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3 Furet Cap 3

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La paz ha puesto la revolución a la orden del día.

III. EL EMBRUJO UNIVERSAL DE OCTUBRE

ASÍ, la primera Guerra Mundial hace volver al centro de la política europea


la idea de revolución, porque se trata sin duda de un retorno. La democracia en
Europa había tenido su cuna en la Revolución francesa, temblor de tierra cuyas
ondas expansivas había resultado tan difícil controlar para los políticos del siglo
XIX. A comienzos del siglo XX, estaba lejos de haber mostrado ya todos sus efectos,
pues sus principios, victoriosos casi por doquier, coexistían con la pervivencia de
instituciones anteriores, y sus ideas con ideas más antiguas. Por ello los europeos
de 1914, antes de entrar en guerra unos con otros, formaban sin duda una
civilización política mixta en el interior mismo de cada nación: la labor de la idea
democrática, universalmente difundida, se había mezclado en diversas formas,
según los casos, las tradiciones y las resistencias. Pero esta mezcla no conducía ya a
la revolución. Incluso los partidos obreros, blandiendo la lucha de clases y el
advenimiento del proletariado, se habían incorporado, por ejemplo en Francia y en
Alemania, a la arena parlamentaria burguesa.

Había una excepción a esta situación: la Rusia de los zares, cuya fragilidad
se había demostrado en el año de 1905. No obstante, a través de ella la revolución
vuelve durante la guerra a la historia europea desde su punto más remoto. Este
acontecimiento es excéntrico, pero no improbable en su modalidad primera:
porque en la caída de Nicolás II y la instauración de un gobierno provisional en
espera de una Asamblea Constituyente, los europeos, encabezados por los
franceses, reconocen su historia. Y se muestran tanto más atentos, pese a la
distancia, cuanto que Rusia está en la guerra, aliada de los unos, adversaria de los
otros, importante para todos. Lo improbable no está en el 17 de febrero, sino en
Octubre, que le sigue tan de cerca.

A partir de Octubre y los bolcheviques la revolución adopta, en efecto, un


papel inédito. Ya no enarbola el estandarte de la burguesía, sino el de la clase
obrera. Al menos bajo esa proclama avanza, como realización de la demostración
marxista de la caída de la burguesía y del capitalismo. Lo difícil del asunto se debe
a que ese capitalismo apenas tuvo tiempo de existir: la revolución proletaria estalla
en el más atrasado de los grandes países europeos. La paradoja ha alimentado de
antemano un debate interminable en el interior del movimiento socialista ruso, y ni
siquiera la toma del Palacio de Invierno por los hombres de Lenin zanja la
cuestión, pues Octubre pudo no haber sido más que un putsch que se hizo posible
gracias a la ocasión y, por consiguiente, sin una verdadera dignidad “histórica”:
esto es lo que pensará, después de los mencheviques, el pontífice del marxismo
Karl Kautsky. Así, lo que la Revolución bolchevique dice de sí misma no es fácil de
creer. Que inaugura una nueva época en la historia de la humanidad mediante el
advenimiento de los productores es una pretensión que no parece muy verosímil,
ya sea teniendo en cuenta la historia de Rusia o las circunstancias tan excepcionales
que rodearon la deriva política de la Revolución de Febrero.

Pero el poder de Octubre sobre el imaginario colectivo se debe también a


una reactualización, a más de un siglo de distancia, de la más poderosa
representación política de la democracia moderna: la idea revolucionaria. Esta
reactualización fue interiorizada desde hace tiempo por los bolcheviques, que
discuten desde el comienzo del siglo el precedente jacobino. Pero Lenin y sus
amigos, antes de la guerra de 1914, no son más que un pequeño grupo extremista
de la Internacional Socialista. Cuando son proyectados al primer plano de la
actualidad, en el otoño de 1917, no es sólo porque hayan salido victoriosos, sino
porque adornan con el encanto irresistible de la victoria un modo de acción
histórico en el que la izquierda europea reconoce a sus antepasados y la derecha a
sus enemigos. Dicho reconocimiento se renovará a lo largo de todo el siglo XX y
gracias a él ningún territorio, ningún país por lejano, exótico e increíble que sea,
será considerado incapaz de convertirse en soldado de la revolución universal.

¿Por qué es tan fascinante la revolución? Es la afirmación de la voluntad en


la historia, la invención del hombre por sí mismo, figura por excelencia de la
autonomía del individuo democrático. En esta reapropiación de sí mismo, tras
tantos siglos de dependencia, los héroes habían sido los franceses de finales del
siglo XVIII; los bolcheviques entran al relevo. El carácter extraño de esta sucesión
imprevista no sólo estriba en la nueva dignidad de una nación que había
permanecido al margen de la civilización europea. También se debe a que Lenin
hace la Revolución de Octubre en nombre de Marx en el menos capitalista de los
grandes países de Europa. Pero a la inversa, esta contradicción entre la fe en la
omnipotencia de la acción y la idea de las leyes de la historia bien puede ser lo que
da a Octubre de 1917 parte de su influencia sobre los hombres: al culto de la
voluntad, herencia jacobina pasada por el filtro del populismo ruso, añade Lenin
las certidumbres de la ciencia, tomadas del Capital. La revolución recupera en su
arsenal ideológico ese sustituto de religión que tanta falta le hizo a finales del siglo
XVIII en Francia. Mezclando el desprecio a la lógica con esos dos elíxires, por
excelencia modernos, compone una bebida lo bastante fuerte para embriagar a
generaciones de militantes.

De este modo, la Revolución rusa nunca habría sido lo que fue en el


imaginario colectivo de los hombres si no se hubiese proclamado como la
continuación del precedente francés; y si esta ruptura en el orden del tiempo no se
hubiese revestido ya con una dignidad particular en la realización de la historia
por la voluntad de los hombres. Como si el poder de la idea de la tabla rasa y del
comienzo absoluto se reforzara extrañamente por el hecho de haberse producido
ya en la historia. Esto es lo que hace necesaria una mirada a esta analogía tan
poderosa antes de interrogarnos sobre la seducción del acontecimiento
propiamente dicho.

Para comprender cómo se articula el leninismo en la tradición


revolucionaria francesa, se puede partir del tratamiento de la Revolución francesa
que hacen los bolcheviques. Para ellos, lo esencial es extraer por selección las fases
de ésta que supuestamente prefiguraron Octubre, sin dejar de criticar sus ilusiones
universalistas, inseparables del carácter “burgués” de 1789. El episodio “jacobino”
—en el sentido lato del término, que comprende la dictadura de la salvación
pública, en 1793 y 1794— es su preferido. Es el momento más voluntarista y
también el menos liberal de la revolución. Presenta además la característica
particular, única hasta 1917, de deberse por entero a la ambición revolucionaria,
como si ésta se bastara a sí misma: en efecto, desde mediados de 1793, la
Convención renunció a aplicar la nueva Constitución que acababa de votarse. La
revolución no tiene otro fin que ella misma; constituye por sí sola toda la esfera
política. Aun así, los convencionistas no han consentido en ese poder sin ley sino a
título temporal, hasta lograr la paz. En cambio, los bolcheviques hacen de ese
gobierno de excepción una doctrina; han adoptado como regla el poder sin regla. 46

Al menos, pueden reivindicar como antepasados, así sea imperfectos, a esos


burgueses franceses de 1793 que, aunque en forma provisional, pusieron la
revolución por encima de todo. Se reconfortan hasta en la analogía cronológica: el
año II borró 1789, así como Octubre borró Febrero.

Ahora bien, esta genealogía manipulada por las circunstancias echa raíces
en la cultura europea, donde rápidamente encuentra sus cartas de nobleza. En
Francia, por ejemplo, la Liga de los Derechos del Hombre organiza, entre el 28 de
noviembre de 1918 y el 15 de marzo de 1919, una serie de audiciones sobre la
situación en Rusia. 47 La liga se ganó sus títulos de nobleza en el caso Dreyfus y por
tanto es irreprochable para la izquierda. Reúne a una burguesía intelectual que va
desde la izquierda republicana hasta el partido socialista, e incluye grandes
nombres de la universidad: Paul Langevin, Charles Gide, Lucien Lévy-Bruhl,
Víctor Basch, Célestin Bouglé, Alphonse Aulard, Charles Seignobos: porque juzgar
a la muy joven Rusia de los soviets es cosa de la izquierda; la derecha no necesita
mayor información para odiar a Lenin. ¿Cómo podría mostrar la menor
indulgencia hacia ese competidor derrotista, relacionado con la peor tradición
nacional, la del Terror? La izquierda, por el contrario, considera la idea de
revolución como inseparable de su patrimonio. Cierto que en el siglo XIX, para
establecer por fin la Tercera República, los republicanos necesitaron conjurar los
recuerdos de la Primera. Pero una buena parte de ellos no dejó de cultivarlos, y en
1917 no está tan lejos el momento en que Clemenceau proclamó ante la
representación nacional que la Revolución francesa era un “bloque”... 48 Además, al
mismo tiempo que un recuerdo, la revolución designa un futuro. Para un pueblo
que en un tiempo hizo de ella una experiencia inolvidable, su dominio es de una
elasticidad duradera, como la de un tribunal de apelación de las injusticias del
presente. Antes de los bolcheviques, no pocas familias del socialismo francés se
atribuyeron el precedente jacobino: Buonarroti, Blanqui, Buchez, Louis Blanc y
Jules Guesde, para no citar más que los nombres célebres.

El retorno de esos recuerdos y de esas esperanzas es aún más vivo porque la


vida política anterior a 1914 en general los había adormecido. La revolución, en
Jaurès, sigue siendo el horizonte de la historia, el paso necesario por la
emancipación de la clase obrera, previo a la sociedad sin clases. Pero es sólo un
horizonte. Lo que no impide las estrategias abiertas de coalición de las izquierdas
ni las alianzas tácitas. La idea republicana y la idea socialista no son iguales, pero
pueden avanzar juntas, siempre y cuando se ponga más atención al camino que al
objetivo. Ahora bien, la victoria de Lenin en Octubre señala el triunfo de la
convicción inversa, la supremacía del objetivo sobre el camino, la preferencia dada
primero a la revolución, sobre lo que después la hace útil. Se acompaña de un
rechazo abierto, violento y hasta enconado de todo reformismo. Al mismo tiempo
que remite a la izquierda francesa —republicana y socialista— a sus orígenes, la
hace avergonzarse de su pasado. De la exaltación de la voluntad jacobina extrae
una condena a sus herederos: chantaje poderoso a la fidelidad, que desde entonces
no deja de atrapar en sus garras a dichos herederos.

Y por ello vuelvo a esos días de fines del otoño de 1918, en que los augures
de la izquierda intelectual francesa se inclinan sobre la cuna de la recién nacida
Revolución soviética, bajo los auspicios de la Liga de los Derechos del Hombre. Los
testigos convocados conocen la cuestión de primera mano, por haber vivido en
Rusia en el periodo crucial. Se trata de un tal Patouillet, último director del
Instituto Francés de Petrogrado; del economista Eugène Petit, allegado a los
socialistas-revolucionarios, que vivió en Rusia de septiembre de 1916 a abril de
1918; del periodista Charles Dumas, socialista, ex jefe de gabinete de Jules Guesde,
quien pasó cuatro meses en Rusia entre diciembre de 1917 y marzo de 1918; del ex
cónsul general de Francia en Moscú en 1917 y 1918, Grenard; 49 de algunos
ciudadanos rusos, como Sujomlin y Slonin, ex diputados a la abortada Asamblea
Constituyente; Delevski Avkséntiev, miembros de la Liga Republicana Rusa o,
también, del general Savinkov, ex ministro de Guerra de Kerenski. Todos esos
testigos describen extensamente, ante el areópago republicano de la liga, la
dramática situación de Rusia empleando el método de las “cosas vistas”. Ninguno
de ellos tiene opiniones políticas de derecha. Los franceses, salvo Grenard tal vez,
50
son demócratas y socialistas. Los rusos fueron actores de la Revolución de
Febrero, varios de ellos son socialistas-revolucionarios y acompañaron a los
bolcheviques después de Octubre hasta la disolución de la Asamblea
Constituyente. Sin embargo, todos denuncian las concepciones antidemocráticas
de los bolcheviques, empezando por Lenin y Trotski, la dictadura absoluta de una
pequeña minoría de activistas, la mentira de los “soviets” y del poder obrero, el
inicio del terror. Temiendo la inclinación reaccionaria de los generales “blancos”,
como Kolchak, piden la intervención de los Aliados, así como otras elecciones,
enarbolando la novísima idea wilsoniana de la “Sociedad de Naciones”. En ese
concierto angustiado sólo hay una voz discordante, pero que se encuentra allí “en
misión”. Es la de Borís Suvarin, quien alega en favor de la herencia del zarismo y
aprovecha el papel nefasto de la contrarrevolución para justificar la lucha de clases,
la democracia “real” de los soviets contra la dictadura burguesa, la necesidad del
terror.

La revolución proletaria rusa se encontró en 1918 en la situación de la


revolución burguesa en 1793. Contra ella, en el exterior, una coalición mundial, y
en el interior la contrarrevolución (conspiraciones, sabotajes, acaparamiento,
insurrecciones) y varias “Vendées”. Las mismas causas produjeron los mismos
efectos. Los enemigos de la revolución son responsables del terror. 51

Así Suvarin defiende ya el Octubre soviético, un año después, menos por lo


que han hecho los bolcheviques que por lo que tienen la intención de hacer; menos
por su capacidad de inventar la nueva democracia de los soviets que por la
necesidad de combatir a sus enemigos del interior y del exterior. Como en 1793, la
revolución se encuentra íntegra en la idea revolucionaria. Sobrepasa y hasta en
cierto sentido devalúa el sentido de lo que supuestamente realizará; en el primer
caso el advenimiento de la burguesía; en el segundo, el del proletariado: dos
contenidos contradictorios, que sin embargo están envueltos en una gesta común y
en una epopeya comparable de la voluntad. Esos intelectuales franceses de
izquierda que acaban de escuchar los primeros testimonios “antisoviéticos” de la
historia sienten un malestar justamente por esta comparación, que Suvarin les ha
lanzado como una evidencia, pero que parecía casi natural desde antes de que él la
mencionara. Porque vuelven a encontrar no sólo el acontecimiento de la historia
nacional que les es más familiar, sino la manera misma en que lo explican o lo
enseñan. La violencia y los crímenes del Terror de 1793-1794, en Francia, el golpe
de Estado antiparlamentario del 31 de mayo al 2 de junio:52 ¿no tenían ellos la
costumbre de atribuirle toda la responsabilidad a las circunstancias de la época, a
la guerra exterior, a la contrarrevolución interior, a la Vendée? ¿Por qué negar la
misma excusa absolutoria a los bolcheviques, que reclaman expresamente su
beneficio?

