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M. FIGUEROA / B. BARONNET, «LA NARRACIÓN NAHUA…» BLO, 7 (2017), PP. 43-60 La narración nahua de «El Cerro del Jumil»: ¿un relato social o un cuento maravilloso?* Miguel FIGUEROA SAAVEDRA / Bruno BARONNET (Universidad Veracruzana, México / Universidad Veracruzana, México) migfigueroa@uv.mx / bbaronnet@uv.mx ORCID ID 0000-0001-5990-1258 / 0000-0001-6524-9593 ABSTRACT. In the municipality of Temixco, State of Morelos, there is a Nahuatl and a Spanish version of a tale of the Devil and the Jumil Hill. That folktale could be judged a fantastical or a wonder tale, but when we carefully examine its context and mode of production, we realize of that tlahtolli belongs to an oral tradition that makes a different sense to this tale-type, nearer to religious, social and realistic tale. It is a narrative made by collectivity whose aim is raising awareness of the threats that the community suffered and its responsibility for creating a cohesive, harmonious and sustainable place between the human beings and the noumenic-natural environment RESUMEN. En el municipio de Temixco, Morelos, existen versiones en castellano y náhuatl de un relato sobre el Diablo y el Cerro del Jumil. Este relato popular podría considerarse un cuento fantástico o maravilloso, pero cuando examinamos con atención su contexto y modo de producción nos damos cuenta que este tlahtolli responde a una tradición oral que otorga un sentido muy diferente a este tipo de relatos, más cercanos al relato religioso, social y realista. Se trataría por tanto de una narrativa construida colectivamente y cuyo propósito es concienciar de las amenazas que puede sufrir la comunidad y de su grado de responsabilidad en la conformación de un espacio cohesionado, armónico y sustentable entre los seres humanos y su entorno numénico-natural. KEYWORDS: Nahuatl; Devilization; Folk culture; Oral literature; Folktale PALABRAS-CLAVE: Náhuatl; demonización; cultura popular; literatura oral; cuento popular INTRODUCCIÓN El acercamiento comprensivo a las «otras» literaturas siempre ha supuesto un reto, pero también se ha considerado un desafío para probar la fuerza explicativa de las categorías preexistentes de estudio académico. Por lo general, esto supone aprehender una realidad literaria ―en nuestro caso un género de la literatura de la tradición oral― y someterla al meticuloso proceso de clasificación y definición pertinente en aras a conformar un marco explicativo de las características y evolución universal de la literatura. Sin embargo, esta acción de exploración y taxonomía se mueve más por el impulso de la demostración de la validez de las posturas teóricas que por la apreciación de la significación cultural del hecho sobre el que se teoriza. * Agradecemos la colaboración de Xóchitl Ramírez Flores por los comentarios y materiales literarios proporcionados, a Andrés Hasler Hangert, José Álvaro Hernández Martínez y Victorino Torres Nava por el asesoramiento lingüístico; a Irlanda Villegas por su asesoramiento en cuestiones traductológicas, a Guadalupe Flores Grajales y Donají Cuellar Escamilla por su asesoramiento en aspectos filológicos, a Aurora Díez-Canedo por la revisión del manuscrito; y a Ascensión Hernández de León-Portilla por el apoyo dado a la realización de este artículo. ISSN: 2173-0695 10.17561/blo.v7i0.2 ~ 43 ~ M. FIGUEROA / B. BARONNET, «LA NARRACIÓN NAHUA…» BLO, 7 (2017), PP. 43-60 El resultado es que no existe contraste ni, por tanto, cuestionamiento, y la particularidad del acto de la creación verbal se ve subsumida bajo presupuestos que producen un efecto uniformizador en la apreciación de tales creaciones. Cuando hablamos de la literatura de tradición oral, de sus géneros narrativos de carácter popular (cuento, mito, leyenda, historia oral, etc.), tendemos a emplear una mirada superficial pues, a diferencia de la literatura escrita y no oralizada, negamos en sí su diversidad. Evidentemente no nos referimos a los temas o a los elementos de color local ―esos no nos incomodan―, sino a los sentidos y funciones sociales, a sus procesos de creación y transmisión, y a su imbricación con los valores sociales, culturales, políticos y religiosos como contexto de producción. Dicho de otro modo, en un falso ejercicio de literatura comparada, la tendencia es ―casi de modo espontáneo― a «colonizar» las otras literaturas y no aprovechar su propia particularidad para, en cambio, precisar y ampliar nuestras categorías de estudio para un mejor reconocimiento de una realidad literaria que no puede desvincularse de la cotidianeidad del ser humano. En el caso de los cuentos o relatos surgidos de las vivencias y creencias de una comunidad formalizados a través de la oralidad en formas, estructuras y registros precisos que configuran un género reconocible del «cómo contar» y «qué contar», el peso de determinadas teorías se ciñe a destacar aquellos rasgos que en la mayoría de los casos priman una interpretación supracultural, demasiado intracultural. En términos antropológicos podríamos decir que nuestros acercamientos etic acaban siendo exaltación de nuestros propios postulados emic, excluyendo otros aspectos emic en la construcción de lo etic (González, 2009). Los sesgos del materialismo cultural no son ajenos en ocasiones a algunos acercamientos de la teoría literaria, sobre todo aquellos marcados por un eurocentrismo teórico o ideológico que da validez universal a los modelos literarios no sólo europeos (Matos, 2004: 54), sino a aquellos otros modelos que los teóricos han considerado dignos de ser destacados como parte del panteón literario universal. Se plantea por tanto un problema epistemológico que en el caso de la narrativa nahua se acentúa por su consideración aún marginal dentro de las producciones literarias nacionales e internacionales, como un producto local y oral, sólo considerado en una perspectiva historicista, sin concederle un espacio propio y, por ende, un locus de enunciación contemporáneo desde el que hacernos reflexionar y decolonizar la visión de las literaturas. La importancia de conocer los contextos de producción, los marcos de tradición cultural y la función social de los relatos, permite precisamente usar los acercamientos teóricos no como moldes en los que acoplar la experiencia literaria, sino como método para volverlos modelos flexibles y dinámicos. La discusión a tal respecto se va a centrar en esclarecer el carácter de ciertos géneros o subgéneros de narración dentro de la tradición cultural nahua, para evidenciar cómo categorías tales como «cuento maravilloso» (Propp 1987) u «obra fantástica» (Todorov 2009) se muestran insuficientes para explicar los tlahtolli y sasanilli nahuas como género discursivo1 y literatura de tradición oral. Para ahondar en esta discusión, nos centraremos en analizar en profundidad el cuento de El Cerro del Jumil, del cual ya 1 Manejamos «género discursivo» desde un planteamiento bajtiano que entiende que «el género discursivo no es una forma lingüística, sino una forma típica de enunciado; como tal, el género incluye una expresividad determinada propia del género dado. Dentro del género, la palabra adquiere cierta expresividad típica. Los géneros corresponden a las situaciones típicas de la comunicación discursiva, a los temas típicos y, por tanto, a algunos contactos típicos de los significados de las palabras con la realidad concreta en sus circunstancias típicas» (Bajtin 1998: 