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A merced de un hombre rico
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A merced de un hombre rico
Libro electrónico160 páginas2 horas

A merced de un hombre rico

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Información de este libro electrónico

El millonario argentino Alejandro D'Arienzo tiene una nueva presa: la heredera Tamsin Calthorpe, una bella pero mimada mujer que le causó problemas en el pasado.
Y él está dispuesto a igualar el marcador.
Lo que Alejandro no sabe es que Tamsin lo amaba y escondía su ingenuidad bajo el disfraz de caprichosa sofisticación.
Seis años después, convertida en una diseñadora de gran talento, se esfuerza mucho para demostrar su valía sin apoyarse en el apellido familiar. Pero su credibilidad está en manos del despiadado Alejandro, que le ofrece un ultimátum: destrozar su prestigio como diseñadora o tenerla en su cama.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento21 oct 2021
ISBN9788413758343
A merced de un hombre rico
Autor

India Grey

India Grey was just thirteen years old when she first sent away for the Mills & Boon Writers’ Guidelines. She recalls the thrill of getting the large brown envelope with its distinctive logo through the letterbox and kept these guidelines for the next ten years, tucking them carefully inside the cover of each new diary in January and beginning every list of New Year’s resolutions with the words 'Start Novel'. But she got there in the end!

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    A merced de un hombre rico - India Grey

    Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

    Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

    www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

    Editado por Harlequin Ibérica.

    Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

    Núñez de Balboa, 56

    28001 Madrid

    © 2009 Harlequin Books S.A.

    © 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

    A merced de un hombre rico, n.º 1948 junio 2021

    Título original: At the Argentinean Billionaire’s Bidding

    Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

    Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

    Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

    Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

    ® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

    ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

    Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

    Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

    Todos los derechos están reservados.

    I.S.B.N.: 978-84-1375-834-3

    Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

    Índice

    Créditos

    Prólogo

    Capítulo 1

    Capítulo 2

    Capítulo 3

    Capítulo 4

    Capítulo 5

    Capítulo 6

    Capítulo 7

    Capítulo 8

    Capítulo 9

    Capítulo 10

    Capítulo 11

    Capítulo 12

    Capítulo 13

    Capítulo 14

    Capítulo 15

    Capítulo 16

    Epílogo

    Prólogo

    TAMSIN se detuvo frente al espejo, con la barra de labios en una mano y un artículo titulado Cómo seducir al hombre de tus sueños en la otra.

    Sutileza, decía el artículo, en realidad significa fracaso. Pero, a pesar de todo, se le encogió el estómago cuando no pudo reconocer como suyos los ojos pintados con sombra oscura, los pómulos marcados por el colorete o esos labios tan brillantes.

    Claro que eso estaba bien, ¿no? Porque tres años adorando a Alejandro D’Arienzo desde lejos le habían demostrado que no podría ir más allá de un «hola» con el hombre de sus sueños si no tomaba medidas drásticas.

    Entonces sonó un golpecito en la puerta y, un segundo después, la cabeza rubia de Serena asomó en la habitación.

    –Tam, llevas años aquí. Supongo que ya habrás terminad… ¡Ay, Dios mío! ¿Se puede saber qué has hecho?

    Tamsin movió la revista que tenía en la mano.

    –Aquí dice que no debería dejar nada al azar.

    Serena entró en la habitación.

    –¿Y especifica que tampoco deberías dejar nada a la imaginación? –le espetó–. ¿De dónde has sacado ese vestido? ¡Se te ve todo!

    –Sólo he arreglado un poco el que llevé al baile de fin de curso –dijo Tamsin, a la defensiva.

    –¿Ése es el vestido que llevaste al baile de fin de curso? Tamsin, por favor, si mamá se entera le dará un ataque –exclamó su hermana–. No lo has arreglado, lo has masacrado.

    Encogiéndose de hombros, Tamsin echó hacia atrás su melena rubia y se dio una vueltecita.

    –Sólo le he quitado la sobrefalda.

    –¿Sólo? –repitió Serena.

