13 Agudelo
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El problema de la técnica
De ortega a Heidegger
En principio, mi interés investigativo era cómo el transhumanismo reconfiguraba nuestras
maneras de crear vínculos afectivos amorosos. Sin embargo, tras la lectura de los
antecedentes, me percaté de que estaba reproduciendo un “salto” insondable que la gran
mayoría de autores y autoras habían hecho en sus respectivos trabajos. Me explico, varios
de ellos realizaban una crítica a este “proyecto”, presuponiendo numerosos aspectos, entre
los que considero fundamentales para la discusión los siguientes: ¿qué posiciones o
concepciones filosóficas existen sobre la técnica? ¿Cuáles son sus respectivos marcos
comprensivos ontológicos y epistemológicos? ¿Cómo la concepción de la técnica determina
la manera de entender las relaciones intersubjetivas —enfocándome primero en las filiales,
para luego dirigir la reflexión hacia las románticas—? Y ¿por qué el transhumanismo
representa un proyecto esperanzador para la actualidad?
Así pues, en vista de responder a estas interrogantes, primeramente, esbozaré unas
cuantas reflexiones sobre la técnica de ciertos filósofos que, según las fuentes que he
analizado, son los más destacados, para después de tener presente cuáles son los supuestos
ontológicos y epistémicos de los que se sirven para entender la relación humano-técnica.
Sin embargo, —y me disculpo con los especialistas para quienes esto será una
vergonzosa perogrullada—, no está de más preguntarnos por aquello que en este momento
constituye nuestro objeto de reflexión: la técnica (del griego téchne). Esta se entiende como
un saber práctico («un saber hacer», en última instancia, una «habilidad») cuyos efectos
modifican y reconfiguran el mundo (poiesis). Por lo tanto, está sujeta a un conjunto de
normas específicas mediante las cuales se busca alcanzar un objetivo determinado. De ahí
que, cabe mencionar, usualmente se traduzca como «arte» u «oficio» (Ferrater, 2008).
Para Ortega y Gasset, por ejemplo, el ser humano es intrínsecamente un animal
técnico, es decir, un ser que planifica —se ensimisma para formar ideas y luego
proyectarlas mediante la acción—, construye y, consecuentemente, se sirve de herramientas
para «reaccionar» a las exigencias de un entorno hostil y amenazante en el cual se siente
«náufrago». Es su infelicidad e insatisfacción —de corte ontológico, cabe aclarar— por su
condición natural, junto con su deseo inescrutable de preservar la existencia —también de
carácter ontológico y no biológico—, lo que lo conduce a adecuar el entorno a su voluntad
en virtud de la autotrascendencia (Santandreu, 1992).1
1
Según Ortega, este impulso de vida — similar a la voluntad de vivir schopenhaueriana—no puede explicarse
en términos biologicistas, es decir, desde la teoría del instinto de preservación, ya que los instintos, en última
instancia, se subordinan a otras facultades, como la reflexión o la voluntad, las cuales permiten al ser humano
Desde esta perspectiva, la técnica funciona como una “segunda naturaleza” o
“sobrenaturaleza” que facilita el proceso de autorrealización, autocreación o
autoproducción (autopoiesis) del ser humano a través de la transformación de sus
circunstancias. En otras palabras, la técnica funciona como una prótesis que no solo
satisface nuestras necesidades biológicas, sino que también libera nuestras potencialidades
ontológicas, las cuales, al desplegarse, crecen continuamente, superando así las
limitaciones de la condición natural (Pérez, 2020).
Ahora bien, es necesario precisar algunos aspectos. Como se ha mencionado, para
Ortega, en las profundidades del ser humano existe una infelicidad relacionada con su
condición natural, que, en comparación con otras especies, se encuentra (biológicamente
hablando) en desventaja. Sin embargo, también persiste un deseo de estar en el mundo, de
pervivir (un deseo cuyo origen Ortega omite), que se transforma en necesidad —«necesidad
de las necesidades»— en un sentido subjetivo, es decir, solo si el individuo decide vivir.
