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Tema 41

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TEMA 41.

ÉTICAS MATERIALES Y ÉTICAS FORMALES

Esquema del tema

1. Consideraciones previas.

2. Éticas materiales.

2.1. Rasgos generales.

2.2. Alasdair MacIntyre y Aristóteles.

2.3. Richard Rorty.

2.4. Charles Taylor.

3. Éticas formales y procedimentales.

3.1. Rasgos generales.

3.2. Éticas discursivas.

3.2.1. Introducción.

3.2.2. Jürgen Habermas.

3.3. John Rawls.

4. Reflexiones finales.

5. Bibliografía.
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1. Consideraciones previas.

En el siglo XIX John Stuart Mill (El utilitarismo, 1994:37) señalaba que desde los
inicios de la filosofía la cuestión relativa a los fundamentos de la moral ha sido
considerada como el problema prioritario del pensamiento especulativo y que este
mismo ha dividido a las mentes en sectas y escuelas. Efectivamente, una lectura de la
historia de la ética permite descubrir en diferentes momentos y espacios propuestas que
compiten entre sí por dar razón del fenómeno moral. Hoy, como ayer, la discusión ética
parece centrarse fundamentalmente entre éticas materiales y éticas formales o
procedimentalistas; con este esquema habremos de presentar el panorama ético actual.
En una caracterización inicial, podemos decir que mientras el procedimentalismo
considera que la tarea ética estriba en descubrir los procedimientos legitimadores de las
normas (Cortina, Ética sin moral, 2000), el materialismo ético sostiene como tarea ética
la búsqueda dentro de la praxis concreta de la racionalidad inmanente a la misma. En
esta clasificación podemos incluir dentro de las propuestas formales o
procedimentaslistas a Habermas, y a Rawls; dentro de las teorías éticas materiales
pueden incluirse las propuestas de Taylor –neohegelianismo, MacIntyre –
neoaristotelismo y Rorty –neopragmatismo.

Ahora bien, es evidente que por muchos esfuerzos que se realicen en esto de las
clasificaciones comprensivas, éstas no dejan de ser arbitrarias y de generar injusticias en
los tratamientos, un buen ejemplo de esto es hablar de las propuestas utilitaristas de Mill
y Bentham, autores en los que existen enormes diferencias. Por ello, el objetivo que se
persigue es presentar las propuestas éticas actuales más representativas en cuanto a
proyección y nivel de discusión, con la intención de clarificar cuáles son las ideas éticas
que actualmente tienen mayor relevancia.

2. Éticas materiales.

2.1. Rasgos generales.

El punto de arranque de las éticas materiales lo constituye el pluralismo


característico de nuestro tiempo, desde el cual, no puede hablarse de una sola teoría que
dé cuenta de las diferentes concepciones del bien. Los partidarios de las éticas
materiales rechazan, por ello, las estrategias cognitivistas de fundamentación del punto
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de vista moral, esto es, rebaten y atacan a las teorías que buscan un punto de referencia
universal, más allá de las comunidades concretas, porque desde su punto de vista éstas
no son más que reducciones formales de una realidad ética mucho más rica y compleja.
Su propuesta es la de una filosofía moral que atienda más a la pluralidad de las formas
de bien que a una concepción de definición racional. Desde su perspectiva, las
propuestas éticas universalistas son insuficientes para dar cuenta de la complejidad de la
vida moral concreta por su sesgo estrictamente cognitivista y racionalista, por su
reducción de lo moral a un único tipo de criterio deontológico y por su intento de definir
el punto de vista moral desde fuera de la perspectiva del participante en la primera
persona. Las éticas materiales contemporáneas critican la distinción moderna entre el
bien y lo justo y suscriben la tesis de que lo justo no es pensable sino como forma de
bien y de que éste siempre y en última instancia tiene una referencia contextual y que en
este sentido las formas concretas de bien moral son las que determinan de hecho el
punto de vista ético. Finalmente, cabe señalar que esta corriente ha asumido la
recuperación de la noción de felicidad como tarea central de la ética y de la concepción
moral de la persona, como ha recordado Carlos Thiebaut en su artículo
“Neoaristotelismos contemporáneos”.

2.2. Alasdair MacIntyre y Aristóteles.

El filósofo británico Alasdair MacIntyre, en Tras la virtud (1981), presenta una


propuesta ética material que es considerada junto con la de Charles Taylor como lo más
representativo de esta corriente de pensamiento. MacIntyre cree que en el mundo actual
el lenguaje de la moral se encuentra en un grave estado de desorden. Para entender la
situación en la que se encuentra el lenguaje moral, cree necesario entender su historia, la
cual debería escribirse en tres grandes etapas. La primera es aquella en la que floreció el
lenguaje moral, este florecimiento MacIntyre lo sitúa en las sociedades que encarnan el
pensamiento del teísmo clásico y en particular en el pensamiento de Aristóteles y Santo
Tomás, que de hecho son su principal marco teórico. La segunda etapa es aquella en la
que el lenguaje moral sufrió la catástrofe: la ilustración. Libros como El sobrino de
Rameau, de Diderot, ponen de relieve la disolución del lenguaje moral en escepticismo
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y cinismo. Finalmente, la tercera etapa es aquella en la que el lenguaje moral fue


restaurado, aunque de una forma dañada y desordenada.

El resultado del emotivismo y el romanticismo no es más que un psicologismo


emotivista que inunda todas las esferas de la vida. Nuestro mundo moral es caótico y
desordenado, presenta en sus creencias una mezcolanza de doctrinas, ideas y teorías que
provienen de épocas y culturas distintas, de las que muchas de las veces se hacen
tratamientos ahistóricos por parte de los filósofos contemporáneos. Para él, el ethos
configurado por la modernidad ha dejado de ser creíble y el proyecto de la Ilustración
ha fracasado, por esto es inútil continuar con la búsqueda iniciada por la Ilustración de
una moral autónoma y racionalidad universal. La solución a este desorden iniciado por
la Ilustración es intentar restaurar en la medida de lo posible la moral perdida.