En ese “jurado” de la Liga de los Derechos del Hombre se halla el más


célebre especialista de la Revolución francesa: Alphonse Aulard, titular desde 1886
de la primera cátedra universitaria dedicada al tema en la Sorbona. Republicano,
radical-socialista, masón, Aulard es precisamente el historiador de la Revolución
francesa que más se ha valido de la absolución por las “circunstancias”. En su obra,
lo que tiene de terrorista la dictadura jacobina es imputable a la contrarrevolución;
lo que anuncia del socialismo se debe a su fidelidad al mensaje de igualdad. Como
buen militante republicano, no le convence el fanatismo que percibe entre los
bolcheviques. Pero el historiador de la Revolución francesa desconfía de una
condena demasiado súbita a esos jacobinos rusos, que lo haría coincidir con la
“reacción”.

Las audiencias se inician desde fines de noviembre de 1918. El 28 de marzo


de 1919, 53 en la séptima y última reunión del comité, bajo la presidencia de
Ferdinand Buisson, el testigo del día es Avkséntiev, ex ministro socialista-
revolucionario del gobierno provisional, quien precisa la situación de finales de
1918: el poder bolchevique, nacido de un putsch, es una dictadura antidemocrática,
pero en la oposición a esta dictadura tienden a predominar los elementos de
derecha, agrupados en torno al almirante Kolchak. En su opinión, la única solución
es la constitución de una “Liga de Naciones” que haría presión política, y llegado
el caso militar, sobre los bolcheviques para obligarlos a aceptar una Asamblea
Constituyente.

La idea de una intervención de ese tipo, aun en esta forma nebulosa, suscita
algo más que reservas entre los auditores franceses, y es Aulard, silencioso hasta
entonces, el que mejor describe ese desgarramiento de su corazón. Vale la pena
escucharlo:
Mi corazón, os digo, no es bolchevique, pero razono. Los bolcheviques, nos decís, no
son demócratas, ya que no establecen el sufragio universal. ¿Hay en realidad en Rusia una
proporción de iletrados que asciende a 85%? Yo no lo sé, vos mismo no lo sabéis, nadie
puede saberlo. De lo que estamos seguros es de que los iletrados abundan entre vosotros.
Ahora bien, ¿qué dicen los bolcheviques? Dicen —o al menos se nos dice que dicen— que
no es posible poner los destinos del país en una masa en ese estado, que sería traicionar al
país entregarlo a ella. Confieso que ese razonamiento me interesa. También la Revolución
francesa fue hecha por una minoría dictatorial. No consistió en las gestas de aquella Duma
en Versalles, sino que se desarrolló en la forma de soviets, y no sólo en sus comienzos. Los
comités municipales de 1789, y luego los comités revolucionarios, tanto los nuestros como
los de ellos, emplearon procedimientos que hacían decir por doquier, en Europa y en todo el
mundo en aquel tiempo, que los franceses eran unos bandidos. Así fue como triunfamos.
Toda revolución es obra de una minoría. Cuando me dicen que hay una minoría que
aterroriza a Rusia, yo entiendo esto: Rusia está en revolución.

No sé lo que ocurra; pero me impresiona ver que en nuestra Revolución francesa


tuvimos, como vosotros, que rechazar una intervención armada; tuvimos, como vosotros,
emigrados. Me pregunto entonces si no es todo eso lo que dio a nuestra revolución el
carácter violento que tuvo. Si en la Europa de aquel tiempo la reacción no hubiese decidido
y practicado la intervención que todos conocéis, no habríamos tenido el Terror; no
habríamos derramado la sangre o habríamos derramado poca. Porque se quiso impedir que
se desarrollara la Revolución francesa, la Revolución francesa lo destruyó todo. Me veo
obligado a comprobar que cuanto más se interviene militarmente, más parece fortalecerse el
bolchevismo. Conozco a algunos que se preguntan: si se hubiese dejado tranquilo y
extenderse al bolchevismo, ¿no se habría diluido? ¿No se habría vuelto menos peligroso?
Por lo demás, ¿qué es el bolchevismo?...

Aulard, dejándose llevar por su elocuencia, va demasiado lejos. Los que


escaparon de la democracia rusa de Febrero, que están frente a él, toman a mal esa
comparación virtual con los emigrados. El profesor de la Sorbona retrocede unos
pasos, les demuestra su simpatía, pero lo dicho dicho está. Por lo demás, ha
expresado ideas o dudas que comparten visiblemente algunos de sus colegas, y no
de los menores, como Ferdinand Buisson o Victor Basch, si hemos de juzgar por
sus rápidas interjecciones. Entre los que escaparon de la Guerra de Febrero y los
vencedores de Octubre, no es fácil para ellos tomar partido.

¿Por qué es tan difícil? Por las razones que ha expuesto Aulard. Porque son
los herederos de una tradición revolucionaria, todopoderosa en sus espíritus, y sin
embargo ambigua en relación con la libertad.
No sienten simpatía hacia el bolchevismo. Cierto es que aún no saben gran
cosa de él. Como no son socialistas y no pertenecieron al mundo de la Segunda
Internacional, no tienen ninguna razón para estar enterados, desde antes de la
guerra, de las polémicas fratricidas encabezadas por Lenin en el interior de la
socialdemocracia rusa. Como fueron grandes patriotas en 1914 e intelectuales
movilizados contra el militarismo alemán, no sienten indulgencia por el
“derrotismo revolucionario” leninista; deploraron la defección rusa oficializada en
Brest-Litovsk. De manera más general, nada los lleva a la extrema izquierda, y
menos aún al marxismo doctrinario. Son notables de la izquierda francesa,
fuertemente arraigados en la notabilidad y en la izquierda. Hay que insistir en
ambos términos, puesto que parecen excluirse. Nada sería más inexacto que
convertir a esos militantes experimentados de los Derechos del Hombre, ex
combatientes de la escuela laica y del caso Dreyfus, en políticos oportunistas de
centro-izquierda. Son “republicanos”, como se llama en la Francia de la época a
esos tardíos herederos de la Ilustración que han conjuntado en ellos la virtud
cívica, la religión del progreso mediante la escuela, el laicismo y el régimen de
Asamblea: conjunto de convicciones heteróclitas pero fuertes, el cual los arraiga tan
sólidamente a la izquierda que les disgusta la idea de tener enemigos en la
izquierda. Pero al mismo tiempo, también han “llegado”, instalados en las
instituciones de la República, profesores, abogados, funcionarios, burgueses a su
manera, aunque no les gusten demasiado la burguesía y el dinero. ¿Cómo podrían
o habrían podido, si no es conociéndola, sentirse cercanos a una ideología como la
de los bolcheviques? Aman la Revolución francesa, pero conocen el valor del
tiempo. Su República tardó un siglo en echar raíces en Francia y aún tiene muchos
enemigos.

De hecho, su concepción del progreso humano no excluye la idea socialista.


La aplaza, pero no la excluye. Abramos el opus magnum de Aulard, recién dedicado
a la “historia política de la Revolución francesa”. 54 En opinión de su historiador, la
Revolución de 1789 representa el advenimiento de la democracia política. Se
encuentra en dos textos fundadores, la Declaración de los Derechos del Hombre y
del Ciudadano, de 1789, y la Constitución de la Montaña, de 1793: al asociarlos,
Aulard une los dos “momentos” de la Revolución, tan violentamente separados
por tantos de sus predecesores, para proclamar la unidad del gran acontecimiento.
Estas dos cartas plantean los principios del porvenir, de los que después disponen
las circunstancias. Los hombres de 1789 redactan la famosa Declaración, pero
conservan la monarquía e instauran el sufragio censatario. Los de 1793 decretan la
República y el sufragio universal, pero establecen su poder con base en la
dictadura y en el terror. Se necesitó casi un siglo para que los franceses fundaran
por fin esa República democrática cuyos rasgos habían imaginado sus
antepasados. Ahora bien, también la idea socialista, según Aulard, se encuentra en
los principios de 1789, por medio de la idea de igualdad: idea social y ya no
política, tan “velada” por quienes la temen, “que aún hoy sólo una minoría de
franceses han desgarrado ese velo”. 55 La consecuencia

es que resulta erróneo oponer el socialismo a los principios de 1789. Y sigue siendo
este error el que consiste en confundir la Declaración de Derechos de 1789 con la
Constitución monárquica y burguesa de 1789. Sí, el socialismo está en contradicción
violenta con el sistema social establecido en 1789, pero es la consecuencia lógica, extrema,
peligrosa (si se quiere) de los principios de 1789, que reivindicaba Babeuf, el teórico de los
iguales. 56

Así, Aulard no es marxista. Se opone a la denuncia de los principios


formales de 1789 en nombre de la auténtica igualdad de los individuos. En los
derechos del hombre ve la promesa de una emancipación social a largo plazo,
después de la emancipación política y al precio de una igualación de las
propiedades. En cuanto al calendario, no tiene prisa, y ese “si se quiere” puesto
entre paréntesis revela bien sus dudas sobre los posibles beneficios de una
revolución igualitaria. Pero ha notado que el espíritu de la Declaración del 26 de
agosto de 1789 deja o puede dejar abierta la posibilidad de la igualdad social, y que
la idea socialista es, en ese sentido, hija de la Revolución francesa, como lo muestra
el ejemplo de Babeuf. Por tanto, no necesita ni la dialéctica ni la lucha de clases
para concebir el socialismo: es una ampliación de la igualdad democrática. Su
filosofía de la historia no va mucho más lejos, pero al disponer a las sociedades y
los regímenes a lo largo de un esquema de esa índole, revela bastante sobre la
división común a toda la izquierda intelectual. Aulard es socialista como Jaurès era
republicano: en tono menor. Pero esos matices en el acento unen a los hombres
progresistas más que separarlos.

Ahora bien, Lenin ha construido su personaje político mediante una lucha


feroz contra este ecumenismo. Bajo su dirección, el Partido Bolchevique ha tomado
el poder en Rusia en nombre de una ruptura radical con toda la izquierda, incluso
y sobre todo socialista, incluso y sobre todo menchevique o, también, socialista-
revolucionaria. El socialismo tocó a las puertas de la historia europea en la forma
más propia para escandalizar a los franceses “republicanos”, encarnado por la
facción más extremista de la ex Segunda Internacional. En esta época, precisamente
al término de la guerra, los pontífices de la Liga de los Derechos del Hombre
probablemente ignoran el universo en el que se formó el marxismo de Lenin: al
menos eso es lo que parece indicar la lectura de las actas de esas sesiones. Pero los
hechos del nuevo poder surgido en Octubre son de una naturaleza capaz de
perturbar sus convicciones republicanas, en especial la disolución de la Asamblea
Constituyente y su dispersión por los guardias rojos en enero: abuso de autoridad
que más bien debiera evocar, para los franceses de izquierda, el 18 Brumario que la
reunión de los estados generales, y el entierro de la revolución más que su
comienzo. Además, los rusos que están cerca de ellos para iluminarlos son
hombres de comienzos de la revolución, es decir, de Febrero. No dejan de alegar
que no son girondinos vencidos por republicanos más enérgicos, más consagrados
a la salvación pública, sino demócratas y socialistas quebrantados por un nuevo
poder autocrático. Los profesores de la Liga de los Derechos del Hombre, para
saber que Lenin y Trotski son, de momento, enemigos jurados de la democracia, no
necesitan haber leído sus diatribas contra el “cretinismo parlamentario”; les basta
escuchar a esos sobrevivientes de la Revolución de Febrero que narran el
encarnizamiento de los bolcheviques para eliminar todo lo que queda de la
democracia revolucionaria.

¿Por qué, entonces, sólo parecen convencidos a medias y como inseguros


sobre el juicio que deben emitir? La intervención de Aulard permite comprenderlo:
porque creen que el Octubre bolchevique se parece más al 31 de mayo-2 de junio
que al 18 Brumario, y que Lenin pertenece a la epopeya revolucionaria. En la
ignorancia de sus concepciones en materia de organización del futuro régimen
político, ignorancia que ni siquiera con la lectura de sus Obras completas 57 se habría
borrado, lo imaginan más fácilmente como líder de la Montaña que como un
nuevo Bonaparte. Aunque ordena disolver la Asamblea Constituyente, se
encuentra en la extrema izquierda de la Revolución rusa, es decir, es el más
revolucionario de los revolucionarios, entablando una guerra civil que amenaza
agravarse con una intervención extranjera. La analogía con 1793 se fortalece si
pensamos en la manera en que Aulard interpreta la Revolución francesa,
constantemente dividida entre sus principios y las circunstancias en las que éstos
concretan la materia histórica. En esta separación se sitúa, según él, el curso de los
acontecimientos revolucionarios, separación en gran parte ajena a los principios de
la revolución, y debida justamente a la inercia de las cosas, pero sobre todo a la
resistencia de los adversarios.

Así, toda la revolución es buena por lo que anuncia, pues lo que tiene de
nefasto se debe a que no es ella: mecanismo de disculpa que fundamenta la
interpretación “republicana” de la dictadura y del Terror del año II en las
“circunstancias”, pero cuyo beneficio también puede extenderse a la Revolución de
Octubre, víctima de las inercias del pasado ruso (el analfabetismo), de la guerra
civil y pronto de la guerra extranjera. Este argumento es aún más importante para
Aulard en lo referente a los bolcheviques, ante la incertidumbre en que se
encuentra sobre lo que debe pensar exactamente de sus ideas y de sus objetivos. A
falta de ese juicio, que se reserva, los defiende empero en nombre de la analogía de
su situación con la de la Revolución francesa, como si finalmente sus intenciones
contaran menos que los obstáculos puestos en su camino y las amenazas mortales
que los rodeaban.

En un historiador que celebró en la Revolución francesa el nacimiento de la


democracia política, ¡resulta extraordinaria la inversión de esta interrogación casi
cómplice sobre una revolución que suprimió la democracia política en nombre de
una supuesta analogía de las situaciones y de los medios! Aulard creyó volver a
ver en los republicanos rusos de Febrero a los emigrados franceses que llamaban
en su ayuda a la Europa reaccionaria. Lo vemos aquí, atrapado por la dialéctica de
los dos bandos, la revolución y la contrarrevolución, y predicando la necesidad de
las dictaduras revolucionarias de minorías. En su comparación vemos renacer la
idea de la ejemplaridad de la Revolución francesa, ya no como conjunto de
principios, sino como modo de acción. El militante de la Liga de los Derechos del
Hombre dice lo contrario de lo que escribió el historiador de la Revolución
francesa: las “circunstancias” han predominado sobre las ideas. Lo que compara y
lo que defiende en ambas revoluciones, la francesa y la soviética, no es el hecho de
que sean filosóficamente comparables sino, sencillamente, que son revoluciones.
De pronto, la lejana Rusia no es ya el laboratorio de una aventura particular en
nombre de principios peligrosos y hostiles a la democracia republicana a la
francesa: es la nueva patria de una experiencia de cambio radical de la que dieron
ejemplo los franceses, y en la que Octubre no es sino la continuación casi natural de
Febrero.

