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La Revolución Mundial

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LA REVOLUCIÓN MUNDIAL

La revolución fue hija de la guerra del siglo xx: de manera particular, la revolución rusa de
1917 que dio origen a la Unión Soviética. Las revoluciones han sido siempre una fábrica de
utopías, han forjado nuevos imaginarios y nuevas ideas y despertado expectativas y
esperanzas.

La humanidad necesitaba una alternativa al capitalismo que ya existía en 1914. Los partidos
socialistas, que se apoyaban en las clases trabajadoras y se inspiraban en la convicción de la
inevitabilidad histórica de su victoria, encarnaban esa alternativa en la mayor parte de los
países europeos. Parecía que sólo hacía falta una señal para que los pueblos se levantaran a
sustituir el capitalismo por el socialismo, transformando los sufrimientos sin sentido de la
guerra mundial en un acontecimiento de carácter más positivo. Destruyendo las injustas
estructuras sociales vigentes y creando nuevas formas de vida solidarias, justas y fraternas.
Fue la revolución rusa —o, más exactamente, la revolución bolchevique— de octubre de 1917
la que lanzó esa señal al mundo, convirtiéndose así en un acontecimiento tan crucial para la
historia del siglo XX como lo fuera la revolución francesa de 1789 para el devenir del siglo
XIX. La revolución de octubre originó el movimiento revolucionario de mayor alcance que ha
conocido la historia moderna. Su expansión mundial no tiene parangón.
La revolución de octubre se veía a sí misma, más incluso que la revolución francesa en su fase
jacobina, como un acontecimiento de índole ecuménica más que nacional. Su finalidad no era
instaurar la libertad y el socialismo en Rusia, sino llevar a cabo la revolución proletaria
mundial. A los ojos de Lenin y de sus camaradas, la victoria del bolchevismo en Rusia era
ante todo una batalla en la campaña que garantizaría su triunfo a escala universal, y esa era su
auténtica justificación. Rusia, madura para la revolución social, cansada de la guerra y al
borde de la derrota, fue el primero de los regímenes de Europa central y oriental que se
hundió bajo el peso de la primera guerra mundial. La explosión se esperaba, aunque nadie
pudiera predecir en qué momento se produciría. El régimen zarista sucumbió cuando a una
manifestación de mujeres trabajadoras (el 8 de marzo, «día de la mujer trabajadora», que
celebraba habitualmente el movimiento socialista) se sumó el cierre industrial en la fábrica
metalúrgica Putilov, cuyos trabajadores destacaban por su militancia, para desencadenar una
huelga general y la invasión del centro de la capital, con el objetivo fundamental de pedir pan.
La fragilidad del régimen quedó de manifiesto cuando las tropas del zar dudaron primero y
luego se negaron a atacar a la multitud y comenzaron a fraternizar con ella. Cuando se
amotinaron, después de cuatro días caóticos, el zar abdicó, siendo sustituido por un «gobierno
provisional» que gozó de la simpatía e incluso de la ayuda de los aliados occidentales de
Rusia.
Lo que sobrevino no fue una Rusia liberal y constitucional occidentalizada y decidida a
combatir a los alemanes, sino un vacío revolucionario: un impotente «gobierno provisional»
por un lado y, por el otro, una multitud de «consejos» populares (soviets) que surgían
espontáneamente en todas partes como los hongos después de la lluvia. Los soviets tenían el
poder (o al menos el poder de veto) en la vida local, pero no sabían qué hacer con él ni qué
era lo que se podía o se debía hacer. Los diferentes partidos y organizaciones revolucionarios
—bolcheviques y mencheviques, socialrevolucionarios, anarquistas y muchos otros grupos
menores de la izquierda, que emergieron de la clandestinidad— intentaron integrarse en esas
asambleas para coordinarlas y conseguir que se adhirieran a su política. La exigencia básica
de la población más pobre de los núcleos urbanos era conseguir pan, y la de los obreros,
obtener mayores salarios y una jornada laboral más reducida. Y en cuanto al 80 por 100 de la
población rusa que vivía de la agricultura, lo que quería era, como siempre, la tierra. El lema
«pan, paz y tierra» suscitó cada vez más apoyo para quienes lo propugnaban, especialmente
para los bolcheviques de Lenin.
El gobierno provisional y sus seguidores fracasaron al no reconocer su incapacidad para
conseguir que Rusia obedeciera sus leyes y decretos. Cuando los empresarios y hombres de
negocios intentaron restablecer la disciplina laboral, lo único que consiguieron fue radicalizar
las posturas de los obreros. Cuando el gobierno provisional insistió en iniciar una nueva
ofensiva militar en junio de 1917, el ejército se negó y los soldados campesinos regresaron a
sus aldeas para participar en el reparto de la tierra.
El afianzamiento de los bolcheviques —que en ese momento constituía esencialmente un
partido obrero— en las principales ciudades rusas, especialmente en la capital. Petrogrado, y
en Moscú, y su rápida implantación en el ejército, entrañó el debilitamiento del gobierno
provisional, sobre todo cuando en el mes de agosto tuvo que recabar el apoyo de las fuerzas
revolucionarias de la capital para sofocar un intento de golpe de estado contrarrevolucionario
encabezado por un general zarista.
El nuevo régimen apenas hizo otra cosa por el socialismo que declarar que el socialismo era
su objetivo, ocupar los bancos y declarar el «control obrero» sobre la gestión de las empresas,
es decir, oficializar lo que habían ido haciendo desde que estallara la revolución, mientras
urgía a los obreros que mantuvieran la producción. Los aliados no vieron razón alguna para
comportarse con más generosidad con el centro de la subversión mundial. Diversos ejércitos y
regímenes contrarrevolucionarios («denominados blancos») se levantaron contra los soviets,
financiados por los aliados, que enviaron a suelo ruso tropas británicas, francesas,
norteamericanas, japonesas, polacas, serbias, griegas y rumanas. Así pues, y contra lo
esperado, la Rusia soviética sobrevivió. Los bolcheviques extendieron su poder y lo
conservaron.
La revolución mundial que justificaba la decisión de Lenin de implantar en Rusia el
socialismo no se produjo y ese hecho condenó a la Rusia soviética a sufrir, durante una
generación, los efectos de un aislamiento que acentuó su pobreza y su atraso. Las opciones de
su futuro desarrollo quedaban así determinadas, o al menos fuertemente condicionadas. Sin
embargo, una oleada revolucionaria barrió el planeta en los dos años siguientes a la
revolución de octubre y las esperanzas de los bolcheviques, prestos para la batalla, no
parecían irreales.