Y la tarea debe comenzar por redescubrir la Ética a Nicómaco, la gran obra de


filosofía moral de Occidente, en la que el filósofo estagirita establece la diferencia entre
la naturaleza ineducada del hombre, el hombre tal como es, y lo que el hombre podría
ser si realizara su telos por medio del uso adecuado de la razón. El fracaso de la
Ilustración se debe fundamentalmente, según su diagnóstico, a que ésta no ofrece
ningún fin al sujeto. El resultado es nihilismo, pérdida de sentido y anomia. Para
recuperar el sentido, es preciso recobrar una moral de virtudes. Pero de acuerdo a la
evidencia del carácter complejo, histórico y múltiple del concepto de virtud, se debe
proporcionar un fondo sobre el cual pueda hacerse inteligible tal concepto, y para esto
hay por lo menos tres fases en el desarrollo lógico del mismo que han de ser
identificadas por orden si se quiere entender el concepto capital de virtud. La primera
fase es lo que él denomina práctica, la segunda es el orden narrativo de una vida
humana única y la tercera es una descripción de lo que constituye una tradición moral.
Cada fase involucra a la anterior, pero no a la inversa.

1. La práctica es para MacIntyre cualquier forma compleja y coherente de


actividad humana cooperativa, establecida socialmente, mediante la cual se realizan los
bienes (que pueden ser internos o externos, los primeros repercuten positivamente en
toda la comunidad que participa en la práctica, y los segundos son propiedad de cada
sujeto en particular) inherentes a la misma. Por la práctica el sujeto adquiere bienes
internos y externos y la virtud será entonces entendida como la búsqueda de los bienes
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internos, esto es, de los bienes que repercuten positivamente en toda la comunidad. Por
ello sitúa Aristóteles el télos o finalidad de la comunidad cívica en hacer posible una
vida en que todas las capacidades del hombre puedan desarrollarse y lograr la virtud, la
areté. Sólo en la ciudad se expresa esa vida bella y feliz, ya que el individuo por sí sólo
no es autosuficiente. Al margen de la civilización están sólo las bestias y los dioses. Ya
Platón había insistido en la tesis de que ningún hombre es individualmente suficiente
(Rep. II, 368b), pero Aristóteles hace hincapié en este punto: sólo en la sociedad, cuya
forma perfecta es la polis, puede el hombre practicar la areté y alcanzar la eudaimonia.
La humanidad se funda y desarrolla en la comunicación social y racional, algo que
diferencia al ser humano de otras especies animales.

2. El orden narrativo de una vida humana única viene dada en el sentido de que
el sujeto posee unidad narrativa. En el proceso de la vida el sujeto es coautor de su
propia historia y su vida sólo tendrá sentido en la medida en que ésta resulte inteligible
y esto sólo es posible si él sabe con claridad cuál es su meta. La definición del hombre
como zóon polilkón debe ponerse en relación con la idea aristotélica de que el hombre
es “el animal que tiene lógos”. Lógos es el pensamiento racional, pero, al tiempo, es la
palabra con un sentido significativo, base de la comunicación. «Sólo el hombre entre los
animales tiene lógos» dice Aristóteles; los otros animales tienen tan sólo voz, phoné,
que les permite manifestar sus sensaciones. Hay un salto cualitativo entre lo uno y lo
otro. «La palabra –lógos– existe para manifestar lo conveniente y lo dañino, así como lo
justo y lo injusto. Y eso es lo propio de los humanos frente a los demás animales:
Poseer, de modo exclusivo, el sentido de lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto, y las
demás apreciaciones valorativas. La participación comunitaria de éstas funda la familia
y la ciudad» (Política. 1). Sólo el hombre que vive en esa comunicación y en comu-
nidad puede habitar en ese universo simbólico que es su mundo. La vida comunitaria es
fundadora de esos sentidos y valoraciones que dan lugar a la ética y a la política. Lo
humano se funda en el lenguaje. La polis es un logro civilizador, pero es un fin natural
del ser humano, «anterior a la casa familiar y a cada uno de nosotros, porque el todo es
necesariamente anterior a la parte» (Pol). En la colaboración humana para la cohesión
cívica se enmarcan las virtudes capitales: la justicia, la prudencia y la amistad, que son
necesarias para una vida feliz.
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¿Pero qué significa actuar correctamente? Para Aristóteles, hacerlo bien es


hacerlo de forma excelente, esto es, virtuosa. Para los griegos nuestros términos
"excelente" y "virtuoso" estaban conectados. Aristóteles distingue entre las virtudes
intelectuales que perfeccionan nuestra capacidad de conocer y las virtudes éticas que
perfeccionan el carácter. La virtud ética más importante es la prudencia que, dice
Aristóteles, "nos permite obrar en lo concerniente a las cosas buenas y malas para el
hombre". El ámbito en el que se ejerce la prudencia es en el de lo contingente, lo que
puede ser de obra manera. Así, la prudencia es una capacidad de deliberar bien, con
acierto, en cada caso y ante cada problema.

La prudencia es, pues, la última instancia directora de la conducta humana tanto


en la esfera personal como en la vida política. Pero no basta deliberar con prudencia y
concluir atinadamente que tal acción o tal otra es la preferible. A la deliberación sigue la
elección y es necesario estar dispuestos a elegir lo correcto y mantenerse en la decisión.
Esto es, es necesario estar dispuesto a seguir el consejo de la prudencia. Esto depende
ya del carácter. "Carácter" se dice en griego ethos, palabra de la cual deriva ética. Son,
pues, necesarias las virtudes del carácter, las virtudes éticas. Un "buen" carácter es un
carácter noble y firme en la elección y ejecución de lo que racionalmente se considera
preferible. Aristóteles define la virtud ética, del carácter como "un hábito de elegir
consistente en un término medio relativo a nosotros", término medio "definido por una
regla, aquella regla con la cual lo definiría el hombre prudente". No es, por tanto, una
equidistancia exacta entre los extremos, ni es siempre el mismo y universalmente. No
hay un término medio absoluto, el término medio es relativo a nosotros: lo que para uno
en una determinada circunstancia es excesivo, para otro o en otra circunstancia para
resultar escaso. Por eso la regla que determina y define la acción virtuosa, la mejor y
preferible, es aquella que en cada caso fijaría el hombre prudente.

3. La tradición moral corresponde en MacIntyre a la esfera comunitaria o social


del hombre, así dice que la historia de nuestra vida está siempre embebida en la de
aquellas comunidades de las que derivó nuestra identidad. Nacido en una determinada
tradición, el hombre hereda una serie de deberes y expectativas ante diversas esferas, a
partir de las cuales y con la consiguiente apropiación de virtudes podrá integrarse en la
comunidad y podrá tener una mejor comprensión de sí mismo. Es necesaria pues la
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consecución de virtudes que son las cualidades necesarias para lograr no sólo el éxito en
la praxis, sino también los bienes internos de la misma; los cuales contribuyen al bien
de una vida completa y a la búsqueda del bien humano, que es el criterio de moralidad,
que sólo puede elaborarse y poseerse dentro de una tradición social vigente.

