquia, se cambió al bando de
los olímpicos. Como es sabido, el titán robó el fuego indómito de los dioses y lo entregó a
la humanidad. Por otro lado, la segunda figura mítica es Fausto, quien, infeliz e insatisfecho
con sus límites (en un sentido amplio), firma un pacto con el diablo: vende su alma a
cambio de conocimiento y placeres. Pero, ¿por qué recurrir a estos mitos?
El mito prometeico centra la discusión en la idea de que la técnica, representada por
el fuego en tanto que primera adquisición técnica, es de una naturaleza distinta a la humana,
en este caso divina. Esto quiere decir que la llegada del fuego, de la técnica, posibilita no
solo la salvación de la especie, sino también el despliegue de sus potencialidades —digo
“llegada” porque se entiende como algo externo que al ser apropiado se convierte en una
prótesis—. En otras palabras, la técnica tiene un papel salvífico para la especie, posibilita la
superación gradual de las condiciones humanas de vida. Por lo tanto, hay una concepción
optimista de la relación entre la técnica y humanidad, pues la primera, reitero, libera al ser
humano de sus límites biológicos, de su cuerpo obsoleto.
El mito fáustico, a diferencia del prometeico, presenta una postura más cautelosa, si
no pesimista, respecto a la relación entre la técnica y la humanidad. La avidez del ser
humano, su deseo de progreso y la insaciable aspiración de ir más allá de sus límites lo
conducen a pactar con el diablo. Sin embargo, la tragicomedia de Fausto radica en perder el
control sobre las energías de su mente, que comienzan a crecer de manera desmesurada y
adquieren vida propia. En última instancia, este mito representa una advertencia sobre los
peligros inherentes a nuestra ambición desmedida y el riesgo de que nuestras propias
creaciones escapen a nuestro control.
La tradición prometeica pretende el dominio técnico de la humanidad sobre la
naturaleza, doblegándola a sus designios, los cuales apuntan, en última instancia, al “bien
común” de la especie. En esta interpretación, se hace énfasis en el «papel liberador del
conocimiento científico», de manera que se promulga un optimismo técnico; esto es, se
considera que las condiciones humanas pueden ser mejoradas a través del uso de la
tecnología como un instrumento. Por otro lado, la visión fáustica no se limita solo al
conocimiento de la naturaleza, sino que busca una comprensión profunda de la vida en
general para «ejercer la previsión y el control» sobre ella. Además, esta visión aspira a
superar la condición humana, considerada obsoleta, decadente y transitoria. Desde la
tradición fáustica, a diferencia de la prometeica, la ciencia está estrechamente vinculada a
la técnica, por lo que esta última no se concibe como un mero instrumento; al contrario,
«existirá un programa tecnológico oculto en el proyecto científico», señala Hermínio.
Ahora bien, ¿en qué radica su diferencia primordial? ¿Y por qué son importantes
estas posturas? Una posible manera de responder al primer interrogante es señalando que la
tradición prometeica persigue o pretende el progreso social, político y cultural mediante el
uso racional de la técnica en tanto que instrumento que funda el proyecto científico,
reconociendo sus limitaciones y posibilidades —en suma, las ideas cardinales de la
Modernidad: racionalidad y progreso científico—. Mientras que la tradición fáustica pone
en tela de juicio esta idea, viéndose atravesada por un impulso insumiso por «el dominio y
la apropiación total de la naturaleza, tanto exterior como interior al cuerpo humano». Así
pues, la postura fáustica anhela superar la condición humana, desarrollando sus
potencialidades y transgrediendo los límites impuestos por el cuerpo: la fragilidad y la
temporalidad (Sibilia, 2020).4
Retomando la concepción protésica de la técnica, podríamos decir que, a priori, se
ajustaría más a la tradición prometeica. Sin embargo, considero que la idea de la técnica
como una extensión, proyección o amplificación de nuestras capacidades corporales puede
ser compatible tanto con la tradición prometeica como con la fáustica (aunque su relación
con la primera sea mucho más fácil de intuir). De hecho, y respondiendo a la segunda
pregunta, podríamos afirmar que ambas tradiciones presuponen una concepción protésica
de la técnica; no obstante, su diferencia radica principalmente en sus motivaciones y
presupuestos ontológicos: la prometeica promueve el progreso tecnocientífico gradual con
vistas al mejoramiento de la especie y, en especial, de los oprimidos (carácter liberador de
la técnica y la ciencia), pero reconoce unos límites intransgredibles, mientras que la fáustica
considera que tanto los seres humanos como los no humanos son susceptibles de mejora y
de superación gracias a los avances tecnocientíficos.
La tecnociencia contemporánea constituye un saber de tipo fáustico, pues el
conjunto de valores que defiende responde a la aspiración de redefinir los límites de la
existencia, no solo extendiendo las capacidades de los seres vivientes, sino también
reconfigurándolas, no solo manteniendo la existencia por más tiempo, sino trasladándola al
plano de la inmortalidad mediante la extracción de la mente para insertarla en un
ordenador, por ejemplo, o al hacer posible la creación de vidas gracias a la biotecnología.
Estas ideas constituyen los fundamentos de los valores y aspiraciones del transhumanismo.
Así, según lo expuesto hasta ahora, podríamos afirmar que la concepción de la técnica en
este proyecto es, en parte, protésica y, además, se ajusta a la tradición fáustica. ¿O no?
Respecto a la primera parte de esta afirmación —“el transhumanismo concibe la técnica y
la tecnología como una prótesis”— considero que, de manera casi unánime, los lectores
estarían de acuerdo. No obstante, en cuanto a la segunda parte —“el transhumanismo se
alinea con la tradición fáustica”—, pienso que resulta más difícil alcanzar un consenso,
pues las pretensiones transhumanistas y sus valores respectivos son compatibles con las
ideas, presupuestos y motivos de ambas tradiciones. Por ejemplo, el transhumanismo
comparte el optimismo tecnológico de la interpretación prometeica, pero no reconoce del
4
En este párrafo utilizo “fragilidad” en lugar de “vulnerabilidad” porque la primera se refiere a nuestra
condición física, propensa a sufrir daños o lesiones debido a las limitaciones del cuerpo. En cambio, la
vulnerabilidad señala nuestra exposición a fuerzas externas (como, por ejemplo, eventos fortuitos) que afectan
nuestra existencia en su totalidad. Así, la fragilidad resalta nuestra dimensión biológica, mientras que la
vulnerabilidad refleja nuestra dimensión ontológica.
todo los límites en cuanto a lo que se puede conocer, hacer y crear; por ello, su idea de un
progreso indefinido a través del dominio y control de lo existente mediante la tecnología
resultaría más cercana a la postura fáustica. Por ello, propongo la siguiente conclusión: no
existe una tradición filosófica clara en la tecnociencia en la que pueda encajar el
transhumanismo y, si fuese imperativo categorizarlo en alguna, diría que sería una mezcla
de ambas (¿quizá una nueva lectura de la relación entre técnica y humanidad?).