    –Bueno, también he acortado un poco el bajo. Así está mucho mejor, ¿no crees?

    –Desde luego, parece otro –suspiró su hermana.

    El escote palabra de honor del corpiño, de aspecto razonablemente pudoroso junto con una falda que caía hasta los pies, de repente parecía otra cosa combinado con una falda por encima de la rodilla, medias negras y el cárdigan que estaba poniéndose en ese momento.

    –Pues mejor porque esta noche no quiero ser la patética hija adolescente del entrenador, recién salida del internado y a la que no han besado nunca. Esta noche quiero ser… –Tamsin se detuvo para mirar la revista– «misteriosa y, sin embargo, directa, sofisticada y sexy».

    Desde el piso de abajo llegaban risas y voces y la música se abría paso por los pasillos de piedra de Harcourt Manor. La fiesta para anunciar el equipo oficial de rugby de Inglaterra para la próxima temporada ya había empezado y Alejandro estaba allí, en alguna parte. Sólo saber que estaba en el mismo edificio hacía que se le encogiera el estómago.

    –Ten cuidado, Tam –le advirtió Serena–. Alejandro es guapísimo, pero también es…

    No terminó la frase, mirando las fotografías que cubrían las paredes, como buscando inspiración. La mayoría recortadas de periódicos deportivos y revistas de rugby, mostraban al atractivo Alejandro D’Arienzo desde todos los ángulos. Guapísimo, desde luego, pero cruel y frío también.

    –No crees que vaya a hacerme caso, ¿verdad? –suspiró Tamsin, con tono desesperado–. No crees que vaya a fijarse en mí.

    Serena miró el rostro de su hermana. Sus ojos verdes brillaban como encendidos por una luz interior y tenía las mejillas coloradas.

    –Claro que se fijará en ti, pero eso es precisamente lo que me preocupa.

    Sobre la majestuosa chimenea de piedra de la entrada de Harcourt Manor colgaba el retrato de un antepasado de Henry Calthorpe sonriendo maliciosamente contra un fondo de galeones en un mar embravecido. Sobre el cuadro, en extravagantes caracteres antiguos, estaba escrito: Dios sopló y fueron diseminados.

    Alejandro D’Arienzo lo miraba con expresión irónica. No había ningún parecido entre los dos hombres, aunque parecían compartir el mismo odio hacia la mítica Armada española.

    Eso le hizo recordar las historias que su padre le contaba de niño en Argentina sobre sus antepasados, que supuestamente formaban parte de los conquistadores que viajaron desde España al Nuevo Mundo. Esa historia era uno de los pocos fragmentos de identidad familiar que poseía.

    Pasando un dedo por el cuello de su camisa miró hacia el enorme pasillo de la mansión, con sus kilómetros de intricadas cornisas y paredes forradas de madera. Sus compañeros de equipo estaban bebiendo y riendo con dignatarios de la federación de rugby y unos cuantos periodistas deportivos que habían tenido la suerte de ser invitados, mientras un grupo de rubias, chicas de la alta sociedad por supuesto, circulaban entre ellos, adulándolos y flirteando sin el menor pudor.

    Lord Henry Calthorpe, el entrenador del equipo nacional de rugby, había organizado aquella fiesta a bombo y platillo en su mansión para anunciar los nombres de los jugadores que formarían parte del equipo porque, según él, de esa forma demostraba que estaban muy unidos, que eran una familia.

    Alejandro tuvo que sonreír, sarcástico.

    Todo en aquella casa parecía haber sido diseñado para demostrar que allí no había sitio para él. Y estaba seguro de que Henry Calthorpe lo había hecho a propósito.

    Al principio pensó que estaba siendo exageradamente susceptible, que años en los colegios públicos ingleses lo habían preparado para estar siempre a la defensiva. Pero últimamente la animosidad del entrenador era demasiado obvia. Alejandro estaba jugando mejor que nunca, demasiado bien como para que pudieran dejarlo fuera; pero la realidad era que Calthorpe lo quería fuera y estaba esperando que cometiese el más mínimo error.

