Sin miedo a vivir
Por Roxann Delaney
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Morgan se quedó impactado cuando se enteró de la noticia. Y más todavía cuando Trish le dijo que pensaba criar a su hijo sola. Pero ¿cómo hacer lo correcto con Trish y su hijo sin desvelar las auténticas razones por las que puso fin a su relación? ¿Y se lo permitirá Trish?
¡El ilustre sheriff tenía algunas explicaciones que dar!
Roxann Delaney
Roxann Delaney wrote sixteen books with Harlequin, primarily within the Harlequin American Romance series. The creator of the wonderful town of Desperation, Oklahoma, her novels feature rugged ranchers and handsome lawmen and the strong women who love them. Roxann passed away in 2015.
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Sin miedo a vivir - Roxann Delaney
CAPÍTULO 1
TRISH Clayborne estaba sentada al calor de su coche frente a la señal de stop conteniendo las lágrimas. Ya casi estaba en casa.
Desde la intersección que unía la carretera secundaria con la calle principal del pueblo, Desperation, Oklahoma, parecía salida de un sueño nebuloso. Las coloridas y parpadeantes luces cubrían los escaparates, y las farolas estaban adornadas con bastones gigantes rojos y blancos. La nebulosa provocada por el escaso polvo de nieve que apenas cubría el suelo creaba un halo alrededor de las luces y producía en las calles desiertas un efecto estremecedor que contrastaba con la amabilidad del pueblo y de sus habitantes.
Trish había llegado a amar Desperation y sus gentes cuando su hermana Kate y ella fueron a vivir allí con la hermana de su padre once años antes. La tía Aggie había llenado rápidamente el vacío dejado por la muerte de sus padres durante un tornado, y la gente las había recibido con los brazos abiertos. Las hermanas se habían convertido en parte de la comunidad. Era su hogar, y Trish estaba agradecida de volver tras haber estado seis semanas fuera promocionando el libro en una gira que le había resultado interminable.
Cuando las luces de un coche patrulla iluminaron el interior de su coche se dio cuenta de que llevaba demasiado tiempo parada en la intersección. Sintió miedo. El último hombre al que deseaba ver estaba probablemente tras el volante del coche patrulla.
El sheriff se acercó y proyectó una sombra en el coche. Trish apretó el botón para bajar la ventanilla, deseando poder desaparecer. Pero en lugar de saludar al sheriff con una sonrisa, continuó mirando hacia la bruma que tenía delante confiando en que el gorro de punto que llevaba puesto ocultara su cabello rubio y su identidad hasta que pudiera calmar el acelerado ritmo de su corazón.
–¿Tiene algún problema con el coche, señorita?
Ella se giró lentamente deseando estar en cualquier otro lugar que no fuera aquél.
–Has vuelto –dijo Morgan Rule con voz neutra.
Trish hizo todo lo posible por ignorar su ceño fruncido y la carencia de emoción de su tono.
–Sabías que volvería a casa antes de la boda de Kate y de Navidades.
–Falta una semana para la boda. Podrías haberte quedado y hacer un poco de turismo.
Ella se mordió el carrillo por dentro para contener las lágrimas. No mucho tiempo atrás, aquel hombre la había amado, había querido casarse con ella. Habían planeado un futuro juntos. Pero ocurrió algo que le cambió. No era un hombre que soliera mostrar sus sentimientos, pero en algún momento había olvidado cómo sonreír y al parecer cómo amar.
–¿De quién es este coche? –preguntó dando un paso atrás para verlo bien.
–Mío. Me lo he comprado con el dinero de la venta de mi libro –dinero que tenía pensado gastar en su boda.
El sheriff alzó las cejas y volvió a mirarla a ella.
–Creí que no podías conducir.
–Sé conducir desde el instituto, pero no lo hacía. Ya lo sabes.
–Sí, tal vez sí. O tal vez lo había olvidado. Es fácil que eso ocurra cuando no estás cerca para recordármelo.
–¿Si no me ves no te acuerdas de mí? –preguntó Trish. Y al instante se arrepintió.
–Algo así.
Ella se había acordado de él. Constantemente. Y ahora que estaban solos, tal vez podrían encontrar la manera de que las cosas funcionaran.
–¿Podemos declarar una tregua, Morgan? Aunque sólo sea durante las vacaciones.
–¿Una tregua? ¿Estás diciendo que quieres que seamos amigos? ¿Es eso?
