La mejor solución
Por Helen Bianchin
4.5/5
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Información de este libro electrónico
Rafe conseguiría que desapareciesen todos sus problemas si Danielle accedía a casarse con él y a darle un heredero. Era una verdadera locura, pero una locura muy tentadora: casarse con un hombre tan sexy y compartir su cama... Solo tenía veinticuatro horas para tomar una decisión antes de que él fuera a buscarla.
Helen Bianchin
Helen Bianchin é uma autora neozelandesa de romances, tendo publicado mais de 25 livros. É apaixonada por sua terra natal e pela arte da escrita.
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La mejor solución - Helen Bianchin
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2002 Helen Bianchin
© 2015 Harlequin Ibérica, S.A.
La mejor solución, n.º 1359 - abril 2015
Título original: The Wedding Ultimatum
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español 2002
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-6246-3
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Capítulo 1
Qué se ponía una para acudir a una cita con el diablo?
Danielle echó una mirada experta a la ropa de su armario, eligió un vestido y empezó a vestirse cuidadosamente.
El ático que compartía con su madre en un barrio selecto a las afueras de Melbourne siempre había sido su hogar. Era grande y lujoso, y representaba a la perfección los gustos de la clase alta.
Pero no por mucho tiempo. Pensó con tristeza que todo aquello tenía los días contados. Habían vendido cuadros muy valiosos, y antigüedades de valor incalculable habían sido sustituidas por muebles de segunda mano. Habían empeñado las joyas. El elegante Bentley había sido reemplazado por un simple sedán. Los acreedores esperaban ansiosamente a que se declarara la quiebra, y a que el ático, totalmente hipotecado, se subastara.
Las tarjetas de crédito de su madre habían llegado al límite, y la boutique de lencería La Femme estaba luchando por mantenerse a flote, pensó Danielle mientras se ponía uno de sus pendientes de diamantes. Eran una reliquia que había pertenecido a su abuela materna, lo único que Danielle se había empeñado en conservar.
En menos de una semana tendrían que dejar el ático, llevar sus objetos personales al juzgado para saber si el juez les permitía quedárselos, cerrar La Femme, buscar un apartamento mediocre y encontrar trabajo.
Tenía veintisiete años y era pobre. No era agradable, pensó mientras se disponía a salir.
Hacía casi un año que salía solo para acudir a las invitaciones de los pocos amigos que le quedaban. Todavía había algunos leales a su madre, viuda de un hombre que había pertenecido a una familia española de alcurnia.
La cita de aquella tarde era un último esfuerzo desesperado por implorar clemencia al dueño del edificio donde vivían, y del centro comercial donde se encontraba su boutique. El hecho de que también fuera el propietario de una parte del centro de la ciudad y tuviera un polígono industrial era irrelevante.
En la escala social de la ciudad, Rafe Valdez era un nuevo rico, pensó Danielle mientras llegaba al aparcamiento.
Era poseedor de una fortuna inmensa, y se rumoreaba que la había amasado con métodos poco ortodoxos. Tenía casi cuarenta años, y era famoso porque hacía grandes donaciones para obras de caridad. Las malas lenguas decían que solo lo hacía para introducirse en la elite social de los ricos y famosos.
Un círculo en el que Danielle y Ariane ya no podían permanecer.
De todas formas a ella no le quedaba más remedio que tener en cuenta a aquel hombre.
Su foto aparecía con frecuencia en la sección de negocios de los periódicos locales, y también en las páginas de sociedad. Acudía a todos los eventos, siempre acompañado por la joven más bella agarrada del brazo, por una mujer mayor famosa en la sociedad que deseaba llamar la atención de la prensa, o por una de las cientos de mujeres jóvenes que se disputaban su atención.
Danielle lo había conocido hacía un año, en una cena que ofreció una supuesta amiga que la había dejado de lado cuando la situación económica de Ariane trascendió.
Aquella vez, lo había mirado y se había escondido tras una ligera sonrisa y una conversación amable pero distante. Había adoptado ese comportamiento por instinto de conservación, porque tener algo que ver con un hombre como Rafe Valdez habría sido como bailar con el diablo.
Pero las cosas habían cambiado. No tenía elección. Llevaba varias semanas intentando reunirse con él, y había sido él quien había insistido para que cenaran juntos.
El restaurante que él había elegido estaba en el centro de la ciudad, al final de una calle estrecha de un solo sentido, en la que estaba prohibido aparcar, así que dio la vuelta a la manzana con la esperanza de encontrar un sitio.
Por eso, ya llegaba diez minutos tarde. Un pequeño retraso que cualquiera disculparía, excepto Rafe Valdez.
Lo vio en cuanto entró en el restaurante, apoyado en la barra del bar. Aunque Danielle le dijo su nombre al maître, él no esperó y se dirigió hacia ella. Era alto, moreno y peligroso y sus ojos negros como el pecado tenían un poder hipnótico.