277). ISSN: 2173-0695 10.17561/blo.v7i0.2 ~ 44 ~ M. FIGUEROA / B. BARONNET, «LA NARRACIÓN NAHUA…» BLO, 7 (2017), PP. 43-60 presentamos en un anterior trabajo su transcripción y descripción lingüística (Figueroa Saavedra y Baronnet, 2015). UN CUENTO NAHUA: «EL CERRO DEL JUMIL» En el municipio de Temixco encontramos narraciones que giran en torno a un espacio concreto: el Cerro del Jumil, también conocido por su nombre en náhuatl, Xomiltepetl. Estas narraciones pueden encontrarse tanto en español como en náhuatl y hacen referencia a sucesos relacionados con este espacio, pero sobre todo al personaje a él asociado: el Diablo. La versión sobre la que queremos centrar nuestro análisis y reflexión sobre la significación y función social de la narrativa oral nahua, frente a las posturas que consideran estos relatos como una posible variación del cuento maravilloso proppiano o la obra fantástica todoroviana, es una versión recogida en 2013 en la localidad de San Agustín Tetlama, Temixco, Morelos, de boca de su narrador, el señor Severiano Ramírez Enríquez. Esta versión fue traducida al náhuatl en ese mismo año en la vecina localidad de San Sebastián Cuentepec por Victorino Torres Nava, creando con ello una traducción intracultural que renahuatlizaba un relato en lengua castellana que era parte de la tradición oral nahua de la región (Figueroa Saavedra y Baronnet, 2015). Este proceso de renahuatlización es un fenómeno predecible, pues se debe por un lado a la identificación de la unidad cultural de una tradición oral compartida y a la necesidad de ajustar el discurso a las características lingüísticas generales de la comunidad nahua en cuestión. Así, la existencia de una versión en castellano localizada en Tetlama se explica porque el desplazamiento lingüístico a favor de la lengua castellana la ha transformado en una comunidad nahua hispanohablante, con solo un 3% de hablantes de lengua náhuatl. Ahora, que este relato se haya nahuatlizado en el ejido de Cuentepec es previsible pues el 98% de su población es nahuahablante (INEGI, 2010). Contamos por tanto con dos versiones del relato que describe un continuum cultural y cuyos sentidos profundos se nos revelan a través de sus dos enunciados, tanto en castellano como en náhuatl. Esta particularidad nos permite esclarecer que su sentido narrativo y función social responde a características de una tradición cultural que permite su reversibilidad traductiva, entre ambas lenguas, lo que permite traslucir aspectos semánticos y simbólicos nahuas mediante diferentes recursos lingüísticoexpresivos. Además la versión nahua se ha concebido como texto literalizado, por lo que vemos además una traslación a otro medio de reproducción y expresión que lo convierte en una obra de literatura oralizada (Cf. Frenk, 2005: 29-34). A continuación presentamos las dos versiones mencionadas: El Cerro del Jumil (narrado por Severiano Ramírez Enríquez) Cierto día unos muchachos estaban bebiendo en la calle principal del pueblo cerca de las dos de la madrugada2, cuando comenzaron a escuchar que un caballo se acercaba. A lo lejos se notaba que sólo era el caballo pero cuando más se acercaba, se podía observar que lo montaba un jinete. Este era un señor de edad avanzada el cual iba vestido todo de negro y llevaba sombrero; su cara casi no se le veía. 2 El relato en español y en náhuatl muestra alguna variación, como es el caso de que se señale en la versión en español las dos de la madrugada y en la versión en náhuatl las cuatro. Obviamente esta disparidad depende de la intención del narrador por dibujar cierta atmósfera que generé en el oyente una imagen precisa del escenario de la historia y proporcione rasgos precisos para darle veracidad a la misma. ISSN: 2173-0695 10.17561/blo.v7i0.2 ~ 45 ~ M. FIGUEROA / B. BARONNET, «LA NARRACIÓN NAHUA…» BLO, 7 (2017), PP. 43-60 El caballo se paró a un lado de los muchachos que estaban bebiendo cerveza, entonces el señor les dijo: ―¿Me invitan a tomar? Los muchachos le dijeron que sí, pero se dieron cuenta que ya no había nada de cerveza. El señor les dijo: ―Yo tengo mucho dinero. Fue entonces cuando el señor sacó de su pantalón una bolsa y les enseñó unas monedas de oro. El señor les dijo a los muchachos que él tenía mucho más dinero y que les iba a enseñar dónde lo había escondido, si lo seguían. Los muchachos se pararon y empezaron a seguir al señor que iba montado en su caballo. En el camino los muchachos le preguntaron al señor: ―¿Dónde vives? El señor les contestó que en el Cerro del Jumil. Entonces el señor desapareció y cuando se dieron cuenta, se encontraban exactamente en medio del crucero. Inon Xomiltepetl (por Victorino Torres Nava) Inon telpokameh okonitayah ompa xolatl kana las kuatro kakualkan, kine opanok sente tlakatl ipan weyi yolkatl. Inon tlakatl okimilih inon telpokameh: ―Xiwalakan, ma tikonikan. Ihwan okihtokeh: ―Kema. Maski amo tikpiah serbesah. Inon tlakatl okihtoh: ―Nehwa nikpia melioh. Kine okikixtih se bolsah ika miyek melioh kokostik. Wan okihtohkeh inon telpochmeh: ―Towe tihkowah serbesah. Ome telpokameh okitokakeh. Ipan inon ohtli inon tlakatl okimilih: ―¿Nahkinekih nahkipiyaskeh melioh? Inon telpokameh okitlahtlanikeh: ―¿Kanin tichanti? Inon tlakatl okinankilih: ―Ipan inon Xomiltepetl. Kine inon tlakatl ipan inon iyolka opohpolih. Kihtoah inon tlakatl ―Ihwa inon moxikoani wan oya okikawato miyek melioh kokostik ipan inon Xomiltepetl.3 3 «Esos muchachos estaban mirando hacia un descampado, alrededor de las cuatro de la madrugada, cuando pasó un hombre en una gran bestia. Aquel hombre les dijo a esos muchachos: / ―¡Venid, que vamos a beber! / Ellos dijeron: / ―Sí, pero no tenemos cerveza. / Aquel hombre dijo: / ―Yo tengo dinero. / Entonces sacó una bolsa con muchas monedas de oro. Y dijeron esos chavos: / ―Vamos, compremos la cerveza. / Dos muchachos lo siguieron. En ese camino aquel hombre les habló: / ―¿Queréis tener dinero? / Aquellos jóvenes le preguntaron: / ―¿Dónde vives? / El hombre le contestó: / ―En el Cerro del Jumil. / En ese momento el hombre rápidamente desapareció en aquella su bestia. Dijo aquel hombre: / ―Ése es el Diablo que se fue a dejar muchas monedas de oro en el Cerro del Jumil». Traducción de Miguel Figueroa Saavedra. ISSN: 2173-0695 10.17561/blo.v7i0.2 ~ 46 ~ M. FIGUEROA / B. BARONNET, «LA NARRACIÓN NAHUA…» BLO, 7 (2017), PP. 43-60 Este tipo de relato se encuadra en la tradición narrativa de los tlaquetzalli, término que se asocia con otros como tlahtolli, sasanilli o kuentoh, todos ellos considerados subgéneros narrativos. Puede identificarse con el género que originariamente registra Miguel León-Portilla (1983: 83) como tlachamaliztlahtolzazanilli, «relaciones orales de lo que se sabe», y que define como «evocaciones de sucesos reales o imaginarios, trasmitidas de boca en boca y que podríamos comparar con las fábulas, consejas y aun con ciertas maneras de cuentos» (León-Portilla, 1983: 83-84). Para entender lo que representa temática y funcionalmente esta historia sobre el Diablo convendría seguir la recomendación de V. Propp de que el cuento «debe ser confrontado con la realidad histórica del pasado y en ella deben de buscarse sus raíces. (…) Por lo tanto, nos es necesario descifrar el concepto de pasado histórico, determinar aquella parte del pasado que resulta indispensable para explicar el relato maravilloso» (1984: 21). Tal propuesta se muestra válida metodológicamente para entender que la incertidumbre y el miedo son