3 Furet Cap 3
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Había una excepción a esta situación: la Rusia de los zares, cuya fragilidad
se había demostrado en el año de 1905. No obstante, a través de ella la revolución
vuelve durante la guerra a la historia europea desde su punto más remoto. Este
acontecimiento es excéntrico, pero no improbable en su modalidad primera:
porque en la caída de Nicolás II y la instauración de un gobierno provisional en
espera de una Asamblea Constituyente, los europeos, encabezados por los
franceses, reconocen su historia. Y se muestran tanto más atentos, pese a la
distancia, cuanto que Rusia está en la guerra, aliada de los unos, adversaria de los
otros, importante para todos. Lo improbable no está en el 17 de febrero, sino en
Octubre, que le sigue tan de cerca.
Ahora bien, esta genealogía manipulada por las circunstancias echa raíces
en la cultura europea, donde rápidamente encuentra sus cartas de nobleza. En
Francia, por ejemplo, la Liga de los Derechos del Hombre organiza, entre el 28 de
noviembre de 1918 y el 15 de marzo de 1919, una serie de audiciones sobre la
situación en Rusia. 47 La liga se ganó sus títulos de nobleza en el caso Dreyfus y por
tanto es irreprochable para la izquierda. Reúne a una burguesía intelectual que va
desde la izquierda republicana hasta el partido socialista, e incluye grandes
nombres de la universidad: Paul Langevin, Charles Gide, Lucien Lévy-Bruhl,
Víctor Basch, Célestin Bouglé, Alphonse Aulard, Charles Seignobos: porque juzgar
a la muy joven Rusia de los soviets es cosa de la izquierda; la derecha no necesita
mayor información para odiar a Lenin. ¿Cómo podría mostrar la menor
indulgencia hacia ese competidor derrotista, relacionado con la peor tradición
nacional, la del Terror? La izquierda, por el contrario, considera la idea de
revolución como inseparable de su patrimonio. Cierto que en el siglo XIX, para
establecer por fin la Tercera República, los republicanos necesitaron conjurar los
recuerdos de la Primera. Pero una buena parte de ellos no dejó de cultivarlos, y en
1917 no está tan lejos el momento en que Clemenceau proclamó ante la
representación nacional que la Revolución francesa era un “bloque”... 48 Además, al
mismo tiempo que un recuerdo, la revolución designa un futuro. Para un pueblo
que en un tiempo hizo de ella una experiencia inolvidable, su dominio es de una
elasticidad duradera, como la de un tribunal de apelación de las injusticias del
presente. Antes de los bolcheviques, no pocas familias del socialismo francés se
atribuyeron el precedente jacobino: Buonarroti, Blanqui, Buchez, Louis Blanc y
Jules Guesde, para no citar más que los nombres célebres.