Según esta perspectiva, el ser humano es el único ente en el mundo (o al menos el único del
que tenemos conocimiento) que posee la facultad de elegir si estar o no en el mundo. Y,
paradójicamente, tiende a preservar la existencia. No obstante, no podemos pasar por alto
que, si mostramos un gran empeño por subsistir, ello se debe, sin lugar a dudas, a la técnica
(Santandreu, 1992).2
La técnica, según nuestra definición y lo expuesto por Ortega, presupone el ejercicio
reflexivo previo del ser humano. No obstante, el filósofo español distingue tres estadios en
la evolución de la técnica. En primer lugar, se halla la técnica del azar, que se refiere a la
época prehistórica y protohistórica, en la que el ser humano, de manera azarosa, encuentra
en la naturaleza los medios para satisfacer las necesidades inherentes a su vida. En esta
etapa, los inventos técnicos son fruto de los reveses del azar, de la interacción fortuita entre
el intelecto humano y los fenómenos naturales. Piénsese (nos dirá Ortega), por ejemplo, en
el hombre de aquel entonces que experimentaba desprotegido el infernal frío de una
tormenta. De manera intempestiva, un rayo atraviesa un árbol, produciendo llamas que
consumen el tronco. El hombre primitivo, aprovechando la oportunidad, «se acerca al fuego
benéfico que el azar le ha proporcionado para calentarse». Posteriormente, el fuego se
convertiría en una adquisición técnica fundamental, que permitiría al ser humano
defenderse de las bestias y cocinar alimentos, así como crear instrumentos de caza como la
lanza, el arnés o incluso las simples piedras. Así, aunque la técnica está vinculada a un
saber práctico que nos permite transformar nuestro entorno —como la adquisición del
fuego y la creación de herramientas para la caza y la agricultura—, también está
profundamente conectada con la construcción de un medio ambiente artificial,
relativamente independiente del entorno orgánico. Esta idea del ambiente artificial ganará
«desprenderse transitoriamente de las urgencias vitales».
2
Según Ortega, este impulso de vida no puede explicarse en términos biologicistas, es decir, desde la teoría
del instinto de preservación, ya que los instintos, en última instancia, se subordinan a otras facultades, como la
reflexión o la voluntad, las cuales permiten al ser humano «desprenderse transitoriamente de las urgencias
vitales».
mayor relevancia siglos más tarde, a medida que avanzan las sociedades (Santandreu, 1992;
Zambrano y otros, 2018).
En segundo lugar, se encuentra la técnica del artesano, que corresponde a un
periodo cuyo marco de referencia abarca la Grecia clásica, la Roma preimperial y la Edad
Media. En este periodo, el ser humano adquiere una mayor conciencia de sus capacidades,
lo que conlleva un aumento en los inventos técnicos. No obstante, persiste el vínculo entre
los actos técnicos del ser humano y los fenómenos naturales. Aunque la invención de
instrumentos o artefactos —objetos que, en esencia, son también prótesis (fisiológicas)
creadas por la técnica (un saber práctico) para cumplir una finalidad (telos) mediante la
acción, que ya de por sí es técnica, pues sigue un conjunto de reglas específicas para lograr
el propósito deseado, lo que requiere una planificación intelectual previa— comenzó en
periodos anteriores, en este periodo se agudiza su fabricación, consolidándose de esta
manera la figura de expertos en diversas “artes”, como, por ejemplo, el artesano
(Santandreu, 1992).3
En tercer lugar, y, por último, se halla el periodo de la técnica del técnico. Es este el
periodo en el que nos encontramos, caracterizado por la conciencia de nuestras
ilimitaciones. Los seres humanos hemos alcanzado una consciencia clara de que poseemos
la capacidad para someter, configurar y, en suma, transformar nuestro entorno. La técnica
ha expandido nuestro campo de posibilidades, de manera que podemos «serlo todo y
consecuentemente no ser nada determinado». Los inventos técnicos, es decir, los artefactos
como carreteras, vehículos motorizados, edificios, cableados, pantallas gigantes, etc.,
transgreden los límites impuestos por la naturaleza, configurando así un medio ambiente
artificial que termina por dominar el entorno orgánico, haciéndonos creer que ya no
estamos sujetos a este. En consecuencia, es la técnica, entendida como “segunda
naturaleza”, la que ha permitido no solo prolongar la existencia biológica de la especie, sino
también impulsar nuestra autotrascendencia a nivel ontológico. Para Ortega, la técnica,
junto con el intelecto y la libertad, son rasgos constitutivos del ser humano (Pérez, 1992).