aspectos esenciales de este subgénero de los prodigios del Diablo y cómo esas «narraciones más adornadas, que evocan con vivos colores, y a veces de modo fantasioso, determinados sucesos» (León-Portilla 1983: 89) no pueden concebirse al margen de la realidad social y cultural. Así se entiende el cuento como el resultado de un modo de producción histórico a partir de la combinación de un análisis histórico-generativo y de una descripción sincrónica rigurosa, como destaca Eleazar Meletinski (Propp, 1987: 182), lo cual se hace bastante pertinente, ―no para confirmar la categoría, sino para entender su gestación―, por dos razones. La primera, y en un sentido universalista, porque quizás la morfología del cuento maravilloso muestra estructuras mucho más amplias que las derivadas de estudios que han manifestado siempre un euroasiocentrismo que condiciona el repertorio catalogado como cuento maravilloso como solo aquello que entra dentro de ciertas formas particulares de narratividad y argumento. La segunda, en un sentido por el contrario particularista, porque quizás la identificación del cuento maravilloso, como una forma originaria del relato fantástico occidental, lleva a reconocer como formas literarias actos del habla y géneros discursivos que, coincidiendo en formas y funciones, se ajustan no obstante a diferentes patrones de reconocimiento, intención, recepción y valoración del relato como producto cultural con sentidos totalmente opuestos. En ambos casos la propuesta proppiana de que el cuento «deberá ser estudiado en su relación con las representaciones religiosas» (1987: 103) es el paso metodológico necesario para esclarecer el significado social y el valor estético-expresivo de este tipo de relatos nahuas en su contexto socio-cultural, evitando su valoración literaria a partir de la proyección de categorías e interpretaciones no pertinentes culturalmente, aunque con validez para otros contextos culturales. CERROS Y DIABLOS: UN TÓPICO DE LA LITERATURA NAHUACRISTIANA Los relatos sobre cerros, donde se habla de sus cualidades, habitantes y dueños, es un género discursivo muy habitual en los pueblos mesoamericanos, pero dentro de éstos, los que asocian cerros con diablos exigen hacer un análisis histórico y etnográfico que nos ayude a conocer el modo de producción histórico del cuento entre los nahuas al ponerlo en relación con sus relaciones de conjunto (Propp, 1984: 9). Aunque veamos temas semejantes transculturalmente, nos daremos cuenta de la particularidad propia de esta forma de relatos desde la perspectiva nahua (Cf. Rivera, 2012: 526). Estas historias siempre hacen relación a aspectos rituales y hierofánicos, y son relatos donde los cerros ISSN: 2173-0695 10.17561/blo.v7i0.2 ~ 47 ~ M. FIGUEROA / B. BARONNET, «LA NARRACIÓN NAHUA…» BLO, 7 (2017), PP. 43-60 y diablos son entidades numinosas que cumplen un papel como actantes narrativos, no siendo relevantes ―en el sentido protagónico de la trama― el resto de personajes. La temática del tlahtolli se encuadra bajo el concepto de «encantamientos» o «prodigios», lo cual lo vincula genéticamente con las antiguas historias de tetzahuitl o relatos de prodigios que funcionaban como secuencias de los relatos mítico-religiosos. El término tetzahuitl designa «una cierta forma de manifestación de los dioses nahuas en el ámbito de lo humano, que rompe el orden habitual y cotidiano del mundo para anunciar y provocar acontecimientos futuros generalmente de carácter negativo; por ello suelen causar temor, espanto y asombro» (Pastrana 2014: 239). Precisamente este tipo de historias eran protagonizadas por entidades numinosas que tradicionalmente ―y desde un punto de vista intracultural― se han querido identificar como divinidades o seres sobrenaturales, en un intento por encontrar un equivalente semántico-cultural, pero que en realidad no tienen un sentido marginal o ultradimensional. Cualquier ser puede manifestar esta cualidad y aquellos que de por sí se consideran númenes, pueden atravesar los diferentes espacios y hacerse presentes, pues conviven en el mismo cronotopo aunque tengan sus moradas propias. Precisamente el «prodigio» reside en su irrupción inesperada en espacios de paso con la intención de actuar fuera de su ámbito de pertenencia, lo que supone un síntoma de desequilibrio si no se logra recomponer el orden de ubicación mediante procesos rituales de reintegración y reciprocidad. En estos relatos de tradición mesoamericana, la figura del Diablo se aleja del aspecto iconográfico que lo representa como Lucifer o Belcebú, y lo representa más bien como una figura humana que pasa desapercibida y cuya apariencia realmente no puede definirse como un disfraz, pues lo que resulta sorprendente es su forma de hacerse visible a los humanos, no su apariencia. Ligia Rivera (2012: 526) comenta al respecto que «el Diablo abandona ocasionalmente su morada y pasea por las laderas de cerros transformado como ser humano. Resalta su metamorfosis como charro y a veces como catrín, pues con esa indumentaria engaña con facilidad a sus víctimas, simulando su pertenencia a una clase social prominente». En realidad su aspecto no es resultado de una metamorfosis. Eso sería más bien nuestra impresión ante una forma de representarlo no ortodoxa, no convencional desde la tradición euroasiática. De por sí, los relatos no dan pie a un desvelamiento de otra forma inicial o posterior como en el caso de los brujos y brujas. Es así como se presenta y no modifica nunca esa apariencia, paradójicamente, sin temor a ser reconocido. Precisamente el juego radica en la ambivalencia de su identificación con una persona prominente y poderosa, pues no puede tener otra forma un ser que en sí es una entidad numinosa, y sin embargo se cae en el engaño de no reconocerlo como quién es sino a partir de ciertas señales, conductas o atributos. Es un ser que se muestra en la oscuridad de la noche, en la madrugada y el ocaso. Es, como dice Gómez Arzapalo, un «santo nocturno», es decir, desde una mirada cristiana nahua es una entidad con el mismo poder que los demás santos y por tanto con su misma función y tratamiento ceremonial, pero que, a diferencia de estos santos fieles a Dios, puede dar a los hombres lo que aquéllos son incapaces o se niegan a darles por amor a Dios (Gómez Arzapalo, 2012: 470, 473). Esa es la razón para que en estos relatos el Diablo no sea combatido, vencido o desenmascarado. Simplemente se trata de no dejarse arrastrar por su capricho y engaño en el juego de negociar favores. La razón de esta variación no hay que verla como una asimilación o transposición de sentido del relato de tradición euroasiático, pues en sí el cerro y el Diablo como personajes no se ven realmente alterados, pudiéndose sólo hablar de una inversión de ISSN: 2173-0695 10.17561/blo.v7i0.2 ~ 48 ~ M. FIGUEROA / B. BARONNET, «LA NARRACIÓN NAHUA…» BLO, 7 (2017), PP. 43-60 rito dentro de la tradición mesoamericana en el caso de los humanos que protagonizan las historias, tal como define Vladimir Propp (1984: 16), para los cuales ya no se admite la captura del numen, sino solo su alejamiento de él o la restitución ritual en cuanto éste sea identificado. Lo que vemos son meras modificaciones de nombres y aspectos, pero el Diablo como dramatis personae representa un continuo dentro de los relatos de númenes mesoamericanos. En la actualidad, el Diablo se identifica con la figura romántica del «charro negro», dando pie a un imaginario que en el mundo