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Memoria y CASTIGO

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Crimen, castigo, perdón y paz,

a la luz de la tradición jurídica de Occidente

Crime, Punishment, Forgiveness and Peace,


in the Light of the Western Juridical Tradition
Roberto Xavier Ochoa Gavaldón
Universidad Autónoma del Estado de Morelos, México
roberto.ochoa@uaem.mx
Recibido: 23/06/2016 • Aceptado: 31/08/2017

Resumen Abstract
Hablar de la esperanza, del perdón, de la Ultimately, it is a task of mystics to speak
reconciliación es tarea, en última instan- of hope, forgiveness or reconciliation.
cia, de la mística. Demanda una interpre- Such acts of language demand an anagogi-
tación anagógica, mas Hugo de San Víctor cal interpretation. Nevertheless, Hugo of
mostró que no se puede acceder a ella sino Saint Victor showed that there is no other
a partir del entrenamiento en la interpre- access to the anagogical interpretation
tación analógica que, a su vez, supone ha- than the training of interpretation by
ber hecho el trayecto de la literalidad. En analogy, which supposes having made the
este trabajo se propone que es preciso, an- way through the path of literal interpreta-
tes de hablar sobre los horizontes de la re- tion. This paper claims that it is necessary
conciliación y el perdón, andar el doloro- to walk through the painful path of the
so camino de la literalidad en la historia de literal interpretation of justice in History
la justicia pues, ante todo, las paces o los before speaking of the horizons of rec-
crímenes son acontecimientos en el curso onciliation and forgiveness, for crime or
de la Historia. Así, pues, aquí se inicia el peace are, first and foremost, happenings
recorrido, por fuerza apenas trazado, de in concrete History. Therefore, the tra-
la particular situación en que se encuen- jectory, barely described here, begins by
tran, en Occidente, los ciudadanos frente tracing the peculiar situation in which cit-
al Estado moderno: por la concentración izens in the West find themselves before
del monopolio de la fuerza, expropiados the monopoly of the force by the Modern
de capacidades tales como la indignación State, expropriated of capabilities such
ante la injusticia. Este extravío vuelve in- as the indignation before the outrageous.
alcanzable horizonte del perdón, si antes This loss makes the horizon of forgive-
no se recupera el sentido humano de lo ness unattainable if it makes us unable to
justo, pues no puede haber una paz digna regain the human horizon of what is fair,
sin memoria y justicia. for there is no peace with dignity without
memory and justice.

Palabras clave: castigo; crimen; Palabras clave: crime; forgiveness;


derecho; paz; perdón. peace; punishment; Right.

http://dx.doi.org/10.23924/oi.v9n15a2018.pp111-124.20
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Introducción

Si hablamos del «perdón» y de la «paz» sin ningún referente históri-


co concreto y preciso, corremos el riesgo de caer en la tentación de
abdicar del sentido de la realidad. No me parece que las condiciones
que nos rodean sean propicias para un «mensaje» que encandile. Los
cadáveres amontonados en fosas clandestinas y semi-clandestinas,
los cuerpos cercenados y arrojados en vía pública, las mujeres vio-
ladas y descuartizadas en ríos, parajes y desiertos, son un grito de
desesperación que no nos permite, hoy por hoy, darnos un solo dis-
curso complaciente.

Hugo de San Víctor, ese gran teólogo del siglo XII, y maestro de
nuestro querido Iván Illich, invitaba a sus alumnos a construir
en su mente un arca moral para que, por medio del arte de la
lectura, aprendieran a orientarse en el cosmos y así cada persona
pudiera hallar el lugar que en el seno de ese orden temporal le
corresponde. Esta intuición influyó en los constructores góticos,
quienes la tradujeron en piedra y en espacios arquitectónicos.
Se trataba de una arquitectura moral de tres dimensiones, lon-
gitud, anchura y altura, que corresponden a las tres etapas de la
exégesis; primero la lectura literal, después, la interpretación
alegórica y, finalmente, la anagogía (Robert, 2016).