Desenredando conceptos: técnica, aparato técnico y tecnología


Tecnología y familia
Esbozadas las concepciones más interesantes sobre la técnica, ha llegado el momento de
decidir cuál de ellas es la más pertinente para desplegar mi discurso crítico en torno a la
relación técnica-hombre y, en definitiva, analizar los presupuestos sobre los que descansan
las pretensiones transhumanistas. En consecuencia, considero que la concepción de la
técnica que ha calado, incluso de manera algo tergiversada, en nosotros es la protésica.
Como dije líneas atrás, el discurso de Heidegger es cautivador, pues rompe con la
dialéctica existente entre el mundo natural y el mundo artificial (el originado por la
técnica), que sostiene la visión protésica y antropológica de la técnica, para proponer que la
técnica es una manera de comprender el mundo en su totalidad, de leer el ser en clave de
producción en la medida en que desvela lo potencial. Sin embargo, no está exento de ser
calificado como abstracto y difícil de comprender. Por otro lado, el enfoque protésico y
antropológico es más común. Basta con preguntarle a alguien que desconozca la discusión
filosófica sobre la técnica, qué entiende por ella, para evidenciar que es muy probable que
recurra a términos como «extensión», «capacidad humana», «instrumento» o «apéndice»,
entre otros.
De hecho, es en la esfera discursiva donde se hace más evidente que la concepción
de la técnica que promueven posturas como la transhumanista es de carácter protésico o, al
menos, comparte ciertos rasgos con esta. Prestemos especial atención a las palabras de Nick
Bostrom, uno de los principales impulsores del transhumanismo, al definirlo:
“El transhumanismo es una forma de pensar sobre el futuro que se basa en la
premisa de que la especie humana en su forma actual no representa el fin de nuestro
desarrollo, sino más bien una fase relativamente temprana. Lo definimos formalmente de la
siguiente manera:

1. Movimiento intelectual y cultural que afirma la posibilidad y deseabilidad


de mejorar fundamentalmente la condición humana mediante la razón aplicada,
especialmente a través del desarrollo y la amplia disponibilidad de tecnologías que permitan
eliminar el envejecimiento y mejorar significativamente las capacidades intelectuales,
físicas y psicológicas humanas.

2. El estudio de las ramificaciones, promesas y peligros potenciales de las


tecnologías que nos permitirán superar las limitaciones humanas fundamentales, así como el
estudio relacionado de los asuntos éticos involucrados en el desarrollo y uso de dichas
tecnologías.

El transhumanismo puede considerarse como una extensión del humanismo, del


cual se deriva parcialmente. Los humanistas creen que los seres humanos importan, que los
individuos importan. Puede que no seamos perfectos, pero podemos mejorar las cosas
promoviendo el pensamiento racional, la libertad, la tolerancia, la democracia y la
preocupación por nuestros semejantes. Los transhumanistas están de acuerdo con esto, pero
también ponen énfasis en el potencial de lo que podemos llegar a ser. Así como utilizamos
medios racionales para mejorar la condición humana y el mundo exterior, también podemos
emplear esos mismos medios para mejorarnos a nosotros mismos, al organismo humano.” 5