rural y urbano mestizo representa un personaje misterioso (Zavala, 2013; Juárez, 2015) que vaga en la noche por los caminos a caballo, asociado a la imagen de bandidos de la sierra y considerada hoy como una leyenda urbana, presente en el Bajío, Altiplano Central, Morelos y PueblaTlaxcala, con carácter de aparecido y fantasma, como ánima condenada y errante. En Veracruz hay leyendas como la de «El charro de terciopelo negro» donde el personaje muestra este cariz enigmático y amenazante (Botana 2014). Hay que señalar que su fuerza y definición iconográfica se deriva de la película de Raúl de Anda, «El Charro Negro» (1940) y su continuación, «El hijo del Charro Negro» (1961), dirigida por Rodolfo de Anda. Aquí el personaje es un hacendado que se tira al monte a causa de un infortunio amoroso y un deseo de venganza, pero no representa en sí un aspecto maligno ni oscuro, pues la negrura de su vestidura responde al luto por su amada. Es por el contrario una figura generosa y justiciera que revela su identidad para guardar su honra ante imitadores que quieren valerse de su anonimato para robar y asesinar. Obviamente hay múltiples intertextualidades, pero como icono popular divulgado por el cine, establece una imagen que los nahuas adoptaron para resignificarla, como explicamos más adelante, y que da verismo a su representación. Precisamente en este relato, aunque no se le nombra así, se le caracteriza de este modo, sobre todo en la versión en castellano; pero en lo general en el mundo nahua se muestra como un señor del cerro4, que merodea por sus alrededores en busca de personas ante las que ostentar su poder, hasta el punto de asustarlos o seducirlos. Esta tradición se reparte por todo el centro de México. Gómez Arzapalo (2012: 469) refiere la existencia de esta creencia e historias en Xochimilco y Milpa Alta, localizando también su presencia en la localidad de Xalatlaco, Estado de México, como señor del volcán de Cuáhuatl, presente en narraciones que hablan de «encantamientos» y siendo en general el Charro Negro, identificado aquí con Tlaxinqui, el señor del monte: (…) un personaje que vive en el cerro y valles despoblados, y que cuida ese espacio y los elementos presentes en él de los intrusos que no le muestran respeto y no piden permiso para transitar o tomar bienes del monte. En todo caso implica conceptualmente la idea de que el monte tiene dueño y todo lo que hay en los cerros es suyo por lo que no puede nada más llegarse y disponer de lo que uno encuentra, sino hay que pedirlo, de lo contrario se pagarían las consecuencias de incurrir en la ira del verdadero dueño de los bienes existentes en el cerro. (2012: 476). 4 Este proceso histórico de transformación iconográfica que transfigura al Diablo en diferentes avatares no debe solo juzgarse como resultado de una acción evangelizadora que demoniza a las antiguas divinidades tutelares de los cerros. También es consecuencia de un proceso de reactualización que permite el continuo y el ajuste híbrido entre tradición e innovación, cuyo objeto fue la apropiación nahua de la figura del Diablo para permitir la conservación de su legado numénico ―contraposición a la postura demonizadora católica―, como un elemento a enriquecer y perpetuar en la cosmovisión mesoamericana. Se comprende por esto su vinculación con divinidades y númenes de las religiones primigenias mesoamericanas, pretéritas o actuales, como Tezcatlipoca, Tlaloc, Tepeyollotl, el Dueño del Monte, el Señor del Monte, Juan del Monte o Tlaxinqui (Gómez 2012: 470; Rivera 2012: 525). ISSN: 2173-0695 10.17561/blo.v7i0.2 ~ 49 ~ M. FIGUEROA / B. BARONNET, «LA NARRACIÓN NAHUA…» BLO, 7 (2017), PP. 43-60 Ligia Rivera se encuentra con este personaje en la región de Cholula, en el cerro Zapotecas como su residencia predilecta (2012: 525). Allá es protagonista de varias narraciones y en concreto la de «El charro negro y los músicos», donde se muestra con todo el aspecto de un personaje distinguido de la comunidad, cuya apariencia y comportamiento ―como ya hemos señalado― lo muestran como un hacendado, mestizo o español, que gusta de la música, y consigue que un grupo de músicos acepte el trato de ir a tocar al monte para él y sus amigos (2012: 530). En la región de Morelos encontramos también esta creencia. Miguel Morayta (1997: 228) nos cuenta que en un cerro en Ocotepec en los años 80 se hicieron misas en un altar y que «el propósito de estas misas fue el de alejar al ‘maligno’ que se aparecía en forma de charro o de soldado de principios de siglo, asustando a la gente». Su hierofanía en este caso es mostrarse como un mal viento. En la cuenca del río Lerma en el Estado de México, (Juárez, 2015: 49, 52) también se conservan narraciones aunque más asociadas al contexto mestizo. En ellas se muestra al charro negro como un fantasma o un diablo asociado con cuevas repletas de tesoros y donde las personas pueden acabar encantadas. En todos los casos, se le representa como un forastero, un extraño con aspecto de español, mestizo o ladino, encomendero, soldado, minero, regatón, mayoral o mayordomo, siempre a caballo o vestido para montar. Una característica fundamental es revestir al Diablo con los rasgos seductores y deslumbrantes de un catrín, identificándole con las cualidades del koyotl, el ‘coyote’, con el que se hace referencia al mestizo como una persona rica y con connotaciones negativas, pues en ocasiones es considerado «como un forastero que quiere engañar a la población local», siendo uno de los koyomeh más conocido en los relatos de tradición oral del Diablo, el Tlakatekolotl (van’t Hooft, 2012). Estas transformaciones, en el contexto histórico, se aprecian más como continuidades que innovaciones ideológicas y suponen una renovación formal que permite seguir entendiendo un modo particular de existencia religiosa y social, siendo los cerros, cuevas y cañadas los espacios que permiten la presencia e irrupción de este actante a partir del «encanto», del prodigio (Rivera, 2012: 532). «EL CERRO DEL JUMIL», ¿UN CUENTO FANTÁSTICO, UN CUENTO MARAVILLOSO? La revisión expuesta ya nos muestra características muy específicas que parecieran ser aprehensibles e integrables en lo que se denomina cuentos sobre el Diablo. Este tipo de cuentos ha sido muy estudiado en el contexto de la tradición folclórica euroasiática. Se reconocen en las clasificaciones como parte de los cuentos religiosos, que en la clasificación de Aarne-Thompson se estudian temáticamente como historias de pactos con el demonio (AT-756B) o como engaños y acertijos del Diablo (AT-812). Estas historias son propias de una tradición del relato demonológico medieval como parte de la literatura cristiana popular, aunque también hunda sus raíces en cuentos y mitos clásicos y orientales. Aquí encontramos al demonio disfrazado como en el «Cuento del alguacil», de Los Cuentos de Canterbury (1380) de Geoffrey Chaucer, en el cual el Diablo se disfraza del intendente de un alguacil, al que acompaña sin ocultar su identidad, pero aquí el carácter moralizante y satírico es central en su tratamiento humorístico. Son varios los relatos donde el Diablo se oculta en diferentes formas para tentar y sobre todo engañar de cara a lograr la venta del alma, siendo esta figura a veces conminada a esa capacidad de metamorfosis o de camuflaje como demostración de su poder. En La trágica historia ISSN: 2173-0695 10.17561/blo.v7i0.2 ~ 50 ~ M. FIGUEROA / B. BARONNET, «LA NARRACIÓN NAHUA…» BLO, 7 (2017), PP. 