Deseo un millonario
Por Corín Tellado
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"—Es demasiado, papá —dijo Hugh al fin.
El señor Fleming se agitó cual si lo sacudiera un vendaval.
—¿Demasiado? ¿Has dicho demasiado? Es muy poco para lo que te mereces —gritó, alzando el brazo y sacudiéndolo vigorosamente—. Muy poco, ¿me entiendes? Te he perdonado muchas, pero por mi sangre te aseguro que ésta no te la perdono. Vas a aprender a trabajar o, de lo contrario, sales con tu saquito al hombro y a pedir limosna o a retorcerte como una miseria. Ya lo sabes. Mañana, a primera hora, te levantas, te lavas y te vistes y... hala, a los almacenes a ponerte bajo las órdenes del señor Ryam. Es todo lo que tengo que decir y no retiro ni media frase."
Corín Tellado
Corín Tellado es la autora más vendida en lengua española con 4.000 títulos publicados a lo largo de una carrera literaria de más de 56 años. Ha sido traducida a 27 idiomas y se considera la madre de la novela de amor. Además, bajo el seudónimo de Ada Miller, cuenta con varias novelas eróticas. Es la dama de la novela romántica por excelencia, hace de lo cotidiano una gran aventura en busca del amor, envuelve a sus protagonistas en situaciones de celos, temor y amistad, y consigue que vivan los mismos conflictos que sus lectores.
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Deseo un millonario - Corín Tellado
I
Hugh Fleming se hallaba derrumbado en una butaca. Tenía las piernas encogidas, los codos apoyados en ellas y la cara negligentemente inclinada en las palmas abiertas. No lejos de él, hundida en una orejera, estaba su madre, la muy elegante señora Fleming, cuyos ojos se fijaban en su hijo con insistencia. Y paseando por la pieza como un energúmeno, Jack Fleming hablaba sin descanso, sin que por ello su hijo pareciera inquietarse mucho.
—Y esto se terminó, ¿me entiendes, Hugh? ¡¡Se terminó!! Desde hoy irás a ocupar un puesto vulgar y corriente, humillante para ti, en mis tiendas. A una, no importa cuál. Allí serás un dependiente más y hasta me parece mejor que seas un recadero. ¿Me oyes, Hugh? ¿O es que no me escuchas?
Hugh dio muestras de escuchar moviendo únicamente los ojos. Eran de un azul intenso y miraban con cinismo.
Jack dio una patada en el suelo; su esposa se estremeció. Cuando Jack daba, una patada en el suelo, era que su paciencia había terminado. Así fue, en efecto. Se acercó a Hugh, lo asió por las solapas de la americana, lo alzó hasta su imponente altura y lo agitó como si fuera una pluma. Hay que decir que Jack era un hombre imponente, tanto por su corpulencia como por su cerebro y su riqueza. Jack había demostrado ser un hombre entero, enérgico y decidido y le molestaba en gran manera tener un único hijo varón que fuera lo que se dice un vulgar jugador, un mal estudiante, un mujeriego, un holgazán y un cínico y, además... (y esto irritaba a Jack), era delgado, flaco, esbelto como una mujeruca, guapo hasta allí y vestía a la última moda.
—¿Me oyes, Hugh?
Ante aquel grito, Hugh consideró conveniente decir que sí, pero no se molestó en usar la lengua. Asintió con la cabeza, y Jack lo lanzó de mala manera hacia el diván, donde Hugh cayó muy dignamente.
Jack volvió a pasear la pieza con las manos en la espalda, la cabeza erguida y los ojos echando lumbre.
—Muchas veces te amenacé —dijo, deteniéndose ante su hijo—. Pero ahora es de verdad. Ahora pasarás a ser el más inferior de mis empleados y, ¡ay de ti si no trabajas como el que más! Se acabó mi indulgencia, Hugh. Primero, quisiste ir a Londres a estudiar. Fuiste. No estudiaste nada. Regresaste tan mulo como siempre. Luego dijiste que un viaje alrededor del mundo sería conveniente para estimular tu cerebro. Te proporcioné los medios para realizar tu deseo. Te vi regresar sin estímulo alguno y entonces dijiste que estudiarías Medicina. Una de las Facultades de más prestigio en el mundo es la de Leeds, y aquí vivimos. ¿Has hecho algo? Tienes veintisiete años —añadió furioso—, y no eres nada. Ni ingeniero, ni médico, ni nada. Eres un...
—Jack...