Si el historiador republicano se deja llevar por el atractivo de la


comparación, ¡qué decir entonces de su rival socialista! Aulard y Mathiez se
detestan públicamente desde 1908. Los separa uno de esos odios feroces de
vecindario que se alimenta del hecho de compartir un mismo objeto de estudio,
interpretado en ambos casos “a la izquierda”. Uno es radical; otro, socialista. Uno
de ellos esculpió la estatua de Danton; el otro se ha consagrado a Robespierre.

Y sin embargo, en política están menos alejados uno del otro de lo que creen
cuando llega la guerra de 1914. En efecto, Mathiez revela ser un francés tan
ardiente como su competidor de mayor edad. Escribe artículos patrióticos y hasta
nacionalistas, exaltando el gran precedente jacobino. No deja de exhortar al
Parlamento a mostrar mayor autoridad y a la República a tener una fidelidad más
exacta a los jacobinos. La Revolución rusa de febrero lo llena de entusiasmo, como
a Aulard. El psicodrama universitario prosigue, envuelto en la historia universal.
Mientras que su viejo adversario pone a la Duma de San Petersburgo el ejemplo de
Mirabeau y de Danton, Mathiez se indigna de que alguien muestre a “esas dos
vergüenzas de la Revolución francesa”, 58 y contraataca con su propio panteón:
Robespierre, Saint-Just y Couthon. Octubre encuentra un apoyo ferviente con la
distribución de la tierra a los campesinos: a una fase moderada de la Revolución
rusa le sigue una verdadera fase social, bajo la dirección de los bolcheviques-
jacobinos contra el “girondino” Kerenski. Pero el tratado de Brest-Litovsk, que saca
a Rusia de la guerra, enfría de tajo su entusiasmo, pues Mathiez no vio con mejores
ojos que Aulard esta defección en la lucha contra el germanismo, prueba de que
sigue siendo un buen socialista jacobino, y de ninguna manera un leninista.

Sin embargo, tres años después, a finales de 1920, se adhiere al Partido


Comunista Francés, que nace en Tours. Recupera así su separación política de
Aulard, uniéndose a la Tercera Internacional. Hace borrón y cuenta nueva sobre el
asunto de Brest-Litovsk, que salvó a la revolución social de los bolcheviques y que
no produjo la victoria de Alemania. Detesta a la derecha arrogante de la posguerra
en Francia y a la Cámara “azul-horizonte” de noviembre de 1919. Con la guerra
civil y la intervención extranjera ha recuperado las características de la epopeya de
la Montaña. A diferencia de Aulard, él comparte los objetivos revolucionarios de
Octubre, y le fascina la idea del derrocamiento violento de la burguesía. No es más
marxista de lo que había sido antes y de lo que será después, pero su odio a
Danton y al burgués hace en él las veces de conciencia “proletaria”. Atrás quedó el
Lenin derrotista de 1914. ¡El jefe bolchevique se ha vuelto Robespierre! Y lo más
asombroso de esta evolución es que Mathiez, cuando llega a celebrar la Revolución
soviética, no encuentra mejores argumentos que compararla... ¡con la Revolución
francesa! 59 No sólo discute las modalidades de ambos acontecimientos. También
las juzga comparables por lo que ambos tienen de universal. Le encanta que la
Revolución de Octubre, como la de 1789, tenga la ambición de emancipar a toda la
humanidad: anotación profunda que se relaciona con la fascinación particular de
Octubre, en comparación con Febrero, sobre la opinión pública. Pues el
derrocamiento del zar y de la autocracia fue sólo aún un acontecimiento ruso, que
puso a la vieja Rusia en consonancia con la hora europea, mientras que la
Revolución de Octubre se marcó como objetivo el fin del capitalismo y la liberación
del proletariado. Lenin, surgiendo después de Kerenski, no sólo es la Montaña
después de la Gironda, Robespierre después de Brissot. También es el jefe político
por quien la Revolución rusa se vuelve universal, mientras que la Revolución
francesa lo había sido desde 1789.

Hay algo extraordinario y hasta un poco misterioso en la facilidad con que


esta idea del universalismo de la Revolución soviética ha echado raíces tan pronto.
Porque si Febrero es saludado las más de las veces como algo inevitable, es con el
fin de recuperar un día a la Europa civilizada. La caída del zar y el advenimiento
de una república forman parte de los sucesos que ya se han producido en Europa,
y que el caso tan particular de Rusia permite ver de nuevo. Ahora bien, ocho meses
después lo que anuncia la Revolución rusa con Octubre es la transformación de la
sociedad universal; de este modo Rusia pasa del papel de farol rojo al de faro de la
historia; y una gran parte de la opinión pública europea pronto lo cree a pie
juntillas. El artículo de Mathiez permite comprender ciertos caminos por los cuales
se efectúa esta conversión, que no tiene nada que ver con el conocimiento de los
hechos. Si el historiador francés admira a los bolcheviques es porque éstos imitan
la Revolución francesa y en especial aquella parte de la Revolución francesa a la
que él rinde verdadero culto. La imitan subjetivamente, porque decidieron
imitarla, y objetivamente, porque lograron imitarla. Por ello, la Revolución rusa
pierde parte de su lejanía, cualesquiera que puedan ser sus rasgos particulares y
pese a haber firmado la lamentable paz separada de Brest-Litovsk. Asciende a la
dignidad sucesora de hermana menor o de hija de la Revolución francesa,
dramática como la mayor, universal como ella, y por analogía nuevamente familiar
al imaginario colectivo de los intelectuales y de los pueblos europeos.

¿Qué quiere decir “universal” exactamente? Si el adjetivo implica un


parentesco filosófico con la Revolución francesa, ¿de qué naturaleza es este
parentesco? Mathiez no es un verdadero marxista y por tanto no tiene entre su
arsenal de ideas el concepto hegeliano de “negación-superación” de 1789 por 1917.
Por lo demás, admira demasiado a Robespierre para convertirlo en el héroe
involuntario de una revolución burguesa; no pone nada por encima del ideal
democrático que deduce de los discursos del Incorruptible. De tal suerte que para
él, el universalismo de la Revolución rusa es de la misma naturaleza que el de la
Montaña, del que es un simple desdoblamiento, una manifestación nueva más de
un siglo después del fracaso de la primera: es el universalismo democrático de la
Ilustración tal como se encuentra en el Contrato social. “Al entregar a los soviets
todas las funciones del Estado”, escribe Mathiez, en un artículo posterior, de
septiembre de 1920,

Lenin espera evitar los inconvenientes de la burocracia y del parlamentarismo y


realizar en lo posible ese gobierno del pueblo por el pueblo que es para él, como para Jean-
Jacques y para Robespierre, lo propio de la verdadera democracia. 60

Rousseau, Robespierre, Lenin: la filiación es doblemente extravagante, tanto


por las filosofías que compara como porque mezcla ideas y acontecimientos cual si
fueran intercambiables; pero muestra cómo el bolchevismo se instala en lo más
profundo de la tradición democrática. Hasta sus actos más dictatoriales —la
disolución de una Asamblea elegida, la ilegalidad como sistema, el terror como
instrumento de poder— pueden cambiar de signo y considerarse al servicio de las
intenciones democráticas, ya que tienen antecedentes en la Revolución francesa. El
atraso ruso respecto de Occidente hizo que Lenin y sus amigos sólo atacaran su
antiguo régimen más de cien años después de los franceses; pero lo hicieron con la
misma violencia, los mismos métodos y en nombre de los mismos valores que los
jacobinos de 1793. La particularidad rusa sólo se debe a esa diferencia en el tiempo:
lo que equivale a decir que puede ser reducida fácilmente por el discurso de la
repetición histórica, que da a los bolcheviques el beneficio del universalismo
jacobino.

La interpretación de Mathiez se apoya en citas de Lenin, quien nunca


escatimó la comparación con los revolucionarios del año II. Y no sería difícil
mostrar hasta qué punto el ejemplo francés está presente en el espíritu de los
actores de la Revolución bolchevique; esto es particularmente cierto a partir del
verano de 1918, cuando se organiza el aparato del terror rojo tras la ruptura final
con los socialistas revolucionarios. 61 Sin embargo, la analogía borra un rasgo de la
Revolución rusa que no tiene equivalente en la Revolución francesa: a saber, la
irrupción, en el curso de los acontecimientos, de un partido que procede a hacer
una confiscación absoluta del poder en nombre de principios inversos a los de los
comienzos de la revolución. El argumento de Mathiez equipara el 10 de agosto de
1792 o el 31 de mayo-2 de junio de 1793 francés (esta vacilación sobre las fechas es
en sí significativa) al “Octubre” ruso. Como si el club de los jacobinos fuera
idéntico al Partido Bolchevique. Como si la reglamentación económica por el
Estado en nombre de la salvación pública pudiese compararse con la prohibición
de la propiedad privada de las fábricas. Como si los esbozos de programa social de
la Convención fuesen comparables a la expropiación de las propiedades burguesas
en nombre de la clase obrera... ¡La lista de los “como si” podría ser interminable!

En realidad, traduce dos cosas. Primero, la obsesión del historiador francés


por la tradición revolucionaria nacional, que lo absorbe y le hace ver por refracción
toda la historia. Luego, y sobre todo, su ignorancia del leninismo, que es un cuerpo
de doctrina constituido. Porque si bien el líder bolchevique a menudo invocó el
precedente jacobino para decir que le gustaría imitar su violencia y su extremismo,
no dejó de denunciar la mentira del universalismo democrático, aun en su forma
revolucionaria. Al correr de los años y a fuerza de excomuniones, construyó una
pequeña vanguardia de militantes, supuestamente portadores de las leyes de la
historia, y que bajo su dirección supuestamente eran los intérpretes y los agentes
únicos de la dictadura de una clase social en embrión. Inventó el partido ideológico
con fidelidad militar, mezclando en fuertes dosis la idea de una ciencia de la
historia, por una parte, la de la omnipotencia de la acción, por la otra, y
prometiendo así a los iniciados el poder absoluto al precio de su obediencia ciega
al partido. Vemos aquí otros tantos elementos que hacen del momento en que el
poder recae en él, más por accidente que por necesidad, una ruptura en el curso de
la Revolución rusa y en la historia europea. Lejos de ser una repetición, Octubre de
1917 es una total novedad. Los rasgos que el acontecimiento tiene en común con la
dictadura jacobina (el hecho de haber sido incubada por una revolución anterior, el
establecimiento de un poder ejercido por una pequeña oligarquía militante sobre
un pueblo aterrorizado, y por último el despliegue de una violencia sin reglas
contra los adversarios) ocultan, bajo la aparente compatibilidad de las situaciones,
poderes revolucionarios que casi no se asemejan.

El futuro lo demostrará, además, ya que el Partido Bolchevique va a


conservar durante 74 años el poder absoluto en la ex Rusia de los zares, mientras
que Robespierre y sus amigos no “reinaron” verdaderamente sobre la Francia
revolucionaria más que durante cuatro meses. 62 La comparación con la Revolución
francesa se volverá así cada vez más insostenible a medida que la dictadura del
partido de Lenin resulte más interminable. Y sin embargo no cesará jamás. Se la
verá reaparecer, pese a su creciente absurdidad, como elemento de interpretación o
de justificación de los acontecimientos soviéticos. La Nueva Política Económica
(NPE) evocará el recuerdo de Termidor; pero la NPE no afecta en nada la
naturaleza de la dictadura, mientras que el Termidor francés obtiene todo,
comenzando por su nombre, de la caída de Robespierre y del fin del Terror. 63 Las
purgas del decenio de 1930 efectuadas por Stalin en el Partido Bolchevique en
nombre de la lucha contra las conjuras contrarrevolucionarias serán comparadas a
la liquidación de los hebertistas y de los dantonistas, 64 como si esas “conjuras”
tuvieran una credibilidad complementaria por el hecho de que los robespierristas
las hubieran realizado antes; el argumento será retomado para justificar los
grandes procesos del decenio de 1950 en las “democracias populares” de la Europa
centro-oriental. Por regla general, el precedente de la Revolución francesa, y más
específicamente de su periodo jacobino, sirvió desde 1917 como absolución general
para la arbitrariedad y el terror que caracterizaron toda la historia soviética, con
intensidades variables según los periodos.

Este uso interesado del pasado se acompaña de una deformación constante,


a lo largo del siglo, de la historia de la propia Revolución francesa, cada vez más
acaparada por especialistas comunistas o comunizantes: puesto que lo más
importante del acontecimiento francés (y oculto en su evolución) era lo que
anunciaba su superación posterior, su verdadero centro ya no era 1789 sino 1793;
ya no los derechos del hombre y la elaboración de una Constitución, sino la
situación social y política de las clases populares y la dictadura de salvación
pública. Mathiez señaló el camino, pero no llegó hasta su término. Conservó aún el
equilibrio entre el universalismo jacobino y el bolchevique. Según él, la Revolución
francesa queda prisionera de su condición burguesa que le permite, si acaso en su
periodo más “avanzado”, “anticipar” lo que la seguirá. Anuncia la emancipación
de los hombres sin poder emprenderla en realidad. Octubre de 1917 es el heredero
de esta promesa abandonada, esta vez para realizarla, pues la burguesía vencida
no obstaculizará más las conquistas del pueblo. Así, el orden sucesivo de las dos
revoluciones revela el trabajo de la historia, para ventaja del acontecimiento ruso.
Los jacobinos tuvieron anticipaciones, y antepasados los bolcheviques. Gracias a
esta devolución imaginaria, la Unión Soviética de Lenin se instaló en el puesto de
piloto del progreso humano, en el lugar que le conservó, fresco, desde fines del
siglo XVIII, la Francia de la Revolución.

No creo que antes de nuestro siglo existan otros ejemplos de este ascenso
súbito de una nación en el imaginario colectivo de los hombres, de la situación de
país atrasado a la condición de Estado-faro. En cambio, en nuestro siglo existen
varios. Después de que las revelaciones de Jruschov empañaron la imagen de la
Unión Soviética, la China de Mao la relevó por un momento en ese papel, para no
hablar siquiera de la Cuba de Castro. Esta cascada de modelos lejanos no sólo
expresa la reducción de la esperanza revolucionaria a lo largo del siglo. Su
constancia y su duración, su supervivencia a los desmentidos de la experiencia
también revelan su profundidad. Privado de Dios, nuestro tiempo ha divinizado la
historia como el advenimiento del hombre libre. De esta historia convertida si no
en sustituto de salvación al menos en lugar de la reconciliación del hombre consigo
mismo, el momento mitológico por excelencia ha sido la Revolución de Octubre.