Con frecuencia, Bostrom emplea los términos “intervención”, “empleo” y


“aplicación”, los cuales sugieren a los interlocutores que la técnica o su derivado, la
tecnología, no es algo inherente. Aunque es producto de nuestra acción creativa, se
convierte en algo externo a nosotros (una prótesis) que, al aplicarse, produce ciertos efectos
sobre la realidad, es decir, sobre el mundo en su totalidad, incluyéndonos a nosotros. Por
ello, junto con las otras razones mencionadas (la complejidad y el nivel de conocimiento
que requiere respecto a su corpus teórico), considero que la interpretación de Heidegger no
es la más afín con el transhumanismo. Mientras que el catedrático de Friburgo interpreta la
técnica como un constituyente ontológico de la realidad (en un sentido amplio de la
palabra), los transhumanistas ven la técnica como una prótesis, un instrumento que ha
posibilitado nuestro proceso evolutivo —de ahí la perspectiva antropológica e instrumental
de la técnica que, repito, desde la visión heideggeriana, es errónea—. Además, resaltando la
vocación fáustica, dicho proceso evolutivo aún está inacabado, inconcluso, de manera que
las tecnociencias serán las encargadas de superar los límites corpóreos.
Profundizando en la perspectiva protésica, es pertinente formular la siguiente
pregunta: ¿cómo esta concepción configura la manera de entender las relaciones
intersubjetivas? Para responder adecuadamente, debemos volver sobre el meollo del asunto:
¿qué es la técnica? Asunto que quedó resuelto ya. Si la técnica es inherente a nuestra
condición humana, en la medida en que necesitamos de ella para ser lo que somos, no
resulta descabellado afirmar que no hay relación humana que no esté tecnológicamente
mediada. Empero, debo precisar algo, y es que, al entender la técnica como un saber
práctico, se presupone que es susceptible de enseñanza y aprendizaje. Por ejemplo, y
volviendo a Ortega, pensemos en la dinámica de la caza para nuestros ancestros. El fabricar
artefactos para llevar a cabo la tarea, como la lanza o la red, suponía un saber combinar y
transformar los objetos naturales en instrumentos potenciados que cumplieran con el
propósito deseado. Pero, como he reiterado, la técnica no se reduce a la poiesis
(fabricación), sino que también es una habilidad con modificadores efectos en el mundo.
La manera de lanzar la lanza, de camuflarse, de comprender los tiempos oportunos para la
caza, son también técnicas. Así pues, tanto la fabricación de un instrumento como la
5
Bostrom. (2003). The Transhumanist FAQ. Nick Bostrom's Home Page, p.4.
habilidad para hacer algo (no necesariamente producir), en cuanto a técnicas, se pueden
enseñar y aprender respectivamente.
Por ende, la técnica hace de condición de posibilidad para la construcción de
vínculos intersubjetivos. Pero ahondemos más en el asunto. Según Mendoza, Ramírez y
López (2015), «[...] La familia es el primer espacio social donde se desarrolla la identidad
del conocimiento psicológico y social del individuo y el reconocimiento de los roles,
autoridad, sexo, género y generación [...]» Conforme a esta idea, cabe mencionar que las
relaciones familiares han estado mediadas por la técnica desde tiempos remotos. Como
saber práctico susceptible de enseñanza y aprendizaje, la técnica ha adquirido una nueva
dimensión: ya no se limita solo a la construcción de prótesis para la transformación de la
naturaleza, sino que también se convierte en un pilar organizador de las relaciones
intersubjetivas (como la familia, por ejemplo). Es a través de la dinámica de enseñanza y
aprendizaje de un saber que se construyen vínculos que, de hecho, trascienden los lazos
sanguíneos, y no únicamente mediante el lenguaje o la división jerárquica.
Recordando someramente la reflexión de Samuel Cabanchik (2010) sobre el vínculo
indispensable entre maestro y discípulo para la «danza filosófica». Esta relación es análoga
a la relación padre e hijo, en la medida en que se realiza una incorporación simbólica por
medio del asesinato, en la que se reconoce al maestro (padre) como una figura de autoridad
y, en consecuencia, se acepta un lugar de excepción (el rol de discípulo). demás, el
asesinato simbólico (parricidio) se lleva a cabo con el fin de ocupar el lugar de excepción
del padre-maestro, de modo que esta incorporación parricida resulta constitutiva para la
formación de la comunidad. Tras haber ocupado el lugar de excepción del padre, un nuevo
discípulo intentará ocupar ese mismo lugar, y así sucesivamente. En otras palabras, se
establece una dialéctica del reconocimiento y el autorreconocimiento, a saber, una
aceptación ineludible de los lugares de excepción.
La relación entre el padre y el hijo, o entre el maestro y el discípulo, se fundamenta
en la deuda, en un deber hacia el otro. Sin embargo, esta deuda no puede entenderse de
forma unilateral, como si habláramos de algo que el maestro posee y el discípulo carece —
en este caso, la técnica como saber práctico—. En realidad, es una deuda que, como he
mencionado, surge de la aceptación de un lugar de excepción en relación con el otro, esto
es, del reconocimiento y autorreconocimiento de mi posición dentro de una relación social.
La conclusión a la que quiero guiar al lector es que las relaciones intersubjetivas
filiales no solo pueden entenderse desde el marco de la jerarquización legitimadora de la
autoridad y los roles sociales (según la definición de Mendoza, Ramírez y López), ni
tampoco únicamente desde la emocionalidad que correspondería a la definición de familia
en la Sentencia del 11 de julio de 2013 del Consejo de Estado:
“[...] una estructura social que se constituye a partir de un proceso que genera
vínculos de consanguinidad o afinidad entre sus miembros. Por lo tanto, si bien la
familia puede surgir como un fenómeno natural producto de la decisión libre de dos
personas, lo cierto es que son las manifestaciones de solidaridad, fraternidad, apoyo,
cariño y amor las que la estructuran y le brindan cohesión a la institución.”