Danielle sintió un escalofrío que le recorrió la espalda, y se le aceleró el corazón.
Había algo en él que alertó sus defensas.
–Siento que haya tenido que esperar.
Él arqueó una de sus oscuras cejas.
–¿Es una disculpa?
Hablaba arrastrando las palabras y tenía acento norteamericano. Había un rastro de fiereza bajo el barniz de sofisticación que parecía confirmar el rumor de que su juventud había transcurrido en las calles de Chicago, donde solo sobrevivían los más fuertes.
–Sí –Danielle lo miró sin pestañear–. Es que me ha resultado difícil aparcar.
–Podría haber venido en taxi.
–No, no podía –dijo ella sin alterarse. Su presupuesto no cubría la tarifa de los taxis, y una mujer sola no se arriesgaba a usar el transporte público por la noche.
Él le hizo una seña al maître, cuyas muestras de atención rozaron el servilismo mientras los conducía a la mesa y llamaba al camarero con un imperioso chasquido de dedos. Danielle no quiso tomar vino, pidió un entrante ligero, un segundo plato y tampoco quiso pedir postre.
–Me imagino que usted ya sabe por qué quería mantener esta reunión.
La miró con detenimiento, observando su orgullo, su valentía… y también cierta desesperación.
–¿Por qué no nos relajamos un rato y disfrutamos de la comida y de la conversación antes de hablar de negocios?
Ella le sostuvo la mirada.
–La única razón que tengo para conversar con usted son los negocios.
–Me alegro de no tener un ego frágil –dijo él, y esbozó una ligera sonrisa desprovista de sentido del humor.
–No creo que haya nada frágil en usted –era de granito, y tenía el corazón de piedra. ¿Qué esperanzas podía albergar de convencerlo para que no ejecutase la hipoteca? Aun así, tenía que intentarlo.
–La sinceridad es algo admirable.
El camarero llevó el primer plato, y ella tomó algunos bocados sin ningún apetito, con cuidado de no estropear el trabajo de presentación del chef mientras comía.
Todo lo que tenía que hacer era sobrellevar las próximas dos horas. Cuando se fuera de allí, tendría una respuesta, y tanto su destino como el de su madre estarían decididos. Estaba segura de que la comida estaba exquisita, pero sus papilas gustativas no cumplían su función. Por eso, no hizo más que juguetear con el segundo plato al tiempo que daba sorbitos al agua mineral burbujeante.
Él disfrutaba de la cena. Utilizaba los cubiertos con movimientos precisos. Realmente, parecía aquello en lo que se había convertido, pensó Danielle distraídamente… todo un hombre que sobresalía entre los demás, vestido impecablemente, con un traje a medida confeccionado por un gran modisto. ¿Armani? La camisa azul oscuro era del algodón más fino, y la corbata de pura seda. Llevaba un reloj caro.
Pero ¿quién era el hombre que había bajo aquel traje? Tenía fama de ser implacable en los negocios, y hacía uso de un poder despiadado cuando la ocasión lo requería.
¿Sería igual cuando ella hiciese su petición?
Danielle intentó controlar los nervios y esperó hasta que el camarero hubo retirado los platos para pronunciar las palabras que había ensayado tanto.
–Por favor, ¿podría concedernos una prórroga en el plazo?
–¿Con qué propósito?
No iba a aceptar. Sintió una punzada de dolor en el estómago.
–Ariane llevaría la boutique y yo trabajaría por cuenta ajena.
–¿Para ganar un sueldo que apenas cubriría los gastos de una semana? –se apoyó en el respaldo de la silla e hizo un gesto al camarero para que le rellenase la copa de vino–. No es una solución factible.
La deuda que tenían con él ascendía a una fortuna, y ella nunca podría pagarla. Lo miró fijamente.
–¿Le produce satisfacción verme suplicar?
Él enarcó una ceja.
–¿Es eso lo que está haciendo?
Danielle se puso de pie y tomó su bolso.
–Lo de esta noche ha sido un error –se dio la vuelta para irse, pero sintió que él le agarraba la muñeca con fuerza.
–Siéntese.
–¿Por qué? ¿Para que usted siga viendo cómo paso vergüenza? No, muchas gracias –tenía las mejillas muy rojas y sus ojos marrones brillaban de ira.
Él apretó la muñeca.
–Siéntese –repitió con una suavidad mortal–, no hemos hecho más que empezar.
Ella miró al vaso de agua, y por un momento sopesó la posibilidad de arrojárselo a la cara.
–No lo haga –era una advertencia suave como la seda que envolvía una gran amenaza.
–Suélteme la muñeca.
–Cuando vuelva a sentarse.
Aquello era una lucha de voluntades y ella no quería ceder. Pero había algo en su mirada oscura que la advertía de que nunca conseguiría vencerlo, y después de unos segundos tensos, volvió a su asiento, mientras se frotaba inconscientemente la muñeca.