Para comprobarlo no hay más que ver la rapidez con que Octubre eclipsó a
Febrero, la lentitud con que el mito de Octubre cedió ante la evidencia de los
hechos. En efecto, en su origen, los acontecimientos de Octubre están imbricados
en lo que comenzó con la caída del zar, ocho meses antes: por ejemplo, bien lo
entiende así Mathiez, quien compara a Kerenski con un “girondino” y a Lenin con
Robespierre. Sin embargo, la República de Febrero pronto pierde su importancia
relativa en favor de la toma del poder por los bolcheviques o, mejor aún, es casi
absorbida por lo que la siguió, arrinconada entre Nicolás II y Lenin, hasta el punto
de perder toda identidad histórica. Al colocarse, al contrario, en el otro extremo de
la misma historia, en los decenios en que el brillo de Octubre declina antes de
desaparecer (es decir, desde Jruschov), la revolución de los bolcheviques sobrevive
largo tiempo en el imaginario colectivo de la izquierda occidental al
aborrecimiento de que es objeto entre los pueblos que han sufrido sus
consecuencias. Esta prórroga se fundamenta en una redefinición histórica
comparable, aunque de sentido contrario, a la que borró la Revolución de Febrero:
basta deslindar a Lenin de Stalin para reinventar un Octubre purificado. El
procedimiento parece tan tentador que no es posible jurar que no servirá mañana
para una reanimación póstuma de la mitología “soviética”.

Porque la fuerza de esa mitología consiste en verse respaldada, desde su


nacimiento, en un precedente, y en conciliar así los privilegios de lo absolutamente
nuevo con los hábitos mentales de una tradición.

Privada de la referencia francesa, la Revolución de Octubre habría


conservado mucha de su extrañeza objetiva. Cierto, tiene la ventaja de enmarcarse
en un contexto en que muchos de los antiguos combatientes de la guerra se
interrogan a posteriori sobre el sentido de tantos sufrimientos. El derrotismo
leninista de agosto de 1914, que iba a contracorriente durante los años de la guerra,
alcanzará a importantes sectores de la izquierda europea después de 1918.
Además, el Partido Bolchevique se considera a sí mismo el destacamento de
vanguardia de la revolución mundial, y nada más. En esa época, Lenin y Trotski
no imaginan que su poder llegue a sobrevivir largo tiempo si no es relevado por la
clase obrera europea; tienen la mirada fija en Alemania. Sin embargo, ni los
cuestionamientos sobre el sentido de la guerra ni el llamado a la revolución
universal hubiesen bastado para arraigar el bolchevismo en el Oeste entre amplias
capas de la opinión.

Rusia está lejos de Europa. La Revolución de Octubre es doblemente


remota: geográfica y cronológicamente. Sustituye al derrocamiento del zarismo,
que expresó esta distancia: la que cayó a comienzos del año 1917 fue la última de
las monarquías absolutas. ¿Cómo suponer que a un acontecimiento simbólico del
retraso en que se hallaba Rusia lo suceda, unos meses después y en el mismo lugar,
otro acontecimiento que prefigura el porvenir de Europa y del mundo? Los
marxistas, encabezados por Kautsky, fueron los primeros en denunciar lo
inverosímil de semejante ambición, tomando en cuenta su concepción de la
historia. Proclamar a la vieja Rusia, apenas salida de la autocracia, como patria de
la clase obrera internacional era poner el mundo al revés.

Sin embargo, todo cambia si consideramos Octubre a la luz del desarrollo de


la Revolución francesa. Neutralizando lo desconocido mediante lo conocido, se
reintegra la historia rusa a la matriz occidental, lo que permite olvidar o conjurar
sus dificultades. Revolución, contrarrevolución, partidos, dictadura, terror,
economía dirigida: ideas abstractas que funcionan como equivalencias. Octubre
después de Febrero es como la Montaña después de la Gironda: la disolución de la
Asamblea Constituyente por los bolcheviques adquiere la categoría de evidencia si
nos remitimos a la purga de la Convención, el 2 de junio de 1793. Se trata más de
delimitaciones de situación que de una demostración doctrinal. Eso dice el
razonamiento analógico, que libera al historiador —y a la opinión después o junto
con él— del examen de lo particular, tanto en los acontecimientos como en las
intenciones de los actores. También les da un privilegio más extraordinario, que
consiste en abolir el peso del pasado en el análisis de una y otra revoluciones. En
efecto, si son tan comparables, ¡qué importan los “antiguos regímenes” que las
precedieron!

La ilusión de la “tabla rasa”, inherente a la idea revolucionaria, también


ayuda a universalizarla. Expresa el “constructivismo” espontáneo de la opinión en
la época democrática, su tendencia a imaginar lo social como simple producto de la
voluntad; revela el rechazo de la tradición, la pasión del porvenir. Su fuerza
desborda lo que dice Lenin, lo que quiere, lo que puede. Lo envuelve en la
seducción de otra historia del gran recomienzo, la de los franceses, que hizo soñar
a toda la Europa del siglo XIX. Poco importa que el jefe bolchevique sea un
doctrinario de la dictadura de un solo partido, que deteste el sufragio universal y
el régimen representativo, que crea en el comunismo como en la sociedad futura
deducida de una ciencia de la historia; y aún menos que sea populista tanto como
marxista y que deba más, acaso, a Chernishevski que a Marx. Porque la abolición
del pasado por parte de la revolución lo liberó al mismo tiempo, también a él, de
las determinaciones particulares del pasado ruso. La izquierda europea ve la
Revolución rusa de 1917 menos como rusa que como revolucionaria; de ahí, más
que del marxismo, recibe lo que se ha considerado como su universalidad.

Por ello fue Octubre y no Febrero el que se benefició de ese privilegio. El


derrocamiento del zarismo en febrero todavía es un fenómeno local, el último
episodio de ese intento por alcanzar al Occidente que es una de las obsesiones
rusas desde Pedro el Grande. El gran país semibárbaro, mantenido bajo la bota de
un soberano del Antiguo Régimen, se pone al parejo de Europa. No inventa una
historia nueva, sino que se alza hasta el nivel de la historia conocida. 65 Aliado a las
democracias parlamentarias del Oeste, en guerra a su lado contra Alemania desde
1914, encuentra en su revolución democrática justificaciones complementarias a su
política exterior. Francia y Alemania saludan, por su parte, a la nueva República
como la última en llegar por un camino que ellas han señalado. Febrero sigue
siendo una revolución rusa.
Que Octubre es otra cosa lo muestran no sólo el decreto sobre la tierra a los
campesinos, sino la voluntad de los bolcheviques de salir de la guerra, y pronto
(marzo de 1918) Brest-Litovsk. Por una parte, Lenin concluye la Revolución rusa
confiscando el poder en algunos meses; por la otra, inaugura una nueva contra la
burguesía en nombre del bolchevismo. Discontinuidad fundamental, que se les
escapa a Aulard 66 y a Mathiez por su comparación con la Revolución francesa. Los
dos grandes historiadores franceses ven a Lenin menos como el inventor de un
régimen social inédito que como el político más izquierdista de una revolución
democrática iniciada ocho o nueve meses antes. Encarna menos una doctrina
nueva que la fidelidad al curso de la revolución y, por tanto, a la propia idea
revolucionaria.

De allí su universalidad, la misma que la de Danton o la de Robespierre. Es


el hombre por excelencia de ese espíritu que colmó a Francia en aquellos años
extraordinarios y que reapareció en Rusia en 1917: de ese espíritu que, a falta de un
nombre mejor, se llama “la revolución”. Definirlo con precisión es difícil, casi
imposible, pues no tiene punto fijo o clara desembocadura, como en la historia
estadunidense, y sólo encarna en un infatigable fluir de acontecimientos. En efecto,
la Revolución francesa nunca fue más que una sucesión de “jomadas” y de batallas
en torno de una sola idea: que el poder sea del pueblo, principio único e
indiscutido, pero encarnado en hombres y en equipos que, por turnos, se arrogan
esa legitimidad sin poder inscribirla nunca en instituciones duraderas. De suerte
que su verdad termina por expresarse en 1793, bajo la dictadura de la Montaña,
con la fórmula de que el gobierno de la Revolución es “revolucionario”; esta
tautología expresa estupendamente la naturaleza excepcional de ese poder sin
reglas y, sin embargo, más legítimo que si fuera legal. Tal es el misterio de la
fascinación que aureola al poder bolchevique más de cien años después del poder
jacobino.

Así, la revolución no sólo es un modo privilegiado del cambio, un atajo para


llegar más pronto al porvenir. Es, a la vez, un estado social y un estado de ánimo
en el que se ponen al descubierto las abstracciones jurídicas al servicio de los
poderosos mediante la dictadura del pueblo auténtico, por encima de las leyes
puesto que allí empiezan las leyes. De ahí que tenga tantos enemigos, y enemigos
tan fuertes, y que nunca termine de vencerlos. La hora de la ley no suena jamás,
salvo que también sea la de la “reacción”, como en Termidor. En 1920 los
bolcheviques aún están como en tiempos de Robespierre; si como acontecimiento
la revolución no puede ser más que un curso al no tener jamás un fin aceptado por
todos, ¿cómo no darse cuenta de que ellos siguen ejemplificando el espíritu
revolucionario contra sus enemigos del interior y del exterior?
Todos los revolucionarios de 1793 en Francia habían querido ser fieles a las
promesas de igualdad democrática, descender de lo político a lo social, instituir
una sociedad en que el individuo de los intereses y de las pasiones egoístas
hubiese cedido el paso al ciudadano regenerado, único actor legítimo del contrato
social. Esta intención había sido su único título para llegar al poder, ¡pero qué
título! Eminente, autosuficiente, superior a cualquier Constitución. De aquí había
recibido Lenin la herencia que lo ponía, de un solo golpe, frente a los mismos
enemigos. Y, como los franceses de 1793, se encontraba en la situación
revolucionaria por excelencia: poseído íntegramente por la pasión de proseguir
con la interminable emancipación de los hombres y amenazado por quienes, al
contrario, deseaban impedirla o simplemente retrasarla.

Para seguir la comparación entre 1793 y 1917 no es necesario, por


consiguiente, instaurar un orden jerárquico entre los dos acontecimientos y creer
que el posterior es superior al de antes; que la revolución comunista es
verdaderamente universal, verdaderamente emancipadora a la inversa de la
revolución burguesa: esto es lo que dice Lenin. Que la primera “realiza” por fin las
“anticipaciones” de la segunda será más adelante la tesis de la historiografía
marxista-leninista, casi por todo el mundo. Pero a Aulard, en 1918, le basta que la
Rusia bolchevique de los años 1918-1920 “se asemeje” a la Francia de 1793; y a
Mathiez, que Lenin sea la reencarnación de Robespierre. Uno de ellos no es
comunista, es un buen republicano. El otro se inscribe en el joven Partido
Comunista Francés desde su fundación, aunque no permanecerá ahí largo tiempo
por su alergia al centralismo dictatorial de la Tercera Internacional. En su opinión,
pues, la Revolución soviética se ha interrumpido, como antes de ella la Revolución
francesa. Mas no por ello ambos acontecimientos dejan de conservar en común ese
carácter grandioso de haber sido revoluciones.

Así, se puede amar “Octubre” sin ser comunista. Y hasta se puede dejar de
ser comunista y seguir amando “Octubre”. Gracias a Lenin, la Revolución rusa ha
dejado su alejamiento ruso, se ha entroncado en el precedente jacobino y se ha
reintegrado a la historia universal. Los sucesos de 1793 no habían hecho olvidar los
de 1789, pero Octubre sí ha borrado a Febrero. En el primer caso, los dos grandes
episodios de la Revolución francesa no han dejado de ser recordados y
reestudiados a la vez como distintos y como trama de un mismo acontecimiento. El
análisis de su interdependencia y el juicio sobre su alcance respectivo han ocupado
el centro mismo de las interpretaciones. Nada similar ocurre en el segundo caso:
Octubre relega a Febrero en su particularidad rusa y acapara en su provecho el
universalismo revolucionario. El triunfo de esta confiscación no sólo se debe a la
meta que se fija Lenin, que consiste en construir una sociedad nueva, y a los
múltiples llamados a la solidaridad internacional de los proletarios. Como lo
muestran las reacciones de la izquierda intelectual en Francia, también se debe a
que la Rusia bolchevique de Octubre, por el relevo jacobino, se instala en la
herencia de la Revolución francesa, que ha permanecido abierta desde Termidor.

Paradójicamente, en el momento mismo en que Lenin anula la Asamblea


Constituyente, liquidando toda oposición, insultando a sus críticos
socialdemócratas, denunciando el pluralismo político e instaurando la
arbitrariedad del terror, ocupa su lugar en la tradición democrática de la Europa
continental por vía de 1793. No obstante ésa había sido ya la paradoja de
Robespierre.

Por sí sola, la idea leninista no hubiese penetrado tan profundamente en la


opinión de la izquierda de la época. Es y seguirá siendo estrecha, fanática y casi
primitiva. Pero al combinarse con la idea jacobina adquiere por fusión su fuerza
mitológica y, simultáneamente, su credibilidad “burguesa”. Esta capacidad de
síntesis es uno de los secretos de su aptitud para sobrevivir a las catástrofes que
provocará al atravesar el siglo.

Nos queda ahora por considerar la Revolución de Octubre en lo que tiene de


propio.

En efecto, ese formidable complemento al capítulo de las revoluciones no


siempre embona fácilmente en la herencia que le sirve de modelo. Toma forma más
de un siglo después, en otro país y en otras circunstancias. Se adorna con un
estandarte novísimo, el del proletariado victorioso. El legado de la Revolución
francesa era rico, variado, difuso como la propia democracia: de ahí las formas tan
diversas en que se han apropiado de ella diferentes actores. La atracción de la
Revolución de Octubre implica una fidelidad más estrecha: lo que hace su
universalidad más extraordinaria, pero también más problemática. Algunos
burgueses pueden reconocerla. Pero otros marxistas pueden refutarla.

Apenas ha entrado el bolchevismo en la historia cuando por todas partes se


desbordan las singulares circunstancias de su victoria en el antiguo Imperio de los
zares. Desconocido ayer, desde Octubre de 1917 llena al mundo con sus promesas,
renovando un siglo después el misterio de universalidad de 1789. Además el
mensaje de la Revolución francesa se había quedado desde hacía tiempo dentro de
las fronteras de Europa. El de la Revolución rusa lo rebasa muy pronto, en virtud
de un privilegio de extensión que conservará a lo largo del siglo. Teoría esotérica
antes de 1914, el marxismo de Lenin constituye muy pronto una creencia universal
que despierta pasiones extraordinarias entre sus adeptos y sus adversarios: como si
la revolución más remota de Europa poseyera a través de su cuerpo de ideas un
poder de seducción tan general que fuera capaz de llegar con su ejemplo más allá
de Europa y América, a humanidades donde ni el cristianismo ni la democracia
habían podido verdaderamente penetrar.