Cada uno de los pasos del que recorre el arca imaginaria en el


sentido de su longitud –dice Jean Robert– es un acontecimiento
histórico. En la catedral de Siena, por ejemplo, el fiel que camina
hacia el altar (de Oeste a Este), posa los pies, literalmente, sobre la
Historia incrustada en los mosaicos del piso.
En tanto primer movimiento de la exégesis, la paciente progre-
sión según la longitud, en la que el sentido literal de las cosas se reve-
la a ras de suelo, incrusta la verdad de los hechos en el arca interior

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de la memoria, recordando lo que, de principio a fin, se hizo, cuándo
se hizo y por quién se hizo (Robert & Borremans, 2006: 31-32).
Según la propuesta moral de Hugo y sus seguidores, sólo des-
pués de este recorrido paciente por la Historia, por la literalidad en
lo que se refiere al arte de la lectura, se puede pasar a la alegoría,
a la comparación con otras historias similares y, sólo hasta el final,
después de esos dos momentos, se vuelve posible dar el “salto mor-
tal” a la anagogía o interpretación mística de los acontecimientos.
El edificio moral, como cualquiera de los edificios, se construye de
abajo hacia arriba, de lo sensible y más carnal, de lo más próximo y
cercano, de lo interno e incluso sombrío, a lo más alto y luminoso.
Por eso, propongo que no nos precipitemos, como un golpe de
moral, hacia las temáticas del perdón y de la paz. Reflexionemos,
primero y largamente, en torno al tema de la justicia con mentalidad
de historiadores y, así, durante este recorrido, tal vez podremos vis-
lumbrar ciertos destellos capaces de iluminar otras consideraciones
filosóficas que, posteriormente, nos permitirán aquilatar la profunda
densidad y el enorme peso de los dos conceptos en torno a los cuales
me han invitado a reflexionar.
La reflexión que se puede documentar en un texto tan corto
como éste, apenas nos alcanza para un breve recorrido por el campo
de la literalidad. La alegoría y la anagogía; es decir, la interpretación
mística, tendrá que aguardar otra ocasión… u otra persona.
El perdón y la paz como el crimen y el castigo son, primero que
nada, acontecimientos históricos que se deben tomar por tales. El
primer movimiento de la exégesis, sobre el perdón y la paz, pasa
necesariamente por la revelación de los hechos, de acontecimientos
guardados en la memoria social. Este ejercicio es como caminar sin
despegar los pies del suelo.
Nuestras acciones se encuentran condicionadas todo el tiempo
por la ley, por lo que la sociedad considera justo en un determinado
momento y que queda plasmado como obligación por parte del con-
junto. Hoy, vivimos bajo el marco de la ley occidental y del Estado
moderno. Sin la consideración de este condicionamiento histórico
fundamental, nuestra reflexión sería pura especulación abstracta y
abdicación del sentido de la realidad.

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Es en el marco de la ley occidental y del régimen de Estado que
han de surgir las respuestas a las preguntas sobre el papel del crimen
y el castigo, el perdón y la paz.

Los orígenes de la tradición jurídica de Occidente

Iván Illich insiste en que tenemos que observar con atención los
acontecimientos ocurridos durante los siglos XI, XII y XIII en la Eu-
ropa occidental. En ellos, dice, podremos encontrar, como en un
espejo, la imagen de nuestra condición actual.
Lo que ocurrió en el siglo XII –y ya desde finales del XI–, fue
claramente una ruptura histórica radical. Esto es lo que muestran las
mejores investigaciones históricas sobre sus últimos cinco decenios
(Berman, 1996: 24). Las más importantes ciudades europeas fueron
fundadas en un periodo de sólo 80 o 90 años. En sólo tres genera-
ciones el papa llegó a ser supremo juez y legislador de la Iglesia…
Las transformaciones a las que Illich apunta, entre una decena de
otros cambios fundamentales propios de aquella época, constituyen
el ambiente social sobre el que se instituyó la tradición jurídica de
Occidente. El derecho, reconoce Berman, normalmente se modifica
con lentitud. “No obstante, todo el que investigue alguno de los sis-
temas jurídicos de Europa, primero en el periodo entre 1000 y 1050
y, luego, en el periodo comprendido entre 1150 y 1200, encontrará
una enorme transformación” (1996: 25).
Durante el primero de esos periodos, las reglas y los procedi-
mientos jurídicos que se aplicaban en los pueblos de Europa, prác-
ticamente no se diferenciaban de la costumbre social y de las insti-
tuciones políticas y religiosas; estaban embebidos, arraigados en las
culturas regionales propias.
Nadie había tratado de organizar las leyes e instituciones legales
prevalecientes en una estructura distinta. Muy poco de la ley estaba
por escrito. No había una judicatura profesional, una clase profesio-
nal de juristas ni una bibliografía jurídica profesional. La ley no esta-
ba sistematizada conscientemente. Aún no había sido «arrancada» de
la matriz social de la que formaba parte (Berman, 1996: 60).