43-60 del doctor Fausto (1604), de Christopher Marlowe, Fausto pide al demonio Mefistófeles que se disfrace de fraile franciscano para convencerle de ser quién dice ser. Esta caracterización está presente en el folclore mexicano, sobre todo en su prefiguración como íncubo (Zavala, 2013: 41). Esto puede hacer suponer que nos encontramos con ejemplos de lo que se ha venido denominando «cuento maravilloso». Según Vladimir Propp (1987: 107) el cuento maravilloso se define desde su aspecto morfológico como un desarrollo «que partiendo de una fechoría (A) o de una carencia (a) y pasando por las funciones intermediarias culmina en el matrimonio (W) o en otras funciones utilizadas como desenlace». Este desarrollo puede terminar con una recompensa, con la captura de un objeto buscado o la reparación de un mal, los auxilios y la salvación durante una persecución, etc. Este desarrollo lo llama una secuencia, que se desencadena con cada nueva fechoría, perjuicio o carencia. En estricto sentido, la definición que da Propp se muestra insuficiente, pues este tipo de relato nahua se sale de su estructura morfológica, aunque puedan considerarse secuencias, tal como las nombra, como episodios que parecieran introducir una variación, continuación o innovación argumental. Precisamente Miguel León-Portilla destacó este rasgo como definitorio del estilo del género, pero dicha secuencialidad implica en ocasiones la superposición de cuadros y escenas, alterándose el tiempo y el espacio (1983: 48). Aunque el relato del Cerro del Jumil refleja las astucias y estrategias del Diablo para hacer bajar la guardia al creyente y ganar su confianza y seducirlo, este rasgo no configura su aspecto iconográfico, o dicho de otro modo su manifestación hierofánica, apegado a estos usos. Este tipo de cuentos sobre el Diablo del folclore mexicano, más propios de las culturas autóctonas de México, revela en su construcción procesos de mantenimiento cultural y no necesariamente de transposición de sentido característico del cuento maravilloso (Propp, 1984: 16; 1987: 107); pues los elementos rituales no han sido sustituidos ni deformados, sino readaptados para mantener su función socializadora e identitaria y, en tal sentido, la apropiación de elementos de otras tradiciones no tiene el efecto de transformar, sino de conservar el sentido original de estos relatos. En todo caso, ¿podría considerarse al menos un relato fantástico? La categoría de lo «fantástico», en relación con el aspecto mencionado de lo «prodigioso» en tales relatos, pudiera ser más pertinente. Para poder esclarecer esto debemos situarnos en la perspectiva del protagonista o héroe de la misma o mejor dicho de la identificación del receptor de la historia con él y la re-vivencia de la trama en su interior. Tal como nos señala Todorov (2009: 24), en un relato fantástico… El que percibe el acontecimiento debe optar por una de las dos soluciones posibles: o bien se trata de una ilusión de los sentidos, de un producto de imaginación, y las leyes del mundo siguen siendo lo que son, o bien el acontecimiento se produjo realmente, es parte integrante de la realidad, y entonces esta realidad está regida por leyes que desconocemos. O bien el diablo es una ilusión, un ser imaginario, o bien existe realmente, como los demás seres, con la diferencia de que rara vez se lo encuentra. Los cuentos del Charro Negro es cierto que mantienen cierta incertidumbre en cuanto a la verbalización de su nombre, de su identidad, que afecta al desenlace final de la historia. Pero puede considerarse como parte de un efectismo que para los iniciados en el conocimiento de la existencia de estos númenes no puede operar más que como un tabú (precisamente la versión en castellano omite el nombre del Diablo, y en el caso de la versión en náhuatl ―como ya comentaremos― se usa un atributo como apelativo). ISSN: 2173-0695 10.17561/blo.v7i0.2 ~ 51 ~ M. FIGUEROA / B. BARONNET, «LA NARRACIÓN NAHUA…» BLO, 7 (2017), PP. 43-60 En otras palabras, solo en el neófito o el no creyente puede generarse sorpresa, pero la incertidumbre que señala Todorov implica ante todo vacilación y eso tendría más que ver con la respuesta ante las tentadoras propuestas del Charro Negro. De esta manera, «lo fantástico ocupa el tiempo de esa incertidumbre. En cuanto se elige una de las dos respuestas, se deja el terreno de lo fantástico para entrar en un género vecino: lo extraño o lo maravilloso. Lo fantástico es la vacilación experimentada por un ser que no conoce más que las leyes naturales, frente a un acontecimiento aparentemente sobrenatural» (Todorov, 2009: 24). En este punto, es evidente que estaríamos incurriendo en un error de interpretación si la opción de atender a la invitación del Diablo tiene el carácter que describe Tzvetan Todorov. Él insiste mucho en que en la ambientación de tales relatos se introduce una ilusión en la realidad que hace perceptible lo sobrenatural naturalizándolo. Así nos dice que «Hay relatos que contienen elementos sobrenaturales sin que el lector llegue a interrogarse nunca sobre su naturaleza, porque bien sabe que no debe tomarlos al pie de la letra. Si los animales hablan, no tenemos ninguna duda: sabemos que las palabras del texto deben ser tomadas en otro sentido, que denominamos alegórico» (2009: 29). No obstante, en las narraciones nahuas ni se puede hablar de alegorías ni de seres sobrenaturales tal como los entendemos nosotros. No se da la «lectura» que esperaría encontrar Todorov porque en el mundo nahua los animales tienen su propio lenguaje como los númenes son parte de los seres que pueblan y conforman la naturaleza. Aunque suene paradójico, difícilmente el oyente o lector los «consideraría como reales» pues «son reales»: el cerro realmente es aurífero5, el Diablo realmente se apareció de esa forma y realmente no se quisiera que volviera a ocurrir. Por tanto, la aparente explicación sobrenatural es la más natural de las explicaciones e incluso el conocer la clave de la identidad del personaje hace que su comportamiento ya no se vea como «extraño», dado que el carácter de «asombro» o de «prodigio» responde a una des-ubicación perturbadora del orden y equilibrio cósmico. En este sentido, es el continuum cultural de una vivencia religiosa nahua que trasciende las creencias y confesiones la que ha propiciado alejarse de aquello que desde una tradición oral euroasiática sería predecible. Esto nos remite de nuevo al proceso de evangelización y de participación en la religión católica como parte de un acto de inculturación. La idea de lo demoniaco o lo diabólico entre los nahuas cristianizados no fue un concepto que se adoptara íntegramente, sino que se adaptó. De esta manera permitió que se perpetuaran figuras ya preexistentes desde una concepción de lo sobrenatural dispar. Como también nos recuerda Gruzinski (2007: 168): Las fronteras indígenas de lo natural y lo sobrenatural no son las nuestras. No sólo corresponden a umbrales distintos, sino que obran de una manera diferente. Poseen una flexibilidad y una versatilidad que, sin abolirlas, suelen restar pertinencia a nuestras distinciones y prohíben guardar la idolatría en el arsenal de lo religioso, de los mitos, incluso de la suprarrealidad y de un lugar distinto al margen de la vida cotidiana. (…) Por muchos conceptos el lenguaje de la idolatría es un lenguaje social en la medida en que rebosa de fórmulas donde se expresan las relaciones de parentesco y las relaciones de clase que predominaban en las sociedades indígenas. 