He aquí expuesto el enfoque protésico y antropológico de la técnica desde Ortega y
Gasset. Ahora bien, otro de los nombres que planea cual ave rapaz sobre la cuestión de la
técnica es el del eminente filósofo alemán, Martín Heidegger. En su texto La pregunta por
la Técnica (1953), Heidegger no titubea en señalar sus desavenencias con la concepción
antropológica e instrumental de la técnica, que imperaba en ese entonces. Fiel a sus
intereses filosóficos, Heidegger se centra en una pregunta formulada en clave ontológica:
¿qué es la técnica? (¿cuál es su esencia?) una interrogante que no puede ser resuelta en
términos técnicos, ni antropológicos («es un saber hacer del hombre») e instrumentales
(«es un medio para un fin»), pues la técnica es mucho más que una propiedad
intrínsecamente antropológica. Más bien, la técnica está relacionada con el desvelar. El
3
No podemos olvidar, como mencioné en su definición, que técnica, arte y oficio son equivalentes. Sobre
todo, para la época de la Grecia Clásica.
ámbito que le es propio es el del desocultamiento. Pero, ¿qué se desvela? Nada menos que
el ser, esto es, el fundamento de todo lo existente (orgánico e inorgánico), lo que está ahí
ante nuestros ojos o, sin perder de vista la herencia de Husserl, el mundo de los objetos
(entes para ser más preciso).
Heidegger retoma la noción clásica de técnica (que ya hemos suscitado)
estrechamente relacionada con la poiesis, a saber, la producción o fabricación de un objeto.
Sin embargo, la matiza: la técnica, en tanto que producción (saber producir), no se refiere a
la creación material («confección») de un objeto, sino más bien a la potencialidad ignota de
un “algo” para ser/estar ahí en el mundo. Un “algo” que, al mismo tiempo que es
descubierto (producido), es conocido. Permítame, para hacer más comprensible la cuestión,
proponer a modo de ejemplo la siguiente analogía. Imagine que está en una amplia
habitación empolvada que desconoce. A su derecha hay un plumero, y sin más, decide
recorrer la habitación y desempolvar aquellas figuras que, por estar cubiertas de polvo,
captan su atención. La técnica, desde la perspectiva de Heidegger, cumple la función del
plumero: nos ayuda a descubrir cosas del mundo que antes estaban ocultas, que antes
habitaban el terreno de la mera potencialidad. Sin embargo, la técnica no es un rasgo
propiamente antropológico, ya que la naturaleza, independientemente del hombre, también
produce (es decir, desvela) cosas.
Incluso, la técnica moderna también se ajusta a esta idea del desocultar. Pero, cabe
señalar, su desocultar es distinto al de las técnicas antiguas, pues el desocultar dominante
en este tipo de técnica lo que busca es «un provocar que pone en la naturaleza la exigencia
de liberar energías» en vistas de impulsar la mayor producción con el mínimo esfuerzo
posible. Así pues, Heidegger llamaría a la técnica moderna un «desocultar provocante».
Esta propuesta resulta innovadora, pues la técnica ya no es simplemente el nombre
con el cual abarcamos determinadas acciones y objetos, sino que lo verdaderamente
relevante aquí es cómo interpretamos la realidad, la cual debe ser entendida en clave
técnica; es decir, desde la perspectiva de la producción, como un proceso continuo de
desocultamiento, donde algo emerge de la potencialidad desconocida para volverse
inteligible —he ahí el carácter temporal del ser que solemos perder de vista— (De Lara,
2022).
Tecnología y amor
Somos el resultado de un contexto histórico-social determinado por el devenir histórico.
Debemos entender que no vivimos en abstracto; todo lo que ocurre en nuestro presente está
estrechamente vinculado a procesos históricos, políticos, sociales y económicos complejos
(o, más precisamente, dialécticos). Así, el hecho de que nuestras relaciones amorosas estén
mediadas por tecnologías digitales no ha surgido de la nada. Este fenómeno, que nos
atraviesa a todos, es simplemente un eslabón más del inexorable devenir de la historia.