—Es inútil que intentes interceder por él, Alice.
—Pero, Jack, tu único hijo...
Jack dio otra patada en el suelo. Hugh ni se inmutó.
—Por eso precisamente, por ser mi único hijo. Daría..., ¡qué sé yo lo que daría porque ese único hijo mío fuera digno de mí! Digno de su apellido, digno de la fortuna que heredará un día, digno hermano de nuestra querida Laura; pero es un ente, un pobretón que presume de lo que no tiene, porque por no tener, ni siquiera puede enorgullecerse de poseer un título universitario.
Hugh se levantó al fin. Se acercó a la ventana. Miró hacia el exterior con filosófica expresión y contempló el cuadro formado por su hermana Laura y sus lindas y... apetitosas amigas. Eso era lo único que le importaba a Hugh: las mujeres, el buen licor, la buena mesa, una sala de juego y una juerga. Lo demás eran monsergas de su padre. ¿Para qué necesitaba él trabajar? Jack lo había hecho concienzudamente en el transcurso de su vida. Tenía fábricas de hierro, poseía parte de las acciones del ferrocarril, las principales minas de carbón de Leeds eran suyas... Tenía doce tiendas modernas, a cual más rica, y además tenía un palacio que era como un sueño, un yate, una finca de recreo en Bradford, situada a unos quince kilómetros de Leeds... Digan, señores, ¿merecía la pena trabajar? ¡Bah! Aunque estuviera el resto de su vida tirando el dinero por el balcón no lo acabaría jamás. Su padre era un Quijote.
Pero había que andarse con cuidado. La cosa se ponía seria. Su padre se había enfadado muchas veces, lo había amenazado y nunca pasó de ahí. Pero ahora... Bueno, Hugh, dentro de su misma despreocupación era un hombre justo y reconocía que merecía el sermón. La cosa había ido demasiado lejos y toda la culpa la tuvieron aquella rubia tan bonita y aquella otra morena, y...
—Jack, Hugh no lo volverá a hacer.
El caballero dio dos patadas en el suelo y Hugh se estremeció al fin, porque para que su padre diera dos patadas en el suelo tenía que estar muy harto y muy al borde del estallido.
Y estalló.
—¿Sabes lo que hizo tu querido hijo, Alice? ¿No lo sabes? Pues te lo voy a decir. Lo ves llegar a casa después de una semana tan fresquito, tan modosito el pobre, tan humildito... ¿Sabes de dónde viene? ¿Sabes con quién fue? ¿Sabes dónde fue? Viene de Londres, fue con dos mujeres escandalosas y se llevó sin mi permiso mi avioneta particular y un buen puñado de libras que cogió, sin preguntar a nadie, de mi caja fuerte.
Alice palideció, y Hugh, vuelto de cara a ella, puso expresión bobalicona.
—Hugh, hijo mío...
—Eso hizo. Y se terminó. Definitivamente, ¿me entiendes, Hugh?
Y otra vez avanzó amenazador hacia él. Hugh lo esperó tranquilamente y cuando lo tuvo cerca estiró el cuello.
—Está decidido. O te vas de esta casa y trabajas en lo que quieras y te olvidas de que eres mi hijo, o te pones bajo las órdenes del señor Ryam, encargado general de mis almacenes.
—Es demasiado, papá —dijo Hugh al fin.
El señor Fleming se agitó cual si lo sacudiera un vendaval.
—¿Demasiado? ¿Has dicho demasiado? Es muy poco para lo que te mereces —gritó, alzando el brazo y sacudiéndolo vigorosamente—. Muy poco, ¿me entiendes? Te he perdonado muchas, pero por mi sangre te aseguro que ésta no te la perdono. Vas a aprender a trabajar o, de lo contrario, sales con tu saquito al hombro y a pedir limosna o a retorcerte como una miseria. Ya lo sabes. Mañana, a primera hora, te levantas, te lavas y te vistes y... hala, a los almacenes a ponerte bajo las órdenes del señor Ryam. Es todo lo que tengo que decir y no retiro ni media frase.
Y con la misma energía, se dirigió a la puerta, salió y cerró tras de sí con suavidad, lo cual inquietó tanto a la madre como al hijo, porque ambos lo conocían y sabían que cuando tras la lucha surgía aquel apaciguamiento, no habría fuerza humana que disuadiera al caballero.
Hubo un silencio en la estancia. Alice (fina, delicada, aún joven) contempló a su hijo con severa expresión y