A través de este fondo, de las tres fases del desarrollo lógico del concepto de
virtud (práctica, unidad narrativa y tradición moral), puede hacerse inteligible la virtud.
MacIntyre afirma que la moral que no es moral de una sociedad en particular no se
encuentra en parte alguna. Para él, no existe, ni puede existir una moral en abstracto,
sino que más bien existen morales concretas situadas en tiempos y espacios
determinados, en culturas y entornos sociales específicos. De hecho para MacIntyre las
filosofías morales, aunque aspiren a más, siempre expresan la moralidad de algún punto
de vista concreto social y cultural. Sin embargo, a pesar de la particularidad y
concreción, y sobre todo por el fracaso de la Ilustración, MacIntyre estima que es la
tradición moral aristotélica el mejor ejemplo que poseemos de tradición y que ésta se
encuentra en condiciones de proporcionar a nuestros tiempos cierta confianza racional
en sus recursos epistemológicos y morales.

2.3. Richard Rorty.

El filósofo estadounidense Richard Rorty, en Contingencia, ironía y solidaridad


y en El pragmatismo, una versión, entreteje dos tendencias diversas, aunque
convergentes: una versión de postmodernismo representada por Heidegger, Gadamer y
Derrida, y una visión que intenta la disolución de los problemas teológicos y
metafísicos, trabajada sobre todo en el segundo Wittgenstein, Donald Davidson, John
Dewey y William James, estos dos últimos fundadores del pragmatismo clásico.
Richard Rorty parte en Contingencia, ironía y solidaridad de la contingencia del
lenguaje, del yo y de la comunidad liberal. Basándose en la actitud wittgensteiniana
desarrollada por Davidson, Rorty afirma la historicidad del lenguaje, en donde las viejas
metáforas se desvanecen para servir de base y contraste de metáforas nuevas. Esto
permite concebir “su lenguaje” –de la ciencia y cultura europea del siglo XX– como
algo que cobró forma a raíz de un gran número de meras contingencias. Así, para este
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autor, el lenguaje y la cultura europea no son más que una contingencia, resultado de
miles de pequeñas mutaciones. En este contexto, para Rorty hay verdades porque la
verdad es una propiedad de los enunciados, porque la existencia de los enunciados
depende de los léxicos, y porque los léxicos son hechos por los seres humanos; no
poseemos una consciencia prelingüística a la que el leguaje deba ajustarse, lo que
tenemos es simplemente una disposición a emplear el lenguaje de nuestros ancestros, a
venerar los cadáveres de sus metáforas.

Mientras Davidson y Wittgenstein son los encargados de demostrar la


contingencia de nuestro lenguaje; corresponderá a Nietzsche, Freud y Bloom demostrar
la contingencia de nuestra conciencia. Así, interpretando fundamentalmente a los dos
primeros autores, Rorty afirma que la tradición filosófica occidental concibe la vida
humana como un triunfo en la medida en que transforma el tiempo, la apariencia y la
opinión individual en una verdad perdurable; pero que en realidad la vida humana
individual o la historia de la humanidad en su conjunto no son algo en lo cual se alcance
triunfalmente una meta preexistente. El trasfondo de ambas no es ni una realidad que
está ahí fuera de manera constante, ni una fuente interior de inspiración, en lugar de ello
debe concebirse la propia vida o la de la comunidad como una narración en proceso de
auto superación.

La contingencia de una comunidad liberal viene de la mano de la contingencia


del lenguaje y del yo, así, la propuesta de sociedad liberal de Rorty es la de aquella que
se limita o complace en llamar verdadero al resultado de una comunicación no
distorsionada, sea cual fuere el resultado. Una comunicación no distorsionada es la que
tiene lugar cuando la prensa, el poder judicial, las elecciones y la opinión públicas son
libres, la movilidad social es frecuente y rápida, la alfabetización es universal, la
educación superior es común, y la paz y prosperidad han hecho posible que se disponga
del tiempo necesario para prestar atención a muchísimas personas diferentes y para
pensar acerca de lo que éstas dicen. Por lo anterior, desde su punto de vista, se sirve mal
a una sociedad liberal con el intento de dotarla de fundamentos filosóficos, pues estos
presuponen un orden de temas y argumentos que son anteriores a la confrontación entre
los viejos y nuevos léxicos y anula sus resultados, es decir, anula la posibilidad de que
la cultura liberal contemporánea cree un léxico que sea enteramente suyo, depurándolo
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de los residuos de un léxico que fue hecho para las necesidades de épocas pasadas. La
misma regla que se aplica a la concepción de la verdad dentro de la comunidad liberal,
sirve para la concepción de la corrección normativa y el bien. Lo verdadero y lo bueno
es todo aquello que resulte de la libre discusión, lo importante para Rorty es cuidar de la
libertad política, porque la verdad y el bien se cuidarán de sí mismos.

Una vez vista la contingencia en plenitud –lenguaje, yo y sociedad–, Rorty se


encamina a trabajar otro concepto central en su trabajo: la ironía. Para él los sujetos
llevan consigo una serie de palabras que les permiten justificar sus acciones, creencias y
vida. Son las palabras con las que narramos prospectiva o retrospectivamente nuestras
vidas, este conjunto de palabras las define como léxico último. Un defensor de la ironía
es una persona que: 1. tiene dudas radicales y permanentes sobre ese léxico último,
debido a que han incidido en ella otros léxicos últimos; 2. se da cuenta que un
argumento formulado con su léxico actual no puede ni consolidar ni eliminar esas
dudas, y 3. en la medida que reflexiona sobre su situación no piensa que su léxico esté
más cerca de la realidad que los otros, o que esté en contacto con un poder distinto de
ella misma. La actitud irónica es ser consciente de que los términos mediante los cuales
nos describimos a nosotros mismos están sujetos a cambio, es ser consciente de la
contingencia y la fragilidad de sus léxicos últimos y, por tanto de su yo.

El sujeto de Rorty es irónico, los ciudadanos de su sociedad liberal son las


personas que perciben la contingencia de su lenguaje de deliberación moral, conciencia
y comunidad. La figura paradigmática de la ironía liberal es pensar que los actos de
crueldad son lo peor que se puede hacer. El resultado es una combinación de
compromiso con una comprensión de la contingencia de su propio compromiso: y en
ello reside la ironía.