Así pues, retomando las reflexiones anteriores y realizando un ejercicio filosófico al
estilo de Nietzsche, Wittgenstein o Marx, es decir, un ejercicio demoledor de ídolos y
pseudoverdades, resulta crucial cuestionar la concepción ordinaria y reduccionista de la
técnica como un “algo” (que, a estas alturas, sabemos que se denomina aparato técnico) que
irrumpe en nuestras dinámicas y relaciones intersubjetivas y que, al hacerlo, reconfigura
completamente sus formas anteriores. Esta visión parte de un ingenuo error conceptual:
percibir la técnica y su derivado, la tecnología, como algo externo y, hasta cierto punto,
místico, de una naturaleza distinta a la humana. Esta idea, en parte, proviene de una
interpretación metafórica de la figura prometeica.
Desde la perspectiva de Ortega y Gasset, como hemos analizado, el ser humano es
un animal técnico por naturaleza. No es que la técnica sea un objeto de naturaleza distinta;
más bien, es un constituyente ontológico del ser humano. Esta idea nos permite entender
que la relación entre la tecnología y el ser humano es una relación de mutua configuración,
influencia e interdependencia. No podríamos hablar del ser humano sin comprender que su
constitución es intrínsecamente técnica; su forma de habitar el mundo, de desplegarse e,
incluso, de pensarlo, es técnica.
Consideremos, por ejemplo, el tema objeto de nuestra reflexión anterior: la familia.
Surge entonces la pregunta: ¿No es acaso la familia un dispositivo o aparato técnico?
Personalmente, consideraría que sí, ya que, en tanto que dispositivo, cumple una finalidad.
En su sentido más primitivo y biológico, la familia es un dispositivo técnico encargado del
cuidado y desarrollo de la criatura nacida. Consecuentemente, como hemos señalado, la
cultura está compuesta por un complejo entramado de técnicas, tecnologías, aparatos y
sistemas técnicos.
Si partimos de esta idea y desechamos la concepción de la tecnología como “algo”
externo a nosotros, podemos entender que las tecnologías digitales no son el resultado de
un simple cambio de paradigma hacia otro. Esta interpretación sería reduccionista. Más
bien, es pertinente comprender que el surgimiento de las tecnologías digitales es el efecto
de un extenso proceso histórico, social y cultural —casi análogo al proceso evolutivo de la
especie, conducido en gran medida por la técnica— que implica una relación de
interdependencia y sinergia entre la humanidad y la técnica.
En este sentido, el ejemplo anterior de la carta resulta esclarecedor. La carta, como
aparato técnico, se inserta en un ecosistema técnico específico, compuesto igualmente por
un saber práctico (en este caso, la escritura, que representa una técnica activada por
individuos que la ponen en práctica). Al introducir nuevos aparatos técnicos, el sistema
técnico se reconfigura por completo, lo que exige una nueva habilidad (técnica) que
responda a las dinámicas emergentes. Por lo tanto, la reestructuración —o, si se prefiere, la
construcción de nuevos sistemas técnicos— presupone nuevos saberes, nuevas formas de
valorar, de sentir, de significar y, en definitiva, de existir.
Un claro ejemplo es la aparición de los teléfonos y las redes sociales, los cuales
reestructuraron por completo el sistema técnico; hoy, la construcción y consolidación de los
vínculos intersubjetivos amorosos responde a la inmediatez digital.
No obstante, como es bien sabido, los cambios históricos, sociales y culturales no se
dan de la noche a la mañana. En un mismo periodo pueden coexistir generaciones de
épocas distintas; por lo tanto, sujetos técnicos de diferentes sistemas técnicos (valga la
redundancia) pueden coincidir en una misma temporalidad, que incluso podría resultar
transitoria hacia un nuevo ecosistema técnico —esa es la reflexión que hemos hecho en el
apartado de tecnología y familia—. Así pues, en cuanto al amor, no es extraño que el
proceso de atracción (también llamado preámbulo), seguido del enamoramiento y,
finalmente, de la consolidación de la relación, a través de la mediación de las tecnologías
digitales, parezca una abominación del amor o, aún peor, algo radicalmente distinto a él, a
ojos de quienes han vivido su existencia en un sistema técnico diferente al actual. En
consecuencia, habrá quienes prefieran las formas tradicionales, mediadas técnicamente, de
construir relaciones amorosas intersubjetivas sobre las actuales.