Sino que debemos de entender que lo que construye “familia” puede ser también la
dinámica de enseñanza y aprendizaje de un saber práctico. Por ello, considero que la
enseñanza de una técnica es la condición de posibilidad para la construcción de un vínculo
emocional (que puede generar solidaridad, fraternidad, apoyo, amor, etc.), el cual reconoce
autoridades y roles (como la relación entre padre e hijo, maestro y discípulo). Es la
enseñanza del saber práctico lo que posibilita esos aspectos destacados en ambas
definiciones de familia. Así pues, el concepto de familia se amplía: lo que permite que yo
llame “familia” a alguien que no comparte lazos sanguíneos conmigo es el hecho de estar
inmersos en esta dinámica de enseñanza y aprendizaje. Pensemos en el maestro o la
maestra que asume el rol de padre o madre al enseñarnos a escribir, en el amigo que, cual
hermano mayor, nos enseña a mejorar nuestra técnica en un deporte, o en el momento en
que enseñamos a los más pequeños del barrio a montar en bicicleta. Todo aquello que se
enseña en estos casos es técnica.
Llegados a este punto, es menester realizar una distinción clave para desenredar los
nudos conceptuales que, con facilidad, solemos hacer más por desconocimiento que por
prepotencia. Me refiero a la diferencia entre técnica, tecnología y, ¿por qué no?, de sistema
técnico. Sobre la primera ya hemos dedicado demasiada tinta, tanto que temo convertir el
texto en una tautología de tautologías. Sin embargo, sobre las otras dos, muy poco hemos
hablado. Por un lado, la tecnología suele estar relacionada con el ámbito científico, de
hecho, el término nace en la modernidad —siglo XV para filósofos como Enrique Dussel y
siglo XVIII según el mito eurocéntrico de la modernidad— gracias a los avances técnicos y
científicos que venían en aumento en un espacio geopolítico en especial; sí, el occidente
europeo. De manera que se entiende como un conjunto de técnicas de base científica que
son aplicadas para la resolución de problemas prácticos mediante la sistematización. Por
ejemplo, para resolver el problema de la comunicación a distancia, el ser humano
anteriormente había recurrido a la hoja y la pluma, artefactos técnicos que obedecen a un
saber práctico (¡técnica!), en este caso la escritura. Una solución que, a pesar de posibilitar
la comunicación, era aún demasiado limitante —incluso me atrevería a decir que
insuficiente—. No obstante, con los avances científicos, pudimos encontrar otra solución
para evadir este escollo: la invención de teléfonos, junto con los correos electrónicos, no
solo ha solucionado el problema, sino que, a comparación de las cartas, estas soluciones
nos abren una multiplicidad de posibilidades que antes ni siquiera podrían concebirse. Las
videollamadas, el envío de fotos y videos, los audios, el uso de emojis, son unas cuantas.
En este caso, el teléfono no solo representaría un artefacto técnico, sino que además es
tecnología (Quintanilla, 1998; Almazán, 2021).
Por otro lado, el sistema técnico es una unidad compleja de saberes prácticos,
artefactos, energía y, ¿cómo no?, un sujeto. Por ejemplo, piénsese en un “rompoy” o
glorieta, el cual, de entrada, está constituido por una amalgama de artefactos o, si se quiere,
instrumentos técnicos, como lo son las carreteras, los semáforos, las señalizaciones de
tránsito, los reductores de velocidad, etc. Algunos de estos artefactos funcionan con
energía, mientras que otros son meramente materiales. Sin embargo, para que la glorieta sea
considerada un sistema técnico, requiere de sujetos que pongan en funcionamiento la
unidad compleja, es decir, que le den sentido de ser. Es gracias a los distintos conductores
de automóviles particulares, motocicletas, bicicletas, transportadores de carga, rutas
escolares y universitarias, por ejemplo, junto con la coordinación práctica sujeta a unas
normas, que la glorieta tiene sentido. De hecho, esto último, no sobra decirlo, es técnica. La
manera en la que funciona el “rompoy” responde a un saber práctico en dos sentidos:
primero, sea cual fuere el artefacto que se esté manejando (bicicleta, camión, coche, moto,
monopatín), esto requiere de un saber hacer que está sujeto a determinadas normas;
segundo, la circulación por la glorieta también obedece a un saber hacer, pero ya no
individual, sino colectivo (Quintanilla, 1998).
Según esto, y retomando un poco lo dicho sobre la técnica como condición de
posibilidad para la construcción de vínculos intersubjetivos filiales, la dinámica de
enseñanza y aprendizaje está, en primera instancia, mediada por aparatos técnicos o
tecnológicos y, además, en segunda instancia, estar inmersa en un sistema técnico. A
manera de ejemplo, traeré una de mis experiencias más íntimas en torno al problema de la
técnica. De donde vengo, un pueblo relativamente pequeño, donde casi todos se conocen.
Era común, casi que una costumbre (nomos en griego), que los más pequeños se juntaran
con los más grandes en ciertas actividades, como, por ejemplo: la lucha, el montar bicicleta,
el jugar fútbol, el jugar a las cartas, entre otras actividades. Los pequeños muchas veces
tenían que ser instruidos por los mayores en estas actividades, es decir, si iba a jugar fútbol,
se les enseñaban las técnicas para patear un penal, un tiro libre, cómo cabecear
correctamente. Esta dinámica de enseñanza y aprendizaje, posibilitaba que se construyeran
vínculos afectivos de forma bidireccional. Vínculos que se hacían ostensibles en lenguaje,
con expresiones como: «brocky», «hermanito», «manito», o simplemente en los apodos que
se daban. Como el lector puede estar intuyendo, esta dinámica, fundamentada en el enseñar
y aprender una habilidad (nuevamente, un saber práctico), estaba mediada por artefactos
técnicos como lo son el balón, las “piquís” o canicas, las cartas, las bicicletas, etc. Pero,
tanto la dinámica como sus respectivos técnicos estaban inmersos en un sistema técnico.