Y por ello vuelvo a esos días de fines del otoño de 1918, en que los augures
de la izquierda intelectual francesa se inclinan sobre la cuna de la recién nacida
Revolución soviética, bajo los auspicios de la Liga de los Derechos del Hombre. Los
testigos convocados conocen la cuestión de primera mano, por haber vivido en
Rusia en el periodo crucial. Se trata de un tal Patouillet, último director del
Instituto Francés de Petrogrado; del economista Eugène Petit, allegado a los
socialistas-revolucionarios, que vivió en Rusia de septiembre de 1916 a abril de
1918; del periodista Charles Dumas, socialista, ex jefe de gabinete de Jules Guesde,
quien pasó cuatro meses en Rusia entre diciembre de 1917 y marzo de 1918; del ex
cónsul general de Francia en Moscú en 1917 y 1918, Grenard; 49 de algunos
ciudadanos rusos, como Sujomlin y Slonin, ex diputados a la abortada Asamblea
Constituyente; Delevski Avkséntiev, miembros de la Liga Republicana Rusa o,
también, del general Savinkov, ex ministro de Guerra de Kerenski. Todos esos
testigos describen extensamente, ante el areópago republicano de la liga, la
dramática situación de Rusia empleando el método de las “cosas vistas”. Ninguno
de ellos tiene opiniones políticas de derecha. Los franceses, salvo Grenard tal vez,
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son demócratas y socialistas. Los rusos fueron actores de la Revolución de
Febrero, varios de ellos son socialistas-revolucionarios y acompañaron a los
bolcheviques después de Octubre hasta la disolución de la Asamblea
Constituyente. Sin embargo, todos denuncian las concepciones antidemocráticas
de los bolcheviques, empezando por Lenin y Trotski, la dictadura absoluta de una
pequeña minoría de activistas, la mentira de los “soviets” y del poder obrero, el
inicio del terror. Temiendo la inclinación reaccionaria de los generales “blancos”,
como Kolchak, piden la intervención de los Aliados, así como otras elecciones,
enarbolando la novísima idea wilsoniana de la “Sociedad de Naciones”. En ese
concierto angustiado sólo hay una voz discordante, pero que se encuentra allí “en
misión”. Es la de Borís Suvarin, quien alega en favor de la herencia del zarismo y
aprovecha el papel nefasto de la contrarrevolución para justificar la lucha de clases,
la democracia “real” de los soviets contra la dictadura burguesa, la necesidad del
terror.
La idea de una intervención de ese tipo, aun en esta forma nebulosa, suscita
algo más que reservas entre los auditores franceses, y es Aulard, silencioso hasta
entonces, el que mejor describe ese desgarramiento de su corazón. Vale la pena
escucharlo:
Mi corazón, os digo, no es bolchevique, pero razono. Los bolcheviques, nos decís, no
son demócratas, ya que no establecen el sufragio universal. ¿Hay en realidad en Rusia una
proporción de iletrados que asciende a 85%? Yo no lo sé, vos mismo no lo sabéis, nadie
puede saberlo. De lo que estamos seguros es de que los iletrados abundan entre vosotros.
Ahora bien, ¿qué dicen los bolcheviques? Dicen —o al menos se nos dice que dicen— que
no es posible poner los destinos del país en una masa en ese estado, que sería traicionar al
país entregarlo a ella. Confieso que ese razonamiento me interesa. También la Revolución
francesa fue hecha por una minoría dictatorial. No consistió en las gestas de aquella Duma
en Versalles, sino que se desarrolló en la forma de soviets, y no sólo en sus comienzos. Los
comités municipales de 1789, y luego los comités revolucionarios, tanto los nuestros como
los de ellos, emplearon procedimientos que hacían decir por doquier, en Europa y en todo el
mundo en aquel tiempo, que los franceses eran unos bandidos. Así fue como triunfamos.
Toda revolución es obra de una minoría. Cuando me dicen que hay una minoría que
aterroriza a Rusia, yo entiendo esto: Rusia está en revolución.
¿Por qué es tan difícil? Por las razones que ha expuesto Aulard. Porque son
los herederos de una tradición revolucionaria, todopoderosa en sus espíritus, y sin
embargo ambigua en relación con la libertad.