5 En Tetlama precisamente se cuentan otras historias sobre el Cerro del Jumil que insisten en la naturaleza aurífera, en que en su interior se acumula mucho oro que atesora su guardián, señalando que el oro llega a derramarse como si fueran arroyos. ISSN: 2173-0695 10.17561/blo.v7i0.2 ~ 52 ~ M. FIGUEROA / B. BARONNET, «LA NARRACIÓN NAHUA…» BLO, 7 (2017), PP. 43-60 En consecuencia, y como una característica de estos relatos, no se puede hablar de discurso fantástico, entendido como «aquél en que dicha dimensión conflictual active específicamente el área de lo racional y de lo irracional o de algunas de sus variantes: real e irreal, natural y no natural, planteando la cuestión en términos inequívocamente literarios, mímesis y fantasía» (García, 1998: 87). Estas dicotomías no están presentes en el relato nahua sobre el Diablo, pues son otras asociaciones binarias las que operan a nivel estructural y carecen de ese aspecto ficcional intencional del relato fantástico o contingentemente histórico del cuento maravilloso, donde la pretensión de verosimilitud amalgama las incongruencias argumentales. En tal caso, es la intención de veracidad la que caracteriza al relato nahua sin ni siquiera poder hablar de un realismo mágico «en donde los sobrenatural aparece ya asimilado, incorporado a una ‘realidad’ que lo naturaliza sin conflicto» (García, 1998: 87), como es característico de la evolución de la literatura hispanoamericana. En sí, nunca han estado disociados los aspectos propios del pensamiento mágico o del mundo «encantado» premoderno ―desde una perspectiva frazeriana y weberiana― de la realidad holística de las comunidades nahuas. Una tradición cultural que no ha vivido el «desencantamiento» del mundo capitalista, industrializado y liberal, difícilmente puede concebir un uso y una práctica literaria en términos de oposición real/irreal, pues el concepto de ficción se dibuja como un arte de la narración donde los hechos particulares adquieren un valor como experiencia colectiva, y donde el verismo descansa más en la veracidad que en la verosimilitud. Precisamente el narrador de esta historia, Severiano Ramírez, afirma que su relato parte de una historia que oyó contar a unos jóvenes, hará como más de 20 años a comienzos de los años 90. Uno de ellos, natural de Jonacatepec y casado en Tetlama, declaró que fue una historia que les pasó en realidad. Este detalle es importante de subrayar pues, como venimos diciendo, este tipo de relatos siempre son o parten de hechos reales y veraces. Además en estos relatos el Diablo es un personaje-héroe al que nadie pretende capturar o combatir, pero si reubicar, alejándole o alejándose. Entonces, ¿qué valor queda para su posible incorporación a cierta tipología de relatos que de alguna manera se nos hacen semejantes en la temática? Pues quizás sea el elemento que Todorov menos reconoció como definidor del relato fantástico, pero que sí parece ser una cualidad de los cuentos de espanto y de prodigios nahuas: el miedo. Él consideraba esta cualidad emocional como demasiado subjetiva para caracterizar el género (Todorov, 2009: 31), pero este criterio de lo fantástico que como bien señala Lovecraft sitúa no tanto en la obra como en la experiencia particular del lector, es la gran característica definitoria de este subgénero de tetzahuitl; miedo que expresa a nivel individual un miedo atávico, cósmico, cultural que como mostraremos a continuación reside en la expresión de un sentimiento colectivo, de una honda preocupación causada por la incertidumbre; no de no saber lo que es, sino de desconocer las consecuencias que tendrá. EL CERRO DEL JUMIL, UN RELATO SOCIAL Todo esto que hemos expuesto sirve para dimensionar el valor y sentido de este breve relato, de sus sentidos connotados y posibilidades de enunciación y recepción, pues tales historias son episodios de una serie interminable de sucesos protagonizados y protagonizables por el Diablo, pero también por miembros de la comunidad. Así el relato del Cerro del Jumil no es un mero cuento de entretenimiento o una breve enseñanza o conseja. Tampoco es un cuento de espantos. Es un relato asombroso, un ISSN: 2173-0695 10.17561/blo.v7i0.2 ~ 53 ~ M. FIGUEROA / B. BARONNET, «LA NARRACIÓN NAHUA…» BLO, 7 (2017), PP. 43-60 relato de «encantos» que establece una relación entre la comunidad y un elemento de su entorno que tiene protagonismo por sí mismo, y representa en su inviolabilidad la perpetuación misma de la comunidad, no ausente de un sentimiento de amenaza, de la cual es anuncio la presencia del Diablo. El Cerro del Jumil es un ser-espacio que es transformado en una morada o territorio cuya conservación representa un reflejo de prosperidad. No se trata en sí de un espacio tabú, como de un espacio-reflejo, un alter ego o ―si se nos permite decirlo así― un nagual del altepetl de Tetlama, ―espacio donde se sitúa el narrador original―, cuya sustentabilidad implica la continuación de la comunidad como organización cohesionada y armónica. Por tanto el Diablo es su dueño en cuanto que es su guardián, su administrador. Esta concepción representa la recreación y conciliación de tales patrones conceptuales espirituales y cosmovisionales prehispánicos con una visión cristianizada del universo nahua (o una visión nahuatlizada del panteón cristiano). Así, por mucho que se empeñara el evangelizador en resemantizar términos como tlacatecolotl, nahualli o moxicohuani como apelativos del Diablo, pareciera que las formas lograron mantener la significación conceptual que, aunque conciba sus significados como etiquetas amenazantes, no supone la necesidad de su aniquilación, pues implica aceptarlo como parte de la naturaleza del hombre y del mundo, con su espacio propio y su conducta ambivalente. En el relato del Cerro del Jumil, al Charro Negro no se le nombra con ese nombre, y en su versión en náhuatl es mencionado con el apelativo de moxikoani. Esto hace referencia a una forma de caracterización del mal o del pecado que hace que la figura del Diablo sea una encarnación de los pecados capitales. La soberbia, la avaricia, la lujuria, la ira, la envidia y la acidia, se conjugan en la concepción nahua, siendo manifestaciones de un solo sentimiento, de un sentir, que Alonso de Molina (1992) recoge con la voz nexicoliztli, y que es causa y efecto de una irrefrenable codicia, que la memoria colectiva ve encarnada en la figura del extraño, del pinotl, del coyotl, y que deriva desde el Virreinato de un proceso de «malevolización» hacia lo proveniente de la «república de españoles», sean españoles, criollos o mestizos, fomentado por las órdenes religiosas. Como dice Frost (2002: 205-206), los evangelizadores no podrían «cerrar los ojos a la presencia del elemento disruptivo, debido naturalmente a la acción del demonio y representado por la codicia de los españoles, que llegados «muy pobres de Castilla», donde no eran más que labradores, aquí, «en esta Nueva España, se enseñorean y mandan»» y «la codicia de estos españoles es tanta que no contentos con tener a los indios esclavizados de hecho, quieren que el derecho esté de su parte». Su etimología nos ayuda a comprender más aún las transformaciones y pervivencias de sentidos. El verbo transitivo, xikoa (en su escritura antigua xicoa o xicohua), del que deriva este nombre, se le atribuye el significado de ‘engañar, o burlar a otro’. En su forma reflexiva ―que es como se usa en el