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Pero, a mediados del siglo XII, una ruptura tuvo lugar: el orden
institucional se «arrancó» del tejido social vivo, un orden que se
comenzó a utilizar como si fuera un instrumento por encima de la
sociedad y cuyo último recurso fue, desde entonces, el empleo de
la fuerza.
En lo político el impacto fue claro pues, por primera vez, pu-
dieron sostenerse y perdurar autoridades centrales poderosas, tanto
eclesiásticas como seculares, que ejercían un verdadero dominio so-
bre vastas localidades por medio de sus delegados, quienes, bajo el
brazo, llevaban el compendio jurídico, completo y sistemático, que
daba sustento pleno a sus actos de autoridad. En el otro brazo –nor-
malmente el diestro–, llevaban la espada.
Los politólogos modernos sostienen que ese nuevo orden ins-
titucional cristalizó, al cabo de algunos siglos, en la entidad política
llamada Estado, la cual, como lo reconoce Pierangelo Schiera, es la
estructura organizativa formal, única y unitaria de la vida asociada
moderna que tiene como objetivo concreto “la paz interna del país,
la eliminación del conflicto social [y] la normalización de las relacio-
nes de fuerza a través del ejercicio monopólico del poder” (Schiera,
1994: 566). La «estructura organizativa» aparece, así, como el me-
dio o instrumento que se emplea con la intención de forzar a la paz.
El concepto del «monopolio legítimo de la fuerza (o de la vio-
lencia)» (Gewaltmonopol des Staates), como sabemos, se lo debemos a
Max Weber, quien sintetizó el fenómeno sociológico de la centrali-
zación del poder, propio del proceso de modernización de Europa
en su tránsito hacia el capitalismo. En su explicación, podemos apre-
ciar claramente el proceso de desincrustación que hace del Estado esa
estructura separada de la sociedad.
En La formación de la tradición jurídica de Occidente, Harold Berman
resalta que la sociología de Weber confirma muchos de los hechos
que conforman el fundamento de su propio estudio. Sin embargo, le
critica que –al igual que Marx– no llegó a las conclusiones correctas
derivadas de esos hechos “por culpa de su historiografía, la cual pos-
tula un brusco rompimiento en el siglo XVI entre la Edad Media y
los Tiempos Modernos y entre feudalismo y capitalismo” (Berman,
1996: 578). Oscurece, en cambio, las profundas transformaciones

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del siglo XII. Aquí caemos en cuenta de los graves efectos que la
arrogancia ilustrada de los siglos XVII y XVIII tuvo al arrojar el velo
de ignorancia sobre los llamados «tiempos oscuros», o «medievales»
que impidió llegar a las conclusiones realistas que todo científico se
propone a investigadores de la Historia tan relevantes como Marx o
Weber.
Marx y Weber, tratando de volver a poner en tierra el pensa-
miento, tras las espectaculares abstracciones de la Ilustración, qui-
sieron explicar la Historia por medio de las fuerzas sociales y econó-
micas activas bajo la superficie de los hechos políticos e ideológicos.
Esto dio mucha solidez a sus argumentos, cuyos enunciados han sido
un arma poderosa para luchar no sólo en contra de los entuertos
intelectuales y científicos sino, más allá, en contra de las injusticias
y las desigualdades sociales. Sin embargo, al asumir la visión sesgada
de la historiografía ilustrada, su propio combate los limitó para dar-
se cuenta de que el eje vertebrador entre las ideas y la materia, el
dispositivo que le dio juego a toda una civilización y que concentró
el poder en estructuras opresoras, no fue la lucha de clases, sino el
sistema jurídico nacido de Occidente.
Weber ya intuye que detrás de la concentración del poder se
encuentra la legitimación de la fuerza, pero no alcanza a observar
cómo eso ocurrió realmente en el desarrollo de la civilización occi-
dental. Describió bien los hechos, como dice Berman, pero no al-
canzó a develar los hilos que los movían y que, finalmente, permiten
explicar y, en su caso, desmontar su funcionamiento.