No sienten simpatía hacia el bolchevismo. Cierto es que aún no saben gran
cosa de él. Como no son socialistas y no pertenecieron al mundo de la Segunda
Internacional, no tienen ninguna razón para estar enterados, desde antes de la
guerra, de las polémicas fratricidas encabezadas por Lenin en el interior de la
socialdemocracia rusa. Como fueron grandes patriotas en 1914 e intelectuales
movilizados contra el militarismo alemán, no sienten indulgencia por el
“derrotismo revolucionario” leninista; deploraron la defección rusa oficializada en
Brest-Litovsk. De manera más general, nada los lleva a la extrema izquierda, y
menos aún al marxismo doctrinario. Son notables de la izquierda francesa,
fuertemente arraigados en la notabilidad y en la izquierda. Hay que insistir en
ambos términos, puesto que parecen excluirse. Nada sería más inexacto que
convertir a esos militantes experimentados de los Derechos del Hombre, ex
combatientes de la escuela laica y del caso Dreyfus, en políticos oportunistas de
centro-izquierda. Son “republicanos”, como se llama en la Francia de la época a
esos tardíos herederos de la Ilustración que han conjuntado en ellos la virtud
cívica, la religión del progreso mediante la escuela, el laicismo y el régimen de
Asamblea: conjunto de convicciones heteróclitas pero fuertes, el cual los arraiga tan
sólidamente a la izquierda que les disgusta la idea de tener enemigos en la
izquierda. Pero al mismo tiempo, también han “llegado”, instalados en las
instituciones de la República, profesores, abogados, funcionarios, burgueses a su
manera, aunque no les gusten demasiado la burguesía y el dinero. ¿Cómo podrían
o habrían podido, si no es conociéndola, sentirse cercanos a una ideología como la
de los bolcheviques? Aman la Revolución francesa, pero conocen el valor del
tiempo. Su República tardó un siglo en echar raíces en Francia y aún tiene muchos
enemigos.
es que resulta erróneo oponer el socialismo a los principios de 1789. Y sigue siendo
este error el que consiste en confundir la Declaración de Derechos de 1789 con la
Constitución monárquica y burguesa de 1789. Sí, el socialismo está en contradicción
violenta con el sistema social establecido en 1789, pero es la consecuencia lógica, extrema,
peligrosa (si se quiere) de los principios de 1789, que reivindicaba Babeuf, el teórico de los
iguales. 56
Así, toda la revolución es buena por lo que anuncia, pues lo que tiene de
nefasto se debe a que no es ella: mecanismo de disculpa que fundamenta la
interpretación “republicana” de la dictadura y del Terror del año II en las
“circunstancias”, pero cuyo beneficio también puede extenderse a la Revolución de
Octubre, víctima de las inercias del pasado ruso (el analfabetismo), de la guerra
civil y pronto de la guerra extranjera. Este argumento es aún más importante para
Aulard en lo referente a los bolcheviques, ante la incertidumbre en que se
encuentra sobre lo que debe pensar exactamente de sus ideas y de sus objetivos. A
falta de ese juicio, que se reserva, los defiende empero en nombre de la analogía de
su situación con la de la Revolución francesa, como si finalmente sus intenciones
contaran menos que los obstáculos puestos en su camino y las amenazas mortales
que los rodeaban.
Y sin embargo, en política están menos alejados uno del otro de lo que creen
cuando llega la guerra de 1914. En efecto, Mathiez revela ser un francés tan
ardiente como su competidor de mayor edad. Escribe artículos patrióticos y hasta
nacionalistas, exaltando el gran precedente jacobino. No deja de exhortar al
Parlamento a mostrar mayor autoridad y a la República a tener una fidelidad más
exacta a los jacobinos. La Revolución rusa de febrero lo llena de entusiasmo, como
a Aulard. El psicodrama universitario prosigue, envuelto en la historia universal.
Mientras que su viejo adversario pone a la Duma de San Petersburgo el ejemplo de
Mirabeau y de Danton, Mathiez se indigna de que alguien muestre a “esas dos
vergüenzas de la Revolución francesa”, 58 y contraataca con su propio panteón:
Robespierre, Saint-Just y Couthon. Octubre encuentra un apoyo ferviente con la
distribución de la tierra a los campesinos: a una fase moderada de la Revolución
rusa le sigue una verdadera fase social, bajo la dirección de los bolcheviques-
jacobinos contra el “girondino” Kerenski. Pero el tratado de Brest-Litovsk, que saca
a Rusia de la guerra, enfría de tajo su entusiasmo, pues Mathiez no vio con mejores
ojos que Aulard esta defección en la lucha contra el germanismo, prueba de que
sigue siendo un buen socialista jacobino, y de ninguna manera un leninista.