En conclusión, este es el punto que quiero destacar: cuando hablamos de relaciones
amorosas tecnomediadas, solemos considerarlas un fenómeno social contemporáneo,
novedoso y sin precedentes, lo cual es un error conceptual. Desde los albores de la
humanidad, las relaciones intersubjetivas afectivas han estado mediadas por la técnica, que,
insisto, es un constituyente ontológico de la humanidad. Por tanto, los fenómenos que ahora
nos ocupan son, de manera específica, las relaciones amorosas mediadas por un tipo
particular de tecnología: las tecnologías digitales. Es fundamental subrayar que este es el
tipo de tecnología en el que nos enfocamos actualmente, ya que, de lo contrario, casi
inconscientemente estaríamos reproduciendo la concepción ingenua y reduccionista que se
tiene de la técnica y la tecnología. No especificar o, al menos, no tener presente cuál es el
tipo de tecnomediación sobre el que basamos nuestros intereses como investigadores e
investigadoras, equivale a afirmar que la tecnología es un “algo” externo, ajeno a nuestro
ser, que, al intervenir en nuestras vidas, las reconfigura en su totalidad mientras dicho
“algo” permanece inmutable —una vez más, la idea simplista de la técnica y la tecnología
como meros instrumentos—.
De Camargo y Canavire (2014), por ejemplo, reflexionan sobre la interdependencia
entre el mundo real y el mundo digital-virtual. No obstante, los autores consideran que el
mundo digital-virtual es el lugar ideal para que lo imaginario pueda realizarse. La web se
nos presenta como el espacio donde podemos crear y moldear nuestra historia a nuestro
antojo, lejos de la falibilidad y vulnerabilidad propias de nuestra condición. En este lugar,
es posible construir identidades que serán expuestas al ojo público en forma de narrativa
espectacularizada. El anonimato que nos brinda Internet posibilita que se componga una
representación ideal del yo; es decir, retocamos, transformamos y mejoramos nuestra
imagen para que los demás la consuman, la desaprueben o la acepten, convirtiéndonos en
narradores y espectadores de una representación de nosotros mismos. Piénsese, por
ejemplo, en las aplicaciones para citas, en las que se nos muestra un catálogo de “personas”
sobre las que disponemos de información muy precisa, pero suficiente como para
considerar si somos compatibles o no, para que, después de un exhaustivo escrutinio
(nótese el sarcasmo) de esa multiplicidad de opciones, se produzca el match (conexión o
emparejamiento).
En las vertiginosas corrientes del internet, se produce una hiperexposición de las
individualidades (los “yoes”) que buscan la aceptación y la aprobación de los demás para
mantener su estabilidad. Exponemos nuestra intimidad al ojo público en busca de
reconocimiento y validez; sin embargo, para evitar el rechazo, la desaprobación o, en
términos de la lógica subyacente (una lógica mercantil), la desvalorización, construimos
una narrativa sobre nosotros mismos que se ajusta a los parámetros sociales. Esta
representación ideal actúa como un alivio psicológico, ayudándonos a ocultar nuestras
imperfecciones tanto para los demás como para nosotros mismo.
Badiou (2009) también aborda la cuestión de la desaprobación y, si mi
interpretación es correcta, el filósofo francés es consciente de que, en nuestros tiempos, el
rechazo tiene un impacto inconmensurablemente destructor a nivel psicológico. Por ello,
nos esforzamos exhaustivamente por mitigar el riesgo que implica entablar relaciones
intersubjetivas amorosas. A partir de la tesis de Badiou, considero que aplicaciones como
Tinder, Match.com, Badoo, Grindr o Meetic, en tanto que mecanismos para reducir el
riesgo y el azar del amor, son un síntoma no de una característica de la época
contemporánea, sino de algo relativo a las profundidades de nuestro ser: el rechazo de
nosotros mismos.
6
Nietzsche, F. (1887/2005). La genealogía de la moral. Alianza Editorial, p. 152.
la Naturaleza Humana, libro segundo (1739), con su famosa frase: «No va en contra de la
razón preferir la destrucción del mundo entero a tener un rasguño en un dedo».