Piense, por ejemplo, en el campo o, si le es más familiar terminológicamente, la cancha de
fútbol. Una unidad compleja que está constituida por artefactos técnicos, campos de energía
y sujetos que ponen en funcionamiento todo esto por medio de un saber hacer. Es tan solo
gracias a la articulación de todos estos componentes que se entiende el campo de fútbol
como un sistema técnico. Si, por ejemplo, nos topamos con una cancha de fútbol
abandonada, no podríamos llamarla sistema técnico, ya que los artefactos técnicos que se
hallan allí no están operando, simplemente son utensilios obsoletos. La cancha tan solo
sería el conjunto de artefactos técnicos. Así pues, es en función de su operatividad, de su
estar en “movimiento”, de cumplir su propósito o finalidad, que el artefacto técnico cobra
sentido. Y, consecuentemente, si los artefactos de un sistema técnico no están funcionando
por falta de sujetos que los activen (que los utilicen), entonces no podría llamársele a esa
unidad compleja sistema técnico. Lo mismo sucedería, en el caso de que la cancha estuviera
habitada por los individuos, pero esta careciera de los artefactos técnicos que constituyen su
razón de ser (que le dan sentido). Entonces, si no hay, arcos o porterías, un balón, mallas,
los espacios demarcados, entonces no podríamos llamarle sistema técnico, a pesar de que
estén los individuos. En suma, en el sistema técnico hay una codependencia entre los
artefactos y los sujetos que los utilizan; ese es, pues, su sentido, una articulación compleja.
Retomemos la conclusión de mi ejemplo para realizar un matiz relevante. Según
esto, no cabe ni una brizna de duda afirmar que el barrio es un macrosistema técnico en el
que se da la dinámica de enseñanza y aprendizaje de un saber hacer mediado por artefactos
técnicos. En este sistema técnico pueden coexistir otros subsistemas técnicos, como el ya
mencionado campo de fútbol, que no necesariamente depende del macrosistema técnico.
Para aprender a jugar fútbol o montar en bicicleta no se necesita estar en el barrio, pues
existen sistemas técnicos de este tipo apartados de los barrios. Cabe preguntarse si sucede
lo mismo, pero en la dirección contraria, es decir, si el macrosistema técnico, que en este
caso es el barrio, necesita para concebirse en cuanto tal (como macrosistema técnico) de
subsistemas técnicos como las canchas de fútbol, los espacios para llevar a cabo distintas
actividades —estos son los parques—, entre otros. No obstante, dejaré abierta la pregunta
para discutirla en otra ocasión, pues tal vez me extienda innecesariamente.
La pregunta que puede estar resonando en estos momentos en sus cabezas es: ¿qué
sucede con las tecnologías en un sistema técnico? Retornando a mi inconclusa experiencia
personal, es importante decir que crecí en ese ambiente de enseñanza y aprendizaje de un
conjunto de técnicas. En algún momento cumplí el rol de “hermano menor” para después
convertirme en el “hermano mayor” —nótese la similitud con el vínculo ya tratado entre el
discípulo (hijo) y el maestro (padre)—. Sin embargo, fruto de los enigmáticos artificios de
la vida, salí del barrio y mi carácter se moldeó gracias a ciertas experiencias. Una de esas
experiencias produjo mi abstención del uso de redes y, consecuentemente, de dispositivos
electrónicos, aunque ante estos últimos terminé siendo un tanto flexible. Al volver al barrio,
me percaté de que la mayoría de los más pequeños había adquirido la audaz habilidad de no
solo manejar con mayor facilidad dichos dispositivos, sino que también el conjunto de sus
posibles actividades giraba en torno al saber hacer o, para ser más preciso, al saber utilizar
dichos dispositivos junto con el complejo entramado de aplicaciones que hay en ellos. Para
darle un nombre a la experiencia, podríamos decir que hubo algún tipo de disonancia
cognitiva al experimentar este discreto, pero eficaz, cambio. Pero, ¿qué había pasado?
¿Acaso se había extinguido la dinámica de enseñanza y aprendizaje de la técnica? Mi
respuesta frente a esta última pregunta es un no rotundo. La dinámica seguía ahí, el sistema
técnico estaba intacto; sin embargo, lo que había pasado era, pues, que los artefactos habían
cambiado. Se me dificultaba entrar en la dinámica de enseñanza y aprendizaje por el hecho
de haberme abstenido de usar dichos aparatos para la interacción con los demás. Los
sujetos, junto con el saber práctico, seguían ahí, solo que los aparatos ya no eran las
bicicletas o el balón de fútbol, sino los videojuegos o las redes sociales. El ecosistema
técnico se había reconfigurado al cambiar los artefactos técnicos. El saber práctico ahora
radicaba en el saber utilizar el aparato y las aplicaciones dentro de este. Incluso los roles de
“hermano menor” y “hermano mayor” habían sido intercambiados. Ahora, los más jóvenes
eran quienes ejercían, ante alguien como yo, que por convicción se abstuvo del uso de
dichos aparatos, el rol de maestro, de hermano mayor. Y yo, por otro lado, era el receptor
de dicho saber práctico del que carecía.
Esta misma dificultad es la que usualmente experimentan los abuelos y los nietos.
En nuestra época ha habido un cambio en los roles de preceptor y aprendiz. Los abuelos
han de aprender las habilidades, los saberes históricamente determinados de sus nietos, si
aspiran a crear un vínculo afectivo con ellos. Los nietos ven a los abuelos como extraños,
personas con las cuales es difícil interactuar por la brecha técnica entre ellos; esto es, por el
hiato que hay entre sus saberes. Mientras el abuelo encuentra una fuente de delectación en
leer libros o la abuela en tejer y enseñar a narrar historias fantásticas, el nieto encuentra
felicidad en los videojuegos o las anécdotas inverosímiles de streamers, que le son más
cercanos tanto en edad como en saberes y experiencias. La técnica y los sujetos que la
enseñan y la aprenden siguen ahí —la dinámica pervive—, pero los aparatos han cambiado
y, por tanto, se ha reestructurado el sistema técnico.