No creo que antes de nuestro siglo existan otros ejemplos de este ascenso
súbito de una nación en el imaginario colectivo de los hombres, de la situación de
país atrasado a la condición de Estado-faro. En cambio, en nuestro siglo existen
varios. Después de que las revelaciones de Jruschov empañaron la imagen de la
Unión Soviética, la China de Mao la relevó por un momento en ese papel, para no
hablar siquiera de la Cuba de Castro. Esta cascada de modelos lejanos no sólo
expresa la reducción de la esperanza revolucionaria a lo largo del siglo. Su
constancia y su duración, su supervivencia a los desmentidos de la experiencia
también revelan su profundidad. Privado de Dios, nuestro tiempo ha divinizado la
historia como el advenimiento del hombre libre. De esta historia convertida si no
en sustituto de salvación al menos en lugar de la reconciliación del hombre consigo
mismo, el momento mitológico por excelencia ha sido la Revolución de Octubre.
Para comprobarlo no hay más que ver la rapidez con que Octubre eclipsó a
Febrero, la lentitud con que el mito de Octubre cedió ante la evidencia de los
hechos. En efecto, en su origen, los acontecimientos de Octubre están imbricados
en lo que comenzó con la caída del zar, ocho meses antes: por ejemplo, bien lo
entiende así Mathiez, quien compara a Kerenski con un “girondino” y a Lenin con
Robespierre. Sin embargo, la República de Febrero pronto pierde su importancia
relativa en favor de la toma del poder por los bolcheviques o, mejor aún, es casi
absorbida por lo que la siguió, arrinconada entre Nicolás II y Lenin, hasta el punto
de perder toda identidad histórica. Al colocarse, al contrario, en el otro extremo de
la misma historia, en los decenios en que el brillo de Octubre declina antes de
desaparecer (es decir, desde Jruschov), la revolución de los bolcheviques sobrevive
largo tiempo en el imaginario colectivo de la izquierda occidental al
aborrecimiento de que es objeto entre los pueblos que han sufrido sus
consecuencias. Esta prórroga se fundamenta en una redefinición histórica
comparable, aunque de sentido contrario, a la que borró la Revolución de Febrero:
basta deslindar a Lenin de Stalin para reinventar un Octubre purificado. El
procedimiento parece tan tentador que no es posible jurar que no servirá mañana
para una reanimación póstuma de la mitología “soviética”.
Así, se puede amar “Octubre” sin ser comunista. Y hasta se puede dejar de
ser comunista y seguir amando “Octubre”. Gracias a Lenin, la Revolución rusa ha
dejado su alejamiento ruso, se ha entroncado en el precedente jacobino y se ha
reintegrado a la historia universal. Los sucesos de 1793 no habían hecho olvidar los
de 1789, pero Octubre sí ha borrado a Febrero. En el primer caso, los dos grandes
episodios de la Revolución francesa no han dejado de ser recordados y
reestudiados a la vez como distintos y como trama de un mismo acontecimiento. El
análisis de su interdependencia y el juicio sobre su alcance respectivo han ocupado
el centro mismo de las interpretaciones. Nada similar ocurre en el segundo caso:
Octubre relega a Febrero en su particularidad rusa y acapara en su provecho el
universalismo revolucionario. El triunfo de esta confiscación no sólo se debe a la
meta que se fija Lenin, que consiste en construir una sociedad nueva, y a los
múltiples llamados a la solidaridad internacional de los proletarios. Como lo
muestran las reacciones de la izquierda intelectual en Francia, también se debe a
que la Rusia bolchevique de Octubre, por el relevo jacobino, se instala en la
herencia de la Revolución francesa, que ha permanecido abierta desde Termidor.
Así, los años de la posguerra inmediata transcurren, entre 1918 y 1921, bajo
el signo del bolchevismo, que podría resumirse así: de la guerra a la revolución.