Trish asintió. Tenía la esperanza de recuperar lo que habían perdido cuando ella se marchó. Morgan era un buen hombre, amable y cariñoso, y se preocupaba profundamente por los demás pero rara vez lo demostraba en público. Si pudiera encontrar al hombre que había cambiado poco tiempo atrás…
Colocando las manos en la ventanilla abierta, Morgan se inclinó y conectó su oscura mirada con la de ella.
–Nuestra boda fue cancelada. Tú tenías otras cosas mejores que hacer. No veo razón para que seamos amigos.
–Yo pospuse nuestra boda –le aclaró ella tratando de mantener la calma–. Tú fuiste el que la canceló.
Un atisbo de emoción cruzó por su rostro, algo que Trish no fue capaz de reconocer, pero desapareció al instante. Sus ojos no revelaban nada.
Sin pensar en lo que hacía, ella le puso la mano enguantada sobre la suya.
–Ahora que la gira ha terminado…
–Lo hecho, hecho está –Morgan apartó la mano y evitó mirarla.
Trish confiaba en que fuera más razonable que seis semanas atrás, y le rompía el corazón ver que no había cambiado.
–Pero no tiene por qué ser así.
Él dio un paso atrás y la miró fijamente.
–¿Cuándo vuelves a irte?
La pregunta la pilló con la guardia baja. Estaba claro que el tema de la tregua y de salvar al menos la amistad quedaba zanjado.
–No sé si voy a irme –contestó.
Morgan asintió con brevedad.
–Para facilitarnos las cosas, esto es lo que vamos a hacer: yo te evitaré y tú me evitarás. No es necesario que provoquemos habladurías en el pueblo, aunque ya sabes que hablarán de todas formas, así que vamos a limitarnos a ser civilizados cuando nos crucemos.
Consciente de que discutir con él no serviría para nada, Trish se encogió de hombros y miró por el parabrisas hacia las luces.
–Sí así quieres que sea, de acuerdo.
–Así quiero que sea.
Trish tenía el corazón roto, pero no quería que se diera cuenta de cuánto le dolía.
–Entonces será mejor que me vaya a casa. La tía Aggie y Kate se estarán preguntando dónde estoy.
Al ver que Morgan no respondía, metió una marcha, miró a ambos lados y cruzó lentamente la calle para dirigirse a la granja Clayborne, que estaba situada a unos cuantos kilómetros del pueblo. La tentación la llevó a mirar por el espejo retrovisor cuando subió la ventanilla y vio a Morgan de pie en medio de la calle, donde le había dejado. No la estaba mirando, sólo miraba el lugar donde ella había estado. Se metió las manos en los bolsillos y volvió al coche patrulla.
Trish suspiró y trató de concentrarse en la carretera que tenía por delante, pero tenía la mente puesta en lo que había que hacer y en cómo iba a hacerlo. Cuando vendió el libro infantil que había escrito pensó que la vida sería de color de rosa. Estaba prometida a un hombre maravilloso y respetable y estaban planeando su próxima boda.
Entonces su editor le ofreció la posibilidad de promocionar su libro haciendo una gira para firmar ejemplares. Para ella era algo que iba a hacer una vez en la vida y estaba muy ilusionada, aunque eso significara pedir un permiso sin sueldo en su trabajo como profesora de segundo grado. A Morgan le pareció fatal la idea desde el principio y amenazó con cancelar la boda. La noche antes de que saliera de gira, después de hacer el amor, él anunció que el compromiso quedaba roto y que iba a cancelar la boda. Ella le suplicó que lo reconsiderara. Morgan se negó, y cuando Trish insistió en que al menos le dijera la razón, se negó a darle ninguna explicación. Y seguía sin conocer la razón.
Y ahora le necesitaba más que nunca, pero no había pensado todavía en cómo darle la noticia que tenía. Seguía estando tan distante con ella como seis semanas atrás, cuando Trish salió del pueblo.
El sheriff Morgan Rule había necesitado de todo su autocontrol para no ir detrás de Trish y retractarse de todo lo que le había dicho. Pero no lo haría. Ni ahora ni nunca.
Se había sentido muy orgulloso de ella cuando una conocida editorial le compró los derechos del libro para niños que había escrito. Morgan creía que por fin había encontrado paz y felicidad. Pero un incidente con el borracho del pueblo le había despertado los recuerdos que creía enterrados y le había recordado que nunca podría llevar una vida normal como la mayoría de los hombres. Su intención no había sido hacerle daño a Trish, sino salvarla. Y ahora, como no se fiaba de su corazón, tenía que decir y hacer cosas que sabía que eran dolorosas para ambos.