El Derecho Penal como eje vertebrador

Regresar a la materia, al análisis del funcionamiento de las fuerzas


físicas de la Historia, fue un gran acierto de Marx, acierto que fue
asumido por Weber. Pero, ¿cómo se relaciona, finalmente, el mundo
material con el mundo simbólico entre las sociedades, que son las
que nos dan forma y sentido?
La palabra que se pronuncia resulta ser el eslabón más íntimo
entre la materia y la idea. En ella reside el punto de encuentro que

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nos articula como humanidad. La palabra, después de expresada,
puede volar de nuevo hacia la disolución del tiempo o puede ate-
rrizar en el oído de otro ser humano y, desde ahí, tomar cuerpo de
nuevo a través de su comprensión.
Mas resulta que el mundo moderno se ha dado un instrumento
para «asegurar» que la conexión entre lo ideal y lo material se cum-
pla. Ese instrumento es el derecho, tal como ha sido instituido por la
civilización occidental. El derecho moderno es una arquitectura mo-
numental con pretensiones de absoluto. No por nada, Harold Ber-
man lo compara con la arquitectura gótica de la cual es contemporá-
neo (1996: 129). Una sola es la piedra angular que sostiene todo el
edificio. No dejemos lugar al engaño, no dejemos que nos gobierne
la mentalidad cibernética que ha construido una fantasía virtual que
funciona a partir de una multiplicidad de interfaces prediseñadas. La
compleja sistematicidad del derecho moderno tiene un único sus-
tento, un único soporte que le da cabida en medio de la dureza de la
realidad material: el monopolio del uso legítimo de la fuerza.
Hans Kelsen, el teórico auténtico del derecho occidental, el que
lo definió en su exacta «pureza», da en el blanco. Los autores que le
han seguido no han hecho más que difuminar el concepto y abonar a
la confusión de alto nivel propia de los círculos académicos de nues-
tro tiempo. La nota que define al derecho, según Kelsen, es que se
trata de un «orden coactivo», lo que implica que, ante una circuns-
tancia de hecho considerada como socialmente dañina, “un mal debe
infligirse (…) inclusive, de ser necesario, recurriendo a la fuerza
física” (Kelsen, 1982: 46-47). El criterio decisivo, la base material
y última del Derecho se encuentra en el uso de esa fuerza para los
casos en que los sujetos opongan resistencia a lo estipulado por la ley.
No contraviene esta evidencia lo aducido por algunos sistemó-
logos en el sentido de que el uso de la fuerza no es el propósito del
Derecho, sino que éste es solamente el último recurso, en caso de
desobediencia o desacato al límite. El mismo Kelsen se desliza, por
momentos, en esa tentativa cuando afirma: “que el Derecho sea un
orden coactivo no significa que pertenezca a la esencia del derecho
«constreñir» a la conducta obligatoria” y que sólo “corresponde lle-
var a cabo el acto coactivo cuando se produce la conducta prohibida