La técnica ha posibilitado nuestra autotrascendencia. Desde los instrumentos para la
caza hasta los automóviles, como hemos visto, son producciones técnicas que han
permitido superar nuestras limitaciones e inespecialización orgánica. La técnica no solo ha
“equilibrado” la balanza biológica en comparación con los demás animales, sino que llegó
un momento en la historia de nuestra especie en el que el ideal a seguir, el modelo que nos
inspira, estaba más allá de cualquier ente del mundo del que hubiéramos tenido
conocimiento.
Los avances técnicos y científicos de los últimos siglos han elevado las expectativas
hacia el futuro, y como resultado, la relación entre ambas esferas —casi numinosas en
nuestra época— se ha vuelto profundamente esperanzadora. Cada gran avance en las
tecnologías emergentes alimenta nuestro anhelo de trascender nuestra naturaleza actual y
alcanzar la perfección. En este sentido, los dos principales pilares sobre los que se sostienen
las pretensiones transhumanistas son los siguientes:
Otro de los puntos clave cuando hablamos de transhumanismo (y esto está muy
relacionado con la explicación etimológica hecha antes) es la diferencia entre este, el
poshumanismo y el humanismo. Orrego (2020) desenmaraña esta cuestión. Según él, el
humanismo, originado en el Renacimiento y desarrollado durante la Ilustración, se
consolidó como uno de los pilares de la modernidad. En términos generales, el humanismo
promueve una visión optimista del ser humano, centrada en su capacidad de progreso tanto
individual como colectivo, basada en la razón y la ciencia.
Por su parte, el poshumanismo puede entenderse de dos formas: como una crítica
interna al humanismo, que cuestiona su visión esencialista y universal del ser humano —
representada principalmente por el varón blanco burgués—, o como el estado final que los
transhumanistas aspiran a alcanzar para la especie humana. Finalmente, el transhumanismo
plantea la idea de que el progreso y la evolución del ser humano deben llevarse a cabo a
través de la intervención tecnológica, siendo una suerte de reactivación del humanismo
renacentista e ilustrado, que abogaba por la mejora continua de la humanidad. Es en este
último concepto en el que nos hemos concentrado.
Sin embargo, el transhumanismo al igual que cualquier otra postura filosófica, no es
homogénea. González (2023) realiza una analogía entre la tradicional distinción filosófica
entre corrientes analíticas y continentales, aplicándola al transhumanismo. En primer lugar,
el transhumanismo anglosajón, representado por autores como Nick Bostrom, Max More y
David Pearce, sostiene que la naturaleza humana es transitoria y debe ser perfeccionada
mediante avances científicos y tecnológicos. En contraste, el enfoque continental, cuya
principal figura es Peter Sloterdijk, rechaza la existencia de una esencia humana,
postulando que esta es inexistente.
A pesar de estas diferencias conceptuales, ambas corrientes comparten el mismo
objetivo: la mejora y eventual superación de la condición humana para alcanzar un estado
evolutivo superior, conocido como el “poshumano”. Y, en consecuencia, lo que somos en
el aquí y el ahora, es tan solo un paso más en la escala evolutiva del potencial humano.
Acosta (2021), por su parte, señala que otro posible problema intrínseco a los postulados
transhumanistas: la prolongación indefinida de la vida podría conducir al aburrimiento,
además de generar consecuencias negativas para el medio ambiente. Coincido con esta
idea, pero considero que hay otro aspecto que no se menciona: nuestra condición de seres
finitos es, en parte, lo que da forma y sentido a nuestras prácticas culturales, relaciones
interpersonales y el sentido de nuestra existencia.
Para finalizar, considero que, mi problema de investigación gira en torno a los tres
vacíos que, en forma de pregunta, hicieron de eje articulador para esta primera parte. Así
pues, parcialmente lo formularé de la siguiente manera: ¿Qué concepciones filosóficas
sobre la técnica subyacen en las pretensiones transhumanistas que determinan sus
presupuestos ontológicos y epistemológicos sobre el ser humano y, en consecuencia,
sobre las relaciones intersubjetivas? Consecutivamente,
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