Morgan subió los escalones de piedra de lo que una vez fue una mansión sureña construida en los bosques de Oklahoma, mucho antes de que hubiera tanta población. Abrió la puerta de entrada con la esperanza de subir en silencio la escalera que llevaba a su apartamento. Tenía la suerte de vivir allí gracias a su tío, que le había buscado el sitio. Pero la suerte la abandonó cuando se dio cuenta de que el coche que había detenido era el de Trish. Su tío le recibió en el vestíbulo del Hogar del Jubilado Shadydrive, cariñosamente llamado La Comuna por sus habitantes.
–Me ha parecido oír tu coche –dijo Ernie Dolan apareciendo tras la esquina del enorme comedor–. Todo el mundo está todavía cenando, así que si tienes hambre puedes… –se acercó un poco más para observar a Morgan. Sus ojos azules revelaban su preocupación–. ¿Ocurre algo?
Morgan sacudió la cabeza y dejó escapar un largo suspiro. Más le valía contarlo. Todo el mundo se enteraría enseguida.
–Trish ha vuelto.
–¿Ah, sí? –una sonrisa cruzó el rostro de Ernie, pero se llevó rápidamente una mano a la corta barba gris para ocultarla–. Quiero decir… ¿cómo lo sabes?
–Paré un coche y…
–¿Ha dicho alguien que Trish ha vuelto?
Morgan se giró y vio a la inquilina más reciente cerrando las puertas del comedor tras de sí. Hettie Lambert corrió hacia ellos con sus ojos grises echando chispas de emoción.
–¿Ha vuelto? ¿Está en casa de Aggie? Oh, será maravilloso volver a verla y que nos cuente cómo ha ido la gira.
Pensando en Eclipse azul que Trish conducía, Morgan gruñó:
–Debe de haberle ido bien, a juzgar por su nuevo coche.
Hettie unió las manos.
–¡Un coche nuevo! Me alegro por ella. Llevaba demasiado tiempo dependiendo de los demás.
Morgan no estaba necesariamente de acuerdo, aunque se guardó su opinión para sí mismo. Le caía bien Hettie y la admiraba, pero opinaban de forma muy distinta sobre la cancelación de la boda y no estaba dispuesta a aceptar que las cosas entre Trish y él hubieran terminado.
Aunque no quisiera reconocerlo, Hettie era la matriarca del pueblo. Había donado la mansión Ravenel, que había sido construida a finales del siglo XIX por su tatarabuelo, el coronel George Ravenel, para que fuera utilizada como residencia para jubilados o para cualquiera que ya no quisiera seguir pagando gastos de mantenimiento. Era todo un lujo para el pueblo y había una larga lista de espera para hacerse con uno de los siete apartamentos.
–¿Habéis tenido oportunidad de hablar? –le preguntó Hettie bajando la voz como si estuviera conspirando.
–Sí, hemos hablado –murmuró él.
–Y ha ido mal, ¿verdad? –la anciana sacudió lentamente la cabeza–. El maldito orgullo masculino.
Morgan apretó los labios y no dijo nada. Sabía que, si se mantenía callado, Hettie terminaría rindiéndose. Al menos, por el momento.
–Ya tendréis más oportunidades para hablar –dijo con una sonrisa girándose hacia las escaleras–. Habrá tiempo de sobra durante las vacaciones. Llamaré a Aggie para saber cómo le ha ido a Trish en la gira.
–Ven a comer algo –le dijo Ernie a Morgan cuando Hettie se hubo marchado.
–No tengo hambre –replicó él dirigiéndose hacia la escalera.
Pero su tío le detuvo.
–No seas muy duro con Hettie. Os quiere a los dos y desea veros felices.
Morgan sólo pudo limitarse a asentir mientras un gran nudo se le formaba en la garganta. Le había contado a Ernie lo que le pasó a su compañero en Miami seis años atrás, pero nunca se lo había contado a Hettie y no tenía intención de hacerlo. No hacía falta que nadie lo supiera.
–Es Navidad, hijo –dijo Ernie interrumpiendo los pensamientos de Morgan–. Tiempo de perdón.
Morgan no tenía ganas de hablar de sus problemas, así que se encogió de hombros y siguió subiendo las escaleras.
–Eso dicen.
No llevaba en su pequeño apartamento de la tercera planta ni veinte minutos cuando oyó que llamaban a la puerta. Le dio una patada a las botas que se había quitado y se acercó para ver quién venía a molestarle. No tenía humor para compañía.
Hettie sonreía al otro lado de la puerta cuando la abrió.
–Tengo que pedirte un favor.
Sintiéndose culpable