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[…] Justo para ese caso se ha estatuido el acto coactivo que funciona
como sanción” (1982 48).
Pero esto sólo lleva más lejos la argumentación; es decir, la hace
más larga, aunque sin cambiar el término último, el punto de llegada
en que toca tierra toda la especulación jurídica.
Tan pronto aparece el orden coactivo estatuido por el orden ju-
rídico como reacción ante una conducta humana determinada por
ese orden, el acto coactivo adquiere el carácter de una sanción, y la
conducta humana contra la cual se dirige el acto coactivo, el carácter
de un comportamiento prohibido, antijurídico, de una transgresión
o delito (Kelsen, 1982: 48).
Así es como llegamos a la lógica propia del Derecho penal, pie-
dra angular de todo el Derecho occidental moderno. El Derecho
emplea su último recurso, el de la fuerza, tipificando conductas pro-
hibidas. Entonces, ante una circunstancia considerada socialmente
dañina, “un mal debe infligirse”: un castigo o pena.
El mismo Kelsen reconoce que en el origen sólo hay una especie
de sanción, la penal: el castigo que se aplica sobre la vida, la salud,
la libertad o la propiedad del condenado. Según él, la sanción civil,
que es sólo ejecución forzada o privación coactiva de la propiedad, es
secundaria. Sin embargo, concluye que “la diferencia entre sanción
civil y penal (…) tiene sólo un carácter relativo”. En ambos casos se
“garantiza” la conducta deseada “estableciendo para el caso de una
conducta contraria una medida coercitiva específica” (Kelsen, 1988:
58-59).
Con razón, Sergio García Ramírez expresa que el sistema de
derecho penal “no es apenas una expresión más, entre muchas, del
compromiso y el proyecto del Estado”, sino que “preside el encuen-
tro más intenso que pudiera ocurrir entre el poder y el hombre:
Leviatán investido de la autoridad y la fuerza, frente al ser humano
desnudo” (García Ramírez, 2010: VIII). Sólo por la vía de la acción
penal se materializa la teoría del monopolio legítimo de la fuerza.
Algunas reflexiones más recientes sobre el Derecho no dejan
de depender de la piedra angular al observar que ninguna puede
prescindir de ella. Pienso, por ejemplo, en Pierre Bourdieu, quien,
a su vez, concibe el Derecho como “esa parte del espacio social en la

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que los distintos agentes pelean por el monopolio para decir qué es
derecho” (Bourdieu & Teubner, 2000: 64). Esto lo lleva a concebir
al Derecho como la violencia simbólica por excelencia, la cual se
ejerce mediante la imposición de representaciones sociales, como el
lenguaje, los conceptos, las divisiones, las descripciones categóricas,
etcétera, sobre receptores que poco pueden hacer para rechazarlas.
Lo que está detrás innegablemente, y finalmente sostiene toda la im-
posición de las representaciones, es la posibilidad del uso de la fuerza
física por parte de esa entidad nuclear, a la que llamamos Estado.
Al final, como todos lo sabemos, la seguridad jurídica, así como
el Estado, aspiran a la «nobleza» de la paz, esa paz occidental moder-
na que, como la define Kelsen en sus términos, es concebida como
“la ausencia del uso físico de la fuerza” (Kelsen, 1982: 51) .
Para llegar a esa utopía, el camino que se nos ha ofrecido y se nos
sigue ofreciendo es el de la instrumentalización de la fuerza física en
manos de una entidad monopólica por excelencia. Se trata de la ver-
sión más perfecta y acabada de la pax romana, la cual sólo se sostiene
mediante la amenaza de las armas.

Fundamentos teológicos: criminalización del pecado

La ruptura a la que se refiere Harold Berman, ocurrida entre los


siglos XI y XII, a partir de que el papa Gregorio VII se arrogó facul-
tades absolutas para nombrar al clero en todo el mundo cristiano, así
como todo lo que ocurrió en torno a ella, fueron consecuencia de
profundas transformaciones teológicas. El mundo cristiano, del cual
emergió el Derecho occidental como eje vertebrador de esa gran
civilización que, a lo largo de los siglos, se expandió por los cinco
continentes, fue la arena en que se jugaron las grandes transforma-
ciones.
Lo que Berman nos muestra es que las “instituciones, los con-
ceptos y los valores básicos de los sistemas jurídicos occidentales”
tienen su fuente en “rituales, liturgias y doctrinas religiosas de los
siglos XI y XII, que reflejan nuevas actitudes hacia la muerte, el pe-
cado, el castigo, el perdón y la salvación”, actitudes inspiradas “en

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nuevas suposiciones respecto a la relación de lo divino con lo huma-
no” (Berman: p. 177).
También nos muestra que la ciencia jurídica occidental es una
teología secular, que, justamente, ya “no tiene sentido porque ya no
se aceptan sus presuposiciones teológicas” (Berman: 177). Si hoy, la
ciencia del derecho nos aparece constantemente como una imposi-
ción carente de toda fuente de validez, concluye, es porque hemos
olvidado por completo las profundas raíces teológicas que le dieron
sustento.
La Iglesia del primer milenio, tanto en Oriente como en Oc-
cidente, tenía una visión esencialmente apocalíptica de la historia
y del Juicio Final, por lo que, nos dice Berman, esta idea del Juicio
“no inspiró instituciones jurídicas paralelas para el periodo interino
que vivimos en la tierra”. El prototipo de la vida cristiana era el del
retiro monástico para este mundo, con la intención de llevar vidas
impecables, propias del reino celestial.
Sin embargo, en la primera parte del siglo XI la fe en el Juicio Fi-
nal adquirió una nueva significación en Occidente, por el desarrollo
de una creencia paralela en un juicio intermedio de las almas indivi-
duales en el momento de su muerte y en un tiempo intermedio de
«purga» entre la muerte de cada cristiano y la final venida del juez
divino (Berman: 181).