nombre― se define como ‘tener embidia, o enojo, o agrauiarse de algo’ (Molina, 1992). El hecho de verlo ya registrado en un vocabulario de 1571 (Molina, 1992) nos permite reconocer que es un término cuyo concepto es anterior a su uso para acuñar la denominación de un pecado mortal (nexicoliztli). El uso expresivo y metafórico de esta palabra señala el sentido de ‘picarse’, de ‘aguijonearse’ o ‘aguijonear’, ‘de comportarse como una abeja’ (xikohtli) o literalmente ‘abejarse’. Es una referencia al comportamiento vengativo, agresivo o dañino con el que se reacciona ante aquello que se desea y no se puede o debe tener, y se persigue y daña al que lo tiene o al que se considera que te lo ha arrebatado. Sería la denominación de un sentimiento parecido al que expresamos en español al decir que alguien «se envenena la sangre», «siente rabia», «le roen las entrañas», «le da coraje», ISSN: 2173-0695 10.17561/blo.v7i0.2 ~ 54 ~ M. FIGUEROA / B. BARONNET, «LA NARRACIÓN NAHUA…» BLO, 7 (2017), PP. 43-60 «se emponzoña», «se le calienta la sangre» o, con un sentido más acentuado, «avisparse» (inquietarse, desasosegarse) y que en algunos relatos se caracteriza como atributo de demonios y hechiceros el ser «enojón» (mosisinihketl). Por tanto, la persona que sufre dicho mal es el moxikohki, el moxikoani, el envidioso, el no conforme, el enojado, el que como abeja acaba atacando a aquel que considera que se lleva algo suyo, tomándose tal condición como un atributo definitorio del Maligno. Fray Andrés de Olmos en su Tratado de hechicerías y sortilegios de 1553, menciona como atributos del diablo: «embidia, enojo y rencor» (Olmos, 1990: 4). Así señala que los brujos, los tlatlacatecoloh, ante la presencia de los maceguales creyentes «ynic tetech moyolcocouah tecocolia moxicoah6 tetech qualanih» (1990: fol. 390r), es decir «por su causa con la gente se molestan, los odian, tienen envidia, se enojan con ellos». Este atributo no era algo que se adjudicara como característica sólo desde valoraciones cristianas. En los Memoriales de Tepepulco de fray Bernardino de Sahagún, encontramos esta referencia al hechicero que obra artes de magia negra (Garibay, 1946: 169): «Auh in aquique cenca quiqualania i cenca quicocolia, niman quinnotza in tlavizcalpa in otlatvic, niman yehoatl quinmaca in ihuen in oquimanili yoaltica, yehoatl quiqua intech qualani, intech moxicoa, inic quitoa: «Ma iciuhcamiquican!». Inic monetlamachtia»7. Dicha palabra pareciera que tuviera gran predicamento en los textos de los frailes con referencias demonológicas y por ende popularidad en el uso de tal palabra entre los nahuas con el fin de caracterizar dicha figura. Así encontramos la referencia a esta advocación en el cuadro III del auto sacramental «La educación de los hijos» (Tlacahuapahualiztli), obra que suele datarse en la primera mitad del siglo XVI (VV. AA., 2004: 30). Aquí se usa moxicohuani como uno de los apelativos del diablo, como vemos en este parlamento pronunciado por un ángel: «Ma itetzinco ximocahuacanca huel moyolcocohua in amechita i tlacatecolotl huel amechyahualotinemi i moxicohuani»8 (VV. AA., 2004: 67, 93). Toda esta revisión que hacemos es con el propósito de dar sentido y dimensión al uso del término moxikoani como denominación del personaje y asocian al relato como los relatos de brujos «envidiosos» y de «apariciones» propios del folclore nahua (Campos, 1982: 88), aunque sin transformación. Este personaje precisamente amenaza con destruir a la comunidad propagando «la fiebre del oro» de los hombres y aprovechando una mal reprimida inclinación a desear más de lo que somos, tenemos o necesitamos, moraleja que en muchos aspectos es un Leitmotiv de muchos cuentos nahuas (Cf. Johansson, 1997). Todo esto nos hace sospechar que en su sustrato se esconde otro personaje numénico con esa propiedad «brujeril». Ligia Rivera ya nos lo advertía al comentar que «el Charro, ataviado con su vestimenta negra representando al Diablo, si bien es un motivo dominante en la tradición oral, en esta historia con evidente estructura mítica, apunta a otro personaje del ámbito sobrenatural» (Rivera, 2012: 534). Esta representación nos recuerda mucho a la prístina imagen del Tezcatlipoca rojo, investida de los ropajes de un noble guerrero o de un cacique tributario, con un carácter guasón y prepotente. Ya Gruzinski (2007: 163) nos advertía que «la influencia 6 La cursiva es nuestra. «Ahora bien, a aquellos que mucho le enojan, que mucho lo aborrecen, luego les llama en la aurora, cuando ya amaneció, y les da aquella su ofrenda que ofreció por la noche, la cual comen aquellos con quienes está enojado, a quienes tiene envidia, con lo cual él dice: «Que se mueran pronto!» [sic.] Y así se hace rico». Traducción de A. M. Garibay (1946: 169). 8 «Permaneced en su regazo, pues mucho sufre de que os vea el búho-hombre, de que el envidioso os ande rondando». Traducción de Miguel Figueroa Saavedra. 7 ISSN: 2173-0695 10.17561/blo.v7i0.2 ~ 55 ~ M. FIGUEROA / B. BARONNET, «LA NARRACIÓN NAHUA…» BLO, 7 (2017), PP. 43-60 cristiana y colonial sólo tuvo un efecto indirecto, se limitó a desencadenar un proceso de mezcla interna antes de alcanzar el contenido de nuevas adecuaciones». Esto, sumado al ya mencionado hecho de que el lenguaje idolátrico no deja de hacerse eco de las condiciones sociales del mundo indígena (Gruzinski, 2007: 168), nos lleva a considerar que el relato tiene una profundidad y funcionalidad en su estructura y tema que lo hace siempre perenne como «lección aprendida» y «advertencia vigente». Cuando revisamos algunas historias sobre Tezcatlipoca y su gusto por la aparición repentina, el disfraz y aguar las fiestas o crear discordia (Cf. Heyden, 1989: 89), lo que acertadamente Guilhem Olivier calificó de «diabluras» ―diableries― (2005: 38), apreciamos que su carácter burlón y tentador no está muy lejos del que es propio del Diablo moxikoani que protagoniza el relato. El dios llamado Tezcatlipoca era tenido por verdadero dios, e invisible, el cual andaba en la tierra movía guerras, enemistades y discordias, de donde resultaban muchas fatigas y desasosiegos. / Decían que él mismo incitaba a unos contra otros para que tuviesen guerras y por esto le llamaban Necoc Yaotl, que quiere decir sembrador de discordias de ambas partes; / y decían él solo ser el que entendía en el regimiento del mundo, y que él sólo daba las prosperidades y riquezas, y que él sólo las quitaba cuando se le antojaba; daba riquezas, prosperidades y fama, y fortaleza y señoríos, y dignidades y honras, y las quitaba cuando se le antojaba; / por esto le temían y reverenciaban, porque tenían que en su mano estaba el levantar y abatir, de la honra que se le hacía (Sahagún, 2006: 29-30). En definitiva Tezcatlipoca-Diablo no nos amenaza con hacernos daño realmente. Más bien la aceptación de una promesa de prosperidad y riqueza puede estar acompañada de un precio a pagar quizás más alto que lo recibido, o simplemente no se trata de un regalo o un premio, sino de un préstamo a devolver a corto plazo, o una mera broma. En realidad a través de sus naguales y epifanías nocturnas (Olivier, 2005: 41) juega con nuestro propio deseo y de esa manera colma su propio capricho. Así provoca «pecados» seduciéndonos con la aparente práctica de virtudes, introduciéndonos en un juego perverso que aleja a la comunidad de un «buen vivir». Con su largueza y generosidad promueve la avaricia; con su falsa humildad, la soberbia; con su aparente