Esta bendición dada por la historia a un acontecimiento que no merecía


tanto se debe en gran parte a la excepcional coyuntura de 1917-1918. Octubre de
1917 en Petrogrado corona el año en que se produjeron las primeras
manifestaciones colectivas de los soldados contra la guerra. Señal de emancipación
de los pueblos respecto de la fatalidad de la matanza mutua, la Revolución rusa
del otoño hizo lo que los hombres de Febrero no se atrevieron a hacer: realizada
por campesinos-soldados más que por la “clase obrera”, puso a la guerra en contra
de sí misma y a los hombres de 1918 en contra de sus recuerdos de 1914. Así, su
mayor brillo proviene de la tragedia que la precedió: el país más primitivo de
Europa señala el camino a los países más civilizados de Europa, cuya historia no
ha dejado de imitar sin haber podido encontrar hasta entonces ocasión de
precederla. En suma, a la idea revolucionaria, inseparable desde 1789 de la
democracia, el bolchevismo victorioso le ofrece el prestigio complementario de la
paz y la fraternidad internacional.

También la Revolución francesa se había declarado la del género humano y


de la paz universal. Pero había hecho la guerra, había conducido sus ejércitos más
allá de sus fronteras; hasta acabó por poner a la cabeza a un conquistador puro, el
más glorioso de sus soldados. Además sus herederos del siglo XIX en Europa y
América Latina habían preferido su legado nacional a su enseñanza de libertad. Y
los cañones de agosto de 1914 habían enterrado en toda Europa, en sentido propio
y figurado, la libertad en nombre de la patria. Los bolcheviques lo habían predicho;
no habían cedido a la corriente. Además, ofrecían una explicación del conflicto
basada en las contradicciones del capitalismo, esa realidad última oculta bajo las
figuras gemelas de la democracia y de la nación. Así, su internacionalismo no
parecía a posteriori una simple declaración de principios, sino una estrategia de
acción finalmente victoriosa: Octubre había reunido como en un haz la revolución
y la paz.

Sin duda, la Revolución rusa no obtuvo esa aureola desde 1917, en el


momento en que ocurrió. En febrero las opiniones públicas reaccionaron de
manera similar a las cancillerías. Del lado aliado, divididas entre la satisfacción de
ver caer al último de los “antiguos regímenes” y el temor de que los ejércitos rusos
defeccionaran; con sentimientos inversos del lado alemán, que en adelante tendrá
el mayor interés en la anarquía del lado ruso, y que aportará su contribución al
“derrotismo revolucionario” de Lenin. En octubre, la toma del poder por los
bolcheviques aviva esos temores y esos cálculos. Rusia ha entrado en terrenos
desconocidos y pronto firma la paz con los alemanes en condiciones
increíblemente duras. Sin embargo, la pequeña secta leninista se adelanta a un
vasto movimiento de opinión, sensible desde 1917; sobre todo a través de los
motines en el ejército francés y que se expande en el otoño de 1918: el fin de la
guerra aguza entre los supervivientes la conciencia retrospectiva de sus
sufrimientos, y siembra la duda sobre el sentido de su sacrificio. Y a posteriori le da
a la estrategia radical de Lenin, tan poco seguida y hasta tan poco comprendida en
agosto de 1914, la resonancia inmensa del pacifismo, sentimiento más natural que
el entusiasmo guerrero entre los pueblos democráticos. Por este hecho, la paz de
Brest-Litovsk firmada en marzo de 1918 pronto deja de ser una defección
bolchevique para presentarse como el primer anuncio del fin del conflicto. Porque
se propuso lograr la paz a cualquier precio como primera tarea, la Revolución de
Octubre revela y encarna por excelencia el profundo trabajo por el cual los pueblos
en armas terminaron por interrogarse sobre las razones de la guerra. Así, la Rusia
comunista se ha convertido en uno de los polos de la conciencia europea.

También pertenece ya, más que nunca, a la historia europea, pues no se le


ve otro porvenir aparte de una extensión victoriosa de los soviets de obreros y de
soldados más allá de sus fronteras, empezando por la Alemania vencida. Inmensa
diferencia con los revolucionarios franceses de 1789. Los hombres de Octubre de
1917 no conciben el éxito de su empresa sin un rápido relevo que llegue de otra
parte. Lenin, Trotski y los hombres del Partido Bolchevique no imaginan otro
camino de triunfo duradero para su empresa que el paso a su bando del país más
grande de Europa, que también es la patria de Karl Marx. En opinión de ellos, la
idea no es una hipótesis, un buen deseo o una simple estrategia: es a la vez una
certidumbre y una necesidad para la supervivencia. Iniciada en Rusia, en el punto
más débil del sistema del imperialismo, la revolución proletaria estará condenada
a morir si no se extiende a los pueblos europeos que sobrevivieron a la guerra
imperialista, empezando por los vencidos. Para Lenin no hay duda de que el
destino de Octubre de 1917 se decidirá fuera de Rusia, con el compromiso político
total de la Rusia comunista. En esta época, nada le habría parecido más extraño y
absurdo que la idea de fundar una estrategia duradera sobre el “socialismo en un
solo país”.

A esta disposición transnacional de las fuerzas, las potencias victoriosas de


la guerra aportan su contribución por el apoyo que ofrecen desde fines de 1918 a
los ejércitos contrarrevolucionarios que se han movilizado en el antiguo Imperio de
los zares. 67 A esta guerra llamada de “intervención” nunca se le da el seguimiento
necesario para llevarla a la victoria, pero ella basta para dar cuerpo a la idea de
bipolarización de la Europa de posguerra, pues reanima algunos recuerdos:
revolución, y contrarrevolución se enfrentan una vez más por toda Europa, como
en tiempos de la Revolución francesa. Sólo que los pueblos de 1918 detestan la
guerra de la que acaban de salir; no están al unísono de aquellos franceses de 1792
que partieron como a una cruzada. De ahí que la intervención aliada en Rusia sea
víctima de un descrédito particular, como si estuviera deshonrada de antemano, y
que se conduzca lo más posible al margen de la opinión pública. El estandarte de la
paz bajo el cual se produjo la Revolución de Octubre continúa protegiendo la
acción del Ejército Rojo contra las tropas blancas, sean autóctonas o extranjeras.
Con su injerencia, las potencias victoriosas muestran una vez más la tendencia que
lleva al capitalismo hacia la guerra. Ofrecen una verificación complementaria a la
teoría del imperialismo según Lenin.

Así, los años de la posguerra inmediata transcurren, entre 1918 y 1921, bajo
el signo del bolchevismo, que podría resumirse así: de la guerra a la revolución.
Lema radical que puede ofrecer un modelo para amarlo e imitarlo y que por ello
mismo alimenta las expectativas de millones de soldados que han sobrevivido. Les
da un punto de cristalización. En la Alemania vencida es donde más claramente
pueden observarse sus efectos: en esta Alemania de Guillermo II donde, como en
la Rusia de Nicolás II, mutatis mutandis, los pródromos de la derrota militar
producen en el otoño de 1918 revueltas de marinos y de soldados, muy pronto
seguidas por la disgregación del ejército y del Reich imperial. La capitulación de
noviembre hunde a la nación en la anarquía. Parece revivir la situación rusa del
año anterior, y poner en el orden del día una revolución dirigida por grupos de la
extrema izquierda socialista, en nombre de consejos de obreros y de soldados. Las
cosas no siguen ese camino por la radicalización del bando adversario, que
reagrupa al estado mayor y al grueso de la socialdemocracia. Pero con ese primer
brote la revolución alemana se revela como el horizonte de la Revolución rusa.
Casi por doquier nacen en Europa promesas de subversión: en la Hungría de Béla
Kun, en la Italia de los consejos de fábricas y hasta en la Francia victoriosa, donde
los soviets han encontrado eco en la ultraizquierda sindicalista y política. El
resentimiento contra la guerra, pasado por el filtro de Octubre de 1917, ha dado un
impulso formidable a la revolución anticapitalista.

Este impulso es tan visible y afecta en diversas dosis tanto a países vencidos
como a vencedores, que debe incluirse en el capítulo de las consecuencias
generales de la guerra sobre el estado de ánimo colectivo. La obsesión de esta
guerra es tanto más fuerte cuanto que las armas han callado, de acuerdo con esa
especie de ley según la cual los pueblos nunca combaten tanto las catástrofes como
después de haberlas aceptado; una vez que han revelado sus males, el recuerdo de
haber participado en ellas adopta la forma del ¡Nunca más! y es en este “Nunca
más” donde la Revolución de Octubre encuentra su público sumando a la fuerza
de la esperanza la obsesión del remordimiento. La interminable guerra misma ha
conducido los ánimos hacia la revolución, a la vez por acostumbrarlos a la
violencia absoluta y para poner frenos a la sumisión militar. Pero también los ha
conducido a ella por un camino más secreto: el del recogimiento interior. Millones
de soldados que vuelven a la vida civil caen prisioneros del remordimiento
colectivo de haber contribuido a que se produjera el 14 de agosto o de no haberlo
impedido.

Esto se aplicaba en especial a quienes votaban por el socialismo, electores o


militantes fieles a una Internacional que incluía en su programa, en los años
anteriores a 1914, impedir la guerra mediante la acción internacional de los
obreros. Ahora bien, la guerra había estallado, no acompañada por la huelga
general sino por la Unión sagrada. Esa alianza de hecho, que abría un abismo
doctrinal y político en el interior de la Segunda Internacional, no la habían borrado
ni Zimmerwald (1915) ni Kienthal (1916). 68 Una vez más, Octubre de 1917
desmiente en bloque esta afirmación y constituye una prueba difícil de refutar por
los jefes socialistas: la revolución proletaria encontró su victoria en su lucha contra
la guerra.

En esa comprobación hay sin duda algo falaz: pues si bien el Antiguo
Régimen ruso demostró ser incapaz de conducir la guerra y se disgregó en el
camino, no fue sustituido por una revolución “proletaria”: en rigor, Rusia no es la
tierra más idónea para acoger un acontecimiento de ese tipo. Pero lo que lo hace
creer, aparte de la palabra de Lenin, es la secuencia Febrero-Octubre, que se
asemeja a una devolución en dos tiempos, de la burguesía al proletariado, y
constituye la ruptura con los Aliados del Occidente capitalista, la paz de Brest-
Litovsk. En el primero de esos tiempos, la izquierda encuentra mediante un atajo, o
mejor dicho mediante una aceleración, los periodos de la evolución histórica con
los que su formación doctrinal la había familiarizado. En el segundo, vuelve sobre
las resoluciones solemnes de antes de 1914, de la Segunda Internacional, y por
tanto sobre sus propias convicciones. En ambos casos, el acontecimiento de octubre
constituye un reencuentro con su tradición. Su alejamiento geográfico y social se
anula ante la credibilidad que le devuelve al cuerpo de ideas socialista, que tan mal
quedara en agosto de 1914. La guerra brindó al maximalismo bolchevique las
ventajas inesperadas de la ortodoxia y de la continuidad.
Asimismo, es esta familiaridad paradójica la que exime a la Revolución rusa
de tener que aportar pruebas. El hecho de que haya ocurrido en la época en que
ocurrió basta para confirmar su necesidad, descrita con todo detalle en las viejas
resoluciones de la Segunda Internacional. ¿Qué importan el lugar y las condiciones
en que se produjo? Si tantos hombres se vuelven hacia ella a la hora en que la paz
les devuelve la libertad de cuerpo y de espíritu, es menos por su realidad
particular que porque les restituye el nexo, roto por la guerra, entre su tradición y
su ideal del futuro. La revolución proletaria era sin duda necesaria pues ocurrió; en
esta prueba ingenua, hecha con una mirada retrospectiva a la traición de 1914 y los
sufrimientos de la guerra, se enmarca no sólo la victoria del bolchevismo sobre los
socialdemócratas sino su irradiación sobre la Europa de 1918.

Desde esta época la magia del fenómeno soviético consiste, pues, en ejercer
una poderosa atracción sobre el imaginario colectivo, independientemente de la
realidad del régimen. Porque su mayor derecho para apasionar a los hombres
consiste en haber ocurrido, y porque su duración, por sí sola, le confirió tan pronto
una condición casi mítica, la Revolución de Octubre se libra de la observación y del
estudio, para convertirse sólo en objeto de amor o de odio. Y Dios sabe que
también es detestada, atacada, vilipendiada. Pero esos pánicos reaccionarios llevan
consigo su contraveneno: en la virulencia de sus adversarios, los admiradores de la
Rusia soviética ven una confirmación más de sus sentimientos. La ideología
marxista-leninista engloba, y por consiguiente rechaza de antemano, el discurso
del contradictor. Comienza entonces la larga carrera del argumento absurdo según
el cual la derecha no puede decir nada sobre la experiencia soviética que no esté
descalificado por definición.

La izquierda se libra mejor de esa sospecha con que la propaganda


bolchevique intenta también abrumarla, aun cuando no sea mal pensada. Dispone
también de un espacio limitado de discusión, a consecuencia de la polarización de
las pasiones que ocurre en torno de la Revolución rusa, no sólo entre la derecha y
la izquierda sino entre la izquierda misma. Empero, la querella de familia resulta
mucho más interesante y rica en argumentos que el renovado enfrentamiento del
repertorio antiguo entre revolución y contrarrevolución. En primera línea está la
izquierda europea, socialista o libertaria, que quiere resistirse al arrastre
comunista: lo que está en juego a corto plazo es su supervivencia, junto con su
identidad. Su casa —la “vieja casa” de Léon Blum— arde y él tiene que
desempeñar la parte del fuego, trazar en las ruinas una línea que la separa y la
abriga de los hermanos enemigos. No le basta maldecir, como puede contentarse
con hacerlo la derecha; blandir la propiedad, el orden, la religión. Debe combatir
en nombre del cuerpo de doctrina que tiene en común con los revolucionarios de
Octubre; por tanto, discutir, refutar, argumentar, llevar lo más lejos posible la
frontera de lo que aún le pertenece.

Empresa difícil, ya que en cada giro de su crítica al Octubre ruso esta


izquierda reticente u hostil al bolchevismo se expone a la acusación de haberse
pasado al bando enemigo: ese proceso está destinado a impedir cualquier debate
sobre el comunismo en el interior de la izquierda y también le espera un enorme
porvenir. Sin embargo, el argumento no intimidará a Rosa Luxemburgo ni a Karl
Kautsky ni a Léon Blum. Sus ejemplos muestran que una vez superado ese
chantaje político y moral, los líderes de la izquierda europea son los más capaces
de construir una crítica racional del bolchevismo. No es que tengan mayor
información que los demás. Pero conocen la historia del socialismo y son capaces
de encontrar en ella la genealogía de Lenin, al mismo tiempo que la suya propia. A
la familiaridad emotiva de tantos militantes por la revolución oponen un
inventario de los textos y la tradición democrática del socialismo.