Lema radical que puede ofrecer un modelo para amarlo e imitarlo y que por ello
mismo alimenta las expectativas de millones de soldados que han sobrevivido. Les
da un punto de cristalización. En la Alemania vencida es donde más claramente
pueden observarse sus efectos: en esta Alemania de Guillermo II donde, como en
la Rusia de Nicolás II, mutatis mutandis, los pródromos de la derrota militar
producen en el otoño de 1918 revueltas de marinos y de soldados, muy pronto
seguidas por la disgregación del ejército y del Reich imperial. La capitulación de
noviembre hunde a la nación en la anarquía. Parece revivir la situación rusa del
año anterior, y poner en el orden del día una revolución dirigida por grupos de la
extrema izquierda socialista, en nombre de consejos de obreros y de soldados. Las
cosas no siguen ese camino por la radicalización del bando adversario, que
reagrupa al estado mayor y al grueso de la socialdemocracia. Pero con ese primer
brote la revolución alemana se revela como el horizonte de la Revolución rusa.
Casi por doquier nacen en Europa promesas de subversión: en la Hungría de Béla
Kun, en la Italia de los consejos de fábricas y hasta en la Francia victoriosa, donde
los soviets han encontrado eco en la ultraizquierda sindicalista y política. El
resentimiento contra la guerra, pasado por el filtro de Octubre de 1917, ha dado un
impulso formidable a la revolución anticapitalista.
Este impulso es tan visible y afecta en diversas dosis tanto a países vencidos
como a vencedores, que debe incluirse en el capítulo de las consecuencias
generales de la guerra sobre el estado de ánimo colectivo. La obsesión de esta
guerra es tanto más fuerte cuanto que las armas han callado, de acuerdo con esa
especie de ley según la cual los pueblos nunca combaten tanto las catástrofes como
después de haberlas aceptado; una vez que han revelado sus males, el recuerdo de
haber participado en ellas adopta la forma del ¡Nunca más! y es en este “Nunca
más” donde la Revolución de Octubre encuentra su público sumando a la fuerza
de la esperanza la obsesión del remordimiento. La interminable guerra misma ha
conducido los ánimos hacia la revolución, a la vez por acostumbrarlos a la
violencia absoluta y para poner frenos a la sumisión militar. Pero también los ha
conducido a ella por un camino más secreto: el del recogimiento interior. Millones
de soldados que vuelven a la vida civil caen prisioneros del remordimiento
colectivo de haber contribuido a que se produjera el 14 de agosto o de no haberlo
impedido.
En esa comprobación hay sin duda algo falaz: pues si bien el Antiguo
Régimen ruso demostró ser incapaz de conducir la guerra y se disgregó en el
camino, no fue sustituido por una revolución “proletaria”: en rigor, Rusia no es la
tierra más idónea para acoger un acontecimiento de ese tipo. Pero lo que lo hace
creer, aparte de la palabra de Lenin, es la secuencia Febrero-Octubre, que se
asemeja a una devolución en dos tiempos, de la burguesía al proletariado, y
constituye la ruptura con los Aliados del Occidente capitalista, la paz de Brest-
Litovsk. En el primero de esos tiempos, la izquierda encuentra mediante un atajo, o
mejor dicho mediante una aceleración, los periodos de la evolución histórica con
los que su formación doctrinal la había familiarizado. En el segundo, vuelve sobre
las resoluciones solemnes de antes de 1914, de la Segunda Internacional, y por
tanto sobre sus propias convicciones. En ambos casos, el acontecimiento de octubre
constituye un reencuentro con su tradición. Su alejamiento geográfico y social se
anula ante la credibilidad que le devuelve al cuerpo de ideas socialista, que tan mal
quedara en agosto de 1914. La guerra brindó al maximalismo bolchevique las
ventajas inesperadas de la ortodoxia y de la continuidad.