    Y esperaba que Calthorpe fuese un hombre paciente porque él no tenía la menor intención de cometerlo. Estaba jugando a su mejor nivel y pensaba seguir haciéndolo.

    Después de tomarse el champán de un trago, dejó la copa sobre un aparador que parecía particularmente antiguo y miró alrededor con gesto de desdén. Allí no había nadie con quien le apeteciese hablar. Las chicas eran idénticas, todas rubias, todas con ese cortante acento británico que correspondía a una clase determinada, todas bronceadas en la Riviera. Su conversación iba desde la ropa de diseño a comentarios sobre otras chicas con las que habían estudiado y que, parecían pensar, Alejandro conocía también. Varias veces en fiestas como aquélla había terminado acostándose con alguna sólo para hacerla callar.

    Pero aquella noche le resultaba particularmente insoportable. La corbata del equipo lo ahogaba y, de repente, necesitaba salir de aquel asfixiante ambiente de complacencia y privilegios.

    Pero mientras se abría paso entre la gente para tomar un poco de aire fresco, la vio en la puerta que daba al jardín.

    Una chica rubia de pelo largo y aspecto inseguro, en contraste con el vestido demasiado corto y los zapatos de tacón. Aunque no se fijó demasiado en eso; eran sus ojos los que llamaban su atención.

    Eran preciosos, verdes quizá, almendrados. La intensidad de su mirada, que podía sentir incluso a distancia, lo dejó cautivado.

    Al verlo se había erguido un poco, como si estuviera esperándolo, y bajó una mano temblorosa para estirarse la falda.

    –¿Ya te vas?

    Hablaba en voz muy baja y, por su tono, casi podría jurar que lo lamentaba.

    –Creo que sería lo mejor.

    De cerca pudo ver que tras la exagerada sombra de ojos y el invitador brillo de los labios era más joven de lo que había pensado en un principio.

    –No –dijo ella entonces–. No, por favor, no te vayas.

    Alejandro se detuvo, mirando aquel vestido tan sexy y tan fuera de lugar en aquella mansión. Se había puesto colorada y los ojos que lo miraban bajo unas pestañas larguísimas brillaban más que antes, seductores pero suplicantes.

    –¿Por qué no?

    La chica tomó su mano y el contacto fue como una descarga eléctrica por todo el brazo.

    –Porque yo quiero que te quedes –contestó, con una sonrisa tímida.

    Capítulo 1

    Seis años después

    Cuando sonó el silbato que anunciaba el final del partido fue como estar atrapada en el cuerpo de una gigantesca bestia dolorida. Tamsin, apoyada en la entrada del túnel de vestuarios, no había podido ver el partido, pero sabía por el gigantesco suspiro de decepción que recorrió el estadio de Twickenham que Inglaterra había caído.

    San Jorge podía haber matado al dragón, pero había encontrado la horma de su zapato en el equipo de Los Bárbaros.

    Aunque eso le daba igual. El equipo podía perder contra un grupo de niñas de seis años… mientras las camisetas no hubieran desteñido.

    Cuando intentó moverse, descubrió que le temblaban las piernas. Era el momento de descubrir si todo el trabajo de los últimos meses, y el pánico de las últimas dieciocho horas, habían servido de algo.

    Como en sueños, se acercó a la boca del túnel y miró hacia el estadio, que en ese momento le parecía la arena de un circo romano. Con la cabeza baja para evitar la lluvia, los hombros caídos, los jugadores del equipo de Inglaterra volvían resignados a los vestuarios. Tamsin miró a unos y a otros y, a pesar de sus caras de abatimiento y cansancio, sólo pudo sentir alivio.

    No habían hecho lo que se esperaba de ellos pero, por lo que podía ver, las camisetas no habían desteñido. Para Tamsin, diseñadora del nuevo y muy publicitado uniforme del equipo nacional de Inglaterra, eso era lo único que importaba.

    Ya había tenido que soportar muchos comentarios irónicos sobre la coincidencia de que ese encargo recayera precisamente en la hija

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