Rosa Luxemburgo es la primera en criticar Octubre en nombre del


marxismo revolucionario. Cuando se inquieta por la Revolución rusa, antes de
morir asesinada por los hombres de las tropas irregulares, es más que nunca la
militante de indomable independencia que en la Segunda Internacional expresó
esa voz tan particular, hecha de vehemencia libertaria mezclada con teoría
marxista. Su vida entera, para no hablar de su muerte, es testimonio del verdadero
culto que rindió a la idea revolucionaria. Pero Octubre le asusta. Siente miedo ante
el monstruo naciente que privaría de todo sentido a su existencia.

Joven judía polaca, nació y creció en Varsovia. Luego pasó sus años
universitarios en Zurich, estudiando historia, economía política, El capital. En 1898
se instala en Berlín como en el centro del movimiento obrero Europeo, en un
socialismo menos fraccionado que el de su natal Polonia, al que la historia le
depara un papel principal. Su juventud anuncia así la violencia con que intentará
durante toda su vida conjurar las pasiones nacionales, considerándolas una trampa
tendida por los burgueses a los obreros: ella no pertenece a ninguna patria sino por
entero a la revolución.

En Berlín pasa brillantemente y sin tardanza sus pruebas de militante con su


refutación del “revisionista” Bernstein, y se gana la estima de Bebel y de Kautsky.
Una parte importante de ella pertenece a la socialdemocracia alemana, de la que es
hija —un poco bohemia—, pero también es una de las oradoras más talentosas y
una de las mentes más serias que hay. No obstante, su temperamento es
demasiado “izquierdista” para su grupo. Siendo mujer en un mundo de hombres,
polaca en tierra germánica, libertaria en el seno de una vasta organización
disciplinada, permanecerá todo el tiempo en las márgenes del socialismo alemán, y
sus relaciones con el “profesor” Kautsky pronto se enfriarán sin que ella intente
fundar otro núcleo militante.

Rosa Luxemburgo comprendió desde 1905 que en la Rusia de los zares se


había iniciado algo histórico: una suerte de desplazamiento de oeste a este de la
revolución europea, por donde ella penetra en el debate entre mencheviques y
bolcheviques, más bien del lado de Lenin. Pero sin igualarlo. Pues si bien, como él,
sólo vive para la revolución proletaria, no está dispuesta, como él, a sacrificar un
marxismo que aprendió de Marx y Kautsky. En su espíritu sectario supo reconocer
muy pronto la dictadura de partido que sustituiría a lo que ella llamaba el
movimiento de las masas.

Joven militante, desde 1904 no vaciló en expresar su desacuerdo en la Iskra


con las concepciones expresadas por Lenin en Un paso adelante, dos pasos atrás:
concepciones demasiado autoritarias, demasiado centralistas según ella, que
emparentan al jefe bolchevique más con Blanqui que con Marx. La extrema
centralización del partido encierra el peligro de poner al proletariado bajo la
influencia de una oligarquía de intelectuales. 69 Rosa Luxemburgo tendrá otros
motivos de desacuerdo con Lenin, especialmente sobre la cuestión nacional. Pero
éste es el más importante, pues mucho de lo que ella dice pronto será premonitorio
y volverá a la superficie 15 años después, casi en los mismos términos, en el
momento de la revolución. Encerrada en prisión por el gobierno alemán en 1917
debido a su actividad contra la guerra, Rosa sigue los acontecimientos rusos lo
mejor que puede, a través de relatos de visitantes o fragmentos de periódicos. Pero
sabe lo bastante para inquietarse por la libertad y escribirlo. 70 Por lo demás, apenas
sale de prisión, el 10 de noviembre de 1918, en las escasas semanas que preceden a
su asesinato a mediados de enero, en plena revolución, ella tampoco comparte
ninguna de las ilusiones bolcheviques sobre esta revolución alemana. Más que una
ruptura o una modificación decisiva de la relación de fuerzas europeas en favor del
proletariado, ella ve allí un caos social del que puede surgir cualquier cosa, hasta
una contrarrevolución victoriosa. También desconfía del optimismo exagerado de
los bolcheviques y de su tendencia a querer tomar el poder en cualesquiera
condiciones, con riesgo de aislar, y por tanto de exponer, a la vanguardia del
proletariado. Predica a los espartaquistas la necesidad de organización y conquista
de la clase obrera alemana como condición previa al derrocamiento del gobierno
socialdemócrata de Ebert.

En sus temores por el giro que toma la Revolución rusa, en sus


amonestaciones a los militantes alemanes, hay nada menos que un repudio a la
concepción leninista de la revolución, según la cual el poder se debe tomar y
conservar por todos los medios cuando las circunstancias de la historia lo ofrezcan
a una vanguardia, así sea muy pequeña pero bien organizada y convencida de que
encarna los intereses de las masas; pues a fines de este año de 1918 hace ya mucho
tiempo, casi un año, que los bolcheviques dispersaron por la fuerza la Asamblea
Constituyente elegida, en la que no tenían la mayoría. De ahí siguieron
rápidamente en el transcurso del año la censura a la prensa, la dictadura del
partido único, el terror en masa y hasta el campo de concentración: otros tantos
signos, para Rosa Luxemburgo, del carácter oligárquico de la Revolución rusa. Su
breve libro, escrito con base en una información improvisada, muestra el abismo
que ya la separaba de Lenin, en el poder desde hacía algunos meses. A mediados
de enero de 1919, muere de lo que tan lúcidamente había temido, asesinada por un
hombre de las tropas irregulares, demasiado pronto para asumir el papel al que
avanzaba en sus últimos escritos: el de testigo crítico de la Revolución bolchevique
en nombre de la libertad popular. En esto habría sido incomparable, con su genio
libertario y su pasado libre de compromisos o remordimientos. Pero me inclino a
pensar que ni siquiera su gran voz habría podido hacerse oír contra la corriente, ya
que ni su muerte —que sin embargo confirmaba sus análisis y sus advertencias—
le impidió permanecer en el olvido durante tanto tiempo. Desde Lenin, cuando el
bolchevismo sale victorioso impone el silencio a sus críticos aunque hayan muerto,
sobre todo si han participado en sus combates.

Segundo ejemplo: Kautsky. Tras la heroína, el profesor. El papa de la


Segunda Internacional, el amigo y heredero de Engels, el más célebre teórico
marxista de la preguerra. Kautsky fue el principal defensor de la ortodoxia contra
el “revisionismo” de Bernstein y el hombre que poco después polemizó contra los
jefes de la izquierda ultrarrevolucionaria de la Segunda Internacional. Contra el
primero, defendió la necesidad de una revolución, negando que Marx hubiese
jamás previsto que el capitalismo fuera a hundirse por sí solo, 71 A los segundos —
a Rosa Luxemburgo en particular— les criticó cada vez más su ilusión voluntarista
según la cual una sucesión de huelgas en masa, como la que vivió Rusia en 1905,
puede y debe constituir la ruptura revolucionaria hacia el Estado proletario. 72 En
los años que preceden a la guerra insiste cada vez más en los factores objetivos de
la vida social en general y de las revoluciones en particular. El proletariado
derrocará a la burguesía, tal es sin duda el siguiente paso de la historia; pero ese
movimiento debe ser minuciosamente preparado, pues requiere la organización
política de los obreros en partidos y la conquista del poder por las vías
democráticas hasta que ese poder caiga, como fruto maduro, en manos del o de los
partidos de la clase obrera. La revolución proletaria según Kautsky ya no tiene
mucho que ver con esa gran explosión de finales del siglo XVIII que fue la
revolución burguesa de tipo francés: acontecimiento que por todas partes
sobrepasa las intenciones de sus actores y pronto abandonada a la bárbara
violencia de las improvisaciones. La mejor salida que puede tener un
acontecimiento de este orden —1905 en Rusia— es precisamente la instauración de
un orden burgués, democrático, que suceda a un antiguo régimen despótico. Por el
contrario, la revolución proletaria debe su fuerza a una clara conciencia de la
historia, y Kautsky sólo ve sus pródromos en el oeste de Europa, en primer lugar
en Alemania.

Pero después viene Octubre de 1917; la revolución reaparece por la puerta


que Kautsky menos esperaba, vestida con el nuevo ropaje que le da Lenin en la
teoría del “imperialismo”. Habiendo pasado al primer plano de una historia
transformada por el conflicto inicial, ya no es la figura más civilizada del
Occidente, sino la hija de una Europa que se ha vuelto salvaje, el producto de una
matanza sin precedente, surgida de los conflictos del capitalismo avanzado. En vez
de que el imperialismo, como suponía Kautsky en 1909, 73 la hubiera hecho nacer
en los países democráticos de proletariado numeroso y organizado, desplazó la
llama revolucionaria a Rusia, la nación europea más atrasada; por ese eslabón, el
más frágil del sistema imperialista, transita la revolución mundial, única salida a la
barbarie sangrienta del capitalismo. Ahora bien, Kautsky no cree en 1918 en la
revolución mundial, aunque sólo fuera porque desde hace largo tiempo mide la
fuerza de la burguesía y del ejército en Alemania; ¿qué decir entonces de la
situación en los países vencedores, Francia e Inglaterra? Consideró la aceptación de
la guerra por los pueblos en 1914 como un retroceso del movimiento socialista, y
no esperaba que en el curso de aquélla el fracaso se transformara en triunfo.
Octubre de 1917 no es para él, en el fondo, como para los mencheviques, más que
el remate de 1905 o la culminación de Febrero; la explosión tanto tiempo retardada
de una revolución con tareas democráticas en un país despótico. Pero una
explosión en la que el pequeño Partido Bolchevique, el más radical de la ex
Segunda Internacional, ha tomado las riendas y cuyo carácter pretende
transformar. Y esto Kautsky sigue sin poder creerlo.

Kautsky escribe en l918 y l919 dos extensos ensayos dedicados a la


naturaleza de la Revolución rusa: La dictadura del proletariado desde agosto de 1918,
y Terrorismo y comunismo, 74 al año siguiente. Una parte de su esfuerzo está
dedicada, como de costumbre, a traer a Marx a su bando: pues Kautsky, como
Plejánov, nunca dejó de recurrir a los textos fundadores. En este caso, el breve
fragmento de frase de Marx sobre la dictadura del proletariado, que se encuentra
en la carta sobre la crítica del programa de Gotha, 75 es lo bastante ambiguo para
prestarse a interpretaciones contradictorias. Él no ve ahí más que una definición
muy vasta de la hegemonía social del proletariado durante la fase intermedia que
se extiende del capitalismo al socialismo, y no, en absoluto, la recomendación de
un gobierno dictatorial fundado sobre el monopolio político de un partido. Ahora
bien, tal es la realidad de la Rusia de Lenin, tras la máscara cada vez más
transparente del poder de los soviets: los bolcheviques han disuelto la Asamblea
Constituyente, combatido y pronto proscrito a los mencheviques y a los socialistas-
revolucionarios, e instaurado desde mediados de 1918 el reino del terror. Cuanto
más se apartan de las grandes masas de la población, más tratan como enemigos a
sus antiguos aliados, más se aíslan y más se inclinan hacia una dictadura terrorista:
dialéctica infernal que corre el riesgo de agravarse con la inevitable oposición al
socialismo por parte de los campesinos rusos, que ya estaban seguros de la
propiedad privada de sus tierras.

En un sentido, Kautsky reitera la crítica de su vieja adversaria de izquierda,


Rosa Luxemburgo: como ella, niega a los bolcheviques el privilegio de representar
a toda una clase social. Pero al menos ella comparte con Lenin la idea de que en
Rusia podría desarrollarse una revolución proletaria. Kautsky no. Al igual que los
mencheviques, él piensa que ni Febrero ni Octubre de 1917 pueden escapar a su
determinación histórica: la vieja Rusia liquida al Antiguo Régimen. Lo que ocurre
no es la primera revolución socialista, sino la última revolución burguesa. El
cortocircuito por el cual Lenin y Trotski desde 1905 quieren hacer que Rusia corra
el riesgo de “saltar” toda una época histórica sólo puede desembocar en el
despotismo de un partido sobre un pueblo; reactualizará una experiencia de
voluntarismo político absoluto, cuyo fracaso fatal ya fue demostrado por el
jacobinismo francés.

En ese sentido, la crítica de Kautsky se asemeja al análisis del Terror de 1793


por Benjamin Constant, a finales del siglo XIII. 76 Bajo el Directorio, el joven escritor
suizo había propuesto, para explicar el enigma del gobierno por la guillotina en el
país más civilizado de Europa, una interpretación por el anacronismo: mientras
que la Revolución francesa tenía por objetivo el advenimiento del régimen
representativo y del individuo moderno, Robespierre y sus amigos creían, por el
contrario, esforzarse por un retorno de la democracia directa a la antigua, fundada
sobre la virtud cívica. De ahí su encarnizamiento por plegar la historia a sus
voluntades, y la tragedia del Terror. El Lenin de Kautsky, en cambio, no mira al
pasado; al contrario, está tan inclinado hacia el porvenir que tampoco ve lo que
hace por las limitaciones objetivas que pesan sobre su actuar. Da un salto no atrás
sino adelante, anacronismo de sentido inverso y de efectos probablemente peores
por ser más duraderos; los encuentros imaginarios con un pasado caduco no
pueden ser sino una ilusión pasajera, mientras que la búsqueda de un porvenir
escrito por adelantado en el gran libro de la historia mantiene la certidumbre de
una convicción. El Terror jacobino y el terror bolchevique están inscritos en el
mismo registro de la voluntad extraviada, pero el segundo presenta riesgos de más
larga duración —ya que está mejor protegido contra los desmentidos de la
experiencia— y de mayor intensidad —ya que por definición está sometido a la
tentación de la “fuga hacia adelante”—.

Ese tipo de interpretación presupone, en Kautsky como en Constant, una


visión de las etapas y del sentido de la historia sin la cual pierde todo sustento el
concepto de anacronismo. También por ello ofrece un blanco a la refutación lógica:
pues si la historia tiene un sentido y obedece a una necesidad, la idea de una
revolución que se sitúa fuera de su movimiento y hasta en contra de él resulta
difícil de imaginar. Es tanto más problemática cuanto que el intérprete y el actor
comparten la misma filosofía de la historia, que es el caso de Kautsky y de Lenin,
fervientes marxistas ambos. A uno no le queda sino creer que el otro está
adelantado a la revolución que dirige, mientras que el otro reprocha a su crítico
estar atrasado respecto del acontecimiento que juzga. Nunca los dos conceptos de
“revolución burguesa” y de “revolución proletaria”, tan importantes en la teoría
marxista después de Marx, parecieron tan vagos y tan inciertos como en esta
polémica entre Kautsky y Lenin, en la que cada uno reprocha al otro no saber de lo
que habla. Por su implausibilidad y por su carácter ambiguo, la Revolución de
Octubre ha hecho volar en pedazos las categorías canónicas de la doctrina; pues lo
que Kautsky desea expresar, cuando habla de revolución burguesa hecha por los
bolcheviques, no sólo es la contradicción entre el sentido objetivo de la revolución
y su actor; también quiere decir que Lenin no conoce mejor que Robespierre la
historia que está haciendo, y que revive, en medio del voluntarismo más
obstinado, la incertidumbre de la acción histórica. El amargo descubrimiento del
profesor de marxismo en la Segunda Internacional, que en teoría había regulado
tan bien el paso del capitalismo al socialismo, es que las revoluciones surgen
donde pueden y no donde deben surgir, y que ni su sentido ni su curso están
determinados de antemano.