Juicio Final

Aún cuando el Juicio Final siguió siendo aquel tiempo en el que to-
das las almas resucitarían el último día para ser juzgadas para discer-
nir si habían de ser admitidas en el reino de Dios o enviadas al sitio
del castigo eterno, “el purgatorio fue concebido como una condición
temporal de castigo de las almas en particular” (Berman: 181); es decir,
como una especie de juicio provisional que comenzó a darle forma
a una muy novedosa manera de concebir la justicia. El Juicio Final
presuponía la posibilidad del castigo, pero no se refería a un castigo
temporal sino eterno. Además, y esto es lo que más nos interesa
hacer notar ahora, no se consideraba que se llegara a él para dar

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cumplimiento a un elaborado sistema de reglas y normas, algo que
sí empieza a ocurrir a partir de la idea de purgatorio, que presupone
sacar cuentas frente a un individuo con base en un intricado sistema
de reglas y normas de comportamiento. “Los pecados individuales
serán sopesados, y las penas del purgatorio serán asignadas de acuer-
do a la gravedad de cada pecado”.
Es precisamente a partir de esta nueva lógica que los funciona-
rios de la Iglesia nombrados por el papa van a adquirir su poder tan
característico, pues la creencia en el purgatorio se acompaña de la
idea de que el papa, y por lo tanto el clero que él designa, tienen
dominio sobre él. El tiempo que se va a pasar en el purgatorio puede
reducirse por decisión clerical.
La creencia en el purgatorio fue un eslabón importante entre la
teología y la jurisprudencia durante el desarrollo de la civilización
cristiana occidental. Antes de la concepción del purgatorio por parte
de la Iglesia, “el pecado había sido interpretado como un estado de
enajenamiento”, una separación de Dios y del prójimo y, por ese
hecho, “una disminución del ser personal”. Pero, a partir de la clasi-
ficación de las conductas con miras a la asignación de castigos en el
purgatorio, el pecado comenzó a ser visto, “en términos jurídicos,
como actos o deseos de pensamientos específicamente malos, por
los que debían de pagarse diversos castigos en sufrimiento temporal,
en esta vida o en la próxima” (Berman: 183).
A partir de entonces, el pecado, antecedente directo del con-
cepto moderno de delito, fue considerado como una entidad y ya no
como una relación entre el hombre y Dios. Hasta antes del siglo XI,
en toda la cristiandad el pecado-delito no era concebido como reali-
dad universal y objetiva que existiera aparte de sus manifestaciones
concretas. Era estéril hablar y pensar en «el delito» sin más. Lo rele-
vante era el delincuente, sus acciones y sus víctimas. Por su parte, el
clero se constituyó en la primera estructura racional-administrativa
diseñada para el cumplimiento de la justicia penal, considerada como
la instancia que dispensa los castigos correspondientes para cada una
de las conductas previamente tipificadas. Estos dos movimientos se
corresponden; la concentración del poder en un nuevo aparato ins-
titucional con pretensiones monolíticas se alimenta de la concepción

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del delito como una entidad objetiva y es la condición objetiva del
delito la que permite la unificación del poder que lo castiga.
No está de más insistir y ser más específicos sobre el modo en
que la concepción del pecado-delito como realidad objetivable mo-
dificó por completo los principios y la lógica del derecho penal. En-
tre los pueblos de Europa, en el periodo anterior a fines del siglo XI,
por lo general,

el delito no era concebido como ofensa dirigida contra el orden


político como tal o contra la sociedad en general, sino como
una ofensa dirigida contra la víctima y aquellos con quienes se
identificaba: sus parientes, su comunidad territorial o su clase
feudal […] Una respuesta social normal a semejante ofensa era
la venganza de parte de la víctima, o de su grupo de parentes-
co (u otro). Al mismo tiempo, el derecho tribal, local y feudal
entre los siglos VI y XI hacía gran hincapié en la penitencia, la
restitución del honor y la reconciliación como alternativas a la
venganza (Berman: p. 193).