Asimismo, es esta familiaridad paradójica la que exime a la Revolución rusa
de tener que aportar pruebas. El hecho de que haya ocurrido en la época en que
ocurrió basta para confirmar su necesidad, descrita con todo detalle en las viejas
resoluciones de la Segunda Internacional. ¿Qué importan el lugar y las condiciones
en que se produjo? Si tantos hombres se vuelven hacia ella a la hora en que la paz
les devuelve la libertad de cuerpo y de espíritu, es menos por su realidad
particular que porque les restituye el nexo, roto por la guerra, entre su tradición y
su ideal del futuro. La revolución proletaria era sin duda necesaria pues ocurrió; en
esta prueba ingenua, hecha con una mirada retrospectiva a la traición de 1914 y los
sufrimientos de la guerra, se enmarca no sólo la victoria del bolchevismo sobre los
socialdemócratas sino su irradiación sobre la Europa de 1918.
Desde esta época la magia del fenómeno soviético consiste, pues, en ejercer
una poderosa atracción sobre el imaginario colectivo, independientemente de la
realidad del régimen. Porque su mayor derecho para apasionar a los hombres
consiste en haber ocurrido, y porque su duración, por sí sola, le confirió tan pronto
una condición casi mítica, la Revolución de Octubre se libra de la observación y del
estudio, para convertirse sólo en objeto de amor o de odio. Y Dios sabe que
también es detestada, atacada, vilipendiada. Pero esos pánicos reaccionarios llevan
consigo su contraveneno: en la virulencia de sus adversarios, los admiradores de la
Rusia soviética ven una confirmación más de sus sentimientos. La ideología
marxista-leninista engloba, y por consiguiente rechaza de antemano, el discurso
del contradictor. Comienza entonces la larga carrera del argumento absurdo según
el cual la derecha no puede decir nada sobre la experiencia soviética que no esté
descalificado por definición.
Joven judía polaca, nació y creció en Varsovia. Luego pasó sus años
universitarios en Zurich, estudiando historia, economía política, El capital. En 1898
se instala en Berlín como en el centro del movimiento obrero Europeo, en un
socialismo menos fraccionado que el de su natal Polonia, al que la historia le
depara un papel principal. Su juventud anuncia así la violencia con que intentará
durante toda su vida conjurar las pasiones nacionales, considerándolas una trampa
tendida por los burgueses a los obreros: ella no pertenece a ninguna patria sino por
entero a la revolución.
En ese sentido, Lenin tiene mucha razón, en la feroz respuesta que al punto
escribe, 77 de acusar a Kautsky de retroceder como un pequeñoburgués “filisteo” —
injuria suprema entre los marxistas— ante la situación revolucionaria, ¡pese a que
las resoluciones de la Segunda Internacional nunca dejaron de prever y preparar su
brote! Él acepta el acontecimiento como viene, y resulta que redacta su respuesta
en los primeros días de noviembre de 1918, en el momento en que estallaba la
rebelión de los marinos y de los soldados alemanes: la revolución mundial se
hallaba en marcha... Mientras que Kautsky teorizó sus temores, Lenin dio una
doctrina a su impaciencia: lo divertido es que la misma filosofía de la acción
política les sirve a ambos adversarios. Lenin vaticina sobre la democracia de los
soviets, mil veces más democrática, según nos dice, que la más democrática de las
constituciones burguesas, pese a que a finales de 1918 dicha democracia ya se ha
apagado. Kautsky insiste en arrogarse aún la idea de revolución, más para recusar
la que tiene ante sus ojos, diciendo que no es conforme a lo que debiera ser. La
contradicción que existe en el meollo del marxismo ha encarnado en los dos más
grandes marxistas de la época, que representan sus dos versiones extremas: la del
subjetivismo revolucionario y la de las leyes de la historia.