Finalmente la solidaridad humana vendrá en manos de Rorty desprendida de su


carácter universal y racional. Para él, la solidaridad humana sólo puede entenderse con
referencia a la idea de “uno de nosotros”, en donde el nosotros es algo mucho más
restringido y más local que la raza humana. Los sentimientos de solidaridad dependen
necesariamente de las similitudes y las diferencias que nos den la impresión de ser las
más notorias, y la notoriedad estará a final de cuentas en función de ese léxico último
históricamente contingente. De esta manera la solidaridad humana, figura central de la
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sociedad liberal de Rorty, no es cosa que dependa de la participación en una verdad


común o en una meta común, sino que depende de compartir una esperanza egoísta
común: la esperanza de que el mundo de uno –las pequeñas cosas en torno a las cuales
uno ha tejido el propio léxico último– no será destruido. Si Rorty puede ser clasificado
como sustancialista, será en el sentido de que ofrece un contenido concreto de la
moralidad, el de las democracias liberales actuales, representadas por el modelo
americano. Lo cual no quiere decir que Rorty defienda las políticas concretas de
determinada administración, sino la idea fundadora de los EE.UU. como sociedad de
hombres libres e iguales.

2.4. Charles Taylor.

En La ética de la autenticidad (1991) y Fuentes del yo, Paidós, 2006, Charles


Taylor intenta recuperar «las fuentes olvidadas de la moral» que la filosofía moderna y
contemporánea no ha sabido apreciar por diversos motivos, entre ellos la influencia del
liberalismo en la política y del racionalismo y el naturalismo en la moral, con lo cual
nuestra moral -tanto pública como privada- se encuentra sin articulación por falta de
fuentes sustantivas. Es ésta, la tesis central de Taylor, que le llevará a distinguir entre
las éticas que destacan el deber y lo justo frente a la noción de bien, o de lo
procedimental frente a la noción de valor entendida ésta en sentido fuerte, es decir, en
relación al bien. Con éste planteamiento que trae a colación una serie de problemas
primarios como son el de la dignidad del hombre y la necesidad de reconocimiento en
un mundo plural, Taylor argumenta a favor de la búsqueda y reivindicación de las
fuentes sustantivas de todo actuar ético. Unas fuentes que deben buscarse en las
comunidades morales.

El comunitarismo de Taylor parte de un riguroso análisis de la construcción de la


identidad moderna a lo largo de la historia. Este pormenorizado análisis de la identidad
moderna, desde Platón hasta la postmodernidad, le lleva a criticar la concepción liberal
del yo como un yo desvinculado, sin horizontes. Por el contrario, Taylor señala que el
individuo debe orientarse en el espacio moral como una obligación ineludible. Para ello,
debe valerse de los significados densos que ofrecen los marcos valorativos de la propia
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comunidad. No existe un yo independiente del contexto comunitario. Esta concepción


del individuo lleva a Taylor a criticar el procedimiento constructivo de legitimación
racional característico de la teoría política liberal. Taylor señala que la concepción
liberal del yo desvinculado de su comunidad se fundamenta en un procedimiento
constructivo de legitimación racional de carácter monológico, en el que la identidad del
yo se construye aisladamente de su contexto comunitario. Al respecto, Taylor considera
que el procedimiento de la ética discursiva de Habermas, si bien supera el defecto
monológico de teorías como la de Rawls, no concibe la comunidad de forma adecuada.
Para Habermas, la comunidad es el foro “ideal” del discurso de argumentos racionales,
lo que supone la adopción previa de cierto tipo de justicia material. Sin embargo, para
Taylor, la comunidad es algo sustantivo y narrativo que actuaría como el marco
referencial concreto y particular de la racionalidad.

Frente a este subjetivismo moral, Taylor propone recuperar el “modelo ad


hominen” de valoración, que basado en evaluaciones fuertes (hiperbienes), permite
dotar al individuo de significados densos que le ofrece el contexto comunitario y que
harán posible que este individuo sea capaz de orientarse en el espacio moral. Ello parece
indicar un relativismo que imposibilita la comunicación entre las diferentes tradiciones
culturales. Sin embargo, en este sentido Taylor propone su propio proyecto
hermenéutico. Dicho proyecto tiene como punto de partida la “inconmensurabilidad”
entre las diferentes tradiciones que no permite hacer juicios de valor intercomunitarios.
Sin embargo, Taylor no se queda en ese estadio, sino que propone una
“desencapsulación social” y una “desencapsulación respecto a la moderna pretensión de
homogeneización intercultural”. Ambos conceptos, unido a una “ampliación de la
razón” harán posible un diálogo intercomunitario, véase, por ejemplo, su libro
Multiculturalismo y la "política del reconocimiento, FCE, 2001.

Ahora bien este diálogo intercomunitario, esta “ampliación de la razón”, no pasa


por el olvido de la propia tradición, sin la que no sabríamos quiénes somos, sino por una
mayor amplitud de miras que me permita reconocer valores de otras comunidades que
no son tales en mi propia tradición. Por ello, Taylor habla de “contrastes” que permitan
mantener la diversidad cultural; y de “transición” que posibilite un diálogo entre las
diferentes tradiciones, que permita arbitrar entre posiciones rivales en términos de
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ganancias y pérdidas. Con ello, Taylor pretende destacar un “relativismo maduro” o


“abierto”, que respetando la identidad de cada tradición, no provoque el aislamiento de
las mismas, y posibilite un diálogo intercomunitario. Como complemento de este
“relativismo abierto”, y con el objetivo de salvaguardar los derechos fundamentales
básicos que contempla la teoría liberal (por ejemplo, el derecho a la vida), Taylor habla
de un “derecho occidental de enjuiciamiento” respecto del resto de tradiciones, en
términos de la ganancia que expresa nuestro discurso racional, ya que éste habría
adoptado una comprensión más abierta y un lenguaje más perspicaz que el resto de las
comunidades. Ahora bien, este “derecho occidental de enjuiciamiento” no supone la
negación de la racionalidad del resto de discursos comunitarios, pues no cabe
vulneración del axioma de la igualdad conforme al “principio de no-intervención”.
Existen varias líneas de desarrollo posibles, y no hay que pensar que debemos elegir una
y calificarla como progreso, ya que todos los discursos comunitarios son legítimos y
racionales. Esta propuesta de Taylor de recuperar los marcos referenciales comunitarios
que permitan al individuo dotarse de los significados profundos para hacerse inteligible
frente a sí mismo y frente a los demás miembros de la comunidad, señala la importancia
que para Taylor posee la comunidad.