Tecnología y amor
Somos el resultado de un contexto histórico-social determinado por el devenir histórico.
Debemos entender que no vivimos en abstracto; todo lo que ocurre en nuestro presente está
estrechamente vinculado a procesos históricos, políticos, sociales y económicos complejos
(o, más precisamente, dialécticos). Así, el hecho de que nuestras relaciones amorosas estén
mediadas por tecnologías digitales no ha surgido de la nada. Este fenómeno, que nos
atraviesa a todos, es simplemente un eslabón más del inexorable devenir de la historia.
Así pues, retomando las reflexiones anteriores y realizando un ejercicio filosófico al
estilo de Nietzsche, Wittgenstein o Marx, es decir, un ejercicio demoledor de ídolos y
pseudoverdades, resulta crucial cuestionar la concepción ordinaria y reduccionista de la
técnica como un “algo” (que, a estas alturas, sabemos que se denomina aparato técnico) que
irrumpe en nuestras dinámicas y relaciones intersubjetivas y que, al hacerlo, reconfigura
completamente sus formas anteriores. Esta visión parte de un ingenuo error conceptual:
percibir la técnica y su derivado, la tecnología, como algo externo y, hasta cierto punto,
místico, de una naturaleza distinta a la humana. Esta idea, en parte, proviene de una
interpretación metafórica de la figura prometeica.
Desde la perspectiva de Ortega y Gasset, como hemos analizado, el ser humano es
un animal técnico por naturaleza. No es que la técnica sea un objeto de naturaleza distinta;
más bien, es un constituyente ontológico del ser humano. Esta idea nos permite entender
que la relación entre la tecnología y el ser humano es una relación de mutua configuración,
influencia e interdependencia. No podríamos hablar del ser humano sin comprender que su
constitución es intrínsecamente técnica; su forma de habitar el mundo, de desplegarse e,
incluso, de pensarlo, es técnica.
Consideremos, por ejemplo, el tema objeto de nuestra reflexión anterior: la familia.
Surge entonces la pregunta: ¿No es acaso la familia un dispositivo o aparato técnico?
Personalmente, consideraría que sí, ya que, en tanto que dispositivo, cumple una finalidad.
En su sentido más primitivo y biológico, la familia es un dispositivo técnico encargado del
cuidado y desarrollo de la criatura nacida. Consecuentemente, como hemos señalado, la
cultura está compuesta por un complejo entramado de técnicas, tecnologías, aparatos y
sistemas técnicos.
Si partimos de esta idea y desechamos la concepción de la tecnología como “algo”
externo a nosotros, podemos entender que las tecnologías digitales no son el resultado de
un simple cambio de paradigma hacia otro. Esta interpretación sería reduccionista. Más
bien, es pertinente comprender que el surgimiento de las tecnologías digitales es el efecto
de un extenso proceso histórico, social y cultural —casi análogo al proceso evolutivo de la
especie, conducido en gran medida por la técnica— que implica una relación de
interdependencia y sinergia entre la humanidad y la técnica.
En este sentido, el ejemplo anterior de la carta resulta esclarecedor. La carta, como
aparato técnico, se inserta en un ecosistema técnico específico, compuesto igualmente por
un saber práctico (en este caso, la escritura, que representa una técnica activada por
individuos que la ponen en práctica). Al introducir nuevos aparatos técnicos, el sistema
técnico se reconfigura por completo, lo que exige una nueva habilidad (técnica) que
responda a las dinámicas emergentes. Por lo tanto, la reestructuración —o, si se prefiere, la
construcción de nuevos sistemas técnicos— presupone nuevos saberes, nuevas formas de
valorar, de sentir, de significar y, en definitiva, de existir.
Un claro ejemplo es la aparición de los teléfonos y las redes sociales, los cuales
reestructuraron por completo el sistema técnico; hoy, la construcción y consolidación de los
vínculos intersubjetivos amorosos responde a la inmediatez digital.
No obstante, como es bien sabido, los cambios históricos, sociales y culturales no se
dan de la noche a la mañana. En un mismo periodo pueden coexistir generaciones de
épocas distintas; por lo tanto, sujetos técnicos de diferentes sistemas técnicos (valga la
redundancia) pueden coincidir en una misma temporalidad, que incluso podría resultar
transitoria hacia un nuevo ecosistema técnico —esa es la reflexión que hemos hecho en el
apartado de tecnología y familia—. Así pues, en cuanto al amor, no es extraño que el
proceso de atracción (también llamado preámbulo), seguido del enamoramiento y,
finalmente, de la consolidación de la relación, a través de la mediación de las tecnologías
digitales, parezca una abominación del amor o, aún peor, algo radicalmente distinto a él, a
ojos de quienes han vivido su existencia en un sistema técnico diferente al actual. En
consecuencia, habrá quienes prefieran las formas tradicionales, mediadas técnicamente, de
construir relaciones amorosas intersubjetivas sobre las actuales.
En conclusión, este es el punto que quiero destacar: cuando hablamos de relaciones
amorosas tecnomediadas, solemos considerarlas un fenómeno social contemporáneo,
novedoso y sin precedentes, lo cual es un error conceptual. Desde los albores de la
humanidad, las relaciones intersubjetivas afectivas han estado mediadas por la técnica, que,
insisto, es un constituyente ontológico de la humanidad. Por tanto, los fenómenos que ahora
nos ocupan son, de manera específica, las relaciones amorosas mediadas por un tipo
particular de tecnología: las tecnologías digitales. Es fundamental subrayar que este es el
tipo de tecnología en el que nos enfocamos actualmente, ya que, de lo contrario, casi
inconscientemente estaríamos reproduciendo la concepción ingenua y reduccionista que se
tiene de la técnica y la tecnología. No especificar o, al menos, no tener presente cuál es el
tipo de tecnomediación sobre el que basamos nuestros intereses como investigadores e
investigadoras, equivale a afirmar que la tecnología es un “algo” externo, ajeno a nuestro
ser, que, al intervenir en nuestras vidas, las reconfigura en su totalidad mientras dicho
“algo” permanece inmutable —una vez más, la idea simplista de la técnica y la tecnología
como meros instrumentos—.
De Camargo y Canavire (2014), por ejemplo, reflexionan sobre la interdependencia
entre el mundo real y el mundo digital-virtual. No obstante, los autores consideran que el
mundo digital-virtual es el lugar ideal para que lo imaginario pueda realizarse. La web se
nos presenta como el espacio donde podemos crear y moldear nuestra historia a nuestro
antojo, lejos de la falibilidad y vulnerabilidad propias de nuestra condición. En este lugar,
es posible construir identidades que serán expuestas al ojo público en forma de narrativa
espectacularizada. El anonimato que nos brinda Internet posibilita que se componga una
representación ideal del yo; es decir, retocamos, transformamos y mejoramos nuestra
imagen para que los demás la consuman, la desaprueben o la acepten, convirtiéndonos en
narradores y espectadores de una representación de nosotros mismos. Piénsese, por
ejemplo, en las aplicaciones para citas, en las que se nos muestra un catálogo de “personas”
sobre las que disponemos de información muy precisa, pero suficiente como para
considerar si somos compatibles o no, para que, después de un exhaustivo escrutinio
(nótese el sarcasmo) de esa multiplicidad de opciones, se produzca el match (conexión o
emparejamiento).
En las vertiginosas corrientes del internet, se produce una hiperexposición de las
individualidades (los “yoes”) que buscan la aceptación y la aprobación de los demás para
mantener su estabilidad. Exponemos nuestra intimidad al ojo público en busca de
reconocimiento y validez; sin embargo, para evitar el rechazo, la desaprobación o, en
términos de la lógica subyacente (una lógica mercantil), la desvalorización, construimos
una narrativa sobre nosotros mismos que se ajusta a los parámetros sociales. Esta
representación ideal actúa como un alivio psicológico, ayudándonos a ocultar nuestras
imperfecciones tanto para los demás como para nosotros mismo.
Badiou (2009) también aborda la cuestión de la desaprobación y, si mi
interpretación es correcta, el filósofo francés es consciente de que, en nuestros tiempos, el
rechazo tiene un impacto inconmensurablemente destructor a nivel psicológico. Por ello,
nos esforzamos exhaustivamente por mitigar el riesgo que implica entablar relaciones
intersubjetivas amorosas. A partir de la tesis de Badiou, considero que aplicaciones como
Tinder, Match.com, Badoo, Grindr o Meetic, en tanto que mecanismos para reducir el
riesgo y el azar del amor, son un síntoma no de una característica de la época
contemporánea, sino de algo relativo a las profundidades de nuestro ser: el rechazo de
nosotros mismos.