Los políticos que sostienen con Clemenceau que la Revolución francesa forma un
bloque están muy poco autorizados para mostrarse severos contra los bolcheviques; el
bloque admirado por Clemenceau llevó a la muerte a por lo menos diez veces más gente que
los bolcheviques denunciados por los amigos de Clemenceau como abominables bárbaros. 82
Por ésta misma razón, las delegaciones enviadas a Rusia en 1920 por la
izquierda socialista francesa y que supuestamente la iluminarían, se asemejan más
a señales de obediencia que a un deseo de saber. 83 La principal, la de Cachin y
Frossard, tiene por objeto principal sellar en Moscú ante la Internacional el acuerdo
celebrado entre la izquierda y el centro del partido, el Comité por la Tercera
Internacional y el grueso de los “Reconstructores”. También lo que está en juego en
la discusión en torno de las “21 condiciones” es más vasto que el juicio que se
emitirá sobre la Rusia de Lenin: es la adopción o el rechazo de los principios
bolcheviques en la estrategia y la organización del movimiento obrero
internacional. El que dos viejos políticos —Cachin y Frossard— hayan adoptado
las posiciones de Suvarin no se explica por su viaje, sino al contrario, el viaje por su
adopción. Apenas saben más que los militantes sobre las realidades de la nueva
Rusia, pero al ver el entusiasmo revolucionario de los militantes han comprendido
que esta nueva Rusia encarna a la vez sus remordimientos y sus esperanzas
recuperadas.
Pero no hay que subestimar el simbólico efecto duradero que pueden tener
en el movimiento obrero los debates sobre el dogma inseparables de las
interpretaciones del marxismo. Dicho efecto es uno de los que mejor permiten
comprender cómo el bolchevismo, tomando entonces lo esencial de su irradiación
en Europa de una experiencia y una coyuntura excepcionales, también encuentra
su arraigo en la recuperación de un vocabulario y de una tradición. Pues lo que
comienza con la ortodoxia minuciosa de Léon Blum es una larga batalla defensiva
en torno de un patrimonio revolucionario común. Los socialistas que se niegan a
plegarse a las condiciones de adhesión a la Tercera Internacional tuvieron cuidado
de no dejar prescribir sus derechos al tesoro compartido del marxismo: precaución
indispensable para no dejar a los bolcheviques y a sus émulos de todas partes
monopolizar todo el espacio de la tradición.
Mas, con objeto de conjurar la acusación de traición que se les hace, los
socialistas se aferran aún más a la idea revolucionaria. Si rechazan la revolución
bolchevique como una desviación es para apresurar el derrocamiento del
capitalismo que ésta, sin embargo, ya ha logrado. Así, lo que conservan por
convicción o por necesidad de fidelidad al marxismo los hace vulnerables a la
competencia comunista. Es la situación normal de toda izquierda ante toda
extrema izquierda, ciertamente. Pero en este caso, además, el mantenimiento
intransigente de la referencia marxista implica dos inconvenientes. Limita su
comprensión de un régimen difícil de pensar en las categorías de Marx, como el
régimen soviético. Y la autoafirmación revolucionaria los separa de los partidos del
centro, sin ofrecerle mucho espacio a su izquierda, que es el territorio de los
comunistas. Pese a haber resistido al encanto del bolchevismo, los partidos
socialistas lo han pagado caro en términos de autonomía política o de libertad
estratégica, condenados a una actitud estrechamente defensiva o a la alianza
inconfesable con los partidos burgueses. A menudo, sus militantes más jóvenes y
más activos muestran un complejo de inferioridad ante los “hermanos enemigos”,
pues conocen los peligros que el bolchevismo entraña para la libertad pero también
admiran sus capacidades de organización y el espíritu de sacrificio que despierta
entre sus partidarios.
Russell, quien al final de su vida resistirá menos bien a las seducciones del
frente común con los comunistas, 87 al término de la primera Guerra Mundial no
tuvo dificultad para librarse de la fascinación del bolchevismo. Se sintió curioso de
conocer lo que era la Rusia soviética, a la vez como socialista y como pacifista. Fue
allá, juzgó personalmente, es decir, por observación, como hombre de ciencia. No
hay el drama de la pasión en su testimonio, y en esto es atípico.