Señalábamos que, para Taylor, la identidad de la comunidad es parte constitutiva


de la identidad del individuo. Pero, ¿en qué consiste la comunidad? ¿Qué es la
comunidad? En La Ética de la Autenticidad, Paidós, 1994, Taylor contempla la
comunidad como comunidad de sentido. Efectivamente, la comunidad ofrece los marcos
valorativos adecuados donde se desarrolla el lenguaje que posibilita dotar de sentido las
distintas valoraciones morales. De esta forma, será la comunidad como comunidad de
sentido la que ofrezca, a través del lenguaje, las significaciones densas que permiten al
individuo hacerse inteligible frente a sí mismo (orientarse en el espacio moral) y frente
al resto de los individuos de la comunidad. Los seres humanos, en tanto animales que se
autointerpretan, requieren las significaciones densas que les ofrecen los lenguajes, y
estos lenguajes son fenómenos sociales que se estructuran y mantienen en contextos
comunitarios. Por tanto, la comunidad de sentido es la comunidad lingüística propia de
cada individuo. Esta comunidad de sentido o comunidad lingüística posee una identidad
propia, definida y colectiva. Por ello, Taylor habla de la identidad colectiva de un grupo
o comunidad, y no sólo de la identidad individual. En este sentido, señala que la
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identidad colectiva de la comunidad se define, principalmente, en términos lingüísticos,


pues es el lenguaje el que ofrece los significados densos y los marcos valorativos que
permiten que los individuos se vuelvan inteligibles frente a ellos mismos y frente al
resto de la comunidad.

Esta argumentación conduce a uno de los aspectos más destacados del


pensamiento de Taylor: la identidad de la comunidad y el problema de su
reconocimiento. En este sentido, cabe señalar que Taylor reconoce (hace suyo) el
discurso democrático de los derechos (autonomía personal, libertad, igualdad, gobierno
democrático). Sin embargo, introduce dos importantes modulaciones al mismo: primera,
incorporar como resultado del debate público una política sustantiva y concreta
orientada al bien común; segunda, desplazar la idea de los “derechos individuales” a
favor de los “derechos colectivos y culturales” en dos supuestos concretos. El primero,
en el caso de las políticas de reconocimiento institucional de una forma de bien común
propio a una cierta comunidad interna específica (“derechos colectivos” como “políticas
de reconocimiento”) -se trata del supuesto del multiculturalismo en un Estado político-.
El segundo supuesto lo constituye el derecho de autodeterminación de las naciones
morales tradicionales (“derecho colectivo” a la independencia política). En ambos
casos, la tesis latente es la esencial e íntima vinculación entre el “reconocimiento” y la
“identidad”, ya que nuestra identidad colectiva se encuentra parcialmente definida por el
reconocimiento o por la falta de éste. Una cuestión que ha explorado en
Acercar las soledades: federalismo y nacionalismos en Canadá, San Sebastián, 1999.

Taylor pone en cuestión que la unidad de deliberación que constituye el Estado


sólo pueda basarse en elementos comunes. En este sentido, habla que en un mismo
Estado se pueden dar la “unidad de convergencia” y la “unidad de intimidad o
compañerismo” simultáneamente. La primera hace referencia a un mismo grupo que
comparte rasgos étnicos comunes, una lengua en común, etc., esto es, una serie de
elementos comunes que hacen que ese grupo conforme una nación cultural (con o sin
Estado). La segunda hace referencia al supuesto en el que dos o más grupos distintos
han convivido y colaborado durante mucho tiempo. Pues bien, entre estos grupos,
debido a esa colaboración histórica mutua, han podido surgir lazos basados en la
confianza mutua, provocando el surgimiento de un cierto compromiso recíproco, una
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suerte de alianza. En consecuencia, cabe conformar una unidad de deliberación, un


Estado, no sólo a partir de semejanzas, sino también a partir de diferencias reconocidas
y aceptadas entre grupos que han caminado juntos.

3. Éticas formales y procedimentales.

3.1. Rasgos generales.

Las éticas formales y procedimentales no están en desacuerdo con estas


conclusiones, pero sí en los argumentos que nos llevan a ellas. El procedimentalismo,
como rasgo básico de la ética formal, asigna a ésta la tarea de descubrir los
procedimientos legitimadores de las normas. Son estos procedimientos racionalmente
estructurados los que permiten a los individuos distinguir qué normas de las surgidas en
el mundo de la vida son correctas. La función de estos procedimientos es la de
actualizar el concepto de voluntad racional, esto es, el de actualizar lo que todos bajo
determinadas condiciones podrían querer, y que por su propia condición de voluntad
racional asume el carácter de universal y no particular o sustancial como asume el
sustancialismo. Para el procedimentalismo los contenidos concretos exceden el campo
de la ética, los contenidos concretos corresponden a los mundos de la vida. El
procedimentalismo intenta pues, dar razones de la pretensión de universalidad de la
moral y por ello apela a estructuras cognitivas y procedimientos que exhiben en su
forma la universalidad, y así los procedimientos legitimadores pueden describirse sin
depender para ello de los diversos contextos, y pretenden por tanto justificadamente
universalidad.

El procedimentalismo también destaca la importancia del poder abstraerse del


mundo de la vida a fin de realizar mediante un procedimiento racional la revisión y
crítica de este mismo mundo que de otra forma quedaría inmunizado. Finalmente, esta
corriente de pensamiento continúa la distinción moderna entre lo justo y lo bueno,
aunque como se verá, esto no implican la negación o ausencia del concepto de bien o lo
bueno dentro de las diversas propuestas procedimentalistas.
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3.2. Ética discursiva.

3.2.1. Introducción.

Las más conocidas son las éticas discursivas, de las que hay propuestas de Karl
Otto Apel, Jürgen Habermas o Adela Cortina entre nosotros. El punto de partida de la
ética discursiva, no es ya ontológico –del ser– como es el caso por ejemplo de la
propuesta ya desglosada de Charles Taylor y en general y con sus propias
caracterizaciones de los representantes de las éticas materiales. Tampoco constituye su
punto de arranque la conciencia como es el caso de algunas éticas kantianas. Más bien
la ética discursiva tiene como punto de partida un factum lingüístico. Asume el giro
lingüístico de la filosofía y considera al lenguaje desde la triple dimensión del signo –
sintáctica, semántica y pragmática–, finalmente considera la dimensión pragmática
trascendental, bajo una situación ideal de diálogo y no la pragmática empírica de los
consensos fácticos.