castidad, la lujuria; con su interesada caridad, la envidia; con su medida paciencia, la ira; y con una calculada templanza, la gula. Nos invita a beber pulque, a festejar, a disfrutar la riqueza y, sobre todo, a perder el sentido de la medida y la sensatez en el uso de nuestros recursos, para él lograr el control absoluto de lo que nunca puede ser poseído por nadie. Por otra parte el relato parece establecer un desdoblamiento de lo que en origen se podía considerar un trasunto de la divinidad. Así, la representación de Tezcatlipoca como Señor de los espacios nocturnos, terrestres y subterráneos, establece una identidad con la divinidad Tepeyollotl, «el corazón de la montaña», como aspecto suyo que se evidencia a través del jaguar como su nagual compartido (Olivier, 2005: 169-173, 227) y el carácter de esta divinidad como «Señor de los animales» (2005: 486). El Diablo moxikoani, como el Charro Negro, integra todos estos aspectos al presentarse en la madrugada como Dueño del cerro y de su contenido, y al ser capaz de dominar una montura. Por tanto, él tiene el control y acceso al mundo no destinado a los humanos. CONCLUSIONES El tlahtolli tetzahuitl del Cerro del Jumil es un ejemplo de narración popular donde su carácter de ficción literaria no se establece por la producción de argumentos ISSN: 2173-0695 10.17561/blo.v7i0.2 ~ 56 ~ M. FIGUEROA / B. BARONNET, «LA NARRACIÓN NAHUA…» BLO, 7 (2017), PP. 43-60 inventados o su transposición de sentido de un contexto primitivo a un contexto moderno que lo idealiza, mitifica o banaliza, sino por las formas que organizan el discurso narrativo. Por tanto prima un sentido funcional del relato que implica la apropiación colectiva de una experiencia y se formaliza como una memoria testimonial. Esto supone que el cuento nahua que narra este tipo de temas, participa más de un género de relato de vida o de crónica, incluso de relato religioso, que de relato fantástico. En el reconocimiento o construcción de una literatura popular sobre lo demoniaco, lo que vemos es una articulación discursiva en forma de leyenda y no de cuento, pues «la leyenda es mucho más realista que los cuentos, y en aquellas pesa el sentido de lo verídico, o, al menos del acercamiento a la realidad, mientras que los cuentos se podían tomar más como un divertimento» (García y Martos, 2008). El relato del Cerro del Jumil es un relato realista, pues no manifiesta ningún rasgo que introduzca incongruencia o desequilibrio en la percepción cultural de la realidad. Las oposiciones de admisibilidad/inadmisibilidad, credibilidad/incredibilidad que rigen el relato fantástico (Soldevilla, 1998: 456) no están presentes, pues de estarlo sería tomado como un «fraude religioso». La manifestación de este sentir está por un lado en la proyección histórica que se da al relato, resultado de un proceso de actualización constante, donde el gran recurso que impide su transformación en mito o en cuento maravilloso es la modernización de los atributos de los personajes, como es el mismo hecho de haberle dado el nombre de Diablo y de haberse mestizado o criollizado su aspecto. El que consideremos aquí su versión en náhuatl como forma definitiva del relato responde a ver en ello una nueva actualización que refuncionaliza el relato en múltiples aspectos y encuentra en él la satisfacción de una necesidad social, de un deseo de resolver los dilemas e incertidumbres de la comunidad. El Cerro del Jumil implica una dimensión más trascendente, pues en realidad nadie es su amo ni propietario ―ni siquiera los jumiles que lo habitan― en un sentido económico, pues no puede ser enajenado como propiedad o mercancía. Sea un dios o una creación de Dios, es a su vez un numen que siempre se tuvo y siempre beneficia. Él decide cómo, cuándo y a quién favorecer y esto se establece a partir de procedimientos rituales y ceremoniales que implican que todo lo que se tome del cerro debe reintegrarse de alguna manera. Por tanto de su conservación depende nuestra conservación. La riqueza que pueda estar ahí acumulada, está protegida y administrada por otros númenes, que como trickster juegan con la potencial tentación humana de «robar» y «matar» el monte. Esta riqueza en realidad no debe estar a disposición completa con los hombres, pues el precio a pagar puede ser muy alto. La vigencia y actualidad de este relato se basa por tanto en la continuación de esa precaución y de esa amenaza ante el aparente deseo de «pactar con el Diablo» de aquellos que no se resisten a desear su oro, y cuyo efecto es la actualidad y refuncionalización del relato. Desde 2013 a raíz de los intentos de explotación de los recursos minerales ―sobre todo oro y plata― de los municipios de Temixco, Miacatlán y Xochitepec por parte de la minera canadiense Esperanza Resources Corporation y la oposición de estos municipios a esta extracción (Miranda, 2013; Enciso, 2013), se generaron las condiciones para que este relato fuera no sólo recordado, sino también traducido al náhuatl por parte de los pobladores de Cuentepec, dándole una nueva significación y reintegrándolo a la tradición oral nahua. El proyecto «Mina Esperanza, Tetlama, Morelos» es visto como el resultado de un nuevo tetzahuitl del Diablo moxikoani, con ISSN: 2173-0695 10.17561/blo.v7i0.2 ~ 57 ~ M. FIGUEROA / B. BARONNET, «LA NARRACIÓN NAHUA…» BLO, 7 (2017), PP. 43-60 cuya aparición se ha despertado la codicia de empresarios y vecinos hasta el punto de desear o permitir la apropiación indebida del territorio y la gestión de sus recursos. Aquellos que se dejan seducir, foráneos y locales, son considerados como los dos jóvenes que en el relato le persiguen intentando de alguna manera conseguir parte de la fortuna que ostenta (en este caso, por ejemplo, en forma de promesa de empleos bien remunerados). Éstos son ahora etiquetados de «vendidos», vecinos identificados en Alpuyeca, Miacatlán, Xochicalco y Cuentepec como «comprados» que dejaron que empresas instalaran un aeropuerto, un basurero, una autopista y una mina, abandonando el campo y apartándose del sentir y vivir de las comunidades. El temor es realmente la magnitud del pago que deberá hacerse al Diablo por todo ese insaciable deseo, sino su propio enojo por no pedirle permiso, e incluso la amenaza de acabar con su vida indisociablemente asociada a la existencia del cerro que se quiere desmochar. Recordar este cuento, narrarlo en este contexto y versionarlo en náhuatl, es recordar un pacto y un límite con el espacio, el tiempo y la vida. La preservación de un orden, de un equilibrio, de un entorno supone en ese caso velar por el entorno naturalsocial-espiritual y a la vez actualizar un sentido de pertenencia. Bajos sentimientos morales como la codicia o la envidia pueden suponer por tanto un resquebrajamiento de un orden benéfico, aunque se perciba como pobre, mísero o sufrido. La figura de un forastero, de un ser extraño o ajeno, que llega repleto de falsas promesas, regalos y placeres, que con su visita y actitud perturba, es hoy una minera que es vista como un moderno moxikoani que vuelve a aparecer por el pueblo para sembrar la codicia y que envidia aquello que no puede realmente dar ni obtener y, paradójicamente, reaviva la tradición oral y la activación lingüística mediante el relato social. BIBLIOGRAFÍA BAJTIN, Mijail (1998): Estética de la creación verbal, México, Siglo XXI. BOTANA MONTENEGRO, Evelia (2014): Los cuentos de la tía Lupe. 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