Boda de sociedad
Por Helen Bianchin
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Aysha sabía que iba a adquirir riqueza y una envidiable posición social, por no hablar de un marido increíblemente atractivo. El único problema era que Carlo no tenía intención de renunciar a su seductora amante. Y Aysha, profundamente enamorada de su prometido, quería mucho más que un matrimonio de conveniencia…
Helen Bianchin
Helen Bianchin é uma autora neozelandesa de romances, tendo publicado mais de 25 livros. É apaixonada por sua terra natal e pela arte da escrita.
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Boda de sociedad - Helen Bianchin
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www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 1999 Helen Bianchin
© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Boda de sociedad, n.º 1089 - octubre 2020
Título original: A Convenient Bridegroom
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1348-890-5
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Si te ha gustado este libro…
Capítulo 1
BUENAS noches, cariño. Y hasta mañana, me imagino.
Muy sutil, reconoció Aysha. Seguía asombrándola la capacidad de su madre para dar una orden con forma, no ya de sugerencia, sino de hipótesis. Como si la que decidiera fuera Aysha. Llevaba toda la vida, o toda la vida que recordaba, siguiendo el guión que le habían ido escribiendo. El colegio más exclusivo, profesores particulares, vacaciones en el extranjero, esquí, ballet, clases de equitación, idiomas… hablaba con fluidez el italiano y el francés.
Aysha Benini era el escaparate de la inversión en educación de sus padres. Atractiva, elegante, prueba viviente de la riqueza y la posición social de su familia, cosas todas ellas que era preciso mantener a toda costa. Hasta la carrera de decoradora que había elegido entraba dentro de ese juego.
–¿No es así, cara?
Aysha atravesó la sala y rozó con los labios la mejilla de su madre:
–Probablemente.
–Tu padre y yo no te esperamos esta noche –dijo Teresa Benini, arqueando con elegancia una ceja.
Caso cerrado. Aysha revisó el contenido de su bolsito de fiesta, sacó la llave del coche, y se dirigió a la puerta.
–Hasta luego.
–Que te diviertas.
¿Qué entendería Teresa Benini por «divertirse»? ¿Tomar una cena exquisitamente servida en un restaurante de moda con Carlo Santangelo, y a continuación hacer el amor toda la noche en la cama de Carlo?
Aysha se sentó al volante de su Porche, puso en marcha el motor, y se deslizó por el camino de salida, rebasó la puerta electrónica, y condujo por la tranquila calle bordeada de árboles en la que se encontraba su casa hacia la avenida que comunicaba la zona residencial de Vaucluse con el centro de la ciudad.
Un rayo de sol se reflejó en el anillo de oro cuajado de diamantes, con un espléndido solitario, que llevaba en el dedo corazón de la mano izquierda. Tenía un diseño magnífico, había costado una cantidad escandalosa, y era un símbolo perfecto del enlace previsto entre la hija de Giuseppe Benini y el hijo de Luigi Santangelo.
Benini-Santangelo, se repitió Aysha mientras se incorporaba a la arteria que la llevaría a la ciudad. Eran dos inmigrantes que procedían del mismo pueblo del norte de Italia, que habían emigrado antes de cumplir los veinte años a Sydney, y trabajaron allí pluriempleados todos los días de la semana, ahorraron hasta el último centavo, y consiguieron establecer una empresa cementera al cumplir los veinticinco.
Transcurridos cuarenta años, Benini-Santangelo era uno de los grandes nombres del sector de la construcción en Sydney, con una fábrica enorme y toda una flota de hormigoneras propias.
Los dos se habían casado convenientemente, aunque por desgracia no habían tenido más que un descendiente cada uno; vivían en casas hermosas, tenían coches caros, y habían dado a sus hijos la mejor educación posible. Las dos familias habían sido amigas y tenido amigos comunes toda la vida. Había un lazo muy fuerte entre ambas, algo más que amistad, prácticamente parentesco.
La avenida por la que circulaba bordeaba ahora la bahía Rose Bay, y redujo un poco la velocidad para admirar el paisaje. Eran las ocho y media de una hermosa tarde de verano, y el océano tenía el color y el brillo de un zafiro, reflejándose en un cielo limpio de nubes o contaminación. Había villas fantásticas en las numerosas calas y entrantes, con muchos veleros y otros barcos anclados. Al fondo, se veía una serie de rascacielos, torres de acero y cristal de diferentes alturas y diseños, enmarcando el Teatro de la Ópera de Sydney y el soberbio arco del puente Harbour Bridge. El tráfico se fue haciendo más denso a medida que se acercaba al centro urbano, con las consabidas esperas en los cruces regulados por ordenador, así que eran casi las nueve cuando por fin llegó a la entrada del hotel y dejó las llaves del coche a un empleado para que lo aparcara. Por supuesto, podría, y quizá debería, haber esperado en casa a que Carlo la recogiera, o podría haber ido ella a su apartamento. Habría sido más práctico, más sensato.
Sólo que esa noche no le apetecía ser sensata.
Aysha hizo un ademán de saludo al portero al entrar, y no le había dado tiempo a recorrer más de tres pasos del vestíbulo del hotel cuando reconoció una figura masculina que se erguía y se adelantaba hacia ella. Carlo Santangelo.