La ética del discurso es cognitivista, pues cree posible la fundamentación de los


juicios morales, esto es, postula la racionalidad del ámbito práctico. Es universalista
porque los criterios han de aplicarse universalmente. Es deontológica, en el sentido de
que se abstrae de las cuestiones de la vida buena, limitándose al caso de lo obligado o
debido en términos de justicia de las normas y formas de acción. Es por todo ello que es
una ética formalista en el entendimiento de que su principio regula un procedimiento de
resolución imparcial de conflictos. La ética discursiva se asume como heredera de la
teoría kantiana aunque va más allá tratando de superar los limites monológicos
implícitos en ella, e intenta mediante lo dialógico, mediante lo intersubjetivamente
justificable, la fundamentación de la universalización de las normas correctas, donde
vale la pena reseñar el hecho de que la justificación que se da de las normas es en todo
caso trascendental, mediante una situación ideal de diálogo, y no empírica como sería el
caso de los consensos fácticos.
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3.2.2. Jürgen Habermas.

Habermas es el principal representante de este tipo de ética, y en su Teoría de la


acción comunicativa la presenta como una ciencia reconstructiva, empírica, sujeta a
reglas de confirmación y falsificación, que estudia una realidad social estructurada
simbólicamente, y cuya reconstrucción intenta hacer explícitas competencias
universales. Este universalismo depende de aislar, identificar y aclarar las condiciones
que se requieren para la comunicación humana, esto es, trata de identificar y reconstruir
las condiciones universales del entendimiento posible. Ésta es denominada “pragmática
universal”, para distinguirla de otras ciencias reconstructivas que hacen referencia a un
ámbito mucho más restringido como es el caso de las teorías de Kohlberg y Piaget.

El problema a abordar es el del concepto de racionalidad que ha dominado la


comprensión moderna y que resulta insuficiente. El objetivo es demostrar la conexión
entre Teoría de la racionalidad y Teoría de la sociedad, y la necesidad de una teoría de
la acción comunicativa si es que se quiere abordar de forma adecuada la problemática
de la racionalización social. Con estas cuestiones previas Habermas se avoca a la
realización de un estudio sistemático que le permita la reconstrucción del concepto
racionalidad y nos habilite para una comprensión de la complejidad social actual. Para
la reconstrucción de la racionalidad parte de la estrecha relación entre saber y
racionalidad, y afirma que la racionalidad de una emisión o manifestación depende de la
fiabilidad del saber que encarna, la verdad de una emisión puede traducirse en la
existencia de estados de cosas en el mundo. Un sujeto con sus afirmaciones, se refiere a
que algo como cuestión de hecho tiene lugar en el mundo objetivo y al hacerlo así,
plantea con sus manifestaciones lingüísticas, pretensiones de validez (verdad,
corrección, veracidad e inteligibilidad) que pueden ser criticadas o defendidas, esto es,
que pueden justificarse. Por lo tanto, la racionalidad de las emisiones de los sujetos se
mide por las reacciones internas que entre sí guardan el contenido semántico, las
condiciones de validez y las razones que en caso necesario pueden alegarse en favor de
la validez de esas emisiones.

Bajo el anterior esquema de racionalidad, Habermas distingue, entre


racionalidad instrumental que puede ser ampliada a estratégica, y racionalidad
comunicativa. La primera de ellas, parte de la utilización de un saber en acciones con
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arreglo a fines, tiene una connotación de éxito en el mundo objetivo posibilitado por la
capacidad de manipular informadamente y de adaptarse inteligentemente a las
condiciones de un entorno contingente; en ella, son acciones racionales las que tienen el
carácter de intervenciones con vistas a la consecución de un propósito y que pueden ser
controladas por su eficacia. La racionalidad comunicativa, por el contrario, obtiene su
significación final en la capacidad que posee el habla argumentativa de unir sin
coacciones y de generar consenso, y en la oportunidad que poseen los diversos
participantes de superar la subjetividad de sus puntos de vista, gracias a una comunidad
de convicciones racionalmente motivada. Tanto la racionalidad instrumental como la
comunicativa parten de los conceptos de saber y mundo objetivo; pero los casos
indicados se distinguen por el tipo de utilización del saber. Bajo el primer aspecto, es la
manipulación instrumental, bajo el segundo, es el entendimiento comunicativo lo que
aparece como telos inmanente a la racionalidad.

Así dentro de la acción comunicativa, también se llama racional a aquél que


sigue una norma vigente y es capaz de justificar su acción frente a un crítico
interpretando una situación dada a la luz de las expectativas legítimas de
comportamiento, e incluso se llama racional a aquél que expresa verazmente un deseo,
un sentimiento o un estado de ánimo, y que después convence a un crítico de la
autenticidad de la vivencia expresada sacando las consecuencias prácticas y actuando
conforme a lo dicho. En Habermas las emisiones que llevan asociadas pretensiones de
rectitud normativa (mundo social) o de veracidad subjetiva (mundo subjetivo),
satisfacen el requisito esencial para la racionalidad, ya que son susceptibles de
fundamentación y de crítica.

De acuerdo a lo anterior, tenemos que la racionalidad puede predicarse de todas


aquellas prácticas comunicativas que, sobre el trasfondo de un mundo de vida, tienden a
la consecución, mantenimiento y renovación de un consenso que descansa sobre el
reconocimiento intersubjetivo de pretensiones de validez susceptibles de crítica. La
racionalidad inmanente a esta práctica se pone de manifiesto en que el acuerdo
alcanzado comunicativamente ha de apoyarse en última instancia en razones. Y la
racionalidad de aquellos que participan en esta práctica comunicativa se mide por su
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capacidad de fundamentar sus manifestaciones o emisiones en las circunstancias


apropiadas.

El concepto de racionalidad comunicativa implica como cuestiones básicas la


estructura humana del habla como estándar básico de la racionalidad que comparten los
hablantes; una actitud racional de todos los sujetos participantes, y la reflexividad a
partir del postulado de que todos los principios son susceptibles de crítica y análisis. La
racionalidad comunicativa de Habermas supone: una teoría del acto de habla, una
situación ideal de habla y un consenso racional. Respecto al acto de habla, la teoría de la
racionalidad implica el cambio de una teoría representacional del lenguaje a la teoría de
Austin y Searle con la que puede considerarse al lenguaje no sólo como nuestra
posibilidad de acceso al mundo objetivo, sino también como el medio en el que
expresamos nuestras vivencias y el mecanismo básico para el establecimiento de
relaciones interpersonales. De esta manera la estructura del acto de habla se transforma
(actos: locucionario, ilocucionario y perlocucionario) y permite el posicionamiento de
los participantes (negación, cuestionamiento, aceptación), y con ello la vinculación de
éstos a una pretensión de validez, así, sólo pueden considerarse determinantes aquellos
actos de habla a los que el hablante vincula pretensiones de validez susceptibles de
crítica. Todo acto de habla entendido comunicativamente se dirige a la obtención de un
entendimiento que conduce a un acuerdo entre sujetos lingüística e interactivamente
competentes. Un acuerdo alcanzado comunicativamente, no puede ser inducido desde
fuera y es aceptado (asentimiento racionalmente motivado) como válido por los
participantes en el discurso.