“Pueblos, escuchad las señales” era el primer verso de la Internacional. Las señales llegaron,
altas y claras, desde Petrogrado y desde Moscú se escucharon en todos los lugares donde
existían movimientos obreros y socialistas, con independencia de su ideología, e incluso más
allá. Hasta los trabajadores de las plantaciones de tabaco de Cuba, muy pocos de los cuales
sabían dónde estaba Rusia, formaron «soviets». En España, al período 1917-1919 se le dio el
nombre de «bienio bolchevique», aunque la izquierda española era profundamente anarquista.
Sendos movimientos estudiantiles revolucionarios estallaron en Pekín (Beijing) en 1919 y en
Córdoba (Argentina) en 1918, y desde este último lugar se difundieron por América Latina.
En las remotas tierras interiores de Australia, los rudos pastores (muchos de ellos católicos
irlandeses), que no se interesaban por la teoría política, saludaron alborozados a los soviets
como el estado de los trabajadores. En los Estados Unidos, los finlandeses, que durante
mucho tiempo fueron la comunidad de inmigrantes más intensamente socialista, se
convirtieron en masa al comunismo. En suma, la revolución de octubre fue reconocida
universalmente como un acontecimiento que conmovió al mundo.
Pero los acontecimientos de Rusia no sólo crearon revolucionarios sino (y eso es más
importante) revoluciones. En enero de 1918 Europa central fue barrida por una oleada de
huelgas políticas y manifestaciones antibelicistas que se iniciaron en Viena para propagarse a
través de Budapest y de los territorios checos hasta Alemania.

En suma, la revolución rusa de 1917 quedó muy por debajo de los objetivos que se había
fijado y de las esperanzas que despertó. Su trayectoria fue imperfecta y ambigua. Pero había
generado repercusiones más profundas y más duraderas en todo el mundo que cualquier otro
acontecimiento histórico de los tiempos modernos. Una de las razones de peso es que salvó al
capitalismo liberal, al permitir que Occidente derrotara a la Alemania de Hitler en la segunda
guerra mundial y al dar un incentivo al capitalismo para reformarse y (paradójicamente,
debido a la aparente inmunidad de la Unión Soviética a los efectos de la Gran Depresión) para
abandonar la ortodoxia del libre mercado.

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