Las bases filosóficas del transhumanismo


En uno u otro sentido, considero que hasta este punto se ha construido un panorama en
torno al problema de la técnica que podríamos calificar de “decente” y “oportuno” más que
“absoluto” y “conclusivo”, que en la mayoría de ensayos y artículos académicos se soslaya
o presupone clara para todos los lectores. Así, resueltas las dos primeras preguntas
planteadas al inicio del documento: ¿qué posiciones o concepciones filosóficas existen
sobre la técnica? —correlativa a esta ¿cuáles son sus respectivos marcos comprensivos
ontológicos y epistemológicos? — y ¿cómo la concepción de la técnica determina la
manera de entender las relaciones intersubjetivas? En cuento a la primera, esbozamos dos
posiciones: la técnica en tanto que rasgo constitutivo del ser humano que opera como
prótesis, aquí el nombre que sale a relucir es el de Ortega y Gasset; y la técnica como la
manera en la que leemos el ser (la realidad en un sentido amplio), en este caso, quien
enarbola dicha tesis es Martin Heidegger. Luego, tras decantarnos por la tesis protésica,
desarrollamos un discurso reflexivo en torno a la definición de los términos técnica,
aparatos técnicos, tecnología y ecosistema técnico, que tomaba de base la tesis mencionada,
para comprender las relaciones intersubjetivas. Por último, nos queda resolver una última
cuestión, esta es: ¿por qué el transhumanismo representa un proyecto esperanzador para la
actualidad? Para ello, debemos primeramente tener presente cuáles son las concepciones
sobre el ser humano y la técnica que subyacen en este “proyecto”.
Precisar su raíz etimológica —por más que nos parezca un acto extenuante y propio
de filósofos presuntuosos— es imprescindible para por lo menos intuir los marcos
ontológicos y epistémicos que fundamentan esta convicción. Por ende, centremos la mirada
en el prefijo “trans” que significa ir más allá, detrás de o superar. Por lógica (no
necesariamente opuesta al sentido común), la pregunta consecuente sería: «¿ir más allá de
qué?» «¿Superar qué?» Interrogante que se responde de manera inmediata al fijar la vista el
complemento del nombre: “humanismo”. En suma, lo que se busca supera es la condición
humana, al ser humano vulnerable, mortal y falible. De hecho, el registro más antiguo del
uso de la palabra “transhumanismo” se remonta a La Divina Comedia de Dante Alighieri,
aunque no en su sentido actual como sustantivo, sino como el verbo transhumanar, que
podría interpretarse como “llegar a ser más que humano” o “alcanzar una versión
divinizada del ser humano” (Marcos, 2023; Hernández, 2024).
No obstante, ¿acaso es el transhumanismo el primer intento por superar, dejar atrás,
la condición humana? En definitiva, no. De hecho, si hacemos anamnesis, recordaremos
que, en nuestra exposición sobre las concepciones filosóficas de la técnica, en la protésica
(que es la que estamos trabajando), se hablaba de una infelicidad, de un descontento y
angustia por ser lo que somos, animales biológicamente desventajados, limitados, en
últimas, imperfectos. El ser humano, «hastiado» de su condición, pero también con su
entorno, se niega a sí mismo y proyecta todos sus anhelos y esperanzas en ser algo más, en
lograr ser no solo mejor que antes, sino alcanzar la perfección. Ya lo decía Albert Camus
(2003): «el hombre es la única criatura que se niega a ser lo que es», e incluso Nietzsche,
mucho antes, al reflexionar sobre los ideales ascéticos —estratagemas para la conservación
de la vida desde su negación—.
“[...] La tierra es el astro auténticamente ascético, un rincón lleno de criaturas
descontentas, presuntuosas y repugnantes, totalmente incapaces de liberarse de un
profundo hastío de sí mismas, de la tierra, de toda vida, y que se causan todo el daño
que pueden, por el placer de causar daño: -probablemente su único placer.”6
Estas carencias ontológicas, a saber, la incapacidad del ser humano para tomar las
riendas de su propia existencia y darle un sentido inmanente, provocan que este someta su
voluntad a fuerzas y figuras trascendentes que él mismo crea, pero que, al rendirles culto y
depositar en ellas sus deseos más íntimos, toman tanta fuerza que se vuelven en contra de
él, presentándose como extrañas, superiores y autónomas. Como ejemplos tenemos el
Estado, Dios o la mercancía, figuras que hacen de referentes de sentido de nuestras vidas;
para Marx, estas son tres formas de perderse a sí mismo, es decir, de enajenarse (Bermudo,
2015).
Por otro lado, y siguiendo a García (2021), es relevante destacar que el deseo es uno de
los rasgos esenciales del ser humano. De hecho, esto ya se había mencionado tácitamente al
tratar a Ortega y Gasset. El deseo, entendido como un impulso, lleva a las personas a buscar
aquello que perciben como un bien para su propio perfeccionamiento, lo que, en principio,
parece ser una visión optimista: el ser humano no desearía algo que lo perjudicara o le
causara daño. Sin embargo, David Hume ya había abordado esta cuestión en el Tratado de

6
Nietzsche, F. (1887/2005). La genealogía de la moral. Alianza Editorial, p. 152.
la Naturaleza Humana, libro segundo (1739), con su famosa frase: «No va en contra de la
razón preferir la destrucción del mundo entero a tener un rasguño en un dedo».
La técnica ha posibilitado nuestra autotrascendencia. Desde los instrumentos para la
caza hasta los automóviles, como hemos visto, son producciones técnicas que han
permitido superar nuestras limitaciones e inespecialización orgánica. La técnica no solo ha
“equilibrado” la balanza biológica en comparación con los demás animales, sino que llegó
un momento en la historia de nuestra especie en el que el ideal a seguir, el modelo que nos
inspira, estaba más allá de cualquier ente del mundo del que hubiéramos tenido
conocimiento.
Los avances técnicos y científicos de los últimos siglos han elevado las expectativas
hacia el futuro, y como resultado, la relación entre ambas esferas —casi numinosas en
nuestra época— se ha vuelto profundamente esperanzadora. Cada gran avance en las
tecnologías emergentes alimenta nuestro anhelo de trascender nuestra naturaleza actual y
alcanzar la perfección. En este sentido, los dos principales pilares sobre los que se sostienen
las pretensiones transhumanistas son los siguientes:

1. El ser humano se encuentra en un estadio inferior, ya que su condición es precaria,


imperfecta, enfermiza y decadente (interpretación fáustica del cuerpo). Este
presupuesto es de carácter ontológico, pues desde esta perspectiva se da un hastío y
negación de la propia naturaleza en favor de un modelo ideal a seguir —o, con
mayor precisión, a alcanzar—.
2. La técnica y la ciencia, en un esfuerzo conjunto e interdependiente, permitirán la
superación de nuestra condición actual. Sin embargo, como señala Piedra (2017), el
perfeccionamiento técnico que propone el transhumanismo no es meramente
restaurativo o correctivo, ya que no se trata solo de compensar deficiencias, sino de
potenciar sin límites las capacidades humanas. Este segundo presupuesto es de corte
epistémico, ya que concibe la técnica y la ciencia —o más específicamente, su
interacción— como la condición necesaria para alcanzar dicho ideal.