Le bastó con verlo para sofocarse y sentir que el corazón se le aceleraba. Tuvo que esforzarse para seguir respirando regularmente. Carlo tenía unos treinta y ocho años y medía un metro noventa. Sus anchos hombros y apariencia musculosa atestiguaban su cuidada forma física. Tenía un rostro de rasgos muy marcados y angulosos, en el que destacaban la firmeza de la mandíbula y el mentón, y la sensualidad de los labios. Llevaba el pelo castaño oscuro perfectamente cortado y peinado, y sus ojos eran tremendamente oscuros, casi negros.
Aysha no recordaba ninguna muestra del genio de Carlo, pero no le cabía duda de que debía de tenerlo, porque aquellos ojos podían llegar a cobrar aspecto de obsidiana, la boca endurecerse hasta reducirse a dos finas rayas, y la voz adquirir la temperatura de un témpano.
–Aysha –le dijo al inclinarse a besarla levemente en los labios, para después tomarle ambas manos entre las suyas al volverse a enderezar.
Era impresionante. Hasta ella llegó su limpio olor masculino, mezclado con una suave loción para después del afeitado. Aysha sentía que el corazón le latía tan fuerte, que se podía oír. ¿Sería posible que Carlo se sintiera tan afectado como ella por él?
Era dudoso, tuvo que responderse, porque no ignoraba cuál era el papel que él le atribuía. Su primer amor había sido una muchacha muy joven y bella, Bianca, con la que se había casado hacía ya diez años, y a la que perdió en un accidente de automóvil a las pocas semanas de la luna de miel. Aysha había llorado en secreto cuando se casaron, y públicamente en el funeral de Bianca.
Después de aquello, Carlo se había entregado al trabajo, convirtiéndose en un as de los negocios, con una gran reputación como estratega y como hábil negociador. Había salido con muchas mujeres, y se había limitado a disfrutar de lo que cada una podía ofrecer, sin pensar nunca en sustituir a la hermosa muchacha que había llevado tan brevemente su apellido.
Y así hasta el año pasado, en el que empezó a fijarse en Aysha, permitiendo que el cariño que existía entre ambos se convirtiera en algo mucho más personal e íntimo. Cuando le pidió que se casara con él, se había sentido desbordada, porque Carlo era el único hombre con el que había soñado desde la adolescencia, y el paso de la admiración al amor por él marcaba uno de los hitos de su existencia. Amor que siempre había sabido unilateral. Comprendía que se trataba de apuntalar la alianza Benini-Santangelo para la siguiente generación.
–¿Tienes hambre?
La respuesta de Aysha vino acompañada de una sonrisa encantadora y un brillo pícaro en la mirada al contestarle:
–Me estoy muriendo.
–Pues vamos a cenar, ¿quieres? –y Carlo le pasó un brazo por la cintura y la condujo hacia los ascensores.
Aysha no rebasaba la altura de su hombro, y su figura menuda y frágil no se correspondía con la fortaleza de mente y de cuerpo que en realidad poseía. Carlo pensó, al pulsar el botón de llamada, en lo sumamente fácil que habría sido que Aysha se convirtiera en una niña mimada, puesto que la habían consentido mucho. Pero ni tenía malicia, ni se consideraba el centro del universo. Era una joven simpática, inteligente, lista y muy atractiva, que al sonreír se convertía en una mujer realmente bella.
El restaurante estaba situado en el último piso, y ofrecía unas vistas magníficas de la ciudad y del puerto. Era caro, exclusivo, y uno de sus sitios preferidos. Se abrieron las puertas del ascensor, Aysha entró por delante de Carlo en la cabina, y luego se quedaron en silencio mientras ascendían.
–¿Conque así de mal?
Aysha le dirigió una rápida mirada, vio su expresión de cinismo ligero, y no supo si alegrarse o resignarse a que él hubiera intuido que su silencio obedecía a lo horroroso que había sido el día. Se preguntó si tan fácil era adivinarla, pero no creía que fuera así con la mayor parte de la gente, sólo que Carlo no era como la mayoría, y hacía ya tiempo que se había dado cuenta de que no era mucho lo que ella podía ocultarle.
–¿Por dónde quieres que empiece? –le preguntó, con un mohín, y, levantando una mano, empezó a contar con los dedos–: Un cliente rabioso, un jefe de planta aún más rabioso, un cargamento de tejidos de importación sin poderse descargar por una huelga, o la prueba del condenado traje. Puedes elegir.
El ascensor se detuvo, y ambos pasaron juntos a la recepción del restaurante.
–Señor Santangelo, señorita Benini, sean bienvenidos.
El maître los acogió con una sonrisa servil, tratándolos con toda la deferencia debida a los clientes apreciados. Ni siquiera les propuso una mesa, sino que se limitó a acompañarlos hasta la que preferían, al lado del ventanal que ocupaba toda la pared. Aysha se dijo que una buena posición social tenía sus ventajas, por ejemplo, un servicio impecable.
El sumiller se presentó en cuanto se hubieron sentado, y Aysha dejó en manos de Carlo la selección de un vino blanco.
–Y agua con hielo, por favor –pidió también mientras Carlo se acomodaba para escucharla.
–¿Qué tal Teresa? –le preguntó.
–Vaya pregunta global –contestó alegremente Aysha–; ¿no podrías concretar un poco?
–O sea, que te está volviendo loca –Carlo hablaba imitando ligeramente la forma de arrastrar las palabras de las señoras de sociedad, y Aysha no podía evitar el sonreír.
–Pues sí –reconoció con sarcástica admiración.
Él levantó una ceja, con expresión divertida y maliciosa.
–¿Intento adivinar el conflicto actual? –se aventuró–. ¿O me lo vas a contar