La situación ideal de habla es una comunicación libre de coacción y, excluye las


distorsiones de la comunicación, esto es, una comunicación no estratégica y guiada al
entendimiento. No hay coacción cuando para todos los participantes en el discurso está
dada una distribución simétrica de oportunidades de elegir y ejecutar actos de habla.

Un consenso es racional si ha observado en su construcción una situación ideal


de habla, si ha sido delimitado y ha observado las reglas que rigen en los discursos. Para
Habermas, las cuestiones prácticas que se plantean en lo tocante a la elección de
normas, sólo pueden decidirse mediante un consenso entre todos los implicados y todos
los afectados potenciales. Y el principio de universalización sirve para excluir, como no
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susceptibles de consenso, todas las normas que encarnan intereses particulares, intereses
no susceptibles de universalización.

3.3. John Rawls.

El filósofo estadounidense John Rawls, con su Teoría de la Justicia, continúa la


teoría tradicional del contrato social representada por Locke, Rousseau y Kant. En este
apartado hemos de trabajar fundamentalmente esta obra y sólo respecto a su concepción
del bien recurriremos a su Liberalismo político. Cabe destacar en el caso de este autor,
que aunque su propuesta es formal y procedimentalista, ésta presenta dos principios
substantivos de justicia.

Para Rawls, la justicia es la virtud más importante de las instituciones sociales y


el fundamento de la inviolabilidad de la persona, que ni ante el bienestar social puede
ser soslayada. La sociedad es una empresa cooperativa caracterizada por el conflicto y
por la identidad de intereses, para resolver el conflicto la sociedad requiere de principios
que proporcionen un modo de asignación de derechos y deberes en las instituciones
básicas de la sociedad y que definan la distribución apropiada de los beneficios y las
cargas de la cooperación social.

Una sociedad bien ordena es aquella que está organizada para promover el bien
de sus miembros, y eficazmente regulada por una concepción pública de la justicia: cada
cual acepta y sabe que los demás aceptan los mismos principios de justicia y que las
instituciones sociales básicas satisfacen generalmente estos principios. Una sociedad de
este tipo afirma la autonomía de las personas y estimula la objetividad de sus juicios de
justicia. Lo esencial en una sociedad bien ordenada es que haya un fin último
compartido y unas formas aceptadas de favorecerlo que permitan el público
reconocimiento de las conquistas de todos. Cuando éste fin se logra, todos encuentran
satisfacción exactamente en lo mismo; y este hecho, unido a la complementariedad del
bien de los individuos, afirma el vínculo de la comunidad.

Los principios de la justicia son objeto del acuerdo original. Son los principios
que las personas libres y racionales interesadas en promover sus propios intereses
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aceptarían en una posición original de igualdad como definitorios de los términos


fundamentales de su asociación. Estos principios han de regular todos los acuerdos
posteriores; especifican los tipos de cooperación social que se pueden llevar a cabo y las
formas de gobierno que pueden establecerse.

La posición inicial es una idea regulativa, en la cual nadie sabe cual es su lugar
en la sociedad, cuál es su suerte en la distribución de ventajas y capacidades naturales,
no conocen sus concepciones del bien, ni sus tendencias psicológicas especiales y en
ella participan sujetos capaces de sentido de justicia, racionales y mutuamente
desinteresados –velo de la ignorancia. Lo único que conocen los participantes son
hechos generales acerca de la sociedad humana, entienden cuestiones políticas y
principios de teoría económica; conocen las bases de la organización social y las leyes
de la sicología humana, esto es, conocen todos los hechos generales que afectan la
elección de los principios de justicia. En la justicia como imparcialidad de Rawls los
individuos consideran la personalidad moral como aspecto fundamental del yo, pero no
saben qué objetivos finales tienen las personas y rechazan todos los fin particulares que
quieren imponerse; se consideran como seres que pueden elegir sus fines últimos y su
proyecto de vida, estableciendo términos de cooperación como seres morales; los
individuos en la situación original establecen condiciones justas y favorables para que
cada uno construya su propia unidad, su interés por la libertad y el uso correcto de ella
es la expresión de su visión de sí mismos como personas morales, con un derecho igual
a decidir su modo de vida.

Las personas son racionales, pues cuando tienen ante sí un conjunto coherente de
preferencias, entre las alternativas que se le ofrecen jerarquizan las opciones de acuerdo
con el grado con que promuevan sus propósitos; y que lleven a cabo el plan que
satisface el mayor número de sus deseos y al mismo tiempo, el que tenga más
probabilidades de ejecutar con éxito.

Rawls supone también en la situación inicial una serie de restricciones formales


del concepto de lo justo, de esta manera las concepciones de lo justo que se presenten a
las partes para su elección deben suponer principios generales y universales en su
aplicación, de carácter público y definitivo, y con una ordenación de las demandas
conflictivas.
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Así la situación inicial para la elección de los principios de justicia viene


limitada en Rawls por la racionalidad de las partes, el velo de la ignorancia, las
restricciones formales de lo justo y las circunstancias de justicia (escasez moderada y
desinterés mutuo). Una vez cubiertas estas condiciones en la posición inicial, las
personas habrán de jerarquizar las diferentes propuestas, según su aceptabilidad. Y ésta
viene mediada por la idea de los juicios madurados y el equilibrio reflexivo.

Ahora bien, desde el punto de vista de Rawls y después de varias


reformulaciones, los principios que los participantes elegirían dentro de esta situación
inicial, correspondientes por cierto, a la justicia sustantiva y no a la formal, son:

Primer principio. Cada persona ha de tener un derecho igual al mas extenso


sistema total de libertades básicas compatible con un sistema similar de libertad para
todos.