Por lo tanto, el concepto de tecnología adquiere mayor relevancia desde la perspectiva


del transhumanismo. Recordemos la definición propuesta: un conjunto de técnicas basadas
en el conocimiento científico que se aplican para la resolución de problemas prácticos. En
este caso, la tecnología es esencial no solo por ser el resultado de la relación entre técnica y
ciencia, sino también porque, si su objetivo es resolver problemas prácticos —como los que
se consideran desde el transhumanismo—, podríamos, a través de la intervención
tecnológica, ofrecer una solución definitiva a “problemas” como la enfermedad, la muerte e
inclusive las emociones negativas. La solución a estos problemas, según los defensores del
transhumanismo, nos hará más felices.
Hasta aquí, hemos abordado la reflexión que suele omitirse en las críticas o defensas del
transhumanismo. A continuación, me centraré brevemente en varios puntos que he
encontrado en mis antecedentes y que considero relevantes, ya que están estrechamente
relacionados con lo expuesto previamente.

Si la fuente de nuestra infelicidad y nuestros males es nuestra condición humana,


entonces, para obtener el efecto inverso (ser plenamente felices), sería necesaria la
intervención tecnológica para superar nuestra precariedad. No obstante, Haros (2023)
contrasta la postura transhumanista con la ética realista, que retoma la concepción clásica
de la felicidad como el bien último —el único fin autotélico, en palabras de Aristóteles—,
alcanzable a través de la práctica de la virtud. En última instancia, Haros precisa que la
cuestión de la felicidad no versa sobre el mejoramiento de nuestras capacidades —eso es
otra cosa, que solemos llamar bienestar—, sino sobre la búsqueda del perfeccionamiento
moral y espiritual, es decir, el pleno desarrollo personal o la construcción de la mejor
versión de uno mismo. Una búsqueda que debemos emprender atravesando un camino
estrecho, difícil de transitar y de concluir, pues está lleno de altibajos para seres falibles
como nosotros, pero que, precisamente por ello, vale la pena recorrer.

En este sentido, Driollet de Vedolla (2016) compara las ideas transhumanistas de


Bostrom con las reflexiones de Søren Kierkegaard en obras como Diario de un seductor,
Temor y temblor y La repetición —todas del mismo año, (1843)—. Mientras que el
transhumanismo anglosajón busca potenciar el goce sensorial del ser humano (lo que
Kierkegaard llama el “estadio estético”), el problema surge cuando se trata de la repetición
espiritual o religiosa, que persigue la plenitud o la eternidad.

Otro de los puntos clave cuando hablamos de transhumanismo (y esto está muy
relacionado con la explicación etimológica hecha antes) es la diferencia entre este, el
poshumanismo y el humanismo. Orrego (2020) desenmaraña esta cuestión. Según él, el
humanismo, originado en el Renacimiento y desarrollado durante la Ilustración, se
consolidó como uno de los pilares de la modernidad. En términos generales, el humanismo
promueve una visión optimista del ser humano, centrada en su capacidad de progreso tanto
individual como colectivo, basada en la razón y la ciencia.

Por su parte, el poshumanismo puede entenderse de dos formas: como una crítica
interna al humanismo, que cuestiona su visión esencialista y universal del ser humano —
representada principalmente por el varón blanco burgués—, o como el estado final que los
transhumanistas aspiran a alcanzar para la especie humana. Finalmente, el transhumanismo
plantea la idea de que el progreso y la evolución del ser humano deben llevarse a cabo a
través de la intervención tecnológica, siendo una suerte de reactivación del humanismo
renacentista e ilustrado, que abogaba por la mejora continua de la humanidad. Es en este
último concepto en el que nos hemos concentrado.
Sin embargo, el transhumanismo al igual que cualquier otra postura filosófica, no es
homogénea. González (2023) realiza una analogía entre la tradicional distinción filosófica
entre corrientes analíticas y continentales, aplicándola al transhumanismo. En primer lugar,
el transhumanismo anglosajón, representado por autores como Nick Bostrom, Max More y
David Pearce, sostiene que la naturaleza humana es transitoria y debe ser perfeccionada
mediante avances científicos y tecnológicos. En contraste, el enfoque continental, cuya
principal figura es Peter Sloterdijk, rechaza la existencia de una esencia humana,
postulando que esta es inexistente.
A pesar de estas diferencias conceptuales, ambas corrientes comparten el mismo
objetivo: la mejora y eventual superación de la condición humana para alcanzar un estado
evolutivo superior, conocido como el “poshumano”. Y, en consecuencia, lo que somos en
el aquí y el ahora, es tan solo un paso más en la escala evolutiva del potencial humano.
Acosta (2021), por su parte, señala que otro posible problema intrínseco a los postulados
transhumanistas: la prolongación indefinida de la vida podría conducir al aburrimiento,
además de generar consecuencias negativas para el medio ambiente. Coincido con esta
idea, pero considero que hay otro aspecto que no se menciona: nuestra condición de seres
finitos es, en parte, lo que da forma y sentido a nuestras prácticas culturales, relaciones
interpersonales y el sentido de nuestra existencia.
Para finalizar, considero que, mi problema de investigación gira en torno a los tres
vacíos que, en forma de pregunta, hicieron de eje articulador para esta primera parte. Así
pues, parcialmente lo formularé de la siguiente manera: ¿Qué concepciones filosóficas
sobre la técnica subyacen en las pretensiones transhumanistas que determinan sus
presupuestos ontológicos y epistemológicos sobre el ser humano y, en consecuencia,
sobre las relaciones intersubjetivas? Consecutivamente,

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