Él te engaña
Por Corín Tellado
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Inédito en ebook.
Corín Tellado
Corín Tellado es la autora más vendida en lengua española con 4.000 títulos publicados a lo largo de una carrera literaria de más de 56 años. Ha sido traducida a 27 idiomas y se considera la madre de la novela de amor. Además, bajo el seudónimo de Ada Miller, cuenta con varias novelas eróticas. Es la dama de la novela romántica por excelencia, hace de lo cotidiano una gran aventura en busca del amor, envuelve a sus protagonistas en situaciones de celos, temor y amistad, y consigue que vivan los mismos conflictos que sus lectores.
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Él te engaña - Corín Tellado
CAPÍTULO 1
—No camines tan aprisa, Jerry. Me llevas arrastrando.
Jerry ni siquiera miró a su amigo. Iba por la calle en busca de su moto que tenía aparcada al otro lado de la calzada, en el estacionamiento destinado a los empleados de la fábrica de armamento para la pesca de la ballena y el arenque.
Sin detenerse, miró después a Oliver con expresión aguda.
—Pareces un viejo —rezongó—. Yo tengo una cita y no pienso faltar a ella.
—¿Ann? —preguntó el llamado Oliver con cierta guasa.
—¿Ann? —desdeñó Jerry volviéndose del todo y lanzando una mirada asesina sobre su amigo—. ¡Qué bobada! ¿Qué manía es esa de hacerme novio de Ann contra viento y marea?
Oliver respiró algo jadeante.
Los dos, Jerry y él, llegaron junto a la moto. Jerry sacó del bolsillo una llave, y tras arrancar la moto, la enderezó, subió a ella y quedó con las dos piernas abiertas con la moto en medio, y los dos pies apoyados en el pavimento.
—O vienes, o te quedas —dijo—. Yo tengo una cita, te digo, y no es con Ann. ¿A qué fin voy a tener una cita con Ann? —lanzó una mirada sobre su cronómetro de acero inoxidable, el cual, muy grande, aprisionaba su velluda muñeca—. A estas horas, Ann estará haciendo de relaciones públicas en la agencia de viajes... —se echó a reír, guiñó un ojo y añadió siseando—: Jennifer me gusta. Me gusta a rabiar. ¿Te enteras, cabeza de alcornoque?
Oliver nunca se enteraba de nada respecto a los proyectos de Jerry, y no porque Jerry se los callase, pues, dicho en verdad, Jerry no era un tipo introvertido, pero sí un zorro, y tan pronto proyectaba esto y lo decía, como proyectaba lo otro y tampoco se lo callaba.
Pero jamás se sabía a ciencia cierta con qué proyecto se quedaba.
—Voy contigo —dijo Oliver de repente—. No sé aún adónde vas, pero es igual. Yo voy contigo.
—Monta —decidió Jerry—, y de paso, mientras la moto me conduce solita, pues ya sabe adónde voy, te iré contando lo que pienso.
Oliver montó a horcajadas, asió a su amigo por los hombros, y le gritó:
—En marcha, chico.
La moto, potentísima, enorme, como un animal feroz jadeando, salió disparada.
—Me faltan seis letras para pagarla, Oliver —gritaba Jerry, bajo sus gafas y su casco de acero—. Cuando la haya terminado, ¿sabes que haré? Me compraré un auto. Dicen que este año dan dos pagas extras en la fábrica. ¿Has oído algo?
—Se rumorea, sí —le gritó Oliver a su vez.
—Es lo que yo digo siempre. La vida es una mierda. Para nosotros al menos, para los que tenemos que trabajar como puercos, y resulta que apenas vemos nada en limpio. ¿Sabes lo que te digo? Yo ya decidí mi vida.
—¿Tú qué?
—Mi vida, porras. Mi vida. Por eso soy socio de aquel y del otro club. Allí va gente poderosa. Soy de los que prefieren casarse enamorados. Sí, no te rías.
—No me río, Jerry.
—Pues parecías gruñir.
—No gruño.
—De acuerdo, pero si me oyes... ¿Me oyes?
—Te oigo.
—Pues te diré lo que pienso. Más vale moverse entre chicas ricas y guapas. De ese modo corres un peligro liviano. Conoces a una de esas chicas poderosas. Te enamoras, la enamoras, y después, cuando te enteras que es rica, no te llamas a ti mismo aprovechado. ¿Has entendido?
—¿Y Ann...?
La moto dio un viraje muy brusco.
—¿Qué porras tienes tú que decir eso? Ann es una buena amiga.
—¿Sí, Jerry?