En ese sentido, Lenin tiene mucha razón, en la feroz respuesta que al punto
escribe, 77 de acusar a Kautsky de retroceder como un pequeñoburgués “filisteo” —
injuria suprema entre los marxistas— ante la situación revolucionaria, ¡pese a que
las resoluciones de la Segunda Internacional nunca dejaron de prever y preparar su
brote! Él acepta el acontecimiento como viene, y resulta que redacta su respuesta
en los primeros días de noviembre de 1918, en el momento en que estallaba la
rebelión de los marinos y de los soldados alemanes: la revolución mundial se
hallaba en marcha... Mientras que Kautsky teorizó sus temores, Lenin dio una
doctrina a su impaciencia: lo divertido es que la misma filosofía de la acción
política les sirve a ambos adversarios. Lenin vaticina sobre la democracia de los
soviets, mil veces más democrática, según nos dice, que la más democrática de las
constituciones burguesas, pese a que a finales de 1918 dicha democracia ya se ha
apagado. Kautsky insiste en arrogarse aún la idea de revolución, más para recusar
la que tiene ante sus ojos, diciendo que no es conforme a lo que debiera ser. La
contradicción que existe en el meollo del marxismo ha encarnado en los dos más
grandes marxistas de la época, que representan sus dos versiones extremas: la del
subjetivismo revolucionario y la de las leyes de la historia.

A la larga, Kautsky hace de la experiencia soviética un juicio menos absurdo


o menos ilusorio que el de Lenin; además, irá afinando sus términos al correr de
los años, sin quitarle nada a su diagnóstico inicial. Pero en el plazo inmediato
manifiesta una ceguera casi total ante las pasiones que agitan a sus
contemporáneos. No dice nada sobre la guerra ni sobre su estallido, en el que
naufragó la Segunda Internacional, ni sobre su curso, que modificó toda la
situación del mundo. De un acontecimiento que estremeció a Europa y provocó la
muerte de millones de hombres y desarraigó a otros, no tiene más que una visión
abstracta, la misma que en los años de preguerra le hacía pensar que llevaría a la
huelga general de los proletarios. No siente ni conoce los sentimientos colectivos
que llevaron a los pueblos a empuñar las armas unos contra otros, ni las pasiones
que han vuelto a masas de soldados contra la guerra en nombre de la revolución,
ni la interrogación que se plantea por doquier acerca del sentido de esas muertes
innumerables. Hay que comprender el callejón sin salida en que se encuentran el
socialismo europeo, la Segunda Internacional y la socialdemocracia alemana, en
particular al acabar la guerra. Guerra que aceptaron colectivamente en agosto de
1914, si bien contra su voluntad, o en todo caso contra su doctrina y sus promesas,
y que no se atreven a reivindicar como los nacionalistas, ni a maldecir como los
bolcheviques. Así, la socialdemocracia alemana es ajena tanto al discurso de la
nación como al de la revolución, suspendida en un estado de ingravidez política,
condenada a servir a uno u otro de sus adversarios. No tiene nada que decir a los
sobrevivientes de la guerra. Sus jefes son incapaces de dirigirse a la nación para
hablarle de lo que acaba de vivir, pese a que ha sufrido tanto y todo lo ha perdido.

¿Qué les queda? Un marxismo que forma parte de su identidad histórica y


que a menudo es de buena calidad en sí mismo, pero que está devaluado por la
quiebra de agosto de 1914; al lado de este astro muerto ha surgido la estrella nueva
del leninismo, marxismo renaciente de sus cenizas, fortalecido por su triunfo en la
historia “real”. Por esto, ese marxismo vencido que iba retrocediendo por doquier
ante el marxismo triunfador constituye para el socialismo europeo más una
desventaja que una ventaja. Lo que conserva en común con su vencedor lo expone
al chantaje de la unidad obrera y le hace más difícil que a los partidos “burgueses”
la participación en coaliciones democráticas de gobierno. El marxismo
socialdemócrata no habría sobrevivido tanto tiempo en el siglo XX a su desplome
de agosto de 1914 si no hubiese tenido que proclamarse sin cesar, frente al desafío
bolchevique, fiel a sus orígenes.

Tomaré mi tercer ejemplo de Francia, de un debate de naturaleza diferente:


el que suscitó la incorporación del grueso de los militantes socialistas a la
Revolución de Octubre y a sus “condiciones”. El socialismo francés nunca tuvo un
teórico marxista cuya autoridad fuera ni de lejos comparable a la de Kautsky en la
Segunda Internacional. Es más heterogéneo en lo doctrinal y en lo social que su
equivalente alemán, menos obrero, menos marxista, más pequeñoburgués, más
teñido de la sangre del republicanismo jacobino. La batalla de ideas y de poder
entre Guesde y Jaurès nunca se resolvió verdaderamente antes de 1914. A su lado
existe una corriente obrera autónoma, el sindicalismo revolucionario, tachonado de
anarquismo y celoso de su autonomía: fue allí donde surgieron en 1915 las
primeras protestas contra la guerra, o al menos las más audaces, después de que el
partido socialista optó en masa por la Unión sagrada en agosto de 1914. Y seguirá
fiel a esa elección fundamental hasta 1917, cuando la crisis social y militar de ese
año haga deslizarse a la mayoría hacia posiciones wilsonianas, en oposición al
extremismo nacionalista de Clemenceau. Pero aun entonces el socialismo francés
contempla sin particular agrado los acontecimientos rusos, pues corren el riesgo de
debilitar a los ejércitos aliados: esto es lo que ocurre en Brest-Litovsk.

Todos estos motivos contribuirán a que el movimiento socialista francés


nunca sea un niño consentido de los hombres de Octubre de 1917. Para colmo,
Francia es la gran potencia victoriosa en el continente europeo y por ese hecho se
convierte para ellos en la principal guardiana de los intereses imperialistas. Su
proletariado está protegido por la victoria misma contra las seducciones del
derrotismo revolucionario que terminó por ganar, in extremis ciertamente, al
proletariado alemán. Está más que nunca, como los obreros ingleses, corrompido
por el imperialismo. Los políticos que pretenden defender sus intereses siguen
encadenados a las delicias del parlamentarismo burgués. Así, los bolcheviques
tienen una respuesta simple para explicar la debilidad del combate socialista
francés contra la guerra: acusar a todo el movimiento en su conjunto. Lo que da
interés al debate político entre rusos y franceses en torno de los principios de la
Tercera Internacional, fundada en Moscú en 1919, es precisamente el alejamiento
extremo de sus posiciones de partida.
Al término de la guerra, Lenin no puede contar dentro del móvil socialismo
francés más que con ciertos individuos y núcleos de militantes. Puede disponer de
mayores simpatías entre la CGT, pero estas simpatías se hacen más tibias cuando
se descubre el papel subordinado que se reserva a los sindicatos en las
concepciones bolcheviques. Ahora bien, poco más de dos años después, el
Congreso de Tours otorga una amplia mayoría a los partidarios de la adhesión a la
Tercera Internacional y de las “condiciones” planteadas por ésta, 78 que ponen al
revés todas las tradiciones del socialismo francés. Cualesquiera que sean los
pensamientos y las segundas intenciones que están detrás de este voto, sigue
siendo con justa razón el símbolo del esplendor de la revolución leninista hasta en
el partido que parecía menos dispuesto a unírsele.

No entraré en las intrigas de esta compleja historia en la que aparecen


múltiples intermediarios entre Moscú y París. Éstas han sido brillantemente
descritas y analizadas por Annie Kriegel. 79 Lo que me interesa es más limitado y a
la vez más vasto: comprender el movimiento de opinión que llevó a los militantes
franceses hacia las tesis de Moscú.

Encontramos primero el sentimiento, tan difundido entre toda la izquierda


europea de la época, del fin inminente del capitalismo, condenado a morir bajo los
escombros de una guerra provocada por sus contradicciones. En su prólogo a un
folleto de Boris Suvarin que aparece a finales de 1919, el capitán Jacques Sadoul, 80
que se quedó en Moscú para predicar la buena causa a sus compatriotas franceses,
marca así la tónica a los partidarios de la Tercera Internacional: ”... La sociedad
capitalista está definitivamente! condenada. La guerra y sus consecuencias, la
imposibilidad de resolver con los recursos actuales los nuevos problemas han
allanado el camino a la marcha victoriosa de la Tercera Internacional...” 81 Sigue
una referencia a los “grandes antepasados” revolucionarios de Francia, cuya llama
tan sólo hay que volver a encender. Referencia que se encuentra casi por doquier
en esta literatura militante, y a la cual hasta el viejo Sorel dio su bendición, quizá
demasiado pronto, añadiendo a la cuarta edición de sus célebres Reflexiones sobre la
violencia (septiembre de 1919), él, que no era un admirador incondicional de la
Revolución francesa, un elogio de Lenin en el que se puede leer en una nota:

Los políticos que sostienen con Clemenceau que la Revolución francesa forma un
bloque están muy poco autorizados para mostrarse severos contra los bolcheviques; el
bloque admirado por Clemenceau llevó a la muerte a por lo menos diez veces más gente que
los bolcheviques denunciados por los amigos de Clemenceau como abominables bárbaros. 82

Por tanto, es un Lenin-Robespierre, al que ya hemos encontrado bajo la


pluma de Mathiez; pero el Lenin de Sorel y de Suvarin se dedica a una tarea más
universal que Robespierre, ya que se trata de abolir el capitalismo y la burguesía.
Además, la guerra de intervención de las potencias aliadas la hace doblemente
necesaria ya que la Revolución de Octubre, nacida para contener la guerra, se
encuentra por segunda vez en la necesidad de vencerla. Lenin se encuentra así en
el cruce de la revolución y de la paz, ofreciendo al socialismo francés la
oportunidad de redimir los hechos de agosto de 1914: la guerra contra la guerra
vuelve a ser de actualidad en 1919, en condiciones políticas menos difíciles.

Lo que está en entredicho en el fondo, y aun en la Francia vencedora de los


alemanes, es lo que sacude a todos los pueblos de Europa: la cuestión del sentido
de la guerra de 1914. Lo que corroe a los militantes socialistas, así sean franceses, es
lo bien fundado de la Unión sagrada. ¿Venció Francia a Alemania? Cierto, pero
Octubre de 1917 hace reaparecer, tras el orden de las naciones, la lucha de clases y
las revoluciones. ¿Cómo podría ignorarlo la izquierda socialista francesa, cuando
es la derecha la que capitaliza en la inmediata posguerra los beneficios políticos de
la victoria del 11 de noviembre? La cuestión que ocupa el centro del debate sobre
las condiciones de adhesión a la Tercera Internacional es menos la naturaleza del
régimen instaurado en Rusia que el juicio del Partido Socialista sobre su pasado en
el proceso instruido contra él por Lenin. La fuerza del bolchevismo no proviene de
lo que es sino de que, habiendo vencido, muestra al imaginario colectivo lo que
habría podido ser una historia del socialismo europeo fiel en 1914 a sus
resoluciones. Encarna otra historia de la guerra, que no ocurrió pero relacionada
con lo que se produjo: un cataclismo, hasta para los pueblos vencedores.

Los hombres de Octubre, esos revolucionarios conspiradores de quienes se


sospecha que son blanquistas, pueden alegar sin embargo el triunfo y el respeto a
los compromisos contraídos. Simbolizan a posteriori las virtudes y las misiones que
fueron traicionadas en agosto de 1914.

Por ésta misma razón, las delegaciones enviadas a Rusia en 1920 por la
izquierda socialista francesa y que supuestamente la iluminarían, se asemejan más
a señales de obediencia que a un deseo de saber. 83 La principal, la de Cachin y
Frossard, tiene por objeto principal sellar en Moscú ante la Internacional el acuerdo
celebrado entre la izquierda y el centro del partido, el Comité por la Tercera
Internacional y el grueso de los “Reconstructores”. También lo que está en juego en
la discusión en torno de las “21 condiciones” es más vasto que el juicio que se
emitirá sobre la Rusia de Lenin: es la adopción o el rechazo de los principios
bolcheviques en la estrategia y la organización del movimiento obrero
internacional. El que dos viejos políticos —Cachin y Frossard— hayan adoptado
las posiciones de Suvarin no se explica por su viaje, sino al contrario, el viaje por su
adopción. Apenas saben más que los militantes sobre las realidades de la nueva
Rusia, pero al ver el entusiasmo revolucionario de los militantes han comprendido
que esta nueva Rusia encarna a la vez sus remordimientos y sus esperanzas
recuperadas.

Es esta asociación mental la que Léon Blum trata de quebrantar en su


célebre discurso de Tours. Su esfuerzo tiende a disociar la Rusia bolchevique,
experiencia revolucionaria particular, de su pretensión de tener valor universal.
Sobre el primer punto, recoge un tipo de argumentación menchevique o hasta
kautskysta: al surgir en la Rusia de los zares, la revolución recibió del mundo al
que trastornaba una parte de sus rasgos. A falta de un fuerte desarrollo capitalista
previo y de una verdadera sociedad burguesa, la toma del poder en nombre del
proletariado ha adoptado el carácter de un putsch por un pequeñísimo partido,
militarmente organizado, de revolucionarios profesionales. De ahí los riesgos de
que una dictadura del proletariado instaurada de esta manera no sea más que la
máscara de la dictadura (a secas), ejercida sobre un pueblo inmenso por una
minoría sin mandato. A esta experiencia, cuyos riesgos sugiere sin condenarla, no
opone Léon Blum una perspectiva “democrática burguesa”, legalista, electoralista
o reformista. Al contrario, quiere librar a la tradición socialista, que defiende contra
Lenin, de la sospecha de abandonar el proyecto revolucionario por un
revisionismo de la reforma. Sabe que debe defender la revolución con mayor razón
porque critica la que acaba de tomar el poder en Moscú. ¿La revolución? La
palabra, casi sagrada, significa a la vez los medios y un fin, la toma violenta del
Estado por la insurrección, y la instauración de un poder “obrero” que liquide la
dominación burguesa. Dos convicciones, dos pilares de la tradición socialista que
Blum saluda cuando se declara partidario más que nunca de la “dictadura del
proletariado”, otra fórmula central de las resoluciones de la Segunda Internacional.
Ésta es utilizada también por los bolcheviques, que se sirven de ella, como hemos
visto en la respuesta de Lenin a Kautsky, para subrayar su primer término, contra
las nostalgias del pluralismo político burgués. Léon Blum lo utiliza en otra
acepción más jauresiana; la “dictadura del proletariado” es para él una manera de
decir que, coronando un largo desarrollo social y educativo, la revolución
proletaria lleva al poder a todo un pueblo ilustrado, que ya casi no tiene
adversarios que combatir. Por ello el líder francés, como antes Jaurés, quiere
restituirle a la fórmula consagrada una dignidad y casi una moral comprometidas
con la aventura de Lenin, quien ha convertido la oportunidad en doctrina.