El hecho de que el delito no fuera una entidad objetiva impedía


la concepción de un Derecho penal universalizable y mantenía el
predominio de una multiplicidad de normas de derecho fundadas
en las costumbres locales. En ellas el delito fue siempre considerado
“como ofensa contra otros, y al mismo tiempo como ofensa contra
Dios, y no como ofensa contra una unidad política general, fuese el
Estado o la Iglesia” (Berman: 193).
Pero, a partir del siglo XI y, sobre todo, del XII, en el Derecho
penal occidental es la unidad política, el Estado, el que actúa y cas-
tiga, en sustitución del resto de los sujetos que interactuaron en los
hechos. Esta es una de las secuelas fundamentales de la revolución
papal, que se convirtió en el pilar fundamental de la civilización Oc-
cidental: se dejó de pensar en la llamada retribución especial del de-
lito, es decir, en la vindicación del honor de la víctima, y se sustituyó
por la retribución general, que consiste en la vindicación de la ley
como justificación básica del derecho penal.

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Los nuevos conceptos de pecado-delito y de castigo, a partir del
siglo XI, no se justificaron ya por la búsqueda de la reconciliación
como alternativa a la venganza. La justicia occidental comenzó a exi-
gir, en cambio, que todo pecado (delito) fuera pagado con una pena
de sufrimiento temporal: el castigo, que vindicará la ley particular
que ha sido violada.
El Estado expropia así la más fundamental de nuestras capaci-
dades personales: la de dar cara al mal, al crimen, en busca de la
redención personal y colectiva.
Pero debiéramos revisar de nuevo toda esta historia que nos ha
llevado a un callejón sin salida. Con su magistral Crimen y Castigo,
desde hace ya siglo y medio, Dostoievski inició el camino para com-
prender el camino de la regeneración de un hombre criminal, una
regeneración no instrumentalizada por la acción monopólica del Es-
tado, sino recibida por la gracia de la interacción humana en el amor.

Algunas palabras para no concluir

¿Cómo no quedarnos encandilados por la abstracción que implican


los conceptos de «perdón» y de «paz»? ¿Cómo no abdicar del sen-
tido de la realidad? El Derecho moderno y, en particular, la piedra
angular que sirve de soporte a todo el edificio, el llamado «mono-
polio legítimo de la fuerza», ha servido para expropiar a todos los
sujetos de esas capacidades, de las virtudes aristotélicas, que en otros
tiempos permitían acceder al sentido humano de lo justo. Sin esas
capacidades no podemos ni siquiera imaginar lo que el perdón pueda
llegar a ser.
Nuestro extravío es tan amplio y profundo precisamente porque
al dejar nuestras vidas en manos del Estado hemos perdido el con-
tacto con lo más básico: la rebelión frente a la injusticia, que aparece
como sentimiento de venganza en su sentido más primario. Pero
si hemos sido despojados hasta de este sentimiento más primario,
personal y colectivo, ¿con qué cara podremos hablar del perdón?
Si hemos sido reprimidos en la ira que hace hervir la sangre, si he-
mos sido socialmente castrados en nuestra potencia para perseguir a

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los culpables, ¿cómo podremos siquiera insinuar la doble fuerza que
tendríamos que tener para ser capaces de perdonar?
Apenas ahora, me sentiría dispuesto a iniciar el camino lateral
de la alegoría; es decir, el de la búsqueda de comparaciones que nos
permitieran abrirnos a las alternativas históricas con las que podría-
mos contar.
Todavía me siento muy lejos para sentirme dispuesto a buscar
un camino ascendente hacia la anagogía, en donde acaso podríamos
encontrar la fuente mística del muy elevado perdón y una paz que
distinta a la paz de los sepulcros.

Referencias bibliográficas

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Cultura Económica.
Bourdieu, P. & T. Gunther. (2000). La fuerza del Derecho. Bogotá: Siglo del Hombre,
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Crimen, castigo, perdón y paz,


124 a la luz de la tradición jurídica de Occidente • Roberto Xavier Ochoa Gavaldón

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