—¿Qué pasa con tu ironía, Oliver?
La moto entraba en un amplio recinto. Un gran jardín. Un aparcamiento donde había coches acharolados, un gran edificio al fondo, con pista de tenis, de patinaje, piscina y alguna otra cosa más destinada a juegos deportivos.
—Esto es vida —siseó Jerry descendiendo, quitándose el casco y las gafas y colgándolo todo del brillante manillar—. Por eso yo me digo: «Jerry, has de vivir lo mejor posible, y desenvuélvete en un ambiente selecto. De ese modo harás una gran boda».
Oliver volvió a pensar en Ann.
Pero prefirió no volvérsela a recordar a Jerry.
—Vamos, Oliver.
—Es que yo... no soy socio.
—Vas conmigo y basta —le asió del brazo—. Verás como te gusta Jennifer. Es una chica estupenda, y por la pinta, muy rica. ¿Qué dices tú de mi inteligencia? Estoy harto de penurias, de ver a mi madre contar el sueldo de mi padre, una y otra vez. Estoy harto de la fábrica de armamento para ballenas y arenques, y estoy harto de ser gobernado por los demás.
Oliver caminaba al lado de su amigo, pensando lo suyo. Pero él sí era bastante introvertido, y además, aunque fuese expansivo como Jerry, no pensaba lo mismo que su amigo.
—La he conocido el otro día. ¡Qué chica, Oliver! Rubia, esbelta, fina, muy bien vestida... Ya te digo yo, lo mejor es frecuentar esos sitios. Siempre te queda la oportunidad de que la chica de la cual te enamoras, reúna las cualidades que uno desea.
—Y tú... deseas casarte con una chica rica.
—Te diré —se detuvo en el primer escalón, sin soltar el brazo de su amigo Oliver—. Eso de casarme pronto, no entra en mis cálculos. Tengo veintiséis años. Uno no está maduro a esa edad, aunque yo soy de los hombres más maduros a mi edad. Pero si un día he de casarme, lo mejor es tener previsto y a tiro una novia bien situada económicamente. Chico, hay que pensar un poco con la cabeza, y no desear fervientemente en vivir una novela sentimental. ¿Qué dices a eso? El matrimonio, en cierto modo, es un negocio. A mí no me gustan los negocios ruinosos.
—¿Qué es Jennifer y qué dote tiene?
—De momento, no sé. Sé que tiene un auto descapotable que es un primor. Sé que vive en una casa espléndida, y que gasta sin tasa dentro de este club. Vamos, Oliver.
Ascendieron juntos. El portero miró a Oliver, hizo una seña, pero Jerry, con su flema habitual, dijo:
—Es mi amigo e invitado.
—Pase, míster White.
* * *
—Tu hijo debe de pensar que la vida es jauja. ¿Sabes lo que te digo, Helen? Yo me parto la crisma trabajando para hacer de él un buen perito. Lo consigo, y además consigo colocarlo en la fábrica, en un empleo casi de señorito. Yo he trabajado toda mi vida en esa fábrica, estoy bien considerado, pero nunca pasé de jefe de sección. Es más, mi propio hijo manda sobre mí, pero los hijos, cuando llegan a ocupar un puesto así, no se acuerdan que lo han logrado a base de sacrificios materiales y morales de sus padres. Vamos a ver, Helen, ¿cuántas veces comimos fuera tú y yo los sábados? Lo hace todo el mundo, ¿no?
—Alguna vez.
—Todo el mundo —insistió Curt doblando el periódico que leía con brusca precipitación, produciendo un ruido seco y fuerte—. Todos los matrimonios, aunque luego se vean obligados a restringirse, comen fuera los sábados, van al cine, e incluso, los que tienen hijos pequeños, contratan una estudiante cualquiera, para que se quede con sus niños. ¿Es o no es cierto todo eso?
—Por favor, Curt...
—Y nosotros jamás lo hicimos. Hala, a trabajar como bestias, a darle una esmerada educación al hijo, a renunciar a todo, con tal de ver al hijo convertido en un hombre. ¿Y qué pasa ahora con ese hombre? Nada, o, sí, pasa mucho. Gasta el dinero en clubs elegantes. Se compra una moto que va produciendo pánico por las calles, manda en una nave de la fábrica, y si me descuido un poco, luego llega a director de la misma.
Helen dejó a un lado el guiso de liebre que estaba haciendo sobre el fogón. Lo sazonó, lo removió, y después, resignadamente, se volvió hacia su esposo, el cual al otro lado de la cocina, entre la puerta de esta