No obstante, la debilidad de su posición se debe a que esa reconsideración


de la revolución proletaria, y por tanto de la tradición, no tiene nada que decir
sobre la ruptura de la tradición que ocurrió en agosto de 1914; nada que decir
sobre la guerra, cuyo recuerdo aún domina los ánimos. La fuerza de los partidarios
de la Tercera Internacional se encuentra en la idea de que la Segunda traicionó en
1914 su misión y sus compromisos; está en la experiencia de las trincheras y de la
servidumbre militar, cuyo concatenamiento supieron romper los bolcheviques.
Frente a esto, ¿qué importa esa discusión dogmática, oculta en una ambigüedad
semántica? Si la gran mayoría de los militantes se decide en Tours en favor de las
tesis comunistas, por cierto sin medir bien su alcance, es porque se encuentra presa
en el enorme trastorno de toda la vida pública provocado por los años de guerra.
Es una manera suya de decir “¡Eso nunca más!”

Pero no hay que subestimar el simbólico efecto duradero que pueden tener
en el movimiento obrero los debates sobre el dogma inseparables de las
interpretaciones del marxismo. Dicho efecto es uno de los que mejor permiten
comprender cómo el bolchevismo, tomando entonces lo esencial de su irradiación
en Europa de una experiencia y una coyuntura excepcionales, también encuentra
su arraigo en la recuperación de un vocabulario y de una tradición. Pues lo que
comienza con la ortodoxia minuciosa de Léon Blum es una larga batalla defensiva
en torno de un patrimonio revolucionario común. Los socialistas que se niegan a
plegarse a las condiciones de adhesión a la Tercera Internacional tuvieron cuidado
de no dejar prescribir sus derechos al tesoro compartido del marxismo: precaución
indispensable para no dejar a los bolcheviques y a sus émulos de todas partes
monopolizar todo el espacio de la tradición.

Mas, con objeto de conjurar la acusación de traición que se les hace, los
socialistas se aferran aún más a la idea revolucionaria. Si rechazan la revolución
bolchevique como una desviación es para apresurar el derrocamiento del
capitalismo que ésta, sin embargo, ya ha logrado. Así, lo que conservan por
convicción o por necesidad de fidelidad al marxismo los hace vulnerables a la
competencia comunista. Es la situación normal de toda izquierda ante toda
extrema izquierda, ciertamente. Pero en este caso, además, el mantenimiento
intransigente de la referencia marxista implica dos inconvenientes. Limita su
comprensión de un régimen difícil de pensar en las categorías de Marx, como el
régimen soviético. Y la autoafirmación revolucionaria los separa de los partidos del
centro, sin ofrecerle mucho espacio a su izquierda, que es el territorio de los
comunistas. Pese a haber resistido al encanto del bolchevismo, los partidos
socialistas lo han pagado caro en términos de autonomía política o de libertad
estratégica, condenados a una actitud estrechamente defensiva o a la alianza
inconfesable con los partidos burgueses. A menudo, sus militantes más jóvenes y
más activos muestran un complejo de inferioridad ante los “hermanos enemigos”,
pues conocen los peligros que el bolchevismo entraña para la libertad pero también
admiran sus capacidades de organización y el espíritu de sacrificio que despierta
entre sus partidarios.

Así, la Revolución bolchevique de octubre de 1917 adquirió en los años de la


posguerra inmediata la categoría de acontecimiento universal. Se inscribió en la
filiación de la Revolución francesa como parte del mismo orden, inaugurando una
época de la historia de la humanidad. Pese al carácter inverosímil de su cuna,
colmó un anhelo de la cultura política europea inseparable desde la Revolución
francesa: el advenimiento de una sociedad soberana sobre sí misma por la
igualdad al fin conquistada para sus asociados. Anhelo alimentado por la
escatología socialista a lo largo de todo el siglo XIX y que recibió renovada fuerza
de la desdicha de los pueblos durante la primera Guerra Mundial. El privilegio de
universalidad del bolchevismo proviene a la vez de la tradición revolucionaria de
Europa y de la situación excepcional que se vivió en 1918-1920.

No acabaríamos de enumerar las declaraciones de intelectuales que


celebraron la Revolución soviética en su infancia. El siglo XX se inaugura bajo esta
luz deslumbrante en la que muchos de ellos ven una ruptura decisiva y
benefactora con el capitalismo y la guerra, dando así su asentimiento menos a una
experiencia real que a lo que dicen de sí mismos los héroes de Octubre. Al releer
todos esos textos, el lector de hoy puede quedar estupefacto ante tantos juicios
perentorios emitidos sin información verdadera. Sin embargo, la explicación es
muy sencilla, y por cierto también vale en sentido inverso, en el otro bando: la
Rusia de Lenin es un símbolo. Canaliza pasiones, más que ideas. Moldea la historia
universal. Los esfuerzos de los teóricos socialistas por regatearle ese privilegio
tienen una repercusión muy limitada. Obtienen resultados conservadores; pero
entre su marxismo y el de los vencedores de Octubre, es el segundo el que cautiva
la imaginación de los hombres de aquel tiempo.

Empero, desde esta época la Revolución rusa no es sólo un símbolo: también


es una historia. Hasta puede decirse que en un sentido —desde luego, sólo en
uno— esta historia acaba durante el invierno de 1920-1921. La guerra de
intervención ha terminado, la contraofensiva bolchevique fracasó ante Varsovia en
agosto de 1920, el comunismo de guerra arruinó la economía provocando
hambrunas, el partido es omnipotente pero está aislado, y reina ya por medio del
terror y la policía. En marzo de 1921 es ahogada en sangre la insurrección de los
marinos de Kronstadt que, contra los bolcheviques, reclaman para sí la revolución
(“todo el poder a los soviets y no a los partidos”). Todavía en marzo de 1921, Lenin
pone fin al comunismo de guerra e instaura la NPE, obligado a dar un poco de aire
a una producción asfixiada por el control y las requisiciones. Así, la Revolución
rusa entra en un “Termidor” económico, en el momento mismo en que oficializa y
refuerza el aparato de dictadura que le sirve de instrumento de dominación sobre
el país. El terror ya no tiene como excusa la guerra, civil o extranjera; se vuelve el
régimen en su funcionamiento cotidiano. En el X Congreso, también de marzo de
1921, Lenin vence a la “Oposición Obrera” que protesta contra la identificación de
la clase obrera con el partido, y hace votar la prohibición de las fracciones en el
interior del partido. 84 Se materializan así las peores predicciones de Rosa
Luxemburgo. La Revolución de Octubre ha terminado, ya que el pueblo obrero y
campesino ha “vuelto a sus hogares”, 85 sometido en adelante al poder absoluto de
una oligarquía. Pero en otros aspectos la revolución no ha terminado, si bien es
cierto que esta oligarquía se autoproclama la guardiana del espíritu de Octubre y
no tiene otra definición que su fidelidad a la ideología en la que ve el secreto de su
victoria.

Los intelectuales de Occidente habrían podido conocer los lineamientos


esenciales de esta evolución, pese al misterio del que ya se rodea la política del
muy reciente Komintern. La prueba es que algunos de entre ellos han hecho este
esfuerzo de observación, como Bertrand Russell, quien a finales de 1920 publica
uno de los mejores libros sobre el bolchevismo. 86 El lógico de Cambridge, uno de
los cerebros ilustres de Europa, también ha enfocado las cuestiones sociales.
Pertenece, como independiente, a la vasta familia del socialismo inglés, ajeno al
marxismo, filosóficamente ecléctico, inclinado al ejercicio de la razón práctica.
Quedó horrorizado por la guerra y hasta pasó un tiempo en prisión por haberlo
dicho, y teme a su legado de “desencanto y desesperación” que amenaza con
conducir a lo que él llama una nueva religión, cuya encarnación le parece ser el
bolchevismo. Por ello, decide ir a ver. Pasó, pues, una breve estancia en Rusia,
entre el 11 de mayo y el 16 de junio de 1920, al mismo tiempo que una delegación
del Partido Laboral inglés, pero por su lado. Visita Leningrado, Moscú, parte de la
campiña en la cuenca del Volga. Discute con Kámenev, y es recibido por Lenin, con
quien charla durante una hora. También puede ver lo que queda de la izquierda:
los mencheviques, los socialistas-revolucionarios. En suma, un verdadero viaje de
estudios realizado por un buen observador, todo lo contrario de la visita de
Cachin-Frossard a Moscú, hecha por la misma época, pero consagrada por entero
al remordimiento y a la adhesión.

Los días del capitalismo están contados; Russell no lo duda ni por un


minuto. Pero, por lo que ha visto en Rusia, vuelve de Moscú con la convicción de
que el camino bolchevique hacia un nuevo orden social no es el indicado. En la
situación que ha observado hace un balance de las circunstancias particulares de la
Revolución rusa: el peso del pasado y el retraso ante el Occidente, al mismo tiempo
que la guerra de intervención emprendida por los Aliados. Pero, una vez
descontado lo anterior, no ve casi nada rescatable en lo que tiene de
específicamente nuevo la experiencia revolucionaria rusa. En el dominio
económico, el circuito ciudades-campos está casi destruido, el aprovisionamiento
urbano es difícil, los campesinos parecen desdichados y hostiles, y pasivos los
obreros. No hay nada más siniestro que la descripción que hace Russell de la vida
cotidiana rusa durante aquellos años. En el plano político su veredicto es aún más
severo. El viajero inglés no se dejó engañar ni por un instante por el mito
“soviético” de una democracia directa de los trabajadores. Vio la dictadura del
partido tras el estandarte de los soviets; al retirarse, la revolución popular sólo ha
dejado en pie la omnipotencia de un aparato. Russell mide su aislamiento y su
impopularidad menos de un año antes de Kronstadt. Nota que el bolchevismo es
más aclamado en el extranjero que en su patria. En Rusia es un régimen odiado
como una tiranía y fuera de Rusia es esperado como una liberación. Un fracaso en
el orden de las realidades, acompañado por un éxito en el de las creencias.

El tono de su librito no es polémico sino, más bien, fáctico. Se trata de una


comprobación que combina relatos y realidades vividas, lleno de ese sentido de lo
concreto y de ese buen sentido superior que constituyen uno de los atractivos de
los intelectuales ingleses. El autor ni siquiera se volvió a posteriori adversario
encarnizado del bolchevismo, seguro siempre de que el movimiento de la historia
conducía hacia el fin del capitalismo. Lo que más combate del bolchevismo es su
pretensión de universalidad, su carácter mesiánico que amenaza con llevar al
mundo europeo del trabajo hacia un callejón sin salida; esos primitivos del
socialismo no tienen nada que enseñar al Occidente. No aportan sino una sustancia
ilusoria, una falsa religión a los hombres desencaminados y frágiles de la
posguerra. Como no es marxista, para lo cual da argumentos en la segunda parte
de su libro, Russell no tiene, como Kautsky o Blum, por qué defender otra versión
de la dictadura del proletariado y brindar al siglo un horizonte revolucionario de
otro tipo. La experiencia histórica lo proveerá. La tarea del momento es, por una
parte, hacer el análisis del fracaso ruso para evitárselo a las demás naciones y, por
otra, combatir la propensión a un mesianismo bolchevique, revelado ya en el
espíritu de la época.

Russell, quien al final de su vida resistirá menos bien a las seducciones del
frente común con los comunistas, 87 al término de la primera Guerra Mundial no
tuvo dificultad para librarse de la fascinación del bolchevismo. Se sintió curioso de
conocer lo que era la Rusia soviética, a la vez como socialista y como pacifista. Fue
allá, juzgó personalmente, es decir, por observación, como hombre de ciencia. No
hay el drama de la pasión en su testimonio, y en esto es atípico.

De este modo comienza entonces una historia mucho más frecuente, y de


tipo distinto, entre los hombres progresistas y la Rusia soviética: la de la creencia y
el desencanto. Al nacer, la Revolución rusa aglutinó a su alrededor un mundo de
admiradores y de fieles. ¿Sabrá responder, al correr de los años, a esas esperanzas?
¿Mantener ese fervor? ¿Cómo sobrevivirá a su curso la fe de sus partidarios?

IV. CREYENTES Y DESENCANTADOS

LA REVOLUCIÓN francesa dejó también una larga serie de admiradores.


Tuvo sus partidarios y sus imitadores por toda Europa y en otros continentes. Pero
aunque los dos acontecimientos están envueltos en la magia revolucionaria de la
construcción de un mundo nuevo, el entusiasmo que han provocado no presenta
los mismos rasgos.

La situación histórica de los dos países en cuestión es muy distinta. La


Francia del siglo XVIII es el país más “civilizado” de Europa; entre la gente culta se
acostumbra imitarla y hablar su idioma: la Revolución de 1789 extiende este
hábito, no lo rompe ni lo crea. En cambio la Rusia de 1917 sigue siendo, pese a los
rápidos progresos realizados desde comienzos de siglo, una nación que apenas ha
entrado en el camino de lo que el pensamiento europeo ha llamado la
“civilización”. Hasta el “Antiguo Régimen” es reciente en su historia, tomando en
cuenta que apenas comienza con la emancipación de los siervos por el zar
Alejandro II en 1864. 88 Ahora bien, la Revolución de Octubre tiene la pretensión de
ponerse como ejemplo a la humanidad y, para empezar, a Europa. Esta pretensión
en sí misma no es nueva en la historia rusa, pero poseía una acepción totalmente
distinta: la del mesianismo eslavófilo. Lo que tiene de nuevo en su forma leninista
es también lo que tiene de enteramente paradójico: la idea de que la vieja Rusia,
apenas salida del zarismo, invente un régimen social y político que pueda y deba
servir de ejemplo a Europa y al mundo, al tiempo que se sitúa en la continuidad de
la historia del Occidente. Después de haber visto con lástima durante tanto tiempo
a la Rusia campesina y despótica, los obreros de la Europa central y occidental
ahora hacen manifestaciones al grito de: “¡Por doquier los soviets!” Esta brusca
inversión borra la Rusia de los zares y otorga a la de Lenin sus galones de
universalidad a la francesa; pero sigue pareciendo inverosímil, y por ejemplo los
jefes socialdemócratas se niegan a darle su asentimiento. Jamás tendrá la especie de

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