Segundo principio. Las desigualdades económicas y sociales han de ser


estructuradas de manera que sean para: 1. mayor beneficio de los menos aventajados, de
acuerdo con el principio de ahorro justo, y 2. unidos a los cargos y las funciones
asequibles a todos, en condiciones de justa igualdad de oportunidades.

Estos principios deben ser interpretados, a su vez, desde diversos principios,


como por ejemplo el de la diferencia y el de la imparcialidad. Según Rawls, el principio
de la diferencia exige que las superiores expectativas de los más favorecidos
contribuyan a las perspectivas de los menos aventajados (los menos favorecidos por
cada una de las tres clases principales de contingencias económicas, sociales y
naturales). Y las dos posiciones pertinentes para mitigar la arbitrariedad de las
contingencias natural y social son la igual ciudadanía y el principio de interés común. El
principio de la diferencia supone también, la compensación, reciprocidad, ventaja para
todos y una interpretación del principio de fraternidad. El principio de imparcialidad por
su parte, implica que a la persona debe exigírsele que cumpla con su papel tal como lo
definen las reglas de una institución, siempre y cuando ésta sea justa y que los actos
requeridos sean voluntarios. Según nuestro autor, los dos principios de justicia que él
ofrece, tienen dos ventajas; por un lado, por su carácter público aseguran el compromiso
de las partes en el cumplimiento de los mismos, las personas sujetas a éstos tienden a
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desarrollar un deseo de actuar conforme a ellos y a cumplir con sus tareas en las
instituciones que los ejemplifican, y por otro, fomentan el respeto que los hombres
tienen por sí mismos –que se traten como fines– y generan cooperación social. Rawls
cree que el deber natural más importante de las personas dentro de su propuesta es el de
apoyar y fomentar instituciones justas, esto es, obedecer y cumplir nuestro cometido en
las instituciones justas cuando éstas existan y se nos apliquen y facilitar el
establecimiento de acuerdos justos cuando éstos no existan.

Nuestro autor dentro de la tercera parte de Teoría de la justicia trabaja el tema


del bien; sin embargo, y sobre todo como respuesta a las diferentes críticas que se le han
hecho al respecto, ha tenido que ampliar y sistematizar esta cuestión. Así en
Liberalismo político defiende la distinción entre lo justo y lo bueno, aunque no niega
que se complementen mutuamente. Y señala que de hecho en Teoría de la justicia
maneja cinco ideas de bien, ya que una concepción política debe valerse de varias ideas
de bien, pero con la restricción de que las ideas del bien que maneje deben ser ideas
políticas, esto es, que deben pertenecer a la concepción política razonable de la justicia
de manera que puedan ser compartidas por los ciudadanos libres e iguales y que no
presupongan ninguna doctrina particular plenamente o parcialmente comprensiva.

Los sentidos en que es entendido el bien dentro de la propuesta de Rawls son:


bondad como racionalidad; la que supone la racionalidad de los proyectos de vida de
cada uno de los ciudadanos; la idea de bienes primarios que son los derechos y
libertades básicas, la libertad de movimiento y libre elección de empleo en un marco de
oportunidades variadas, los poderes y prerrogativas de cargos y posiciones de
responsabilidad en las instituciones políticas y económicas de la estructura básica, los
ingresos y riqueza y las bases sociales del auto respeto; la idea de las concepciones
comprensivas permisibles del bien, esto es, la obligación del Estado de asegurar a los
ciudadanos la oportunidad de promover las concepciones de bien afirmadas por ellos y
la obligación del este mismo de no favorecer o promover cualquier concepción
comprensiva en detrimento de otra; la idea de las virtudes políticas, como por ejemplo
las virtudes de la cooperación equitativa: civilidad, tolerancia, razonabilidad y sentido
de equidad, y la idea de bien en una sociedad bien ordenada que es igual a un bien en
dos sentidos: 1. para las personas individualmente consideradas significa que el
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ejercicio de sus facultades morales les asegura el bien de la justicia y las bases sociales
del respeto propio y mutuo, y 2. el objetivo final compartido, que es el bien social.

4. Reflexiones finales.

El debate sobre perspectivas más materiales o más formales de la ética no


empezó con Aristóteles ni ha terminado con Rawls. Actualmente, ninguna teoría ética
niega la historicidad del fenómeno moral, ni la existencia de un ethos concreto –
comunidad, mundo de la vida– o de la pluralidad de formas de vida, y todas afirman la
importancia de lo moral, como parte de un vivir auténticamente humano y de una vida
con sentido, e incluso aunque no coincidan en la definición, todas admiten la existencia
de criterios de preferibilidad.

Las diferencias entre las posturas actuales, vienen dadas por la definición del
punto de vista ético (la praxis aristotélica, las continuidades históricas de la modernidad
como fuente moral, la intersubjetividad o una situación inicial); la separación o
subsunción de lo justo y lo bueno y la valoración del proyecto moderno (fracaso,
necesidad de continuación, necesidad de superación). Sin embargo, debemos matizar las
diferencias entre éticas materiales y formales. Hemos visto como, si bien la filosofía de
Rawls es formal y procedimentalista, se preocupa por presentar alternativas al tema del
bien. Y, en contraposición, Taylor aunque defensor de una ética llena de contenido,
considera fundamental la pretensión de validez universal de los juicios morales. La ética
sigue teniendo tareas, importantes y urgentes, porque siempre podemos repensar los
grandes problemas y plantearnos los nuevos retos que nos exigen nuestras sociedades
plurales y abiertas.

5. Bibliografía.

Cortina, Adela (2000), Ética sin moral, Ed. Tecnos, 4ª ed., Madrid.

Habermas, Jürgen (1998), Teoría de la Acción Comunicativa, Ed. Taurus,


Madrid.
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MacIntyre, Alasdair (2001), Tras la virtud, Ed. Crítica, Barcelona.

Mill, John Stuart (1994) El utilitarismo, Ed. Alianza, Madrid, 1994.

Rawls, John (1996), Liberalismo político, Ed. Crítica, Barcelona.

- Teoría de la justicia, (1997), Ed. FCE, 2ª ed., España.

Rorty, Richard (1996), Contingencia, ironía y solidaridad, Ed. Paidós, España.

- El pragmatismo, una versión. Antiautoritarismo en epistemología y ética,


(2000), Ed. Ariel, España.

Taylor, Ch. (1996), Fuentes del yo. La construcción de la identidad moderna,


Ed. Paidós, Barcelona.

Thiebaut, Carlos (1992), “Neoaristotelismos contemporáneos” en Concepciones


de la ética, Ed. Trotta, Madrid.

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